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H - 4º Domingo Tiempo Ordinario (B)
H - 4º Domingo Tiempo Ordinario (B)
EVANGELIO
- «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé
quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús lo increpó:
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron
estupefactos:
- «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les
manda y le obedecen.»
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Palabra de Dios.
HOMILIA
2017-2018 -
28 de enero de 2018
CURADOR
2014-2015 -
1 de febrero de 2015
UN ENSEÑAR NUEVO
HOMILIA
2011-2012 -
29 de enero de 2012
CURADOR
Según Marcos, la primera actuación pública de Jesús fue la curación de un hombre poseído
por un espíritu maligno en la sinagoga de Cafarnaún. Es una escena sobrecogedora,
narrada para que, desde el comienzo, los lectores descubran la fuerza curadora y liberadora
de Jesús.
La gente queda sorprendida al escucharle. Tienen la impresión de que hasta ahora han
estado escuchando noticias viejas, dichas sin autoridad. Jesús es diferente. No repite lo que
ha oído a otros. Habla con autoridad. Anuncia con libertad y sin miedos a un Dios Bueno.
Jesús no se acobarda. Ve al pobre hombre oprimido por el mal, y grita: «¡Cállate y sal de
este hombre!». Ordena que se callen esas voces malignas que no le dejan encontrarse con
Dios ni consigo mismo. Que recupere el silencio que sana lo más profundo del ser humano.
El narrador describe la curación de manera dramática. En un último esfuerzo por destruirlo,
el espíritu «lo retorció violentamente y, dando un grito fuerte alarido, salió de él». Jesús ha
logrado liberar al hombre de su violencia interior. Ha puesto fin a las tinieblas y al miedo a
Dios. En adelante podrá escuchar la Buena Noticia de Jesús.
No pocas personas viven en su interior de imágenes falsas de Dios que les hacen vivir sin
dignidad y sin verdad. Lo sienten, no como una presencia amistosa que invita a vivir de
manera creativa, sino como una sombra amenazadora que controla su existencia. Jesús
siempre empieza a curar liberando de un Dios opresor.
Sus palabras despiertan la confianza y hacen desaparecer los miedos. Sus parábolas atraen
hacia el amor a Dios, no hacia el sometimiento ciego a la ley. Su presencia hace crecer la
libertad, no las servidumbres; suscita el amor a la vida, no el resentimiento. Jesús cura
porque enseña a vivir sólo de la bondad, el perdón y el amor, que no excluye a nadie. Sana
porque libera del poder de las cosas, del autoengaño y de la egolatría.
HOMILIA
UN ENSEÑAR NUEVO
Nada se dice del contenido de sus palabras. No es eso lo que aquí interesa, sino el impacto
que produce su intervención. Jesús provoca asombro y admiración. La gente capta en él
algo especial que no encuentra en sus maestros religiosos: Jesús «no enseña como los
escribas, sino con autoridad».
Los letrados enseñan en nombre de la institución. Se atienen a las tradiciones. Citan una y
otra vez a maestros ilustres del pasado. Su autoridad proviene de su función de interpretar
oficialmente la Ley. La autoridad de Jesús es diferente. No viene de la institución. No se
basa en la tradición. Tiene otra fuente. Está lleno del Espíritu vivificador de Dios.
Lo van a poder comprobar enseguida. De forma inesperada, un poseído interrumpe a gritos
su enseñanza. No la puede soportar. Está aterrorizado: «¿Has venido a acabar con
nosotros?» Aquel hombre se sentía bien al escuchar la enseñanza de los escribas. ¿Por qué
se siente ahora amenazado?
Jesús no viene a destruir a nadie. Precisamente su «autoridad» está en dar vida a las
personas. Su enseñanza humaniza y libera de esclavitudes. Sus palabras invitan a confiar
en Dios. Su mensaje es la mejor noticia que puede escuchar aquel hombre atormentado
interiormente. Cuando Jesús lo cura, la gente exclama: «este enseñar con autoridad es
nuevo».
Los sondeos indican que la palabra de la Iglesia está perdiendo autoridad y credibilidad. No
basta hablar de manera autoritaria para anunciar la Buena Noticia de Dios. No es suficiente
transmitir correctamente la tradición para abrir los corazones a la alegría de la fe. Lo que
necesitamos urgentemente es un «enseñar nuevo».
HOMILIA
APRENDER A ENSEÑAR
El modo de enseñar de Jesús provocó en la gente la impresión de que estaban ante algo
desconocido y admirable. Lo señala la fuente cristiana más antigua y los investigadores
piensan que fue así realmente. Jesús no enseñaba como los «letrados» de la Ley. Lo hacía
con «autoridad»: su palabra liberaba a las personas de «espíritus malignos».
No hay que confundir «autoridad» con «poder». El evangelista Marcos es muy preciso en su
lenguaje. La palabra de Jesús no proviene del poder. Jesús no trata de imponer su propia
voluntad sobre los demás. No enseña para controlar el comportamiento de la gente. No
utiliza la coacción ni las amenazas.
A nadie se le oculta que estamos viviendo una grave crisis de autoridad. La confianza en la
palabra institucional está bajo mínimos. Dentro de la Iglesia se habla de una fuerte
«devaluación del magisterio». Las homilías aburren. Las palabras están desgastadas.
¿No es el momento de volver a Jesús y aprender a enseñar como lo hacía él? La palabra de
la Iglesia ha de nacer del amor real a las personas. Ha de ser dicha después de una atenta
escucha del sufrimiento que hay en el mundo, no antes. Ha de ser cercana, acogedora,
capaz de acompañar la vida doliente del ser humano.
Necesitamos una palabra más liberada de la seducción del poder y más llena de la fuerza
del Espíritu. Una enseñanza nacida del respeto y la estima positiva de las personas, que
genere esperanza y cure heridas. Sería grave que, dentro de la Iglesia, se escuchara una
«doctrina de letrados» y no la palabra curadora de Jesús que tanto necesita hoy la gente
para vivir.
HOMILIA
2002-2003 – REACCIONAR
DESCONOCIDOS Y TEMIDOS
Unos están recluidos definitivamente en un centro. Otros deambulan por nuestras calles. La
inmensa mayoría vive con su familia. Están entre nosotros, pero apenas suscitan el interés
de nadie. Son los enfermos mentales.
No resulta fácil penetrar en su mundo de dolor y soledad. Privados, en algún grado, de vida
consciente y afectiva sana, apenas gozan de prestigio o ascendiente. Muchos de ellos son
seres débiles y vulnerables, o viven atormentados por el miedo en una sociedad que los
teme o se desentiende de ellos.
Hay familias que saben cuidar a su ser querido con amor y paciencia, colaborando
positivamente con los médicos. Pero hay también hogares donde el enfermo resulta una
carga dificii de sobrellevar. Poco a poco, la convivencia se deteriora y toda la familia va
quedando afectada negativamente favoreciendo, a su vez, el empeoramiento del enfermo.
Es una ironía, entonces, seguir defendiendo teóricamente la mejor calidad de vida para el
enfermo psíquico, su integración social o el derecho a una atención adecuada a sus
necesidades afectivas, familiares y sociales. Todo esto ha de ser así, pero, para ello, es
necesaria una ayuda más real a las familias y una colaboración más estrecha entre los
médicos que atienden al enfermo y personas que sepan estar junto a él desde una relación
humana y amistosa.
¿Qué lugar ocupan estos enfermos en nuestras comunidades cristianas? ¿No son los
grandes olvidados? El evangelio de Marcos subraya de manera especial la atención de
Jesús a «los poseídos por espíritus malignos». Su cercanía a las personas más indefensas y
desvalidas ante el mal, siempre será para nosotros una llamada interpeladora.
HOMILIA
SANAR
Las primeras tradiciones cristianas describen a Jesús como alguien que pone en marcha un
profundo proceso de sanación tanto individual como social. Ésa fue su intención de fondo:
curar, aliviar, restaurar la vida. Los evangelistas ponen en boca de Jesús frases que lo dicen
todo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
Por eso, las curaciones que Jesús lleva a cabo a nivel físico, psicológico o espiritual son el
símbolo que mejor condensa e ilumina el sentido de su vida. Jesús no realiza curaciones de
manera arbitraria o por puro sensacionalismo. Lo que busca es la salud integral de las
personas: que todos los que se sienten enfermos, abatidos, rotos o humillados, puedan
experimentar la salud como signo de un Dios amigo que quiere para el ser humano vida y
salvación.
No hemos de pensar sólo en las curaciones. Toda su actuación trata de encaminar a las
personas hacia una vida más sana: su rebeldía frente a tantos comportamientos patológicos
de raíz religiosa (legalismo, hipocresía, rigorismo vacío de amor...); su lucha por crear una
convivencia más humana y solidaria; su ofrecimiento de perdón a gentes hundidas en la
culpabilidad y la ruptura interior; su ternura hacia los maltratados por la vida o por la
sociedad; sus esfuerzos por liberar a todos del miedo y la inseguridad para vivir desde la
confianza absoluta en Dios.
No es extraño que, al confiar su misión a los discípulos, Jesús los imagine no como
doctores, jerarcas, liturgistas o teólogos, sino como grandes curadores: «Proclamad que el
Reinado de Dios está cerca: curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad
demonios». La primera tarea de la Iglesia no es celebrar cultos, elaborar teología, predicar
moral, sino curar, liberar del mal, sacar del abatimiento, sanear la vida, ayudar a vivir de
manera saludable. Esa lucha por la salud integral es camino de salvación.
Lo denunciaba hace algunos años B. Häring, uno de los más prestigiosos moralistas del
siglo XX: la Iglesia ha de recuperar su misión sanadora si quiere enseñar el camino de la
salvación. Anunciar la salvación eterna de manera doctrinal, intervenir sólo con llamamientos
morales o promesas de salvación desprovistas de experiencia sanadora en el presente,
pretender despertar la esperanza sin que se pueda sentir que la fe hace bien, es un error.
Jesús no actuó así.
HOMILIA
1996-1997 – DESPERTAR LA FE
«Estoy perdido... No hay nada que hacer.» Qué duro es escuchar a quien se nos confía con
estas o parecidas palabras. Pocos sentimientos habrá tan penosos para el ser humano
como esa sensación de verse hundido sin remedio.
Todo se desata, a veces, a partir de una desgracia que el individuo se siente incapaz de
soportar: «Es demasiado para mí. No puedo más. Voy a volverme loco.» La persona no
sabe dónde encontrar consuelo. Ya nada será como antes. Algo se ha roto para siempre.
En algunos momentos puede aparecer una inexplicable sensación de malestar: «No tengo
ganas de vivir. Nada me llena. Todo me da igual.» La persona no sabe cómo sacudirse de
encima esa fastidiosa impresión de vacío y falsedad. Hay que seguir viviendo, pero uno se
siente acabado.
No es tampoco tan extraña la experiencia del pecado: «Mi vida es un desastre. He dado
muchos pasos equivocados. Poco a poco me he ido alejando de Dios, y ahora no tengo
fuerzas para cambiar.» La persona no se atreve ya a enfrentarse a su propia conciencia.
Siente confusamente el peso de la culpa, pero no sabe cómo salir de ese estado.
Las parábolas de la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido (Lucas 15, 1-32)
insisten todas ellas en lo mismo: Dios es alguien que se alegra con la recuperación de todo
hombre o mujer que se veía perdido. No hay desgracia ni pecado, no hay cansancio ni
soledad, no hay crimen ni oscuridad que te pueda destruir definitivamente. Nadie está
perdido para Dios.
Esta es la Buena Noticia del evangelio: No hay desesperación definitiva; siempre se puede
seguir esperando incluso «contra toda esperanza». Dios es Salvador para todos aquellos
que se ven desbordados por el mal, el pecado, la impotencia o la fragilidad. Esto es lo que
descubren con admiración aquellas gentes de Galilea que son testigos del poder y la bondad
de Jesús que libera del «espíritu inmundo» a aquel pobre hombre que se retuerce poseído
por el mal.
HOMILIA
Hace ya algunos años, A.N Whithead escribió una frase brillante, que luego ha sido
largamente citada y comentada. Según este conocido matemático, filósofo y teólogo,
«religión es lo que el individuo hace con su propia soledad». Es en la intimidad de cada
persona donde se juega, en último término, su actitud religiosa, pues en esa soledad interior
va respondiendo a las preguntas últimas: ¿quién soy yo en realidad?, ¿qué puedo saber de
la vida?, ¿en qué puedo creer o esperar?
No es fácil saber qué sucede hoy en la interioridad de los individuos y cómo se las ve cada
uno con Dios. La cultura moderna ha transformado profundamente la estructura interna de
las personas. Hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más críticos y menos
consistentes, más escépticos y menos confiados. Sin embargo, el mismo Whithead ofrece
algunas pistas para entender cómo se gesta la actitud religiosa en nuestros días.
Para bastantes, Dios no es sino un «concepto». Una idea, tal vez sublime y excelsa, pero
que no se deja sentir en su interior. No niegan que exista —«algo tiene que haber»—, pero
no saben relacionarse con él. Dios está situado en el mundo de las ideas, pero no es
reconocido como alguien vivo y personal, que fundamenta y suscita la vida de la persona.
Estos pueden hablar y discutir sobre Dios, pero nunca hablan a Dios en la soledad de su
corazón.
Hay otros que sí sienten a Dios en su interior, pero lo intuyen como «enemigo». Alguien que
les cierra el camino, les señala los límites y no les deja vivir en paz. Cuando se encuentran
con él, siempre se topan con un señor soberano y omnipotente, que frena sus pretensiones
de autonomía y felicidad. Para éstos, Dios es una «amenaza oscura», que hace la vida más
difícil y dura de lo que ya es por sí misma.
Bien diferente es, por el contrario, la experiencia de quienes buscan a Dios siguiendo los
pasos de Jesús. Estos sienten a Dios, no como el señor amenazador que exige y oprime,
sino como el «amigo» que sustenta, comparte, perdona y hace vivir.
Estoy cada vez más convencido de que el proceso religioso que muchas personas necesitan
recorrer, es el que lleva desde el Dios «enemigo» al Dios «amigo» y compañero de camino.
Si hoy muchos abandonan a Dios y le dan la espalda, es porque solo lo experimentan como
exigencia, y no como don y misericordia.
La experiencia de los que se encontraron con Jesús fue muy diferente. Podían comprobar
que Jesús no solo hablaba de Dios con autoridad, sino que curaba a las personas y las
liberaba del mal en el nombre de un Dios amigo de la dicha del ser humano.
José Antonio Pagola
HOMILIA
UN PROGRESISMO INGENUO
En la raíz de esta postura “racionalista” hay una convicción que ha ido creciendo
progresivamente. Lo único que existe es lo que el hombre puede verificar con su razón.
Fuera de lo que el ser humano puede comprobar, no hay nada real.
Si esto es así, naturalmente ya no hay sitio para Dios ni para la religión. El mundo se reduce
sencillamente a un sistema cerrado que el hombre puede dominar desarrollando la ciencia y
las tecnologías. La fe en un Dios trascendente queda descalificada de raíz como una
postura ingenua y primitiva.
Durante muchos años esta visión “racionalista” fue cultivada en círculos intelectuales y
científicos, sin provocar grandes reacciones en las masas. Pero la situación ha cambiado
profundamente con la llegada de los grandes medios de comunicación social. Por todas
partes se divulga hoy una cultura “racionalista” donde lo religioso aparece como una postura
que todavía personas desfasadas pueden cultivar en su corazón, pero que está ya superada
hace tiempo por la ciencia y el progreso.
Lo curioso es que, como siempre, todo esto sucede precisamente cuando en ¡os sectores
científicos más serios y rigurosos del momento actual se respira un clima totalmente
diferente.
Hace tiempo que los científicos más prestigiosos hablan de que la razón no puede
responder a todos los interrogantes que plantea la existencia. Y son ellos mismos los que
afirman la necesidad de que, junto a la ciencia, la humanidad siga cultivando la poesía, la
ética, la metafísica, la religión.
Por otra parte, se ha ido tomando conciencia de que la pretensión “racionalista” de que no
existe nada más que lo que el hombre puede conocer con su razón, no se basa en ningún
análisis científico de la realidad. El hombre moderno ha decidido que no hay nada fuera de
lo que él mismo puede comprobar, pero esta convicción primera no proviene de ninguna
verificación racional. Es un prejuicio o creencia acrítica, anterior a cualquier intervención de
la razón.
Por eso, son muchos los que piensan que ha llegado el momento de revisar, por una parte,
la naturaleza del conocimiento científico y de explorar, por otra, las verdaderas raíces de la
experiencia religiosa. Ciencia y religión no se excluyen. La humanidad las necesita a ambas
para su crecimiento.
HOMILIA
CON AUTORIDAD
Con autoridad.
Por lo general, solemos confundir fácilmente «autoridad” con «poder”, pues normalmente
toda autoridad necesita para ser ejercida un cierto poder.
Sin embargo, hay personas que tienen autoridad no porque estén investidas de poder o se
les haya encomendado una función social, sino porque su manera de ser y de vivir es
reconocida y aceptada por los demás.
Son personas que irradian autoridad. No se imponen por su poderío o su fuerza. Es su vida
la que atrae y deja huella profunda en quienes los conocen o tratan.
«Autoridad» es un término que viene del latín «augere” que significa «hacer crecer”,
“agrandar”, “enriquecer», pues las personas con autoridad ayudan a crecer, nos estimulan,
enriquecen la vida de los demás.
Esta autoridad nace de la misma persona, de su honestidad, de su actitud responsable y
coherente, de su fidelidad. Ningún poder ni cargo, por importante que sean, pueden
sustituirla cuando falta.
Tal vez éste sea uno de los problemas más graves de la actual sociedad occidental.
Contamos con personas que tienen “poder oficiala pero no es fácil encontrar hombres y
mujeres con autoridad para convertirse en guías y modelos a seguir.
El problema se agudiza cuando el poder o cargo oficial es desempeñado por una persona
indigna y sin autoridad moral alguna debido a su comportamiento personal.
Es comprensible que los que ostentan un poder oficial pretendan deslindar netamente su
cargo público de lo que constituye su vida personal privada.
Ciertamente, un hombre puede ser fiel a su cargo aunque no sea fiel a su esposa. Puede
cumplir honestamente su responsabilidad pública aunque actúe de manera irresponsable en
su vida privada.
Pero no es el mejor camino para despertar en los ciudadanos una mayor confianza en los
poderes públicos y una mayor colaboración con sus directrices.
HOMILIA
El pueblo queda asombrado «porque no enseña como ¡os letrados, sino con autoridad».
Esta autoridad no está ligada a ningún título o poder social. No proviene tampoco de las
ideas que expone o la doctrina que enseña. La fuerza de su palabra es él mismo, su
persona, su espíritu, su libertad.
Es duro reconocer que, con frecuencia, las nuevas generaciones no encuentran «maestros
de vida» a quienes poder escuchar. ¿Qué autoridad pueden tener las palabras de muchos
políticos, dirigentes o responsable civiles y religiosos, si no están acompañadas de un
testimonio claro de honestidad y responsabilidad personal?
Por otra parte, ¿qué vida pueden encontrar nuestros jóvenes en una enseñanza mutilada,
que proporciona datos, cifras y códigos, pero no ofrece respuesta alguna a las cuestiones
más inquietantes que anidan en el ser humano?
Difícilmente ayudará a crecer a los alumnos una enseñanza reducida a información científica
en la que el enseñante puede ser sustituido por el programa correspondiente del «video» o
del ordenador.
Maestros que, con su testimonio personal de vida, siembren inquietud, contagien vida y
ayuden a plantearse honradamente los interrogantes más hondos de la existencia.
Hacen pensar las palabras del escritor anarquista A. Robin, por lo que pueden presagiar
para nuestra sociedad: «Se suprimirá la fe en nombre de la luz; después se suprimirá la luz.
Se suprimirá el alma en nombre de la razón; después se suprimirá la razón. Se suprimirá la
caridad en nombre de la justicia; después se suprimirá la justicia. Se suprimirá el espíritu de
verdad en nombre del espíritu crítico; después se suprimirá el espíritu crítico».
El Evangelio de Jesús no es algo superfluo e inútil para una sociedad que corre el riesgo de
seguir tales derroteros.
LA FUERZA DE LO DEMONIACO
Durante estos últimos años, varias novelas, llevadas posteriormente a la pantalla, han
puesto de relieve que la imagen diabólica, un tanto arrinconada por la civilización
contemporánea, sigue teniendo una confusa vigencia en la conciencia de grandes masas.
Obras como «El exorcista» de W. P. Blatty, «La semilla del diablo» de I. Levin y «El Otro» de
Th. Tryon, y la proliferación inesperada de cultos satánicos en Norteamérica y Europa, nos
han descubierto que la figura siniestra de lo demoníaco tiene todavía una fuerza que nadie
hubiera podido sospechar.
Paul Valory decía en su «Fausto» que la actuación primordial del demonio consiste en
«mostrar a los hombres en un espejo sus deseos más ocultos». Lo que ha aterrorizado a los
hombres no ha sido la entidad misma de los demonios, sino lo que lo demoníaco refleja: los
instintos de agresión, destrucción y muerte que hay en nosotros, y que pueden desbordarse
en un momento dado.
Y es esto lo que tampoco hoy deberíamos olvidar. En la historia grande de los pueblos y en
la pequeña historia individual de cada uno, siempre existe la posibilidad de que el lado
tenebroso y maligno de la existencia humana se rebele y nos desborde hasta límites
insospechados.
Por eso siguen teniendo actualidad y vigencia esos relatos que encontramos en los
evangelios, y donde se nos presenta a Jesús expulsando demonios con fuerza salvadora.
Los psicoanalistas nos han descubierto que lo inhumano, la sangre, el dolor, la destrucción y
la muerte, ejercen una extraña atracción sobre el siquismo humano. Y que el hombre
necesita abrirse a la vida, y entrar en una dinámica de amor y creatividad, si no quiere verse
amenazado por la destrucción.
Este Jesús, que no expulsa demonios con fórmulas mágicas de exorcista, sino como el
enviado del Dios de la vida y la salud, que predica con fuerza liberadora el amor, y que nos
invita a entrar en el reino de la ternura, la fraternidad y la libertad, puede ser también hoy
Alguien capaz de acallar las fuerzas del mal y liberarnos de la esclavitud de tantos males
que parecen escapar a nuestro control.
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