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Por la ventana entraba un pequeño rayo de sol, que,

atenuado por la intromisión de la cortina, intentaba en


vano llegar a su cara. Ella, cubierta únicamente por las
sábanas blancas, yacía a su lado, con su rostro
recostado sobre el pecho de su acompañante, desde allí
podía escuchar sus los latidos. Él, su compañero de
noches, de días, que una vez más la había acompañado
durante una larga velada de sueño placentero.

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