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 REVISTA

La Cultura de la Transición

La transición española produjo una cultura demasiado cercana al poder, con demasiados
intereses y complicidades. Pero, como ocurre con cualquier patología, lo primero que hay que
hacer para curarla es acertar con el diagnóstico.

Por Ramón González Férriz

23 mayo 2012

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Guillem Martínez lleva ya algún tiempo escribiendo sobre lo que llama la “Cultura de la
Transición”. Según él, ya desde los años setenta, la izquierda y sobre todo el PSOE aportaron a
la democracia el discurso cultural del que carecía la derecha, pero por un excesivo sentido de
la responsabilidad -o por una calculada malevolencia- se propusieron acotar los límites de la
cultura y ponerla en todo momento al servicio de la estabilidad política y no de la verdadera
libertad. Mediante subvenciones, premios y acceso a los poderosos, la izquierda desactivó el
potencial crítico de la literatura, el periodismo, la música popular o el cine, de tal modo que
esas disciplinas dejaron de ser molestas para el poder y se convirtieron en bellas sirvientes del
Estado. Este pacto, además, permitió a los intelectuales de entonces mantenerse en primera
fila hasta hoy y limitar la sucesión generacional. Y a resultas de todo ello nuestra cultura quedó
reducida a los temas de conversación que este puñado de pensadores, periodistas y artistas, y
sus patronos políticos, consideran legítimos. La aparente polarización cultural española, pues,
sería solo una escenificación controlada que, con su inmenso ruido, tapa una incómoda
montaña de problemas sociales y culturales que nuestros prohombres prefieren que no sean
discutidos en público.

La tesis de Martínez es interesante y yo diría, si la he resumido bien, que estoy de acuerdo con
su primera mitad. La intelectualidad española lleva tres décadas excesivamente pegada al
poder y sus dádivas; los periódicos se dedican tanto a controlar al gobierno como a presionarle
para que beneficie a sus empresas editoras; y la producción cultural vive demasiado pendiente
de la financiación pública y sus caprichos. Sin embargo, los argumentos de Martínez -como los
del libro que ahora acaba de coordinar y que cuenta con reflexiones sobre el tema de una
veintena de autores, CT o la Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura
española (Debolsillo)- tienen algunos problemas. Apunto tres:

I. En primer lugar, su casticismo. Martínez y el resto de los autores toman España como un
caso único, excepcional: “la Cultura de la Transición -dice Martínez- es la gran cultura europea
que carece de crítica. No hay posibilidad de criticar”. Martínez la está criticando, de modo que
no será tan complicado, pero por lo demás el contraste con el resto de Europa parece para él
evidente. Sin embargo, no lo es: por tomar solo a grandes países con más largo recorrido
democrático que el nuestro, la cultura francesa es igual o más dependiente del Estado que la
española (y sus soixante-huitards, equivalentes a los más jóvenes intelectuales de nuestra
Transición, tienen allí un dominio parecido de la escena); una parte inmensa de la cultura
italiana está en manos de un solo hombre que, además, fue hasta hace poco el Primer Ministro
del país; la prensa sensacionalista del Reino Unido no es que tenga relaciones estrechas con el
poder político, es que hasta hace un año Murdoch tenía al portavoz de Cameron; hace cuatro
días, se supo que el presidente alemán había amenazado con represalias a un periodista
de Bild si publicaba una información referente a sus finanzas. Sin embargo, para la mayor
parte de los autores de CT, todo esto apenas existe: es como si la disfuncionalidad cultural
española no fuera contextualizable y por lo tanto no valiera la pena mirar al exterior para ver
hasta qué punto lo que nos pasa se da en mayor o menor medida en todas las democracias.
Nuestros males son nuestros, un rasgo nacional, y por lo tanto podemos ser narcisistas en
nuestra singular desgracia. El cosmopolitismo -mirar a los demás para entender mejor qué nos
pasa a nosotros- está bien, pero aquí no aparece.

II. Otro problema de la tesis de los autores del libro tiene que ver con lo que consideran el
carácter limitado -no legalmente, pero sí culturalmente- de nuestra libertad de expresión.
Como dice Amador Fernández-Savater, “la Cultura de la Transición […] impone ya de entrada
los límites de lo posible”. Los grandes partidos, los grandes medios de comunicación, las
grandes editoriales y las grandes productoras establecen unos temas y unas estéticas, y todo lo
situado al margen de ese mainstream es ignorado o, si es posible, obliterado. “La mayor parte
de las veces -afirma Carolina León en su ensayo-, los poseedores de un discurso no normativo
no han encontrado eco en los diarios de amplia difusión”, y han sido tratados, dice, como
“disidentes”. Quizá la palabra “disidente” sea demasiado épica para un contexto como el
español -la editorial que publica el libro es, a fin de cuentas, una multinacional de propiedad
estadounidense, alemana e italiana (sí, de ese ex Primer Ministro)-, pero en cualquier caso
Fernández-Savater y León están en lo cierto: los periódicos y las revistas hablan de lo que
deciden hablar y de acuerdo con la línea que estiman más oportuna. Sin embargo, ¿dónde está
el problema? Es cierto que la discusión mayoritaria está concentrada en un puñado de temas
que vuelven machaconamente a los medios, y que estos los abordan desde un número de
puntos de vista limitados que se acercan más al centro cuanto más mayoritarios esos medios
quieren ser -aunque por suerte tenemos otros, desde la izquierda revolucionaria hasta la
derecha autoritaria, que si bien no logran llegar a mayorías, sí desarrollan sus ideas sin
cortapisas. Y en ese sentido, no es cierto que los límites a los temas y a cómo se tratan, como
afirma Fernández-Savater, sean rígidos y estén controlados por un gran consenso. Y no es ni
remotamente cierto -con el debido respeto, hay que vivir en una galaxia muy, muy lejana para
creerlo- que “se pued[a] hablar sobre nacionalismo, la lengua o el laicismo, pero no sobre la
precariedad, los desahucios y las hipotecas”. Lo que los autores no parecen comprender es
que el hecho de que uno no logre que las preferencias de las mayorías coincidan con las
propias no es, como suele decirse, “censura del mercado”. La censura es que el gobierno te
impida decir una cosa; la democracia es arriesgarse a que a poca gente le importe lo que digas.
Pero, gracias al mercado, también es posible que lo que en un momento eran ideas políticas
marginales e ignoradas por los grandes medios, de repente se coloquen en el centro del
escenario. Es lo que sucedió con el 15M. Lo que me lleva al último punto.

III. Varios de los autores de CT tienen puestas grandes esperanzas en el 15M como principio
del fin de la Cultura de la Transición. “Un mes en el que la CT enfermó”, dice Gonzalo Torné
refiriéndose a mayo/junio de 2011. “El 15M ha creado vida allá donde no hay nada”, afirma
Guillermo Zapata. “¿Vendrá el 15M a cuestionar la lógica de los bandos en pos de una cierta
diversidad? […] ¿Marcará el fin del reinado de los líderes a favor de la inteligencia colectiva?”,
se preguntan Irene García Rubio y Silvia Nanclares. Tengo para mí que estas expectativas son
desmesuradas, y lo son porque, además de tendentes al casticismo, muchos de los autores
propenden a la ilusión de la novedad generacional. Creen de veras que el 15M es un gran logro
que carece de precedentes. Sin embargo, no es así. Es curioso que no se mencione en ninguna
parte del libro el libertarismo catalán, que en los setenta puso sobre la mesa muchos de los
temas de debate y las formas de protesta que ahora el 15M retoma. ¿Dónde está el célebre
“desencanto”, que a mediados de los ochenta hacía parecer que los días del PSOE, y quien
sabe si no de la democracia representativa, estaban contados? ¿Las grandes y exitosas huelgas
generales? ¿Un par de generaciones de escritores que parecía que iban a poner patas arriba
nuestra cultura? ¿Las manifestaciones antiglobalización? Nada de eso existe aquí, y para
algunos autores toda la contestación empezó en la oposición a la intervención española en la
guerra de Irak y en la reacción ciudadana a la gestión del gobierno del PP del atentado del
11M. Fue entonces, dicen, cuando se empezó a quebrar el consenso de la Transición que se ha
roto definitivamente en el 15M. No, el consenso nunca fue tan absoluto como creen, aunque
sin duda lo suficiente como para que el sistema funcionara sin que los críticos más airados
tuvieran posibilidades de triunfar. Lo que pasa es que, así como los autores creen que no hay
que buscar equivalencias en el exterior, tampoco consideran interesante buscar precedentes
en el pasado. Si hicieran esto último dudarían de que este movimiento tenga opciones de
triunfar de veras: todos sus ancedentes -los yippies en Norteamérica los provos en Holanda,
los soixante-huitards en Francia- fracasaron políticamente y acabaron integrados en la
democracia de partidos o aislados (o triunfando como artistas y empresarios capitalistas).
Naturalmente, puedo equivocarme, pero este movimiento se parece tanto a los anteriores -
aunque en un giro curioso ha dejado de ser antiestatalista para ser muy proestado- que me
sorprendería que funcionara políticamente mejor que ellos. Depositar toda esperanza de
cambio en el 15M, me temo, es soltar una enorme cantidad de energía valiosa a la atmósfera.
Toda la experiencia histórica demuestra que, si se quieren cambiar las cosas pacíficamente -y
sin duda el 15M es un movimiento pacífico-, hay que hacerlo por medios institucionales. Es
una lata, pero parece que no hay otra.

CT o la cultura de la transiciónes un libro que aborda tantos temas -desde las políticas
económicas al declive de la crítica literaria- que estas 1.500 palabras podrían ser 15.000. Pero
las tres cuestiones que he mencionado -una suerte de nuevo casticismo que ve a España en
términos de destino singular, una confusión entre el fracaso de ciertas ideas y la censura, y la
excesiva confianza en un movimiento que a juzgar por los precedentes históricos es poco
probable que pueda marcar la agenda política de fondo- sintetizan sus debilidades. Como los
autores del libro, creo que a la cultura y a la política españolas les vendría muy bien una
sacudida. A diferencia de muchos de ellos, no tengo ninguna esperanza puesta en la retórica
revolucionaria, tan osada pero tan reconfortante. Han eliminado el pragmatismo -esa sucia
palabra que, creo, les hace ver con malos ojos la Transición- de la ecuación, pero podría ser
que con ello se hubieran eliminado políticamente a sí mismos.

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