Está en la página 1de 164

dl

Digitized by the Internet Archive


in 2022 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/labandadelosenan0000mons
LA BANDA
DE LOS ENANOS CALVOS

LECTURAS 83 MEXICANAS
SEGUNDA SERIE
Lecturas Mexicanas divulga en ediciones de grandes ti-
radas y precio reducido, obras relevantes de las letras, la
historia, la ciencia, las ideas y el arte de nuestro país.
AGUSTÍN MONSREAL

La banda
de los enanos calvos

sep
Primera edición: 1987.

Producción: SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA


Dirección General de Publicaciones y Medios

D.R. O 1986, de la presente edición


Consejo Nacional de Fomento Educativo
Av. Thiers No. 251 - 100. piso
México, D.F. C.P. 11590

D.R. O José Agustín Monsreal Interián

Impreso y hecho en México, D.F.

ISBN 968-29-1342-X
ÍNDICE

ENS tesibedas DOIclada se bado ed aaa 11


RRA 14
Eista del pueblo perdido ar ta pois 16
EMPLEOS Y SIUOMDATLOS ME o hats 18
amaba eaLre DIOS Y aulas MO IES A 2l
E NESITUCOS TO VEAS AS o tae e 2
a Eno Vea aos e ac 30
AS E A 33
aacio derzanñahoria en la SODA coco id 36
Parabota dela tindad de MÉTIdA oia sa 39
Sobre cómo juegan a veces la gata y el ratón ............. 43
O O as jee das 46
De cómo conocí y traté con MoOnNterTr0SO ........o.ooo.o... 49
A A A O 33
Dee as ancuenciasi abs ana as neo e S6
A e TS EE 61
OLAS CENDAVO osda dia O 64
A A A A A 68
NAS CCTES EUnples del PODIO +20 osa ce 71
Dadmetuna mujer y moyeré el mundo»: +... coo cones 74
A O A O 79
O 82
Puisienias Con anbidoto y SO SEOÍIdO. .. 0... oo misses. 85
A A A Ad 88
iS escuela de los espejos de bolsillo... occiso. sas 92
A A A A A 99
AEOSDDTE EL DICO PEOTagonista o nuranaiconoo 99 ea 102
Picaduras del Sentido COMÍN 20 2 eco e e ja e 105
A A A A 109
A CE A NN 113
A A O 119
A A A A A 122
Netas idas BOM PELQUIOS 22 aterss ria eo a 125
Memoria de mi carne y de Mi SADgTO ....coooomooomo...».. 127
ENE MO MenajEs VadOS e oracle pila ice e al 130
Parábola den hueso diiicilde roca 183
A propósito del hombre mero 138
El mono en su trapecio. o 142
Una camisa de fuerza para d0s 145
Delación de los hechos... ARM 148
Sauve qui peut
En esta obra, como en la mayoría de las obras in-
teligentes de este mundo, las situaciones y los per-
sonajes son deliberadamente ficticios. Por lo tan-
to, se ruega a los lectores no cometer el error de
identificarse con unas ni con otros. El autor así lo
hace. El hecho de que tampoco use calzoncillos es
mera casualidad.
Aa Ma e naz,
alevines ¡Ad ds dl
25 ye ports sel tri SE
ra a erat macia 1 AO
mit yr nm 1) | ay he Eat Ye q...
Ves rare 1d Ab 0140 AE year
A E E
hibiicirds Gr
EL QUE RECIBE LAS BOFETADAS

Lo peor y lo mejor de ser un obrero de la pasión,


es que los frutos dolorosos de tu poca o mucha in-
teligencia son tu único, tu verdadero salario.

Mercedes Oliver

—Oye, ¿y tú a qué te dedicas?


—Soy escritor.
—Sí, sí, ya sé que eres escritor, pero ¿en qué trabajas? ¿De
qué vives?
Ah. De milagro, la mayoría de las veces. Y las menos de
escribir, por ejemplo: discursos políticos, horóscopos y recetas
de cocina, guiones para fotonovelas, entrevistas con el futbo-
lista de la semana, monografías, hagiografías, textos publici-
tarios, anuarios de psiquiatría, manuales de erotismo científico.
Y también, cuando el hambre aprieta más de la cuenta o
cuando necesita uno fingir ante los suegros o frente a los
acreedores que está dispuesto a sentar cabeza, se sobrevive
encallando en el papel de profesor de arte dramático, o de ofi-
cinista de cuarta, o de cajero en alguna tesorería, o de ejecutivo
junior en cualquier transnacional, en fin, de lo que disponga
la necesidad.
Ahí está. Con razón la tía Genoveva me recomendaba que
mejor me dedicara a otra cosa. Para no morirte de anemia, me
decía, para que seas una gente de provecho. Pero como la tía
Genoveva tiene fama de ser una gran humorista, nunca la tomé
en serio. De ahí que cuando me insinuó que me convenía
casarme con la Mulish, una muchacha más adinerada que bo-
nita, lo primero que hice fue salir huyendo.
Mi papá, en cuanto supo mi decisión de ser escritor, me man-
dó desheredar de inmediato y aún no deja de pelearse con la
vida por haberle dado un hijo idiota. Mi mamá, por su parte,
11
se apuró a puntualizar que ella no tenía la culpa, y que estaba
dispuesta a probar que en su familia había habido siempre pura
gente decente. Su enfado conmigo fue tan definitivo que, hasta
la fecha, todas las cartas que me envían inevitablemente vienen
en blanco, para manifestarme su repudio por las letras.
Así, con el tiempo, uno se convierte en una especie de ex-
tranjero en el mundo. Y por más que aprende a esquivar los
topes de las críticas y de las exigencias, nunca falta un recla-
mo, una ironía, una humillación que no acabe encajándose
aquí, justo entre hígado y duodeno. Por ejemplo: mi primera
ex esposa, cuando el amor de la noche anterior había dejado
que desear, en cuanto salía de la cama me amenazaba: O te
pones a trabajar en serio o me largo de esta casa. Nos aban-
donó al niño y a mí poco después, claro. Y los amigos de ayer
y de hoy, siempre dispuestos a invitar la copa pero jamás a
comer, ineludiblemente se ponen paternalistas y amagan pro-
metiendo: No te preocupes, te voy a conseguir un trabajo en
forma, como debe de ser. Y los parientes (los que todavía so-
portan la vergiienza de hablarme, por supuesto): Oye, ¿y por
qué en vez de escribir no trabajas de verdad?
Todo lo cual, en realidad, quiere decir: ¿Por qué no te
dedicas a ganar dinero? El dinero mueve al mundo, mijito.
Con dinero baila el perro, mi hermano. Dime cuánto tienes
y te diré cuánto te amo, corazoncito. Pero uno nada 'que
entiende y ahí sigue, montado a pelo en su vocación, estro-
peándose los riñones, picando piedra con la cabeza estrujan-
do el cerebro hasta hacerlo sudar la camiseta. Siempre fuiste
terco como un mulo, desde chiquito, recuerda la tía Genove-
va que no me peráona el haber dejado escapar la fortuna de
la Mulish, que a su vez tampoco me perdona, pero por otras
más íntimas razones.
Lo curioso de todo esto que platico es que, si al cabo de
los años consigue uno publicar algún libro, la mayoría de di-
chos personajes, o sea, los parientes, los amigos y aun los
meros conocidos, se sienten con derecho a exigir: Me lo tienes
que regalar, ¿eh? Aunque ellos, cada quien en lo suyo, nunca
regalan lo del alquiler de la casa, ni lo de la consulta, ni lo
de las medicinas, ni lo de la ropa, ni lo de la comida, ni lo de
la colegiatura ni lo de nada. Uno, en cambio, sí tiene la obli-
12
gación de regalar el producto de su trabajo, porque da la
casualidad que nadie —o casi nadie— considera que escribir
una novela, un cuento, un poema, sea justamente eso: trabajo.
Idealismos aparte, yo sé que al decir esta pobre suma de
calamidades insustanciales, lo único que gano es ser tachado
de egoísta, de soberbio, de mezquino incurable. Pero qué le
vamos a hacer, hoy me amanecí con el sentimiento puesto del
lado contrario. O a lo mejor me puse tan derrochador de que-
jumbres a causa de este ron triste que empecé a beber por la
tarde. Es posible. Sin duda eso es. Buenas noches. (Perdón,
buenos días). (Acércate otro poco, mi amor: sí, ya sé que no
son horas de venir a fastidiar, pero...)

15
LA VEREDA DE ENFRENTE

Existen géneros literarios que suelen ser puestos en tela de jui-


cio, minimizados e, incluso, despreciados. Ya no digamos el
Cuento (que para algunos exigentes de la abundancia como
virtud sigue siendo un género inferior), pero sí digamos, por
ejemplo, la Fábula, el Aforismo, los Diarios, las Cartas, la
Prosa Poética.
Cada una de estas disciplinas (casi todos lo saben, pero no
son pocos los que lo olvidan) tiene sus propias reglas, impone
sus propias exigencias, declara sus propias intenciones. Y el
escritor elige aquélla que juzga y/o siente que le va a servir
mejor para sus fines (dar a cada contenido la forma que se
merece). Lo mismo puede taparse el sol con un dedo que con
una montaña, digo yo. O destaparse. O creer que se tapa o
que se destapa. Depende.
En cierta ocasión oía a Mercedes Oliver comentar, con esa
su VOZ Suave, inofensiva: ““Es una novela deliciosa, 270 pági-
nas y ni una sola idea.”” (Cómo aprende uno al lado de Mer-
cedes Oliver). Esta demoledora ironía ilustra con bastante
precisión lo que, a mi modo de ver, es la verdadera causa de
la discordia: el haber o el no haber de las ideas.
Hay autores que por inconciencia, falta de autocrítica o
simple y llanamente por prisa, dan la impresión de que no
tienen idea ni de lo que están haciendo (“Me pasé todo el fin
de semana escribiendo como loco, te lo juro, no tuve tiempo
ni de pensar.””). Manejan técnicas y lenguaje con alguna efi-
cacia, se montan corriente abajo en la moda y navegan sin
rumbo ni preocupaciones en una fácil cuan mediocre celebri-
dad. No poseen una visión particular del mundo y, por lo
mismo, carecen de ideas que trasmitir. Son los escritores ale-
gremente epidérmicos, superficiales, cuya máxima ambición
es entretener. (No confundir, por favor, el entretenimiento
con el humor literario.) Para usar a fondo un lugar común,
14.
podríamos decir que nada les duele. Y yo creo que el dolor,
el dolor de tener los ojos abiertos, el corazón abierto, la vida
entera abierta en canal frente a las circunstancias todas de este
planeta, es lo que forja la diferencia entre los que se quedan
y los que pasan de largo. El dolor de pensar, también, el dolor
de dolerse en carne propia y en carne y alma de todos. Pensar
es un riesgo que no se puede asumir impunemente. Existen los
rechazos de la misma realidad que engendra las inconformi-
dades; existen las acechanzas de la locura, del suicidio; existe
el cáncer inextirpable de la soledad.
No, no es una cuestión de plusvalías o minusvalías en cuanto
a los géneros literarios, puesto que cada uno de ellos posee
sus valores propios e intransferibles; es más bien una cuestión
de autores, y yo me quedo con los que asumen su oficio echan-
do la vida por delante, esencialmente, con una improstituible
responsabilidad humana.

15
EN BUSCA DEL PUEBLO PERDIDO

Hay palabras que no sólo por su carácter ilusorio, sino además,


porque sistemática e irreversiblemente son degradadas, degene-
radas por el uso, acaban a la larga exprimidas de sentido,
desangradas, sucias, sinuosas, encanalladas. Por ejemplo:
libertad, justicia, Dios: paliativos que, pese a la gravedad oficial
o al ardor romántico con que suelen ser empleados, en la rea-
lidad ya no justifican ni significan nada. Palabras-paliativo
que caben juntas dentro de otra añeja abstracción: la espe-
ranza. La esperanza del pueblo, pongamos por caso. Pero, con
todo respeto, ¿alguien sabe quién es o quiénes son el pueblo?
La probable ingenuidad de mi pregunta responde, más que
a una necesidad natural de conocimiento, a una íntima per-
plejidad, a un asombro insobornable de ver cómo con dema-
siada frecuencia, cuando se menciona al pueblo, se excluye de
él a una parte de la población. Me explico: los políticos de todas
las tallas y colores, así como los funcionarios de estaturas
diversas, declaran sin lugar a la menor objeción que están para
servir al pueblo, luego ellos no son el pueblo; las fuerzas
armadas y los cuerpos de policía y sus similares, existen para
salvaguardar la paz y garantizar la seguridad del pueblo, de
lo que se deduce que tampoco son o pertenecen al pueblo; los
líderes obreros y campesinos, con impecable honestidad, ad-
vierten que por encima de los intereses de sus propios agre-
miados, están los intereses aún más amplios del pueblo, con
lo cual estos dos sectores mayoritarios también quedan exclui-
dos de ser pueblo; los empresarios, los banqueros, los muy
adinerados en general, no sólo no son ni les interesa ser pue-
blo, sino que cada que tienen oportunidad le manifiestan su
desprecio; la indolente y resignada clase media, por su parte,
experimenta una especie de horror sagrado ante la sola posi-
bilidad de que el pueblo llegue algún día al poder, de modo
que se lava las manos con respecto a cualquier conato de identi-
16
ficación con el pueblo. Y bueno, basta. Podría seguir enlistando
ejemplos, pero por un cierto temor a lo infinito, me abstengo.
Lo que sí me queda claro, y esto también es parte de mi ano-
nadamiento, de mi estupefaccion, es que el pueblo, lo mismo
que una plantita triste o que un niño enfermo, no es capaz
de valerse por sí solo para nada y necesita que lo guíen, lo pro-
tejan, lo defiendan, lo entretengan, y además, porque su
invalidez es tanta, tantas las ignominias que se cometen en su
nombre y en su contra, y tan evidente el abandono en que se
le tiene, tan notorias su miseria y su soledad, requiere que haya
quien desde la generosidad de un poema se sacrifique con él,
derrame su sangre con él, sufra desde el corazón mismo de
las palabras su hambre, sus enfermedades, su sojuzgamiento,
y de un plumazo agoreramente romántico lo desjorobe de
todos sus males y sufrimientos ancestrales y lo reivindique y
lo salve.
Sin embargo, esto no desplaza mis dudas. Yo pregunto a
ustedes (¿quiénes son ustedes?): ¿Cuántas veces al día oye o
lee uno la palabra pueblo? ¿Cuántas veces, engarzadas a ella,
las palabras justicia, libertad? Pero ¿quién las dice o las escu-
cha consciente de su razón de ser? ¿Quién se reconoce a sí mis-
mo que es pueblo?, ¿quién acepta ante los demás que forma
parte de él? En ocasiones confesamos venir de arriba o de
abajo, ser de donde sale el sol o de donde se esconde; pero
eso no sirve. A mí me gustaría, idealista que es uno, que en
vez de prostituir el significado de las palabras y asumir ambi-
guos compromisos sociales y morales, admitiéramos la respon-
sabilidad y el sentido reales de nosotros mismos. Me gustaría,
digo, porque a ratos me da por sentirme sin raíces, porque a
veces quisiera agarrarme de algo que no encuentro, porque
estoy a punto de creer que, como el tiempo de Marcel Proust,
como el caballero victorioso de Italo Calvino, el pueblo tiene
un muy serio inconveniente: no existe.

17
ENTRE PEROS Y SIN EMBARGOS

Suele suceder, con harta frecuencia, que por exigencias del tra-
bajo asalariado, por andar a salto de cama a causa del amor,
o simplemente por condescender a las tentaciones no del todo
interpretables del sueño (incluidas en éste las aspiraciones fran-
cas o veladas de fama, dinero, posición social), deja uno de
escribir esa página pendiente desde hace días, semanas quizá,
y empieza a convertir la vida en un saco roto de promesas y
proyectos para después, cuando haya tiempo.
Ah, pero ocurre que el tiempo es una especie de amante
caprichosa y posesiva que siempre y cada vez más se las arregla
para no permitirnos hacer nada. Nos envuelve con sus insi-
nuaciones, con sus mañas, con sus cantos sediciosos, y uno,
que al igual que el Ulises de Julio Torri está dispuesto a per-
derse, cede al dulce veneno de la pereza, se dedica con frui-
ción de potentado a engordar del alma y, como alguien que
huye a ciegas de la alcoba donde la querida duerme, se despo-
ja también del continente de placer que prodiga la lectura.
Digo, la lectura de aquellos autores que, entre otras cosas
elementales, enseñan a pensar y a escribir: Shakespeare, Cer-
vantes, Balzac, Thomas Mann, Proust. ¿Lo digo en serio?
¿Tengo idea acaso de lo que eso significa? Casi no hay tiempo
ni para respirar y este loco pretende tirarlo por la alcantarilla.
No, manito, la época no está para tamaños desperdicios. Si
alcanzas a barnizarte con la literatura del día, date por bien
servido y punto. Acuérdate de lo que dijo el viejo France: “La
vida es muy corta, y Proust muy largo.”* (Sólo que el vasto
Anatole sí se partió el alma para legar una obra.)
Y entonces, por la exclusiva y grandísima culpa de esa Circe
corruptora e implacable que es el tiempo, uno se da la espal-
da a sí mismo, se afilia a la moda en turno y, para taparle
la boca a cualquier probable reclamo de la conciencia, para
estar en forma ante los demás, proclama que esos clásicos son
18
muy aburridos y que no sirven para maldita la cosa. Y que
se pudran, para acabar pronto.
Claro, esta pobre alharaca no es sino una manera cómoda
y chata de encubrir la ignorancia, de excusar y justificar la
falta de estatura, de maquillar a la mediocridad con los pol-
vos de una dudosa audacia, de un valor arrabalero, de una
inteligencia torcida. Uno generalmente menosprecia lo que no
es capaz de entender. Y no cualquiera tiene la vocación tan
bien puesta como para fajarse con las imposturas y limitacio-
nes que le impone el mundo, y vencerlas. Ellos, los autores
cuyas Obras se mantienen vivas a pesar de la escasa generosi-
dad del tiempo, supieron hacerlo. Tal vez eso sea lo que nos
molesta y nos acobarda.
Sí, ya sé, es verdad, las depredaciones de tiempo que sufre
uno a manos de las necesidades de supervivencia son múlti-
ples, angustiosas, ofensivas; sin embargo, también es cierto
que somos fáciles de sobornar por las intrascendencias socia-
les; que no pocas veces nos sobra anhelo de notoriedad, ansia
de fotogenia política o burocrática; que nos dejamos cultivar
más de la cuenta por los guiños escenográficos de lo insustan-
cial; que nos malbaratamos en componendas, charlatanerías,
bobaliconadas. Y luego, a la hora de dar la cara, con intensa
rabieta o con lágrima furtiva, se queja uno de lo que tú ya
sabes, mano, la falta de tiempo.
Y de repente, en alguna de esas ráfagas de contrición que
se nos cuelan en el alma por el ojo de un insomnio, te topas
de frente con ese testigo censuratorio que eres tú mismo y, pues-
tos a hablar sin tapujos, confesionariamente, con los redaños
en su sitio, vamos a ver: ¿De veras no nos queda tiempo para
nada? ¿No será más bien que nuestra pasión por la literatura
es demasiado benigna? ¿No será que la amamos sin convic-
ción; que creemos enamoramiento lo que no pasa de ser un
débil entusiasmo? Recuerda lo que dijo aquella vez Onetti: que
el verdadero escritor siempre encuentra la manera de robarle
una hora al patrón, al amor o al sueño. Así que quítate de
pretextos. Porque el tiempo, como la soledad, es un instru-
mento de trabajo que debemos aprender a usar.
Y después de una medianamente exhaustiva meditación, jus-
to cuando ha llegado uno a la decisión definitiva de alimentar
19
su voluntad, de fortalecer su disciplina, de asumir el máximo
rigor, en fin, de no malversar más el ya de por sí exiguo tiem-
po; justo entonces, decía, me viene a la mente que esta noche
tengo que ir al coctel de Alterego, ni modo de dejarlo colga-
do, pero antes voy a darme una vuelta por la librería, a ver
qué novedades encuentro, y mañana debo llevar a Cocó al cine,
y pensándolo mejor, no me puedo sentar a escribir si antes
no tengo la idea bien madura en la cabeza, robador de tiem-
po, ya me imagino, bonito me vería escondido en el baño
leyendo a Sófocles. ¿No te lo dije? Sí, qué tonta, qué triste,
qué obviamente inútil es nuestra imagen en el espejo, a veces.

20
PANTOMIMA ENTRE PITOS Y FLAUTAS

Inventar el hilo negro no fue difícil; lo que me costó


trabajo fue lo otro.
Analfabeto Morse

““Estoy tratando de descubrir el hilo negro””, respondí con


humildad. Tenía cerca de dos años de frecuentar diversos
círculos de descubridores y había logrado por fin que me lo
preguntaran. Nadie me tomó en serio; pero algunos comen-
zaron a tenerme en cuenta. Como ustedes saben, los descu-
bridores son gente muy egoísta y vanidosa, así que me dediqué
a elogiarlos a todos y cada uno de ellos. Con el tiempo, me
metí en sus vidas íntimas, me colé en sus borracheras, amisté
con sus mujeres, intrigué en favor o en contra, mentí, calum-
nié, me lavé las manos, me las enlodé. Al cabo de cinco años,
era yo uno de los suyos. Aquí y allá me trataban como a un
cofrade, como a un descubridor. Cuando de repente algún des-
pistado, o alguien venido de fuera tenía la ocurrencia de
inquirir que yo qué pitos tocaba, no faltaba quien respondiera
en forma por demás categórica, que era yo el inminente des-
cubridor del hilo negro. Y aun había quien afirmaba: ““El hilo
negro habrá de ser uno de esos descubrimientos que cambian
el curso de la historia.”? Y de este modo, uno a uno, todos
mis congéneres se fueron comprometiendo.
Un día, después de diez años de darle largas al asunto y
ante la imposibilidad de seguir entreteniendo por más tiempo
a la opinión pública, no tuve más remedio que ponerme a
trabajar un rato y descubrir el famos hilo negro. Hice el anun-
cio oficial de que mi portento se encontraba listo y, en una
sesión harto tormentosa, mis colegas descubridores en pleno
estuvieron de acuerdo en que se trataba de una soberana por-
quería. Relincharon, patearon, echaron espuma por la boca.
Se llamaron defraudados, engañados, timados. Me insultaron,
21
me maldijeron, me amenazaron. Pero ninguno se atrevió a
mover un dedo para desnmascararme. Por el contrario, una
vez desaborrascados los ánimos, integraron un consejo para
encontrar la manera de componer aquello y hacerlo pasar por
una maravilla. Ni modo: su palabra y su reputación de hom-
bres de bien estaban de por medio.
El común de la gente no entiende mucho de descubrimien-
tos, si éstos están avalados por colegios, institutos y asocia-
ciones, y si además se envuelven en un adecuado paquete
publicitario, hay que dar por sentado que son buenos y de la
más noble calidad. Y es que la gente es perezosa para pensar
y decidir por sí misma, le gusta que le digan lo que le gusta,
y posee un curioso sentido del orgullo al revés: prefiere sumarse
a la estupidización colectiva, a veces hasta llevando la contra a
sus propios intereses, antes de exponerse a ser diferente de como
es todo hijo de vecino que se respete.
De manera que, en menos que lo cuento, el hilo negro se
hizo famoso e indispensable en los hogares, en las oficinas,
en las fábricas, en las escuelas, en cualquier parte. Ay del infeliz
que no lo contara entre sus artículos de uso ordinario. Ay de
la desdichada que no lo sacara a relucir con sus amistades.
Existen cosas que igualan a todas las clases sociales: el empleo
del hilo negro es una de ellas. De ahí que mi descubrimiento,
independientemente de razas, credos y pugnas ideológicas,
fuese considerado como un beneficio común para la humani-
dad. De ahí también que mi nombre y mi país se pusieran de
moda en el mundo.
Como es natural, me convertí en hijo mimado de los man-
damases de la política y de los superpotentados de la iniciativa
particular (que en ocasiones juegan en el mismo equipo, pero
con camiseta diferente). Recibí premios y homenajes al por
mayor; fui nombrado director de empresas, administrador de
consejos, asesor de secretarías; representé a mi gobierno ante
presidentes y primeros ministros; presidí congresos naciona-
les e internacionales; me doctoraron honoris causa en incon-
tables universidades; me entregaron las llaves de ciudades de
los varios continentes; cené en las mejores embajadas; pro-
nuncié charlas, discursos, conferencias... Mis seguidores y mis
enemigos se multiplicaron. Los primeros me calificaban de
22
genio; los segundos me tachaban de charlatán. Ambos con-
tribuyeron a acrecentar mi prestigio y a cimentar la fuerza
de mi autoridad moral.
No he vuelto a descubrir nada, por supuesto. Y lo más pro-
bable es que jamás vuelva a hacerlo. No importa. Me basta
y sobra con el poder que tengo. Puedo construir o destruir
a quien me dé la gana. Si no que lo digan los descubridores
que hay en este país. O se alinean bajo mi mando o se los lleva
la fregada. No hay de otra.

23
E od 16
de ¿TAS E
4 NA 10100 a0% sini ¿ar 7) <LTE

nas duvica CÁR ] 3


¿isilbinhy e 1561 Ol pu Da Abl
ciclo abia salada ape ipraos
? casíol¡e heayt
DL,

d ú TE (OUEN
MIE

PALE-4E PUE

Pr
rororós má
la,
Boletín de ayer, hoy y mañana
El Ministro del Ministerio declaró, con su preocu-
pada jovialidad característica, que nada ni nadie
impedirá que todo el peso de la ley caiga sobre los
integrantes de la banda de los enanos calvos.
hom y Hod ¿vh
cau Ariel uri dióA hartoouaiaiM 1
0 sup tias babilairo] abr
des yal sá eh ose 4 0b01 ue begin o %
$9 9 2b Ela hi sb raras ia o
NN

el

1
A
o

Ú
e

Á
ENTRE AVESTRUCES TE VEAS

Cada vez más, veo a la humanidad como a un tipo


que se rebana las venas y se sienta a contemplar
cómo se desangra.

Mercedes Oliver

Hace algún tiempo, un mensaje radiofónico de la Secretaría


de Educación Pública nos hacía el siguiente reclamo: “Una
sociedad con ocho millones de analfabetas, es una sociedad
reprobaba.”” Y nos llamaba a participar en una campaña na-
cional de alfabetización. La imensa mayoría de los reproba-
dos, como siempre que el problema no afecta directamente a
nuestros intereses particulares, nos hicimos de la vista gorda.
Es decir, esta sociedad reprobada de la que todos formamos
parte, no respondió. Y no lo hizo, precisamente, por falta de
educación.
Usted sabe, no se puede estar en todo, uno qué más quisie-
ra que poder ayudar a esas pobres gentes, pero si el gobierno
que es el que tiene la obligación, no lo hace. Usted sabe, ya
bastante tiene uno con tratar de educar a sus hijos como para
todavía echarse encima el compromiso de enseñar a los aje-
nos. Usted sabe, nosotros siempre estamos dispuestos a luchar
hasta el límite de nuestras fuerzas por la reivindicación social
de nuestros hermanos más necesitados, pero desgraciadamente
este asunto rebasa los ámbitos de nuestra competencia. Usted
sabe, uno sirve al país y a la comunidad siendo un buen pro-
fesionista, cumpliendo con todas las disposiciones legales,
pagando religiosamente sus impuestos; lo demás ya es cosa de
las autoridades. Usted sabe, la iglesia no puede intervenir
directamente en este asunto, por eso nuestra misión, a pesar
nuestro, se tiene que limitar a la enseñanza en los colegios
a.

particulares. Usted sabe, el que quiere superarse no se anda


yl,
Li
con cuentos, se supera y ya; míreme a mí, a mí quién me ayudó
a llegar adonde he llegado, ¿eh? Usted sabe, a mi marido no
le iba a parecer que yo anduviera metida en esos líos de maes-
tros, con lo revoltosos que se han vuelto. Usted sabe, nosotros
cumplimos con nuestra tarea de aumentar la productividad,
crear fuentes de empleo, coadyuvar al engrandecimiento de
México...
Usted sabe: por todas partes y a propósito de cualquier
nadería, de cualquier demagogia oficialista o empresarial, de
cualquier descarada o encubierta intención comercializadora,
se invoca a todo pulmón y a toda pluma la palabra ““respon-
sabilidad””. Sólo que, a mi juicio, difícilmente puede ser res-
ponsable quien carece de educación o está mal, limitadamente
educado. Y eso es lo que nos pasa a los mexicanos. No es tanto
la falta de responsabilidad, como la falta de educación la que
nos empequeñece. Falta de educación en todos los niveles: fa-
miliar, académico, laboral, cívico, artístico, político.
Y de ahí la miopía crónica de nuestra conciencia, el sumer-
gimiento cada vez más a fondo que nos damos en la bosta
descomunal de la dejadez, la apatía, la indolencia, la desidia,
la resignación, la cobardía social. De ahí que no sepamos
distinguir entre distracción y cultura, entre pornografía y arte,
entre consumismo y bienestar, entre explotación y trabajo, en-
tre dádivas y derechos, entre represión y seguridad' entre
conformismo y libertad.
Para mucha gente, la culpa de todo es del Sistema. Así en
abstracto y con mayúscula, así como Dios, igual de inubica-
ble, de incomprensible. Pero sucede que ese organismo enfermo
que es el Sistema, lo componemos justamente los mismos que
conformamos la Sociedad. Lo que pasa es que hay quienes
están arriba y quienes están abajo. Quienes ordenan y quie-
nes obedecen. Los manipuladores y los mediatizados. Los
primeros evitan a los segundos pensar o desarrollar su inteli-
gencia más allá de un cierto grado, rodeándolos de paliativos,
de bisuterías, de espejuelos mágicos, de toda suerte de cosmé-
ticos sociales. Los segundos, alelados, agradecidos, intoxicados
de fantasía, endosan su existencia a los primeros y la serpién-
te, mitad ciega, mitad estúpida, se muerde la cola y se envenena
a sí misma.
28
La acusación está hecha y está vigente. Yo, tú, usted, él,
ustedes, nosotros, todos somos culpables de esta infamia, al-
cahuetes de esta degradación, cómplices de este crimen: somos
una sociedad reprobada, una sociedad suicida que “se rebana
las venas y se sienta a contemplar cómo se desangra””.

29
APUNTE A LA TÍA GENOVEVA

¿Ha leído usted a Petrus Borel, querida tía? Lo más probable


es que no. Pero no se apene, por favor, hasta cierto punto es
natural: se trata de un autor del siglo pasado, francés para
más señas, que aun en su propia época no fue muy leído, que
digamos; un autor que, desde la aparición de su primer libro,
fue perseguido por el escándalo y considerado un sedicioso.
Como usted sabe, tiíta, en ocasiones un escritor deja de ser
culpable de sedición y pasa a ser revolucionario cuando es ins-
titucionalizado, o sea, cuando es inmiscuido en el seno de las
huestes oficiales, o sea, cuando es prostituido, mediatizado.
Esto nunca sucedió con Petrus Borel. Fiel a su rebeldía y a
su destino trágico, rechazó la complicidad de los poderosos
y dedicó su vida y su obra a desenmascarar, con ferocidad
implacable, la miseria moral, los vicios, la hipocrecía, la sor-
didez de la sociedad de su tiempo. Al hacerlo, se echó él mismo
a los caminos del aislamiento, de la pobreza, del olvido. Porque
era de prever —la historia repite el ejemplo incansablemente—
que al ““pueblo-cordero”” (quien gusta de los paliativos, de los
fuegos de artificio, del realismo rosa, de las verdades inútiles)
no le iba a parecer verse abierto en canal y con toda su fealdad,
con toda su fetidez, con toda su inmensa porquería al descu-
bierto.
Y es que El Licántropo (como se hacía llamar el propio
Petrus) era uno de esos escritores que aman rabiosa, despiada-
da, insufriblemente al género humano, y que su única, su
sola y amarga manera de expresar ese tremendo amor es ne-
gándolo, pisoteándolo, escarneciéndolo. Sin embargo, la ira-
cundia frenética y desenfrenada de Borel, su irreprimible agre-
sividad de hombre-lobo, no es sino la ruda piel que usa para
ocultar sus heridas, para amortiguar un poco el dolor que le
producen la maldad y la injusticia, para tratar de desgarrar
30-
las vendas de imbecilidad, los falsos humos de un orden so-
cial que adormece, que embriaga, que ciega la conciencia de
la gente.
Porque fíjese qué curioso, tiíta, esa ira, esa violencia, ese
desprecio que Petrus dirige contra la sociedad en sus poemas,
en sus cuentos, en sus artículos periodísticos, sólo es el reflejo
de los horrores, de las ruindades, de la grotesca crueldad con
que la sociedad misma humilla y escarnece a los seres más des-
validos, y que insoportablemente ofende, golpea, macera los
ojos, la sensibilidad, la inteligencia de Petrus. Ese reflejo es
el que hace de El Licántropo un espíritu exaltado, desmedi-
do, intransigente; es el que lo pone ante la disyuntiva más de-
soladora: la de escoger entre la nada y el infierno.
Petrus elige el infierno vasto de la soledad absoluta y sin
remedio. Joven aún, el poeta desmoralizado por la mediocri-
dad y la estupidez de sus contemporáneos, el rebelde cercado
como un animal por la incomprensión y el resentimiento, el
hombre agobiado por el hambre y la desesperanza, el román-
tico orgulloso, que no supo ni aceptó jamás el juego de ida
y vuelta de las conmiseraciones, se largó a un oscuro destie-
rro, anuló su existencia literaria y acabó dejándose matar por
un ataque de insolación. Cumplió así consigo mismo, con su
condición de hombre-lobo, con ese su destino terriblemente
terrenal. Y sólo gracias al fervor de algunos escritores (Ner-
val, Baudelaire, Gautier, entre los que lo conocieron y trata-
ron; Bretón, entre los que posteriormente lo hicieron suyo) fue
que sobrevivieron esos únicos tres libros insumisos y origina-
les, de una belleza brutal, que dejó escritos: Rhapsodies, Cham-
pavert. Cuentos Inmorales y Madame Putifar, este último
considerado su obra maestra.
Salvaje, anhelante, lúcida, la literatura de Petrus Borel, a
siglo y medio de haber sido creada, mantiene una vigencia ate-
rradora y hoy, como entonces, no se puede leer sin dolor, sin
rabia, impunemente. Porque Petrus Borel, El Licántropo, fue
un testigo insobornable de las desviaciones de la conducta
humana, de las bajezas revestidas de misericordia, de los
crímenes comunes perpetrados en nombre de la fe, de la justi-
cia, de la ciencia, del progreso. Como un dios furioso y deses-
perado, enjuició las faltas de los hombres y no absolvió a
31
nadie. Y por eso fue tan aborrecible para la sociedad burgue-
sa del París de 1830, la cual estaba espléndidamente preñada
de gente que, al igual que usted, querida tía, vivían frunciendo
las narices ante la suciedad y rociando con perfumes su pro-
pia podredumbre.

32
LA SELVA DE LOS SUICIDAS

A la memoria de Jesús Luis Benítes, una de las


víctimas

El escritor nunca ha sido, en ningún tiempo ni en ninguna parte


del mundo, un ser privilegiado. Es verdad que ha gozado, en
Ocasiones, de ciertas prerrogativas; pero eso se ha debido más
que nada a esa pasión innata de los poderosos por la prostitu-
ción de la inteligencia, por la compra del talento ajeno para
engalanarse con él. Las ideas se corrompen, o se persiguen:
las cárceles, los exilios, la muerte. El escritor, como la mayoría
de los hombres, vive de la única manera que le permite la civi-
lización: a la defensiva. Acaso su peculiaridad, y de ahí que
se le considere distinto, aun peligroso, es que asume la fun-
ción de testigo de sí mismo y de la sociedad en que vive. El
testigo de nuestra mediocridad siempre nos es molesto; lo
rechazamos siempre porque de una o de otra manera nos echa
en cara nuestra pequeñez, nuestra cobardía. Cada día más,
los logros de la ciencia y de la técnica nos alejan de nuestra
propia esencia, nos mutilan, nos invalidan, nos envuelven en
una placenta de satisfactores artificiales, nos deshumanizan.
Cada vez más, nos enseñamos a pasar de largo por la vida.
Olvidados cada vez más de las vocaciones humanas, tal pare-
ce que estuviésemos viviendo sólo para huir de nosotros
mismos.
El escritor (el poeta) no es ni puede ser ajeno a esta circuns-
tancia; como todos, vive expuesto a los virus innumerables de
la corrupción, a las contaminaciones de la cosmetología social,
a las inoculaciones colectivas de conformismo, de resignación;
vive pidiendo un juego limpio y marcando sus cartas; es, como
todos, actor de contradicciones esenciales, sujeto de ambigúe-
dad moral y, por lo tanto, está igualmente propenso a sucum-
bir frente a los antagonismos del mundo: trozo de grasa en
33
el fuego de este mundo que no quiere, no acepta, no tolera
testigos ni disidentes y conforma, en cambio, cómplices, la-
cayos, meras aproximaciones, tristes remedos humanos.
Ciertamente, las vías de escape, las tentaciones, los promi-
sorios cebos que se ofrecen al escritor (a los escritores) para
desertar de sus principios, para entrampar su talento, para pros-
tituir su vocación, son múltiples, como múltiples y difícilmente
soportables suelen ser también las mordeduras de la incom-
prensión, las heridas del rechazo, las llagas del amor propio
ulcerado, las formas de la desesperación, la desesperanza, el
sentimiento de inutilidad, la sensación de fracaso. ¿Para qué
luchar por decir algo que nadie quiere oír? ¿Para qué obsti-
narse en la pretensión de mostrar la luz a quienes se complacen
en su ceguera? ¿Por qué? ¿Para quién? La literatura no sirve
para nada, mejor amarrarle una piedra al cuello y tirarla de
cabeza al abismo. Ya está. Inmolación de lo que se ama.
Holocausto de uno mismo.
Amante resentido con la vida, como todo aquel que sacrifi-
ca por debilidad o pobrecía de espíritu al objeto amado, el
escritor que abandona el ejercicio vital de la literatura se
desata del mástil y se tira de bruces al espejismo, al canto de
las sirenas de la comodidad condicionada, el forraje del dine-
ro, los apoltronamientos del puesto público, las suaves intras-
cendencias del oropel social; o se encarama en las espaldas del
cinismo y se dedica a manosear hasta oxidarla, la pobre mo-
neda de su castrado único libro; o se aplica con rabiosa sordidez
a ejercer el oficio miserable de cancerbero, de custodio im-
placable de las puertas de la creación que él no supo traspo-
ner; o emprende el camino brutal de la propia devastación
física y moral, el lento suicidio con la navaja mellada de la
drogadicción o el alcoholismo. En algún caso, simple y des-
vergonzadamente, impotencia; en algún otro, una tortuosa,
desgarradora manifestación de desprecio, un encanallarse a
sí mismo para enrostrarle a los demás esa su condición de
seres a ras de suelo.
Al rechazo, a la indiferencia de la sociedad, este último
escritor responde con la irresponsabilidad, con la autodestruc-
ción; pero el negar la propia inteligencia, el trocar las activida-
des creadoras por la esterilidad, es una muy precaria vengan-
34
za. La sordera de los hombres no es motivo para callar; su
presunto letargo mental no justifica ninguna deserción; signi-
fica, por el contrario, una especie de traición imperdonable,
una concesión definitiva a quienes persiguen la mediatización
de la humanidad.
Ningún hombre que viva en sociedad tiene derecho al silen-
cio, ni nadie posee la facultad moral para imponerlo. Todos
somos culpables de lo mismo. Un crímen, un suicidio, cual-
quier tipo de aniquilamiento individual forma parte de una
irreversible degradación colectiva. La muerte, tal vez por in-
comprendida e incomprensible, es ya de por sí dolorosa; no
la hagamos también estúpida.

35
UN PELO DE ZANAHORIA EN LA SOPA

No son pocos los autores que, a propósito de la naturaleza,


de la mujer, de la vida o de la muerte, han tratado de definir
la belleza. No son pocos los que la califican de terrible, de
amarga, de insoportable. Jules Renard, en alguna página de su
Diario, dice que mirar de frente a la belleza es tan doloroso
como tratar de fijar la vista en un ardiente sol de mediodía.
Algo semejante ocurre con la lectura de ciertos libros, en los
que la belleza, la sencillez, aun la ternura del lenguaje con que
están escritos, sólo sirven como elementos de contraste y hacen
las veces de lente de aumento para destacar el agobio, el íntimo
horror, la angustia inclaudicable de una vida echada a per-
der, sin razón y sin remedio. Algo semejante a clavar los ojos
en un sol pleno, fue lo que me sucedió cuando leí “Pelo de
zanahoria””, de Jules Renard.
Como todos los chiquillos en el despuntar de la existencia,
Pelo de zanahoria es inquieto, ansioso, turbulento. Como
todos, también, es inocentemente rebelde, acaso un poco tes-
tarudo, reacio sin duda a cumplir tareas que lo distraigan de
los placeres del ocio y las aventuras de la fantasía. Le gusta
jugar, revolcarse sobre la hierba, ir de cacería con su padre;
le aterra la oscuridad nocturna y, mientras pasa de la fatiga
al sueño, mientras bandidos y fantasmas rondan las sábanas
con su aliento. Pelo de zanahoria suele ser, con los ojos grandes
de la imaginación, vigoroso y valiente.
Sí, es cierto, nuestro personaje no se diferencia mayor cosa
de los demás niños de su edad. Sin embargo, Pelo de zanaho-
ria vive, crece y aprende a mirar el mundo en un ámbito fami-
liar en el que la ignominia y la pusilanimidad se juntan en una
sola mano para abofetearlo. Su ternura natural, lo mismo que
los dedos de sus pies dentro de unas botas que ya desde hace
mucho le quedan chicas, se ve aplastada implacablemente por
la ignorancia, la crueldad, la estupidez maligna de la señora
36
de Lepic, su madre, y por la negligencia, la pequeñez moral,
la voluntad miserable de su padre, el señor Lepic.
En el capítulo de la novela intitulado *““Con perdón de uste-
des””, ocurre lo siguiente:
Es de noche. Pelo de zanahoria está solo en su cuarto, em-
pavorecido en medio de una oscuridad total que lo absorbe
como una mancha de tinta, encerrado bajo llave. Su estóma-
go, traidor involuntario, le dicta una necesidad urgente. Im-
posibilitado de salir e incapaz de contenerse, evacúa metido
en la boca inservible de la chimenea. A la mañana siguiente,
Pelo de zanahoria no sale de la cama: está enfermo. Su ma-
dre, al entrar en el cuarto, huele aquello, lo rastrea con el ol-
fato, lo encuentra. El muchacho alega que lo tuvo que hacer
porque no tenía bacín de noche. La madre sale, vuelve con
el orinal escondido tras la espalda, lo pone debajo de la cama
y le demuestra al pequeño que miente. Limpia la suciedad, con
el cuerpo entero convulsionado por el asco, y se va. Lo que
había previsto se ha cumplido. Ahora tiene oportunidad de
hacer escarnio de su hijo. Regresa a mediodía con un plato
de sopa que ella misma, exagerando su atención y sobreac-
tuando su dulzura, va suministrando a lentas cucharadas en
la boca del enfermo. Pelo de zanahoria, acostumbrado en lo
breve de su vida a las arbitrariedades grotescas de su madre,
lo esperaba. Adivina de lo que se trata, siente el sabor; pero
no dice nada. Al acabar, la madre, insatisfecha aún su capa-
cidad de burla, de humillación, exclama victoriosa: “¡Ya la
comiste, cochino mío, ya la comiste; y es tuya, de la de ayer!””
Infamias como ésta son comunes en la relación de Pelo de
zanahoria con su madre, la señora de Lepic; falto de cariño,
entonces, y dañado por la angustia y la soledad, empequeñe-
cido aún más por la incomprensión, busca el apoyo, la amistad
del señor Lepic, su padre, y sólo encuentra un cuerpo enorme
dedicado a la indiferencia, a la resignación. Poco a poco, el
corazón del niño se va empustulando de rencor. Las atrocida-
des físicas y las torturas morales a que es sometido inacaba-
blemente lo empujan, en contra de su propia naturaleza, a la
mentira, a la trampa, incluso a la maldad como única manera
de exprimirse la rabia o de curarse los estropicios internos de
la desesperación y el miedo. Con el tiempo, el alma infantil
37
se envuelve en una dolorosa cáscara de resentimiento y el amor
a sus padres se convierte en un odio irreversible hacia su madre,
la señora de Lepic, y una lástima triste, un amargo desprecio
por el señor Lepic, su padre.
““Pelo de zanahoria”” es una novela de una belleza irritan-
te, violenta, a ratos casi insoportable; es la crónica descarna-
da, visceral de una infancia perjudicada en su esencia misma
por la brutalidad impune de una familia radiante de bondad,
de una familia a los ojos del mundo respetable. Y uno se pre-
gunta, ¿cuántas familias así, revestidas de respeto, engalana-
das de solvencia moral, cosmetizadas de decencia, conocemos
y tratamos en nuestra vida diaria? ¿Cuántos Pelo de zanaho-
ria se ocultan en la sopa que nos tragamos, satisfechos e
inconscientes, cada día?

38
PARÁBOLA DE LA CIUDAD DE MÉRIDA

La queremos, claro, y la gozamos hasta la médula, con esa


mansa locura del que quiere a un amor incanjeable, limpio
como la claridad natural de su existencia.
Qué linda cuando está desnuda, cuando se nos ofrece re-
cién bañada, cuando amanece sin tantos humos en la cabeza.
Qué auténtica y sobradamente única cuando hay palomas en
su pecho y uno se puede deslizar por ella, saborear los aro-
mas fragorosos de su piel, pesquisar sus lunares y asombrarse
ante cada uno de sus poros, penetrarla tiernamente, indagar
a fondo, con todos los sentidos, sus más íntimos recodos.
Es fácil enamorarse de ella sin remedio, llevarla en el alma
como una cicatriz luminosa, amarla para siempre. Porque
además de sus encantos y misterios es alegre y sabia, musical,
pequeña y cálida, coqueta y púdica a la vez, como toda mu-
chacha que se sabe hermosa.
Sí, cuánto la queremos, cuánto es una nostalgia aun estan-
do encima de ella, aun en el instante mismo de beber la luz
en el pozo sagrado de su vientre.
Lástima que, a medida que crece, se deje estropear por
los dictados soeces de la moda; lástima que le dé por los ador-
nos imbéciles, por la cosmetología corruptora; lástima que se
despoje de su esencia y se aplique a copiar modos ajenos que
sólo la emperjuician de amaneramientos y superficialidad.
No decimos que no se desarrolle, ni que hay que encorse-
tarla o ponerle botitas de madera para que no le crezca el pie.
Hay que cuidarla, es lo que pedimos; no permitir que le fasti-
dien el rostro las veleidades torpes de los presuntuosos ni que
la prostituyan los caprichos insultantes de los ricos.
Porque de repente uno deja de verla un tiempo y cuando
la encuentra de nuevo ya se depiló las cejas y ya ondea pesta-
ñas postizas; ya se mandó injertar oropeles en la cintura y
poner dientes de porcelana, quizá porque le dijeron que los
89
artificios forman parte del progreso y que hay que estar al día.
Igualmente, con el fin de ser moderna, se hace la cirugía plás-
tica y remodela y reconstruye su figura una y otra vez de una
manera imprudente, bárbara, arbitraria.
Y luego, cuando uno quiere andar con ella por la calle,
qué pena contemplarla tan llena de pegotes, de falsedades, qué
afrenta mirar la infamia de sus imposturas, la ostentación de
sus deformaciones, el lujo grosero e importado de sus atavíos.
Y uno se pregunta si está ciega para no darse cuenta de las
atrocidades que están cometiendo con ella, o si se está vol-
viendo tonta, o si la opulencia de su mano derecha es tan
poderosa que puede aplastar con un dedo la voluntad del
cuerpo entero.
Hablo por la herida, es muy cierto, por esta herida que me
descubre hasta el hueso la amargura, el dolor a duras penas
consolable de ver a mi muchacha de toda la vida tan brutal-
mente profanada. Porque uno la quiere desde la raíz, desde
el cordón umbilical sembrado en sus entrañas, desde lo más
limpio de los primeros pasos. Por eso uno se resiste a que le
saquen este amor de encima y se lo tiren a la coladera; por
eso le digo lo que pienso, lo que siento, porque quisiera verla
llegar a grande íntegra en su esencia, sin trastrocar su identi-
dad, congruente consigo misma.
Y porque así como la amé desde el primer día que tuve con-
ciencia de ella, idéntico habré de seguirla amando hasta el
último de mis días.
—Señor Ministro del Ministerio, se dice que las
cárceles del país están llenas de sospechosos en
relación con el caso de los enanos calvos. ¿Es cier-
to eso?

—Mire usted, el problema de la sobrepoblación no


puede decirse que sea exclusivo de nuestro sistema
carcelario. Tengo entendido que es un problema
mundial.

—Efectivamente, señor Ministro del Ministerio.


Muchas gracias, señor Ministro.
e
a ' HE ce aA A

US UFI ' 3 ;

Da» A o ¿UB Y
Fx De ¿20 ar REPPAEY NN 5
ent 0 DA A E Me par ta cae
A ba istrdades dé
pene nat OA
Mb? o A A
ona EA Dare cinecta dd
angelo orto sc iacis su Rc al vu mi
gis NA lc ps 4=echa esE
"E Er PA ee Jo la vu mn 33

Ea]

hna cet 4 poa

A O
cl
me v Gl <> pue YE vta ADE
«ei . e a ac dde la
a e e qu TRA, irse 1
Us ri delo
sa)» ¿> - e es 70 ds e a de cotaderil MN
hi de ei E e El cdas A
=> A O
' y . e e
' ec pude + primes
di TA
e rs A A pts atado A

E,
SOBRE CÓMO JUEGAN A VECES LA GATA
Y EL RATÓN

Hace unos días, la tía Genoveva y yo nos reconciliamos una


vez más. Es que la vieja zorra conoce de sobra mis flaquezas
y, sin el menor pudor, me invitó a comer sopa de lima y vena-
do en escabeche con salpicón y chile habanero y toda la cosa.
Además, con esa su voz canalla y dulce, otoñalmente corrup-
tora, me dijo que me tenía una sorpresita que “te va a gustar
mucho, mi lindo””. Esto ya fue el colmo. Más tardó en man-
dar al chofer por mí, que yo en estar sentado a la mesa en
su residencia.
La comida estuvo espléndida, hay que reconocerlo. Y debo
admitir también que gracias al hambre que me llenaba el es-
tómago, ni por un momento se me ocurrió que la tía querida
pudiese tener la intención de envenenarme. De haberla teni-
do, seguramente sería otro, y no yo, el que estaría redactando
estas líneas. Después de comer como dicen que Dios manda
(a los que tienen con qué, por supuesto), pasamos a la biblio-
teca a esperar los rumores de la digestión bebiendo té coreano
y licor de lilas.
Sabedora de mi pasión por los libros, y de que mis padres
—lo mismo que los suyos a Macedonio Fernández— me ense-
ñaron a escribir mis obras completas, pero no a leer, la humilde
tía, con esa ostentosa presuntuosidad de la culta gente igno-
rante, extrajo al azar uno de los aproximadamente tres mil
volúmenes vírgenes que decoran los estantes de su biblioteca
y llamó a su mayordomo javanés para que nos leyera unas
páginas. La lectura fue irreprochable. Cuando desperté, el
crepúsculo y el mayordomo se habían marchado, el libro
encuadernado en piel de asno había tornado a su lugar y dos
lámparas de pie iluminaban apenasmente la estancia. Frente
a mí, plácida y maligna, sobrecogedora como una viuda negra,
la tía Genoveva me contemplaba. Identifiqué casi de inmediato
43
el estilo de sorpresa con que me amenazaba y, a manera de
defensa, pensé preguntarle si era cierto lo que cuenta Helio-
gábalo Basílides acerca de su rabioso romance infantil con un
condiscípulo de Freud. Pero la muy marrullera se me adelantó:
— ¡Te tengo un trabajo!, graznó magistral, siniestramente,
y como un ave de mal agiero, o mejor, como un ave de rapi-
ña, vino a posarse con untuosa ternura sobre mis piernas
para no dejarme escapar. Nos miramos antagónicamente du-
rante tres copas de coñac apuradas en medio de un silencio
pesadísimo, herniador. Ella se había puesto en los ojos y en
la boca una sonrisa radiante, triunfal, vil. Yo me sentía inde-
fenso y estúpido como un cerdo cebado.
—Y a tengo uno, articulé tratando de eludir el peligro de as-
fixia que representaban sus pechos anhelantes.
—Pero el que yo te ofrezco es el trabajo ideal para ti, mugió
con más placer que una primera ministra cuando le anuncian
que un rebelde más falleció en su huelga de hambre: ¡Escritor
de fotonovelas!
Mis manos, acostumbradas a actuar lúdicas y pensativas so-
bre una que otra piel femenina y sobre las teclas de la máquina
de escribir, se metamorfosearon, se convirtieron en garras de
acero inoxidable, engarfiaron su cuello y apretaron, podero-
sas, implacables, dueñas de la ira divina en el cumplimiento
de su venganza. Pero era como querer estrangular a una patá de
elefante.
—NO se trata de que dejes la literatura, mi rey, continuó
gozosa de mis caricias contra su garganta: Al contrario, la cosa
es que le saques provecho, que aprendas a ganar prestigio y
dinero con ella. Además, ¿a que no sabes quién es la editora
de las fotonovelas? ¡La Mulish! Sí, mijito, y está dispuesta
a perdonarte todas tus ruindades y a casarse contigo.
—¿Se olvidan usted y la Mulish de que tengo un hijo, tía?
—No lo olvidamos, respondió irguiéndose con dignidad y
dándole un respiro a mi diafragma: Tú te casarás con la Mulish
y yo me haré cargo del producto de tu pecado.
—i¡Jamás, tía!, respingué con un ardor viril que casi estuvo
a punto de conmoverla: Nunca aceptaré separarme de mi hijo,
¿entiende? ¡Por ningún motivo! Y no me casaré con ninguna
mujer que no sea... Ella... Sí, ella, a quien entregué mi pureza
44
y todo mi ser, a quien habré de esperar, callando mis lágrimas
y mi sufrimiento, la vida entera si es preciso. Y no solamente
porque es la madre de mi hijo, sino porque... Sépalo de una
vez: ¡la amo! ¡Y la amaré siempre!
Creo que fue el javanés, que como buen mayordomo de se-
guro escuchaba tras de la puerta, quien puso la música de
violines a nuestro diálogo. La tía Genoveva, convertida en un
dinosaurio obsceno incapaz de reprimir un segundo más la
pujanza de su sensibilidad, de su dulce taquicardia pasional,
me besó salvajemente y exclamó:
— ¡Saliste idéntico a tu padre y a tu abuelo!
A la mañana siguiente, cuando terminé de bañarme y mien-
tras me vestía, la vieja cantarina me colocó en el bolsillo de
la camisa, mero encimita del corazón, un cheque la verdad sea
dicha muy poco generoso, sobre todo si tenemos en cuenta
el raquitismo cada día más grave de nuestra moneda. Com-
prendí que la reconciliación había terminado y que debía
apurarme, si no quería llegar otra vez tarde al trabajo. Ya lo
dijo Lawrence Durrel: Entre nosotros no se finge la virtud.

45
OTRO ACTO FALLIDO

Mi hermana la menor estaba abstraída en un libro del Mar-


qués (a los dieciséis años y todavía estudiando a Sade, es el
colmo) y yo buscando en Jung algunas herramientas para
desazolvar ciertos caños de mi inconsciente, cuando de pronto
sentí que tocaban a la puerta de mi conciencia. Mi ego, que
se encontraba ya en piyama, interrumpió sus ejercicios espiri-
tuales y fuimos a abrir. La visita era una idea, limpia de
hombres como una recién nacida, que me miró con un aire
de inteligencia sensual íntimo y prometedor. Sin pensarlo dos
veces, convoqué a junta extraordinaria a todos los componentes
de mi personalidad dividida y les dije, señalando hacia la
criatura: “He aquí que tengo una idea, ¡y es propia!”” Se
quedaron de una pieza, sabedores de que esto no ocurre con
frecuencia y menos a cualquier persona. Como sucede siem-
pre en estas reuniones de mi consejo interno, hubo críticas,
burlas y no pocas dudas acerca de mi capacidad para hacerla
feliz. Pero mi ego. con ese gesto mezcla de humildad y sabi-
duría que lo caracteriza, prometió que haríamos maravillas
con ella. Grande y musculoso de por sí, había crecido tanto
gracias al estímulo del hallazgo que apenas si era posible
distinguirle la cabeza.
Sin embargo, como usuario asiduo de la neurosis que soy,
frené en subida. Es decir: mi memoria oculta, que suele ha-
cerme este tipo de jugadas sucias, se sacó de la manga una
inhibición y le dio a la idea con la puerta en las narices. Mero
misoneísmo, supongo. Inseguridad. Falta de redaños. Idiotez.
Y encima vocación de ridículo, de pobre diablo, porque después
de haberla tenido, como quien dice, en la punta de la cama
y haberla dejado ir, salí corriendo a la calle para nada más
seguirle los pasos de lejecitos, fantaseando adolescentemen-
te, codiciando la cadencia subversiva de sus caderas, despa-
chándomela con los ojos, hipersensibles a sus modos, a sus
46
olores, hasta que en una de las tantas esquinas de la vida se
me hizo de humo y frustró mi seguimiento onanista.
Mi ego y yo nos dimos un agarrón que tantito más y acaba-
mos a golpes. Mi personalidad se dividió más que nunca (el
bando de la reacción culpaba del fracaso a la facción progre-
sista, y al revés) y mi inconsciente, preocupado por mi salud
y por la incertidumbre de mi conducta, me llenó los sueños
de palomas mensajeras preñadas con recados en clave. Como
siempre he sido pésimo para descifrar enigmas, lo único que
saqué fue no poder dormir a causa de la angustia. “Macbeth
ha asesinado al sueño... Macbeth ha asesinado al sueño””, me
repetía incansable y en perfecto inglés isabelino el fantasma
de Shakespeare (el cual todavía no descubro qué demonios tiene
que ver en todo esto).
El caso es que la idea se me convirtió en obsesión. Creía
verla en todas partes, a todas horas, de repente la tenía a mi
alcance, íntegra y dispuesta para la entrega, y en el acto desa-
parecía, o la que mi extravío juzgaba que ella resultaba un
simple remedo, una pobre simulación, una mala copia, o
enajenado por encontrarla olvidaba el objeto de mi busca y
la existencia se me iba en andar a tientas entre la muchedum-
bre, igual que el enfebrecido y solo hombre de la multitud del
relato de Poe; o me derrumbaba en los brazos inútiles de una
idea vulgar y mercenaria y le transfería las cualidades de mi
original, o pensaba, pensé ya en el filo de la esquizofrenia,
que tal vez si yo fuese otro, si creciera o me hiciera más pe-
queño, si me transformara en algo o alguien distinto, ella
resurgiría, y no podría eludir los impulsos de mi pasión si la
agarraba por sorpresa convertido en arlequín o en jaguar o
en huevo de pascua o en grito de socorro en medio de la
noche o en las manecitas de mi hermana la menor acaricián-
dome con un par de bofetadas para que dejara de aullar como
licántropo en abstinencia.
—¿Me quedé dormido?
—No. Te volviste loco. ¿Ya vez? Te dije que no leyeras a
ese tal Jung. Eres muy impresionable.
— ¡Es que tenía úna idea genial! ¡Y se me fue!
—Ay, cruel hermano mío, deliras. No se te fue. Está en el
47
baño, lavándose los dientes. Ven acá, ven. Recuéstate. Sade
dice que con un buen masajito...
Yo no creo que el Marqués haya dicho semejante receta,
pero en fin. Acepté mirarme en los ojos sobreactuados de mi
hermana la menor y me vi cundido de traumas y complejos,
como cuando tenía cuatro años y me plagué de ronchitas de
sarampión. Tendí mi cuerpo en la cama y, después de todo,
crucé las manos sobre el estómago a la manera de un amante
complacido, de un difunto o de un nudo ciego.

48
DE CÓMO CONOCÍ Y TRATÉ CON MONTERROSO

Dicen que a los escritores hay que leerlos y no tratar de co-


nocerlos jamás. Estoy de acuerdo. No suelen ser gente muy
simpática, que digamos. Siempre es más agradable ser amigo
de un político encumbrado, de un banquero, de un gran in-
dustrial. Y es más fácil, claro. Sin embargo hay amantes de
la literatura, y amantes a secas, cuya pasión por las causas
perdidas los lleva no sólo a leer, lo que de por sí ya es bastante
ocioso, sino encima a pretender la amistad de quienes escri-
ben, lo que además de ocioso es extravagante y aproximada-
mente tonto.
Por mi parte, yo hubiera preferido unirme a los filisteos,
pero un día, hace ya muchos años, quise ser escritor satírico
y, en vez de irme a los cocteles a observar el comportamiento
del género humano, me fui a meter en un taller literario diri-
gido en aquel entonces por Tito Monterroso. Les juro a uste-
des que yo no había leído ni tenía la menor idea de quién era
Augusto Monterroso (ignorancia que me avergúenza tanto
como el ser autodidacto). Yo pensé, aunque no sé si esto es
mucho decir, que como es costumbre de nuestra vida artística
nacional, el taller debía de estar dirigido por un licenciado,
o por un doctor en ginecología, o por un ingeniero con influen-
cias en el gobierno. Grande fue mi sorpresa, y mi desencanto,
al enterarme que se trataba de un escritor. Y más grande
todavía mi asombro cuando me di cuenta de que aquel señor,
al contrario de otros escritores que había yo conocido antes,
tenía ideas, y que no sólo las tenía, sino que eran propias.
A pesar de esto, ignoro si por masoquismo o debido a cier-
ta rubia que formaba parte del grupo, decidí quedarme. Y
entonces Tito, con toda paciencia, con toda humildad y gene-
rosidad, con toda sabiduría, se dedicó a abrirle los ojos a
nuestra inconciencia, a bajarle los humos a esa clásica soberbia
de la juventud de que hacíamos gala, a demostrarnos, con
49
razonamientos precisos y con esa su suavidad categórica, que
estaba bien, pero que las cosas no son tan simples. Y como
todo es relativo aprendimos —al menos eso creo— una serie
de cosas inútiles que no obstante todo lo que nos perjudica-
ron creo que hasta la fecha nos siguen siendo sustanciales. Por
ejemplo, a usar la preposición a; a buscar, aunque no siempre
lo encuentra uno y por eso el texto se queda guardado en el
cajón cada vez más lleno de los textos no acabados durante
meses, el adjetivo insustituible, el verbo incanjeable, el adverbio
justo. Otra cosa: el desdén por la prisa: si quieres ser escritor
trata de ser como la tortuga, no como Aquiles. Otra más: a
la literatura, como a cualquier otra sirena cantarina, hay que
escucharla sólo durante un tiempo más o menos discreto,
después poseerla ingeniosamente y más después, al igual que
Ulises el cobarde, huir de ella. Y así cada vez y siempre.
En lo particular, aparte de todo esto, que no es mucho ni
es poco, es bastante, como diría Sabines, le debo a Monterro-
so tres cosas impagables que nunca dejaré de reprocharle: una,
su amistad; dos, que me dio a conocer y de paso me enseñó
a leerlos, a Quevedo, a Swift, a Bierce, a Mark Twain, a Ma-
cedonio Fernández, a Borges, a James Joyce —a Edgar Allan
Poe y a Horacio Quiroga, por ejemplo, ya me los había pre-
sentado Julieta Campos, y a Julio Torri, Efrén Hernández y
Juan Carlos Onetti no me los presentó nadie, los descubrí yo
solo junto con mis amigos Germán Castillo, Riccardo Diaz-
muñoz y Abel Minni—.
(Entre paréntesis, y a propósito de Joyce, recuerdo que al
final de una de las primeras reuniones, Tito nos dijo que para
el próximo miércoles leyéramos el Ulises. Y ahí me tienen
primero consiguiéndolo, luego comprando un libro que para
mis posibilidades económicas —de entonces y de ahora—
resultaba más oneroso que un ramo de flores en día de las
madres, y por último leyendo como un poseído durante todo
el día y toda la noche de varios días y varias noches, con riesgo
evidente de volverme loco y de quedarme sin mujer. Cuando
el próximo miércoles admití que sólo pude llegar a la página
317, Tito me miró sorprendido y me preguntó: “¿Tanto?” Su
gesto entre risueño y admirado me hizo sentir medio estúpi-
do. ““Es que usted nos dijo que lo leyéramos.”” “¿Y usted lo
S0
creyó?”” Entonces me sentí estúpido completo, y él, sospecho
que renegando de que todo el mundo lo tome en serio cuando
hace una broma, me ofreció una disculpa y pasó a explicar-
me, de una manera deliciosa, profunda e inobjetable qué es
y cómo hay que leer el Ulises. Respecto de su broma, supongo
que quería únicamente advertirme acerca de lo absurdo y lo
inconsciente que es ese tipo de maestro que de una a otra clase
exige a sus alumnos leer el Quijote, pongamos por caso,
de seguro porque él nunca lo ha leído ni llegará a leerlo
jamás).
Pero bueno, la tercera cosa que le debo a Monterroso es
que escasamente cuatro meses después de haberme iniciado
con él en el taller, y después de que leí un cuento que a mi
mujer y a mí nos gustaba mucho porque me lo premiaron en
un concurso, y que a mis amigos y a sus esposas no les gusta-
ba nada, por lo mismo, Tito me dijo que lo que se puede apren-
der en un taller, esto es, a poner puntos y comas, yo ya lo
había aprendido, y que mejor me dedicara a trabajar solo, y
que tratara de convertir mis defectos en virtudes. Eso no que-
ría decir que dejábamos de ser amigos, por el contrario, cada
que fuese posible nos reuniríamos para tomar una cerveza y
platicar de literatura, de mujeres... más o menos igual que
cuando las mujeres se reúnen para hablar de la servidumbre,
de las telenovelas, de las demás mujeres...
Así los hicimos. Y desde entonces, como soy un cuervo bien
criado y suelo identificarme más con la Pulga que con el viejo
Zorro, “cuando el insomnio no me deja dormir como ahora
y leo, hago un paréntesis en la lectura, pienso en mi oficio de
escritor y, viendo largamente el techo, por breves instantes
imagino que soy, o que podría serlo si me lo propusiera con
seriedad desde mañana, como Kafka (claro que sin su exis-
tencia miserable), o como Joyce (sin su vida llena de trabajos
para subsistir con dignidad), o como Cervantes (sin los incon-
venientes de la pobreza), o como Catulo (aun en contra, o quizá
por ello mismo, de su afición a sufrir por las mujeres), o
como Swift (sin la amenaza de la locura), o como Goethe (sin
su triste destino de ganarse la vida en Palacio), o como Bloy
(a pesar de su decidida inclinación a sacrificarse por las putas),
o como Thoreau (a pesar de nada), o como Sor Juana (a pesar
51
de todo); nunca Anónimo; siempre Lui Méme, el colmo de
los colmos de cualquier gloria terrestre?”.
Sí, Monterroso “nos ha enseñado mucho: todo un mundo
de literatura, y tras de ese mundo, otros, de rigor, de imagi-
nación””. Pero hay que andarse con cuidado, a un escritor de
genio como Augusto Monterroso no se le puede conocer y
menos leer impunemente: hay en él ““una parte maléfica: su
propio brillo; es tan él que imitarlo es fácil, y muchos han caído
en su trampa”.

IZ
PATADAS EN EL PESEBRE

A pesar del optimismo de las autoridades, un optimismo


muchas veces basado en su alejamiento de la realidad cotidia-
na de la población, la verdad es que habemos mexicanos de
primera, de segunda, de tercera, de cuarta y de quinta clase,
por lo menos. Y en virtud de estas afrentosas diferencias, cada
quien juega para su santo y se acomoda en el equipo que más
le conviene o, simplemente, en el que puede. La superviven-
cia, usted sabe; hay que participar en el banquete aunque nos
toquen las migajas; peor es quedarse afuera. Y por eso, y ade-
más por la superposición cultural que estamos sufriendo, no
son pocos los que consideran que ser mexicano es un desgra-
ciado accidente geográfico, y en consecuencia andan querien-
do ser otra cosa, les congenia más el trato de míster que el
de señor. Es algo que se siente, que se palpa, que se dice
incluso con la mayor desvergúenza, sobre todo en los círculos
bellos de las clases medias y altas, las cuales, como en casi
todo el mundo, suelen significarse por su complacencia en el
adocenamiento, las primeras, y por su falta de escrúpulos y
dignidad, las otras.
De ahí que el peligro de perder (y de la manera más sucia:
por claudicación, por conformismo, por entrega) nuestra iden-
tidad nacional, sea tan cierto como, al parecer, inevitable. Si
tomáramos como ejemplo a la ciudad de México, podríamos
decir que ya está irreversiblemente perdida. Lo que en ella
queda de auténtico, o lo que se rescata como propio, no es
en su mayoría sino un atado de concesiones al folclor y de
estímulos prefabricados para causar uno que otro asombro al
turismo. Su esencia ha sido bárbaramente hecha jirones, ha
sido atropellada miserablemente por esos cafres sin concien-
cia de sí mismos ni de sus valores humanos y culturales que
somos sus habitantes. Como a una prostituta sin suerte a la
que cada nuevo fornicador humillase con una nueva enferme-
53
dad, así tratamos a la ciudad. Los lujos importados, las mistifi-
caciones sacadas de la. ancha manga extranjera, los abalorios
colonizadores con que disfrazados de progresistas la regala-
mos, sólo sirven para magnificar sus llagas, para envilecer aún
más las de por sí infectadas heridas de su identidad.
En cierta medida, este es un fenómeno provocado por la
ignorancia. Poco o nada conocemos de nuestras raíces; la his-
toria de México se ha convertido en un aburrido discurso
demagógico; nuestra pobreza educacional nos coloca atados de
pies y manos frente a los patrones de vida y de conducta pro-
venientes del exterior; somos un organismo social sin defen-
sas, propenso a todos los contagios. Y de ahí que estemos
infestados de ajenidad, que seamos, cada vez más, meras
malas copias al carbón, imitadores lamentables de formas
de pensar, de actuar, de sentir; acopiadores mecánicos de
ideologías, de vestidos, de músicas, de deportes, de prepoten-
cias, de vicios, de soberbias imposturas, de exaltadas torpe-
zas; aprendices de internacionalidad y oficiales de lacayismo.
Ah, pobres faroles de la calle que somos, pobres diablos tuertos
de idiosincrasia, afónicos para lo verdadero, autodespelleja-
dos, autodesnaturalizados, autoderrengados.
¿Cómo pretendemos atribuirnos y aun tratar de consolidar
una identidad nacional si nos hemos plagado de transnacio-
nalismo en todos los órdenes de la vida; si estamos expuestos
brutal y minuciosamente a todo tipo de penetraciones; si para
quedar bien con el vecino renégamos de nuestro origen y
abdicamos de nuestras tradiciones y costumbres; si dejamos
que una radio y una televisión sin principios éticos ni sociales
nos impongan los gustos y los estilos de vivir que convienen
a sus intereses comerciales (incluida la estación televisiva del
Estado, que tiene entre sus objetivos difundir los valores
nacionales, como el futbol americano, pongamos por caso);
si permitimos que los mensajes publicitarios cometan con el
idioma las aberraciones que se les dé la gana, encima de indu-
cirnos al consumo irracional de lo superfluo con la promesa
implícita y explícita de metamorfosearnos en personas decentes
y pudientes, y de paso burlarse e insultarnos grotescamente
con anuncios como el del automóvil que “no todos pueden
poseer, pero es que no todos lo merecen””; si creemos que
54
para poder ser gente de calidad necesitamos llamar a nuestros
hijos William Pérez y Charlotte Ramírez y enviarlos a formarse
allende nuestras fronteras; si las cada vez más engreídas clases
económicamente poderosas y sus tribus de serviles y alcahuetes
continúan justificando su entreguismo con la triste idea de que
todo fuera de nuestro país es mejor? ¿Cómo, pregunto, si no
aprendemos a conocernos, a valorarnos y a darnos importan-
cia a nosotros mismos? ¿Cómo, si no luchamos por renovar
y darle su verdadero sentido al concepto de comunidad na-
cional que nuestra apatía social y las manipulaciones de la
demagogia han desgastado?
Digo, pregunto, pateo el pesebre, porque no quiero creer
que la ambigúiedad moral, el drástico divorcio entre lo que de-
cimos y lo que hacemos, y la corrupción que nos pudre hasta
los huesos, nos estén inoculando la peste definitiva del cinismo.
Sería trágico que esto fuera lo que conformase nuestra identi-
dad nacional.

a)
DISCULPE USTED LAS INFLUENCIAS

En México, si eres poeta, lo más seguro es que tengas influen-


cia de Octavio Paz; si eres cuentista o novelista, lo irremediable
es que te parezcas a Juan Rulfo. Y supongo que en Argentina
te cargan las espaldas con Borges o Cortázar, y en Uruguay
con Onetti o Benedetti, y en Colombia con García Márquez,
y en Perú con Vallejo, y en Chile con Neruda, y lo bueno es
que nunca faltan un Carpentier o un Asturias para señalarle a
uno de dónde mamó lo que sabe o, en su defecto, indicarle
de quién debe nutrirse para llegar a ser. Así es y ni modo. Te
aguantas y cuidadito con abrir la boca porque, como si se
tratara de una de tantas arbitrariedades de la policía, nomás
dices algo y te va peor.
Lo curioso del caso es que, a pesar del sincero respeto que
te merecen las obras de Paz y de Rulfo, no son éstas tus
únicas influencias, o al menos no las fundamentales, o quizá
ni siquiera pueda llamárselas así. Tu abrevadero es más amplio,
lo que no evita que ellos pudiesen formar parte de ese abreva-
dero. Pero sucede que una secta de comentaristas de libros,
incluso algunos críticos, que los hay, tampoco es cosa de po-
nerse a rehusar evidencias, con esa su inclaudicable pasión por
rendir culto a la personalidad y con ese ojo de águila que Dios
les dio para detectar la aguja en el pajar, encuentran que
estás entera, escrupulosa, superlativamente influido por el
Maestro, o que tu literatura no vale un cacahuate porque no
lo estás. Son las dos únicas sopas, joven. Y por si fuera poco,
estos campeones de la lucidez intelectual que por el mundo
van caravaneando con celebridades ajenas, escamoteando
soles con el dedo y cebando mediocridades, se consideran
divinamente dotados de infalibilidad, como los políticos cuan-
do alcanzan una determinada altura, y son tan soberbios o se
hallan tan acostumbrados a escuchar sólo las voces aquiescentes
hasta la náusea de sus lacayos, que la menor objeción, el más
56
ínfimo desacuerdo con sus dogmas es motivo de exclusión de
su particular paraíso de las letras.
Escribir, por ejemplo, que tú reconoces la calidad excep-
cional de un escritor, pero que no aceptas que se le mitifique
ni que se le convierta en gloria oficial, en frontera impasable,
te condena irremisiblemente a la pena capital, al garrote vil
literario. No se puede atentar impunemente contra las institu-
ciones. Tampoco contra las influencias institucionalizadas. Sin
embargo, mundo paradójico, mundo ingrato, el maestro mis-
mo sabe que no hay un único maestro, que los acopios son
múltiples y que además de alguna manera nunca se deja de
ser discípulo. A veces, si es generoso, te descubre a sus propios
maestros, a los que en verdad influyeron en él, a quienes autén-
ticamente debe sus logros. Y da la casualidad de que, el que
le endilgaron hasta la necedad los afanosos de la literatura,
es nada más uno entre muchos. Si te atienes a una sola influen-
cia no eres escritor sino un mero instrumento de repetición.
De la suma de voces que con el tiempo van conformando tu
universo, surge tu propia voz.
En consecuencia, citar siempre una influencia única refleja
cierta estrechez de juicio, ya que es tan parcial como si dijéra-
mos, pongamos por caso, que el género de la novela es toda
la literatura, o que el arte europeo es el único válido, o que
basta conocer el estilo de una ciudad para definir una identi-
dad nacional. Y a propósito, ya que toqué el tema de una de
mis influencias más poderosas, la ciudad, quiero apuntar
aunque de sobra sé que a nadie le importa, que ésta, la ciudad
de México, al modificar su rostro, al ceder sin opciones e
irreversiblemente ante las veleidades de la *“modernización””,
ha ido perdiendo sus tradiciones y su esencia, y esto es síntoma
inequívoco de que nosotros, sus habitantes, perdemos al mismo
tiempo nuestra identidad, la nacional y la individual, en favor
de una deshumanización cada vez mayor, de una imperdona-
ble cosificación.
Pero déjate de digresiones y volvamos a lo nuestro (sólo que
antes, ya que hablamos de digresiones y para que quede claro
que no se trata aquí de ocultar influencias, quiero declarar que
este artículo es un humilde homenaje al gran Efrén Hernán-
dez, de quien tantos son deudores pero al que no pocos se
1)
guardan bien de mencionar. Y ya puestos en confesiones,
reconozco sin pudor que no tengo parentezco literario alguno
son Sigmund Freud, ya que cuando intenté leer el tomo VI
de sus obras completas, sin haber leído ninguno de los ante-
riores, me encontré con que a las primeras de cambio el muy
mañoso Adán del psicoanálisis empieza a remitirlo a uno a
tal página del tomo V y a tal obra del tomo IV y conjeturo
que así se sigue hasta llegar al primero y que de ahí lo manda
a uno a sentarse en las piernas de mamá y a pedirle que nos
dé la teta y nos cuente la ejemplar historia de Edipo). O mejor
ya no le sigas y déjalo para la próxima, ya es tarde y una
mujer te aguarda en la cama devorando novelas policiacas y
no vaya a ser que pesque malas influencias y en la soledad de
la noche, a la mitad de un abrazo, tú sabes. Mejor no te arries-
gues.

58
Boletín de ultísima hora
Las autoridades informaron que el principal obs-
táculo para la captura de los enanos calvos es que
se desconocen a ciencia cierta sus señas particulares.
dt Ñ e

out apra re mb
Mr A A a e sq. h lesa
JN mo) tú PGSEy de KR »
a rre:
Mb $ nda A GAMOMMAES dee
a 3 PR a Ñ 4

E
CON SU PERMISO SOCIAL

En algunos asuntos eróticos como dirían los piadosos Macro-


bio y Artemidoro, hay personas que hasta con lo que no for-
nican se embarazan. Por eso, de papá Freud para acá, ya no
puede uno frecuentar íntimamente a una mujer más o menos
mayorcita de edad porque de inmediato los limpios de culpa
empiezan con las pedradas: “Tienes complejo de Edipo”. Y
te miran con esa mezcla de repulsión y lástima con que se
mira un fenómeno de circo. Y te escudriñan con interés cien-
tífico. Y te recomiendan psicólogos baratos. Y te arriman tests
de calendario. Y realizan en favor de tu salud mental toda
suerte de acrobacias sentimentales tendientes a reprobar tu
desacato.
Sin embargo, lo cierto (aunque esto sólo tú y yo lo sabemos)
es que no andas con ella porque se rasura las piernas igualito
que mamá y sus sobacos huelen idéntico a los de abuelita, sino
por el hecho simplísimo de que la vieja es a todo dar: te deja
conducir su mustangcito del año, te refacciona la billetera, te
surte el guardarropa, te alhajea y sin temor al ridículo te lleva
a exhibir en los centros nocturnos. Incluso, si te portas aguan-
tador, te da una paseadita por el extranjero. Así que, ¿cuál
Edipo? Prejuicios de la gente, nada más. Lo que pasa, y eso
es lo que espanta a medio tercer mundo, es que tu comercio
carnal con la viuda de Midas no ha recibido ese pequeño pero
significativo baño de pureza que en términos de corruptolo-
gía se llama “permiso social”.
Porque, a ver, cómo al revés sí se vale, como dijera en su
famoso intento de poema didáctico el célebre descendiente bas-
tardo de Meandro S.M.V.S. Cogitavimus; cómo si una cole-
giala sostiene amasiato con un carcamán nadie pone el grito
en el cielo ni menciona para nada la inocencia de Electra. Ah
qué pregunta idiota, pues porque el santo señor sí tiene permiso
social, él sí puede desportillar virgos y prostituir doncelleces
61
porque para eso es hombre. Y no lo digo nomás yo, niña de
mis ojos. Este fuero masculino viene desde el oscurantismo
de todos los tiempos. No lo digo con el afán de que me vendas
tu favores, créeme. Ahí está la Biblia, que no me dejará mentir.
Ahí está ese refrán que tú conoces: “Para gato viejo, ratón
tierno”. Ahí está ese chiste que dice con sutil ingenio que
Caperucita ya no es Roja, sino señora de Feroz. Y para más
señas, fíjate en la literatura, en el cine, en el teatro, en la
televisión; fíjate en las canciones, pequeña amante mía, en los
anuncios comerciales: la bella y la bestia forman parte de la
normalidad.
Pero mira, para comerte mejor, te voy a ejemplificar en qué
consiste este negocio del permiso social. Tú sabes que en el
terreno publicitario (lo mismo que en el ámbito de la política
oficial) los patrones de conducta no se rigen por principios,
sino por intereses. Se trata de imponer, de manera subliminal
como dice el venerable y astuto doctor Sand Heces, psicológo
de cabecera de mi hermana la menor, las formas de pensar
y actuar que a la comunidad empresarial le conviene.
Y así, sin el más ínfimo pudor ni el menor escrúpulo, te
enajenan de permiso social, esto es, te aporrean el cerebro para
que demuestres tu clase con un automóvil, para que hagas
valer tus ahorros vacacionando en el extranjero, para que
enseñes a tus ““juniors”” el hábito del consumo, para que te
burles de la autoridad con una tarjeta de crédito, para que
impongas tu virilidad con un cigarro, para que sometas a los
hombres con una pantimedia, para que hipoteques tu vida por
un pedazo de cementerio, para que subalimentes a tus cacho-
rros con golosinas, para que le hagas la barba a tu suegra
con un limpiador de cacerolas, para que seas una sirvienta
eficiente de tu marido con un moderno equipo de fregar pi-
sos, para que alcances el orgasmo con un trago de agua pinta-
da, para que te conviertas en bígamo con una hoja de rasu-
rar, para que te masturbes con un encendedor, para que luzcas
tu fervor cristiano con una medalla conmemorativa, para que
retornes a la aristocracia con un tequila, para que te interna-
cionalices con un ron, para que te quites lo aborigen con otra
tarjeta de crédito, para que irradies de soberbia, para que
brilles de lujuria, para que te embriagues de pasiones prohibi-
62
das, para que te intoxiques de placeres, para que toques el
paraíso con todos los sentidos, para que humilles, para que
desprecies, para que sobresalgas, para que te vuelvas angeli-
cal, hermosa, bello, prepotente, colectivamente diferente,
adocenadamente original.
Pero no, mi lamentable Edipo, a eso que tú juegas todavía
no llegamos. Tú puedes ver en un anuncio a un honorable ve-
jestorio presumiendo su dipsomanía en brazos de una babeante
criatura que podría ser su nieta, sólo que es un mero truco
convencional, una manera establecida de dar vigencia al ma-
chismo. Pero no, al revés no se vale. Imagínate el triste espec-
táculo que daría una anciana en traje de baño y a punto de
ser allanada sexualmente por un frenético fisicoculturista,
invitando a sus contemporáneas a lucir y ser como ella. Me
temo que sería un desastre. Aunque uno nunca sabe. A lo mejor
un día de éstos se descubre en cualquier despacho psicoindus-
trial que este sector femenino del mercado aún no ha sido
explotado en toda la amplia gama de sus posibilidades y se
decide, en consecuencia, aprovecharlo más allá de las limitantes
impuestas por el Día de la Madre. Cuando esto suceda, en-
tonces sí, mi estimado objeto freudiano, podrás vivir a la
sombra pública de la flor marchita que quieras, como expre-
sarían Lucrecio y Cicerón en sendos versos de extraordinaria
coincidencia. Mientras tanto, abstente, está mal visto medrar
sin permiso social.

63
SOBRE LAS PLUMAS DEL PAVO

Así me pintaron a Casiopea: cabellimedusiana, ojidominadora,


narihelénica, boquisuculenta, cuellicisnácea, pechidelicias,
cinturiavispada, caderienérgica, muslimanjares, chamorries-
quisita, casquiligera, manilúdica, carnientrona, en resumen:
una muchacha inteligente. De modo que empecé a interesarme
en su poesía, y acepté que le dieran mi número de teléfono
para que me hablara.
Se puso en contacto conmigo hasta siete días después, por-
que andaba de viaje en Oaxaca, averiguando acerca de las
influencias de Miró y Picasso en las artesanías populares. Por
la mañana digo, me llamó por la mañana, y de entrada me
tuteó y en vez de decirme ““señor””, me dijo por mi nombre.
Ricurigualada, pensé. La cité para las ocho de la noche en una
cafetería y ella prefirió que fuera a las nueve y en su departa-
mento. Es más cómodo en casa, explicó, y yo me pasé el resto
del día interrogándome: ¿Hubo sugerencia en su última frase?
¿Había segunda intención en su voz? A mí me pareció insi-
nuante, me decía yo; pues a mí me sonó de lo más normal,
me respondía yo; a mí en cambio me latió a indirecta, me
volvía a decir yo; pues a mí y etcétera. Por si las dudas, y ante
la inutilidad de la dialéctica, me bañé con champú, me retoqué
el bigote y me corté las uñas de los pies. Faltando dos minutos
para las nueve, oprimí el timbre de su puerta. Tuve que esperar
dos minutos para que me abriera.
—¿Casiopea? —pregunté idiotamente. Bastaba verla, enor-
me y hermosa como una constelación en la noche sin límites
del universo, para darse cuenta de que era ella.
Ella no tuvo necesidad de inquirir si yo era yo porque ya
me conocía por mis fotos en los peródicos, poetilaureado,
glorinacional, y porque cierta ocasión estuvo en una de mis
magníficas conferencias. Imposible, objeté, machihalagado y
de paso calenturientiarremetedor: Una mujer como tú jamás
64
me hubiera pasado inadvertida. Bueno, dicho sea con burli-
franqueza, lo que sucedió fue que la lectura estaba tan aburrida
que se salió de la sala a los cinco minutos. Su risa, que borboteó
igual de alegre que el agua de la fuente que tengo en mi estudio,
le destapó dos hiladas de dientes salvajes y avariciables como
los de Berenice (la del cuento de Poe). Yo sonreí con esa fero-
cidad humilde que uso frente a mis detractores, pensando te
voy a hacer tragar tus palabras, y sintiendo cómo mi manza-
na de Adán forcejeaba con el nudo de mi corbata.
—¿Una copa, un té, un café, un vaso de leche? ¿Qué to-
mas? ¿Quieres oir algo de música? ¿Como qué te gusta?
—ofreció con sencillez, pero además con una dulzura y una
generosidad geishiencantadoras.
Me sirvió un infame café soluble, que era lo único que
tenía, y puso un disco en un aparto que conjeturé instalado
en la pieza contigua, la cual supuse sería la recámara e imaginé
eróticamente acondicionada con un vasto lecho y un morbo-
siespejo duplicador efímero de los combates de la carne. Vino
a sentarse muy cerquita, entre cojines y ceniceros y dos lam-
parillas tristes, la música creando una atmósfera propicia para
las intimidades.
—Mahler —aseveré cabeciaprobatoriamente, clasiconoce-
dor.
—No, Prokofiev —corrigió ella sin malicia, humilde y sen-
sata como el mundo en tiempo de guerra.
Bueno, al grano. Le pedí que me leyera algunos de sus poe-
mas y, mientras ella recitaba unos horribles versos más cercanos
al panfleto revanchimujeril que a la poesía, yo me la figuraba
mugiendo de placer y sucumbiendo al empuje de mi irrefre-
nable voluptuosidad. Luego que terminó de leer cuatro cinco de
sus mamarrachadas rencorosas, levantó hacia mí el fulgor
de sus ojazos y me miró, paciente y plácida como una esposa
o una vaca. Le dije, fingiendo un definitivo entusiasmo inte-
lectual, que era admirable su intuición poética, envidiable su
síntesis expresiva, espléndida su riqueza de vocabulario, mag-
níficas sus metáforas, estupendas sus imágenes, asombrosas
su precisión, su frescura, su vitalidad, y agregué, virando de
tono con pericia y cálculo de viejo lobo de amar, que asimis-
mo eran impresionantes la amargura y la soledad que como
65
liebrecitas perdidas saltaban de esas líneas, cuánta tristeza se
adivinaba en ellas, cuánto sufrimiento y desamparo, se notaba
que a la inocente criatura le había ido muy mal con los hom-
bres, que sin duda confundidos por los valores aparentes y
pasajeros de lo externo, oh lamentable ceguera masculina,
ninguno había sabido hallar, vamos, ni siquiera sospechar el
universo espiritual, el caudal humano que albergaba en el
interior de Casiopea. “Una mujer es un ser que ha encontra-
do su propia naturaleza. Tú la buscas. Eres virgen””, declamé
citando a Giraudoux.
—Entonces, ¿tú crees...?
Claro que sí, cachorrita ingenua, ella lo que necesitaba era
un hombre que la ayudara a encontrarse consigo misma, un
maestro, un guía, un varón maduro, cariñoso, tierno, com-
prensivo, experimentado, carilascivo, gestibabeante, aquí me
tienes a tus pies rendido y mi rodilla nunca tocó el suelo, yo
te haré penetrar en los mitos de Pound, sólo tienes que ser
boquifuente para mi sed; yo te develaré el misterio de las
catedrales, sólo tienes que ser pechiabrevadero para mis fati-
gas; yo te enseñaré a recorrer todos los caminos proustianos
del amor, sólo tienes que ser caderiensamble para mis noches
inciertas; yo te conduciré por los laberintos lingúísticos de
Joyce, sólo tienes que ser carnientrega conmigo, mamacita,
yo haré de ti una gran poeta, yo te haré mujer...
—Creo que ya se rayó el disco —pretextó zafándose de mi
asalto mortal y yéndose a buscar el refugio de la pieza conti-
gua, de seguro con el fin de arreglar el vasto lecho y de conectar
alguna luz indirecta y de rociarse una gota de perfume en las
orejas. Es cierto que a mi edad ya la carne es débil, y que una
mujer como ésta requiere de los máximos esfuerzos, pero
siempre quedan los recursos de la técnica y la sapiencia, no
en balde ha vivido uno tantos años. La sentí regresar, pasos
morosos, pies sobre nubes.
—¿Sabes qué, poetiglorioso? —dijo imponiéndome su es-
tatura y conteniendo a duras penas el enronquecimiento pa-
sional de la voz—. Estoy harta de los imbéciles, de los enanos
ridículos como tú.
Y envalentonada ante mi caballerosa estupefacción, meta-
morfoseada en energúmena, me llamó piltrafa miserable y
66
andrajo de porquería y pedazo de estiércol y gusano y piojo
y cucaracha y rata de albañal y sapo inmundo y araña gra-
sienta y así hasta que me acabé el café y el cigarro y me incor-
poré y me fui, no sin antes advertirle que con esos modos no
iba a llegar a ninguna parte. No hace falta decir que más
tardé en irme que en perdonar a esa pobre muchacha víctima
de los tiempos pretenciosamente feministas que corren. El
perdón es un don natural que nos da la estirpe. Aunque eso
sí, juro por Júpiter trinchador de sirenas que la tal Casiopea
no estará incluida en mi próxima antología ni obtendrá jamás
la Beca.

67
DE MI ÁLBUM DE FAMILIA

Hace no pocas décadas, un mi bisabuelo admirador de Sha-


kespeare y panadero de oficio, escribió y colgó en la mejor
pared de la sala de su casa un imponente cartel que decía: “Yo
no seré rey, pero seré tronco de reyes””. Tal vez intuía que ha-
bría de morir prematuramente. Acababa de cumplir los 35
cuando perdió la cabeza a causa de una mujer casada: el ma-
rido encontró a los adúlteros sudando de amor en su propia
cama y de un escopetazo le hizo añicos el cráneo a mi bisa-
buelo. Su viuda pasó por alto el incidente y continuó su vida
normal jugando a las muñecas y a la comidita con unas ami-
gas de la infancia hasta que una mañana, por no fijarse dón-
de ponía los pies, cayó en las aguas de un cenote y nadie la
volvió a ver. Sus dos hijos, Espartaco y Ruibarbo, siguieron
creciendo a pesar de la orfandad.
Espartaco tuvo un destino poco envidiable. En un princi-
pio se pensó que era idiota, porque heredó la afición literaria
de su padre y aun le dio por escribir versos. Sin embargo, gra-
cias a los atinados consejos de la gente de bien, pronto aban-
donó ese camino desastroso y se convirtió en oficial peluquero.
Llegó a ser el mejor en su época. Los caballeros más distin-
guidos de la península se ponían en sus manos para que les
cortara el pelo. No había nadie que igualara su virtuosismo
en el manejo de las tijeras y la navaja; nadie con su destreza
para domeñar un cabello, rasurar una nuca, precisar una pa-
tilla o podar una barba.
Sólo que nadie en nuestra familia ha sido perfecto. Y Es-
partaco, como suele ocurrir a la mayoría de los hombres, un
día se enamoró. Y fue la suya una de esas historias de amor
que perduran en la memoria. Dice la leyenda que conoció a
Azufaifa durante una serenata dominical en la Plaza Grande,
y que desde el primer instante adoptó una forma sincera de
68
quererla. Recayendo en su viejo vicio le escribió varios tomos
de poemas que no llegaron hasta nosotros por un simple error.
Sucede que el amigo al que le encargó que los quemara, los
quemó, en vez de entender, como el amigo de Kafka, que lo
que deseaba era que se publicaran.
Seis meses después de conocerla, de adorarla en silencio, de
mojar la almohada por ella, de espiarla en sus idas y venidas
apostado crepuscularmente en una esquina, se atrevió a diri-
girle la palabra. Azufaifa y su madre eran costureras, y de esto
se valió Espartaco para tocar a las puertas de su casa: él era
célibe y como tal necesitaba quien le zurciera la ropa. A par-
tir de entonces todas las tardes, luego de cerrar la peluquería,
en lugar de irse a beber una cerveza en los portales, o de ir
a atemperar su soledad en el burdel de doña Sofisma, iba a
visitar a Azufaifa. Y pasaba las horas a su lado, en una inti-
midad propiciada por la madre que sabía ser discreta.
Pero al cabo de tres años Azufaifa estaba harta: Espartaco
no sólo no se decidía a cortejarla sino que le espantaba a cual-
quier otro probable pretendiente. Para todo el público del ba-
rrio, era su prometida. Acosada por el fastidio, y por la ur-
gencia de casarse ya que estaba por cumplir los 19 y corría
el riesgo de quedarse soltera, determinó concluir aquel simu-
lacro de romance. Pidió consejo a su madre sobre cómo ha-
cerlo, y ésta, que también se hallaba a disgusto con la presencia
inútil del mancebo pero que tampoco sabía cómo mandarlo
al diablo, recurrió a su confesor en busca de ayuda. El párroco,
ignorante de las misteriosas vetas del alma humana, recomendó
torpemente que le dieran con la puerta en las narices.
Así, pues, esa misma tarde, al llegar puntual a su cita, Es-
partaco encontró la puerta cerrada. Se cansó de llamar sin
obtener respuesta. Esperó hasta más allá de la medianoche y,
agobiado por el desconcierto, por imprevistas dudas y estru-
jantes miedos, por el dolor insano que le provocaban las con-
jeturas que se arremolinaban y debatían en su cerebro, se fue
a su casa. Pensó en fallecimientos, en accidente, en huidas,
en raptos, en hospitales, en cárceles, en vagones de ferroca-
rril, en camarotes de barco; pensó que no la volvería a ver,
que la había perdido para siempre. Lloró, sufrió, maldijo, im-
ploró, enfermó, agonizó.
69
Después de tres días de merodeos perniciosamente infruc-
tuosos, después de tres noches de riguroso infierno, descubrió,
por un azar, por la imprudencia de un ojo asomado a una ven-
tana, que ninguna de las tragedias que su desesperación ima-
ginara había sucedido: sencillamente no le querían abrir. Cruel,
maligna, injuriante, Azufaifa se le negaba. Roto de pena, se
encerró en su peluquería durante semana y media. Cuando sa-
lió, era un remedo de hombre. La puerta, para él, continuaba
cerrada. Rodeó la casa en sombras. Saltó la albarrada y atra-
vesó como un fugitivo los murmullos del patio. Ajena al fan-
tasma asiniestrado que se le acercaba, Azufaifa leía un misal
balanceando una pierna fuera de la hamaca. Su grito, si co-
mo dicen alcanzó a gritar, ha de haber sido breve. Espartaco
fue preciso con ella y consigo mismo. Años más tarde, un ha-
cendado excéntrico pagó una fortuna por la navaja de pelu-
quero que participó en el doble degiello.
Y esa fortuna, junto con la venta de los libros de Shakes-
peare que poseía la biblioteca paterna, fue lo que permitió a
Ruibarbo, quien con el tiempo y merced a ciertas combina-
ciones del destino llegaría a ser mi abuelo, dedicarse al estu-
dio de la astronomía y casarse con Cinosura, la cual, además
de prima suya era rica heredera. Pero la de Ruibarbo es una
historia que merece unas páginas aparte y que en otra oportu-
nidad contaré a ustedes (si me lo permiten la tía Genoveva,
Dostoievski y los apremios de una señora joven que acabo de
conocer).

70
LOS PLACERES SIMPLES DEL POBRE

Son las once y cuarto de la noche. Raskolnikov delira después


de haber asesinado a las dos mujeres y yo me dispongo a ce-
nar tres plátanos, no porque esté haciendo la dieta, sino por-
que no tengo otra cosa. Mis entradas de dinero están cerradas
y si hay algo que no puedo aguantar es el hambre. Puedo so-
portar que la dueña de mi departamento me insulte a diario
y me amenace con echarme encima una jauría de abogados;
puedo sufrir la falta de luz eléctrica y de gas y de agua co-
rriente; puedo tolerar la carencia inaudita de un boleto del me-
tro y tener que caminar veintitrés cuadras de ida y veintitrés
de regreso para ir. a dar mis clases; puedo armarme de estoi-
cismo y esperar que cursen seis meses de trámites burocráti-
cos para que me las paguen; puedo sobrellevar el desprecio,
los regaños, las burlas de los amigos antes de acceder a pres-
tarme cincuenta pesos; puedo pasar por alto la desaprobación
general cuando en los cocteles me despacho media charola de
bocadillos en el portafolios; puedo resistir lo que la sociedad
de consumo dicte y mande, pero el hambre no, mis tripas no
nacieron para eso. Así como existen poetas comprometidos
que no conciben sentarse a la mesa si no hay vinos importa-
dos, yo no consigo pasármela sin ingerir alimentos por lo me-
nos una vez al día. Y desde que alguien me dijo que los pláta-
nos son muy nutritivos, siempre tengo una buena ración de
ellos en un hueco de mi librero.
Buscando alguna galleta entre los papeles de mi escritorio,
encuentro diez cacahuates no muy viejos y, a manera de pos-
tre, los engullo con morosidad envidiable. Esta mi sabrosa len-
titud en el comer se debe a que soy un hedonista nato. Me gusta
disfrutar al máximo cuanto me llevo a la boca, lo mismo un
granito de azúcar que un pecho de mujer. Sin embargo, esta
virtud tiene sus inconvenientes, ya que en ocasiones las seño-
ras disponen de poco tiempo porque deben estar en su casa
71
antes de que llegue el marido. Y no es que el marido les im-
porte, pero después de todo es el proveedor y el padre de los
hijos, y si tú vieras qué buen padre es, cómo quiere a los ni-
ños, lástima que sea tan celoso, tan desconfiado, nomás se le
hace a una tantito tarde cuando sale de compras y ya está con
la aprensión encima, que a dónde fuiste, que con quién, que
de dónde vienes, como si una fuera no sé qué. Así que llegan,
se desvisten, nos acoplamos, se visten y salen corriendo. Ni
tiempo de ensayar un nuevo proyecto de felicidad. Y claro,
con esas prisas, el amor carnal apenas si sabe. Digo, resulta
igual de insípido que la comida macrobiótica, o igual de de-
sesperante y triste que un almuerzo de hospital. Ahora que
de eso a nada...
Termino de cenar pasadas las doce y media. Lo mismo que
después de un ayuntamiento genital, luego de refaccionar al
estómago se antoja un cigarrito, pero por más que busco en-
tre mis manuscritos no encuentro ninguno, y lo malo es que
no tengo con qué ir a comprar una cajetilla al café de chinos
de aquí a la vuelta. Y ni modo de llevarle a empeñar otro li-
bro al chino, porque nomás de ver cómo tiene hermanados
en su alacena los arroces y los frijoles con mis Roberto Arlt,
y mis Jules Renard, y mis Petrus Borel, y mis Macedonio Fer-
nández, y mis Jonathan |Swift, y mis José Revueltas, y mis
Allan Poe, me da por sentirme peor de zoquete y suicidable
que cuando estaba casado y mi mujer me echaba en cara su
colección de tarjetas de crédito. De modo que, más por amor
propio que por necesidad, escarbo en la bolsa de la basura y
rescato tres bachichas aún fumables que me reconfortan, aun-
que yo sé que miserablemente. Enciendo una y enveneno mis
pulmones con deleite. Eructo un par de veces, con esa pleni-
tud que sólo nos permite la soledad más completa, y vuelvo
a las fiebres de Raskolnikov.
Leer Crimen y castigo con luz de vela es muy romántico,
crea una atmósfera siniestra, sobrecogedora, propicia visio-
nes brutales y horrorosas y todo lo que ustedes quieran, pero
lo cierto es que resulta bastante incómodo, sobre todo para
un miope de vuelta y media como yo. Consciente del despil-
farro, enciendo un segundo cabo de vela. Ya veo un poquito
mejor. Qué escena terrible, terrorífica la del sueño en que los
Ta
borrachos, convertidos en una manada de salvajes, martiri-
zan hasta la muerte a una pobre yegua inservible: es un retra-
to espléndido y espeluznante de los extremos de crueldad a que
puede llegar la estupidez humana. Y es que, como dice Dos-
toievski que piensa Raskolnikov poco antes de asesinar bes-
tialmente a la vieja usurera y a la insustancial Isabel, ““cuan-
do falla la inteligencia, el diablo la reemplaza””. Lo lamenta-
ble, lo incomprensible, es ver con qué frecuencia y con qué
afán falla la inteligencia de los hombres.
Mientras fumo mi tercer paliativo y mi pensamiento se des-
plaza casi sin darme cuenta del libro de Dostoievski a la seño-
ra joven que me visitó a principios de semana, una mosca gorda
aterriza sobre una de las cáscaras de plátano y se pone a chu-
parla obstinadamente. Su decidida avidez me exaspera. Mis
manos se apuñan. Raskolnikov levanta el hacha sobre la ca-
beza de la vieja. La mosca succiona. Mi cuerpo se colma de
desesperación y placer bajo la caricia recurrente de la señora
joven. Cojo el libro y lo descargo sobre el cráneo de Isabel.
Al recibir el hachazo en la frente, la mosca se desploma como
una res en el matadero. La señora joven sigue besando impia-
dosamente el cuerpo de Raskolnikov. El libro chorrea gotas
de cáscara de plátano y yo busco entre la sangre de la yegua
del sueño unos cerillos para volver a prender las velas. Son
las cuatro de la madrugada. Siento un calor bárbaro y tengo
ganas de ir al baño. De seguro me cayeron mal los cacahuates
con que culminé mi cena.

73
DADME UNA MUJER Y MOVERÉ EL MUNDO

No faltará quien lo dude (o quien me lo recrimine), pero lo


cierto es que he renunciado a las enfermedades del alma, a
las privaciones, a los rigores de la desdicha. He renunciado
a creer que, como me reiteraba el fantasma enfebrecido de Ras-
kolnikov en mis noches de soledad infinita y cruel, *“el dolor
es Obligatorio para las conciencias amplias y los corazones pro-
fundos””. He renunciado, en suma, al sufrimiento. Igual que
Akaky Akákievich, el pobre diablo que inmortalizó Gógol, de
ahora en adelante me resigno a todo con dulzura evangélica.
Así como ayer aun los más ínfimos actos de mi vida estaban
encaminados a llegar a lo más hondo de la angustia humana,
hoy estoy integramente dispuesto a enderezar mi espíritu pa-
ra alcanzar el colmo de la felicidad. Ahora ya no estoy solo,
existo para alguien y viviré y trabajaré para ese alguien. Para
mi querida, mi bienamada Várienka.
Pero, ¿cómo sucedió este embellecimiento de mi destino?
De una manera simple y casual, como ocurren siempre los
acontecimientos excepcionales. Mi prima hermana Abdocia,
a la que tenía perdida de vista desde los tiempos soberbios de
nuestra juventud, se apareció de pronto a mis ojos en una sala
de conciertos. (Y con ella cuántos recuerdos incanjeables, cuán-
tas imágenes, cuántos rumores de una edad clara como las
aguas momentáneas del sueño.) ¡Abdocia!, exclamé con una
ansiedad temblorosa e inocente, y Abdocia también abrió la
boca, pero el vértigo de la emoción no le permitió pronunciar
mi nombre. Nos abrazamos con el júbilo inverosímil de quien
recobra el pedacito de paraíso que le pertenece, desajustán-
donos para mirarnos y volviéndonos a ajustar con renovado
arrebato. Cuando amainó la poderosa alegría, cuando el éx-
tasis se hizo tolerable, Abdocia buscó con la cara y una mano
extendida los hombros de una jovencita que nos veía con ex-
presión asombrada. ““Mira””, me dijo sin poder ocultar un her-
74
moso orgullo: ““Es mi hija. Várienka.”? Alcancé a verla son-
reír y en eso se apagaron las luces de la sala y por primera
vez no me dormí en una audición de piano.
A partir de esa noche, me convertí en una costumbre más
en el mundo de las dos mujeres. En un principio, iba a visi-
tarlas sólo por desbaratar mi fastidio, por sacarme del cuerpo
la sensación de vacío, de inutilidad; luego, por la necesidad
humilde de estar cerca de Várienka: distraerla, modificar la
perseverancia de su mirada, alargar a un regocijo verdadero
su sonrisa, me redimía, me resucitaba. Acabé por ser otro hom-
bre. Várienka había obrado una especie de milagro en mi co-
razón; sus ojos habían limpiado de miseria y de tedio a mi
alma. Cuando apoyé por primera ocasión mi ternura sobre la
inconciencia de sus labios blandos, sentí que la amaba de ma-
nera irremediable; supe que era en mi vida la mujer definitiva.
Abdocia, que atribuía mi celo a un afecto paternal, me de-
jaba largos ratos a solas con ella y, con frecuencia, me permi-
tía sacarla a pasear. Una tarde, en lugar de conducirla al par-
que, la llevé a mi casa. Y mientras acariciaba su semblante
apacible, su brumosa expresión de ausencia, le dije:
—Te he traído aquí porque te quiero, Várienka. ¿Entien-
des? Y quiero casarme contigo. Lo entiendes, ¿verdad, Vá-
rienka?
Le quité los zapatos, con paciencia, las tobilleras, con una
resolución estricta, deslicé su vestido. Al dañarla, emitió una
especie de zureo desesperado; pero no me rechazó. Aun con
el temblor del entusiasmo en mis manos, le limpié las huellas
del estropicio y la volví a vestir.
—Vamos, Várienka. Se lo diremos a Abdocia, y tendrá que
aceptar.
—Pero, ¿estás loco? ¿Casarte con Várienka? —gimió Ab-
docia mirando con un estupor triste la mirada desahuciada de
su hija—. Pero, si Várienka es una niña...
No; ya es una mujer —afirmé dueño de mi impagable certi-
dumbre.
—Una niña, una pobre niñita —repitió ahincadamente, y
agregó, como hurgándose con los dedos un tumor para obli-
garse a admitirlo—: Además ella está... Ella no... Várienka
es totalmente irresponsable de sus actos...
19
—Lo sé. Y no me importa.
—¡A mí sí! —dentelló segregándose un borbotón de voz
enrabecida—. ¡A mí sí! ¡Es mi hija! ¿Casarte con ella, con
esta criatura desvalida? No, maldito, mil veces maldito, lo que
pretendes es la más cruel de las infamias, la más sucia de las
canalladas, un buitre no sería tan vil como tú, el peor de los
animales no sería tan desalmado; pero no lo permitiré, me oyes,
jamás consentiré una monstruosidad semejante, lárgate, vete
de aquí, perro...
—Comprendo tus sentimientos, Abdocia, pero ya no pue-
des evitarlo.
—¿Qué dices? ¿Que...? ¿Es que has sido capaz...?
Su cara se desfiguró en una mueca estúpida y se abalanzó
sobre Várienka como para protegerla de una catástrofe, y la
palpó y la estrujó brutalmente, y en medio de sus lamentos
y sus convulsiones sentí cómo se debatía tratando de llegar has-
ta mí una especie de zureo desesperado.
—La quiero, Abdocia. Y quiero hacerla feliz. Entiéndelo.
Yo sé que es posible. Está viva. Déjame rescatarla también
para ti. La rescataremos juntos. Viviré, vivo ya solamente para
ella. No podrás quitármela. Várienka es lo mejor, lo único bue-
no, lo más puro que ha tenido jamás mi existencia. Tú lo sa-
bes, ¿verdad, Várienka? ¿No es verdad que tú lo sabes?
—Te denunciaré —dijo Abdocia con empeño enfermiza, ne-
gándose a escuchar más mis razones—. Haré que te pudras
en la cárcel, lo juro.
Pero no lo hizo. No le di oportunidad de hacerlo. Tuvo una
crisis nerviosa —asenté en mi declaración ante las
autoridades— y todo fue tan rápido que no pude evitar que
saltara. Nadie puso en duda mi aseveración. Mi pena era sin-
cera. Esta mañana me nombraron tutor de Várienka, y desde
este mediodía la traje a vivir conmigo. Ahora ya no estoy
solo, existo para alguien y viviré y trabajaré para ese alguien.
Para mi querida, mi bienamada Várienka.

76
—Señor Ministro del Ministerio, se dice que en oca-
siones los detenidos son objeto de malos tratos por
parte de los interrogadores oficiales. ¿Es cierto eso?
—Mire usted, los sospechosos en relación con el
caso de los enanos calvos reciben el mismo trato
que los presos políticos, por ejemplo. A ustedes
mismos les consta.
—Efectivamente, señor Ministro del Ministerio.
Muchas gracias, señor Ministro.
ú p o " A0S HAT A

mt d syTON NA10 Par


05 o ede y a ALA
RA

CAN
e a *WATA A no E > arálss fa En 47 DU vda :

com eo al ¿ y Sk

15 0 4 ae " A pa
1“PEanta OS y pe,ni ..
AI pt comas vano sol abi dado Me
abroad Osdia e ag cl bo vs. no
le EZ > O .
estplrbs.Se >
YD fa »o ; y ista yeeale
2 Y iS MAA dh Í poor < lama CILA de
o y la js 1 ARE Y a PEO ON
rra a dls A ly
DNA wa cpadt Lr rupias da ipedda, LEN
y EUA Ye DI, Y O Er” Hucs e! felhe Eg vs

y ste a pa ES ¡VE Dejes a e 1.


pin ls ano ar WIATE] EA YE AAN
“e do psa tia AMO mida
e ea pro que NEVAGOS lumiás qt enel Me?
E. er, Vine ¿Eb en verdud Cue es 4 A
ja Ct 0 Aedóciion cuveñie UNA 10n
Ji AR ER Q— «Cayé Cuad
A TA
rar rip alo. Ha te dina de besoo A
Mi rs a vetar dón”
pr erods MM na Pipido qUe no POCO
Mg adi paro e dia ml aseveración: MI. EnaN
oa +0 pin A dr: Ha abla Máblji. e
E A |
SA ri A Ara > eva bajar? SarÑ E
Par ct, e ca edi

Í e e le ¡ 1

Eras 5) a NT "Y AÑ an os, [al


3 114 $ e bo IO a
mil y = EN INT A
ml

a :
¿TÚ TAMBIÉN, BRUTO?

Les falta un cielo por encima de la cabeza y una


sombra a los pies. Sufren, pero sus tormentos son
morales, sociales, materiales, terrestres. Ignoran las
angustias metafísicas. Viven en el mundo del dos
y dos, cuatro.
Henry Troyat

A lo que pueden llegar la propaganda de la inmoralidad pú-


blica y las humanas flaquezas. Ahora resulta que no sólo ten-
go que soportar los discursos insustancialmente reivindicado-
res y repugnantemente clasemedieros de la tía Genoveva, sino
también la retórica taimada de mi yo interno, mi otro yo, mi
doble al estilo dostoievskiano, mi Mefistófeles, al cual se le
ha encajado en la cabeza la idea de que debo quebrarle la es-
pina dorsal a mis principios, es decir, que debo hacer como
hace cierta mayoría de la gente de este mundo, es decir, que
debo emascularme de albedrío, de conciencia, de escrúpulos,
es decir, que debo sumarme a la pusilanimidad del rebaño y
resignarme a pasar de largo por la vida. ¿No son acaso la in-
diferencia, el conformismo, la irresponsabilidad, la desvergúen-
za, la deshonestidad, el cinismo y la abyección las armas más
usuales en nuestro quehacer social cotidiano?
Mira a tu alrededor, me conmina mi cizañero Goliadkin,
observa las imposturas de la grey anónima que te rodea, date
cuenta de que la existencia es sencilla, las más de las ocasio-
nes hasta simple. Ser una parodia de ser humano es tan fácil.
Todo consiste en treparse en el vagón del adocenamiento y de-
jarse llevar, sin voluntad, sin dudas ni reticencias, sin refle-
xión. Seguir la cordura impúdica de la corriente. Las ovejas
negras están bien en la literatura, en el teatro, en las invencio-
nes de los libros de historia. En la realidad son cosa de locos.
Las personas normales se dedican a vegetar en paz, a cosifi-
carse sin complicaciones, a circular viciosamente sobre los rieles
79
del orden; nada de filos de navaja, de cuerdas flojas; nada
de situaciones límite, de extremos, de últimas consecuencias;
nada de tratar de trasgredir el cerco de la medianía y menos
aún de pensar por cuenta propia: esto es, nada de pensar en
nosotros mismos sino en nuestras actividades, no dar cabida
a la dicha o al dolor sino a sus manifestaciones, no amar sino
especular que amamos, no creer sino aceptar.
Mira a tu alrededor, te digo, y para más señas fíjate en tu
primo político Esfinter Agandallía, un caso que nos ejempli-
fica perfecto el asunto de que te vengo hablando. ¿Te acuerdas
cómo era Esfinter cuando muchacho? Un títere tan sobrado
de petulancia que provocaba perpetuas ganas de abofetearlo.
Sin embargo la tía Genoveva, que es una apasionada de las
marionetas, decidió protegerlo. Para empezar, le compró un
título profesional y le costeó sendos cursos de inglés y de te-
nis; luego lo manejó un poco en sociedad y más luego lo pren-
dió a la ubre del presupuesto oficial, no para que trabajara,
sino para que obtuviera dinero sin trabajar.
Muy pronto, gracias a su natural antipatía y engreimiento,
logró que sus compañeros de oficina se dividieran, con res-
pecto a él, en dos grupos: los que lo odiaban y los que lo des-
preciaban. Y es que, además de ser pedante y altanero, basta-
ba la menor insignificancia para que hiciera ostentación de co-
bardía y poder. Si su jefe inmediato le recomendaba que no
faltara tanto o que no llegara tan tarde, de inmediato respon-
día que él era protegido de la tía Genoveva y que la tía Geno-
veva era amiga íntima de Alto Mando, lo cual era cierto y lo
volvía intocable; si se le encomendaba alguna tarea, la hacía
mal (no por ineptitud o imbecilidad, sino por simple negligen-
cia), y si le solicitaban que la repitiera, cogía el teléfono y se
quejaba con la tía Genoveva de que lo obligaban a trabajar
doble y hasta triple nomás por pura mala voluntad, y a los
cinco minutos Alto Mando ya había puesto en su lugar al im-
prudente jefecillo; si no tenía derecho a vacaciones pero que-
ría largarse a descansar, un telefonazo y se las autorizaban;
si deseaba un aumento de sueldo, unas palabritas melosas al
oído de la tía Genoveva y se lo concedían: qué importaban
el escalafón, los méritos, los conocimientos. ¿De cuándo acá
esas cosas cuentan?
80
Pero no hay que olvidar que el Esfinter Agandallía de aquella
época no es el mismo Esfinter Agandallía de ahora. ¿Qué ha-
brá sido lo que lo cambió? ¿El matrimonio? No creo, porque
acuérdate que se casó por obediencia. A Tedeum le gustaba
Esfinter, pero Esfinter ni se fijaba en Tedeum, entonces Te-
deum le dijo a la tía Genoveva que Esfinter la desairaba, y
la tía Genoveva llamó a Esfinter y le dijo ya es tiempo de que
esta muchacha se case y he decidido que seas tú el que se case
con ella y por eso fue que se casaron, así que no creo que haya
sido el matrimonio el que lo cambió. ¿Entonces?
El miedo, tal vez. Un día (la tía Genoveva practicaba uno
de sus viajes de rejuvenecimiento en el viejo mundo) andaba
de infidelidad conyugal con una edecán muy agraciada car-
nalmente y mientras fumaban en la cama la voluptuosa ede-
cán le confesó dos cosas: una, que todito el personal de la Di-
rección (excepto ella, claro) lo detestaba a muerte; y dos, que
también Alto Mando deseaba acostarse con ella. ¿Te imagi-
nas? ¿De qué servía el inmenso poder de la tía Genoveva con-
tra el odio general? ¿Cómo enfrentar una rivalidad genital con
Alto Mando? Para mí que fue entonces cuando decidió con-
vertirse en bufón de sus compañeros y alcahuete de sus supe-
riores. No dejó de ser un parásito, pero sin duda salió ganando,
porque ahora que es simpático, condescendiente, obsequio-
so, dúctil, elástico, tiene cinco plazas, una mujer distinta ca-
da semana, dos casas propias, un terreno listo para empezar
a fincar, tres automóviles, dos hijas en escuela de monjas, ami-
gos con influencias, cómplices, deudores, negocios discretos,
gente que lo admira, que desea ser como él, que en el fondo
es como él, como cualquiera, como todos.
Mi Mefistófeles sonríe y me dice evangélicamente: como tú.

81
CADA DÍA ES UN FIN

Tengo el peor de todos los cansancios: ¡el terrible


cansancio de mí mismo!
A. Nervo

De los 13 espejos de cuerpo entero que tengo en casa, el del


baño es con el que mejor me entiendo. O me entendía, mejor
dicho, porque desde cuando publicó por cuenta propia un li-
brito de poemas y dos o tres amigos que le debían favores di-
jeron de él que era el poeta de los sufrimientos cotidianos, a
mi espejo predilecto le dio por empañarse de quejumbres por
todos lados.
Nadie ignora que pocos minutos tan íntimos tiene el hom-
bre como aquellos que emplea en rasurarse y en conversar cara
a cara consigo mismo en el espejo. Yo los he perdido. En cuan-
to me le paro enfrente y le pregunto qué tal, Imagen, cómo
te va, qué dice esa buena vida, él de inmediato pone expre-
sión de ángel enfermo y declamatoriamente, con un espíritu
ropavejero, con una maldad calculada, me responde mal, her-
mano, muy mal, y yo, que estoy apenas desaceitándome del
obsesivo sueño dostoievskiano, dejo a un lado el hacha en-
sangrentada y, hecho un indefendible manojo de lástima, me
introduzco en su juego:
—Ah caray. ¿Pues qué te pasa?
¿Qué no me pasa, querrás decir?, corrige él imprimiéndose
la mueca de una tristeza inmoderada, y copiando el encorva-
miento torturado de los mártires intelectuales me cuenta que
está retorcidamente harto de las escaramuzas y los ganduleos
de la moral oficial, que tiene que andarse cuidando todo el
tiempo porque parece que le quieren meter una zancadilla, las
envidias y los celos de la política, tú sabes, como la mediocri-
dad de los altos mandos no les permite reconocer que uno es
mejor que ellos, y como parece que no quedó uno bien para-
do para el próximo sexenio, pues se ensañan y no hacen sino
82
fastidiarme con las más rudas faenas burocráticas, y como para
colmo estoy enfermo...
—No me digas, Espejito, pero si se te ve soberbio, con ese
bigote domador de musas que te cargas ahora.
Pero las apariencias engañan, mi viejo, me refuta levantando
el borde de una sonrisa ilustrativa de que la modestia es una
virtud a ras del suelo: Estoy muy mal, pésimo, a cada rato
los médicos me dicen que debo cuidarme, descansar, que debo
despacharme unas buenas vacaciones porque tengo el orga-
nismo de lo más estropeado; pero cómo le hace uno si tiene
que trabajar, si tiene que mantener a la familia, ya tienes mon-
tada la obligación y hay que cumplir, maniobrar la miseria
a como dé lugar, no vas a permitir que la mujer y los hijos
se mueran de hambre, ¿verdad?
—Oye, Figura, cómo puedes decir eso, si traes un carrazo
de los que ignoran el precio de la gasolina, y posees tu impú-
dica mansión allá en Echegaray, y tus críos andan de colegio
extranjero para arriba, y tu doña además de tres sirvientas dis-
pone de una camioneta country para ir aquí nomás al merca-
do, y cada uno de tus viajes es con escala en todo el mundo,
y tus cuentas bancarias son en dólares... Cómo vas a estar fre-
gado, hombre, no amueles.
Ah claro, regurgita esquizofrénicamente mi efigie, mirán-
dome con un odio de primer grado y blandiendo la navaja de
rasurar como con ánimos de darme de baja de la vida: Tú tam-
bién nada más te fijas en las apariencias, pero a poco crees
que todas esas cosas se dan como florecitas silvestres, no, fí-
jate que no, hay que jorobarse por dentro y por fuera para
conseguirlas, y luego para que ni te lo agradezcan, para que
ni te lo tomen en cuenta, porque si vieras la de líos que a dia-
rio tengo con Aneurisma, por ella es que me echo tantos com-
promisos encima y cada vez quiere más y más y más, nunca
está satisfecha, yo siempre le digo el día que me muera vas
a ver, a ver si cuando reviente comprendes que mis necesida-
des, que mis inquietudes vitales eran otras, entonces vas a su-
frir, Aneurisma, vas a pudrirte de dolor y jamás te perdona-
rás el haberme usado como un miserable proveedor, como un
mero animal de carga dale y dale trabajando de sol a sol y
a cambio de qué, Aneurisma, a cambio de qué, porque dijé-
83
ramos que ya de menos eres una mujer que me apuntala, pues
todavía, si dijéramos que me escuchas cuando recito el mo-
nólogo de Marmeladov, o que compartes la angustia perni-
ciosa de mis poemas, o que los lees, siquiera, o que me esti-
mulas, me impulsas, me remansas de mis padeceres con una
madrugada de amor, pero no, qué va, a ti lo único que te im-
porta es que yo te surta de centenarios para tus despilfarros,
y lo peor es que hasta a mis hijos los estás desvirtuando igual,
por eso nomás se la pasan sonsacándome los dineros que si
para la motocicleta, que si para la discotec, y para nada en-
tienden que yo me desbarato, me sacrifico, me mato, sí, Aneu-
risma, yo me estoy matando a consecuencia de sus exigencias,
y un día de éstos capaz que me da el infarto definitivo y a ver
cómo se las arreglan tú y mis hijos, a ver de dónde sacan para
engordarse la tripa de las frivolidades, porque me voy a mo-
rir el día menos pensado, Aneurisma, nomás deja que me mue-
ra y verás...
Triste y a medio rasurar, abatido, furtivo, salgo del baño
y dejo a mi espejo hablando solo. Su letanía de resabios me
sigue hasta la recámara, donde no puedo terminar de sacar-
me los pelos de la barba porque el espejo está ocupado por
la carne aristocrática de mi mujer. ¿Sigue con sus cosas en el
baño?, me pregunta su voz forcejeando debajo del maquilla-
Je. Sí, le digo sintiendo cómo la perplejidad me resquepraja
y me gana para su causa. Me pongo a deambular por los de-
más espejos, procurando amistarme con ellos; pero todos me
rechazan con sus reclamos, con sus iras, con su infelicidad,
como si todos se hubiesen contagiado del amargor y del em-
perjuiciamiento de su semejante del baño. Acuciado por sus
altanerías, sus protestas, sus amenazas, me escondo detrás de
uno de los sillones de la sala, la mitad de la cara embadurna-
da de jabón y la navaja insinuándose sobre mi garganta. Mien-
tras los espejos amotinados, frenéticos, catean la casa en mi
busca, yo trato de adivinar el enigma de los ojos de mi gato,
que echado entre mis piernas vive su tal vez última vida.

84
FRUSLERÍAS CON ANTÍDOTO Y SIN SENTIDO

Yo sé, como lo sabes tú y no lo ignora medio mundo, que ir


a leer mis escritos en el Instituto Bicultural de Damas Afines
a la Tía Genoveva era una oportunidad de las que no hay dos
en el curso de nuestra existencia, que iba a sacar de ella rela-
ciones sustanciales e insustituibles, que a partir de esa noche
me iban a frecuentar asiduamente las invitaciones para los con-
gresos internacionales de escritores, que con toda seguridad
me abrirían sus puertas las editoriales españolas, que esa sola
lectura representaba la consagración y los premios gordos y
las traducciones... Sin embargo, te has de haber enterado,
tuve que rechazar la irrepetible invitación del IBDATG. ¿Por
qué? Porque me querían programar en martes 13 y yo los mar-
tes 13 no trabajo y sólo estando muerto salgo de mi casa (to-
co madera, junto pulgares y meñiques y me unto saliva detrás
de las orejas). Con esta declinación me gané, creo que ahora
sí en definitiva, el odio de la tía Genoveva. Y más de uno co-
noce en obra propia lo que esto significa.
Tú dirás, como es probable que diga el otro medio mundo,
que a ti las supersticiones te hacen lo que los sueños a Freud.
Allá tú. Yo, en cambio, soy un hombre de fe, y por eso siem-
pre cargo conmigo esta patita de conejo que es mi dadora de
la suerte, y este ojo de venado mayo que sirve para evitar que
mi ex mujer o cualquiera otra resentida me vaya a emponzo-
ñar el cerebro con alguna brujería, y este Buda de marfil ja-
vanés para que los badajazos de la manipulación financiera
no me descalabren, y esta esclavita de oro de 18 kilates con
la ardiente imagen de San Antonio para diligenciarme ayun-
tamientos carnales, y esta ramita de ocote puesta a serenar tres
noches consecutivas para que no se me seque el talento ni me
venga a merodear la locura, y esta estampita de San Judas Ta-
deo metida en el zapato para que mis pasos no se desvíen del
camino de la inmortalidad, y además nunca me levanto con
85
el pie izquierdo ni me bajo de la cama sin haber bebido nueve
tragos de licor de tortuga, y en lueguito de levantarme, antes
de oficiar ningún otro acto, rompo un huevo de paloma y si
la yema sale sanguinolenta, entonces la froto sobre un espejo
redondo y, una vez que se seca, lavo la superficie del espe-
jo con agua de pingúica y después la pulo con mi aliento y
con un trozo de esponja virgen extraída de las profundidades
del Mar Muerto. Así, le garantizo a mi destino creativo un
día fructífero e impoluto.
Tú te ríes, te burlas de mis convicciones, haces escarnio de
mis creencias, pero no importa, lejos de mí el ser vengativo,
y para demostrarlo te voy a proporcionar unos cuantos con-
sejos para que te guíes con bien en la vida. Mira, cuando un
líder sindical prominente te sonsaque a que asistas a la man-
sión de su querida para que recites “Suave Patria”? o ““La Ra-
za de Bronce”” o aquello que dice “Pasó con su madre qué
rara belleza””, lo primero que debes hacer es lanzarte un reco-
rrido por las habitaciones, fingiendo una especie de éxtasis poé-
tico, con el fin de fijarte si no hay una escoba detrás de algu-
na puerta, y si la encuentras es que esas gentes no te quieren,
es más, lo que buscan es enemistarse contigo, causarte algún
estropicio moral, y entonces lo mejor es largarte de inmedia-
to y no volver a pisar esa casa. Corres el riesgo, es cierto, de
que al prócer se le irrite el duodeno gracias al desaire y mande
que te maceren los riñones a golpes; pero lo otro, óyelo bien,
puede ser peor.
Asimismo, cuando invites a comer a un editor, sé muy pre-
cavido, y si por un mero accidente llegas a tirar un poquito
de sal en la mesa, corre al lavabo más cercano y derrama nue-
ve vasos de agua después de haber bebido nueve tragos de ca-
da uno de ellos, de ese modo desbaratas el maleficio que el
editor quiso echarte encima para no publicar tus obras com-
pletas, y evitas, de paso, que todo cuanto escribas te salga al
revés, como las canciones de amor, por ejemplo. Ah, y cuan-
do por una mera desdicha, cuando por uno de esos designios
ruines e inescrutables del hado universal llegues a romper un
espejo, ¡cuidado!, es peligrosísimo, es más perjudicial que el
rencor de una mujer, más maligno que un médico, más desas-
troso que una errática política económica, son siete años en-
86
teritos con la suerte en contra, y lo único que puedes atrever
para conjurar el daño es recoger toditos los pedazos del espe-
jo quebrado, juntarlos en un recipiente con agua y sobre el
recipiente colocar un cristal y sobre el cristal siete veladoras
aromadas con amapola; entonces actúan juntos a tu favor el
fuego y el agua y te doy mi palabra de que así no hay poder
nefasto que te espeluzne ni te emperjuicie. (¿Oyes maullar a
mi gato? Murió trágicamente hace tres semanas; pero todas
las noches viene a recordarme su muerte con sus maullidos.)
Y aunque tú, apóstol de la incredulidad, digas que te cho-
can tales charlatanerías y que nunca vas a ir a regalarles un
centavo a esas farsantes, te recomiendo que acudas a ver a La-
gartera, la pitonisa del café Lirio del Arroyo. Te aseguro que
con una vez que vayas quedas convencido, sólo pídele que te
lea la baraja española y verás, como si estuvieras oyendo la
voz de tu inconsciente más recóndito, como si te estuvieras
contando tu autobiografía, y también te lee el tarot, el café,
la mano, la vela, el pie, el cocodrilo...
¿Que cómo es el cocodrilo? Mira, se trata de que ella tiene
una cajita con arena, haz de cuenta una cajita de zapatos de
bebé, y te la pone enfrente y tú dibujas con el índice izquierdo
la figura de un cocodrilo, a como te salga, y después ella la
ve, una ojeada rápida como las que recomienda Aldos Hux-
ley en su libro El arte de ver, y con eso tiene para saber de
ti más que tú mismo: pasado, presente y porvenir sin erratas;
te lo digo porque yo frecuento el Lirio del Arroyo cuando me-
nos dos veces por semana, y cuando Lagartera descubre al-
gún aviso de desgracia o de próxima mala suerte en mi desti-
no, desaforado salgo en pos de doña Mayunga para que me
proteja con una serie de limpias, y te juro, son de lo más efec-
tivas las limpias que efectúa la hermanita doña Mayunga.
En fin, no se trata de bizantinarnos en una discusión al es-
tilo Rabelais; pero si quieres llegar algún día a ser best seller
(como lo seré yo tarde o temprano, a pesar de la tía Genoveva
y de los martes 13), sigue mis consejos, cree, ten fe.

87
LOS PRECIOSOS RIDÍCULOS

Se queja Jules Renard es su Diario: “Cuando estrecho a una


mujer entre mis brazos me doy cuenta de que, aun en ese mo-
mento, cultivo la literatura; digo la palabra que debo decir por-
que es literaria. No puedo ser sincero.”” Y yo pregunto: ¿A
quién le importa la sinceridad? En la política y en el amor los
escrúpulos salen sobrando. Ampliándole la plana al ambiguo
general siglopasado Mariano Paredes y Arrillaga, cabe desta-
car que a los niños se les engaña con juguetes y a los pueblos
y a las mujeres con palabras. El dolor, la soledad, la angus-
tia, las enfermedades del alma, las tinieblas, son meras herra-
mientas de trabajo, utensilios para revestir de veracidad a nues-
tros artilugios. Por eso, mi querido Pantuflo, te insto a poner
tu creatividad al servicio de tus ambiciones carnales, a usar
el chantaje sentimental, arma democrática que lo mismo em-
plean un poeta que un cantinero. El secreto radica en saber
mentir, en apropiarte el argumento de cualquier novela bara-
ta y oficiar tu infundio con la técnica actoral precisa. Veamos.
Haz de cuenta que andas atacado de priapismo a causa de
Menarquia, ese hermoso animal con título de secretaria bilin-
gúe que a cada línea que escribe a máquina te pide por favor-
cito que le corrijas las faltas de ortografía. Tú y tu egocentris-
mo no ignoran que fuera de este ejercicio utilitarista no exis-
tes para ella. Sin embargo, no puede negarse a ir a tomar un
café contigo (¿quién le diría si bacasiónes está bien escrito así?),
aunque te advierte que a las 9 a más tardar debe llegar a su
casa. Así que no se te ocurra estropear la oportunidad hablán-
dole de los manuscritos de Sulpicio Sabino hallados antes de
la consumación de Pasargada; ni de tu memorable ensayo acer-
ca de la barbarie con que Faetón reinaba sobre los tesprotos
y molosos; ni de la reprochable conducta sexual que han de-
mostrado, desde el diluvio de Deucalión hasta nuestros días,
88
las marsopas moteadas. Con eso no le maniobras el instinto
maternal ni a una incapaz de quedar eucinta.
Por el contrario, en cuantito les sirvan el capuchino y el flan
napolitano, **con una sonrisa triste como un payaso vestido
de negro”” (otra vez el diarista Renard) y sin la menor piedad,
nárrale la historia de tu vida; pero no la real, no seas imbécil,
Pantuflo, sino la que te dije que inventaras, aquélla en la que
eres un niño solitario y melancólico privado de cariños, de es-
tímulos, un párvulo relegado y sin caricias, sin regalos en los
cumpleaños, sin hermana mayor alcahueta, sin hermana me-
nor incestuosa, sin primas lectoras de Sade o de Las mily una
noches, sin un perrito fiel, siquiera, sin siquiera un ratoncito
blanco con quien platicar en las noches, para que te des una
idea, y todo expuesto con un aire como de resignación filosó-
fica, como diciendo bueno, así es la vida y hay seres a los que
les va peor.
Y cuando adviertas que Menarquia empezó a componer ca-
rita de ay pobrecito Pantuflo, le cuentas los pleitos inacaba-
bles de papá y mamá, los insultos y los golpes que se propina-
ban todos los días a todas horas, los castigos terribles impuestos
por la tía bigotona que te cuidaba y te atiborraba la cabeza
de ignominias y amenazas, de si no te lavas las orejas diosito
te va a castigar, si te tardas en el baño va a venir el diablo
a jalarte los pies, si les dices cosas a las niñas te vas a ir al
infierno, si no rezas viene la llorona y te escupe en tus sueños,
si no ahorras te va a llevar el robachicos y te va a sacar un
ojo y te va a cortar una pierna y un brazo y te va a poner a
pedir limosna y nunca nos vas a volver a ver ni a tus papás
ni a mí, que te quiero tanto, angelito. Te aseguro, mi aprecia-
dísimo Pantuflo, que con esta superchería le adelgazas el co-
razón hasta a una estatua, de las de piedra, se entiende.
A estas alturas, Menarquia conjeturará que contigo comienza
a cumplirse su destino, y te estará mirando con pupilas enco-
coradas de dulcedumbre y como diciendo a este inocente yo
le voy a dar lo que jamás le han dado, un cachito de amor,
una rebanadita de felicidad, le voy a demostrar que habemos
gente decente y cariñosa y dispuesta a redimir al desgraciado,
y justo ahí, en ese momento en que ella hilvana pucheros ater-
nurados y tiene sus ojitos como amustiados por la cercanía
89
de un lloro compasivo, justo en ese momento cuéntale de lo
mal que para colmo te ha ido en las diligencias del amor, de
cómo han oprobiado tu vida las ingratas, nomás por ser un
poeta pobre, pero eso sí muy trabajador, Menarquia, sólo que
la poesía no se vende y a ellas lo que les interesaba era el dine-
ro, las tarjetas de crédito, la propiedad privada (en este punto
Menarquia se va a soltar hablando pestes de esas féminas que
únicamente piensan en las cuestiones materiales y va a tacharlas
de infames, de inescrupulosas, de mezquinas, de indignas, de
repugnantes, de odiosas, y va a decir mujeres sin entrañas que
no comprenden que los hombres buenos, que los hombres no-
bles, que el espíritu y el alma y los valores morales y etcétera).
Ya casi la tienes, Pantuflo, ya nada más agrégale que tales
fracasos te buitrearon el corazón y te lo emperjuiciaron para
siempre, y súmale tu conformidad, tu aceptación de que eres
de esos miserables a los que la dicha está de plano negada,
uno de esos infelices que soportan con valor y entereza el sa-
crificio que les impone su carga enorme de soledad.
Entonces Menarquia, con una cierta sensibilidad becqueria-
na, te pedirá que no te desanimes, afirmará que un hombre
como tú lo merece todo, no desespere usted, de fijo hay por
ahí alguna muchacha (bajará pudorosa los párpados maqui-
llados y tú aprovecharás para mirarle fugaz y codiciosamente
los trozos de carne que le sobresalen del escote), una mucha-
cha que no es muy bonita ni muy inteligente, pero que tiene
sentimientos honestos y que también ha sufrido lo suyo (quién
lo dijera) y que por lo mismo está dispuesta a comprender,
y tú le cortas la palabra y le dices eso es precisamente lo que
he soñado desde mi niñez, pero la verdad es que yo no merez-
co una mujercita así, soy tan poca cosa, un pobre diablo, un
lugar común, y entonces ella te dirá ay no se diga tan feo, Pan-
tuflo, usted no es lo que se llama un adonis pero tiene lo
suyo, tiene un corazón muy grande y muy humano, Pantu-
flo, y entonces tú te inventas una cara anhelante y te le acer-
cas lo más posible (cuidado no hablarle mero de frente por-
que has estado fumando mucho y el olorcito la puede echar
para atrás) y le preguntas, con una voz estrangulada por la
emoción: ¿Usted cree? Y ella te responderá que lo único que
tienes que hacer es mirar a tu alrededor, y tú debes repetir un
90
oh oh oh medio idiota y cogerle las manos y besárselas con
adoración y fingir que estás a punto de sufrir una embolia emo-
cional. Y ya estuvo. De ahí a una cama del hotel Sueño de
Menta no hay más que un par de semanas.
Hazme caso, te digo, no falla. Lo malo viene luego, cuan-
do Menarquia se quiera casar, porque ya sabes que es obse-
sión mujeril aquello de que vale más pájaro en mano; pero
en fin, ese ya es otro problema. Lo importante es que no olvi-
des que, como dijo Withman: **Aquel que camina una legua
sin amor/camina amortajado en su propio funeral.”

91
LA ESCUELA DE LOS ESPEJOS DE BOLSILLO

No hace mucho, en ocasión de celebrarse en nuestra ciudad


la XIX Convivencia Internacional de Ingenios Poéticos, tuve
la irrepetible oportunidad de conocer y tratar, aunque de ma-
nera superficial, a uno de nuestros más loados y significati-
vos talentos jóvenes en el arte necesario de la libre versifica-
ción: Panegírico Feriante, quien haciendo un esfuerzo de mag-
nanimidad impagable, me obsequió los ejemplares mecano-
grafiados de sus libros más recientes: Eructos y gargajos y Eya-
culaciones rimadas, ambos de próxima publicación en Ed. Pe-
rifollo.
Aún no concluía yo de asimilar la tercera lectura apasiona-
da de estas dos breves obras clásicas de la edad presente, ni
de maravillarme ante la perspicaz y refinada capacidad inte-
lectual de su autor, bisoño floreciente dotado de un “espíritu
de vasta comprensión, genio universal y saber profundo”,
como afirmaría el útil profano Jonathan Swift, cuando de
pronto, en punto de una medianoche viuda de amor, e intole-
rablemente dilatada, recibí un prolijo paquete que contenía
dos privilegios insospechados: el primero, una copia en mi-
meógrafo del inicial poemario inédito de Panegírico Ferian-
te: ““Orines y defecaciones””, con una dedicatoria que la mo-
destia me veda transcribir, y el segundo, una epístola que es
todo un tratado de calidad humana.
En el prefacio de su misiva, el aplicado Panegírico me con-
sagra, con generosa escrupulosidad, un enfebrecido elogio a
propósito de mi espléndido artículo ““Los Preciosos Ridícu-
los””, al cual califica, con elocuencia de Horacio (Odas, III,
XXV, 8), de insigne, indictum ore alio, lo que, según una edi-
ción de 1710, se traduce como “algo extraordinario, jamás pro-
nunciado por otra boca””, y agrega, abrumando a mi módica
inteligencia, que la bondad de mi escrito desmiente aquel fa-
talismo que reza (Salmos, XIV, 3): “Todos se han descarria-
92
do y a una se han corrompido; no hay quien haga el bien; no
hay ni uno solo.””
Páginas después, y ya en pleno meollo de su carta, Panegí-
rico expone un relato pormenorizado de sus fracasos eróticos,
me da a conocer su intención de cumplir al pie de la letra mis
nobles técnicas de seducción vertidas en “Los Preciosos Ridí-
culos”? y me pide, no sin angustia, que le proporcione una re-
lación de dos o tres argucias para derribar las defensas, ven-
cer las negativas o demoler los argumentos de contraataque
de Apologética, la joven musa sexual a quien pretende el pria-
pismo de Panegírico y que, por los rumores que circulan acerca
de ella, es ““una fruta dura de morder”*, como diría cualquier
emborronacuartillas.
En virtud de lo anterior, y dado que **si mi corazón por al-
go siente afecto, es por nuestro gremio de poetas””, como se
sincerara Jonathan Swift, he decidido cubrir el resto de este
espacio en disertar, para ti, mi admirado Panegírico, y para
todo bardo o prosista que sufra del mismo mal, sobre qué ac-
titud asumir y cómo responder en el supuesto de que Apolo-
gética contestase con un no definitivo a tus requerimientos,
y lo primero a saber, amigo mío, es que el *'no”” mujeril nun-
ca es insalvable, de modo que ante el rechazo adopta la sere-
nidad resignada de quien ha sido enconadamente estropeado
por la vida y espétale, poniéndote en los labios el elástico de
una sonrisa amarga, las palabras de Jules Renard: “No im-
porta, he asistido ya al entierro de muchos de mis sueños.””
Haz en seguida una pausa, permite que la frase impregne
su entendimiento y luego, como conversando con tu propio
dolor, como si dictaras a la grabadora tu último epitafio, re-
flexiona: es triste, es doloroso, es terrible, pero es así, yo, yo,
yo (balbucea, atragántate, suspira lo mismo que si trataras de
alcanzar el fondo de lo sublime), yo que me la he pasado pen-
sando voy a dedicarme a trabajar muy duro, ““en vez de escri-
bir poemas voy a redactar best sellers para poder llegar a ser
alguien en la vida” (P. Nephasto), pensando en ganar mucho
dinero para construir una casita, de interés social, claro, pero
eso sí repletita de amor, pensando en que con el tiempo a lo
mejor lograba darte, si no lo que tú te mereces por lo reina
que eres, sí por lo menos lo suficiente para que no les falte
93
nada ni a ti ni a nuestros hijos, porque sabes, perdóname lo
soñador que soy, “hasta en eso he pensado” (J.A. Soflama),
en nuestros hijos, sí, sí, te lo juro (estámpale una mirada hu-
medecida de fervor, estupidiza tu expresión como si estuvie-
ses frente a Santa Adventicia en persona), si los vieras como
yo los veo, unos chiquitines igualitos a ti de lindos que corre-
tean por la casa y me reciben tiernos y cariñosos cuando re-
greso cansado de la dura jornada, y tú y yo cuidando cada
centímetro de su crecimiento y angustiándonos porque Pane-
giriquito está enfermo de los bronquios o porque Apologeti-
quita no quiere comer, oh, perdóname... ““No hay mujer que
soporte las lágrimas de un hombre”” (N. Grotewski), así que
derrama las tuyas con veracidad como corolario de tu actua-
ción y habrás trocado la negativa en aquiescencia.
Ahora que, dada tu ineptitud en el campo de los ejercicios
dramáticos, y teniendo en cuenta la reciedumbre de tu anta-
gonista, quiero darte a conocer un último mecanismo de ma-
nipulación afectiva, el cual consiste en lo siguiente: te dejas
crecer la barba durante 7 días (el número 7 es cabalístico, no
lo olvides), en la oficina te muestras desolado e imbécil a to-
das horas y de repente, como quien rinde sus fuerzas bajo el
fardo de la desesperación, recitas stanislavskianamente que “la
noche es interminable cuando se apoya en los enfermos”” (G.
Lorca), y pongo mi corazón en el fuego si no viene Apologé-
tica a tu lado y te pregunta qué le sucede, Panegi, y entonces
tú, hurtando tus atormentados ojos de los suyos, guardas un
silencia casi ““póstumo”” (Shakespeare), de intensivo sufrimien-
to interior, hasta que por fin, ante su preocupación e insisten-
cia (ninguna mujer aguanta la curiosidad, y menos tratándo-
se de un asunto que parece muy secreto), le confiesas, pero
que nadie más lo sepa, se lo ruego, que padeces un mal desas-
troso y que las posibilidades de salvación son escasas, y lo peor,
sabe usted, lo más “horrible”? (Lovecraft), es que estoy tan
solo, tan sin una mujer que me ayude a seguir adelante, a so-
brellevar el martirio, a morir en paz.
En este momento, Apologética, “a punto de llorar”” (Dos-
toievski), pero otorgando a su compungimiento una altivez de
iluminada, decide ser heroína de telenovela en la vida real y
compartir la desvalidez de tu destino, de ahora en adelante
94
todos dirán qué mujer tan abnegada, ““qué buena mujer” (Joy-
ce), hay pocas así, y es que con esta argucia le ofreciste la co-
yuntura de interpretar el rol de enfermera y además la opor-
tunidad de satisfacer uno de los sueños eternos de la naturale-
za femenina: el de enviudar a corto plazo, ““qué más puede
pedir”? (Mann), y tú, con el empleo de esta tecnología acto-
ral, obtienes una ventaja invalorable, porque con el pretexto
de la enfermedad, un buen día dejas de trabajar y ella ni modo
que te objete nada, si eres un moribundo.
El único problema viene más tarde, cuando a la vuelta de
un par de semanas tu inclinación sexual vire hacia otra mu-
jer, pero ese ya es motivo de otra plática. Por lo pronto, de-
seo que las enseñanzas contenidas en “Los Preciosos Ridícu-
los”” y en este artículo que culmina, coadyuven al logro de tus
objetivos carnales. Por lo que a mí respecta, *“es una gran sa-
tisfacción para mi conciencia haber escrito un discurso tan ri-
co y tan útil””, como expresara el vasto y poderoso Jonathan
Swift.

95
» Malva. x YAJUBO!
e) altasER ped ATAR-
ago ebcimbas cet hi
nad e bro0m9t7 coma 0 pas bon iris al
aAougria dupi? cios poneE 5
0 al col Ad dura! enciaur"
jotas le nap p0097 aldania ralslot
pane 5 cla rd ob arde nov E
Hines de 10 cabaña PR ee
2 noo olinova ¡blas táncunsde armaldorq a
eso ed arts des máidandoná 118
OS socio coro adssoy
writers 20d*12 iO ¿5 duiñs
auest omgruián reos Poo aa
BEAR ajo ds op als rr
pose ararardar siiaos mm aó
pubrpiccombare ars cas mopaÑ phiccrdes |
OS T 4 z es He HN ANA má pd] 07) lb ele A
el
cel ls Sar dd de ielpizicra? es «eoadaridd,
US . NAS "A Ja E beGáa
ra úl ds o EN Te eun YUIz A

PU 4D TONTO Mas Ma a Liammnetté qué


A E eN ys es ds oler ct
fat pur qu CRE E DE A vias Ask ,
UE TE 1 - yu mirar A la ió bei y sb »
INN a E IT RMETIAGOS O dE y 0 1H
peda de "Gl * ¿Srskimpeñre » dr necia 4%
p. mm «ae E $23, DL ¿rercezación ou q
y PR IN PET LA E OA NADA
A uU0 aL Gee JUE En 553004, ona mi
ve e ap L, 2-0 1dop, que pordeotl ON
A 0 e (Cua deis am cc
e dd po "irte Local A qué y.
» A AR OA EW xr Ds EEN e... 4
dns) msi e ño ma pe, 2
1 AAA ERE, AGUA A uo de o: ¿
AA Sr cord a ay coca Ane tve
e de se herolarde¡uv
aaMA
nr ts ta deis, de Ayo NA
Boletín de medio tiempo
Hacemos un alto en nuestro camino para informar
a ustedes que aún no han sido localizados los inte-
grantes de la desaforada banda de los enanos calvos.
JUICIOS SENTIMENTALES

La verdad es que no sabía por dónde empezar esta nota, de


modo que buscando y buscando decidí poner esta canción de
juventud a manera de entremés, o para abrir boca, como tam-
bién se dice:

En la ciudad me di y a la ciudad me debo.


En ella mi dinero y mis amores gano.
En ella mi tiempo y mis placeres pierdo.
En la noche de sus calles me voy.
En la madrugada de sus barrios me vengo.

Lo triste fue que después de ponerla no sabía cómo conti-


nuar, así que cogí uno de mis libros inéditos de cabecera y co-
- pié textualmente:
““En la ciudad, como en el matrimonio, uno siempre tiene
ala mano a quien fastidiar. Y lo hace todos los días y lo me-
- jor que puede. Por eso es buena la ciudad. Pero es mala por
eso mismo. Y encima porque hay moscas, hay ratas, hay pe-
rros callejeros, hay gente. La gente es lo peor que le puede
suceder a una ciudad. De veras. Si no me creen pregúntenle
a la naturaleza cuál ha sido su fracaso más penoso; pregún-
tenle a Dios cuál fue el mayor error de su creación. La gente
es el animal más terrible, la peste más ingrata que puede aba-
tirse sobre una ciudad. Si vas a la ciudad, cuídate de la gente.
Si vives en la ciudad, cuídate de la gente. Si tú eres la ciudad,
pobre de ti con la gente. Te va a contagiar de sus apetitos,
de sus miedos. Se te va a introducir por todas partes. Te va
a llenar de hijos ilegítimos que se te van a chorrear por todas
tus calles. Preñando y preñando. Así vive la gente. Y odiando
'y destruyéndose. Así vive. Yo no se la deseo ni a la peor ciu-
dad.”
99
Después de terminar con este texto, y ya metido en mate-
ria, me vino a la memoria aquella sentencia de Adolfo Bioy
Casares que dice: ““Los espejos y la cópula son abominables,
porque multiplican el número de los hombres.”” Creo que de
ia ciudad podría decirse lo mismo que de la cópula y los espe-
jos. La ciudad, sí, esa amante insustituible que está en todas
las literaturas, que forma parte de todas las historias. La ciu-
dad de carne y hueso, de caderas para muchos hijos y senos
abundantes y generosos; la madre sabia, la esposa tolerante,
la querida de lengua caliente y viva que se derrama entera en
las novelas, en los cuentos, en los poemas. La ciudad infinita-
mente escrita y descrita, recreada, imaginada, metamorfoseada,
comparada. La ciudad hija y madre de sí misma, vieja y nue-
va como el cuento de nunca acabar. La ciudad, siempre la ciu-
dad. En todas partes, a todas horas, en toda la vida, antes y
después de la vida, en toda la muerte.
Los hombres sólo brillamos un poco en ella y desaparece-
mos. Somos los espejismos de la ciudad. Y quizá por eso es-
tamos siempre como enojados, como resentidos con ella, por-
que sabemos o intuimos nuestra pequeñez, nuestra fugacidad;
porque conocemos o adivinamos que la ciudad es todo y que
hagamos lo que hagamos, siempre nos sobrevivirá. Quizá por
eso, en nuestro breve tránsito por el mundo, poco o nada ha-
cemos por merecerla, y mucho en cambio por culparla de to-
dos nuestros males.
Pero yo no creo que la ciudad, que ninguna ciudad tenga
la culpa de nada; los culpables somos sus habitantes, si es que
se necesita acusar y juzgar a alguien. Los hombres solemos
ser torpes y cobardes con las ciudades: las violamos, las pros-
tituimos, las encanallamos y después andamos gritando por
las cuatro esquinas de la vida que se han vuelto insoportables,
violentas, orgullosas, perversas, deshumanizadas. Olvidamos
que las ciudades son nuestra obra, que en esencia están he-
chas a nuestra imagen y semejanza.
A mi entender, nuestro defecto (el de los ciudadanos) no
es únicamente que no queremos a nuestra ciudad (o que la que-
remos con un amor equivocado, demasiado egoísta, irrespon-
sable), sino que no hemos aprendido a querernos a nosotros
mismos. Ya lo sé. De sobra sé que las consideraciones de or-
-100
den sentimental carecen de valor, sobre todo en esta época de
pragmatismo en que vivimos; pero supongo que de algo ser-
viría tenerlas en cuenta. Después de todo, aunque a veces uno
lo ponga en duda viendo lo que pasa por estas calles de Dios,
todavía somos seres humanos.
La cuestión, decía, es que no nos queremos. Por ejemplo:
quizá ustedes hayan oído decir, o hayan dicho ustedes mis-
mos alguna vez, que “lo único malo de México somos los me-
xicanos””. Es un chiste, por supuesto, pero un chiste doloro-
samente irritante porque pone el dedo en la llaga de nuestra
desvergúenza, de nuestro conformismo, de nuestra ambigie-
dad moral. Qué triste manera de reflejar la propia impoten-
cia, la propia pusilanimidad. Porque un chiste de este tipo es
tan cobarde como la mentada de madre con el claxon, como
el albur en el mingitorio, como la leperada escrita en una bar-
da recién pintada; es tan ruin como la prepotencia del poder,
como los insultos de la riqueza malhabida, como el cinismo
de la demagogia; es tan lastimoso como las revoluciones de
salón, como la creencia en la igualdad de clases, como la es-
peranza puesta en el próximo gobernante. Es, en otras pala-
bras, la pus de un rencor secular y un alarde de inconciencia;
una trágica válvula de escape, un enfermizo desahogo más para
irla pasando, para hacernos a la idea de que hacemos algo,
para acariciar el círculo vicioso de los resabios y manipular-
nos unos a otros; para consolarnos de ser, tal vez, nosotros
mismos un mal chiste.
Estas actitudes de ninguneo, de autodesprecio, ¿serán cosa
de la devaluación? Digo, de la devaluación humana, del exce-
so de circulante de gente en la ciudad. ¿Será cierto —trágica-
mente cierto— que lo peor que le puede pasar a una ciudad
somos la gente? Digo. Pregunto.

101
ALGO SOBRE EL OTRO PROTAGONISTA

Hay cosas inevitables en la vida. Ser Heliogábalo Basílides es


una de ellas. Otra es tener un doble. Durante largos años, yo
traté de prescindir de las dos. Quise, como Edipo, huir de mi
destino. Quise, como Macbeth, ignorar mi propia naturale-
za.'Al igual que Asterión, el minotauro infeliz, pretendí que
mi labertinto era inviolable. Un sueño insistentemente repeti-
do, un delirio enjundioso y sin justificación, sin coherencia,
me dio a conocer, sin embargo, la inapelable verdad sobre mí
mismo. Razoné en aquel amanecer rezagado y perplejo, que
en vano me había ocultado; supe que tristemente había vivi-
do. Yo era (yo soy, desde ese momento dichoso) Heliogábalo
Basílides, y quien fui hasta entonces era (lo es en el presente
y lo seguirá siendo en el porvenir) mi doble.
La mujer que despertó a mi lado atribuyó mi feliz conmo-
ción a cierto sucedido gozoso de la noche anterior. Advertí,
no sin algo parecido a la lástima, que me amaba (que me sigue
amando, como lo demuestran su pacífica fidelidad, su dilata-
do esfuerzo por tratar de entenderme, su pena y su torpeza
para aprender a llamarme por mi nombre verdadero).
Para el mundo, para el reducido y anónimo mundo de aque-
llos que me querían y me toleraban, que conocían quizá me-
jor que yo mismo mi voz, mi cara, mi manera de andar, que
sabían percibir mis pasiones y mis afectos, mis miedos, mis
breves remansos de alegría, no fue fácil admitir mi nueva iden-
tidad. Primero soporté burdas chanzas y consejos insinceros,
luego censuras, más luego falsas piedades, fórmulas para re-
formarme, recetas para procurarme curación. Surgieron a mi
alrededor, como una plaga infame, calumnias, indignidades,
cobardías. Muchos seres que consideré queridos se agazapa-
ron para herirme por la espalda; padecí divergencias doloro-
sas, rivalidades, rupturas; experimenté, contrarios a mi volun-
tad, odios irrevocables.
- 102
La mujer de mi doble, abochornada por burlas y afrentas,
sometida a atroces interrogatorios provenientes de conspira-
dores deleznables, empezó a sufrir pensamientos ladinos, lapsos
de confusa insensatez, alarmantes insomnios. Con el tiempo,
se fue haciendo insignificante y desdichada. Con el tiempo (ella
conjuraba a su alrededor aromas de eucaliptos; yo urdía mé-
todos para aparecer y desaparecer a voluntad en los espejos)
llegó a decirme: “Creo que ya no te conozco”, y a rogarme,
mezcladas en su voz la vehemencia y la sumisión, que volviera
a ser él. ““Imposible””, le dije, y pensé en la distancia planeta-
ria que nos separa y nos diferencia: él goza fama de cínico,
de falaz, de aventurero, de perverso, de amoral, de bebedor, de
maligno, de mujeriego. Yo, en cambio, soy un sedentario, un
desolado, un vacío. Somos, en realidad, tan distintos, que si
alguien nos llegase a ver juntos no podría sospechar siquiera
que somos el mismo.
Nuestra disparidad, sin embargo, no impide equívocos las-
timosos. Por ejemplo: encuentro personas en la calle que me
saludan (ignoran que ahora soy Heliogábalo Basílides y no el
que era hace apenas cien días) y me interpelan sobre asuntos
que desconozco y ante mi mutismo e invariable desconcierto
(en ocasiones mi fastidio) me dicen que si me sucede algo, que
me notan raro. Por la noche, cuando lo comento con él (sen-
tados sobre la cama donde su mujer, en espera de la exalta-
ción de un abrazo, vigila la oscuridad y no puede dormir), mi
facsímil refiere que en ocasiones le ocurre igual con gente que
lo identifica conmigo. Esta situación, un tanto penosa para
ambos (a nadie le gusta que se le confunda y se piense que
es quien no es), nos ha empujado a frecuentarnos más, a re-
conocernos en los mismos libros, a soñar un mismo sueño que
se extiende hasta insobornables rincones de la infancia.
Más tarde o más temprano, me vi obligado a confesarle:
“Tu mujer no me satisface”. Ese día (esa noche), mientras
la acariciaba profundamente, le dijo con palabras que juzgaba
perdidas en su memoria: ““¿No oyes maullar un gato degolla-
do?” Y ella, inhábil y trémula amante doméstica, me reclamó
con un débil sollozo, con azorada, con deplorable urgencia:
“No seas así, no me lo eches a perder””. Y luego se afantasmó
entre las tinieblas del recuerdo. (Cuando calla, la noche es aná-
103
loga a la del principio de los tiempos.) Mi doble, como Edi-
po, no supo quién era la mujer que amaba. Como Macbeth, se
levantó en las horas del alba a lavar sus manos ensangrenta-
das. Al igual que Asterión, ya presiente acercarse los pasos
que lo buscan. Soy Heliogábalo Basílides, le digo, que vengo
a redimirte de tu laberinto.

-104
LAS DICTADURAS DEL SENTIDO COMÚN

Estaba leyendo **Paranoia y neurosis obsesiva””, de mi colega


Sigmund Freud, cuando llegó la tía Genoveva a darme mi abra-
zo de navidad. Le informé que como me encontraba textual-
mente en la miseria no había tenido tiempo de comprarle nin-
gún regalo de año nuevo y traté de cerrarle la puerta en las
narices. Ella se puso en la cara una sonrisa de astucia, me
hizo a un lado con una poderosa pechada, se introdujo cal-
mosa y aviesa en mi recámara, se echó en mi cama, me obser-
vó con una ternura santaclousiana y me dijo: No te preocu-
pes, mi lindo, yo te voy a instruir sobre cómo renovar tu moral
y resolver tus insolvencias económicas, porque la pobreza, en
tu caso, sólo es un error de inteligencia: no has aprendido a
realizar la venta de tu persona de manera adecuada, eso es todo.
Lo que debes hacer, me aconsejó quitándose los zapatos y
extendiendo sus pies hacia mí para que se los masajeara, es
comercializar tu talento: en vez de inventar odas, dedícate a
la publicidad, por ejemplo. Usted sabe que esa es una activi-
dad menor, objeté propinándole golpecitos de karate en el em-
peine. Sin embargo, manifestó acomodándose un almohadón
bajo la cintura con alevosa picardía, no por menor es menos
satisfactoria. ¿Prostituir lo único auténtico de uno mismo es
una satisfacción, tía querida?, rezongué malcriadamente. No
seas tontito, mi rey, me remilgó alzando los brazos con mo-
rosa sensualidad y descubriendo los pliegues mal rasurados de
sus sobacos, los seres puros no han existido nunca. Mira, re-
conozco que el ejercicio publicitario posee sus indignidades
y sus podredumbres, como todo en la vida, pero la experien-
cia que te proporciona no tiene precio, porque además de ofren-
darte la oportunidad de manejar tus propias herramientas, el
idioma y esas cosas, te permite conocer y amigarte con gente
de primera calidad, empresarios ilustres, funcionarios del más
alto nivel, magnates extranjeros, aristócratas, gente de cate-
105
goría a la que en otras circunstancias jamás tendrías acceso,
y por si fuera poco, te pones en las manos algo que no te ha
dado ni te dará nunca la poesía, que es la comunicación con
el pueblo, dime si no.
Dejé de retorcerle los tobillos y la miré infelizmente. Ella,
aprovechando mi estupor, me acercó su aliento en el que fro-
taba un pródigo aroma a té coreano y me cuestionó: ¿Cuán-
tas personas leen tus poemas? Pocas, la verdad sea dicha, muy
pocas. En cambio, lo que escribas para anunciar un desodo-
rante o una tarjeta de crédito lo leerán miles, y miles recibi-
rán tu mensaje por la radio y la televisión, y con habilidad
e imaginación, con sensibilidad y capacidad intelectual, que
yo sé que te sobran, hasta podrás deslizar subrepticiamente
tus conceptos sociales y políticos y aun los históricos, los filo-
sóficos y los poéticos, ¿por qué no?
¿Se puede todo?, exclamé sin doble intención, aunque sí tral-
dora y embobadamente. Claro que sí, precioso, persuadió la
voz adulcedumbrada de la tía Genoveva, puedes llevar a cabo
lo que te plazca, y más cuando empieces a experimentar esa
extraña sensación de poder que te da el advertir que tus ideas
y tus palabras llegan como un virus incontenible a la colecti-
vidad, cuando pruebes esa fascinante supremacía de consta-
tar en los estudios de mercado que el rebaño se dirije siempre
hacia donde tú lo encaminas. O sea, medité en voz alta a es-
paldas de mis convicciones, que uno puede convertir su labor
publicitaria en un método de literatura invisible y hacer una
obra de arte cien por ciento popular.
Así es, concedió la tía Genoveva dirigiéndose con humilde
infatuación hacia mi crédulo entusiasmo, sólo ten presente que
la publicidad no es convencer al público para que compre tal
o cual producto, sino manipularlo, obcecarlo, no dejarle vías
de elección, tú le vas a imponer lo que debe comprar y no le
queda otro remedio porque tú se lo has introducido en el ce-
rebro, piensa hasta qué punto tú eres dueño de corromper o
inducir con la excelencia de tu arte, el pensamiento, los apeti-
tos, las predilecciones, las conductas, los sentimientos de los
demás, y cada que consigas que la masa consumista se te en-
tregue íntegramente y dispendie sus recursos en satisfacer las
necesidades que le creaste, tu propio poder adquisitivo y tu
106
cuenta bancaria irán en aumento, obtendrás en un solo mes
lo que cientos de miles de desgraciados no ganan en cinco años,
y entonces estarás en condiciones de adquirir lo que te dé la
gana, automóviles, mujeres, condominios, y sabrás lo que es
hincharte de placer con las mejores comidas y los mejores
vinos...
““El pecado del río es su corriente: /la quietud, alma mía,/es
la sabiduría/de la fuente””, me puse a recitar a voz en cuello
con intención de que los versos de Nervo le dieran un jalón
de orejas a mi autocrítica, pero la tía Genoveva, hecha una
Circe insaciable, se montó en mi voluntad, me atenazó la con-
ciencia y me conspiró al oído: Tendrás que olvidarte del que-
hacer poético y de idealismos semejantes, por supuesto, tu men-
te deberá funcionar en exclusiva para dominar la mente de los
compradores, pero qué importa, a quién le interesa en reali-
dad la poesía, a quién le duele o le incomoda un poeta que
desfallece de anemia, a nadie, tesoro mío, a nadie, en cambio
cuando vistas camisas de seda y traigas la billetera repleta, hasta
los de la familia se acercarán a ti, en manada vendrán ante
ti a postrarse de rodillas.
Tiene usted razón, tiíta, admití con brío y elegancia, es pre-
ferible reventar de hartazgo que de inanición. Y si llegado el
caso te fastidias de los patrones, continuó la tía Genoveva es-
timulada por el ablandamiento de mi columna vertebral, ya
eres lo suficientemente renombrado en el medio como para
mandarlos al demonio e instalar tu propio negocio y ser tú
el que mande y el que comercie con la sensibilidad ajena, se
acabaron las épocas de las humillaciones y las indignidades,
quien quiera algo de ti, que venga, ahora eres un Señor, no
lo olvides, es más, ya ni siquiera escribas ninguno de los anun-
cios que han de salir de tu agencia, que los hagan otros, para
eso les pagas a esos remedos de poetas que salvaste de morir-
se de hambre, para eso son tus asalariados, pero ten cuidado
con ellos, mantente alerta con tus amigos, desconfía de tu mu-
jer, recela de todo el mundo, métete en la cabeza que todos
estarán aguardando la ocasión de saltarte a la yugular, refle-
xiona, haz conciencia, asume que te detestan, que te odian por-
que tú posees lo que a ellos les falta: talento, riquezas, suerte,
poder, sobre todo poder, y querrán arrebatártelo, así que su-
107
jétalo, apuntálalo, defiéndelo como un perro si es preciso,
aplasta a quien haya que aplastar, despoja, traiciona, deni-
gra, escupe, pisotea, demuele, triza, no te tientes el corazón,
no seas débil, despelléjalos, trónchalos, socávalos, así, eso es,
así, tú eres el amo, tú eres la autoridad, la razón, la justicia,
tú puedes otorgar gracias y procurar trapacerías, ignominias, tú
puedes ordenar largo de aquí todos, quiero que se larguen to-
dos, tú quieres descansar, apearte de tu rapacidad y abdicar
de tu cizaña, que te dejen en paz, tú lo único que quieres es
un poco de paz, pero no te dejan, ahí están como fieras al ace-
cho para despedazarme, cuidado, ahí están, vienen por mí,
quieren acabar conmigo, vejarme, vengarse, quieren mi piel, mi
carne, mi sangre, pero no se preocupe, amigo mío, tranquilí-
cese, me dijo el viejo doctor Freud muy cruzado de pierna, no
tiene usted por qué obligarse a ese.trabajo si no lo desea. De
modo que no acepté entrarle al juego, le agradecí a la tía Ge-
noveva sus talmados consejos y continué con mi vida misera-
ble, no por abnegado, sino porque como dijo lúcidamente Ezra
Pound: Dada mi libertad, puede que sea un tonto al hacer uso
de ella, pero sería un canalla si no lo hiciera.

108
FRUTOS DEL MISMO SUELO

En el inicio de su inagotable ““Antígona””, Sófocles canta los


prodigios de la inteligencia y las técnicas de los mortales de
esta manera: Cosas terribles, muchas hay, /pero ninguna más
terrible que el hombre. Y George Orwell, en un pasaje de su
profética novela **1984””, hace decir a uno de sus personajes,
a propósito del dominio que llega a ejercer la tecnocracia so-
bre la naturaleza humana: El hombre es un ser infinitamente
maleable. Pues bien, como si lo hubiera fraguado para que
pudiese yo corroborar.estas impiadosas verdades, Heliogába-
lo Basílides, ese doble que me nació como un tumor implaca-
ble y que en ocasiones es más que yo mismo, según expresó
A. Nervo en uno de sus poemas medulares, asaltó mi duer-
mevela con el anuncio de que, sucumbiendo al cacareo de si-
rena con que lo sedujo la tía Genoveva (*“Las dictaduras del
sentido común””), había resuelto ingresar en una agencia de
publicidad en calidad de redactor creativo. Trascribir el texto
elaborado por mi análogo para proponer la venta de su per-
sona es la modesta y penosa intención de esta nota.

RADIOGRAFÍA DE UN GENIO
HELIOGÁBALO
EL CEREBRO DEL FUTURO

LA NUEVA REALIDAD EN EL MERCADO PUBLICITARIO. Heliogábalo


es algo más que una computadora electrónica y sin los pro-
blemas de costo y mantenimiento que ésta representa. El Ce-
rebro del Futuro es un instrumento de alta precisión, con
fórmulas específicamente balanceadas en su memoria para al-
macenar factores de las más diversas especialidades y satisfacer
todos los criterios. Realiza operaciones en cadena y resuelve,
en fracción de horas-hombre, el tema que usted proponga. Asi-
mismo manifiesta el contenido de las ideas, aun las más tras-
cendentales, en forma amena y directa, práctica, funcional y
109
con un afamado toque de distinción de insuperable calidad.
Es un auténtico torbellino creador.

UNA AUDACIA QUE NO LE TEME A LO PROHIBIDO. Superior a los


cerebros comunes, Heliogábalo marca un definitivo paso ade-
lante, ya que es el gran innovador de la tecnología lingúística
y el constructor más revolucionario de conceptos publicitarios
originales. El empleo de los métodos audiovisuales más mo-
dernos y los más rigurosos controles mentales de calidad, le
permiten ofrecer líneas subliminales siempre nuevas y normas
de penetración comunicacional de máxima categoría con fi-
nos acabados a mano de vibrantes tonalidades e intensa pro-
yección emotiva. Todo ello con el fin inmediato de mantener
el justo equilibrio y el estado perfecto en el mundo fascinan-
te, sofisticado, delicioso y excitante de las ideas.

CONFECCIONADO SUSTANCIALMENTE PARA DURAR. Además de ser


dinámico, objetivo, discreto, confiable y certero, Heliogába-
lo, El Cerebro del Futuro, posee el maravilloso don de la re-
sistencia. Jamás se descompone y todas sus piezas orgánicas
y emocionales están garantizadas contra cualquier eventuali-
dad física o psíquica. Si alguno de sus componentes llegase
a fallar (lo cual es en verdad improbable), la reparación es bas-
tante sencilla. Se localiza automáticamente el módulo donde
se encuentra el desperfecto y se reemplaza por uno nuevo. Así
de fácil. En caso de ocurrir algún desajuste, basta accionar
un botón que se localiza en la zona izquierda del pecho para
que de inmediato desaparezca. Ese mismo botón primordial
sirve para regular y controlar todas las funciones del indefor-
mable Cerebro del Futuro.

EDUCACIÓN A LA ALTA ESCUELA. Otra enorme propiedad que


ofrece Heliogábalo sobre la computadora tradicional es la ex-
periencia humana. A lo largo de sus aproximadamente 42 sin-
gulares años de existencia, El Cerebro del Futuro ha acreditado
de sobra su calificación en los más versátiles campos labora-
les y forjado la madurez de su espíritu con abundantes prácti-
cas filosóficas y literarias, razón por la cual usted encontrará
110
en él la más valiosa información para el desarrollo de cual-
quier modelo de conceptos. Es un genio hiperfecundo en su
mejor momento.

PARA NO SER TOMADO EN CUENTA O PARA SER CONSIDERADO SÓLO


COMO DATO CONFIDENCIAL. En los tiempos libres que le deja la
busca del tiempo perdido y de un trabajo estable y bien remu-
nerado que le permita ratos de ocio para escribir sus Cuentos
y Poemas, Heliogábalo, El Cerebro del Futuro, se dedica a
la tarea concienzudamente improductiva de escribir Cuentos
y Poemas, ya que no padece vicios menores y a ras de pavi-
mento como son el alcohol, las reuniones sociales, las drogas
O la colección de yates de porcelana. Si acaso, dos o tres veces
por semana se brinda el lujo mayor de saborear íntimamente
algún delicado manjar femenino, pero sólo a manera de ex-
piación de cierta fijación infantil. Fuera de esta especie de ejer-
cicio de salud mental, transcurre por la vida casto y solitario,
vigorosamente concentrado en su sabiduría.

A LA ALTURA DE LAS GRANDES EMPRESAS. La recia personalidad


de su estilo es por entero diferente, inconfundible, y su exce-
lente diseño anatómico conjuga la sencillez deportiva con la
mesurada elegancia. Además, se ajusta con suma docilidad a
todo tipo de escritorio de máquina de escribir. Es portátil y
ocupa muy poco espacio, ya que nunca llega a medir más de
1.71 metros de estatura ni a pesar más de 67 quilogramos.
Como subordinado y compañero de trabajo es ejemplar, en
virtud de que su carácter en el ámbito laboral (al contrario
de lo que ocurre en el doméstico) se significa por ser alegre,
franco, siempre sugestivo, vivaz, brillante, seductor, espon-
táneo, fácilmente adaptable a las circunstancias, sincero, aco-
medido y con esa atractiva y misteriosa fascinación de una
personalidad fuera de lo común. Usted será el primer sorpren-
dido cuando lo conozca y sabrá por qué sus espléndidos servicios
son avalados por las marcas de mayor prestigio. Usted, al con-
tratarlo, sentirá que ha hecho el negocio de su vida. Ningún
otro cerebro le ofrece tantas ventajas. Compruébelo por us-
ted mismo... y se convencerá.
111
NUEVOS HORIZONTES. Póngase al día, consiéntase, regálese la
distinción y el éxito. Heliogábalo, El Cerebro del Futuro y us-
ted, son la mancuerna perfecta.

Hasta aquí el texto de mi facsímil Heliogábalo Basílides. Des-


pués de leerlo, no pude sino exclamar, como Gulliver en el
País de los Caballos: ¡Qué cosa miserable y qué gran cosa es
esto de ser hombre!

112
ACTO DE AMOR A MANSALVA

Pienso que, al igual que Henri Barbusse, “soy un hombre


como los demás, siempre lamentablemente dispuesto a des-
lumbrarse con la primera mujer que ve”. Y por estar pensan-
do en esta calamidad insalvable, me olvido de encender la luz
y me pongo a leer a obscuras, razón por la cual no encuentro
la cita de lonesco que ando rastreando. Y por andar a tientas en
la literatura y en la vida me pasa lo que me pasa, es decir, que
la rata me encaja los dientes y se burla de mis designios. En-
tonces, triste y abatido, escrupulosamente apesadumbrado, me
comunico por teléfomo con Francina, una joven actriz que co-
nocí a principios de mes y con la que en definitiva no me arreglo
en la cama, pero que es la única que por estos días me sabe
sobrellevar. Nuestro diálogo es, palabras más, palabras me-
nos, el siguiente:
—¿Francina? Oye, fíjate que me mordió una rata.
—¿Una rata? ¿Y qué estabas haciendo con una rata?
—Quería agarrarla.
—¿Y la agarraste?
—No; se me fue.
—Eres un inútil.
—Es que me dio lástima cuando la toqué.
—A mí me hubiera dado asco.
—Es que tú eres muy asquerosa.
— ¿Y era gris, siquiera?
—Tenía los dientes muy picuditos.
—Ahora te van a tener que poner veinte inyecciones en el es-
tómago.
—¿Tantas?
—Sí; para que note dé la rabia.
—Pero si nada más me mordió en el dedo.
—No le hace. ¿En qué dedo?
—+En el de en medio.
113
—(¿De qué mano?
—De la derecha, claro.
—Sí, claro. Y dicen que duelen mucho.
— ¿Las mordeduras?
—No; las inyecciones.
—Ah sí.
—¿Cómo que ah sí? ¿No te da miedo?
—No sé. Nunca me han puesto una inyección.
—NO te creo.
—Allá tú y tu cabeza de chorlito.
— ¿A qué hora te mordió?
—Como a las cuatro de la mañana.
— ¿Y qué hacías despierto a esa hora?
—NOo estaba despierto; estaba pensando en ti.
—Mentiroso. ¿Y ya fuiste a ver al médico?
—No; el médico sí me da asco, para que veas.
—A mí también; pero es necesario que vayas a verlo.
— ¿En serio es tan mala una mordedura de rata?
—En serio. ¿Tienes dinero?
—Como siempre.
— ¿Quieres que te acompañe?
—No; más vale solo.
— ¿Ya ves? Ya te empezó la rabia. Así que apúrate.
—Sí; ya voy. Después te llamo.
—Oye, espérate. ¿De veras te mordió una rata?
—Sí; de veras.
—¿No me estás tomando el pelo?
—Claro que no, cómo crees.
—(¿De veras? ¿De veras te mordió una rata?
—OHh qué lata, te digo que sí.
—Pues entonces vete, pero ya, rapidito.
—Sí; ya me voy.
—Y me llamas en cuanto salgas de con el médico.
—¿Vas a estar en tu casa?
—Sí; de aquí no me muevo hasta que llames.
—Está bien. Entonces te hablo luego.
—¿Como a qué hora?
—NO sé; en cuanto salga.
—Me vas a tener con pendiente.
114
—Entonces mejor te hablo mañana.
—NO te hagas el gracioso.
— Así piensas más en mí.
—Tonto. Si cada día que pasa pienso más en ti.
—Júramelo.
—Mándame un beso.
—NOo, cómo crees.
— ¿Por qué no?
—Te puedo contagiar la rabia.
—Síguele, ¿eh?
—Al te va.
—Uy, qué beso tan aguado.
—Es que me duele el dedo.
—Ay, pobrecito dedo.
—Mándale un beso al pobrecito dedo.
—Muchos muchos muchos besos para el pobrecito dedo.
—Ya no me duele.
—¿Ya ves? El amor hace milagros.
—Mejor ya no voy a ver al médico.
—No empieces a hacerte el chistoso. Tienes que ir.
— ¿De veras es tan peligroso?
—Ya te dije que sí. Andale, ya vete.
—Bueno, entonces nos vemos. Chau.
—Chau, mi amor. Cuídate mucho, ¿sí?
Pobre Francina. Apenas la acabo de conocer y ya sé que
a su lado, semejante a Moisés, nunca alcanzaré la tierra pro-
metida. Con ella nunca me ganará la felicidad para su causa.
Una más, lamentablemente. Vacío de destino, sin un solo bien
en este gran teatro del mundo, pienso, con palabras de Bor-
ges, que me tocaron, como a todos los hombres, malos tiem-
pos en que vivir.

115
8 An Le Lo
2 Y AE E

sic idad oROoid 490 20 miloaba de Ine


“G 7) dÍZ E olas
UN all
e
5 e nina E mA
' j E y) dde om o
y

Pa! wi 1 VANO TED ntedi? y Ea e >


- e ó

: a "ed po q
El der 2 1 EA
5 E Dr DA y vs "

Le a "NTE hs le calada: nar od por 4


' 7 “e rro a ea |alo lo sisislo a

3 A "a A ovas dcobatuoiosR400 N

a. DEJETA mis ys AOCAÓVO QUE

4 Dit aries eyná eri alo, 2061 ue e


-
ES pr: E sc aibitla y e oran DN
Chñ lao asetr tido
lo snsoed e =u9iqs
aa lp je na? on
MM A el NT [Pinet
DIS mc
SISbrA de sup sil

o Awas et pus o
O e

Aavit nelerm esrdamald gol bos x dmca Aomiol aa


Ps ei aa veto: 0093 Ye ai tiviv ap 0
ME e tad e
U cms Vsónpó der celo ala de mue Ad
Va a ta mu mar...
Y 6 Was «|s ve Duémr Sota que lines
$ “dia. remera he a
CatenaSs qué Aed?
PU e E MAA OEA.
My 2134 De e Ma,
Y il
—Señor Ministro del Ministerio, se dice que hay
millares de ciudadanos consignados bajo la sospe-
cha de ser integrantes de la banda de los enanos
calvos. ¿Es cierto eso?
—Falso. Si el detenido, en el transcurso de la in-
vestigación, demuestra cabalmente que su cabelle-
ra es natural y su estatura acorde con los princi-
pios morales de nuestro régimen constitucional, de
inmediato es exonerado de toda sospecha y, no sin
antes rogarle que disculpe las posibles molestias que
le hayan sido involuntariamente causadas, es puesto
en absoluta libertad condicional.
—Efectivamente, señor Ministro del Ministerio.
Muchas gracias, señor Ministro.
o O
E e ' a o >
:7
y en

es a saldo a ol db crm _—
NN alos load acbspslinoo so0étubaio sb sable
NN sunmas =ul +h chu sl sh prermgstl 199 9h da ”
y Ñ Cora DJ y sor NN o
Mila rre le as bla la de di o e
Mode at MINA ne mab srabiouplraan: : *
- denlig rol 0 ira EUA Ue Y lsrulsn EN se EN
o ninos rd oca sb lira ota No
o bon vd Dra ve olecrono es talla
O rd o al cy SU O 8
Ñ y was dr a o dia ob ma a”.
'> A y
liwsaleit lolr eoritinidA 100 Ak ,
bd aña abs att
| | 0a
MA NN
'

] s Ñ
UN SOLO AMOR NO BASTA

(Buenas noches. ¿Está esperando a Irene? No vendrá. La maté


esta tarde. Supe que me engañaba con usted y la maté. No
tema. No he venido a derramar más sangre. Vine a tratar de
explicarle por qué lo hice. Sé que usted también la amaba, y
que a partir de hoy estará tan solo como yo en el mundo. No
hay dicha que no se pague finalmente con la soledad. Es una
sentencia inapelable. La dicha, lo mismo que el amor, se acaba
con el tiempo o con la muerte. Pocos son los que la alcanzan,
en realidad, porque es muy difícil para la naturaleza humana
distinguir entre la autenticidad y el remedo, y unos cuantos
nada más los que logran, después de conocerla, salvarse de
la desgracia. Dije hace un momento que Irene me engañaba
.con usted. Pero engañar es una palabra sucia y sin sentido en
este caso. Irene habló de amor, de dicha.)
Bebo con lentitud un sorbo de café frío, desagradable. Mis
ojos miden, largamente y con aplicación, cómo crece la ceni-
za del cigarro abandonado. Levanto la vista, con flojedad, con
un principio de desesperanza, hacia la entrada de la cafetería.
Acude a mi memoria aquella inusitada frase de Borges: '“Me
duele una mujer en todo el cuerpo.”” Trato de evitar sentirme
infeliz, tenerme lástima.
(¿Pensó usted alguna vez en matar a Irene? ¿La imaginó
muerta alguna vez? Todo el que ama suele padecer este tipo
de lucubraciones. Pero qué distancia inmedible existe entre la
fantasía y el hecho concreto. Esto es algo que usted ya no
conocerá jamás con Irene. Le arrebaté la oportunidad. Usted
podrá recordar de ella una sonrisa, un ademán, el destello de
una mirada; podrá recordar, igual que yo, una ternura espon-
tánea, un entusiasmo de la piel, una caricia definitiva, un
gozo compartido con exactitud; sólo que yo recordaré siem-
pre, además, su quietud última, su último gesto de incredulidad
y desamparo, su imperturbable silencio. Una imagen irrepetible
149
- que, por unos instantes y para toda la vida, fue particular,
íntima, exclusivamente mía. Esta es la pobre, aunque también
la inconmesurable ventaja que obtuve sobre usted. Porque,
sabe, a usted debía la dicha de Irene y mi propia dicha. Noso-
tros encontramos lo que toda la gente busca. Ahora es necesario
resignarse.)
Del otro lado de la vidriera la gente se arremolina para
entrar al cine. Enciendo, sin ganas, otro cigarro. Desde que
la conocí, nunca he dejado de sentir *““el miedo de lo demasiado
tarde”, que decía Lugones; nunca, aun en los momentos de
mayor plenitud, he dejado de parecerme indigno e intruso, uno
de esos “hombres nostálgicos y sin destino”” de los que pue-
blan el mundo de Onetti. Acaso porque el nuestro no pasa de
ser un amor del cuerpo, una triste mentira, un lamentable
paliativo que convertimos en vértigo para sobrellevar la miseria
de nuestras vidas. El marido de Irene, acodado en la irreali-
dad de mi cuaderno de notas, estruja frente a mis ojos su
corazón de fantasma. Una especie de fastidio terco e inexpul-
sable me desespera la voluntad y los sentidos. “Para soportar
el tiempo, piensa en la eternidad””, recomendaba Téophile
Gautier.
(Irene me lo dijo hoy. Me dijo que necesitaba que yo lo
supiera para que la dicha fuera completa. Era cierto. Sólo
que lo fue brevemente. Después de su revelación, después
de que comprendí y acepté que sin usted, sin el amor que
usted le había enseñado y alimentaba algunas noches en se-
creto, el nuestro no hubiera podido romper jamás los límites
de la costumbre y la domesticidad, Irene y yo nos asumimos
en un abrazo de formas incansables que nos dignificó para
siempre. Más tarde, con el reposo, con el privilegio de la
serenidad infinita, sus ojos acudieron al llamado suave del
sueño. Entonces, dueño universal de su desnudez y de mi
asombro, purificado, consciente de lo irreversible de mi amor,
de mi dicha, dejé que mis manos trabajaran la muerte sobre
su cuerpo.)
Cierro el cuaderno. Trato de figurarme la cara que pondría
Irene si leyera estos apuntes. Pero no hay cuidado, no los
leerá. No le interesa nada de lo que escribo. No le importa
otra cosa que no sea compartir conmigo una cama de hotel
120
durante un par de horas. Y eso es lo que nos une, lo que nos
hace iguales: la impiadosa necesidad de jugar con las emocio-
nes de la carne. Tal vez ya no venga. A lo mejor fue a buscarla
el marido a la salida del trabajo. Suele suceder. Con un retraso
de casi una hora llega, sin embargo, apurada, empujando con
fiereza la codicia de sus muslos hacia donde me encuentro.
Me saluda con un beso rápido. Me explica que el tránsito está
insoportable. Pide un café. Se quita el suéter y se acomoda
el cuelo de la blusa. Sonríe porque advierte que le esculco el
bulto de los pechos con la mirada. Me dice, con la respiración
todavía un poco agitada: “¿A que no sabes lo que se me
ocurrió? Vas a creer que estoy loca, o que soy una idiota,
pero fijate que de pronto, en lo que venía para acá, me puse
a pensar, pero a pensar de una manera como si lo estuviera
viviendo, que llegaba y tú no estabas aquí, y que entonces me
ponía a esperarte, y que luego de un rato se me paraba mero
enfrentito tu esposa y me decía:
—Buenas noches. ¿Espera usted a Agustín? No vendrá. Lo
maté esta tarde.”

121
ALGO DIFÍCIL DE SOBRELLEVAR

Quisiera declarar, lo mismo que Ambrosio Bierce aquella no-


che de septiembre: ““Nada de esto es cierto, y no seré el pri-
mer escritor que diga mentiras para interesar a sus lectores””;
pero desgracidamente sí lo es. Tan cierto como que nunca me
he negado a una mujer. Cada quien asume su destino lo mejor
que puede, y el lector inteligente advertirá que el propósito
de esta aclaración no es hacerme propaganda, sino asentar que
soy hombre de buena fe. Espero, pues, que los hechos y cir-
cunstancias que empiezo a relatar sean tomados al pie de la
letra.
Cuando desperté, mi cabeza no estaba donde siempre. Mi-
ré debajo de la cama y encima del buró, y no estaba. Tran-
quilo, me dije, no te preocupes, ha de andar por ahí. De modo
que hice mis ejercicios de meditación y repasé mentalmente
los compromisos del día. Lo de costumbre. Luego me levan-
té, me calcé las pantuflas, abrí las ventanas y me puse a esculcar
muebles y rincones por toda la casa. No la encontré. Pacien-
cia, me dije, no te desesperes, trata de recordar dónde la
dejaste. Así que, mientras me lavaba los dientes, le di varias
vueltas a mi memoria de la noche anterior, tal vez había olvi-
dado la cabeza en alguna parte. Pero no, era absurdo. Uno
olvida un paraguas, una Biblia, el paso del tiempo, un trauma
de la niñez; uno olvida cortarse las uñas, darle cuerda al
reloj, llevar los zapatos a que les cambien suelas; uno olvida
aun la codicia carnal de una señora joven que creía inolvidable,
que traía consagrada en el alma, destilada en la saliva, tro-
quelada en la piel; uno puede olvidar cualquier cosa, pensé,
pero no la cabeza, y menos si es tan grande. En todo caso, si
hubiera yo incurrido en un descuido semejante, a estas horas
ya me habrían llamado por teléfono para decirme: “Oye, Guty,
¿no olvidaste algo en mi cama?”
Me metí a la regadera y fue entonces cuando me di cuenta
de lo real, de lo concretamente intolerable que era mi situa-
di22
ción: intenté jabonarme la cabeza y mis manos, confiadas,
desprevenidas, se hundieron en el vacío. Qué infelicidad infinita
padecí en ese desorbitado momento de estupor; qué sufrimiento
inconmesurable. Mil ideas descabelladas se agolparon en mi
cerebro, mil imprecaciones, mil súplicas. Había perdido la
cabeza, en efecto. No se trataba de una mistificación, de una
broma de mal gusto por parte de mis sentidos. Ahí estaban
mis manos incrédulas errando desbrujuladamente por ese hueco
terrible, por ese inmenso espacio huérfano. Con pesadumbre,
con una obstinada consternación, con un desamparado fer-
vor, como quien maniobra un cadáver querido, saqué mi
cuerpo acéfalo del baño y lo conduje frente a un espejo. Lloré
por mí, por mi ser empobrecido, por mi cabeza ausente que
andaría rodando quién sabe dónde.
Y ahora, ¿qué iba a ser de mi existencia? ¿Cómo iba a
sobrevivir a este dolor fantasma de sí mismo? ¿Con qué cara
iba a presentarme ante los demás? Yo, que siempre hice alarde
de tener una cabeza bien puesta, inamovible, insobornable.
Con ella la vida era una suerte; sin ella se transformaba en
desgracia.
Después de innumerables días alargados por dudas, cavila-
ciones, remordimientos, determiné salir de casa, volver al
trabajo, enfrentar al mundo. Desde luego, nadie lo dice en
voz alta, nadie lo insinúa siquiera, pero todos, unos con ironía,
otros con lástima; unos cargándome con algún viejo rencor,
otros tratando de acercarme su afecto; todos malician, conje-
turan, hablan con sus miradas, con sus actitudes, con sus
silencios: Ya decía yo que perder la cabeza era lo único que
le faltaba... Lo siento, manito... Qué bueno, a ver si así se le
quita lo sinvergienza... Se ve que sufre mucho, el pobre... El
cinismo se paga, no hay duda... Otra cabeza igual no se la
encuentra ni volviendo a nacer... ¿La perdiste o te la roba-
ron?.. No hay cabeza, por buena que sea, que aguante tantos
pecados intelectuales...
Sin embargo, ninguno sabe. ¿A qué confiarles la verdad,
si carecen de imaginación? Para el rebaño, metódico y feliz,
está bien que uno pierda la cabeza por una mujer, por un
descalabro económico, por la desmoralizante situación del país.
Pero perder la cabeza, como yo la perdí, por un asunto de
123
lógica interna, de salud mental, es cosa de locos. Admito,
entonces, la locura. Y en tanto mi cabeza rueda por los escalo-
nes de la vida, yo, ingrato e imperfecto, atareado de hastíos,
de lluvias, de crepúsculos, me entrego a la tarea de procurarme
consuelo en los brazos de Emma Dovary.

124
NUESTRAS VIDAS SON PÉNDULOS

La verdad es más extraña que la ficción

Edgar Allan Poe

La historia de mi desgracia (una desgracia larga como una


lágrima que nunca acaba) dio principio hace poco más de
veintiún años, cuando estaba yo por cumplir los veinte. Una
noche, en el curso de una cena familiar, mientras recitaba “Me
estás vedada tú””, de Ramón López Velarde, se me encajó entre
pecho y espalda una punzada atroz, un dolor espantoso que
le imprimió a mi expresión un dramatismo insospechado y
que dio pie para que mis tías y mis primas y las amigas de mi
madre calificaran mi interpretación de “magistral”. Este
éxito, colmado de peninsular sensualidad, no logró sin embargo
sacarme el sufrimiento de encima. Así que me fui a acostar
temprano, amustiado, oprimido mi corazón por el agobio.
Mil ideas lúgubres enturbiaron mi mente y me hicieron
imposible conciliar el sueño. Al amanecer, mi rostro reflejaba
las horas de intensa, de suprema desesperación en que me había
debatido. Me levanté penosamente, acudí a despertar a mi
hermana la mayor y, con una voz hueca, con un acento opaco,
le expuse lo infinito de mi padecimiento; ella, horrorizada,
huyó de mi ansiedad y me dejó sollozando a la orilla de su
cama.
Días más tarde, alarmados por el evidente deterioro de mi
salud, mis padres llamaron al doctor de la casa de junto, quien
luego de un examen aproximadamente minucioso, externó un
profundo desaliento y manifestó que era urgente que me revisara
un cardiólogo. En dos meses y medio, cuatro especialistas, uno
detrás de otro y uno de más prestigio cada vez, dedicaron al
estudio de mi caso lo mejor de su esfuerzo y lo más preciso
de su conocimiento. Todos, cada cual en su oportunidad, diag-
125
nosticaron lo mismo: mi corazón, inauditamente, se hallaba
en un sitio que no le correspondía y era de esperar un desenlace
fatal en un plazo no mayor de seis meses. Ninguno concedió
que pudiese haber salvación, y algunos de ellos solicitaron que,
cuando ocurriera lo inevitable, se donase mi cadáver a cierto
instituto para investigar las causas del fenómeno. Mis afligidos
padres, sintiéndose culpables por haberme puesto el corazón
donde no era, y con el propósito de redimirse, o por lo menos
de atemperar sus remordimientos, decidieron que así se haría.
Entretanto, la punzada devastadora, el dolor insobornable
seguía consumiendo mi juventud, arrastrándome a las regio-
nes donde imperan la tiniebla absoluta y el silencio eterno. Mi
hermana la mayor, no obstante mis súplicas, y a pesar de la
proximidad de mi deceso, no admitió volver a verme sino hasta
tres meses después. “Sin ti””, le dije cuando la miré junto a
mi lecho, “no es mi casa este mundo””. Ella sonrió, menos
con piedad que con tristeza; esparció la vista sobre esa som-
bra desolada que era mi cuerpo y me pidió: “No quiero que
te mueras.”” Determiné, entonces, que tenía que vivir. No sa-
bía, como lo supe muy poco después, que la esperanza es una
infamia, que la esperanza es sólo un modo enfermo de enca-
nallar los días venideros.
Han pasado veintiún años ya. Con el tiempo, he aprendido
a sobrellevar el dolor, la soledad, el fracaso; he aprendido a
responder con desprecio a la ignorancia de los médicos que
periódicamente sentencian a muerte a mi corazón desubica-
do. Lo que jamás aprendí fue a perdonar a mi hermana la
mayor. Cuando se mató, cuando se ahogó en el mar frente
a mis ojos, durante mi convalecencia, junté toda la fuerza de
mi amor para jurar que nunca le perdonaría su traición, su
cobardía. Ajeno a mi catástrofe interna, infeliz para siempre,
sigo buscando una razón para validar mi existencia; pero en
mí no encuentro otra cosa que no sea la desgracia, la densi-
dad del abismo, el miserable, el decepcionante asombro de estar
vivo.

126
MEMORIA DE MI CARNE Y DE MI SANGRE

—¿Te quedaste dormido? —me preguntó la voz de Irene,


amodorrada y lacia, con esa especie de ronquera dichosa que
suelen proporcionar el placer y el sueño.
—Sí, —acepté con sinceridad.
—Yo también —sonrió ella con placidez—. ¿Qué hora es?
Alcancé mi reloj que estaba sobre el buró y, al mirarlo, una
novedad extraña, una inimaginada trasgresión de la realidad
pasmó mis ojos: la aguja que marca las horas se había des-
prendido de su eje y flotaba extraviada, incoherente, como si
de golpe se hubiese vuelto tonta, o como si hubiera querido
rebelarse, romper con el tiempo y el orden para siempre. “Debe
ser tardísimo””, expresamos casi al unísono, atónitos, y nos
incorporamos con apremio y nos vestimos a toda prisa. Irene
se fue en un taxi y yo me fui caminando, porque ella vive
hasta Tlalpan y yo sólo a dos cuadras del hotel.
Cuando llegué a casa, mi mujer se encontraba viendo ya la
primera telenovela de la tarde.
—Te estuve esperando para comer —me reprochó con ter-
nura—. ¿Qué te pasó?
Me desajusté el nudo de la corbate y le dije:
—Es que me fui a acostar con Irene, aquella que fue tu
compañera en la Agencia.
—¿La que se casó con el licenciado Ovejero?
—Esa misma, sí. Nos quedamos dormidos un rato, y como
se me descompuso el reloj, no nos dimos cuenta de lo tarde
que era.
—¿Se te descompuso el reloj? —inquirió mi mujer con la
sospecha en toda la cara—. A ver.
Se lo enseñé; lo observó largamente y comentó:
— ¡Qué extraño!
—¿Qué extraño, qué?
—Ese reloj. ¿De dónde lo sacaste?
127
Algún demonio se ha de haber apoderado de mi cerebro,
porque sin pensar, o mejor dicho, a espaldas de mi concien-
cia, expliqué:
—Es el que me regaló hace nueves años William Faulkner,
¿no te acuerdas?
De inmediato sentí una aplicación de hielo en el alma. ¿Por
qué había mentido, Dios mío, por qué?
— ¿William Faulkner? —dijo ella, primero pensativa y lue-
go furiosa—, No te creo.
Impulsado por una fuerza misteriosa, diabólica, persistí en
la mentira:
—Claro que sí, mi vida, acuérdate, me lo regaló aquella
noche en que celebramos que gané el torneo de tenis. —Y para
abundar en mi vileza agregué—-: Si hasta me lo dio con esta
tarjeta escrita de su puño y letra, mira.
Saqué la tarjeta de mi cartera y se la extendí. Ella la vio de
reojo y guardó un silencio terrible, intransigente. Me sirvió
la comida y se fue a la sala a seguir viendo la televisión. ““Soy
el ser más despreciable sobre el planeta””, me dije. “He come-
tido la mayor infamia, la peor canallada que un esposo puede
cometer con su mujer: le he mentido. ¿Eso quiere decir, en-
tonces, que no la amo?”” Reaccioné con todo el vigor de mi
voluntad y
—¡Te amo!
le grité por encima del ruido del televisor con la más firme
de mis convicciones; pero alla no me oyó o no quiso hacerme
caso. ““He mentido, he mentido””, me repetía intolerablemen-
te mientras me lavaba los dientes. ““Y si una mentira es capaz
de destruir un imperio, cuanto más un hogar. Y la mentira
trascenderá, porque en el acta de divorcio quedará asentado
que mentí, y mis hijos se molestarán por tener un padre men-
tiroso, y la sociedad entera me lo echará en cara, y me desti-
tuirán ignominiosamente de mi puesto de asesor ético de la
CNPVVAF (Comisión Nacional Pro Valores de la Verdad en el
Ambito Familiar). Porque para colmo, vine a decir la primera
mentira de mi vida justo en este sexenio, cuando se acabaron
la hipocrecía, la desvergúenza y el cinismo como símbolos de
nuestra identidad nacional; cuando por primera vez en la
historia la verdad está muy por encima de los intereses políti-
128
cos y financieros; cuando el pueblo, merced a la probidad de
sus hombres públicos y de sus medios de comunicación, ha
recuperado la credibilidad y la confianza y se ha restituido a
la institución del matrimonio su alto contenido humano. Oh
Padre Nuestro que estás en los Cielos, ¿por qué tenía que ser
yo el réprobo, el inmoral?”
En el clímax de mi angustia, con los globos oculares arra-
sados de lágrimas, corrí a la sala, me hinqué frente a mi amada
esposa y, con la voz desgarrada e implorante, le confesé:
—¡ Te he mentido! ¡Oh, sí, te he mentido! ¡El reloj no me
lo regaló Faulkner!
—¿ Quién, entonces?
—Hemingway. Ernest Hemingway me lo dio como premio
cuando le descubrí por quién doblaban las campanas.
—¡Lo sabía! —exclamó ella golpeándose el pecho izquier-
do a manera de gesto triunfal—. ¡Lo sabía! Pero, ¿y la tarjeta?
—Es apócrifa —susurré apenado.
—Oh, mi amor, ¿cómo pudiste hacer eso? Pobrecito de mi
pequeño, cuánto has debido sufrir para caer tan bajo.
Me besó en la frente. Me perdonó y me obligó a jurarle que
ya no iba a volver a decir mentiras. Mis lágrimas amainaron.
Sintiéndome libre de pecado, traté de levantar su falda y
meter mis dedos entre sus muslos pero ella me contuvo:
—Espérate a que termine la comedia. Mientras descansa,
recuéstate un rato. Anda, mi cielo, sé buenito.
Le besé las manos y me fui a acostar, obediente y purifica-
do. Después, la voz de Irene, amodorrada y lacia, con esa
especie de ronquera dichosa que suelen proporcionar el pla-
cer y el sueño, me preguntó:
— ¿Te quedaste dormido?
—No —mentí dejándome acariciar por la humedad: de su
sonrisa—. Es que estaba pensando en las palabras que me dijo
Faulkner cuando me regaló este reloj: *“Te lo doy no para que
recuerdes el tiempo, sino para que puedas olvidarlo de cuan-
do en cuando por un rato y no malgastes todos tus esfuerzos
tratando de conquistarlo. Porque ninguna batalla se gana
jamás. Ni siquiera son libradas. El campo de batalla sólo
recuerda al hombre su propia locura y desesperación, y la vic-
toria es una ilusión de filósofos y tontos.””
129
HILERA DE HOMENAJES VANOS

Hace treinta años andaba tan escaso de juicio y de dinero


como esta mañana cuando sonó el despertador. Y hace ocho,
también. Así que no es nada nuevo. Se le olvidó desarrollarse
a mi glándula de sentar cabeza, o no me la pusieron. Reco-
nozco que a veces me duele ser tan incapaz para ganarme la
vida, pero por lo general se me pasa rápido. Me pongo a leer
alguna página de los viajes de Marco Polo, o a escribir un
ensayo sobre cuál es el comportamiento que debe adoptar el
público durante una crucifixión, y asunto arreglado.
En esta ocasión, sin embargo, de muy poco me ha servido
el fervor intelectual para desarraigarme la pena. Todos mis
pensamientos nacen y mueren en Sofía Elena, la mujer más
íntegramente adorable de la comunidad judía internacional.
Y lo triste, lo dramático, lo que me retuerce de angustia y
desesperación es que carezco de fondos para convidarla a
pasar la tarde en mi departamento porque ni a papel de baño
llego. ¿Y qué amor vive del aire?, me pregunto. Ninguno, me
contesto. Porque bien sé, al igual que lo saben los amantes
todos de este planeta, que el amor humano puede soportar las
peores catástrofes (los celos, la convivencia, las arrugas pre-
maturas, la cama sin tender, los platos sucios, la literatura,
las infidelidades, la impotencia, la frigidez, una verruga en el
lugar más visible de la espalda), pero no sobrevivir a la falta
de dinero.
Esta verdad implacable me condujo, no sin causarle un grave
daño moral a mi conciencia, a concebir la idea de forjarme
un capital. Contemplé entonces, dos posibilidades de obtenerlo:
poner una fábrica de camisas, o meterme a trabajar de buró-
crata. En la primera alternativa fracasé, a pesar de la banca
nacionalizada, por escasez de recursos financieros, y en la
segunda porque después de largos meses de búsqueda por
incontables oficinas no logré dar con el funcionario que pro-
bablemente me ayudaría a conseguir el empleo.
130
Desesperado, volví a mi antiguo oficio de rompenueces, y
trabajé jornadas dobles, y me llevé cientos de nueces para rom-
per en casa, y el patrón estaba contento conmigo porque
rompía yo más nueces que nadie y ya hasta andaba calculan-
do inscribirme al Seguro Social y aumentarme el sueldo y
empezar a pagarme el mínimo establecido por la Ley, pero
entonces ocurrió que se me emperjuiciaron de ámpulas los
dedos y se me aflojaron los dientes y tuve que abandonar, muy
contra mi voluntad, aquella redentora vida productiva.
Le mandé un telegrama a Sofía Elena contándole lo que
había pasado y ella me respondió, en una bella carta de casi
once líneas y sólo siete faltas de ortografía, que por solidari-
dad con los de mi clase en toda una semana no estrenaría
ningún vestido. Yo le creí. Pero, tres días después, me habló
por teléfono mi amigo Pesquisidor para preguntarme si ha-
bía yo oído hablar de un lugar llamado Konstantinsbad, porque
él nada más se acordaba de una galería de arte que se llama
Karlsbad, y que a propósito, ayer en la tarde, en la presenta-
ción de un libro de un tal señor Heidelberg, había visto a
Sofía Elena luciendo un vestido nuevo. Esto me desarticuló
el ritmo del corazón; pero supe, sin lugar a dudas, que ni su
falta de palabra de honor me haría dejar de amarla. Por eso
—pido al mundo perdón con humildad—, esta mañana me ha
dolido como nunca la pobreza. Y por eso, ante mi imposibili-
dad de escribir, saco de mi archivo estos “Dos Homenajes”?
que inventó Luciano Pérez y los transcribo, sin el menor pudor,
a manera de público consuelo.
“En 1883 murió Herr Doktor Marx en Londres, casi whit-
maniano con esa barba gruesa y profunda.
—El era hermoso —dicen sus hijos.
—Él era feo —dicen sus entenados.
Hermoso o feo, nada importa. Plusvalía. Valor de uso. Valor
de cambio. Nada. Nada de eso importa. Marx se perdió entre
las páginas de cien mil libros donde se habla de marxismo,
pero no de Karl. Y Karl se consolaba escribiendo porque es-
taba muy enfermo y sin dinero. La hija suicidada. La esposa
moribunda. Eso, eso es el verdadero marxismo.
En 1883 nació Herr Doktor Kafka en Praga, casi la muerte
con ese cuerpo esquelético y melancólico.
131
—Él era un genio —dicen los poetas.
—Él era un idiota —dicen los normales.
Idiota o genio, nada importa. Expresionismo. Existencia-
lismo. Literatura. Nada. Nada de eso importa. Kafka se perdió
entre las páginas de cien mil libros donde se habla de angus-
tia, pero no de Franz. Y Franz se consolaba escribiendo porque
estaba muy enfermo y sin dinero. El padre indiferente. La novia
remolona. Eso, eso es el verdadero kafkismo.
1983, cada día más cerca del segundo milenio. Marx y Kafka
son homenajeados en mil universidades, mil ensayos, mil
seminarios, mil conferencias. Karl y Franz con gusto hubieran
escupido sobre la gloria de tanta inmortalidad con tal de tener
unos billetes con qué irla pasando. Mismos billetes que necesito
ahora (qué sutil manera de declararme marxista y kafkiano).””

1182
Boletín trasnochado, extraviado, recuperado, tras-
papelado, herrumbrado, fastidiado (etc.)
Los investigadores encargados del caso manifesta-
ron que se ha tendido un cerco sumamente estrecho
y que la detención de los enanos calvos es cuestión
de horas.
o e

A.
hd A OS
me j > : i edi

de 010 EUNF nes


O ASold Dll
Aagá, id LA ray 1) a des
O TE qien
a ya 4 7% il AAA WEA,
a Mete 6
De A A pal det «DO sv
¡MALTA
o auto itaia, MA
, .. de dlaINTA mile

f ' 1 TOA «ou 4 isut


) ys 1 DE Ni E) ¿0n 1 ad

' ' aci a bles ue o


y mi md vr ia é=ká WE

de uN
PARÁBOLA DE UN HUESO DIFÍCIL DE ROER

Bájate de esa nube, me pidió ladinamente la tía Genoveva


mientras bebía té coreano a la sombra de una luna tan baja
y luminosa que nos obligaba a usar gafas oscuras y a caminar
casi a gatas por el jardín: Estar trepado todo el tiempo en una
nube no es sano, no es normal. Anda, baja de ahí. Tú sabes
que te lo digo por tu bien. ¿Verdad que se lo digo por su bien?,
preguntó sin dirigirse a ninguno de sus criados, quienes sacu-
dieron afirmativa y domesticadamente sus cabezotas inservi-
bles. ¿Lo ves, mi lindo? Vamos, baja de una vez. Comprende
que vivir en esa nube no te conviene, tienes que abandonarla,
ser como los demás, poner los pies en la tierra, pensar en el
futuro, en la felicidad.
En realidad nunca he sido muy propenso a pensar en tales
paliativos. Y ahora menos. Porque así como el personaje de
Henry James (*“El útimo de los Valerios””) adoraba una esta-
tua teniendo una hermosa mujer, yo adoro una nube. Y esa
nube es mi vocación, mi valor, mi destino; es mi ternura, mi
razón de ser, mi bien terrestre único e insobornable. Dejarla
significaría una cobardía, una traición inmedible. ¿Y qué
sería de mi existencia sin ella sino una falsedad, una impudi-
cia, una abyección definitiva, un fracaso?
Así que, apropiándome de las indoblegables palabras de
Bartleby, repuse que preferiría no hacerlo. La luna hiena sonrió
y se alejó un poquito. Los ojos de la tía Genoveva se aborras-
caron detrás de los cristales ahumados. Piénsalo bien, me
amagó con taimada dulcedumbre. No necesito pensarlo dos
veces, le contesté, y aproveché para untarle en las orejas aquella
escrupulosa frase de Poe: '“Acuñar moneda con el propio
cerebro, a una señal del amo, me parece la tara más dura de
este mundo””. Eso es literatura, babeó la vieja sinuosa con
sorna, con un inocultable rencor: Tienes que ser práctico. Dé-
jate de tonterías y baja ya. Pero ocurre que hay obediencias
105
para las que estoy negado. De manera que dije no. Y los cria-
dos, empequeñecidos y encanallados por una mansedumbre
de toda la vida, se espantaron, muequearon, cacarearon,
remolinearon, se emboscaron para intrigar en mi contra, para
imprecarme, para solaparse su pobrecía, confortarse en su
poquedad, salvaguardarse del contagio de la sedición. Porque
ya se sabe que decirle no a la tía Genoveva es lo peor que puede
hacer un hombre, lo más peligroso, lo que margina, desman-
tela, condena irrevocablemente, invalida, aniquila. “Nuestro
planeta fue hecho para quienes asienten, conceden y toleran”,
escribió alguna vez Julio Torri. “Los que contradicen no son
de este mundo.””
Está enfermo, chillaron enjauriados los lacayos de la tía
Genoveva: Necesita ayuda profesional, está loco. Y con ese
fervoroso sentido común de los cretinos determinaron despo-
jarme de casa y de trabajo, cerrarme las puertas, cambiar las
cerraduras, dejarme desnudo, en la miseria, y aun así porfié
que no, y entonces empezaron a golpearme duro y a la cabeza,
duro y al cerebro, duro y al origen de la terquedad, duro y
sin misericordia para que entendiera, para hacerme entrar en
razón, para extraerme *““esa nube maligna que te está arrui-
nando””. Y entre golpe y golpe la querida tiíta me rogaba
perniciosamente: Hazlo por la mujer que amas, hazlo por el
hijo de tu sangre, hazlo por tus hermanos, por tus padres, hazlo
por la integridad de tu hogar, hazlo por la fe cristiana que
te inculcamos, hazlo por la sociedad. No seas testarudo, no
seas intransigente, no seas rebelde. Desciende de tu nube y
todo te será perdonado. Mira a tu alrededor, todos te quere-
mos. ¿Por qué insistes en causarte daño, en perjudicarte, en
destruirte?
No cedí, sin embargo. Y fueron días y semanas y dos meses
y medio de soportar indignidades, torturas, escarnios. Y no
me rendí. Y entonces, parapetados en su infame impunidad,
corrieron entre los habitantes del jardín la cobarde especie de
que el pobre Agustín se había vuelto loco, y que no tenía
remedio. Y luego, creyéndome arruinado para siempre, me
echaron a la calle como quien se deshace de un mueble viejo,
de un andrajo. Pero la tía Genoveva y sus militantes de la ser-
vidumbre ignoran que, como apunta Juan José Arreola, “el
136
hombre nunca tendrá una sola cabeza, para que alguien pueda
segarla de un golpe””. De modo que a pesar de las depredaciones
y de las canalladas con que me batallaron, todavía respiro, y
todavía soy capaz de procurarme un pan, y todavía traigo en
su sitio mis redaños y mi nube anda conmigo.

137
A PROPÓSITO DEL HOMBRE NUEVO

“Hay ciertos secretos que no se dejan expresar””, comentó


enigmáticamente alguna noche en medio de una tormenta
horrorosa Edgar Allan Poe. Yo, que no ignoro lo que es el
sufrimiento, deseo una vez más ser sincero con mis semejan-
tes y revelarles el secreto de mi éxito. Si alguien, merced a mi
ejemplo, deja atrás las vicisitudes de una existencia mediocre
y se convierte en un triunfador, habré cumplido otra de las
encomiables misiones que me ha deparado el destino.
Todo empezó por el principio. Recuerdo indeleblemente que
cuando nací, el mundo a mi alrededor era una sola y vasta
alegría. Entre risas y ternuras humedecidas por la novedad de
ese trocito de carne prendido con inocente glotonería a la teta
materna, se decía lo que suele decirse cuando hace uno su
aparición sobre esta tierra: tiene las orejas del papá, el vello
de las piernas de la tía Carola, los dedos de los pies del tío
Escalígero (que por cierto no ha venido, ¿verdad?, ha de
estar metido otra vez en casa de esa mujer); las axilas de la
abuelita Hildegarda, las pestañas de la Cuca, las vértebras de
la nana Elisa, la risa limpita de la mamá... De repente, una
voz de alarma concentró la atención dispersa: “Pero, ¿ya se
fijaron?, tiene el pelo lacio.” Un estupor categórico e incon-
mensurable mortificó todos los rostros. Mi padre dejó un
brindis en suspenso y se volvió a mirarme; yo abrí los ojos
y deposité mi vista todavía borrosa en los ojos de mi madre;
mi madre, aturullada por la angustia, me apretó contra su
pecho rebosante y casi me asfixia. Era cierto. Aunque de
bonito color, mi pelo era lacio. Intuí, a pesar de que mi cultura
estaba aún en pañales, que aquella característica capilar debía
de significar algo malo.
Mis padres, que no por el matrimonio habían dejado de ser
fieles lectores de la Biblia y de la tragedia griega, mermaron
en su amor a causa de mi desgracia y durante algún tiempo
138
se insultaron y se maldijeron mutuamente todas las noches
mientras se desvestían para cumplir sus deberes conyugales.
A la hora de la siesta, peleaban por un fragmento de “El
cantar de los cantares”? o por quién de los dos debía ir a tirar
la basura, pero yo sabía que peleaban por el estigma de mi
pelo lacio. Dichosamente para ellos, mis seis hermanos y
mi hermana la menor sacaron el cabello normal. Sólo que
mamá tenía que embadurnarme limón en los pelos para po-
der peinarme y esto la fastidiaba muchísimo, porque después
apenas si le alcanzaba el día para recoger las hamacas y hacer
la comida y lavar y sacarle brillo a los zapatos de papá y
todas esas cosas en las que se afanaba para conservar la figura.
La maledicencia del barrio, por su parte, profería los domingos
al salir de misa: ““Nada que se le compone el pelo a este chi-
quito.”? Y mi tío el párroco, los viernes que venía a casa a
tomar chocolate, reflexionaba mirando de uno en uno a los
miembros de la familia y acariciando mi mollera: “Estas cer-
das de seguro esconden un pecado muy gordo.”” Luego todos
a una le devolvían la mirada y él se ponía a hablar de la
importancia que para el comercio de su época tuvo la guerra
de Troya.
Hastiado de la situación, mi padre le ordenó a mi madre
que me llevara con el doctor Facecia, que fue el que le quitó
al primo Longobardo el trauma enorme por lo de la verruga.
Sin embargo, el tratamiento psicológico que padecí de los cinco
a los doce años no modificó la forma de uno solo de mis
cabellos, no obstante que como complemento de la terapia
usaba yo permanentemente un gorro elástico más implacable
que una camisa de fuerza. Y cuando cumplí los dieciséis,
aprovechando la coyuntura de que mis tías dijeron que ya no
estaba yo en edad de seguir durmiendo con mis primas por-
que hacíamos un escándalo tremendo, mis afligidos padres me
mandaron rapar y por las noches, antes de encasquetarme el
gorro de dormir, me untaban caca de vaca sobre el cráneo.
Este remedio tampoco dio resultado.
Un día, no tuvieron otra salida que reconocer su fracaso
y, no sin dolor, me corrieron de la casa. El tío Escalígero (a
quien nunca conocí porque siempre estuvo metido en la cama
de esa mujer), a la hora de los abrazos de despedida, desafió
139
la censura familiar y me mandó regalar, como muestra de
solidaridad, tres sombreros: uno café, uno negro y uno para
cuando hiciera calor. Con este único menaje dije adiós a las
alegrías de mi infancia, a las calideces de mi primera juven-
tud, a los pechos de mamá amustiados por tanta lactancia,
a mis hermanos que siempre me miraron con envidia, al patio
de la casa con su veleta y sus tulipanes, a los charcos de la
vereda en las temporadas de lluvia, a la quietud de las igua-
nas sobre las mojoneras, a los días de plaza con papá, al
baño de la tarde con mis primas. ““El tiempo no rehace lo que
perdemos””, afirma Borges. “La eternidad lo guarda para la
gloria y también para el fuego.”” Así es.
En la granja sanatorio para jóvenes con problemas de cabello
lacio a la cual me enviaron, aprendí cómo usar la soledad los
365 días del año. Asimismo, cómo caminar por el alambre de
la existencia sin red de seguridad. Y lo más importante: cómo
vencer los obstáculos impuestos por la naturaleza. Un ama-
necer, en tanto repasaba mis lecciones sobre la industrialización
del chile habanero, una sabia voz interior me conminó: ““Si
natura ha jugado contigo, tú debes jugar con natura.”” Du-
rante muchas semanas no hice sino tratar de descifrar aquel
enigma. Reprobé el semestre, pero di con la clave: debía en-
chinarme el pelo. Confieso que el miedo se apoderó de mí.
Experimenté agudos estremecimientos. Una especie de'horror
sagrado acometió a mi alma. Contraje dudas cósmicas, sueños
malignos, inflamaciones en la vejiga. El ángel y el demonio
que me habitan lucharon como hermanos carnales por la
posesión de una herencia. Finalmente me armé de valor y,
recordando las palabras de la tía Carola cuando decidió rasu-
rarse las piernas, exclamé: ““Que sea lo que Dios quiera.””
Aproveché la visita quincenal de mi primas para solicitar-
les algunos utensilios estéticos y el día de mi cumpleaños reci-
bí, burlando la vigilancia de los celadores, un peine envuelto
en pan de cazón, un cepillo de pelo decorado a la manera de
tamal de hoja de plátano, tres docenas de pasadores ingenio-
samente disimulados entre la cebolla de dos órdenes de panu-
chos, y diecinueve rizadores disfrazados de velitas de pastel.
Los ingredientes químicos que necesitaba me los proporcionó
una enfermera que se hacía pasar por loca con el fin de obtener
140
doble ración de comida. Convertí mi cuarto de castigo en
laboratorio, y tras varios meses de aplicación, de búsqueda,
de desvelos, de fiebre intelectual, logré mi ansiado objetivo:
La fórmula maravillosa y redentora de un fijador permanen-
te. Acto seguido, dueño absoluto de mí mismo, hice realidad
mi sueño dorado: ¡me enchiné el pelo! Y me transformé, de
la noche a la mañana, en un hombre nuevo.
Gracias a esta feliz circunstancia abandoné la granja sana-
torio y me reconcilié con papá y mamá pocos años después.
Y cuando los pilares del consorcio industrial internacional que
adquirió la fórmula prodigiosa para comercializarla, me pre-
guntaron por el secreto de mi éxito, les dije, con la misma
humildad con que lo digo ahora a ustedes: “Constancia,
paciencia, voluntad: he aquí el secreto.”? No de otra forma
se alcanzan el reconocimiento, la celebridad, el dinero. No de
otra forma se llega a ser un benefactor de la humanidad.

141
EL MONO EN SU TRAPECIO

Mi otro yo, el enamoradizo Heliogábalo Basílides, me invitó


a tomar un café en una librería de avenida Juárez donde acos-
tumbran dejarse ver unas muchachas de piernas espléndidas,
pechos amorosos y bocas para muchos besos. A veces ocurre
que, como si se pusieran de acuerdo, todas aparecen con pan-
talones, gabardinas y zapatos tenis y entonces uno tiene que
disimular su frustración aplicándose a leer o a conversar consi-
go mismo sobre literatura fantástica. Esa tarde, desgraciada-
mente, no pude acudir a la cita porque justo a las siete y cuarto
de la mañana me rompí una pierna al bajarme de un columpio
en el parque España y perdí el resto del día en lo que me la
enyesaban y las enfermeras me autografiaban el yeso.
Qué terror, qué angustia, qué soledad sin límites se apoderó
de mi alma esa noche al llegar a mi departamento. Cuántos
platos sucios, cuánta ropa tirada, cuánto silencio a mi alrededor
fuera del ruido obsesivo de la bomba de agua. Me sentí, de
pronto, como cuando era chiquito y mis padres se iban al cine
y no había nadie cerca para corisolarme si me asustaba. Como
pude, tragué tres píldoras: una amarilla, una verdecita y una
para domeñar los nervios. Al poco rato, incómodo por la
novedosa rigidez de mi pierna fracturada y atontado por los
antibióticos, cerré los ojos. Cuando recobré el sentido, He-
liogábalo estaba sentado frente a mí, mirándome como quien
mira una uña sucia.
— ¿Qué te pasa, manito? —me preguntó pasándome una
vasija, la crema de afeitar y la navaja—. ¿Por qué esa cara?
—Es que dormí mal anoche —le contesté al tiempo que
determinaba no rasurarme (por si viniese a visitarme Lady
Macbeth, porque ella sabe que frotar mi barba crecida contra
su mejilla es mi manera de demostrarle el ímpetu con que la
deseo).
142
—¿Y a qué se debió? —volvió a preguntar él, con tanto
interés como si indagara acerca de una cucharita de plástico—.
¿Tomaste café pasadas las nueve, o cenaste fuerte, o dormis-
te bocarriba, o qué?
—No, nada de eso —le dije sacándome desde el fondo de
los pulmones un suspiro apesadumbrado—. Lo que pasa es
que, sabes, desde hace días siento que me sobra la mitad de
la cama.
Luego de hacernos esta confesión inesperada, le di cuerda
a mi reloj inservible y, un poco por costumbre y otro poco
por atenuar el efecto de mis palabras tan llenas de sinceridad,
me puse a cantar con aire de nostalgia la segunda parte de ““Bie-
naventurados los que pisan fuerte””, del archiduque Difelio
Hammerklavier. El color ligeramente dramático de esta pieza
no logró, sin embargo, devolverme la presencia de ánimo.
De modo que, con la celeridad que mi estado permitía, me
levanté, me puse la bata, cogí a Heliogábalo de muleta y fui
al baño a lavarme la boca y después a la cocina a prepararme
un par de huevos al credo, un atole de vainilla y unos bisquets
con mermelada. (Recordé, al echarle un vistazo al calenadrio,
que tengo que pedir un tanque de gas y concluir mi ensayo
sobre la influencia del jitomate en los comportamientos sexua-
les.) Cuando terminé de desayunar, había decidido llenar esa
mitad de cama que me sobraba.
— ¿Una mujer de planta en esta casa? —exclamó Heliogá-
balo con un gesto de espanto semejante al que hace Agame-
nón cada que Clitemnestra se acerca con el cuchillo a pedirle
el gasto—. ¿Te das cuenta de lo que dices?
—Sí —le dije, sintiendo una efervescencia como de gastri-
tis en la garganta—. Ya me cansé de dormir solo, y de comer
solo, y de pasarme las horas platicando con las paredes o con
el retrato de mamá. Ya estoy harto de que en el mercado, o
en la panadería, o en la lavandería automática, se comente a
mis espaldas: “Si vive solo es porque ha de ser misógino, ¿no
crees?; o quién quita y es maricón, tú; o a lo mejor es uno
de esos perversos que quieren que su señora le haga cosas
indebidas; o va al psicoanalista; o no le gusta trabajar y ni
modo que ninguna mujer acepte vivir con él si no la va a
mantener.” Sí, ya estoy harto. Ya no soporto más esta más-
143
cara de feliz profesional que se contenta con la gloria efímera
de los amoríos ocasionales. Quiero volver a ser sincero, de
veras. Llenar de nuevo mi destino.
— Nusiones de adolescente a estas alturas? —inquirió He-
liogábalo con una mezcla de ironía y desprecio—. No pierdas
el tiempo, mano. Desgraciado una vez, desgraciado para toda
la vida.
—Es en serio, Heliogábalo.
Ah bueno, si es en serio... —dijo él con expresión de estar
tratando de averiguar cuál es la célula del cerebro que induce
al hombre a querer sentar cabeza—. ¿Y quién es la elegida?
Aquí fue donde se me emperjuició el duodeno y la pierna
me empezó a doler. Porque no tengo mujer a la vista. Digo,
una mujer capaz de contentarme el sueño y aproximarme a
la dicha. Y quiero tenerla. Y Dostoievski piensa que ““el ma-
trimonio es la muerte moral de toda alma orgullosa, de todo
espíritu independiente””. Y Faulkner cree que “lo mejor es
vivir en un sueño sin llegar a realizarlo, pues de lo contrario
se llega a la saciedad. O a la tristeza, que es peor””. Y los
médicos dicen que tardaré enyesado dos meses, por lo menos.
Y yo, mientras tanto, a escondidas de Heliogábalo, es decir,
de mí mismo, escribo estas líneas para hacer del conocimien-
to de mis admiradoras que ahora sí estoy dispuesto a vivir
acompañado y que los zapatos de mi preferencia son los mo-
casines de color café, gris o negro en sus diversas tonalidades.
Las interesadas en ocupar la mitad vacante en mi cama pueden
llamarme por teléfono (de 2 a 4) para que les informe con
mayor detalle sobre la medida exacta de mi pie y mi pasión por
el calzado.

144
UNA CAMISA DE FUERZA PARA DOS

Hace apenas tres semanas, mi imagen en el espejo era la de


un pobre diablo cada vez más enflaquecido, más doblegado
por el andar de las amarguras sobre sus años, como si trajera
a las espaldas una mochila repleta de hastíos, de resentimien-
tos, de pleitos sinceros contra las ganas de vivir. Es natural
que me encuentre así, pensaba. No se puede uno echar encima
impunemente tantas búsquedas, tantos falsos encuentros,
tantos malogros. Me veía con un poco de lástima, y a ratos
hasta con un poco de desprecio. Por fortuna, en esos días me
rompí la pierna y este hecho, terrible e insignificante, me salvó
del callejón sin salida en que me encontraba. Conocí a Per-
fectacasada, y de inmediato comencé a solaparme una espe-
ranza, a sentir un conato de dicha, una aproximación al um-
bral redentor.
Cuando ella vino a verme, en su calidad de dama voluntaria
del Comité Nacional de Asistencia Moral a los Caídos en Des-
gracia (CONAMOCADE), pude notar en su vestimenta impecable
y en la sonrisa casi permanente de su cara, que era la mujer
ideal. Sin soltar su bolso de mano, elogió la calidad del yeso
que me habían puesto y me contó que un hijo suyo, ya casa-
do, había sufrido un accidente parecido la última vez que fue
a esquiar. Le ofrecí café y galletas de animalitos y en poco
menos de dos horas me convenció de que la vida vale la pena,
de que la felicidad existe, de que el mundo es hermoso cuando
se le sabe mirar, de que la tristeza, el aburrimiento, las penas,
son lo peor para la salud. Yo no sabía de qué enamorarme
primero: si de sus ojos, que semejaban dos hornos ardientes,
o de sus muslos, que mostraba con distracción y elegancia apro-
vechando que estábamos sentados en el suelo. En ningún
momento objetó la falta de muebles y este detalle de solidaridad
humana terminó de ablandarme el alma. ““Recuerde que todo
está en usted mismo””, me recomendó al despedirse. “Todo lo
145
que usted quiera lo puede conseguir si lo desea realmente y
pone en ello su máxima voluntad, su mejor esfuerzo.”” Le besé
las palmas de las manos en señal de agradecimiento y la obligué
a prometer que no me abandonaría en mi soledad, que regre-
saría al día siguiente.
Con el tiempo logré interesarla en la literatura y muy pronto
descubrí que poseía una singular capacidad para leer de corrido
las cartas que le dirigió Kafka a Milena. Al cabo de una semana
comprendí que ya estaba preparada para empresas mayores
y le propuse que leyéramos al alimón “Un artista del ham-
bre”, idea que le pareció maravillosa y le provocó dos lágrimas
de alegría conmovedoras. Pero esa tarde se volvió a ir la luz,
y como a ella la ambigitedad del crepúsculo le daba un miedo
enorme, dejamos a un lado el cuento del señor K. y nos abra-
zamos como dos bebés llenos de susto y cuando caímos en
cuenta ya estábamos buscando cómo solventar la incomodi-
dad que imponía mi pierna enyesada.
Comenzó, a partir de entonces, a hablarme cada vez con
mayor frecuencia de los negocios de su marido, de las ocupa-
ciones de su marido, de los viajes de su marido, de las tempora-
das en que le daba por pensar en el divorcio, pero la sociedad,
la familia, los hijos, un matrimonio de tantos años, después
de todo nunca le había faltado nada, tenía una posición, lo
único era que a veces, tú sabes, una mujer necesita, cómo te
diré, claro que hay cosas que las mujeres no deben pedir, o
no saben, qué pensará él, y aprendes a quedarte callada, a
pensar en ti misma como algo ajeno, o a no pensar, para eso
se inventaron las pastillas para dormir, se acabó el cuerpo
para ti, te dices, tú no eres una mujer, eres una señora, ¿sabes
cuánto hace que no me toca mi marido?, has de pensar que
soy una tonta, no sé por qué a veces me pongo a hablar y
hablar, perdóname, no quiero aburrirte, no te vayas a fasti-
diar de mí, ten paciencia conmigo, me siento tan contenta
contigo, déjame quererte, te quiero mucho, perdóname, es que
te quiero tanto.
Sin embargo, Perfectacasada no correspondía a mi entrega
ni a mi cariño de una manera lógica. De modo que, aun sin
proponérmelo, tuve que adoptar una conducta ligeramente
extraña.
146
— ¿Qué te pasa, cariñito? —me preguntó al encontrarme ras-
cando con gesto de abstracción y furia el yeso de mi pierna.
—Nada —le contesté sin suspender la obsesiva tarea de mis
uñas.
— ¿Estás enojado conmigo? ¿Hice algo malo? — interrogó
con una actitud tan sumisa y servil que de lejos merecía una
bofetada.
—NOo es contigo la cosa —le respondí, cortante como una
hoja de afeitar recién estrenada.
—¿Qué es? Dímelo. Tenme confianza.
—No puedo. Vete, por favor. Déjame solo.
—¿Ya te cansaste de mí?
Me puse en la boca una sonrisa amarga, le besé las manos
profundamente y expresé, no sin patetismo:
—Te quiero como no he querido a ninguna otra mujer en
mucho tiempo. De eso puedes estar segura. Lo que pasa es
que...
—Dímelo, querido. No me hagas sufrir.
—Es que, tengo un problema, y...
Me miró con astucia, casi con inteligencia. No supe si la
piedad que asomó a sus ojos estaba dirigida a ella misma o
a mí. “¿Cuánto necesitas?””, murmuró su voz con una mezcla
de firmeza y vaguedad, con algo que rozaba la tristeza. Se lo
dije. Su expresión no se alteró. Firmó el cheque y me lo puso
en la bolsa de la camisa. ““Arreglado””, dijo haciendo un gesto
un poco teatral. Luego sonrió alegremente, sin rencor, y co-
menzó a desvestirse. Por la noche, pasamos de la correspon-
dencia de Kafka a la de Joyce con Nora Barnacle.

147
DELACIÓN DE LOS HECHOS

Después de leer aquella frase de Lawrence Sterne “Una de las


singulares bendiciones que me han caído en suerte es que no
puedo pasar una hora sin enamorarme perdidamente de algu-
na mujer”, decidí hacer del dominio público el origen de mi
famosa colección de calzoncillos, la cual, como todo el mun-
do sabe, es la más completa y original entre los cultos habi-
tantes de la colonia Condesa. Sólo que antes de entrar en
materia quiero declarar, al igual que Sterne durante algún
alto en el camino de su laborioso Viaje Sentimental, que *'no
escribo en disculpa de las flaquezas de mi corazón, sino para
dar cuenta de ellas””. Y dar cuenta es algo que me alegra, pues
siempre soy quien las recibe junto con amenazas de embargo.
Todo empezó una tarde semejante a cualquier otra a la hora
de vestirnos. La señora joven con la que acababa de emplearme
dijo de pronto que deseaba llevarse mis calzoncillos para
lavarlos. Me negué aduciendo, con la verdad en la mano, que
estaban limpios (la pulcritud de mis calzoncillos es una de mis
preocupaciones fundamentales; otra, cómo evitar la caída del
cabello). Discutimos un par de horas hasta que confesó que
deseaba conservarlos a manera de recuerdo. Capricho de mu-
jer, pensé, transigiendo. Muy pronto descubrí que no se trataba
de un capricho, sino de una nueva costumbre femenina.
A partir de esa tarde memorable, dos de cada tres compa-
ñeras eventuales de lecho decidieron trasladar mis calzonci-
llos a su vitrina de trofeos. En poco menos de un mes, todas
hacían lo mismo. Más tardaba en ponerme los calzoncillos que
éstos en ir a parar al archivo personal de alguna de mis queri-
das. Iba a la boutique, me compraba una docena de calzoncillos
y para el fin de semana ya no tenía ninguno. Todo el dinero
que ganaba, y el que la generosidad de cierta dama solía
proporcionarme ('“la naturaleza ha sido dadivosa con la se-
148
ñora, séalo la señora para este pobre””), huía de mi libreta de
ahorros en la compra de calzoncillos. Esta circunstancia,
aunada al auge petrolero y al rígido control de la inflación por
parte del gobierno, me condujo a la quiebra económica.
Me vi obligado, entonces, a tomar medidas drásticas y de-
sesperadas. Solicité préstamos bancarios, que me negaron; pedí
ayuda a los amigos, que se fingieron de la vista gorda; traté
de empeñar algunas pertenencias: dos navajas de rasurar, un
retrato —sin marco— de mi abuela, un cepillo de dientes de
medio uso. En vano. Derrotado, enflaquecido por el acoso
de la desgracia, empujado al abismo donde impiadosas se her-
manan la miseria y la desdicha, tuve que ceder a la determi-
nación más penosa de mi existencia: ¡dejar de usar calzonci-
llos!
Sí, aunque parezca la peor infamia, la más grande canallada
que mortal alguno pueda cometer consigo mismo, eso fue lo
que hice: dejar de ponerme calzoncillos. Nadie conseguirá
jamás sospechar siquiera lo que padecí entonces. El ser más
sensible, el lector más apasionado del “Diario de un seduc-
tor””, de Kierkegaard, es incapaz de imaginar el sufrimiento,
la tortura infinita que representa el andar sin calzoncillo por
la vida. El Minotauro sacado a la fuerza de su laberinto no
sería tan infeliz. Una lechuga sin agua no se pondría tan ama-
rilla. Edipo privado de Yocasta no experimentaría mayor
orfandad y desolación. Porque, ¿qué es el hombre sin calzon-
cillos? Nada, una lágrima errante en medio del universo, eso es.
Para soportar con entereza la cuita moral que me causaba
aquella terrible decisión, me coloqué en una brutal disyuntiva:
largarme a jugar un partido de tenis o subir de inmediato
a la azotea a lavar tres pares de calcetines. Opté por esto último
y durante quince minutos creí posible el olvido. Al escuchar
mi canto (siempre que lavo mis calcetines me acomete una
melancolía inmensa y tengo que cantar un aria de ““Los niños
naúfragos en la desembocadura del río””, de Wilkie Kemelman),
mi vecina del 506 subió a indagar qué ocurría, y al contem-
plar en mi rostro las hondas huellas de la desventura, se ofreció
a beber un café conmigo en mi departamento. Mientras se
calentaba el agua, comenzó a explorarme bajo las ropas, y
cuando deslizó el cierre y encontró mi talón de Aquiles a flor
149
de pantalón, yo enrojecí de vergúenza y susurré, sintiendo su
expresión azorada sobre la desnudez de mi alma: Es que no
tengo calzoncillos. Ella, conmovida en lo más íntimo de su
instinto maternal, pareció convulsionarse con mi desgarrador
acento de sinceridad y, probablemente para aliviarme de mi
desamparo, se hincó y me acarició y me besó con una furia
tierna y voraz y sabia que nunca había manifestado en la
cocina. Por la noche regresó con un obsequio inesperado: seis
elegantes y viriles calzoncillos.
—Oh, no puedo aceptarlos, dije dándome aires de digni-
dad, pero sacudido por los escozores de la emoción.
—¿Por qué no? Son talla 34. Anda, pruébaté unos, me
muero por vértelos puestos.
Al día siguiente repetí la experiencia con otra señora (las
señoritas no están incluidas en la línea que trabajo). Luego
con otra. Después con otra. Y el mundo volvió a sonreír para
mí. El maná de los calzoncillos inundó los cuartos de mi casa.
Entre mis adictas, no hubo una sola que se mostrara mezqui-
na. Y con el tiempo hasta llegué a adoptar la carencia como
técnica de seducción. Cuando conocía una mujer, en lugar de
expresarle Mucho gusto, Encantado, Para servir a usted, o
cualquier sofisticación por el estilo, le decía, con inocente per-
versidad: No uso calzoncillos. (Esta frase me ilustró cuán
curiosa puede ser la naturaleza femenina, y cuán magnánima.)
Con el tiempo, también y en virtud de mi sentido del orden,
inventé un sistema para clasificarlos (por marcas, por diseños,
por telas, por colores) y ponerles claves destinadas a conocer
el nombre de las donantes. Porque, una vez concluido el
trámite carnal, irremediablemente deseaban verme posar con
los calzoncillos que me habían regalado. Por lo tanto, una equi-
vocación, una truza verde en lugar de un bikini bordado a
mano, por ejemplo, hubiese sido considerada como gesto de
desamor o signo de mal gusto. Y eso nunca. Nadie ignora que
mi caballerosidad de amante y mi espíritu de coleccionista se
sustentan en dos principios incanjeables: delicadeza y probi-
dad.
Tal vez algunos de mis innumerables discípulos, sabedores
del alto significado de mi colección de calzoncillos para el
desarrollo cultural de nuestro país, no estén de acuerdo con
150
mi humilde forma de narrar los hechos. Pero, ¿qué puedo yo
decirles, amigos míos? ¿Cómo justificar mi modestia? Acaso
recordándoles que, como apuntó André Breton en un extra-
ño impulso de lucidez, la vida y lo que se escribe son dos
cosas distintas.

151
er
Ús
atmi a
a
Ak
Ñ Mead TIO yolileion 10D e
pro 0 0 hada co
304p ol x sli ul,
" e METERS 2 ÍA

a
$5
1d
| o ”

p N
y
0
h

» |
Ñ
Sy
? e"
lr
>
e

ve
—Señor Ministro del Ministerio, se dice que en las
cárceles del país las torturas son una práctica
común. ¿Es cierto eso?
—Mire usted, las torturas pertenecieron a los
tiempos de la Inquisición. El nuestro es un régi-
men respetuoso de los Derechos Humanos. Cual-
quier tipo de presión física o moral que atente con-
tra las libertades del individuo es enérgicamente
rechazada por nosotros. ¡Nosotros estamos del la-
do de la razón y de la justicia, nunca de la fuerza!
—Efectivamente, señor Ministro de! Ministerio.
Muchas gracias, señor Ministro.
E A O ami
Ca std nos sunno ¿A e
: Cesa apo ¿Ay O.
al tan ara jior el dan Ak
Hr a toria TA nd 1d Y A
is rm dd tod roda net
mu ds lt e bt alolr o
Wirmtagióas 9 abedbal tab rabarmadil sa) 011
Avid nt agria ten sea ebro
ñl irtstl al rn ar ei al e ÚS UD
A ON bad om e, nl
' emirid ds Ar ta A
Boletín patriótico
Si usted los ve, ¡deténgalos!
'
A AAA Aaa
clips ri: ml! ar 2
LECTURAS MEXICANAS
SEGUNDA SERIE
Títulos publicados

. Juan José Arreola. Varia invención


. José Revueltas. El luto humano
. Elena Garro. Los recuerdos del porvenir
DN . Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis, José
HKhuw

Emilio Pacheco. Poesía en movimiento lI


. Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis, José
Emilio Pacheco. Poesía en movimiento II
. Vicente Leñero. El garabato
. Rafael Bernal. El complot mongol
. Hugo Hiriart. Galaor
. Jorge Ibargúengoitia. Las muertas
. José Carlos Becerra. El otoño recorre las islas
. René Avilés Fabila. Tantadel. La canción de Odette
. Silvia Molina. La mañana debe seguir gris
. José Agustín. De perfil
. Salvador Elizondo. Farabeuf
. Ma. Luisa Puga. Las posibilidades del odio
. Gerardo de la Torre. Ensayo general
. E. González Pedrero. La riqueza de la pobreza
. Homero Aridjis. Perséfone
. Gustavo Sáinz. Obsesivos días circulares
. Eduardo Lizalde. Antología impersonal
. Elena Poniatowska. Hasta no verte Jesús Mío
. Ignacio Solares. Anónimo
. Ma. Luisa Mendoza. De ausencia
. Federico Arana. Las jiras
. José Joaquín Blanco. Función de medianoche
. Sergio Fernández. Los peces
. Jaime Sabines. Poesía, nuevo recuento de poemas
. Agustín Ramos. Al cielo por asalto
. Arturo Azuela. El tamaño del infierno
. Jaime García Terrés. Los infiernos del pensamiento
. Ma. Elvira Bermúdez. Muerte a la zaga
. Augusto Monterroso. Obras completas (y otros
cuentos). La oveja negra
. Héctor Azar. Olímpica e Inmaculada
. Enrique Florescano. Origen y desarrollo de los
problemas agrarios de México
. Tomás Segovia. Anagnorisis
. Inés Arredondo. Río subterráneo
. Óscar Oliva. Estado de sitio y otros cuentos
. Guillermo Samperio. Miedo ambiente v otros miedos
. Rodolfo Usigli. Ensayo de un crimen
. Beatriz Espejo. Muros de azogue
. Luis González de Alba. Los días y los años
. Josefina Vicens. El libro vacto
. Andrés Iduarte. Preparatoria
. Carlos Monsiváis. Amor perdido
. Ricardo Garibay. La casa que arde de noche
. Marco Antonio Montes de Oca. A/ltanoche
. Salvador Castañeda. ¿Por qué no dijiste todo?
. Emmanuel Carballo. Protagonistas de la literatura
mexicana
. Jesús Silva Herzog. Una vida en la vida de México
. Eduardo Matos Moctezuma. Muerte « filo de
obsidiana
. Rafael Ramírez Heredia. El rayo Macov
. Jaime Labastida. Plenitud del tiempo
. Paco Ignacio Taibo Il. Días de combate
. Efraín Huerta. Poesía 1935-1968
. Daniel Cosío Villegas. Memorias
. Sergio Mondragón. El aprendiz de brujo y otros
poemas
. Gastón García Cantú. Las invasiones
norteamericanas en México
. Margarita Paz Paredes. Litoral del tiempo
. Carlos Solórzano. Teatro breve
. Armando Ramírez. Chin chin el teporocho
. Jesús Gardea. Los viernes de Lautaro
. Gabriel Zaid. Cómo leer en bicicleta
. Víctor Hugo Rascón. Tina Modotti y otras obras de
teatro
. Luisa Josefina Hernández. Nostalgia de Troya
. José Emilio Pacheco. Morirás lejos
. Eugenio Aguirre. Gonzalo Guerrero
. Luis Arturo Ramos. Los viejos asesinos
. Demetrio Sodi M. La literatura de los mayas
. Carlos Montemayor. Minas del retorno
. Alberto Dallal. El dancing mexicano
. Luis Spota. Casi el paraíso
. Enriqueta Ochoa. Retorno de Electra
. Jorge Ibargúengoitia. La ley de Herodes
. Parménides García Saldaña. El rey criollo
. Héctor Manjarrez. No todos los hombres son
románticos
. Germán List Arzubide. El movimiento estridentista
. Andrés Henestrosa. Los hombres que dispersó la
danza
. José de la Colina. La tumba india y otros cuentos
. Jaime Augusto Shelley. Abuso del poder
. Juan Tovar. Las adoraciones
. Marco Antonio Campos. Desde el infierno y otros
cuentos
. Margo Glantz. Las genealogías
. Agustín Monsreal. La banda de los enanos calvos
. Fernando Curiel. Vida en Londres
. Gerardo Deniz. Mansalva
. Juan José Arreola. La feria
. Ermilo Abreu Gómez. La Conjura de Xinum
. Ricardo Flores Magón, ef al. Regeneración 1900-1918
. Juan Bañuelos. Espejo humeante
. José Revueltas. Dormir en tierra
. Enrique Semo. Historia del capitalismo en México
. Samuel Ramos. Perfil del hombre en México
. Luis Mario Schneider. Obras completas de María
Antonieta Rivas Mercado
. Renato Leduc. Los banquetes y el corsario beige
. Pablo González Casanova. Un utopista mexicano
Este libro se terminó de imprimir el
2 de abril de 1987 en los talleres
de Lito Ediciones Olimpia, S.A. Se-
villa 109, 03300 México, D.F. Se
encuadernó en ENCUADERNACION
PROGRESO, S.A. Municipio Libre
188, 03300 México, D.F. El tiro fue
de 20 mil ejemplares.
Diseño y fotografía de la portada:
Solar / Rafael López Castro.
ro

Ñ
En diciembre de 1982, a pro-
pósito de la aparición de Swe-
ños de segunda mano, Elena
Poniatowska escribió: “Agustín
Monsreal sigue tan carirredon-
do, tan espontáneo, tan ange-
lical, tan sonriente, tan peli-
mojado por la lluvia como en
1978 cuando ganó el Premio
Nacional de Cuento con su li-
bro Los ángeles enfermos.
Mario Benedetti, Huberto Ba-
tis y Sergio Galindo lo declararon el mejor y tuvieron razón
porque Monsreal es un escritor verdadero. Es la suya una Come-
dia Humana deleitosa, jocosa a ratos, pero siempre despiadada.”
Ahora, Monsreal vuelve a la carga con La banda de los enanos
calvos, un libro corrosivo y doloroso, inteligente, una especie de
llamada de socorro expresada con originalidad, con ingenio pre-
ciso, con cinismo a veces, a veces con crueldad; un libro que
refleja, con inclemente ironía, algunas de las pasiones humanas
más desoladoras y no pocos de los vicios de esta sociedad que nos
ha tocado vivir; un libro, en suma, lleno de astucias satíricas que
podrán disfrutar a conciencia tanto los amantes de la literatura
como los amantes a secas. Porque, como dijera Mempo Giardi-
nelli, “lo grande de este autor es que logra generar una ineludi-
ble complicidad en el lector, con la delicadeza y el aire juguetón
de su lenguaje, que termina reinventándose mágicamente en gi-
ros, neologismos y formas entre cultas y populares”.
La obra de Agustín Monsreal atrapa de principio a fin y el lec-
tor, como expresara Edmundo Valadés, queda “con la clar»,
sación de encontrarme sencillamente ante un gran cuentist:
sin reparos, un gran cuentista, una de las confirmacione.
valiosas de hace tiempo en la narrativa mexicana: un cue ZM
cabal, con personalidad propia, con oficio singular y que h
nado su veta y su idioma”.

sep TV
0£71
SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLI 100000
0000

También podría gustarte