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Francisco de Goya Biografia
Francisco de Goya Biografia
La familia de Carlos IV
A sus cuarenta años, el que ahora es conocido en todo Madrid como Don
Paco se ha convertido en un consumado retratista, y se han abierto para
él todas las puertas de los palacios y algunas, más secretas, de las
alcobas de sus ricas moradoras, como la duquesa de Alba, por la que
experimenta una fogosa devoción. Impenitente aficionado a los toros, se
siente halagado cuando los más descollantes matadores, Pedro Romero,
Pepe-Hillo y otros, le brindan sus faenas, y aún más feliz cuando el 25
de abril de 1789 se ve favorecido con el nombramiento de pintor de
cámara de los nuevos reyes Carlos IV y doña María Luisa de Parma.
La enfermedad y el aislamiento
Por obvios problemas de salud, Goya tuvo que dimitir como director de
pintura de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en 1797.
Un año más tarde él mismo confesaba que no le era posible ocuparse de
los menesteres de su profesión en la Real Fábrica de Tapices por hallarse
tan sordo que tenía que comunicarse gesticulando.
Majas y Caprichos
Desde los años de infancia, en las Escuelas Pías de Zaragoza, por donde
Goya pasó sin pena ni gloria, unía al pintor una entrañable amistad, que
perviviría hasta la muerte, con Martín Zapater, a quien a menudo
escribía cartas donde dejaba constancia de pormenores de su economía
y de otras materias personales y privadas. Así, en epístola fechada en
Madrid el 2 de agosto de 1794, menciona, bien que pudorosamente, la
más juguetona y ardorosa de sus relaciones sentimentales: "Más te valía
venirme a ayudar a pintar a la de Alba, que ayer se me metió en el
estudio a que le pintara la cara, y se salió con ello; por cierto que me
gusta más pintar en lienzo, que también la he de retratar de cuerpo
entero."
El horror de la guerra
El 3 de mayo de 1808, al día siguiente de la insurrección popular
madrileña contra el invasor francés, el pintor se echa a la calle, no para
combatir con la espada o la bayoneta, pues tiene más de sesenta años y
en su derredor bullen las algarabías sin que él pueda oír nada, sino para
mirar insaciablemente lo que ocurre. Con lo visto pintará algunos de los
más patéticos cuadros de historia que se hayan realizado jamás: el Dos
de mayo, conocido también como La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol de
Madrid, y el lienzo titulado Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del
Príncipe Pío de Madrid.
En Los fusilamientos del 3 de mayo, la solución plástica a esta escena es
impresionante: los soldados encargados de la ejecución aparecen como
una máquina despersonalizada, inexorable, de espaldas, sin rostros, en
perfecta formación, mientras que las víctimas constituyen un agitado y
desgarrador grupo, con rostros dislocados, con ojos de espanto o
cuerpos yertos en retorcido escorzo sobre la arena encharcada de
sangre. Un enorme farol ilumina violentamente una figura blanca y
amarilla, arrodillada y con los brazos formando un amplio gesto de
desafiante resignación: es la figura de un hombre que está a punto de
morir.