El Sudario de Hierro

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El Sudario de Hierro

William Mudtord

1 castillo del Príncipe de Tolfi estaba construido en la cumbre del enorme y


escarpado escollo de Escila y desde él se gozaba de una magnífica
panorámica de Sicilia. Fue aquí donde, durante las guerras de la Edad Media,
las facciones enemigas devastaron las fértiles llanuras de Italia y donde se
confinó a los prisioneros, por cuyo rescate se pedía un alto precio. Aquí
también, en una mazmorra excavada en las profundidades de la sólida roca,
alguien que buscaba la venganza (la cruel, feroz y despiadada venganza de un
corazón italiano) encerró a una desdichada víctima.
El noble y generoso Vivenzio, el más valiente en la batalla y el orgullo en los
días de paz de Nápoles, Vivenzio, el joven, el valeroso y orgulloso, cayó bajo la
venganza de este ser sutil e implacable. Él fue uno de los prisioneros de Tolfi y
se consumió en esta mazmorra rodeada de roca, que se erguía en solitario y
'cuyas puertas nunca se abrían dos veces para un cautivo con vida.
La celda parecía una enorme jaula; el techo, el suelo y las paredes eran de un
hierro extremadamente resistente. El techo lo recorría una hilera de siete
ventanas enrejadas, protegidas con macizos barrotes del mismo metal, que
dejaban pasar la luz y el aire. Con esta excepción, y las altas puertas de fuelle
situadas en el centro, la pulida y negra superficie de las paredes no presentaba
ni una sola fisura, agujero o abertura. En un rincón había un camastro de
hierro, cubierto de paja y, a su lado, una vasija con agua y un tosco plato lleno
de comida aún más tosca.
Incluso la intrépida alma de Vivenzio se estremeció de espanto al entrar en

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— T ”
N este lugar y al oir cómo los rufianes que le llevaban hasta allí cerraban las
pesadas puertas con tres vueltas de llave. El silencio de éstos parecía
una
profecía del destino de Vivenzio, de la tumba viviente que le tenían preparada
De nada le sirvió amenazarlos y) suplicarlos, I pedirles Justicia
justicia y v pregun
pree tarles:
impaciente qué iban a hacer con él. Le escuchaban, pero no hablaban. ¡Los
verdugos perfectos de un crimen silencioso!
¡Cuán terrible fue oír alejarse sus pasos! Mientras su débil eco se apagaba
por los tortuosos pasillos, un terrible presagio se abría paso en la mente de
Vivenzio: nunca más el rostro, la voz o la huella de un hombre volvería a
acariciar sus sentidos. ¡Aquéllos eran los últimos seres humanos que iba a ver,
aquella era la última vez que contemplaría el cielo brillante, la Tierra sonriente
y el maravilloso mundo que amaba y del que había sido hijo predilecto! Aquí
iba a terminar su vida, una vida que apenas había comenzado a disfrutar. Pero,
¿cómo iba a morir?, ¿sería tal vez con veneno o le atacarían? No, para eso no le d
habrían llevado allí. De hambre, quizá. ¡Una muerte que vale por mil! Era 11
terrible pensar en ello, pero aún era peor imaginarse largos y largos años de a
cautividad en un aislamiento tan aterrador, en una soledad tan monótona que, !‘
por la necesidad de compañía, acabaria perdiendo la razón. %
No tenía esperanzas de escapar, a no ser que con sus manos desnudas B
pudiera hacer pedazos los sólidos muros de hierro de la celda. No podía confiar U
en la misericordia del enemigo. Lo que buscaba Tolfi no era su muerte
instantánea, producida bajo cualquier forma refinada de crueldad; de haber
sido así, ya lo habría hecho. Era evidente, por tanto, que le tenía reservada una
venganza más sutil. Pero, ¿qué tipo de venganza podía superar a la maldad
diabólica, a una muerte lenta por inanición o a la todavía más lenta por
encarcelamiento hasta que el último hálito de vida se extinga o la razón se
desvanezca y nada quede que pueda perecer excepto el cuerpo?
Cuando Vivenzio entró en la mazmorra estaba anocheciendo. Mientras
caminaba de arriba abajo dándole vueltas a estos terribles presentimientos, las
cercanas sombras de la noche envolvieron la celda en una oscuridad total.
Ningún tañido de campanas procedente del castillo ni de ninguna iglesia o
convento vecino le permitió saber las horas que pasaban. A menudo se paraba,
atento a cualquier ruido que pudiera revelar la proximidad de seres humanos, |
pero la soledad del desierto o el silencio de una tumba no pueden ser tan

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m
lo — a A,

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El Sudario de Hierro ?

grandes como la opresiva desolación que le rodeaba, Se sintió hundido y se


dejó caer apesadumbrado en el lecho de paja. En ese momento, el sueño le fue
borrando poco a poco la conciencia de su miseria y agradables sueños le
transportaron a escenas que una vez fueron vívida realidad para él, en cuyas
encantadas ilusiones pronto olvidó que era prisionero de Tolfi.
Cuando despertó, era de día, pero no sabía cuánto tiempo había dormido.
Podía ser temprano o mediodía, pues la única forma que tenía de medir el paso
del tiempo era gracias a la luz y a la oscuridad. Había tenido un sueño tan feliz,
entre amigos que le querían y entre dulces caricias de quienes le querían como
los amigos no pueden quererle a uno, que, nada más despertar, su mente
sobresaltada pareció admitir aquella situación como si la viviera por primera
vez, nueva en todo su espantoso horror. Miró a su alrededor invadido por la
duda y la sorpresa, y cogió un puñado de paja sobre la que estaba tumbado,
como preguntándose a sí mismo qué significaba todo aquello. Pero la me-
moria, eficaz en su quehacer, enseguida le desveló el terrible pasado, y la razón
dibujó ante sus ojos un destello de lo que sería su terrible futuro. El contraste
entre el sueño y la realidad le sobrecogió. Estuvo un tiempo lamentando, como
si hubieran sido reales, las alegres visiones que se habían desvanecido con el
sueño, y rechazó un presente que se le clavaba como una flecha envenenada.
Cuando se tranquilizó, examinó su tenebrosa mazmorra. ¡Dios mio, la
intensa Juz del día sólo sirvió para confirmar lo que la falta de claridad del día
anterior le había revelado sólo en parte: no había forma alguna de escapar! Al
recorrer con sus ojos todos los rincones de la celda, se dio cuenta de dos hechos
que le llenaron de sorpresa y curiosidad. “El primero”, penso, “puede ser fruto
de mi imaginación, pero el segundo tiene que ser verdad”. Mientras dormía,
alguien había alejado de su lado el jarro del agua y el plato de la comida, y
ahora ambos estaban junto a la puerta. Aunque bien podía pensar que estaba
confundido y equivocarse en el lugar donde los había visto la noche anterior,
este jarro no era de la misma forma ni del mismo color que el otro, y la comida
de ahora era mejor, Por tanto, alguien había ido a verlo durante la noche. Pero,
¿cómo había conseguido entrar? ¿Podía haberse quedado tan dormido como
para que el ruido al abrir aquellas pesadas puertas no le hubiera despertado? Se
habría atrevido a afirmar que era imposible pero, , al hacerlo, debía admitir algo
g
todavia más increíble: debía de haber otra entrada, Pero estaba convencido de

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JE William Mudford

que no había otra. Todo parecía indicar que no estaba previsto que muriera de
hambre. Aun así, la forma secreta y misteriosa en que le suministraban la
comida hacía difícil que pudiera comunicarse con otros seres humanos. El otro
hecho que había llamado su atención era la desaparición, eso creía, de una de
las siete ventanas enrejadas que recorrían el techo de su mazmorra. Estaba
seguro de que las había visto y contado; le sorprendió que fueran siete, su
forma y el que estuvieran colocadas a distinta distancia unas de otras. No
obstante, como era mucho más fácil suponer que se había equivocado que
pensar que un trozo del pesado hierro que cubría las paredes pudiera haber
desaparecido, enseguida dejó de pensar en ello.
Vivenzio comió sin ningún miedo. Podría ser que la comida estuviera
envenenada pero, si lo estaba, sabía que no podía escapar a la muerte, pues ésta
debía de ser la intención de Tolfi. La muerte más rápida sería el alivio más
inmediato.
El día transcurrió lentamente y entre tinieblas, no sin la vaga esperanza de
que, si se mantenía despierto por la noche, podría ver a la persona que vendría
.
a traerle de nuevo la comida, lo que supuso haría igual que la noche anterior
destino que
Pensar que se le podía acercar un ser vivo y que iba a poder saber el
, si venía
le esperaba era lo único que le proporcionaba cierto alivio. Además
piedad o
solo, ¿no podría dominarle atacándole? Quizá se dejara convencer por
la libertad y a
por la promesa de magníficas recompensas si volvía a recuperar
Lo peor que podría
ser dueño de sí mismo. Imaginemos que estuviera armado.
es que tuviera
pasar, si no funcionaban ni el soborno ni las súplicas ni la fuerza,
cada situación,
que asestarle un golpe certero que, incluso en aquella compli
pero maravilloso a los
podría producir el fin deseado. Era un riesgo suicida,
aislado.
ojos de Vivenzio, comparado con la idea de permanecer totalmente
erto.
Llegó la noche y Vivenzio se mantuvo alerta. La luz del día le desconc
quedado
Sin darse cuenta, y exhausto por el cansancio, debía de haberse
a burlar: ¡allí
dormido y, en ese intervalo de reposo febril, le habían vuelto
comida! Pero eso no era todo. Al
estaban el jarro de agua otra vez lleno y la No había
ventanas de la mazmorra, ¡sólo contó cinco!
dirigir su mirada hacia las
alguno y ahora estaba conven cido de que tampoco lo había lmhid'n la
engaño oso
¿En qué extraño y misteri
noche anterior. Pero, ¿qué estaba ocurriendo? los ojos,
o hasta que le dolicron
agujero le habían confinado? Estuvo mirand
b
-

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El Sudario de Hierro 245

pero no descubrió nada que explicara el misterio. Sabía que había algo extraño
en todo aquello pero, tras mil conjeturas, no consiguió encontrar ninguna
explicación razonable. Examinó las puertas. Fue un detalle mínimo el que le
convenció de que no las habían abierto. El día anterior, mientras iba de un lado
a otro de la mazmorra, había tirado con cuidado contra las puertas un puñado
de paja y éste seguía donde lo había arrojado. De haberse abierto las puertas, la
paja habría tenido que moverse de sitio. Era una prueba que no admitía
discusión. Las paredes debían de ocultar un mecanismo secreto por el que
pudiera entrar una persona. Las inspeccionó escrupulosamente; era una masa
de hierro sólida y compacta, y las láminas estaban ensambladas, si es que lo
estaban, con tal habilidad que no había marca alguna ni división perceptible.
Las examinó una y otra vez, y el techo y el suelo, y las ventanas imaginarias (;no
serían también éstas fruto de su imaginación?) No vio nada, absolutamente
nada que pudiera sacarle de dudas o que colmara su curiosidad. A veces, le
parecía que la mazmorra había disminuido de tamaño, que parecía más
pequeña, pero era una sensación que atribuía a su imaginación y a la impresión
producida por la innegable desaparición de dos de las siete ventanas.
Vivenzio esperaba la llegada de la noche con gran ansiedad y, a medida que
ésta se acercaba, decidió que ningún sueño engañoso le iba a traicionar otra
vez. En lugar de acostarse en el camastro de paja, continuó andando de un lado
a otro de la mazmorra hasta el amanecer, aguzando la vista en todas
direcciones en la oscuridad para descubrir cualquier cosa que pudiera
explicarle el misterio. Mientras caminaba de un lado a otro, el suelo tembló
ligeramente hacia las dos en punto (hora aproximada que fijó por el tiempo
que transcurrió desde el momento del temblor hasta que se hizo de día). Se
agachó ligeramente.
El temblor duró casi un minuto, pero fue tan suave que llegó a dudar si era
real o imaginario. Escuchó en silencio. No se oía ni el más mínimo ruido.
Entonces, notó una corriente de aire frío y, al dirigirse al lugar del que parecía
provenir, tropezó con algo que creyó que era la jarra de agua. La corriente
había cesado y, al estirar los brazos, Vivenzio se encontró a un paso de la pared.
Permaneció sin moverse durante un tiempo, pero durante el resto de la noche
no ocurrió nada más que llamara su atención, aunque continuó en actitud
vigilante.

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E William Mudford

Mucho antes de que Vivenzio pudiera distinguir ningún objeto dentro de la


r a través de las
mazmorra, las primeras señales del día comenzaron a penetra
aquel lugar.
ventanas, luz que rompió la oscuridad que aún reinaba en
la
Instintivamente y con miedo, volvió la mirada, ardiente e inflamada por
vigilancia, hacia las ventanas. ¡Había CUATRO, sólo podía ver cuatro! Sin
la vista, y
embargo, podía ser que algún objeto tapara la quinta ocultándola a
esperó, impaciente por comprobar si era así. A medida que la luz fue
a le hizo mirar en
aumentando e invadió todos los rincones de la celda, la sorpres
rotos del jarro
otra dirección. Desperdigados por el suelo estaban los fragmentos
la pared, se
que había usado el día anterior y, a poca distancia de éste y cerca de
encontraba el que había visto la primera noche. Estaba lleno de agua y a su lado
de algún mecanismo
estaba la comida. Ahora estaba seguro de que, por medio
través
extraño, debía de haber una abertura en la pared de hierro y de que era a
de ella por la que había entrado la corriente de aire. ¡Pero de qué forma tan
silenciosa! Estaba seguro de que si hubiera caído una pluma, la habría oído.
al tacto parecía una
Examinó otra vez esa parte de la pared; tanto a la vista como
la
superficie lisa y uniforme y, al golpearla una y otra vez con fuerza, no se oía
reverberación del sonido que pudiera hacer pensar que hubiera alguna oquedad.
Este complicado misterio hizo que se olvidara por un momento de las
ventanas. Ahora, al mirarlas, se dio cuenta de que la quinta había desaparecido
de la misma forma que lo habían hecho las dos anteriores, sin que por ello
variara el aspecto externo de la pared. Las cuatro restantes eran idénticas y per-
manecían intactas, esto es, ocupaban la parte superior de la pared a distinta
distancia unas de otras. La alta puerta de muelle seguía estando por debajo, en
el centro de las cuatro ventanas, como antes lo había estado en el centro de las
siete. Pero ya no tenfa ninguna duda de lo que el día anterior pensaba que
podría ser efecto de un engaño visual. La mazmorra era más pequeña. El techo
era más bajo y las paredes se habían acercado hasta cubrir el espacio que antes
ocupaban las tres ventanas que habían desaparecido. Desconcertado, intentó
encontrar una explicación, Detrás de todo aquello debía de haber alguna
intención terrible, algún tipo diabólico de tortura física o mental o algún
mecanismo insólito para producir sufrimiento.
Angustiado por esta idea, más confundido por la incertidumbre de lo que
le depararía el destino que por el temor a conocer la verdad, se sentó a pensar

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— El Sudario de Hierro ?-

hora ' tras hora, entregando


, sus pensamientos a ideas descabellad as. Por fin, una
horrible sospecha cruzó por su mente y se levantó de un salto:
, N “¡Sí! —exclamó
mientras miraba con ojos extraviados a su alrededor y le invadía un
escalofrío—. ¡Sí, debe de ser eso, ahora lo comprendo todo! La verdad es como
una llama abrasadora que arde en mi cerebro. ¡Dios mío, ayúdame, seguro que
es eso! Si, sí, ése debe de ser mi destino. ¡El techo irá bajando, los muros me
emparedarán y poco a poco me aplastarán entre sus brazos de hierro! ¡Señor,
dirige tus ojos hacia mí y con tu misericordia haz que muera de forma
instantánea! ¡Oh, Satanás, oh, demoniol, jes acaso ésta tu venganza?”
Se tiró al suelo preso de angustia. Rompió a llorar, y su rostro quedó
cubierto por grandes gotas de sudor. Sollozó en voz alta, se arrancó los
cabellos. Fue de acá para allá como quien sufre un dolor inaguantable y habría
mordido el suelo de hierro que había bajo sus pies. Pronunció terribles
maldiciones contra Tolfi y, un momento después, sentidas oraciones en las que
suplicaba al Cielo una muerte inmediata. Entonces, lo violento del dolor lo
dejó exhausto y permaneció quieto, llorando como lo haría un niño. El
crepúsculo del día que acababa extendió su oscuridad sobre él antes de que la
tristeza se desvaneciera. No había comido. No había probado ni una sola gota
de agua con la que calmar la fiebre de sus abrasados labios. No había dormido
nada durante treinta y seis horas. Estaba débil por el hambre, agotado de
vigilar y de tanto sufrimiento. Probó la comida, se bebió el agua con avidez y,
tambaleándose hasta el camastro como un borracho, se arrojó sobre él y volvió
a pensar en la espantosa imagen que se le había aferrado al pensamiento.
Se durmió, pero tuvo pesadillas. Resistió todo lo que pudo ante su
presencia pero, cuando por fin la débil naturaleza se rindió al sueño, no
consiguió olvidarse de sus preocupaciones. Le asaltaron sueños terribles,
horribles visiones atormentaron su imaginación, Gritó y chilló como si ya
sintiera el pesado techo de la mazmorra descendiendo sobre él. Respiraba con
dificultad como si se retorciera aprisionado entre los muros de hierro.
Entonces, se Jevantó y miró desconcertado a su alrededor; extendió los brazos
para estar seguro de que aún le quedaba espacio para vivir y, entre palabras
incoherentes, se durmió de nuevo y volvieron a invadirle los mismos sueños.
Amaneció la mañana del cuarto día pero, antes de que Vivenzio pudiera
sacudirse de su mente el estupor y fuera consciente de su situación, era ya

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AZ Williarm Mudford

mediodía.
" áli
(»¡ Su'p¿lldo rostro se - tiñó
tiñá de desesperación cuando, al mirar hacia.
aarriba,a sólo 80 O vio
v TRES RES ventanas.
ventanas. :Ti
¡Tres, no había; más que tres! Aquel número
,
p arecía simbolizar
izar los días
í .
que le quedaban de vida. Despacio y con calma
examl.no el techo y las paredes, y comprendió lo que significaba que el techo
º%tlwler.a descendiendo y aproximándose las paredes. La reducción de las
dlr_nensmnes de su misteriosa prisión era ahora demasiado importante y
evidente como para tratarse de un engaño de su calenturienta imaginación.
Aunque seguía preguntándose cómo lo habían logrado, Vivenzio no podía
engañarse en cuanto al fin de todo aquello. Desconocía qué terrible meca-
nismo había hecho que las paredes, el techo y las ventanas se corrieran de
forma silenciosa e imperceptible, sin ruido y casi sin movimiento. Sólo sabía
que había ocurrido. No consiguió convencerse de que la intención del culpable
no era otra que la de hacer sufrir atrozmente al pobre desgraciado que fuera
encarcelado allí, para terminar indultándole en pleno sufrimiento.
Si su corazón se lo hubiera permitido, se habría aferrado con todas sus
fuerzas a esta posibilidad, pero sintió el terrible peso de la verdad. ¡Qué
inhumano era condenar a una víctima a tormentos tan lentos y conducirle día
tras día a una muerte tan horrible, sin el consuelo de la religión, sin la presencia
de ningún ser humano, abandonado a sí mismo, dejado de todos, y negarle
incluso el privilegio de que su cruel destino despertara la compasión de otros!
¡Iba a morir solo! ¡Sólo debía esperar la llegada de una tortura lenta, cuyo más
exquisito suplicio era lo tremendo de su soledad y lo lento de su llegada!
—No es la muerte lo que temo —exclamó—, sino el tipo de muerte para la
que tengo que prepararme. Creo que podría enfrentarme incluso a eso, con
todo lo terrible que es, si llegara ahora. Pero, ¿de dónde voy a sacar fuerzas para
aguantar hasta que venga? ¿Cómo voy a soportar los tres largos días y las tres
Jargas noches que me quedan? No tengo poder para que ese monstruoso
espectro adelante su llegada ni para acostumbrar mis pensamientos a su
presencia ni para acostumbrarme yo mismo, víctima de su quehacer. Mis
pensamientos se desvanecerán y enloqueceré al mirarla. ¡Ojalá me invadiera un
profundo sueño! ¡Así podría abrazar a la propia muerte y no bebería más del
cáliz que mi débil espíritu ha probado ya!
Mientras así se lamentaba, Vivenzio se dio cuenta de que la comida y la
jarra de agua volvían a estar en la mazmorra, pero no se sorprendio. Ahora le

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El Sudario de Hierro ?4
r/

Pll'()(lll'ilh¡lll cosas más ill]pl)" antes. Sin cml);u*go, todavía le quedaba una leve
esperanza, y no hay esperanz
a por muy leve que sea que no alivie un comzón'
vencido por la desesper ación.
Decidió vigilar durante la noche siguiente. Si
volvía a notar que el suelo se movia o a sentir la corrient
e de aire, apmvt‘chflfifl
la ocasión para chillar. Alguien debía de haber cerca que le oyera cuando lj:
trajeran la comida, alguien que quizá sintiera compasión por él. Si no era ast,
prefería que le confirmaran que sus temores eran ciertos y que su destino era el
que él creía a la tentación de aferrarse a la posibilidad de que sus presen-
timientos fueran falsos. ;
Y llegó la noche. A medida que se acercaba la hora en que creia que
ocurriria lo esperado, Vivenzio permaneció quieto y SilCIICÍO?O como una
estatua. Temía respirar por miedo a no oír algún ruido que pudiera adverflrle
de que el momento había llegado. Mientras escuchaba, con todos los sentidos
alertas, se le ocurrió que sentiría más el temblor si se tumbaba en el suelo de
hierro. Se echó en el suelo. No llevaba mucho tiempo en esa posición cuando,
sí, estaba seguro, ¡el suelo se movió bajo su cuerpo! Se levantó de un sal’lo y
gritó sofocado por la emoción. Se calló. El temblor había cesado. No sentía la
corriente de aire. Todo estaba en silencio, ninguna voz había contestado a la
suya. Y rompió a llorar. Se volvió a tumbar en el suelo, y exclamó angustiado:
“¡Oh, Dios mío, Dios mío, sólo Tú tienes poder para salvarme ahora o para
darme fuerzas para aceptar la decisión que Tú tomes!”
Sobre el desgraciado cautivo amaneció un nuevo día. Ante sus ojos se
revelaba el indicio fatal de lo que iba a ser su destino: ¡Dos ventanas! ¡Dos días
y todo habría acabado! ¡Comida reciente y agua fresca! El misterioso visitante
había vuelto sin prestar atención alguna a sus Súplicas. ;Y de qué forma tan
horrible había atendido a su queja! El techo de la mazmorra estaba a menos
de
treinta centímetros de su cabeza. Las dos paredes estaban tan cerca
que con seis
pasos recorrió la distancia que las separaba. Vivenzio se
estremeció al mirar y
cruzar la reducida celda. Pero ya no le desahogaba
chillar. Con los brazos
cruzados y los dientes apretados, los ojos e nrojecidos y fijos
en el suelo en una
feroz mirada, la respiración rápida y ¢ | paso ligero
, caminó durante varias
horas por la mazmorra reflexionando en silencio.
¿Qué mente podría concebir,
qué lengua e Xpresar o qué pluma describir la oscu
ra vy terrible naturaleza de sus
pensamientos? Moldeados por el destino, la mente de ningún otro hombre

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- AE William N Tudford

podía engendrar ¢ anta


angustia, De re
mirar a la parte pente, se detuvo, v sus
de pared que es a ojos fueron
Una inscripción, tal 4 por encima de
p alabras sy ¢ amastro de paja. ¡Hay
hum anas trazad
abalanzó sobre ell as por
mano humana! Se una
as, pero la sangre se
le heló al leerlas:
“Yo, Ludovico Sforz a,
tentado por el oro del
de mi vida inventando P ríncipe de Tolfi, pasé tres anos
y construyendo este mecanismo,
ingenio. Cuando estuvo acabado, el pérfido triunfo maldito de mi
Tolfi, quien tiene más de diablo
que de hombre, me trajo aqui
una mañana para ser testigo, como él dijo,
perfección de mi de la
invento - Me condenó a ser la primera víctima de mi nefasta
habililiidad Y, así,í evitar,
i como declaró,Ó que divulg
i arara elel secret
secre o intentara
o in
fºp%tirlo. ¡Que Dios le perdone, como espero que n'lc 11.:}110110 a n:l. P¡…¡:
Contribuí a su propósito impío! Pobre desgraciado, qu¡cnq'ulc.m qu_c SL¡J_ L:;-l:g
lea estas lineas, arrodillate y suplica, como hice yo, la mxscn(ordvl;} Liu “1:“;1,
único bien que puede darte ánimos para hacer frente a la venganza de N
quien, armado con su tremenda máquina, te íxp?afmrá en unas pocas horas,
como hizo con el pobre desgrfuciado que la fabrfco. S de ae Poetheda
De la boca de Vivenzio salió un !errnbledgellmdo. ¡Í q(:lich…d“ De
j abiertos, las aletas de la nariz
atadas q S
(t::r:;bllz:'o::)isn:‘i::\);ms miraba la inscripción fatal. lf.m como si una voz d;:sdcllc,l
hubiera resonado en sus oidos: “¡Prepárate, ha llegado tu hora! _
ea u' das las esperanzas. Grabada en aquellas espeluznantes
e toseantencia. Un terrible futuro se descubría ante él. El miedo
palabfaf d te, ¡sus huesos parecen desmenuzarse bajo la presión de las
i iy 'Su m‘e:in’ ;aber lo que hace, busca entre su ropa un arma con la
Pm'edºs o hlerm'vida Como si pudiera estrangularse a si mismo, se aprieta la
pontee CO? su71 M-ira fijamente las paredes y se pregunta: “;No empezarán
gargan_fº — luer“l.a cabeza contra las paredes?” Entre risas histéricas exclama:
* “¿Por quéH?º debería
e p P,ºº hacerlo?
acerlo? El q que murió primero
E en su feroz
eo abrazo no era más
hombre y yo sería menos que eso si no hiciera otro ta ! —
* a la hora en que el sol de la tarde empieza a ponerse, y Vivenzio p:_llu DIÓ
sus I;I:raííos rayos a través de una de las ventanas. ;Qu'é alegría ,P“:,d,l:::;:::
imagen en su alma! Era un vínculo precioso que le u'nm duimlm. :ín“';dn….
con el mundo que se extendía al otro lado. Se qucíi(? ex()-.¡sÍ.u]Z)¡pM.z; o
Parecia que las ventanas habian descendido lo suficiente cor

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>
_
u
) [ti’r.rfi'mlrzriu de
Hierro be
alcanzarlas.
De un brinco
se Puso deb
arrotes.No sabía ajo de ellas,
si lo hacíar de un gr an
desgraciado sal to se colgó de
que se asoma 1 par, a enloquec
r a pero, entre er de 80z0
buesta de sol, | as rocas, $e al pobre
lo s olivare S, lo veia el océano, el
hermosas inst s Caminos cu cielo, la
antáncas de su bi ertos de sombra
querid a Sicilia. ¡Q y, a lo lejos,
Tostro aquella ué ma ra villoso era sentir en
brisNa cargsa
adda de olores! La re el
vida. La fr
¥ escur a del paisaje sp ir ó como si fuera el alie
y el murmullo del ve nto de la
su cor azÓn
mortecino como rd e ma r en calma cayó sobre
; el rocío sobre | a tier
SUS ojos y le palpitaba el corazón ra abrasada. ¡Cómo miraban
barrotes! A veces se mientras permanecía allí cogido a
agarraba con una mano, luego los
a los barrotes con las con la otra y acababa cogido
dos, reacio a abando n ar el alegre paisaje que se extendía
ante él. Exhausto, con las manos hinch adas y entumecidas, se dejó caer
impotente Y permaneció atur
dido durante un tiempo por
la caída.
Cuando se recuperó, la visión se habí
a desvanecido. La oscuridad lo invadía
todo . Dudó si no habría sido producto de
sus sueños pero, poco a poco,
volvieron sus pensamientos y con ellos el
recuerdo. ¡Sí, había vuelto a
contemplar el maravilloso esplendor de la naturale
za! Una vez más su mirada
había temblado de emoción bajo sus velados párpad
os ante el sol radiante y
había buscado reposo en el suave verdor del olivo o en
la suave marejada de las
olas. ¡Si fuera uno de aquellos marineros expuesto sobre
las olas a. a peor furia
de la tormenta y de la tempestad o un miserable desg
raciado infe ctado por la
peste y con todo el cuerpo contaminado de lepra, conden
ado a vivir hasta el
último aliento de su vida bajo esos verdes árboles, conseguir
ía librarse del
destino que le acechaba!
Pensamientos como éste distraían su mente de v €7 En cua
ndo, pero apenas
lograban apartarle del estupor que le invadía y que le mantuv
o durante toda la
noche como si estuviera drogado con opio. Tampoco sentía
hambre ni sed,
aunque hacia ahora ya tres dias desde que había proba
do la última gota de agua.
Seguía en el suelo, a veces sentado, a veces tumbado.
A ratos se quedaba
profundamente dormido y, cuando no dormía, pensaba
en silencio en lo que
estaba por llegar o hablaba en voz alta, en una confusa mezcla
de temas y de forma
desordenada, de sus errores, sus amigos, su casa y de
aquellos a los que amaba.
En este lamentable estado amaneció el sexto y último día, si es que a la
mortecina luz que se esforzaba por entrar a través de
la UNICA ventana de la

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S William Mudford

mazmorra se le
podía llamar aman
dfwdo Cuenta de qu ccer, N adie diría que Viv
e sólo quedaba un , enzio se hubiera
OJOS y ver lo que a ventana, pe TO sí
ocurria, su rostro lo hizo. Al levantar los
verdad le llamg se es treme ció de dolor. Pero lo que
la atención y le Sor en
experime prendió fue el
ntado sy cama de cambio que había
hierro. Ya no €ra una cama.
traía al a mente la imag ¡Estaba junto a él y le
en de un ataúd o un féretro!
hacerlo, se golpeó la Al verlo, se levantó y, al
cabeza contr a el techo, que ahor
no a podía ni estar de pie. a estaba tan bajo que ya
— ¡Que sea lo que Dios quiera! —fue todo lo que dijo,
mientras se agachaba y apoyaba la
mano en el féretro, que era en lo que
había convertid se
o su cama. Ludovico Sforza había
camastro de hierro que, al correrse
diseñado tan bien su
| as paredes, éstas tocaban el cabecero y los
pies de la c ama y producían una presión sobre unos muelles ocultos que
ponían en funcionamiento una maquinaria muy sencilla, aunque inge-
niosamente diseñada, que efectuaba la transformación. Por supuesto, el
objetivo era intensificar, en el último acto de aquel terrible drama, la
desesperación y la angustia que los actos anteriores habían despertado. Por la
misma razón, la última ventana estaba diseñada de tal forma que sólo dejaba
pasar una especie de penumbra; así, el desgraciado cautivo se veía rodeado de
unas circunstancias parecidas a la muerte que se le avecinaba.
Vivenzio se sentó en el ataúd. Se arrodilló y rezó con fervor. Las lágrimas le
caían por el rostro. El aire parecía pesado y respiraba con dlñcultaíl o puede
que sólo fueran imaginaciones suyas. Su mazmorra era tan pequeña que no
podía ni estar de pie ni tumbarse. No tenía fuerzas para seguir luchando. Había¿
perdido todas las esperanzas, y el miedo ya no le atenazaba. Habría sido fcli'z si
la venganza le hubiera asestado ya su último golpe, porque así habría czu—do
bajo sus redes casi sin sentir ni una sola punzada. Pero entre los ca/lculos de 'Iol-_
fi estaba aquel estado de letargo que le sobrevenía después del más feroz de los
sentimientos. El cruel artífice de su destino había ideado la forma de
contrarrestar su ánimo. , e Vivenziol Dio un
¡El tañido de una enorme campana golpeó los oidos de 'lxgÍ - s
salto. Sólo sonó una vez. El sonido era tan cercano y aturdidor qm1 p.ll , …;
destrozarle el cerebro, mientras su eco, como el reverberante Cslrllcl‘ll(,oli'l: .
trueno, recorría los rocosos corredores del castillo. A Csm—‘ht-:llf\‘rlicmn 4
repentino golpe producido por el techo y las paredes, como si es

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El Sudario de Hierro E

punto de caer sobre él y de


rodearle a un tiempo. Vivenzio
instintivamente, estiró los br azos, como si tuviera la fuerza de gritó ,
un /\ll;mllt' l)*""'
sujetarlos. Se habían acerc
ado y ahora habían dejado de moverse- Vivenzio
miró hacia arriba y vio que el techo casi le rozaba la cabeza. SÚIH'L]LIL'(I¿H)¡I/I)
unos centímetros para que comenzara el terrible espectáculo. Nervioso, hacía
Su cuerpo se sacudió con violencia, estaba (!()lw!.n(l(Í
esfuerzos por respirar.
sobre sí mismo. Apoyó una mano en cada pared y separó los pies. Así
permaneció durante más de una hora hasta que la ensordecedora c¿unpn'na
repicó de nuevo y volvió el golpe que anunciaba la terrible muerte. La sacudida
fue ahora tan violenta que derribó a Vivenzio. Mientras se acurrucaba como
un bulto informe, la campana sonó con fuerza, un tañido tras otro. A un %;olpc
le sucedía otro y otro hasta que dejaron de oírse los gemidos de Vivenzio. Al
derrumbarse, lo aplastó el techo y las paredes. El comprimido féretro fue su
sudario de hierro.

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