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El príncipe

Manuel Pérez

“En Chile falta cultura de toque de queda”.

MACARENA PIZARRO, 22 de octubre del 2019

La guardia que me detiene es educada. Pelo corto, platinado, una leve gordura que otorga la
edad. Una señora diría yo, que debe trabajar sobretiempo porque tiene una hija en la
universidad y la vida está realmente cara. Con palabras rutinarias y cordiales me pide que
abra la mochila, debido a que había sonado un sensor. Me niego, con qué derecho va usted
a revisar mis pertenencias, le espeto. La señora guardia insiste, dice que no es por ella (le da
lo mismo, le creo) sino que desde la jefatura de seguridad le mandan la orden, por radio.
Contrapropuesta de mi parte: pasar la mochila otra vez por el detector. No suena ahora,
pero debido al ajetreo, al cambio de palabras y a la insistencia de la guardia, he llamado la
atención de los compradores bien, y de los funcionarios taciturnos de la Tienda París.
Aparece el fofo y severo jefe de seguridad, un hombre bajo y calvo, probablemente
aficionado a las armas y con mentalidad de paco, que me dice con un lenguaje de calle que
me deje de webiar y que haga todo más fácil. La piel morena y la cabeza negra no otorgan
el beneficio de la duda. Los vendedores se asoman, los cajeros cuchichean, y rubios
compradores me reprueban moviendo la cabeza de lado a lado. Finalmente me quitan la
mochila y sacan desde dentro un vestón Saville Row que con mucha dedicación introduje,
no sin antes haberle sacado el maldito sensor con una navaja stiletto, esa que tantas veces
soñé clavada en los ojos a mis enemigos. Le digo que es mío el vestón, pero no me creen.
Se acerca un guardia joven, con barba, resoluto en el andar y con mirada ganadora, que de
seguro tiene amigos lanzas con los que se junta a tomar chelas; me anduvo siguiendo largo
rato entre los maniquíes y las góndolas de moda primaveral, y seguramente adivinó mi
impericia en materia del hurto. Mi actuación debió haber sido tan patética, como la de un

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niño de colegio particular imitando el lenguaje flaite. Con calma me piden que avance hacía
una suerte de cárcel dentro de la tienda comercial. Me despojan de mis pertenencias, me
revisan, y encuentran la navaja con la que saqué el sensor en el probador. Me pongo de
rodillas, y juro por dios que nunca más haré algo tan estúpido como robar. RobarLES, a
ellos. Me arrodillo como ante los sabios patriarcas que decidirán si me sacrifican o no en la
piedra ceremonial. Les digo que soy profesor, que cometí un error, y que incluso puedo
pagar la prenda que costaba $129.990, pero que estaba con descuento a $89.000. Se miran
con culpa, con impavidez o con un sentimiento confuso, porque no saben qué hacer. Hay
grietas en sus rostros erosionados por horas y horas de ver a esas familias gastando en una
compra lo que ellos ganan en un mes. Pero el jefe obeso dice que no, con autoridad, que el
gerente de la tienda tiene que decidir. Su sueldo debe triplicar el de los guardias, pero el
personaje de verdugo es su mejor paga. Con insolencia les digo que no pueden retenerme
por montos inferiores a 100.000, que mi acto constituye una falta y no un delito, que los
procedimientos realizados por el personal de seguridad son irregulares y atentan contra mi
privacidad individual garantizada por la Constitución de 1980. Vuelven a mirarse sin saber
de qué manera proceder, quizá porque nunca un mechero cualquiera les había metido este
tipo de labia en materia de hurto. Sé el Código Penal, soy este tipo de profesor que estudió
un año Derecho y que lo dejó para cambiar el mundo con la educación. Me introducen a
una sala que es un tipo de celda, y me dicen que espere. Todo en un delicado tono de
respeto. Hay una cámara. Lloro. Le digo a la cámara que por favor me dejen ir, que nunca
más, que quedé en juntarme con mi mamá a tomar once y que mañana debo hacer clases.
Nunca me perdonaré este patetismo. Erí profe y andai robando, qué wea le vai a enseñar a
los niños gil cualiao? Así habla el aspirante a paco, muy coherente. Pasa media hora y
llegan dos pacos de verdad. Al parecer, una ley aprobada hace dos años fija el monto de
perdón en apenas $15.000 para los mecheros, y al haber superado el monto el protocolo
indica que el jefe debe llamar a carabineros. Dichoso de hacerlo. Me imagino su axila
cebolleta mojada por la adrenalina de la detención, su panza derramarse en su escritorio,
satisfecho de haberle hecho un favor a este país mugroso con ajusticiar a uno de sus
delincuentes. El guardia de barba vuelve y me entrega mis cosas; dice que se quedará con la
navaja, para que no me agreguen porte ilegal de arma blanca. Me habla con la ternura de un
hermano mayor que tiene fe en que su hermanito chico aprenderá una valiosa lección con

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su violenta ternura. Es viernes 18 de octubre del 2019, por lo tanto, el lunes recién pasaré a
control de detención. Dos días en los que me ausentaré de este mundo, sin saber cómo
explicar en el Liceo que mañana no podré ir a hacer las clases de preuniversitario, que con
tanta necesidad me urge cobrar para llegar a fin de mes con algo de dignidad. Le suplico
por última vez a uno de los pacos que me esposa (son iguales, el corte escolar-milico, la
pelada de la gorra, la brutalidad en la palabra) que jamás volveré a hacer algo así, que fue
un error. Lo trato con respeto, él tiene el dedo en el gatillo. Se ríe y me dice que él también
cometió muchos errores en su vida, y que los pagó todos caros. Me hacen desfilar esposado
como un criminal entre la gente de bien, los cajeros y los maniquíes de la Tienda París del
Portal Rancagua. Las señoronas se asustan con la escena, en qué mundo vivimos, dirán. La
policía llama la atención alzando la voz, le ponen pimienta a su tarde aburrida. Me tapo la
cabeza, sería mi perdición si un alumno o colega me viera en tal posición. El paco se burla
de mí, le dice al otro mira a este cualiaito, tiene las manos suavecitas, de príncipe. Me quejo
porque las esposas me cortan la circulación y me sacan algo de sangre de las muñecas.

II

Empieza a oscurecer. Me da un ataque de ansiedad. Una suerte de acribillamiento de


pánico, toda una guerra de angustia contenida en la mitad izquierda de mis costillas. En un
intento estúpido por agraciarme con mis captores, les hablo de temas triviales. No me
contestan. Suben el volumen de la radio de la patrulla. Escuchan un sucio reguetón. Se ríen,
hablan entre ellos sobre temas turbios que no logro captar. Llego a la comisaria y varios
cabos me miran como lobos que se ciernen sobre un cordero. Primerizo, dicen entre burlas.
Me hacen desprenderme de mi cinturón, celular, y cordones. Obligan que me desvista, y
que haga sentadillas aun esposado. Vuelven a reír. Son seis o siete cabos que siguen el
sagrado ritual de eso que llaman “orden público”, y que defienden con todas sus inventivas.
Hacen gestos con sus manos apuntando mi pene. Este es el principito, dicen socarrones. No
me opongo, asumo que estos seres están entrenados en la bajeza. Incluso los trato con más
decoro aun. Uno de ellos, oscuramente morboso, me da un golpe de puño en la boca del
estómago. Puta principito weón te faltan abdominales, estay medio flácido jaajajajajaj. Se
me acaba el aire con el golpe, pero con lo que me queda de aliento les solicito la llamada

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que me otorga el protocolo de detención y el imperativo del habeas corpus; asumo que de
esto nada entenderán mis verdugos, y sinceramente no sé a quién llamar, quizá a mi amigo
abogado con el que no he hablado en tres años, porque una vez titulado no pudo seguir
dándose el lujo de tratar con seres inferiores como nosotros. Me espeta un paco ¿y a quién
vai a llamar? No wueí, tranquilito no máh papi. Un cabo bien joven, de 20 o 21 años, les
dice a sus camaradas ya weón paremos, no veí que se va a mear y voh vai a tener que
limpiar, riéndose un poco para no quedar mal frente a los viles compañeros de armas. Tiene
los ojos verdes, y un gesto infantil. Es como un infante disfrazado el 27 de abril en el acto
del colegio, con un gorro de cartón corrugado. Cortésmente me hace firmar unos papeles y
me invita a pasar por favor al calabozo. Son las siete de la tarde, y no puedo sino cruzar los
brazos contra mi nuca y dormir. Hay al lado una celda ocupada por un hombre que duerme
sin moverse. El olor a orina y caca es degradante. El grupo de guardias se encuentra en una
habitación contigua, y los oigo hablar mediante groserías y ofensas. Me pone nervioso
pensar que en el papelito de “Certificado de antecedentes” que nos piden todos los años a
los profesores quede registrada esta detención, por lo que recurrentemente me dan ganas de
orinar de puro nerviosismo. Grito ¡señor cabo! Necesito ir al baño, y ahí aparece el joven de
ojos verdes, con una paciencia inusitada que le da un poco de ánimo a mi corazón
empozado en orina. A eso de las ocho llega un detenido. Lo hacen entrar al calabozo a la
fuerza, se escuchan lumazos en su cuerpo esquelético, ese sonido abstracto de un palo al
impactar los huesos precisos del cuerpo humano. Escucho su cuerpo como una pipa de
pasta base vacía, con restos pegados en sus bordes. Lo detuvieron por algo de violencia
intrafamiliar y tráfico. Me tapo la cara con una frazada impregnada de orina y cebo. Tengo
miedo. Cuando lo encierran, el hombre empieza a gritar con desesperación que quiere
llamar a su abogado, que son unos giles rechuchadeusmares, y que les va a meter fierro
cuando salga. Grita con todos sus pulmones hasta que aparece un paco al que llaman el
Jefe, un viejo ancho con ceño fruncido al que se le nota que cada pensamiento es procesado
con dificultad. Lo acompaña el cabo afable, de ojos verdes. Mira culiao, estamos llenos de
gente en la oficina, con hartas weás que hacer, no puedo estar con la gente y que te pongai a
gritar como condenao, así que queate callao y después te atiendo, aprende a respetar, lacra
culiá. El detenido les grita que son unos perros maracos y le tira un certero escupo en la
cara, tan verde y reluciente que combina con el uniforme verde-oliva. El Jefe entra a la

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celda y le da una golpiza al hombre, hasta dejarlo inconsciente. Voh cerrai, le dice al cabo,
esparciéndose el sudor por la frente con su antebrazo, y jadeando como un perro con los
pulmones perforados. Le dirijo unas palabras al cabo veinteañero: ¿Qué va a pasar
conmigo? Me contesta El lunes te presentan frente a la jueza, seguro una multa y no
acercarse a la tienda, quédate tranquilo, esta wea es un trámite. Miro al detenido en el
calabozo contiguo. Empieza a botar sangre de su boca como si vomitara, pero sin moverse.
Me dan ganas de vomitar, de llorar. Vuelvo a las frazadas inmundas, pienso en tonterías
angustiantes, como la siguiente: calculo que para salir de ahí deben pasar cincuenta y seis
horas, o sea, 201.600 segundos, así que cierro los ojos, con esa culpa patética de pensar qué
hubiera pasado “si no hubiera ido a la tienda…”, o “si hubiera arrancado…”, y etcétera. Me
digo con delicadeza e ingenuidad que no pertenezco aquí, pero que sin embargo esto existe,
como será la Peni…, y empiezo a contar para sublimarme del calabozo: 1, 2, 3, 4, 5…

III

Aproximo que me habría quedado dormido cerca del número 2289, sin adivinar si lo que
enseguida ocurriría sería una terrible pesadilla producida por la sugestión de mi neurosis.
Me despierto de golpe por un llanto fuerte y una sirena. Se interrumpe la copiosa serenidad
policial de aquella noche con traqueteos en la oficina contigua. Hay mucha gente, puedo
reconocer mujeres y hombres, niños y adolescentes. Puedo sentir, en un acto de percepción
acrecentada, las pistolas de estos niños-cabos fueras de sus fundas apuntando a los nuevos
detenidos, sonidos de balas que pasan a la recamara de las pistolas, madera de lumas
golpeando superficies humanas, el charol horroroso de botas rajando cualquier tipo de
calma. Escucho fragmentos de frases, neblina de palabras, algo de vándalos, delincuentes,
comunistas hijos de perra, yuta asesina, pacos culiaos, flojos, rotos, qué vamos a hacer con
las mijitas, y así, como las películas chilenas del golpe de estado que tanto nos emocionan
hechas realidad, porque aunque no bailamos esa cueca infernal, nuestros abuelos cojean con
su música terrible cada día, recordando. Me lleno de desconcierto, no sé qué ocurre, pero
reconozco el olor a lacrimógena de mis días de universidad. Al poco rato, entran dos pacos
de fuerzas especiales, con sus caparazones de tortugas despreciables. Llevan a una chica
que no debe tener quince años. Uno de ellos trae una escopeta. La muchacha sangra por un

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costado de la cara, y la tiran como un saco de papas a la celda contigua. Pasa un rato, y
traen de la misma forma a un cabro como de mi edad, sin polera, con grilletes en pies y
manos. Lo tiran en la celda igual. Llora como un niño de pecho. ¡Me torturaron, me
torturaron hermano! ¡Ayuda! Le digo que tranquilo, que calma. Le pregunto que qué pasa
afuera. Ninguno responde, están histéricos, ¡Hermana, tu ojo, weón! ¡Compa, qué hago! Me
saco la chaqueta y se la pongo en la cara a la amiga. Se llena de sangre la prenda. Me
imagino entregándole a la chica herida ese vestón Saville Row de ciento y tantas lucas del
que me iba a hacer en la tarde. La escena me resiente, me doy vergüenza. Me siento
estúpido, equivocado. Recuerdo, con histeria, que un tiempo atrás le hice clases particulares
de PSU a la hija del comisario de este cuartel rancio. Su casa en Villa Triana era un palacio
lleno de tótems fálicos, espadas y rifles. Poco a poco van llenando la celda de cabros y
cabras, entre gritos y patadas. Sigo: 2289, 2290…

IV

Voy hacia la única ventana de mi celda, y veo la calle. La gente sale, se dice cosas con
rapidez, y se va. Y de pronto, las cacerolas. De pronto el guanaco sale de la 1° comisaria de
Rancagua, raudo hacía la Alameda. En San Martín con Mujica ponen una barricada. Y otra
en Cáceres. Y otra en Independencia. Oigo balazos a lo lejos. Explosiones y olas de
griteríos. La celda de al lado tiene cerca de 15 personas magulladas, inconscientes y
sangrantes, que han ido llegando en goteos de violencia. Ya no lloran, se abrazan con ira.
Se tocan los cuerpos incandescentes de humo y transpiración, y respiran como animales
furiosos entre barrotes y manchones de sangre. ¿Qué está pasando?, pregunto. Estamos
quemando Chile, me dice la primera chica traída, despreocupada de su globo ocular
reventado. Veo la mitad de su rostro, la otra mitad está cubierta por la sombra de su sangre,
y su ojo visible está entornado en un gesto de furia. Me habla que están quemando una
automotora y el Banco Falabella en el centro, y que los pacos están disparando a la cara.
Me dice que violaron a su amiga. Que se dieron el tiempo. El semen en el acero de las
esposas, así, con esas palabras. Cada uno de los compas me relata una porción de atrocidad,
y haciendo rechinar los dientes, sigo contando: 2290, 2291, 2292…

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V

Luego de escuchar toda la crónica virulenta, me siento una basura. Mientras ellos
marchaban y protestaban, yo estaba en una tienda probándome la linda chaqueta inglesa, en
un patético gesto de profesor entrenado en el resentimiento y el arribismo. Me siento
parasitario, desclasado. Como un capataz canalla que costea con sangre de sus hermanos
los intereses del patrón, o como un desleal señor de edad que vocifera en público que su
esposa es tonta y lleva un matrimonio ridículo. Se quiebra en mi mente el palacio de mis
fantasías, el cristal esquizofrénico en el que yo era un príncipe negro en una Inglaterra
inventada en esta Latinoamérica real, este pueblo hermoso de plebeyos que somos. El
guanaco hace varios viajes. La micro verde-oliva está trayendo constantemente gente, como
si las fueran a buscar a sus casas. Y llegan destrozados, como si los torturaran. Y los pacos
nos miran, como si fueran a hacernos desaparecer. Traen como a diez personas más, y la
celda de al lado se llena. Hay entre ellos un amigo mío y su polola, el Jaime y la Claudia.
Están heridos. A la Claudia uno de los pacos le sacó los calzones. Está usando un vestido
floreado. Acá nuestra primavera chilena. Les tomo una mano a cada uno. Nos ponemos de
acuerdo y empezamos a gritar Pacos culiaos cafiches del estado, y en menos de un minuto
entra el Jefe con una lacrimógena, como un Rambo psicótico pateando la puerta (no hay
otro tipo de Rambo), y tira la bomba lacrimógena en la celda de al lado. Tremenda granada
ideológica. Desde el vidrio de la puerta mira a los prisioneros retorcerse, llorar y suplicar,
mientras vomitan, se asfixian y algunos se orinan, contorsionados como hacia dentro de sí
mismos en una agonía tan íntima, un baile de dolor, de rodillas y entregados, rojos y
ahogados, compactados en la desesperación, hechos un amasijo humano de dolor. Yo me
tapo la cara con el torso de mi brazo, y el Jefe me grita ¡Tírate al suelo príncipe, con la cara
pa abajo!, jajajaj. Le hago caso y caigo de rodillas. Miro por el costado la celda, uno a uno
van cayendo mis compañeros, haciendo arcadas, como siendo ejecutados por un nazi
chileno, haciendo salpicar el charco de vomito y pichí de la celda. Por un segundo
agradezco mi lugar en la celda. Pero siento asco, de ser cobarde y aguantar tanto. Me pongo
de pie, y pongo mi cara entre los barrotes, vuelta hacía la celda de al lado para comulgar
con mis compañeros en el castigo. En segundos me asfixio, y vomito. Sigo contando 2292,
2293, y me desmayo ahogado entre mi saliva espesa y mi bilis bullente.

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VI

Está amaneciendo. Siento mi cara arder como dentro de la hoguera del día, y despertar
hacia un mundo nuevo e igualmente imperfecto. Apenas puedo ver la luz. Observo desde
mi lugar en el suelo los cuerpos de la celda de al lado. Los imagino, porque mi vista apenas
puede entornarse. Cuerpos inertes, y luz pura del sol que los cubre como una madre a su
hijo desaparecido, en un acto de humo y figuración. Hay traqueteos y olor a café que
emanan desde la otra sala, como un día cualquiera en la comisaria. Entra el Jefe y el cabo
bueno, este chico paco, jornalero del orden público, que mira todo como un niño de campo
sobrecogido, que presencia por primera vez el degüelle de una gallina para hacerla cazuela.
El Jefe abre la celda de al lado, arrastra a la Claudia rodeándole el cuello con su antebrazo
en un candado estrecho. Se le sube el vestido, y al habérsele arrebatado su ropa interior se
expone su pubis con delicados vellos recortados parsimoniosamente, que es visto con
ansias por el Jefe. El cabo de ojos verdes desvía la mirada, me incorporo con dificultad, y
luego con suma violencia el chico me agarra del cuello y me pone un brazo detrás de la
espalda. Disculpe, me susurra culposamente, esto lo tengo que hacer: Ya príncipe weón,
saliste premiao, sale de aquí maricón culiao me grita, llevándome a rastras hasta afuera de
la comisaria en una performance brutal. Me hace una zancadilla y caigo al cemento. El
cabo se mete de vuelta al centro de tortura. Mi labio estalla en el pavimento y dejo una poza
perfecta de sangre, que miro con un sombrío orgullo; sin compadecer ante ningún juez, sin
control de detención, sin el toqueteo del gendarme en fiscalía, caigo a esta bendición de
rodillas, salvado por la arbitrariedad de un cabo culposo y del cemento, y luego despertar,
¿quién no lo habrá hecho este día? Gracias paco adolescente. Afuera, una turba de gente
grita y apedrea la comisaria. Me compongo y me llega un rayo tibio de sol, pero hoy estoy
enamorado del fuego y de la barricada. Me recogen del cemento. Con una compasión
inusitada me levantan del suelo, a mí, el más desclasado de los prójimos. Una cabra me

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echa agua con bicarbonato en la cara y povidona en las heridas que tengo, otro me limpia el
vómito y la suciedad. ¿Qué está pasando adentro? Me preguntan. En la entrada de la
comisaria hay madres llorando (con ese gesto infinitamente triste de ceñirse las manos al
pecho formando un espacio, como cargando en ese vacío su pequeño corazón preocupado),
conocidos míos histéricos, otros más mesurados y tramitando soluciones y derivaciones,
observadores de Derechos Humanos como implementados para una guerra (ESTAMOS EN
GUERRA), personas con cacerolas, banderolas mapuche moviéndose como solas,
transeúntes curiosos o rebeldes que no saben qué hacer más que mirar y resentirse por la
escena. Y cómo ellos, yo no sé qué hacer después. Me preguntan ¡¿QUÉ ESTÁ PASANDO
ADENTRO?! Soy el primer detenido de la revuelta, encarcelado por un delito absurdo, un
verdadero prócer de la cobardía, ejemplar idóneo del carácter nacional, acaso el más
patético de los ciudadanos, medianamente funcional y con una moralidad demasiado
flexible o insignificante, perfecta víctima y victimario de nuestros dramas nacionales, el
chileno promedio que puede encarnar a la perfección este país de reyes y soldados, la
tumba de los libres, viviendo la experiencia esquizofrénica de habitar al lado del horror.
Quiero hablar, tirar un peñasco de lenguaje sobre este lago tranquilo que es la patria, oasis
temible de los incognoscibles desiertos latinoamericanos. Tartamudeo, y mientras hablo y
un abogado toma mi declaración, me hallo ahí parado balbuceando, contando en mi mente:
1, 2, 3, 4…

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