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Era un día de sol radiante, un domingo de primavera lleno de olor a azahar y

romero. Hacía rato que las ovejitas se habían marchado a los pastos, así que

se respiraba de nuevo en las calles el aire puro de la mañana.

Klonty había dormido con la preciosa sonrisa iluminando su cara toda la noche,

como si el sol se hubiera quedado a su lado, y cuando abrió los ojos se quedó

extasiada de agradecimiento porque el día, su gran día, había amanecido

esplendoroso.

Se quedó remoloneando un ratito más en la cama: hoy era su gran día, ese

único y maravilloso día que espera toda mujercita desde la infancia, hoy ya no

iba a trabajar y nunca más lo haría porque había llegado por fin el día de su

boda.

¡Y con un príncipe!, casi se le saltaron las lágrimas de la emoción, de la alegría,

porque había conseguido su sueño: casarse por todo lo alto y con un príncipe.

¡Qué envidia iba a darles a todas!: a sus amigas, a sus hermanas e incluso,

segura estaba, a las amigas de sus hermanas, porque, pobrecillas, ¡a ver quién

podía superarla ahora!

Klonty se levantó y abrió las ventanas para que el sol entrara e iluminara esa

humilde habitación que ya nunca más volvería a ser la suya.

Apoyada un momento en la ventana, se quedó mirando la plaza de su

pueblecito, las casas que la rodeaban, la escuela y más allá, subiendo una leve

colina, la iglesia donde iba a celebrarse su boda.


El pueblecito era pequeño, sus casitas, apiladas en torno a esa plaza, tenían

las paredes muy blancas, enjalbegadas todos los veranos por los niños cuando

acababan la escuela y ya no tenían nada más que hacer. Los tejados eran

también todos iguales, cubiertos por tejas rojas que eran la mejor protección y,

además, las podían comprar en el mismo pueblo porque allí tenían su propia

fábrica de tejas rojas. Puertas y ventanas de madera, calles de tierra

bordeadas de hileras de árboles, luz de candiles, hogares de leña de pino

oloroso, flores en los patios y en las puertas…, todo ésto hacía de este

pueblecito un lugar de cuento de hadas. Y más cuento de hadas parecía

porque, volviendo la vista hacia la derecha estaba, alto e imponente, en la cima

de la montaña, el castillo; un castillo lleno de torres, almenas, estandartes y

patios y lleno también de personas: los reyes, los príncipes, los parientes, la

corte entera, los criados, consejeros, vigilantes, soldados, caballerizos... ¡qué

sabe Klonty de cuanta gente vive allí¡, y ella será, casi casi, la dueña de todos,

¡qué ilusión!, ¡qué día más bonito!, ¡qué feliz está Klonty!.

Y volviendo la vista a la plaza, esa plaza que se llenaba de ovejitas todas las

mañanas muy tempranito antes de salir hacia los prados, podía Klonty ver

también, en una esquina, una tiendecita que tenía todos los productos que te

podías imaginar: desde libros, cuadernos, bolígrafos y cometas para los niños,

hasta lejía, jabón y escobas de esparto para las amas de casa o cayados,

tabaco y hoces para los hombres; solo le faltaba traer telas bonitas y delicadas,

por eso, Klonty había tenido que ir a una lejana ciudad para comprar la tela de

su vestido de novia, porque ¡claro!, casándose con un príncipe, no podía

ponerse cualquier tela de raso o gasa vulgar: tenía que ser una preciosa tela de

encaje tejido a mano; un enorme gasto para su humilde familia, pero que ya se
encargaría ella de resarcírselo cuando pudiera disponer del oro y las joyas del

príncipe, su marido.

Oro, joyas, vestidos elegantes hechos especialmente para ella, viajes a

ciudades lejanas, fiestas, criados, Klonty deseaba eso con todo su corazón

desde muy jovencita y lo había logrado, ¡qué felicidad!

- Bueno, tendré que bajar a desayunar – se dijo a si misma Klonty-. Seguro que

mis hermanas me están odiando en este momento, estarán enfurruñadas y

queriendo discutir conmigo, pero no se lo permitiré, hoy no voy a enfadarme

con nadie, hoy es el día más feliz de mi vida.

Klonty tenía muchos hermanos, pero solo dos hermanas más: unas gemelas

llamadas Droë y Soet que tenían cuatro años menos que ella y que la

envidiaban a muerte porque también querían casarse con príncipes y ser

felices como Klonty.

Droë y Soet no eran tan bonitas como Klonty y, además, estaban repetidas, así

que pensaban que no encontrarían un marido tan maravilloso como el de su

hermana, pero además, creían que, si lo encontraban, solo una de ellas se

casaría: ¿cómo iba a saber un chico si estaba enamorado de una o de otra?, si

eran iguales ¡qué más le daba!, escogería a una y la otra se quedaría para

vestir santos (que decía su madre).

Porque Klonty era muy guapa y alta, delgada, morena, con un largo pelo

azabache, ojos grandes y negros y labios sonrientes y rojos, “vamos”, una

Blancanieves de pueblo, pero sus hermanas, aunque se le parecían, no eran


tan bonitas ni altas como ella ni sus cabellos eran tan brillantes, sino un poco...

marrones, y las dos iguales, ¡qué desgracia!

Klonty no tenía muchas amigas porque con lo del noviazgo y por las envidias,

las había perdido poco a poco a todas, pero Droë y Soet sí que tenían un buen

grupo de amigas: estaba Troos, que vivía en la casa de al lado; Oorwining, que

vivía junto a la tiendecita; Bors, que vivía en la calle que subía a la iglesia y

Bady que vivía en el camino del castillo, así que Klonty había invitado a su

boda a las amigas de sus hermanas como si fueran amigas suyas también.

Por supuesto que estaba invitada toda la familia de Klonty: sus padres,

hermanos, abuelos, los hermanos de sus padres, sus primos y sus amigas. Lo

que no sabía Klonty es a quién había invitado el príncipe, sería sorpresa,

seguro que había invitado a toda la realeza de la comarca y parte del

extranjero, porque el príncipe, no sé si lo he dicho ya antes, era muy rico y

tenía mucho oro y joyas y podía e iba a pagar la suntuosa fiesta.

Efectivamente, el príncipe era muy rico, era el heredero del trono de ese

castillo, y su padre era el rey (su madre era la reina, pero eso ahora no importa)

y las posesiones del rey eran inmensas: era suyo todo el pueblo, las casas, las

gentes, las ovejas y los perros, suyo era también el castillo y las personas que

en él habitaban, desde los criados hasta los consejeros, las tierras que lo

circundaban y sus cosechas, la montaña, sus bosques, el río que los

atravesaba e incluso la iglesia, el cura y el sacristán.

La lista de invitados por el rey era muy larga (esa sí que la había tenido que

hacer la reina), tan larga tan larga, que estaban incluidos, además de las
personas que le pertenecían y que ya conocemos, otros reyes de las ciudades

vecinas, otros príncipes venidos de más lejos, los duendes de sus ríos y las

hadas de sus bosques.

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Cuando la reina acabó de confeccionar la lista de invitados se dio cuenta de

que había pocas princesas invitadas para la gran cantidad de príncipes que

acudirían, y así se lo dijo a su marido, el rey:

- Oye, Maag, ¿te has dado cuenta de que hay muchos más príncipes invitados

que princesas?, mal asunto, porque las chicas del pueblo vendrán sin faltar

ninguna y estoy segura de que todas quieren casarse con príncipes y

empezarán a hacer tonterías para llamar su atención. Me parece a mí que esta

boda va a parecer el baile de la Cenicienta multiplicado por cien.

- Mujer, no te preocupes por eso, así los príncipes se lo pasarán bien y si te he

visto no me acuerdo.

- ¡Por el amor de dios!, Maag, y luego que vengan al castillo todas las

pueblerinas a pedirnos explicaciones y ayuda....

- Pues las echamos y en paz.

- No lo veo, no lo veo -y calló, la reina calló.

Pero tenia razón: todas las chicas del pueblo (básicamente, Dröe y Soet y sus

amigas, Troos, Oorwining, Bors y Bady) también habían hecho sus planes para

la fiesta de la boda de Klonty. Pero cada una tenía su estilo: Troos quería
encontrar a un rey mayor y rico, Oorwining, a alguien muy trabajador y

responsable, Bors a un guapo y romántico príncipe y Bady a una persona

inteligente y comprensiva. Dröe y Soet sólo querían que alguien las sacase de

la humilde casa en la que vivían, no volver a limpiar el polvo nunca más, tener

preciosos vestidos como los que tendría su hermana y no escuchar todos los

días a su madre diciéndoles a todas horas:

- Ponte derecha, ¿así como vas a encontrar marido?

- Ponte colorete, que si no, pareces enferma

- Aprende a cocinar o no podrás agradar a nadie

- Que no te vean bailando con chicos o parecerás una cualquiera

- No cruces las piernas que eso es muy vulgar

- Pureza, ante todo pureza, hijas mías

- No leas tanto que eso no te va a conseguir marido

- No salgas de casa con ese pelo, péinate antes, ponte laca, ponte crema,

ponte maquillaje, ponte sombra de ojos, de labios, ponte medias, ponte

tacones, colócate las hombreras, no hables, no rías, no mires, que nadie te vea

ahí, o allá (desaparece, pero si no puedes, que seas una estatua de la Venus

de Milo vestida y callada)

Así que Dröe y Soet nunca estaban seguras de que lo que hacían o decían

fuera lo correcto para encontrar marido y huir de su casa, aunque fuera un

marido para las dos o solo para una de ellas.


Ni sabían cómo Klonty había conseguido seducir al príncipe, seguramente en

alguna de sus escapadas al bosque, ¡seguro!: Cuando Klonty se cansaba de

escuchar los consejos y reproches de su madre, salía corriendo de casa en

dirección al bosque. Allí se sentaba a la orilla del río y, oyendo el murmullo del

agua corriendo sobre las piedras y entre los árboles, se calmaba, tranquilizaba

su angustia y podía volver a casa de nuevo con una sonrisa relajada y

comprensiva. Realmente Klonty era una buena chica, nunca se enfadaba

durante mucho rato: corría al bosque y a su vuelta se la veía feliz, como si nada

hubiera pasado. Sus hermanas la querían mucho, aunque ahora estaban

celosas de ella. No era que no quisieran que su hermana se casase, sino que

ellas también querían hacerlo con algún príncipe tan rico como su cuñado.

Y hoy tenían su oportunidad, la ocasión de conocer a alguien que las hiciera

felices de ahora en adelante, así que sus vestidos también fueron diseñados y

confeccionados según la última moda imperante en el pueblecito (“a ver si así

encontráis a alguien, como Klonty” – les había dicho su madre), aunque ellas sí

que tuvieron que utilizar los rasos y las gasas que vendía la tiendecita porque

casi todos los ahorros de la familia habían sido gastados en el vestido de boda

de Klonty.

Después de desayunar (Dröe y Soet no se mostraron enfurruñadas ni odiosas)

todas las personas de la casa: padres, hermanos y hermanas, fueron a vestirse

con sus mejores galas para esperar la llegada del príncipe y toda la comitiva

real, que pasarían a buscarlos para ir todos juntos hacia la iglesia y celebrar los

esponsales.
También las amigas de las gemelas se habían vestido con sus mejores galas y

acudieron a la casa, como marcaba la tradición, para ayudar a Klonty a vestirse

con su flamante vestido de novia.

Realmente era un vestido maravilloso, nunca habían visto nada igual, tan

suave, tan ligero. Y Klonty era tan bonita... tan elegante..., el vestido tenía el

escote en V y la tela caía desde sus hombros mostrando claramente cada una

de las rosas que formaban el encaje; las mangas le llegaban un poco más

abajo del codo y era muy largo, tanto que se apoyaba en el suelo y cuando

Klonty caminaba, parecía que la tela marcara el camino que ella debía seguir.

Por detrás, la cola, redondita y no muy larga, la seguía como un perrillo faldero.

Después le colocaron el velo sobre su precioso cabello negro, era ligero y

transparente y tan largo que, cuando salieron de la casa, nadie pudo colocarse

detrás de la novia por miedo a estropear tan preciada tela.

Cuando el príncipe y la comitiva real llegó a la casa para buscar a la novia e ir

todos juntos a la iglesia, toda la familia y amigos de Klonty estaban preparados

y esperándolos, prendieron fuegos artificiales que llenaron de alegría más si

cabe a todos y entre jolgorio y sorpresas caminaron por la plaza hacia su

destino.

Dröe, Soet y sus amigas miraron y revisaron uno por uno a todos los príncipes

hermanos, primos y amigos del que iba a ser su cuñado para ver si alguno les

gustaba y la verdad es que les gustaron todos, pero claro, cada una buscaba a

su príncipe ideal (si es que existe) y decidieron demorar su elección hasta la

fiesta de la boda para conocer mejor a todos esos chicos tan guapos, ricos e

interesantes que habían venido.


No hace falta describir la ceremonia, ya la conocemos, sólo remarcar que

durante todo el tiempo que duró, las muchachas de las filas de la izquierda

miraron descarada e ininterrumpidamente a los chicos de las filas de la derecha

de la iglesia y viceversa, además de pasarse todos y todas ellas, cuchicheando

todo el tiempo.

Después, más fuegos artificiales, arroz, espuma, palomas, besos, parabienes,

risas y felicidad entre los novios y sus familiares, y luego, todos juntos, ya como

una gran familia, se dirigieron hacia el castillo para celebrar la fiesta de los

esponsales.

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En el patio del castillo, los reyes habían ordenado preparar un gran banquete,

no tan grande como si la novia fuera una princesa de alto rango, pero

suficientemente aceptable para que sus invitados más insignes no se sintieran

humillados. Codornices, ostras, langostas, cochinillos y diferentes salsas y

purés competían entre sí para ser los platos más elogiados; vino tinto, blanco,

dulce, amontillado, rosado, espumeante, miles de vinos de la bodega real

fueron descorchados y bebidos en la fiesta de la boda y, para terminar, una

dulce y artística tarta nupcial que los novios cortaron uniendo sus manos sobre

un cuchillo hecho de oro y plata por orfebres especializados.

Y después comenzó el baile que era, realmente, lo que nuestras amigas habían

estado esperando.

Ninguna se quedó sin pareja, todas las chicas habían sido invitadas a bailar por

príncipes ricos y guapos. La música suave y bailable animaba a las y los


jóvenes a charlar y contarse “sus cosas”. Conforme fue pasando la tarde y

cayendo la noche (la fiesta iba a durar hasta la madrugada) los invitados

entraron en el castillo, invadiendo sus enormes y suntuosos salones y las

gentes de pueblo se desperdigaron para admirar la belleza de sus muebles,

objetos de arte, tapices y todo lo que ni podían soñar en tener en sus casas.

Dröe, Soet y sus amigas fueron abriendo todas las puertas para ver cómo eran

las habitaciones del nuevo hogar de Klonty y tratar de adivinar en cuál dormiría

con su marido, el príncipe.

- Bueno, chicas, ¿creéis que alguna vez podremos vivir en un lugar como este?

-preguntó Dröe.

- Claro que sí, yo he conocido a un príncipe guapísimo y nos hemos gustado

mucho -contestó Bors.

- ¡Qué suerte! -dijo Dröe- porque con el que he estado bailando no es principe

aún, es secretario del consejero de un rey, pero algo es algo. ¿Con quién

estabas tú, Troos?, ¿no era muy mayor?

- No, no es muy mayor, es el rey de un país lejano, es muy rico e inteligente, y

viaja mucho, creo que estoy enamorada de él -contestó Troos.

- ¿Que estás enamorada de él?, ¡pero si casi no lo conoces! -respondió,

asombrada, Bady.

- Ha sido un flechazo, un puro y romántico flechazo, cuando ha dicho que no

era príncipe sino rey, de repente, al mirarle a los ojos me he dado cuenta de lo

buena persona que es y me he enamorado -dijo Troos seriamente.


- ¿Estás segura? -dijo Oorwining.

- Pues claro que sí, ¿qué os creéis?, ¿que lo diría si no fuera verdad?, lo que

pasa es que estáis celosas porque ni tu, Oorwining, ni tu, Bady, habéis

encontrado a alguien rico y guapo que se haya enamorado de vosotras -Troos

estaba enfadándose.

- Bueno, bueno, haya paz, chicas, la fiesta no ha hecho más que empezar,

después cenaremos y seguiremos bailando y pasándolo bien -terció Soet,

dulcemente- sigamos abriendo puertas a ver que hay por aquí.

- ¿Con quién has bailado tú, Soet? -le preguntó su hermana.

-Con nadie; para que tu pareja no se confundiera, me he quedado sentada

charlando con el contable de nuestro rey. Un buen chico. -contestó Soet.

Y siguieron dándole gusto a su curiosidad.

La siguiente puerta que abrieron daba a la cocina, una amplia y luminosa

estancia llena de personas cortando, friendo, guisando, limpiando y

aderezando alimentos, encendiendo y apagando fuegos, lavando preciosas

vajillas, entrando y saliendo con verduras recién cogidas del huerto. Era tal la

algarabía que las chicas se asustaron un poco y huyeron lo más rápidamente

que pudieron hacia la siguiente puerta; todas menos Oorwining, que era una

chica muy hacendosa y siempre con ganas de ayudar a los demás.

Oorwining fué hacia el chico que entraba con la cesta de la verdura fresca y le

ayudó a llevarla hasta la mesa, limpiarla y prepararla para que la cocinera la

guisara.
- Hola, me llamo Oorwining, ¿puedo ayudar en algo más?

- Hola, yo me llamo Toon, soy el hijo de la cocinera, trabajo en otra parte del

castillo, pero ayudo a mi madre si tiene mucho trabajo, como hoy.

- Sí, hay aquí mucho trabajo hoy -a Oorwining le estaba gustando el muchacho

y él la miraba con ojos embelesados- bueno, si necesitas algo más, me buscas,

estaré dando vueltas por aquí.

- De acuerdo, Oorwining, cuando acabe la cena, todos iremos a bailar al salón

y nos podremos volver a ver - contestó Toon, deseando que el tiempo pasara

rápido.

Y Oorwining se fue corriendo, ilusionada, a buscar a sus amigas y continuar el

recorrido.

Ellas, mientras tanto, habían encontrado la biblioteca, una enorme sala con

estanterías hasta el techo llenas de libros de todos los tamaños y colores,

había incluso escaleras para poder llegar a los más altos rincones. El techo era

espectacular: pintado con una bucólica escena llena de naturaleza y nubes y

del que colgaba una enorme y delicada lámpara de araña con miles de cristales

transparentes.

Bady se quedó extasiada mirando los miles y miles de libros que allí

descasaban, imaginando los miles y miles de historias que, encerradas entre

las hojas de papel, dormían esperando que alguien las leyera y las

comprendiera. Tan emocionada estaba que no se dio cuenta de que sus

amigas habían cerrado esa puerta y se habían marchado en busca de otras


puertas que abrir. Dio vueltas y vueltas por toda la estancia mirando

detenidamente cada libro, leyendo su título, abriéndolos para mirar sus

imágenes, el tipo de letra, el olor del papel. Pero, de repente, se abrió de nuevo

la puerta y entró un chico, uno de los príncipes con los que habían estado

charlando y bailando durante la tarde.

- Hola, ¿tú te llamabas...Bady? -dijo el chico.

- Hola, sí, te acuerdas, gracias, pero lo siento, no me acuerdo de tu nombre -

contestó, timidamente, Bady.

- Soy Fijne Mener, es normal que no te acuerdes -dijo con una sonrisa.

- Sí, es un poco difícil, Fijne Mener, trataré de acordarme. ¿De dónde eres? -

preguntó Bady.

- Soy el príncipie de Banestania, no está muy lejos de aquí, ¿y tú? -preguntó

Fijne Mener.

- Yo soy una chica del pueblo, normal -dijo Bady, agachando un poco la

cabeza, sin saber que la debiera haber levantado con mucho más orgullo que

el que sentía en ese momento.

Fijne Mener y Bady empezaron a charlar sobre libros e historias y pasaron un

buen rato en la biblioteca.

El tiempo pasó, se sirvió la cena a la que asistieron, además de la realeza y la

gente del pueblo, también todos los habitantes del castillo; se terminó la cena y

empezó de nuevo la música y el baile, y las charlas y las risas y hacia la


medianoche todos estaban cansados, hartos, adormilados y con muchas ganas

de irse a la cama, así que poco a poco fueron parando los músicos, callando

las personas y saliendo del castillo los que allí no vivían.

Como cenicientas, como bellas durmientes o bellas sin bestias, todas las

chicas del pueblo bajaron las escaleras del palacio corriendo y se fueron a sus

casas con los corazones henchidos de ilusiones y esperanzas. Esperanzas de

que alguno de los ricos jóvenes que habían conocido se hubieran enamorado

de ellas y volvieran a buscarlas y se las llevaran en un blanco corcel, alado, a

poder ser, de sus anodinas vidas hacia palacios de cristal flotando en el

horizonte.

Todos los aristócratas que habían venido a la boda, se iban a quedar en el

castillo aún unos cuantos días descansando, cazando y paseando por el

pueblecito, así que las esperanzas persistían.

El día siguiente a la boda no amaneció tan radiante: el cielo estaba un poco

más gris y plagado de nubes que ocultaban el brillo de sol. Las chicas también

estaban un poco más apagadas y grises que el día anterior, ya no eran las

brillantes y alegres jovencitas que deslumbraron a los príncipes extranjeros,

hoy eran ellas mismas, las de siempre.

Troos, alta y delgada, acudió a su trabajo habitual: ayudante de la costurera del

pueblo y le contó a todo quien quiso escucharla lo bien que lo había pasado el

día anterior y lo maravilloso que era el rey que había conocido y lo enamorados

que estaban porque, decía, había sido un flechazo.


El rey en cuestión, Isotoop se llamaba, era mayor, taciturno e inteligente. Había

bailado muy a gusto con Troos, una jovencita morena y atrevida del pueblo.

Las escuetas palabras que habían intercambiado le habían satisfecho lo

suficiente para encontrar simpática a la chica y no le hubiera importado volver a

verla, pero la sensación de flechazo no la había sentido, tal vez por la edad, tal

vez por el cansancio.

Cuando Soet fué a comprar a la tiendecita de la plaza se encontró con

Rekenmeester, el contable del rey, con quien había estado hablando durante la

fiesta.

- Hola, Soet -dijo Rekenmeester tímidamente.

- Hola, Rekenmeester, ¡qué casualidad encontrarnos! -contestó Soet.

- Sí, me alegro de verte, necesitaba unos bolígrafos y he venido a comprarlos

aquí – Rekenmeester mintió un poquito, la verdad era que deseaba volver a ver

a Soet porque habían congeniado mucho el día anterior y se le había ocurrido ir

a comprar algo en el pueblo. - ¿Quieres salir a pasear esta tarde conmigo?

- De acuerdo, nos vemos esta tarde.

¡Qué contenta se puso Soet!, Rekenmeester le había parecido trabajador,

espabilado y rico y pensaba que podría ser un buen marido. Fue corriendo a

ver a Troos al trabajo para contárselo, pero ésta, absorta como estaba en su

propia historia, casi no le hizo caso.

- ¿Con un contable?, ¿quieres casarte con un contable?, ¿no querías ser rica y

tener una casa preciosa y vestidos de seda?, un contable no te dará eso, no


saldrás de la vulgaridad, piénsatelo bien, Soet, cógete a un rey como yo, con

su palacio y sus criados.

- Bueno, no conozco a ningún rey, conozco a Rekenmeester y me parece

buena persona, es trabajador y puede ganar mucho dinero trabajando para el

rey, seguro que tengo una buena casa y criados si me llego a casar con él -

contestó Soet, decepcionada.

Y se marchó a hacer la compra.

Mientras tanto, su hermana Dröe estaba barriendo y quitando el polvo del

hogar, y soñando: soñaba con su caballero del día anterior, alto, fuerte, valiente

e intrépido, según las historias que le había estado contando entre pirueta y

pirueta del baile. Berader, le dijo que se llamaba. Recordaba Dröe la

conversación que había tenido con sus amigas tantas veces respecto de

enamorarse y casarse con príncipes para poder salir de la pobreza y tener

mucho dinero y ser felices (las perdices entraban en el lote), y cayó en la

cuenta de que Berader no era un príncipe, ni siquiera el secretario de un rey,

sino que era el secretario de un consejero de un rey. Se preguntó a si misma si

era suficiente para enamorarse y decidió esperar a conocerlo más por ver si el

consejero y el rey tenían suficiente poder y riqueza como para que su

secretario fuera medianamente rico también, porque si no, tendría que seguir

esperando a alguien mejor.

Oorwining, por su parte, había ido al castillo a llevarles el pan porque esa era

su tarea diaria: era la hija de los panaderos del pueblo. Cuando le abrieron la

puerta de la cocina, lo primero que hizo fue preguntar por el hijo de la cocinera,
Toon; pero Toon estaba cuidando de la huerta y la granja, así que la cocinera

le dijo a Oorwining que le daría el recado a su hijo, lo que hizo que las mejillas

se le volvieran del color de la granada madura.

Sólo nos falta saber qué estaban haciendo Bady y Bors. Pues Bady había

salido a hacer unos recados para su madre y, al pasar por delante de la casa

de Bors, se quedó charlando con ella, que estaba barriendo la calle.

- Hola, Bors, buenos días, ¿cómo estás hoy? -dijo Bady alegremente.

- Buenos días, Bady, estoy bien, estoy muy bien -contestó Bors, muy animada.

- ¡Qué alegre te veo!, ¿qué te pasa? -preguntó Bady.

- Que estoy enamorada, estoy muy enamorada, ¡qué feliz que soy! -la alegría

de Bors era contagiosa.

- Vaya, me alegro, y ¿quién es el afortunado?

- Hulle Was, el príncipe, el guapísimo, altísimo y simpatiquísimo príncipe con el

que estuve bailando ayer. Me ha enviado una nota muy temprano esta mañana

para decirme que quiere que salgamos a pasear esta tarde y que soy muy

guapa - (¿sería Bors la primera en casarse con un príncipe?).

- Bueno, me alegro por ti, ya me contarás, adiós.

- Espera, no te vayas, ¿sabes algo de tu bibliotecario? -le preguntó Bors a

Bady.

- ¿Bibliotecario? - (¿qué dice esta chica?, pensó Bady).


- ¿No era bibliotecario ese con el que estuviste anoche charlando tanto rato?,

- No, era el príncipe de Banestania, Fijne Mener. Es interesante, me gustó,

pero no sé si lo volveré a ver -respondió Bady manteniendo la esperanza.

- Bueno, pues a ver si tienes suerte, como yo, adiós -se despidió Bors.

“Eres tú, el príncipe azul que yo soñé, eres tú, tus ojos me vieron con

ternura....” oyó Bady canturrear a Bors....

Por las tardes, los grupitos de amigas salían a pasear por el bosque, a disfrutar

de la belleza de las plantas, la frondosidad de los árboles y la fragancia de las

flores. Bajo el precioso cielo azul se contaban sus secretos y sus anhelos y lo

hacían en voz alta para que, si por suerte se encontraba por allí alguna

pequeña hada, les pudiera ayudar a conseguir sus deseos.

También las parejas de enamorados elegían el bosque para cogerse de la

mano y darse besos furtivos. Si un cupido les veía, podía dispararles sus

flechitas y así quedarían unidos en el amor para toda la vida.

El bosque bullía de vida, alegría, secretos y amor todas las tardes mientras

duraba la luz.

Por uno de sus caminitos, el que llevaba hasta el río, paseaban una tarde,

cogidos de la mano, Bors y Hulle Was. Ella estaba un poco molesta porque él,

a pesar de que le decía muchas veces que la quería locamente, prefería la

mayoría de las tardes, salir a cazar con sus amigos y ella se quedaba en casa

esperándolo infructuosamente. Si al día siguiente Hulle Was no salía a cazar,

iba a buscar a Bors, le regalaba un broche en forma de corazón, le decía que la


amaba apasionadamente y a Bors se le pasaba el disgusto. Pero ese día, no

había habido regalo a pesar de que Hulle Was había tardado tres días en

visitarla y Bors estaba desilusionada y enfadada.

Cuando llegaron al río, se sentaron en una piedra plana aún sin haberse dicho

ni una palabra. Hulle Was miraba el dulce rostro de Bors con gesto de pena,

pero no decía nada. Y Bors, entre lágrimas, empezó a balbucear algo así como

que no quería seguir saliendo con alguien a quien no le importaba demasiado.

Lo decía de forma entrecortada, sin estar segura del todo porque no sabía si

era acertado o no cortar su relación con un príncipe o si sería mejor aguantarse

y poderse casar.

Pero entonces, Hulle Was, que no había prestado atención a los intentos de

Bors por decir algo, se arrodillò ante ella, tomó su rostro entre sus manos y la

obligó a mirarlo.

- Te quiero, estoy muy enamorado de ti, eres la chica más guapa y buena que

he conocido y quiero casarme contigo -dijo dulcemente. Luego separó sus

manos del rostro de Bors y buscó en su bolsillo algo que no encontraba; al rato

de estar tocándose todos los bolsillos, encontró en su cartera lo que buscaba y

se lo ofreció a Bors; era un delicado anillo con un enorme diamante: el anillo de

pedida. - ¿Qué me dices?, ¿quieres casarte conmigo y ser la princesa de

Arnuria?

- Sí, claro -contestó Bors, olvidando de repente todas las dudas que tenía,

todas las penas que había pasado cuando Hulle Was desaparecía, olvidando

toda su tristeza.
Y se dieron un largo y apasionado beso de compromiso. No necesitaron a

ninguna ninfa alada que les ayudara, pero los dos sintieron un ligero pinchazo

en el cuello, cerca de la oreja derecha, al mismo tiempo.

Paseando por otro sendero del mismo bosque, Bady y Fijne Mener, cogidos por

la cintura, se decían palabras cariñosas al oído y se acariciaban el rostro

mutuamente. Un poco apartado del sendero vieron un banco de jardín y

decidieron sentarse allí para continuar su conversación almibarada y

empalagosa, hasta que Bady preguntó:

- ¿Cuándo vas a volver a Banestania?, ¿te vas a quedar mucho tiempo aquí?,

¿te acordarás de mi cuando te vayas?

- Parece que tengas ganas de que me vaya -contestó Fijne Mener, un poco

molesto.

- No, ¡qué va!, ¡ojalá te pudieras quedar para siempre!, estoy muy a gusto

contigo, hablando de libros y de cultura.

- Yo también estoy a gusto contigo, eres muy guapa y muy complaciente. Pero

algún día me tendré que ir, mi padre ya me está reclamando -dijo Fijne Mener.

- Y ¿te olvidarás de mí? -Bady se estaba poniendo triste.

- No, mujer, ¡qué me voy a olvidar de ti!, ¿quieres que nos casemos y así

puedes venir conmigo? -Fijne Mener no se dio cabal cuenta de lo que acababa

de decir.
- ¿Casarme contigo?, ¿seguro?, ¡qué ilusión!, pues claro que me quiero casar

contigo, ¡un príncipe, un verdadero príncipe, y yo una princesa!, ¡voy a

casarme! - Bady era muy feliz, besó a Fijne Mener, pero ninguno de los dos

sintió ningún pinchacito en ningún sitio.

Cerca de allí, calladitas y discretas, estaban Oorwining, Troos, Dröe y Soet,

que habían salido a pasear por la naturaleza y lo habían oído todo, pero habían

decidido guardar silencio para no estropearles el momento mágico.

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Pasó el tiempo, pasaron días y noches, semanas y meses y un día de verano

de varios años después, encontramos de nuevo a nuestras amigas en el

bosque, cogidas del brazo, contentas por haber vuelto a estar juntas y por

poder contarse qué había sido de sus vidas y, después de haberse besado y

abrazado con todo el cariño del recuerdo, se sentaron sobre la hierba, en

ronda, para verse, mirarse, quererse, hablarse y comprenderse.

Oorwining fue la primera que empezó a hablar:

- Venga, chicas, contadme como os ha ido la vida, vuestros príncipes ¿se

portan bien con vosotras?

- Bbuuuffff -fue la respuesta general.

- ¿Cómo que “buf”? chicas, ¿cómo que “buf”?, ¿no os habéis casado con

príncipes como queríais?, ¿no tenéis casa bonitas y viajes y vestidos?- dijo

Oorwining, entre extrañada y burlona.


- Bueno, ya sabéis que mi matrimonio duró muy poco, ¿no? -dijo Soet -

Rekenmeester trabajaba muchísimo para poder darme todo lo que yo le pedía

y merecía: una preciosa casa donde no tuve que lavar nunca el suelo, vestidos,

viajes, todo me lo dio, pero cayó enfermo, agotado, cansado y harto de sumar y

restar listas y listas de números contando el dinero del rey y murió y me dejó

sola y triste. Así que ahora ya no tengo casa, ni vestidos de seda ni viajes, sino

que vuelvo a limpiar el polvo de los jarrones de la casa de mi madre.

- ¿No hubiera sido mejor que no trabajara tanto aunque no tuvieras tafetanes y

sedas? - dijo Oorwining.

- No sé, para no tener nada de eso me hubiera quedado soltera -Soet seguía

pensando en la suerte de su hermana mayor.

- Pero ahora no tienes nada – contestó Bors.

- Ahora no, pero lo he tenido y disfrutado -Soet se quedó mirando las ramas

altas de los árboles recordando lo bien que lo había pasado mientras duró su

matrimonio.

- Supongo que sufrirías mucho -le dijo Bors - ¡qué pena!

- Era simpático, sí, pero más lloro ahora cada vez que tengo que coger el

plumero -realmente Soet se había vuelto una mujer fría y desencantada - ¡Va,

Bors, cuéntanos como te ha ido a ti!

- ¿Yo?, pues normal, ¿no?, ya lo sabéis: me casé con Hulle Was y todo normal

-respondió Bors, sin muchas ganas de hablar.


- ¿Sigue tan guapo Hulle Was?, era alto y apuesto y te quería mucho, ¿te hace

feliz? - preguntó Oorwining.

- Sí, sí, me quiere mucho, después de la caza, la cerveza y las palomas, soy lo

que más quiere – contestó con un toque de sarcasmo Bors.

- ¿Después?, ¡no me lo puedo creer! - dijo Bady.

- Sí, pero no pasa nada, sé que me quiere a su manera, algunas veces me

regala pasteles con forma de corazón y no discutimos casi nunca – fue la

explicación de Bors.

- ¿Y has viajado y tienes un palacio encantado? - preguntó Dröe.

- Sí, sí que he viajado bastante y el palacio está muy bien, pero he tenido que

trabajar mucho para mantenerlo: Hulle Was no es muy bueno con las cuentas.

Ni con las cuentas, ni con los gastos, ni con los presupuestos, ni con nada, es

guapo, alto y encantador y ya está – se desahogó, por fin, Bors, sin lágrimas ni

tristeza.

- Pero, ¿eres feliz? - le preguntó Bady, sintiéndose más triste por su amiga de

lo que lo estaba ella.

- Sí, sí, estoy bien como estoy – zanjó así Bprs su conversación-, te toca,

Oorwining.

- ¿Me toca?, pues nada, me casé con Toon, que no era príncipe como los

vuestros, sino un trabajador normal, muy trabajador, como yo y entre los dos: él

con las huertas del castillo y yo en la panadería de mis padres, trabajando


mucho, al final pudimos ahorrar lo suficiente para construirnos una casa

preciosa, no muy grande, pero con un jardín bonito y muebles cómodos y,

aunque no tengo vestidos de seda, sí que he viajado algunas veces y he

conocido reinos lejanos. -Oorwining se sentía satisfecha y alegre.

- Y ¿eres feliz así, sin príncipe? -volvió a preguntar Bady.

- Sí, sí que lo soy, porque Toon es mi príncipe, la persona que me quiere y a

quien quiero y entre los dos hemos cumplido todos nuestros sueños y si un día

nos peleamos, al día siguiente hablamos y hacemos las paces, no necesito

más vestidos ni más habitaciones en la casa – contestó Oorwining – Dröe, te

toca, ¿has tenido más suerte que tu hermana?.

- Sí, un poco más de suerte, sí, al menos no se me ha muerto el canario, ¡ay,

perdón!, el marido - (¿qué le pasaba a Dröe?).

- Jajajajajajaajaj – rieron todas un poco.

- Pues nada, me conformé con Berader porque tenía buena posición y, como

se había interesado por mí, pensé que tenía mucha suerte, igual que Soet la

había tenido, porque unos chicos se interesaban por nosotras a pesar de estar

repetidas y no ser muy guapas. Y mientras Berader y su jefe gozaron del favor

del rey, todo fue bien, tuve criados y vestidos, pero un día el rey se enfadó con

su consejero y lo desterró a unas lejanas tierras porque no quería ni verlo y

Berader, como era el secretario de ese consejero, o se iba al fin del mundo, o

se quedaba sin trabajo, así que nos fuimos cerca de la frontera del reino, donde

nieva trescientos días al año y sólo tenemos una criada, ¿cuenta eso como

viaje? Y en cuanto a vestidos, allí no tiene importancia lo que lleves debajo del
inmenso abrigo de pieles que necesitas todos los días. Por cierto, tengo tres

abrigos de auténtica piel: de zorro, de oso blanco y de marta cibelina, ¿a que

vosotras no? - fin del resumen de Dröe.

- No, nosotras, no -contestó Oorwining, mirando a su alrededor, disfrutando del

buen tiempo y de la naturaleza que las rodeaba, admirando las suaves

mariposas y los olores del bosque – bueno, faltáis vosotras: Bady y Troos.

- Pues, nada, me fui a Banestania con mi príncipe difuminado, Fijne Mener,

que, por cierto, de leer nada...

- ¿Difuminado?, ¿qué es eso? -preguntó, riendo, Bors.

- Pues que nunca sabía a ciencia cierta qué es lo que quería, siempre estaba

dudando si ponerse una ropa u otra, si su cuerpo era bonito o no, nunca estaba

seguro de viajar a la China o al Japón ni si tal o cual cuadro era adecuado para

el salón de baile de palacio. Pero cuando veía a su amigo viajar a la India,

entonces era lo único que quería hacer o si su hermano iba a casarse, su novia

era la más hermosa de cuantas había visto. Cuando fui a hablar con sus

padres, los reyes de Banestania, sobre el problema que tenía, me contaron que

cuando nació, dos hadas quedaron enganchadas entre su ensortijado cabello y

que aún las tenía, no las habían podido encontrar, entonces Fijne Mener se

pasaba el día tratando de contentar a una o a la otra. Visto lo visto, pensé que

lo mejor era dejarlo a él y a sus hadas parlanchinas y estar tranquilita en mi

casa, aunque tuviera que llevar ropa de segunda mano -esta era la historia de

Bady.
- Chica, no tendrías que haberlo dejado, así te has quedado sin palacio, sin

viajes y sin criados -comentó Troos.

- Pero feliz y tranquila, me estaba volviendo loca -se justificó Bady – ¿y tu,

Troos?, no te veo muy bien.

- Un desastre, chicas, un desastre: mi rey Isotoop es un viejo aburrido y

cansado. Sí, sí, ya sé que me lo dijisteis, pero yo quería salir de aquí y lo

conseguí. La verdad es que creí que nos llevaríamos bien, pero es peor de lo

que pensaba: siempre está enfadado y nunca me dice nada bonito -se quejó

Troos.

- ¿Y por qué no lo dejas y te vienes otra vez a vivir aquí?, serías más feliz -dijo

Oorwining.

- No, pobre, solo me tiene a mí. La verdad es que tampoco lo paso mal, hago

muchos viajes sola y me divierto lo que puedo – contestó Troos.

- ¿Por lástima continuas con tu rey viejo y aburrido que nunca te da cariño?, no

te entiendo mucho – contestó de nuevo Oorwining.

- Mira, pues no estoy dispuesta a renunciar a mi castillo enorme y precioso, a

mis vestidos de encaje artesanal ni a los viajes por todo lo largo y ancho de

este mundo que Isotoop me puede dar. Prefiero seguir quejándome que tener

que vestirme con ropa de segunda mano, cada una que haga lo que quiera -

sentenció Troos, mientras cinco o seis hadas que estaban escuchándolas

desde el principio emitieron un zumbido con sus frágiles alas al caer desde la
rama del árbol en el que habían estado sentadas porque la vibración que había

emitido Troos las había desconcertado mucho.

Todas las haditas que las habían escuchado fueron corriendo a buscar a los

pequeños cupidos que también vivían en el bosque para contarles que era una

tontería que siguieran haciendo lo de las flechas, lo de dispararles flechitas a

las parejas para que su amor fuera eterno, porque al fin y al cabo, no todas las

chicas querían vivir enamoradas para siempre ni todos los chicos sabían a

ciencia cierta qué era eso del amor.

Y nuestras amiguitas, maduras ya, siguieron con su amistad, con sus vidas,

con sus deseos cumplidos o por cumplir, con sus decisiones asumidas y sus

quejas continuas o no, con sus listas de valores dispares y personales o sin

listas. Algunas valorando a los príncipes aún y otras valorándose como

princesas ellas mismas. Y las hadas y los pequeños cupidos se encontraron de

pronto desconcertados, sin saber cuál era ya su misión en la vida, sin saber si

ayudar o no a las parejas o casi mejor, ayudarse entre ellos, al menos, a

pasarlo bien en el maravilloso bosque en el que vivían.

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