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Monica Simeoni

Una democracia morbosa


Viejos y nuevos populismos

Prólogo a la edición española de Andrea Donofrio


y Enrique Cabrero Blasco

Prefacio de Stefano Ceccanti

Traducción de María del Carmen Otero Fernández


y María Esther Sancho Cabezas
Título original:
Una democrazia morbosa.
Vecchi e nuovi populismi
© 2013 - Carocci editore S.p.A., Roma

© 2015 Monica Simeoni


© 2015 para la edición española:
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ISBN (página libro): 978-84-7209-651-6

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ÍNDICE

Prólogo a la edición española. De la democracia deliberativa a la


democracia del público, por Andrea Donofrio y Enrique Cabrero
Blasco
Prefacio, por Stefano Ceccanti
Agradecimientos
Introducción
1. La importancia clave de la clase media. Ortega y Gasset
2. Democracia y populismo
3. La «democracia totalitaria»

Primera Parte. Una democracia morbosa

Capítulo 1. El hombre medio de Ortega y Gasset


1. Ortega y Gasset. La rebelión de las masas y el hombre medio
2. La aristocracia y el elitismo de Ortega
3. La democracia morbosa
4. El Estado, la Nación y la Europa de Ortega
5. Ortega y Simmel

Capítulo 2. la heterodirección de las multitudes


1. Gustave Le Bon: Psicología de las multitudes
2. Creencias y opiniones de las multitudes
3. Riesman: La muchedumbre solitaria
4. Canetti: Masa y poder

Segunda Parte. Los neopopulismos de derechas y de izquierdas


Capítulo 3. Democracia: ¿evolución o involución?
1. ¿Una «democracia totalitaria»?
2. El origen de la democracia
3. La «democracia del público»
4. Un populismo que viene de lejos
5. Modalidades del populismo

Capítulo 4. El populismo: desde sus orígenes hasta la


posmodernidad
1. El populismo ruso
2. El populismo americano
3. El populismo argentino
4. ¿Una Europa populista?
5. ¿Una Italia populista?
6. La Segunda República y algunos aspectos populistas
7. El Movimiento 5 Estrellas

Conclusiones
Bibliografía
Webgrafía
Biografía
Prólogo a la edición española
De la democracia deliberativa
a la democracia del público
por Andrea Donofrio y Enrique Cabrero Blasco

Historiadores y colaboradores del Centro de Estudios Orteguianos


Fundación José Ortega y Gasset, Madrid

El libro Una democracia morbosa, de Monica Simeoni, reflexiona


sobre la crisis de la democracia actual y el florecimiento del
populismo en diferentes países. En una amplia cabalgata intelectual
y altamente política, que se mueve desde el filósofo José Ortega y
Gasset al ex cómico Beppe Grillo, pasando por Barack Obama y
Silvio Berlusconi, la autora aborda el tema del populismo, uno de los
actuales elementos que está poniendo de manifiesto una crisis real
del sistema, aunque en sí mismo no representa una respuesta a la
crisis que denuncia. La obra de Simeoni consta de dos partes,
diferenciadas aunque relacionadas por la temática. La primera parte
la dedica a Ortega, y, en función del análisis que hace del
pensamiento político orteguiano, desarrolla la segunda sobre el
populismo, con atención al caso italiano pero sin obviar el marco
europeo, americano y ruso.
Nos centramos, en primer lugar, en las páginas que dedica a
Ortega. Para lo que explicará más adelante en su parte sobre el
populismo, la autora recoge uno de los conceptos importantes en la
filosofía política de Ortega como es el de «masas», al que hay que
situar en una lista que sería propia de la terminología política
orteguiana: «liberalismo», «democracia», «nación» o «Estado», por
ejemplo. La tesis de Simeoni se centra en la temática de La rebelión
de las masas, pero, sin embargo, a la hora de explicar el
pensamiento político de Ortega, lo enmarca, en gran medida, en la
etapa del franquismo (p. 27). Esto desvirtúa un poco la forma que
Ortega tenía de concebir la política, pues muchos de sus
planteamientos tuvieron estrecha relación con el día a día de otros
períodos históricos: la Restauración, la Dictadura de Primo de
Rivera y la II República. Porque si, como algunos intérpretes dicen,
el período más o menos largo que abarcaría la segunda parte de la
República, la guerra civil española y el franquismo corresponde al
de un Ortega conservador, no es de despreciar que otro periodo,
también más o menos largo, es el de un Ortega que políticamente
se sumerge en el socialismo, el reformismo y el liberalismo
democrático.
La lectura que hace Simeoni de la obra política orteguiana, muy
centrada en La rebelión de las masas, de cuyo ensayo se podrían
extraer las influencias, entre otros, de Comte, Stuart Mill y
Nietzsche; destaca la relación de esta obra con Tocqueville,
principalmente, tal vez por la premisa de la que parte de encuadrar
el pensamiento político orteguiano en lo que se ha venido
denominando segundo Ortega. Simeoni analiza la relación entre
minorías y masas, planteamientos de Ortega a los que responde a
veces con argumentos de otros autores, pero donde no queda claro
del todo si es opinión de la autora para confirmar o contradecir la
teoría orteguiana. En consecuencia, habría que tener en cuenta que
la relación entre minorías y masas va más allá del mero mecanismo
social, y que otros factores como los históricos o antropológicos, que
pueden verse en España invertebrada (1922), por poner un caso,
son de especial consideración, sobre todo si son reflexionados
desde postulados filosóficos. Simeoni se refiere a Ortega como
«sociólogo» —o estudioso— y nunca como filósofo, un aspecto
llamativo porque Ortega ofrece un fundamento filosófico en el
asunto de lo social.
Otra piedra angular de la que Simeoni hace observación es el
tema de la aristocracia orteguiana, la cual define en tanto que el
pueblo tiene preferencia por convertirse en plebe, porque ser
minoría requiere de cualidades reflexivas, y estas son cosas que
exigen un difícil compromiso que la plebe no está dispuesta a
adquirir. Esta aristocracia es descrita por Simeoni como pesimista
ante las posibilidades vitales de las personas (p. 36). Y, por ello, la
autora mantiene que la aristocracia en Ortega no es puntual, sino
una constante caracterizadora.
Tras las revisiones de la cuestión de las masas por un lado y de la
aristocracia por otro, Simeoni llega al concepto de democracia
morbosa, sobre el que gira el contenido del libro. Si bien Ortega,
conforme a su teoría liberal, hace una disección de la democracia
para ver sus implicaciones en la vida de los individuos, y termina
desechando la hiperdemocracia o la democracia participativa porque
pensaba en la dificultad de representar al número tan abrumador de
personas que había resultado del aumento demográfico desde la
primera mitad del siglo xix, apuesta, entonces, por una democracia
deliberativa como forma de representación de ese número tan
ingente de personas. Sin embargo, Simeoni entiende que ahora es
el tiempo de lo que denomina como democracia del público, cuyos
rasgos generales señalan la distinción de observaciones justas y
propuestas coherentes de las falsas exigencias y la captación de
valores positivos que llevan a una mejor calidad de vida (p. 43), y
para tal pretensión insiste en la conveniencia del uso de los medios
de comunicación y de todo tipo de plataformas digitales para tener
conocimiento de las intenciones de voto.
En la parte relativa a la democracia del público (pp. 82 y ss.), usa
esta expresión para definir la actual sociedad, cuyas características
son: el protagonismo de los medios de comunicación, la importancia
de la opinión pública, la desaparición de la palabra programa en las
campañas electorales y la transformación de los partidos de masa
en partidos carismáticos y post-ideológicos. Añadiríamos la
simplificación del mensaje, la videocracia, la repetitividad de unas
breves consignas políticas y la espectacularización de la política, así
como la exaltación de las redes sociales y las nuevas tecnologías.
Tendríamos que matizar que la solución de Simeoni, como
propuesta de superación de la democracia deliberativa, se inserta
en un contexto de política italiana donde la tradición liberal tiene
poca repercusión y cuenta con un peso limitado, y donde varios
ejemplos históricos han estado mediados por la estricta vinculación
con las ideologías conservadoras. Esto ha entorpecido, en
ocasiones, la comprensión de la complejidad del liberalismo político
orteguiano, el cual no siempre ha de relacionarse con convicciones
conservadoras. Algunos textos de Ortega son esclarecedores a este
respecto, al menos en lo tocante al grueso de su teoría liberal (vid.,
por ejemplo, «De puerta de tierra», de 1912, «La nación frente al
Estado», de 1915, o «Prólogo para franceses», de 1937).
Otra parte significativa del libro es la dedicada a la nación y al
Estado. Simeoni define por nación, y a propósito de Ortega, una
realidad ganadora («realtá vincente») resultante de una unión de la
cultura y la política, en la que la lengua, las creencias y los usos
serían los elementos culturales que caracterizarían la nación (p. 48).
En efecto, sigue muy de cerca a Ortega en la idea de que la nación
no es producto de condicionantes biológicos o geográficos, y que
hay que referirse a un conjunto de hombres que comparten un
proyecto y un pasado en función de un futuro. Pero Simeoni termina
inspirándose en el concepto de Estado nacional, que la lleva a
concluir cierta identificación entre nación y Estado (pp. 50-51). La
justificación de esto tal vez la encontremos en su tesis sobre la
democracia del público, con la que trata de superar la visión de una
nación de índole liberal.
Para enmarcar todo ello en el proyecto de una construcción de
Europa, Simeoni ofrece una valoración positiva de los argumentos
europeístas de Ortega. Subraya que procuró no quedarse solo en
las causas de la decadencia del ciudadano europeo, y dice que los
partidos nacionales tendrían que presentar programas en clave
europeísta, asumiendo la realidad europea y sintiéndose parte de
Europa. En este sentido, de acuerdo con la autora, el hombre-masa
ha ido adquiriendo cada vez un protagonismo mayor, pero con este
protagonismo se ha hecho presa de sus propias emociones y
sentimientos hasta el punto de mermar su sentido crítico. Y, para
Simeoni, esta coyuntura ha hecho que el hombre-masa no quiera
obedecer, sino servir que se incline por no ser gobernado, sino
sometido a un tirano (p. 70). Y sitúa, de esta manera, a Ortega en la
línea de Le Bon, Riesman y Canetti, en tanto autores que, con
distintos enfoques, se integran en una misma forma de explicar la
modernidad.
Precisamente, Simeoni vuelve a profundizar sobre este tema del
hombre-masa en la parte que trata sobre el populismo. Ahora bien,
tenemos la impresión de que la autora pueda estar usando
indiscriminadamente las expresiones hombre-medio y hombre-
masa. No obstante, las dos expresiones son diferentes desde el
punto de vista semántico. Muy brevemente, el hombre-masa es
aquel que cree tener derecho a todo, sin ninguna obligación, que
reclama derechos sin nada a cambio. Por su parte, el hombre-medio
es el hombre de la sociedad, el que intenta participar en la política,
tener mayor protagonismo social. No es el que se considera por
encima y reclama más Estado. A este respecto, la autora hace bien
en destacar la actualidad de las reflexiones de Ortega.
Así es como Simeoni apunta que no es casual que la dialéctica
orteguiana entre ejemplaridad y docilidad tenga su plena articulación
cuando las élites tienen la capacidad de exponer modelos civiles y
culturales de convivencia y actuación política. En el fondo de esta
preocupación reside la importancia de la educación como base del
progreso de una sociedad, premisa sustancial en el pensamiento
político orteguiano y que Simeoni tampoco descuida en su análisis
sobre el tejido social en un contexto europeo.
En cuanto a las reflexiones sobre el tema del populismo, la autora
lo considera «estilo y lenguaje de la política contemporánea»,
mientras que el neopopulismo es «el malestar de la democracia
representativa» (p. 17). Simeoni denuncia el abuso en el uso de la
palabra populismo en la actualidad. Coincidimos con la autora al
considerar que se trata de una forma de simplificar y banalizar el
problema. La etiqueta populismo resulta ambigua y, en los últimos
tiempos, se ha usado frecuentemente de forma impropia, abusando
de ella para definir realidades muy diferentes entre sí.
El libro avisa del peligroso avance del populismo, alimentado por
la crisis de las ideologías tradicionales (p. 125). Los partidos
tradicionales, tanto de izquierdas como de derechas, parecen cada
vez menos ideológicos: se sirven de un líder mediático, de un
mensaje beligerante y de un ideario tan abstracto como atractivo.
Merece la pena subrayar que los promotores del populismo
moderno destacan por la fuerza destruens de su discurso: muestran
una actitud destructiva, carente de fase constructiva. Es parte de su
fortaleza, así como la falta de un programa concreto —marcado en
temas económicos por el anacronismo y la utopía—, menos ilusorio
y más factible.
En este contexto, Italia representa sin duda el caso más
interesante. En sus páginas, el libro pone de manifiesto la
peculiaridad italiana, subrayando la extrema debilidad de las
instituciones a nivel nacional (p. 110). Es evidente la crisis de la
política y de los partidos tradicionales, el descrédito generalizado de
una «casta» política inmóvil y despreocupada, el creciente malestar
ciudadano: estos elementos representan un peligroso caldo de
cultivo para el surgimiento de movimientos antipolíticos. No
obstante, el término parece impropio: quizás sería más oportuno
tacharlo de demanda de otra política, ambición por contar con una
oferta nueva, diferente a la tradicional clase dirigente nacional. No
se trata de un rechazo de la política, sino más bien de una repulsa
por un cierto tipo de política, de la democracia presentada en estos
términos.
El libro debate sobre la crisis de la democracia actual, criticando a
los partidos y a las elites italianas (y no solo) por ser incapaces de
responder a los desafíos de la globalización (pp. 13, 111 y ss. y
121). Asimismo, se reprende a una clase media cerrada en sí misma
y a una Europa incapaz de plantear un camino económico y político
común para enfrentar los retos actuales. No cabe duda de que estos
elementos favorecen la aparición del populismo, objeto de deseo no
solo de nuevas formaciones políticas, sino también tentación de
viejos partidos. El apelar al pueblo es un instinto y, a la vez, un
intento de autolegitimarse. En este contexto, la demanda de mayor
democracia directa está íntimamente ligada con la crisis de los
partidos: no se acepta la mediación de los partidos tradicionales y se
admite como válida solo la voluntad popular.
El interés sobre el tema de la crisis de la democracia actual lo
certifica el volumen de publicaciones de estos últimos años,
divididas entre los partidarios de modificarla y reformularla y
aquellos que abogan por su reforma radical o sustitución por otro
sistema. Al mismo tiempo, aparecen nuevos conceptos —como, por
ejemplo, posdemocracia, de Colin Crouch, o contrademocracia, de
Pierre Rosanvallon— y nuevos gurús, promotores supuestamente
de una nueva democracia. Si no resulta difícil describir los síntomas
y determinar el diagnóstico, mucho más arduo resulta encontrar una
cura. Parece evidente la necesidad de transformar la democracia tal
y como la conocemos hoy en día. La impresión es que estamos, en
palabras de Aldo Schiavone, en presencia de un «síndrome de
deslegitimación democrática» (Non ti delego. Perché abbiamo
smesso di credere nella loro política), una disociación entre
ciudadanos y una determinada forma de democracia. Por eso, se
hace urgente una actualización, un cambio de sistema determinado
por las nuevas condiciones sociales, económicas y tecnológicas. No
se trata de renunciar del todo a la representación, abogando
exclusivamente por una nueva democracia directa (hoy está de
moda hablar de e-democracy, democracia digital o democracia 2.0),
ya que esto supondría una peligrosa ilusión: como bien afirma
Schiavone, «nuestras sociedades son demasiado complejas,
articuladas y difíciles de gestionar para ser gobernadas» de forma
digital.
El populismo es «un caleidoscopio heterogéneo», en palabras de
Nicolao Merker (Filosofie del populismo), que se amplifica en
momentos de crisis, casi como si fuera un termómetro del malestar
general (p. 18). En el caso de Italia, en los últimos años hemos
asistido a varios tipos de populismos: el telepopulismo de
Berlusconi, el populismo regional de la Lega Norte y el populismo
digital del Movimento 5 Stelle. En el caso del ex cavaliere, su
existencia no se apoya sobre una ideología concreta, sino más bien
sobre una forma de gestionar, una manera de administrar la res
publica. El populismo de Berlusconi representa un instrumentum
regni, un instrumento útil para construir el consenso.
Tras un breve recorrido histórico sobre el tema, desde sus
orígenes hasta la modernidad, la autora se centra en Europa y,
sobre todo, en el caso italiano (pp. 110 y ss.). Sin duda, una de las
partes más interesantes del libro. La deriva populista, tan evidente
en países como Grecia, Francia u Holanda, no deja inmune ni
siquiera a Alemania y a los países nórdicos: nacen partidos y
movimientos que intentan canalizar la protesta, dando eco a la
difundida demanda de cambio y regeneración. Avanzan propuestas
(muchas con finalidad electoral), y se caracterizan por la apelación
directa al pueblo o a los ciudadanos, el menosprecio de la
democracia representativa y la modernidad en la comunicación,
salpicada de gestos demagógicos. En este panorama, Italia no es
una excepción, sino más bien la confirmación del malestar general.
Y en esto tiene razón la autora: no se deben considerar los nuevos
fenómenos emergentes con superioridad y suficiencia. El avance del
populismo y el éxito electoral de partidos populistas deben ser
objeto de reflexión, comprender por qué se erradican, analizar los
errores cometidos por una clase política cada vez más distante de
los problemas reales de los ciudadanos. Un electorado cada vez
menos ideologizado y volátil puede sentir fascinación por estas
propuestas o votar por despecho. La situación actual debe impulsar
a los partidos tradicionales a comprender el cambio, entender que
los ciudadanos demandan una política diferente. Es la única manera
de enfrentarse al neopopulismo, a todas aquellas formaciones que
atacan las ideologías y que hablan en nombre del pueblo y al
pueblo.
Concluyendo, se trata no solo de una lectura crítica de la sociedad
actual, sino también de una atenta reflexión sobre el populismo,
fenómeno in crescita en Italia y en Europa.
PREFACIO
de Stefano Ceccanti[*]

Me parece entender de este largo recorrido intelectual y altamente


político (en el sentido noble del término) que Monica Simeoni
afronta, desde Ortega y Gasset hasta Beppe Grillo, sin perder las
diferencias internas, que las tendencias populistas y anti-
oligárquicas son un fenómeno esencial de las democracias y son
también recurrentes sobre todo en los períodos de crisis. Tenemos
que ocuparnos dentro de ciertos límites, incluso preocuparnos, pero
sin obsesionarnos.
Referirse de forma romántica e indistinta a un “pueblo
indeterminado, que por otra parte da en las lenguas latinas una idea
de unidad (en estas, a diferencia del inglés, pueblo es singular), es
un mito de la inocencia suscitado gracias a pre-condiciones socio-
culturales investigadas en el texto. Esto aparece en la sección 3.5
sobre las modalidades de los populismos, debido a que los nuevos
empresarios políticos tratan de liberar a los votantes de sus
orígenes pasados. Los orígenes del populismo resultan tan
denunciados como gestionados por fuerzas usurpadoras que
violarían la inocencia, expropiando al pueblo, que es el fundamento
del sistema, que las nuevas fuerzas populistas, quisieran,
finalmente, liberar. Los populistas prometen, como Moisés, un éxodo
hacia la tierra prometida huyendo de la esclavitud de Egipto. Se
presentan así fuertemente identificados con el pueblo pero,
generalmente, no se autodefinen ni siquiera como populistas (si bien
he entendido el texto con las únicas excepciones rusa y americana),
lo que hace difícil clasificarlos como tales. Obviamente, no son un
nuevo Moisés, pero si pueden verosímilmente proponerse así, es
porque muchos advierten efectivamente su postura como la de una
esclavitud. El populismo, por lo tanto, puede hacer manifiesta una
crisis real, aunque él mismo no representa una respuesta a la crisis
que denuncia, como se afirma justamente al final del capítulo 4.
Hoy en Europa, el fenómeno tiene, sin embargo, características
nuevas descritas en el texto, en concreto al final del capítulo 1, en la
sección 4.4 y en las Conclusiones. Esto, en el contexto de la
“democracia del público”, desde la sección 3.3, parte de la ruptura
entre los lugares donde se deciden las policies (que son en gran
parte en el ámbito de la Unión Europea como producto sobre todo
de las negociaciones de gobierno) y lugares de politics, del juego
político, que permanecen nacionales. Por esto es importante
también la cita final de Ortega sobre el federalismo europeo como
respuesta racional para recomponer esa fractura.
Hay populismos de gobierno, descritos en la sección 4.4, típicos
de fuerzas políticas que presentan las decisiones impopulares como
provenientes de Europa para evitar perder consenso; aquí, el
populismo es una especie de pararrayos sobre el que descargar las
responsabilidades. Piénsese en las elecciones para el Parlamento
Europeo que funcionan como una panacea para los males internos.
De la misma manera, actúan algunas fuerzas territoriales que
gobiernan sus zonas en disputa al gobierno central. También los
argumentos anti-mercado son utilizados a menudo por gobernantes
en esta clave de lectura. En realidad, las elecciones económicas no
son únicamente el producto de dinámicas económicas autónomas,
sino que hacen presión en elecciones políticas que las facilitan o las
obstaculizan.
Luego hay populismos de oposición, puntualmente descritos en la
sección 4.4, que asimilan en su polémica crítica a instituciones
nacionales, supranacionales y mercados, además de a otras
realidades vistas como portadoras de crisis. Algunas se pueden
clasificar en el tradicional continuum derecha-izquierda como las de
extrema derecha, que usan la polémica anti-inmigrantes; o como las
de extrema izquierda, que invocan los derechos eludiendo el tema
de la sostenibilidad financiera. Otras, en cambio, se mueven fuera
del esquema apostando por la fractura alto-bajo, élites-pueblo (el
fenómeno Grillo en Italia, los Piraten en Alemania, etc.).
El efecto global, dado que estas últimas fuerzas normalmente no
se pueden asociar con el gobierno al menos, en ámbito nacional, es
el de restringir globalmente el consenso de las fuerzas tradicionales.
Se hace, así, más probable la formación de “grandes coaliciones”
(en realidad empequeñecidas) entre ellas, desde Grecia hasta
Alemania, incluyendo la Italia de hoy.
En todo esto, Italia presenta algunas características peculiares,
muchas de ellas de naturaleza social, cultural y política bien
descritas en las secciones 4.5 y 4.6. Me permito, subrayar sobre
todo otra, la extrema debilidad de las instituciones en el ámbito
nacional, en concreto del gobierno, por lo que la crisis de los
partidos se vierte de forma casi inmediata sobre las instituciones.
La debilidad constitucional del gobierno, ya no apoyada por el
sistema de los partidos, el de la llamada Primera República que fue
fundado sobre las fracturas de la Guerra Fría, no resistió al año
1989. El sistema de los partidos de la Segunda República no parece
resistir a las dificultades de unificar los reformismos dentro de un
partido dominante. Se recurre así, en un momento de emergencia, a
una ayuda presidencial con los ejecutivos técnicos que nacen del
Presidente de la República, o con grandes coaliciones a la italiana
promovidas por el presidente, como sucede en este período. Estas,
al contrario de las populistas, tienen el papel ingrato de decir la
verdad al país, pero no son remedios estables de sistema, sino que
valen como excepciones de emergencia y pueden deshinchar a los
populismos como tales, incluso en la duración temporal. En esto
sobresale toda la diferencia con la Francia de la V República, en la
cual instituciones fuertes resuelven permanentemente las
tendencias a la fragmentación del sistema de los partidos
comprendidos entre ellos los impulsos populistas. Un sistema en el
que más de un tercio de los votos va a fuerzas incapaces de
gobernar pero que produce, de todas formas, una gobernabilidad
coherente sin recurrir a las grandes coaliciones, prescindiendo de lo
que pase después. Lo ha recordado recientemente el Presidente
francés François Hollande a nuestro nuevo presidente del Consejo
Enrico Letta. Así sucede en nuestros municipios y regiones,
basados en ordenamientos institucionales más sólidos.
Pensando en positivo, Italia es también el país en el cual se han
intentado remedios capaces de reducir la fractura usando, por
ejemplo, las primarias abiertas a los electores, de las cuales se
habla en varios puntos del texto y que más tarde fueron imitadas en
Francia. Estas, si se usan bien y regladamente, superan nuestro
defecto de hacer primarias de coalición sin homogeneidad
respondiendo también a la creciente movilidad de los votantes. Una
virtud que hace que aumente la calidad democrática de un país,
respondiendo, así, en positivo al contexto de “democracia del
público”.
Aunque, como es obvio, las respuestas institucionales son solo
remedios parciales, lo que más favorece la ulterior expansión de los
populismos son el status quo institucional y la impresión de un
sistema bloqueado que se cierra en sí mismo–. Vale para Europa y
vale para Italia, como recuerda Ortega: ninguna petrificación, sino
una innovación racional, valiente y meditada.
8 de mayo de 2013
AGRADECIMIENTOS
Un libro nunca es un trabajo solitario. Por esto son muy
significativas las reflexiones, las opiniones de los amigos y de
los estudiosos que me han ayudado en este camino. En
especial los profesores Roberto Cipriani, Ilvo Diamanti, Luigi
Gui, Alfio Mastropaolo, Enzo Pace y Franco Vespasiano.
Un agradecimiento también al profesor Stefano Ceccani por
el Prefacio.
Un agradecimiento a Pietro Biscuso por las búsquedas en la
web.
Un agradecimiento a la Universidad de Sannio por haber
contribuido a la publicación.
INTRODUCCIÓN

Vivimos en tiempos descaradamente vulgares. Sin vergüenza


alguna. Pero cada generación tiene sus plebes. Imbéciles ha habido
siempre, en todas partes, entre los viejos y entre los jóvenes.
(Entrevista a Vittorio Sermonti, en “La Repubblica”, 7/04/2013, pp.
52-53)

1. La importancia clave de la clase media. Ortega y Gasset


Crisis de la democracia, inadecuación de los partidos y de las
representaciones, élites italianas (pero no solo) incapaces de
responder a los retos de la globalización, una clase media cada vez
más replegada –de manera narcisista- sobre sí misma , una Europa
incapaz de proyectar una trayectoria económica y política común
para responder a los dramáticos retos de las recesiones
económicas. Además del resurgimiento de nuevos populismos,
parecen ser estos algunos de los principales problemas que la
sociedad italiana, junto a la europea, tiene que afrontar. Así, los
medios de comunicación y muchos estudiosos y politólogos
contemporáneos identifican las propuestas de las viejas y nuevas
formaciones políticas actuales que invocan, para autolegitimarse, al
poder del pueblo que los ha elegido o que tiene intención de hacerlo
según los sondeos.
El pensador español José Ortega y Gasset, en un escrito de 1917
titulado Democracia morbosa, momento histórico-crítico para
Europa, con la presencia de totalitarismos de derechas y de
izquierdas, llamaba la atención sobre los peligros de una
“democracia exasperada y fuera de sí” que, carente de líneas guía,
podía desembocar en un morbo peligroso para la sociedad (Ortega
y Gasset, 1979, pp. 401-6). En 1929, con la sucesiva publicación de
La rebelión de las masas, explicará de forma más pormenorizada
los riesgos de una clase media que, carente de una guía
competente, puede degenerar en un totalitarismo y en una
democracia peligrosa para los gobiernos y los mismos ciudadanos.
En estos años, se ve un creciente desinterés por la política. La
confianza en los partidos está en los mínimos históricos y no
alcanza el 3-5% como destaca el politólogo Ilvo Diamanti (cfr.
Diamanti, 2012 b, pp. I, 27-9; 2012c, pp. 1-2)[1]. En la era post-
ideológica actual gana el individuo identitario. La ideología se ha
sustituido por la identidad: una identidad compleja, fragmentada,
narcisista[2].
Los valores post-materialistas dominantes (ya lo había destacado
Ronald Inglehart en los años cincuenta) están relacionados con la
calidad de vida, con la libertad de expresión y de acción de un
individuo protagonista y actor social de un mundo diferente al del
siglo pasado. El sociólogo Raymond Boudon ha puesto de
manifiesto cómo la sociedad occidental refuerza cada vez más el
individualismo con una racionalización de los valores subrayando
así el fuerte valor del hombre y de su dignidad, característica esta
de una sociedad post-ideológica como la actual.
Los informes sobre los jóvenes[3], sobre la religiosidad de los
italianos y de los valores compartidos, aún confirman como la
familia, la amistad y la fe en Dios son un punto central en la vida de
las personas, aunque se vivan de otra manera respecto a los años
pasados y, obviamente, con aspectos diferentes entre las
generaciones (Cartocci, 2011)[4]. El VI informe IARD sobre los
jóvenes identificaba con el concepto de “sociabilidad limitada” la
disminución del papel del trabajo y de la política en la escala de las
prioridades. La familia es lo más importante, junto con la salud, y se
mantienen como valores primordiales, pero cambia y se transforma
la relación público-privado.
Esta es la tesis de Robert D. Putnam que, en un estudio sobre la
sociedad americana, subraya cómo en el nuevo mundo, a diferencia
de la época de Tocqueville, se asiste a un declive del estar juntos,
del practicar aquellas acciones que llevan a los ciudadanos a
desarrollar actividades sociales, colectivas, voluntarias, que regulan
el capital social de una nación. No por casualidad el título americano
del texto era Bowling Alone: the Collapse and Revival of American
Community (2000): jugar a los bolos solos se había convertido en un
de la nueva sociedad americana. La reflexión de Putnam se basaba
en el declive evidente del espíritu asociativo americano. Un capital
social inexistente. El concepto de reciprocidad casi ha desaparecido:
hacer algo por los demás que luego te devolverán, acostumbrándote
a construir conjuntamente una comunidad. Una tesis, en parte
pesimista, pero que indicaba también una salida a una nueva cultura
juvenil abierta a lo social y a un nuevo sentido cívico que
reconstruir[5].
La sociedad americana es, obviamente, diferente de la europea,
pero algunas líneas de tendencia se pueden comparar con nuestra
realidad y es de nuevo Boudon quien subraya cómo los valores que
ponen el acento en la autonomía de la persona son cada vez más
significativos, mientras que son menos importantes aquellos que
indican una sumisión del individuo a instituciones y principios. El
estudioso francés concuerda con el análisis de Durkheim y de
Weber que afirman en qué medida la racionalización del individuo es
una característica de las sociedades modernas. El derecho
individual es un aspecto fundamental en la relación entre los
ciudadanos y el estado, una tesis también defendida por el filósofo
francés Marcel Gauchet en su análisis sobre la crisis de la
democracia. Se resalta cómo las democracias, incluso en su
momento de mayor triunfo, junto con la sacralización de los
derechos humanos, están en crisis porque el individuo, con un fuerte
narcisismo, ha “privatizado” sus ideales y valores, haciéndolos
menos sociales y comunitarios[6].
Es verdad que vivimos en una época en la que hay un número
cada vez mayor de países demócratas, pero también las
modalidades de la democracia han cambiado, se han transformado.
Parece que prevalece un único modelo de democracia: el
occidental, que tiene que aceptarse e imponerse a todos los demás
países. Esto explica también las intervenciones militares en los
escenarios de guerra en Europa, en los Balcanes en los años
noventa, las guerras para exportar la democracia en Asia, contra el
terrorismo o las luchas contra los tiranos y los dictadores en África
como en Libia y en Siria.
Entre las muchas reflexiones sobre este punto, son muy claras las
palabras de Ulrich Beck. El investigador alemán afirma que, con el
objetivo de la guerra contra el terrorismo, se está asistiendo a un
vaciado de la democracia (Beck, 2010, p. 19) porque la globalidad
se entiende como experiencia que elimina el contraste plural de los
pueblos y de los Estados. No es esta la verdadera globalización que
es inevitable: esa se tiene que gestionar y llevar a cabo de otra
manera. Es necesario construir y organizar el cosmopolitismo,
también este es una realidad de la era contemporánea. Instituciones
internacionales y supranacionales (el Fondo Monetario Internacional
y el Banco Mundial) se deben gestionar con principios democráticos
aceptados y reconocidos por el mayor número de personas posibles
electas y no elegidas por algunos líderes. Esto termina en el
problema de la representación, del cual se discute mucho en este
período, en parte por incapacidad de la política de autorreformarse.
Se delega en quien es más competente o tiene más capacidad. La
política así reconoce que ya no es capaz de gestionar la
complejidad y que no sabe hacer elecciones conscientes.
En la época de los derechos individuales, en la era de la
globalización, la relación con el Otro es clave e imprescindible para
toda subjetividad, pero es un Otro “vivido” que nos hace la
competencia con respecto a nuestros derechos, que incluso
obstaculiza y pone en crisis nuestro estilo de vida, nuestra misma
democracia conquistada con luchas y sacrificios. No hay distinción
alguna de status en la era post-ideológica. El malestar es único:
incluso las clases populares se han movilizado, con un fuerte
sentimiento de xenofobia, contra los inmigrantes y los extranjeros.
Además, las clases medias no quieren abandonar sus ventajas
adquiridas (Taguieff, 2012, p.50)[7]. La contraposición ya no es entre
ricos y pobres, sino entre quien ha conseguido obtener y conquistar
derechos y quien se ha quedado al margen y, solo por esto, es
peligroso para la comunidad y para su frágil equilibrio.
Las reflexiones sobre la crisis de la democracia, sobre su
malestar, nacen, entonces, ya en la modernidad, cuando la clase
media toma conciencia de su importante identidad democrática. La
democracia moderna, conquistada con las tres revoluciones, la
inglesa, la americana y la francesa, hacen protagonista y actor
social al ciudadano civilizado, una “masa” (Ortega y Gasset, 1974)
que se transforma en sujeto principal de la historia, una mayoría
(Tocqueville, 1974) que gobierna y puede, también, poner en riesgo
las mismas instituciones democráticas de una nación.
El objetivo de este trabajo, dividido en dos partes, es reflexionar
sobre la crisis del hombre y de la clase media, analizando, en
concreto, la obra de Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. El
estudio es importante porque la nueva democracia naciente de las
masas que, por primera vez, después de la Revolución Francesa,
conquista y reivindica sus derechos abre un debate sobre la
presunta democracia totalitaria que tiene su origen en el concepto
de voluntad general de Rousseau. Es una democracia ahora
angustiada. Es más, el politólogo Colin Crouch la identifica como
post-democracia (Crouch, 2003) que sufre, como consecuencia,
también de una globalización que no ha resuelto los problemas, sino
que más bien, en algunos casos, los ha amplificado.
Así, emergen nuevas derivas populistas presentes en algunos de
los partidos tradicionales, también en crisis, en especial en las
nuevas formaciones políticas de derechas. Con un exceso de
simplificación, también periodística, la actual crisis de la democracia
se atribuye, en todas las situaciones, a esta realidad sin analizar,
con competencia, el verdadero origen y el significado del término,
sin tratar de identificar los problemas de una democracia "del
público" diferente de la del pasado. Se hará en la segunda parte del
texto, con un análisis en la web, de las fuerzas políticas europeas
(también italianas) más significativas y con alguna referencia a
EEUU.
En su ensayo, Ortega reconoce, en la nueva sociedad moderna, a
un individuo “despersonalizado, desideologizado y conformista”. La
irrupción de las masas en las democracias liberales del siglo XIX
cambia y transforma la historia de las mismas instituciones
democráticas. En la sociedad contemporánea, se desarrolla el
individualismo y el inevitable avance de la modernidad que, si no se
lleva a cabo bien, puede desembocar en el totalitarismo (Pellicani,
1986). El sociólogo español, ya en los años treinta del siglo XX,
había hallado aspectos importantes en la nueva sociedad de masas
que se estaba formando. Con modalidades diferentes de las de
Tocqueville, había comprendido los riesgos de un exceso de
protagonismo de los nuevos actores sociales más importantes en la
historia democrática contemporánea. Había identificado el riesgo,
para la masa, de no contar con una guía segura y competente, y por
lo tanto peligrosa para la misma democracia de un país. Este peligro
era la falta de proyecto para las instituciones y la vida de una
comunidad, a menudo atribuido a un conjunto de individuos
indistintos y anómicos. Por esto, a Ortega, filósofo complejo, se le
ha definido como un “enemigo de las masas”, ya que rechazaba la
tradicional distinción económica y política entre la masa-pueblo y la
mayoría de gobierno oligárquica (ibíd., p. 121).
La división de la sociedad en mayorías y minorías no está
determinada por las clases sociales sino por los hombres, por su
competencia y educación. La distinción es moral e intelectual, no
ideológica. Ortega no comparte la contraposición clásica de la
política, nacida de la Revolución Francesa, en rígidas coaliciones de
derechas y de izquierdas. De manera provocadora, con un lenguaje
que se debería contextualizar en esa concreta fase histórica
española, escribe que las contraposiciones entre derechas e
izquierdas son síntoma de imbecilidad pues tras las revoluciones
están las contrarrevoluciones. Como confirmación de su tesis,
describe los años revolucionarios franceses a los que siguieron
fases autoritarias y contrarrevolucionarias. El fracaso es el destino
inevitable de toda revolución.
Significativas son también sus reflexiones sobre Europa, sobre las
energías intelectuales y morales de algunos países, por ejemplo
Francia y Gran Bretaña, para construir una comunidad política
transnacional: los Estados Unidos de Europa. El tema de Europa, en
este momento histórico, se afronta desde muchos puntos de vista
como, por ejemplo, desde el bienestar en todas las democracias del
viejo continente, pero también en EEUU. Fue uno de los debates y
de los fuertes enfrentamientos entre republicanos y demócratas en
la campaña electoral a la Casa Blanca de 2012. ¿Cuál es el sueño
europeo? ¿Es posible crear y favorecer una sociedad igualitaria, en
la que cada ciudadano pueda realizar su propio proyecto de vida y
en la que se ofrezca una segunda oportunidad cuando se fracasa,
por la que nadie sea abandonado a su destino de pobreza?
Interrogantes, estos, inevitables no solo para quien se ocupa de
bienestar sino para todo actor social que viva, con responsabilidad,
en la sociedad contemporánea (Therborn, 2011, p. 448)[8]. En
Europa está naciendo, tanto en la población como en los viejos y
nuevos partidos políticos, un fuerte resentimiento antieuropeo. La
recesión económica, que ha afectado a casi todas las naciones
europeas a excepción de Alemania (por ahora), alimenta un
populismo difundido en la política, aunque el término a menudo se
malinterpreta y se abusa de él. El verdadero aspecto del problema
es la fuerte crisis de la democracia contemporánea con la
incapacidad de los partidos y de la política tradicional de leer y de
proyectar nuevas líneas guía para una Europa globalizada solo en
los mapas, pero no en la realidad.
2. Democracia y populismo
Muchos son los estudiosos de la democracia que se preguntan
sobre el momento actual y sobre la compleja situación de la política
contemporánea denunciando la fuerte inadecuación y, a menudo, la
incompetencia de sus élites. Esto mismo se tratará en la segunda
parte del texto con una profundización histórica del concepto de
populismo. Sobre este término y su realidad, las observaciones de
dos politólogos italianos, Alfio Mastropaolo e Ilvo Diamanti, son
significativas. Mastropaolo, en una investigación histórico-política
que se remonta a los primeros años setenta sobre los partidos
políticos europeos, en el norte y en el sur del viejo continente,
reconstruye los cambios políticos y las transformaciones culturales
de la modernidad. Se confirma la tesis de reivindicaciones de
derechos individuales, como ya se ha observado anteriormente. El
inicio de la sociedad postindustrial favoreció nuevos partidos a la
izquierda y a la derecha (neoderecha). El populismo no es en
absoluto la otra cara de la democracia, sino que en la realidad es
más complejo de analizar sin cometer excesivas simplificaciones
(Mastropaolo, 2005, pp. 86-9).
La difusión de algunos mensajes de las nuevas derechas y
también de la izquierda tradicional, estigmatizados como populistas,
¿no puede ser, entonces, una falta de respuesta o una respuesta
equivocada por parte de la política y de los partidos tradicionales
que no han sabido interpretar el mundo globalizado post-ideológico?
Se confirma la tesis de quien, con palabras muy fuertes, afirma que
las élites de la derecha y de la izquierda han abandonado al pueblo,
a la plebe, a los obreros, a los empleados: ya no les interesan
(Taguieff, 2003, p.12). A la definición del populismo se le está dando
excesiva importancia, puesto que es usada en toda situación
compleja, que pierde, sin embargo, todo valor descriptivo y analítico
preciso. Corre el riesgo de simplificar y de banalizar todo tipo de
análisis. El término populista se utiliza para clasificar a actores
políticos de la extrema derecha europea pero puede adaptarse
también a la izquierda. El populismo actualmente se ha convertido
en el estilo y el lenguaje de la política contemporánea y el
neopopulismo en el malestar de la democracia representativa.
La lectura y la profundización del ensayo de Ortega son, por lo
tanto, importantes y centrales para entender la modernidad que
avanza, en sus contradicciones incluso políticas, porque el pensador
español había comprendido bien la complejidad del nuevo hombre
medio que se estaba volviendo protagonista de la historia. Un
protagonismo con luces y sombras. Ortega reconocía la importancia,
en la nueva estructura democrática moderna que se estaba
formando, del hombre medio, pero entendía también que los
impulsos y las emociones dejadas libres, sin una guía educativa,
podían degenerar. Para el estudioso español, la reforma política
más importante es la reforma educativa de la sociedad. ¿Es posible
reformar las instituciones sin un cambio real cultural y social de las
personas? ¿En qué medida es importante la educación en el cambio
y en la transformación de la comunidad? Una reforma política
debería ser independiente de una reforma de la educación. Los
verdaderos cambios se llevan a cabo en las estructuras y en las
instituciones, pero se necesita un renacimiento moral y educativo de
las personas, de los actores sociales protagonistas de la sociedad
civil y política (Morin, 2011, p.25).
La postura de Ortega, poco ideológica y muy filosófica ha sido
criticada por muchos como una tesis conservadora: en España eran
los años del franquismo, y las diferencias eran pronunciadas entre
quien apoyaba a la dictadura y quien se oponía. Sobre este punto,
Raffaele Simone capta, en el pensador español, una de las
reflexiones más importantes del pensamiento liberal democrático
(Simone, 2010, p.166)[9]. En un análisis sobre el porqué la izquierda
no entiende un Occidente cambiante, con observaciones no
ideológicas sino analíticas, precisamente como Ortega, Simone
escribe que una izquierda democrática debería no demonizar al
adversario, sino tratar de comprender sus exigencias. La postura de
Ortega, no es la de un socialista, sino la de un liberal clásico. Es
preciso convivir con el enemigo o, mejor aún, con el enemigo débil.
No es necesaria la confrontación, no es educativa, si no convence
para cambiar y mejorar.
El estudioso español sugiere también una visión del estado como
comunidad no cerrada, no centrípeta – dirigida, es decir, hacia sí
misma – sino centrífuga y abierta a todas las experiencias: una
comunidad de lenguas, culturas y tradiciones que puedan
enriquecer la identidad nacional, una realidad que se acerca mucho
al proyecto intercultural de las sociedades modernas en las que
vivimos. Ortega entiende la modernidad que avanza no tiene miedo,
sino que trata de conducirla y de darle una proyectividad. En esto se
une al estudioso francés Ernest Renan que identifica la nación con
un plebiscito continuo en el que los ciudadanos se reconocen y
están interesados en sus objetivos.
Junto a las reflexiones de Ortega sobre el hombre medio, es
necesario aludir también a otros textos significativos que, con
modalidades diferentes, dan sugerencias útiles para comprender a
la masa (entendida como muchedumbre indistinta) protagonista de
la sociedad. El texto Psicología de las multitudes de Gustave Le
Bon, médico, antropólogo y positivista francés, subraya cómo la
multitud emotiva, abandonada a la merced de las emociones,
puede, a veces, cambiar también la historia. Justo en ese momento
en Francia nace el movimiento de la literatura popular con los
escritos de Hugo, Zola y con el manifiesto de la novela popular
escrito por André Thérive y Léon Lemonnier (Bongiovanni, 1996,
p.708). Se quiere destacar, en literatura, el universo popular, las
precarias condiciones de vida de la sociedad moderna, pero sin
condenas ideológicas. Es importante describir el nuevo mundo
popular que estaba naciendo incluso con sus contradicciones.
El populismo es entonces “un caleidoscopio abigarrado” (Merker,
2009, p. 8)[10], un concepto y una realidad que se refieren a la
forma y al contenido, analizable desde varios aspectos. Este, se
entienda como se entienda, haciendo protagonista al pueblo, será
una constante inevitable de los sistemas democráticos. Estamos
condenados, por lo tanto, a convivir con el populismo, que tiene
muchas más probabilidades de aparecer en los momentos de crisis
como manifestación del malestar de la sociedad civil y política. Las
lecturas de los mayores sociólogos franceses parecen coincidir en
esto (Mény, Surel, 2009, p.282).
Hay que vigilar, una vez más, el uso simplificado del término, bien
sea negativo o positivo: la realidad es mucho más compleja y los
elementos de interpretación son múltiples (Crispini, 2011)[11]. A los
partidos y a las élites políticas les puede ser útil la remisión al
populismo para no afrontar sus propias deficiencias. Los populismos
alimentan también el rechazo a Europa y a su unión: están unidos a
un pensamiento de tipo nacionalista o xenófobo (Reynié, 2011, pp.
113-21). El islamismo y la presencia de los extranjeros obstaculizan
los derechos adquiridos por los ciudadanos residentes. Es el
“chovinismo del bienestar”: es decir, el Estado social debe ayudar
solo a los residentes, a los ciudadanos nacidos en el Estado en el
que viven. Es la posición del nuevo partido griego xenófobo de
Amanecer Dorado.
Junto al estudio y a las reflexiones de Ortega sobre la importancia
de la nueva clase media protagonista de la contemporaneidad, otro
texto interesante es el de Riesman, sociólogo americano del siglo
XX, que, en La muchedumbre solitaria (1976), localiza en la
heterodirección una de las características de la sociedad moderna.
Es una de las modalidades del cambio social: como el paso de la
solidaridad mecánica a la orgánica de Durkheim o como la
transformación de comunidad a sociedad (Tönnies). Riesman no
critica la modernidad, no la juzga, pero entiende la importancia de su
papel de transformación para el actor social moderno. Es un ulterior
paso hacia adelante en la reflexión sobre la individualidad moderna,
más allá de Ortega. El sociólogo americano representa la conciencia
liberal del New Deal que había dominado la cultura del nuevo
mundo en la postguerra, sosteniendo la American Way of Life.
Acepta la modernidad, evitando radicalismos de derechas o de
izquierdas, que puedan estar adscritos a la propia elección
ideológica. Es siempre una forma de reformismo progresista, pero
privado de moralismos y de nostalgias.
Es otra modalidad de superación de las diferencias ideológicas
que se había visto también en Ortega y nos da, partiendo de la
experiencia americana, motivo de reflexión y análisis para el estudio
de la actual sociedad globalizada. Riesman anticipa reflexiones más
específicas, que serán propias de los politólogos contemporáneos,
sobre el cambio al que inducen los medios de comunicación a los
bien informados, o sea, a la clase media. Entiende que las clases
medias pueden ser en mayor medida sensibles al modo en que los
medios de comunicación de masa presentan los acontecimientos
(en años en los cuales la televisión no tenía todavía la importancia
actual y los medios de comunicación de masas no existían). Por otra
parte, distingue los bien informados para quienes los medios de
comunicación son maestros de tolerancia de los aspirantes
moralizadores para quienes, en cambio, las comunicaciones
masivas pueden llevar a la intolerancia (Riesman, 1976, p. 227).
Se concluye la primera parte del ensayo con una breve alusión a
Masa y poder de Elias Canetti (1981), uno de sus libros más
significativos. La reflexión, sin temores ni prejuicios, trata de
investigar el variado mundo de la masa, presentando una cronología
muy atenta de la formación de esta realidad, de su metamorfosis y
de su relación con el poder. A diferencia de Ortega, Canetti
reconoce en la masa un evento a corto plazo, ligado a un fin, del
que, sin embargo, cada individuo puede escapar y recuperar su
dignidad: una postura, obviamente, muy diferente del tipo ideal del
hombre medio del estudioso español, pero útil para comprender el
concepto de masa desde un punto de vista alternativo.
3. La “democracia totalitaria”
En la segunda parte del texto se afronta un análisis del concepto
de democracia. Se profundizan el malestar, la angustia y la crisis
que padecen hoy en la sociedad moderna globalizada, una
democracia con fuertes tensiones internas populistas. Dichas
tensiones corren el riesgo de desestabilizar también a las mismas
instituciones democráticas y a los partidos. Entre las muchas
definiciones del término que se pueden elegir, una de las más claras
es la del filósofo del derecho Luigi Ferrajoli: la democracia consiste
en el conjunto de reglas que atribuyen al pueblo el poder de tomar
decisiones públicas bien directo o a través de representantes
(Ferrajoli, 2010, p. 25). Es importante examinar el carácter formal o
procedimental. Conjuntamente hay modalidades sustanciales de
contenido sobre qué se tiene que decidir y con qué modalidades
constitucionales. Las dos dimensiones de la democracia, la formal y
la procedimental se asocian a la reflexión constitucional y a los
derechos fundamentales del ciudadano en un sistema de garantías
que es necesario tutelar.
Uno de los temas principales hoy no es solo el de la pasividad ni
del escaso atractivo de la política para las personas, sino el de la
"impolítica" (Rosanvallon, 2006, p. 28)[12], término que identifica
una falta de comprensión global de los problemas ligados a la
organización del mundo en el que vivimos. Los ciudadanos, así,
invocan una forma de contrademocracia que se manifiesta mediante
la vigilancia constante de la opinión pública sobre lo que los
gobernantes hacen. Es una de las modalidades de la participación
democrática muy recurrente en estos años. Es decir, se trata de
crear contextos y lugares de discusión y de madurez pública sobre
temas significativos para los ciudadanos. Esta puede ser una vía
para tratar de garantizar la participación de las minorías en
problemas que atañen a cualquier persona, tanto si pertenece a la
mayoría como a la minoría de un gobierno.
Continuando, de esta manera, el hombre medio se vuelve
protagonista de la modernidad conquistada en la Revolución
Francesa, las ideologías se multiplican y los derechos del hombre
reivindican cada vez más un protagonismo en las elecciones
políticas, incluso en las personales. Se asiste a la decadencia del
concepto de estatus, considerado la causa del privilegio, y se afirma
cada vez más el individualismo, implicando la “potencialidad
totalitaria” (Talmon, 1967, pp. 11-4). La voluntad general de
Rousseau deviene fuerza determinante para la democracia
totalitaria, pese a sus contradicciones y antinomias. El nuevo
ciudadano de la Revolución es solo aquel que acepta y comparte la
nueva República: quien se identifica con la esencia que constituye y
determina la voluntad general. La única democracia reconocida es la
directa. La importancia de Rousseau al determinar el concepto de
democracia moderna y liberal, con sus ambigüedades futuras, está
reconocida por muchos estudiosos y politólogos italianos. Se
subraya, así, el aspecto totalitario de la democracia rousseauniana.
(Bedeschi, 2012)[13]. No se discute la importancia de su
pensamiento, sino que se señala, el riesgo de una deriva extremista.
El debate está abierto y todavía apasiona, tras más de trescientos
años del nacimiento del pensador helvético[14]
En este debate hay que señalar también la interesante postura de
Benjamin Constant que, tras la Revolución Francesa, comparando la
libertad de los antiguos con la de los modernos añade a las
reflexiones sobre la democracia postrevolucionaria nuevos
elementos de comprensión. Con un evidente realismo escribe que
las dos libertades, la de los antiguos y la de los modernos, se
entrelazan y se integran (Constant, 2011, p.7). La reflexión sobre la
democracia se asocia, entonces, con un populismo que expresa lo
“hipermoderno” refiriéndose, con este término, a las nuevas
transformaciones culturales, políticas y económicas del país. Es el
paso a la nueva forma de lo moderno en la época de las multitudes.
Es la nueva forma de cambio.
Sin embargo, es preciso recordar, desde una trayectoria histórica,
que la realidad del populismo tiene origen en Rusia: originariamente
el término deriva del ruso narodničestvo que, a su vez, deriva de
narod, pueblo. De aquí también el término narodnik, populista
(Bongiovanni, 1996, p. 703). Se refiere a específicos movimientos
políticos y culturales que comenzaron con el zar Alejandro II a
mediados del siglo XIX con las voces de una inminente liberación de
los campesinos del yugo de la esclavitud, y una consiguiente
distribución de las tierras para todos. En esos años, en torno a 1860,
se subsiguieron revueltas e incendios en los campos rusos, pero el
actor principal del populismo fue el movimiento estudiantil que, junto
con los profesores (al menos en los primeros años), contribuirá a
afirmar ideas populistas. El objetivo era ir hacia el pueblo, a favor de
una educación popular, sin clases, universal. Vanguardias de
estudiantes acudían al campo para hablar con los campesinos y
animarles a la revuelta. Una de las figuras más interesantes es la de
Alexander Herzen, escritor y político ruso que, desde su exilio
londinense, trató de influir, con sus escritos, a los estudiantes
revolucionarios.
Se establece así una relación entre la revolución de 1848 en
Europa y las lecturas de los revolucionarios franceses que
contribuyeron a promover el populismo ruso. La naciente
democracia moderna europea influyó en la primera corriente política
populista con un proyecto de igualdad política y económica cercano
al socialismo. Sucesivamente, en la compleja historia política rusa,
con la Revolución de Octubre y las consiguientes divisiones
políticas, la historia de esa democracia emprendió otra vía.
La segunda significativa realidad populista es la americana,
afirmada en los Estados Unidos después de la Guerra de
Independencia. El People’s Party, conocido luego como Partido
Populista Americano, fundado en Cincinnati, fue la reacción de los
pequeños campesinos y terratenientes contra el excesivo poder del
sistema bancario y de las grandes finanzas americanas (ibíd., p.
706). Es interesante notar algunas similitudes con las revueltas
contemporáneas de Occupy Wall Street contra los bancos y las
multinacionales de las finanzas, acusados de ser responsables de la
actual recesión.
En EEU, entre finales del siglo XIX y principios del XX,
acontecieron años de una crisis moral y social, sobre todo en el sur
del país, con una fuerte protesta agraria causada por la Gran
Depresión y por una caída de los precios agrícolas. Además, el
naciente melting pot americano, es decir, la América multiétnica que
se estaba formando con la presencia de diferentes etnias de color
no solo en las metrópolis, sino también en otras zonas, favorecía un
sentimiento de frustración y de xenofobia hacia el Otro, diferente por
cultura y etnia.
La historia del populismo americano se entrelaza también con las
ideas religiosas de la época de la reforma protestante y de la
Ilustración, especialmente con el pietismo y el racionalismo,
determinantes en la historia política americana. El movimiento
populista nació inicialmente en el noroeste del nuevo mundo, pero
pronto llegó también a todo el oeste del país, propugnando la lucha
contra el papel moneda, elemento de intercambio en la Guerra de
Secesión. Se quería volver al oro y a la plata, moneda más segura
que protegía sobre todo a los pequeños agricultores. También los
líderes demócratas no eludían estos impulsos: de hecho,
sucesivamente, el partido del pueblo se unió a los demócratas para
no desaparecer de la escena. Sus reivindicaciones, con algunas
posturas radicales propias, se han visto no solo en la política
estadounidense, sino también en Europa como, por ejemplo, en la
lucha contemporánea contra el Euro, considerado la causa de la
recesión europea. El Tea Party estadounidense ha sostenido tesis
extremas tanto sobre el estado del bienestar como sobre economía.
El politólogo Piero Ignazi destaca, citando los datos del
Eurobarómetro, como, en este momento histórico, “los ciudadanos
europeos no han estado nunca tan distantes de la UE. Hoy los
nostálgicos de las monedas nacionales han subido al 40%. Las dos
caras del euroescepticismo no constituyen por lo tanto una idéntica
amenaza para la construcción europea. Es el nacional populismo de
derechas el enemigo más peligroso, también por sus pulsiones
antisistémicas” (Ignazi, 2012b). La historia del populismo ruso y
americano es muy diferente, entonces, de los nuevos populismos
europeos o del peronismo argentino. Se aludirá a esta realidad con
los estudios sobre América Latina de Ernesto Laclau y de Gino
Germani.
La realidad contemporánea de los neopopulismos, así
identificados por muchos estudiosos y comentaristas para tratar de
comprender los numerosos partidos de la nueva derechas en
Europa, también en el norte de Europa, es quizás una forma de
análisis excesivamente simplificada. La democracia actual es
diferente a la del pasado, también a la de los antiguos, porque se ha
personalizado y mediatizado cada vez más, convirtiéndose en una
“democracia del público”. Es la heterodirección de Riesman, aunque
el estudioso americano no había comprendido plenamente la
importancia de los medios de comunicación y la transformación de
los partidos. Al desaparecer el partido de la masa, desaparece
también una respuesta propositiva de la política, incapaz de
comprender lo nuevo que avanza
Las reflexiones de Ortega están, por tanto, de actualidad: el
hombre medio, en concreto la clase media, anómica, carente de
valores de referencia, puede manifestarse y declarar abiertamente el
malestar respecto a la democracia y sus élites incapaces de resolver
los problemas de una sociedad profundamente diferente a la del
pasado. Por esto, identificar la transformación de la democracia y de
sus partidos tachándolos solo de neopopulismos (las nuevas
derechas en Europa, Italia incluida), es, quizás, un atajo para no
comprender que el verdadero problema no es el malestar en la
democracia en la época de la rebelión de las masas. El análisis más
correcto es, quizás, una profundización de un malestar provocado
por la misma democracia y por sus instituciones políticas, sin olvidar
los escándalos de robos y apropiaciones de dinero público en
regiones y provincias italianas.
Se trata de contestar a todo esto con la radicalización del demos:
la democracia directa y la llamada del pueblo son el único punto de
referencia cierto, el único antídoto para una situación compleja y
complicada. Los peligros, así, para la democracia, provienen de su
interior: cuando la libertad individual no consigue encontrar un
equilibrio con la colectiva de las instituciones y deviene
autorreferencial (Todorov, 2012). El porvenir positivo de una
democracia finalmente reconquistada, libre de interferencias
mediáticas y con élites responsables y competentes, debería facilitar
una participación real desde la base, partiendo de los ciudadanos y
de la sociedad civil, con una fuerte impronta educativa y formativa
del hombre medio.
La enseñanza de Ortega es todavía importante y significativa: las
instituciones pueden cambiar si cambian también todos aquellos que
les dan vida. Se necesita una elección libre y responsable de las
personas, una nueva sociedad civil dispuesta a arriesgar algo de sí
misma que tenga el valor de debatir, dando de nuevo sentido y
significado a nuevos procesos de construcción social.
Primera Parte
Una democracia morbosa

1
El hombre medio de Ortega y Gasset

1. Ortega y Gasset. La rebelión de las masas y el hombre


medio
Ortega y Gasset fue un pensador complejo y polifacético, no solo
por la variedad de sus escritos, desde la filosofía a la sociología, al
teatro y al arte (como, por ejemplo, un estudio sobre Goya), sino
sobre todo por sus tesis y por sus posturas políticas, a menudo
criticadas. Eran los años de la dictadura franquista en España, había
fuertes enfrentamientos y Ortega, con una actitud de conciencia
crítica del Occidente, se negaba a tomar partido, ideológicamente,
en el campo oficial de la izquierda y mucho menos en el de la
derecha. Prefería, en cambio, un análisis serio y profundo de la
nueva clase media que se estaba haciendo protagonista de la
sociedad civil europea. Compartía la naciente democracia pero, al
mismo tiempo, comprendía toda la complejidad de un actor social
que sin un guía responsable y competente haría de la misma
democracia un peligro y no una oportunidad. Muchos autores han
relacionado su análisis en La rebelión de las masas con el texto de
Tocqueville que, un siglo antes, en La democracia en América, había
señalado el riesgo de que una mayoría democrática, una vez
conquistado el poder, pudiera traicionar los mismos ideales liberales
de mérito y de libertad por los cuales había luchado.
Sin embargo, eran diferentes los contextos históricos. El análisis
de Ortega se contextualiza en un peculiar momento histórico para
Europa: los años del fascismo, del franquismo y de la Revolución
Rusa. Parecen prevalecer los totalitarismos de derechas y de
izquierdas. Es la época del colectivismo, como el mismo Ortega
recuerda en una nota al principio de su texto citado anteriormente,
en el capítulo inicial, El fenómeno del aglomerado (Ortega y Gasset,
1974, pp. 9-10). Con un lenguaje fuerte, sin miedo a las críticas, el
pensador español señala “la divinización abstracta del colectivismo”,
la inevitable socialización del hombre ha llevado a “una
homologación en los gustos, en las ideas: casi como un rebaño. Se
quiere imitar a la oveja, con la cabeza gacha. En Europa muchos
países buscan solo un pastor o un mastín” (ibíd., p. 11, nota 2).
Palabras duras pero claras que no son desahogos emotivos sino
un análisis preciso y circunstancial. Al principio del capítulo, se
subraya que la vida pública no es solamente política sino también
intelectual, moral y económica. Cada manifestación de la cultura
colectiva, incluso los gustos personales, representan el alma de un
pueblo (ibíd., p. 9). Esta situación se identifica con la llegada de las
masas que conquistaron el poder social: una modalidad muy común
en la historia. Es La rebelión de las masas. Así nace el título del
texto de Ortega convertido más tarde en el ideal tipo de muchos
análisis filosóficos y sociológicos sobre el hombre medio, sobre sus
aspectos positivos y negativos.
Es difícil identificar al español, como a todos los grandes
pensadores, como estudioso de una única disciplina: ya en estas
pocas líneas iniciales se nota su doble vocación, filosófica y
sociológica. Hay también una atención especial a la historia y a sus
acontecimientos, prioridad para esta disciplina de las ciencias
sociales: lo escribe el sociólogo americano Charles Wright Mills en
La imaginación sociológica (1970, p. 153). Él pone de manifiesto
cómo la biografía, la historia y la sociedad son las modalidades más
oportunas para estudiar al hombre concreto que vive en ella y es
protagonista de la misma. Son las características de la sociología y
de su análisis. Ortega trata de conjugar todos estos aspectos, junto
a una reflexión filosófica sobre el individuo. Por esto, la sociología
del español está ligada a la filosofía de la historia, tratando de evitar
posturas ideológicas que podrían falsear los mismos
acontecimientos históricos. Las civilizaciones crean a las
muchedumbres, es decir, a los “aglomerados”: es la palabra usada
por Ortega porque es la más indicada para resaltar a una minoría
que ahora se ha apoderado de lugares nuevos de la sociedad.
Minorías que se han hecho masas: es el hombre medio que ya no
se diferencia de los demás hombres “sino que repite en sí un tipo
genérico” (Ortega y Gasset, 1974, p. 13).
¿Cómo no recordar los no lugares[15] de Marc Augé? La
actualidad de Ortega comienza ya en las primeras páginas de su
texto: la distinción entre mayorías y minorías no es una diferencia de
status entre ricos y pobres ni entre quien posee el poder y quien
está obligado a obedecer. La distinción es más profunda: filosófica y
sociológica conjuntamente. No es jerárquica, sino “una distinción de
hombres”: expresión muy moderna y actual. Precisamente, por esto
puede interpretarse desde muchos puntos de vista. La pertenencia a
la masa (mayoría) o a la minoría se vuelve así un concepto relativo,
no ideológico: depende de las situaciones culturales e históricas[16].
El pensador español insiste mucho sobre este aspecto de la
relación mayoría-minoría. Se afirma que las mayorías (y por lo tanto
las democracias del pasado) eran realmente liberales porque
seguían las reglas de la ley. El liberalismo, especificación de la
democracia, no es ausencia de reglas, sino, al contrario,
interiorización de todo lo que contribuye a hacer una democracia
acabada. Se introduce, entonces, también un aspecto educativo que
se vuelve cultural: característica esta del pensamiento orteguiano.
No puede existir una reforma democrática sin antes haber
comprendido la importancia de una nueva cultura educativa que
transforme corazón y mente de las personas.
En las líneas sucesivas del texto, se puede observar la
modernidad y la actualidad del pensamiento de Ortega cuando
escribe que mientras en el pasado la democracia y la ley, mejor
dicho su convivencia legal, eran sinónimos. Hoy nos encontramos,
en cambio, en una situación de hiperdemocracia. Las presiones
materiales se vuelven fundamentales: “los tópicos de café, y las
almas vulgares tienen, incluso, la audacia de afirmar e imponer el
derecho a la vulgaridad” (Ortega y Gasset, 1974, p. 17).
El término hiperdemocracia es muy moderno, actual: se puede
acercar, quizás, al de post-democracia señalado anteriormente.
Destaca y subraya una modalidad que debería ser característica de
las acciones racionales de las personas. La reflexión y la
competencia como características esenciales de la actuación
humana. Pero el intento de Ortega es “la crítica a la Modernidad en
uno de sus elementos característicos como es el subjetivismo que
se encuentra detrás de cualquiera de las formas de idealismo
filosófico, sea este teórico o práctico” (Suay, 2003, p. 171).
En la Revista de Estudios Orteguianos, publicada por la
Fundación José Ortega y Gasset de Madrid, se subraya en qué
medida su pensamiento es liberal pero con algunos aspectos
filosóficos importantes: aquí la referencia es a Husserl. La
conciencia individual es la conciencia del otro. Un concepto
importante que el sociólogo subrayará, sucesivamente, en El
hombre y la gente: “vamos así construyendo –ya que se trata no de
algo evidente, sino de una construcción o interpretación– la imagen
de un mundo que no es solo el mío ni solo el tuyo: es más bien el de
todos, es el mundo. Es mi sociabilidad o relación social con los otros
hombres lo que hace posible la aparición entre ellos y yo de algo
semejante a un mundo común y objetivo” (Ortega y Gasset, 2005,
objetivo” p. 101). Este es el intento de hallar una mediación entre la
sociología de la acción de Weber y la interpretación holística de
Durkheim, modalidades irreconciliables tal y como lo había hecho
Talcott Parsons. Ortega identifica un tercer agente: la tradición
cultural que actúa como un puente de conexión entre el individuo y
la sociedad. La interiorización de las normas crea la sociedad
(Parsons), determina una moda, un lenguaje social. El
individualismo y el colectivismo no se evitan, no se contraponen,
sino que se integran. Por este motivo, el estudioso español
rechazaba los extremismos y las posturas caracterizadas por una
fuerte ideología. La realidad es, filosófica y sociológicamente, más
compleja de lo que parece y el hombre no puede realizarse en la
colectividad y mucho menos en el Estado. El hombre participa en la
construcción de la sociedad y de las instituciones, pero no se anula
en ellas. Diferente es, en cambio, la masa, que actúa emotivamente,
evitando todo lo que es distinto, complicado, diferente: “imponiendo
la vulgaridad como un derecho, creyéndose excelente (Ortega y
Gasset, 1974, p. 65)[17].
La vulgaridad sobre la que insiste Ortega no solo es real sino
también simbólica. Es la presunción de pensar poder tomar
decisiones sobre todo sin escuchar ni profundizar, sin tener normas
de referencia. Nos encontramos así en la barbarie. Escribe el
filósofo español: “el viajero que llega a un país bárbaro sabe que en
ese territorio no rigen principios a los que recurrir. La barbarie es
ausencia de normas y de su posible apelación” (ibíd., p. 66). Es
necesario recordar la fuerte crítica de Ortega a la España y a la
Europa de los años Treinta. En el texto de 1922, España
invertebrada, el estudioso reprocha a su país, pero también a
Europa en general, una falta de valores y una escasa moralidad que
determina una relajación en el comportamiento y en la cultura. La
decadencia pasa por fases de expansión y de regresión. Las masas
ya no siguen a las minorías, se han vuelto autorreferenciales, se han
rebelado: el hombre medio ha tomado la delantera (ibíd., pp. 22-3).
Es un cambio antropológico de la humanidad, un proceso de
homologación inevitable pero que es preciso analizar, incluso en su
modalidad lingüística.
Interesante es la profundización sobre la transformación de la
lengua latina en vulgar, en el Prólogo para franceses, introducción al
texto La rebelión de las masas, publicado en 1937. Una integración
significativa como el Epílogo para ingleses (1938): el primero escrito
en Holanda y el segundo en París. También la simplificación del
lenguaje es una manifestación de la superficialidad y de la
banalización de la modernidad[18]. La disgregación del Imperio
romano comienza precisamente por la lengua: ¡es la Torre de Babel
que avanza!
Una vez más es fácil comprender el paralelismo con la época
contemporánea. Se pueden asociar a las reflexiones de Ortega
sobre la vulgaridad algunas observaciones sobre las élites de
representación en nuestro país, con el uso ostentado de un lenguaje
dialectal. Por ejemplo, los escándalos y el derroche de dinero
público en fiestas vulgares y de mal gusto afloradas en el verano de
2012. Un federalismo interpretado, demasiado a menudo, como
egoísmo de los más ricos, sin reales profundizaciones históricas y
culturales sobre territorios realmente diferentes por lengua y
tradiciones.
Las reflexiones sobre la vulgaridad del lenguaje nos recuerda,
aunque, obviamente, en un contexto diferente, las palabras de
Hannah Arendt (1997) que, en un ensayo sobre el significado de la
política, subraya cómo en la antigüedad el valor de las palabras era
sagrado, citando el período clásico y a Homero[19]. No había
distinción entre hablar y actuar. La referencia es también al prólogo
del Evangelio de Juan: el verbo se hizo carne, la palabra es vida y
acción. La banalización y el uso impropio de los términos en la
política contemporánea, la referencia a palabras que poco tienen
que ver con conceptos que, en cambio, deberían esclarecer y no
confundir al electorado, contribuyen a reforzar la tesis de Ortega.
Piénsese en el debate sobre las primarias del Partido Demócrata
en Italia, en diciembre de 2012, y en el enfrentamiento generacional
entre el alcalde de Florencia, Matteo Renzi, y el secretario del
partido, Pier Luigi Bersani: el uso impropio del término “desguace”
que, en el pasado, se refería a las empresas automovilísticas para
tener descuentos en la compra de un automóvil nuevo. En la política
significaría, en cambio, la autoexclusión y la no candidatura de
parlamentarios que llevan muchos años en el Parlamento y por esto
no se pueden volver a presentar a las elecciones. Y, en
consecuencia, el término “segunda mano”, tomado en préstamo,
probablemente, también, de la industria automovilística, para indicar
al secretario del partido considerado un candidato de confianza
respecto al nuevo Renzi.
El uso de palabras correctas, que no confundan al elector o, peor,
que no banalicen y no infravaloren una competición democrática, no
es una cuestión de forma, sino de sustancia. Es necesario ayudar al
país y al electorado hacia una reflexión seria sobre la representación
y, modalidad todavía más significativa, hacia la relación correcta
entre las diferentes generaciones, jóvenes, adultos y ancianos que
juntos deberían contribuir al renacimiento de la nación. Es necesario
prestar atención al lenguaje que no se puede usar solo con la lógica
de la contraposición: la diferencia no puede ser un obstáculo, sea
pobre o viejo, inmigrante o sin trabajo.
Es preciso prestar atención a no entrar en la lógica del chivo
expiatorio: la democracia "del público" cambia también la forma del
mensaje. Por esto se pide a las élites que nos representan con un
mayor respeto entre ellas, pero también hacia la sociedad civil que
las votará. Solamente en este caso se puede capitalizar el
compromiso diferente, distinto, pero igualmente útil, de una
representación desde abajo que en la significativa participación de
las primarias puede contribuir a refundar la política en crisis de
legitimidad. El análisis del estudioso español no es político. Es un
discurso sobre el hombre moderno y civilizado: reflexiones
diferentes pero, en algunos casos, parecidas a las de otros
sociólogos estudiosos de la modernidad.
El pensador alemán Norbert Elias, en un retrato de la civilización y
una representación antropológica y psicológica de la civilización
occidental, subraya cómo en los distintos paisajes históricos de la
humanidad la sociabilidad puede volverse más vulgar y menos
rigurosa[20]. La historia no es nunca lineal, no sigue una línea recta
ya trazada: es una carrera de obstáculos y a menudo no se
consigue proyectar un futuro cierto. La vulgaridad, entonces, se
convierte en la dilatación del presente: la imposibilidad de dar una
respuesta consciente y responsable a los problemas de hoy. Es la
aceptación de la soledad existencial del individuo (desde un punto
de vista psicológico)[21] y para la política es la rendición a la
inmediatez, al presente, sin ningún proyecto para el futuro.
Es la clara manifestación de la crisis de la democracia que no
consigue tener una finalidad. El análisis orteguiano funde la
perspectiva filosófica con la sociológica: no se puede atribuir
solamente a ese concreto momento histórico sino que es útil
también para hoy. Ortega ha sido un intérprete de la decadencia (se
refería al período entre las dos guerras mundiales), pero las
situaciones se pueden repetir, aunque con modalidades diferentes.
Por esto su visión de reforma política es, esencialmente, “un
programa de reforma de la vida humana” (Cangiotti, 1972, p. 154).
2. La aristocracia y el elitismo de Ortega
Con estas premisas, el pensamiento democrático orteguiano,
considerado elitista por muchos estudiosos, por referencia a los
sociólogos elitistas clásicos, Mosca, Pareto, Michels, puede también
interpretarse en sentido aristocrático (ibíd., p. 176), pero no de clase
o de status. La relación mayoría-minoría es educativa porque la
política, sin una moralidad, determina al hombre medio, homologado
y aislado, anómico, peligroso incluso para la democracia. Nos
apoyan en esta tesis las observaciones de Tocqueville: una mayoría
no es suficiente para determinar el carácter democrático de un
proceso político. Es la calidad la que determina la democracia, no
solamente la cantidad. Por eso un real o presunto populismo (citado
por comodidad), recurrir a un pueblo, a menudo inexistente en la
realidad, puede contribuir, en un momento de crisis como el actual, a
que una clase media, la columna vertebral de una democracia, se
vuelva más confusa, fragmentada y desorientada (Lasch, 1995, p.
33).
Si el análisis orteguiano está, inevitablemente, unido a un
pensamiento ético, la vida es moral y el mismo Ortega explica el
significado del término moral y el filósofo Ignacio Sánchez Cámara
lo expone claramente[22]. La modalidad para afirmar la moralidad
de la existencia humana es la autenticidad: la ética de una vocación.
Es el Beruf de Weber. La conciencia del hombre es lo que podemos
realizar con una progresiva racionalización de nuestra vida: la
felicidad de nuestra existencia se conquista con el trabajo
determinado por nuestra vocación (Cámara, 1986, p. 42).
Hay que distinguir, por lo tanto, entre quién ha conseguido
descubrir y practicar su Beruf y quién ha fracasado. Aquí se percibe
la real distinción entre minoría y mayoría, es este el nudo central de
la aristocracia de Ortega y por esto se le relaciona con Nietzsche
(ibíd., pp. 201-3). Si “la teoría de la élite es esencial para entender la
sociología de Ortega” (ibíd., p. 79), es necesario especificar la
modalidad y el significado del elitismo orteguiano: la diferencia entre
el planteamiento social y el político. También porque los teóricos de
las élites, excepto Pareto, atribuían a ese concepto un significado
específicamente político. Ortega lo usa pero con su propia óptica: es
una modalidad explicativa de filosofía de la sociedad civil antes que
de la política.
En El tema de nuestro tiempo, Ortega, siempre crítico y mordaz
con sus contemporáneos, confirma cómo no es la política el
elemento que diferencia su postura de la de sus conciudadanos
“sino los principios del pensar y del sentir” (Ortega y Gasset, 1985,
p. 80). La distinción fundamental está entre quién se ha detenido en
las ideas de 1890 y quién, en cambio, ha tratado, con dificultad, más
allá de conceptos estereotipados referidos al liberalismo o a ideas
reaccionarias y de tratar de entender el presente en toda su
complejidad y diversidad respecto al pasado.
Con la fuerte presencia de los partidos de masa y la ampliación
del sufragio se ha asistido, en los años pasados, a la
heterodirección del ciudadano, es decir, a la influencia de otras
instituciones y organizaciones: la “ley férrea de las oligarquías”
(Salvadori, 2009, p. 49). Los elitistas lo habían comprendido,
especialmente Michels cuando subraya que “la organización es por
sí misma la causa del predominio de los elegidos sobre los
electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los
delegados sobre los delegantes” (ibíd.). Una vez más la masa,
citando a Ortega, “ha venido al mundo para ser dirigida, influida,
representada, organizada” (ibíd., p.30).
Entonces, quizás, habría que volver a escribir el elitismo de
Mosca trasladándolo del plano político al científico y cultural: son la
formación y la educación las que podrán contribuir a reducir la
heterodirección de la democracia "del público” (ibíd., p. 81). Aquí
reaparece la aristocracia y el elitismo del español: su desconfianza
en el individuo que sin guía y una autoridad competente no puede
ser “persona”, solo masa.
Es necesario señalar, sin embargo, otro problema, subrayado por
Ortega y también por otros estudiosos en el campo de la medicina:
el riesgo del exceso de especialización, característica de la sociedad
de masa que contribuye a la exención de responsabilidad de la
persona. Así escribe el pensador español: “el especialista conoce
demasiado bien su pequeña parte del universo; pero ignora
profundamente todo el resto” (Ortega y Gasset, 1974, p. 105). Es el
hombre nuevo que nace. No es un hombre sabio porque ignora lo
que va más allá de su especialización y, al mismo tiempo, no es un
ignorante porque conoce bien aquello en lo que está especializado.
El estudioso español observa, con una gran intuición incluso para
nuestra época contemporánea, cómo el especialista, a pesar de que
sea profundamente ignorante en el arte, en las costumbres sociales,
en las ciencias y en la política, manifiesta sus opiniones “sin calidad
y como hombre-masa en casi todas las esferas de la vida” (ibíd.,
p.106).
La globalización y las nuevas tecnologías de los medios de
comunicación han contribuido a aumentar nuestros conocimientos.
La democracia "del público" nos plantea muchos interrogantes a los
que muy a menudo no somos capaces de contestar. La
superficialidad y, a veces, la banalización del conocimiento nos
imponen respuestas poco oportunas. Como si, cada uno de
nosotros, también y, quizás precisamente porque es especialista en
un determinado sector, pudiera ser capaz de contestar o encontrar
soluciones a problemas incluso en campos en los que somos
incompetentes. Una realidad característica no solo de las élites
políticas, sino también de los ciudadanos de la sociedad civil.
A menudo los medios de comunicación nos ofrecen entrevistas
sobre temas políticos o científicos de cantantes o actores ignorantes
en los problemas afrontados. Cada uno de nosotros ejerce papeles
diferentes: somos, ante todo, actores sociales y ciudadanos, pero
precisamente por el respeto de la competencia y de la ciencia,
incluso la política, todos deberíamos cultivar su Beruf. También esta
es una de las modalidades de la vulgaridad de nuestros días, bien
argumentada por Ortega: “el resultado más inmediato de este
especialismo no compensado ha sido que hoy, justo cuando hay un
mayor número de hombres de ciencia que nunca, hay muchos
menos hombres cultos que, por ejemplo, alrededor de 1750” (ibíd.,
p. 106).
Reflexiones y observaciones válidas también en el ámbito médico:
la medicina en estos años es quizás una de las ciencias que más se
ha especializado y fragmentado. Karl Jaspers, médico y filósofo, ha
destacado muchas veces los grandes progresos de la medicina
científica contemporánea que, sin embargo, han infravalorado a
menudo la humanidad del médico (Jaspers, 1991, pp.2-3). Si la
especialización es un hecho irreversible y positivo de la modernidad,
sin embargo, hay que acompañarla de un conocimiento profundo de
los enfermos. Los hombres no forman parte de un mecanismo sino
que instauran una relación racional y emotiva entre las personas:
con los enfermos y con los familiares del paciente. Todavía más
crítica es la postura de Gilberto Freyre, que acerca la medicina a la
sociología porque ambas, afrontando al hombre social, no pueden
tener una visión pormenorizada. La fragmentariedad está conectada
al ambiente: el médico moderno, como el sociólogo, no puede
sustraerse a la especificidad precisamente porque no puede perder
de vista la totalidad[23]. El riesgo de la mecanización, de la
despersonalización del hombre masa, reducido a un fragmento
artificial, a una máquina, es la “barbarie de la modernidad” que
subraya Ortega. Escribe el estudioso del pensador español D’Ors
que “la consecuencia es que el especialismo ha creado una casta
de hombres mediocres. Con palabras de Ortega hemos de decir que
es un sabio-ignorante” (D’Ors, 1986, p.5).
Se suman, así, a la vulgaridad, la mediocridad y la ignorancia:
parece casi un retrato de una cierta política actual. D’Ors usa el
término de “vulgaridad intelectual” como factor nuevo de la
modernidad. Vuelve así a la aristocracia más que el elitismo de
Ortega: el problema fundamental del hombre contemporáneo es la
falta del esfuerzo por la dificultad que el verdadero conocimiento
impone. El noble no es quien lo es por status atribuido, sino quien lo
ha adquirido, quien ha podido separarse del hombre-masa. El
hombre contemporáneo se contenta por cómo es: es indiferente a lo
que sucede a su alrededor. El hombre concreto, elegido tiene como
punto de referencia, en cambio, una norma superior: “la nobleza se
define como exigencia por las obligaciones, no por los derechos.
Goethe decía: vivir a gusto es de plebeyo: el noble aspira a
ordenación y a ley” (ibíd., p. 7).
La racionalidad, el valor de las reglas, el respeto de las
instituciones, el sentido del deber, todavía antes de la reivindicación
de los derechos, son para Ortega el retrato del hombre democrático
como debería ser, la verdadera nobleza del ánimo difícil de adquirir.
El complejo momento histórico que Europa y España están viviendo
es, antes que nada, una crisis moral, sucesivamente política. La
crisis histórica de la civilización se ha convertido en una crisis
individual. Es este el punto de articulación principal para entender al
Ortega de La rebelión de las masas y para comprender su elitismo.
Poner en relación la reflexión sociológica con la filosófica: la teoría
de las élites es consecuencial a una concepción de la democracia
basada también en la opinión pública. Pero, y lo subraya Cuevas, el
proceso social de formación de la opinión pública, elemento
fundamental en la modernidad, es esencialmente aristocrático
(Cuevas, 2004, p.304). Ortega puede ser representado como un
pensador personalista, no ciertamente como un positivista o un
materialista. La vida es una creación y una realización personal.
Por esto son importantes y significativos, en la historia de la
sociología, los textos de Habermas (1971) y de Lippmann (2004)
sobre la formación y sobre la crítica de la opinión pública. En
especial, el texto del sociólogo alemán, como él mismo escribe en
las premisas del ensayo, es un análisis sociológico e histórico de la
política tradicional, a partir de la Edad Media europea burguesa,
“limitándose a la estructura y a la función del modelo liberal, a su
origen y transformación” (Habermas, 1971, p.8). Es este el punto
principal que nos interesa: cuánto y cómo puede incidir en un
proceso democrático liberal, en el ciudadano medio, la opinión
pública.
Se pueden identificar seis perspectivas teóricas de formación de
la opinión pública (Barisone, 2011, p. 573). Aquellas que más se
acercan a la postura de Ortega son las dos primeras: el Tribunal
social y la Pública discusión (ibíd., p. 574). El primero se refiere a
Tocqueville y a Rousseau. El mismo propone una opinión pública
considerada como un tribunal del pueblo, basado en las costumbres
y en los usos de una nación y de un Estado que, desde arriba de su
mayoría, establece un comportamiento de base y lo adaptan a su
modelo. Vuelve el concepto de Tocqueville de “tiranía de la mayoría”
y, actualizado, el de la socióloga alemana Elisabeth Noelle-
Neumann (1984), que afirma cómo todos los comportamientos
personales, incluso aquellos que aparentemente parecen no
influyentes porque son personales (la moda, la costumbre), y
también la no participación política, en realidad son una
manifestación de participación y de conformismo. Se vuelven
opinión pública: las personas tienen miedo de quedarse aisladas,
temen no poseer influencia y el aislamiento. Los medios de
comunicación, sobre todo la televisión, proponen modelos de los
que difícilmente las personas consiguen escapar y entonces se
adaptan, en silencio, por miedo a manifestar una opinión diferente.
Es la espiral del silencio, igual o más peligrosa que una
contraposición ostentada. Es la homologación de las conciencias y,
como escribía Ortega, en las primeras páginas de La Rebelión de
las masas, el pueblo prefiere ser oveja, transformase en mayoría y
confundirse con la plebe porque ser minoría pensante y reflexiva es
mucho más difícil.
Es esta la aristocracia orteguiana: quizás, en algunos casos,
excesivamente despreciativa y pesimista sobre las posibilidades de
las personas. Es, sin embargo, la vuelta de tuerca para entender su
dolor y su denuncia de una sociedad que ha perdido sus cimientos,
que no consigue encontrar en sí misma las modalidades para
reaccionar a una modernidad que está deslizándose hacia una
rápida decadencia, sobre todo moral, y después política.
Una opinión pública positiva, en cambio, debería promover una
discusión clara y abierta sobre todo lo que es importante para el
ciudadano, convirtiéndose también en fuerza política. Pero, como
escribe Habermas en su última parte del texto, en la modernidad la
opinión pública se ha transformado: la publicidad y los medios de
comunicación la han cambiado, se ha fragmentado en grupos
diferentes (Habermas, 1971). La política, también gracias a los
nuevos medios de comunicación y a los sondeos, trata de
interceptarlos para instrumentalizarlos.
Es el poder, cada vez más invasivo y persuasivo, de la publicidad,
de la heterodicción (de la cual se hablará con el análisis del texto de
Reisman), de los medios de comunicación social tan importantes
estos años. Con la “democracia de lo público” la contraposición
entre publicus y privatus, propia del derecho romano, ahora ha
desaparecido. Insiste sobre este tema, citando algunos autores que
han escrito sobre esto, Nadia Urbinati (2011).
La socióloga de la Universidad de Columbia es muy crítica con la
democracia "del público" y explica, de acuerdo con Bernard Manin –
uno de los primeros estudiosos que ha introducido este concepto
(Manin, 2010, pp.244-5)[24]- que es cada vez más difícil, en una era
post-ideológica en la que los partidos de masa están en crisis,
distinguir entre la opinión individual y aquella, precisamente, pública.
Así que es más complejo encontrar el concepto positivo de
Habermas como el foro de discusión y de intercambio de
informaciones, de noticias importantes y significativas que podían
condicionar la política (semejante al concepto de contrademocracia
de Rosanvallon). La opinión pública está deslizándose, cada vez
más deprisa, hacia la antipolítica y el populismo. Posturas muy
lejanas, incluso históricamente, de las de Ortega, pero significativas
y que ofrecen más de alguna sugerencia para comprender la actual
crisis de la democracia: su enfermedad.
La opinión pública del sociólogo español, nos lo recuerda la
estudiosa Suay (2009), se debe conectar con la función educativa
de la política, resaltando el papel prepolítico. Es necesario,
obviamente, contextualizar el pensamiento de Ortega. España es
sorda “al sentir de la nueva política, los nuevos impulsos que, de
hecho, piensa que están naciendo” (ibíd., p. 230). No existe una sola
función de la opinión pública y esta se refleja también en las
diferentes posturas en el interior del Parlamento, en el debate
favorable que se puede instaurar. Es interesante el concepto de
nacionalización de Ortega que subraya precisamente la doble
función de la mayor institución pública del país. Encontrar un
compromiso, una estrategia, para conseguir componer la diversidad
de la opinión pública española.
Se necesita evitar, sin embargo, un nacionalismo excluyente, que
corra el riesgo de favorecer particularismos y fragmentaciones con
el miedo real del populismo y de la posibilidad de las masas de
imponer opiniones sobre todos los aspectos de la vida. La rebelión
de las masas puede conllevar un riesgo: un estatalismo contrario
totalmente al protagonismo de la opinión pública (ibíd., p. 231).
Piénsese, en este período de recesión también para España, “en el
impulso centrífugo” de una de las regiones más ricas del país,
Cataluña, ya dotada de amplia autonomía, fiscal y legislativa, que ha
evitado (pero no del todo) con una votación en noviembre de 2014
en una consulta la mayoría de los votantes se manifestó a favor de
la independencia de la región. El alma liberal del pensador español
manifiesta también otra preocupación: un estatalismo entrometido y
totalitario que impida, a una conciencia sana de la opinión pública,
llevar a cabo un programa político que tenga como punto de partida
las aspiraciones y los sentimientos de los ciudadanos. Una vez más
una postura filosófica que precede la política.
Para Ortega existen tres modalidades principales de opinión
pública. La primera es la elaboración y la confrontación de ideas
significativas que pueden convertirse en propuestas políticas. la
segunda, si consiguen consolidarse, podrán transformarse en
normas, derechos, principios. La tercera y última, podrán también
constituir un verdadero proyecto de vida basado en valores
compartidos de justicia y verdad.
La opinión pública se transforma así en un elemento constitutivo
de la nación, resultado de la comparación de las diferencias
presentes en el país. La opinión pública se relaciona con el poder
político pero de forma diferente a otras modalidades de elitismo que
es “el depositario de la opinión pública es el Parlamento” (ibíd., p.
240). Se puede dar así una casi coincidencia entre la sociedad y el
gobierno aunque Ortega, como liberal, distingue el poder ejecutivo
del legislativo. No se puede utilizar la voluntad pública,
instrumentalizándola, como si fuera propia del gobierno. El pensador
español pone también un ejemplo, en la historia española, de esta
realidad despótica: “el caciquismo en la aplicación de leyes como
expresión de intereses particulares: era un estado sin leyes” (ibíd.,
p. 241). El buen político es aquel que consigue interpretar las
intenciones del pueblo pero también educarlo. ¡La política sin
educación no sirve de nada!
3. La democracia morbosa
Ortega usa un adjetivo significativo para explicar la democracia
radical del hombre-masa: morbosa, casi una patología social, “que
nace del resentimiento y conduce a la incivilidad” (Cuevas, 2004,
p.305). Es el deterioro y el demérito de la educación y de la cultura,
la crisis de la universidad, del politicismo y de la hiperdemocracia. El
modelo político español es muy diferente del democrático-liberal. La
banalidad, la mediocridad y la cancelación de toda autoridad
espiritual se han adueñado del hombre masa.
Es necesario especificar el término hiperdemocracia, junto al de
democracia morbosa, porque ambos términos son los conceptos
clave del pensamiento orteguiano para comprender su relación con
la crisis de la democracia actual. Las derivas populistas de las
nuevas derechas, pero también en algunos casos de la izquierda
radical, confirman la intuición de Ortega. La crisis del hombre medio
y su mediocridad determinan también la nueva democracia post-
ideológica moderna, la forma democrática de partidos que ya no
representan a las masas, y ni mucho menos a la clase media.
Precisamente por eso usan, impropiamente, el término pueblo:
como un espejo en el que, de forma vanidosa, reflejarse. Eso pone
de manifiesto, en realidad, sus límites y sus ambiciones personales.
Obviamente no todas las reflexiones orteguianas son todavía
actuales, pero algunas son útiles para entender la modernidad
contemporánea. Una teoría democrática se introduce en el contexto
histórico y cultural en el que ha nacido. “El concepto de
hiperdemocracia, que es coherente con una valoración negativa de
la situación social y política de aquel momento, caracterizado por la
emergencia de las masas” (De la Vieja, 2001, p. 136), escribe una
de las estudiosas del sociólogo español. Esta afirma que durante
mucho tiempo se ha confirmado la tesis de un Ortega elitista,
defensor de ideas aristocráticas en las instituciones sociales y
políticas.
Pero, quizás, hay que ir más allá. Él no siguió, al pie de la letra, a
Platón y a Aristóteles, viendo favorablemente un gobierno de
filósofos. La visión más correcta y plausible es la de un Ortega “no
necesariamente elitista de la hiperdemocracia (ibíd., p. 137). El
intento del pensador español era el de desplazar la relación
mayoría-minoría, concepto principalmente político, hacia una
modalidad personal e ideal de los ciudadanos. Es la transformación
del concepto de democracia: ya no una modalidad para obtener
mayorías y minorías políticas, sino una democracia deliberativa,
más atenta a las pautas de actuación. Ciertamente un concepto muy
actual que se discute también en este período de democracia
enferma.
No estamos en 1917, año en el cual Ortega escribe el ensayo
Democracia morbosa: las masas ideológicas, de derechas y de
izquierdas, ya no tienen una importancia tan significativa en la
historia contemporánea, pero algunos elementos y análisis nos
pueden ser todavía útiles. Estamos ante una democracia que parece
retroceder frente a las respuestas políticas de los ciudadanos que ya
no están representados por los partidos políticos tradicionales, cada
vez más fragmentados y previsibles, sin un proyecto, un programa
constitutivo que no sea solamente una crítica negativa estéril del
presente, incapaz de identificar propuestas alternativas de
renacimiento de la política. Las minorías de Ortega, precisamente
por las modalidades señaladas anteriormente, pueden no tener
responsabilidades de gobierno, sino un papel positivo de estímulo y
de cambio para las instituciones y la sociedad civil.
La enfermedad de la democracia de masa, del hombre medio,
identificada por el español con un término médico morbosidad,
esclarece bien los términos del problema, que no se pueden
adscribir solo a los años de las grandes ideologías de masa. Es una
Europa enferma sufre, en los años veinte del siglo pasado, una
disminución de importancia, una vulgaridad que se está ampliando
también a otros países, empezando por España. Es un tipo de
personas que se sienten halagadas “al adoptar una postura plebeya,
de la misma suerte que el cuerpo enfermo agradece que se le
permita tenderse a su gusto". Es este el principio de la reflexión de
Ortega (Ortega y Gasset, 1979, p.401)[25]. La plebe está triunfando
en todo el mundo, tiraniza a España, se debe mantener una postura
revolucionaria (en este caso el autor considera favorablemente este
término) para combatir al peor de los tiranos. ¿Cómo no relacionar
estas palabras con la tiranía de la mayoría de Tocqueville? No es
una condena de la democracia naciente, como, quizás, se podría
pensar. El análisis es más complejo y más articulado. Estamos ante
un triunfo de la democracia, pero unida a esta idea noble, se han
anidado, en la conciencia pública, elementos bajos y miserables.
Ortega reconoce la positividad de la democracia, pero, al mismo
tiempo (he aquí el problema y el drama), se ha exasperado y ha
invadido todo ámbito de la vida: como un morbo ha atacado las
células de alrededor e infectado el cuerpo de la sociedad.
El lenguaje mediterráneo, vehemente del sociólogo no puede y no
debe engañarnos. No es el suyo solo un grito de dolor o de
emotividad de un momento. Es una denuncia de la omnipotencia de
un concepto y de una realidad, la democracia, que penetra enferma
el cuerpo en el que se ha instaurado. Con su usual sagacidad pone
ejemplos claros para evitar un comportamiento de intromisión. En
sociología se podría usar el término hipersocializante de la
democracia. Es el caso del vegetariano que, desde una respetable
posición personal referida al ámbito culinario, rechaza cualquier otra
cosa que no se conecte con esta posición. Afirmar así, en primer
lugar, ser demócrata no tiene sentido. Banaliza el significado de la
palabra. Vacía desde el interior un concepto y una realidad, en
cambio, muy importante.
¿No nos encontramos, quizás, en este período, en un momento
en el que casi parece que hay una competición para apropiarse del
término pueblo, menospreciándolo e instrumentalizándolo según las
exigencias de cada uno? No hay político ni periodista que no lo haya
usado al menos una vez: el populismo parece ser el estribillo de
todos los actores sociales protagonistas de la sociedad civil. Es
esconderse detrás de una palabra, incapaz de ver el verdadero
problema o, quizás, queriéndolo esconder porque no se es capaz de
dar respuestas adecuadas. El pueblo parece haberse disgregado en
muchos fragmentos en conflicto entre ellos, incapaces de encontrar
unidad y perspectivas positivas de salida de una situación
complicada. Es la democracia que ha enfermado porque el morbo
está atacando todos los tejidos, incluso los sanos: es necesario dar
una respuesta clara y rápida ¿La política, esta política, y los partidos
actuales son capaces de hacerlo? ¿Cuáles son las respuestas de
Ortega y nos pueden servir de ayuda? Es necesario seguir su
razonamiento, incluso en estas trayectorias donde su evidente
aristocracia (y quizás pesimismo hacia el alma humana) pueden
molestarnos, pero ciertamente puede servirnos de estímulo.
De manera desafiante, el pensador español afirma, con
seguridad, que “no es lícito ser ante todo demócrata, porque el
plano a que la idea democrática se refiere no es un primer plano, no
es un “ante todo” (ibíd., p. 402). Podría parecer una postura elitista,
pero el autor, sucesivamente, la hace plenamente comprensible. La
política no puede ser nuestra principal preocupación como la
perfección de la técnica (elemento importante y decisivo). No puede
ser el fin último de nuestra existencia. Para individuo se podría usar
el término persona (Grupo Spe 2004) y habría que darle un amplio
margen de acción: la política no puede entrometerse. Es el mismo
razonamiento, señalado anteriormente, por el exceso de
especialización, que se olvida del hombre y su humanidad. La
preocupación de Ortega, siempre presente en un espíritu liberal, es
que ninguna realidad anule a la persona pues esta puede aplastar al
hombre y sus diversidades en una homologación que corre el riesgo
del colectivismo.
La democracia que nace de principios nobles, o sea, aquellos que
“sacan a la plebe de su baja condición” (Ortega y Gasset, 1979, p.
403) acaba por simpatizar precisamente con la plebe de la que se
quería distinguir. La referencia es a la ideología socialista.
Recordemos que el año en que fue escrita Democracia morbosa era
1917, el año de la Revolución de Octubre en Rusia. El uso del
término plebe puede molestar y dar pie a algún equívoco, pero si se
prosigue en el análisis algunas observaciones nos pueden ayudar a
la interpretación del fuerte malestar democrático contemporáneo.
Se ha tratado de eliminar las desigualdades jurídicas por
nacimiento que se consideraban derechos en el ancien régime que
eran, en cambio, privilegios. Es, por tanto, tarea de la democracia,
nivelar los privilegios pero no los derechos. Por esto, y he aquí la
segunda provocación orteguiana, se afirma que “ni siquiera es lícito
ser solo demócrata” (ibíd., p. 404). El sociólogo español está de
acuerdo en querer eliminar los privilegios, pero su preocupación es
aquí su provocación porque “quien se irrita al ver tratar de forma
diferente a los iguales, pero no se altera al ver tratados de la misma
manera a aquellos que son diferentes, no es demócrata, es plebeyo.
Lo que hoy se llama democracia es una degeneración de los
corazones. Debemos a Nietzsche el descubrimiento del mecanismo
que funciona en la conciencia pública degenerada: lo llamó
resentimiento” (ibíd.).
Este es uno de los puntos principales que pueden ayudarnos a
explicar la aristocracia del pensamiento orteguiano, su elitismo:
tomar también las distancias si resulta peligroso. Es necesario
reconocer, sin embargo, la profundidad de su análisis, su carencia
de banalidad, y recordar, todas las veces que sea necesario, el
contexto histórico europeo en el que vivió Ortega. Es decir, este
contexto incluye a las democracias, en crisis, junto a una clase
media que justamente reivindicaba derechos pero contribuía, en
muchos países, a replicar extremismos y dictaduras que afirmaba
querer combatir.
El concepto de resentimiento no se puede, en este contexto,
analizar en su modalidad filosófica, pero quizás sí en la sociológica
que propone Robert Merton de una anomia considerada como una
privación relativa en la que cada persona confronta su propia
realidad frente a la del grupo diferente al suyo, situación bastante
común. Se trata de una socialización anticipada en la cual las
personas interiorizan los valores de un grupo de referencia, incluso
a veces no alcanzándolos, y devenir así en anómicas y desviadoras.
La diferencia entre el desviador y el conformista no es tan
significativa. En muchas situaciones el fracaso del objetivo puede
provocar frustración, rabia, quizás precisamente el resentimiento al
que se refería el sociólogo español. El discurso de Ortega, en parte,
se puede acercar a la postura de Merton.
Él mismo trata de explicar cómo entiende la palabra resentimiento
citando también la famosa fábula del zorro y la uva. La imposibilidad
de llegar a la uva, demasiado alta, nos lleva a una posición opuesta
respecto a aquella de la cual habíamos partido, invirtiendo los
valores: el zorro prefiere la uva ácida, más cerca a la madura,
inalcanzable. El segundo ejemplo del estudioso español es sobre la
Revolución Francesa, no por casualidad citada por Ortega: en La
rebelión de las masas publicada unos diez años después, escribirá
cómo todas las revoluciones llevan, sucesivamente, a las
contrarrevoluciones. En Francia, después de la Comuna de París,
tuvo lugar la Restauración napoleónica.
Y así un minero, al principio de la Revolución, viendo a una
marquesa sentada en un palanquín, esperaba un inminente cambio
de roles, pero el resentimiento de un abogado de poca monta
revolucionario señalaba, en cambio, una realidad distinta: todos se
convertirían en mineros. ¿Cuáles son, entonces, las enseñanzas de
estos cuentos? ¿Se condena la democracia porque es demasiado
igualitaria? ¿Se prefiere un régimen aristocrático porque está más
cercano a las inevitables diferencias de las personas? Quizás en el
segundo interrogante hay una parte de verdad, pero es preciso
continuar la lectura del texto para hacer unas observaciones más
correctas y contextualizadas con el momento histórico en el que fue
escrito.
El punto central del razonamiento de Ortega es que la igualdad a
la cual se aspira, y que se pretende, no es aquella que “ante la ley:
quieren la declaración de que todos los hombres son iguales por
talento, sensibilidad, delicadeza y ánimo” (ibíd., p. 405). Este es la
clave: es este el resentimiento que hace plebe a las criaturas. Es un
estado de ánimo corrosivo que engaña al hombre mismo, que “se
manifiesta especialmente en aquellas oficinas donde la ficción de las
cualidades ausentes es menos posible. ¿Hay algo más triste que un
escritor, un profesor, un hombre político sin talento, sin sensibilidad,
sin carácter? Periodistas, profesores y políticos sin talento
componen, por esto, el Estado Mayor de la envidia. Lo que hoy se
llama opinión pública y democracia no es, en gran parte, si no la
purulenta secreción de estas almas envidiosas” (ibíd., pp.405-6).
Afirmaciones que pueden dejarnos perplejos si las tomamos al pie
de la letra, pero sabemos que el lenguaje y las críticas de Ortega a
sus contemporáneos a menudo le han granjeado hostilidades. Era
un personaje incómodo, que detestaba la instrumentalización. Su
amor por el mundo clásico, en un momento histórico dramático que
no solamente España sino toda Europa estaba viviendo, les parecía
excesivo a algunos. ¡Había otras prioridades! En estas
observaciones quizás haya una parte de verdad, pero es igualmente
cierto que algunas intuiciones suyas son válidas en todo momento
histórico y hoy, quizás, más que en los tiempos de Ortega.
Concluye el ensayo con palabras que relacionan la opinión
pública con la democracia: muy a menudo es la envidia de las
personas una de las modalidades principales de la petición de
democracia. La confrontación con el Otro, a veces, esconde la
envidia de lo que quisiéramos ser o de lo que quisiéramos tener y no
conseguimos obtener. No siempre es clara nuestra (legítima)
exigencia de una democracia más cercana a las personas: pueden
confundirse con una moda y con una homologación del público que
más se acerca a la plebe. Ortega lo había comprendido todavía
antes que los estudiosos de los medios de comunicación y de la
publicidad formularan sus análisis. Es cuando se usa, y se manipula,
el concepto de pueblo para sus propios fines y no para mejorar una
democracia enferma. Evitando las referencias específicas de
Ortega, intencionadamente polémicas hacia categorías sociales de
aquellos tiempos, se confirma que el proceso mediante el cual se
forma la opinión pública no es solo complicado, sino también
peligroso. Sobre todo en una época en la que los medios de
comunicación son tan importantes para la democracia y para su
desarrollo.
Las dificultades de la política contemporánea son evidentes.
Igualmente lo son los grandes problemas de autorrefundación de los
partidos, incapaces de responder a los impulsos populistas y a las
derivas plebiscitarias de una masa y de una clase media
fragmentada y desorientada. Una de las dificultades principales es
tratar de entender la justa voluntad de refundar una política más
atenta a las peticiones de los ciudadanos, más cercana a sus
necesidades, en una proyectividad de un bien común que no
concierna solamente a exigencias concretas e individuales, sino que
tenga en cuenta a todos los actores sociales presentes en la
sociedad.
Es necesario, por eso, evitar el resentimiento orteguiano, algo
muy difícil en una democracia del público como la actual. Saber
distinguir observaciones justas y propuestas coherentes de las
falsas exigencias creadas por los medios de comunicación. Ser
capaces de discernir valores positivos que mejoran la calidad de la
vida de frustraciones que crean, en cambio, la anomia mertoniana
de necesidades inducidas que no tienen nada que ver con una
democracia participativa y responsable.
Por eso no se debería caer en la trampa de los partidos, incluso
nuevos, que tratan de curar una democracia enferma con fármacos
inadecuados sino peligrosos. No es favoreciendo la emotividad
inevitable de la naturaleza humana la manera de responder a la
complejidad de los problemas de la globalización. La simplificación y
la banalización de las respuestas, el ver solo algunos de los
aspectos complejos de la democracia enferma, apoyar el populismo
actual con una violencia verbal que roza a menudo la ofensa
personal, son la clara manifestación de una resignación de la
política. Es la confirmación de la enfermedad de la democracia, no
es la voluntad de una curación, aunque lenta y difícil. El Beruf
(vocación) weberiano parece lejano.
Sería importante, en cambio, reconocer que la unión de las
fuerzas de todas las generaciones con la ayuda de las nuevas
tecnologías y de las redes sociales puede facilitar un intercambio de
opiniones y encontrar soluciones para todos, no excluyendo una
parte para favorecer a otra. Se contribuye así a transformar a la
masa cada vez más en personas responsables, preparadas para
ponerse en juego. Arriesgando, en algunos casos, sus propias
seguridades, pero contribuyendo a un bien común que debería
ayudar a todos los actores sociales en juego, y no solamente a una
parte.
Un ejemplo puede ser el resultado de las elecciones
presidenciales americanas de 2012 que han confirmado para la
Casa Blanca al presidente Barack Obama. Gran parte de los análisis
del voto electoral ha confirmado, más allá de la elección de las
minorías étnicas (cada vez más significativas) para el presidente, un
uso científico, omnipresente de las tecnologías para reconocer el
perfil del posible elector. Se construyó con precisión un mensaje
electoral hecho a medida para el posible votante de Obama. Pero, al
lado de una tecnología exasperada, se ha unido también una acción
desde abajo que ha implicado a todos los actores en juego, jóvenes
y ancianos unidos para lograr el objetivo: hacer que los ciudadanos
voten. Se ha descubierto, quizás, el sentido comunitario americano
que el sociólogo Putnam había auspiciado como uno de los recursos
positivos del nuevo mundo. La apuesta de Obama –y una de las
grandes dificultades– es la de tratar de recomponer, en la medida de
lo posible, los fragmentos de una cotidianidad que demasiado a
menudo escapa a una unidad difícil de perseguir. Recomponer las
diferentes generaciones y etnias en una comunidad que puede
salvarse en su unidad y no en su particularidad. Europa es una
realidad diferente de EEUU, pero no es un futuro demasiado lejano:
observar y entender algunos mecanismos puede sernos útil para
comprender nuestro día a día.
La política está transformándose, no solo en nuestro país, sino en
todas las democracias occidentales, en reivindicaciones de todos y
cada uno de los derechos personales; por lo tanto corre el riesgo de
perder una visión unitaria y propositiva de un proyecto común que
valga para todos. Es la época de la personalización de los derechos.
Quizás en el pasado las ideologías tradicionales habían olvidado a
las personas reales, concretas. Ahora corren el riesgo de caer en la
trampa opuesta. Si antes todo era político, sobre todo político, como
había subrayado Ortega ahora, en cambio, el individuo es el
principal actor político. Se corre el riesgo de olvidar su
relacionalidad: sin un proyecto a largo plazo, sin líneas guía que
puedan trazar una vía que se plantee objetivos para buscar
compañeros de camino que compartan el recorrido.
4. El Estado, la nación y la Europa de Ortega
Las reflexiones de Ortega sobre Europa se pueden interpretar de
forma casi profética porque confirman, también en estos años, la
inadecuación de las clases políticas contemporáneas, incapaces de
proyectar un recorrido que incluya las comunidades nacionales del
viejo continente. Una inclusión que abarque todos los aspectos de la
convivencia civil y política de los Estados. El aspecto económico, en
un período de grave recesión como el actual, es ciertamente una de
las prioridades de toda política comunitaria, pero no debería estar
separado del objetivo de gestión común de los problemas primarios
que hay que afrontar. Una legislación común sobre la inmigración,
realidad que no puede ser gestionada singular y unitariamente por
algunos países con exclusión de otros, una política fiscal que impida
el dumping social a favor de algunas naciones que luego se
transforma en un boomerang contra los mismos países que la han
creado. Compartir una política basada en valores de bien común y
de bienestar irrenunciables, aunque en algunos casos se pueden
reformar, sin olvidar las tutelas logradas en estos años. En cambio,
se corre el riesgo de la obstinación de los egoísmos nacionales, de
una cada vez mayor privatización de los servicios ya no
considerados recursos para toda la comunidad sino solo para
algunos, los más afortunados, que se convierten en usuarios de un
sector determinado del bienestar.
Ortega auspicia una Europa en la que se reafirme, en cambio, una
filosofía de investigación de una instancia superior, gracias a la que
cada hombre comprenda o realice su vocación, elevándose así por
encima del hombre-masa: “lo único que realmente se puede llamar
rebelión es lo que consiste en no aceptar el propio destino, en
rebelarse contra sí mismo (Ortega y Gasset, 1974, pp. 109-10). La
primera rebelión del hombre-masa no debería tomar la forma de
violencia, característica no solo de la España y de la Europa
novecentista, sino también de la época contemporánea. La rebelión
del sociólogo español es, antes que nada, moral, contra la anulación
de un individuo que demasiado a menudo no encuentra en sí
mismo, o en los valores en los que se basa su identidad, la fuerza
para reaccionar y sobresalir de la homologación contemporánea.
En el Prólogo para los franceses y en el Epílogo para los ingleses,
publicados junto a La rebelión de las masas en una edición más
reciente (Ortega y Gasset, 2001), Ortega expone muy claramente su
postura en relación a una Europa en la que reconoce valores y
cultura, pero esta también, como el hombre-masa, debe saber
reaccionar y demostrar una capacidad de acción significativa. Su
reflexión sobre una nueva idea de Europa inclusiva se acerca
también a la reescritura de la idea de nación como armazón
fundamental de una democracia para el viejo continente que pueda
ayudar a los pueblos y a los ciudadanos (Ortega y Gasset, 1998)
[26].
Los años veinte y treinta del siglo XX, como sostiene el sociólogo
español, no son lineales sino son discontinuos, sometidos a cursos y
recursos históricos, como quizás afirmaría Vico, pero uno no se
debe dejar llevar por el desaliento, aunque haya motivos para ello.
Precisamente en este período “el aire está haciéndose irrespirable.
¿Saben de algún lugar en el mundo dónde exista la inteligencia?”
escribe Ortega con su usual provocación, citando a Giobbe (Ortega
y Gasset, 1974, p. 15). Con su característico pesimismo, afirma la
imposibilidad del hombre de comprender al otro hombre
condenándose, de esta manera, a la soledad. A menudo el Ortega
que reflexiona sobre las vicisitudes humanas parece no tener
muchas esperanzas, no consigue encontrar una salida en un
momento histórico difícil, complejo, característico no solamente de la
época moderna en la que él vivía.
Es la inevitable dimensión existencial de la humanidad. He aquí
que entonces él se refugia en un tipo ideal de hombre virtuoso culto
y solitario, que puede guiar a la masa ignorante (en el sentido
etimológico de la palabra) hacia un renacimiento positivo. Una
postura, esta, como él mismo reconoce, que lo acerca al filósofo
alemán Nietzsche. Es este el motivo y la causa de su
conservadurismo, de su elitismo o, peor, de ser un reaccionario
cuando el mundo se rebelaba contra las dictaduras y al franquismo.
Además, la heterogeneidad del pensador español, estudioso de los
clásicos, del teatro, de la literatura y de la pintura, ponía en un
aprieto a los contemporáneos al enmarcarlo en una trayectoria
disciplinaria clara que identificara el pensamiento y también las
posturas doctrinarias y políticas. Inútilmente se buscaba en sus
escritos una condena clara de la ideología de derechas que, en ese
período, hacía el aire irrespirable. Su postura era diferente. Rehuía
de posturas ideológicas que lo obligaran a elegir una parte contra la
otra y lo privaran de esa libertad de mirar en el alma humana sin
preconcepto alguno.
Esto nos ayuda a considerar algunas observaciones suyas en la
contemporaneidad, precisamente porque socavan en lo íntimo, en lo
profundo de la conciencia de las personas, manifestando también
los límites. Además, y se ha subrayado anteriormente, trata de
construir una trayectoria virtuosa para ciudadanos y naciones que
no renuncien nunca a una proyectividad positiva contribuyendo a un
futuro mejor. Aquí Ortega sale de su pesimismo y de su aristocracia
existencial para darnos indicaciones útiles y proyectos de vida
compartidos también en la postmodernidad en la que estamos
sumergidos.
Reconoce un estado de guerra continuo en Europa desde la Edad
Media. Una convivencia difícil de países y culturas con derecho,
usos y costumbres a menudo diferentes. Es significativa su
observación sobre la distinción entre sociedad y asociación, su
contrario. Una sociedad no es un simple acuerdo de voluntades sino
algo más complejo. Es el acuerdo de las voluntades que presupone
y determina la existencia de la sociedad. Presupone y precisa las
formas de convivencia que vienen antes que nada. Los pueblos
europeos son sociedades desde hace mucho tiempo con muchas de
las características que esto conlleva. Existe una unidad estatal de
Europa. Ortega usa el término, a menudo citado en este período,
aunque con poca suerte, de Estados Unidos de Europa,
reconociendo que el término puede ser una imaginación, o peor, una
casualidad, pero es una perspectiva futura inevitable, incluso a
pesar de los retrocesos de este período, de los egoísmos
económicos de algunos estados, del exceso de rigor a menudo
estéril y del habitual euroescepticismo de Gran Bretaña.
Interesantes son las palabras usadas por el pensador español
para identificar la complejidad y el pluralismo europeo: “la coleta de
un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran
magma islámico” (ibíd., p.19). Es la profecía de una sociedad
intercultural europea ya presente en la historia, aunque no se la
quiera ver ni aceptar. Reconoce que es difícil para la cultura y la
tradición europea entender el dinamismo que avanza en un
equilibrio de poderes, un balance of powers (precisamente como se
define al gobierno estadounidense). Singular, pero significativo, el
parangón que usa Ortega para el viejo continente: “Europa es
efectivamente un enjambre: muchas abejas y un solo vuelo” (ibíd.,
p.20). Ahora se podría añadir que los vuelos se han multiplicado y a
menudo parecen chocar uno contra el otro, pero cuando se consiga
finalmente recomponer y reconocer que las pluralidades no son un
obstáculo a un proyecto final de unidad, la profecía del español
quizás se hará realidad.
Ciertamente, es una realidad compleja que deberá atravesar
momentos históricos con derivas populistas que simplifican y
banalizan problemas complicados. Vivimos en una globalización que
acelera y divide comunidades y naciones distintas y contrapuestas
cada vez más entre ricos y pobres, entre quienes ha conquistado y
ganado algo (incluso derechos) y quienes los quieren anular o
disminuir porque los recursos ya no son suficientes. La
muchedumbre de los mundos europeos que vivimos no debería
llevar a una homologación: vuelve, como siempre, el miedo de
Ortega. Esto es, una masificación de un Estado que cancela la
individualidad personal y un liberalismo verdadero que ciertamente
no es el concebido por los colectivistas (crítica usual del filósofo
español).
Se reconoce en Ortega un autor de comunidades internacionales
y supranacionales que no cancelen sus propias identidades sino que
las integren (Cangiotti, 1972, p.181). La relación correcta entre las
naciones en Europa no debería ser un nacionalismo exasperado,
sino la capacidad de considerarlo un recurso positivo y dinámico
para un estado. El estudioso español usa un término específico:
“hipernacionalismo” (Medina, 2002, p.115). Ortega se refería
también al estudioso alemán I. Berlin que había considerado el
nacionalismo con luces y sombras y no solo como una de las
causas de la modernidad europea, sino también de las guerras y de
las separaciones de los Estados nacionales. Había en él una
referencia también a los estudiosos alemanes Fichte y Herder. Se
auspicia, en cambio, precisamente partiendo de una reivindicación
nacional que es el conjunto de culturas, de la lengua, de las
costumbres de un pueblo, la superación de la forma Estado-nación
en una nueva entidad, una Europa pensada como institución política
supranacional.
En algunos casos el concepto mismo de nacionalismo ha sufrido
una peligrosa deriva: la utopía comunista y anárquica o la idea de
raza como fundamento de la unidad nacional. En otro texto suyo,
Ortega especifica el significado correcto de patriotismo: no es una
referencia a un pasado que ya no existe, sino a la tradición de un
pueblo proyectado hacia el futuro (Ortega y Gasset, 1985, p.47),
como no podría ser de otra manera en la perspectiva orteguiana. Es
interesante, en las líneas sucesivas, el recuerdo a Alemania, a su
aspecto del idealismo romántico que no puede quedarse anclado en
el pasado. Un nacionalismo negativo se alimenta también con el
resentimiento de una dignidad ofendida o con una exasperada
voluntad de reconocimiento. Un riesgo que algunos han identificado
como populismo romántico y nacional, presente precisamente en la
cultura y en la tradición alemana (Merker, 2009, p.42), junto con la
dignidad ofendida de Alemania después de la Primera Guerra
Mundial en las extenuantes negociaciones de paz de París. El
riesgo, para el estudioso español, puede evitarse con “la invención
de una entidad política supranacional” (Medina, 2002, p.115).
Muchos de los estudiosos que contemplan una Europa como
conjunto de pueblos y de culturas lamentan también, al mismo
tiempo, la carencia de un proyecto constitucional democrático que
debería federar a los nuevos Estados. Además, le ha faltado
también al viejo continente, desde el punto de vista económico, una
necesaria armonización de las economías nacionales: el ingreso en
el Euro ha sido casi una ratificación más que un proyecto económico
real. Los ciudadanos no se han responsabilizado con decisiones que
implican, en cambio, cada vez más su vida cotidiana en ámbito
económico, energético, concerniente a la inmigración, a la
seguridad, al erario (cfr. Habermas, 2012).
Se plantea, además, el problema de un demos europeo, o sea, de
un pueblo como sujeto político que reconozca también un ethnos
con especificidades socio-culturales concretas (Rusconi, 2012, p.
33). Es preciso evitar que las ineludibles diferencias constitutivas de
Europa la fragmenten cada vez más y obstaculicen acuerdos
haciendo que tales divergencias favorezcan no un país de
ciudadanos cosmopolitas, sino realidades nacionales concretas,
incapaces de incidir en la compleja realidad mundial.
Piénsese en la política concerniente al eterno drama árabe-israelí
en una postura única respecto a la complejidad de las nuevas
democracias de las “primaveras árabes” en el Norte de África, en el
creciente poder chino en Asia y en la misma África. Temas estos
que cada nación europea no puede pensar en afrontar sola:
solamente una unidad política y económica podría ser incisiva.
Ciertamente, es difícil no considerar que muchos países europeos
sean recelosos en su política exterior, sobre todo en sus intereses
económicos y estratégicos, de Francia a Alemania. Un presidente
del Parlamento Europeo con mayores poderes, como algunos
desean, elegido por el pueblo o por los gobiernos nacionales, haría
de Europa uno de los temas de las políticas electorales nacionales
no solo en función del Euro, chivo expiatorio de las recesiones en el
viejo continente, sino también a favor de un nuevo organigrama de
gestión de la globalización. Desde la economía hasta la defensa
común, con una política energética que sea capaz de proyectar un
futuro sostenible.
La nación es una realidad victoriosa para Ortega porque es el
resultado de una cultura y de una política que no deberían disiparse.
La lengua, las creencias y los usos son los elementos culturales que
la diferencian. Pero ¿cómo evitar que Europa no cuente nada en el
mundo? Por supuesto, no es solo un problema militar sino también
cultural y social. No por casualidad se cita, en La rebelión de las
masas, a Splenger con su conocida tesis del Occidente decadente,
pero Europa estaba en crisis ya antes de que el filósofo alemán lo
recordase. Es interesante que el sociólogo madrileño destaque y
recuerde que el nacionalismo positivo, citado anteriormente, “no es
el frenético panorama de nacionalismos que se ofrece por todas
partes” (Ortega y Gasset, 1974, p.126): es su degeneración. Es el
hombre-masa quien no ha conseguido elevarse y ha derrochado las
oportunidades y su patrimonio de historia, experiencias y normas
compartidas.
Se distingue correctamente entre nacionalismo y nacionalización.
Este último es un concepto comprensivo, que incluye y proyecta una
nueva comunidad. Europa debería “lanzarse en una gran empresa
unitaria” (ibíd., p. 168). Son los conservadores los que se oponen a
este proceso, como ocurrió en el pasado. ¿Cómo no recordar el
derecho romano y la gestión de la polis de Atenas y de Roma? Es el
mundo global, en el habitual pesimismo orteguiano, el que sufre de
descomposición moral. Se han olvidado los principios y los jóvenes
viven la provisionalidad, es decir, una vida sin compromisos.
Un presente sin un proyecto es su realidad. Mandar, explica
Ortega, significa indicar un camino y un destino sin disipar energías,
sin derrochar recursos. Es interesante también la referencia a Rusia
y a América: no son naciones preparadas para mandar ni para
sustituir el decadente poder europeo. Rusia necesita todavía algún
siglo porque no tiene sus propios principios sino que los ha
adquirido de Marx. América es un pueblo demasiado joven, aunque
tiene la técnica y el espíritu práctico de una comunidad joven. Le
falta, sin embargo, el hecho de haber sufrido, característica esta del
mando.
Esta última observación es muy significativa, desde muchos
puntos de vista, y no menos importante el psicológico. Cuando se
atacaron las Torres Gemelas en 2001, muchos analistas destacaron
que ese fue primer y verdadero momento dramático en el que
América entendió el dolor de la muerte de inocentes y que era un
país vulnerable. Realidades significativas e importantes que han
cambiado su contacto con el mundo y han determinado un nuevo
equilibrio (o desequilibrio) mundial. Efectivamente, ahora el poder
americano ha disminuido notablemente: nuevas naciones y nuevos
continentes, desde hace mucho tiempo, han conquistado la escena
mundial y Europa no está entre ellos. Podrían, en este caso, las
optimistas palabras de Ortega ser una buena perspectiva para el
futuro: “¿no será esta aparente decadencia la crisis benigna que
permita a Europa ser literalmente Europa?” (ibíd., p, 131).
También son interesantes las líneas sucesivas en las que el
pensador español citando, y ciertamente no por casualidad tres
países europeos, Inglaterra, Alemania y Francia, reconoce que a los
intelectuales de esas naciones les quedan estrechos sus
parlamentos, pero no hay otro lugar institucional diferente de aquel
para manifestar desaprobación y malestar. No son las instituciones
las que van mal en Europa, sino las funciones equivocadas para las
que están destinadas, ¿no podría haber observaciones justas
también hoy? Un interrogante que mantiene su validez en relación a
las democracias enfermas de Occidente y que se refiere también a
Italia. Es importante reformar el parlamento incluso más, pero no
suprimirlo, sostiene el pensador español; Quien proclama su
ineficiencia debería también plantear una salida, tener un proyecto
para mejorarlo. La denuncia sin más no es productiva: el Estado
parlamentario es la mejor creación del siglo XX. Ciertamente,
entonces como ahora, es urgente e imperiosa una reforma. Pero es
necesaria una cierta atención a las modalidades porque, y en este
caso Ortega entendió la peligrosidad de la situación, después de la
Primera Guerra Mundial, la debilidad y el provincialismo europeo
llevaron, efectivamente, al colectivismo y los fascismos que Europa
conoció. Una denuncia estéril y destructiva es tan peligrosa como
una acrítica alienación de políticas a estas alturas inconcluyentes e
ineficaces.
El Ortega que propone y busca perspectivas útiles para relanzar y
motivar de nuevo a los pueblos es todavía útil y significativo cuando
nos indica los caminos que hay que recorrer para salir de la noche
de la democracia en la que parecemos inmersos. El clasicismo del
español, el repetido recuerdo a la polis griega y latina, no como
lugares accidentales de vida y de sociabilidad, sino como realidades
existenciales positivas, no se debería olvidar.
El Estado no es definitivo, se puede reformar. Es necesario
trabajar duro para mejorarlo, hay que ponerse manos a la obra,
cada uno tiene su responsabilidad y credibilidad para hacerlo. “El
Estado comienza siendo una obra de imaginación absoluta. Un
pueblo es capaz de un estado en la medida en que sepa imaginar”,
recuerda Ortega (ibíd., p. 145). El estudioso español va más allá: la
salud de las democracias depende del procedimiento electoral.
Establecer las reglas y las modalidades de una competición
electoral es importante. Por eso elegir una buena ley electoral es
fundamental para un país porque puede definir la gobernabilidad de
las instituciones y no solo quién nos va a gobernar.
Precisamente por el bien de las instituciones, el elitismo del
erudito español indica y auspicia, un príncipe que pueda guiarlas,
pero no en la óptica que podía tener para un romano. Podría ser un
ciudadano común, como lo indicaban Cicerón o Sallustio, una
persona digna investida de poderes superiores para regular el
correcto funcionamiento de las instituciones. No puede haber dudas
sobre las intenciones democráticas de Ortega, quizás también
monárquicas, ciertamente no reaccionarias, como algunos críticos
han señalado. Consideremos la utilidad y la positividad de algunas
propuestas suyas que pueden estimular nuestra democracia
enferma y hacerla curar: descartamos las que pueden parecernos
fuente de equívocos y difíciles de compartir.
El sociólogo español es muy crítico con el jus sanguinis como
elemento que caracteriza un Estado nacional: no pueden ser la
sangre, el lenguaje o el territorio las formas para determinar los
límites y excluir a otras personas. Muchos aspirantes federalistas
secesionistas no se reconocerían en sus palabras: “es preciso
comprometerse a buscar el secreto del Estado nacional en su
peculiar inspiración como tal estado y no en principios forasteros de
carácter biológico o geográfico” (ibíd., p. 157). Sabemos, además,
que el federalismo de los padres de Europa (pero también del
americano y de otras naciones) no quería decir una Unión Europea
que disolviera las identidades nacionales en un súper Estado
continental, sino, al contrario, un baluarte propio para preservar las
diferentes identidades respetando las diversidades[27].
El federalismo europeo nace también como reacción al drama de
la Segunda Guerra Mundial causada, según algunos, precisamente
por el exceso de nacionalismo exasperado de algunos Estados
nacionales. El Estado es un conjunto de hombres que comparten un
proyecto y un pasado en función de un futuro. Es democrático
precisamente porque une diversidades y diferencias que se
reencuentran en un gobierno. ¿Cómo no recordar, entonces, a uno
de los padres demócratas en la historia republicana europea, en la
Francia postrevolucionaria?
Ortega cita a Ernest Renan y su célebre fórmula sobre la nación
como un plebiscito cotidiano, es decir, una pertenencia común a un
pasado que nos une, pero también una voluntad, en el presente, de
querer hacer grandes cosas. Son estas las condiciones esenciales
para ser un gran pueblo. El español corrobora, de acuerdo con el
pensador francés, (pero, de alguna manera, superándolo y yendo
más allá) que el plebiscito cotidiano debe ser un proyecto para el
futuro: el pasado ya no es suficiente. Insiste en que “no es el
patriotismo el que ha formado a las naciones” (Ortega y Gasset,
1974, p.161) y el mismo Renan está convencido: hay que afirmarlo
con decisión.
Es, quizás, este uno de los pasos más modernos de Ortega. Está
todavía presente, en parte, su elitismo cuando destaca una
adhesión plebiscitaria basada en un programa de convivencia para
una empresa común, pero es algo nuevo respecto al pasado y aquí
aparece, abiertamente, la superación de Renan. Es preciso superar
un plebiscito que mire al pasado: es preferible cambiar el significado
y pensar en una nación in status nacientes. El francés era hijo,
quizás, de una mentalidad todavía positivista y no era capaz “de
advertir que el aspecto temporal del que depende el dinamismo de
la nación no es el presente sino el futuro” (Medina, 2002, p.120). La
perspectiva orteguiana es la vida en común de los pueblos y de las
personas. La construcción de una nación es una realidad en
movimiento: es la historia de sus relaciones.
5. Ortega y Simmel
En este análisis no se puede olvidar la influencia de Simmel sobre
Ortega. En especial, para el sociólogo alemán el concepto de
cultura, en todos sus aspectos, es muy significativo al explicar los
cambios de la sociedad y es uno de los aspectos principales de la
modernidad (Simmel, 1985)[28]. Este es el mismo pensamiento de
Ortega. Es más, el estudioso español Juan Manuel Monfort Prades
va más allá: La rebelión de las masas puede interpretarse como un
análisis que explica más profundamente la filosofía de la cultura de
los tiempos modernos, haciendo referencia justamente a Simmel
(Prades, 2011, p. 173).
El autor se sorprende que esta trama tan evidente no haya sido
descubierta suficientemente por los estudiosos del pensador
español. Efectivamente, hay muchas correspondencias entre el
sociólogo español y el alemán. En concreto, el lenguaje filosófico y
sociológico de Simmel en el ensayo Concepto y tragedia de la
cultura es propio de Ortega. Las reflexiones individuales y
espirituales de un actor social que vive su subjetividad como un
puente tratando así de enlazar el mundo externo con la realidad
espiritual (Simmel, 1985, p. 201).
Otra simbología importante es también la de la puerta que separa
el espacio humano del natural y crea una frontera que al mismo
tiempo pone en comunicación el sujeto, pero también lo protege de
los otros elementos de la vida. El hombre es un ser social siempre
en movimiento: su capacidad de relación o Geselligkeit, término
usado por Simmel, es su característica; y la cultura, para el
sociólogo alemán, vive esta ambigüedad que le es propia pues
habita una vida interior suya en un propio pasado existencial, pero
proyectada hacia el futuro: “la cultura es la vía de la unidad cerrada
a la unidad desplegada a través de la multiplicidad desplegada”
(ibíd., p. 190). El lenguaje es conforme al de Ortega porque se
destaca una perspectiva futura, no inmóvil, rígida pero abierta a la
creación de realidades positivas del futuro. La cultura verdadera
(aquí el acuerdo con el sociólogo español es evidente y el
planteamiento es el mismo) es diferente del hombre culto que no
reelabora subjetivamente las realidades de las experiencias.
La cultura es síntesis y transformación de los valores que, cuando
se convierten en objetivos de uno, pasan a ser subjetivos y
personales. Solo así establecerán puentes y relaciones con los
demás y habrá puertas abiertas o cerradas según la necesidad
hacia el futuro. La cultura no es nunca personal: uno no se salva
individualmente; además, la cultura no está nunca especializada
porque no llevaría a cabo su tarea “que se plantea al infinito ya que
el empleo de momentos objetivos para el perfeccionamiento del ser
personal nunca se puede considerar concluido” (ibíd., p. 201). Estas
palabras de Simmel recuerdan el lenguaje todavía más fuerte de
Ortega contra una especialización, modalidad típica de la
modernidad que, sin embargo, cancela la individualidad, la encierra
en un ámbito restringido y no la pone en comunicación con el resto
del mundo.
Es en el fondo una renuncia a ponerse en juego, a construir y a
buscar un futuro aceptando solo el presente, convirtiéndolo en algo
absoluto. Es esta la tragedia de la cultura: el exceso de
especialización que bloquea el desarrollo humano. Más bien, en lo
específico: el exceso de elementos culturales que se transforman en
“masa” que sofocan la creatividad humana. Simmel es muy claro:
“los hombres que forman parte de culturas demasiado ricas y
sobrecargadas son omnia habentes, nihil possidentes (ibíd., p. 209).
La empresa del espíritu es superar el objeto, reelaborarlo y volver a
sí mismo de forma diferente, más enriquecido: es un riesgo que hay
que correr para ser realmente sí mismos. También con el peligro de
que la cultura cambie y se transforme en sus contenidos pero
también en sí misma. La ciencia, y principalmente la técnica
contemporánea, son las protagonistas de nuestra sociedad: no solo
aumentan y amplifican nuestras capacidades sino también nuestras
contradicciones, nuestros problemas, incluso éticos y filosóficos. Las
dos categorías kantianas del espacio y del tiempo, sobre todo con
las nuevas tecnologías mediáticas, están poniendo en crisis los
lazos tradicionales de nuestro conocimiento.
Se podría recordar la tesis del sociólogo americano William
Ogburn (1922) que, precisamente en los años veinte del siglo XX,
elaboró la teoría del retraso cultural según la cual es posible
distinguir entre cultura material o tecnológica, que se desarrolla
mucho más rápidamente, respecto a la inmaterial o adaptiva, que
debe adaptarse a la primera. El investigador no sólo quería expresar
las ideas, los sentimientos y los valores sino también aplicarlas a las
instituciones. Su perspectiva era ciertamente diferente a la de
Ortega y Simmel. Hay, sin embargo, un aspecto que puede ser
comparado con las debidas diferencias. Tratar de comprender que la
modernidad, y la inevitable especialización que la misma conlleva,
también por un exceso de simplificación, no aumentan
contemporáneamente nuestras capacidades, incluso las filosóficas,
sino que las hacen más complejas. Piénsese en la tecnología
médica, cada vez más especializada, que plantea problemas de
bioética no solo para los creyentes sino también para los laicos, o
piénsese también en los nuevos medios de comunicación o en las
redes sociales, que están cambiando la comunicación personal y
también la política.
La democracia "del público" está haciéndose cada vez más
inmediata, un neologismo que indica el uso inevitable de todos los
datos informáticos en las campañas electorales para tratar de
entender y fichar al probable elector. Ha sucedido en las recientes
elecciones americanas: también en este caso se ha creado un
neologismo, big data, un cruce de informaciones demográficas,
datos referidos a Facebook y a otros medios de comunicación
(Danna, 2012).
Además, se puede aludir a otro ensayo de Simmel que puede
acercarse a las reflexiones de Ortega sobre las nuevas masas
protagonistas de la historia: en La metrópolis y la vida mental, el
filósofo alemán subraya cómo la modernidad es expresión “de la
autoconciencia de la crisis de la cultura occidental” (Simmel, 2011,
p.19). En esta breve pero significativa obra, el sociólogo alemán
afirma que el cambio inevitable de la sociedad moderna se refleja
también en la cultura creando, en las metrópolis occidentales, un
hombre blasé, aburrido y desencantado, ya cansado de todo,
indiferente a toda novedad, incapaz de imaginar lo nuevo y de
proyectar algo diferente de lo existente.
El individualismo es la realidad de la metrópolis como un
hervidero humano cosmopolita que favorece la libertad de las
personas. Sin embargo, es una libertad ambivalente y ambigua:
puede desarrollar una cultura capaz de superar todo elemento
personal. Por este motivo, continúa Simmel, los individualistas
extremos, entre los cuales también se encuentra Nietzsche, odian
las ciudades pero luego son queridos justamente en las grandes
ciudades porque parecen profetas a los que no se les escucha. Es
preciso hallar una síntesis entre los dos aspectos y las dos
realidades constitutivas del individualismo, lo subjetivo y lo objetivo,
porque ambas formas constituyen la espiritualidad del hombre
universal.
El mismo concepto se reconoce en otro ensayo del sociólogo
alemán titulado Forme Dell ‘Individualismo (Simmel, 2001). El
individualismo proviene siempre de un dualismo espiritual y
existencial. Para esclarecer el concepto,
Simmel compara el arte clásico con el de Rembrandt. En el
clasicismo, se representa la forma en el fenómeno de la vida; el
pintor holandés, en cambio, da un vuelco a la perspectiva: es la
forma fenoménica lo que determina la vida. El sociólogo alemán
concluye con una observación respetuosa de la diversidad: las
diferencias son fuentes de riqueza y de estímulo para la cultura
europea. Los latinos y los alemanes han conseguido crear, partiendo
de puntos de vista desiguales, un individuo con una única
responsabilidad entre el yo y el mundo. Quizás también Europa
entera, a pesar de sus mil y muy diferentes dificultades, pueda
conseguirlo. Es preciso derrotar a la desmoralización del viejo
continente. Las palabras de Ortega pueden ser proféticas justo
cuando el español escribe que “los europeos no saben vivir si no
van lanzados a una gran empresa comunitaria” (Ortega y Gasset,
1974, p.169).
La tesis de su ensayo, casi un himno a Europa, aparece al final
del libro cuando, junto a la ya señalada "desmoralización" del viejo
continente, él insiste una vez más en el peligro de lo provisional, en
el exceso del uso del deporte (¿cómo no pensar en la radicalización
de un deporte agonístico vivido por los niños y también por los
adultos?), sobre la violencia en la política. Estas formas de vida se
viven no en la cotidianidad de la existencia humana, con un proyecto
y una finalidad, sino en lo provisional de lo inmanente, sin
perspectiva alguna o proyecto futuro.
El verdadero problema, denunciado con fuerza, es un hombre-
masa que ha renunciado a la moral y queda a merced de las
dictaduras y de un comportamiento juvenil que reivindica solo
derechos y no obligaciones. Europa ha querido olvidar sus raíces y
ahora sufre su irrelevancia social y cultural antes que política. Son
gritos de sufrimiento, en último análisis, las palabras de Ortega, un
sufrimiento constructivo y positivo precisamente porque trata de
llegar a los orígenes del problema de la decadencia del ciudadano
europeo que ya no se siente tal. Sobre el mundo anglosajón, en el
escrito Epílogo para los ingleses, publicado póstumo al final de La
Rebelión de las masas, el autor español aprecia la legislación de la
Commonwealth, y sobre todo la importancia del derecho en la
construcción de la paz. Escribe Ortega: “es un bien que el hombre
pacífico se comprometa directamente a evitar esta o esa guerra, sin
embargo el pacifismo no consiste en eso, sino en construir la otra
forma de la convivencia humana que es la paz” (Ortega y Gasset,
2001, p, 225).
Muchos son, hoy, los análisis y las reflexiones sobre Europa que
van desde los económicos hasta los sociales y políticos. Algunos se
acercan a las tesis de Ortega anteriormente expuestas, a una
solicitud de mayor democracia de los pueblos europeos, a un
nacionalismo que no excluye sino que incluye culturas y lenguas
diferentes con un proyecto común. El sociólogo Alberto Martinelli
(2012) lo especifica de forma clara y explícita. Es necesario construir
una unión supranacional precisamente a partir de las naciones, pero
sin nacionalismos.
Esta era también una de las distinciones del sociólogo español. La
problemática más compleja es la cesión de una parte de la
soberanía nacional no solo política, sino también económica, a un
poder institucional europeo más adecuado que involucre,
democráticamente, al mayor número de ciudadanos posible. Se
reconoce una deriva populista en Europa y una de las modalidades
para derrotarla es la de fortalecer las instituciones del viejo
continente. Es por esto importante favorecer la instrucción con una
escuela y una universidad comunes en Europa, promoviendo el
conocimiento de más lenguas. Se debe prestar atención también a
las reglas electorales: “se debe introducir la elección directa de los
líderes del gobierno europeo, en primer lugar del Presidente de la
Unión” (ibíd., p. 35). Los partidos nacionales deberían ser más
europeístas precisamente a partir de las nacionalidades europeas.
Era el proyecto de los fundadores de Europa, también y sobre todo
de los federalistas de la Unión.
Ciertamente, Europa en este momento parece que nos pide, en
cambio, solo sacrificios y, más bien, parece olvidar que el bienestar
ha nacido en el interior de sus fronteras, en Gran Bretaña y en
Alemania. El ciudadano común lo asocia a los dictados del Banco
Central Europeo, a los parámetros de presupuesto de Maastricht,
pacto fiscal europeo que en tiempos de recesión obstaculiza el
crecimiento y disminuye los recursos. ¿Nos lo pide precisamente
Europa o son los partidos nacionales los que instrumentalizando el
final de las ideologías ya no consiguen tener un proyecto político
previsor y propositivo y renuncian a gobernar en favor de los
técnicos? (cfr., Canfora, 2012).
Esta postura es, en realidad, una observación que se asocia con
una reflexión más amplia. Una democracia enferma, pasiva, que se
traiciona a sí misma y a sus fundamentos. Se esconde detrás del
pueblo porque es incapaz de dar respuestas adecuadas. Existen,
sin embargo, señales positivas de participación política desde abajo:
es el caso de las primarias del Partido Democrático en Italia en los
años 2012 y 2013. Habrá que esperar para ver si hay una nueva
realidad que consiga transformar, para mejor, a los partidos, o si es
solo un momento casual de cambio.
2
La heterodirección de las multitudes

1. Gustave Le Bon: Psicología de las multitudes


Las observaciones y los estudios del discutido pero significativo
estudioso francés Gustave Le Bon sobre las sugestiones
psicológicas y emotivas de las multitudes en uno de sus trabajos
más importantes nos dan ulteriores elementos de profundización
para comprender la importancia, de manera diferente, de Ortega en
un contexto disímil (Le Bon, 2004). Estamos a finales del siglo XIX
en Francia, en un período positivista que influía no solo en la
sociología, sino también en otras ciencias sociales.
Médico militar y antropólogo como Lombroso, Le Bon compartía
las teorías positivistas, típicas de aquellos años, que afirmaban que
los comportamientos humanos estaban determinados por el
contexto social en el que se vivía. La herencia, también en sus
aspectos criminales, se hacía así expresión y modalidad de vida en
una trayectoria intelectual que tenía origen en el evolucionismo de
Spencer y se concretaba también en las reflexiones psicológicas,
médicas, psicoanalíticas del París populista de los años setenta
(Van Ginneke, 1991, p. 121). El escenario post-revolucionario
francés que había consagrado las multitudes como nuevos actores
sociales protagonistas de la historia, sin embargo, había dividido a
los estudiosos.
En concreto, se analizaban los motines, las revueltas y las
revoluciones que hacían de Francia y de la historia de aquellos años
un país, y una democracia, diferente de las otras naciones
europeas. En 1884 se introdujo el sufragio universal masculino y la
relación entre élite, masas y pueblo, devenía en un elemento
importante de análisis, incluso entre los politólogos (ibíd., p. 135).
París era un inmenso laboratorio social, término usado por el
sociólogo americano Robert Park para indicar el melting pot que
nacía en Chicago, metrópolis del nuevo mundo. Para Le Bon, los
hombres no nacían iguales, pero una lucha constante entre culturas
inferiores y superiores llevaba a una victoria de la una o de la otra y
también las sugestiones y la hipnosis podían determinar un
protagonismo de las multitudes en la sociedad.
En concreto, en medicina y en psicología, se contraponían las dos
escuelas de La Salpêtrière, en París y en Nancy en la provincia,
sobre la importancia de la hipnosis y de la sugestión en el alma
humana. El estudio de la medicina, sobre todo en el aspecto de la
hipnosis y de la sugestión al determinar los comportamientos, era
una de las modalidades del positivismo y también de estudiosos
como Le Bon para explicar y comprender las acciones sociales
revolucionarias. La violencia de la comuna de París en 1871, las
revueltas anárquicas y socialistas de los años siguientes
contribuyeron a atemorizar a los intelectuales franceses (pero no
solo): la modernidad, otra vez, desorientaba a los ciudadanos y
también a los estudiosos.
Hippolyte Taine, historiador y autor de un importante estudio sobre
los orígenes de la Francia contemporánea, se había interrogado
sobre la modalidad del cambio violento de su país a diferencia de la
revolución inglesa, que fue más gradual. Una de las causas fue
precisamente la psicología de las multitudes y el año en el cual
había determinado la degradación moral y político era el año 1789:
la Revolución no había disuelto solamente un gobierno, sino que
había cambiado también una época. Además, después de la derrota
de Sedan, de las luchas revolucionarias y de la Restauración se
imponía en Francia, en sus intelectuales y estudiosos (también en
Durkheim) una nueva voluntad de renacimiento y de revancha
cultural y política para reconstruir el País, sobre todo sus élites de
gobierno. Se fundaron universidades libres de ciencias políticas y
Taine fue uno de los investigadores, junto con Renan, pero con
características diferentes “que se distanció del radicalismo y que se
reconcilió con el conservadurismo” (ibíd., pp. 43-5).
Los hombres nacían diferentes, la desigualdad era hereditaria y
las élites mejores tenían que gobernar. De lo contrario, la plebe, las
multitudes ignorantes y rudas se adueñarían del poder. Taine se
convirtió en un maestro, no solo para los estudiosos sucesivos y
contemporáneos, desde los elitistas italianos a los franceses
(Mosca, Pareto, Sorel); también Max Weber reconoció su sutilidad
en la interpretación de los acontecimientos revolucionarios
franceses (ibíd., p. 46).
Francia representaba el tipo ideal de las diferentes posturas de la
democracia moderna que nacía. Las ideologías de derechas y de
izquierdas se afirman en aquel período. La modernidad, con sus
contradicciones, como ya había subrayado Ortega, marcaba la
historia de la nueva época. Las reflexiones sobre el individuo y la
persona, los comportamientos indistintos de las multitudes
enriquecen, desde una perspectiva diferente, las intuiciones del
estudioso español y contribuyen a hacer todavía más significativo el
análisis de las nuevas masas protagonistas de la historia europea.
En esta óptica es útil señalar las observaciones de Le Bon sobre el
aspecto psicológico de las multitudes, depurándolas de sus
aspectos ideológicos (el antisocialismo) y, en algunos casos, de
inexactitudes científicas. La contribución mayor de este estudioso a
la comprensión de la modernidad es el haber destacado la
importancia de la sugestión y de la reflexión no solo psicológica sino
también política[29].
En el prefacio al texto, Le Bon declara su planteamiento
positivista. Los caracteres comunes del ambiente y de la herencia
determinan el alma de un pueblo y de la raza. Él usa impropiamente
la palabra raza y no etnia para definir las características de una
cultura, pero es uno de los primeros estudiosos en comprender que
“la época actual constituye uno de los momentos críticos en el que
el pensamiento humano se transforma” (Le Bon, 2004, p. 32). El
final de las creencias religiosas, el desencanto del mundo, los
nuevos descubrimientos científicos y la potencia de las multitudes
influyen en la nueva era que está naciendo.
Las reflexiones del francés en algunos aspectos eran similares a
las de Ortega: el ingreso de las clases populares y su
transformación en las clases dirigentes eran unas características de
la época (ibíd., p. 33). La historia contemporánea, para Le Bon,
había perdido su moralidad y su poder porque las multitudes habían
derribado todas las barreras precedentes que las retenían y habían
conquistado el poder. Estas palabras recuerdan las del estudioso
español sobre la peligrosidad de una masa que sin líneas guía
puede ser un peligro para la democracia.
Sin embargo, hay una diferencia significativa. El análisis del
francés es a menudo ideológico, contaminado por el miedo al
socialismo y por las ideologías radicales que comprometían la
naciente democracia francesa. El positivismo de la época
determinaba su estudio de las multitudes definidas como
“desaparición de la vida cerebral y predominio de la medular” (ibíd.,
p. 45). Frases muy enérgicas que es preciso contextualizar en la
época y ponen de manifiesto y por primera vez, un serio intento de
análisis de una nueva realidad que empezaba a ser protagonista de
la historia.
La multitud puede ser, al mismo tiempo, heroica o criminal. Esta
observación, que puede parecer provocadora, nos recuerda la teoría
de la desviación de Robert Merton. La anomia a menudo se
determina por la frustración de no lograr los objetivos deseados. El
límite entre normalidad y desviación es, por tanto, muy sutil. El punto
sobre el que insiste Le Bon es la anulación de la personalidad y de
todo análisis crítico del individuo que en la multitud se exime de
responsabilidades y se vuelve un autómata, más bien un ser
instintivo, “un bárbaro” (ibíd., p. 55).
Idéntica palabra había usado también Ortega para indicar la
ignorancia y la peligrosidad de la masa indistinta, sin cultura. Las
observaciones del español eran ciertamente más analíticas y
desplazadas hacia la vertiente cultural y social del individuo exento
de responsabilidades. El estudioso francés, en cambio, con una
mirada psicológica positivista, insiste mayormente en el carácter
emotivo de la multitud, que renuncia a todo tipo de profundización
racional y está guiada por el subconsciente y por los impulsos
recibidos. Una característica esta sobre todo de las multitudes
latinas (ibíd., p. 63). Se puede recordar el análisis de Ortega que
insiste en la “política de lo inmediato” sin proyectos de los países
mediterráneos (Ortega y Gasset, 1974, p.46).
La multitud es crédula, cede a las alucinaciones colectivas (vuelve
el positivismo de aquel momento histórico) y las leyendas y
creencias se propagan en poco tiempo. ¿Cómo no asociar estas
reflexiones a uno de los aspectos más controvertidos, en la era
contemporánea, de Internet y de la red, de todas esas noticias
verdaderas pero también falsas, que con extrema velocidad corren
de un continente al otro y a menudo, sin comprobación alguna,
favorecen comportamientos extremamente emotivos y reacciones
inmediatas? La insistencia de Le Bon sobre el poder de la sugestión,
que puede determinar alucinaciones colectivas, citando casos
peculiares, incluso de psicólogos positivistas, es extremamente
interesante. Se pueden no compartir totalmente sus afirmaciones,
pero algunas de sus conclusiones son útiles y muy actuales, en
particular en el análisis de una democracia morbosa.
La emotividad de las personas se está volviendo importante en las
acciones sociales y la multitud presenta, según Le Bon (2004, p.75)
“el doble carácter de la simplicidad y de la exageración”. Las
multitudes, además, pueden manifestar autoritarismo e intolerancia.
Están, sin embargo, inclinadas a la servidumbre hacia los potentes y
confunden la bondad con la debilidad. Típico del género humano. El
estudioso francés subraya que en algunos casos las multitudes
pueden también ser sujetos activos de moralidad: como en el caso
de las Cruzadas. Presta atención también al lenguaje: sencillo,
fácilmente traducible en imágenes. Característica no solo de las
multitudes, sino también de poblaciones sencillas que viven
aisladas[30].
Esta observación está muy de actualidad en la democracia "del
público". En las elecciones italianas de los últimos años el líder del
Pueblo de la Libertad, Silvio Berlusconi ha afirmado más de una vez
que el electorado italiano de referencia para su partido era un
votante con baja escolarización, incapaz de entender mensajes
complejos y difíciles. El Cavaliere ha cambiado también las palabras
de la política: sencillas, claras, usando un lenguaje futbolístico (el
fútbol es en Italia el deporte más popular). La política entendida
como “entrada en el campo”, los partidos entendidos como “equipo”.
En esto el bipolarismo, con dos polos de referencia, derecha e
izquierda, y un centro a menudo cambiante, que podría apoyar a
una “formación” u otra, ha ayudado al nuevo lenguaje político.
Los razonamientos de las multitudes son para el estudioso
francés inferiores, carentes de espíritu crítico y, a menudo un “gran
delito, una única catástrofe, la trastornarán profundamente pese a
que las consecuencias sean infinitamente menos graves que las de
cien pequeños accidentes todos juntos” (ibíd., p. 97). Una vez más
la confrontación puede definida con el lenguaje televisivo. Repetir, a
menudo de forma obsesiva, noticias trágicas que afectan al
telespectador emotivamente en el momento en el que se transmiten,
pero después se convierten en rutina. Las emociones
sucesivamente se olvidan porque otros más tarde seguirán en un
circuito que se vuelve normal.
Como he señalado anteriormente, Le Bon resultó muy afectado
por las masas de la Revolución Francesa. Lo escribe de forma muy
crítica: las consecuencias han sido terribles y la conquista de la
igualdad social ha devastado durante veinte años a los pueblos con
resultados desastrosos. El liderazgo de las multitudes (recuérdese la
Revolución y sus excesos) puede asumir también aspectos
religiosos: “el héroe que la multitud aclama es para la misma
verdaderamente un dios” (ibíd., p. 101). No faltan las referencias
históricas. En la antigüedad, en Roma y en Grecia, al emperador se
le adoraba como a una divinidad. En épocas más recientes
Napoleón y el boulangisme han sido la clara manifestación de cómo
el instinto religioso de las multitudes se mantiene vivo[31]. La noche
de San Bartolomeo y el período del Terror, para Le Bon, fueron el
ejemplo de sucesos populares inspirados por un sentimiento
religioso. Se pueden comparar los análisis de M. Weber sobre las
diferentes modalidades del poder, incluso de los líderes carismáticos
en el terreno político. Incluso se puede comprobar en la democracia
del público, en la que casi todos los partidos son dirigidos por
personas carismáticas.
2. Creencias y opiniones de las multitudes
El segundo libro de la Psicología de las masas, Le Bon trata de
explicar las modalidades de la formación de las opiniones y de las
creencias de las multitudes populares. La primera referencia es a la
raza. En este caso el investigador, llevado por su formación
positivista, exaspera los caracteres hereditarios, culturales y
artísticos de los pueblos, para afirmar que inevitablemente estos
predisponen a las naciones y a su alma. Tarea de un pueblo es
conservar las tradiciones del pasado y modificarlas lentamente. Las
instituciones son neutras y no pueden ciertamente transformar una
nación.
También Le Bon, como Ortega, tiene una preferencia por el
modelo demócrata inglés que, a diferencia del francés, ha
conseguido cambiar la democracia pero con modalidades menos
crueles que otras naciones. Insiste aún sobre la diversidad de los
estados latinoamericanos que “sostenidos por constituciones
republicanas, sufren los peores despotismos. El destino de los
pueblos está determinado por su carácter y no por sus gobiernos”
(ibíd., p. 119). Estas afirmaciones son compartidas solo
parcialmente y su relación es recíproca: las relaciones entre
instituciones y ciudadanos influyen en ambas partes. También en las
reflexiones actuales sobre las tipologías de los gobiernos o de los
sistemas electorales la elección de un modelo puede influir en la
misma democracia: presidencial o parlamentaria, mayoritaria o
proporcional.
Un capítulo interesante en el texto de Le Bon es el de la
instrucción pues propone la siguiente pregunta: ¿es verdad que esta
mejora a los hombres y los hace iguales? La respuesta, para el
estudioso francés, es controvertida y muy diferente del
planteamiento de Ortega que veía en el conocimiento y en el
desarrollo del sentido crítico una respuesta cierta a la
homogeneización de las masas. Para el francés se necesita, en
primer lugar, distinguir una instrucción profesional, concreta y
positiva, de una clásica que pueda infundir en los hombres
expectativas que podrían no corresponderse y generar frustración o,
algo peor, una petición de asistencia al Estado. En este punto se cita
a Taine puesto que es verdad que la instrucción mejora el alma de
las multitudes, pero puede también crear una masa de
descontentos, revolucionarios y anárquicos: “prepara para los
pueblos latinos las horas de la decadencia” (ibíd., p. 132).
El conservadurismo y el aspecto fuertemente reaccionario de Le
Bon le impiden hacer un razonamiento más articulado y en positivo
que podría también ser compartido, y de extrema actualidad, sobre
el papel de la educación y de la instrucción. La cultura y el
conocimiento no son solamente el humus natural del cual se
alimenta la democracia, sino también la vía obligada para hacer al
individuo protagonista de la sociedad y del ambiente en que vive. La
frustración de muchos jóvenes que no consiguen encontrar un
trabajo adecuado a sus expectativas y a sus estudios, en estos
años, también en nuestro país, es una derrota de toda la comunidad
y de un modelo de bienestar que no logra promover una movilidad
social en las generaciones. Es este el verdadero símbolo de la
decadencia y de la derrota de una nación.
Le Bon presta especial atención, a la determinación de las
creencias y de las opiniones de las multitudes, también al significado
de las palabras y a las imágenes que las mismas suscitan en las
personas. Analiza los términos de democracia y socialismo y,
siguiendo el razonamiento precedente, compara los modelos latinos
y los anglosajones. El primero, que ha inspirado la Revolución
Francesa, impuso un tipo de democracia “como anulación de la
voluntad y de la iniciativa del individuo ante el Estado” (ibíd., p. 141).
En Gran Bretaña y en Estados Unidos, el mismo concepto de
democracia promovió, en cambio, el desarrollo de la persona y una
disminución del poder del Estado.
También Ortega insiste sobre este aspecto: el verdadero espíritu
liberal es el que consigue mantener su propia personalidad y no
anularla en un estatalismo exasperado, fuente de homologación
más que de libertad y de igualdad. La postura del sociólogo francés
es ciertamente más rígida que la del estudioso español. Le Bon, a
propósito, analiza particularmente el inconsciente y las modalidades
de formación de los sentimientos y de las opiniones del individuo,
que anula su personalidad en la multitud. En esta óptica muchas de
sus observaciones se pueden compartir y nos permiten comprender
el desarrollo actual de la política. Esta se sirve, en muchos casos,
de la persuasión y de la sugestión para vehicular su propio mensaje.
La multitud, inevitablemente, busca un jefe como un rebaño a su
dueño, y las formas con las que él conquista su autoridad son muy
claras. La afirmación, la repetición y el contagio para Le Bon son las
características del verdadero líder. Napoleón consideraba la figura
retórica más seria precisamente la repetición que luego se
transformaba en creencia y contagio. Por esto el mensaje político
debería ser breve, conciso y repetido. Es necesario tener también
prestigio y obtener éxito porque la emotividad y las pasiones de las
multitudes no aceptan la derrota: “los creyentes rompen siempre con
furor las estatuas de sus antiguos dioses” (ibíd., p. 175).
Las multitudes son inconstantes porque las opiniones no
arraigadas con fuerza pueden cambiar rápidamente y los hombres
de Estado, subraya Le Bon, a menudo se adaptan al cambio
renunciando a guiar a la nación. La política así está regulada por las
opiniones de las multitudes, no por los proyectos de quien debería
guiarlas. Piénsese en el poder actual de los sondeos de los que se
sirven cada vez más todos los políticos y los partidos no solo para
conocer las opiniones de las personas y de los votantes potenciales,
sino también para elegir los temas de las campañas electorales.
Podría haberse escrito en estos años la frase del pensador francés:
“espiar a la opinión pública se ha convertido hoy en la preocupación
esencial de la prensa y del gobierno” (ibíd., p. 189).
El sociólogo francés concluye el análisis, en el tercer libro de su
obra, con una clasificación de las multitudes que se resisten mucho
de su planteamiento positivista. La distinción en siete castas y
clases es el resultado de la homogeneidad de las multitudes.
Cualquier otro análisis social, económico o cultural es consecuente
al positivista sobre la determinación de la raza: “el factor que más
potentemente compite para determinar las acciones de los hombres”
(ibíd., p. 197). Obviamente es discutible este planteamiento de Le
Bon porque luego determina otros. Por ejemplo, las multitudes
criminales se pueden analizar solo desde el punto de vista de la
herencia de los comportamientos o de las sugestiones. Toda
profundización sobre el contexto social y cultural está ausente.
Los análisis más interesantes son, en cambio, aquellos sobre el
comportamiento electoral y parlamentario de las multitudes
populares. Más que nada el elector quiere ser adulado y halagado y
el candidato puede prometer las cosas más fantásticas. Además, el
programa no debería ser nunca demasiado específico porque el
político correría el riesgo, sucesivamente, de no poder poner en
práctica las promesas. Importante es, en cambio, “conocer el
fascinante poder de seducción que tienen las palabras, las fórmulas
y las imágenes” (ibíd., p. 234). Provocadora, pero en parte
verdadera, es otra afirmación de Le Bon sobre las asambleas
parlamentarias: muy a menudo el éxito de un discurso está
determinado por el prestigio del orador más que por su
razonamiento. Una vez más, el sentimiento y las emociones son
preminentes en el análisis psicológico. La conclusión del texto es
también la vía hacia la cual se encamina la sociedad. Los individuos
aislados son a estas alturas una multitud insegura y sin perspectiva
orientada hacia la barbarie. El sueño del pueblo se ha desvanecido:
es esta la amarga conclusión del sociólogo francés.
Las reflexiones de Le Bon sobre la multitud nos permiten una
ulterior profundización sobre el aspecto psicológico y emotivo de las
masas populares protagonistas de la modernidad. El sociólogo
francés, positivista, se había desviado de este planteamiento suyo.
La multitud es tal solo si posee un claro aspecto psicológico (Park,
1996, p.31). Como se ha subrayado anteriormente, son
extremamente interesantes los análisis sobre el comportamiento
humano del individuo que, integrado en la multitud, es incapaz de
hacer razonamientos críticos y personales. Por esto es maniobrable
sobre todo en su comportamiento político, Le Bon fue uno de los
primeros en subrayarlo.
Algunas de estas modalidades son aún más significativas en la
democracia del público a través las redes sociales (Castells, 2012).
El uso de los medios de comunicación y de las nuevas tecnologías
hace obsoletas las viejas campañas electorales en las plazas de las
ciudades y de los pueblos. Más precisamente, junto a estas formas
acostumbradas, el uso de la red y de la televisión ha transformado
cada vez más los partidos tradicionales en agencias informáticas a
las cuales los líderes deben adaptarse. El medium es cada vez más
el mensaje, pero los individuos, al menos una gran parte de ellos,
reaccionan a las propuestas políticas con las modalidades que Le
Bon había señalado a finales del siglo XIX (McLuhan, 1986).
También porque las emociones, las sugestiones, los miedos están
llegando a formar parte de nuestra identidad y orientan nuestros
comportamientos.
3. Riesman: La muchedumbre solitaria
Progresivamente, la sociología americana desplaza su análisis
cada vez más hacia el hombre aislado, individualista. La modernidad
ha cambiado a las personas. Las intuiciones de Ortega ya son
realidad. La masa es cada vez más una muchedumbre borrosa. El
investigador americano David Riesman, autor del texto La
muchedumbre solitaria, fue, en la postguerra, uno de los primeros
en destacar, con claridad, el cambio de la sociedad de masas cada
vez más expuesta hacia una heterodirección. La modernidad tiende
a eximir de responsabilidad al individuo y, como consecuencia, las
decisiones son cada vez más impuestas o influenciadas por otros
actores sociales: desde los grupos de pares hasta los medios de
comunicación de masas.
Antes de subrayar la actualidad del pensamiento del sociólogo
americano, que añade ulteriores observaciones a la sociedad de
masas estudiada por Ortega, resultan útiles algunas breves
alusiones al trabajo del francés Gabriel Tarde sobre las
muchedumbres. Se destacan, con más fuerza que en Le Bon, los
aspectos sociales y culturales de las masas populares, anticipando
las teorías interaccionistas de George Herbert Mead y el
planteamiento de la escuela sociológica de Park. La sociología
europea ha influido mucho en los estudiosos americanos. El análisis
de las masas y de las muchedumbres, con el nacimiento del
concepto y de la realidad de la opinión pública, desde perspectivas
diferentes, contribuye a esclarecer el estudio de la sociedad
moderna y de una democracia en la que las masas populares se
hacen protagonistas con luces y sombras.
Tarde, contemporáneo de Durkheim, en el texto La opinión y la
multitud continúa los análisis de Le Bon sobre el aspecto psicológico
y emotivo de las masas, pero destaca mayormente la dimensión
social, incluso en polémica con Cesare Lombroso puesto que Tarde
relacionaba las masas con las sectas. Los anarquistas y los
socialistas asustaban a los estudiosos y se convertían en los tipos
ideales de todo lo que podía provocar motines y revueltas en el país.
La imitación, para el francés, era una de las modalidades de las
clases populares. Le Bon ya lo había destacado pero Tarde,
subrayando sobre todo las bases sociopsicológicas de la sociedad,
contribuye al nacimiento de la escuela interaccionista americana
(Van Ginneken, 1991, pp. 200-1).
El sociólogo francés resalta la diferenciación entre masa y público.
La primera está todavía dominada por los aspectos biológicos y
físicos, mientras que la segunda se funda sobre diferentes objetivos
y creencias de las personas, sobre el pensamiento y sobre las
miradas de los demás. Son estos los aspectos que influyeron,
sucesivamente, en la sociología de la acción americana. Además en
Francia, en París, en los decenios que precedieron a la Primera
Guerra Mundial, había habido un rápido aumento de los periódicos
populares que ampliaron enormemente los horizontes del ciudadano
medio creando opiniones de populares, pero no de élite.
Esto fue un primer paso, sin embargo, hacia el crecimiento de
posturas fuertemente diferenciadas, paralelos también a eventos
dramáticos como el caso Dreyfus donde un oficial francés y judío fue
acusado de traición a Francia. El país se dividió, dramáticamente,
entre partidarios y opositores y la prensa tomaba partido por una u
otra parte mientras que el nacionalismo y el racismo antisemita
agitaban a las multitudes y contribuían a formar opiniones públicas
diferentes. La sociedad de masas estudiada por Ortega, sobre todo
en sus implicaciones culturales y sociales, se veía cada vez más
dominada por las emociones y por los sentimientos a merced de
opiniones enfrentadas. Además la nueva democracia, nacida de la
Revolución Francesa y desarrollada con todos los cambios y las
revueltas populares sucesivas, confirma el protagonismo de una
nueva clase social con muchas de las características destacadas
anteriormente por Ortega y por los otros estudiosos positivistas.
Las observaciones de Riesman, algunos años después, las
confirman y añaden ulteriores sugerencias que confirman su
actualidad. El análisis del estudioso americano se refiere a la
sociedad del nuevo mundo, pero muchas de sus consideraciones
eran válidas también para muchos países europeos. El
individualismo era ya una característica de la modernidad. Si se
comparan los pensamientos de Riesman y de Ortega, algunos
aspectos son similares y otros muy diferentes.
Como ya se ha resaltado anteriormente, el estudioso español se
contraponía a cualquier postura ideológica, tanto de derechas como
de izquierdas, y su crítica al hombre-masa, nuevo protagonista de la
historia contemporánea, era sobre todo filosófica y cultural. La
ideología podía ser un elemento de obstáculo en un análisis que iba
más allá del momento histórico contingente para tratar de ser
universal y captar los elementos esenciales del hombre, cada vez
más desorientado y carente de referencias significativas para sus
acciones, precisamente como Europa, cada vez más carente de
poder pero también de una propia proyectividad.
También Riesman comprende que la sociedad y el hombre están
cambiando, pero su análisis está más orientado hacia la vertiente
individual relacional. Acepta la modernidad, como Ortega. La
democracia americana es el mejor modelo de sociedad
contemporánea, no comparte las críticas de otros estudiosos más
liberales como Wright- Mills (Riesman, 1976)[32]. Algunas de las
observaciones, en concreto todo en la descripción de la transición
desde la autodirección hasta la heterodirección, modalidad que
pertenece a todo actor social. Esta explica, una vez más, los
mecanismos de formación de la personalidad moderna, del individuo
a menudo aislado y anónimo, carente de sentido crítico pero sin
añoranza alguna por el pasado que ya no existe.
La conclusión de Riesman es positiva: “si la persona
heterodirigida lograse descubrir lo inútil que es el trabajo que lleva a
cabo, si consiguiera darse cuenta de que su propia vida y su propio
pensamiento son tan interesantes como los de los demás, que no
mitiga realmente la soledad en una muchedumbre de iguales, más
de lo que sea posible saciar la sed bebiendo agua de mar,
podríamos entonces esperar que tuviera más cuidado con sus
propios sentimientos y sus propias aspiraciones (ibíd., p. 366).
Se pueden recorrer, brevemente, los procesos sociales que han
llevado al hombre moderno a la heterodirección y sus modalidades
más significativas. Al contrario que el positivismo, Riesman, en una
perspectiva interaccionista, pone en relación el carácter con la
sociedad citando también a Fromm. En las sociedades tradicionales
cada persona ha interiorizado normas y comportamientos (esta
interpretación sociológica nos recuerda la estructura de la acción
social de Parsons) para luego reelaborarla individualmente. Los
individuos están así “dirigidos por la tradición y la sociedad en la que
viven, sociedad dependiente de la dirección tradicional” (ibíd., p. 13).
Esta es la autodirección: la consciencia de las elecciones
individuales interiorizadas y dirigidas a fines específicos que pueden
ser variados, desde el dinero al conocimiento, o la fama. Con el
desarrollo de la sociedad, y de las generaciones, uno se encamina,
inexorablemente, hacia la heterodirección que es una característica
de la nueva clase media. Es el cambio de la sociedad, una
modalidad distinta de análisis de la sociedad de masa que enriquece
al Ortega de La rebelión de las masas. Las agencias de
socialización se amplían, desde la familia al grupo de pares, en una
perspectiva cosmopolita: el extraño deviene parte integrante de la
experiencia de vida (ibíd., p. 33).
Riesman mira a la sociedad americana y a su desarrollo, también
a las metrópolis. En el campo y en las provincias americanas y
europeas permanece la autodirección, pero en las grandes ciudades
estadounidenses y en las del viejo continente prevalece, en cambio,
la heterodirección. Entre las dos modalidades de vida puede haber
un enfrentamiento, una incapacidad de entender lo nuevo que
avanza y que predispone también un cambio en el carácter de las
personas. Además la sociedad se vuelve cada vez más burocrática.
Los medios de comunicación de masas son protagonistas de la
heterodirección, junto a la escuela y a los profesores que mantienen
una autoridad tradicional, pero cada vez se comparte más con otras
instituciones de socialización.
Las observaciones del sociólogo americano sobre las diferentes
modalidades de socialización y de los roles de sus protagonistas
son, todavía hoy, muy útiles para entender también la
transformación de la familia, de la escuela y de la instrucción. La
heterodirección actúa sobre la persona pero cambia también la
sociedad. Riesman cita, en su texto a Thorstein Veblen, que en la
Teoría de la clase ociosa representa, no sin una amarga ironía, el
tipo ideal del nuevo consumidor americano que es rico pero rudo y,
en parte, heterodirigido por nuevos modelos culturales y sociales.
Cada aspecto de la vida se transforma: desde la alimentación a la
sexualidad, o la cultura popular (lectura de libros o diarios para
jóvenes).
La heterodirección cambia también la postura hacia la política. El
análisis de Riesman es muy interesante porque la política
americana, en realidad, se refleja también sobre la moderna. En el
siglo XIX, cuando las personas estaban autodirigidas, el sentimiento
prevalente era la moralización de la sociedad, sobre todo mediante
los Padres Fundadores y el documento Federalist Papers (ibíd., p.
211). La política no se entrometía en lo privado: tenía unos intereses
bien delineados y se definía moralizadora para con los entusiastas,
personas capaces de plantearse unos objetivos ideales, casi al
límite de la intolerancia.
Con la difusión de la heterodirección cambia la perspectiva. El
moralizador se vuelve bien informado, es más realista y menos
utópico sobre lo que realmente puede cambiar en la sociedad. Él
mismo se adapta más fácilmente a estas transformaciones. En este
punto, Riesman cita a Tolstói y los estudios de la Universidad de
Harvard sobre la postura de las nuevas clases medias rusas: más
realistas que las precedentes, cambian de idea más fácilmente que
los moralizadores. Gracias también al influjo de los medios de
comunicación que “son quizás los canales de comunicación más
importantes entre los actores heterodirigidos sobre la escena política
y su público. Los medios de masas critican a los actores y al
espectáculo en general y, tanto directa como indirectamente,
ejercitan al público en las técnicas de consumo político” (ibíd., p.
229). Estas palabras que recuerdan a la actual democracia del
público. Entramos en una fase nueva, los medios de comunicación
han transformado no solo el uso del tiempo libre sino también la
aproximación a la política.
Riesman subraya también el aspecto positivo de la
heterodirección en la política: una tolerancia carente de emotividad y
de pasión que podría influir negativamente en las personas con
derivas extremistas. La heterodirección ofrece una amplia
posibilidad, a la personalidad individual, de desarrollar la autonomía,
pero en relación con la conformidad. Una postura, quizás,
“hipersocializante” cercana a la de Parsons. Demasiado positiva
para ser crítica hacia una modalidad, la heterodirección en los años
siguientes mostrará todas sus contradicciones y también su
peligrosidad. El sociólogo americano concluye el texto con una
reflexión que subraya las posibilidades positivas del hombre
moderno. Los hombres han sido creados diferentes y no deberían
buscar la homogeneidad entre ellos, es decir, ser parecidos los unos
a los otros. Su autonomía, que tiene mayores posibilidades de
lograrse ahora, con la heterodirección, es una meta posible.
4. Canetti: Masa y poder
Este concepto de heterodirección puede formularse de manera
diferente, con referencias a la historia, a la religión, a la vida de las
personas en cada momento de la cotidianidad. La heterodirección
no es solo un aspecto negativo de la experiencia humana, se puede
transformar también en algo positivo: el compromiso humano puede,
a veces, cambiar la historia.
Con estas modalidades se puede leer Masa y poder. La
heterodirección, para el escritor premio Nobel Elias Canetti, es un
fenómeno enigmático, complejo y universal. El estudio, de más de
quinientas páginas, publicado en 1960, tras casi cuarenta años de
investigaciones y de reflexiones, afronta el tema de las masas con
profundizaciones que abarcan desde la historia a la religión y al
poder. Es la interpretación de un gran escritor que no se deja
intimidar por prejuicios ideológicos y prefiere un estudio que observe
el fenómeno en su totalidad, más que al individuo singularmente.
Una perspectiva diferente de las precedentes que enriquece los
otros trabajos sobre las masas bajo una óptica histórica que Canetti
observó, y soportó, durante su vida. En 1922, en Frankfurt, cuando
era un estudiante de diecisiete años y asistió a una manifestación
contra el asesinato de Walther Rathenai, ministro de Asuntos
exteriores alemán durante la República de Weimar; y en Viena, en
1927, en el gran desfile que llevó al incendio del Palacio de Justicia.
La reelaboración personal de los acontecimientos y el intento de
comprender un fenómeno universal desde cualquier punto de vista,
incluso el económico (inflación y masa), confirman la imposibilidad
de analizar la modernidad y la nueva clase media ,que es
protagonista, sin un estudio de las masas que, sucesivamente,
conformarán la opinión pública. También la democracia en su
estricta relación con el hombre-masa se modificó, en un recorrido
dinámico que la desplazó cada vez más hacia la vertiente pública.
Una democracia rehén de las emociones y de los sentimientos, con
los medios de comunicación, protagonistas de la nueva
socialización, que transformaron a los mismos partidos.
Las masas, escribe Canetti, tienen una fuerza propulsora que las
hace protagonistas de la sociedad: pueden ser cerradas o abiertas.
El hombre, en ellas, se siente protegido, no tiene miedo a ser
tocado, las distinciones se anulan como el temor a la diversidad.
Algunas observaciones son ciertamente autobiográficas, pero
exactas al explicar los mecanismos inconscientes y emotivos:
“muchos no saben qué ha sucedido, no saben contestar nada a las
preguntas; sin embargo tienen prisa para estar allí donde se
encuentra la mayoría” (Canetti, 1981, p. 19). Las masas libres de
límites y de estrecheces se sienten nuevas. Quieren crecer y están
sujetas también a impulsos de destrucción de lo viejo, de un pasado
que quieren olvidar porque ahora hay algo distinto, nuevo (ibíd., p.
23). Así ocurre también en las religiones. Las nuevas etiquetas se
dirigen a las multitudes al aire libre, que contrastan con las personas
encerradas en los templos, como en el cristianismo. Jesús, en el
discurso de la montaña, habla al aire libre con palabras
revolucionarias, nuevas, que transforman las viejas. Como San
Pablo que supera el judaísmo para fundar una fe universal.
Las multitudes pueden clasificarse con unas características ya
analizadas también por Ortega y Le Bon. La igualdad (nunca
cuestionada), la concentración y una dirección común, una finalidad
que refuerza la igualdad. No faltan las comparaciones con ejemplos
de comunidades y grupos étnicos (los maoríes): también en las
multitudes danzantes se simula la contraposición y se localiza a un
adversario “ya que todo sucede en base a la suposición de que sea
visible: el enemigo observa. La intensidad de la amenaza común
constituye la Haka (la danza)” (ibíd., p. 40).
El hombre-masa necesita un adversario incluso simbólico porque
así refuerza la identidad. Además en el mundo creado, así como en
el más allá, no hay espacio vacío. Se recuerda un antiguo texto
judío que subraya cómo entre el cielo y la tierra hay filas de ángeles,
pero también criaturas negativas. Hay quien quiere la paz y quien la
guerra, algunos eligen el bien, otros el mal. La nada, que es el
vacío, no existe. También los invisibles (en la vida real y en las
religiones) llenan los espacios. La soledad da miedo porque anula al
individuo. Las masas, en cambio, necesitan ser siempre
protagonistas.
Así sucedió también en la condena de Cristo. La crucifixión fue
elegida por la multitud, la misma multitud que pocos días antes
había aclamado la entrada de Jesús en Jerusalén. Cristo se había
transformado en el chivo expiatorio, la víctima sacrificada del mal y
así, con su muerte, redime a la multitud. En las masas se
encuentran los amigos y los enemigos, los hombres y las mujeres,
los vivos y los muertos. Representan al pueblo entero. Las masas
tienden a perpetuarse, también en las guerras, porque cada
individuo tiene miedo a la soledad y prefiere morir en grupo,
conjuntamente. (ibíd., p. 87).
Las reflexiones de Canetti tejen análisis sociológicos, psicológicos
e históricos, como las observaciones sobre algunas de las
principales naciones europeas. Inglaterra se confirma, también para
el escritor búlgaro, como la nación europea con el mayor sentido
cívico, dominada por el mar. Significativas las observaciones sobre
las masas francesas. La Bastilla, la Marsellesa (himno nacional) y la
libertad vivida como un rito cada año, diferencian a nuestros primos
de los Pirineos.
Son también agudas las observaciones sobre Italia: una nación
cuyas ciudades están demasiado repletas de historia y de recuerdos
para poder construir una unidad. Nuestro país ha sufrido
demasiadas invasiones y “cuando el enemigo permanece mucho
tiempo en el territorio, todos los pueblos se crean imágenes
similares a su condición, debilitando de mil maneras su recíproca
unión” (ibíd., p. 211). Para Canetti, el intento de imponer una unidad
nacional naufragó. Las dos Romas que conviven juntas, el Vaticano
y el Estado italiano, en su magnificencia, se integran y,
afortunadamente, han mantenido separadas sus tradiciones. Las
reflexiones culturales del escritor desentonan, sin embargo, con la
debilidad institucional de Italia que se refleja en el escaso sentido de
Estado de los ciudadanos italianos. En estos años es una de las
razones de la crisis de nuestra democracia.
No faltan las consideraciones sobre la relación entre las masas y
la economía. Es el caso de la inflación que, agudamente, Canetti
considera importante tanto como las guerras y las revoluciones: “los
trastornos que la misma produce son de naturaleza tan profunda
que se prefiere no nombrarlos y olvidarlos” (ibíd., p. 218). Palabras
muy actuales en un momento dramático de recesión como el actual.
El dinero es un conjunto de aspectos psicológicos y económicos
difícil de separar. Los análisis históricos lo confirman: con la trágica
persecución hebrea de Hitler, precedida por la fuerte devaluación del
marco de la República de Weimar.
En la segunda parte del texto el premio Nobel insiste sobre la
relación entre masa y poder, localizando en el poder todos los
elementos que lo diferencian, incluso los positivos: por ejemplo el
perdón. Se sirve de la fuerza y de sus accesorios (las armas de
fuego), como también del mando. Su relación con la responsabilidad
es también significativa. Cuando a alguien se le acusa de delitos
horribles, a menudo se justifica no encontrando en sí mismo el
rastro de esa acción. Esa es la banalidad del mal de H. Arendt
(1964): “el mando, hoy es el elemento individual más peligroso de la
vida colectiva de los hombres” (Canetti, 1981, p. 403). Es similar a
un director de orquesta, que está de pie, solo, y domina su orquesta.
Es un jefe y una guía también para la multitud, en la sala. Hay, sin
embargo, un modo de agredir al poder: es mirarlo a los ojos, sin
miedo, y hallar medios para derrotarlo. Es la misma modalidad que
puede derrotar a la muerte. Es la desobediencia moral de cada
hombre y de cada mujer.
Es la conclusión positiva de Canetti. Ortega, Le Bon, Riesman y el
escritor Canetti: son estudiosos que desde diferentes perspectivas,
pero con análisis que se integran entre sí, han conseguido explicar
la modernidad. El hombre-masa se ha hecho en ella protagonista,
alternando luces y sombras de una realidad cada vez más compleja,
una masa que a veces asemeja a una multitud, capturada por las
emociones y los sentimientos y sin sentido crítico. Son hombres y
mujeres que a menudo “no quieren obedecer, sino servir. No ser
gobernados sino tiranizados” (De La Boétie, 2011, p. 6). Uno de los
mayores peligros, para el hombre, es la costumbre: la primera base
de la servidumbre voluntaria (ibíd., p. 28), buscando la
homogeneización, una tranquilidad anónima, ignorante, que no
investiga, no profundiza la realidad. El conocimiento, la instrucción y
el tratar de entender son la respuesta del hombre individualista que,
así, puede devenir persona y junto con los otros, con una
comunidad compartida, construir una ciudadanía común. Ortega lo
había comprendido más que otros: la muchedumbre debería
convertirse en opinión y crear opinión pública, no sufrirla. Así
también una democracia enferma puede curarse, negándose a ser
plebe y buscando, en cambio, una responsabilidad positiva.
SEGUNDA PARTE
Los neopopulismos de derechas y de
izquierdas

3
Democracia: ¿evolución o involución?

1. ¿Una "democracia totalitaria"?


La crisis de la política y de los partidos tradicionales viene de
lejos, tiene sus orígenes no solo en Italia sino también en el viejo
continente, también en el Norte de Europa, en naciones de tradición
liberal, fundadoras del moderno estado del bienestar. Las causas
son complejas y son varios los elementos que la distinguen. Es una
transformación del concepto mismo de democracia, que se
desarrolló y perfeccionó con la Revolución Francesa en el siglo
XVIII. La Francia de la Revolución y de las reflexiones de Rousseau
determinó no solo la filosofía, sino también la política moderna.
Estableció las premisas para una transformación sociológica,
cultural y política de la nueva sociedad que se estaba formando. Las
ásperas y violentas luchas que se sucedieron durante años, y que
llevaron después a la Restauración, incidieron en el tejido social
francés y también en el de Europa[33]. En aquellos años se puso en
marcha un lento pero continuo recorrido hacia el individualismo y un
desplazamiento de las reivindicaciones personales también a la
política.
La sociología, desde sus orígenes, a mediados del siglo XIX, y
sirviéndose de otras ramas filosóficas, interpretaba la realidad de
dos formas diferentes, que a continuación confluirían en una
síntesis: el planteamiento holístico y el individualista. El primero,
fundamentalmente hobbesiano y pesimista sobre las posibilidades
humanas, privilegiaba un sistema coercitivo y rígido para poner
orden en lo social, subrayando la reproducibilidad (el positivismo)
(Cesareo, 193, p.62). El segundo, en cambio, con la contribución de
Rousseau, destacaba la libertad natural y original del hombre. Este
mismo podía incidir, como protagonista, en la sociedad con una
participación directa. Es la afirmación positiva de la acción social.
Más adelante la sociología de Weber y del individualismo
metodológico de Boudon derivan cada vez más el análisis hacia el
sujeto entendido como actor social protagonista de interacciones.
El determinismo es el gran enemigo, acusado de sociologismo
(Izzo, 1990, p.11). Los condicionamientos sociales, al definir los
comportamientos humanos, ya no pueden ser considerados tan
influyentes como en el pasado. La racionalidad humana no tiene
necesariamente una cara egoísta: también en el altruismo existe un
criterio de este tipo (Marletti, 2006, p.48). Piénsese en las
reflexiones de Weber sobre la relación entre acción y valores. El
interaccionismo simbólico de Herbert George Blumer, después de
Mead (en parte diferente), confirma la tendencia al desplazamiento
de los valores materiales, del bienestar y de la seguridad
económica, hacia aquellos postmaterialistas de la calidad de vida.
Fenómeno estudiado muchos años después por Inglehart: así se
podrían explicar también el desapego y la falta de compromiso con
la política (ibíd., p.104). Se puede afirmar que, con la Ilustración,
que se libera de una interpretación religiosa del mundo (el
desencanto de Weber), el hombre vuelve a ser el centro de las
reflexiones. En el siglo XIX, la ideología, transformada en religión
laica, se convierte en la protagonista de la sociedad moderna
(Gauchet,2005,p.94). El individuo es el centro de todo análisis
social.
En la vertiente política el camino individualista se inicia con la
Revolución Francesa: la ética religiosa del pasado se sustituye con
una moral social y laica y el Estado es el único que la avala. Decae
el concepto de status y se afirma "un concepto de hombre abstracto,
independiente de las clases históricas a las que pertenece" (Talmon,
1967, p.19), base del moderno individualismo. La voluntad general
de Rousseau pone en el centro de su reflexión al hombre, un
hombre mesiánico, protagonista de la sociedad futura con la
posibilidad de alcanzar la felicidad en la tierra contando con una
transformación social. La libertad se asocia a la moral: es
totalitarismo de izquierda; el de derecha, en cambio, transluce un
pesimismo intrínseco sobre el hombre débil y corrupto. La fuerza es
necesaria para las dos posiciones. En la izquierda para acelerar la
marcha hacia el progreso y la perfección; en la derecha, para poner
orden en la mediocridad y la ignorancia de los hombres (ibíd., p.15).
El pensamiento del siglo XVIII de Rousseau, y de otros
destacados pensadores de la época, Morelly, Helvétius, Condorcet y
los socialistas utópicos, insistía en la moralidad intrínseca de la
naturaleza humana que busca la felicidad[34]. No la individual sino
la que se asocia, en armonía con la de los demás. El hombre
virtuoso no puede ser infeliz y es deber de los legisladores asociar el
bien personal al general. Las instituciones, las leyes y la educación
son las principales modalidades de actuación de esta libertad
individual, al mismo tiempo general, con un determinado sistema de
recompensas y castigos. El ciudadano que de esta manera coincide
con el hombre sabio y virtuoso, inevitablemente participa en la
construcción de una buena sociedad y de la felicidad, resultado de
la educación. Hacer hincapié en el concepto de felicidad es esencial
en nuestra reflexión: se verá, más adelante, que aparece en la
constitución americana, y también en el moderno concepto de
narcisismo, asociado a la democracia contemporánea.
La instrucción y el conocimiento eran los dos puntos de
articulación fundamentales también para Ortega: herramientas
necesarias para derrotar la ignorancia y la falta de juicio del hombre
masa. La instrucción, sin embargo, debería haber sido entendida
como el lento, pero gradual y continuo recorrido del individuo. Casi
una autoconciencia y un redescubrimiento de la propia personalidad.
El paso de individuo a persona a través de una socialización no
impuesta desde lo alto o por un estado coercitivo, sino por nuestra
propia voluntad de no ser homologados y de buscar, en cambio, un
espíritu crítico. Esta es una de las mayores diferencias frente al
pensamiento de Rousseau que explica la crítica del autor español a
las consecuencias de la Revolución Francesa.
Para Rousseau, el soberano puede pretender la alienación de los
derechos del ciudadano con un buen fin: el buen gobierno de la
sociedad. La libertad, de esta manera, no resulta limitada sino
tutelada por la voluntad general. El hombre no está obligado a
obedecer a un concepto exterior: la libertad individual reside en el
contrato social. "La voluntad general establece la naturaleza y los
límites de todos nuestros deberes" (Talmon, 1967, p.61). La
diversidad de opiniones, y de partidos políticos, típica de la
democracia moderna, resulta excluida de este modelo. El pueblo se
vuelve el dominus absoluto y es el nuevo protagonista de una
democracia directa que se autorrepresenta. El pensador francés
probablemente no comprendió que había asentado las premisas
para un moderno leviatán que podía aplastar a sus propios
creadores (ibíd., p.69). La política, asociada a una moral que invade
todo ámbito personal y social, podría desembocar en la democracia
morbosa descrita por Ortega. No puede haber ninguna autoridad
superior al pueblo que se identifique con el ciudadano: así nace la
"voluntad general" (Riverso, 1977, p.55). Esta marca los límites a la
individual pero en el mesianismo o misticismo del pensador francés,
el ciudadano no nota el límite: comprende que es por el bien de la
comunidad.
El modelo de Rousseau son las pequeñas ciudades-estado en las
que puede haber más fácilmente, en las decisiones, una mayoría
que obliga a la minoría a atenerse a ellas. El tipo ideal era la ciudad
suiza de Ginebra. Para el pensador francés, la ley está por encima
del hombre: en una modalidad diferente, cuando esta, en cambio,
depende de los hombres, se está en una situación de esclavitud
(Sartori, 2011, pp.160-6). Sartori, en un capítulo de su texto sobre la
democracia, escribe lo siguiente: "las leyes de Rousseau son Leyes
con L mayúscula: pocas, generales, fundamentales, antiguas y casi
inmutables Leyes supremas" (ibíd. p.162); y la voluntad general es
la ley suprema, desvinculada de cualquier "contingencia subjetiva"
(ibíd., p.162). La voluntad popular se anula en la general.
Las conclusiones a las que llega Sartori coinciden con las
observaciones de otros eruditos: "Rousseau de hecho alimentó una
democracia jacobina, omnívora y totalitaria" (ibíd., p.166). La libertad
natural del hombre se vuelve civil, es la del ciudadano limitado por la
voluntad general. El momento en el que en la democracia directa, la
única prevista, el voto se diferencia entre mayoría y minoría, el
ciudadano que se encuentra en minoría acepta la voluntad general
de la mayoría. Es la ley suprema a la que hay que adaptarse: en
caso contrario se traiciona la libertad (Rikker, 1996)[35]. Es un
camino que lleva inevitablemente a una hipersocialización: "el
ciudadano total" (Belardinelli, 2013, p.108). Este es el punto de
articulación fundamental de la "democracia totalitaria" que,
probablemente, conduce a consecuencias no deseadas por
Rousseau (ibíd., pp.242-3)[36]. En el debate sucesivo a la
Revolución Francesa, Robespierre evidenciará que "la virtud del
pueblo es una barrera contra los vicios y los despotismos del
gobierno" (Tanguieff, 2003, p.103).
Estas breves notas sobre el origen de la democracia totalitaria –
que, para resultar exhaustivas, deberían ser completadas también
con el debate sucesivo, en Francia, sobre las modalidades de la
democracia por censo, género, y clase social- resultan útiles para
confirmar la propiedad de las intuiciones de Ortega sobre el hombre
masa. El pensador español entendió la rompedora novedad de la
democracia de masas que iba delineándose en la historia: El
hombre, único actor social verdadero protagonista de su actuación,
necesitaba, sin embargo, ayuda y conocimientos para hacerla
operativa.
Rechazaba de forma obstinada un planteamiento ideológico de
los problemas. Tenía muy clara la diferencia entre quien busca el
conocimiento y el sentido crítico como modalidad existencial de vida
y de compromiso y quien, por el contrario, prefiere lo aglomerado, lo
indistinto, y renuncia al pensamiento y a la profundización. Otros
decidirán y elegirán en su lugar. Una voluntad general no aceptada y
compartida, como pensaba Rousseau, sino soportada, como sucede
a menudo en las "democracias contemporáneas del público". Este
es el riesgo de la democracia de hoy en día y ya Ortega lo había
señalado. Su reflexión se enriquece con otros elementos implícitos
en la democracia: el absolutismo y el autoritarismo. El pensamiento
de Rousseau definió las premisas. El problema es la autorreferencia
del demos: si la democracia absolutiza la autoridad, se vuelve
totalitaria y se puede convertir en populista. Queda prisionera de ese
pueblo al que debería servir y poner en valor. Una "democracia
totalitaria" es todavía más peligrosa que una dictadura carismática,
en el significado weberiano del término. Se puede hacer caer a un
dictador con una revuelta popular, pero ¿cómo se puede combatir
un demos totalitario?
2. El origen de la democracia
La democracia es una invención humana que a lo largo de la
historia se va introduciendo en un mundo cada vez más globalizado.
Es una palabra polisémica, compleja, de no fácil definición. La
democracia, ¿es una o son muchas sus modalidades de aplicación?
La respuesta no es fácil. Sería necesario, en principio, distinguir
entre una definición preceptiva y una descriptiva que se integraran
(Sartori, 2011, p.12). La democracia es un ideal que la describe,
pero exige también un método para su actuación.
Etimológicamente, es el poder del pueblo: el demos de los griegos
y el populus de los romanos, conceptos fundamentalmente jurídicos.
El primero se refería a pocos, a una parte mínima de las pequeñas
comunidades: estaban excluidas las mujeres, los niños y los
esclavos. El segundo se extendía hasta fuera de la ciudad: coincidía
con la res publica. Aparece en Heródoto por primera vez pero desde
el siglo III a.C. y, hasta el S. XIX, la palabra democracia tuvo un
recorrido accidentado (Sartori, 1992, p.742).
Nace en Grecia, en la polis, pero en la democracia ateniense
tenía un significado muy diferente del que tiene hoy en día. Es
exhaustiva la explicación que ofrece de ello el experto del mundo
clásico Luciano Canfora, redimensionando el mito: "para los
adversarios del sistema político que gira en torno a la asamblea
popular, democracia era por lo tanto un sistema liberticida. Por esto
Pericles, en el discurso oficial y solemne que Tucídides le atribuye,
redimensiona el alcance del término y toma distancia. Se usa
democracia para definir nuestro sistema político simplemente
porque solemos recurrir al criterio de la ‘mayoría’, pero a pesar de
todo aquí hay libertad”. (Canfora, 2010, p. 13).
En realidad, no existen autores atenienses que usen este término.
En el pasado, casi hasta el siglo XIX, se prefería el término res
publica, cosa de todos, (Sartori, 1992, p. 742). Más correcto,
recordando la democracia griega, es usar el término fisonomía, o
sea, igualdad de derechos efectiva: la posibilidad de ejercer los
mismos derechos civiles en la comunidad (Riverso, 1977, p. 10)[37].
Acto seguido Tucídides intentará explicar que la democracia, el
poder del pueblo, de la masa, sin reglas, absoluto, puede provocar
malentendidos: la fisonomía se introduce para evitar el poder de uno
o de todos, sin reglas (ibíd., p. 12). La democracia ateniense giraba
en torno a la elección a suertes de todos aquellos que habían
aceptado, por una sola vez, ser elegidos para cargos institucionales:
la boulé. Así explica Manin el concepto de democracia ateniense: “la
libertad democrática no consistía en obedecer solo a sí mismos,
sino en obedecer hoy a alguien en cuyo lugar se podría encontrar
uno mañana” (Manin, 2010, p. 33).
La profesionalidad de la política se consideraba un aspecto
negativo, pues podía privilegiar a algunos sobre muchos. Había
otros cargos institucionales para los que había que ser elegido. El
conjunto de las dos modalidades, elección a suertes, directa, y la
indirecta, representativa, para Aristóteles determinaban una
situación democrática en el primer caso y en el segundo una
elección oligárquica y aristocrática. El debate se movía también
sobre el concepto de igualdad: aritmética o geométrica. La igualdad
aritmética, base de la elección a suertes, indicaba una total igualdad
en partes iguales; la geométrica, en la elección indirecta, era
proporcional según los propios méritos y virtudes. Aristóteles
prefería la segunda modalidad: de este modo se salvaguardaba el
concepto de los ciudadanos de haber nacido libres frente al de la
inevitable diferencia entre los hombres. La democracia ateniense, el
demos isonómico, seguidamente, desembocará en luchas
intestinas, “en un torbellino de demasiada política” (Sartori, 1992, p.
745). La democracia participativa, directa, aplicable dentro de
pequeñas comunidades, lleva inevitablemente a un exceso de
democracia: punto que también destacó Ortega en su democracia
morbosa.
En resumen, se puede afirmar que desde su nacimiento, la
realidad de la democracia es compleja y muy diferente de como la
conocemos actualmente. Está integrada en un contexto histórico
particular. La representativa, típica de la modernidad, se
consideraba una modalidad oligárquica, no democrática, respecto a
lo que es, en cambio, la democracia directa. Estos dos aspectos
fundamentales, que la representan, son primordiales para cualquier
estudio que intente comprender la debilidad de la democracia actual.
También Montesquieu, uno de los fundadores del liberalismo
moderno, compartía el planteamiento que el sufragio a suertes era
típico de la democracia y el electivo de la aristocracia (Manin, 2010,
p. 80). Igual era el pensamiento de Rousseau: el pueblo era, de esta
manera, soberano y gobierno al mismo tiempo. Este creaba las
leyes y las ejecutaba. En la elección a suertes no existía ninguna
voluntad en particular para poder contrastar la voluntad general,
considerada el verdadero peligro para el pensador francés.
Archivada la democracia ateniense, que implosiona por las
rivalidades de los demos, después de muchos siglos, con el
contractualismo de Locke y, sucesivamente, con la Revolución
Francesa, empezaron los debates sobre la modalidad de
representación. El principio de mayoría era una característica
adquirida del poder popular. Las reflexiones versaban sobre quién
podía elegir a los representantes del parlamento en Gran Bretaña,
en Francia y en los Estados Unidos de América, los tres países de
las revoluciones modernas. En Inglaterra, la elección tenía que
reservarse a quien no era influenciable por la Corona inglesa. Por
eso se proponía que pudieran votar "solo los propietarios de tierras
y los residentes con una renta de doscientas libras esterlinas" (ibíd.,
p. 109). El problema era el mismo en Francia: en 1789 la Asamblea
Constituyente decidió, por ley, que el voto pudiesen ejercerlo solo
los propietarios de tierras y aquellos que podían pagar un marco de
plata, equivalente a quinientos días de trabajo. En el nuevo mundo
la situación era la misma. En la Convención de Filadelfia, Madison,
uno de los padres fundadores de la democracia americana, era
favorable a la concesión del voto con un requisito censitario. Sin
embargo, el problema era complejo pues en la nueva república
americana había situaciones económicas muy diferentes. Eran
significativas las diferencias entre el norte, el sur y el centro de
América. Elegir un criterio que privilegiase una de las categorías
productivas del país podía discriminar a otras: los pequeños
granjeros agrícolas, los grandes terratenientes, o los artesanos[38].
Otro problema también significativo, era el debate entre
federalistas y antifederalistas. La Constitución Americana es
federalista y elegir esta modalidad de gobierno no fue fácil. Las
posiciones eran divergentes, sobre todo respecto al significado de
representación. Para los federalistas los elegidos seleccionados
podían no representar totalmente las exigencias de los votantes:
había un amplio margen de libertad ya que debían ser más
competentes que aquellos que les habían votado.
La tesis de los antifederalistas era la opuesta. Los representantes
lo eran, precisamente, porque se parecían a los votantes. Eran más
radicales que los federalistas y a estos recriminaban el ser
aristocráticos, una aristocracia no censitaria sino más bien obtenida
con la riqueza: la actual plutocracia (Salvadori, 2009, pp. 66-80).
Una semejanza en el mandato les tutelaría todavía más. Decidieron
convocar elecciones con más frecuencia. Una modalidad esta, típica
de los Estados Unidos, aprobada para favorecer los intereses del
pueblo y no los de sus representantes. Esto explica los mecanismos
de checks and balances, o sea, la separación de los poderes. El
presidente americano, a pesar de ser elegido por el pueblo, debe
responder al Congreso, cuyos miembros elegidos cada dos años
pueden obstaculizar sus decisiones. Ningún poder constitucional
puede predominar sobre el otro para evitar autoritarismos, incluso a
riesgo de exasperantes compromisos, como ha sucedido a menudo,
también en estos últimos años, durante la presidencia de Obama. El
debate sobre la representación del mandato se dirigió seguidamente
a la amplitud de los colegios electorales.
Para los federalistas, una circunscripción amplia podía evitar
implicaciones directas entre electores y elegidos, con una mayor
libertad de acción y también mayor independencia. Un pequeña,
preferido por los antifederalistas, era sinónimo de mayor semejanza
entre electores y elegidos, incluso en la tutela de los derechos.
Ambos grupos estaban convencidos, sin embargo, de que las
diferentes posiciones tenían en sí mismas elementos aristocráticos,
ya que suponían siempre una selección de los elegidos por parte de
los electores. Era difícil establecer cuál de las modalidades era la
más correcta. La representación no eliminaba los problemas de la
elección directa, sino que en parte los complicaba: se prefería a
algunas personas en lugar de a otras.
Es significativo también distinguir, dentro de las reflexiones sobre
los resultados de la Revolución Francesa y de la Americana, las
diferencias evidenciadas por Alexis de Tocqueville. Sus compatriotas
buscaron y aplicaron una libertad obtenida con luchas dramáticas y
crueles: desde la Asamblea Constituyente hasta el Terror jacobino.
Fue diferente el recorrido americano, menos dramático porque la
sociedad era ya una comunidad de iguales. No hubo necesidad de
luchas de clase (Ciliberto, 2011, p. 29).
Para Tocqueville, las dos revoluciones, con modalidades
diferentes, crearon un despotismo peligroso: “el europeo
caracterizado por la prevalencia de la administración sobre la
política, el americano por la prevalencia de la política en la vida del
país, a través del neto y envolvente, predominio del pueblo en el
ámbito de poder legislativo” (ibíd., p.44). Es el riesgo, siempre
presente, de la tiranía de la mayoría que para el estudioso francés
había que obstaculizar promoviendo en la sociedad civil,
instituciones y modalidades comunitarias, asociaciones que
favorecieran a la ciudadanía social y política. Aquello que le faltó a
la democracia antigua, a la griega en particular, y que en cambio era
la característica de la americana (ibíd., pp. 49-50). Nuevamente se
señala que la democracia, aceptada como la mejor forma de
gobierno, necesita algunas correcciones para evitar un totalitarismo
que podría perjudicarla desde su propio interior. La democracia del
pasado, directa, distinta de la de los modernos, representativa, la
describe en 1819 de manera puntual también Benjamin Constant en
un célebre ensayo (2011). Se confirma la tesis de su estrecha
relación, en el siglo XIX y el siglo XX, con el liberalismo (Salvadori,
2009, pp. 8 y26)[39].
Constant reprocha a Rousseau, es más, a algún sucesor suyo, al
abad Mably, por ejemplo, haber relegado a la esclavitud al hombre,
para liberar al pueblo (Constant, 2011, p. 32). El enemigo era la
libertad individual. Ahora vivimos en una época histórica diferente y
no podemos anular nuestros derechos como en el pasado. Afirma
Constant: “cuanto más tiempo nos deje el ejercicio de los derechos
políticos para los intereses privados, más valiosa nos resultará la
libertad” (ibíd., p.45). Además las instituciones, y aquí está la
característica del liberalismo, tienen que apoyar la educación moral
de los ciudadanos respetando los derechos individuales, y
dejándoles tiempo para otras ocupaciones (ibíd., p. 49). Hay un
fuerte llamamiento a los ciudadanos para que ejerzan su soberanía,
el interés por la cosa pública, rasgo distintivo del liberalismo. Pero
todo esto debería suceder en un Estado al servicio de los
ciudadanos y no al contrario. Un Estado limitado, controlado,
constitucional y liberal (Sartori, 1992, p. 747).
Estas breves reflexiones comunes, pero diferentes en los países
que se estaban dirigiendo hacia una democracia liberal, confirman
que esta es una modalidad y un proyecto. Un proyecto que tiene en
sí elementos en su mayor parte democráticos pero también
aristocráticos y oligárquicos desde el momento en que la
democracia se hace representativa y se plantea el problema del
mandato. Las elecciones son por lo tanto ambiguas, con una
mayoría que decide y una minoría que obedece, pero exactamente
esta modalidad es la causa de su estabilidad (Manin, 2010, p. 174).
Sin embargo, justamente a través de la representación, el pueblo
desde ser parte, se vuelve universal y se transforma en ciudadanía
(Galli, 2011, p. 24). Es el principio representativo del Estado de
derecho. El camino ha sido complicado, anteriormente señalado, y
todavía no ha concluido.
También Schumpeter, economista, puede ser incluido entre los
elitistas (Pareto, Mosca, Michels) porque afirma que la democracia,
el gobierno representativo, es el instrumento institucional para
determinar políticas a través de las que cada individuo obtiene,
singularmente, el poder por medio del voto popular (Manin, 2010,
p.180). Las élites, elegidas así, deberían ser diferentes de la
democracia, más directa, y no sometida a un mercado electoral.
Eran necesarias, sin embargo, para perfeccionar el método
democrático, algunas mejoras “no competitivas y no demasiado
pluralistas: una clase dirigente de calidad, donde poder seleccionar
los gobernantes; burocracias competentes que los apoyasen y
guiasen; restricciones severas en el ámbito de las decisiones
políticas” (Mastropaolo, 2011, pp. 123-4). La posición del
constitucionalista Hans Kelsen era diferente y claramente
democrática pues había reconocido el valor de la democracia
representativa, con mayoría, evidenciando el papel central del
parlamento (ibíd., p. 122).
El populismo contemporáneo, en sus componentes de derecha y
de izquierda, hace hincapié, en cambio, en el papel de salvador casi
mesiánico de la democracia directa. No se aceptan las mediaciones
de los partidos tradicionales, residuo de un pasado ideológico que
no se puede volver a proponer. El mensaje es directo, claro y
simple, y debería coincidir totalmente con la voluntad popular. El
pueblo es el único verdadero representante del poder.
Por el contrario, la institución de la representación, resultado de
discusiones y de fuertes contraposiciones, acepta que
inevitablemente los elegidos tengan un margen de libertad y
representen, en general, a la nación. Así se estableció en Inglaterra,
en Francia y en EEUU precisamente para salvaguardar la
independencia de los elegidos (ibíd., p. 181). El constitucionalismo,
la separación de los poderes y el liberalismo, no se confunda con el
liberalismo económico, pertenecen y son componentes de la
democracia representativa moderna. Son una modalidad de la
sociedad civil para limitar el poder excesivo del pueblo y permitir una
mejor gobernabilidad, incluso si contienen, como ya ha sido
destacado, un inevitable aspecto oligárquico.
La formación de minorías, la clase política, que gobierna sobre
mayorías desorganizadas, es la característica principal, para los
elitistas clásicos, de los gobiernos del siglo XX. Élites que poseen el
poder. Robert Michels, con un estudio profundo sobre la excesiva
burocratización y endurecimiento del partido socialdemócrata
alemán, tiene una visión todavía más pesimista. Activista de
izquierda de joven, más tarde se unió al fascismo. Para el estudioso
ítalo-alemán las masas y los partidos tienen necesidad,
inevitablemente, de una organización jerárquica en su interior que
les represente. Es una especificación de la teoría de Mosca, en
parte desdeñosa del pueblo y de su incapacidad de ser libre. La
aristocracia y la oligarquía son necesarias para una democracia por
el contrario inútil e ineficaz.
Como se recordó en la primera parte del texto, esta posición
elitista le fue reprochada también a Ortega, pero quedó patente su
discrepancia con los elitistas clásicos. Una discrepancia ideológica:
el pensador español proponía una reflexión general sobre el hombre
y sobre su naturaleza. El pesimismo, a veces marcado, era el
resultado de observaciones existenciales sobre el comportamiento
humano, pero Ortega tenía un proyecto para mejorar la condición
humana. La desconfianza en la política de los elitistas, en cambio,
con la aprobación de algunos de ellos de las ideologías de derecha,
llevaba a una profunda desconfianza de la democracia y a una
aceptación de conceptos peligrosos en años difíciles y dramáticos
para las naciones europeas.
3. La democracia "del público”
Las breves reflexiones precedentes sobre la democracia
representativa confirman que las decisiones tomadas por mayoría
son una modalidad pública con la cual el pueblo elige ser
gobernado. La democracia es un compromiso entre posiciones y
voluntades diferentes que, en la historia de las naciones y de los
pueblos, cambia continuamente. Está sometida a numerosas
presiones, tiene límites evidentes al tener que elegir una parte que
representa, sin embargo, a la totalidad. Esta postura ha sido
tachada de aristocrática y oligárquica por muchos historiadores. Si,
en cambio, esta quisiese representar la totalidad de las posiciones
presentes sin elegir, estaría condenada a la ineficiencia y a la
ingobernabilidad. Si, por el contrario, impusiese también a las
minorías la aceptación forzada e ideológica de las decisiones de la
mayoría, reforzaría la idea de una “democracia totalitaria”. Debería
tutelarse siempre un espacio donde poder disentir y manifestar las
diferencias de pensamiento y discrepancias de opinión.
La democracia es, por lo tanto, un work in progress en perenne
tensión entre un ideal complicado de realizar que choca con las
tensiones de la sociedad civil y de sus grupos de interés. La
democracia es incertidumbre, su comportamiento no se puede dar
por descontado. Necesita ciudadanos atentos y responsables,
conocedores de sus límites y también de sus oportunidades. Se
puede compartir, entonces, el pensamiento de Winston Churchill
para quien la democracia era el peor de todos los regímenes
exceptuando todos los demás (Mény, Surel, 2009, p. 28).
Los estímulos y las reflexiones de Ortega sobre las masas, sobre
sus potencialidades, pero también sobre los riesgos, son de
actualidad en un momento histórico en el que la democracia y los
partidos tradicionales se han transformado pero no han
desaparecido. Han seguido las nuevas líneas de tendencia de la
sociedad. La fragilidad de una democracia, sometida a continuos
compromisos, es, sin embargo, también su fuerza (Linz, 2006, p.
41[40]). Impone a sus actores y protagonistas una conciencia
despierta para vencer la apatía, el cansancio y la desconfianza de
una clase media cada vez menos segura de poder resolver los
problemas. Una clase media con la tentación cada vez mayor de
seguir a las sirenas populistas que ofrecen la salvación para sí
misma y su grupo restringido de adeptos. Ese familismo propio de la
sociedad italiana, pero también presente en otras naciones, del que
hablaba, entre otros estudiosos, también Ortega, refiriéndose a los
países mediterráneos.[41]
La transformación de la democracia contemporánea, con los
partidos tradicionales cada vez menos ideológicos y más dominados
por líderes carismáticos, ha sufrido profundas mutaciones que
tienen diferentes causas. Una de las principales no solo para el viejo
continente, sino también para el nuevo mundo, fue la caída del Muro
de Berlín en 1989. Un hito que cambió la historia del siglo pasado,
seguido por el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001.
Además, la globalización dejó obsoletas las distinciones
tradicionales entre derecha e izquierda. Con demasiada prisa se
propuso el dejarlas atrás, justamente en nombre de aquellas
ideologías de las que se afirmaba que ya estaban superadas. Se
consideraban ineficaces para representar la postmodernidad.
Además de esto, la fuerte expansión de los media y de las redes
sociales, modificó ulteriormente la democracia y la política. Nació
una nueva expresión: “democracia del público"[42]. El espacio de la
representación se convierte en un intercambio entre líderes y
opinión pública. Los media son los nuevos protagonistas y, a
menudo, en sentido único. Son la nueva agenda setting, término
utilizado en la comunicación para indicar sus prioridades. No es una
casualidad que durante la campaña electoral los partidos hayan
usado el término agenda: los programas han desaparecido.
Término, este último, demasiado cercano a un pasado ideológico
que hay que olvidar. Lo que cuenta es el presente y la agenda lo
representa de manera adecuada. Se hojea ágilmente, las
anotaciones son pocas, breves y concisas.
Otras modalidades han contribuido a la transformación de los
partidos de masa en partidos carismáticos y postideológicos. Con la
caída de los bloques opuestos, al menos formalmente, de derecha y
de izquierda, las fronteras nacionales se amplían dilatándose. La
Europa de los veintiocho países, con todas las dificultades indicadas
anteriormente, con un bienestar en crisis, incluso de legitimación, no
ha conseguido encontrar un acuerdo sobre las prioridades
económicas, políticas y cosmopolitas que hay que poner en práctica.
Los países y las políticas nacionales cuentan cada vez menos: las
finanzas y la economía parece ser las únicas respuestas creíbles.
Las recesiones, nacidas justamente en el interior de una economía
financiera que se había olvidado de la real, aceleraron la
descomposición de la clase media cada vez más asustada y
atrapada por emociones y sugestiones populistas.
Las nuevas patologías de la modernidad postideológica,
identificadas así por Marcel Gauchet, derivan nuestro análisis cada
vez más hacia un actor social -individualista, emotivo, concentrado
en sí mismo, narcisista (Gauchet,
2005, pp. 211-3). Ya no existe la identificación con los mitos o los
ideales del pasado: “la desidentificación procede de la
desidealización” (ibíd., p. 213). El narcisismo contemporáneo es el
resultado de una simplificación y de una superficialidad que se
concentra más en la apariencia que en la sustancia (Cesareo,
Vaccarini, 2012, p. 112). La dimensión espiritual tiene cada vez
menos importancia: la importancia clave la tiene el consumo, este es
el mensaje vehiculado por los medios de comunicación. El
ciudadano existe por ser consumidor. La civilización contemporánea
fomenta el interés personal, la búsqueda de la felicidad (Bauman,
2010, p. 31). Pero no una felicidad resultante de un proceso positivo
de afirmación y de desarrollo de la propia personalidad, como en la
Constitución americana.
La felicidad narcisista es algo diferente: es simplemente
complacencia[43]. Una felicidad carente de una visión más
articulada y unificadora del ser humano, cosmopolita y abierto a los
demás. La felicidad minimalista contemporánea gira alrededor de sí
misma: los demás son un obstáculo para alcanzarla, no una ayuda.
El narcisismo actual, también mediático, está concentrado en la
persona: en el culto de la belleza física, de la juventud, perseguidas
como una obsesión y no como un proyecto de madurez física y
afectiva[44]. Y también en este caso es oportuno recordar las
palabras de Ortega sobre el hombre-masa: “Esta repelencia por
todo tipo de obligación explica, en parte, el fenómeno, entre ridículo
y escandaloso, de que se haya creado en nuestros días una
plataforma de la ‘juventud’ como tal” (Ortega y Gasset, 1974, p.
174).
La observación más puntual es, en cambio, aquella sobre los
objetivos inalcanzados de una juventud vivida solo como belleza
física y nada espiritual. Es el no conseguir comprender, en esta fase
especial de la vida, el propio proyecto personal, las obligaciones,
junto a los derechos, que la vida supone. Es la patología del actuar,
preferible al pensar, al reflexionar, al proyectar. Otra característica
de la democracia política de hoy es el progresivo deslizamiento
hacia temáticas de derechos humanos que “se han convertido, a
causa de una imprevisible evolución de nuestra sociedad, en el
principio constitutivo de la conciencia colectiva y en la unidad de
medida de las acciones públicas” (Gauchet, 2005, p. 246).
En realidad, el largo recorrido empieza ya con el “iusnaturalismo
moderno” y continúa con la Revolución Francesa. El derecho
subjetivo del individuo pasaba a ser el protagonista como principio
único de legitimación social. La ideología de derecha y de izquierda,
nacida y desarrollada en Francia en 1789, contiene la semilla que
durante los siglos sucesivos, en una sociedad profundamente
cambiada, convertirá al individuo moderno en actor de la sociedad
civil. En un mundo globalizado, postideológico, las reivindicaciones
de los derechos personales serán las agendas privilegiadas por
muchos partidos políticos, viejos y nuevos. El derecho se vuelve
protagonista, y nume tutelare, de las nuevas solicitudes de
ciudadanía de minorías transversales a las tradicionales
formaciones políticas. Esto tiene lugar en todos los ámbitos y
corresponde cada vez más a valores postmaterialistas, de bienestar,
independientes de las ideologías tradicionales.
Esta transformación extraordinaria de la sociedad contribuye
todavía más a la crisis de los partidos. Estos no consiguen
interpretar, en muchas situaciones, el nuevo mundo, atrapados en
las viejas razones ideológicas del pasado. El mensaje populista
salta las mediaciones de los partidos y de las ideologías,
desmantela lógicas ya en desuso. Corre el riesgo de convertirse en
la voz principal de aquellos que, con mucha razón, no se reconocen
ya en la vieja política, pero tampoco son capaces de identificar una
nueva. Las emociones se transforman en una modalidad privilegiada
de análisis. Son aspectos fundamentales de nuestra identidad, pero
no deberían estar separadas de una racionalidad que es también
elemento constitutivo de la personalidad (Moïsi, 2009). Parecen
prevalecer, junto a la apatía que indicaba Ortega, sentimientos de
miedo, ansiedad y angustia, difundidos también por la Red.
Emociones vividas como atajos para llegar a juicios u opiniones
difíciles de identificar.
4. Un populismo que viene de lejos
La crisis de la política y de los partidos tradicionales de masas
que inevitablemente han marcado, más en general, la democracia,
no solo de Italia sino también de otras naciones viene de lejos.
Muchos expertos y politólogos contemporáneos la atribuyen a una
degeneración misma de la democracia y de sus instituciones, a una
deriva populista que parece haberse convertido en la protagonista
de la política, es más, de la antipolítica contemporánea. Resulta
evidente que esta es una simplificación de un fenómeno más
complejo, ya latente en la misma democracia que se desarrolló y
emergió con la ostensible crisis de los partidos, y de las élites de
gobierno, en los años ochenta (Prospero, 2012, p. 61). El partido se
hace sinónimo de un pasado ideológico, incapaz de entender las
profundas transformaciones de la sociedad. Una sociedad civil que
reivindica un papel propositivo en la comunidad, contraponiéndose a
los viejos aparatos a menudo corruptos e inadecuados e incapaces
de responder a las nuevas preguntas procedentes de la clase
media.
Christopher Lasch (1995), partiendo exactamente del análisis de
Ortega sobre la rebelión de las masas, subrayaba en el título de un
texto no ya la rebelión de las masas sino la de las élites. Las críticas
y las observaciones del pensador español, referidas a la masa,
incapaz de autonomía, dispuesta a seguir, con apatía y por
costumbre, a quien tiene el poder, han llegado a ser las
características de los grupos dirigentes, los cuales han centralizado
el poder económico, decisorio y político en los países en vías de
desarrollo, rebajando notablemente los estándares de vida de la
clase media (ibíd., p. 33). Este análisis de Lasch se refería a los
años noventa.
Son también interesantes y muy actuales sus observaciones
sobre el peligro de una clase media agotada: “el sentido
desarrollado de un enraizamiento territorial y el respeto de la
continuidad histórica, son dos rasgos que caracterizan una
sensibilidad de la clase media que hay que saber apreciar más hoy
en día cuando la cultura de esta clase está en declive por doquier”
(ibíd., p. 46). El contexto histórico y temporal es diferente al de
entonces, pero la situación no ha cambiado demasiado. En nuestro
país, y también en otros, el malestar, el miedo y la recesión
económica contribuyen a que se olviden las conquistas y los
esfuerzos realizados en el pasado para la consolidación de valores y
de instituciones ya no compartidos. Pensemos en el estado del
bienestar y en todo el debate, muy oportuno, para su renegociación
pero no su eliminación (Ferrera, 2012). Y pensemos en los embates
secesionistas más que federalistas presentes en muchas naciones
europeas, muy diferentes del federalismo americano que,
salvaguardando las comunidades locales, se planteaba como
objetivo la unidad del Estado, justamente para no disgregar sino unir
a la nación: “un federalismo como forma de unificación” (Urbinati,
2011, p. 198)[45]. Ahora, en cambio, prevalece el egoísmo de
pocos, los más ricos, contra los numerosos, débiles y pobres,
peligrosos por lo que se ha conquistado y que no se quiere
compartir con los demás para un fin común.
En esta situación el individualismo, incluso de la clase obrera, que
había perdido ya representatividad e importancia en la sociedad y
en el trabajo, contribuía a debilitar la clase media cada vez más
desplazada hacia el sector terciario del consumo (Lasch, 1995, p.
50)[46]. Las observaciones del estudioso americano, en un capítulo
específico titulado ¿Comunitarismo o populismo?, señalaba como
este último tenía las raíces, en el siglo XVIII, y también a principios
del siguiente, en defensa de la pequeña propiedad (ibíd., p. 80). Se
refería también al People’s Party americano, fundador del populismo
en el nuevo continente. Lasch manifestaba abiertamente una fuerte
crítica a la ideología liberal que no había conseguido conjugar: “la fe
en el progreso y el credo que un estado liberal podía eximirse de la
obligación de la virtud cívica” (ibíd., p. 81).
Una vez más, es apropiado recordar el esfuerzo cívico, la
adhesión convencida, continua y proyectiva a una ciudadanía activa
propuesta por Ortega. Demasiado a menudo se olvida o se
considera adquirida erróneamente. Las inseguridades generales, ya
de amplias franjas de población, deberían favorecer una modalidad
de cohesión nacional para obtener una salvación no individual sino
común, más cosmopolita, con todos los actores sociales presentes
en la sociedad (Bauman, 2001). Jóvenes y adultos, autóctonos y
extranjeros, es decir, quienquiera que viva y forme parte de una
comunidad compartida.
El malestar social tiene origen ya en los años setenta en el norte
de Europa, en aquellos países escandinavos que habían contribuido
a afirmar el estado del bienestar como una tutela democrática y una
modalidad redistributiva de la renta para los ciudadanos. Una
característica que, seguidamente, llegará a ser una constante para
muchos partidos de derechas y también de izquierdas. Es la fuerte
crítica a un estado del bienestar acusado de derroches e
ineficiencias también en la tutela de la población. En Dinamarca en
1972, un abogado tributario, neófito de la política, llevará el Partido
del Progreso, protestando violentamente contra el fisco, a alcanzar
el 16% de los votos convirtiéndose en la segunda fuerza política
nacional (Mastropaolo, 2005, pp. 9-24). La revuelta llegó en los años
siguientes a Noruega, donde Anders Lange fundó su partido para
conseguir una reducción de los impuestos, de la contribución social
y de la intervención pública.
En Francia, en 1972, Jean Marie Le Pen fundaba el Front National
con la clara intención de reunir franjas de extrema derecha en un
único partido autoritario y nacionalista. Ahora lo dirige su hija que,
en las elecciones presidenciales de 2012, consiguió conjugar el
actual resentimiento contra Europa, culpable de la recesión
contemporánea, con el miedo a los extranjeros. Los inmigrantes
extracomunitarios son acusados de la falta de trabajo y de la
inseguridad metropolitana.
En muchos otros países europeos, no solo del norte, sino también
en naciones mediterráneas, están presentes ya desde los años
setenta y ochenta partidos nacionalistas y reaccionarios que se
sitúan a la derecha, pero que obtienen votos también de la
izquierda. Los obreros, justamente esa clase media postideológica,
cada vez más asustada e insegura, se vuelven protagonistas de una
democracia agotada (Taguieff, 2003, pp. 140-52). En Bélgica estaba
presente, en el interior del tradicional contraste entre flamencos y
valones el partido secesionista Vlaams Blok; en Gran Bretaña, el
British National Party, sobre todo en las periferias degradadas de las
ciudades, con un fuerte desempleo. Los partidos neoderechistas
están activos en otros muchos países: la Liga Tesina en Suiza o los
Republikaner en Alemania. También en Italia, con la caída de la
Primera Republica a causa del escándalo de Tangentopoli, gran
parte de los partidos tradicionales cambió y nacieron algunos
nuevos: la Liga Norte, Forza Italia y, recientemente, el Movimiento 5
Estrellas, del cual hablaremos más adelante.
Las ideologías tradicionales son cada vez más difíciles de
identificar. Las derechas tradicionales, y también las izquierdas, se
adaptan a los nuevos tiempos. Para las primeras, los valores de la
familia, de la religión y de la nación son todavía fundamentales. Se
reivindican un ethnos originario, a menudo mítico e imaginario, y un
miedo anti-islámico que el 11 de septiembre y los talibanes han
amplificado. Se propone un bienestar chovinista, o sea, una
asistencia estatal que tutele solo a los residentes. Faltan los
recursos, aumentan los actores que piden el acceso pero la
ciudadanía es para unos pocos, es exclusiva, no inclusiva. Las
nuevas derechas, que así se identifican porque ya no son
exactamente ideológicas como en el pasado, no pueden ser
estigmatizadas solo como extremistas. Estas comparten,
transversalmente, motivaciones que son propias también del campo
adverso (Mastropaolo, 2005, pp. 39-47).
Las nuevas derechas han sido acusadas de ser populistas, pero
el problema es más complicado. Hemos visto como la democracia
de los antiguos y de los modernos era el resultado de dos tipologías
de elecciones diferentes pero complementarias: una directa y la otra
representativa. Esta última modalidad es, por naturaleza,
oligárquica, basada en el principio de mayoría, pero se ha asociado
al constitucionalismo liberal y prevé, justo por esto, muchos otros
derechos. El peligro de las democracias de las nuevas derechas es
separar la modalidad representativa de la directa.
Esta última, con la promoción de referéndums u otras tipologías
de representación popular, conduce a una “hiperpolítica de forma
bastante más arriesgada de como sucede cuando se trata de
actores políticos convencionales” (ibíd., p. 75). Una democracia
inmediata no complementaria sino sustitutiva de la representativa.
Un demos que se siente perdedor en la globalización, carente de
puntos de referencia. El populismo no debería, entonces, ser
considerado, inevitablemente, la otra cara de la democracia (ibíd., p.
89).
Esto se ha añadido a una falta y a una total ausencia de la política
tradicional, incapaz de dar respuestas adecuadas a los problemas
emergentes. Además, a mediados de los años setenta, la relación
sobre el estado de la democracia promovido por una comisión
trilateral, que había implicado personalidades con autoridad del
mundo político, económico y financiero americano y también de
otros continentes, financiado por la Rockefeller Foundation, puso en
marcha un debate significativo, sobre estas problemáticas. Para salir
de los complicados problemas de una democracia y de un estado
sobrecargado de problemas de gestión, se proponía solicitar a otras
instituciones, prestaciones que ya no pueden ser gestionadas por lo
público (ibíd., pp. 101-2). Se había establecido proponer gobiernos
nacionales e internacionales, autoridades independientes de los
partidos que evitarían el derroche precedente y aumentarían la
eficiencia de las prestaciones. Lo público se había convertido,
quizás con un poco de razón, en el tipo ideal negativo de la
ineficiencia y del derroche, y el bienestar no en una institución y una
conquista a reformar sino, a menudo, a demoler.
También la izquierda, con una reinterpretación de temas
ideológicos a los que ya no se puede volver, ha trasladado su focus
hacia temáticas que conciernen principalmente a valores
postmaterialistas del bienestar, del vivir bien, del comer sano. Los
derechos civiles empiezan a estar presentes en las agendas
electorales. Lo que falta es una visión de conjunto, un programa en
el que incluso la individualidad tenga su ubicación programática.
Una perspectiva que no puede ser ya la antigua ideología ni
tampoco su eliminación. Además, es necesario señalar como en la
concepción weberiana, en un principio, la burocracia forma parte del
desarrollo y del paso a la sociedad moderna. Lo público no es el
enemigo a combatir, no es la institución que obstaculiza la sociedad.
Su correcto funcionamiento, es en realidad, ese catalizador social
que, por el contrario, hace que los ciudadanos sean los actores
protagonistas de una comunidad.
Son estos últimos los que, junto a asociaciones e instituciones
privadas, determinan la sociedad entera. Deberían favorecer el
orgullo de clase tan importante para Weber, el sentimiento de
pertenencia a una institución que es de todos y que favorece un
estado democrático y pluralista (ibid, pp. 170-1). Lo confirman las
observaciones del politólogo Norberto Bobbio: “Estado democrático
y estado burocrático están históricamente mucho más conectados el
uno con el otro de lo que su contraposición pueda hacer pensar.
Todos los estados que se han vuelto más democráticos se han
vuelto al mismo tiempo más burocráticos” (Bobbio, 1984, p. 22).
Las degeneraciones y los derroches son elementos que hay que
combatir con fuerza, justamente para volver a dar dignidad y orgullo
a una burocracia que no puede ser vivida, a menudo con razón,
contra el ciudadano, sino que debería ser su tutela. El error del
pasado, y también contemporáneo, es contribuir a alejar a los
ciudadanos del Estado, favorecer modalidades de gestión
independientes no de los partidos, sino de la política democrática
tradicional. Se ha favorecido la gestión del estado del bienestar con
modalidades dirigidas externas, nombradas sin embargo por la
política y los partidos. Los derroches y las ineficiencias no han
disminuido, es más, han aumentado sin control. Hay que favorecer
una cultura cívica, sobre todo en un país como Italia que carece de
ella por su historia y tradición en el que lo público y lo privado no
deberían estar en contraposición. Uno y otro juntos, podrán
contribuir a mejorar una democracia enferma, devolviendo dignidad
y autoridad a una clase media que no puede sentirse huérfana de un
estado que no le pertenece.
5. Modalidades del populismo
El populismo, termino abusado pero que muchos estudiosos
reclaman para explicar la difícil evolución de las democracias
contemporáneas, se amplifica en estos años. Ya en 1999 el
sociólogo francés Alain Touraine, subrayando la vuelta del actor
social, destacaba algunas características del populismo moderno
(Touraine, 2000). La relación directa, inmediata, sin mediaciones
entre el demos y quien se legitima no a representarlo, sino a guiarlo.
Es una política mediática, in-mediata, una fuerte crítica a los
intelectuales. Son los hombres sencillos, comunes, los que pueden
entender los problemas del pueblo. No se necesitan mediaciones de
los aparatos y de los partidos tradicionales. El populismo puede
conjugarse también con el nacionalismo, pero no en el sentido
positivo del término. Es siempre una situación ad excludendum: es
encerrarse en sus propias fronteras contra los demás que
amenazan nuestras conquistas nuestros intereses. El espíritu
independentista y separatista de la Liga en Italia tiene a favor a tres
ciudadanos de cada diez (datos de 2014). No por casualidad uno de
sus mensajes fundamentales es la lucha contra el erario. Retener en
el norte el 75% de los impuestos es para algunos constitucionalistas
una propuesta difícil de aplicar. Será un problema del futuro, aunque
lo importante es hoy. El nacionalismo del populismo mitifica el
demos, que ocupa un espacio real pero también imaginario: el
heartland, la tierra patria (Taggart, 2002, p. 13). Es una tierra patria
irreal, que responde a un sentimiento de crisis y a emociones más
que a un proyecto pensado y aplicable a la realidad.
Las palabras tienen que llegar directamente al pueblo: cualquier
persona puede comprenderlas. La simplificación, pocos mensajes
que remitan al imaginario que puede convertirse en realidad, sobre
todo en un momento de escasos recursos como el actual. Para
algunos el populismo es también demagogia: el origen es siempre el
demos. No es importante la aplicación de las propuestas. En años
en los que los sentimientos y las emociones han sustituido casi la
racionalidad, el mito es fundamental, el sueño de lo que, quizás,
pueda convertirse en realidad. La política ha renunciado a proponer
ideales compartidos, y el mesianismo populista viene a ocupar este
vacío. El demos es sagrado, se asocia al ethnos. El populismo se
sedimenta sobre todo cuando las ideologías parecen desaparecer,
es más, se llega a afirmar peligrosamente que han desaparecido. El
demos y la clase media que es parte constitutiva de él, no pudiendo
encontrar quién los represente, comparten la situación de
Cenicienta, como escribe Taguieff, citando una reflexión de Berlin
(Taguieff, 2003, p. 187)[47]. El populismo es un zapato que el
príncipe, insistiendo en la búsqueda de su propietario, conseguirá
calzar por fin a alguien.
Las investigaciones sobre el voto populista dado a los partidos del
Front National de Le Pen, en Francia, y del FPÖ de Jörg Haider en
Austria, a finales de los años noventa, confirman que la elección de
partidos populistas de derechas “es probablemente un voto sobre
todo de desconfianza en las reglas del juego político y en las élites
tradicionales” (Mény, Surel, 2009, p. 267). Los electores de estos
partidos son favorables a la idea de tener un hombre fuerte que
pueda tomar decisiones más rápidamente que el parlamento.
Además, es preferible pronunciarse directa y regularmente que votar
cada cuatro años.
Una vez más la democracia directa contra la representativa. Se
pueden recordar en años pasados, las afirmaciones de Silvio
Berlusconi, contra la pérdida de tiempo de los trabajos
parlamentarios que obstaculizan las decisiones del gobierno. O bien
el intento de hacer votar, en el aula, al representante de los grupos
parlamentarios, excluyendo a diputados y senadores. El populismo
moderno, si aceptamos esta semántica, es antiliberal, contrasta
profundamente con el constitucionalismo, modalidad de la
democracia contemporánea. Es una lógica que viene de lejos, como
ya hemos visto, proviene de aquella vertiente populista de la
Revolución Francesa de Rousseau y de Robespierre al que se
contraponía Tocqueville (ibíd., p. 281).
Otra característica del populismo, también del tradicional ruso,
americano y argentino, es su desarrollo en momentos históricos de
crisis, cuando las sociedades se dirigen hacia la modernidad
(Taggart, 2002, p. 28)[48]. Es el pueblo de las multitudes, ya no
ideológico ni dividido en clases rígidas. Un pueblo sin
representación, que actúa casi individualmente, como señaló Canetti
en Masa y poder. Un pueblo que se encierra en sus territorios, en
sus comunidades, que tiene miedo de una globalización que lo
desorienta. Un pueblo que se refugia en un exceso de ecologismo
radical y reivindica un estilo de vida natural, no el artificial de las
metrópolis[49].
Las ideologías tradicionales, de derechas y de izquierdas, ya no
son necesarias, el populismo las ha superado como tampoco lo son
las luchas de clase: la falta de igualdad social y económica están
causadas por las instituciones a las cuales se opone. La
modernidad, no la de Internet o la de las redes sociales, es el
enemigo, como el liberalismo que llevó a aquella forma de
democracia representativa con la que él mismo se contrapone. Una
de las mayores expertas en populismo, Margaret Canovan, sostiene
la complejidad y realidad de tal concepto. Se pueden encontrar
algunos núcleos principales, la llamada al pueblo y la desconfianza
frente a las élites, pero muchas otras situaciones “pueden tanto
combinar como separar a las categorías” (Taggart, 2002, p. 40).
El populismo es una mezcla de posiciones a veces de contrastes,
pero que sigue su línea interpretativa. Uno de los aspectos más
peligrosos es la fuerte contraposición al sistema de partidos. Los
problemas actuales de estos últimos no quieren y no pueden ser
resueltos por los populistas. Estos no se relacionan con las
instituciones: instituciones que son el tipo ideal de la distancia entre
la vieja política y el demos. El problema real es cuánto podrán incidir
en la sociedad, ¿conseguirán resolver los problemas de una
democracia morbosa? El desafío ha sido lanzado pero no se ven
soluciones concretas, solo eslóganes, a veces de gran efecto y con
los que, en parte, se puede estar de acuerdo.
No obstante, las soluciones de los problemas son más
complicadas. Son necesarias élites más conscientes y menos
reacias (Galli, 2012). Se propone una relectura “del elitismo en clave
dialéctica y no positivista, contenida en una específica filosofía de la
historia” (ibíd., p. 71). Es imprescindible obstaculizar La rebelión de
las élites de Lasch con la competencia y la responsabilidad
exactamente como señaló Ortega: “no por casualidad un elitista
como Ortega y Gasset elaboró el binomio conceptual
ejemplaridad/docilidad, queriendo significar que las masas siguen a
las élites a condición de que estas tengan la capacidad de ofrecerse
como modelos civiles y culturales” (ibíd., p. 76). Los partidos son
necesarios y funcionales en una democracia verdadera y consciente
de sus objetivos (Ignazi, 2012). Este es el desafío de la época
contemporánea: compleja y difícil.
En la democracia "del público” es necesario vigilar para que la
ciudadanía activa extraiga la esencia vital de un populismo que
tiende a invertir los ideales y los procesos democráticos
(Rosanvallon, 2006, p. 247). El populismo transforma al pueblo en
juez en contra del estado y de las instituciones que representan al
enemigo. Canetti lo ha descrito bien en muchas de sus
modalidades. Lo conducen las emociones, los sentimientos, como
había intuido también Le Bon. La opinión pública debería vigilar con
todas aquellas posibilidades de participación que los derechos de
ciudadanía ofrecen a los ciudadanos. Las posibilidades que Internet
y las redes sociales pueden ofrecer, en este caso, es positivo. Lo
importante es que “la contrapolítica (o contrademocracia) no quede
expuesta al riesgo de convertirse en anti política” (Urbinati, 2010, p.
551). La distinción puede ser difícil, pero es clara y neta. La primera
es conciencia crítica, análisis no banal y superficial, es proyecto y
razonamiento. La segunda, la anti política, se nutre de populismo y
de ambigüedad, se sirve de un líder mediático, un padre que actúa
de juez destructor. Una virulenta fuerza destruens que no se
confronta con la representación, sino que quiere eliminarla (ibíd., p.
552). Usa un lenguaje fácil, sencillo, accesible, que en parte puede
también manifestar malestares reales, pero lo que le falta es el
proyecto. Queda solo la destrucción, no la voluntad de construir. Es
necesario entonces, contribuir a formar un ciudadano vigilante,
rechazando con fuerza las sirenas del ciudadano destructor. Es
imprescindible educar a las personas para una participación crítica,
seria y responsable, evitando atajos que deslegitimen la
democracia.
4
El populismo: desde sus orígenes hasta la
posmodernidad

1. El populismo ruso
El populismo histórico no nació en la Europa occidental, sino en la
Rusia del siglo XIX por obra de grupos de jóvenes estudiantes e
intelectuales. La palabra tiene su origen en el término ruso
narodničestvo que, a su vez, derivaba de narod, pueblo. De aquí
también el termino narodnik, “populista” (Bongiovanni, 1996, p. 703).
Con el ascenso al trono, a mediados de 1800, de Alejandro II, se
difundieron las voces de una distribución de tierras a los campesinos
que pensaban poder convertirse, por fin, en agricultores libres. Miles
de personas se pusieron de camino hacia las ciudades para que les
confirmaran la noticia. Se sucedieron revueltas y desórdenes porque
había pocos que supieran interpretar las ordenanzas del zar: el
analfabetismo era altísimo. Los campesinos se negaron a trabajar
las tierras de los señores. De las huelgas pasaron a negativas netas
y violentas (Venturi, 1972, p.25). Para apoyarlos, llegó el movimiento
estudiantil que dio al populismo la primera ayuda consistente. Los
jóvenes universitarios, aprovechando el aire de revuelta que llegaba
del campo, reivindicaban un acceso más libre a las universidades,
hasta entonces limitado casi exclusivamente a aquellos que iban a
convertirse en funcionarios del Estado. Quedaban excluidos todos
los demás: campesinos, burgueses, soldados, mercaderes (ibíd., p.
32). Moscú y San Petersburgo fueron las dos grandes sedes de la
revuelta. El gobierno hizo alguna concesión pero las luchas y
revueltas se extendieron hasta el campo con el apoyo de
vanguardias de estudiantes y también de algún profesor.
Una de las figuras más representativas fue el intelectual
Alexander Herzen que, desde su exilio de Londres, incitaba a los
estudiantes a la revuelta: “todo hombre que valga algo, allá donde
vaya, llevará consigo la ciencia, no la ciencia de estado cuyo
objetivo es solo la instrucción, sino la ciencia viva, cuyo objetivo es
la educación, sin clases, universal. Necesitamos maestros viajeros.
Para llegar a ser un hombre libre hay que pasar por el pueblo” (ibíd.,
p. 48). El populismo nacía en estos años, se asociaba a las
tradiciones populares del pueblo campesino y del folklore ruso. Se
alimentaba, sin embargo, de la lecturas revolucionarias de textos
franceses y de filosofía alemana de los estudiantes universitarios
(ibíd., p. 54). La Europa de las revoluciones de 1848 llevó a las
vanguardias de estudiantes, cultos y politizados, a reivindicar
libertad y participación. El populismo llevó también al nihilismo:
grupos clandestinos de intelectuales, los llamados Zemlyá i Volya,
que leían a los revolucionarios franceses, Vico, Herzen y también a
Mazzini (ibíd., p. 90). Tierra y libertad era su palabra clave.
Combatían contra el centralismo estatal y contra el de San
Petersburgo. Opinaban que se debían privilegiar las comunidades y
tradiciones locales.
En el interior de los grupos revolucionarios y populistas en
aquellos años efervescentes, las posiciones eran diferentes y
contrapuestas. Existía La joven Rusia, un folleto popular,
clandestino, que proponía, basándose en las lecturas de Mazzini y
de la tradición Jacobina, “la comunidad de la tierra con una
redistribución establecida por normas generales y aplicada por las
asambleas de las aldeas” (ibíd., p. 162). A esto se contraponía
Herzen, no en nombre de un jacobinismo ruso, sino de un populismo
más conectado con las tradiciones rusas del pueblo. Es interesante
notar también la relación con la revolución americana y el debate
sobre el federalismo que, de esta manera, se trasladaba también a
Rusia a través del nihilismo. Los regionalistas querían una Rusia
dividida en diferentes estados, entre ellos Siberia; y a los
revolucionarios puros les interesaba sobre todo la revolución social y
campesina. Muchos grupos populistas compartieron más tarde
posiciones terroristas. El zar Alejandro II fue asesinado por algunos
de estos grupos.
De estas breves notas históricas se pueden sacar algunas
reflexiones. ¿Se puede comparar el populismo original de las
vanguardias estudiantiles con el contemporáneo? O, más
correctamente, ¿con todas aquellas manifestaciones de democracia
totalitaria o morbosa, con una fuerte crisis de representación
presente en Italia pero también en otras naciones de Europa?
Obviamente el contexto histórico político es profundamente
diferente.
Hay algún punto de contacto con los neopopulismos como, por
ejemplo, el rechazo de la democracia representativa, la relación
directa con el pueblo o el fuerte contraste con la ideología tradicional
y el intelectualismo. Aunque, en realidad, las vanguardias
estudiantiles eran cultas y habían leído, en gran parte, a los
revolucionarios franceses, italianos y americanos. Los grupos
populistas y nihilistas estaban, en su interior, muy fragmentados y
divididos. Algunos rechazaban las ideologías, otros estaban más
cercanos al socialismo o al anarquismo.
La Revolución Rusa de 1917 complicará todavía más la situación.
El contexto histórico e ideológico, al igual que las perspectivas, eran,
sin embargo, muy diferentes del polisémico y variado mundo
populista contemporáneo. Los populistas rusos tenían un proyecto
propio que más tarde fracasó preparando las bases para la
Revolución de Octubre. Estos pensaban poder resolver la cuestión
social feudal rusa. Había en algunos un espíritu positivo, un mensaje
optimista de poder alcanzar un objetivo social que se podía
compartir por el bien de la comunidad. Usando una terminología
contemporánea, el populismo ruso, en algunas de sus
manifestaciones, tenía una posición humanista y reformista
(Taguieff, 2003, p. 45).
Una posición muy diferente de los ritos burdos, y a menudo
vulgares, de algunos líderes carismáticos contemporáneos: de Silvio
Berlusconi a Beppe Grillo. Son mucho más evidentes las referencias
a la vulgaridad de la que hablaba Ortega. Una vulgaridad que
arenga el demos en el presente, pero que no consigue proyectar un
futuro sin una perspectiva que no sea demagógica. Además también
la heartland propuesta es un refugio en la misma comunidad cerrada
entre aquellos que tienen recursos y que no quieren compartirlos
con los demás. El rechazo de la democracia representativa, en
muchas de las instancias populistas, es la salvaguarda egoísta del
propio status obstaculizado por un exceso de mediaciones. Este es
el motivo por el cual emprendedores y representantes de las
categorías que no se sienten ya tutelados entran directamente en
política, rechazando las mediaciones tradicionales. También esto es
un vulnus a la democracia. Es muy difícil que una parte pueda
representar el todo. El mandato, ya se ha visto, no puede ser directo
e individual, sino general y universal. Por lo menos en sus
intenciones, sobre todo en la democracia del público, en la que cada
vez más, el medio es el mensaje.
2. El populismo americano
La segunda realidad populista significativa es la americana, que
se afianzó en los Estados Unidos después de la Guerra de
Independencia en el siglo XIX. El People’s Party, conocido más
adelante como Partido Populista, fundado en el noroeste de los
Estados Unidos , en Cincinnati, Ohio, conformaba la reacción de los
granjeros y de los propietarios de tierras (pequeños campesinos)
contra el poder excesivo del sistema bancario y de las grandes
finanzas americanas (Bongiovanni, 1996, p. 703). El populismo
americano compartía con el ruso la idea de una salvación que
residía en el pueblo. Un pueblo, en principio, no reaccionario y
conservador sino “democrático, de orientación progresista y
reformista” (Taguieff, 2003, p.112).
Aparecía en el debate constitucional del federalismo una reacción
al peso excesivo de un Estado centralista en nombre de una
autonomía local y comunitaria. Una posición muy diferente del
centralismo estatal con un estado centralizador nacido con la
Revolución Francesa. La diferencia entre Francia y los Estados
Unidos de América es precisamente este aspecto, que tiene su
origen en la diferente historia de los dos países. Los franceses
tuvieron que derrotar, con violencia y dramáticas luchas intestinas,
los privilegios del status de unos pocos que acumulaban todos los
derechos. Los americanos, en cambio, querían salvaguardar su
independencia y autonomía de Europa, con un Estado garante de la
unidad.
Como ya se ha destacado anteriormente, con la institución de
pesos y contrapesos, la Constitución Americana reequilibraba en
parte el poder del pueblo con la elección indirecta del presidente de
la república, eligiendo a los cabezas de partido, representados por
los Estados federales. El partido populista consiguió, sin embargo,
incluir al principio de la constitución las significativas palabras We
the People. Palabras que el presidente Obama pronunció
repetidamente en su discurso programático en el juramento de la
presidencia en la reelección en Washington, el 21 de enero de 2013.
El complejo organigrama constitucional americano es una mezcla
de elementos que intentan equilibrar el dualismo típico entre el
poder del pueblo y el de un Estado necesario como unificador, pero
no entrometido en la autonomía de cada individuo. Esto explica el
frecuente recurso, en cada uno de los Estados federales, a los
referéndums y a formas de democracia directa sobre cualquier tipo
de tema para comprender la orientación de la opinión pública. En el
pasado, una de las características sobre las que se fundaba la
sociedad civil americana era el asociacionismo fundamentalmente
de carácter religioso. Razón por la cual Tocqueville prefería la
democracia americana advirtiendo, sin embargo ,del peligro de la
dictadura de la mayoría, evitando los riesgos ya señalados de una
democracia totalitaria.
La importancia de la religión cristiana, en su vertiente protestante
y en la católica, está en el origen de la fundación del nuevo mundo.
Los Padres Fundadores, que fundaron los Estados Unidos
procedentes de Gran Bretaña en el barco Mayflower, a mediados
del siglo XVII, eran protestantes. Alexander Hamilton, uno de los
padres fundadores de la democracia americana, en un ensayo
publicado en The Federalist, una colección escrita en 1788 para
convencer a los miembros de la asamblea del Estado de New York
de que ratificasen la Constitución de los EEUU, hablaba así de la
Revolución Francesa:
Volviendo a examinar el horrible espectáculo de la Revolución Francesa, es difícil
pasar por alto aquellos factores que revelan un plan dirigido a trastornar la razón
humana en sí misma y que, al mismo tiempo, minan los venerables pilares que
sostienen el edificio de la sociedad civil. El intento, por parte de quien gobierna la
nación, de destruir todas las convicciones religiosas y pervertir a toda una
colectividad, llevándola al ateísmo, es un fenómeno de disipación cuya única
intención es cometer la infamia de los reformadores amorales de Francia (Hamilton,
1995, p. 87).

La diferente posición de Francia y EEUU con respecto a la


religión, aspecto tan característico de EEUU desde su fundación, se
puede colocar dentro de la libertad religiosa (Diotallevi, 2010, pp. 57-
139). La primera enmienda introduce en la Constitución Americana
el reconocimiento de algunos derechos individuales. No pueden
establecerse iglesias que pertenezcan al estado y no se pueden
obstaculizar prácticas ni convicciones religiosas. De esta manera,
distingue el sociólogo Diotallevi la laicidad americana de la laïcité
francesa: “Las propuestas sobre la religión que aparecen en la Carta
de Derechos de los Estados Unidos son históricamente parte
integrante del diseño y de la realización de un sistema político
basado en la regla de los checks and balances” (ibíd., p. 62). Las
fuentes de los padres fundadores eran Locke, Montesquieu, y
Diotallevi resalta como “James Madison se hallaba lejos de la
orientación de Rousseau” (ibíd., p. 65).
Las tres revoluciones, la inglesa, la francesa y la americana, que
han fundado la democracia moderna, definieron asimismo las
premisas para una relación diferente entre el pueblo y el poder. Se
confirma como un demos absoluto, o sea, suelto y desvinculado de
todo control, puede ser un peligro por su auto referencialidad. No
obstante, también un demos que no siente al Estado como parte de
sí en una comunidad que se cierra en un localismo exasperado y
exclusivo, es fuertemente negativo. El problema es lograr encontrar
un buen equilibrio entre el pueblo y las instituciones que deberían
representarlo, en una democracia que no pretende ser exhaustiva.
Una de las causas fundamentales del populismo estadounidense
fue la dramática depresión de los EEUU de finales de 1800, sobre
todo en los estados del sur y en el medio oeste. Los populistas se
oponían al monopolio de las compañías de ferrocarriles, a las tarifas
proteccionistas que perjudicaban a los propietarios. Asimismo, eran
contrarios al oro convertido en la única moneda de cambio y querían
volver a la plata usada en años anteriores. Del mismo modo que
ocurre ahora, ya algunos partidos auspician la vuelta de las
monedas locales -el euro se ha convertido en una de las causas
populistas de la recesión actual-, también entonces los bancos y
Wall Street representaban el tipo ideal de la crisis económica.
Otro miedo populista fue el naciente melting pot americano
(Bongiovanni, 1996, p. 706). Los extranjeros, las diferentes etnias y
religiones eran un obstáculo para la unidad de la nación. El
populismo, procedente de la Reforma protestante y de la Ilustración,
“especialmente el pietismo y el racionalismo, iban a mezclarse en la
constitución de la trama de significados que subyacen en la palabra
‘americanismo’” (Taggart, 2002, pp. 48-9). La religión ha sido
siempre importante y determinante “desde su fundación”, en la
república americana (Tonello, 2007, p. 48). Desaparecido
formalmente en los años siguientes el People’s Party, durante la
Guerra Fría las instancias populistas coincidieron con las posiciones
más reaccionarias y conservadoras de la derecha republicana. Esta
última no dudó en instrumentalizar el pensamiento de un conocido
filósofo americano, Leo Strauss, volviendo a proponer un
nacionalismo cada vez más inclinado a la derecha y contrario a
cualquier intervención pública en la educación y en la sanidad (ibíd.,
p. 53).
En la breve reconstrucción histórica del populismo americano, que
se entrelaza con la historia republicana del país, es útil aludir a las
observaciones del politólogo americano Robert A. Dahl. Autor de
muchos textos sobre la democracia, a él se debe el origen de la
palabra poliarquía para explicar el desarrollo de la democracia
moderna. Este término indicaba un ordenamiento político
caracterizado por al menos siete instituciones (Dahl, 1990, pp. 334-
5) como, por ejemplo, elecciones libres y regulares con
representantes elegidos por sufragio universal. Además, para
favorecer una información alternativa real, asociaciones libres e
independientes de ciudadanos, también los partidos podían tener un
papel decisivo. La poliarquía, de esta manera, podía establecer una
conexión directa con la democracia. Ahora la situación ha cambiado
desde que los padres fundadores y los constitucionalistas
establecieran las reglas democráticas, es más, republicanas, de la
Constitución Americana (Dahl, 2003). El estudioso americano señala
un dato interesante que contribuye a explicar mejor cómo la
democracia y la república pueden ser conceptos específicos y
diferentes. Pueden complementarse, sin embargo, para mejorar el
funcionamiento del propio sistema democrático parlamentario.
Dahl recuerda que los constitucionalistas querían crear una
república y no una democracia, como escribió Madison en el número
10 de The Federalist (ibíd., pp. 113-4). Por república se entendía un
“gobierno de la representación”. De forma diferente, la democracia,
como hemos visto anteriormente, recordaba la Revolución
Francesa, con sus ineficiencias y también con sus dramas y peligros
de una democracia directa. Con una precisa reconstrucción
histórica, el politólogo americano subraya algunas deformaciones e
ineficiencias como “el compromiso de Connecticut” (Piazza, 2011, p.
33). Los estados pequeños, sobre todo los del sur, consiguieron
imponer el principio de tener en el senado igualdad de número de
representantes que los estados mayores. En caso de derrota de su
propuesta, se independizarían de la Federación. Una situación “de
desigualdad, con mucho la más extrema, superada solo por Brasil y
Argentina” (Dahl, 2003, p. 36). Dahl reconoce también la fidelidad
del pueblo americano a los principios republicanos: “una ‘religión
civil’ de apoyo a la democracia” (Piazza, 2011, p. 43).
Observaciones interesantes de un estudioso de la democracia que
intenta comprender cómo conjugarla con la globalización.
No obstante, es necesario preguntarse qué grado de democracia
tienen las instituciones internacionales. Y cómo las democracias,
incluida la americana, pueden y deben reformarse para lograr una
ciudadanía cada vez más participativa, en el nuevo mundo y
también en Europa. Una plutocracia económica y las
concentraciones mediáticas son solo algunos de los peligros para
una poliarquía cada vez más debilitada. Las observaciones de Dahl
confirman que la democracia, incluso la de uno de los países
fundadores, debería verse siempre sometida a controles. Los
ciudadanos no deberían dar por sentado su funcionamiento, sino
vigilar y estar atentos a las posibilidades de mejora de sus
funciones.
3. El populismo argentino
La historia y los dramáticos acontecimientos del peronismo
argentino se encuadran también en un recorrido populista. La
interpretación histórica de los mismos es, sin embargo, más
compleja y contradictoria que la del populismo ruso y la del
americano. Entre los análisis más significativos, son importantes los
de Ernesto Laclau y de Giuseppe Germani[50].
Laclau, politólogo argentino, se define un post-marxista y con
respecto a las interpretaciones expuestas anteriormente, su visión
del populismo es totalmente diferente. Ya a partir del título de su
libro, La razón populista, manifiesta la diversidad positivamente. La
sociedad no es un conjunto compacto y sólido, sino que en ella
conviven varias formas de antagonismo discursivas y dialécticas en
el interior de las cuales prevalecen exigencias sociales, incluso
insatisfechas, que interpelan al Estado y sus instituciones. El pueblo
representa las necesidades del populismo: estas surgen en el
interior del campo social. He aquí por qué en su análisis, Laclau
recuerda también la Psicología de las masas de Le Bon, uno de los
primeros estudiosos que indicó los fenómenos psicológicos como
“aspectos permanentes de la sociedad moderna” (Laclau, 2008, p.
21).
Asimismo, el psicoanálisis de Freud nos ayuda a comprender más
profundamente el ánimo humano de aquellas multitudes y masas
protagonistas de la modernidad. Este experto del populismo es el
más atento al aspecto psicológico, en parte también positivista,
recordado en la primera parte del texto. Reconoce a los estudiosos
franceses haber sido los primeros en entender la evolución del
individuo, sobre todo, en su aspecto psicológico y emotivo.
El populismo participa en la dialéctica de la política. Se ocupa de
líderes y de jefes. Este se presenta “como una posibilidad concreta y
siempre presente en la estructura de la vida política”, no puede ser
instrumentalizado ideológicamente, debería ser considerado en su
contexto histórico y político: tiene una razón y una racionalidad
(ibíd., p. 14). Laclau va más allá diciendo que la relación entre
democracia y populismo puede ser conflictiva: “la construcción de un
pueblo revela la conditio sine qua non del funcionamiento
democrático” (ibíd., p. 160). La identidad democrática se convierte
en identidad popular. Esta última no es rígida y puede cambiar, tal y
como sucedió en América Latina justamente gracias a los
movimientos populistas.
A diferencia del populismo americano, en defensa del hombre
medio y en contra los grandes terratenientes, corrompidos por la
oligarquía financiera, el peronismo argentino fue un fenómeno
predominantemente urbano. Se convirtió en régimen en los años
cuarenta y cincuenta del siglo pasado, tenía su fundamento en la
relación entre el jefe, Juan Domingo Perón, y las masas. Sin
embargo cristalizaban alrededor de la clase media y de la popular,
expectativas insatisfechas de libertad política, y también peticiones
de redistribución de las tierras. El pueblo se asociaba al mismo
tiempo a una fuerte propuesta de un estado nacional, contra los
poderes oligárquicos (ibíd., pp. 184-5). El populismo latinoamericano
era estatalista, a diferencia del europeo y del estadounidense, en su
mayoría comunitarista. Se confirman las afirmaciones de Margaret
Canovan: los populismos son histórica y geográficamente diferentes.
Los contextos los diferencian y por eso los análisis pueden ser
divergentes y al mismo tiempo complementarse.
El peronismo no puede ser definido solo como régimen de
derechas o de izquierdas porque en su interior, de forma alternada,
estaban presentes elementos de ambas ideologías, y la historia de
su fundador, Perón, lo confirma. Era argentino, nativo de Buenos
Aires, entró en la escuela militar de joven realizando una rápida
carrera. Fue también observador militar en Italia, a finales de los
años 30, abrazando la ideología fascista. Los generales que con
Perón tomaron el poder en Argentina en un principio estaban
orientados hacia el fascismo y el nazismo (Germani, 1975, p. 85). El
análisis del estudioso italiano Germani es interesante porque
introduce -en el estudio del populismo, del autoritarismo y del
fascismo- realidades diferentes pero comparables, elementos
nuevos y significativos. Aparece, en el origen de estos movimientos,
cómo la importancia de las clases y de la estratificación social, en un
periodo de transformación de la sociedad, con el paso a la
modernidad. Su hipótesis es que en el proceso de secularización
creciente de la modernidad existe la necesidad de mantener, de
alguna manera, valores de referencia y de integración. El
autoritarismo podía ser uno de estos valores, (ibíd., p.17).
La movilización social de amplias franjas de población tuvo un
papel significativo con una resocialización para apoyar el cambio y
el nuevo régimen peronista. La crisis de 1929, origen también del
populismo americano, fue una de las razones que favoreció el nuevo
régimen con la élite de los criollos, descendientes de los europeos
que vivían sobre todo en las ciudades. La burguesía media-alta, con
la ayuda de los mestizos y de las clases más bajas, fue la
protagonista de la revolución. Estaban también aquellos que habían
leído a los ilustrados y a los revolucionarios franceses y americanos.
La cultura y la historia europea también habían llegado a América
Latina. Surgieron caudillos locales, a menudo de origen mestizo,
indio o negro, que, a su modo “representaban una forma de
democracia elemental” (ibíd., p. 55). Era una democracia autoritaria,
con símbolos de origen mixto entre la democracia europea y el
gobierno absolutista tradicional de América del Sur, una forma de
regímenes autoritarios relativamente ilustrados.
La ideología de estas clases sociales que se estaban formando
era difícil de identificar. Las modalidades tradicionales de la
distinción europea entre derechas e izquierdas eran inadecuadas
para poder identificar a la nueva democracia latinoamericana que
estaba naciendo. Contribuyeron a formarla elementos de ambas
posiciones en un nuevo crisol. Estos movimientos, como bien
resume Germani, eran típicos no solo de la realidad argentina, sino
también de otros países latinoamericanos: Chile, Brasil o Colombia.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Argentina quedó dividida
en dos zonas principales: el centro, más desarrollado, con grandes
ciudades y un proceso de modernización avanzada, y las periferias
con una población numerosa pero excluida de la modernidad
presente. Una modernidad que los emigrantes rurales conocían
cuando llegaban a las ciudades (ibíd., p. 82).
El nacionalpopulismo, variante latinoamericana del populismo
tradicional, en su especificidad peronista, consiguió unir el
proletariado urbano con la burguesía industrial. Esto sucedió
también en la Segunda revolución peronista en 1973: Perón
reconquistó el poder con el apoyo de las clases populares y medias.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Argentina sufrió una fuerte
migración. Los extranjeros se habían ido y de las zonas rurales se
trasladaban a las ciudades proletarios muy diferentes de la
precedente inmigración urbana europea.
El peronismo intentó unir esta segunda Argentina que estaba
naciendo. Se usaron técnicas específicas de un régimen autoritario:
concentraciones de masa y el uso de los mass media, sobre todo la
radio, que hacía propaganda de la figura carismática de Perón como
un hombre que intentaba ayudar a los pobres contra los ricos y los
poderosos (ibíd., p. 157). Los sindicatos eran un medio para ayudar
a los trabajadores, pero estaban reconocidos solo los del régimen.
También se intentaba obstaculizar los grandes latifundios, pero sin
obtener resultados significativos. Era una forma de socialismo
nacional, modalidad típica de los países del tercer mundo o de los
que se encaminaban a la modernización, con un totalitarismo visto
ya también al principio del fascismo y del nazismo (ibíd., p. 163).
Estas breves notas históricas sobre el peronismo confirman que
las características del populismo moderno, si así queremos llamar a
la transformación democrática de los regímenes o de algunas
formas de democracias, hay que contextualizarlas en el periodo
histórico que se analiza. Cada país o nación tiene su propia historia
de la que no se puede prescindir. En el análisis de Germani hay una
anotación interesante que subraya cómo las democracias
anglosajonas y los países escandinavos quedaron fuera de estas
realidades de “modernización retrasada” con derivaciones populistas
(ibíd., p. 203).
Algunas reformas de Perón fueron positivas: la introducción de un
salario familiar para los empleados públicos y la tutela de la
enfermedad y de la maternidad. El objetivo era defender a los
trabajadores contra los empresarios en un sindicato que, al estilo
fascista, en cambio, era totalmente dependiente del Estado “al que
debía obedecer eliminando toda peligrosa pluralidad de tendencias y
de ideas” (Tranfaglia, 2010, p. 43). Perón nacionalizó también
algunos sectores vitales del estado: desde los trenes hasta los
servicios públicos, oponiéndose al modelo liberalista clásico.
También la popularidad de su segunda mujer, Evita, contribuyó a
alimentar el mito de la “nueva Argentina” (ibíd., p. 45).
Un populismo, el latinoamericano, y el peronismo en concreto, con
luces y sombras, que puede confirmar la tesis del politólogo
argentino Laclau. El populismo es una realidad compleja. En
algunos contextos puede considerarse un momento de transición
positivo, quizás incluso necesario, si consigue dar respuestas
positivas a problemas que parecen sin solución durante años.
4. ¿Una Europa populista?
Europa vive un fuerte momento di crisis. El Euro, una moneda
única que en las expectativas de promotores y fundadores de la
Unión Europea debería haber resuelto los problemas económicos de
las naciones con dificultades, superando la inflación y promoviendo
el crecimiento, se ha convertido en cambio, en el responsable de la
recesión contemporánea. El pacto fiscal europeo, o sea, el pacto
presupuestario que algunos gobiernos, como Italia, han incluido en
su programación económica, divide las opiniones de los
economistas.
Algunos de estos sostienen que es un límite para el desarrollo y el
crecimiento en un momento tan dramático para el trabajo y para las
empresas (Brancaccio, Passarella, 2012). Otros, entre los que está
el ex presidente del gobierno Mario Monti, economista y
anteriormente rector de la Universidad Bocconi, afirman en cambio
que es una modalidad inútil para rebajar la deuda pública y ayudar a
los países a ser más virtuosos en sus cuentas. Además, hay una
contraposición entre países del norte de Europa, más rigurosos y
prudentes en el gasto, y los mediterráneos, Italia entre ellos,
acusados desde siempre de una hacienda alegre y de ser
económicamente poco fiables. La contraposición está entre
Alemania, rigurosa, y el resto de Europa, que se siente rehén del
BCE (Banco Central Europeo), vivido no como tutela de las
naciones sino como guardián severo del rigor, sin corazón y sin
alma.
Los liderazgos europeos no parecen encontrar acuerdo entre ellos
y la habitual posición euroescéptica de Gran Bretaña, reforzada por
la administración del conservador Cameron, también por motivos
electorales internos, es un obstáculo para muchas decisiones
incluso en la programación económica para los años venideros.
Todo esto aumenta la distancia entre los ciudadanos y una Europa
cada vez más alejada de las preocupaciones y de los miedos de una
clase media fragmentada y sin puntos de referencia, hostil a una
globalización también vivida como causa de la recesión. La pregunta
de muchos es, entonces, si la UE es una solución o un problema.
En un clima tan exasperado, en muchos países europeos, tanto
del norte como del sur, algunos partidos tradicionales, y también
nuevas formaciones políticas, son cada vez más euroescépticos,
abrazando incluso tesis populistas con las características expuestas
anteriormente. La simplificación populista se lanza contra el
inmigrante, preferiblemente islámico, o contra el extranjero del país
vecino que roba trabajo a los propios residentes. Además, los
partidos y sus tecnócratas se convierten en la causa de la recesión.
Los financieros y los gobiernos son capaces solo de crear
impuestos, sin dar más soluciones para un bienestar costoso e
inadecuado. El populismo contemporáneo transforma los problemas
reales y concretos en odio y resentimiento hacia las instituciones,
los gobiernos y los partidos. Con un peligroso exceso de
simplificación se corre el peligro de eliminar la política tradicional, y
también la democracia.
Uno de los países en los que a menudo resultan evidentes derivas
populistas, que intentan explotar los problemas y emergencias
económicas contra la casta tradicional de los partidos, es Francia.
La orientación jacobina reaparece casi como un río calizo, en
algunas situaciones importantes, elecciones presidenciales u otras
decisivas para la nación, chocando con la vieja política. Todo esto
tiene lugar en momentos históricos particulares, como afirma el
estudioso Shmuel Noah Eisenstadt: “El caso francés muestra cómo
bajo este tipo de presión las tendencias y las decisiones pluralistas
no se desarrollan con facilidad. La debilidad de su proceso de
crecimiento genera, a su vez, el tumulto institucional del que pueden
ser protagonistas las democracias constitucionales” (Eisenstadt,
2002, p. 113). Podemos recordar el fenómeno del poujadismo
(1953-56), del nombre de su fundador, Pierre Poujade, propietario
de una papelería de la provincia francesa que se opuso a una
inspección fiscal en su tienda y que empujó a los artesanos y a los
comerciantes a la rebelión y a la revuelta contra los impuestos. La
protesta iba dirigida también al parlamento y al Estado, cómplices de
un fisco enemigo de los ciudadanos. Estuvieron presentes también
las típicas modalidades populistas: antisemitismo, xenofobia y anti
intelectualismo.
En las elecciones presidenciales Marine Le Pen, líder del Front
National, expresaba así el resentimiento de su partido hacia Europa:
“hoy en día parece que el funcionamiento democrático de nuestra
república está fuertemente obstaculizado. Tanto por la sumisión de
nuestras leyes a las autoridades europeas no democráticas, como
por derivas del ejercicio del poder que refuerzan ulteriormente el
déficit democrático”[51] .
Después de la masacre de Toulouse, a manos de un musulmán
en una escuela hebrea en marzo de 2012, en la que murieron
asesinados niños y militares de origen magrebí, el miedo hacia el
Islam se amplificó y se instrumentalizó con palabras muy
vehementes: “vosotros afirmáis que una nación multicultural puede
vivir en paz, y yo pienso que no podrá nunca suceder[52]”. La
emigración es también la causa del paro: «en Francia hay, si se
cuentan todas las categorías de parados, casi cinco millones de
nuestros compatriotas en busca de trabajo a tiempo completo. La
inmigración se instrumentaliza para rebajar los salarios de los
trabajadores franceses a causa de subastas a la baja que utilizan
los capitalistas para generar ganancias cada vez mayores con el
beneplácito de nuestros líderes»[53].
Un sistema electoral mayoritario de doble turno, la elección directa
del presidente de la república y el semipresidencialismo a la
francesa proporcionan, sin embargo, esa estabilidad al sistema
institucional que consigue soportar y controlar derivas populistas
que podrían desestabilizarlo. Se confirma que un buen
funcionamiento democrático depende también de una buena ley
electoral que genere estabilidad y gobernabilidad.
En Grecia, uno de los países mediterráneos que está sufriendo
más por la recesión, algunas formaciones de derechas e izquierdas
criticaron abiertamente a Europa en las elecciones nacionales de
junio de 2012. Se acusa al viejo continente de haber provocado la
dramática situación económica en la que se encuentra la nación. El
partido neonazi Alba Dorada, con dieciocho parlamentarios elegidos,
es el quinto partido griego. En su estatuto se afirma que se admite
solo a quien es de sangre aria y de descendencia griega y, por ello,
ha sido acusado de antisemitismo. El partido promovió, en un 2013
de dramática pobreza y paro juvenil, iniciativas que podrían
considerarse dentro de la categoría estado del bienestar chovinista:
ayudar, con la distribución de pasta y otros géneros alimenticios,
solo a los ciudadanos blancos y a los residentes en Grecia.
Podemos recordar cómo en la posguerra italiana, episodios
similares del candidato Lauro en Nápoles, que distribuía pasta a
quién se comprometía a votarlo (Tarchi, 2003, pp.95-102). Así
describieron el hecho algunos periódicos italianos: “En la cola de la
pasta y del aceite están los habitantes del centro histórico de
Atenas, a decenas, hambrientos a causa de la crisis, asediados por
inmigrantes, empujados a los brazos del partido de extrema derecha
Amanecer Dorado” (Coppola, 2012, p. 18). El partido propuso
también un programa social denominado Médicos con fronteras.
Escribía el periódico El País: “Tras los repartos de comida, el Banco
de Sangre y el Trabajo para Griegos, sigue la obra social de
Amanecer Dorado en el ámbito de la salud y la atención médica,
dirigida exclusivamente a griegos” (Sánchez- Vallejo, 2012, p. 7).
Se confirman así las tesis populistas de los partidos de
neoderechas. El desprecio del extranjero, el inmigrante convertido
en chivo expiatorio del paro y de la recesión, un orgullo nacionalista
de un país cerrado en sus fronteras, casi una autarquía que
recuerda a la del fascismo. Se acusa asimismo a la finanza
internacional y a los medios de comunicación, tesis que se pueden
encontrar en la web: “The national resistance of Golden Dawn
against the bailout-junta will continue too. Both inside and outside
the parliament. We will continue the struggle for a Greece liberated
from global speculators. For a Greece independent and proud. For a
Greece that will not be a social jungle because of the millions of
illegal immigrants they brought into our homeland, without asking us.
The victory of the Golden Dawn is a victory against the dictatorship
of the mass-media”[54].
No muy diferentes son los contenidos de los partidos de las
neoderecha de la Europa del norte. En Holanda, uno de los
personajes políticos que ha suscitado más clamor ha sido el
sociólogo Pim Fortuyn, perteneciente primero al partido socialista y
después fundador de un partido populista liberal-conservador. Fue
asesinado por un activista de izquierdas en 2002. Su visión religiosa
era significativa, conservadora y reaccionaria. Reprochaba a la
Iglesia Católica holandesa un modernismo típico de los protestantes
y del mundo islámico que “rompe nuestros vínculos con una
tradición rica y secular; han interrumpido el camino de un magisterio
eclesiástico, doctrinario y dogmático incapaz de ver la tradición
como fenómeno cultural vivo que se ha de dejar intacta en herencia
y posiblemente imponérsela a los vivos” (Fortuyn, 2007, p. 87).
Otro importante exponente holandés de la derecha populista es
Geert Wilders, elegido para la Cámara de los Diputados en 1998,
fundador del Partido por la Libertad. En las elecciones de
septiembre vio disminuido su peso electoral, pasando a la oposición.
Son significativas sus palabras que reafirman conceptos extremistas
ya señalados precedentemente. En un discurso pronunciado en
2009 en California se expresaba de esta manera que
La libertad de expresión ya no existe en Europa. Me gustaría decir algo sobre el
Islam y la sharía. El Corán pide la sumisión, el odio, la violencia, el homicidio, el
terrorismo y la guerra. El Islam moderado no puede existir. Mahoma era un guerrero,
un conquistador, un pederasta y un asesino de masas. No considero que el islam
sea una religión, es esencialmente una ideología política y una ideología totalitaria.
No es compatible con nuestra civilización occidental. Ahora los musulmanes
integristas quieren llevar a cabo la sharía en las sociedades occidentales. La sharía
es exactamente lo contrario de la democracia, no tenemos alternativas. Tenemos
que frenar la islamización del Oeste. Si seguimos así llegaremos al fin de la
civilización europea. No nos someteremos nunca al totalitarismo islámico[55].

También en 2009, en Roma, insistía en sus conceptos: “Oriana


Fallaci es uno de mis héroes y siguiendo sus pasos, voy a
advertirles de una gran amenaza. El Corán considera a los hebreos
monos y cerdos. El Islam es el caballo de Troya en Europa.
Debemos proteger nuestros valores y nuestras libertades, nuestra
civilización. Si no lo hacemos, Europa se convertirá en Eurabia[56]”.
En Dinamarca, la líder del Partido Popular, Pia Kiaersgaard, sigue
en la línea de los otros partidos populistas con la demonización del
Islam. En una entrevista de 2010 proponía impedir la sintonización
de canales televisivos árabes, Al-Jazeera y Al-Arabiya, acusados de
sembrar odio contra la sociedad occidental[57]. Los inmigrantes son
considerados estafadores del bienestar puesto que de ninguna
manera pueden contribuir a la mejora de la sociedad danesa[58]. Se
insiste en la propuesta de un bienestar chovinista que ayude
solamente a los autóctonos. Los recursos son limitados y los
extranjeros, sobre todo los islámicos, son nuestros peores
enemigos.
No muy diferente es la situación en Finlandia respecto a los
países mediterráneos. El Partido de los Verdaderos Finlandeses, de
derechas, comparte también las posiciones extremistas contra
Europa antes expuestas. En los países más avanzados el viejo
continente se ve como un súper estado central que malgasta los
recursos productivos de quien ha ahorrado siempre. Una vez más
prevalece el concepto de relajamiento de los países mediterráneos
contra el rigor de los nórdicos. Algún analista interpreta las
diferentes posiciones también en clave religiosa: católicos contra
protestantes. Puede haber una parte de verdad en ello. Hemos visto
cómo la religión es una variable importante en los Estados Unidos,
pero también en las posiciones extremistas de algunos partidos de
la neoderecha europea. En algunos casos, existe una referencia
instrumental a la religión y a la Iglesia Católica. Timo Soini, el
político finlandés más votado en los últimos años, con el 10% del
sufragio, desde 2009 diputado del Parlamento europeo, cristiano
católico, es uno de los representantes más significativos del partido
de los verdaderos finlandeses. Es significativa su afirmación sobre la
leche finlandesa, símbolo de ese bienestar que debería servir solo a
los autóctonos: “La vaca finlandesa debería se ordeñada en
Finlandia y la leche no debería ser enviada de regalo al
extranjero”[59]. Está clara su posición respecto a Europa y a los
bancos:

Nuestros líderes piden cada vez más préstamos para pagar a los bancos, quienes
devuelven el favor restituyendo el dinero a nuestros gobiernos. Hemos hecho la
promesa solemne de oponernos al salvamento de los Estado miembros. Europa
padece la gangrena económica de la insolvencia, tanto pública como privada. Se ha
tomado la decisión de pasar las pérdidas a los contribuyentes a través de préstamos,
garantías y constructos opacos como el Fondo Europeo para la Estabilidad
Financiera. El dinero no ha servido para ayudar a las economías endeudadas. ¿Por
qué la criminalidad organizada de las extorsiones Bruselas-Frankfurt obliga a estos
Países a aceptar dinero y a recuperar los planes que inevitablemente fracasarían?
[60]
Soini recuerda también su conversión al catolicismo: “Yo soy un
convertido, empecé mi camino de conversión en Irlanda en 1987.
Había pensado ya antes en la conversión, porque Juan Pablo II
había sido muy valiente hablando de la sacralidad de la vida
humana y contra el aborto. Después de Irlanda, asistí a un curso de
ocho meses en Finlandia y entré en plena comunión con la Iglesia
católica en mayo de 1988[61]”.
En Suecia los Demócratas Suecos, partido de extrema derecha
con su líder Jimmie Akesson, en 2010 sostenían que el islam era la
mayor amenaza para el país: “Hoy la élite multicultural sueca no ve
en absoluto los peligros del islam. Como demócrata sueco considero
esto la mayor amenaza exterior desde la segunda guerra mundial
hasta hoy»[62].
Hungría es uno de los países, desde el punto de vista político,
que, gracias al primer ministro Viktor Orbán, ha llegado más lejos en
sus reivindicaciones populistas y de extrema derecha xenófoba y
antisemita. En abril de 2010, el partido Fidesz, la Unión Cívica
Húngara, conquistó la mayoría con dos tercios en el Parlamento. Se
trata de un gobierno autoritario que adopta leyes punitivas contra la
información y la magistratura. La Corte Constitucional podrá
impugnar solo en la forma y no en el contenido cualquier futura
enmienda. La libertad de opinión y de expresión podrán ser
limitadas “si se hiere la dignidad de la nación húngara” (Tarquini,
2013, p. 36).
La situación es muy ambigua y peligrosa desde el punto de vista
jurídico. Orbán ha querido limitar también la autonomía del banco
central de Budapest. Además el primer ministro exaspera, con
modalidades extremistas y reaccionarias, su confesión cristiana
católica: “Hungría es un país cristiano. El cristianismo es la marea.
Los húngaros son individualistas y pro libertad. Pero la libertad no es
propiedad de los liberales”[63]. En una entrevista para el periódico
alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung de 2012 vuelve con el
estribillo contra el Islam y una Europa que ha perdido sus raíces:

Vemos en este mapa una Europa cada vez más débil. Estamos perdiendo
continuamente importancia y disminuimos numéricamente, respecto a la población
mundial, y también respecto a la anterior Europa. Nuestra cuota en el comercio
mundial y en el PIB mundial sigue disminuyendo. La mayoría de los líderes europeos
ha perdido la fe en lo que hizo grande a Europa. No podemos dejar de ver que los
que van llegando ahora vienen para defender su propia identidad espiritual. Los
pueblos islámicos, el Islam. Los pueblos asiáticos las tradiciones asiáticas y su
sistema espiritual. No se trata solo de Dios, sino también de la cultura influida por
sus creencias tradicionales. Además ¿quién ha elegido a la Comisión Europea?
¿Dónde está su legitimidad burocrática? ¿Ante quién es responsable el Parlamento
Europeo? Estos son problemas muy serios frente a la nueva arquitectura europea.
Me gustaría apuntarme la destrucción de la izquierda como un éxito mío
personal[64].

Estas breves observaciones sobre algunos partidos de la


neoderecha en Europa, con algunas derivas populistas, pueden
sugerirnos algunas reflexiones y análisis. En muchas naciones del
viejo continente el aumento de la presión fiscal, la drástica recesión,
el miedo a los extranjeros, incluso del vecino confinante y el odio por
la política tradicional aumentan la separación y las protestas. Un
fuerte viento amenaza con arrasar a los partidos tradicionales,
incapaces de renovarse, pero lo nuevo que avanza es una incógnita.
Las elecciones en Italia de febrero de 2013 lo confirmaron.
También en Alemania, país más sólido que Italia por su historia e
instituciones, el viento de la protesta llegó en 2011 a Berlín en las
elecciones regionales de la capital alemana, con el partido de los
Piraten, seguidamente también a las regiones de Saar y de
Schleswig-Holstein. No de derechas, sino post-ideológico en gran
parte formado por jóvenes de la web, el nuevo partido alcanzó casi
el 8%. Podían ser la competencia de los Verdes, mucho más
enraizados en el territorio y presentes desde hacía muchos años en
el parlamento. No se reconocían ni en la derecha ni en la izquierda y
habían conseguido imponerse como novedad respecto a los
partidos tradicionales alemanes[65]. Ahora según los últimos
sondeos, sin embargo, son relativamente fuertes todavía en Berlín,
pero en otros Länder no alcanzan el mínimo 5% necesario para
entrar en el Parlamento. Las contraposiciones y las contradicciones
internas están favoreciendo rivalidades y odios entre ellos. El
problema de muchos movimientos populistas no estructurados y
fundados solo en la democracia directa, exactamente como en la
antigua polis griega, es que no favorecen la estabilidad ni una
programación para el futuro.
Se reciben protestas, incluso legítimas, pero la incógnita es
conseguir canalizarlas de manera constructiva, positiva, para
favorecer la renovación de la democracia y no su aniquilación,
incluso institucional. Este es el verdadero desafío de los
movimientos populistas. No es suficiente suscitar las peticiones de
renovación, seguidamente, es necesario construir y favorecer reales
alternativas de gobierno, no solo de oposición.
5. ¿Una Italia populista?
Las elecciones políticas y regionales italianas de 2012-2013
confirman que el viento populista, si así se puede llamar por
simplificación semántica, se ha convertido en un tornado que
amenaza con arrasar no solo una democracia morbosa sino también
el frágil tejido institucional italiano.
Más todavía que el europeo, el populismo italiano viene desde
muy lejos.
Es la confirmación de una historia de la democracia, en Italia,
atormentada y accidentada. Una unidad nacional conquistada
recientemente, no hace más de ciento cincuenta años y poco
sedimentada en las conciencias individuales de los ciudadanos. Un
regionalismo que no ha conseguido integrar las diferencias y las
características específicas convirtiéndolas en una oportunidad de
crecimiento cultural y económico para todos. Un norte productivo,
pese a que la crisis ha alcanzado el tejido económico de pequeñas y
medianas empresas, que se siente responsable, económica y
fiscalmente, de un sur acusado de malgastar recursos e incapaz de
renovarse. El dato más preocupante y que crea inquietud es, en
cambio, otro.
Históricamente, norte y sur todavía no han conseguido compartir
una idea de Estado que unifique nuestras posibilidades de
crecimiento y de maduración identificando y proyectando objetivos
comunes. Un bienestar, que hay que renovar, capaz de crear una
ciudadanía inclusiva entre los autóctonos y los extranjeros que
quieran integrarse en una comunidad inclusiva y no exclusiva. Una
fuerte contraposición entre instituciones públicas y privadas, todavía
presente que, además, va en aumento. A las primeras se les acusa
de ineficiencia y de inutilidad. Tampoco la educación, con la escuela
y la universidad, que ven reducidas cada vez más las inversiones y
recortados los fondos incluso para los estudiantes becados, parecen
ser una prioridad para los gobiernos.
Asimismo, la opinión pública parece comulgar con estas tesis y la
autoridad del cuerpo de enseñanza está cada vez más en crisis. La
cultura, en lugar de ser un recurso a desarrollar, se considera un
lastre que hunde el tesoro del Estado. Alemania y los EEUU, aun en
situaciones económicas diferentes, han elegido la educación y la
cultura como prioridades incluso para relanzar la economía. El
aumento de la tasa impositiva, o sea, la redistribución entre quien
tiene más en favor de quien tiene menos, afecta cada vez más a la
clase media en crisis y desorientada, que ya no acepta un bienestar
vivido ya no como ayuda sino como derroche de bienes que
pertenecen a los ciudadanos. El aumento de la esperanza de vida y
la baja natalidad italianas, han creado una fuerte fractura
generacional entre los jóvenes, precarios en el trabajo, y los
mayores, que deben permanecer en él, en cambio, todavía más
tiempo. Una fractura que un cuidadoso proyecto político, y también
educativo, debería recomponer, pues el bien común pertenece a
todas las generaciones. Son significativas las palabras de Raffaele
Simone sobre este punto:
La caída del principio de autoridad ha interrumpido, en general, la conexión, que
había existido entre jóvenes y ancianos durante milenios. Los ancianos han dejado
de ser un cómodo patrimonio "portátil" de sabiduría y experiencia para las jóvenes
generaciones y sin darse cuenta se han convertido en lo opuesto, en desconocidos,
en insoportables aguafiestas, en resumen gente de la que librarse. Cada generación
prefiere renacer ex novo, virgen e inexperta casi como el día de la creación: la
opinión y el saber de los predecesores se han vuelto despreciables o irrelevantes
(Simone, 2010, pp. 95-6).

Además de esto, se ha contribuido también no solo en el trabajo,


sino también en la política, a separar a los jóvenes de un interés
general ya no sentido como tal. Estos, en las elecciones políticas
italianas de 2013, eligieron, preferentemente, el Movimiento 5
estrellas, nuevo en las propuestas y también en las modalidades
como la web y las redes sociales contra las viejas instituciones. Una
segunda fractura generacional, que se asocia a la anterior, explica
por qué, en momentos de crisis como el actual, sentimientos de
fuerte crítica a los partidos tradicionales explotan en votos de
protesta como sucedió en Italia. Durante muchos años estos
últimos, han subestimado la educación política de los ciudadanos,
se favoreció la ignorancia institucional, reaparecida ahora con una
fuerza destructiva que amenaza con destruirlo todo. Se añade a
esto la entrada en Europa y en el euro que muchos ciudadanos no
comprendieron y que no se explicó.
Ahora la misma Europa es acusada de ser la causa de la
recesión. El modelo de sociedad del pasado, con un progreso social
y del trabajo continuo, se ha interrumpido y difícilmente podrá volver.
El politólogo francés Dominique Reynié (2011) explica de este modo
el resultado del voto italiano en las elecciones de 2013:
El resultado catastrófico del voto italiano confirma una hipótesis que formulo en mi
trabajo, o sea la desaparición, en perspectiva, de la izquierda de gobierno en
Europa. La izquierda tiene sentido si hace proceso social y protección. En las
condiciones actuales es imposible, todo lo que puede hacer es mantener una línea
moderada al principio, pero inevitablemente, después debe recurrir a la austeridad
(cit. in Montefiori, 2013, p. 22).

Difícilmente se puede prever el futuro, pero algunos de sus


análisis son interesantes. El riesgo de que la protesta pueda
premiar, como en otros países, a partidos xenófobos y racistas,
puede ser evitado. Los partidos tradicionales, renovados, sin
embargo, deben ser capaces de dar respuestas creíbles y
adecuadas a las preguntas formuladas por los ciudadanos,
apresuradamente estigmatizadas como antipolítica (Spinelli, 2013,
pp. 1-41), y además rápidamente. Cabe señalar que la democracia y
los partidos son una parte integral, incluyendo a los nuevos, que
conforman “una práctica altamente compleja que rechaza las
improvisaciones y es un mecanismo muy delicado que puede
estropearse con el más mínimo golpe” (Bobbio, 1976, p. 47). Los
eventos de este periodo parecen dramáticamente confirmar las
palabras que el politólogo Norberto Bobbio escribió en la década de
los setenta.
La crisis política italiana también tiene motivaciones históricas y
culturales. Lo recuerda en algunos de sus textos el antropólogo
Carlo Tullio Altan. Italia nunca ha tenido una historia lineal, uniforme,
sino que siempre ha estado dividida en muchos Estados y
municipios, bajo distintas dominaciones. Una cultura rica, pero sin
vínculos compartidos. También lo había señalado Canetti para
explicar sus múltiples identidades. A diferencia de Francia y
Alemania, que son naciones con historias diferentes pero que han
logrado encontrar ideales y valores comunes. La particularidad
italiana fue la formación de una burguesía mercantil que no
consiguió forjar una alianza y una solidaridad con las ciudades,
divididas entre ellas, en continuo antagonismo y lucha: “de esta
manera faltó en Italia ese anillo de transición de la sociedad feudal a
la fundada en la primacía del estado absoluto” (Tullio-Altan, 1975, p.
102).
Nuestro país no consiguió identificar un ethnos común, sino un
familismo utilitarista, amoral, como ya había destacado Leon Battista
Alberti en el siglo XV (ibíd., pp. 105-6). Se puede decir que Italia no
ha logrado construir una ideología política que la unificase, como
escribió en la década de los veinte Giustino Fortunato: "la nueva
Italia surgió y se formó gracias a acontecimientos afortunados, con
una sutil minoría de intelectuales que la ayudó. Surgió uno de los
Estados más atormentados del mundo moderno” (Tullio-Altan, 1989,
p. 35). El hombre de Guicciardini, que cuida lo suyo más que los
intereses generales ha seguido identificando el tipo ideal italiano.
En este humus político y cultural se mezclan los complicados
acontecimientos Italianos. Las dominaciones extranjeras fueron
sufridas y combatidas, incluso con violencia, pero utilizando el mito
del pueblo que se convertía en “la única forma elemental de
legitimación para el ejercicio del poder soberano en el estado-nación
moderno” (ibíd., p. 55). Mazzini y Gioberti representaban dos
imágenes del pueblo diferentes: uno de inspiración jacobina y el otro
neogüelfo, confesional. La Revolución Francesa y, más tarde, la
Rusa, también llegaron a Italia implicando a los intelectuales y al
mundo católico. Estas características, tan negativas para algunos
estudiosos y que obstaculizaron el sentido cívico de los italianos,
pueden, sin embargo, ser también un recurso positivo. Destaca el
sociólogo Mauro Magatti recordando el pensamiento federalista de
Sturzo, que quería dar más valor precisamente a municipios y
comunidades locales para unir y no para dividir a la nación.
Acostumbrados a ser dominados por ejércitos extranjeros, los
italianos aprendieron el arte de actuar por su propia cuenta, y a
prescindir de sus instituciones y del poder de turno. Los municipios
siguieron representando el lugar más estable para la identificación
entre los ciudadanos y las instituciones. La misma idea de
italianidad sigue estando fundamentalmente mediada por la
pertenencia local. La idea sturziana de federalismo realza la
dimensión local en la perspectiva de una clara proyección global
(Magatti, 2011, pp. 50-1). Un correcto federalismo, que realce,
partiendo de la base, la comunidad local, pero proyectándola en una
dimensión internacional, podría ser una respuesta adecuada a la
globalización no viviéndola ya como un límite y un obstáculo a lo
local.
El fascismo, otro período de la historia del último siglo que
caracterizó dramáticamente a Italia, inspirándose en las lecturas de
Le Bon, para algunos fue el emblema de un populismo que
desembocó en “escuadrismo” (ibíd., p. 211)[66]. Para el erudito
inglés Lyttelton la ausencia de una burguesía homogénea y unitaria,
una unificación impuesta incluso con la violencia y no interiorizada
por el pueblo, una sociedad civil fragmentada y no cohesionada,
produjo una cultura cívica no unificadora, manteniendo el atraso
cultural del país (ibíd., p. 221).
En este tejido cultural, mucho antes que político, el fascismo no
tuvo dificultades para afianzarse, intentando dirigirse hacia el
pueblo, favoreciendo el mito de la juventud y del salvaje y el mito del
strapaese contra el stracitta, la modernidad corrupta que estaba
destruyendo la tradición (ibíd., p. 241). Ni siquiera la clase intelectual
se sustrajo, según el estudioso Alberto Asor Rosa (1979), a un
populismo incluso progresista que intentaba acercarse al pueblo,
exactamente como las vanguardias rusas.
El populismo italiano, por lo tanto, viene de muy lejos. Resulta
demasiado simplista y corto de vista encuadrarlo en una realidad
reciente que, dramáticamente, está surgiendo en muchos países
europeos. Hay aspectos similares y diferentes, que se conjugan en
el interior de la historia de cada nación. Tenemos que abordar este
fenómeno volcánico que avanza rápidamente con un análisis
profundo y no ideológico. El neopopulismo moderno es una realidad
postideológica, amplificada por la recesión, por la globalización, por
la dramática crisis de los partidos y las élites de representación.
Vivimos en una democracia cansada, que ha perdido todo impulso
vital de repente, aunque los síntomas estaban ya presentes desde
hace ya muchos años, nos hemos dado cuenta de que la
democracia, considerada, erróneamente, obvia y comprensible, está
gravemente enferma y es capaz de infectar otros órganos sanos,
incluyendo las instituciones civiles que son la columna vertebral de
una nación democrática.
Hay que recordar, en Italia, la experiencia del Fronte dell'Uomo
Qualunque*(n.t.), una formación política fundada en 1944 por un
comediógrafo y cineasta napolitano, Guglielmo Giannini, que fundó
una revista semanal satírica con el mismo nombre. En las
elecciones de la Asamblea Constituyente de 1946, conquistó el
5,3% de los votos y treinta escaños. Incluso en las elecciones
administrativas obtuvo un buen resultado, restando votos a la
democracia cristiana. En 1948 logró el 3,8% de los votos con
diecinueve escaños. Giannini quería defender de los partidos a la
gente ordinaria con ideologías tradicionales consideradas incapaces
de tutelar los derechos de los ciudadanos. De aquí el uso del
término hombre ordinario en su movimiento. Publicó también un
libro, La multitud, con el cual el autor acusaba a la guerra, en la que
había perdido a su hijo, de haber sido la causa de la ruina italiana.
Además, los políticos profesionales habían llevado a la nación al
desastre.
Gandhi, con sus ataques contra los partidos tradicionales, ha sido
comparado recientemente con Grillo y el Movimiento 5 Estrellas. Sin
embargo, son los jóvenes los protagonistas de este movimiento y la
Red es su ámbito principal, aunque el Hombre Ordinario era
interclasista como el Movimiento 5 Estrellas. Esto escribía Giannini
en su libro: “¿Qué podía hacer el partido cuando pocos sabían leer,
escribir o hacer cuentas? Buscar un cierto número de hombres que
supieran hacer lo que casi nadie podía hacer. A fin de cuentas, hoy
¿qué está haciendo y qué quiere hacer? Hallar a mil entre cuarenta
y cinco millones de personas, para designar a los diputados y a los
senadores. Sorteémonos nosotros, con calma, y sin complicaciones
esos mil diputados y senadores que nos hacen falta” (Giannini,
1945, p. 281). Una vez más la democracia directa, por elección,
como en la antigua polis, era un espejismo preferible a la
democracia representativa. Es interesante señalar la trayectoria del
upp**(N.t.) o sea hombre polític profesional, cuando llega al
parlamento:
Este es el upp**(N.t.) honrado: aquel del que se puede decir solamente que es un
“profesional de la política”. Cuando después, tras una revuelta popular, tras una
guerra ganada o perdida, llegan al Parlamento y a los ministerios los hombres
nuevos, no educados para un ambiente tan hipócrita, hambrientos y harapientos,
necesitados de todo, no resulta extraño que suceda todo lo que pasó con el
fascismo. El antiguo guardafrenos ferroviario, convertido en Ministrode
telecomunicaciones, llama al director general de ferrocarriles y le ordena que compre
un millón de travesaños: además de suministrar la clásica lista de ascensos,
contratos, y condecoraciones (ibíd., p. 255).

*(Nota del traductor): hemos conservado el nombre original de la formación política cuya traducción es:
"Experiencia del hombre cualquiera" por la importancia del término en el contexto actual italiano y que no
tiene la misma connotación en España.

** (Nota del traductor): acrónimo de la expresión italiana "uomo politico professionale"

Podrían parecer las críticas de hoy en día a la política tradicional


que llevaron al voto político de 2013: efectivamente se pueden
encontrar paralelismos. Como escribe M. Tarchi: “y si bien no
podemos decir que el populismo italiano de los años 90 es hijo del
pasotismo, no hay ninguna duda de que entre uno y otro existen
llamativas disonancias de forma y de contenido” (Tarchi, 2003, p.
91). La historia no se repite con las mismas modalidades aunque las
situaciones sean comparables y es el análisis justamente el que
resalta los aspectos similares y las diferencias.
Antes de comentar el Movimiento 5 Estrellas, una galaxia más
que un partido tradicional, hay que señalar que este movimiento
encaja, una vez más, en la globalización contemporánea. Vivimos
en un momento histórico fragmentado donde las generaciones no
son homogéneas. La comunicación entre padres e hijos parece
haberse interrumpido. Las clases sociales tradicionales ya no
existen y la clase media, fundamento de la democracia, está cada
vez más agotada. La entrada de los medios de comunicación de
masas y de las redes sociales en el área política, junto con la
emotividad, condicionan mucho el resultado del voto. La televisión
todavía es decisiva para una parte de la población que tiene más de
sesenta y cinco años y unos estudios básicos.
Pero también las relaciones personales son cada vez más
significativas. Hay muchos ciudadanos que hablan de política y que
se influyen recíprocamente. En un análisis el experto Luigi Ceccarini
subraya cómo “a la esfera relacional se le atribuye una explícita
influencia sobre el voto” (Ceccarini, 2013, p. 31). El voto actual es
postideológico y por ello mucho más fluctuante que el de los años
cincuenta y sesenta. Se puede elegir a quién votar incluso en los
últimos días. Una parte considerable de la población italiana, casi
una persona de cada cinco, lo hizo en las elecciones políticas
nacionales de 2013 desviando casi dieciséis millones de votos.
Esto supone una fuerte diferencia respecto al pasado, cuando
predominaban las ideologías tradicionales con partidos tradicionales
y el voto era, por ello, muy previsible y estable. A la democracia de
lo público, al homo videns, como lo definía Sartori en los años
noventa, ahora “se ha añadido l’homo loquens y civis.net. Un
ciudadano que está detrás, y más allá, de la video política” (ibíd., p.
38). La política, y las preferencias electorales son cada vez más, el
resultado, y la suma, de mundos diferentes. Los partidos tendrán
que adaptarse a esta complejidad, con decisiones difíciles de tomar.
También porque la situación italiana, como ya habían estudiado
Almond y Verba (1963) en los años cincuenta, todavía está
caracterizada por una escasa cultura cívica y “el sistema de partidos
italianos se mantuvo sin ningún cambio hasta los años noventa[67]”.
Esta incapacidad política de autorreformarse ha sido una de las
razones para el bombazo del Movimiento 5 Estrellas.
6. La Segunda República y algunos aspectos populistas
Para concluir el análisis sobre la crisis de la democracia y de los
peculiares efectos que esta ha tenido en Italia, también y sobre todo
en las elecciones políticas de febrero de 2013, tenemos que hacer
una breve referencia a Forza Italia, formación política nacida en
1994 gracias a Silvio Berlusconi. Esta poco desembocó después en
el Popolo delle Libertà (Pueblo de las Libertades), un término que
quería indicar una renovación política y cultural después de
Tangentopoli, que había anulado casi a los partidos tradicionales y
que fue la principal novedad de la Segunda República.
La caída del muro de Berlín en 1989 había contribuido a debilitar
las ideologías tradicionales y las contraposiciones entre derecha e
izquierda. El nuevo partido, que contenía a Forza Italia y a la Liga
Norte, obtuvo el consenso y recogió las expectativas de una
burguesía media que, desde siempre enfrentada con la izquierda,
tenía sus esperanzas puestas en una revolución liberal del país. Se
añadieron también las reivindicaciones de un norte que ya no sentía
representado su tejido económico y social. La pequeña y mediana
empresa, el pueblo del IVA, que ninguna formación política había
conseguido conquistar. Menos aún una izquierda que, aunque
estaba empezando a renovarse, con muchas dificultades, no
respondía a las exigencias del nordeste, acusado casi solamente de
evasión fiscal, pero sin intentar establecer un diálogo con la parte
más productiva del país. Se han hecho muchos análisis sobre Forza
Italia y el partido de Berlusconi. Ya que la historia es un continuum,
a veces con desgarros y laceraciones violentas, la situación actual
es, en parte, la superación del pasado pero dentro de un surco ya
trazado.
El cavaliere Berlusconi, acusado de populismo, en algunos casos
de desvíos plebiscitarios, ha cambiado y renovado el lenguaje
político. Ha rechazado las ideologías tradicionales,
contraponiéndose al comunismo, muy a menudo con un lenguaje
violento, como muchas veces Ortega indicó que era una de las
características de la modernidad. El comunismo: una ideología no
presente ya en los partidos de la nueva izquierda con las
características del pasado. Evocándolo, sin embargo, casi
diariamente, en los debates y en ambientes públicos, asociado a
una voluntad de la izquierda de ser el partido tradicional de los
impuestos, el comunismo se convirtió en el tipo ideal de un pasado
inadmisible, pero todavía presente en la sociedad italiana.
Además Berlusconi, con un lenguaje ya examinado, típico de los
partidos de la neoderecha, ha simplificado mucho el uso de las
palabras. Como óptimo conocedor y fundador de la televisión
comercial, consideró a los electores, sus potenciales votantes,
personas muy pragmáticas, poco preocupadas por la complejidad
de los problemas pero deseosas de respuestas sencillas, a menudo
incluso banales, que alcanzasen inmediatamente el objetivo. La
izquierda representaba lo viejo, la complejidad también en sus
términos y en las palabras de una historia superada. He aquí por
qué la democracia del público ha llevado a la escena teatral la vida
política contemporánea, como nos recordó Goffman. El mensaje se
aceleró, se convirtió en un format televisivo, con preguntas y
respuestas breves. Numerosas y diferentes son las variables que se
sumaron y favorecieron el “berlusconismo”. Veinte años después del
fascismo, con intervalos de gobiernos de centro-izquierda de
Romano Prodi, pero que sustancialmente no resquebrajaron el
núcleo duro de la nueva derecha italiana.
La bipolaridad – en Italia – imperfecta, como reflejaron las
elecciones de 2013, consiguió transformar los viejos partidos
tradicionales en partidos carismáticos, con la guía del líder de un
partido personal. Sobre todo en la derecha, más moderna en esto
que la izquierda, a pesar de que Prodi fue el único político de centro-
izquierda que consiguió derrotar a Berlusconi dos veces en 2006 por
pocos votos. El deseo de un líder quedó bien representado por el
cavaliere di Arcore justo en un momento como el actual porque,
como subraya el psicólogo Gian Vittorio Caprara “en plena crisis de
identidad, de valores y de objetivos, se advirtió la importancia de
una guía, una dirección, de una autoridad moral, a la que hacer
referencia en la escuela, en la política, en la economía” (2008, p.
201).
Además, el bloque social de los años noventa, implosionado en el
norte después de la caída de la Democracia Cristiana, se
recompuso alrededor de la Liga Norte, obviamente con
características diferentes de las del pasado. Los numerosos análisis
del politólogo Diamanti (1993, 2003) lo confirmaron. En algunas
zonas del noreste, sobre todo en el ámbito provincial, el voto de la
Liga se podía superponer al democristiano del pasado.
Las palabras clave de la derecha se tomaron prestadas del fútbol,
no solo un deporte en Italia, sino un modelo de vida. Entrar en el
campo, equipo, un pase: palabras simples para un elector poco
educado en la complejidad de la política, poco informado,
espectador de televisión más que lector de periódicos, con un nivel
de estudios bajo. Berlusconi se lo recordó en muchas ocasiones a
sus candidatos. Algunos incluso interpretaron su política como la de
un gran seductor, un hombre público poderoso, rico, amado,
narcisista en la época del narcisismo. Un modelo en el que verse
reflejado, exactamente como Narciso. Asimismo, para algunos, era
una persona que había conseguido desenmascarar a un Estado
omnipresente y, desde siempre, poco amado por los ciudadanos,
tanto en el norte como en el sur, por motivos diferentes (Belardelli,
2012, p. 40).
También la religión, en su significado tradicional, formal, no como
expresión de un credo interior, se instrumentalizó como aglutinante
social en el significado durkhemiano del término. “Creemos en la
libertad, en todas sus manifestaciones: en la libertad de
pensamiento, en la libertad de opinión, en la libertad de expresión,
en la libertad de culto, de todos los cultos, de todas los credos que
llevan al hombre a mejorar y a superarse” (Marinelli, Matassa,
2006). Son significativas las palabras pronunciadas en la
manifestación de la Plaza de San Juan de Letrán, en marzo de
2010, en Roma: realizaremos la religión de la libertad: viva Italia,
viva la libertad, viva el gobierno del actuar y el pueblo de las
libertades. Votaremos por un país que sabe anclarse en la tradición
y en las raíces del cristianismo para avanzar unido hacia esa única
religión laica que pertenece a todos los hombres y a todas las
épocas: la religión de la libertad”[68].
En la campaña electoral de 2006, Berlusconi confesó que era el
Jesucristo de la política, sacrificándose por todos. Con ironía, en
2009, definió a su partido el del amor contra el del odio. Los
candidatos a gobernadores de las Regiones, también en 2010, eran
“misioneros de la verdad y de la libertad”. Con un lenguaje religioso,
como en el Credo recitado en la misa, también en la manifestación
pública de la plaza de San Juan de Letrán, pidió que el público se
pusiera una mano en el corazón y recitaran en coro: “frente a este
pueblo representante de todos los moderados, en nombre de la
libertad, me comprometo solemnemente a realizar en mi región, en
sintonía con el Gobierno nacional, todos los puntos del pacto por
Italia presentado hoy por el presidente Silvio Berlusconi”
(Severgnini, 2010, pp. 50-1).
La insistencia de la contraposición amor/odio,
simplicidad/complejidad, libertad/comunismo, nosotros/ellos es la
simplicidad del lenguaje inmediato, claro y sencillo, en el que
Berlusconi ha resultado siempre triunfador (Tarchi, 2003, p.63). La
familia también es uno de los valores instrumentalizados por el líder
del Popolo della Libertà. En 2006, también en la plaza de San Juan
de Letrán, en Roma, habló de esta manera ante una manifestación
contra los impuestos
Porque no nos gusta una mentalidad que menosprecia la familia fundada en el
matrimonio y en el amor entre un hombre y una mujer. Nuestra idea de la política es
plenamente laica pero tiene algo sagrado: “quien cree no está nunca solo”, dijo el
Santo Padre en su viaje a Alemania. Cuando hablamos de nuestro futuro tenemos
que recordar siempre que antes vienen los electores, antes viene nuestro pueblo,
antes vienen nuestras mujeres y nuestros hombres. Hoy en esta plaza, podríamos
repetir lo que dijeron en Boston los protagonistas de la Revolución Americana, a
finales de 1700: No taxation without representation: nada de impuestos sin
representación. Entonces las trece colonias se rebelaron contra las tasas decididas
en Londres e impuestas por un gobierno que no las representaba. Hoy en Italia
estamos en la misma situación. Hay un gobierno contra los ciudadanos. Además
proponemos una sociedad basada en los valores del cristianismo[69].

Se reiteran los temas de los partidos de la nueva derecha: lucha


contra los impuestos, instrumentalización de los valores
tradicionales de la familia y de la religión. Es interesante notar que la
observación no taxation without representation no afecta a los
inmigrantes legales que pagan los impuestos, pero que no pueden
votar ni siquiera en las elecciones administrativas, como sucede en
muchos países del norte de Europa. Respecto a este punto, la
derecha se ha opuesto siempre a una ley que les concediera el voto.
La Liga Norte fue la segunda referencia de la nueva derecha
italiana, con muchas de las características ya existentes
precedentemente en otros partidos de esta tendencia política. Los
últimos análisis la confirmaron como “partido que se ha decantado
definitivamente por la derecha. La Liga Norte entra por lo tanto con
pleno derecho en la familia de los partidos de la ‘nueva’ extrema
derecha, presente en muchos países europeos” (Passarelli, Tuorto,
2012, p. 10). Sin embargo, hay que señalar la fluidez del voto
liguista, característica de estos años postideológicos (ibíd. p. 102).
Las elecciones políticas de febrero de 2013 lo confirmaron
trasladando el voto al Movimiento 5 Estrellas. Ahora el partido de
Maroni, nuevo secretario después de Bossi, gobierna las regiones
más ricas y productivas del Norte: Piamonte, Lombardía y Véneto.
Pero, paradójicamente, la Liga ya no es el primer partido del Norte.
Aun administrando todavía muchos ayuntamientos y provincias, en
las elecciones políticas de 2013 no superó el 4%.
Es significativo recordar las palabras del ex secretario Umberto
Bossi en Venecia, en 2002, que pusieron de manifiesto el carácter
populista, federalista, autonomista del partido, con mucha confusión
y superposición de términos:
Nos corresponde a nosotros, orgullosos de la tradición popular y paisana,
construir un nuevo país. Los pueblos padanos, con la declaración de Venecia del 15
de septiembre de 1996 volvieron a reconocerse y a hablar de su libertad robada.
Tenemos el interés común de rechazar cualquier coartada centralista, cualquier
retraso y cualquier reaparición. Nació entonces el espíritu de Padania, la primera
civilización liberal. Hay exigencias técnicas que imponen una reforma territorial del
Estado, y la exigencia de domesticar impulsos de carácter autonómico-nacionalista
presentes en diferentes pueblos que forman parte del Estado, que sugieren una
elección de tipo federalista. Aquí en Venecia, en el Po, proclamamos la secesión de
Padania del Estado italiano. El programa de gobierno deberá ser, por lo tanto,
consecuente con la voluntad popular a través de una devolución hacia abajo:
devolución, federalismo, regionalización de la Corte Constitucional, el Senado
federal, la coordinación de las regiones, la familia. Todo está parado, también por
una voluntad interior de nuestra propia coalición. El pueblo vuelve a las plazas para
acelerar la revolución federalista que los boyardos amenazan. Nos movemos para
devolver nuestra alma a nuestra gente, en un momento histórico en el que los
poderes mundialistas desaniman a todos los “ismos” a favor del “ismo” único y más
grande, el mundialismo. Integrismo, fundamentalismo, nacionalismo, secesionismo,
todo está prohibido. Viva Padania libre en una Italia federal"[70].

Características populistas parecen aunar también a otras


formaciones del área de la izquierda, como La Italia de los Valores,
cuyo líder, Antonio Di Pietro, ex magistrado, en las elecciones
políticas de 2013 no fue reelegido para el parlamento. Su partido ya
no está representado. En una entrevista el historiador Nicola
Tranfaglia, experto también en populismos, afirmó lo siguiente: “de
la Liga pienso lo peor posible. Es una fuerza peligrosa para el país,
secesionista y antimeridional. Con Di Pietro y Berlusconi tienen un
elemento en común: el populismo” (Privitera, 2011, p. 9).
La instrumentalización de la religión es una de las características
“de los movimientos fundamentalistas contemporáneos” (Eisenstadt,
2002, p. 65), su uso es útil para los partidos de la neoderecha, pero
también para la izquierda. Así Di Pietro escribía en su blog:
“considero que hoy hay más valores cristianos en el pensamiento
político de La Italia de los Valores de los que hay en la devoción de
un senador condenado a nueve años por concurso externo en
asociación mafiosa. Recuerdo a las jerarquías eclesiásticas, y sobre
todo a los ciudadanos católicos que Jesucristo siempre invitó a
presentar la otra mejilla, pero no a cerrar los ojos frente a un político
que se profesa cercano a los valores de la religión católica pero que
viola cotidianamente sus principios[71]”.
Asimismo, otro partido de la Segunda República, nacido de la
escisión de la izquierda de Oliviero Diliberto, puede presentar
algunos aspectos populistas. El sociólogo Aldo Bonomi, refiriéndose
a Nichi Vendola, gobernador de Apulia y fundador del partido de
izquierda Sel, Sinistra Ecologia e Libertà, lo describe como un
populista dulce: “una posible vía de salida de la izquierda de la cupio
dissolvi en que parece haberse metido ya desde hace tiempo”
(Bonomi, 2009, pp. 115-6). El populismo dulce, una forma diferente
para definir esta realidad camaleónica de la modernidad, debería
asociarse a la reconquista del territorio de las comunidades locales,
una apertura desde abajo para contrastar una globalización desde lo
alto. Por ejemplo, una economía basada en la economía sostenible
podría ser una nueva posibilidad de vida para conseguir poner
límites a la fusión entre el demos y el etnos, una realidad peligrosa
siempre presente (ibíd., p. 118). Algunos partidos viejos y nuevos de
la Segunda República presentan así algunos aspectos que pueden
ser reconducidos a un populismo como atajo de una democracia
cada vez más agotada, que corre el riesgo de escapar incluso a sus
propios protagonistas. Es lo que sucedió en las elecciones políticas
de febrero de 2013.
7. El movimiento 5 estrellas
Las nuevas tecnologías, la web y las redes sociales, después de
haber transformado la economía, están cambiando también la
política y la democracia. El éxito del Movimiento 5 Estrellas en las
elecciones de febrero de 2013, que había tenido lugar ya antes en
las elecciones administrativas de primavera de 2012, fue la
demostración. “Italia se ha impuesto como laboratorio de Europa, en
la relación entre la política y la red”, señaló en una entrevista para
un diario italiano el canadiense De Kerckhove, ya director del
McLuhan Program in Culture & Technology de la Universidad de
Toronto (Occorsio, 2013, p. 3).
El resultado del Movimiento 5 Estrellas, casi el 25% del voto de la
media nacional, confirmó una tendencia en las elecciones de estos
años. La derecha y la izquierda han perdido su electorado de
referencia, cada vez más fluido y preparado para votar de manera
diferente a como lo hizo en las elecciones precedentes si la oferta
electoral ya no satisface. El voto, que se puede decidir los últimos
días de campaña electoral, es cada vez menos ideológico,
fragmentado y dividido en las clases sociales y generacionales,
entre trabajadores autónomos, obreros y empleados. Los jóvenes
cada vez encuentran menos trabajo o son precarios, la clase media
no se siente representada ya. Los ancianos están protegidos con la
pensión, pero con una renta incierta que puede incluso disminuir con
nuevas leyes o por falta de su adecuación al coste de la vida. Esta
es la fotografía de la nueva Italia en recesión que resulta de las
urnas. Una Italia quizás previsible, pero que ha cambiado la política
y ha hipotecado, aunque sea difícil comprender cómo se
desarrollará en el futuro, también las instituciones democráticas que
empiezan a peligrar.
El neologismo Segunda República ha perdido su color y ya no
representa la nueva realidad volcánica todavía en movimiento. Una
realidad social que está cada vez más fragmentada y de la que es
difícil captar su verdadera identidad. El fuerte desplazamiento de los
votos de la derecha y de la izquierda hacia el Movimiento 5
Estrellas, en algunas ciudades italianas, confirma como esta nueva
formación política, que se ha afirmado a nivel nacional, es
postideológica[72]. Asimismo, las fronteras entre sociedad, política y
territorio han desaparecido. Se está imponiendo una modalidad
interclasista, típica de nuestro país (Diamanti, 2013, pp. 1-9).
En el norte, el Movimiento 5 Estrellas ha obtenido los votos sobre
todo de la izquierda y de la Liga; en el sur, Reggio Calabria y
Catania, el flujo mayor procede de la derecha. También la Liga, en el
norte, ha contribuido al éxito del Movimiento 5 Estrellas, sobre todo
en Brescia y en otras provincias del Noreste. Se puede afirmar, por
el momento, que el desmoronamiento de la Liga ha premiado el voto
de protesta. O quizás, más correctamente, los pequeños
emprendedores, los artesanos y los trabajadores autónomos, con
los que una vez más la izquierda no consigue entablar un diálogo,
han formulado sus peticiones al Movimiento de Beppe Grillo. Lo
pone de manifiesto una investigación del Departamento de Estudios
del Instituto de la Pequeña y Mediana Empresa. Las peticiones son
siempre las mismas: la reducción de la alta contribución fiscal
(reducción de los impuestos), simplificación de todas las normas
burocráticas para poner en marcha una empresa, el pago de los
créditos por parte del Estado a las empresas ya que más del 50%
de ellas tienen créditos.
En la sociedad moderna postideológica sobresalen fuertemente el
pragmatismo y la concreción, también en las exigencias políticas. El
tema ha reconquistado su importancia, con exigencias específicas
de autorrepresentación De esta manera, los emprendedores,
trabajadores autónomos y los profesionales solicitan un mandato
directo no mediado por los partidos o formas tradicionales de
representación. Los movimientos, en la política y también en la
Iglesia, son los nuevos representantes de esta situación
transformada, con luces y sombras, sobre todo en la política. El
Movimiento 5 Estrellas reivindica una democracia directa
característica de los movimientos más que de los partidos.
El debate de la Revolución Francesa y las opiniones de
Rousseau, señaladas anteriormente, sobre este aspecto, pueden
provocar una crisis en una democracia y en los partidos
tradicionales que con mucha dificultad podrán adaptarse al cambio.
Es significativo que los nuevos parlamentarios del Movimiento
rechacen dicho título, prefiriendo ser llamados ciudadanos, como
durante la Comuna de París (Fornaro, 2013, p. 30). Además, Beppe
Grillo ha criticado varias veces el artículo 67 de la Constitución, que
prevé que el parlamentario ejerza sus funciones sin este vínculo,
preocupado, quizás, por el hecho de que no estando en el
parlamento no puede controlar a los grillini. Es necesario recordar,
sin embargo, que la exclusión de este vínculo, presente en casi
todas las democracias parlamentarias, es garantía de
independencia y libertad de los elegidos. Estos no pueden
representar a grupos restringidos, de presión o lobbies. El debate,
sobre este aspecto, entre federalistas y antifederalistas, en la
redacción de la Constitución Americana, ha servido de ejemplo.
La novedad del movimiento de Grillo fue haber obligado a los
partidos tradicionales a tomar conciencia de la transformación del
país y de los ciudadanos. Ciudadanos cansados de una política
ineficaz e impermeable a las exigencias de cambio procedentes de
la base. Una protesta que se encauzó en la red, en las redes
sociales, con simplicidad y palabras clave. Casi como si la
capacidad y la profundización de los temas de discusión
pertenecieran a un pasado que eliminar. Candidatos, sucesivamente
electos, seleccionados por medio de Internet. Una novedad absoluta
no solo para nuestro país, sino también para otras naciones. Es uno
de los aspectos de la simplificación populista: el rechazo de las
mediaciones tradicionales, la derrota de la casta y de los
intelectuales que solamente han perjudicado al país. Uno vale uno
es la afirmación repetida por el grillino elegido: nadie puede pensar
en tomar decisiones que otros han decidido. Para ello el uso del
referéndum consultivo debería ser la modalidad principal del
Movimiento, en las leyes y en las medidas a aprobar en el
parlamento.
En una entrevista de 2012 concedida a un periódico, Grillo afirmó
lo siguiente: “Nosotros no tenemos nada que ver con el Hombre
Cualquiera. No somos pasotas. No queremos ir adelante, cambiar.
Somos un movimiento de ciudadanos que quiere hacer política de
forma diferente. En los demás países el vacío se llena con camisas
marrones, nosotros llevamos a la política a los Boy Scouts. Chicos
bien (de buena familia). Licenciados. Sin antecedentes penales.
Cultos, curiosos. Yo no soy antipolítico. Estoy contra los partidos.
Puede haber otra forma de democracia. Una híper-democracia sin
partidos. Nosotros hacemos democracia desde abajo” (Stella, 2012).
Estas palabras de Grillo contienen algunos de los temas ya
expuestos en el texto: la contraposición entre la democracia
representativa y la directa o el rechazo de las élites tradicionales y
de los partidos. Esta posición es corroborada también en el texto
escrito por Grillo con Gianroberto Casaleggio y Dario Fo: “Nosotros
somos los portavoces de un movimiento que se está formando. El
líder tiene relación con un partido y nosotros querríamos que los
partidos desapareciesen radicalmente, que hubiese nuevas reglas
de comunidad” (Casaleggio, Fo, Grillo, 2013, p. 79).
Una comunidad híper-democrática recuerda los miedos y las
observaciones de Ortega a propósito de una democracia morbosa,
totalizadora, que corre el riesgo de eliminar todo tipo de desacuerdo
o diversidad de pensamiento. Una democracia totalitaria. El rechazo
de Grillo y de sus parlamentarios a hablar y a conceder entrevistas a
los medios de comunicación es el resultado de una decisión exitosa
de quien, durante estos años, se hizo famoso precisamente gracias
a los medios de comunicación.
Grillo es un producto de la televisión y ha sabido usarla con un
inteligente juego de rebote (Santoro, 2012, p. 34). El actor cómico
genovés, como Berlusconi, ha construido gracias a la televisión una
imagen triunfante para después rechazarla sabiendo que era un
personaje del que no se podía ya prescindir. En esto Grillo está en la
misma línea que el Cavaliere. Ha superado a la política y a los
partidos tradicionales con un lenguaje sencillo, claro, directo,
violento, en un momento de exasperación ciudadana. Quiere
representar a quien no puede protestar: a los jóvenes digitales pero
desempleados, aun teniendo un título de estudio. Es interclasista: al
Movimiento no le interesan afiliaciones e ideologías que representan
el pasado. Ellos se consideran el futuro que quiere conquistar una
esperanza. Con cualquiera. Así se explica la apertura al Movimiento
de extrema derecha Casapound que ha suscitado protestas y
posteriores desmentidos (Giusberti, 2013, p. 9).
¿Cómo considerar al nuevo movimiento? Sería demasiado fácil y
descontado tacharlo de populista. El populismo puede ser
considerado una característica de la modernidad, de una
modernidad que todavía no consigue diferenciar las líneas guía de
acción para un futuro nuevo. Gino Germani lo comprendió y no solo
respecto a los países de América Latina. Su análisis puede ser útil
también para comprender el complicado momento político
contemporáneo.
Sin embargo, hay otros elementos significativos para el éxito del
Movimiento 5 Estrellas. El particular momento histórico de dramática
crisis económica que puede llegar a comprometer las expectativas y
las esperanzas de una generación, los jóvenes, que se sienten
abandonados por los partidos tradicionales y por las ideologías a las
que ya no consideran representativas. Por esto el neopopulismo,
como había comprendido la experta Canovan, se ha convertido en
la modalidad de muchos líderes contemporáneos de los partidos y
de los movimientos de derechas y de izquierdas. Con un fácil ataque
a las ideologías, hablando en nombre del pueblo y para el pueblo
desde Thatcher y Giscard d’Estaing pasando por Walter Veltroni en
Italia (Santoro, 2012, p. 46). Es una antipolítica que, en realidad, es
una política estudiada y profundizada con mucho esmero. Se
rechazan los medios de comunicación sabiendo que así se convierte
en noticia. Se usan paradojas y simplificaciones para causar
reacciones violentas que suscitan emotividad en las personas. Se
eligen temas sencillos de discusión que llamen inmediatamente la
atención de los ciudadanos.
El populismo es un síndrome y no una doctrina como afirman
algunos estudiosos (Corbetta, Gualmini, 2013, p. 209). Es la fiebre
de un organismo enfermo, una situación morbosa que, si no se cura,
corre el riesgo de perjudicar también a los demás órganos. El
grillismo puede lograr un objetivo positivo si contribuye a la
renovación de los partidos fosilizados a causa de los numerosos
años en los que han ignorado las nuevas exigencias y peticiones de
la sociedad civil. El riesgo es que en el paso del papel de
movimiento al de institución el mismo Movimiento 5 Estrellas se
haga pedazos y, con él, también las instituciones democráticas
(ibíd., pp. 213-4).
La característica principal de un régimen democrático es estar en
continua transformación y es muy difícil hacer predicciones para el
futuro, sobre todo en la evolución de movimientos magmáticos como
el Movimiento 5 Estrellas, en períodos de fuerte crisis económica y
generacional como la actual. En los años ochenta, Norberto Bobbio
afirmaba que no sabía qué responder sobre el futuro de la
democracia porque el deber del estudioso, como recordaba Hegel,
no es ni demagogo ni profeta (Bobbio, 1984, pp. 3-4). Ya es
suficientemente complicado estudiar el presente intentando
distinguir las líneas de tendencia de los procesos ya en marcha.
Conclusiones

Crisis de la democracia y de las instituciones, partidos que no


consiguen autorreformarse de forma autónoma, sino solo a causa
de evidentes envites que provienen de los movimientos y de la
sociedad civil, cansada ya de promesas que se aplazan o no se
realizan. Es quizás esta última situación, provocada también por el
Movimiento 5 Estrellas en las elecciones de febrero de 2013 en
Italia, la que obligó a algunas fuerzas políticas tradicionales a
cambiar de modalidad en su planteamiento político. Parece que se
empieza a ver alguna luz en la niebla de la política tradicional que
parecía impermeable a cualquier tipo de cambio. Sin embargo, el
camino por recorrer todavía es muy largo. Las críticas a los partidos
no dan soluciones concretas y exhaustivas para responder a un
modelo, el partido tradicional, al que no se puede solamente criticar.
Se podrían indicar también propuestas de gobierno, no solo de
crítica destruens y de oposición. La recesión y la fuerte crisis
económica no esperan y pueden desestabilizar, incluso
culturalmente, una Europa incapaz de dar respuestas creíbles.
En la primera parte del texto hemos visto que la clase media,
armazón democrático de toda sociedad, conquistó, en la
modernidad, una gran importancia de acción y de pensamiento, pero
también con muchas contradicciones. El estudioso español Ortega y
Gasset las había indicado, sugiriendo también algunas soluciones.
El riesgo del pensamiento único, homologado, y la espiral del
silencio (Noelle-Neumann, 1984) conviven en una democracia del
público que parece dejar patente y clara la participación
democrática, pero muy a menudo prevalece la ficción teatral. Lo que
cuenta verdaderamente es lo que sucede entre bastidores. Está
surgiendo una nueva democracia digital, horizontal, desde abajo,
que en Italia ha desmontado las tradicionales reglas democráticas,
poniendo en crisis a los partidos tradicionales y marcando todavía
más su distancia de las ideologías de derechas y de izquierdas tal y
como las conocíamos antes de la caída del muro de Berlín.
Sin embargo, también la premisa de que las ideologías han
desaparecido es ideológica y ambigua (Bobbio, 2009, p. 21). Hay
que volver a modular las diferencias entre las dos escuelas de
pensamiento, en una sociedad moderna, globalizada,
postideológica. Eliminar la diversidad no es realista y, además, se
corre el riesgo de simplificar el mensaje democrático que, al
contrario, habría que reforzar. La dificultad actual es conseguir
mantener un armazón democrático e institucional en la compleja
sociedad contemporánea.
Existen algunos riesgos. Uno de estos es “la transformación de la
política en tecnocracia”, privando de autoridad a la política y a los
partidos (Ferrajoli, 2012-13, p. 13). De esta manera, los mercados y
una economía desligada de su aspecto social tendrían una posición
de ventaja: ya no habría ningún control de los partidos, de la
sociedad civil, de los parlamentos. Se llegaría a sí a una crisis de la
política que, en parte, está ya sucediendo con derivas populistas
que contribuyen a reducir el poder no solo de la política, sino de las
mismas instituciones democráticas, ya seriamente debilitadas. Se
contribuiría a alejar todavía más a los ciudadanos de un responsable
compromiso con la res publica.
Existen también otros peligros y simplificaciones que pueden
debilitar ulteriormente el ya frágil tejido democrático de Italia: una
ampliación del poder de la magistratura y la “multiplicación de
autoridades independientes, no representativas ni vinculadas al
principio de mayoría” (Mastropaolo, 2011, p. 168). El poder judicial
no puede ser interpretado como un atajo salvador, una corporación
al servicio de algunos y no de la entera sociedad civil, en una
distinción de papeles típica de una auténtica sociedad liberal
(Ferrajoli, 2013). Nos encontramos en una situación anómala: “una
fuga hacia adelante tecnocrática o hacia atrás populista” (Donolo,
2012-13, p. 24). Situaciones, ambas, arriesgadas. En las
democracias constitucionales las instituciones son tales porque
tienen reglas que las identifican y las legitiman (Eisenstadt, 2002, p.
19). Los movimientos, aceptando las reglas democráticas de
representación como la elección al Parlamento, deberían participar
también en la consecuente dialéctica política para contribuir a una
lógica alternancia entre mayoría que gobierna y oposición que
controla. Característica esta de toda democracia moderna. No se
puede rechazar la idea de partido y luego aceptar su presencia en
las instituciones democráticas.
En esta óptica, una discusión sobre el cambio y la transformación
de los partidos es actual y necesaria[73]. Resulta útil para ello el
pensamiento de un emprendedor ilustrado, un humanista, Adriano
Olivetti, fundador de la homónima industria y de las Edizioni di
Comunità. Fue también diputado en 1958 en el Parlamento italiano.
En una redacción suya de 1949, sobre los fines de la política, él
observaba la realidad de una “partidocracia regida por un oculto y
complejo engranaje de intereses y de personalismos. Es el apogeo y
el inicio de la decadencia” (Olivetti, 2013, p. 26). La suya, sin
embargo, no era una crítica destructiva, como escribe en la
presentación del texto el jurista Stefano Rodotà (ibíd., p. 19). Su
posición no puede ser reconducida, de modo alguno, a la
antipolítica, sino, al contrario, predice una democracia integrada con
las comunidades y las exigencias de una sociedad civil a la que se
refiere la Constitución en su artículo tercero. Cada uno debería
sentirse parte de la sociedad, también los trabajadores, tomando
parte en la organización política, económica y social del país. Un
serio intento de reconquistar y recuperar la confianza en cada
componente de la nación. En este proyecto las ideologías
tradicionales, de derechas y de izquierdas, pueden y deben ser
revisadas. Estas son intenciones de fondo, de los comportamientos.
Lo recuerda Norberto Bobbio, en un ágil texto publicado en 1994,
ahora en una última edición publicada de nuevo en 2009 (Bobbio,
2009, p. 71)[74].
El hombre de derechas es, quizás, quien mira la tradición; y el de
izquierdas, el que está proyectado hacia el futuro. En el presente la
situación es, en cambio, más complicada. La estrella polar que
debería guiar a quien tiene como referencia una izquierda reformista
es “una política igualitaria, caracterizada por la tendencia a eliminar
los obstáculos que hacen que los hombres y las mujeres sean
menos iguales. Según lo establecido en el artículo tercero de la
Constitución” (ibíd. p. 117).
Un discurso que, por ejemplo, podría partir de una revisión de un
estado del bienestar cada vez más en crisis y que casi no consigue
construir un nuevo proyecto dentro de una Europa de los mercados
y del rigor. La ausencia de una línea política, de un programa y
también de una ideología está induciendo a los partidos políticos “a
descuidar su función principal, o sea, educar a su propio electorado,
siendo líder de una especie de visión estratégica respecto a una
sociedad bien ordenada» (Offe, 2012, p. 923). Son las palabras del
sociólogo alemán Claus Offe, dirigidas también a su país sobre el
lento declive de una Europa sin alma y sin proyecto, bajo la
amenaza del populismo y de las derivas plebiscitarias.
Las palabras de Ortega sobre el rechazo a alinearse, a priori, con
la derecha y con la izquierda como modalidades ideológicas, no
están en contradicción con las de Bobbio. La perspectiva es
diferente. Ortega tenía un planteamiento más filosófico y educativo
respecto a todo aquello que se refería al hombre y a su análisis.
Había identificado, con exactitud, los riesgos de una sociedad de
masa que estaba haciéndose protagonista de la modernidad. Había
comprendido los límites del ánimo humano, de un hombre que, si no
se educaba y no se acompañaba en su socialización, podría correr
el riesgo del desconocimiento de la sociedad, de sus mecanismos
complejos, de una democracia que fácilmente podía degenerar. Era
muy crítico también respecto a la Ilustración, había comprendido
algunos riesgos, como en algunos cuadros había manifestado Goya,
sobre el que el pensador español había desarrollado una reflexión
(Ortega y Gasset, 2007).
En la nota preliminar del texto, Ortega destaca la originalidad del
pintor español para representar “lo monstruoso y la tosquedad”. Es
una situación típica del ser humano cuando quiere “separarse de la
tradición para aventurarse, de repente, en regiones que un momento
antes parecían inexistentes” (ibíd., pp. 9-10). En el aguafuerte El
sueño de la razón genera monstruos (uno de los Caprichos, una
serie de dibujos del gran pintor español, al que no le faltaban ni la
ironía ni la profundidad de análisis), Goya representa a un hombre
dormido sobre una mesa en la que está escrita la frase de la que el
dibujo toma el nombre. En el fondo, y también en primer plano,
vuelan amenazadores búhos y murciélagos. La interpretación
simbólica es interesante y, en cierto modo, se puede asociar a las
observaciones de Ortega sobre la masa. Cuando el hombre olvida o
renuncia a ser una persona que razona, el cogito ergo sum de
Descartes puede generar monstruos y situaciones peligrosas que
comprometen la propia existencia. Se corre peligro en situaciones
nuevas, imprevisibles, complicadas. Goya intenta describir la
relación entre el populismo y el tradicionalismo del español medio,
en los últimos años del siglo XVIII (ibíd., p. 10). Una relación
ambigua con muchas incógnitas propias de la época.
De alguna manera, es el riesgo que corre la sociedad
contemporánea, en la que parece predominar, en muchas
situaciones, una fuerte emotividad que impide un serio análisis de
los acontecimientos sociales, políticos y culturales (Costa, 2012).
Además la búsqueda de lo nuevo, que a menudo se acompaña de
incompetencia, también en la política, parece casi convertirse en un
valor, rechazando e ignorando una historia que nos pertenece.
Solamente su conocimiento profundo, que puede ayudarnos a
discernir entre lo que todavía es útil y lo que en cambio puede ser
superado, podría ayudarnos a reconstruir un tejido social y
democrático ya gravemente enfermo.
La historia no se repite, pero las situaciones pueden ser
confrontadas, analizadas y estudiadas. El periodo histórico de
Ortega era muy diferente del contemporáneo en el que vivimos. Las
ideologías de aquel tiempo han desaparecido casi, pero ahora hay
otras diferencias no menos significativas y en algunos casos,
igualmente dramáticas.
Las intuiciones y las observaciones analíticas de los estudiosos
citados anteriormente no solo Ortega, sino también Le Bon,
Riesman y Canetti, están todavía de actualidad. El hombre
contemporáneo, que actúa siempre como sujeto social,
desorientado por una globalización económica y cultural, se siente
impotente cuando busca estrategias para reconquistar su
importancia clave. Resulta más fácil seguir las huellas dejadas por
otros, el rebaño de Ortega. Pueden ser las nuevas tecnologías, las
redes sociales, la red, casi una nueva divinidad que ahora dirige
nuestras vidas incluso políticamente. Esta determina nuestra
democracia, más allá de lo público, es una democracia digital, igual
de peligrosa o más que la precedente. Pero la persona, como en el
pasado, se encuentra siempre sometida a los mismos estímulos que
los otros estudiosos habían analizado. Han cambiado solo las
formas y los procesos de actuación.
La heterodirección está cada vez más presente y es determinante
en la vida de los individuos. Con modalidades todavía más
insinuantes que en el pasado, difíciles de evitar y, a menudo, de
derrotar. En la sociedad de lo inmediato, de la velocidad, que hace
de todo lo presente una especie de sacralidad del hic et nunc, sin ni
siquiera el tiempo necesario para interiorizar lo que estamos
viviendo, es necesario reconquistar el pensamiento y el análisis,
como sugerían Ortega y los otros estudiosos examinados.
La educación es uno de los aspectos fundamentales en el cual
insistir para la nueva reconstrucción de una democracia enferma
que desee y consiga encontrar las energías y las competencias para
sanar. Hay que favorecer y alimentar una cultura compartida de
sentir republicano, de unidad entre el ciudadano y el Estado que no
es diferente de él y del que él mismo forma parte. Público y privado
juntos, no en contraposición. La instrucción y la educación son
aspectos diferentes. La primera es deber del Estado: debería ser
una de sus prioridades, incluso en un momento como este con
recursos limitados. La segunda, la educación, debería ser favorecida
por la sociedad y por todos aquellos componentes que la
determinan, sin perseguir un Estado ético como querían los
jacobinos (Mauro, Zagrebelsky, 2011, p. 175). Un peligro, este
último, siempre presente, también en los atajos populistas que
simplifican y banalizan tanto el mensaje como las soluciones. De
este modo, otros podrían elegir, y decidir, por nosotros, eximiendo
de responsabilidad nuestras vidas y nuestras acciones. Es
importante superar la fácil denuncia y el grito que impiden la
escucha y la voluntad de una reconstrucción paciente y continua,
evitando que se traduzca en una peligrosa realidad una famosa
frase del presidente ecuatoriano José María Velasco Ibarra,
reelegido democráticamente cinco veces y destituido varias veces
por los militares: “Dadme un balcón en cada nación y seré el
presidente” (Roy, 2010, p. 2).
La persona es el nuevo sujeto que, en una sociedad postsocial
como lo es la contemporánea, así la identifica el sociólogo Alain
Touraine (2012, pp. 113-28), puede reconstruirla desde abajo,
refundándola también éticamente, con un sujeto protagonista y
conocedor de sus derechos y deberes, que supere también a
partidos y a sindicatos, organizado, horizontalmente, por una opinión
pública bien informada por los media e Internet (ibíd., p. 179).
Evitando, también en este caso, un segundo peligro, siempre al
acecho y, en parte, ya presente también en los nuevos movimientos
políticos: un populismo de la web, hijo de la democracia directa,
heredera de la democracia totalitaria.
Una última observación sobre Europa, pero no la de los mercados
y de las finanzas, sino la Europa de los pueblos, bien distinta de los
populismos presentes en muchas naciones[75]. Una Europa no solo
monetaria, que tantos dramas y recesiones está creando, sino gran
nación, los Estados Unidos de Europa, a los que se referían los
padres fundadores del viejo continente, en aquel “pluralismo que ha
sido siempre el fundamento de la noción de libertad europea. Hoy es
esto lo que está en peligro y es lo que hay que intentar defender”
(Camus, 2012, pp. 48-9).
Ortega, europeísta convencido, pensaba que las dictaduras y los
extremismos de derechas y de izquierdas podrían ser derrotados
justo con un federalismo de las naciones que unía y no dividía,
pronunció estas palabras en 1949 en la Freie Universität de Berlín:
“Yo no recuerdo que ninguna civilización haya muerto de un ataque
de dudas. Creo recordar más bien que las civilizaciones,
generalmente, murieron por una petrificación de su fe
tradicional[76]”. Una afirmación más valida todavía hoy en día.
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Contracubierta

Crisis de la democracia, falta de adecuación de los partidos, de


las representaciones y de las élites en la respuesta a los desafíos de
la globalización. Una clase media cada vez más fragmentada y
expuesta, no solo en Italia sino también en Europa, a derivas
populistas que alimentan formaciones euroescépticas y, en algunos
casos, también xenófobas. Parece ser esta la fotografía de la
realidad política contemporánea, pero la crisis viene de lejos. El
pensador español J. Ortega y Gasset, ya a principios del siglo XX,
en un texto significativo, y que confirma su total actualidad, titulado
Democracia morbosa, señaló las patologías del hombre masa y de
la democracia que estaba naciendo. La crisis del Hombre Medio, la
degradación y devaluación de la cultura parecen ser los signos
distintivos de la nueva democracia postideológica moderna. En este
contexto algunos partidos, que sufren una fuerte crisis de
representación, buscan peligrosos atajos en el uso instrumental del
término pueblo. El resentimiento por la falta de representación de las
justas exigencias de los ciudadanos puede provocar rabia y
frustración con resultados potencialmente desestabilizadores para
las mismas instituciones democráticas. Se necesita, por tanto,
promover una Europa solidaria, con un estado del bienestar
renovado que haga protagonistas a los ciudadanos y no a las
masas.
Monica Simeoni es investigadora y profesora de Sociología de la
Universidad de Sannio (Benevento). Colabora con revistas
científicas sobre temas relacionados con la inmigración, estado del
bienestar, nacionalidad. Entre sus publicaciones se encuentran: Un
medico condotto en Italia, Il passato presente. Un analisi qualitativa,
Milán, 2009; y Big Society. Contenuti e critiche, Roma, 2013, junto
con Franco Vespasiano.
[*]฀ Catedrático de Derecho público comparado en la Universidad de Roma La
Sapienza.
[1] Diamanti, en sus artículos en el diario “La Repubblica”, trata de interpretar las líneas
de tendencia de los italianos en la política analizando también los resultados electorales.
Ha sido uno de los primeros estudiosos de la Liga y del malestar del Nordeste. En su texto
Gramsci, Manzoni y mi suegra (2012a), examina “la personalización de la democracia y la
relación entre persona, pueblo y opinión pública”. Cfr. también Festuccia, 2012, p. 7. El
periodista cita los datos del Eurobarómetro elaborados por la Fundación David Hume: La
aprobación de los partidos se ha reducido al 4%.
[2] Cfr. Lasch, 1992; Cesareo, Vaccarini, 2012
[3] Buzzi, Cavalli, De Lillo, 2007; Garelli, Palmonari, Sciolla, 2006. Los ensayos que
componen el informe IARD sobre los jóvenes y el segundo texto propuesto son una clave
de lectura detallada, en los diferentes ámbitos de referencia, para un análisis de los valores
juveniles, incluso en relación con el mundo de los adultos. El segundo texto, manifestando
alguna diferencia con el primero, analiza el concepto de socialización en un situación de
“pacificación de la familia, que se adapta bien a la larga tregua generacional a la que
asistimos desde hace al menos treinta años” (ibíd., p.21).
[4] Una geografía de la religiosidad en Italia, de la secularización contemporánea en
nuestro país y de los valores compartidos por las diferentes generaciones, divididos por
territorio y regiones.
[5] El ensayo de Putnam ha sido criticado por un excesivo pesimismo sobre la realidad
americana, pero sus observaciones no quieren ser solo críticas negativas. El hecho de
destacar, por ejemplo, la importancia de la televisión que, en parte, ha adormecido las
conciencias individuales y ha transformado también la política y la democracia es uno de
los temas principales de los politólogos, italianos y extranjeros, que hablan de democracia
"del público”, Diamanti, Sartori, Manin, Mény, Surel.
[6] Gauchet, 2005, p. 254: “La individualidad, inevitablemente, se vuelve
autorreferencial respecto a la nación, al Estado y a todo lo que anteriormente podía
referirse a un porvenir común”
[7] El ensayo del sociólogo francés ya en el título localiza en el neopopulismo una
respuesta inadecuada, problemática y peligrosa para una democracia incapaz de
comprender la nueva sociedad globalizada.
[8] En este ensayo, el sociólogo sueco presenta un profundo marco histórico
comparativo de las modernas sociedades europeas, examinando aspectos sociales,
culturales y políticos de cada nación. En la última parte del texto, partiendo también de la
experiencia escandinava, una de las regiones en la que se ha desarrollado un bienestar
entre los más eficientes, el estudioso encuentra alguno de los interrogantes, tratando
también de dar respuestas convincentes sobre el futuro de Europa en el nuevo milenio: el
problema, y la realidad, de la integración de los nuevos migrantes, los nuevos ciudadanos
de Europa; la igualdad de los derechos en el trabajo, cada vez más flexible y menos
tutelado; la integración entre jóvenes y ancianos (una parte de la población que cuenta
cada vez más). Cfr. también Habermas, 2012; Rusconi, 2012.

[9] En este análisis, no político sino cultural, el autor trata de explicar la inadecuación
de la política de izquierdas, ideológica, a menudo abstracta, incapaz de entender a las
masas modernas. El monstruo moderado es el tipo ideal de la modernidad que ha
conquistado Occidente, la cultura de las nuevas derechas (con aspiraciones populistas)
que ha invadido nuestro mundo. Se trata de una transformación comprendida y explicada,
de forma diferente, por un conservador como Ortega y Gasset y por el sociólogo americano
David Riesman.
[10] El estudioso italiano exige a la filosofía, su disciplina de estudio, un planteamiento
importante al profundizar, también desde este punto de vista, el origen y el desarrollo del
concepto de populismo. Han sido importantes, en el nacimiento y en el desarrollo de esta
realidad, la Revolución Francesa y todo el debate sucesivo, también de pensadores
conservadores como Burke y De Maistre. Pero no menos significativas han sido las
reflexiones de la filosofía y de los pensadores alemanes, de Fichte a Hegel y Nietzsche
(populista de élites). A este último se le compara muy a menudo con Ortega y Gasset. El
texto es interesante porque confirma la tesis del populismo como de un concepto
polisémico, complejo, con muchas facetas que va más allá de una definición sencilla y
lineal.
[11] El autor trata de profundizar, desde el punto de vista conceptual, el término
populismo y los múltiples significados que lo especifican, incluso los más complejos. Se
compara con los autores franceses que más han escrito sobre este tema, Taguieff, Mény y
Surel, por ejemplo, pero se señalan también los estudios de Laclau. El politólogo argentino
analiza el tema del populismo desde una óptica peculiar, tratando de ir más allá del
concepto marxista de lucha de clases. El populismo, así, se identifica con un antagonismo
democrático positivo de reivindicaciones de interrogantes políticos, sobre todo en América
Latina: una tesis y una realidad diferente del uso del término populismo en Europa y en
nuestras democracias occidentales.
[12] Cfr. también Pazé, 2011, p. 128.
[13] El filósofo Bedeschi subraya la importancia de Rousseau, tras trescientos años de
su nacimiento, con notas de muchos estudiosos, desde Salvemini a Croce, desde Cerroni a
Colletti, que reflexionaron sobre su concepto de democracia y sociedad civil. En concreto
reproduce las observaciones de Luigi Einaudi en Predicaciones inútiles: “los diferentes
aspectos inquietantes de la idea rusoniana de ‘voluntad general’. Y quien disienta de la
misma debe doblegarse, debe admitir que se ha equivocado, debe reconocer la Verdad.
Rousseau teorizó un Estado totalitario, con conscuencias funestas”.
[14] La estudiosa italiana Nadia Urbinati critica la posición de Talmon y de otros que
destacan la ambigüedad y la peligrosidad del concepto de democracia totalitaria de
Rousseau, cfr. Ocone, 2012. En este artículo el autor hace un esquema exacto sobre las
diferentes interpretaciones del pensamiento de Rousseau, de los marxistas a los liberales y
a los republicanos. Los estudios de Talmon y de Isaiah Berlin subrayan, desde una óptica
liberal, las consecuencias totalitarias del pensamiento rusoniano. Refiriéndose a Urbinati el
autor escribe que “muy probablemente para Urbinati es importante la democracia directa,
casi una forma de centralismo demócrata. Es necesario recordar que el Estado de
Rousseau es el de las pequeñas patrias, de los pequeños municipios como Ginebra, en el
que todos se conocen y por lo tanto el poder legislativo puede coincidir fácilmente con la
voluntad general”
[15] Augé, 1993.
[16] Herrero, 1979, p. 274: “Para Ortega nem a cultura è un privilégio de minorias, nem
a cultura de massas è una anticultura. A critica orteguiana dirige-se para outro campo: para
o fenómeno de desintegracão social que pode depender tanto de um aristocrata solitario da
ciência como do homem multitudinário dos estádios desportivos”.

[17] Cfr. también Cassano, 2011, p. 88, subraya cómo la sociedad de hoy consiste en
la supremacía de los peores y en la difusión de la vulgaridad recordando que “en La
Rebelión de las masas Ortega y Gasset había dicho proféticamente que el alma vulgar,
reconociéndose vulgar, tiene la audacia de afirmar el derecho a la vulgaridad y lo impone
por todas partes”
[18] Campa, 1984, p. 245: “La lengua – escribe Ortega y Gasset en mayo de 1937 en
el prólogo para la edición francesa de La Rebelión de las masas – no nos sirve para
manifestar nuestros pensamientos, descubre, en cambio, y grita, sin que lo queramos, la
condición más arcana de la sociedad que la habla”.
[19] Arendt, 1997, p.37: “En Homero no aparece semejante distinción de principio entre
hablar y actuar; quien realiza grandes hazañas debe proferir siempre grandes palabras, y
no solo porque las grandes palabras deben acompañar a título de explicación las grandes
hazañas, que, en caso contrario, mudas, caerían en el olvido, sino porque al mismo hablar
se le consideraba a priori un modo de actuar”.
[20] Elias, 1987, p.418: “Las formas de entretenimiento y de sociabilidad se hicieron
menos rigurosas, en parte se vulgarizaron. Los mayores tabúes que en la clases media se
daban en algunas esferas de comportamiento, sobre todo respecto al dinero y a la
sexualidad, se difundieron, de forma gradual, en un círculo más amplio, finalmente,
después de un alternancia de períodos de distensión y de rigidez que vio predominar
primero unos y después los otros, ciertos elementos del código de comportamiento de
ambos estratos se fundieron nuevamente dando origen a unas pautas de comportamiento
más sólidas”.
[21] Campa, 1984, p.255: “El hombre masa vive la dilatación del presente; su angustia
y la falta de respuesta a su soledad: son la soledad de Schopenhauer y la angustia de
Kierkegaard, los elementos que torturan al hombre masa a la producción serial de los
productos mecánicos”
[22] Cámara, 1986, p.41: “Afirma Ortega: ‘me irrita este vocablo moral. Por eso yo
prefiero que el lector lo entienda por lo que significa, no en la contraposición moral-inmoral,
sino en el sentido que adquiere cuando se dice de alguien que está desmoralizado’”.
[23] Freyre, 1975, p.38: “Ni la sociología, ni la medicina se pueden permitir el lujo de
exceder en especializaciones sin perder su sanidad o su autenticidad. Teniendo que
afrontar ambas al hombre sociable, han de luchar con el hombre sociable, con el hombre
sociable total, en vez de considerarlo solo y estrictamente bajo esta o esa peculiaridad. No
existe médico moderno, como no existe sociólogo actual, que pueda substraerse a la
necesidad de ser un especialista. Pero sin que su especialización sea tal que, suprimiendo
totalmente en él al generalista (o genérico), le haga perder de vista las totalidades, la visión
de conjunto, la globalidad”

[24] Respecto a la democracia "del público", así escribe el autor: “En los países
democrátas hay una tendencia a la personalización del poder. Los medios de
comunicación, sin embargo, favorecen determinadas cualidades personales; los candidatos
ganadores no son los conocidos del lugar, sino los que llaman figuras mediáticas, la
democracia del público es el gobierno del experto de los medios de comunicacón”
[25] El ensayo de Ortega Democracia morbosa fue publicado en 1917 en la colección
del título El Espectador.
[26] El texto recoge algunos escritos de Ortega sobre Europa en un estudio suyo de
1949 sobre el tema y cuatro conferencias pronunciadas en 1952, 1953, 1954. Es un retrato
de los grandes cambios de la sociedad contemporánea y sobre la idea de nación
fundamental para una nueva Europa.
[27] Entre los numerosos textos que escriben sobre federalismo se pueden comparar
Elazar, 1987; Cattaneo, Bobbio, 2010. En concreto, en este segundo texto emerge que los
federalistas y Cattaneo no ponen en ningún momento en duda la unidad nacional.
Cattaneo, uno de los padres fundadores del federalismo, consideraba que los estados
unidos de Italia eran más convenientes a las diferentes identidades y tradiciones de nuestra
Península.
[28] Significativo es el ensayo Concepto y tragedia de la cultura que se puede acercar
más a la interpretación de Ortega muy atenta a las implicaciones culturales, individuales y
psicológicas de la cultura. Cfr. además, Simmel, 2001, 2011.
[29] Laclau subraya cómo “el siglo XIX ha relegado los nuevos fenómenos de la
psicología de masas al ámbito de lo patológico; por otro lado, sin embargo, nos exhorta a
no volver a considerar estos fenómenos como aberraciones contingentes destinadas a
desaparecer: se trata ya de aspectos permanentes de la sociedad moderna. La piedra
angular del análisis de Le Bon es la noción de sugestión” (Laclau, 2008, p. 21).
[30] Le Bon , 2004, pp.88-9: “Lo he notado en ciertos indios muy cultos, instruidos en
las universidades europeas y con más de un título[...]Las ideas – no pueden ser aceptadas
por las multitudes que después de haber asumido una forma muy sencilla – a menudo
sufren las más completas transformaciones antes de devenir populares”.
[31]El episodio del general Boulanger fue analizado, en la historia francesa de finales
del siglo XIX, también por Le Bon como uno de los primeros fenómenos de masa. Él
reorganizó las fuerzas armadas y los cuarteles con innovaciones técnicas publicitándolas
en la prensa. Se creó así muchos enemigos y la izquierda, que anteriormente lo había
apoyado, lo abandonó. En la primavera de 1888 fue primero cesado y luego destituido.
Sucesivamente, con un fuerte apoyo popular, fue elegido en el distrito del Sena con las
multitudes que lo aclamaban para conducirle al Eliseo. El nuevo ministro del Interior decidió
liberarse de un personaje tan peligroso tratando de incriminarlo por su vida sentimental.
Cuando su amante murió, él se suicidó sobre su tumba. Este episodio permaneció como
uno de los primeros sucesos de manipulación de las multitudes con derivas nacionalistas y
extremistas. Cfr. Van Ginneken, 1991, pp. 138-45.
[32] Cfr. la introducción de A. Cavalli a Riesman, 1976, p. VII.
[33] Furet,1998,p,6 : "1789 señala el nacimiento, el año cero del nuevo mundo fundado
en la igualdad"

[34] Cfr. también Martino, 1978.

[35] Rikker, sobre la interpretación populista del voto, escribe lo siguiente: "Para los
populistas, la libertad, y por lo tanto el autogobierno a través de la participación, se
consiguen a través de la encarnación de la voluntad del pueblo en la acción de los políticos
en posesión de un cargo, esta concepción, en sus términos fundamentales, se remonta por
lo menos a Rousseau. Existe un contrato social que crea un ‘cuerpo moral y colectivo’ que
tiene ‘vida’ y ‘voluntad’: la famosa ‘voluntad general’, la voluntad del pueblo encarnada, el
Soberano. Para Rousseau y los demás populistas la libertad individual coincide con la
participación del ciudadano en esta soberanía. ‘La libertad’, escribe Rousseau, ‘es la
obediencia a una ley que uno mismo se ha trazado’, sobrentendiendo naturalmente que tal
precepto se realiza a través del soberano antropomorfizado " (Rikker, 1996, p.14).
[36] Sartori escribe, citando el texto de J.L.Talmon La democracia totalitaria, lo
siguiente: "Talmon culpa a Rousseau de haber sido el profeta de la ‘democracia totalitaria’,
si así es, es porque el efecto traiciona las intenciones y el resultado es diferente de las
previsiones. Verdaderamente, las culpas de Rousseau son más bien culpas de sus
intérpretes, de un Rousseau distorsionado fuera de contexto. Rousseau asignaba a la
democracia el papel del garantismo liberal; y el hecho de que la solución de Rousseau
fuese factible no modifica el que persiguiera obsesivamente la libertad, la libertad en la ley"
(Sartori, 2011, p.243).

[37] Cfr. también Manin, 2010, y Sartori, 1992, p. 745.

[38] Manin, 2010, p. 119. “La ausencia de requisitos censitarios en la constitución de


1787 no fue debida a razones de principio, sino de necesidad. Los delegados en realidad
estaban a favor del principio de un requisito censitario, pero simplemente no tuvieron la
capacidad de ponerse de acuerdo para establecer límites uniformes que produjesen el
resultado deseado tanto en los estados del Norte como en los del Sur, en los estados
agrarios del Oeste como en los estados mercantiles más ricos del Este. De esta manera la
ausencia en la constitución de todo requisito censitario para los representantes debe ser
interpretada como un resultado en gran parte no intencional”.
[39] . En el primer capítulo el autor escribe: “La democracia se considera la hermana
de la libertad, en la concreción de la igualdad y el fundamento de la dignidad del hombre y
de sus inalienables derechos. La alianza con el liberalismo que fue realizándose
gradualmente durante los siglos XIX y XX hasta dar lugar a la democracia liberal o
liberaldemocracia, ha asumido la forma del sistema que ha encontrado la fórmula capaz de
ofrecer, mediante las instituciones representativas parlamentarias y la universalización de
los derechos políticos y civiles, la más acertada solución al problema de las relaciones
entre las clases dirigentes y el pueblo, entre individuos y colectividad”. (Salvadori, 2009, p.
3).

[40] En la Introducción Marco Tarchi escribe: “la democracia no aparece en calidad de


panacea para los males que afligen a la humanidad o de revelación de un principio ético
superior, sino que se la considera de manera más real, el mejor compromiso político
posible” (Linz, 2006, p. 41).
[41] “Todo esto, me parece, deja ver con suficiente claridad las anormalidades
superlativas que representa el ‘señorito satisfecho’. Porque es un hombre nacido para
hacer lo que le gusta. Efectivamente, estas ilusiones se las hace el ‘hijo de papá’. Y
sabemos por qué: en el círculo familiar, todo, incluso los mayores delitos en definitiva,
pueden quedar impunes. El ámbito familiar es relativamente artificial, y tolera en su interior
muchos actos que en la sociedad, al aire libre en las calles, tendrían automáticamente
consecuencias desastrosas e ineludibles para su autor. Por esto considera que puede
hacer lo que le apetece. ¡Gran equivocación!” (Ortega y Gasset, 1974, p. 97).
[42] Uno de los estudiosos, como quedó indicado anteriormente, que ha contribuido a
afirmar esta semántica en el nuevo léxico democrático es Manin, 2010, p. 245. Los
expertos de los media establecen las formas y las nuevas modalidades de participación en
la política y los líderes de los partidos también tienen que adaptarse a ello. La opinión
pública dicta las reglas de una democracia in-mediata, otra definición contemporánea,
subrayada por Diamanti, 2010, p. 58, para explicar el cambio que se está llevando a cabo
en los partidos tradicionales.
[43]Cesareo, Vaccarini, 2012, p. 117: “Se trata de una concepción de la felicidad que,
como subraya Lasch en The Minimal Self, refleja la mentalidad de supervivencia en la que
se manifiesta el minimalismo propio del narcisista”.
[44]Simone, 2011, pp. 46-7: “Es en este terreno donde creció la figura actual del ‘niño
global’, cuyo rasgo más inquietante es la emulación anticipada y descarada del adulto:
consumismo exagerado, contraposición polémica con los mayores. Ortega y Gasset
apuntaba a los primeros indicios de este proceso ya en los años Veinte (en La rebelión de
las masas)”.
[45] “El federalismo no es cerrarse en lo pequeño sino una estrategia a través de la
cual las numerosas periferias pueden comunicar mejor y cooperar entre ellas y con el
mundo, para así transcender mejor las fronteras entre ellos. Federalismo como forma de
unificación, por lo tanto, con el objetivo de evitar que nadie quede atrapado dentro de las
paredes de su propia casa” (Urbinati,2011, p. 198).
[46] “Para los comentaristas más de izquierdas, la incapacidad del movimiento obrero
de lanzar un ataque frontal sobre el tema de la desigualdad traicionaba la persistencia de la
influencia de la ideología individualista” (Lasch, 1995, p. 50).

[47] Cfr. también Taggart, 2002, p. 10.


[48] Bonomi, 2010, p. 91: “el populismo de hoy en día es diferente de aquel del siglo
pasado al que estábamos acostumbrados, sobre todo, es diferente de aquella imagen de
oleada de extrema derecha con la que parecen estar obsesionados los medios de
comunicación. El populismo es expresión de lo híper moderno no de lo pre moderno: es la
forma de lo político, o mejor de su transición hacia la época de las multitudes”.
[49] Ibíd. p. 101: “una mezcla en la que la defensa del propio papel de pequeños
productores artesanos o agricultores a la manera de José Bové respecto al poder de las
grandes transnacionales se entrecruza con el ecologismoradical y con el atractivo de
estilos de vida plasmados con una naturalidad construida artificialmente como posibilidad
fácil de fuga de la alienación de las metrópolis”.

[50] Laclau, 2008; Baldassari, Melegari, 2012; Laclau, 2012-13. Cfr. también Germani,
1975.

[51] www.marinelepen2012.fr/le-projet/refondation-republicaine/democratie-institutions-
et-morale-publique
[52] www.agoravox.it/Strage-di-Tolosa-Marine-Le-Pen.html.
[53] www.lemonde.fr/elections-regionales/article/2010/02/02la-religion-musulmanedoit-
faire-en-sorte-de-ne-pas-choquer-le-peuple-francais

[54] Kitmantv.blogspot.it/2012/05/greece-golden-dawn-nikos-michaloliako.html
[55] Gatesofvienna.blogspot.com/2009/04/geert-wilders-in-beverly-hills.html.
16/12/2010
[56] www.alleanzaperlaliberta.it
[57]www.islamophobia-watch.com/islamophobia-watch/2010/10/31/pia-kirsgaard-
callsfor-ban-on-arab-tv-channels.html
[58] Alex-l.blogspot.it/2007/11/interview-with-pia-kjaersgaard.html
[59]www.upi.com/Top_News/Special/2011/04/18/Finland-hands-anti-EU-party-shotat-
govt/UPI80561303139702
[60] Online.wsj.com/article/09/05/2011
[61] Vaticaninsider.lastampa.it/en/homepage/world-news/detail/articolo/finland-
christians-7735/
[62] www.thelocal.se/22738/20091019
[63] www.politics.hu/20120407/freedom-is-not-the-property-of-the-liberals-interviewwith-
viktor-orban/
[64]www.theoccidentalobserver.net/2012/03interview-with-viktor-orban-a-majority-
ofeuropean-leaders-have-lost-their-faith-in-what-made-europe-grat/
[65] Cfr. “Germania, verso il flop il ‘miracolo’ dei Piraten” en l’Unità, 28 de Noviembre
2011, pp. 1-16.

[66] Cfr. Lyttelton, 1982.

[67]
http://www.sociologia.unimib.it/DATA/Insegnamenti/3_2242/materiale/democrazia%20e%20
populismo.pdf

[68] Discurso de Berlusconi en la plaza de San Juan de Letrán, Roma 20 de marzo de


2010, in http://qn.quotidiano.net/politica/2010/03/20/307589-piazza_carica_mila.shtml

[69] Discurso de Berlusconi contra los impuestos, 2 de diciembre de 2006, en


http://www.google.it/search?
client=safari&rls=en&q=discorso+berlusconi+2+dicembre+2006&ie=UTF-8&oe=UTF-
8&redir_esc=&ei=_whGUbv1C6Kp4AtciYDoDQ.

[70] Discurso del secretario general de la Liga Norte, Bossi, in www.prov-


varese.leganord.org/articoli.asp?ID=419
[71] www.antoniodipietro.it/2009/09/cattolici-a-parole

[72] http://www.antoniorusconi.it/cms/attachments/article/554/cattaneoflussi.pdf
[73] Sobre la financiación pública de los partidos, y también sobre el papel de la
sociedad actual, es interesante el debate entre las dos diferentes posiciones de Ignazi, en
mayor medida favorable a una financiación pública, controlada y verificada, y Revelli, en
cambio, más crítico. Cfr. también dos artículos en La Repubblica del 21 de marzo de 2013,
p. 55: P. Ignazi, “La democrazia aperta a tutti”; M. Revelli, “Ma quei soldi sono una droga”.
Cfr. también Ignazi, 2012a; Revelli, 2013.
[74] El politólogo italiano Salvati (2013), director de il Mulino, en un profundo artículo
sobre la distinción entre derechas e izquierdas, se refiere también a la democracia
representativa, cuando nace la distinción entre la derecha y la izquierda. Cita también el
libro de Gauchet (1994) considerándolo más exhaustivo que el de Bobbio. En la conclusión
del artículo, Salvati afirma que “mientras nuestras democracias se mantengan ancladas en
la gran tradición cultural que las engendró la distinción entre derecha/izquierda seguirá
siendo el eje principal del conflicto democrático” (Salvati, 2013, p. 2).

[75] Cfr. el número monográfico sobre Europa, “Eutopia”, de la revista Paradoxa, n. 4,


2012. Los muchos artículos presentes del sociólogo Diotallevi, del politólogo Fisichella, del
filósofo Valenza y del estudioso del estado del bienestar Ferrera, ofrecen un exhaustivo
estudio, rítico también, sobre los problemas inherentes a la Europa contemporánea. En
concreto cfr. la posición, sobre los Estados Unidos de Europa del sociólogo Diotallevi que
pone de relieve el no “silenciar o hasta olvidar los intereses nacionales en nombre de un
europeísmo tan ostentado como vacío no dando consistencia a las propias preferencias y
por tanto ninguna contribución al futuro de Europa”, p. 43.
[76] "No recuerdo ninguna civilización que ha muerto de un ataque de dudas. Creo
recordar que las civilizaciones generalmente murieron por causa de una petrificación de su
fe tradicional" (Ortega y Gasset, 1960, pp. 24-5, traducción de la autora).

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