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Economicina Julio Pascual
Economicina Julio Pascual
Julio Pascual
ECONOMICINA
J P V
© 2013 Julio Pascual y Vicente
© 2013 UNIÓN EDITORIAL, S.A.
c/ Martín Machío, 15 • 28002 Madrid
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ISBN (página libro): 978-84-7209-579-3
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ÍNDICE
El orden de mercado
Somos hijos de la miseria
Las causas de la pobreza
Las instituciones como factor de producción
Exportar instituciones es un logro
El valor económico de la seguridad jurídica
La mano invisible al revés
El mercado es imperfecto pero el Estado también
Querer mejorar no es egoísta
Cuando el beneficio se obtiene sirviendo a los demás
EPÍLOGO
PROSPECTO:
INFORMACIÓN PARA EL USUARIO
Advertencias previas
Conservación de ECONOMICINA
Información adicional
Con el título que encabeza estas líneas, Rafael Termes publicó hace
una década un libro de gran interés, cuya lectura recomiendo (Rialp,
2001). Se trata de una obra que es al mismo tiempo dos cosas
diferentes. Constituye, desde luego, un magnífico compendio de la
historia del pensamiento, en el que pasa revista a la evolución de las
ideas, principalmente éticas y económicas, desde la antigüedad.
Pero con ser este un importante mérito de la obra, su valor principal
radica, a mi juicio, en que constituye el más completo ensayo de los
escritos en los últimos años en defensa del capitalismo, defensa que
no hace sobre la base de sus comparativamente mejores
resultados, lo que sería una tarea innecesaria después de haber
pasado tanta agua bajo los puentes, sino que fundamenta en la
superioridad moral de este sistema económico. En efecto, Termes
hace su defensa apoyándose en «la primacía moral a que el
capitalismo se hace acreedor, al basarse en el fomento y protección
de la libertad, característica esencial y distintiva del hombre, en la
que radica su gran dignidad, que, en cambio, no es respetada en los
sistemas económicos colectivistas».
Este humanista catalán, ya fallecido, deja, desde la
Introducción, muy claras sus ideas, empezando por recordar lo que
siempre ha dicho: «Si un sistema económico proporcionara mejores
resultados materiales a cambio de conculcar la libertad, habría que
renunciar al mayor bienestar económico para salvar la libertad. La
bondad de un sistema, su valor moral, no se mide por los
resultados, como quisieran los partidarios del consecuencialismo,
sino por la manera de producir esos resultados, lo cual depende,
fundamentalmente, del modo de entender lo que es el hombre».
Termes parte de que la dignidad del hombre, que es su
principal signo distintivo en la naturaleza, exige que este pueda
realizar actos libres porque solo éstos serán actos morales. Por eso
la libertad es esencial al hombre, para que su dignidad sea
respetada. La tensión entre el bien y el mal que anida en la
naturaleza humana hace meritorio el acto bueno precisamente
porque es libre. Si el mismo comportamiento fuera impuesto, sería
moralmente neutro y su autor un hombre al que se habría
menoscabado su dignidad. Es esta visión antropológica del hombre
la que otorga al capitalismo un valor superior al de otros sistemas,
porque es este el único conforme a lo que el ser humano es.
Nuestro autor fue un humanista cristiano que estuvo en
medio del mundo, que tuvo importantes responsabilidades en las
empresas; es decir, que unió, a su condición de pensador riguroso,
la de ser un hombre de acción que vivió lo suficiente como para que
su condición de persona buena no le hiciera permeable a la
ingenuidad. Por eso no confunde el ser del capitalismo con la
realidad de nuestras contemporáneas sociedades que se rigen, más
o menos, por los principios del capitalismo, y hace notar que muy
lejos están estas sociedades de ser éticas, al apreciarse de manera
extendida en ellas que «las personas adoptan comportamientos
egoístas, avariciosos, materialistas, hedonistas, disolutos, corruptos,
prevaricadores; no éticos, en suma, poniendo de manifiesto el
abismo que, de hecho, existe entre el deber ser y el ser».
Pero Rafael Termes, que reconoce esta realidad, niega
tajantemente que exista una relación de causalidad entre el
capitalismo como sistema y estos comportamientos individuales, por
generalizados que puedan estar en las sociedades más o menos
capitalistas de hoy. Esos vicios no son atribuibles al sistema
capitalista, sino al sistema ético-cultural imperante en nuestro
tiempo. Por eso, concluye Termes, «más que buscar la antropología
del capitalismo, debemos postular por una antropología para el
capitalismo. Si queremos que el capitalismo dé sus mejores frutos,
desde todos los puntos de vista, no debemos intentar corregir
coactivamente el funcionamiento del sistema, sino regenerar
moralmente el entorno en el que funciona».
Recomiendo vivamente esta obra particularmente a los
empresarios y profesionales que, con honradez, se ganan bien su
vida cada día, pero que, vergonzantes, predican una necesaria –
dicen– «socialización» del capitalismo.
Es esta una idea que va a ser recurrente en las páginas que tiene el
lector en sus manos. Ya hemos hablado de ello y volveremos a
hacerlo.
Siempre se ha emigrado por necesidad. Alcanzar la tierra
prometida movió a los israelitas en tiempos bíblicos. Evitar la cárcel
en la posguerra es lo que sacó de nuestro país a muchos
comprometidos con la República. Ganar un dinero –aquí imposible–
para sacar adelante a la familia, fue lo que llevó a Europa a miles de
españoles en los sesenta de la prosperidad, todavía aquí por venir.
La necesidad siempre, en definitiva. Ahora, la emigración más
numerosa es, en nuestro mundo más próximo, de origen económico.
Y lo es, desde luego, la que viene a España desde Centroamérica,
Europa oriental y el norte de África.
El fenómeno de la emigración económica no es nuevo para
los españoles y habría que suponer que lo tenemos bien asimilado.
Cuando los países no pueden exportar cosas, siempre exportan
personas. Y España ha sido, hasta ayer mismo y desde tiempo
inmemorial, un país exportador de seres humanos. Después,
afortunadamente, las tornas cambiaron para nuestro bien, y
pasamos a gozar de una prosperidad nunca antes alcanzada, lo que
hizo innecesario salir fuera para ganarse la vida. Es verdad que hoy
las cosas ya no son igual.
Pero la nueva situación se produjo al tiempo en que se
daban aquí tres circunstancias no vistas antes. La primera, un
rápido crecimiento de la economía, generador de nuevos puestos de
trabajo, aunque ahora la crisis haya paralizado el proceso. La
segunda, el disponer de un sistema de subvenciones a los
desempleados que les permite cobrar sin trabajar. Y, la tercera, que
desde hace treinta años no nacen apenas niños en España,
pasando nuestra tasa de natalidad, de ser la mayor de Europa, a
convertirse en la menor del mundo.
El resultado es que faltan brazos en España aunque
actualmente la crisis nos lo oculte. Como, al mismo tiempo, no hay
bastantes puestos de trabajo en esos países mencionados que
reporten salarios suficientes para el sustento, sus habitantes se
vienen para prestarnos sus brazos a cambio de poder alimentar sus
bocas.
Por otra parte, es verdad que el derecho natural menos
discutible es el derecho a la vida y que su inevitable corolario es
poder buscársela donde más oportunidades haya. También es cierto
que la erección de barreras fronterizas al paso de los hombres,
antes franco, es una novedad si la consideramos en términos
históricos. Y, sin embargo, a españoles de buen sentido se les oye
postular la necesidad de fijar contingentes y, cada vez en mayor
medida, en la sociedad española está apareciendo cierto
sentimiento xenófobo que rechaza a los emigrantes o, por mejor
decir, a ciertos emigrantes. ¿Qué razones pueden vislumbrarse para
que esto suceda?
A mi me parece que la raíz del rechazo quizá pueda estar
en que la gente percibe en algunos grupos de emigrantes su deseo
de participar en el proceso productivo pero desde una actitud de
aislamiento cultural. Es decir, quieren participar económicamente
pero sin ninguna voluntad de integración social. Y eso es lógico que
en las comunidades humanas produzca un sentimiento de rechazo
porque, mientras una sociedad plural se enriquece con
incorporaciones humanas de múltiples procedencias, el
multiculturalismo implícito en ese deseo de aislarse termina
produciendo el desmembramiento de la comunidad pluralista en
subgrupos cerrados y homogéneos, lo que repele, por mero instinto
de conservación, a cualquier sociedad. Sartori (La sociedad
multiétnica, Taurus, 2001) analiza clarividentemente este fenómeno
y señala con agudeza la forma contradictoria como el fenómeno
multicultural se expresa relativamente en Norteamérica y en Europa
porque, mientras en la primera se trata de reconocer a las minorías
internas, en Europa el problema, en cambio, es salvar la identidad
del Estado-nación de una amenaza cultural externa, originada por la
arribada de culturas extrañas.
Los que prefieren que siga habiendo pobres
Libertad y democracia
Acostumbrados a ver juntas libertad y democracia, confundimos
frecuentemente ambos términos. Si lo frío fuera generalmente
húmedo y lo caliente comúnmente seco, confundiríamos
temperatura y humedad, decía Marías. Es lo que nos estaría
pasando al conocer simultáneamente libertad y democracia. Y, sin
embargo, es fundamental comprender la importancia de no
confundir ambos términos, porque de su confusión deduciremos
equivocadamente que democracia plena conlleva libertad plena y
que es innecesario investigar nuevos campos para el desarrollo de
la libertad, tan necesaria como potente factor metafísico de
producción de las naciones y como apreciado bien de consumo de
sus habitantes.
La democracia hace referencia al titular del poder, mientras
la libertad lo hace a la forma y límites de ese poder. Por eso
democracia y liberalismo no son equivalentes; como dijo
Schumpeter, la democracia es el sistema institucional para llegar a
las decisiones políticas (es un método), mientras que el liberalismo
hace referencia a cómo se manda, y existe cuando el poder tiene
límites; es, como dijo Marías, la organización social de la libertad.
La democracia, como método para tomar decisiones
políticas, es el mejor de los conocidos (el peor, si excluimos todos
los demás, decía Churchill con sarcasmo). Pero es un método, no
un fin en sí mismo y, en consecuencia, ha de ser juzgada por sus
logros. Por ello, si apelar a métodos democráticos es lo más
aconsejable cuando no haya duda de que debe actuarse
colectivamente, el problema referente a si es o no deseable una
actuación colectiva no puede resolverse apelando a la democracia
(Hayek).
La cuestión no es meramente académica ni baladí, si
advertimos dos fenómenos de nuestro tiempo que asociados
conducen a una perniciosa democracia ilimitada. Me refiero a la
invasión por la política de ámbitos individuales y sociales no
necesariamente políticos y al sobreintervencionismo económico de
los poderes públicos. Hayek, consciente del grave problema, planteó
crudamente así la que puede considerarse cuestión capital de
nuestro tiempo: ¿Por qué no se limita el poder de la mayoría, como
se intentó hacer siempre con el de todo otro gobernante? No es sólo
que la economía funcionará mejor cuanto menos trabada esté, es
que la libertad resulta imprescindible para que la sociedad obtenga a
largo plazo el mayor beneficio de la mejor aplicación de sus
miembros.
Lágrimas de cocodrilo
Propiedad impropia
De viviendas y alquileres
Hace cuarenta años, en un debate de la televisión sueca en el que
comparecían el ministro de la Vivienda y una pareja de jóvenes, se
produjeron algunas curiosas intervenciones que voy a recordar.
En Suecia, aunque se dejaba al mercado que estableciera
el precio del pan, se mantenía a la vivienda fuera del mismo
pensando que bien tan indispensable no podía dejarse al albur de la
oferta y la demanda, y era el Estado quien asignaba los
alojamientos y fijaba sus alquileres.
Cuando esto sucede aparecen viviendas vacías o hay colas
para ocuparlas, dependiendo de que el alquiler fijado por la
autoridad sea superior o inferior al que la gente pagaría
voluntariamente. Entonces en Suecia había colas porque los
alquileres eran artificialmente bajos.
En esas circunstancias se desarrollaba el debate televisivo,
en el que la chica preguntó:
—Señor ministro, ¿qué hemos de hacer, mi novio y yo, para
conseguir un piso?
—Sólo una cosa es posible, joven: hacer cola.
—Pero ministro —terció el chico—, es que hacer cola para
conseguir un piso en esta ciudad significa esperar diez años.
—Muchachos —concluyó Tage Erlander, a la sazón
ministro del ramo—, trasladaos a otra ciudad, donde sólo esperéis
ocho.
Ciertamente, salvo que en España no se daban ese tipo de
debates televisivos —pensándolo mejor: sigue sin darse—, una
escena semejante podría haberse producido aquí y, lo que es peor,
todavía podría producirse, pues, en ambos países, las
circunstancias, sin ser las mismas, tienen una raíz común: no hay un
verdadero mercado de viviendas. En Suecia, porque el gobierno
controla la oferta, construyendo y asignando, a bajo precio, las
viviendas; es decir, hay que hacer cola porque los pisos están
racionados. En España —hablamos de oferta— los ayuntamientos
racionan el suelo para que no baje el precio y sus arcas sigan
opulentas. En cuanto a la demanda (estoy hablando de épocas sin
crisis), la de viviendas “en compra” está distorsionada porque una
parte de la misma se suscita, como “demanda de activos”,
simplemente para conservar la riqueza, lo cual —por cierto— no se
arregla poniendo impuestos a las viviendas vacías. Respecto de las
viviendas en alquiler, no habrá verdadero mercado mientras no se
reforme eficazmente la legislación, de modo que el inquilino que no
pague el alquiler se vea inmediatamente desahuciado, averiguando
después quien tiene razón, con las correspondientes consecuencias
indemnizatorias.
Ética de la competencia
Monipodio