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Laissez faire!

Julio Pascual

ECONOMICINA
J P V
© 2013 Julio Pascual y Vicente
© 2013 UNIÓN EDITORIAL, S.A.
c/ Martín Machío, 15 • 28002 Madrid
Tel.: 913 500 228 • Fax: 911 812 212
Correo: info@unioneditorial.net
www.unioneditorial.es
ISBN (página libro): 978-84-7209-579-3

Ilustración de la cubierta de Javier Plaza Tejera

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por las leyes, que
establecen penas de prisión y multas, además de las correspondientes indemnizaciones
por daños y perjuicios, para quienes reprodujeran total o parcialmente el contenido de este
libro por cualquier procedimiento electrónico o mecánico, incluso fotocopia, grabación
magnética, óptica o informática, o cualquier sistema de almacenamiento de información o
sistema de recuperación, sin permiso escrito de UNIÓN EDITORIAL.
ÍNDICE

PROSPECTO: INFORMACIÓN PARA EL USUARIO

DOSIS DEL LUNES

El orden de mercado
Somos hijos de la miseria
Las causas de la pobreza
Las instituciones como factor de producción
Exportar instituciones es un logro
El valor económico de la seguridad jurídica
La mano invisible al revés
El mercado es imperfecto pero el Estado también
Querer mejorar no es egoísta
Cuando el beneficio se obtiene sirviendo a los demás

DOSIS DEL MARTES

Capitalismo sin ángeles pero con ley


Antropología del capitalismo
Nuestra invisible fortaleza
Quiénes somos nosotros
Se exportan personas cuando no se exportan cosas
Los que prefieren que siga habiendo pobres
La globalización muestra la miseria pero no la crea
Los pobres se benefician más de la globalización
El mal llamado dumping social
El proteccionismo de los ricos daña a los pobres
DOSIS DEL MIÉRCOLES

El orden económico internacional necesario


Paz para el desarrollo
La prosperidad nunca viene de las ayudas
Vale más un cerebro que un estómago
¿Qué nos han hecho?
Mal negocio abandonar la buena fe
Libertad y democracia
Para la construcción de la paz
Cuando el egoísmo se disfraza de filantropía
Lágrimas de cocodrilo

DOSIS DEL JUEVES

Una gallina con apatía sobrevenida


La flexibilidad trabaja a favor
La crispación trabaja en contra
La obligación social del beneficio
La perversión de las subvenciones
Privatizar los peces para poder comer pescado
Propiedad impropia
El Estado hace coches y los particulares carreteras
Sabio es aprender que la inflación es un cáncer
Importancia de las reglas fijas

DOSIS DEL VIERNES

Volver al trueque empobrece


Sin novedad en el patacón
La isla del dinero de piedra
El objetivo del Banco Central Europeo
La paradoja del salario mínimo
Elogio de la estabilidad de precios
Mercados financieros eficientes
De viviendas y alquileres
Armonización o competencia fiscal
Movilidad geográfica y fiscalidad

DOSIS DEL SÁBADO

La política de competencia, hoy


Las Administraciones deben respetar la competencia
Lo pequeño no siempre es hermoso
Ética de la competencia
El Estado debe defender la competencia
Las tres dimensiones de la competencia
Ojos de lince y manos de cirujano
A todos interesa la competencia
La competencia perfecta no existe
Monipodio

EPÍLOGO
PROSPECTO:
INFORMACIÓN PARA EL USUARIO

Advertencias previas

1.- Lea el prospecto antes de empezar con el libro.


2.- Conserve este prospecto por si quiere volver a leerlo.
3.- Si la lectura de algún comprimido le plantea dudas, reflexione y,
sin prejuicios, vuelva a leerlo otra vez.
4.- Aunque este libro lo haya comprado para usted, puede
prestárselo a otros porque no les perjudicará y, quizá, les ayude.
5.- Si sigue usted sin comprender los fenómenos económicos que
suceden a su alrededor después de leer el libro, no se preocupe,
eso mismo les ocurre a numerosas personas que se han licenciado
en Economía en la Universidad. Vuelva a leer el libro, reflexione y no
se desaliente.

Contenido del prospecto

1. Qué es ECONOMICINA y para qué se utiliza.


2. Antes de tomar ECONOMICINA.
3. Cómo tomar ECONOMICINA.
4. Posibles efectos adversos.
5. Conservación de ECONOMICINA.
6. Información adicional.

Qué es ECONOMICINA y para qué se utiliza

ECONOMICINA es un libro escrito para que el lector se acostumbre


a ver las cosas desde una perspectiva diferente a cómo lo había
hecho antes, y pierda cualquier complejo a enfrentarse a la
comprensión de los fenómenos económicos. Este libro no le va a
proporcionar una formación económica completa, ni mucho menos,
y el interesado lector, si desea ampliarla, hará bien en matricularse
en una buena facultad universitaria de Economía, aunque ha de
cuidar la elección de la misma, porque conviene que sepa desde
ahora que son menos numerosas las buenas que las malas, y el
problema que puede derivarse de estudiar Economía en un mal
centro académico es que salga del mismo con un flamante título
pero impregnado de una película invisible que le inhabilite para
absorber nuevos conocimientos económicos si estos chocan con los
prejuicios que le inocularon mientras cursaba sus estudios allí.
Este libro aspira a acostumbrar a sus lectores a mirar las
cosas de otra manera a la habitual, a llevarles a fijarse en ciertos
aspectos que antes les pasaban desapercibidos. Como un pintor ve
nítido el perfil de lo que mira o capta la luz de forma distinta a
cualquier persona, un verdadero economista se fija en aspectos en
los que no repara otro y ve en lo que observa ciertas características
que a otro cualquiera se le escapan. Este libro ha sido escrito con la
intención de lograr que quien lo lea no quede indiferente y, en lo
sucesivo, no pueda sustraerse a fijar su atención en las cosas de
una manera nueva, intentándose explicar muchos porqués a cuyas
respuestas antes renunciaba de antemano. Se trata de que el lector
se aficione a tratar de ver "el otro lado de la Luna".
En definitiva, ECONOMICINA es un libro de economía
básica, escrito sin la rigidez de un trabajo académico, que no aspira
a ser exhaustivo sino a explicar algunos de los asuntos que pueden
tener interés para el público en general de una manera
comprensible para todos. Está escrito para que lo pueda entender
cualquiera que sea capaz de leer un periódico, ya tenga una cierta
cultura de estudio o simplemente la que da la vida si uno pasa por
ella fijándose. Por lo mismo, puede entenderlo igualmente un joven
que un viejo o una persona de edad intermedia. Así, de las siete
etapas en que los clásicos dividían la vida de una persona (infancia,
niñez, pubertad, juventud, virilidad, vejez y senectud) sólo a las dos
primeras puede estar vedado el aprovechamiento de la lectura del
libro porque, a partir de los catorce años, edad en que situaban los
antiguos el comienzo de la pubertad, el libro puede leerse con
aprovechamiento por cualquiera.
El libro está escrito en forma de pequeñas historias, o
"comprimidos", como se las llama en la parábola médica que lo
envuelve. Lo hemos escrito así por dos motivos. El primero, para
que se lea bien, como un cuento, en cualquier circunstancia, incluso
cuando se va en el metro o en el autobús. El segundo, para que
pueda leerse a lo largo de una semana, sugiriendo una dosificación
razonable.

Antes de tomar ECONOMICINA

1.- No tome ECONOMICINA si se encuentra usted en alguna de las


siguientes circunstancias:
– Si no está usted dispuesto a cambiar de opinión sobre cualquier
asunto económico.
– Si es usted de los que quieren que sus aseveraciones sean
tenidas por incontestables.
– Si prefiere usted sacrificar la verdad a reconocer que ha estado
equivocado antes.

2.- Tenga especial cuidado con ECONOMICINA en los siguientes


casos:
– Si es usted una persona con muchos amigos con quienes
frecuenta la conversación, porque cuando haya usted adquirido el
hábito de ver lo que ocurre a su alrededor con ojos nuevos,
empleará más tiempo que ahora en las discusiones.
– Si usted suele comentar la actualidad con sus jefes porque, como
sus puntos de vista van a chocar en lo sucesivo con los de mucha
gente, podría usted tener problemas en el trabajo si no extrema la
prudencia.

3.- Si simultanea usted ECONOMICINA con otras lecturas, debe


observar que:
– ECONOMICINA no es incompatible con otras lecturas.
– Por el contrario, es recomendable que lea usted otros libros
porque encontrará el resultado inesperado de descubrir algunos
errores de importancia en ciertos autores que antes no eran
sospechosos para usted.

4.- Compatibilidad de ECONOMICINA con alimentos y bebidas:


– Por el momento, no hay evidencia de que ECONOMICINA
interaccione con los alimentos.
– Tampoco hay evidencia de que ECONOMICINA interacciones con
las bebidas.

5.- Embarazo y lactancia:


– Por el momento, no hay evidencia de que ECONOMICINA tenga
alguna influencia en el embarazo o la lactancia.

6.- Conducción y uso de máquinas:


– No conduzca mientras lee ECONOMICINA porque pondría usted
gravemente en peligro su propia vida y la de los demás.
– No use ninguna máquina mientras lee ECONOMICINA porque
puede usted poner en riesgo, según el tipo de máquina, su
seguridad (p. ej., usar una máquina radial de cortar madera mientras
lee podría hacerle perder algún dedo), su comodidad (p. ej., usar
una máquina de andar mientras lee resulta bastante molesto), o que
su libro se llene de manchas (p. ej., si lo lee usted mientras hace
mayonesa con una batidora eléctrica).
7.- Información importante sobre los componentes de
ECONOMICINA:

Este libro está hecho a base de Economía y no está


probado que su conocimiento pueda perjudicar la salud del lector.

Cómo tomar ECONOMICINA

– ECONOMICINA está indicado a partir de los 14 años y no es


recomendable para menores de esa edad, más que nada porque
pueden no entenderlo. Pero si tiene usted hijos muy espabilados, no
presenta ningún inconveniente aventurarse sin miedo a darles a leer
algún comprimido y observar su asimilación.
– Puede leer ECONOMICINA de un tirón, en un fin de semana
lluvioso sin nada mejor que hacer, o en una soleada mañana de
playa durante sus vacaciones. Pero, no es necesario leerlo de un
golpe. Es más, está redactado en forma de pequeñas historias,
precisamente, para facilitar su lectura en circunstancias en las que
leerlo todo seguido no sería aconsejable porque podría perder el hilo
de la argumentación.
– Por eso, una buena manera de leer este libro es verse cada día
diez historias o "comprimidos", incluso mientras se viaja en metro o
en autobús, con lo que podrá completarse su lectura en una
semana. Para facilitar la tarea, las dosis correspondientes a las
diversas jornadas aparecen agrupadas por días de la semana,
dejándo para el domingo el epílogo.

Posibles efectos adversos

No se conoce ningún efecto adverso de ECONOMICINA, salvo que


se considere cómo tal la pérdida de la inocencia ante los fenómenos
económicos. Ese efecto sí es muy probable que se produzca
después de haber leído ECONOMICINA. Seguramente descubrirá
que tiene usted un espíritu crítico, antes latente, que puede
manifestársele en adelante mediante una sonrisa que
probablemente se dibujará en su cara cuando oiga hablar de
Economía a los políticos.
En algunas personas, pueden aparecer otros efectos tras la
lectura de ECONOMICINA, tales como el mal humor e incluso el
enfado cuando alguien intente darle gato por liebre en algún medio
de información acerca de algún asunto económico. No se preocupe,
si eso ocurre, lo recomendable es cerrar la televisión o la radio, o
tirar el periódico a la papelera, y después relajarse.

Conservación de ECONOMICINA

Mantener ECONOMICINA a la vista y al alcance de cualquier


miembro de su familia con el fin de provocar su interés por leerlo.
Este libro no requiere ninguna condición especial de
conservación.
Es un producto que no caduca. Con el transcurrir del
tiempo, los sucesos van cambiando pero el modo de analizarlos no.

Información adicional

El principio activo de la ECONOMICINA es la ciencia económica en


estado puro, expuesta de forma sencilla en 60 comprimidos de unas
600 palabras cada uno, que contienen ejemplos de la vida real de
todo el mundo, cuya comprensión está prácticamente al alcance de
cualquiera.
DOSIS DEL LUNES
El orden de mercado

El orden de mercado será nuestra guía a lo largo de estas páginas.


He estado tentado por ello a titularlas "Economía dentro de un
orden", pero me pareció un título más bien convencional que,
además, hubiera podido dar la impresión de que mi análisis iba a ser
sólo parcialmente económico.
Me propongo, sin embargo, reflexionar en las páginas que
siguen desde una perspectiva meramente económica, sin que me
importe el que mirar así las cosas, con un criterio nada más que
económico, sea considerado a menudo como una "ordinariez
economicista", impropia de almas nobles y elevadas.
Y lo voy a hacer así con el convencimiento de que la
Economía, con mayúsculas, sólo será socialmente útil si proyecta su
análisis, desnudo de adherencias extrañas a su ser y logra
identificar las leyes que gobiernan el intercambio voluntario entre las
personas.
Así, el análisis económico únicamente será fructífero
cuando oriente sus focos de luz blanca, sin colores falsamente
“sociales” que confundan, a la averiguación de esas leyes, que
están ahí igual que las leyes físicas, esperando ser descubiertas.
Trabajaré desde esa perspectiva, tratando de analizar la realidad
con un criterio sólo económico y procurando evitar distracciones
extrañas que nos desvíen del camino trazado.
Y ese análisis lo haré desde la perspectiva de la economía
de mercado, que es el sistema que rige los intercambios en un
ambiente de cooperación social voluntaria; el propio de los países
de nuestro entorno y el que proclama la Constitución española en su
artículo 38.
Titulo "El orden de mercado" a este primer comprimido de
ECONOMICINA para dejar claras las cosas desde el principio:
contra lo que algunos puedan pensar, la economía de mercado no
es la selva, donde rige la ley del más fuerte, sino un sistema de
cooperación social que necesita de un orden para funcionar bien: el
orden de mercado.
Los requisitos de este orden de mercado son dos: el
imperio de la ley y un Estado capaz de imponer la ley. El imperio de
la ley quiere decir que las actuaciones de los operadores
económicos han de estar sometidas a un conjunto estable de
normas generales, previas y conocidas -las leyes-, sin el cual los
operadores carecerían de la seguridad jurídica exigible a un sistema
en el que se hacen inversiones actuales ciertas para obtener unos
resultados futuros que son inciertos. Y han de ser esas leyes -y no
los gobernantes- quienes limiten el comportamiento de los
operadores económicos porque, en caso contrario, la inevitable
arbitrariedad, propia del “imperio de los hombres”, impediría la
seguridad jurídica. Esas leyes, además, han de promulgarse para
casos generales, individualmente imprevisibles, y con vocación de
permanencia; porque, si se hicieran para los casos particulares y se
modificaran según las circunstancias de la cambiante coyuntura, la
rechazable arbitrariedad estaría servida.
El segundo requisito de un orden económico de mercado
es un Estado fuerte que imponga la ley. Un Estado fuerte que no
quiere decir grande ni metomentodo; significa que sea
independiente respecto de cualquier grupo social o económico y con
capacidad de ejercer neutralmente el monopolio de la violencia para
imponer la ley. Es evidente que, en una sociedad señoreada por
grupos organizados al margen de la ley o por mafias dominadoras
del aparato del Estado, no rige la economía de mercado, sino una
suerte de “economía de dominación”, sustancialmente igual a la
propia de países gobernados por regímenes políticos liberticidas.
En definitiva, este libro se compondrá de un conjunto de
reflexiones económicas sobre una realidad que, como la nuestra,
transcurre –o debiera siempre transcurrir– dentro de un sistema
económico al que la Constitución define como de “libre empresa en
el marco de la economía de mercado”; es decir, sometido a un
sistema legal cuyo cumplimiento garantiza el Estado de modo
independiente.

Somos hijos de la miseria

No hay como repetir un error para convertir en verdad una mentira.


Tal sucede con la idea completamente falsa de que los países ricos
consiguen serlo a costa de los países pobres. Aunque tampoco es
para extrañarnos porque frecuentemente en economía las
apariencias engañan.
Pongamos un ejemplo: sería un benévolo objetivo político
favorecer que los niños bebieran más leche, si su salud y
crecimiento mejoran con ello. A primera vista parecería que, para
lograrlo, sería bueno fijar un precio máximo para la leche. Se
supone que así la leche resultaría más barata que con un precio
libre, lo que permitiría una mayor consumo a los niños de las
familias modestas. Pues bien, apenas profundicemos, llegaremos a
la conclusión precisamente contraria: la fijación de un tope para el
precio de la leche empeoraría las expectativas de los ganaderos,
que reducirían su cabaña y consecuentemente la cantidad de litros
de leche disponible. Pero, al reducirse la oferta de leche, su precio
tendería a elevarse. La conclusión es que los niños pobres
acabarían consumiendo menos leche que antes de la
contraproducente medida, inspirada, eso sí, por personas sensibles
de gran corazón pero de cerebro, digamos, poco preparado para la
comprensión de los fenómenos económicos. Naturalmente estamos
suponiendo que el precio fijado por las autoridades sería menor que
el determinado libremente en el mercado porque, en otro caso, con
un tope superior al precio de mercado, la medida sería neutral y no
tendría ningún efecto.
Largo introito este, pero valdría la pena si hubiera de servir
para comprender que en Economía, frecuentemente, las cosas no
son como parecen. Somos hijos de la miseria (Schopenhauer) y el
estado natural del hombre es la pobreza. Y pobre fue la humanidad
durante largas centurias. Baste recordar cómo vivían los ricos de
hace siglos y qué pocos años vivían entonces pobres y ricos. En la
historia de la humanidad, la abundancia relativamente generalizada
es un fenómeno moderno, que no cuenta con apenas tres siglos de
existencia, y sólo circunscrito a una parte bastante reducida del
planeta. Es decir y simplificando: antes, todos pobres, y, ahora,
pobre casi todos, salvo unos pocos que han logrado evadirse. Pero,
no es que los evadidos de la pobreza hayan robado a los demás
(¿qué les iban a robar, si eran pobres?). Y, si no han robado, ¿cómo
ahora no son pobres? Esa es la gran cuestión. He de advertir, a
quien espere una complicada y esotérica respuesta para iniciados,
que la contestación es bastante sencilla. Lo sucedido es que
Inglaterra -en el siglo XVIII-, y otros países de Europa y Estados
Unidos –un siglo después– se fueron dotando de unos sistemas de
organización política y económica –la democracia liberal y la
economía de mercado– que, en el marco del estado de derecho,
propiciaron el florecimiento de la actividad económica y el
crecimiento de la productividad, hasta niveles nunca antes vistos.
Porque, mis queridos bienintencionados pero equivocados amigos
redistribuidores: la economía no es un bizcocho de tamaño fijo
susceptible de ser repartido; se parece más a un globo cuyo
volumen dependerá de la capacidad que tengamos de inflarlo. Por
eso, es poco importante, para que un país sea rico, el que disponga
de abundantes recursos naturales. Lo importante es su Constitución,
o sea, las normas de convivencia que se dé y el sistema que
establezca para hacerlas respetar. Así, Suiza o Japón son ricos, sin
disponer de recursos naturales, y Venezuela, por ejemplo, no
levanta cabeza, pese a su abundante petróleo. Quizás exagerando,
pero no sin alguna razón, dice un ilustre pensador venezolano: "El
petróleo no puede ser la solución aquí, porque es el problema".

Las causas de la pobreza

La editorial granadina Almed publicó hace un tiempo en español un


interesante libro titulado Islam y Libertad de Mohamed Charfi,
profesor de la Universidad tunecina, antiguo presidente de la Liga de
Derechos del Hombre y Ministro de Educación y Ciencia de su país
entre 1989 y 1994. El autor reflexiona sugestivamente sobre cómo
una incorrecta interpretación de la religión puede impedir que los
pueblos se desarrollen económicamente, y considera que la pujanza
del fundamentalismo islámico está condenando al subdesarrollo a
ingentes poblaciones musulmanas que podrían beneficiarse del
progreso si el Corán fuera interpretado de manera distinta, como es
posible y sería más acertado, a su juicio.
Charfi se plantea como cuestión esencial saber por qué las
sociedades musulmanas entraron en un proceso de decadencia. O,
si se quiere, como él dice: "¿Por qué los europeos han progresado y
nosotros retrocedido?". Resulta esclarecedor que este histórico
luchador tunecino por los derechos humanos señale al respecto que
“cualquiera que sea la respuesta, cualquiera que sea la causa de
nuestro atraso, económico, social, religioso, cultural o educativo,
tiene que ver con nosotros mismos, con nuestra cultura, con nuestro
comportamiento”, aunque –hace notar– “es mucho más fácil acusar
a los otros, hacer recaer la responsabilidad en los demás”.
Los asuntos planteados son interesantísimos. Lo es, desde
luego, el relativo a cómo unos mismos textos sagrados, según cuál
sea la interpretación dominante, pueden influir de modo
contradictorio en la evolución económica, cultural, social y política
de un pueblo fiel. Me gustaría aprovechar estas reflexiones para
invitar al lector a especular sobre qué hubiera sido de los
occidentales, es decir, de los pueblos cristianos de la iglesia latina si
el racionalismo no hubiera triunfado en la Iglesia católica en el
debate entre racionalismo y pietismo que se produjo en el seno de la
Iglesia católica a fines del siglo XI.
Pero me gustaría volver a la esencia de la pregunta de
Charfi. La reflexión del pensador tunecino es la siguiente: Desde los
reformadores del siglo XIX y los movimientos de modernización
como los Jóvenes Turcos, el problema estaba ya correctamente
planteado: “Lo imperativo para las sociedades musulmanas era
tomar conciencia del atraso acumulado desde el siglo XV, aprender
lenguas extranjeras y abrirse a los pueblos que nos habían
adelantado tanto en el ámbito de las ciencias exactas y de la
tecnología como en el de las ideas y en el de los sistemas políticos,
y hacer evolucionar nuestros conceptos filosóficos y nuestra cultura
con un esfuerzo de iytihad, que nos permitiera adaptarnos a los
nuevos tiempos, siendo a la vez nosotros mismos”.
Comparto plenamente estas ideas. Somos hijos de la
miseria, como hemos dicho antes, y el estado natural del hombre es
la pobreza, como lo fue durante siglos por todas partes. Lentamente,
sobre todo desde el Renacimiento en algunas zonas localizadas de
Europa y de forma más rápida e intensa a partir de la segunda mitad
del siglo XVIII en Inglaterra y luego en Francia y Alemania, fueron
abriéndose paso unas formas de organización política, social y
económica que, en el marco del Estado de derecho, han cristalizado
en la democracia liberal y la economía de mercado, que propiciaron
el florecimiento de la actividad económica y el crecimiento de la
productividad hasta niveles nunca antes vistos, que rebosaban en
las épocas de mayor libertad comercial, o sea, de mayor
globalización, dicho en términos actuales. Ahí está la clave del éxito.
Porque la riqueza y el bienestar de los pueblos dependen mucho
más del Derecho y la Libertad que de los recursos naturales de que
puedan disponer. Como dijimos antes, Suiza y Japón carecen de
ellos y ahí están. Y no vaya a decirse que siempre fueron ricos,
porque los suizos fueron bien pobres hasta ayer mismo.

Las instituciones como factor de producción

Es frecuente oír comentar de un país cuando va mal: «Pero si es un


país rico con muchos recursos naturales». Se dice esto hoy de la
Argentina y también de Venezuela. Argentina que, a principios del
siglo XX, tenía una renta por habitante el doble que Alemania. Y
Venezuela, el «nuevo rico» de la América latina a fines de los
sesenta. Simétricamente, Suiza e Irlanda, hoy pujantes países, eran
países pobres, el primero hace apenas siglo y medio, y el segundo
no más lejos de hace dos décadas. Y la propia España, que no
recobró el nivel de renta por habitante de antes de la guerra hasta
comienzos de la década de los cincuenta, y que hoy es el décimo
país del mundo, económicamente hablando. Todos estos casos se
explican de idéntica manera.
Cuestión común a estos países es que la dotación de
recursos otorgada por la naturaleza no ha influido o ha influido poco
en sus respectivos desarrollos económicos. Los recursos naturales
de Argentina o de Venezuela no son hoy menos que ayer,
empeorando entretanto su riqueza y nivel de bienestar, habiéndose
llegado a decir, irónicamente y no sin fundamento, que, en ambos
casos, la generosidad de la naturaleza ha sido más el problema que
la posible solución, porque ha alimentado una corrupción pública de
tamaño inimaginable en circunstancias más precarias. En la misma
línea de razonamiento, Suiza era hasta el siglo XIX un país pobre
que, como todos los que no pueden exportar cosas, hubieron de
exportar personas durante centurias, de las cuales buena parte
nutría los ejércitos mercenarios de media Europa, de los que la
Guardia Suiza vaticana es hoy un vestigio. De la otrora pobre
Irlanda y sus masivas emigraciones cabe contemplar en las últimas
décadas el contrapunto de su espectacular crecimiento económico.
El impresionante desarrollo de España durante los sesenta
y primeros setenta, y luego durante los ochenta y noventa es
igualmente espectacular, como ejemplo de supracrecimiento
económico de un país al que no puede señalarse como
especialmente mimado por la naturaleza, salvo en sol, pero también
lo tiene Libia y ahí la ven. Es más, si pudiera hablarse sin abusar del
lenguaje de dones de la naturaleza al mencionar el «oro de
América» que fluyó abundante durante el siglo XVI, podríamos decir
–como hoy se dice del petróleo venezolano– que no pudo ser la
solución a nuestro declinar de entonces porque fue, en muy buena
medida, causa de su origen, es decir, el problema.
En España e Irlanda, en nuestro tiempo, como hace siglo y
medio en Suiza, lo sucedido es fruto de una feliz mezcla de libertad
económica y mejora de la calidad de las instituciones, justo lo
contrario del mayor intervencionismo económico y la corrupción
institucional que han padecido Argentina y Venezuela. Por
ejemplificarlo en España: en plena dictadura, se abrió nuestra
economía a comienzos de los sesenta, ante lo inminente e
irremediable del colapso. «Mi general –le dijo a Franco otro general
en el Consejo de Ministros–: No firme usted esto –el plan de
Estabilización– porque es firmar la sentencia de muerte del
régimen». Claro que se firmó esa sentencia –en cómodos plazos–
pero es que, mientras avanzaba la liberalización económica de la
mano de Navarro Rubio secundado por Ullastres, otro de los
calificados entonces como tecnócratas, López Rodó, desde la
secretaría técnica de la Presidencia, modernizaba la Administración
pública, objetivando sus métodos y eliminando las fuentes de
corrupción. Después vendría otro gran hito: el acuerdo preferencial
con la Comunidad Económica Europea (CEE) de 1970, que supuso
un paso más en la liberalización. Finalmente, la democracia fue
capaz de alumbrar una Constitución por consenso de todas las
fuerzas políticas y aceptación de los sindicatos, que consagró en su
artículo 38 la economía de mercado. La posterior integración en la
CEE significó más libertad y más mejora institucional. La mezcla de
libertad económica y calidad institucional constituye siempre
poderoso factor metafísico de producción, creador de bienestar para
la mayoría. Lo razona la teoría y lo enseña la historia. Lástima que
una mezcla de ignorancia popular y demagogia política
frecuentemente lo enmascaren.

Exportar instituciones es un logro

Como hemos dicho, cuando los países son pobres, exportan


personas. Cuando son ricos, algunos llegan a exportar instituciones.
Este modelo simplifica, pero no exagera. En efecto, los países que
no son capaces de alimentar todas sus bocas generan emigrantes
en busca de una vida mejor. Esta ha sido nuestra historia durante
siglos, cuyas postrimerías los mayorcitos todavía recordamos bien.
Aún tengo en mi retina la estampa de unos señores bajitos con
boina bajándose del tren en Lausana, cada uno con su maleta de
cartón atada con cuerdas, aquél verano de 1967 cuando estuve en
esa ciudad suiza haciendo prácticas en una empresa: eran
españoles que, haciendo de tripas corazón y sin saber una palabra
en ninguna lengua que no fuera la propia, habían dejado su casa
para buscar una vida mejor en un país extraño pero que le ofrecía
una oportunidad de trabajo que el suyo no le daba. Alguno, como mi
primo Vicente, hijo de un guardia civil, que no había podido estudiar
pero que era trabajador y listo, se fue de obrero y, al poco de llegar,
montó una academia para enseñar francés y alemán a los
españoles que arribaban, y pocos años más tarde volvió a su
Mediterráneo natal como director comercial de la filial española de
una renombrada empresa helvética de conservas. Ejemplos como
este blasonan a toda una generación de españoles.
Cuando se rebasa con éxito la etapa de exportar personas.
y el país comienza a salir adelante, entonces empieza la exportación
de mercancías. O lo uno o lo otro, pero siempre se exporta algo.
Hay un cierto tiempo en el que se solapan la exportación de
personas y la exportación de mercancías: es la del comienzo del
desarrollo, la mitad de los sesenta en España, cuando mi
experiencia suiza.
Algunos países, después de desarrollarse
económicamente, pasan a ser también exportadores de
instituciones, mientras siguen exportando cosas (e importando —
ahora— personas). Esa es, sin embargo, una privilegiada situación
de la que pocos países han disfrutado en la Historia: la Atenas de la
Gracia clásica y luego Roma y Bizancio; algunas ciudades-estado
de Italia y Castilla ―cuyas instituciones mercantiles se harían
después universales―; más tarde Inglaterra y Francia; o Estados
Unidos ya en el siglo XX.
Porque los dioses han reservado el privilegio de exportar
instituciones a muy pocos países, hace unos años experimenté una
viva emoción al leer en un diario salmón la noticia, que tengo ahora
delante y que, para mayor sorpresa, firmaba mi hija Cristina, joven
jurista dedicada profesionalmente al periodismo, titulada así:
«España exporta su sistema registral a Europa del Este». Recuerdo
que leí ávido la noticia. En efecto, el sistema español de registros de
la propiedad estaba siendo implantado en los diez países del Este
de Europa que en mayo de ese año (2004) iban a integrarse en la
Unión Europea (UE), al haber sido nuestro sistema el elegido por
aquellos gobiernos como el más adecuado para sus países, que
deben dotarse de Registro, del que carecen tras largos años de
comunismo, para poder incorporarse a la UE.
En la benemérita tarea colaboraron el Ministerio de Justicia
y el Colegio de Registradores. Felicité a los dos entonces y ahora
les rindo este modesto homenaje, porque el Registro de la
propiedad es una institución completamente necesaria para que la
economía de mercado pueda funcionar, y de que tal suceda
depende el porvenir de muchas personas que merecen disfrutar
también en lo material de las ventajas del cambio. Y debe ser motivo
de sano orgullo el que fuera el sistema registral español el elegido
en competencia con otros. Fue todo un logro.

El valor económico de la seguridad jurídica

La seguridad jurídica podría pensarse que es una manía de los


abogados, una fijación del que quiere aconsejar en Derecho sin
asumir el riesgo de equivocarse. Algo de eso tienen, ciertamente,
algunos desmedidos anhelos de seguridad jurídica de ciertos
profesionales de la abogacía, en cuyo altar no les importa sacrificar
otros valores importantes. Pero, con todo, hay que decir que nunca
agradeceremos bastante a los abogados que sigan clamando
constantemente por la seguridad jurídica, ya que
independientemente de qué sea lo que anime su exigencia, la
seguridad jurídica es un bien social que no por ser inaprensible debe
estimarse menos.
La seguridad jurídica tiene, en efecto, un gran valor del que
se beneficia la sociedad en general, y todos y cada unos de los
ciudadanos en particular. Es como el aire puro y el sol: algo que nos
sienta bien a todos cuando lo tenemos y a lo que sólo atribuimos
valor cuando nos falta. La seguridad jurídica es, podríamos decir, un
factor de producción de naturaleza metafísica que, como los bienes
llamados públicos, no merma porque todos la usen. Como la
organización, el sentido de la disciplina o el respeto a la palabra
dada, la seguridad jurídica es un elemento indispensable para que el
sistema económico y social funcione de modo adecuado.
Porque ¿qué sucede cuando en una sociedad deja de
haber seguridad jurídica? Pues que la gente pierde su confianza en
la previsibilidad de sus compromisos y, consecuentemente, deja de
asumirlos. La consecuencia inmediata es la paralización de las
actividades que incorporan una dimensión temporal. La economía
se estanca por ello y, como resultado, la sociedad se empobrece y
los seres humanos que la conforman se alejan de poder alcanzar el
bienestar, pues el camino hacia la prosperidad de la mayoría, que
no tiene otro instrumento de progreso que su inteligencia y sus
brazos, es la capitalización general de la sociedad que es siempre
consecuencia de la inversión individual que, sin seguridad jurídica,
se paraliza.
De ahí que las sociedades desarrolladas, que nunca lo
están por casualidad ni, como reiteradamente venimos diciendo,
porque tengan muchos recursos naturales sino porque se organizan
bien, atribuyan gran importancia a la seguridad jurídica y se
esfuercen por preservarla, dotándose incluso de funcionarios muy
especializados y altamente capacitados para asegurarla, como son
los notarios o los registradores. Todo esto es algo que los
legisladores no deberían olvidar nunca.

La mano invisible al revés

A menudo se establece un inadecuado paralelismo entre el


funcionamiento de la economía y el de la política. O, si se quiere,
entre el juego del mercado económico y el del mercado político. La
semejanza suele justificarse en que empresarios y políticos intentan
maximizar, respectivamente, beneficios y votos. Pero la
comparación resulta lejos de ser afortunada porque el paralelismo
de ambos mercados dista mucho de ser real. Es más, podría decirse
que, a pesar de las apariencias, no tienen nada que ver. Lo cual
tampoco es para que nos extrañemos porque frecuentemente
sucede en economía que las cosas no son como a primera vista
parecen.
En el asunto que ahora nos ocupa, también ocurre así. En
efecto, en una economía de mercado sin adulteraciones, sólo
obtiene beneficios quien sirve a los demás como éstos desean ser
servidos. Sé que esta certera afirmación podrá parecer insolente a
algunos y quizá choque a otros, pero no puede sostenerse que la
experiencia muestre lo contrario por el hecho de que los regímenes
capitalistas aparezcan a menudo trufados de elementos
plutocráticos. Los elementos plutocráticos visibles en los regímenes
capitalistas se deben no tanto a la libertad económica como al
monopolio, el cual, la mayoría de las veces, es resultado no del
mercado libre sino de la intervención del Estado.
La grandeza moral de la economía de mercado consiste
precisamente en que prosperas sólo en la medida en que otros
estén dispuestos a pagar voluntariamente por lo que haces. En una
economía de mercado tienes que hacer el bien a los demás, aunque
no seas bueno, porque la competencia te lo impone. De ahí que su
principal mérito radique en ser un sistema en cuya virtud los malos
pueden hacer menos daño y que no requiere para funcionar la
concurrencia de seres humanos perfectos sino que, al contrario,
utiliza las variadas condiciones de los hombres en su real
complejidad: honestos, en ocasiones, y, en otras, codiciosos; a
veces, inteligentes y, con más frecuencia, obtusos (Hayek).
En 1776 un profesor escocés de filosofía moral, llamado
Adam Smith, que ha pasado a la historia como el padre de la ciencia
económica, explicaba esta idea mediante la luego famosa parábola
de “la mano invisible” en términos equivalentes a los que siguen: En
el mercado, buscando cada uno su interés particular, las cosas
ocurren como si una mano invisible condujera los asuntos para que
la sociedad en su conjunto resultase beneficiada. Por cierto, la idea
de que, detrás de la competencia y de la oposición de intereses, que
son visibles, hay una armonía, que no se ve pero que la ciencia
puede descubrir, como intuyera con anterioridad el francés Quesnay,
continúa siendo el fundamento de la ciencia económica, porque, si
lo que se ve fuese todo en la vida, resultaría completamente
innecesario un conocimiento científico por encima del conocimiento
vulgar por todos poseído (Villey).
En el proceso político, sin embargo, las cosas suceden de
distinto modo. Porque, en los asuntos públicos, cuando alguien
actúa políticamente en beneficio del llamado interés general,
frecuentemente -y aunque no se lo proponga- termina satisfaciendo
algún interés particular, ya sea personal o de grupo. Es decir, la
carrera colectiva en pos del bien común suele concluir arrojando
beneficios particulares nada comunes. Las cosas ocurrirían más o
menos cómo lo enuncia la siguiente parábola: Quien intenta ayudar
al interés público mediante la intervención del gobierno en los
asuntos económicos parece como si fuera conducido por una mano
invisible a alcanzar intereses particulares, personales o de grupo,
aunque esto jamás hubiera formado parte de sus intenciones.
Estaríamos en presencia, pues, de la parábola de “la mano invisible
al revés”.

El mercado es imperfecto pero el Estado también

Los debates sobre el intervencionismo del Estado en la economía


están siempre cargados de pasiones políticas, lo cual se debe a
que, en la economía, casi nunca lo que parece es, pero también a
que en estas discusiones pronto se etiqueta a los contendientes y se
los sitúa del propio lado de ver las cosas o del lado contrario.
Y, sin embargo, la paradójica realidad es que el papel del
Estado en la vida económica de los diferentes países ha tenido, en
general, poco que ver con las que pudieran considerarse las
orientaciones generales de quienes los gobiernan o, dicho de otra
manera, sus cosmovisiones. Así ha sido hasta el punto de que no
era raro ver países en los que la intervención del Estado en la
economía crecía mientras detentaban el poder grupos políticos que
se declaraban partidarios de la libre empresa o, al revés, naciones
que, estando gobernadas por partidos confesadamente recelosos
del mercado, destrabaron de anteriores reglas dirigistas a sus
economías. Ciertamente, en casi todas partes, el intervencionismo
económico ha sido más pragmático que programático, creciendo por
aluvión y alimentado de circunstancias coyunturales e, incluso, en
buena medida ha sido fruto del azar.
El carácter fortuito de la mayor parte de las medidas
intervencionistas (auspiciadas por socialdemócratas, declarados o
no, y por conservadores, declarados o no, de la derecha gestora) no
fue óbice, en su ya pasada época de esplendor, para que algunos
estudiosos de la economía intentaran justificar, desde una
perspectiva teórica, la intervención económica del Estado. Las dos
ideas en que asentaron éstos su discurso fueron: una, que el
mercado tiene fallos generadores de externalidades (efectos
negativos para quienes no han contribuido a crearlos), y, dos, que
los intervinientes en el mercado buscan su interés particular,
mientras que en el sector público se pretende alcanzar el interés
general.
Pero, simultáneamente, el análisis económico moderno iba
fijando de modo creciente su atención en dos evidencias antes
pasadas por alto. La primera, que la acción pública también produce
efectos externos (y si no que se lo pregunten al dueño de un
merendero de carretera que ve cómo le desvían el tráfico que antes
pasaba por delante de su establecimiento a una vía de
circunvalación recién construida). La segunda, que los políticos y los
funcionarios también persiguen sus intereses particulares.
En efecto, el Estado lo conforman seres humanos (casi
siempre), que persiguen sus propios fines. Todos actuamos movidos
por nuestro interés porque es el único que en verdad conocemos.
Quienes actúan en la política o en la Administración pública no lo
hacen esquizofrénicamente, de manera distinta en la esfera pública
que en su esfera privada. En ambos casos desean mejorar, material
o espiritualmente, y seguramente ser reconocidos. No son de una
raza especial y, además, los del genoma dicen que la raza no influye
en los comportamientos. Los políticos y los funcionarios son iguales
que el resto de las personas (aunque algunas veces puedan no
parecerlo) y se mueven por los mismos motivos que los demás.
Como el resto de los hombres, puede que en algún momento
sacrifiquen su interés personal al interés general, pero eso sólo será
excepcionalmente. Aunque también harán lo que responda al interés
general si sus condicionamientos son tales que su propio interés
particular coincide con ese interés general (Tullock).
Ciertamente, cuando se cobra conciencia de que la acción
pública produce también efectos externos y de que quienes trabajan
en el Estado también persiguen sus intereses particulares, pierden
consistencia los argumentos tradicionales a favor del
intervensionismo porque, si los resultados del mercado pueden
separarse del óptimo social, también la intervención pública puede
alejarnos de ese óptimo.

Querer mejorar no es egoísta

Carlos Rodríguez Braun trajo a la actualidad hace unos años la


olvidada obra de Adam Smith La teoría de los sentimientos morales,
al traducirla y publicarla en Alianza con un estupendo estudio.
Rodríguez Braun es historiador del pensamiento económico y buen
especialista en el autor escocés del que hace algunos años tradujo
su más conocida obra, abreviadamente, La riqueza de las naciones.
Dice con razón que el común asocia a Adam Smith con su
afamada metáfora de la “mano invisible” y hace notar que es
caricaturesca la frecuente pintura de nuestro autor como profeta del
“capitalismo salvaje”, cuando por tal se entiende una economía de
mercado sin valores éticos.
En efecto, Adam Smith escribió en La riqueza de las
naciones la conocida frase: “No es la benevolencia del carnicero, el
cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el
cuidado que ponen ellos en su propio beneficio”. Pero también había
escrito, en La teoría de los sentimientos morales, otra que, si bien
menos conocida, no caracteriza peor su pensamiento: “Por más
egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en
su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la
suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte
necesaria, aunque no derive de ella más que el placer de
contemplarla”.
Rodríguez Braun pone frente a frente ambas frases y
pregunta al lector si estamos en presencia de “un autor o dos”,
titulando así la sección de su estudio donde plantea la cuestión. Él
opina que sólo hay uno, y que así se comprende cuando se
relacionan dos consideraciones de Adam Smith, una de Los
sentimientos morales y otra de La riqueza de las naciones, que
hacen referencia, respectivamente, a ese gran objetivo de la vida
humana que denominamos mejorar nuestra propia condición y a
cómo la persecución de nuestro propio interés bajo las reglas de la
competencia es bueno para nosotros y también para los demás.
También yo considero que no hay contradicción entre el
Smith profesor de moral y el economista, y creo —como Mises,
proveniente de una tradición intelectual distinta— que el hombre
actúa siempre tratando de mejorar, aunque la ventaja esperada no
tiene por qué ser egoísta ni crematística. Ciertamente, cuando la
acción consiste en comprar en el mercado, cabe suponer que una
persona la llevará a cabo únicamente si la utilidad que espera
obtener supera la perdida de utilidad de pagar el precio. Pero el
hombre no sólo actúa en el mercado, ni todo consiste para él en
comprar y vender: el amor, la caridad y el altruismo promueven
acciones humanas que no se intercambian en el mercado ni tienen
una dimensión pecuniaria. Y, sin embargo, cuando uno actúa en
esos planos también lo hace para sentirse mejor. Cabría decir
incluso que a una persona normal le produce más placer dar que
recibir.
Resulta erróneo por eso enjuiciar al mercado, en cuanto tal,
desde una perspectiva ética pues únicamente las personas son
susceptibles de comportamientos éticos al disponer sólo ellas de
capacidad para el bien o el mal. Son los seres humanos, en
definitiva, los únicos que pueden actuar pensando en los demás
para no perjudicarles, comportándose así éticamente, o hacerlo sin
importarles dañar a otros, adoptando un comportamiento contrario a
la ética.

Cuando el beneficio se obtiene sirviendo a los demás

Es un hecho que los empresarios, que tan destacada posición


ocupan en una economía de mercado, han tenido históricamente
mala prensa. Platón los incluía en la clase social más baja de su
república ideal. Aristóteles consideraba antinatural y, en
consecuencia, malo producir para obtener un beneficio, porque la
finalidad de la producción debía ser la satisfacción de necesidades y
no la acumulación de dinero. Cicerón respetaba el oficio de
mayorista pero pensaba que el comercio al por menor envilecía.
Santo Tomás de Aquino, aunque reconoce que la actividad
empresarial no tiene que ser necesariamente contraria a la virtud,
sostiene que los clérigos no deben practicarla porque se desviarían
de los afanes del espíritu.
En la Europa del siglo XVIII, el desarrollo de la actividad y
de la ciencia económicas produjo una actitud más favorable hacia el
beneficio y los empresarios. Así, los economistas clásicos, con
Adam Smith a la cabeza, aunque no les eximieran de críticas,
consideraban que su actividad era esencial para la constitución de
una sociedad libre y progresiva.
Los movimientos colectivistas de los siglos XIX y XX, sin
embargo, han condenado el sistema de economía de mercado por
considerar que lleva a la injusticia, a la generalización de la pobreza
y a la revolución. Destacados escritores victorianos, como Carlyle y
Ruskin, criticaron el sistema con argumentos morales, exhumados
luego por los nuevos fabianos que le han acusado de ser un sistema
egoísta e inhumano, trayendo al recuerdo a esos niños que dormían
junto a las máquinas y a sus madres que empujaban las vagonetas
en las galerías subterráneas de las minas.
Creo, sin embargo, que una discusión de orden moral sobre
la economía de mercado ha de sostenerse sopesando sus propios
méritos y no a la luz de las grandezas y las miserias del capitalismo
de principios del siglo XIX, y no porque el contraste histórico le
resulte adverso, pues aún las penosas condiciones laborales del
paleocapitalismo urbano eran mejores entonces que las simultáneas
relaciones semifeudales del campo, que trabajadores y trabajadoras
rechazaban huyendo a las ciudades fabriles.
Desde esa perspectiva de considerar sus propios méritos,
querríamos discutir ahora la, a nuestro juicio, equivocada afirmación
según la cual la economía de mercado, al basarse en la motivación
del beneficio, fomenta la avaricia y el egoísmo.
Ya Aristóteles criticó a la economía de mercado por la
supuesta insaciabilidad del beneficio cuando afirmaba que, si la
producción de bienes se orienta a la obtención de una ganancia, la
avidez del objetivo desordenaría la sociedad al desviar la atención
de la satisfacción de necesidades saciables hacia la insaciable
búsqueda de la fortuna sin límites. Pero, con independencia del
valor que le atribuyamos, este argumento sería aplicable a cualquier
sistema económico que use moneda, puesto que lo único que puede
acumularse indefinidamente es el dinero y este puede obtenerse
tanto en una economía de mercado como en una economía
centralizada. Es más, precisamente en una economía de mercado,
los beneficios tienden a limitarse por la competencia, siempre que la
entrada en juego de la oferta y la demanda sea realmente libre y no
se interfiera por el poder público o la colusión entre operadores que
el gobierno debe evitar.
Y en cuanto a que la economía de mercado entronice el
egoísmo, como sostuvieran Carlyle y Tawney, al suponer que la
sociedad se organiza toda como un mercado y que el beneficio se
obtiene aprovechándose de los demás, nada resulta más alejado de
esa realidad porque, en una sociedad de mercado, no todas las
relaciones sociales son de índole económica (el amor o la caridad
no lo son), como ya hicimos ver antes, ni puede obtenerse beneficio
alguno en ella sin satisfacer las apetencias de los demás.
DOSIS DEL MARTES

Capitalismo sin ángeles pero con ley

Los últimos tiempos nos ofrecen abundantes jeremiadas o muestras


exageradas de dolor por la supuesta perdida de pureza del
capitalismo. Suelen lamentarse así algunos de los que jamás lo
defendieron pero que, ante los trascendidos comportamientos
delictivos de ciertos empresarios, altos empleados y auditores
contables sin escrúpulos, gimen públicamente ahora por la aparente
virginidad mancillada.
Son gentes que nunca comprendieron qué es el capitalismo
y siempre lo atacaron o trataron de poner en entredicho desde sus
tribunas. Pero a quienes, como supieron vender sus ideas de un
modo que gustó a amplias capas de la población, el sistema
económico capitalista les retribuyó bien, y ahora se encuentran
satisfactoriamente instalados, disfrutando de desahogo económico y
reconocidos socialmente. Parece que al presente sientan que les
corresponde defender a un sistema que les ha dado quizá más de lo
que merecían.
Me parece obligado ayudar a relevar a estos esforzados
paladines de su autoimpuesta carga, más que nada porque, si
siguen adelante en su enardecida pero incompetente actitud, de
celosos defensores del capitalismo van a convertirse en sus
inadvertidos sicofantes, con lo que los bienintencionados aunque
deshilvanados alegatos de su madurez van a producir los mismos
efectos devastadores en las conciencias ajenas que intentaban
causar con sus coherentes pero equivocadas denuncias de
juventud.
¡Desentiéndanse, el capitalismo no necesita esa clase de
defensas! El capitalismo —o la economía de mercado, que es lo
mismo— no es un sistema perfecto, porque ninguna forma de
organización social puede serlo sustentada sobre una humanidad
que es de suyo imperfecta. El capitalismo es un sistema que,
aunque imperfecto, cuenta con un mecanismo autorregulador, que
es la «competencia», transformador de las decisiones que en su
propio interés adoptan las personas en consecuencias valiosas para
los demás. Por eso el capitalismo es un modo de cooperación social
que no necesita de ángeles para funcionar sino que puede funcionar
correctamente incluso aunque algunas personas sean depravadas.
El capitalismo es un sistema que no necesita de ángeles
para funcionar, pero que, ¡ay!, no puede prescindir del Estado y de
sus leyes, sus jueces, sus policías y sus cárceles. En el capitalismo,
la otra cara de la moneda es el imperio de la ley. Por eso, sin Estado
no puede haber capitalismo, el cual es antitético de la ley de la
jungla propia de las sociales tribales. Hace un lustro la prensa dio
noticia de que se había reconocido a Rusia el estatus de «economía
de mercado». Eso significaba que se le reconocía —dirán algunos
que tras un examen benévolo— dotada ya de un sistema social en
el que impera la ley.
Ciertamente, hay una moral civil que favorece —que
lubrifica, diríamos— la economía de mercado. Esta moral se
sustenta en un cuadro de valores, que quizás los más pesimistas
vean en desuso, entre los que destacan el respeto a la verdad y la
palabra dada, la consideración a las personas y el respeto a su
propiedad y a su fama o el gusto por el trabajo bien hecho. Pero el
Estado se justifica en un sistema capitalista precisamente para
proteger a las personas y a las instituciones de las agresiones de
quienes carezcan de esa moral.
Por eso una sociedad capitalista y su Estado no pueden ser
—no deben ser— permisivos con quienes agreden a los demás.
Esta es la esencia del sistema: «la libertad —la sagrada libertad—
de cada uno acaba donde empieza la libertad de los otros». El
sistema punitivo de las conductas antisociales ha de ser en una
sociedad capitalista, así, sumamente exigente con todos y
particularmente con quienes desarrollan profesiones imprescindibles
para el buen funcionamiento del sistema. Y aquí hay que mencionar
particularmente a quienes desempeñan funciones empresariales y a
los que certifican públicamente comportamientos privados con
trascendencia social, como son notarios y registradores, y los
auditores contables, que adveran con su firma que los documentos y
estados contables reflejan fielmente la realidad empresarial de la
empresa examinada. El dolo o la negligencia de estos profesionales
deben de ser castigados gravemente, porque la «verdad» del
mercado en la que la gente cree está testimoniada por ellos. Y
dejemos las jeremiadas.

Antropología del capitalismo

Con el título que encabeza estas líneas, Rafael Termes publicó hace
una década un libro de gran interés, cuya lectura recomiendo (Rialp,
2001). Se trata de una obra que es al mismo tiempo dos cosas
diferentes. Constituye, desde luego, un magnífico compendio de la
historia del pensamiento, en el que pasa revista a la evolución de las
ideas, principalmente éticas y económicas, desde la antigüedad.
Pero con ser este un importante mérito de la obra, su valor principal
radica, a mi juicio, en que constituye el más completo ensayo de los
escritos en los últimos años en defensa del capitalismo, defensa que
no hace sobre la base de sus comparativamente mejores
resultados, lo que sería una tarea innecesaria después de haber
pasado tanta agua bajo los puentes, sino que fundamenta en la
superioridad moral de este sistema económico. En efecto, Termes
hace su defensa apoyándose en «la primacía moral a que el
capitalismo se hace acreedor, al basarse en el fomento y protección
de la libertad, característica esencial y distintiva del hombre, en la
que radica su gran dignidad, que, en cambio, no es respetada en los
sistemas económicos colectivistas».
Este humanista catalán, ya fallecido, deja, desde la
Introducción, muy claras sus ideas, empezando por recordar lo que
siempre ha dicho: «Si un sistema económico proporcionara mejores
resultados materiales a cambio de conculcar la libertad, habría que
renunciar al mayor bienestar económico para salvar la libertad. La
bondad de un sistema, su valor moral, no se mide por los
resultados, como quisieran los partidarios del consecuencialismo,
sino por la manera de producir esos resultados, lo cual depende,
fundamentalmente, del modo de entender lo que es el hombre».
Termes parte de que la dignidad del hombre, que es su
principal signo distintivo en la naturaleza, exige que este pueda
realizar actos libres porque solo éstos serán actos morales. Por eso
la libertad es esencial al hombre, para que su dignidad sea
respetada. La tensión entre el bien y el mal que anida en la
naturaleza humana hace meritorio el acto bueno precisamente
porque es libre. Si el mismo comportamiento fuera impuesto, sería
moralmente neutro y su autor un hombre al que se habría
menoscabado su dignidad. Es esta visión antropológica del hombre
la que otorga al capitalismo un valor superior al de otros sistemas,
porque es este el único conforme a lo que el ser humano es.
Nuestro autor fue un humanista cristiano que estuvo en
medio del mundo, que tuvo importantes responsabilidades en las
empresas; es decir, que unió, a su condición de pensador riguroso,
la de ser un hombre de acción que vivió lo suficiente como para que
su condición de persona buena no le hiciera permeable a la
ingenuidad. Por eso no confunde el ser del capitalismo con la
realidad de nuestras contemporáneas sociedades que se rigen, más
o menos, por los principios del capitalismo, y hace notar que muy
lejos están estas sociedades de ser éticas, al apreciarse de manera
extendida en ellas que «las personas adoptan comportamientos
egoístas, avariciosos, materialistas, hedonistas, disolutos, corruptos,
prevaricadores; no éticos, en suma, poniendo de manifiesto el
abismo que, de hecho, existe entre el deber ser y el ser».
Pero Rafael Termes, que reconoce esta realidad, niega
tajantemente que exista una relación de causalidad entre el
capitalismo como sistema y estos comportamientos individuales, por
generalizados que puedan estar en las sociedades más o menos
capitalistas de hoy. Esos vicios no son atribuibles al sistema
capitalista, sino al sistema ético-cultural imperante en nuestro
tiempo. Por eso, concluye Termes, «más que buscar la antropología
del capitalismo, debemos postular por una antropología para el
capitalismo. Si queremos que el capitalismo dé sus mejores frutos,
desde todos los puntos de vista, no debemos intentar corregir
coactivamente el funcionamiento del sistema, sino regenerar
moralmente el entorno en el que funciona».
Recomiendo vivamente esta obra particularmente a los
empresarios y profesionales que, con honradez, se ganan bien su
vida cada día, pero que, vergonzantes, predican una necesaria –
dicen– «socialización» del capitalismo.

Nuestra invisible fortaleza

Ahora que podemos verlo con la perspectiva que proporciona el


tiempo transcurrido, no es necesaria mucha perspicacia para
comprender que el tristemente famoso atentado contra las Torres
Gemelas de Nueva York fue, antes que nada, un retador ataque al
modo de vida que llamamos “occidental”. Si Inglaterra fuera
comparativamente lo que fue en el siglo XIX, la Bolsa o la Torre de
Londres podrían haber sido el objetivo.
Me parece, por eso, poco reflexivo sostener que el enemigo
de los terroristas era Estados Unidos. Este gran país fue el blanco
de los terroristas por el motivo circunstancial de ser el más rico, más
poderoso y, por tanto, el más emblemático de Occidente: castigando
al primero, se castiga en él a todos. De modo que encierra una gran
verdad esa frase que oímos a algunos líderes europeos aquéllos
días: ¡Todos somos americanos!
Americanos somos, en ese sentido, todos hoy y también
aquellos de nuestros conciudadanos que, transidos de
antiamericanismo, dicen equivocadamente: ¡Esto pasa porque los
países ricos cada vez son más ricos y los pobres, cada vez más
pobres! Esos son hoy americanos también porque, aunque lo
nieguen con la boca chica, les gusta el modo de vida que América
representa.
Ellos también quieren vivir en democracia y que el Estado
se inmiscuya poco en sus vidas, aunque de su inmadura juventud
gauchista aún conserven cierta simpatía por que el Estado
intervenga en los asuntos de los demás. Ellos también quieren
gozar del mayor número de bienes de la mejor calidad, aunque de
su inmadura juventud aún conserven cierta pose anticonsumista.
Ellos también quieren poder elegir su modo de vida, es decir, cómo
pensar y creer, cómo y dónde trabajar, cómo y dónde divertirse,
aunque de su inmadura juventud aún conserven cierto dogmatismo
intelectual. Esos “antiamericanos” también son americanos hoy.
Pero podemos estar tranquilos, porque ese modo de vida
es imbatible desde fuera. Ese modo de vida que vamos a llamar
“América” es frágil sólo ante el enemigo interior representado por el
pudrimiento de las costumbres y la corrupción de las leyes y las
instituciones, no por los ataques violentos que puedan venir desde
fuera.
Su fragilidad es moral, no física. De modo físico, es muy
difícil abatir a esta "América", porque el llamado “poder” está muy
diseminado en todos nuestros países, con numerosísimos “centros”
en lo político y en lo cultural, pero sobre todo en lo económico. Lo
que algunos llaman el “poder económico” es sumamente difuso en
cualquier economía de mercado como las existentes en Occidente.
De ahí que una inflación prolongada, destructora del dinero
y del mercado, representaría para lo que llamamos “América”, como
acertadamente comprendió Lenin, un ataque mucho más efectivo
que todas las bombas que los más organizados terroristas pudieran
hacer caer.
Terroristas que, no nos engañemos, representan la
reacción, la vuelta a lo más negro del medievo, la caverna, en
definitiva. Su imposible triunfo sí mataría de hambre y enfermedad a
niños de todo el mundo, al menos en la proporción en que morían
por todas partes antes de que la democracia liberal y la economía
de mercado sacaran a unos pocos países (“Occidente”) de la
miseria anterior.
Y precisamente han sido estos países occidentales los que,
paulatinamente y en un proceso de globalización sólo interrumpido
por las guerras, han ido extendiendo el bienestar a los países más
atrasados, dando de comer y prolongando la vida de sus niños
también, en la medida en que corruptos gobiernos locales no lo
impedían.
Lamentable es, en todo caso, que lo “políticamente
correcto” haya impedido hasta ahora llamar a las cosas por su
nombre y que los gobiernos civilizados no se hayan concertado
antes para extirpar este cáncer que, de cualquier modo, el
terrorismo representa.

Quienes somos nosotros

Resulta de interés en estos días volver al ensayo que escribiera


Huntington hace casi veinte años con el título The clash of
civilizations and the remarking of world order. El profesor de Harvard
y antiguo Consejero de Seguridad de la Casa Blanca, examina el
fenómeno de la globalización, y traza su perfil histórico, que
intentaré resumir.
Durante la mayor parte de la existencia de la humanidad,
los contactos entre civilizaciones o no han existido o han sido
intermitentes. En el arranque del siglo XVI, se inicia, sin llamarlo así,
un proceso de globalización con dos elementos. Uno, el sistema
multipolar que constituyeron los Estados-nación dentro de la
civilización occidental, que interactuaron, compitieron y guerrearon
entre ellos. Dos, simultáneamente, las naciones occidentales se
expandieron, conquistando, colonizando o influyendo decisivamente
en las demás civilizaciones. Este proceso continuó hasta la segunda
guerra mundial. En la guerra fría, la globalización se hizo bipolar y el
mundo quedó dividido en tres partes. Una, el grupo de sociedades,
en su mayoría opulentas y democráticas, encabezadas por los
Estados Unidos. Otra, el grupo de sociedades comunistas, más
pobres, encabezadas por la Unión Soviética. Y, finalmente, el Tercer
Mundo, de los países subdesarrollados, inestables, recién
independizados y no alineados en la rivalidad ideológica, política,
económica y militar, a veces, entre los dos primeros grupos, pero
que sufrieron en su suelo los conflictos.
Con el desplome comunista a fines de los ochenta del
pasado siglo, este esquema se quebró y la identidad cultural pasó a
ser el factor diferenciador, en un modelo en el que los Estados-
nación han vuelto a ser actores en los asuntos mundiales,
agrupados por civilizaciones, en las siete u ocho principales, y
destacando en la islámica varios Estados, influyentes por su
posición estratégica, demografía o recursos petrolíferos.
En este mundo nuevo, la rivalidad de las superpotencias
queda sustituida por el choque de las civilizaciones. La cultura ahora
es, a la vez, una fuerza unificadora y un factor de separación. La
línea divisoria de Europa, que durante cuarenta y cinco años fue el
telón de acero, es ahora la línea que separa a los pueblos cristianos
occidentales de los pueblos musulmanes y ortodoxos.
Las coincidencias y diferencias culturales configuran los
intereses, antagonismos y asociaciones de los Estados. Mientras
Occidente intenta afirmar sus valores y defender sus intereses, de
las sociedades no occidentales, unas intentan emular a Occidente y
unirse a él. Otras, confucianas e islámicas, intentan expandir su
propio poder para resistir a Occidente. La interacción del poder y la
cultura occidentales con los propios de las civilizaciones no
occidentales se ha convertido en un eje fundamental de la nueva
globalización. La política global se ha vuelto multipolar y
multicivilizacional. El poder se está viendo desplazado, de
Occidente, a las civilizaciones no occidentales.
Y la supervivencia de Occidente depende de que los
occidentales reafirmen su identidad, acepten su civilización como
única y no universal, y se unan para renovarla y preservarla de los
ataques procedentes de sociedades no occidentales.
Este puede ser un diagnóstico de la situación que sirva de
base para un plan de actuación. Las líneas de acción que se dibujan
son tres: 1) Reafirmar nuestra identidad. 2) No pretender
universalizar nuestra civilización. 3) Unirnos para su renovación y
defensa.
Telegráficamente: para lo primero, es urgente que nos
pongamos de acuerdo en quiénes somos nosotros: ¡Ay de los
valores de nuestra civilización!; a conseguir lo tercero, nos pueden
seguir "ayudando" criminalmente los herederos del hijo de Laden; y,
en cuanto a lo segundo, claro que debemos aprender de otras
civilizaciones, pero la nuestra tiene muchas cosas que enseñar y no
hemos de pedir perdón por ello. No entre las menos importantes
están las instituciones que reconocieron nuestra dignidad de seres
humanos y nos proporcionaron bienestar, y que no debemos de
renunciar a exportar: derechos humanos, democracia política y
economía de mercado.

Se exportan personas cuando no se exportan cosas

Es esta una idea que va a ser recurrente en las páginas que tiene el
lector en sus manos. Ya hemos hablado de ello y volveremos a
hacerlo.
Siempre se ha emigrado por necesidad. Alcanzar la tierra
prometida movió a los israelitas en tiempos bíblicos. Evitar la cárcel
en la posguerra es lo que sacó de nuestro país a muchos
comprometidos con la República. Ganar un dinero –aquí imposible–
para sacar adelante a la familia, fue lo que llevó a Europa a miles de
españoles en los sesenta de la prosperidad, todavía aquí por venir.
La necesidad siempre, en definitiva. Ahora, la emigración más
numerosa es, en nuestro mundo más próximo, de origen económico.
Y lo es, desde luego, la que viene a España desde Centroamérica,
Europa oriental y el norte de África.
El fenómeno de la emigración económica no es nuevo para
los españoles y habría que suponer que lo tenemos bien asimilado.
Cuando los países no pueden exportar cosas, siempre exportan
personas. Y España ha sido, hasta ayer mismo y desde tiempo
inmemorial, un país exportador de seres humanos. Después,
afortunadamente, las tornas cambiaron para nuestro bien, y
pasamos a gozar de una prosperidad nunca antes alcanzada, lo que
hizo innecesario salir fuera para ganarse la vida. Es verdad que hoy
las cosas ya no son igual.
Pero la nueva situación se produjo al tiempo en que se
daban aquí tres circunstancias no vistas antes. La primera, un
rápido crecimiento de la economía, generador de nuevos puestos de
trabajo, aunque ahora la crisis haya paralizado el proceso. La
segunda, el disponer de un sistema de subvenciones a los
desempleados que les permite cobrar sin trabajar. Y, la tercera, que
desde hace treinta años no nacen apenas niños en España,
pasando nuestra tasa de natalidad, de ser la mayor de Europa, a
convertirse en la menor del mundo.
El resultado es que faltan brazos en España aunque
actualmente la crisis nos lo oculte. Como, al mismo tiempo, no hay
bastantes puestos de trabajo en esos países mencionados que
reporten salarios suficientes para el sustento, sus habitantes se
vienen para prestarnos sus brazos a cambio de poder alimentar sus
bocas.
Por otra parte, es verdad que el derecho natural menos
discutible es el derecho a la vida y que su inevitable corolario es
poder buscársela donde más oportunidades haya. También es cierto
que la erección de barreras fronterizas al paso de los hombres,
antes franco, es una novedad si la consideramos en términos
históricos. Y, sin embargo, a españoles de buen sentido se les oye
postular la necesidad de fijar contingentes y, cada vez en mayor
medida, en la sociedad española está apareciendo cierto
sentimiento xenófobo que rechaza a los emigrantes o, por mejor
decir, a ciertos emigrantes. ¿Qué razones pueden vislumbrarse para
que esto suceda?
A mi me parece que la raíz del rechazo quizá pueda estar
en que la gente percibe en algunos grupos de emigrantes su deseo
de participar en el proceso productivo pero desde una actitud de
aislamiento cultural. Es decir, quieren participar económicamente
pero sin ninguna voluntad de integración social. Y eso es lógico que
en las comunidades humanas produzca un sentimiento de rechazo
porque, mientras una sociedad plural se enriquece con
incorporaciones humanas de múltiples procedencias, el
multiculturalismo implícito en ese deseo de aislarse termina
produciendo el desmembramiento de la comunidad pluralista en
subgrupos cerrados y homogéneos, lo que repele, por mero instinto
de conservación, a cualquier sociedad. Sartori (La sociedad
multiétnica, Taurus, 2001) analiza clarividentemente este fenómeno
y señala con agudeza la forma contradictoria como el fenómeno
multicultural se expresa relativamente en Norteamérica y en Europa
porque, mientras en la primera se trata de reconocer a las minorías
internas, en Europa el problema, en cambio, es salvar la identidad
del Estado-nación de una amenaza cultural externa, originada por la
arribada de culturas extrañas.
Los que prefieren que siga habiendo pobres

¿Quieren los pobres seguir siéndolo? Podría parecer esta una


pregunta inútil, pero la formulo para encabezar el relato de la curiosa
experiencia de hace unos días cuando conversaba con alguien
sobre la globalización.
Estaba explicando a mi interlocutor que la globalización es
buena porque acerca a personas de culturas distintas y muchas
veces lejanas, favoreciendo su mutuo entendimiento y ensanchando
así las condiciones para una pacífica relación entre los pueblos. Y,
además, porque reporta ventajas económicas a todos los países,
tanto ricos como pobres, al extender la división internacional del
trabajo en el mundo, con el consiguiente abaratamiento de los
costes de producción para todos.
Siendo para todos ventajosa la globalización, resulta
imprescindible para los países pobres –continuaba yo diciendo a mi
interlocutor– porque representa la única oportunidad que tienen de
dejar de serlo, ya que la globalización les sacará de la autarquía y
les integrará en las corrientes internacionales del comercio, lo cual
mejorará indudablemente su nivel de vida.
Cuando ingenuamente yo aguardaba el asentimiento de la
persona con la que estaba hablando, esta me replicó de un modo
tan imprevisto que debo confesar ahora que me quedé, por un
instante, helado:
–¿Pero por qué nos empeñamos en que los habitantes de
estos países dejen de ser pobres?– dijo. Y, sin darme respiro,
continuó:
–¿Estamos seguros de que es lo mejor para ellos?
Una vez repuesto, comencé a advertir su preocupación.
Desde luego, yo sé que el dolor y la escasez nos acercan con más
facilidad a Dios que el placer y la abundancia. Nuestra alma se
purifica con el sufrimiento y siempre entendí así lo que dijo Jesús
acerca de la mayor dificultad para un rico de ganar el cielo que de
pasar por el ojo de una aguja. Podremos dar gracias a Dios cuando
tenemos, pero es verdad que, como dice el refrán, “sólo te acuerdas
de Santa Bárbara cuando truena”.
En fin, entendí lo que pasaba por la cabeza de mi
interlocutor cuando me oía decir que la globalización iba a permitir
dejar de ser pobres a la mayoría de las personas que viven en
países que actualmente lo son.
Pero al mismo tiempo que le comprendía, también me
sublevaba lo que, seguramente de forma poco meditada, me
acababa de decir. Por lo que le repliqué:
–Dios nos va a juzgar por nuestro comportamiento libre, y
ser libres exige disponer de la oportunidad de elegir–, y añadí:
–Podría llegar a admitir que ser buenos sin pobreza sea, en
principio, más difícil que con ella, pero ser pobre por obligación no
añade ningún mérito personal al hecho de serlo que, en sí mismo,
por otra parte, no tiene ninguno. Por el contrario, serán seguramente
mayores para Dios los méritos de quienes luchen por ser mejores
rodeados por tentaciones que los de quienes viven aislados de las
mismas. Ser bueno en medio del mundo es seguramente más difícil
que, en igualdad de todas las demás circunstancias, serlo en un
cenobio –apostillé–.
Confesaré que me encontraba incómodo, tanto por lo que
había escuchado como –vanidad de vanidades– por haberme
desconcertado inicialmente. Y salté:
–Pero, además, ¿quién eres tú para decidir que alguien
deba permanecer pobre porque a ti te parezca que eso es bueno
para su alma? ¿Le has preguntado tú a cada pobre si desea seguir
siéndolo?
Conforme hablaba iba serenándome pero al principio he de
admitir que estaba algo alterado, aunque medianamente contenido.
Finalmente, mi interlocutor, del que me consta su bondad, haciendo
gala de una humildad intelectual que le honra, me dio la razón. Claro
que –pensé– cuántas buenas personas discurrirán igual sin tener,
como mi amigo, nadie a mano que le abra los ojos.
La conversación fue muy ilustrativa para mí. Llevaba tiempo
preguntándome por qué, siendo buena la globalización, hay tantos
que la atacan. Sartori da una pista cuando, refiriéndose a los
teóricos del multiculturalismo, señala que son intelectuales de
formación marxista que “quizá en su subconsciente sustituyen la
lucha de clases anticapitalista, que han perdido, por una lucha
cultural anti-establishment (anti-globalización, pongo yo) que les
vuelve a galvanizar” (La sociedad multiétnica, Taurus, 2001, p. 64).
Pero ahora veo que también pueden engrosar las filas de los
antiglobalizadores quienes equivocadamente defienden, la mayoría
de ellos sin saberlo, que los pobres sigan siéndolo.

La globalización muestra la miseria pero no la crea

La globalización no es sino la extensión al mundo entero del ámbito


en el que nos desenvolvemos. Los franceses hablan de
mundialización, que es la misma cosa. Había un profesor en la
facultad de Económicas de la Complutense en los sesenta que para
describir este proceso que ya entonces era perceptible decía que el
mundo se estaba haciendo cada vez más pequeño. Era que los
aumentos de velocidad de los aviones comerciales característicos
de la época estaban acercando las diversas zonas del mundo. Las
distancias, en tiempo, eran progresivamente más pequeñas y eso
hacía alcanzables territorios antes lejanos que ni en sueños
hubiéramos pensado pisar. En efecto, el mundo se hacía cada vez
más pequeño.
Prácticamente al mismo tiempo que el transporte aéreo
rápido se iba abaratando y eso lo hacía asequible a capas de
población muy amplias, la generalización de la televisión en todos
los hogares estaba acercando visualmente a las gentes de todo el
mundo, fenómeno que naturalmente no era perceptible allí donde
regímenes políticos despóticos impedían ver la televisión o la
censuraban.
Y, al mismo tiempo que la globalización cultural avanzaba
por efecto de estas causas, cobraba importancia también la
globalización económica gracias al desarrollo del comercio
internacional que, acabada la guerra, se aprestaron a impulsar los
países del llamado mundo occidental.
En realidad, la globalización económica, como proceso de
acercamiento e interdependencia entre los pueblos, a través del
comercio internacional, aunque nunca haya estado tan en boca de
todos como ahora, es tan vieja entre los hombres que se pierde en
la noche de la historia. Globalizaban los fenicios y los atenienses
(no, los militaristas espartanos, por cierto). También globalizaban los
romanos y luego, globalizaron flamencos y venecianos. Saladino no
globalizaba, sin embargo. Los guerreros no globalizan porque
separan, en vez de unir. En los pasados siglos siempre globalizaron
los mercaderes. Los que hicieron del Mediterráneo un lago interior,
medio de relación pacífica entre los pueblos ribereños, estaban
globalizando. Como también han globalizado los misioneros que
iban y van a América o a África a dar a conocer allí una religión que
predica la igualdad y el amor entre todos los seres humanos,
hombres y mujeres, ricos y pobres, virtuosos y pecadores. O los que
llegaron a Japón con el mismo fin. Y globalizan también las legiones
de jóvenes profesionales que, llenos de los mejores sentimientos, se
enrolan en oenegés solidarias de las más variadas vocaciones y,
trascendiendo las distancias, van a los lugares menos desarrollados
del mundo a intentar mejorar la suerte de sus habitantes.
Y globalizan las multinacionales que se instalan en los
países subdesarrollados, aunque no lo hagan con propósitos
altruistas. Esas empresas dan empleo donde no lo había e
introducen técnicas de dirección donde no existían, que luego
acaban difundiéndose en beneficio de todos. Hay quienes sostienen
que esas empresas se apoyan es despóticos gobiernos locales.
Puede ser cierto en ocasiones. Pero, incluso en estos casos, esas
empresas, sin saberlo e incluso sin quererlo, hacen un inmenso bien
al ensanchar los horizontes de los sin esperanza que allí viven.
Además, los despóticos y seguro que corruptos gobiernos locales
acabarán cayendo antes si el país se abre al mundo y se desarrolla
económicamente que si sigue míseramente encerrado en su triste
suerte.
Por eso, la globalización es buena y las críticas que se le
hacen son generalmente infundadas. Lo que nos pasa es que
gracias a la globalización estamos viendo la abundante miseria que
hay en el mundo, que sin globalización no veríamos. Pero, del
mismo modo que no podemos culpar de que haya muchos iletrados
a la campaña de alfabetización que nos permite descubrirlos, no
podemos culpar de la miseria a la globalización, que, en todo caso,
la reduce.

Los pobres se benefician más de la globalización

Los argumentos actuales contra la globalización son los mismos que


hace más de treinta años se esgrimían contra la economía de
mercado, lo cual es natural si se considera que, en definitiva, la
globalización no es sino la aplicación de la economía de mercado a
escala internacional o, dicho de otro modo, la generalización a
escala planetaria de la libertad de circulación de personas, capitales,
técnicas y mercaderías, dentro de un orden económico internacional
basado en el imperio de la ley.
El argumento más reiterado contra la globalización es que
beneficia a los países ricos en perjuicio de los pobres. Pero esta
crítica es errónea al ser falso que la globalización beneficie sólo a
los países ricos. Lo cierto es, precisamente, que beneficia sobre
todo a los países pobres que, gracias a la eliminación de trabas en
el comercio internacional, pueden vender ahora sus productos a los
países ricos y, gracias a la eliminación de trabas al movimiento
internacional de capitales y técnicas, pueden asentarse en sus
territorios empresas cuyas matrices radican en los países
desarrollados.
Y, de la misma manera que a escala interna ocurre en una
economía de mercado, ese beneficio para los más desfavorecidos
no es fruto de la generosidad empresarial sino mero efecto de que la
consecución de los propios intereses está limitada por un orden
económico competitivo.
Por tanto, la globalización no merece crítica sino defensa. Y
defenderla ha de significar, sobre todo, liberarla de sus enemigos,
que los tiene y fuertes. El principal es que la globalización aún está
trufada de componentes plutocráticos. Como la economía de
mercado no es la selva donde rige la ley del más fuerte, sino un
sistema de cooperación social voluntaria que necesita de un orden
económico basado en el imperio de la ley, así una economía global
a escala planetaria requiere de un orden económico internacional
que se haga respetar.
Lo que la globalización precisa en nuestros días es el
reforzamiento del orden económico mundial mediante acuerdos
internacionales que garanticen el sometimiento de los actores
económicos de todos los países a ese orden económico. Será la
consolidación en el plano internacional del imperio de la ley y la
conformidad de todos los Estados para hacerla cumplir, lo que
despojará a la globalización de su ganga actual y podrá entonces
rendir plenamente sus frutos en beneficio del bienestar de todas las
naciones: de las ricas y, sobre todo, de las pobres.
Es decir, se trata de proporcionar solidez a los fundamentos
de la globalización y no de minarlos, en el convencimiento, además,
de que un orden económico global es lo único que puede salvar de
la miseria y de la muerte a las abundantes poblaciones de los
países menos desarrollados que, si logran desterrar
simultáneamente la inseguridad jurídica y la corrupción de sus
sistemas de gobierno, verán convertida su dinámica demografía -
que hoy parece una rémora- en un potente factor de crecimiento
económico.
No conviene olvidar que la riqueza de un país debe mucho
menos a sus recursos naturales que a la constitución política y
económica que se haya dado, como venimos reiterando. Sobran
ejemplos en el mundo que lo acreditan. Volvamos a algunos de los
que nos son ya familiares: Suiza y Japón, que han alcanzado, sin
recursos naturales, niveles envidiables de desarrollo. Y, en el otro
extremo, Argentina, que en 1900 tenía una renta por habitante el
doble que Alemania. Pues bien, este irrefutable principio, que rige
para las economías nacionales, produce idénticas consecuencias en
el ámbito de la comunidad internacional.

El mal llamado dumping social

Vengo oyendo quejarse durante más de treinta años a significativos


hombres de nuestra izquierda intelectual y política, y a brillantes
exponentes de nuestra derecha sociológica, todos ellos pretendidos
benefactores de los más necesitados, de que los países
subdesarrollados que exportan sus productos industriales a
Occidente lo hacen practicando un inadmisible “dumping social”.
La idea es siempre la misma: los productos de esos países
emergentes se venden a unos precios tan baratos que obligan a
cerrar nuestras fábricas creando paro entre los ciudadanos de los
países industrializados. La culpa la tienen, dicen en un flatus vocis
descubridor de la pólvora esos pseudoilustrados nuestros, los
salarios de hambre y la falta de seguridad social a que se someten a
los explotados obreros en esos países lejanos. ¡Paro aquí y
explotación allí, son las consecuencias de tan inhumana forma de
hacer las cosas! vocean en plañidera orquesta nuestros
bienintencionados e ignaros quejicas, y concluyen: ¡Hay que obligar
a esos países a pagar unos salarios decentes a sus trabajadores y a
dotarse de una seguridad social como la nuestra! Lo más divertido
del caso es que todo esto lo dicen con la más circunspecta
solemnidad.
Me parece que tal retahíla de, admitamos que
bienintencionadas pero desde luego erróneas, afirmaciones está tan
plagada de errores que vale la pena dedicar unas líneas a criticarla.
Hacer dumping significa vender un producto a un precio
inferior a su coste y también vender en el extranjero a un precio
inferior al que se practica dentro del propio país. Ninguna de estas
dos circunstancias se dan en el caso que nos ocupa, en el que lo
ocurrido es simplemente que los países productores emergentes
pueden fabricar con unos costes más bajos que los nuestros porque
aún sus salarios son reducidos, al ser todavía pequeños los
requerimientos de mano de obra de la industria, sin cargas sociales
porque aún no han salido de la fase del primun vivere, y con unos
impuestos que, como siempre ocurre en las primeras etapas de
desarrollo industrial, son muy moderados, bien porque sean bajos
los tipos o porque el fraude fiscal sea alto o por ambas cosas al
mismo tiempo.
Pero, vamos, tampoco descubro nada nuevo a los
españoles maduros con memoria. Eso es exactamente lo que
ocurría en la España de los sesenta y primera mitad de los setenta
del pasado siglo. Por eso fue en esa época muy competitiva en
Europa la industria española que entonces arrancaba y hoy se
encuentra desarrollada, y por eso pasamos a ser exportadores de
maquinaria (¡a Europa!) por primera vez en nuestra historia,
nosotros que nunca habíamos exportado otra cosa que no fuera
“aperitivo y postre” (jerez y naranjas) ... y hombres (hombres es lo
que exportan los países cuando no son capaces de exportar
mercancías –ya lo venimos repitiendo).
Es decir, de dumping nada. Costes bajos y basta. Y gracias
a esos costes bajos es como todos los países salen adelante
cuando empiezan a industrializarse y se abren a las corrientes
comerciales internacionales.
“Industria pesada y electricidad” era la receta de Lenin para
la industrialización comunista; ya se ha visto con qué infortunio
económico y desprecio de vidas humanas se hizo. “Bajos costes y
globalización” sería la fórmula de este humilde servidor para la
industrialización en libertad. Pero los falsos progresistas de nuestro
tiempo, que aparentemente viven entregados a redimir a los países
subdesarrollados, condenan al mismo tiempo los bajos costes de
éstos, que son los que les permitirán despegar, y la globalización,
que es el proceso de internacionalización que permite a sus
economías salir de la miseria autárquica en que se encuentran
instalados, y que, por eso, representa para ellos la única esperanza.
Pero, en fin, ya dejó escrito Goëthe que nada hay más espantoso
que la ignorancia activa.

El proteccionismo de los ricos daña a los pobres

Nos hemos acostumbrado a esa cápsula de soledad que es el


automóvil y hemos perdido el encanto del sociable viaje en tren. Sin
embargo, gracias al buen “cercanías” de hoy, los que vivimos a unos
kilómetros de la ciudad podemos disfrutar del tren con frecuencia,
siquiera sea por unos minutos. Es lo que me ocurrió a mí el otro día:
viajaban enfrente mío dos jóvenes de poco más de veinte años –
vaqueros y suéter, con náuticos– que ojeaban el periódico gratuito
que se coge en las estaciones. A uno de ellos –que se llamaba Luis,
por lo que luego supe– debió llamarle la atención algo que leyó, y
dijo de sopetón a su compañero:
–Oye, tío, esto de la globalización es de coña. Los países
ricos, que te cagas, y los pobres, mientras, comiéndose los mocos:
¡yo alucino! –Esto lo decía un muchacho de mirada limpia y pinta de
buena persona que, con su media melena, se daba un aire bohemio.
–No seas pringao, chaval, tú es que te lo tragas todo –le
dijo el otro, cuyos ojos vivarachos delataban a un muchacho
espabilado–; eso es pura demagogia, Luis; la antiglobalización es
ahora la nueva bandera de los que siempre están a la contra; como
atacar al capitalismo ya no mola, ahora la toman con los países
ricos. Pero te digo que, como eso me interesa desde hace tiempo, le
he pedido libros al profe de macro y me lo he estudiado, y ¿sabes
qué te digo?, pues que la globalización no es de hoy, aunque antes
se la llamara de otra forma; cuando nuestros “jefes” (me pareció que
se refería a sus padres) eran jóvenes, se hablaba de comercio
internacional sin trabas y de libertad de movimiento de capitales,
pero es lo mismo. Para los pobres, es la única solución si quieren
salir de la miseria. Lo contrario, que es la autarquía, les condena a
comer mierda y sólo beneficia a los caciques.
El otro, de aire soñador, se quedó pensativo, como
rumiando las ideas de Guillermo. Después de reflexionar un poco,
dijo:
–No fastidies, si eso fuera así, habría menos pobres en el
mundo y, sin embargo, cada vez hay más.
–Hay menos pobres ahora que antes, tío, lo que pasa que
se les ve más, porque la globalización, que es comercio
internacional más libre y más libertad para el movimiento de
capitales, es también televisión mundial, internet y viajes cada vez
más baratos, lo cual hace que la miseria de cualquier rincón del
mundo se vea por las pantallas en todas las casas –era asombrosa
la convicción y, al mismo tiempo la parsimonia, con que se
expresaba Guillermo–. Y, además, y esto es definitivo, los países
que antes y mejor están saliendo adelante son aquellos que más se
abren al comercio mundial. Pero, es que es natural –continuó–: tú
imagínate a un país pobre encerrado en sí mismo, normalmente
gobernado por un tirano corrupto: la gente no tiene manera de salir
del círculo vicioso. Mientras que si el país se abre al mundo,
primero, el tirano ya no podrá pasarse tanto porque estaría a la vista
de todos y, por otra parte, con que se dé un poco de seguridad a las
empresas de los países industrializados de que no se las expropiará
si invierten allí, crearán fábricas que darán trabajo y podrán exportar.
Y todo eso, tío, será más empleo y más renta.
Luis que, por la actitud paciente y serena que estaba
mostrando, daba la impresión de ser un tipo bastante maduro,
aunque al principio me pareciera más bien soñador y poco hecho, le
soltó raudo a Guillermo, con total seguridad, como si llevara un rato
pensándolo:
–Creo que tienes razón, pero entonces lo que los países
ricos deberían hacer para ayudar a los pobres es quitar los
aranceles a sus productos agrícolas, artesanales e industriales. Esa
sería la auténtica ayuda y no darles dinero, que acaba siempre en el
bolsillo de los caciques.
Al principio, pensé que Guillermo hacía Económicas y que
Luis estudiaría Arquitectura o Bellas Artes; en ese punto, sin
embargo, supe que los dos eran compañeros de clase en
Económicas y aventajados estudiantes. Además tenían un buen
profesor de Macroeconomía. El tren se estaba parando y yo me
tenía que bajar, pero no pude reprimirme y les dije:
–Naturalmente, por eso Lula tenía razón cuando decía a los
países ricos que acaben con sus proteccionismos si de verdad
quieren ayudarles. Os felicito por vuestro profesor de macro. Adiós.
DOSIS DEL MIÉRCOLES

El orden económico internacional necesario

Venimos defendiendo la globalización y postulando que la misma


beneficia a todos los países pero particularmente a los más pobres,
porque gracias a ella pueden salir del círculo vicioso de la miseria al
facilitarles la exportación y la atracción de empresas y, por ende, la
inversión y el management. Hemos resaltado que la globalización
implica la generalización del sistema de economía de mercado al
ámbito del universo entero. Pues bien, como apuntábamos antes,
del mismo modo que la economía de mercado requiere que haya un
orden para poder funcionar bien, la globalización también lo
requiere.
Los requisitos de un orden de mercado decíamos que son
dos: el imperio de la ley y un Estado fuerte –que no gordo– capaz de
imponerla. En ausencia de dichos requisitos, no hay economía de
mercado sino mera falsificación que más se parece a la selva donde
siempre vence el más fuerte que a un orden de mercado donde
triunfa el que sirve a los demás como éstos desean ser servidos.
El orden que la globalización requiere es de ámbito
internacional, pero sus exigencias son de la misma índole que las
propias de un orden de mercado nacional. Por lo cual, en su
momento hicimos notar que la globalización, en su sentido
económico, no es sino la generalización a escala planetaria de la
libertad de circulación de personas, capitales, técnicas y
mercaderías, dentro de un orden económico internacional basado
en el imperio de la ley y, de ahí, que la mejor defensa de la
globalización sea –ya lo hemos dicho– fortalecer y hacer cumplir el
orden económico internacional.
Se impone que ahora pasemos a analizar la cuestión
relativa al orden económico internacional exigible a un proceso de
globalización que cada vez se extiende más por el planeta. Me
parece que es este un asunto crucial, particularmente después de la
inquietante dirección tomada al respecto por la burocracia de
Naciones Unidas.
En efecto, el anterior Secretario general lanzó en su
momento una propuesta en Davos sobre un “pacto global” para
aplicar en el ámbito de la ONU, de corte indubitablemente
kelseniano, que llevaría progresivamente, de ser aceptado, al
establecimiento de una autoridad económica centralizada mundial,
como emanación de un sistema jurídico positivo supraestatal, que
no estaría basado en la premisa de que los derechos de las
personas son anteriores a su reconocimiento por el Estado –como
es característico en Occidente– sino que partiría de la
consideración, de pura raíz constructivista, según la cual todos –
individuos y Estados– han de obedecer la norma fundamental
emanada de quienes definen el derecho internacional.
Frente a esta concepción que peligrosamente podría
conducirnos, en un camino sin retorno, hacia un totalitarismo
universal, que no nos daría ni siquiera la oportunidad de mostrar
nuestra disconformidad votando con los pies (no tendríamos adónde
ir), se impone reafirmar el principio de subsidiariedad, característico
de nuestra cultura y que informa nuestros sistemas jurídicos, según
el cual las organizaciones internacionales no pueden suplantar a los
Estados, éstos no pueden suplantar a la sociedad, ni la sociedad
puede suplantar a los individuos.
De ahí que ese orden económico internacional –exigible
para enmarcar el fenómeno de la globalización– haya de
concretarse, no en los términos que en su momento propuso Annan,
sino como un conjunto de acuerdos entre Estados soberanos,
destinados a evitar que operadores económicos desaprensivos
puedan aprovecharse, en perjuicio de terceros, de la existencia de
“agujeros negros” en las legislaciones de los diversos países.

Paz para el desarrollo

Un día encontré el minimalista altar mayor de mi antigua parroquia


cruzado de unas grandes letras pegadas sobre la pared que decían
así: «El desarrollo, camino para la paz». A la salida de misa abordé
al más preparado de los frailes que rigen la iglesia y le pregunté:
–Padre, pero ¿a quién se le ha ocurrido poner eso ahí?
–Ya les he dicho que eso es una blasfemia –me dijo por
respuesta el buen fraile, que además de haber sido General de su
orden en tres períodos y ahora historiador de la misma, ha dedicado
muchos años a la enseñanza de la filosofía.
–Hombre, tanto como blasfemia, no se qué decirle; pero un
error intelectual, desde luego –le apostillé yo, que me había
sorprendido con lo de la blasfemia, aunque comprendí que, desde
su perspectiva de hombre de fe con una buena formación filosófica,
tampoco era de extrañar su pronunciamiento–.
–Más que nada –continué– es que la relación de causalidad
está invertida, porque la razón y la historia nos enseñan que la paz
es camino del desarrollo, pero no que el desarrollo sea camino de la
paz. Claro que comprendería –le dije finalmente– que, desde el
materialismo dialéctico, Lenin hubiera firmado una cosa así, ¡pero
ustedes!
El buen fraile me comentó disculpándolo que le parecía que
había puesto la pancarta un cierto padre, a quien él sabe que yo
aprecio personalmente, influido por los jóvenes de la catequesis de
confirmación.
Salía yo disgustado porque, en los cinco años que llevaba
de feligrés allí, no me había encontrado nunca antes cosas así.
«Mira que si resulta que ahora nos salen trabucaires estos frailes» –
estaba yo diciendo para mis adentros, cuando, de repente, ya casi
en la calle, veo sobre el corcho del atrio un cartel de Manos Unidas
con el mismo lema: «El desarrollo, camino para la paz». Resultaba
que había sido esta oenegé católica la auténtica inspiradora de la
pancarta. Lenin, desde su tumba, se estaría desternillando de risa
como lo habría hecho viendo a los bienintencionados pero
equivocados teólogos de la liberación defendiendo tesis de
semejante procedencia genética en los años setenta del pasado
siglo.
En los días siguientes, hablé con algunas personas sobre
este asunto y debo decir que me preocupó el resultado de la
encuesta. De la decena de personas con las que cambié
impresiones, la mitad eran sacerdotes, de los cuales sólo tres
habían cursado estudios únicamente en seminarios diocesanos; el
resto, incluyendo los demás clérigos con los que hablé, eran
humanistas de amplia formación filosófica y científica.
El resultado de las conversaciones fue que los sacerdotes
sin más formación que la del seminario me dijeron que ellos habían
leído algo parecido al controvertido lema en las encíclicas
Populorum Progressio y Sollicitudo Rei Socialis, mientras los demás
achacaban el despiste de Manos Unidas a la imperceptible
influencia que unas mal digeridas lecturas materialistas ejercen en
personas de buena fe, que creen encontrar en ellas atajos para
mejorar la condición de los hombres sin necesidad de rehabilitar sus
conciencias.
En cuanto llegué a casa, me precipité sobre los aludidos
textos de Pablo VI y Juan Pablo II y me complació comprobar que,
aunque una lectura rápida y acrítica pudiera llevar a pensar en estos
textos como fuente inspiradora del discutido lema, un detallado
examen de los mismos jamás podría llevar a esa conclusión porque
era en la mejora de la condición humana en la que los dos Santos
Padres habían depositado su esperanza tanto para la paz entre los
hombres como para el desarrollo de sus comunidades.
Estaba contento con el resultado de mi investigación y,
además, era feliz de que la relación de causalidad entre paz y
desarrollo no hubiera sido objeto de la disquisición pontificia. Tal era
un asunto de la competencia de las ciencias sociales, en particular
de la Economía, y no del magisterio apostólico. Todavía recordaba,
alegre y triste a la vez, cuando el Santo Padre había pedido perdón
para la Iglesia por la condena de Galileo, nacida simplemente de no
haber respetado en otro tiempo el ámbito de la ciencia.

La prosperidad nunca viene de las ayudas

Hace unos diez años que se celebró la cumbre Unión Europea-


Latinoamérica de Madrid y fue muy comentada la anécdota que allí
sucedió: un micrófono recogió accidentalmente una conversación
privada entre el entonces presidente de Brasil, Cardoso, y el que lo
era de México, Fox. Todos los periódicos la reprodujeron el día
siguiente. Repasando viejos recortes de prensa, acabo de toparme
con ella.
La anécdota carecería de interés si no fuera por las
equivocadas opiniones de ambos mandatarios sobre las causas del
despegue de la economía española, que era entonces el asombro
de propios y extraños. Eran ideas erróneas que, como ya no
gobiernan sus respectivos países, no pueden causar daño a éstos,
pero que en la cabeza de cualquier gobernante pueden perjudicar
gravemente a la prosperidad de los pueblos que tienen a su cargo.
Comentando ambos el espectacular crecimiento de la
España de la época, la conversación fue, en esencia, la siguiente:
–El progreso que hubo en España fue notable –dijo
Cardoso–.
–Sí, agarraron con fuerza... –añadió Fox–.
–Brutal. Yo conocí España en el año 1961. Era entonces un
país muy pobre.
–Yo recuerdo que teníamos entonces igual ingreso per
cápita México y España. Unos 3.000 dólares. México se quedó
siempre ahí.
–Y ellos, paahhh...
–A 14.000 que tienen ahorita.
El presidente de Brasil pensó que entendía por qué:
–Bueno, pero eso con un apoyo europeo muy fuerte ¿no?
Fox, seguro de sí mismo, sentenció con convicción:
–Sí, sí. Ese fue el gran mecanismo. Para Portugal y Grecia
también.
–Para todos ellos, sí –confirmó tan tranquilo Cardoso– y
añadió: –Sólo Estados Unidos podría hacer eso.
–Es el que debería hacerlo; tendría que estar al cuidado de
América, pero no lo hace. –dijo entonces Fox.
–Sí, no lo hace. No tiene esa concepción –añadió
resignado Cardoso–.
–Sí, porque acá fueron tres países los que al principio
apoyaron –comentó Fox–.
–De hecho quien pagó fue Alemania –secundó Cardoso–.
–Así es. Alemania primero de todos; después Inglaterra y
Francia un poco –corroboró Fox–.
–Estados Unidos puede hacerlo. No costaría tanto –finalizó
el presidente brasileño–.
–Claro que puede –concluyó seguro el presidente de
México.
No se ha sabido qué pasó después de esta sesuda
conversación entre los presidentes de las dos repúblicas más
populosas de Latinoamérica, pero supongo que ambos ex
mandatarios seguirán pensando en la egoísta miopía de los
norteamericanos. “¿Por qué me ha de pasar a mí esto?¿No podría
yo haber tenido la suerte de este Aznar al que le dan resuelto el
problema los alemanes?”. Es muy probable que a ambos
mandatarios les viniera esa noche el sueño con tan melancólico
pensamiento en la cabeza.
Pues no, querido lector, los entonces presidentes de Brasil
y de México se equivocaban. Los países salen adelante con el
esfuerzo de sus habitantes cuando la política no lo estropea.
Constituciones que garanticen la propiedad y la libertad económica
de los ciudadanos, y políticas que respeten lo que la ciencia
económica enseña, están siempre detrás del éxito económico de los
países. España pudo aprovechar la prosperidad del mundo en los
años sesenta del pasado siglo porque al final de los cincuenta
empezó a entrar en la ortodoxia con un plan de estabilización
económica que abrió España al mundo y acabó con las demagogia
populista. Los españoles de la época aprendieron la lección (¡en
plena dictadura!) de que, cuando el gobierno no estorba demasiado
en la economía, el trabajo y la austeridad se transforman en
bienestar y prosperidad para la mayoría. Luego, en 1970, un
acuerdo comercial con la Comunidad Europea abrió aún más la
economía española a la competencia internacional, lo que trajo más
prosperidad. La entrada en la Comunidad Europea supuso luego el
desmantelamiento de las últimas protecciones de nuestra economía
y ¡un nuevo salto adelante! Después fueron más privatizaciones,
mayor liberalización, más rigor presupuestario y la menor presión
fiscal, los que hicieron el resto.
La anécdota comentada tuvo lugar en 2002. Si
examinamos el Índice de Libertad Económica de la Heritage
Foundation de ese año, vemos los siguientes resultados. De 161
países clasificados, España aparece en el puesto 26, México en el
60 y Brasil en el 79. Ahí radican las verdaderas causas de nuestro
mayor crecimiento relativo, no en las parcas ayudas comunitarias.
Más oro (de América) entró en la España del siglo XVI y el pueblo
siguió en la miseria. Es el trabajo de la gente y la constitución
económica respetuosa con ella lo que lleva a los pueblos a la
prosperidad, no las limosnas de los poderosos de fuera que
frecuentemente acaba en los bolsillos de los poderosos de dentro.

Vale más un cerebro que un estómago

Discutían un economista y un demógrafo sobre el


crecimiento de la población en el mundo, mayor en los países
pobres que en los ricos, y sobre las consecuencias. El demógrafo
sostenía que la ya penosa situación de la gente en los primeros se
agravaría de no limitarse coactivamente su crecimiento demográfico.
El economista, enfocaba el asunto desde una perspectiva distinta.
–Mira, estás considerando el problema de una manera
estática –dijo–: Para tí, los recursos son algo fijo y el
comportamiento de la gente también, y esta visión simplifica mucho
las cosas y además es errónea. En realidad –continuaba el
economista– deberías pensar primero en lo que motiva la pobreza
en esos países, porque si resultara que la causa de su postración
fuera su inadecuado modo de organizar su vida en sociedad,
carecería de base tu forma de razonar.
–No veo por qué –replicó el demógrafo–. Se organicen
como se organicen, el hecho es que los recursos son los que son y
que cuanta más gente haya, a menos toca cada persona. Por eso, o
se limita el crecimiento de la población o la situación de cada uno
empeorará.
–Es que es falsa esa afirmación tuya de partida, según la
cual “los recursos son los que son” –replicó el economista–. Los
recursos no son nunca los que son; es decir, no es que haya una
cantidad concreta de recursos en alguna determinada parte del país,
de la que se pueda disponer para satisfacer las necesidades de la
población. Los recursos no están dados sino que se obtienen
aplicando, con entusiasmo, trabajo y capital a la naturaleza. El
entusiasmo, por acertar y obtener su recompensa, es lo que anima
al empresario, primero a serlo y, luego, a arriesgarse a reunir y
aplicar el capital y el trabajo necesario.
–Pero en esos países atrasados no hay empresarios –se
quejaba el demógrafo–.
–Claro porque, como no hay Derecho ni respeto a la vida y
la propiedad, no es atractivo asumir ese papel –dijo el economista–.
Ese es el motivo de que antes te dijera que la primera necesidad de
esos países es organizarse socialmente bien; es decir, dotarse de
una Constitución que tenga en cuenta el imprescindible papel de los
empresarios para generar recursos, y favorezca el que resulte un
acto inteligente el querer ser uno de ellos. Y lo mismo que te digo de
los empresarios te lo digo de los ahorradores o de quien podría
esforzarse hoy para obtener mañana una recompensa de cualquier
clase. Es imprescindible que exista esa Constitución y se respete.
–Si, pero ¿y el capital? En esos países no hay capital –
advirtió inquieto el demógrafo–.
–El capital nunca es problema –dijo el economista–, el
capital viaja bien e irá a esos países en cuanto se den seguridades
de que la propiedad será respetada. Veo que no preguntas por el
trabajo –añadió con ironía el economista–. Supongo que no lo haces
porque comprendes que el trabajo es lo que sobra allí porque lo
encarna potencialmente esa población que veías como excesiva.
Pero espero que comprendas que si se hace la Constitución y se
respeta; es decir, si la política ayuda, en vez de estorbar, el propio
desarrollo económico demandará cada vez más mano de obra, que
no podrá proporcionar una población estancada.
El demógrafo, como si estuviera pensando en voz alta,
respondió suave y lentamente, como masticando sus palabras:
–Claro, eso es lo que nos ha pasado a nosotros en España,
que en los sesenta del pasado siglo tenía que irse la gente fuera a
ganarse la vida, pero cuando nos abrimos al mundo y nos fuimos
organizando de modo que la gente se sintiera, bajo el imperio de la
ley, con seguridad para su vida, su propiedad y sus demás
derechos, el capital no nos faltó, y ahora, en vez de ser emigrar los
españoles, necesitamos que vengan otros de fuera.
–Exactamente –apostilló el economista–. Pero, ahora que
has comprendido que las conclusiones cambian cuando analizas la
cuestión de un modo dinámico, te diré otra cosa más: No sólo es
que te equivocas si pretendes resolver el problema impidiendo que
la población crezca, es que puedes llegar a agravarlo porque, es
verdad que conseguirás reducir los estómagos que a corto plazo
demanden comida, pero también impedirás que aumenten los
cerebros –¿cuántos geniales?– que, a mayor plazo, podrían
engrandecer el país en cuestión.
–Cierto, siempre valdrá más un cerebro que un estómago –
exclamó resignado el demógrafo–.

¿Qué nos han hecho?

Es frecuente echar la culpa a los demás de lo que nos pasa, tanto


en el ámbito privado como en el colectivo. Indagar sobre las causas
de nuestro mal preguntándonos «¿qué nos han hecho?» es
sumamente tranquilizador porque nos evita la pesquisa alternativa,
autoinculpatoria y siempre inquietante de «¿qué hemos hecho
mal?».
¿Qué nos han hecho? es la pregunta que suele anidar en
los corazones patrióticos de quienes, siendo parte de un país
subdesarrollado, acaban culpando a las naciones desarrolladas de
su propio estado de postración. No suelen formularse la pregunta al
revés, interrogándose por las causas que no hicieron posible lo que
otros lograron. Sería más fértil pero resulta mas tranquilizador echar
la culpa a los demás.
Es aleccionador este planteamiento contradictorio si
tratamos de aproximarnos a las causas del subdesarrollo que
caracteriza en nuestro tiempo a los países islámicos, porque ellos
no representan un ámbito de civilización primitiva, sino uno que en
la Edad Media alcanzó unas cotas de desarrollo científico y técnico
muy superior al de la Europa cristiana y que, sin embargo, ha venido
retrocediendo desde el comienzo de la Edad Moderna.
Bernard Lewis, profesor emérito en Princeton y eminente
autoridad en la historia del Oriente Próximo, conocido entre nosotros
por haber sido conferenciante en España y haberse traducido al
castellano media docena de sus más de veinte libros, reunió hace
unos años, en un volumen de 200 páginas, varias conferencias que
había dado la década anterior. Se publicó en español con el título
¿Qué ha fallado? El impacto de Occidente y la respuesta de Oriente
Próximo (Siglo XXI, 2002). Se trata de una obra brillante que sigue
siendo de rabiosa actualidad, en la que hace un análisis histórico del
Oriente Próximo desde Mahoma hasta nuestros días, se examina el
progresivo declinar de sus países desde el siglo XIII y
particularmente desde el XV, y se intenta por encontrar respuestas
satisfactorias a qué han hecho mal los interesados para encontrarse
donde están.
Tras un riguroso estudio, nuestro autor acaba señalando lo
siguiente: «Para un observador occidental, educado en la teoría y la
práctica de la libertad occidental, es precisamente la falta de libertad
―libertad de pensamiento respecto de la coacción y el
adoctrinamiento, para preguntar, cuestionar y hablar; libertad de la
economía respecto de la mala administración, corrupta y
generalizada; libertad de las mujeres respecto de la opresión
masculina; libertad de los ciudadanos respecto de la tiranía― lo que
subyace en muchos de los problemas del mundo musulmán».
Pienso que es acertada esta opinión del profesor de
Princeton, pero debo reconocer que me gusta todavía más el modo
en que al respecto se pronunció en 1837 el embajador otomano en
Viena, Sadik Rifat Pachá, en un memorando que dirigió a Estambul
y que el propio Lewis cita.
Como muchos otros visitantes de Oriente Próximo, Sadik
Rifak Pachá, impresionado con el progreso y la prosperidad de
Europa, vio en la adopción del modelo de organización social de
esta el mejor medio de regenerar su propio país. Y explicaba: «La
riqueza, la industria, y la ciencia europea son el resultado de ciertas
condiciones políticas que aseguran la estabilidad y la tranquilidad.
Estas, a su vez, dependen de la conquista de una total salvaguarda
de la vida, la propiedad, el honor y la reputación de cada nación y
cada pueblo, es decir, de la aplicación apropiada de los derechos
necesarios de libertad».
El Imperio Otomano ha sucumbido y hoy las elites turcas
quieren ser europeas, con la complacencia de las diplomacias de
algunos países de la Unión. No imagino cómo el designio de la
diplomacia lograría hacer africano a un español; perplejo igualmente
contemplo que esa misma diplomacia logre que Turquía sea parte
de la Europa política. Claro que, visto lo que la diplomacia europea
contribuyó a hacer ฀bueno y malo฀ en el siglo XX, tampoco pienso
que sea imposible.
Pero, en fin, como deseo lo mejor para los turcos,
prudentemente recordaría a sus dirigentes que aún conservan
intacta la posibilidad de seguir los consejos que dirigía a la Sublime
Puerta su antiguo embajador ante la Corte imperial de los
Habsburgo.

Mal negocio abandonar la buena fe

Parecería que el término “buena fe” no es de este tiempo porque


apenas se oye hablar de él en la calle o en los despachos, ni
tampoco se le menciona en los periódicos que, a pesar de su poca
lectura, seguramente son el único soporte de letra impresa al que la
mayoría de nuestros contemporáneos presta atención. No se oye
hablar de él y tampoco parece que se cultive mucho. Me llevaría una
sorpresa si alguien me mostrase evidencias de que se está
practicando abundantemente pero de incógnito. Creo que lo que
está ocurriendo es sencillamente que el principio de la buena fe se
ve en nuestro tiempo como una antigualla.
Pero la buena fe meramente supone la verdad, es decir, la
conformidad de lo que uno dice con la realidad. La vida social se
reduce a dar y recibir, enseñar y aprender, comprar y vender, lo que
Cicerón llamaba un intercambio general de oficios. De modo que la
vida social se desarrolla mediante un engranaje permanente de
actos jurídicos. Pero, si la buena fe entre los miembros de una
sociedad deja de existir, si la buena fe desaparece de los hábitos
sociales, ¿quién realizará esos actos jurídicos? Si los hombres se
engañan entre sí, si no respetan los pactos, las relaciones sociales
se deterioran irremediablemente y la sociedad sucumbe como tal.
Fenómenos corporativos fraudulentos que han ocupado las
primeras páginas de los periódicos en nuestro tiempo, como la
falsificación auditada de las cuentas de ciertas compañías o el
otorgamiento, por cuenta de las empresas, de millonarias e
inmerecidas stock options a los directivos sin la autorización y ni
siquiera el conocimiento de los accionistas, no son sino
manifestaciones actuales de que el principio de la buena fe no pasa
por sus mejores momentos.
Y no es esta una cuestión baladí para la economía, que
pueda remitirse descuidadamente al campo de la moral, hoy, por
cierto, arrinconada en el ámbito específico de lo privado por una
equivocada manera de entender el necesario respeto a la intimidad
personal. Ciertos actos morales no pertenecen únicamente al ámbito
privado porque producen efectos públicos, pero es que este asunto
de la buena fe no es sólo moral sino que también es de naturaleza
económica, como nos enseñan los gráficos de las cotizaciones de
bolsa.
Cuando percibimos que ciertos escándalos empresariales
demostrativos del abandono del principio de la buena fe hacen caer
las cotizaciones de los valores de las sociedades en los mercados
estamos viendo sólo el “chapapote” que flota en la superficie del
agua. En lo más hondo, en las corrientes más profundas, lo que está
sucediendo es que los vínculos de la sociabilidad se están
resquebrajando, y el futuro económico está siendo penetrado por
disolventes termitas.
No hay sociedad floreciente que pueda soportar de modo
indefinido el abandono del principio de la buena fe sin pagar su
precio. Y la Historia nos enseña con gran elocuencia que, con
independencia de otros efectos, siempre se paga un precio en
términos de pérdida de pujanza económica y de bienestar.
Como reiteradamente venimos diciendo, la riqueza
duradera de un país no depende de la generosidad con que la
naturaleza se haya mostrado en su provisión de recursos naturales.
Esta provisión de recursos naturales es meramente contingente y,
con frecuencia, si es generosa, más constituye un problema que una
solución. Es difícil imaginar, ya lo hemos dicho, lo que viene
sucediendo en Venezuela, por ejemplo, sin la abundancia petrolífera
de su subsuelo.
Lo que resulta determinante para la pujanza de un país es
su sistema institucional. Las instituciones, no sólo las públicas, sino
también las privadas y, entre ellas, el imperio de la ley, el respeto a
la vida, a la propiedad y a la libertad y el principio de la buena fe
como lubricante de las relaciones sociales, constituyen poderosos
factores metafísicos de producción que, bien ordenados, producen
de forma duradera el bienestar de la mayoría.
Es por ello exigible que todos tomemos conciencia de la
necesidad de recuperar el principio de la buena fe en el mundo de
los negocios y, en general, en la vida social, con lo que no sólo
evitaremos poner en peligro nuestro propio bienestar sino también
infligir un inmerecido castigo a las generaciones venideras.

Libertad y democracia
Acostumbrados a ver juntas libertad y democracia, confundimos
frecuentemente ambos términos. Si lo frío fuera generalmente
húmedo y lo caliente comúnmente seco, confundiríamos
temperatura y humedad, decía Marías. Es lo que nos estaría
pasando al conocer simultáneamente libertad y democracia. Y, sin
embargo, es fundamental comprender la importancia de no
confundir ambos términos, porque de su confusión deduciremos
equivocadamente que democracia plena conlleva libertad plena y
que es innecesario investigar nuevos campos para el desarrollo de
la libertad, tan necesaria como potente factor metafísico de
producción de las naciones y como apreciado bien de consumo de
sus habitantes.
La democracia hace referencia al titular del poder, mientras
la libertad lo hace a la forma y límites de ese poder. Por eso
democracia y liberalismo no son equivalentes; como dijo
Schumpeter, la democracia es el sistema institucional para llegar a
las decisiones políticas (es un método), mientras que el liberalismo
hace referencia a cómo se manda, y existe cuando el poder tiene
límites; es, como dijo Marías, la organización social de la libertad.
La democracia, como método para tomar decisiones
políticas, es el mejor de los conocidos (el peor, si excluimos todos
los demás, decía Churchill con sarcasmo). Pero es un método, no
un fin en sí mismo y, en consecuencia, ha de ser juzgada por sus
logros. Por ello, si apelar a métodos democráticos es lo más
aconsejable cuando no haya duda de que debe actuarse
colectivamente, el problema referente a si es o no deseable una
actuación colectiva no puede resolverse apelando a la democracia
(Hayek).
La cuestión no es meramente académica ni baladí, si
advertimos dos fenómenos de nuestro tiempo que asociados
conducen a una perniciosa democracia ilimitada. Me refiero a la
invasión por la política de ámbitos individuales y sociales no
necesariamente políticos y al sobreintervencionismo económico de
los poderes públicos. Hayek, consciente del grave problema, planteó
crudamente así la que puede considerarse cuestión capital de
nuestro tiempo: ¿Por qué no se limita el poder de la mayoría, como
se intentó hacer siempre con el de todo otro gobernante? No es sólo
que la economía funcionará mejor cuanto menos trabada esté, es
que la libertad resulta imprescindible para que la sociedad obtenga a
largo plazo el mayor beneficio de la mejor aplicación de sus
miembros.

Para la construcción de la paz

La economía de mercado es más eficiente que la economía


de mando y moralmente superior porque funciona a base de libertad
personal. Pero, como venimos diciendo, una economía de mercado
no es un sistema anárquico regido por la ley del más fuerte sino un
sistema sujeto a reglas: un orden basado en el imperio de la ley y en
la existencia de un estado fuerte que imponga la ley.
Un orden que salvaguarde la vida y el honor, la propiedad y
la libertad personal, que requiere un sistema institucional adecuado
y un ambiente social naturalmente pacífico, para cuyo buen
funcionamiento democrático convendrá la igualdad de
oportunidades y unas desigualdades de resultados no excesivas. Es
un sistema como el que, más o menos, tenemos en esta parte del
mundo y cuya progresiva implantación a lo largo de los siglos ha
hecho posible que, del natural estado de pobreza de la humanidad,
unos pocos países hayamos escapado.
Pero un sistema así no se improvisa, y la historia de los
últimos lustros enseña cuánto está costando dotarse de uno a los
países antes subyugados por los soviéticos. Aunque la Historia
también enseña algo que no por ser políticamente incorrecto dejaré
de decir: el final de una guerra o la salida de una dictadura son
momentos propicios, si se cuenta con apoyo exterior suficiente, para
poder implantar en breve plazo con éxito el orden jurídico y el
sistema institucional capaces de dar soporte a una economía de
mercado de largo alcance.
Ejemplos notables de posguerras bien aprovechadas en
este sentido fueron Alemania y Japón, tras la Segunda Guerra
Mundial. El ejemplo más sobresaliente de implantación de una
economía de mercado en el alumbramiento de un sistema
democrático lo tenemos en casa; es verdad que en España las
instituciones básicas, como los registros de la propiedad, nunca
habían dejado de funcionar y que, desde fines de los años
cincuenta, el propio sistema político ya venía preparando su fin,
como adivinaba aquél ministro que dijo a Franco en el Consejo que
aprobaba el Plan de Estabilización esas premonitorias palabras
antes recordadas: «Mi general, con esto firmamos la sentencia de
muerte del régimen».
Alemania y Japón fueron ayudadas por los Estados Unidos
para establecer órdenes de mercado sobre sus respectivos
escombros (como ayuda «impuesta» la calificaba la izquierda de la
época). Se les prestó ayuda importante en este terreno y también en
el financiero (el Plan Marshall, en Europa, y el equivalente, en
Japón), cuya buena aplicación estaba garantizada por la ocupación
militar, que se mantuvo formalmente hasta 1952 en Japón (7 años) y
hasta 1955 en Alemania (10 años). Todavía hay aún acantonados
varias decenas de miles de soldados americanos en ambos países.
Bien, pues un nuevo experimento tenemos delante de
nuestros ojos. Se trata de Irak, liberado de la sangrienta dictadura
de Sadam Husein por los Estados Unidos, verdad es que no por las
razones que pretendieron justificar la invasión. Pero el hecho es que
ha desaparecido un megalómano armado que, avivando el fuego del
Oriente medio, lo estaba poniendo en riesgo de explosión. Como
siempre, al vencedor corresponde ahora proporcionar la necesaria
ayuda para establecer en el país ocupado un sistema político
democrático y un sistema económico de mercado que puedan
proporcionar a ese sufrido pueblo el bienestar y la prosperidad
anhelados.
Pero eso sólo será posible y es la responsabilidad histórica
de los Estados Unidos si la tarea es tomada en serio, como se tomó
en Alemania y Japón en 1945. Es verdad que los sistemas
institucionales alemán y japonés pudieron ser aprovechados tras
reparar sus averías, mientras que tendrá que haber más creación
ex-novo en Irak, pero no lo es menos que la infraestructura y la
estructura industrial de Alemania quedaron destrozadas y que Japón
carecía –y carece– de recursos naturales, mientras que Irak es rico
en petróleo.
La operación exige abordar el empeño con profesionalidad
y sin prisas. Y es además la oportunidad para que intervengan
constructivamente los organismos internacionales serios y las
instituciones de la Unión Europea que, como la Comisión y el Banco
Central, tienen equipos competentes. Francia y Alemania, países
con gran experiencia en aprovechar para su desarrollo la ayuda
americana, pueden tener en este plan, por su parte, una estupenda
plataforma desde la que poder desplegar su generosidad hacia Irak.

Cuando el egoísmo se disfraza de filantropía

Cuando Lula era presidente de Brasil, se quejaba de la protección


agraria europea y tenía razón. Por los mismos motivos, deberíamos
quejarnos los europeos que no nos dedicamos a la agricultura. En
efecto, la Política Agraria Común (PAC) es una institución que
perjudica la agricultura de los países subdesarrollados y también a
los europeos que no son agricultores. Consiste esencialmente en
subvencionar a los agricultores europeos con el dinero de los
europeos que no lo son, impidiendo la competencia internacional en
este sector, a pesar de las excelencias que los responsables de la
política europea acertadamente predican de la competencia cuando
se trata de la industria o los servicios.
Pero, si la competencia es buena, y legítima su defensa en
la industria o los servicios, ¿por qué no ha de defenderse
igualmente en la agricultura? Nadie contesta esta pregunta en
público. Privadamente todos reconocen que la PAC es una
barbaridad, como lo serían unas hipotéticas PIC o PSC, que
supuestamente protegieran a la industria o a los servicios europeos.
Pero en público los responsables políticos no se atreven a
reconocerlo, dicen algunos que por temor a perder votos en el
campo, donde aún hay gente.
Ciertamente todavía buen número de europeos se dedican
a la agricultura, pero desde luego muchos menos que los dedicados
a la industria y los servicios. El problema, como tantas veces, es de
incentivos: a los agricultores la PAC les toca el bolsillo directamente
(se lo rellena), por lo que inmediatamente se movilizarían ante el
temor a perder el privilegio, y los demás padecen la PAC en silencio,
unos porque no saben de qué va, otros porque, aunque se lo
expliques, perciben sólo de modo indirecto sus efectos, y la mayoría
porque, siendo perjudicados, su escaso grado de incidencia y de
apreciación les estimula poco a revelarse. Cuando el esfuerzo no es
proporcionado a lo que uno espera poder conseguir, normalmente
no actúa.
No es que la PAC sea una originalidad europea, porque
otra fechoría análoga se practica en los Estados Unidos. Ni tampoco
es que, europeos y norteamericanos, seamos los únicos
perjudicados. Lo son también los habitantes de los países
subdesarrollados ─ agricultores y no agricultores ─ , que no pueden
exportarnos sus productos agrícolas.
Surrealismo puro: en el año 2000 se estropearon en el
norte de Tanzania 40 millones de litros de leche autóctona mientras
los supermercados locales vendían leche holandesa, que era más
barata porque la subvencionaban los contribuyentes europeos. Se
calcula que la supresión de las protecciones agrícolas europea y
norteamericana incrementarían el producto interior bruto de África
en 100.000 millones de euros anuales, cuando el total de la deuda
de ese continente para la que se pide la condonación ascendía
hasta hace poco a 130.000 millones de euros.
Pero es iluso concebir esperanzas porque, como dice
Xavier Sala i Martín, aunque una campaña contra el proteccionismo
agrícola beneficiaría mucho a quienes vivimos aquí sin ser
agricultores y también a los habitantes de los países
subdesarrollados, no cabe el éxito porque los agricultores europeos
forman un poderoso y violento grupo de presión que bloquea
carreteras y quema camiones. Con lúcido pesimismo, añade Sala
que a Bové, el vandálico pastor francés que lideró un movimiento
para oponerse a la globalización porque supuestamente perjudicaba
a los países pobres, no le interesaban nada los pobres, sino
únicamente proteger las rentas de los agricultores franceses.

Lágrimas de cocodrilo

Hay subdesarrollo y miseria en el mundo. Ciertamente menos que


antes, pero se nos hace más insoportable porque lo vemos desde
nuestro cuarto de estar si enchufamos la televisión.
Ya hemos dicho que el estado natural del mundo es la
escasez y que, desde la pobreza originaria, la pequeña parte del
mundo que llamamos Occidente pudo despegar gracias a una
civilización, asentada en unos valores y dotada de un sistema de
organización social, que ha producido efectos tan importantes en la
vida de la humanidad como que desde mediados del siglo XVIII a
hoy hayan nacido más personas en el mundo que todas las que
habían nacido desde que existe el hombre hasta esa fecha.
Entre esas fecundas características que han hecho
prosperar a Occidente, una de las importantes ha sido el libre
comercio entre las naciones, lo que ya nadie con criterio discute. Y,
sin embargo, mientras reconocemos las ventajas del libre comercio
para la prosperidad de los pueblos, aislamos parcialmente del
mismo a los países subdesarrollados, manteniendo barreras
arancelarias y otras frente a ellos, so pretexto de defender así a
nuestros connacionales. Aunque, para tranquilizarnos, hayamos
puesto en pie uno de los grandes negocios de nuestro tiempo: el de
las oenegés, de las cuales, algunas, meritorias, transfieren nuestras
ayudas lealmente, aunque sin gran eficiencia, y otras nos engañan
consiguiendo nuestro apadrinamiento “exclusivo” para un
muchachito del que nos mandan la foto, el cual un día casualmente
descubrimos apadrinado simultáneamente por un amigo de otra
ciudad. Ah, España, país de pícaros.
Pero, por eso mismo, no son más que lágrimas de cocodrilo
las que vertemos al llorar por los pobrecitos africanos, asiáticos o
iberoamericanos, mientras estamos impidiendo que puedan
exportarnos sus bienes, que producen a más bajo coste que
nosotros. Y no se me diga que esta protección es para no dejar en
el paro a nuestros trabajadores, porque cuando una persona resulta
improductiva en una sociedad bien organizada, lo que hay que
hacer es abrirle oportunidades para cambiar de actividad. Como a
nadie sensato se le ocurriría hoy obligar a los curas a seguir
llevando teja (un sombrero negro con el que los sacerdotes cubrían
su cabeza hace cincuenta años) para preservar al sector textil, ni
hubiera sido pertinente otrora obligar a la gente a viajar en diligencia
para conservar los empleos en el sector de carruajes, nadie debe
seguir dificultando actualmente el bienestar de tantos asiáticos,
africanos o iberoamericanos, dificultándoles que nos exporten sus
productos.
DOSIS DEL JUEVES

Una gallina con apatía sobrevenida

¡Me opongo!, cuentan que decía Unamuno, asomándose a la clase


donde algún profesor explicaba la lección a sus alumnos, sin
pararse a escuchar de qué asunto se estaba tratando. Así dejaba
constancia el rector de la universidad de Salamanca de su
estrafalario comportamiento. Frecuentemente vemos conductas de
índole semejante en los políticos: que el Gobierno dice algo, pues la
oposición ¡lo contrario! Ahora, llevan la contraria al Gobierno los
socialistas, pero en otro tiempo fue al revés. Da igual, se trata de
oponerse.
Recuerdo que, gobernando Aznar, los populares
anunciaron que iban a bajar el impuesto sobre la renta. Los
portavoces socialistas se opusieron entonces en parecida actitud a
la de Unamuno. La gente no lo entendía; el plan era correcto, pero
daba igual, ¡la oposición está para oponerse!, como decía con
guasa un amigo mío. Era evidente que la medida iba a ser positiva y
además el paso del tiempo dio la razón al Gobierno.
Viendo el espectáculo de hoy y recordando el de aquellos
días, reflexionaba sobre el papel desincentivador que pueden llegar
a jugar los impuestos cuando me acordé de una vieja historia: la de
la gallina Currasola, que se volvió apática de repente. Sería egoísta
por mi parte no compartir con mis lectores tan aleccionadora
parábola.
Érase una vez una gallinita que descubrió unos granos de
trigo mientras escarbaba en la granja. Llamó a sus compañeros y
les invitó a sembrar juntos las semillas. Pero la vaca, el burro y la
oca fueron sucesivamente rechazando la oferta de la gallinita:
—Yo no —dijo la vaca.
—Tampoco yo —respondió el burro.
—Yo no puedo —indicó la oca.
La gallina hubo de sembrar sola el trigo, que creció muy
alto y maduró en gruesos y dorados granos. Una vez más, la
gallinita preguntó a sus compañeros de granja si alguien recogería
con ella el grano. Pero otra vez tuvo que resignarse:
—Yo no —dijo el burro.
—No es mi oficio —terció la oca.
—Perdería mi categoría —apostilló fatuamente la vaca.
Llegó la hora de hacer el pan, y todos fueron otra vez
convocados.
—Ayudar sería hacer horas-extra —precisó la vaca.
—Yo no estoy suficientemente cualificado —terció el burro.
—Si sólo ayudo yo, me llamarán esquirol —señaló la oca.
La gallinita, que fue entonces cuando se ganó el remoquete
de «Currasola», tuvo que hacer por sí misma el pan, cuatro
hermosos panes que enseñó a sus vecinos. Todos querían
compartirlos, pero Currasola, enojada, les dijo que ella sola se
comería los hermosos panes.
—Ganancias excesivas —dijo la vaca.
—Explotadora capitalista —apostilló el burro.
—Acaparadora —le increpó la oca.
Rápidamente todos, incitados por el burro, se solidarizaron
y fueron a presentar sus quejas al granjero. Prepararon pancartas y
comenzaron a dar vueltas por la granja exhibiendo su plataforma
reivindicativa.
—¡Venceremos!, gritaban a trío.
Y vencieron. Pues, en esto, llegó el granjero, que afeó su
conducta a la gallina Currasola:
—Gallinita, no debes ser egoísta: fíjate en la desventurada
vaca, mira la oca en desventaja, ve al burro desafortunado; con tu
comportamiento agrandas las diferencias entre ellos y tú, fomentas
la desigualdad.
—Pero... —balbuceó la gallinita—, yo me gané mi pan.
—Exactamente —dijo el sabio granjero—, eso es lo
maravilloso de esta granja, que todos pueden ganar en ella lo que
quieran. Gallinita debes estar muy dichosa de tener esa libertad; en
otras granjas, tendrías que entregar los cuatro panes al granjero.
Aquí basta con que repartas tres entre tus desdichados
compañeros.
La gallina cerró el pico y se mostró aparentemente
satisfecha. Pero a sus vecinos siempre les extrañó que Currasola
nunca más hiciera pan.

La flexibilidad trabaja a favor

La idea de “flexibilidad” aun suscita pasiones entre nosotros,


particularmente cuando se emplea en relación con el mercado de
trabajo. No se debate, en general, limpiamente sobre este asunto, si
por debate limpio hemos de entender controversia franca y no pelea
de callejón. El que la flexibilidad, además, fuera considerada por los
sindicatos como la doctrina empresarial sobre el empleo ayudó a
oscurecer, a efectos prácticos, la verdadera significación del
término. Sin embargo, es muy necesario discutir abiertamente y sin
prejuicios sobre este asunto, y no únicamente en relación con el
mercado laboral, sino en el ámbito de la economía en general,
porque hoy la flexibilidad del sistema económico es una necesidad
impuesta por una realidad que se manifiesta en múltiples facetas.
Sí comparamos la eficacia lograda en la lucha contra el
paro por los países con economías flexibles –no sólo mercados
laborales– como Estados Unidos y hasta cierto punto Japón, con los
pobres resultados alcanzados en este terreno por las mucho más
rígidas economías europeas, comprobamos que el coste social que
inadvertidamente estamos pagando por la falta de flexibilidad es
muy alto.
Por otra parte, aunque en relación con lo dicho, lo cierto es
que, con el fracaso de las fenecidas políticas expansivas de corte
keynesiano, han pasado a ocupar su lugar en Europa, con ventaja,
durante los últimos lustros, las mucho más eficaces políticas de
oferta, para cuya aplicación con éxito se necesitan estructuras
económicas flexibles.
Una tercera consideración viene de la mano de las nuevas
tecnologías, cuya generalización hará posibles formas de
organización del trabajo inéditas que alterarán las condiciones de la
producción, mejorarán el aprovechamiento de los equipos, elevarán
notablemente la cualificación de la mano de obra, su productividad
y, en consecuencia, su remuneración, pero simultáneamente exigirá
el desarrollo de un proceso permanente de formación del capital
humano y una gran movilidad de los trabajadores en y entre las
empresas.
Desde luego la flexibilidad no es un concepto estrictamente
laboral, aunque sus éxitos en este campo sean pronto visibles. Es
un término que se incardina en un terreno mucho más vasto y se
define por referencia a unas reglas de juego que permitan a los
agentes económicos adaptarse rápidamente y sin traumas a los
cambios permanentes que impone una economía abierta y
dinámica. Por ello, nos enfrenta a un proceso global de cambio, que
afecta a los gobiernos, responsables de crear el marco legal; a los
empresarios, obligados por la competencia a agilizar sus
estructuras; y a los trabajadores, obligados a una formación
permanente y a la necesaria movilidad.
Si esta realidad no es asumida por todos, la imparable
generalización de las nuevas tecnologías, de cuyo carácter liberador
para los hombres ni la razón ni la Historia nos permiten dudar, se
volverá paradójicamente en contra nuestra y hará perder el tren del
desarrollo a los países renuentes, incapacitando a sus empresas
para sobrevivir y llevando a sus trabajadores a engrosar el ejército
de parados.
Es necesario, pues, situar el asunto de la flexibilidad bajo la
mirada desapasionada de la razón y del sentido común, y dialogar
pacíficamente y sin prejuicios sobre el mismo, que no es un
concepto que daba verse como algo abstracto perteneciente al
terreno de la filosofía, sino como una concreta e ineludible exigencia
de la competencia y la eficacia económica, cuya correcta
interpretación llevará a una mejora del aprovechamiento de los
recursos y, a su través, al crecimiento de la producción y de un
empleo cada vez mejor remunerado.

La crispación trabaja en contra

A la economía no le es indiferente la política. Un virtuoso entorno


político favorece la buena marcha de la economía, mientras que
otros ambientes políticos viciados pueden resultar perturbadores
para la actividad económica. Esto es evidente si la referencia es la
política económica, pero no es menos cierto, aunque pueda ser
menos visible, si la referencia es el ambiente político general, lo que
es consecuencia directa del efecto que la política siempre tiene en el
clima de confianza.
El crecimiento económico sólo es posible en un clima
inversor positivo y este sólo acontece cuando reina la confianza y la
tranquilidad general. Cuando, al contrario, el ambiente político se
tensa, se pierde la confianza, enseñoreándose entonces la
intranquilidad y la crispación. En tal situación, el empresario espera,
el inversor se queda quieto a ver qué pasa y la economía primero se
ralentiza y después se para.
Por eso, en un entorno de crisis económica generalizada
como el presente, que ya de por sí infunde poca tranquilidad, la
irritación que se percibe en la política española es un mal absoluto
sin sombra de bien alguna que, de seguir así, sólo servirá para que,
como país e individualmente, resultemos empobrecidos mucho más
rápidamente de lo que nos podemos imaginar.
Justamente un momento de crisis como este exige la
distensión y un arrimar el hombro todos juntos. Es menester, pues,
que todos y cada uno nos esforcemos, cada cual desde su posición,
en aplacar los alterados ánimos reinantes, y en esto, como siempre,
la obligación de cada uno ha de ser proporcionada con el nivel de
responsabilidad que detenta.
Es impresionante para las personas de mi generación, que
hemos protagonizado el tránsito pacífico de una dictadura a una
democracia por primera vez en la historia universal, dando ejemplo
al mundo, ver ahora a nuestra clase política, jaleada por medios
supuestamente afines, tirarse los trastos a la cabeza como unos
niños mal criados que, despreciando el esfuerzo de los padres por
construirlo, ponen irresponsablemente en riesgo el valioso
patrimonio heredado. Y ¡que tire la piedra quien se sienta libre de
culpa!
La transición se hizo entre todos, de la política y la
sociedad; de la derecha y la izquierda; los sindicatos y la patronal;
los hombres de iglesia y los descreídos. Y, porque entre todos la
hicimos, no debemos dejar, impasibles, que ahora unos pocos, que
viven del presupuesto que entre todos financiamos, lo echen todo a
perder. Hemos de enfrentar a cada cual con su responsabilidad y
ponerles en el trance moral de tener que asumirla. Si no lo
hacemos, nuestro hijos primero y la Historia después, nos pedirán
cuentas inexorablemente.

La obligación social del beneficio

Algunos empresarios, si fueran creíbles, parecería que obtienen


beneficios a su pesar, cuando sin empacho proclaman que lo más
importante para ellos es crear empleo y que lo de conseguir
beneficios es, vamos, casi un accidente, que lo alcanzan... porque
no hay más remedio. Parecidamente al Mr. Jourdan de Lamartin,
que escribía en prosa sin saberlo, estos empresarios semejan
obtener beneficios no sólo sin saberlo sino sin tan siquiera quererlo.
Menos mal que mienten, lo que podría ser en estas circunstancias
sólo venial pecadillo, pues, en otro caso, habría que ponerles en la
picota para su afrenta.
En un orden de mercado sin adulteraciones, donde la
competencia y la ley son los severos disciplinantes de los
empresarios, éstos tienen una obligación social y sólo una, que es,
precisamente, la de obtener beneficios. Lo cual es mera
consecuencia de que los recursos que el empresario administra son
siempre unos recursos económicos escasos por definición. Si de su
administración resultan pérdidas, es que se están despilfarrando. Si,
por el contrario, resultan ganancias, es que se les está dando un
uso adecuado. Por eso, los beneficios son, para un empresario,
señal inequívoca de que ha asumido correctamente sus
responsabilidades sociales, y las pérdidas marcan, también
inequívocamente, que no ha sabido hacer frente a sus compromisos
como buen administrador de los recursos escasos y susceptibles de
utilizaciones alternativas que la sociedad ha puesto a su disposición.
El empresario ganador en buena lid es, así, un benefactor
social sin proponérselo e, incluso, sin quererlo, si el caso fuera.
Mientras que el empresario que pierde por no saber ganar es, de
modo similar, un parásito para la sociedad que le cobija.
Los recursos, los escasos recursos que el mal empresario
no supo administrar y, por eso, total o parcialmente perdió, han sido
malgastados en lo absoluto y también en términos relativos con
respecto a los usos alternativos mejores que un buen empresario
podría haberles dado si el malo no los hubiera retenido. Es decir, no
sólo es que produjeron pérdidas por estar mal administrados, sino
que no se permitió el buen uso de los mismos que hubiera llevado a
obtener ganancias.
Esto vale para todos los recursos y también para los
recursos humanos, por lo que es falaz eso de que “yo lo que quiero
es crear empleo”, y nos obliga a todos a una doble tarea. En primer
lugar, nos debe llevar a vigilar que las autoridades económicas no
se inmiscuyan en la gestión empresarial entorpeciéndola y estén
sólo a lo que es su misión, es decir, velar por el funcionamiento
limpio del mercado en competencia. En segundo lugar, nos debe
llevar a estar atentos ante los falsarios disfrazados de hombres de
empresa y ponerlos socialmente en evidencia cuando intenten
conseguir alguna excepción legal a cambio de la mula ciega de sus
declarados propósitos benefactores del interés general. Cuando
alguien pretende una intervención del Poder a su favor, con el
pretexto de satisfacer el interés general, siempre alberga el oculto
propósito de conseguir la satisfacción de sus particulares intereses.
Por eso, a un empresario de éxito que, sin dejar de serlo,
quiera dedicarse a patrocinar los más elevados fines de la
comunidad hay que decirle que la mejor manera de hacerlo sin
levantar sospechas es seguir ocupándose de la cuenta de
resultados de su empresa. Y que, si lo que desea es cambiar de
oficio, también es legítimo que lo haga, pero a las claras, no vaya a
resultar que quien supo ganar competitivamente en un mercado
abierto se haya cansado de hacerlo por lo duro que resulta y,
aprovechando el prestigio merecidamente conseguido intente
pasarse de contrabando, como supuesto mecenas, al mercado
mucho más opaco de los buscadores de rentas.

La perversión de las subvenciones

La prensa daba noticia hace un tiempo de una sanción que la


Comisión Europea había impuesto a una empresa por
irregularidades en el comercio exterior de azúcar, lo que trajo a mi
memoria un comentario de Anthony Fisher, de fines de los pasados
setenta. Decía el ilustre economista que no habría que sacar
precipitadas conclusiones sobre una supuesta relación entre estado
sacerdotal y amargura si se viera en un anuario vaticano que el
consumo de azúcar diario es allí de dos kilos por persona. Las cifras
habría que atribuirlas, más bien, al singular estatus territorial de que
goza la sede apostólica.
En efecto, todos saben que la Ciudad del Vaticano se
instituyó en 1929 por los acuerdos de Letrán para resolver el
problema que a la Iglesia creaba la desaparición de los estados
pontificios. Y también que ese minúsculo Estado soberano, de
menos de medio kilómetro cuadrado y unos centenares de
habitantes, está enclavado al oeste de Roma, a la derecha del Tíber.
Pues ahí está, precisamente, decía Fisher, la clave para comprender
las estadísticas vaticanas de consumo de azúcar: en que la Ciudad
del Vaticano está dentro de Italia y esta pertenece a la Comunidad
Económica Europea.
Como El Vaticano no es miembro del mercado común, el
azúcar exportada desde Italia recibe un subsidio del fondo agrícola
comunitario. La picardía romana completaría la explicación. Bastaría
un funcionario vaticano avispado para poner en marcha el “dulce”
círculo: un comerciante romano exportaría legalmente azúcar al
Vaticano, obteniendo las correspondientes subvenciones
comunitarias, lo cual sería registrado en el Vaticano como una
importación, que pasaría a las estadísticas. El espabilado
funcionario curial “reexportaría” el mismo azúcar a Italia, esta vez sin
registro estadístico, con toda facilidad al no existir aduaneros en las
fronteras entre ambos estados soberanos. El azúcar sería comprada
de nuevo por el comerciante romano, que reiniciaría así el círculo
“vicioso”.
Anthony Fisher contaba que había ocurrido; yo no lo
comprobé entonces, ni lo he hecho ahora. Pero la política agrícola
común, que crea excedentes y el consecuente derroche de
recursos, pareciera pensada para tentar a algún desviado
funcionario vaticano.
Son los efectos colaterales que inevitablemente aparecen
acompañando a la intervención estatal en la economía: los poderes
públicos, deseando cambiar una situación que les parece
inapropiada, intervienen adoptando una decisión que les parece la
más adecuada, sin prever los efectos colaterales que aparecerán
después.

Privatizar los peces para poder comer pescado

Reconozco que esta es una frase provocadora. Pero no es


exagerada, sin embargo. Lo que quiero expresar con ella es que no
debemos razonablemente esperar que los mares y los ríos nos
sigan proporcionando, por las buenas, recursos para el sustento
indefinidamente, entre otros motivos, porque el equilibrio ecológico
natural ha sido alterado por el hombre en los mares y en los ríos, al
verter a los mismos deshechos que no se degradan o lo hacen con
mayor lentitud que la velocidad de regeneración propia de la
naturaleza.
Lo cual no implica que, como algunos ecologistas
iluminados preconizan, el hombre haya de volver a su estado de
naturaleza y deba de renunciar a seguir disfrutando de los
complejos bienes que la inteligencia humana ha inventado y una
sociedad de mercado organizada mediante la división del trabajo le
ha permitido disfrutar. No, de lo uno no se sigue lo otro, aunque la
solución no puede esperarse que venga sola, como caída del cielo,
sin que los hombres hagan nada por encontrarla.
A mi juicio, constituye una actitud reaccionaria infundada y,
por tanto, inadmisible, proclamar la urgencia del retorno a la vida
natural, rural y pastoril, que, entre otras cosas, haría retroceder al
hombre a una esperanza de vida de treinta y cinco años y a una
mortandad infantil del sesenta por ciento. Pero también es
incuestionable que la caza y la pesca no pueden ser indefinidas si la
tasa de reposición de la naturaleza se mantiene en números rojos, y
es imposible que esta alcance cifras positivas mientras la caza y la
pesca se lleven a cabo en espacios libres, porque una cosa que el
economista aprende desde muy temprano es que a precio nulo,
demanda infinita. Si nadie repone los animales que se cazan ni los
peces que se pescan, lo natural es que los cazaderos y los
caladeros se esquilmen.
Pero, como en términos generales apunté antes con mayor
amplitud, la solución conservacionista negativa no es sensata. En el
caso de los recursos marinos, la misma consistiría en impedir la
pesca (o contingentarla), es decir, prohibir el pescado total o
parcialmente. Sí sería sensata, en cambio, la solución positiva que
ataque el problema en su raíz: el problema es que la velocidad de
explotación de los recursos pesqueros supera a la velocidad de
reposición natural de los mares (y de los ríos); entonces la solución
razonable y progresiva ha de ir en la dirección de aumentar la
capacidad de reposición. ¿Aumentar la capacidad de reposición de
los mares y de los ríos? ¿No es una quimera?
Cuando en 1973, con apenas treinta años, escribí por
primera vez que la solución al hambre del mundo habría de venir de
privatizar los mares, incluso a muchos que encontraron impecables
mis razonamientos les pareció utópica la conclusión. ¿Qué ha
pasado desde entonces?
Pues que seguimos comiendo pescado, pero que cada vez
más peces de los que comemos son peces “privados”, no “públicos”.
Y, a estos efectos, tanto da que hablemos de peces de mar, de
peces de río o de peces híbridos que pasan épocas en un medio y
en el otro. ¿O es que mi amable lector, que se sonrió cuando
empezó a leer estas líneas, no sabe que la mayoría de los peces
que se lleva a la boca tienen en común, no sólo que son vertebrados
acuáticos de respiración branquial con aletas sino, además, que son
“producidos” en granjas privadas, marinas o fluviales? Estoy
hablando de esas lubinas, doradas o rodaballos, de las que todos
damos cuenta de vez en cuando, pero también del salmón o de la
sencilla trucha, de todos los cuales porcentajes crecientes ya no son
de pesca sino “de fábrica” (de algunos, la práctica totalidad).
Por eso, no propongo nada revolucionario sino continuar
haciendo más de lo mismo. O sea, que si queremos seguir
comiendo pescado, hemos de seguir privatizando los peces.

Propiedad impropia

"Propiedad impropia" es un paradójico término acuñado por


Rodríguez Braun para designar un derecho de propiedad que, sin
merecerlo, la ley reconoce.
El concepto es un notable hallazgo porque capta una
realidad social que, a pesar de ser corriente, apenas ha merecido la
atención de los economistas.
El asunto central se refiere a determinados derechos de
propiedad recientes, que no han sido fruto de la evolución histórica
sino creación de algunas legislaciones constructivistas.
Cuenta muy bien Rodríguez Braun en un artículo publicado
hace tiempo la acertada tesis según la cual el derecho de propiedad
aparece y se justifica históricamente porque resulta un instrumento
muy eficiente para asignar recursos que son naturalmente escasos.
Así se explica que fueran libres recursos en un principio abundantes
y que, al hacerse escasos luego, surgiera la necesidad de
asignarles derechos de propiedad. La historia muestra muchos
ejemplos, alguno tan reciente y tan paradójico como la “apropiación”
por los Estados ribereños de franjas crecientes de las aguas
internacionales -y de sus recursos pesqueros-, haciéndose
propietarios (públicos) de aguas y recursos, antes sin dueño.
Lo curioso es que, en una época que cada vez respeta
menos el derecho de propiedad, los Estados, frecuentemente
mediatizados por grupos de presión de diversa índole, están
asignado nuevos derechos de propiedad sobre bienes antes
mostrencos que no son naturalmente escasos, y cuya escasez
sobrevenida es precisamente consecuencia de que se les asigna
artificialmente propietarios. Rodríguez Braun utiliza entre sus
ejemplos el de los llamados derechos de la propiedad intelectual.
Las ideas, afirma, tienen la naturaleza de bienes públicos: pueden
usarlas todos sin que se agoten por ello; utilizar el teorema de
Pitágoras o cantar a Bocherini -dice con gracia- no impiden a los
demás hacerlo también. Ese derecho de propiedad no se justifica,
por tanto.
El artículo es muy sugestivo porque discute con rigor sobre
una problemática muy actual y me parece que muy poco meditada
por los propios legisladores responsables. Y, si mis palabras
suscitan alguna duda, piénsese simplemente sobre el alcance que
hoy tienen en nuestro país -y en otros- los derechos de la propiedad
intelectual audiovisual y los derechos de imagen.
Respecto de los primeros, hasta la Ley de Propiedad
Intelectual de 1987, existía una única Entidad de Gestión que podía
gestionar todos los derechos de propiedad intelectual reconocidos
(escasos, por cierto) y con una remuneración única por el uso de
todos ellos. La nueva Ley, sin embargo, permitió el nacimiento de
nuevas entidades para la gestión de una multiplicidad de nuevos
derechos. Se han multiplicado los derechos reconocidos y también
los monopolios gestores de los mismos, que convergen aspirando
cada uno a su exacción.
Y qué decir de los derechos de propiedad sobre la imagen,
que en su reformulación vigente han cambiado artificialmente la
naturaleza de actividades como el fútbol. Los ingresos de un club
antes venían de vender entradas y hacer publicidad en el campo,
ahora de los derechos de imagen del espectáculo. Los aficionados
deberían rebelarse y pedir dinero en vez de tener que abonarlo para
entrar: sin su imagen los estadios aparecerían vacíos en televisión.

El Estado hace coches y los particulares carreteras


Unión Editorial tiene publicado un interesante libro de Bruce
L. Benson titulado Justicia sin Estado que plantea, entre otros, el
interesante y actual problema de si la policía pública y la privada son
complementarias o sustitutivas en las sociedades de hoy.
Los economistas dicen que dos bienes son
complementarios si la reducción en el precio de uno incrementa la
compra de ambos (viajes y maletas), mientras que los definen como
sustitutivos si el aumento en el precio de uno incrementa la compra
del otro (pescado y carne).
Pues bien, Benson hace notar que, si ambas policías
fuesen complementarias, el crecimiento de los servicios de policía
privada mejoraría los servicios de policía pública, lo que no parece
corresponderse con la realidad observable. Sin embargo, si fueran
servicios sustitutivos, el crecimiento de los servicios privados no
produciría impacto alguno sobre la calidad de la policía pública, que
es lo que parece que pasa.
Benson apunta como aparentemente verosímil la hipótesis
según la cual en el término “servicios de policía” estamos incluyendo
diferentes funciones en las que la complementariedad o
sustituibilidad funcionarían de manera diferente. Así, se percibe que,
normalmente, los guardias privados llevan a cabo trabajos que la
policía pública realiza sólo parcialmente, complementándola; por
ejemplo, los de patrulla, escolta y custodia, mientras que la
investigación y transporte de presos, por ejemplo, corren a cargo de
la policía pública.
Pero, tras estas disquisiciones, Benson concluye que,
sometida la cuestión al contraste de la teoría económica, lo real es
que se está produciendo una sustitución progresiva de la policía
pública por la privada, como lo prueba el que la creciente
privatización de los servicios de policía esté teniendo lugar en
presencia de unos precios crecientes de los servicios de policía
publica.
Benson considera, sin embargo, que la sustituibilidad de
una por otra se está llevando a cabo de manera larvada con
grandes pérdidas de eficacia. A su juicio, existe una forma en la que
la disponibilidad de sustitutivos podría realmente mejorar la
actuación pública: Conforme más ciudadanos se vuelvan hacia el
sector privado para suplir a la actuación pública de policía, se irán
dando cuenta de las ventajas de la privatización. Los servicios
privados se irán especializando y, consecuentemente, se irán
haciendo progresivamente más eficaces que los prestados por el
sector público. Además, los servicios del sector privado,
generalmente, estarán disponibles a un coste relativamente menor,
y los ciudadanos se resistirán cada vez más a pagar impuestos para
financiar a la policía. Y, concluye Benson: “Así, algunas de las
ventajas de la competencia del sector privado pueden fluir sobre la
producción del sector público”.
A mí, qué quieren que les diga, el que debamos contratar
privadamente servicios para cuya prestación nació precisamente el
Estado, me parece una sinrazón fruto de la desorientación de
nuestro tiempo: ¡De tantos asuntos que le son ajenos se ocupa el
ogro filantrópico (Octavio Paz), que no le alcanza el dinero para
cumplir sus funciones genuinas!. ¡Válgame Dios!
Es verdad que las paradojas en este campo vienen de
lejos. Cuando entonces, en España los coches los fabricaba el
Estado (la primera SEAT ) para que rodasen por las autopistas
privadas (no había más que las concesionarias). Pero ahora
estamos en democracia y esto no ha cambiado. Hoy desde el
Estado se invita a los particulares a que compren en el mercado
servicios de policía como si fueran galletas y los militares parece
que van a protegerse con policía privada. Menos mal que el Estado
español no se dedica ya a fabricar vajillas ni a vender comestibles,
como hace unos años. ¿Será que, acaso, estemos mejorando?

Sabio es aprender que la inflación es un cáncer


Los empresarios de Brasil reprocharon en su momento a Lula que
no fuera condescendiente con la inflación, igual que lo hacían los
conmilitones izquierdistas de su propio partido. El reproche de los
dos grupos era el mismo: su combate de la inflación. El partido
decía que ir contra la inflación es aumentar el paro, y los
empresarios, que subir el tipo de interés supone un perjuicio para
los negocios. Pero, afortunadamente para Lula y también para los
trabajadores y los empresarios –aunque ellos no lo sepan–, los
críticos de la política antiinflacionista que en esa época llevó
adelante Lula estaban equivocados. Es más, el expresidente
brasileño bien puede exhibir esa crítica como un triunfo y un blasón
de buen gobierno. De eso hace cerca de diez años, pero la historia
se repite.
Quienes aquí tengan más de cincuenta años recordarán –
yo lo rememoro constantemente– que el discurso sobre la inflación,
de la izquierda y de muchos empresarios, era en la España de fines
de los años setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, el
que ahora comentamos del Brasil de hace casi una década, y se
acusaba despectivamente como “monetarista” la política contra la
inflación que por entonces se empezaba a practicar. Felizmente,
aquí han aprendido la lección los empresarios y en buena medida
también los políticos.
Haber vivido casi todos los problemas del libro en una
generación nos ha enseñado mucho a los españoles. Pero recuerdo
como si fuese ayer, con nombres y apellidos, a quienes decían en
aquellos tiempos, de buena fe, que era preferible inflación a paro –
como si el trade off entre ambos fenómenos hubiera sido posible
aún–, simplemente porque todavía no comprendían que, sí después
de una etapa de inflación elevada, esta no se cortaba
decididamente, el paro aumentaría todavía más, simplemente
porque el temor al esperado freno de la inflación paraliza la
inversión.
Hoy en España ya no hay ningún empresario de fuste que
defienda la inflación, ni siquiera “un poquito” y por aquí todo el que
cuenta sabe –o hace que sabe– que, como yo digo frecuentemente,
medio en broma, medio en serio: La inflación es caca, y, de caca, ni
un poquito.
Pero fue Lula uno de los primeros gobernantes
provenientes de la izquierda que lo ha comprendido en nuestro
tiempo y, pensando correctamente que la inflación es el fenómeno
político más reaccionario, empobrecedor e inmoral que pueda darse,
acabar con ella debe ser objetivo prioritario de cualquier político
decente.
Porque hacer inflación supone engañar a asalariados y
pensionistas, equivale a robarle a la gente por la fuerza y es
malversar los escasos recursos de la sociedad, que con inflación se
desvían desde unos usos socialmente benéficos hacia los
distorsionados empleos a la que los lleva la subida general de los
precios.
Y hacer inflación convierte en malos empresarios a
empresarios buenos, y transforma a los peores en especuladores –
en el peor sentido de la palabra– que, marginándose de la actividad
productiva, procuran mejorar su posición en el escenario de la
rapiña general en que se convierte siempre una sociedad donde los
precios suben rápidamente, porque la desigual e impredecible
subida de los precios, al aumentar la incertidumbre, deja muchas
inversiones productivas para mejor ocasión.
Además, la inflación también destruye la virtud del ahorro y,
en definitiva, impide la creación de empleo, aunque a primera vista
pueda parecer lo contrario, porque se deja de invertir y porque, al
subir los precios, caerá la competitividad de las empresas, que
venderán menos, fuera y dentro del país.
Es bien sabido que la inflación es un fenómeno monetario
y, por eso, para acabar con ella, hay que reducir la cantidad de
dinero, elevando el tipo de interés. Hay inflación precisamente
porque el dinero aumenta más deprisa que los bienes y servicios; y,
si se quiere yugular, no hay más remedio que frenar la creación de
dinero, lo que lleva consigo unos tipos de interés más altos.
Es cierto que, al principio, esta política destruirá puestos de
trabajo, precisamente los se crearon artificialmente durante la
inflación. Pero no lo es menos que, cuando se sabe que la inflación
va a ser atajada, la inversión se anima, el ahorro aumenta, y el
empleo, esta vez sobre bases sanas, vuelve a crecer.

Importancia de las reglas fijas

El otro día encontré, revisando viejos papeles, un recorte de prensa


de hace más de una década con la entrevista a un alto cargo, al que
se le preguntaba sobre la posibilidad de que el Constitucional se
pronunciase en contra de una reciente Ley recurrida. La respuesta,
subrayada por mí con lápiz rojo, decía así: “No parece lógico que
trescientos cincuenta parlamentarios tengan menos razón que doce
magistrados, por muy listos que sean”.
El retazo de papel no suministra información sobre el
ambiente de aquellos días ni dice, naturalmente, si aquellas
palabras se pronunciaron en ayunas o tras copiosa reparación. Por
eso y porque, generoso, puedo conceder que las tonterías también
prescriben, no traigo a colación aquél pronunciamiento ahora para
afear a quien dijera entonces aquel disparate.
Sírvanos en buena hora el percance como pretexto para
citar la admirable frase de la Constitución de Carolina del Norte que
recuerda cómo, en una democracia: La constante apelación a los
principios fundamentales es absolutamente indispensable para
conservar el bienestar que la libertad proporciona. Porque
convendría evitar que, como sucediera en la fecha de nuestro
recorte de prensa, personas obligadas legal y políticamente a
defender la democracia española atentaran contra sus fundamentos
simplemente por tener unas ideas equivocadas.
Nuestra Constitución sanciona un sistema político
democrático en el que el ejecutivo actúa bajo control judicial, con
arreglo a las Leyes emanadas de la mayoría parlamentaria que no
hayan sido declaradas anticonstitucionales. Esta concepción de la
democracia consagra la división de poderes y la regla de la mayoría,
sin que estos principios se fundamenten en que la especialización o
el número de los componentes de los órganos constitucionales
garanticen la infalibilidad de sus actos.
En nuestra democracia sólo se consideran Leyes (con
mayúscula) las normas emanadas de la mayoría parlamentaria, lo
cual no implica que tenga que ser necesariamente bueno todo lo
que la mayoría sancione, porque la democracia es únicamente un
método para tomar decisiones en el ámbito político y no un medio
de alcanzar el conocimiento o la verdad. Es más, una democracia
verdadera siempre presupone que cualquier opinión hoy minoritaria
pueda convertirse mañana en mayoritaria.
Por otra parte, la mayoría coyuntural de cada legislatura
tiene unos límites infranqueables que le imponen la obligación de
legislar siempre respetando la Ley más permanente que la
Constitución es, y que contiene un acuerdo, más amplio que la
simple mayoría, sobre los principios comunes que informan la
sociedad política y el gobierno de la misma. La autoridad de la
decisión democrática se legitima, precisamente, en el sometimiento
de la mayoría a esos principios comunes, incluso cuando los
intereses inmediatos de esa mayoría consistieran en violarlos.
Finalmente, una democracia está obligada a proteger la
libertad individual, y no puede asignar un asunto concreto al ámbito
de lo colectivo apelando a la regla de la mayoría, sino a los
principios fundamentales que la Constitución proclama, ya que la
política no lo es todo, sino, como dijera Ortega, un orden
instrumental y adjetivo de la vida, y la democracia es sólo un método
para manejar la política con cordura.
Por ello resuenan ahora como un aldabonazo aquellas
palabras de Locke: La libertad del hombre sometido a un poder civil
consiste en disponer de una regla fija para acomodar a ella su vida,
que esa regla sea común para cuantos integran esa sociedad y que
haya sido legítimamente dictada por el poder legislativo que en ella
rige. Es decir, se trata de la facultad de seguir uno su propia
voluntad en todo aquello que no esté determinado por esa regla, y
en no estar sometido a la voluntad inconstante, insegura,
desconocida y arbitraria de otro hombre.
DOSIS DEL VIERNES

Volver al trueque empobrece

El uso del dinero en los intercambios permitió históricamente a la


humanidad disfrutar de los beneficios de la división del trabajo.
Mientras las familias fueron autárquicas, produciendo cada una lo
necesario para la propia subsistencia, el nivel de vida se mantuvo
forzosamente bajo. La progresiva especialización, que fue llevando
a cada uno a hacer lo que mejor se le daba, alivió las condiciones
de vida porque, con esa especialización, la productividad creció al
producir cada uno más en el mismo tiempo que antes.
Con la especialización de la gente, cada cual compraba a
los demás lo necesario que uno mismo no fabricaba. En el comienzo
de esta manera de actuar con arreglo al principio de división del
trabajo, el trueque de unas mercancías por otras fue la forma de
llevar a cabo los intercambios; pero, enseguida, a medida que la
vida social y económica se hacía más compleja, resultaba evidente
que el tiempo necesario para llevar a buen término este cambio
directo era excesivo. Es cuando ciertas mercancías de general uso
empezaron a utilizarse por las gentes como medio de cambio, es
decir, aceptándolas a cambio de las mercancías que se entregaban,
pero no para emplearlas directamente como bienes de consumo o
de producción sino con vistas a usarlas después para, mediante su
entrega, comprar otros bienes. Estábamos en la era del cambio
indirecto.
Estas mercancías, que, imperando el cambio indirecto, se
fueron abriendo paso en la general aceptación de las gentes como
medios para el intercambio, fueron diversas en las distintas culturas.
Fueron granos de pimienta en la cultura china y ovejas en la
primitiva cultura pastoril de los griegos; tiras de cuero, de las que se
adornaban sus mujeres, utilizaron los sioux y algunas tribus
africanas usaron como medio de cambio las conchas de ciertos
moluscos; las comunidades bálticas utilizaron trozos de pescado
ahumado y los habitantes de las islas Carolinas, en la Micronesia,
grandes ruedas de piedra.
El ser humano había inventado el dinero, de una manera
espontánea y no planificada. Esta creación humana que, como el
lenguaje, es de autoría colectiva y de imprecisa aparición temporal,
permitió a la humanidad aprovechar en mucho mayor medida que
antes las ventajas de la división del trabajo, sentando las bases
instrumentales para el posterior desarrollo económico y social.
Con respecto al dinero, que, como venimos de decir, no es
sino un medio de cambio generalmente aceptado, los seres
humanos siempre han sido cautelosos y han rechazado cualquier
modalidad cuando han dejado de fiarse de la misma. Así, los
alemanes abandonaron el uso del marco en la inflación posterior a
la primera guerra mundial y hasta el Estado se vio obligado a
liquidar sus impuestos en «marcos oro». Y el mismo rechazo se
produciría entre los alemanes tras la hiperinflación de la segunda
posguerra, cuando dejaron de usar el marco y, en su lugar,
utilizaban como dinero, en las transacciones ordinarias, los
cigarrillos de tabaco rubio americano que los soldados americanos
de la ocupación habían «puesto en circulación».
Argentina estuvo acariciando hace unos años la idea de
volver al trueque, dando noticia los periódicos de que «los
agricultores argentinos canjearán cereal por coches». Ante la grave
crisis monetaria y financiera del país, la Daimler-Chrysler inventó un
plan triangular para vender allí automóviles e implicó en el mismo a
la multinacional de comercio de grano Louis Dreyfus. El «Plan
cereal», como se le llamó, consistía en que Chrisler cedía a Dreifus
los coches, que luego esta entregaba a los agricultores a cambio de
cereal.
Esta noticia, por sí sola, constituye el más iluminador
síntoma del empobrecimiento de la Argentina que, pese a estar
dotada por la naturaleza con prodigalidad y tener una clase media
«europea», ha llegado a un grado tal de deterioro de las
instituciones que prácticamente ha dejado de funcionar. Resulta una
lástima que la ignorancia económica y la demagogia política
frecuentemente enmascaren la importancia de la calidad
institucional para el logro del bienestar de la mayoría.

Sin novedad en el patacón

El patacón no es un cinematográfico fuerte del lejano oeste ni un


destructor alemán de la segunda guerra mundial, aunque el marcial
encabezamiento de este epígrafe hiciera pensar que vamos a referir
la llegada de Custer o de Canaris, y por eso ponemos como título
las palabras rituales del comandante al superior que llega.
No, el patacón no es un fuerte ni un buque de guerra. Es
hoy meramente un histórico sucedáneo de moneda, alumbrado por
algunos espabilados políticos argentinos hace más de diez años. Lo
circuló en Buenos Aires el entonces gobernador de la provincia
Carlos Ruchauf para pagar a los funcionarios que llevaban sin
cobrar dos meses, pretendiendo remediar con el patacón la falta de
dinero legal que el gobierno federal adeudaba a la provincia.
Ante las huelgas y protestas de los afectados, al
taumatúrgico gobernador se le ocurrió sacar de su chistera un
papelito al que llamó "patacón" para saldar con él las deudas de la
provincia. “Con la creciente restricción monetaria y la cadena de
pagos prácticamente rota, el patacón hará que exista mayor
actividad económica”, sentenció solemnemente el gobernador.
¿Pero no es eso lo que hacen a diario todos los gobiernos
con soberanía monetaria?, se preguntarían entre sí, para
justificarse, las neuronas del gobernador. En eso, además, no le
habría faltado razón al gobernador, sabedor de que fuera de los
Estados Unidos, en que la soberanía monetaria la ostenta la
Reserva Federal, de la Unión Monetaria Europea, donde el papel lo
asume el Banco Central Europeo, de Suiza y de unos cuantos más
países, en todo el resto del mundo son los gobiernos los dueños de
la "imprenta de hacer dinero".
Felizmente los gremios mayoritarios de maestros, funcionarios
judiciales y otros empleados públicos, rechazaron los patacones,
sosteniendo que eran papel mojado, y el líder de la central sindical
CGT, rebelde, se burló de ellos llamándoles “papeles pintados”. En
cambio, el gobernador vaticinaba en esos días que los patacones
serían aceptados porque había una gran pobreza y los comerciantes
necesitaban vender. Además, el Presidente de la Rúa y el
superministro Cavallo habían dado el visto bueno a la iniciativa. Es
más, ¡la tomaron como una idea creativa y lanzaron un bono
nacional suplementario por mil millones de dólares para pagar las
deudas a las provincias!
En fin, de aurora boreal pero sin novedad alguna. Ni en el
nombre, porque en la boyante Argentina del siglo XIX el patacón era
una moneda de una onza de plata. Ni en la sustancia, porque el
experimento papiro inflacionista de Law en el siglo XVIII se ha
repetido muchas veces desde entonces. Lo que siento es que el
gobernador no supiera lo que hicieron los disciplinados alemanes
durante la galopante inflación de la posguerra: abandonaron la
moneda de curso legal, el marco, como medio de cambio
generalmente aceptado; es decir, como dinero y, en su lugar, como
ya dijimos antes, pasaron a utilizar en los intercambios ordinarios los
cigarrillos rubios con que los soldados americanos empezaron
pagando los servicios más íntimos.

La isla del dinero de piedra

Considero contraproducente que las autoridades monetarias


intenten apuntalar la moneda sobre la que tienen competencia. Sea
esta el dólar, el euro, el yen o cualquier otra. La razón es muy
sencilla: la gente valora el dinero según la confianza que le merece,
ni más ni menos. De ahí que apoyar explícitamente a una moneda
conduzca a resultados contrarios a los deseados: a más apoyos,
menos confianza y, en consecuencia, necesidades adicionales de
apoyo que, si se presta, merma más la confianza.
Como creo que la naturaleza humana no varía con la
evolución de la civilización, voy a referir una historia de hace un
siglo para ilustrar mi tesis. En 1903, el antropólogo norteamericano
William Furness pasó una temporada en Uap, una de las islas
micronesias que España había vendido a Alemania en 1898, y, de
vuelta en su país, escribió un apasionante libro sobre la vida de sus
habitantes, que tituló igual que yo a este epígrafe.
A Furness le llamó la atención el sistema monetario de la
isla. Unas enormes ruedas de piedra labrada, con un agujero
central, eran las monedas utilizadas. Se llamaban “fei” y eran, según
su tamaño, de valor diferente. Estaban apoyadas en las fachadas de
las casas de sus propietarios y, aunque el agujero central permitía
rodarlas sujetas por un palo, sólo se las movía de tarde en tarde.
Cuando el dueño de una compraba algo, se anotaba el cargo y sólo
cuando el total de los cargos alcanzaba el valor de una rueda, esta
se llevaba hasta la puerta del nuevo dueño.
Esas monedas de piedra se hacían de una caliza que había
en otra isla del archipiélago, distante cuatrocientas millas, donde se
extraía de las canteras, se daba forma a las ruedas, se las labraba
y, luego, eran transportadas a Uap en balsas adosadas a los navíos.
Había en Uap una familia cuya riqueza indiscutible era
reconocida por todos, aunque nadie la había visto, ni siquiera sus
propietarios. Consistía en un fei enorme, de cuyo tamaño se sabía
por tradición, ya que, durante las tres generaciones últimas, ¡había
permanecido en el fondo del mar! Hacía muchos años que un
antepasado había organizado una expedición a la lejana isla de las
canteras para hacerse labrar un gran fei ayudado por una numerosa
cuadrilla. Lo consiguió de calidad y tamaño extraordinarios y
cuando, gozoso, regresaba con su gente a Uap para mostrarlo en la
puerta de su casa a los vecinos, una fuerte tormenta declarada en
alta mar obligó a los expedicionarios a cortar las amarras que
sujetaban la balsa sobre la que iba el fei. Así salvaron sus vidas,
pero perdieron el fei. Cuando regresaron, todos atestiguaron que el
fei era de proporciones magníficas y de calidad extraordinaria, y que
no se podía culpar al propietario de que estuviese en el fondo del
mar, antes al contrario: había que reconocer su prudencia por haber
sabido salvar la vida de todos sus hombres y, por otra parte, qué
más daba que la piedra estuviera en el fondo del mar o en la puerta
de la casa. ¡Del fondo nadie podría robarla! Y, así, el poder
adquisitivo de esa piedra seguía, después de tanto tiempo,
aceptándose como válido, igual que si estuviere apoyada en la
fachada de la casa de sus dueños.
Según se ve, esos fei eran tan auténtica representación del
trabajo humano en Uap como el dinero de la civilización en la época
de Furness que, al fin y al cabo, estaba hecho de metal extraído de
las minas y acuñado. Pero, me parece que hay otra semejanza de
mayor calado entre el dinero de aquellos salvajes y el nuestro: es el
papel trascendental que la confianza desempeña en la valoración
que todos los seres humanos hacemos del mismo.

El objetivo del Banco Central Europeo

Frecuentemente pregunta el lego al economista por los objetivos del


Banco Central Europeo (BCE). Se dice que sólo hay uno y parecen
al menos tres, sin embargo: nivel de precios, cantidad de dinero y
tipo de interés. Respondes que el objetivo, como tal, sólo es uno, el
de inflación, porque el mandato “constitucional” del Banco es la
estabilidad de precios, y percibes la perplejidad del interlocutor en
su cara: no está entendiendo nada. Él recuerda haber leído que el
objetivo era una tasa de variación de la M3; y, por si fuera poco, el
periódico de hoy podría haber puesto que el BCE ha bajado el tipo
de interés porque excedía del deseado. ¡Santo Dios!
Se hace precisa una explicación. El Banco Central Europeo
define su objetivo final en términos de inflación admisible. Pero,
como no puede actuar directamente sobre los precios, que son
libres, y como existe una relación entre el nivel de precios y la
cantidad de dinero, de modo que, no variando lo demás, los precios
aumentan al aumentar la cantidad de dinero, el BCE refleja su
objetivo de variación del precios en un objetivo instrumental
expresado en cantidad de dinero.
Claro que antes el dinero era fácil de identificar: el oro y,
luego, los billetes de banco; más tarde, también los depósitos
bancarios a la vista; después, otros depósitos bancarios fácilmente
movilizables. Recientemente han ido apareciendo otros activos
financieros, que son cuasi dinero por el potencial de capacidad de
compra que encierran, al ser de aceptación general. Por eso, del oro
y los billetes, antaño, hemos pasado hogaño, a la M3, que no es
sino el dinero de antes más los depósitos y los demás activos
financieros muy líquidos; es decir, el conjunto de medios de pago
que, por su general aceptación, se definen como dinero, encarnando
la capacidad de compra del sistema.
O sea, me dices –continúa el lego curioso– que el objetivo
del BCE se expresa en términos del índice de precios, pero que,
instrumentalmente, se fija también un objetivo equivalente en
cantidad de dinero, es decir, M3. Pero, entonces, ¿qué pito toca en
esta historia el tipo de interés, que veo mover al BCE según
conviene, a lo que dice? –finaliza desesperado nuestro interlocutor–.
¡Ay, el tipo de interés! Todo lo referido se complica, querido
amigo, porque la M3 no contiene toda la capacidad de compra del
sistema. Si la contuviera, con lo dicho sería bastante, porque el BCE
controla bastante bien, aunque de forma aproximada, los
componentes de la M3. El principal problema ahora radica en que,
sin que pueda saberlo el BCE, aparecen por doquier fuentes
adicionales de liquidez, cualitativamente nuevas y cuantitativamente
desconocidas (nuevas tarjetas de crédito, por ejemplo) y que, al
incorporar capacidad de compra, son tan dinero contante y sonante
como los billetes de banco ¡y no están en una “M “ porque se
desconocen! Si manejando la M3, el BCE puede influir sobre los
precios, ¿qué podrá hacer nuestro Banco si la maldita M se le
escapa?
Antes, un Banco central controlaba el nivel de precios
manejando la oferta monetaria. Ahora, como desconoce la oferta, al
írsele de las manos la “M”, lo único que puede hacer, más allá de
manejar la parte constituida por la M3, es intentar actuar sobre la
demanda de dinero del sistema. Y, así, considerando que esta sea
elástica al tipo de interés –como lo es en las situaciones normales,
aunque no en las anormales–, el BCE prueba a controlar,
toqueteando el tipo de interés, el nivel de precios de la zona y, como
es natural, a veces, yerra.
Mi amigo sonríe por primera vez: ¡lo ha entendido!

La paradoja del salario mínimo

Lula demostró, como presidente de Brasil, una gran capacidad de


aprendizaje (“Sólo con humildad intelectual se alcanza la
sabiduría”): cuando era candidato, Lula había prometido duplicar el
salario mínimo durante su mandato. Pero, con el timón ya en la
mano y recibidas las primeras lecciones que enseña el gobierno
responsable, decretó un aumento más modesto que situó el salario
mínimo en 260 reales, desde los anteriores 240. Esto cocurrió hace
poco más de un lustro.
El presidente explicó que un alza mayor perjudicaría las
cuestas públicas, pero el Senado echó los pies por alto y, con los
votos incluso de varios miembros del izquierdista Partido del Trabajo
de Lula, aprobó una propuesta del derechista PFL para subir el
salario mínimo hasta los 275 reales.
Otra vez le hicieron la pinza a Inácio Lula, entre la izquierda
de su partido y la derecha conservadora. Le pasó lo mismo cuando
lo de la inflación un año antes: la zurdería de su partido y los
empresarios le reprocharon entonces al presidente de Brasil que no
fuera condescendiente con la inflación.
Pero Lula, que empezó su mandato siendo un buen alumno
de Economía, puede decirse que, sin merma de seguir aprendiendo,
se ha convertido en un maestro del ramo. Sí señor, la inflación es el
fenómeno político más reaccionario, empobrecedor e inmoral que
pueda darse, y acabar con ella debe ser el objetivo prioritario de
cualquier gobernante decente, no importa de qué partido sea. Nunca
me cansaré de repetirlo.
Y volvió a acertar Lula en lo del salario mínimo, y no sólo
por sus propias razones, sino también por alguna más. En efecto,
establecer preceptivamente un salario mínimo implica convertir en
ilegales las colocaciones retribuidas por una cantidad inferior, y las
personas empleadas en puestos cuya valoración no sea igual o
superior a ese salario mínimo legal difícilmente volverán a encontrar
empleo.
La implantación de un salario mínimo, cuando es superior
al valor que atribuye el mercado a alguna colocación, sustituye
salarios bajos por paro, afectando este a quienes hacían el trabajo
menos productivo por su menor formación. No en vano, dicen los
economistas que la ley del salario mínimo es la más “antinegra” de
los Estados Unidos. En general, paradójicamente, perjudica más a
quienes pretende defender: ¡El infierno está empedrado de buenas
intenciones!

Elogio de la estabilidad de precios

El rechazo social de la inflación es hoy general pero no siempre lo


fue. Recuerdo a cierto ministro de los últimos años setenta decir que
no convenía suprimirla porque anima la economía si no es
exagerada; y también recuerdo las discusiones públicas que
mantuvimos algunos con notorios equivocados de la época.
Desgraciadamente aún defiende eso algún que otro
practicón mal formado, pero ciertamente nadie responsable sostiene
ya que la inflación pueda ser buena aunque se administre en
pequeñas dosis. Una cosa es que tengamos que convivir con
inflaciones pequeñas por la dificultad de suprimirlas del todo y otra
bien distinta que la inflación, si poca, sea saludable. Felizmente la
cultura económica ha mejorado y el consenso social rechaza hoy la
inflación.
Pero como las épocas turbulentas son propicias a la
aparición de vendedores de ilusiones, y la nuestra no es tranquila,
quizá no esté de más hacer un nuevo canto a la estabilidad de
precios, pues todavía de vez en cuando se oye esa errónea
monserga de que «un poquito de inflación lubrifica el sistema».
Y es que suprimir la inflación o aminorarla es de enorme
trascendencia para todos y especialmente para los trabajadores, los
parados y los pobres, por lo que las autoridades que la suprimen o
reducen son verdaderamente progresistas.
Como ya dijimos antes, la inflación es el fenómeno político
más reaccionario, empobrecedor e inmoral que pueda darse, en
cuyo caldo de cultivo germinan los oscuros hongos de la injusticia, la
miseria y la inmoralidad, mientras en un clima de estabilidad de
precios florecen los nutricios frutos del progreso social, la riqueza y
la virtud.
Hacer inflación supone engañar a asalariados y
pensionistas, que inútilmente esperan mejorar su condición porque,
mientras suben unos puntillos sus pagas, suben más los precios de
lo que compran con ellas. Afortunadamente esto lo saben hoy los
sindicatos, aunque algún oscuro agiotista todavía lo ignore.
Hacer inflación equivale a robarle a la gente por la fuerza,
porque implica gravarla con un impuesto que no se discute ni vota
en el Parlamento.
Hacer inflación es malversar recursos sociales, pues alienta
el desvío de los recursos escasos de la sociedad desde usos
socialmente benéficos hacia los distorsionados empleos a que los
conduce la subida general, aunque discriminada, de los precios.
Hacer inflación convierte en malos empresarios a
empresarios buenos y transforma a los peores en protagonistas de
pelotazos mediante los que tratan de sacar ventaja en el escenario
de rapiña general que es siempre una sociedad donde los precios
suben rápidamente.
Hacer inflación es paralizar la inversión porque la desigual
e impredecible subida de los precios en que se traduce aumenta la
incertidumbre de las empresas y deja muchas inversiones
productivas para mejor ocasión.
Hacer inflación es destruir la virtud del ahorro, impracticable
cuando se prima el endeudamiento haciendo que los créditos se
devuelven en una moneda de menos valor que la recibida.
Hacer inflación es impedir la creación de empleo porque
dificulta la inversión y el ahorro y, al subir los precios, cae la
competitividad de las empresas, que venderán menos, fuera y
dentro del país, al resultar más baratos los productos del extranjero.
Por todo ello, los pocos defensores de la inflación que
quedan —aún los de las pequeñas dosis— son vestigios de otras
épocas de mayor ignorancia, dignos de figurar en un museo de los
errores económicos.

Mercados financieros eficientes

Se dice que un mercado financiero es «eficiente» cuando las


cotizaciones de los títulos incorporan toda la información relevante
que les afecta o, lo que es lo mismo, cuando reflejan completamente
en cada instante la realidad de la empresa emisora. Dicho de otro
modo, cuando lo que suceda en la compañía se traduce
inmediatamente en la cotización de los títulos.
Ningún mercado es completamente eficiente. La eficiencia
es un «ente de razón», un concepto, que alude a un estado ideal,
pero que, sin embargo, es útil para la comparación entre países y
entre distintos momentos, permitiendo apreciar cómo varían las
posiciones relativas y la evolución temporal de la eficiencia.
La idea de «mercado eficiente» coincide con la de
«mercado perfecto», igualmente inexistente en la realidad, por lo
que decir de un mercado que es «perfecto» (o de competencia
perfecta) equivale a decir que es «eficiente».
Los tratadistas explican que un mercado cumple idealmente
esa cualidad de hacer que el precio de la acción refleje siempre con
exactitud el valor de la empresa cuando se dan en grado sumo las
siguientes cinco características: 1) Libertad. 2) Profundidad. 3)
Amplitud. 4) Flexibilidad. 5) Transparencia.
Un mercado es libre si no existen barreras de entrada o
salida y los precios se forman sin injerencias; es profundo si existen
órdenes de compra y de venta a precios que estén por debajo o
encima, respectivamente, de la cotización de cada momento, y es
amplio si esas órdenes son muy numerosas. Será flexible un
mercado si los operadores pueden traducir en órdenes de compra y
venta, rápidamente, la información de que van disponiendo sobre
las empresas emisoras de los títulos, y será transparente si los
costes de información en el mismo son nulos, lo que quiere decir
que todo el mundo, gratis, sabe todo sobre las empresas
simultáneamente a la sucesión de los acontecimientos.
Evidentemente, ninguna de estas cinco características se dan nunca
plenamente en la realidad de ningún mercado financiero, pero
ciertamente de todas ellas podríamos decir que se dan «mucho o
poco» en un mercado concreto y si la evolución es positiva o
negativa. Incluso podremos estimar que se dan «en más o en
menos» en un mercado que en otro.
Si todas estas cinco ideales circunstancias se dieran en un
mercado, el conocimiento de todos sería completo (transparencia),
la capacidad de actuar rápidamente, comprando y vendiendo, sería
plena (flexibilidad), las oscilaciones de las cotizaciones nunca
estarían dominadas por el pánico vendedor o comprador (la
combinación de profundidad y amplitud del mercado asegurarían la
presencia de dinero o papel, respectivamente, en cada cotización
potencial) y, pudiendo todos comprar o vender a discreción y sin
interferencias, cualquier circunstancia de cualquier empresa tendría
en el mercado de títulos su inmediata traducción en órdenes de
compra y venta libres que, sin interferencias en la formación de los
precios (libertad) se traduciría en unas cotizaciones que reflejarían
exactamente los valores de las respectivas empresas. En tales
circunstancias, ese mercado sería completamente eficiente.
Las autoridades llamadas «supervisoras» de los mercados
financieros justifican su existencia en la potenciación de esas
cualidades, principalmente evitando malas prácticas que
distorsionen la formación de los precios y fomentando la flexibilidad
y transparencia de los mercados. Nos ha tocado vivir tiempos que
ponen de relieve la necesidad de tales autoridades pero, también,
desgraciadamente, tiempos que ofrecen ejemplos de imprecisión en
la asignación de objetivos a estas autoridades y, aun, muestras de
cierta imperfección funcional en algunas de ellas. En España, la
supervisión de los mercados financieros se la reparten entre tres
entidades: el Banco de España (mercado crediticio), la CNMV
(mercado de valores) y la Dirección General de Seguros (mercado
de seguros). No estaría demás crear una Comisión oficial (Comisión
regia se llamaría en el Reino Unido) para evaluar a estas tres
entidades y estudiar, sin prisa pero sin pausa, las reformas legales
que, a la vista de las insuficiencias y disfuncionalidades que se
detectaran, sería conveniente aplicar para mejorar la eficiencia de
nuestros mercados financieros.

De viviendas y alquileres
Hace cuarenta años, en un debate de la televisión sueca en el que
comparecían el ministro de la Vivienda y una pareja de jóvenes, se
produjeron algunas curiosas intervenciones que voy a recordar.
En Suecia, aunque se dejaba al mercado que estableciera
el precio del pan, se mantenía a la vivienda fuera del mismo
pensando que bien tan indispensable no podía dejarse al albur de la
oferta y la demanda, y era el Estado quien asignaba los
alojamientos y fijaba sus alquileres.
Cuando esto sucede aparecen viviendas vacías o hay colas
para ocuparlas, dependiendo de que el alquiler fijado por la
autoridad sea superior o inferior al que la gente pagaría
voluntariamente. Entonces en Suecia había colas porque los
alquileres eran artificialmente bajos.
En esas circunstancias se desarrollaba el debate televisivo,
en el que la chica preguntó:
—Señor ministro, ¿qué hemos de hacer, mi novio y yo, para
conseguir un piso?
—Sólo una cosa es posible, joven: hacer cola.
—Pero ministro —terció el chico—, es que hacer cola para
conseguir un piso en esta ciudad significa esperar diez años.
—Muchachos —concluyó Tage Erlander, a la sazón
ministro del ramo—, trasladaos a otra ciudad, donde sólo esperéis
ocho.
Ciertamente, salvo que en España no se daban ese tipo de
debates televisivos —pensándolo mejor: sigue sin darse—, una
escena semejante podría haberse producido aquí y, lo que es peor,
todavía podría producirse, pues, en ambos países, las
circunstancias, sin ser las mismas, tienen una raíz común: no hay un
verdadero mercado de viviendas. En Suecia, porque el gobierno
controla la oferta, construyendo y asignando, a bajo precio, las
viviendas; es decir, hay que hacer cola porque los pisos están
racionados. En España —hablamos de oferta— los ayuntamientos
racionan el suelo para que no baje el precio y sus arcas sigan
opulentas. En cuanto a la demanda (estoy hablando de épocas sin
crisis), la de viviendas “en compra” está distorsionada porque una
parte de la misma se suscita, como “demanda de activos”,
simplemente para conservar la riqueza, lo cual —por cierto— no se
arregla poniendo impuestos a las viviendas vacías. Respecto de las
viviendas en alquiler, no habrá verdadero mercado mientras no se
reforme eficazmente la legislación, de modo que el inquilino que no
pague el alquiler se vea inmediatamente desahuciado, averiguando
después quien tiene razón, con las correspondientes consecuencias
indemnizatorias.

Armonización o competencia fiscal

Planteamos la disyuntiva a propósito de la fiscalidad entre diferentes


comunidades territoriales con capacidad de decisión en la materia,
ya sean estados integrados en una unión supranacional, como la
Unión Europea, o comunidades con cierta autonomía fiscal dentro
de una nación, como las comunidades autónomas españolas.
¿Qué es mejor en esos ámbitos, la armonización o la
competencia fiscal entre las distintas unidades integradas? Se me
podrá decir que la respuesta correcta dependerá de la posición que
uno ocupe en el espacio, y no ha de faltarle la razón a quien así se
manifieste. En efecto, si uno es contribuyente en una unidad
comunitaria de las de mayor carga fiscal relativa, será sensato que
reclame la armonización, sobre todo si su Gobierno es reacio, por sí
mismo, a bajar los impuestos. Y sensato será también que quién
tribute en una unidad comunitaria de bajos impuestos relativos
defienda la competencia fiscal frente a la armonización. En ambas
situaciones, serán razones de oportunidad, sin embargo, las que
hagan igualmente sensatas propuestas opuestas desde el punto de
vista de los principios.
Seguidamente daremos respuesta al dilema del
encabezamiento desde esta última perspectiva, al margen de
consideraciones oportunistas. Podría replantearse el interrogante en
estos otros términos: ¿Qué es mejor la colusión o la competencia?
Mi respuesta es que la competencia es siempre mejor. Si tal
proposición nadie la discute cuando de operadores económicos se
trata, ¿con qué argumentos puede discutirse tratándose de
operadores políticos? En uno u otro caso, la competencia es una
suerte de tensión participativa en el mercado que estimula a los
operadores para tratar de complacer mejor que los demás a los
consumidores (en este caso, a los contribuyentes). Y este tratar de
hacerlo mejor que los otros necesariamente se traducirá en
eficiencia; es decir, en un mejor aprovechamiento de los siempre
escasos recursos sociales; o lo que es lo mismo: en un mayor
bienestar para mayor número de ciudadanos.
Ah, no se me diga que la competencia fiscal rompe la
unidad del mercado porque es mentira. ¿La rompe el que uno pueda
adquirir materias primas a diferentes precios según a qué proveedor
acuda? Pues con los proveedores de servicios públicos, lo mismo.
Es decir, sin romper unidad alguna, lo que la competencia fiscal
interterritorial propicia es una mayor atracción relativa de los
recursos hacia las unidades territoriales con impuestos más bajos y,
a la recíproca: los políticos se tentarán la ropa antes de subir los
impuestos en su respectiva Comunidad Autónoma porque los
inversores emigrarán a otras comunidades si se ven relativamente
más castigados fiscalmente en la suya.

Movilidad geográfica y fiscalidad

España es un país de propietarios de viviendas porque, desde que


acabó la Guerra Civil, la legislación franquista protegió a los
inquilinos a costa de los caseros, lo que impidió florecer a un
mercado de viviendas en alquiler. La democracia ha cambiado poco
las cosas en este campo, destacando el parcialmente fallido intento
de Boyer, cuando era ministro de Economía, por liberalizar este
mercado.
Es verdad que cínicamente se puede admitir que los
resultados no han sido muy negativos, porque es en gran medida
gracias a la universal condición de propietarios de bienes raíces de
los españoles por lo que un componente de conservadurismo ha
impregnado a nuestra sociedad, lo que contribuyó decisivamente a
una transición desde el franquismo a la democracia de forma
pacífica y a que los españoles sean hoy políticamente «centristas»,
la mitad mirando a la derecha y la mitad mirando a la izquierda.
En sentido contrario, sin embargo, la inexistencia de un
verdadero mercado de alquiler de viviendas medias y baratas en las
grandes ciudades encarece demasiado el coste del transporte de
casa al trabajo y viceversa —cada vez, se vive más lejos—, y se
alarga excesivamente la estancia de los hijos en casa de los padres.
Y, desde luego, la cuestión que se ve seriamente
perjudicada por nuestra generalizada condición de propietarios de la
vivienda habitual es la «movilidad geográfica». En España, pasados
los primeros años negros del paro masivo, pero conservando para
nuestra desgracia más desempleo del que cabría esperar de
nuestra tasa de crecimiento y más ahora en tiempos de crisis, lo que
hay es regiones y comarcas con un paro superior a la media y otras
con un paro menor. Una rápida solución al desequilibrio pasaría por
el traslado de las personas desocupadas desde unas zonas a otras.
Pero ¿cómo se hace esto voluntariamente —único método
admisible en una sociedad libre— cuando casi todo el mundo es
propietario de la casa en que vive? Muy sencillo, dirá alguno:
vendiendo su vivienda el parado, y trasladándose a otra ciudad que
le proporcione empleo, donde volverá a comprar una nueva casa
para vivir. ¡Naranjas de la China! ¿Sabe usted cuánto cuesta esto?
Pues se lo voy a decir. Aparte del coste del camión de mudanzas,
tema menor, si se quiere, porque a lo mejor hay un amigo que le
hace el traslado en su furgoneta por un módico precio, hay un
importante factor a considerar que es el coste fiscal. Es decir, el
impuesto que grava la venta de la vivienda, que actualmente está
cedido a las Comunidades Autónomas y que supone en cada
transacción entre un 6 y un 7 por ciento sobre el precio de la
vivienda, según la Comunidad de que se trate. Y no hemos contado
el notario y el registro, que también cuestan, como es natural,
aunque menos de lo que en general se piensa.
Así, en España la fiscalidad por la venta de la vivienda en
uso se convierte en el principal enemigo de la movilidad geográfica,
que es un problema principal para nosotros.
DOSIS DEL SÁBADO

La política de competencia, hoy

La política de competencia de un país hace referencia al conjunto de


instrumentos legales que los poderes públicos utilizan en beneficio
de la competencia. Pueden distinguirse fundamentalmente tres
planos en la política de competencia de cualquier país moderno:
represión, prevención y fomento.
El aspecto represivo de esta política se manifiesta en un
conjunto de normas jurídicas dictadas para sancionar las conductas
contrarias a la competencia y restablecerla. En España, estas
normas se contienen en la Ley de Defensa de la Competencia y,
cuando las conductas anticompetitivas rebasen el ámbito español y
afecten a la Unión Europea, la regulación se contiene en el Tratado
de esta.
En cuanto a la política preventiva de la competencia, se
instrumenta mediante el llamado “control de concentraciones”,
consistente en dotar legalmente a los poderes públicos de la
facultad de examinar los proyectos de fusiones y adquisiciones de
empresas, y otorgarles la posibilidad de impedirlos o condicionarlos.
En nuestro caso, este control funciona a dos niveles: el
supranacional de la Unión Europea y el interno.
Las normas de control de concentraciones se sustentan en
la idea de que las concentraciones de empresas, aunque en general
resulten positivas, algunas pueden causar un perjuicio permanente a
la competencia efectiva que las autoridades deben evitar. Es opinión
generalmente aceptada que la necesidad de un control de
concentraciones y el rigor con el que haya de aplicarse, dependen
de varios factores, como el grado de desarrollo del país y la
estructura del mercado en cuestión.
La evolución en Europa del control de concentraciones
durante los últimos sesenta años es exponente de que este enfoque
pragmático es el que ha reinado en la Comunidad. Así, en el
Tratado de París (1951), que instituye la Comunidad Europea del
Carbón y del Acero, se establece el control de concentraciones, por
tratarse de un sector con muy grandes empresas, mientras que en
el posterior Tratado de Roma (1957), que crea la Comunidad
Económica Europea, tal control no fue instituido. Habría que llegar a
1989 para que se aprobara, con carácter general, un Reglamento de
Control de Concentraciones europeo.
En España, la evolución ha sido semejante. En efecto, en la
Ley de Represión de Prácticas Restrictivas de la Competencia de
1963, únicamente determinadas concentraciones debían ser
meramente registradas, mientras que en la Ley de Defensa de la
Competencia de 1989 se estableció un procedimiento de notificación
voluntaria y la actuación de oficio. Diez años después, en el año
1999, quedó establecida, cuando se superaran determinados
umbrales, la notificación obligatoria de las concentraciones.
Otros factores a considerar en el control de
concentraciones son las barreras de entrada y la expugnabilidad del
mercado, así como si el régimen en el que las empresas actúan, sea
de titularidad plenamente privada o de concesión administrativa, ya
que, en este último, la competencia sólo aparece, cada bastantes
años, cuando se van a otorgar las concesiones. También habrá de
tenerse en cuenta si las empresas están en sectores plenamente
liberalizados y desde cuándo lo están. Es decir hay un conjunto de
circunstancias que han de ser cuidadosamente valoradas con
prudencia actual y visión de futuro. Todas las cuestiones apuntadas
han de determinar, según se presenten, la oportunidad, la intensidad
y el detalle del control de concentraciones que deba ser aplicado.
Hay un tercer plano en que se manifiesta hoy la política de
competencia. Es el de fomento. El fomento de la competencia, más
allá de políticas represoras y preventivas, se propicia desde el
Estado principalmente mediante la combinación de tres
instrumentos: desregulación, liberalización y privatización.
A todo esto habría que añadir el tema de las ayudas
públicas, asunto no menor cuya competencia principal recae en la
Comisión Europea, y que hace referencia a formas diversas de
distorsionar el buen funcionamiento de los mercados cuya autoría
corresponde a los poderes públicos de los diferentes países.

Las Administraciones deben respetar la competencia

No sólo en materia de ayudas públicas deben evitar las


Administraciones públicas distorsionar la competencia en los
mercados. También están obligadas legalmente a cumplir
materialmente la Ley de Defensa de la Competencia (LDC) como
cualquier particular.
Las prohibiciones del artículo 1 de la LDC, que afectan a
los acuerdos, decisiones o recomendaciones colectivas o prácticas
concertadas o conscientemente paralelas que tengan aptitud para
impedir o limitar la libre competencia en el mercado nacional, no se
aplicarán a esas conductas cuando las mismas resulten de la
aplicación de una Ley.
La existencia de esta exención general de origen legal lleva
con cierta frecuencia a algunos, poco conocedores del Derecho de
la competencia, a defender que al sector público en sus diversas
manifestaciones no le afectan las prohibiciones del artículo 1 de la
LDC, porque el mismo funciona únicamente a base de actos
administrativos sólo susceptibles de ser enjuiciados en la vía
contencioso-administrativa.
Naturalmente, las autoridades de la competencia han
venido poniendo las cosas en su sitio mediante sus resoluciones y
hoy todo el que quiera molestarse en consultarlas dispone de una
consolidada doctrina según la cual la Administración toda (central,
autonómica, local y corporativa) está sujeta a las prohibiciones del
artículo 1 de la LDC cuando actúa como un operador económico
más -lo que hace todos los días-, quedando sólo exonerada cuando
lo hace en el uso de su ius imperii, es decir, haciendo uso de las
facultades ordenadoras que la Ley le confiere. Ahí están como
muestra las resoluciones condenatorias de las autoridades de la
competencia a los Colegios profesionales, Ayuntamientos y otros
entes administrativos.
Voy a hacer referencia a un caso concreto sucedido hace
años para general ilustración. La Sección sexta de la Sala de lo
Contencioso-administrativo de la Audiencia Nacional dictó una
Sentencia en la que desestima el recurso promovido por el Colegio
de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Cádiz y Ceuta contra
una Resolución del Tribunal de Defensa de la Competencia por la
que se declaraban incursos, al Colegio recurrente y al Ayuntamiento
de San Fernando, como autores de una práctica prohibida por el
artículo 1 de la LDC consistente en realizar conductas tendentes a
impedir la libre competencia mediante la fijación de precios.
El Ayuntamiento de San Fernando y el Colegio de
Aparejadores y Arquitectos Técnicos mencionado habían acordado
mediante un convenio el percibo por estos profesionales de
honorarios distintos (e inferiores) a los previstos legalmente a los
efectos de legalización de viviendas en el citado municipio. La
Audiencia Nacional sentenció que la prohibición de la conducta
(acuerdo de fijación de precios) afecta a “cualquier agente
económico, término amplio que incluye no sólo a las empresas, sino
también a todos aquellos cualquiera que sea su forma jurídica, que
intermedien o incidan en la intermediación en el mercado”. “Existió
un acuerdo de fijación de precios por una concreta prestación de
servicios, que se realiza al margen de las atribuciones
administrativas -no es función del Municipio afectado la fijación de
precios por los servicios que presten los aparejadores y Arquitectos
técnicos”, ergo: “Debemos declarar y declaramos ser ajustada a
Derecho la Resolución impugnada y, en consecuencia, debemos
confirmarla y confirmamos”.
La Sentencia de la Audiencia Nacional citada es sólo un
ejemplo de los muchos que podríamos citar para ver claramente
cómo las prohibiciones contenidas en la Ley de Defensa de la
Competencia afecta no sólo a las empresas sino igualmente a las
Administraciones públicas cuando estas actúan como un operador
económico más.

Lo pequeño no siempre es hermoso

Los pasados setenta fueron años de crisis (en 1973, la


primera del petróleo) y, por ello, de miedo y repliegue: el Club de
Roma preconizaba el crecimiento cero y Schumacher saltaba a la
fama con su “Small is beautiful”, que se convirtió en el eslogan de
cuando entonces.
Aunque los sicofantes del desarrollo rápido y las grandes
empresas apagaron sus voces, todavía resuenan ciertos ecos de
sus lamentos. Ocurre hoy, por ejemplo, cuando, sin prueba alguna,
se afirma que, en este o aquél sector, es mejor más empresas que
menos, o muchas que pocas o, en el colmo de la presunción
intelectual, que treinta y dos, mejor que veintitres.
Habrá quien diga que esa -para mí, injustificada- pretensión
de conocimiento encuentra apoyo de la teoría económica; en
concreto, en el modelo neoclásico de competencia perfecta, que
reputa como tal a la que tiene lugar entre un gran número de
oferentes que no pueden influir en los precios, precisamente porque
son muchos y porque el producto que ofrecen es idéntico al que
ofrecen los demás. Pero deducir de este modelo que el ideal
perseguible sea un gran número empresas constituye un error que
nace de interpretar mal el propio modelo.
En efecto, el modelo de competencia perfecta incorpora
como fundamentos, además de la atomización de oferentes y
demandantes, y la homogeneidad de la mercancía, otros dos:
información completa y perfecta y total movilidad de los recursos.
Según el modelo, bajo estos supuestos, los bienes son producidos
por cada empresa en una cantidad tal que el precio se iguala al
coste marginal, precisamente cuando este coincide con el coste
medio mínimo. Y la situación es de equilibrio atemporal.
Es evidente que estas condiciones responden a una
concepción intelectual sin correspondencia práctica posible,
sencillamente porque las cosas son diferentes en el mundo real.
Aunque este modelo de competencia perfecta tiene cierta capacidad
explicativa del proceso de formación de los precios, carece
totalmente de utilidad, sin embargo, para explicar los fenómenos de
competencia, por su falta de realismo.
Hay, incluso, quienes rechazan que esa irrealidad sea
siquiera deseable, aduciendo que la atomización de la oferta
(infinidad de empresas) implicaría unas unidades productivas muy
pequeñas que trabajarían a unos costes unitarios muy altos. Un
mercado parecido al del modelo de competencia perfecta sería el
del trigo de la época preindustrial, cuando un grandísimo número de
explotaciones minúsculas de este cereal eran sacadas adelante con
el esfuerzo físico del agricultor que tiraba del arado romano. Y
concluyen: En aquella época, en esas infinitas explotaciones, sin
más capital que el arado y las naturales semillas, el trigo producido
con el sudor del campesino tenía un precio tan relativamente alto
que los pobres no podían comer pan blanco. Hoy, sin embargo,
cuando el trigo se produce en un número muchísimo menor de
explotaciones fuertemente capitalizadas, que utilizan costosas
máquinas y semillas enriquecidas en unos pocos laboratorios
multinacionales, el trigo es tan barato que su pan está al alcance de
cualquiera.
Y si pensamos en otro bien, hoy de generalizado uso, como
el automóvil: ¿se imagina mi querido lector cuántos podrían
comprárselo si los fabricaran infinidad de empresas que, por hacer
series cortas, producirían a costes unitarios muy elevados? Los
coches serían tan caros que sólo unos pocos privilegiados podrían
comprarlos. Es la existencia de un reducido número de fabricantes
que, entre sí, pugnan en intensa competencia, lo que sitúa hoy los
precios de los coches al alcance de tantos.
Por eso, aunque podamos pensar, cuando la melancolía
poética nos invada, que lo pequeño puede ser hermoso, positivo
será que advirtamos que no siempre es así.

Ética de la competencia

Los críticos de la economía de mercado suelen oponer a la


competencia, que es consustancial con el sistema, la cooperación
deliberadamente organizada. Para ellos, la competencia es
sinónimo de agresión, rivalidad, conflicto y lucha, mientras que la
cooperación organizada es ayuda mutua, benevolencia, modestia y
armonía. De donde se deduce que la competencia es moralmente
inferior a la cooperación deliberadamente organizada. Planteadas
así las cosas, la cuestión es si la competencia propia de una
economía de mercado posee las ominosas características morales
mencionadas.
Antes de proseguir, se impone distinguir la “rivalidad” de la
“competición”. Se rivaliza cuando se aspira a eliminar a otro, lo que
requiere un cierto conocimiento mutuo, innecesario cuando se
compite, porque entonces de lo que se trata es de alcanzar algo que
se desea (un premio, un puesto de trabajo o penetrar en un
mercado), y puede pretenderse desconociendo si otros aspiran a lo
mismo. La competición consiste esencialmente en que cada uno
trata de conseguir lo que quiere, mientras que la esencia de la
rivalidad consiste en querer eliminar a otros. En la competición, el
fracaso de los otros es consecuencia del triunfo del ganador, pero
no es algo que se busque expresamente. Por el contrario, en la
rivalidad se trata no sólo de conseguir algo sino de destruir a los
demás.
La economía de mercado comparte con otras formas de
organización social el hecho de que no hay abundancia para todos.
Si la hubiera, no existiría actividad económica. Toda competencia
supone escasez, pero en el mercado no se lucha encarnizadamente
con los rivales sino que se compite pacíficamente con ellos. Cuando
varias empresas compiten por conseguir un contrato o por vender a
los consumidores, se encuentran en una situación semejante a la de
quienes aspiran a conseguir un premio: es una pugna de carácter
impersonal en la que cada una de ellas trata de alcanzar el objetivo,
teniendo en cuenta sus propios recursos y los costes probables,
comparándolos con los precios que supuestamente el demandante
se dispondrá a pagar.
Consideremos ahora la afirmación según la cual la
competencia es mala por oponerse a la cooperación
deliberadamente organizada. Digamos ante todo que esta última
forma de cooperación no es en sí misma necesariamente buena.
Una banda de criminales puede colaborar amistosamente para
alcanzar sus reprobables fines. Para juzgar desde un punto de vista
moral la cooperación organizada es indispensable considerar el fin
que se proponen quienes armonizan sus acciones.
Por otra parte, se puede cooperar sin habérselo propuesto
expresamente. Esto es precisamente lo que ocurre en una
economía de mercado. Si consideramos la fabricación de un lápiz,
por ejemplo, vemos cómo empresas e individuos de todo el mundo,
la mayoría de los cuales sin conocerse entre sí, cooperan en el
proceso sin que nadie lo organice en su conjunto. Por eso, la
expresión “cooperación competitiva” no entraña contradicción
alguna, si con ella queremos significar el trabajo conjunto que se
desarrolla sin la participación consciente de nadie en un plan
completo. Desde luego, se da una cooperación deliberada dentro de
las empresas y entre empresas diferentes, pero en una economía
competitiva las empresas no cooperan para ejecutar un plan
concertado entre ellas o impuesto desde arriba. Así pues, la
competencia no se opone a la cooperación sino a lo sumo a sus
formas deliberadas y totalmente organizadas de la misma.
En definitiva, no es verdad que la competencia sea
moralmente inferior a la cooperación voluntaria. Es, por el contrario,
moralmente superior porque la competencia en una economía de
mercado necesariamente se alimenta del propósito de lograr un
triunfo sólo alcanzable sirviendo a los demás como éstos desean ser
servidos.

El Estado debe defender la competencia

La competencia está de moda y los políticos de todos los países


dicen defenderla, lo cual ha otorgado gran protagonismo hoy a la
“política de competencia”. Sin embargo, algunos plantean si la
competencia debe ser defendida por los poderes públicos. El asunto
merece unas reflexiones.
Una primera es sobre la organización de la economía en un
país. Hay dos modos puros de hacerlo: mediante la autoridad o
mediante el mercado. Nadie discute seriamente hoy la superioridad
de la segunda modalidad frente a la primera.
La eminencia del mercado frente a la autoridad se debe a
que la economía de mercado es más eficiente que la economía de
mando porque asigna mejor los recursos siempre escasos de la
sociedad, y es moralmente superior porque, mientras aquélla se
basa en la libertad personal, en esta última lo determinante es la
exclusiva voluntad de quien ostenta el poder político.
Pero la economía de mercado no es la selva donde rige la
ley del más fuerte. Ya lo hemos dicho. Para que haya economía de
mercado, es completamente necesario que exista un orden
económico regido por la Ley y un Estado fuerte que imponga la Ley.
Un Estado fuerte, no gordo, independiente de los poderes
económicos y sociales, con capacidad para hacer cumplir la Ley a
todos.
En un sistema así, una de las funciones más importantes
del Estado es velar por el funcionamiento del mercado en
competencia, porque las empresas pueden adoptar conductas, por
sí solas o con otras, para limitar artificialmente la competencia y,
cuando esta se aquieta, decae la tensión que en el mercado lleva a
la gente a servir a los demás.
Se me dirá que, si las actividades afectadas por cualquier
atentado unilateral o concertado a la competencia son
verdaderamente libres, la propia dinámica del mercado neutralizará
esas pretensiones anticompetitivas, sin necesidad de que
intervengan las autoridades, porque otras empresas aparecerán
para participar de esas rentas anormales que obtienen las empresas
que atentaron contra la competencia.
Ciertamente este razonamiento es correcto si se hace
abstracción del tiempo. Pero pierde consistencia si tomamos en
consideración que ha de pasar tiempo, mucho tiempo en ocasiones,
para que aparezcan esas nuevas empresas y su aparición surta
efecto. Por eso resulta necesaria la pronta y eficaz actuación del
Estado, que ha de regirse, en este asunto como en los demás, por
un conjunto de normas jurídicas, dictadas para reprimir las
conductas indeseables y restablecer la competencia. Se trata, como
diría el maestro Röepke, de “cuidar el jardín (el mercado),
arrancando las malas hierbas.
El conjunto de estas normas constituye el llamado Derecho
de la competencia represivo y tiene plena justificación por las
razones expuestas. Existe asimismo, como ya hemos dicho antes,
un Derecho preventivo, conocido también como “Control de
concentraciones”, que persigue evitar nuevas estructuras
dominantes en el mercado alcanzables mediante fusiones o
adquisiciones de empresas. Y hay otra tarea a llevar a cabo por los
Estados de nuestro tiempo en este terreno que es el fomento
decidido de la competencia mediante la combinación de tres tipos
de actuaciones: desregulación, liberalización y privatización.
La desregulación es de aplicación a sectores previamente
monopolizados y consiste en una política activa que combina
mandatos y prohibiciones. La liberalización constituye un proceso
mediante el que el Estado deja de intervenir en un sector, quitando
trabas previas y permitiendo la entrada de empresas nuevas. La
privatización consiste meramente en pasar a manos privadas
empresas que anteriormente eran propiedad del Estado.

Las tres dimensiones de la competencia

Llegados a este punto, quizás convengan unas reflexiones


adicionales sobre la "competencia" como fenómeno social y
económico.
La palabra “competencia” es polisémica y, por ello,
equívoca. En castellano significa, antes que nada, “lucha”. El
Diccionario de la Real Academia dice que es, como primera
acepción: “Disputa o contienda entre dos o más sujetos sobre
alguna cosa”. En su segunda acepción, define la competencia como:
“Oposición o rivalidad entre dos o más que aspiran a obtener la
misma cosa”. Sólo en un modesto tercer lugar, habla de
competencia como “aptitud o idoneidad”. Y, en ningún caso, recoge
la idea de competencia como “concurrencia”, que es, sin embargo,
la preferida en otras lenguas.
No me parece que esta diferencia de trato de nuestro
diccionario a la palabra competencia, con respecto a la que figura en
los diccionarios de otras lenguas, sea fruto de una extravagancia de
nuestros académicos. Más bien creo que tendrá su origen en que el
concepto de competencia más acuñado en la idiosincrasia hispana
es el de “competencia biológica” y no el de la “competencia social”.
Naturalmente las consecuencias que de ello se derivan no son
neutrales y quizás por eso la competencia y lo competitivo sean
recibidos con recelo en nuestra cultura. Detengámonos brevemente
en analizar los distintos significados de ambas modalidades de
competencia, la biológica y la social.
La competencia biológica es la implacable contienda del
mundo zoológico que se da entre los animales para la consecución
del sustento. Se trata de un conflicto de intereses irreconciliables.
Sólo las bestias más fuertes sobreviven. El antagonismo que surge
entre la fiera que va a morir de hambre y la que le arrebata el
alimento salvador es implacable. Sólo la muerte física del adversario
da fin al ritual.
La competencia social, sin embargo, se refiere a la
concurrencia entre personas que quieren mejorar dentro de un
orden social basado en la cooperación voluntaria. En este ámbito la
cooperación voluntaria desvanece las rivalidades de la competencia
biológica: desaparece la hostilidad y surge la colaboración,
precisamente porque sólo avanzan en la escala social quienes
satisfacen apetencias de los demás.
El deseo de mejora que anima la competencia social está
inscrito en la naturaleza humana. No cabe imaginar tipo alguno de
organización social en la que no haya competencia, salvo un orden
social despótico que no permitiera a los súbditos hacer llegar sus
aspiraciones a los jerarcas. Todos se comportarían allí como esos
sementales que no compiten entre sí cuando el propietario va a
elegir a uno para cubrir a su mejor yegua. Pero esos seres habrían
dejado de ser personas.
La competencia social en una sociedad de mercado se
plantea entre personas que desean mutuamente sobrepasarse. No
se trata de una pugna o conflicto, sino de una legítima concurrencia
emuladora, y en modo alguno son aniquilados los perdedores, que
quedan simplemente relegados a un puesto más conforme con su
ejecutoria real, tal como la aprecian los demás. En un orden social
totalitario también surge la competencia, pero allí el espíritu
competitivo de los hombres les induce a pugnar simplemente para
conseguir los favores de quienes detentan el poder.
Cabe, pues, deducir tres “dimensiones” de la competencia:
la dimensión social, la dimensión económica y la dimensión moral.
La dimensión social hace referencia a su cualidad
favorecedora de la cooperación entre las personas. En un sistema
social libre, el deseo de mejora de cada uno sólo puede satisfacerse
si voluntariamente se orientan las acciones individuales a producir lo
que los demás desean.
La dimensión económica de la competencia hace referencia
a la eficiencia que procura en la asignación de los recursos siempre
escasos de la sociedad, al movilizar a todo el que quiere mejorar
para que ofrezca los bienes o servicios que produce con la mayor
calidad y el menor coste; es decir, usando en la menor medida
posible de esos recursos escasos.
La dimensión moral de la competencia, finalmente, se
deduce de la superioridad ética del sistema de convivencia en el que
la misma brota, la sociedad libre de mercado, frente a otros órdenes
totalitarios en los que la competencia es impedida o sesgada hacia
objetivos menos nobles que el de servir a los demás, al que la
competencia de mercado encamina.

A todos interesa la competencia

La competencia cumple en una economía de mercado la función de


conseguir que los fines privados se transformen en virtudes
públicas.
Cuando alguien hace algo con la esperanza de venderlo —
fabricar jabón, escribir una novela o cantar una copla—, el medio
para alcanzar el éxito dependerá del tipo de organización social
vigente.
Si hay un sistema social estatista, en el que las decisiones
de producción y consumo las decide la autoridad, lo que habrá de
hacer el productor —ya sea fabricante de jabón, escritor o cantante
— es conseguir convencer al mando de la bondad del producto (si el
titular de la autoridad es amigo, todo será más fácil).
En un sistema de economía de mercado, en el que las
decisiones de compra están descentralizadas y nacen de la libertad
de los particulares con capacidad económica suficiente, habrá que
convencer a un mínimo número de consumidores potenciales de
que vale la pena comprar el producto en cuestión —pastilla de
jabón, ejemplar de la novela o tique para entrar a escuchar la copla
—.
Pero en una economía de mercado puede que haya
realmente competencia o que esta se encuentre limitada, ya sea por
conductas empresariales cartelísticas o por leyes que protejan a los
empresarios instalados, impidiendo que otros puedan aparecer en
busca del favor de los consumidores.
Los fines privados de los productores se transforman en
virtudes públicas para los consumidores precisamente en las
sociedades donde las personas libremente son las que deciden lo
que compran, y no existen limitaciones privadas de tipo cártel a los
precios o a las calidades, ni limitaciones públicas en forma de
barreras legales a la entrada de nuevos empresarios competidores.
Es decir, en las economías de mercado donde reina la competencia.
Los Estados contemporáneos promulgan normas
específicas de Derecho de la competencia para defender esta, bien
es verdad que con un rigor que es desigual porque depende, sobre
todo, de cuáles sean los estados de opinión al respecto y, ¡ay!, lo
que digan las encuestas.
Es decir, en la actualidad se hace, en general, una defensa
pública de la competencia, pero esta defensa pública ni es todo lo
eficaz que cupiera esperar ni es bastante. Además no suele carecer
de ciertos sesgos entorpecedores que, perjudiciales para la
competencia, suelen ser interesados en términos electorales.
Piénsese, por ejemplo, aquí, en España, en el espurio empleo que
algunas autoridades autonómicas están haciendo de la legislación
de comercio interior para conseguir votos de los pequeños
comerciantes en perjuicio de la competencia comercial.
Por eso, porque la competencia es buena para todos —
aunque cada cual sólo vea sus virtudes cuando la ausencia de la
misma le perjudica directamente— todos deben aprestarse a su
defensa. No es asunto este que la sociedad deba dejar únicamente
en manos del Estado en sus diversas manifestaciones. El Estado
debe de intervenir en defensa de la competencia, pero también la
sociedad civil: los consumidores, los profesionales, los trabajadores
todos y, desde luego, los empresarios.
El papel de los empresarios y de sus organizaciones
representativas debe ser particularmente activo en defensa de la
competencia, y no sólo por razones de coherencia con las
exigencias propias del sistema de economía de mercado, único en
el que las empresas pueden florecer, sino porque el beneficio que
de la falta de competencia pueden obtener algunos empresarios
concretos siempre perjudica a todos los demás empresarios. Y
perjudica, desde luego, a los consumidores y al conjunto de la
sociedad.
En España, las organizaciones empresariales, nacidas en
la alborada del sistema democrático, felizmente hicieron una
apuesta decidida por la economía de mercado, que nuestra
Constitución consagró luego en su artículo 38. Después vino, como
consecuencia de ese reconocimiento constitucional y de nuestra
integración en las Comunidades Europeas, la Ley de Defensa de la
Competencia de 1989. A la hora de hoy, un noble empeño para las
organizaciones empresariales —que estaría en línea con esfuerzos
suyos anteriores— sería el de excitar la militancia activa de sus
bases en defensa de la competencia. Definir, impulsar y coordinar
esa campaña sería una bonita tarea para la CEOE.
La competencia perfecta no existe

Hay manuales malos —y profesores que también lo son—que hacen


daño a muchos economistas, equivocándoles cuando son jóvenes
de un modo luego irreversible en la práctica. Y no es un problema
exclusivo de los economistas. Es bastante frecuente encontrar
profesionales que saben mucho de su «especialidad» pero que han
olvidado los fundamentos de la ciencia que aplican. «Yo sé algo del
oído —me decía hace poco un reputado otorrino— pero, la verdad,
de Medicina, cada vez sé menos». Mi amigo se sentía apreciado y
seguro, por lo que reconocía con desparpajo su culpable ignorancia
de la Medicina. Pero ¡ay! cuántos en diversos campos del saber —el
Derecho o la Economía, por ejemplo— piensan que saben algo —
pongamos por caso— de urbanismo o fiscalidad, ignorando hasta lo
más elemental del Derecho civil o la Teoría económica. Y lo malo es
que, en carreras con bajos niveles de exigencia universitaria, los
ignorantes ni siquiera saben que no saben, contrariamente a mi
amigo el otorrino que tuvo que aplicarse con ahínco en su juventud
al estudio de la Medicina.
Lo dicho es a modo de exordio para anticipar que
comprendo por qué yerran algunos colegas cuando toman a la
«competencia perfecta» como el paradigma hacia el que el Estado
debe encaminar la realidad empresarial mediante los recursos que
le proporciona la legislación antitrust, reconduciendo hacia la
imaginada virtud de la perfección una realidad económica
presuntamente corrompida por los nefandos enemigos de la
competencia.
Sin acritud y con cariño digo a tan equivocados amigos y
recuerdo a mis queridos lectores, porque ya hemos hablado de ello,
que la competencia perfecta no existe ni ha existido nunca, y que si
los neoclásicos la imaginaron en el tan conocido modelo de
equilibrio fue para intentar explicar cómo se forman los precios pero
nunca para que sirviera de modelo utópico al que conducir
normativamente la realidad económica.
En el mundo real, la competencia es un proceso
concurrencial entre empresarios que pugnan por hacerse con los
clientes potenciales. En este proceso, los empresarios compiten
entre sí utilizando diversos medios —precio, calidad, servicio,
publicidad, etcétera— con vistas a lograr ventas y, en definitiva,
beneficios. Por eso la competencia no puede verse como un modo
mecánico de optimización en el marco de unas restricciones
conocidas, sino hay que percibirla como un proceso exploratorio
desarrollado en el tiempo, mediante el cual se descubren y explotan
oportunidades de beneficio, bajo circunstancias inciertas.
Es verdad —y de ahí el equivoco— que, cuando la
preocupación por los problemas de competencia se convirtió en un
asunto político en los Estados Unidos a fines del siglo XIX, el único
modelo formal de competencia disponible era el neoclásico de
competencia perfecta, diseñado con finalidades explicativas por
completo ajenas al análisis de los procesos competitivos, lo cual
condujo a la paradójica situación de que el modelo de competencia
perfecta se convirtiera en legitimador intelectual, en nombre de la
teoría económica, de la naciente regulación antitrust
norteamericana, inaugurada con la Sherman Act de 1890, cuando
en dicho modelo la competencia es perfecta en un estado de
equilibrio, que es ¡ay! cuando precisamente deja de existir
competencia. Pero es que la competencia en la realidad es siempre
un proceso. Lamentablemente, ante la circunstancia de que la
realidad económica no era bien explicada por la teoría disponible, se
forzó esa realidad para poder utilizar la teoría, lo que no mejoraba,
como es natural, su capacidad explicativa. Es como si, ante la
inexistencia de zapatos de nuestra talla, nos recortáramos los dedos
para poder meter los pies en otros zapatos más pequeños que son
los únicos que hay. Afortunadamente el sentido común de los jueces
americanos moderó luego las conclusiones de una inadecuada
utilización del modelo teórico, y hoy la letra de la Sherman Act tiene
poco que ver con el sentido que le otorga la jurisprudencia. En
Europa, felizmente, con una legislación antitrust fundamentada en la
visión de la competencia como un proceso, propia de la tradición
austriaca, nunca se produjeron tales excesos. Eso hace que el
Tratado de la Unión y la legislación española inspirada en él se
conformen con conceptos más modestos como «competencia
eficaz», «competencia suficiente», o «competencia efectiva».

Ojos de lince y manos de cirujano

Los tribunales europeos recuerdan de vez en cuando a las


autoridades administrativas que en materia de Derecho preventivo
de la competencia (control de concentraciones) sus decisiones no
pueden ser discrecionales y que hay que justificarlas en estrictos
términos jurídicos de defensa de la competencia, lo cual es de gran
importancia por ser el Derecho de la competencia un campo de por
sí bastante inseguro porque se combinan en su aplicación la falta de
fijación de la sustancia económica sobre la que trabaja y la humana
tendencia a no dar demasiadas explicaciones de por qué se hacen
las cosas.
Un buen ejemplo de lo que venimos diciendo lo representa
la Sentencia Airtours, dictada por el Tribunal de Primera Instancia
(TPI) de la Comunidad hace más de una década y que tuvo por
objeto un recurso contra la Decisión de la Comisión Europea que
había prohibido la concentración de dos agencias de viajes por
considerar que, de tener lugar, se crearía una posición dominante
colectiva que podría obstaculizar de manera significativa la
competencia efectiva en el mercado afectado.
En el recurso de anulación, se argumentaba que la
Comisión no había demostrado de modo suficiente que el resultado
de la concentración sería la creación de esa posición dominante
colectiva temida y que, por tanto, al prohibir la concentración, la
Comisión habría infringido el correspondiente Reglamento.
El TPI, tras un exhaustivo análisis económico y jurídico de
las alegaciones, da la razón a la recurrente y concluye que la
Comisión no basó su análisis prospectivo en pruebas sólidas,
incurriendo en varios errores de apreciación respecto de elementos
importantes para evaluar debidamente la posible creación de una
posición dominante colectiva que fuera a suponer un obstáculo
significativo a la competencia efectiva.
Así, la Sentencia Airtours vino a señalar que la Comisión,
para sostener que vaya a crearse una posición dominante colectiva,
no puede considerar bastante que el número de empresas del
sector vaya a reducirse sino que es necesario acreditar que las
empresas cuyo número se hace menor vayan a desarrollar
comportamientos paralelos, lo cual exigirá probar que todas ellas
conocen el comportamiento de las demás de modo que las estimule
a adoptar una misma línea de actuación y a mantenerla en el
tiempo. Además, habrá de probarse que el resto de competidores –
reales o potenciales–, clientes o consumidores no se opondrán a
esa presunta forma de actuar.
Ciertamente, esta Sentencia ha impuesto restricciones al
posible comportamiento discrecional de la Comisión cuando deba
pronunciarse sobre una concentración empresarial y, en particular,
cuando piense en oponerse a una de ellas por el temor a que se
cree una posición dominante colectiva que dañe la competencia
efectiva, ya que la Comisión conocerá su obligación de demostrar
que los supuestos de su análisis no son mero fruto de una
especulación en abstracto sino que resisten la prueba, con la
exigencia que para esta impone el Derecho. Y la exigencia en el
rigor probatorio a que la Sentencia Airtours va a obligar, se
extenderá también a otros aspectos del control de concentraciones
y, aún, previsiblemente alcanzará al Derecho represivo.
Pero esto no sólo afecta al comportamiento de la Comisión
Europea, sino que inevitablemente desplegará sus efectos también
en el comportamiento de las autoridades administrativas de la
competencia de todos los países europeos. Lo cual será muy
positivo para la economía y también como disciplinante de las
autoridades de competencia que, particularmente en materia de
control de concentraciones, deben siempre evitar entrar en los
asuntos como "un elefante en una cacharrería", al ser este un
campo que exige, como pocos, actuar con vista larga y paso corto:
con ojos de lince y manos de cirujano.

Monipodio

«Monipodio» es como llamó Cervantes al capitán de ladrones en


Rinconete y Cortadillo («alto de cuerpo, moreno de rostro, cejijunto,
barbinegro y muy espeso...; el sombrero era de los de la hampa,
campanudo de copa y tendido de falda». Nuestro «príncipe de los
ingenios», que solía dar a sus personajes nombres que les
cuadraba, como había sido recaudador de contribuciones y conocía
bien los entresijos de la vida económica, sabía que al capo sevillano
le venía ese nombre a pedir de boca.
Monipodio es en castellano, según el Diccionario de Real
Academia: convenio de personas que se asocian y confabulan para
fines ilícitos. Pero eso es ahora, y probablemente por influencia de
la celebrada novela cervantina; en el siglo XVI, cuando la novela fue
escrita, monipodio significaba simplemente «monopolio».
En nuestro siglo de oro, monipodio era monopolio, pero no
en el sentido técnico-económico actual de «situación de mercado en
que la oferta de un producto se reduce a un solo vendedor» (quinta
acepción del Diccionario); ni tampoco en el de la primera acepción,
que la define como «concesión otorgada por la autoridad
competente a una empresa para que esta aproveche con carácter
exclusivo alguna industria o comercio». Monipodio era en la época
de Cervantes monopolio en el sentido, hoy anacrónico, de
«convenio hecho entre los mercaderes para vender los géneros a un
determinado precio» (curiosamente, segunda acepción actual del
Diccionario de la Real Academia).
No traigo esta discusión aquí por pedantería lingüística, ni
por afán filológico; lo hago para explicar que, contra la común
opinión, los más antiguos antecedentes conocidos de legislación
antitrust son españoles. En efecto, a fines del siglo XVI ―cuando
Cervantes escribía Rinconete y Cortadillo― el dominico Tomás de
Mercado, teólogo y economista de la Escuela de Salamanca,
comentando diversas modalidades de venta con engaño en el
capítulo VIII de su Suma de Tratos y Contratos, deja constancia de
una, consistente en el «concierto del precio por los mercaderes»
―«de no abajar el tanto», añade Mercado―, «que llamamos los
castellanos monipodio».
Nuestro dominico lo considera «vicio abominable, y
aborrecible a todo género de gente, porque es muy perjudicial,
tirano y dañoso, y por tal condenado por todas las leyes». Y cita la
prohibición vigente en Castilla diciendo «el rey don Alonso el
onceno, título .7. de los mercaderes, en la partida quinta, ordenó en
este punto, una, cuyo tenor y sentencia a la letra es esta. Cotos y
posturas ponen los mercaderes entre sí, por cuánto vendan la vara,
por cuánto dé otrosí, el peso, la medida, de cada una de las otras
cosas...».
Este asunto tiene interés, no sólo porque revela que ya en
la Edad Media se prohibían en España las «conductas colusorias
anticompetitivas», como se diría en la terminología de hoy, sino
porque hay que hacer constar que estas prohibiciones estuvieron
vigentes en nuestro país hasta bien entrado el siglo XIX, cuando se
integraron en el proceso de codificación y hoy se conservan como
reliquias en el Código penal, tipificadas como dos delitos: el de
maquinación para alterar el precio de las cosas y el de colusión en
subastas. Bien es verdad, que estos delitos se han perseguido
escasamente desde la segunda mitad del siglo XX, seguramente
porque disponemos de una ley específica de competencia desde
1963 (la Ley de Represión de Prácticas Restrictivas de la
Competencia), luego sustituida sucesivamente por la Ley de
Defensa de la Competencia de 1987 y por la vigente. En 1890, es
decir varios siglos después de que en España se defendiera la
competencia en textos legales, los Estados Unidos promulgaban la
Sherman Act y se les hizo pasar por precursores.
EPÍLOGO

Se dice que los economistas acertamos más pronosticando el


pasado que el futuro. O, como dice un amigo mío: ¿Sabe usted cuál
es la diferencia entre un economista bueno y uno malo? Que el
economista bueno sabe explicar las cosas cuando ya han pasado y
los malos, ni eso. Son boutades que, sin embargo, encierran una
gran verdad. Los economistas basan sus previsiones en la
regularidad de los fenómenos económicos. O bien suponen que las
relaciones entre las diversas variables van a mantenerse, y
entonces se limitan a prolongar la tendencia observada en el pasado
para pronosticar el futuro, o se figuran que dichas relaciones varían
pero con arreglo a una ley conocida.
En ambos casos, los economistas emplean la inducción al
pasar de lo particular, que es lo observado, a lo general, que incluye
lo todavía inexistente. Ya sabemos que estrictamente la inducción
no puede demostrar nada. Por muchas veces que hayamos
observado que algo ocurre en unas circunstancias concretas, no
podremos estar seguros de que eso mismo ocurrirá en idéntica
situación. Como dijo Bertrand Russell: «El hombre que ha dado de
comer a una gallina cada día durante toda su vida finalmente le
retuerce el pescuezo, lo que demuestra que a la gallina le habría
sido útil tener una idea más clara sobre la regularidad de la
naturaleza».
Y, sin embargo, la inducción es un método científico útil del
que los economistas pueden y deben servirse, a condición de que
las conjeturas que obtengan mediante su uso sepan interpretarlas
con la modestia necesaria: previsiblemente serán así las cosas en el
futuro si y solo si se mantiene la regularidad observada en la
relación entre las variables y siempre que sea acertada la
estimación —insegura por su propia naturaleza— de cuál vaya a ser
el curso que sigan las variables explicativas.
Cuando era joven, estuve durante unos cuantos años
explicando Econometría en la Facultad de Económicas y el primer
día del curso siempre les decía a los alumnos: «Hoy, mis
compañeros de otras asignaturas les cantarán a los alumnos las
excelencias de sus respectivas disciplinas. Yo, por mi parte, voy a
ser mucho más modesto porque me limitaré a llorarles las miserias
de la mía». Esas miserias se concretaban en la nula capacidad
predictiva de la Econometría cuando la estabilidad de los
parámetros —o la provisional ley conocida sobre el comportamiento
de los mismos— se va al traste por algún suceso inesperado.
Un año de aquellos contaba esto a mis alumnos durante la
primera semana de octubre del 1973. La semana siguiente —creo
que fue el día 12 del mismo mes— las cotizaciones de las bolsas de
todo el mundo se hundían, todas las previsiones de los economistas
saltaban por los aires... y la Econometría era condenada a una cura
de humildad que duraría la larga década que pasó en el ostracismo.
Era fantástico, la American Economic Review, representando el
consenso de la profesión, pasó de que más de la mitad de los
artículos de cada número fueran de Econometría a que esta no
apareciera por ninguna parte.
Lo que había sucedido era simplemente que el cártel
formado por la mayoría de los países productores de petróleo había
acordado multiplicar su precio. A la gallina de Russell le habían
retorcido el pescuezo... y las previsiones económicas quedaron
desacreditadas por una temporada. Cuando veo la seguridad de
algunos sobre lo que va a pasar, me doy cuenta de que no se han
dado una vuelta por el corral para ver cómo está la gallina.

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