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Maremágnum se desarrolla en un mundo que, después de una gran catástrofe

natural, ha perdido la totalidad del agua oceánica y los lechos marinos han
quedado al descubierto.
Las nuevas tierras surgidas de este desastre comienzan a ser pobladas por
pioneros y aventureros.
Esta es la historia de un éxodo, una caravana de hombres y mujeres guiados
por dos exploradores que, partiendo de Lisboa, se dirigen por tierra a
conquistar la antigua costa de Nueva York y, con ello, conseguir alcanzar su
anhelado deseo: el sueño americano.

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Álber Vázquez

Maremágnum
ePub r1.5
Titivillus 02.12.2022

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Título original: Maremágnum
Álber Vázquez, 2001

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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En Europa, todo acaba en tragedia.

HENRI MICHAUX, Un bárbaro en Asia.

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CAPÍTULO 1

Nueva vida al oeste de Lisboa

Quizás no fue una buena idea emprender aquella expedición y lanzar a


cuarenta personas por el estrecho talud continental de Lisboa rumbo al sueño
americano, pero mi socio Tiro Las y yo llevábamos más de seis meses sin
trabajar y el dinero se nos estaba terminando. Los diez mil dólares que nos
ofrecieron a cada uno por llevar aquella caravana hacia el oeste nos
permitirían recuperarnos de nuestro lamentable estado económico. Además,
perder tanto tiempo sin nada que hacer en los bares y tugurios de Belem
comenzaba a ser desquiciante.
Necesitábamos algo de acción. Por eso aceptamos ser los guías de
aquellos tipos hacia el oeste. Por eso, y porque éramos los mejores en el
medio inhóspito, desconocido y salvaje de las Nuevas Tierras.
Tanto Tiro como yo nos habíamos forjado ya una cierta reputación en las
arenas del Sahara años atrás como exploradores y directores de aventuras
privadas, pero de un tiempo a esta parte, nuestro prestigio había crecido
desmesuradamente hasta convertirnos en una especie de referencia para todos
los pobres desgraciados que pretendían internarse hacia el oeste por vía
terrestre. Dos largos viajes acompañando a sendos equipos de las televisiones
holandesa y noruega, nos habían catapultado directos a la fama. Hombres
deseosos de aventuras nos buscaban a altas horas de la madrugada en
cualquier antro de mala muerte, ebrios de alcohol y sueños, y nos pedían
nuestra opinión sobre el viaje que pensaban iniciar.
Mi socio Tiro y yo siempre les decíamos lo mismo olvídalo. Casi todo el
que se interna en las Nuevas Tierras, muere tarde o temprano. Aquel es un
mundo distinto a todo lo conocido hasta hoy. No hay carreteras, caminos,
sendas ni nada que se le parezca. El agua escasea y los ríos cambian la
dirección de sus cauces a capricho. Ningún lugar es bueno para detenerse.

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Tan solo hay sal, arena, rocas y desierto. Un sitio del que, nada más llegar,
estás deseando irte. El infierno.
Pero hay algunos hombres demasiado testarudos para comprender la más
esencial de las recomendaciones: protege tu vida. Así que invierten todo su
capital en una empresa desquiciada y deciden ir a buscar lo que la vieja
Europa no puede darles. O, al menos, eso es lo que ellos piensan. El señor
Vinicius era uno de ellos. Había conseguido convencer a un puñado de
familias de que lo que de verdad valía la pena en este mundo estaba a cinco
mil quinientos kilómetros al oeste de Lisboa. Era la ciudad de Nueva York, el
verdadero sueño americano.
Pretendían afincarse cerca de ella y crear una nueva metrópoli a su
imagen y semejanza.
Mirarse en el espejo de la más increíble ciudad del mundo y reproducir,
una a una, todas sus cualidades unos cuantos kilómetros a su este. A Tiro y a
mí todo eso siempre nos trajo sin cuidado. Lo importante para nosotros fue
siempre los diez mil por barba, así que aceptamos el encargo. Llevaríamos a
aquellos pioneros rumbo a su nuevo mundo, rumbo hacia el oeste.
Tardamos poco más de una semana en organizarnos. El señor Vinicius
sabía hacer bien las cosas. Supo invertir el dinero que los colonos le habían
confiado y se hizo con cuatro unimog en bastante buen estado, un zil ruso
algo destartalado, varios cuatro por cuatro chevrolet, opel, mitsubishi y
toyota, además de unos preciosos jeeps, y una decena de motocicletas
todoterrenos perfectamente equipadas para la larga travesía. Adquirió,
también, combustible suficiente para llegar hasta las Azores sin problemas,
piezas de recambio, herramientas, teléfonos celulares, armas, víveres, agua
potable y medicinas. Subió a las varias familias que comandaba en los
vehículos y se puso en nuestras manos. Rumbo siempre hacia el oeste.
—Le daré la mitad ahora y la mitad cuando lleguemos a nuestro destino,
señor Small —me dijo.
—De acuerdo, me parece un buen trato —respondí mientras aspiraba
lentamente y sin perder de vista su extremo, un buen dunhill número 500.
Me estaba haciendo viejo y ya no tenía el cuerpo para demasiados
regateos.
El arreglo con el señor Vinicius fue rápido. Siempre me pareció un tipo
honrado.
Y mi olfato jamás me había fallado. Desde los tiempos en que cabalgaba
mi vieja suzuki DR 400 por las dunas del Sahara, me había dejado llevar
siempre por mi instinto. Es la mejor arma en medio del desierto. No puede

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serlo menos ante dos vasos de cerveza y un futuro cliente. Así que me fie del
señor Vinicius. Además, sabía que yo jugaba con ventaja. Una vez dentro de
las Nuevas Tierras, era para él como su dios. Nada existía sin mí y yo era el
centro de su existencia. Tan claro como que si dejaba de serlo, ellos morían
en medio de aquella inmensidad árida.
Mientras hablaba con el señor Vinicius, alcé la mirada y observé un rato
el firmamento. Unas breves nubes enturbiaban un cielo de un azul casi
perfecto.
Estábamos a primeros de mayo y el sol comenzaba a calentar con
parsimonia sobre Lisboa. La suave brisa proveniente del mar que hacía unos
cuantos años refrescaba aquella tierra recalentada, había prácticamente
desaparecido desde que tuvo lugar la Gran Evaporación.
Hace seis años ya de ello. Nadie pudo predecir jamás algo como lo que
sucedió en aquellos días. Fue un proceso bastante rápido que duró tan solo
unos pocos meses. El agua de todos los mares y océanos del mundo se fue.
Dicen los científicos que salió despedida a las capas altas de la atmósfera y,
desde ahí, al espacio exterior. Quién sabe. Una especie de eyaculación
planetaria o algo así. El agua que durante millones de años nos había
atravesado a todos nosotros en un ciclo interminable, ahora se había
marchado, con una colosal montaña de información acumulada, a otro lugar
lejano en la galaxia. Un plan fenomenal.
A Tiro y a mí eso nos importaba bien poco. Somos gente que se adapta a
las circunstancias. Y para dos tipos cuyo oficio es el dirigir personas a través
de los parajes más agrestes del planeta, aquello fue como encontrar el Edén.
Un verdadero golpe de suerte. Así que no nos lo pensamos dos veces y nos
fuimos derechos a Lisboa. Supimos intuir a tiempo que aquel sería el punto
clave para las expediciones que se emprendiesen rumbo al oeste. Sabíamos
que iban a llegar y llegaron. Y allí estábamos mi socio Tiro Las y yo
dispuestos a alquilar nuestros expertos servicios a quienes se decidiesen a
contratarlos.
No todo el mundo puede o necesita alquilar helicópteros. Cuando se trata
de transportar un equipo pesado y voluminoso, el mejor camino es el terrestre.
Además, los helicópteros son muy caros y su autonomía escasa. Todo esto
añadido al hecho de que a ningún piloto en su sano juicio se le ocurriría
internarse en un territorio desconocido y desierto en el que cualquier avería
del aparato resultara fatal. Por eso, Tiro y yo nos convertimos pronto en los
amos de Lisboa.

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Porque, además de los dos viajes con los equipos de televisión en los que
habíamos logrado alcanzar las Azores, rebasar la cima de la Dorsal Atlántica
y descender prácticamente hasta su base antes de iniciar el camino de regreso,
Tiro y yo habíamos tomado parte en decenas de pequeñas expediciones de
varios días de duración y riesgo controlado. En estas excursiones, bajábamos
a personajes de muy diferente pelaje que albergaban el sueño de vivir una
exigua pero real aventura en las Nuevas Tierras. Los hacíamos descender a
través del talud y avanzábamos unos cuantos kilómetros por la pendiente
continental sin alcanzar nunca el verdadero fondo marino. Después de
pernoctar un par de días al aire libre, los devolvíamos a casa atesorando una
experiencia inolvidable.
Después de unos cuantos años haciendo lo mismo, nos aburrimos y
fuimos dejándolo. Teníamos algo de dinero ahorrado y era hora de ir
gastándolo como es debido en los bares de Belem. Llevábamos unos cuantos
días rumiando la idea de volver a ponernos a trabajar, cuando el señor
Vinicius entró en contacto con nosotros y nos contó su plan.
Debían ser las cinco o la seis de la tarde y mi socio estaba ya bastante
borracho después de todo el día bebiendo sin parar. Bailaba en un rincón de
un garito indecente perdido entre las callejuelas cercanas a lo que un día fue
la costa, cuando vi entrar al tipo. Era un hombretón de unos sesenta años,
rubio y con el escaso pelo que conservaba afeitado al cero. Vestía unos
pantalones militares negros ajustados al tobillo, botas de motorista y una
camiseta sin mangas que dejaba asomar el denso y dorado vello de su pecho.
Se dirigió al camarero y este hizo una vaga señal en la dirección de mi mesa.
—¿El señor Small? —preguntó con voz ruda.
—Puede ser.
—¿El señor Bingo Small? —repitió.
—¿Quién lo pregunta?
—Me llamo Vinicius, Héctor Walter Vinicius, y me han dicho que es
usted el mejor explorador que puedo encontrar en Lisboa.
—Eso dicen por ahí —dije mientras lanzaba una bocanada del humo de
mi puro.
—Quiero contratar sus servicios. Quiero que dirija una expedición a
través de las Nuevas Tierras. Sé que usted puede hacerlo. Las referencias que
conservo de usted son inmejorables. Tengo a unas cuantas familias
acampadas en la plataforma continental, a menos de un kilómetro de la línea
de la costa. Ellos son mi gente, lo único que quiero en este mundo y por lo

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que daría mi vida misma. Le pido que sea la persona que nos guíe en
dirección a nuestro deseo: queremos viajar directos al sueño americano.
—¿El sueño americano?
—Sí, renunciamos a nuestra vida de europeos mediocres y buscamos algo
mejor para los nuestros. Los hijos que nuestras mujeres han parido, merecen
una vida mejor. Queremos viajar a los Estados Unidos de América y construir
nuestra nueva vida allí.
—Prueben a tomar un avión…
—Es imposible. Transportamos con nosotros todas nuestras posesiones.
Llevamos todos los enseres que acumulamos, embalados en varios
camiones. Los necesitamos para emprender una nueva vida. Además, el avión
nos llevaría directamente a una de las ciudades de la costa este. Y nosotros lo
que queremos es colonizar las Nuevas Tierras. Hacerlas nuestras, convertirlas
en nuestro territorio, izar allí nuestra bandera, crear desde cero un nuevo lugar
para vivir. Somos pioneros y debemos viajar hacia el oeste en el que
encontraremos una nueva vida.
—Y desean que yo les lleve hasta allí…
—Sabemos que es el mejor haciéndolo. Usted ha conseguido atravesar la
Dorsal Atlántica en dos ocasiones. Tiene los contactos necesarios en las
Azores gracias a los cuales podremos abastecernos en la mitad del viaje.
—Pero yo jamás he alcanzado la línea de la costa norteamericana.
—Lo sé, pero también sé que, una vez descendida la dorsal por el lado
americano, el camino es bastante aceptable.
—Son más de dos mil kilómetros aún hasta Nueva York.
—Desde luego, pero el camino es bastante llano a partir de allí. Será como
ir rodando. Podemos hacerlo. Sé que, con su ayuda, podemos hacerlo.
Yo fumaba despacio y hacía que las volutas de humo me envolviesen. No
quería que aquel tipo pudiese leer en mis ojos, ni por asomo, lo que estaba
pasando entonces por mi cabeza.
—Le pagaremos con generosidad —dijo el señor Vinicius.
—Tengo un socio y jamás viajo sin él —aduje tratando de no hacer
ningún gesto hacia el lugar en el que Tiro se tambaleaba absolutamente ebrio.
—Por supuesto, nosotros no queremos decirle cómo ha de llevar su
negocio, señor Small. Habrá la misma cantidad para él, se lo prometo. Diez
mil dólares para cada uno en metálico.
La cifra no estaba nada mal. Pero antes de aceptar, quería dar un vistazo
completo al señor Vinicius.

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—Salgamos a tomar un rato el aire, si le parece. Aquí la atmósfera está
demasiado cargada.
Cruzamos la puerta del garito y salimos a la calle. Desde allí, se podía ver
la línea de la costa y las Nuevas Tierras hasta donde se perdía la vista. Las
estuvimos observando un buen rato en silencio.
—Le daré la mitad ahora y la mitad cuando lleguemos a nuestro destino,
señor Small —dijo el señor Vinicius.
Acepté.

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CAPÍTULO 2

Palabras y oraciones a la puerta del infierno

Mi socio y yo descendimos a la plataforma continental en nuestras


motocicletas todoterrenos. Los colonos habían situado su campamento muy
cerca de la línea de la costa. Podíamos ver, mientras rodábamos despacio
hacia ellos, los camiones y los vehículos formando un círculo en cuyo interior
las mujeres cocinaban, los niños jugaban y la vida de esta pequeña comunidad
aguardaba el momento de emprender rumbo al oeste.
La plataforma continental de Lisboa es extremadamente pequeña. Apenas
un par de kilómetros de ancho. Después, el talud se abre camino en una brutal
caída de la que no se vislumbra el fin. Conocía bien aquel terreno. Lo había
recorrido al menos en un centenar de ocasiones, hacia arriba y hacia abajo. Un
mal lugar para adentrarse con mujeres y niños.
De eso es de lo que les sobraba al grupo del señor Vinicius. Tan solo un
puñado de hombres, algunos hijos mayores y el resto, un buen montón de
mujeres, hijas y niños. Un mal asunto, sin duda. Cuando llegamos a la altura
del campamento, un joven de unos veinticinco años quitó el freno de mano de
un excelente jeep mahindra de color rojo espléndidamente equipado para el
viaje en el desierto: techos de lona abatibles, gancho de remolque con motor,
estriberas, defensa delantera y unas increíbles llantas doradas. El joven, sin
dejar de observarnos, dejó que el vehículo se deslizara en la arena y permitió
que nuestras motocicletas pasaran a través del hueco, al interior del círculo.
—Hola, amigos, bienvenidos —el señor Vinicius surgió de debajo de un
unimog con las manos manchadas de grasa—. Nos sentimos muy felices de
tenerles con nosotros.
Detuve mi suzuki y Tiro hizo lo mismo con su vertemati MX 500. Un par
de niños de no más de diez años de edad, intentaron acercarse a nosotros con

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la intención de observar nuestras máquinas más de cerca, pero sus madres se
lo impidieron sujetándolos por los hombros.
El señor Vinicius sonreía abiertamente.
—Estos son los hombres que van a hacer realidad nuestro sueño.
Acercaos y los conoceréis —dijo.
Aquella pobre gente fue rodeándonos poco a poco. Mi socio y yo
habíamos echado pie a tierra pero no habíamos descendido de las
motocicletas. Aquel era nuestro sitio natural en medio de toda aquella arena y
no nos gustaba abandonarlo sin una razón de peso. Las motocicletas eran
nuestro verdadero seguro de vida.
Con ellas teníamos una posibilidad de regresar sanos y salvos a casa.
La caravana de pioneros estaba constituida por siete familias, cada una de
ellas formada por un matrimonio de mediana edad y una prole bastante
numerosa.
Algunos de ellos eran ya prácticamente hombres. Otros, por el contrario,
aún no habían terminado de crecer.
—Déjeme que le presente, en primer lugar, a mi familia. Esta es la señora
Vinicius —dijo mientras señalaba a una mujer de unos cincuenta y cinco años
que aún conservaba cierto encanto. Y añadió—: Y esta es mi hija Lorna.
El señor Vinicius pasó su tostado brazo, por el hombro de una jovencita
de pelo moreno y tejanos raídos de no más de veinte años.
—Maldita sea, papá, tienes las manos llenas de grasa —dijo la joven
revolviéndose hasta deshacerse del paternal abrazo.
El señor Vinicius volvió a sonreír:
—Todo un carácter esta niña. Bien, permítame que le presente a los
demás.
Veamos: aquí tiene a los Ictius, los Licius, los Sacius, los Catius, los
Finetius y los Fictius.
Los aludidos iban acercándose el dedo índice a la frente a modo de
saludo.
Algún hombre se acercó y estrechó nuestras manos. Habían realizado un
círculo en torno a nosotros y permanecían en silencio. Parecía que estaban
aguardando algo de nuestra parte. Probablemente lo esperaban. Quizás era un
buen momento para decir unas cuantas palabras aunque yo sabía que jamás
había sido un orador notable.
—Este puede ser un buen momento para que dirija unas palabras, señor
Small —dijo el señor Vinicius leyéndome el pensamiento.

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En fin, que no me quedaba más remedio. Los pioneros esperaban escuchar
la voz de su guía y ese era yo.
—Mi nombre es Bingo Small —comencé despacio y mirándoles a los ojos
uno a uno, hombres, mujeres y niños— y, como saben, he sido contratado,
junto a mi socio Tiro Las, para conducirles a través del desierto atlántico
hacia el otro lado de la dorsal. Personalmente pienso que este viaje que van
ustedes a emprender, es la mayor estupidez que he escuchado en los últimos
años, pero la paga es buena y lo haré. Les llevaré al lugar que pretenden
alcanzar.
Saqué, de uno de los bolsillos de mi pantalón, un dunhill a medio fumar y
lo prendí despacio. Los colonos permanecían en el más absoluto de los
silencios.
Aspiré un par de veces y lancé una densa nube de humo blanco antes de
continuar:
—Este viaje tiene una serie de normas básicas que todos ustedes
cumplirán de manera obligada. Si no las acatan a rajatabla, morirán. O les
mataré yo mismo si entiendo que con su actitud ponen en peligro la
supervivencia del grupo. En medio de las Nuevas Tierras no existe más ley
que la que yo imponga. No habrá tribunales de apelación ni posibilidad
alguna de eludir los mandatos que yo emita.
Para ello, me ayudaré de esto, dije extrayendo de su funda de cuero en el
flanco trasero de la suzuki mi heckler & koch semiautomática y alzándola en
el aire.
El efecto obtenido en los colonos supongo que fue el deseado. No suelo
ser amigo de estos gestos teatrales, pero la ocasión lo requería. Era lo que
ellos esperaban de mí y eso mismo tenía que darles. A fin de cuentas, yo era
el hombre fuerte y duro que necesitaban para alcanzar su insensata fantasía.
No podía defraudarles antes de comenzar. Así que blandí mi semiautomática
sin rubor. Los niños se estremecieron al verla brillar al sol de la mañana, sus
madres los atrajeron hacia ellas de forma inconsciente para apretar aún más su
abrazo y los hombres fruncieron el ceño en una mueca que debió de ser una
mezcla de consentimiento y preocupación.
—A partir de ahora, todos ustedes dejarán de ser individuos, familiares y
amigos para pasar a ser miembros iguales de la caravana. Todos, hombres,
mujeres y niños trabajarán según sus posibilidades y capacidades para llevar
la caravana adelante.
Ese será el único objetivo. Llegar a nuestro destino sanos y salvos. No les
oculto que las Nuevas Tierras están plagadas de toda serie de peligros. Si

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hacen siempre lo que les digo y se comportan como deben hacerlo,
llegaremos al lugar que pretenden ir, se lo aseguro. No me den problemas y
yo no se los daré.
Cumplan mis órdenes de forma rápida, eficiente y sin cuestionarlas en
ningún momento y sobrevivirán. Respeten a sus vehículos sobre cualquier
otra cosa.
Podemos sobrevivir unos días sin agua y sin alimentos, pero no
avanzaremos un solo kilómetro más sin combustible ni piezas de recambio.
No dudaré en abandonar en el camino a cualquiera de ustedes que haga un
uso inadecuado de su máquina.
Di una nueva bocanada a mi puro y continué sin prisa.
—Llevan ustedes un buen equipo. En esto, he de felicitar al señor
Vinicius.
Disponemos de los vehículos, las armas y la tecnología necesaria para
llegar.
Cinco camiones, siete cuatro por cuatro y nueve motocicletas
todoterrenos, son un material excelente para rodar por este desierto. Además,
llevamos buenas armas y un equipo de teléfonos celulares inmejorable. En
todo momento, tendremos conexión a través de los satélites Dromius con
Lisboa, las Azores y Nueva York. Recibiremos todos los días los partes
meteorológicos y nuestras posibles señales de socorro se escucharán en
cualquier lugar del mundo. Pero nada más que eso. Oirán nuestras señales y
se quedarán cruzados de brazos deseándonos la mejor de las suertes. Porque
una vez ahí dentro dependeremos tan solo de nosotros mismos y de nuestro
talento para avanzar y sobrevivir. Nadie, repito, nadie se aventura en las
Nuevas Tierras para emprender una misión de rescate.
Estaremos solos. Ustedes y yo. Así que lo mejor que podemos hacer es
llevarnos bien desde el principio.
Tuve que parar para poder dedicar un poco de tiempo a mi dunhill. Estos
dichosos puros son como las buenas mujeres. Te proporcionan gratos
momentos de placer pero piden, a cambio, una buena porción de tu tiempo.
—Llevamos, también —proseguí—, alimentos, agua, combustible,
repuestos y munición suficiente para llegar hasta las Azores sin problemas.
Una vez allí, podremos abastecernos de todo lo necesario para continuar el
camino. Jamás, repito, jamás quiero que nadie haga un uso irresponsable del
agua y del combustible.
Los necesitamos para llegar de la misma forma que necesitamos nuestra
propia sangre. Son indispensables. Hagan un uso razonable de todo ello y las

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cosas irán bien. Por supuesto, el acceso a estos suministros estará restringido.
Ya he dado las instrucciones al señor Vinicius para que asigne, entre los
hombres del grupo, los turnos de custodia necesarios. El agua, el combustible
y los recambios viajarán todos ellos en un mismo camión guiado por el señor
Ictius. Cuando estemos detenidos y por la noche, este camión estará siempre
vigilado por un hombre armado. Cuando estemos en movimiento y ante
cualquier avatar, proteger y salvar a este camión, será de prioridad absoluta
para todos. Como ya he dicho, no dudaré en elegir entre este camión o
cualquiera de ustedes. Lo siento, pero las cosas en el desierto son así.
Me puse en pie sobre la motocicleta y, dejándome caer con todo mi peso,
la arranqué a la primera.
—Una cosa más. Si algo me ocurriese, confíen en mi socio el señor Las.
Él sabrá llevarles a donde tengan que ir —aceleré un par de veces—. Nada
más. Es hora de irnos.
—Un momento, señor Small —me interrumpió el señor Vinicius—. Nos
gustaría, antes de partir, poder decir una oración.
¿Una oración? Aquella idea me parecía un disparate. En el lugar al que
nos dirigíamos, no había dioses. De eso estaba bien seguro. Pero esta gente
tenía la mente llena de ideas delirantes, así que asentí con la cabeza.
—Sea breve, señor Vinicius, por favor. Tenemos aún una dura jornada por
delante.
El señor Vinicius hizo un gesto con la mano y los demás se le acercaron.
Debía ser, además del líder indiscutible de su pequeña comunidad, una
especie de guía espiritual que dirigía sus almas. No me extrañaría que, detrás
de aquel hombre de grandes hombros y aspecto hosco se encontrase un
trastornado.
Personalmente, jamás he tenido ningún tipo de prejuicio si el cliente paga
bien. Y el señor Vinicius y los suyos disponían de dinero en abundancia que
iban a compartir con mi socio y conmigo. Eso era lo realmente importante
para nosotros.
—Dios nuestro —comenzó el señor Vinicius—, sabes que siempre te
hemos tenido presente y que eres nuestro rumbo y nuestro destino.
Caminamos desde lejos por ti, y hemos llegado hasta aquí gracias a ti.
Permite, Señor, que estos humildes siervos tuyos, puedan seguir siéndolo en
las Nuevas Tierras y en el camino que hacia ellas emprendemos hoy. Guiados
por tu palabra hemos llegado hasta aquí. Este es nuestro punto de partida
hacia el cumplimiento de tu mandato divino.

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Repudiamos nuestro modo de vida europeo y caminamos, seguros, hacia
el lugar señalado para adorarte durante el resto de nuestros días. Bendícenos,
Señor, bendice este viaje hacia el oeste que iniciamos ahora en tu nombre y
bajo tu protección y bendice, también, a la tierra americana que nos aguarda y
en cuyo seno construiremos tu Iglesia. Amén.
—Amén —respondieron los demás al unísono.
Era la hora de marcharnos de allí. Hice una señal con la cabeza a mi socio
y escupí por última vez sobre la arena de Lisboa. Mi dunhill se había apagado
definitivamente.

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CAPÍTULO 3

En el camino de los sueños de sal y arena

El descenso del talud continental fue más duro de lo que pensaba.


Conocíamos piedra a piedra el camino pues lo habíamos recorrido en
decenas de ocasiones, pero jamás habíamos llevado con nosotros una
caravana tan pesada y numerosa. Los automóviles no eran un problema. Eran
poderosos y descendían bien por los caminos estrechos y encrespados del
talud. Conducidos por los cabezas de familia o por los hijos varones mayores,
el descenso era lento pero constante y seguro. Aquella gente sabía lo que se
hacía. No eran, en absoluto, unos aficionados.
Reconocían a la perfección el momento en el que habían de detenerse y
hacer descender a las mujeres un trecho a pie. No ponían, en ningún
momento, la integridad física de nadie en peligro. Al menos, no lo hacía más
de lo estrictamente necesario.
Las diez motocicletas, montadas todas ellas por los jóvenes más fornidos
y corpulentos de la caravana, descendían con rapidez por las paredes del
talud. En más de una ocasión ordené a un par de ellos adelantarse para
estudiar el terreno y decidir la mejor de las rutas. No tenía demasiadas dudas
al respecto, pero era importante para mí poner a prueba a aquellos
muchachos. Supieron responder en todo momento. Avanzaron con destreza
por el camino de rocas cubiertas por una fina capa de arena y sal, examinaron
el terreno y regresaron pronto con la información.
Todo ello, vigilado por la atenta mirada de sus padres. Los hombres de la
caravana hablaban poco. Parecían estar en permanente estado de alerta, más
que por lo que pudiera depararles el difícil entorno en el que nos hallábamos,
por el cariz que nuestra colaboración tomase. Cuando parábamos un rato para
estudiar la situación y decidir los próximos pasos, se miraban de soslayo y
trataban de transmitirse sus impresiones sin apenas cruzar palabra. Una

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situación un tanto tensa pero habitual en estos casos. No me preocupaba en
absoluto.
Mi verdadera preocupación era el descenso de los cinco camiones
cargados hasta arriba de toda una suerte de enseres y artefactos. Los colonos
lo eran desde el principio al final. Portaban en sus camiones todo lo necesario
para emprender una vida desde cero. Lo que no acarreaban en aquellos
camiones es que no era imprescindible para su futura subsistencia. Y a buen
seguro, así lo era. Porque si algo comprendí rápido de aquella gente, es que no
eran en modo alguno unos aficionados con mayor o menor devoción por su
líder. No, los tipos eran muy buenos.
Unos pobres desgraciados, a fin de cuentas, por lo descabellado de sus
intenciones, pero unos verdaderos profesionales en la organización y
desarrollo del viaje. Conocían sus oficios: eran mecánicos, constructores,
agricultores, electricistas, cocineros, incluso los había con conocimientos
prácticos de medicina. Tan solo les faltaba un expedicionario. Ahí entrábamos
nosotros.
La dificultad del descenso de los camiones retardaba a toda la comitiva.
Sobre todo el viejo zil ruso que era el peor de todos los vehículos que
llevábamos.
El señor Vinicius me confesó que su idea inicial era la de haber comprado
tan solo camiones unimog, el mejor camión del mundo para terrenos difíciles,
pero no le fue posible. No quería arriesgarse a llegar a Lisboa y no tener los
vehículos necesarios, así que los compró en Madrid. El tipo que se los vendió
le obligó a hacerse con el paquete completo: cuatro mercedes unimog y un zil
seis por seis, duro y tremendamente resistente, pero torpe y espeso en los
terrenos muy escarpados como en el que nos hallábamos. Los buenos tiempos
en los que transportaba misiles tierra aire soviéticos de un extremo al otro de
la gran Rusia habían pasado definitivamente. El señor Vinicius, que no era
tonto, consiguió un buen precio por todo y los puso en la autopista derechos a
Lisboa. Una vez allí, cargó el zil con los elementos más livianos y poco
importantes de todo el cargamento. Si había que perder un vehículo y
conseguir que la pérdida fuera soportable para el grupo, ese vehículo era el
zil.
Como en el talud no había árboles ni nada que se les pareciera en los que
sujetar los cables de acero y hacer más seguro el descenso, tuve que optar por
utilizar automóviles como colchón de los camiones más importantes. Sabía
que me la estaba jugando, pero, al menos en el caso del unimog 404
conducido por el señor Ictius en el que portábamos el agua, el combustible y

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los recambios, el riesgo era necesario. Así que situé el mitsubishi pajero
conducido por el hijo del señor Sacius justo delante de él e hice que no se
separase más de un metro de distancia.
Así, si el unimog se iba camino abajo, el mitsubishi lo frenaría. Sabía que
podía hacerlo. Su motor diésel era una máquina que se comportaba a la
perfección en condiciones de esfuerzo extremo. Tan solo hacía falta que las
ruedas acompañasen y el agarre no flaqueara.
La fórmula funcionó sin problemas durante unos cuantos kilómetros. En
un par de ocasiones, el parachoques del unimog tocó la parte trasera del
mitsubishi pero el muchacho de los Sacius dominaba bien su trabajo. Sabía
cuándo emplearse a fondo con el freno y cuando ir dándole un respiro para no
calentarlo en exceso. En una de las ocasiones, el camión resbaló en un
pequeño banco de arena y se deslizó hacia abajo haciendo añicos uno de los
pilotos traseros del cuatro por cuatro, pero intuyendo el muchacho que el
señor Ictius se había hecho con el control de su máquina, aceleró un poco y
abrió un pequeño hueco entre ambos.
Lo suficiente para evitar quedarse enganchados por accidente. La suerte
no debía de tentarse más de lo necesario.
Animado por nuestro pequeño éxito, hice pasar delante a los cuatro por
cuatro más pequeños que utilizábamos solo para transportar personas y muy
poco equipo y al chevrolet que cargaba las tiendas de lona que serían las casas
de los colonos en las Nuevas Tierras. Ellos descendían a buen ritmo y sin
dificultades.
No era buena idea obligarles a retardar su descenso y gastar, así,
innecesariamente, combustible y pastillas de freno.
Un par de motocicletas se quedaron con nosotros para servirnos de
enlaces y el zil pasó delante del unimog del señor Ictius. No quería que, si el
zil perdía el control, arrastrase a los vehículos que pudieran encontrarse
delante de él. Pero como tampoco era cuestión de perder un camión el primer
día, puse el opel frontera delante de él y repetí la maniobra del unimog.
Vimos como el grueso de la caravana descendía por el talud con un paso
ligero. Mandé a Tiro con ellos para que los guiara y, sobre todo, para que
frenara los ímpetus de los más jóvenes. La facilidad con la que estaban
descendiendo podía confundirles y hacer que se confiaran. Ese era el peor
pecado en el talud.
Un exceso de confianza podía llevarnos irremisiblemente a la muerte.
Detrás nos quedamos los dos camiones, los dos vehículos que hacían de
colchón, un par de muchachos en sus motocicletas y yo. El descenso era cada

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vez más lento y llegué a pensar que no podríamos concluirlo antes de la
noche. Los hombres estaban cansados por el intenso esfuerzo. Los chicos de
las motocicletas, en no pocas ocasiones, tenían que bajarse de ellas y ayudar a
los conductores de los camiones cubriendo áreas de escasa visibilidad.
En un corto llano, el zil comenzó a tener problemas. La arena estaba
demasiado blanda y el camión tendía continuamente a hundirse. Nos
encontrábamos cerca del final del descenso y podíamos, desde allí, observar
cómo los demás ya lo estaban alcanzando. Usé los prismáticos para ver a Tiro
adelantándose y estudiando el firme del terreno. Ya se había dado cuenta de
que hoy la arena estaba demasiado suelta y esponjosa. Eso no era nada bueno
para nuestros pesados camiones, así que siempre era preferible adelantarse
para dar un vistazo. Vi cómo el chevrolet amagaba un par de
embarrancamientos, pero supo salir de ellos sin demasiados inconvenientes.
No ocurrió lo mismo con nuestro zil. Cuando llegábamos al final del llano
que atravesábamos y a un par de kilómetros del final de la bajada, el zil
embarrancó en un maldito banco de arena. A pesar de que era un seis por seis
y que su conductor sabía utilizar el embrague, la rueda trasera de la parte
derecha estaba hundida hasta la mitad en la arena. Tuvimos que parar todos y
hacer pie en tierra para echar una mano.
Usé mi teléfono celular para avisar a mi socio.
—Tenemos un problema con el zil, Tiro. Ha metido una de las traseras en
un banco de arena. Vamos a usar las planchas de aluminio para tratar de
sacarlo. Nos llevará un tiempo.
—Recibido. Por aquí todo perfecto. Estamos abajo esperando. Voy a
comenzar a montar el campamento. Creo que este será un buen sitio para
pasar la noche.
—De acuerdo. Estaremos con vosotros, a lo sumo, en un par de horas.
Cerré la comunicación y me dirigí a mis hombres.
—Bien, amigos, ha llegado la hora del trabajo duro. Bajen las planchas de
aluminio.
Tenemos que poner a flote este camión.
Señalé hacia abajo.
—Los demás han llegado al final del descenso. Van a alzar el
campamento y nos aguardan para cenar. No les hagamos esperar demasiado.
Los muchachos tomaron las palas y comenzaron a quitar arena en torno a
la rueda varada. Después de un rato de cavar, consiguieron hacer un buen
agujero en el que la rueda comenzó a moverse. Arrancamos el camión y
tratamos de que avanzase, pero el hueco era demasiado profundo. No merecía

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la pena pensárselo más. Colocamos un par de planchas de aluminio
haciéndole el camino a la rueda y el conductor pisó a fondo. El zil salió
lanzado hacia delante. Habíamos tomado la precaución de situar el frontera
unos cuantos metros más abajo para evitar un choque en una salida brusca,
pero el zil rodaba desbocado por el camino y su conductor parecía no hacerse
con el control. Observábamos cómo se encendía y se apagaban sucesivamente
las luces de freno. Trataba de no efectuar una frenada larga y perder, así, el
gobierno del vehículo, pero el frontera estaba cada vez más cerca y aquello no
paraba. Por fin, decidió jugársela a una carta: hundió su bota en el pedal del
freno y empujó hasta el fondo. El zil coleó y se cruzó en el camino. Durante
un momento, las tres ruedas del lado izquierdo perdieron el contacto con la
arena. Parecía que iba a volcar, pero hubo suerte y recobró el equilibrio. La
carga se tambaleó y algunos objetos cayeron al suelo. Pero el viejo zil se
había detenido. El frontera había salvado su carrocería por un par de escasos
metros.
De repente, oímos los disparos. Miré rápidamente hacia abajo. Absorto en
la operación de salvamento del camión, había dejado de prestar atención a los
demás por un buen rato. Miré hacia mi suzuki y una luz brillaba en el panel.
Mi teléfono celular conectado al ordenador de la motocicleta estaba enviando
señales luminosas. Tenía una llamada.
Corrí hacia la motocicleta y cogí el teléfono.
—Maldita sea, nos están atacando, Bingo, necesitamos vuestra ayuda de
inmediato —tronó la voz de Tiro Las.
—Aguanta, estamos con vosotros en quince minutos. Forma un círculo
con los vehículos y trata de llegar hasta el camión de las automáticas —dije.
—Han salido de debajo de las piedras, los muy cabrones. Disparan a
matar, Bingo.
—¿Tenemos alguna baja?
—Creo que no, pero esto se está poniendo muy feo. Necesitamos
refuerzos de manera urgente.
Cerré la comunicación y me puse el casco.
—Nos vamos —grité—. Las dos motocicletas y el frontera, conmigo. Los
demás, tratad de descender lo más rápido posible. No quiero al grupo
desperdigado.
Señor Ictius, tenga su rifle preparado. Quiero su camión protegido. Nos va
mucho en ello. El señor Ictius asomó la cabeza por la ventanilla. Con gesto
serio respondió:
—Confíe en mí, señor Small. Esos hijos de puta no podrán con nosotros.

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Solté el seguro de la funda de mi arma y me lancé talud abajo a toda
máquina.

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CAPÍTULO 4

Ratas en el desierto

La caravana se hallaba justo en el lugar en el que el talud finalizaba de forma


brusca dando paso a una llanura con una ligera pendiente. Mi socio había
conseguido que los vehículos se ordenaran en círculo y ahora estos les servían
de resguardo.
Entre Tiro y el señor Vinicius habían organizado una tímida la defensa.
Estaba disparando con sus armas cortas y repelían el ataque parapetados
detrás de los vehículos. A todas luces, no habían tenido la oportunidad de
descargar de los camiones las armas automáticas. Desenfundé mi pistola y
comencé a disparar en dirección a nuestros agresores. Lo único que pretendía
era alcanzar la caravana y sumarme a la lucha. Nada podríamos conseguir si
no nos organizábamos en serio y de inmediato.
Cuando Tiro nos avistó, dio la orden de disparar a discreción. Nos estaban
cubriendo lo mejor que podían y, aunque funcionó, uno de los muchachos que
pilotaban detrás de mí, sufrió un pequeño rasguño en un brazo producto de
una bala enemiga.
—Ya estoy aquí. Nos ha costado entrar —le dije a Tiro.
—Nos atacaron de imprevisto, Bingo —respondió—. No les vimos llegar.
Están ahí, tras esa loma. Deben de ser quince o veinte a lo sumo.
—Bien, lo importante es organizar la defensa. Voy a tratar de llegar hasta
las automáticas. Cúbreme.
Corrí agachado entre los vehículos fui directo hacia el unimog en el que
guardábamos el armamento. El señor Vinicius había comprendido mis
intenciones y ya se acercaba junto con un par de hombres.
Subí al camión y durante un instante pude ver una bala pasar como una
centella a un par de palmos de mi rostro. Me lancé hacia dentro de furgón y
caí rodando entre cajas, lonas y demás artefactos que transportábamos en él.

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—A la derecha, señor Small, las armas están a la derecha —me gritó el
señor Vinicius desde fuera.
Allí estaba, brillando en la penumbra del interior del camión, un buen
arsenal de ametralladoras listas para ser utilizadas. Las fui cogiendo una a una
y pasándoselas al señor Vinicius.
—Vamos a joder bien a esos cabrones —dije.
Teníamos, también, un par de rifles de asalto usados por los soldados de la
OTAN que la perspicacia del señor Vinicius había podido conseguir. Me los
eché a la espalda y, de un salto, descendí del unimog.
Cuando llegué a la altura del grupo, los hombres estaban situándose en
posición de hacer uso de las ametralladoras. Habían abandonado las pistolas
de diez milímetros con las que habían estado luchando hasta ahora y
empuñaban, no sin cierto orgullo de pioneros, las automáticas.
—¿A qué esperan para hacerlas sonar? —aullé.
El festival dio comienzo de inmediato. Aquel material era mortífero de
necesidad y muy pronto comenzamos a tener controlada una situación que nos
había estado venciendo por momentos. Oímos algunos gritos tras la loma
rival.
Esos cerdos comenzaban a besar la arena.
—Tenga, señor Vinicius —dije mientras le ofrecía uno de los rifles de
asalto—. Apóyese sobre un vehículo, apunte con tiento y disparé. Caerán
como miserables.
El señor Vinicius hizo lo que le ordené. Se escudó tras unos de los jeeps,
afinó su puntería y apretó el gatillo. Las balas salieron derechas a su objetivo.
Un tipo surgió tras la loma, dio un salto hacia delante y cayó muerto.
—Dispárele a la cabeza. Quizás esté solo herido.
—Pero ¿quiénes son estos animales? No sabía que bajar aquí pudiera ser
tan peligroso.
—Son ratas blancas. Por lo general, no suelen dar demasiados problemas.
Su proceder es bastante cobarde. Se dedican al pillaje y a atracar a los turistas.
Una escoria a la que hay que hacer frente sin miramientos.
—Eso téngalo usted por seguro.
—Vienen de África. Son grupos más o menos organizados de magrebíes y
subsaharianos. Antes de la Gran Evaporación, utilizaban el estrecho de
Gibraltar para entrar en Europa. Se la jugaban en el mar y, aunque muchos de
ellos perecían en las aguas, otros conseguían llegar y burlar a la policía de la
frontera.
—Había oído hablar de ello.

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—Una vez en tierra europea, se las ingeniaban para dispersarse por todo el
continente. Ya sabe, buscaban nuestro modo de vida europeo pero negándose
a renunciar al suyo. Pretendían expandir su credo y su cultura por toda nuestra
tierra.
Basura.
El señor Vinicius y yo hablábamos sin mirarnos a la cara. Estábamos
bastante ocupados disparando contra aquellos cabrones africanos.
—Después de la Gran Evaporación, siguieron entrando a pie, —continué
—. Pero la policía construyó torretas a lo largo de toda la línea de la costa y
recibió órdenes de disparar a matar. Ahora el estrecho es un cementerio. Está
plagado de cadáveres que se pudren al sol. Los africanos creyeron que, yendo
en gran número, les sería más fácil pasar. La policía no se atrevería a disparar
contra una muchedumbre de mujeres, niños y ancianos. Y, en caso de hacerlo,
no podrían acabar con todos. Algunos lograrían alcanzar el litoral y penetrar
en el continente. A fin de cuentas, tenían asumido que cruzar el estrecho de
Gibraltar siempre les ocasionó un porcentaje importante de bajas.
Mi socio se acercó a nosotros.
—Estamos tomando el control, Bingo —me dijo—. Creo que les estamos
dando una buena lección.
—Los muchachos se están portando de maravilla —respondí—. Ve a la
parte de atrás y comprueba que las mujeres y los críos se encuentren bien.
Tiro se agachó y salió corriendo. Le cubrí con una buena ráfaga que
limpió la cresta de la loma de los bastardos levantando una densa polvareda.
—Pero la policía tenía otros planes —me dirigí al señor Vinicius—. Le
importó una mierda aquella gente. Hicieron lo que tenían que hacer: proteger
Europa de todos aquellos despojos. Así que dispararon con ametralladoras y
causaron una carnicería que los mantuvo a raya durante más de un año.
Después, volvieron a las andadas, pero los nuestros no se amilanaron. Cuando
las cosas se pusieron difíciles y no había balas para todos, llegaron a utilizar
misiles. Hay un par de cráteres bien abonados en medio del estrecho. Deben
haber brotado árboles a estas alturas.
Hice una pausa para enviar a uno de los muchachos a por más munición y
proseguí:
—Con la frontera tan bien custodiada, no conseguía entrar ningún
elemento en el continente. Parecieron desistir. Pero esa morralla no sabe
quedarse quieta es sus tierras y lo que de verdad le gusta es venir a jodernos,
así que comenzaron a abrirse camino por las Nuevas Tierras. No suelen
aventurarse demasiado lejos.

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Carecen de cualquier conocimiento para guiarse en la llanura abisal y
necesitan tener siempre a golpe de vista el talud. Viajan en vehículos
desvencijados que consiguen robar a los turistas y viven exclusivamente del
pillaje, del robo y de la extorsión.
De esta forma, comenzaron a viajar hacia el norte. Llegaron a Lisboa y
muchos de ellos se asentaron por aquí. Esto está plagado de pequeñas tribus
de maleantes africanos. No son demasiado peligrosos. Por eso les llamamos
las ratas blancas. Disponen de armas pero no son buenos tiradores. Pueden
llegar a matar si hace falta, porque para ellos la vida humana no tiene ningún
valor, pero si se les trata como es debido, regresan a sus madrigueras de
inmediato.
Paré un momento a descansar. Apoyé la espalda contra la carrocería del
vehículo y saqué un dunhill del bolsillo.
—Lo que le digo, señor Vinicius, auténtica basura.
Los disparos se iban espaciando cada vez más. Ordené un alto el fuego
para evaluar la situación.
—Que nadie se mueva ni dispare —dije mientras encendía el puro—.
Vamos a ver si hemos solucionado definitivamente el problema.
Tras la loma enemiga no se observaba movimiento. No sabía si habíamos
acabado con todos, pero, al menos, se estaban muy quietecitos.
—Cubridme —indiqué a los hombres que se hallaban más cerca de mí.
Salté encima del vehículo que nos parapetaba y salí a terreno descubierto.
Comencé a caminar agachado y en zigzag. De repente, se oyó una
explosión y después una humareda se alzó tras la loma. Conocía de sobra
aquel sonido. Alguien había arrancado un vehículo cuyo motor hacía aguas
por todos lados.
Corrí todo lo que pude y alcancé la loma justo en el momento en el que un
asqueroso land rover que se caía a trozos, abandonaba el lugar. Aún llevaba
conmigo mi rifle de asalto, así que clavé una rodilla en tierra y me dispuse a
hacer un buen tiro. Al margen de este vehículo, no pude ver ningún
movimiento más.
Habíamos dado buena cuenta de aquellos cabrones. En un vistazo rápido,
conté una docena de cadáveres desperdigados por el suelo. No había ningún
hombre blanco. Solo árabes y negros. Vestían ropas mugrientas y no parecían
demasiado bien alimentados. Uno de ellos tenía la boca entreabierta y pude
vislumbrar su dentadura destrozada por la caries. Aún había un par de
vehículos más con las puertas abiertas calentándose al sol.

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El land rover que huía era una verdadera pieza de museo. Debía de tener
más de cincuenta años y no estaba ya para demasiadas alegrías. La cabina
estaba protegida por una lona trasera, así que no podía ver a los que iban en
ella. Una verdadera lástima. Me hubiese encantado hacer un disparo directo a
la nuca del conductor y ver cómo el vehículo continuaba su camino por su
propia cuenta.
Decidí disparar contra una de las ruedas traseras. El disparo la reventó a la
primera. Animado por el éxito, disparé en dirección a la otra rueda. Esto fue
ya demasiado y el land rover se detuvo clavado en la arena. Dos tipos salieron
de la cabina, uno en cada dirección, y comenzaron a correr como poseídos por
el demonio. Había llegado el momento de la verdadera diversión. Apunté
despacio, calculé la velocidad del viento, hice un par de movimientos para
soltar los músculos del cuello y le reventé la cabeza a aquel desperdicio de un
certero balazo.
El otro tipo se me estaba escapando. Pero yo ya estaba preparado de
nuevo.
Volví a apuntar y disparé. El africano seguía corriendo por el desierto.
Había fallado.
Me volví a preparar, pero cuando me disponía a apretar el gatillo, alguien
efectuó un disparo detrás de mí. El cabrón cayó al suelo y se quedó inmóvil.
Me podía apostar lo que fuese a que estaba muerto. Giré la cabeza y, allí
estaba mi socio acompañado de Lorna Vinicius. La joven portaba en la mano
una pistola humeante.
—Lo siento, Bingo. La muchacha insistió y no pude negarme —se excusó
mi Tiro.
Genial. No era suficiente que los problemas surgiesen solos. Mi propio
socio tenía que ir directamente a buscarlos.
Me puse en pie y, sin brusquedades, le quité la pistola de la mano a la
chica.
Iba a decirle algo, pero decidí callarme. Con las mujeres, esa suele ser la
mejor de las opciones. En cambio, Tiro debía oírme.
—No quiero que las mujeres utilicen las armas si no es estrictamente
necesario.
¿Queda claro? Dije con voz firme.
Se nos había ido acercando el resto de los hombres.
—Esto va para todos —dije dirigiéndome a ellos—. Mantengan a las
mujeres alejadas del armamento. Este trabajo es cosa nuestra.
—Pero señor Small… —Comenzó a decir Lorna Vinicius.

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—Calla —le espetó su padre—. Haremos justo lo que dice el señor Small
sin discusión. Y ahora vuelve con las demás mujeres. Sin una palabra.
Lorna arrugó el ceño y dio media vuelta hundiendo los talones en la arena.
Comenzó a caminar deprisa hacia los vehículos.
—Discúlpela, señor Small —el señor Vinicius se dirigió a mí—. Se
encuentra en esa mala edad, ya sabe usted. Le garantizo que no volverá a
ocurrir una cosa así.
Eso esperaba. Se hizo un molesto silencio en el grupo. Notaba a Tiro algo
contrariado. Sabía que estaba avergonzado, pero, aunque era capaz de poner
mi vida en sus manos en medio de cualquier situación, cuando había unas
faldas de por medio, mi socio era otra persona. Me temo que era algo superior
a sus fuerzas.
—Creo que es hora de echar un trago —dije.

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CAPÍTULO 5

Un lugar llamado sueño americano

Con la noche cerrada en medio del desierto, el campamento era el lugar más
acogedor en muchos kilómetros a la redonda. Habíamos encendido una buena
hoguera y, tras la cena, cuando las mujeres se habían ya retirado a dormir en
sus improvisadas camas bajo los camiones, los hombres nos reunimos a
charlar sobre lo que se nos venía encima. Algunos de los muchachos de
mayor edad se habían unido a nosotros. Mi socio sacó una botella de Four
Roses que llevaba consigo y la fue pasando entre los presentes. Un poco de
whisky nos vino bien para templar nuestros cuerpos agotados por el esfuerzo
del día. Con la anochecida, la temperatura había descendido bastante y casi
hacía frío.
—Sentimos que aquel ya no era nuestro hogar —decía el señor Vinicius.
Cuando el señor Vinicius hablaba refiriéndose al grupo, el resto de
hombres asentía en silencio. En general, cuando el señor Vinicius hablaba,
hacía o pensaba alguna cosa, todos los demás mostraban su acuerdo de
manera inmediata y absolutamente sumisa. No parecía haber quiebras en su
liderazgo. Un liderazgo que, por otro lado, ni a mi socio ni a mí, se nos
expresó ninguna vez de forma explícita.
Todos lo aprobaban y jamás se ponía en tela de juicio, pero nunca se
estableció de una manera clara sobre la mesa.
—No nos lo pensamos dos veces —continuó—. Vendimos todas nuestras
posesiones y nos dirigimos al punto de partida para la nueva vida que
anhelábamos alcanzar. Desde el centro de Europa, pronto alcanzamos París.
Este corto viaje lo hicimos de forma desordenada. Cada familia se las arregló
para llegar como pudo. Una vez en París, comprendimos que aquella no era la
forma correcta de hacerlo. Éramos una comunidad y debíamos comportarnos
como tal. No éramos miembros aislados. Nunca lo fuimos y jamás

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volveríamos a serlo. Este era uno de nuestros principales preceptos. Debíamos
aceptarlo como tal y orientar todas nuestras acciones hacia su cumplimiento.
Así que en París, reunimos algo de dinero y compramos un autobús con el
cual hacer el resto del viaje. Cargamos todo nuestro equipaje y a nuestras
familias y partimos rumbo a Madrid. Habíamos decidido que el grueso de
nuestro aprovisionamiento lo efectuaríamos en esta ciudad.
No quisimos correr en ningún momento el riesgo de llegar a Lisboa y
encontrarnos con las manos vacías. Lisboa era solo el punto de partida. Allí
nos haríamos con todos los elementos perecederos y alguna que otra cosa,
pero en Madrid teníamos que conseguir todo nuestro equipo. Vendimos el
autobús y pasamos una semana entera tratando en hallar los vehículos que
necesitábamos a buen precio.
El dinero nunca fue un problema para nosotros. Pero, desde luego,
necesitábamos hasta la última de las monedas para garantizar el éxito de
nuestra empresa. Así que luchamos para conseguir el mejor de los precios.
Compramos los camiones, los cuatro por cuatro y casi todas las motocicletas.
Algunos de ellos no se encontraban en demasiado buen estado. Fue necesario
que algunos de los nuestros se emplearan a fondo con ellos. Les cambiamos
bastantes piezas y los pusimos pronto a punto. Teníamos que salir cuanto
antes de aquella ciudad. No era nuestro sitio y nuestras familias se sentían
incómodas. Nunca hemos despreciado la falta de comodidad si esto es un
camino hacia una vida mejor, pero no era necesario prolongar demasiado una
situación evitable. Así que cargamos nuestros vehículos y salimos rumbo a
Lisboa. Un par de días después, estábamos ya acampados en la plataforma
continental a la espera del momento propicio para la partida.
—Pero ¿acaso tenían problemas en su país? ¿Estaban perseguidos o algo
por el estilo? —pregunté mientras daba un buen trago de la botella de Four
Roses.
—No, en absoluto. La nuestra no es una mala tierra. Al contrario.
Trabajando duro y sin descanso, se puede sacar adelante, sin dificultades, una
familia. Pero el entorno se había ido degradando progresivamente. Europa ya
no es un buen lugar para vivir. No es una tierra de oportunidades. Ni con todo
el esfuerzo del mundo, el trabajo de un hombre puede producir nada más allá
de lo estrictamente necesario para alimentar a tu familia, mantener tu casa y
conseguir unos días de vacación al año. Las cosas ya no son como antaño.
Parece que todo está detenido. Es como si el tiempo no pasase más por el
corazón de Europa. Este es un continente anquilosado que no ofrece
oportunidades. Las burocracias se han apoderado de todo. Son dueñas y

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señoras de todo lo que nos rodea, de nuestros trabajos, de nuestro modo de
vida, del agua que bebemos, de la comida que nuestros hijos se llevan a la
boca y hasta del aire que respiramos. Esa es una situación intolerable,
verdaderamente intolerable.
El señor Vinicius hablaba mientras observaba como, de la hoguera,
surgían chispas que ascendían y se perdían en la oscuridad.
—Sentimos que aquel ya no era nuestro hogar —repitió—. Ya nada nos
unía a la tierra, la ilusión estaba perdida. Carecíamos de un verdadero motivo
para vivir.
Nuestro sueño europeo estaba agotado para siempre.
En el desierto en el que nos hallábamos, al margen de unas cuantas
serpientes y bastantes insectos, no existía vida animal. El silencio era
sepulcral alrededor de nosotros.
—Entonces comenzamos a pensar en las Nuevas Tierras. Todo lo que
sabíamos de ellas era lo que habíamos conseguido comprender a través de los
medios de comunicación. En realidad, para nosotros, perdidos en el centro de
Europa, que los océanos de todo el mundo hubieran desaparecido de repente,
era un hecho absolutamente intranscendental. Ni siquiera lo notamos en el
nivel de los ríos. Estábamos demasiado arriba en sus cauces para que las
mareas tuvieran efecto sobre ellos. Pero algo caló hondo dentro de nosotros.
Comprendimos que aquella era una vía directa hacia el cambio que
necesitábamos, así que comenzamos a recabar información. Supimos que
había gente instalándose en las tierras próximas a la línea de las costas de los
Estados Unidos. Nuevos pioneros que establecían campamentos en las
plataformas continentales a lo largo de todo el territorio.
Unos pocos, al principio, que fueron multiplicándose con el paso del
tiempo.
Ahora, algunos de ellos forman verdaderas ciudades. Han ido
sustituyendo sus tiendas de lona por casas de ladrillo y madera. Están situadas
a escasos kilómetros de las ciudades costeras americanas y su economía se
basa, casi de manera absoluta, en el comercio. Han conseguido desalar
parcelas de tierra y las cultivan.
Poseen ganado y producen carne y leche. Tienen todas sus oportunidades
intactas.
Había un extraño brillo en los ojos del señor Vinicius. Quizás una mezcla
de entusiasmo, fe y esperanza.
—Nuestra intención es viajar hasta allí para conseguir unirnos a una de
estas ciudades —prosiguió—. Sobre todas las demás, nosotros queremos

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alcanzar la costa de Nueva York. Su plataforma continental es inmensa y hay
enormes extensiones de tierra disponibles para los pioneros. Son propiedad
del primero que llegue allí y las haga suyas. Al parecer, los pioneros han
comenzado a organizarse. Disponen de un registro en el que se inscriben los
nuevos propietarios y sus tierras. Tan solo es necesario ocuparlas y
explotarlas para adquirir la propiedad sobre ellas. Ese es nuestro lugar. Una
tierra en la que los sueños están intactos.
El resto de los hombres asintió en silencio. Algunos, los más jóvenes,
hicieron comentarios entre sí sin apenas levantar la voz. Aquellas parecían ser
unas palabras cargadas de magia. Nuevas Tierras, Nuevos Sueños.
—El sueño americano, señor Small, el sueño americano… Eso es lo que
perseguimos —dijo el señor Vinicius—. Por eso, solo por eso, he embarcado
a mi familia y a las de estos hombres que usted tiene delante en una aventura
de casi diez mil kilómetros. Ahí es donde queremos ir y ahí es donde usted
nos va a llevar. A la búsqueda de un buen lugar para vivir. Donde nuestros
hijos puedan crecer en libertad, dueños de sus posibilidades, capaces de
alcanzar lo que se propongan, dependientes únicamente de sus propias
capacidades como hombres. Un lugar alejado de las terribles burocracias
europeas, de un modo de vida caduco y anquilosado, lejos del pensamiento
original que Dios legó a sus pueblos. Nos estamos alejando de la propuesta
inicial de Dios, señor Small. Europa camina por vías equivocadas y algún día,
más pronto que tarde, pagará por ello. Lo hará, pero nosotros ya no estaremos
allí para verlo. Nos habremos unido al verdadero pueblo de Dios guiado
directamente por su mano diestra. Somos temerosos de la verdad divina. Y
acatamos todos y cada uno de sus mandatos.
El señor Vinicius hizo una pausa. Se había ido creciendo en su discurso y
ahora aquello parecía un sermón.
—Viajamos hacia el oeste, hacia la tierra prometida. Hacemos acopio de
víveres y armas, de fe en el Señor y respeto hacia su Iglesia. Nosotros somos
sus verdaderos siervos y ha llegado el momento de mostrarnos como tales.
Sin ambages, sin excusas, sin aplazamientos. En el oeste está nuestra
verdadera afirmación como comunidad de Dios.
La pequeña soflama del señor Vinicius ratificó lo que desde hace unos
días venía sospechando: aquellos tipos estaban chalados. Habían decidido
abandonar sus cómodas vidas en una de las regiones más ricas del planeta
para lanzarse a lo desconocido. Abandonaban el bienestar de sus casas, la
calefacción en invierno, la comida siempre disponible, el agua corriente, las
calles pavimentadas, el alcantarillado público, la electricidad, el aire

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acondicionado, los hospitales, la vida tranquila, todo, a cambio de un sueño
intangible que, al parecer, iba a hacerles más felices en este mundo y
asegurarles, de paso, su mejor estancia en el otro. No, decididamente aquello
no era para mí. Yo disfrutaba poniendo los pies encima de la mesa de mi casa
de Lisboa y mirando el televisor durante horas y horas con un buen vaso de
cerveza en una mano y un puro asquerosamente humeante en la otra. Adoraba
la vida en Lisboa. Adoraba la vieja Europa. Ese era mi hogar. En ella me
sentía como en casa. No importaba demasiado en qué ciudad me hallase:
Ámsterdam, Londres, Viena, Düsseldorf, Turín. Todas ellas eran buenos
lugares para sentarse un rato a fumar y observar cómo el tiempo transcurre sin
demasiada prisa. Llevaba miles de años haciéndolo sobre aquellas calles. Y, si
nada lo remediaba, varios miles más iban a transcurrir hasta que dejara de
hacerlo. Eso, como mínimo. Así que no merecía la pena ir a la búsqueda de
un mundo incierto.
Desde luego que no. A mi socio y a mí no se nos había perdido nada en el
oeste. En cuanto consiguiésemos guiar a aquel atajo de chiflados hasta el
lugar al que querían ir, nosotros continuaríamos viaje hasta la ciudad de
Nueva York. Una vez allí, nos dirigiríamos directamente al aeropuerto y
embarcaríamos, junto a nuestras motocicletas, en un avión rumbo a casa.
Rumbo a Lisboa, a nuestra vieja y querida Lisboa.
—Le diré una cosa, señor Vinicius —comencé a hablar—, los motivos
que les llevan a emprender este viaje no son de nuestra incumbencia. En
realidad, nos trae sin cuidado cuáles sean los móviles que les llevan a actuar
de la manera que lo hacen. No sé si quiere escucharlo. A nosotros todo esto
nos parece una locura, pero ustedes pagan y nosotros haremos el trabajo lo
mejor que sepamos. Dije que les llevaríamos a su destino y lo haremos
aunque en el intento nos vaya la vida.
Cuente con ello. Nosotros nos ganamos así el pan.
—No aspiramos a ser entendidos. Sabemos que nuestro camino está
plagado de incomprensión y así lo aceptamos. Ustedes hagan su trabajo. El
resto es cosa nuestra, señor Small.
Di un par de bocanadas al dunhill con la mirada perdida en la oscuridad.
La hoguera se había consumido por completo y ahora apenas quedaban unas
brasas incandescentes. Sujeté lo que me quedaba del puro entre los dedos
índice y pulgar y lo lancé a las cenizas.
—Es hora de irse a dormir —dije poniéndome en pie—. Mañana nos
espera un día muy duro.

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CAPÍTULO 6

El amor y la muerte caminan de la mano

Prefería cien veces el ataque de una horda de africanos enloquecidos, antes


que ver merodear por mi caravana a jovencitas moviendo estúpidamente las
caderas.
Sobre todo, si Tiro Las andaba cerca. Por eso, Lorna Vinicius se convirtió
en un problema. La muchacha, en cuanto podía, rondaba cerca de mi socio.
Por suerte, el señor Vinicius hizo buena su palabra y trató de mantener en su
sitio a su hija.
Pero en cuanto este se centraba en múltiples ocupaciones diarias, la chica
revoloteaba en torno a Tiro con cualquier pretexto. Al principio, Tiro trataba
de mantener las distancias. Sabía que yo le estaba observando y que mi ira no
tardaría en surgir. Pero después, su naturaleza idiotizada fue superior a todas
sus fuerzas de contención y comenzó a tontear con la chica.
Lorna solía vestir siempre unos viejos pantalones tejanos plagados de
agujeros que permitían vislumbrar diminutas porciones de su piel cobriza, los
bajos deshilachados, una blusa estampada en tonos ajados, varios collares de
borlas al cuello y unas sandalias sujetas al pie con una cinta entre los dedos.
Su larga melena morena desaliñada, los ojos negros de mirada perdida y los
labios gruesos y sonrosados, le daban el aspecto encantador de parecer
siempre recién despertada.
Rodamos un par de días por el fondo del valle que se halla
inmediatamente debajo de Lisboa. Con los turistas, nunca íbamos más allá de
aquella zona. Al oeste, una cordillera de montañas se alzaba de repente, pero
existía un paso ancho y transitable por el que continuar el viaje. Mi socio y yo
lo conocíamos de sobra pues lo habíamos atravesado en varias ocasiones. Era
necesario acercarse bastante para poder descubrirlo. La entrada estaba
escondida tras unas rocas y giraba con brusquedad hacia la derecha.

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El paso era bueno pero había que moverse con tiento. El lugar era idóneo
para una emboscada de piratas del desierto. A pesar de todo, no me
preocupaba demasiado la idea. Sabía que aquella zona estaba demasiado lejos
de cualquier sitio habitado para que los estúpidos y primitivos piratas
africanos llegasen hasta allí.
Sus land rover jamás aguantarían cuatro o cinco días seguidos de viaje por
el desierto abierto. Necesitaban acceder a tierra habitada con demasiada
frecuencia para aprovisionarse de repuestos y combustible.
Tardamos un par de jornadas en alcanzar la zona. El viaje estaba siendo
tranquilo y, por suerte, no habíamos tenido incidencias de consideración. Un
par de ruedas pinchadas, algún que otro embarrancamiento sin importancia y
la indisposición pasajera de una de las mujeres a la que el continuo renquear
de su vehículo la mareó un poco.
No tenía la menor duda de que mi socio se sentía atraído por Lorna
Vinicius. En demasiadas ocasiones y sin necesidad real de hacerlo, la
motocicleta de Tiro se acercaba al unimog de los Vinicius. Durante un buen
rato, mi socio rodaba paralelo al camión y conversaba de cualquier cosa con
el señor Vinicius.
Lorna solía viajar en la cabina sentada entre su padre y su madre. Como
casi siempre la conversación discurría por terrenos que poco tenían que ver
con el desarrollo de la caravana, la muchacha se inmiscuía, a la mínima
ocasión, en el diálogo.
La caravana apenas se detenía en todo el día. Rodábamos de sol a sol y sin
parar, incluso, en las horas de mayor calor. A fin de cuentas, aún estábamos
en mayo, así que el sol, aunque intenso en medio de aquel desierto casi blanco
de arena y sal sin, en ocasiones, una sola sombra en decenas de kilómetros a
la redonda, no hacía insoportable el viaje. Las escasas paradas que
efectuábamos eran para atender los vehículos. Tenerlos rodando durante
tantas horas, hacía que el mantenimiento continuo fuese absolutamente
necesario. Una vez al día, además, solíamos parar durante un par de horas
para comer. Dibujábamos un círculo con los vehículos y todos en la caravana
se aplicaban en sus tareas dentro de él.
Habíamos asignado tareas de manera estricta para que nadie estuviese
nunca desocupado. Incluso los niños más pequeños tenían quehaceres
adaptados a sus posibilidades. Una vez detenidos, todos sabía qué debían
hacer. Nadie daba órdenes si no era necesario. El plan era que todo estuviera
lo suficientemente organizado para que cada elemento de la caravana
funcionase de manera autónoma y efectiva.

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Las mujeres se ocupaban siempre de la comida. La señora Fictius, una
rolliza mujerona que hacía crujir la amortiguación de su vehículo cada vez
que se subía en él, era la encargada de la despensa. Ella administraba los
víveres y llevaba una detallada relación de los mismos. Hasta el último de los
tarros de mermelada, estaba anotado en el libro de registro de la señora
Fictius. Aquella mujer de aspecto lozano, era incombustible. Trabajaba sin
descanso y su labor era impecable. Con tres o cuatro como ella, podría haber
llevado a media Europa hasta las mismísimas puertas del infierno.
Además de llevar el registro de los alimentos, la señora Fictius se
encargaba de decidir qué habíamos de comer los demás en cada momento.
Ella preparaba el menú y dirigía su ejecución. Lorna le ayudaba en estas
tareas. Al principio fue una más de las jóvenes que debían prestar sus brazos a
estas tareas, pero, en muy poco tiempo, reunió la confianza de la señora
Fictius y se convirtió en su mano derecha.
Al tercer día de expedición, Lorna ya daba indicaciones a sus compañeras
y tomaba decisiones propias relacionadas con su labor.
El señor Vinicius no vio mal aquella situación. Lorna, a fin de cuentas,
hacía bien su trabajo y nunca trataba de evitarlo. Siempre estaba dispuesta a
ayudar allí donde fuese necesario. Esto, unido al hecho de que siempre se
hallaba bajo la estrecha vigilancia de la señora Fictius, hizo que su atención
sobre la muchacha se relajase.
Tiro se dio cuenta pronto de esta situación y no perdió el tiempo a la hora
de aprovecharla. Mi socio y yo éramos los únicos en la caravana que no
teníamos tareas concretas asignadas más allá de la que nos había llevado hasta
allí. Cuando la caravana se detenía, mi socio y yo rodábamos un rato más por
los alrededores.
Nos gustaba dar siempre un vistazo por las cercanías que nos evitase
cualquier mal encuentro. Cuando regresábamos de nuestra pequeña ronda,
comunicábamos las novedades al hombre que se hallase con el turno de
guardia y aparcábamos nuestras motocicletas. A partir de ese momento,
gozábamos de cierta libertad para movernos por el campamento. Libertad que
Tiro aprovechaba para rondar cerca de Lorna. Según él, con la intención de
ayudarla en sus quehaceres.
—Lorna, permíteme que acarreé yo esa gran cacerola —decía con voz
atontada—. Una chica como tú no debería estropearse las manos en estas
labores.
A la señora Fictius aquello no le hacía demasiada gracia. No decía nada
porque, a fin de cuentas, Tiro era uno de los guías y podía hacer y decir lo que

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le viniese en gana, pero su mirada no era precisamente de aprobación. Yo me
daba cuenta de que aquellos repentinos ataques de efusividad en su labor, eran
producto de los tonteos de su subalterna.
Así que Tiro volvía a las andadas una y otra vez:
—Déjame que lleve yo ese saco de legumbres —decía.
—No se preocupe, señor Las, no es tan pesado como parece —replicaba
la muchacha fingiendo cierto azoramiento.
En ese momento, se agachaba con la intención de mostrar a mi socio parte
del interior de su escote. Y Tiro no pedía la ocasión de dar un vistazo rápido a
su ropa interior.
En un par de ocasiones, harto de observar aquella situación, llamaba a mi
socio con cualquier excusa:
—Tiro, acércate. Tenemos un problema con el eje trasero de este camión
—gritaba para asegurarme que me oía.
Mi socio levantaba la cabeza del escote de Lorna Vinicius y, sin perder su
sonrisa bobalicona, respondía:
—Ahora mismo voy, Bingo. Es tan solo un minuto.
Y se acercaba a regañadientes.
—Aléjate de esa muchacha. No es cosa buena —le decía yo.
—Tan solo quiero echar una mano, ya lo sabes —alegaba.
—No juegues conmigo, Tiro. Te conozco de sobra y sé cuáles son tus
intenciones.
Pero, como siempre que se trabaja de mujeres, Tiro ignoraba por completo
mis indicaciones y volvía a lo suyo.
—Oh, Lorna, hoy estás verdaderamente hermosa —le decía.
—Muchas gracias, señor Las, es usted muy amable.
—Esos collares, ¿no serán el regalo de algún novio que abandonaste en
Europa? —preguntaba mientras los señalaba con el dedo.
—Oh, no, señor Las, me los regaló mi madre el día que cumplí los
dieciocho años.
En una ocasión que nos habíamos detenido para comer, ordené recoger el
campamento antes de tiempo y ponernos en ruta con presteza, solo para poder
evitar oír tanta memez junta. Era superior a mis fuerzas. El contacto intensivo
con aquellos chalados, estaba contagiando a mi socio Tiro. Parecía estar
perdiendo él mismo, el poco juicio que le quedaba.
—Es hora de marcharnos. Recojan todo cuanto antes y suban a los
vehículos. Nos vamos —dije en voz alta para que todo el mundo me oyese.

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No era costumbre oponerse a mis mandatos y, en aquella ocasión no fue
menos. Pero el señor Finetius, un tipo delgado y fibroso con el pelo ralo,
estiró, desde debajo de zil, un par de brazos repletos de grasa y aceite y gritó:
—Deme un par de minutos, señor Small. Enseguida termino con esto.
El señor Finetius era uno de nuestros mecánicos. Había aprovechado la
hora del almuerzo para hacer algunos retoques en los bajos del viejo zil.
Aquella máquina necesitaba un mantenimiento intensivo y no era raro
encontrar en todo momento a uno de nuestros hombres hurgando en sus
entrañas con la intención de realizar un ajuste o practicar una reparación de
urgencia.
Me di cuenta de que mi enfado era únicamente con Tiro Las y, a lo sumo,
con aquella zorrita de labios carnosos que pretendía embaucarlo, pero que,
por ello, no debía presionar, sin razón aparente, al resto de la comitiva que
hacía su trabajo sin tacha.
—Tómese su tiempo, señor Finetius. Le esperaremos el tiempo que sea
necesario —dije.
—No tardo nada —dijo el aludido mientras sus brazos volvían a
desaparecer bajo el zil.
Estuve enredando en mi suzuki para ocupar el tiempo mientras el señor
Finetius finalizaba su labor. La tapa del depósito del combustible hacía
tiempo que no cerraba bien y, a veces, cuando el terreno era escarpado y la
motocicleta se agitaba demasiado, solía escaparse un pequeño reguero de
líquido. Estaba tratando de apretar con fuerza la tapa, cuando vi surgir, bajo el
zil, una repugnante víbora que se alejaba serpenteando a toda velocidad. En
un gesto rápido, desenfundé mi arma y le disparé una ráfaga caliente. El bicho
quedó inerte en la arena con el cuerpo fragmentado en cuatro o cinco trozos.
—¿Ha visto eso, señor Finetius? —dije—. Ha pasado muy cerca de usted.
El señor Finetius parecía no haberme escuchado.
—Digo que una serpiente acaba de rondarle —grité.
Volví a obtener el silencio por respuesta.
—¿Señor Finetius? —Me acerqué al camión—. ¿Se encuentra usted bien?
Aún con el arma en la mano, me agaché y vi al señor Finetius bajo el
camión. Miraba hacia arriba, como si estuviese observando los bajos del
vehículo con detenimiento. Pero el señor Finetius no se movía.
Temiéndome lo peor, dejé el arma en la arena y tiré con fuerza de las
piernas del hombre. La delgadez de su cuerpo hizo que bastase un tirón para
sacarlo casi por completo. El sol había comenzado a declinar desde su punto
más alto en el firmamento y aún apenas conseguía que los cuerpos arrojaran

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sombras sobre la arena. Con esa primera luz de la tarde, pude ver claramente
la huella de los dos colmillos de la víbora en el cuello del señor Finetius. El
inmundo animal le había mordido con tan mala suerte, que uno de los
orificios estaba en medio del trayecto de la vena yugular. El veneno que le
había sido inoculado, surtió efecto casi al instante. El señor Finetius estaba
muerto.

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CAPÍTULO 7

Réquiem por un continente

El incidente nos hizo perder medio día. Aquellos tipos estaban locos, pero, al
menos, no eran unos bárbaros, así que tuvimos que cumplir con todos los
intrincados rituales propios de su creencia. Sobre todo y teniendo en cuenta
que el señor Finetius era un cabeza de familia. Su rango en la comunidad
obligaba a unos responsos de mayor entidad. Y si en algo eran persistentes e
inflexibles, era en el cumplimiento de sus deberes morales. En realidad, el
propio viaje lo interpretaban como una especie de obligación insalvable.
Parecía que no les quedase otro remedio que emigrar a las Nuevas Tierras.
Europa era el cáncer y ellos pretendían extirpárselo de cuajo.
La reacción inicial fue de aflicción general. Todo se detuvo en un instante.
Cada uno de los miembros de la expedición cesó en sus actividades y
permaneció quieto y en silencio en el mismo lugar en el que el suceso les
había sorprendido.
Algunos se encontraban dentro de los cuatro por cuatro a la espera de la
señal de salida. Otros cargaban bultos en los unimogs. Un joven lustraba los
radios de su motocicleta. Oyeron los disparos de mi arma y pudieron ver
cómo tiraba de las piernas del señor Finetius. Ocurrió en pocos segundos.
Uno de los hombres tenía ya en marcha su vehículo. Calentaba el motor
mientras aguardaba. Había concluido su trabajo y permanecía sentado al
volante fumando un cigarrillo. Cuando vio el cadáver, simplemente giró el
contacto del vehículo y detuvo el motor. Tan solo eso. Siguió allí sentado
fumando en silencio.
Esperaba.
Los propios hijos de la víctima quedaron paralizados en el sitio. Era su
padre el que yacía muerto en medio de la arena y ellos no hicieron nada por
acercarse al cuerpo. Se observaron los unos a los otros y buscaron con la

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mirada a otra persona. La única persona que podía devolver, con su grito
desesperado, el ritmo de la vida a su cadencia habitual.
La señora Finetius surgió del interior de uno de los camiones. Había
subido a él con intención de ordenar unos cuantos bultos. La señora Fictius
había solicitado su ayuda después del almuerzo y ella, una mujer a la que el
trabajo físico no le arredraba en absoluto, aceptó de buen gusto. Ascendió al
camión y estuvo separando en grupos varios bidones de agua. Debía
equilibrarse el peso de los bultos para evitar que el camión volcase en un giro.
Como el agua se iba consumiendo progresivamente, era necesaria una
continua reubicación de los bidones para evitar que el peso se concentrase
demasiado.
Al igual que el resto, debió oír los disparos y asomó la cabeza entre la
lona del camión para enterarse de qué había sucedido. Su reacción no fue
inmediata.
Se hizo esperar un poco. Quizás, desde el lugar en el que se hallaba, no
pudo tomar conciencia de lo ocurrido hasta pasado unos instantes. Entonces,
descendió y, presa de un ataque de nervios, comenzó a gritar sin control.
Apenas se movía. Estaba ahí mismo, junto al unimog en el que había estado
trabajando. Era como si acercarse demasiado fuese a complicar aún más las
cosas.
Su grito de consternación fue una especie de señal para el resto. Entonces,
y solo entonces, el resto del grupo supo que debía hacer algo. Además,
parecía que sabían qué era lo que de cada uno se esperaba que realizase
exactamente. Un par de mujeres, las de mayor edad, se dirigieron sin vacilar
hacia la señora Finetius y la tomaron cada una por un brazo. Comenzaron a
hablarle en voz baja, casi al oído. Palabras de aliento para una viuda que
acababa de estrenar su condición hacía un par de minutos. En las próximas
horas ya no se separarían un instante de ella. Se convirtieron en su sombra. La
guiaban por el campamento, hacían que tomase algún alimento o un poco de
agua. De una forma u otra, era las personas que se dedicaban a acompañarla
en su sentimiento desolado.
Los hijos del señor Finetius escucharon los gritos de su madre. En ese
momento, un resorte accionó sus cuerpos y se lanzaron a la carrera hacia su
padre recién muerto. Se arrojaron sobre él con violencia. Una de las jóvenes
en las que cuyo trayecto yo me interponía llegó, incluso, a empujarme con
violencia para que le permitiese pasar. Lloraron y gritaron con todo el dolor
de sus almas. Algunos jóvenes se acercaban y trataban de infundirles algo de
consuelo con palmadas en los hombros y abrazos a los niños.

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Recogí mi arma de la arena. Estaba allí desde que la había lanzado para
arrastrar al señor Finetius. Volví a ponerla dentro de su funda en la
motocicleta.
Miré en rededor mío. Mi socio tenía la misma cara de asombro que debía
tener yo mismo. Habíamos visto morir a muchos hombres y los gestos de
duelo no nos eran ajenos. Sabíamos que era algo que había que soportar como
inevitable. Pero no todo era normal en aquel. Parecía como si todo fuese una
representación de teatro. La sensación era muy leve. Si uno no se detenía a
observar con detenimiento, la impresión podía pasar desapercibida. Había
algo en aquellas caras, algo en las miradas perdidas y huecas. Era como si
todo el mundo hiciese lo que se suponía que debía hacer, como si alguien lo
hubiera programado de antemano y tan solo se representasen papeles. Creí,
incluso, que la propia viuda y los hijos del muerto seguían un guion
establecido de antemano.
Lo supe más tarde. El ritual era imprescindible para estas personas. Vivían
en torno a una ceremonia, la necesitaban para sentirse seres vivos. Todo su
sentido de la comunidad se sustentaba en una compleja maraña de ritos,
costumbres y prácticas. Cada una de sus acciones se basaba, antes que en el
deseo o la conveniencia, en el deber. Estaban obligados, de una manera muy
íntima, a hacer todo lo que hacían, a ejecutarlo sin tacha, sin que un reproche
del grupo fuese necesario.
Con este planteamiento vital, tratar de aligerar los oficios por el difunto,
era tarea poco menos que imposible de lograr. Me resigné y accedí a perder el
resto del día.
El señor Vinicius, como siempre había sido, se arrogó el liderazgo de los
responsorios. Incluso cuestionó mi autoridad cuando asumió, sin tan siquiera
consultarlo, que aquel día no viajaríamos más.
—Debemos dar piadosa sepultura al señor Finetius. Era uno de los
nuestros y como tal ha de ser tratado —dijo.
Miré hacia el cielo. Aún podíamos disponer de seis horas de buena luz
para viajar. Una lástima. Un verdadero golpe de mala suerte.
Se organizaron rápidamente. El cuerpo del señor Finetius fue llevado a un
lugar retirado tras un par de jeeps. Al rato, cuatro hombres lo devolvieron al
centro del círculo. Habían improvisado una plataforma con unos cuantos
tablones de madera y, sobre ella, yacía el cadáver. Cada uno de los hombres
sujetaba una de las esquinas de la plataforma. Solemnemente, lo depositaron
sobre la arena. El señor Finetius vestía ahora el mejor de sus trajes. Lo habían
vestido así para el funeral. Lo que era reservado para las grandes ocasiones en

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este mundo, le acompañaría para siempre en el otro. Quizás allí todos los días
eran una gran ocasión.
Mi socio y yo nos hicimos a un lado antes de que la ceremonia
comenzase.
Los colonos se habían reunido en torno al cuerpo y permanecían en
posición respetuosa.
Los hombres se habían descubierto y cruzaban las manos sobre el vientre.
La señora Finetius era la única persona del duelo que, junto a las dos
mujeres que la acompañaban, permanecía sentada frente al difunto. Su
lamento no cesaba, aunque ahora los gritos eran tan solo esporádicos y un
lento y monótono llanto era su única expresión de dolor.
El señor Vinicius, vestido con sus pantalones militares negros,
dirigiéndose a su comunidad, tomó la palabra:
—Hoy un hombre nos ha abandonado. Uno de los nuestros no pudo
cumplir su sueño. Un accidente que nadie pudo predecir, se lo ha llevado.
Contengamos la ira y creamos en la justicia de nuestro Dios. Aunque nos
resulte difícil comprenderlo, este sacrificio es parte del precio que debemos
pagar por nuestra libertad. Porque hoy despedimos a un hombre cuya única
pretensión en sus últimos días fue la de despedirse de un continente. Nuestro
amigo había dicho adiós, como nosotros decimos ahora, a una Europa muerta
y sin futuro para los nuestros. Ahí están los hijos del señor Finetius.
Observadlos. Por ellos, y solo por ellos, nuestro hermano perseguía un mundo
mejor. Lejos de la podredumbre de un continente que se muere de viejo. Él
albergaba en su pecho un corazón joven y, por eso, anhelaba hallar una tierra
joven en la que poder hacer realidad todas las promesas que su arcaico país
había incumplido. Lejos de lo que, desde niño, había conocido: un mundo
oscuro, pequeño, cerrado, sin oportunidades, baldío.
Me lo temía. El señor Vinicius iba a aprovechar la ocasión para soltar sin
recato toda su serie de ideas absurdas sobre la vida en Europa. Tiro y yo
fumábamos apoyados en el chevrolet. No había nada que hacer excepto
esperar.
—Y ahora yo maldigo la tierra que acabamos de abandonar. Maldigo su
esencia malévola que obliga a embarcar familias enteras rumbo a lo
desconocido.
Porque, amigos, nada hay para nosotros en el continente que
abandonamos.
Todos nuestros sueños morirán si permanecemos un solo minuto más en
él. Era absolutamente necesario abandonarlo a su suerte pues la nuestra propia

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estaba en peligro. El éxodo era un deber moral. Así lo entendió nuestro
hermano y por esa lealtad a sus verdaderas convicciones, dio la vida. Él,
como nosotros, creyó, desde el principio, en el sueño americano y se dispuso
a hacer todo lo que de posible hubiese en su mano para alcanzarlo. No se dejó
cegar por los fuegos de artificio de la europeidad más banal. Él sabía que, tras
aquellas presunciones, nunca existiría una gran patria en la que vivir. Jamás
podría un hombre descansar mientras pensaba que otros estarían ocupándose
de su bienestar. No en Europa. No en esa tierra de egoísmo y ataduras. Por
eso, junto a nosotros, emprendió el largo viaje rumbo al sueño americano.
El señor Vinicius hizo un enfático silencio y luego prosiguió:
—Pero Dios no quiso que él alcanzase jamás ese sueño. Esa fue su
decisión.
Démoslo, pues, a la tierra con pesar, pero con regocijo. Ahora nuestro
compañero, nuestro padre y esposo, está con Dios. Su alma justa y buena
perdurará con…
Bajó la mirada al suelo y la mantuvo así durante unos minutos de
reflexión.
Recordé los tugurios de Lisboa que en los últimos meses se habían
convertido en nuestro auténtico hogar. Añoraba el viejo Belem. Los bares
abiertos hasta el amanecer, el sosegado transcurrir del tiempo, la extraña
mezcolanza de calidez sureña y modernidad europea. Eso era Lisboa. Mi vieja
y querida Lisboa.
Decididamente el señor Vinicius y los suyos estaban chalados. ¿Por qué
se empeñaban en abandonar el mejor lugar del mundo para vivir? Había
estado en muchos lugares repartidos por casi todo el mundo. Pero nada como
Europa. No había en el mundo una ciudad tan acogedora para vivir que
Lisboa. Allí era imposible sentirse extranjero. Las gentes eran cordiales,
tranquilas, la felicidad se respiraba en el ambiente. No, estaba claro. Yo no
cambiaba el lento traquetear de los tranvías de Lisboa por ningún otro lugar
en el mundo.
El señor Vinicius y los suyos, desde luego, no eran de la misma opinión.
Aunque el coste por alcanzar tanto sueño ridículo comenzaba a tener
consecuencias irreparables. ¿Cuántos más caerían en este viaje demencial?
Aún no habíamos hecho más que empezar. Nos hallábamos a unos
cuatrocientos kilómetros de Lisboa. Quizás algo más. Lo peor del viaje estaba
por llegar. A buen seguro, más almas nos abandonarían antes de llegar a
nuestro destino.

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Un par de hombres tomó unas palas y comenzó a cavar en la arena. Un
triste destino final para un mecánico nacido en el centro de Europa.

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CAPÍTULO 8

Miedo en el desfiladero

Nos encontrábamos en la bocana del desfiladero. La llanura finalizaba con


brusquedad y una alta cordillera de montañas con paredes encrespadas
interrumpía la horizontalidad que, a lo largo de los últimos días, nos había
traído hasta aquí. La entrada al paso que atravesaba el desfiladero no tenía
más de tres o cuatro metros de ancho. Se hallaba oculta tras unas rocas que
hacían que fuese invisible si uno no se acercaba lo suficiente. Unos años
antes, mi socio y yo la habíamos descubierto de manera accidental. Era una
especie de secreto que guardábamos con celo. En Lisboa, muchos
expedicionarios pretendieron que les diésemos la situación del lugar exacto,
pero siempre nos negamos. A fin de cuentas, aquel era nuestro oficio y
disponer de cierta ventaja sobre los demás era algo que redundaba, sin duda,
en nuestro propio beneficio. No había razón alguna para ir contando por ahí
nuestras rutas predilectas. Que cada cual buscase su camino en la arena.
Una vez dentro del desfiladero, este se iba haciendo paulatinamente más
ancho hasta alcanzar, en algunos tramos, los quince o veinte metros de
distancia entre pared y pared. El piso era de buena calidad para los vehículos.
Miles de años de sedimentación reunida en un lugar tan estrecho, habían
convertido al suelo en una suave alfombra de arena fina y apretada. Los
todoterrenos rodaban por allí casi como por cualquier autopista europea. Tan
solo los continuos requiebros en la ruta, hacían que la marcha tuviese que
moderar su velocidad una y otra vez.
Incluso el vetusto zil parecía que se sentía a gusto en aquel terreno.
Mantenía sin dificultad la velocidad de los demás y no ocasionaba problemas.
Organicé concienzudamente la marcha en el interior del desfiladero.
Aquel lugar era una especie de cárcel de cuyo interior era imposible salir. No
había ni un solo lugar por el que escapar. Una vez dentro, la única opción

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posible era avanzar hasta el final. Las paredes brotaban del suelo casi
verticales. No había caminos por los que un hombre pudiera ascender y,
mucho menos, una caravana de pesados vehículos como la nuestra. Lo más
importante una vez dentro, era salir de allí cuanto antes. Calculaba que, si
todo iba bien, podríamos recorrer sus cincuenta kilómetros de longitud en
unas dos horas. Un tiempo en el que estábamos a merced de cualquier
enemigo.
Sabía que estábamos demasiado lejos de la línea de la costa para que los
africanos se aventurasen por aquella zona, pero no podía descartar a otro tipo
de piratas. Por ello, decidí tener prevista cualquier situación de este tipo y
situé hombres armados en diversos puntos de la caravana. Utilicé a los que
disponían de las motocicletas más potentes y que, por ello, eran capaces de
reaccionar con mayor prontitud ante un eventual ataque. Mientras yo viajaba
en la cabeza de la comitiva, situé a mi socio en retaguardia. Su labor era
permanecer allí y retrasarse de vez en cuando para estar seguro de que nadie
nos seguía. No quise que ese trabajo lo hiciese ninguno de los muchachos. No
los quería rondando en soledad por ahí.
Esa misión era para un hombre experimentado al que, en caso de pérdida,
el pánico no le impidiera hallar en rastro correcto de la columna.
Tiro Las era ese hombre. Lo había visto salir de las situaciones más
difíciles sin apenas esfuerzo. En una ocasión, estuvo perdido en el desierto del
Sahara durante seis días. Se mantuvo vivo alimentándose únicamente de
serpientes y bebiendo un tercio de litro de agua que llevaba dentro de su
cantimplora en el momento de extraviarse. Cuando por fin lo encontramos,
dormía plácidamente a la sombra de su vertemati. Aún le quedaba
combustible suficiente para rodar unas cuantas decenas más de kilómetros. Lo
que más le preocupaba es que se había quedado sin cerillas y llevaba tres días
enteros sin fumar.
Ordené que todos portasen sus teléfonos celulares encendidos.
Viajábamos con un pequeño generador de energía alimentado por
combustible. Me gustaba hacerlo siempre así. Mi intención era la de no
depender, en exceso, de las baterías de los vehículos para obtener energía.
Todas las noches, los acumuladores de los celulares eran cargados. No quería
a nadie incomunicado en la expedición. Si debíamos tener problemas, quería
que, al menos, supiésemos comunicárnoslos.
Hicimos varias pruebas. Por momentos, la cobertura dentro del
desfiladero descendía. Había lugares, incluso, en los que, debido a la
especialmente abrupta situación de las paredes de piedra, la comunicación

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entre los teléfonos era imposible de entablar. Los satélites Dromius no
llegaban, con su densa red, hasta aquel agujero perdido entre las rocas. Eso
era lo que más odiaba. Podía afrontar el peligro de atravesar, al mando de un
grupo de cuarenta personas, un desfiladero en medio del infierno, pero si,
además, no podía comunicarme con mis hombres, la situación se tornaba
desesperante. Así que había que salir de allí cuanto antes. Ese era el plan.
El señor Vinicius viajaba con su camión en la cola de la caravana. Me
acerqué hasta él y situé mi motocicleta a la misma altura de la ventanilla del
conductor.
—Señor Vinicius, quiero que todo esté bajo control —dije—. No quiero
que perdamos la tensión. Nos movemos por un terreno muy peligroso.
—Lo sé, señor Small, lo sé… Cualquiera puede apostarse en esas peñas
de ahí —respondió mientras señalaba con la cabeza— y dispararnos sin
tregua.
—Hay diez hombres vigilando de continuo las paredes. Espero que no
suframos ningún percance.
—Los míos responderán, se lo aseguro. Son buenos muchachos. Y buenos
tiradores, pierda cuidado.
Aceleré y regresé a mi lugar en la vanguardia de la caravana. Las ruedas
de la motocicleta apenas levantaban arena del suelo. Todo estaba tranquilo.
Incluso la señorita Vinicius parecía más recatada que de costumbre. En todo
el tiempo que estuve conversando con su padre, apenas había levantado la
vista del libro que leía.
No se podía decir lo mismo de mi socio. Viajaba unos metros por detrás
de camión de los Vinicius y, de vez en cuando, daba un acelerón y avanzaba
hasta su altura. Daba un par de instrucciones al hombre que vigilaba aquella
zona y pasaba por delante del unimog de los Vinicius.
—¿Dónde diablos estás, Tiro? No te veo en retaguardia —le grité por el
celular.
—Me adelanté un momento, Bingo. Ya regresaba.
—No quiero que abandones tu posición. Esto es importante, Tiro. No lo
olvides.
—Relájate, muchacho. Te noto algo tenso.
—Este maldito desfiladero me pone nervioso. Quiero sacar a toda esta
gente de aquí cuanto antes.
—Tranquilo, Bingo, aquí no hay nadie. No hay un bicho vivo en
kilómetros a la redonda. Hemos cruzado varias veces por aquí y jamás hemos
tenido un solo percance.

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—No tientes nuestra suerte, no la tientes…
Cerré la comunicación. Todo estaba yendo sobre lo previsto, pero eso no
evitaba que sufriese una sensación de temor. No me importa reconocerlo.
Estaba pasando auténtico miedo en aquel desfiladero. La posibilidad de que
alguien nos atacase en un lugar tan desprotegido y con tan escasas
posibilidades de salir con vida, me producía un pánico indescriptible.
Rodamos durante media hora más. El sol ascendía en el cielo y
comenzaba a calentar fuerte. La disposición de las paredes rocosas hacía que,
en ocasiones, parte del trayecto transcurriese por zonas ensombrecidas.
Lugares que apenas eran caldeados por el sol y que casi siempre permanecían
en penumbra.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Demasiado silencio. Demasiada
tranquilidad.
Aquello no me gustaba nada. Llamé a Tiro:
—Permanece atento. Tengo un presentimiento. Esto está demasiado
quieto.
No me gusta nada.
—Recibido.
Siempre fui un hombre de presagios. Era como un sexto sentido que jamás
me había fallado. No sabría como expresarlo con mayor claridad. Había algo
dentro de mi cabeza que me decía una y otra vez que no todo encajaba en ese
instante.
Quizás no fuese más que una sucesión de circunstancias asociadas de
forma peligrosa originando una alerta. Detalles que, por separado,
probablemente no significarían nada, pero que, una vez analizados en
conjunto, daban como resultado un estado de intranquilidad. Eso debía ser la
intuición.
De pronto, los vi. Eran dos sombras en lo alto de una de las crestas
rocosas.
Permanecían inmóviles y no parecían demasiado preocupadas por ocultar
su presencia. El sol estaba a sus espaldas y, en el contraluz, pude distinguir la
silueta de las motocicletas que montaban. Tenían un pie en tierra y las
máquinas, a buen seguro, detenidas. Y, desde luego, nos estaban observando a
nosotros.
—Tiro —susurré por el teléfono temeroso de que el eco llevase mis
palabras hasta las dos figuras—. Tiro, ¿has visto eso?
—Los veo, Bingo, los veo. Llevan ahí unos cinco minutos.

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La voz de mi socio sonaba entrecortada. La cobertura se volvía escasa por
momentos.
—Maldita sea, Tiro, hay un par de tipos ahí arriba. Sabía que algo estaba
sucediendo. Lo presentía. Mi olfato nunca me engaña.
Arrojé el puro que fumaba sobre la arena. Estaba demasiado nervioso para
poder prestarle toda la atención que merecía.
Llamé al señor Ictius.
—No quiero que se alarme, pero hay dos motoristas vigilándonos desde la
parte superior de la pared que tenemos a nuestra izquierda —dije—. No
quiero que mire ahora. Haga como si nada extraño ocurriese. Voy a ordenar a
un par de hombres que cubran su vehículo.
Sabía que, si íbamos a ser atacados, el unimog conducido por el señor
Ictius con todo nuestro combustible, el agua y los víveres, sería el principal
objetivo de los piratas. No estaba seguro de que ellos lo supiesen, pero era
posible que nos estuvieran siguiendo desde hace tiempo. No quería correr más
riesgos de los que ya estábamos corriendo.
Reduje mi velocidad y dejé que la caravana me fuese sobrepasando. Dos
hijos de los Licius rodaban en torno a la mitad de la columna en sendas
motocicletas todoterrenos. Tratando de parecer despreocupado, me situé entre
ellos y les hablé:
—Tenemos una visita no deseada. Están sobre la pared de piedra —hice
una pequeña pausa para que se hicieran cargo de la situación—. Despacio y
sin llamar la atención, id junto al camión del señor Ictius. Uno a cada lado.
Tened las armas disponibles. No las desenfundéis. Tan solo estad preparados
para hacer uso de ellas si fuera necesario.
Los muchachos cumplieron mi orden con diligencia. Ahora tenía el
camión tan protegido como aquel lugar permitía. Lo cual era prácticamente lo
mismo que decir nada. Dos tipos con un buen par de rifles con mira
telescópica, podían acabar con diez o doce de los nuestros antes de que
nosotros lográsemos salir de allí en estampida. Si nuestra velocidad de
reacción era la suficiente, quizás podríamos dejar la cifra en cinco o seis
bajas. Nunca menos. De cualquier forma, una nefasta perspectiva.
De buena gana me hubiese lanzado a la carrera por el desfiladero y
hubiera tratado de dar alcance a aquellos tipos. No me gustaban las visitas
inesperadas. Y esta, sin duda, lo era. A pesar de que nada en su
comportamiento hacía pensar en que podían ser agresivas para nosotros, no
me fiaba. Aquello era el desierto atlántico y los tipos que rondaban por allí no

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eran precisamente gente normal y corriente. Pero estaba al mando de una
comitiva de colonos. No podía obviarlo.
La caravana fue avanzando sin variar el ritmo. Unas mujeres, las cuales
no habían sido informadas de la situación, solicitaron detenernos un rato para
descansar.
La negativa fue rotunda y algo malhumorada. No había tiempo para
explicaciones.
Estas mujeres no hacían otra cosa que plantearme problemas. Estaba en su
naturaleza acabar con la paciencia de uno a base de requerimientos y
peticiones.
Al demonio con ellas. Bastante hacía con tratar de salvarles la vida.
Veinte minutos después la caravana había superado el lugar en el que
habíamos avistado las dos sombras. Continuamos todos atentos. Ordené que
nadie bajara la guardia. Podían aparecen en cualquier momento y desde
cualquier lugar.
La cadena montañosa finalizó tan bruscamente como había surgido. El
desfiladero se estrechó y, tras unas cuantas curvas, apareció el desierto
abierto. Volver a ver aquellas grandes extensiones de arena y sal me hizo
recobrar el aliento.
Aún rodamos unos cincuenta kilómetros hacia el oeste. Quería estar todo
lo lejos que pudiese de aquellas rocas.

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CAPÍTULO 9

Búsqueda de las sombras desconocidas

Hasta después de la cena no conseguí serenarme un poco. La señora Fictius


había cocinado un buen arroz con trozos de carne y, una vez con el estómago
lleno, pude comenzar a pensar con claridad.
Los hombres, como ya se estaba haciendo costumbre entre nosotros, nos
solíamos reunir, tras la cena, en torno a una fogata. Comentábamos las
incidencias acaecidas durante el día y debatíamos los problemas cotidianos
que se nos iban presentando. Aquella noche no hubo hoguera. No quería
delatar nuestra presencia de una forma tan clara y explícita en medio de la
noche. Con, al menos, un par de tipos rondando por ahí, lo mejor era no dar
demasiadas señales de nuestra posición.
Las dos sombras en la pared de roca fueron el tema principal aquella
noche.
Los hombres que no se habían percatado del suceso, fueron informados
con rapidez.
—Creo que deberíamos tomar precauciones. No está de más llevar
siempre hombres armados protegiendo la caravana —dijo uno.
—A partir de ahora estamos relativamente a salvo —respondí con una
taza de café en la mano y mi dunhill en la otra—. Una vez en terreno abierto,
atacarnos es más difícil. Los veremos llegar sin dificultades y tendremos
tiempo de prepararnos para hacerles frente.
—En caso de que sus intenciones sean perversas —señaló otro.
—Desde luego. En ningún momento mostraron agresividad hacia
nosotros.
Simplemente se apostaron en lo alto de las rocas y nos observaron. Porque
de eso sí estoy absolutamente seguro. No estaban allí matando el tiempo. Nos
contemplaban sin ningún tipo de duda.

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Los hombres bebían café, fumaban y, de vez en cuando, se susurraban al
oído. Había una botella de Four Roses rondando por ahí y algunos nos
servimos un poco en la taza del café.
—Cojamos las motocicletas y vayamos a por ellos ahora mismo —
sentenció uno de los jóvenes con menos seso.
—Eso sería un suicidio. En primer lugar, es una locura recorrer este
desierto en mitad de la noche. Podríamos perdernos en menos de diez
minutos. En segundo lugar, los tipos podrían localizarnos antes de que
nosotros diésemos con ellos. Eso sería lo más probable. Basta con que
dispongan de sensores de calor para que la presencia de nuestras motocicletas
se vislumbre como luciérnagas en la noche. Y, aunque careciesen de ellos, el
ruido de los motores nos delataría de inmediato. No, esa no es una buena idea.
—¿Y si hacemos algo por el estilo cuando amanezca? —Dijo Tiro—.
Podríamos esperar a las primeras luces del alba y salir a dar una vuelta de
reconocimiento por ahí.
Me detuve a pensar unos instantes antes de dar una respuesta. El plan de
mi socio no era malo, pero no quería asumir riesgos innecesarios. Es posible
que me estuviera haciendo viejo. Hace unos años no lo hubiese dudado dos
veces. Habría salido a por ellos antes de que ellos nos diesen alcance a
nosotros. Pero ahora prefería adoptar posturas más conservadoras. Sería que
los años comenzaban a pesarme.
O quizás las casi cuarenta personas que, bajo mi entera responsabilidad,
estaba conduciendo a través del Atlántico.
—De acuerdo, daremos una vuelta. Pero solo cuando haya luz suficiente.
—Nunca antes del alba —dije—. Y tú te quedas, Tiro.
—Demonios, Bingo —protestó—, yo quiero ir contigo.
—No eso es imposible. Alguien ha de quedarse al cargo de la caravana
cuando yo no esté. Debes permanecer aquí. No dejaré a todas estas personas
sin nadie a su cargo en medio del desierto más duro del mundo.
—Pero Bingo…
—Es mi decisión, Tiro. Te quedas.
Mi socio sabía que, cuando tomaba una decisión, nunca daba marcha
atrás, así que no insistió. Es algo que aprendí en el ejército. Cuando un
hombre decide algo, sobre todo si ese hombre tiene un rango superior a los
que le rodean, jamás debe desdecirse de su palabra. Incluso en los casos en
los que, más tarde, se dé cuenta de que está equivocado. Las decisiones hay
que mantenerlas hasta el final.

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Es lo que los demás esperan de quien esté al mando. Uno no puede ir
cambiando de opinión a cada momento. Lo único que se consigue de esta
forma es crear confusión entre los subordinados.
Así que, aunque no estaba demasiado seguro de lo que estaba diciendo e,
influenciado quizás, en exceso, por mi estómago lleno y el café con whisky,
prometí una pequeña expedición de reconocimiento por la mañana.
—Iremos solo dos hombres —añadí—. Dos motocicletas tan solo. Es la
única manera de tratar de pasar desapercibidos.
Miré en torno a mí. Necesitaba elegir un compañero. Frente a mí se
sentaba uno de los muchachos a los que había ordenado proteger el camión de
los víveres.
Un joven alto y fuerte, de veintiuno o veintidós años, bien parecido. No le
había oído hablar en demasiadas ocasiones y eso siempre era un punto a su
favor.
Si algo no podría soportar, es a alguien con incontinencia verbal a
primeras horas de la mañana.
—Muchacho —dije—. ¿Cómo te llamas?
—Licius, señor, Bras Licius.
—Bien, Bras, tú me acompañarás mañana. ¿Estás de acuerdo?
—Desde luego, señor Small, desde luego. Haré lo que usted me pide.
—En ese caso, cuento contigo al amanecer. Ten a punto tu arma. Puede
ser peligroso.
Alguien dio un codazo al señor Licius. Uno de sus muchachos trataría
directamente con el jefe. El señor Licius no pudo menos que esbozar una leve
sonrisa de satisfacción. Era uno de sus chicos el que me acompañaría por la
mañana.
Todo un honor, al parecer.
—Creo que es el momento de retirarnos, si les parece. Mañana no va a ser
un día fácil —dije mientras me ponía en pie.
Cogí a mi socio por el brazo cuando nos dirigíamos a acostarnos.
—Manténte lejos de la niña de los Vinicius. Es una orden.
—Pero Bingo, sabes que no hay peligro alguno conmigo.
—Tiro, tú eres el peligro en persona cuando se trata de mujeres. Y ahí hay
una que te tienta demasiado.
Me acerqué a su oreja.
—En unos días llegaremos a las Azores. Allí podrás desfogarte todo lo
que quieras, ¿está claro?
Mi socio no contestaba, así que insistí:

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—¿Está claro?
—Está claro, Bingo, está claro —dijo a la vez que, de un gesto brusco, se
deshacía de mi apretón en su brazo.
No dormí demasiado bien aquella noche. Cuando llegaron las primeras
luces del alba, me encontraron despierto. Tenía grabadas, dentro de mi mente,
aquellas sombras y no había manera de quitármelas de encima. Así que decidí
que lo mejor era estar ocupado. No sería una mala idea dar un vistazo a mi
suzuki antes de comenzar la jornada. Mi motocicleta no era, en modo alguno,
una máquina joven. Tenía ya bastantes años y, aunque la mayor parte de sus
elementos habían sido renovados periódicamente, ya no tenía intacto su
nervio inicial. Por otro lado, había conseguido conservar la magia de las
motocicletas de antaño. No se fabricaban máquinas como las de antes.
Aunque había probado nuevas motocicletas y, durante temporadas había
rodado sobre algunas de ellas, con ninguna me compenetraba de igual manera
que con mi veterana suzuki. Nos conocíamos perfectamente el uno a la otra.
Sabía cómo iba a responder ante cualquier eventualidad.
No me jugaría nunca una mala pasada, de eso estaba seguro. Lo cual no se
podía decir siempre de la mayoría de los hombres.
Bras Licius apareció puntual. No tenía aspecto de acabar de despertarse,
así que supuse que los nervios por su nueva misión le habían mantenido en
vela durante gran parte de la noche. Le saludé con un gesto. Había calentado
algo de café y se lo ofrecí. Bebimos en silencio mientras observábamos cómo
el sol se levantaba sobre el continente europeo. El espectáculo era maravilloso
pero yo lo único que deseaba en aquel momento era meterles sendas balas en
la cabeza a los dos tipos que íbamos a buscar.
Arrancamos las motocicletas y salimos del campamento. El hombre que
permanecía de guardia nos saludó agitando despacio su arma. La temperatura
era bastante baja y tuvimos que cerrar nuestras guerreras hasta el cuello. A lo
largo de la hora siguiente, no crucé una sola palabra con el chico de los
Licius. Rodamos en dirección a la cordillera montañosa, hacia el lugar en el
que el día anterior habíamos avistado las dos sombras. Una vez allí,
ascendimos entre las rocas sin rumbo fijo. El terreno se abría escarpado ante
nosotros, pero nuestras motocicletas se las arreglaban bien para ascender.
Bras conducía su máquina con pericia. No se vio en la necesidad de hacer pie
a tierra en ningún momento. No puedo decir lo mismo de mí. Quizás había
engordado un poco después de tantos meses de sedentarismo en Lisboa. En
cuatro ocasiones tuve que apoyar un pie en el suelo para no perder el
equilibrio.

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—Vamos a detenernos un momento —dije.
Bras detuvo la motocicleta al instante. Como se hallaba delante de mí, y
me daba la espalda, levantó la rueda delantera y giró sin moverse del sitio. El
muchacho tenía una gran fuerza física. Hacían falta unos cuantos buenos
músculos para mover así una motocicleta tan pesada como la suya.
—Voy a realizar una llamada —añadí mientras encendía mi teléfono
celular.
Iba a recabar algo de información. Tenía un contacto en la policía de las
Azores y, de vez en cuando, hacía uso de él para hacer algunas
averiguaciones.
Desde la Gran Evaporación, la policía de las Azores había pasado de ser
un cuerpo regional sin demasiados recursos a una de las policías más
avanzadas, dotadas de tecnología y preparadas del mundo. Aquel trozo de
tierra civilizada en mitad del desierto atlántico se había convertido en uno de
los lugares más transitados del mundo. Su aeropuerto había sido ampliado en
dos ocasiones a lo largo de los seis últimos años. Visitantes de toda condición
llegaban hasta allí no siempre con la intención de hacer turismo por las
laderas de la dorsal. Ladrones, piratas, fugitivos y maleantes de todo tipo se
daban cita en lo que hasta hace bien poco habían sido unas tranquilas islas
perdidas en medio del océano.
—¿Cavalho? —pregunté al teléfono.
Cavalho Gonzales era un tipo que había conocido años atrás cuando era
sargento del ejército portugués en Angola. A pesar de que la descolonización
había tenido lugar mucho tiempo antes, al gobierno de Lisboa siempre le
había gustado mantener retenes militares de forma no oficial. Vestían de
paisano, pero no mostraban demasiado interés por ocultar su condición.
Mataban la mayor parte del tiempo en los bares de Luanda ocupándose de
beber en firme. Cuando estaban los suficientemente alcoholizados, el
gobierno los devolvía a la metrópoli y eran sustituidos por personal de
refresco. En fin, unas largas vacaciones a cuenta del contribuyente.
—¿Quién es?
—Cavalho, soy Bingo Small. Disculpa que te llame tan temprano.
—¡Bingo Small! Maldito zorro… ¿Cuánto tiempo más vas a dejar pasar
sin tomar una copa con tu viejo amigo Cavalho?
—Quizás te acepte esa copa antes de lo que piensas. Estoy a medio
camino entre Lisboa y tu bar preferido.
—¿Todavía te dedicas a llevar infelices al desierto? Bonito oficio el
tuyo…

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—Ya sabes —bromeé—, un hombre tiene que comer todos los días.
—¿Qué es lo que se te ofrece a estas horas?
—Necesito una información.
—Tú dirás…
—Quiero saber si habéis detectado piratas últimamente en la zona este.
—Esto está cada día más plagado de maleantes, muchacho. Los muy
cabrones le están perdiendo el respeto al desierto. Pero tan al este como te
encuentras tú no los habíamos detectado nunca. ¿Puedes darme tu situación
exacta?
—Estamos en la cordillera montañosa que hay a unos quinientos
kilómetros al oeste de Lisboa.
—Esa zona es una zona, por lo habitual, tranquila. Está demasiado lejos
de cualquier lugar civilizado. Sería una locura tratar de subsistir allí.
—Pues aquí hay gente, eso puedo asegurártelo.
—Estaremos atentos a cualquier señal. Es lo único que puedo decirte
desde aquí.
—Gracias, Cavalho, te debo una.
—Unas cuantas, muchacho, unas cuantas…
Cerré la comunicación. El sol comenzaba a calentar y el olor a sal
impregnaba el ambiente. Un típico día en medio del Atlántico.

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CAPÍTULO 10

La soberbia no tuvo la culpa

Rondamos aquella zona un rato más y no hallamos rastros de los dos


hombres.
El camino se volvía cada vez más escarpado. El tránsito era, a cada
momento, más dificultoso. Algunos trozos de roca se desprendían con
demasiada facilidad al paso de las ruedas de nuestras motocicletas. Había que
prestar toda la atención posible al camino. De esta manera, escudriñar el
paraje se tornaba una misión complicada. No quedaba más remedio que parar,
de cuando en cuando, para dar un vistazo.
A lo lejos, en la llanura, nuestro campamento comenzaba a cobrar vida.
Con los prismáticos podíamos observar el movimiento previo a la partida. Esa
era mi orden para Tiro. Ellos debían emprender el viaje sin dilación. Ya les
alcanzaríamos más tarde. Nuestras motocicletas podían viajar a una velocidad
muy superior al resto de los vehículos. Les daríamos alcance antes de que
cayese la noche.
Mientras, nuestra pequeña excursión a través de la cordillera montañosa
comenzaba a aburrirme. No había ni rastro de las sombras avistadas el día
anterior.
Y no parecía que iba a haberlo. Aquel lugar era inmenso y estaba repleto
de lomas, colinas, crestas y rocas que se alzaban en medio del camino sin
aviso previo. Un lugar perfecto para esconder un ejército completo.
Pero, a veces, cuando uno menos se lo espera, tiene un golpe de suerte
imprevisto. O quizás sucedió que ellos no hicieron nada por ocultarse. De
cualquier forma, ahí estaban, a unos doscientos metros de donde nosotros nos
encontrábamos, montados en sus motocicletas y observándonos, de igual
manera a la que, en el día anterior, los avistamos.
Bras no pudo reprimir un grito:

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—Señor Small, mire, ahí los tenemos.
Detuve mi máquina y los miré. No parecía preocuparles nuestra presencia.
Estaba seguro que nos habían visto, pero no hacían nada por huir. Mal
asunto. No les inspirábamos el menor temor. Lo cual, me lo causaba a mí.
Comencé a sentir cierta inseguridad. Estábamos en un terreno que
desconocíamos por completo y no podríamos ir tras ellos de manera
indefinida. Debíamos medir con cuidado el uso del combustible de nuestros
depósitos o nos quedaríamos tirados en medio del desierto, absolutamente
indefensos y expuestos a cualquier ataque.
Pero ¿en qué demonios estaba pensando? ¿No era yo el gran aventurero y
expedicionario que jamás le había hecho ascos al peligro? Me estaba haciendo
viejo, definitivamente me estaba haciendo viejo. Jamás había razonado tanto
las cosas ni tomado tantas precauciones. ¿Qué es lo que hubiera hecho hace
unos años al encontrarme a aquellos tipos al alcance de la mano? Perseguirlos
sin importarme nada más, darles alcance y obligarlos por la fuerza a que me
explicasen qué diablos pretendían con ese maldito juego del escondite.
Así que no me lo pensé dos veces. A por ellos.
—Bras, ten preparada tu arma —ordené mientras aceleraba mi
motocicleta y salía a toda velocidad de allí.
Los dos hombres no reaccionaron con rapidez cuando vieron que nos
acercábamos hacia su posición a toda velocidad. Aún permanecieron un rato
sin efectuar un solo movimiento. Sorteábamos las rocas, saltábamos por
encima de ellas y volábamos un rato. Aquella era la juerga que desde hace
tiempo necesitaba para desentumecer mi anquilosado cuerpo. Las sensaciones
que el vértigo y el riesgo provocaban en mi cuerpo, volvieron a brotar en mí
después de bastante tiempo de mantenerlas olvidadas.
Por fin, los hombres se pusieron en marcha. Giraron sus máquinas sobre sí
mismas y se lanzaron por los riscos. Eran muy buenos. Sabían manejarse en
este medio. Pero nosotros también lo éramos. Sobre todo Bras Licius, que
sorteaba los obstáculos como si la motocicleta fuese una prolongación de su
cuerpo.
A pesar de que nos empleábamos a fondo, no les dábamos alcance. Ellos
debían conocer este paraje y eso les daba cierta ventaja. Tomaban los giros
sin dudar un instante y no titubeaban a la hora de escoger el camino a seguir.
Nosotros, al menos, no les perdíamos de vista. Solo en tres o cuatro
ocasiones desaparecieron de nuestro campo visual aunque, en todas ellas,
volvimos pronto a tenerlos al alcance de nuestra mirada.

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Después de casi media hora de persecución en la que nunca les tuvimos a
menos de ciento cincuenta metros de distancia, desaparecieron tras unas
peñas.
Estaban ahí y simplemente desaparecieron. Hicieron un salto hacia
delante y, uno tras otro, se esfumaron sin dejar rastro. Pensé que quizás se
tratara de un pequeño desnivel entre las rocas y que pronto volveríamos a
divisarlos, pero no fue así.
Por el contrario, lo que se apareció ante nuestros ojos fue una de las
visiones más sorprendentes que he tenido en toda mi vida. Y las he tenido
bastantes extrañas, todo hay que decirlo.
Allí mismo, en medio de una gran vaguada a la que los riscos daban paso
de manera repentina, se encontraba uno de los mayores barcos transatlánticos
de la historia de la navegación civil. Sabía que debía de estar por allí, pero
nunca lo había visto. Tampoco me había tomado demasiadas molestias en
buscarlo. Había escuchado toda clase de historias al respecto en los bares de
Lisboa, pero no me había preocupado en comprobarlas. Es posible que no me
las creyese del todo.
Pero ahí estaba la prueba real: un gran barco de más de doscientos
cincuenta metros de eslora encallado en la cumbre de una montaña de piedra
y sal.
—Dios santo —acertó a exclamar Bras—. ¿Qué es esto?
—Es el Rey Juan —respondí—. Lleva aquí desde hace seis años.
—¿Cómo ha llegado hasta este lugar?
—Hace seis años aquí había tres kilómetros de agua, muchacho.
Simplemente, encalló.
Bras no podía dar crédito a sus ojos. Yo, la verdad, tampoco. El
espectáculo era grandioso, sin duda. Pero era cierto, ahí estaba,
tranquilamente posado sobre un lecho de roca rojiza.
—Pero… —A Bras le faltaban las palabras.
—No le dio tiempo a llegar. Hicieron mal sus cálculos. Cuando dio
comienzo la Gran Evaporación, el barco estaba amarrado en Buenos Aires.
Nadie pensaba que la perdida de agua iba a ser total, así que no se dieron prisa
en reaccionar y estuvo allí durante unos cuantos meses más. Cuando los
armadores tomaron conciencia de que el problema del agua se agravaba, lo
mandaron llamar. El barco es, al menos lo era, de un gran consorcio
portugués. Hubiera agua o no en los océanos, este cascarón vale cientos de
millones. Ellos lo querían en Lisboa, así que dispusieron que iniciara el
regreso. Para aprovechar el viaje, esperaron a que se llenase de pasajeros.

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Mover este barco por el Atlántico sin pasajeros, es un lujo que nadie se podía
permitir —hice una pausa para detenerme a pensar—. Ese fue el problema.
Perdieron demasiado tiempo y no pudieron llegar. Les faltaron unas horas.
Este buque, con todas sus máquinas a pleno rendimiento, está a unas horas de
Lisboa. Pero estas montañas no estaban en sus planes. No las pudo superar y
las crestas de piedra se convirtieron en afilados arrecifes. No se pudo hacer
nada.
Embarrancó sin remedio.
—El tiempo que perdieron en llenar de pasajeros el barco fue precioso. Si
no lo hubieran perdido, el buque estaría sano y salvo en Lisboa.
—En realidad, ahora también está sano y salvo —dije—. Solo que
descansa un poco más lejos de Lisboa. Quizás sea lo mejor. Por lo menos, no
tienen problemas de pillaje. Debe de estar todo intacto, tal y como lo dejaron
en el momento de abandonarlo.
—Pero ¿cómo consiguieron los pasajeros salir de aquí?
—La mayoría murieron. Al parecer, y, según cuentan, cundió el pánico y
muchos de ellos se lanzaron al desierto sin la mínima probabilidad de
sobrevivir.
Las misiones de rescate tardarían mucho tiempo en llegar ya que todo el
mundo, durante los últimos días de la Gran Evaporación, estaba demasiado
ocupado en trabajos de la más diversa índole y los servicios de seguridad se
afanaban en proteger y custodiar lo que más a mano tenían. Nunca se les
ocurriría lanzase en una misión desesperada rumbo a lo desconocido para
salvar a varios cientos de turistas de lujo. Piensa que, en aquellos días, no
sabíamos qué nos íbamos a encontrar una vez que las aguas desaparecieron.
El desconocimiento de los fondos marinos siempre fue enorme.
—Es decir, que todos estos alrededores están plagados de cadáveres.
—Tú lo has dicho. Además, fueron cadáveres innecesarios. Esto era una
ciudad flotante —dije señalando al transatlántico—. Seguro que podían
haberse organizado para resistir durante muchos meses. Tendrían alimentos y
agua de sobra para aguantar. Pero el pánico les venció. Se lanzaron a lo
desconocido. Es probable que pensasen que se hallaban más cerca de la costa
portuguesa de lo que en realidad se encontraban. No lo sé. En cualquier caso,
murieron como ratas aplastadas bajo el sol. Un hombre, lanzado a pie por este
desierto, sin agua ni preparación específica, no puede sobrevivir más de unos
pocos días. Ellos creerían que lo podían soportar y que aguantarían hasta el
final pero la verdad es que nadie lo consiguió. Cuando la compañía armadora

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consiguió juntar un equipo de rescate formado por una flotilla de helicópteros,
no encontraron apenas supervivientes.
Curiosamente, no eran más que unas decenas de viejos y mujeres con
niños pequeños a los que emprender la partida caminando desierto a través,
les había sido imposible. Su incapacidad les salvó la vida. Cuentan que
muchos hombres abandonaron a sus familias para tratar de ponerse a salvo
ellos mismos. Fueron unos cobardes. Prefirieron abandonar a los de su propia
sangre con tal de poner a salvo su pellejo. Pero el destino es sabio a la vez que
cruel, y sabe colocar a cada cual en su sitio. Todos esos cobardes perecieron
de la manera más horrible. Con la piel cuarteada por el sol, absolutamente
deshidratados y sin poder dar un solo paso más por sí mismos.
—Dios castiga la soberbia humana —sentenció, un tanto enigmático,
Bras.
Le observé un rato pensando muy bien lo que iba a decir.
—¡Qué diablos! La soberbia humana no tiene nada que ver en esto. El
buque encalló por un error de cálculo, por un fallo humano. Estoy harto de
que, cada vez que un transatlántico se hunde o encalla, todo el mundo decida
que eso sucedió por culpa de la soberbia de los hombres. ¡Menuda estupidez!
También se estrellan los aviones y no por ello nadie habla de vanidad.
Me excité un poco, pero es que aquel tipo de afirmaciones sin sentido me
sacaba de mis casillas.
—El buque tuvo mala suerte —continué—. Si se estuviese dirigiendo a
cualquier otra ciudad, es posible que se hubiera salvado. Aún disponía de las
horas suficientes para llegar. No hubiera conseguido superar el talud
continental, eso seguro, pero, al menos, estaría a pocos kilómetros de tierra
habitada. En esas circunstancias, una salida a pie para los pasajeros, hubiera
sido factible. Pero fue el pánico el que los perdió a todos y dirigió sus
destinos en línea recta hacia la muerte segura. En definitiva, un error humano
seguido de un pánico generalizado. Eso fue lo que los mató a todos.
Bras no había dejado de mirar al Rey Juan durante nuestra conversación.
Estábamos justo detrás de su popa y teníamos una visión longitudinal de
la nave.
Apenas se había escorado y mantenía el porte y la elegancia de antaño
intactos.
Ni siquiera el brillo de sus elementos metálicos había menguado en
exceso. Se aparecía ante nosotros fabuloso y rebosante de magia. Era la
primera vez que veíamos una cosa así y, probablemente, sería la última. No
hay demasiadas oportunidades de encontrar todos los días transatlánticos

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intactos varados en medio del desierto. Había visto muchos restos de naves
naufragadas que la Gran Evaporación dejó al descubierto, había visto
pequeñas embarcaciones varadas por falta de agua navegable, pero algo de
aquella grandeza, jamás.
—Están ahí —dije.
—¿Qué? —respondió Bras.
—Los tipos. Digo que están ahí, en la cubierta de popa. Míralos.

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CAPÍTULO 11

Rodando sobre cubiertas de madera

Oímos unos disparos y varias balas pasaron cerca de nosotros. Demasiado


cerca.
—Vamos —grité a Bras.
—¿Cómo dice, señor Small? —preguntó agachando la cabeza para
esquivar el fuego.
—Adelante, muchacho, vamos a saltar. Ahí abajo, a la cubierta del buque.
—¿Saltar?
—La mejor manera de defenderse de un ataque es atacando.
Aceleré mi motocicleta y di marcha atrás para tomar impulso. Un par de
giros de muñeca y todo hacia delante. Bras no tardó en imitarme.
—Dales duro, muchacho.
Las motocicletas saltaron al vacío en una caída de cinco o seis metros.
Perdí algo el equilibrio al aterrizar, pero me rehíce pronto. Bras, llegó unos
segundos después. Su máquina se clavó en el suelo y la amortiguación la
balanceó arriba y abajo unas cuantas veces.
Volvimos a oír las balas zumbando en nuestros oídos. Solté el seguro de
la funda de mi arma y me hice con ella. Puse el dedo en el gatillo y disparé
una ráfaga hacia el frente, sin apuntar a ningún sitio en concreto. Era un
aviso: estábamos dispuestos a entablar batalla. No íbamos a soportar una
lluvia de proyectiles sin darles nada a cambio. Aquí estaba nuestra respuesta.
Bras empuñaba ya su semiautomática.
—Dispara —ordené—. Al cuerpo, sin tregua.
Hizo una ráfaga de aviso. Estábamos en la cubierta de popa y la
inclinación del piso era casi inexistente. Las motocicletas podían rodar por
allí como por una pista de asfalto recién construida. Aquí y allá podíamos ver
pequeños obstáculos ante los que había que mantener cierto cuidado: hamacas

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volcadas, sillas plegables, bolsas de plástico, algo de basura desperdigada…
Los restos que atestiguaban la presencia de personas en aquel lugar.
Los dos tipos debieron de quedarse algo confundidos ante nuestra
reacción, porque solo acertaron a dar media vuelta y ponerse a cubierto de
nuestro fuego.
—Tras ellos, Bras —dije—. Ahí están, tras esos botes salvavidas.
El transatlántico permanecía prácticamente intacto. Si tuviese agua bajo la
quilla, podría encender motores y salir de allí rumbo a cualquier lugar del
mundo.
Solo las numerosas huellas de ruedas sobre la cubierta de madera hacían
suponer que allí estaba ocurriendo algo fuera de lo normal.
Perseguimos a los dos tipos por la cubierta de estribor. Nos lanzamos a la
carrera escalera abajo y esquivamos varios botes salvavidas. Estuve a punto
de irme al suelo en una ocasión. El piso resbalaba en algunos tramos y las
ruedas de nuestras motocicletas, pensadas para rodar por terrenos agrestes, no
se adherían lo necesario al suelo de madera.
Atravesamos una puerta y accedimos al interior de buque. El terreno se
tornaba peligroso. Los tipos a los que perseguíamos podían apostarse detrás
de cualquier lugar y emboscarnos sin darnos la menor oportunidad. Por
suerte, el sonido del motor de sus motocicletas descubría constantemente su
posición. Trababa de escuchar con atención. Necesita escuchar siempre dos
motores. Esa era la señal de que todo estaba bien y nada se complicaba más
de lo necesario.
Bras tuvo que ponerse detrás de mí para poder transitar por aquellos
estrechos pasillos. Debíamos de estar en la zona de primera clase, porque el
lujo de la decoración era evidente. Suntuosos candelabros de bronce en las
paredes, grandes cuadros con motivos campestres, tapizados hasta el techo,
moqueta en los suelos… Lo que, en definitiva, la gente rica supone que es el
lujo. Desde luego, la moqueta no volvería a ser lo mismo después de que
nuestras máquinas hubiesen dado una vuelta por allí.
Los largos y enrevesados pasillos dieron paso a una gran estancia. Debía
de ser un gran salón de baile preparado para, al menos, cien o doscientas
personas.
Disponía de dos alturas, las cuales se comunicaban gracias a una
escalinata ostentosamente alfombrada que se bifurcaba en dos sentidos. Los
dos hombres subieron a través de ella con cierta dificultad. Uno de ellos
resbaló y tuvo que apoyarse en una estatuilla de bronce que, a modo de
pequeña lámpara, iluminaba el inicio de la escalera. No lo dudé dos veces. Me

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detuve y empuñé mi heckler & koch, apunté con cuidado y apreté el gatillo un
par de veces. El tipo dio un grito y se llevó una mano al hombro derecho.
Había hecho blanco.
A pesar de estar herido, el tipo se rehízo y recuperó el equilibrio de su
máquina. Aceleró y ascendió por las escaleras tras su compañero.
—Muy bien, señor Small —dijo Bras.
—Ahora contamos con una pequeña ventaja. Aprovechémosla.
Ascendimos por la escalinata y fuimos tras ellos. Habían girado a la
izquierda y corrían por una gran balconada circular que rodeaba todo el salón.
Parecía que ya no tenían las ideas tan claras. Con uno de ellos herido, habían
perdido el control que, sobre la situación, habían tenido hasta ahora.
Comenzábamos a tener la sartén por el mango. Eso me gustaba y me excitaba
aún más. Odiaba que otros dirigiesen mi actividad. Yo quería ser siempre el
dueño de mis actos. A balazos, si era necesario.
Aquel salón abierto y despejado no era el mejor lugar para que dos
hombres, uno de ellos herido en un hombro, huyesen del fuego de otros dos.
Así que fueron listos e hicieron lo que debían hacer. En cuanto encontraron
una puerta abierta, la cruzaron y accedieron de nuevo al intrincado laberinto
de pasillos.
Podía ver rastros de sangre sobre el suelo. El tipo al que había herido
debía sangrar bastante.
Volvimos a salir al exterior. Ahora estábamos en una de las cubiertas
superiores.
Era una zona deportiva con pistas de tenis y una piscina repleta de agua
estancada que había tomado, con el tiempo, un color verdoso y oscuro.
Fuimos tomando velocidad y saltando de cubierta en cubierta. No les
dábamos alcance pero tampoco les perdíamos de vista.
Poco a poco, la cubierta superior del buque se fue estrechando hasta casi
desaparecer. Estábamos en el puente de mando. La cubierta rodeaba el puente
por su parte inferior y los hombres la siguieron. Permanecíamos muy cerca de
ellos.
Si tomábamos bien la curva, podíamos ganar el espacio necesario para
darles alcance. El hombre que viajaba herido tuvo serias dificultades para
girar a gran velocidad. Su máquina se tambaleó, perdió el equilibrio y,
finalmente, rodó por el suelo. Durante un instante, los hombres
desaparecieron de nuestro campo de visión. Era cuestión de un par de
segundos. Giraríamos y encontraríamos al hombre tendido en el suelo. Al

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menos este, ya era nuestro. Con un poco de suerte, su compañero se habría
detenido para esperarle y podríamos dar caza a ambos al mismo tiempo.
Pero las cosas no fueron tan bien como esperábamos. Dimos la curva y, en
efecto, ahí estaba el hombre al que perseguíamos tendido en el suelo.
Sangraba abundantemente del hombro y su motocicleta había ido a estrellarse
contra la valla protectora. Pero, además, tras él, cuarenta o cincuenta tipos
montados todos ellos en potentes motocicletas todoterrenos nos observaban
en silencio.
Bras y yo casi colisionamos al intentar detenernos en seco. Las cosas se
habían complicado súbitamente y de qué manera. Ni siquiera intentamos
apuntarles con nuestras armas. A todas luces, eran demasiados para nosotros.
—Tenemos un problema, señor Small —dijo Bras.
—Como lo sabes, muchacho, como lo sabes…
No quedaba otro remedio que aguardar algún movimiento por su parte.
Los tipos no estarían contentos, eso seguro. Para empezar, éramos nosotros
quienes les perseguíamos. Ellos, la verdad, no nos habían causado ningún
problema. Tan solo se detuvieron a observarnos en el desfiladero y ahí
comenzó todo. Quizás fui un poco suspicaz y saqué las cosas de quicio. Todo
ello unido al hecho de que había herido a uno de los suyos con mi
semiautomática. Estábamos en un buen aprieto.
Percibí con claridad el rumor de las armas. No nos apuntaban
directamente.
Su número lo hacía innecesario. Pero iban armados y nos lo estaban
haciendo saber.
—¿Qué vamos a hacer ahora, señor Small? —Acertó a preguntar Bras.
—No lo sé —respondí—. De momento, ni te muevas. Aguarda mi señal.
Teníamos que salir de allí a toda costa. El hombre al que había herido
hablaba con el que parecía ser el jefe de la banda. Se trataba de un tipo alto,
musculoso, con la piel muy morena y vestido como un motorista. A pesar del
color de su piel, el hombre era de raza blanca. Todos los del grupo lo eran. No
vi árabes ni negros entre ellos. Eran europeos, no cabía duda. Portugueses o, a
lo sumo, españoles.
Debían de ser una banda de delincuentes que se habían lanzado a practicar
la piratería en las Nuevas Tierras. Quizás estaban probando suerte con los
turistas y algunos expedicionarios. Habrían encontrado, en alguna de sus
correrías, el transatlántico varado y lo habían convertido en su refugio. Y
ahora nosotros les habíamos fastidiado y bien. Estábamos dentro de la boca
del lobo y había que salir como fuera.

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—Veo que os dedicáis a perseguir a mis hombres sin que estos os hayan,
tan siquiera, atacado previamente —comenzó a decir el jefe de la banda.
—Creo que todo esto se trata de un monumental error —dije.
Trataba de ganar todo el tiempo que fuera posible.
—No existe ningún error. Tenéis una cuenta pendiente con nosotros y la
vamos a resolver de inmediato —dijo mientras nos apuntaba con su arma.
Al verlo, reaccioné. Estábamos desesperados y como tal teníamos que
actuar. En un gesto rápido, tomé mi arma y disparé una ráfaga contra el grupo
de hombres. Creo que logré alcanzar a tres o cuatro, todos ellos a la altura del
estómago.
No tuve que decir ni una sola palabra a Bras Licius. Comprendió
perfectamente mis intenciones. Por otro lado, tampoco eran demasiado
complejas. Se trataba de salir de allí a toda la velocidad que pudiésemos.
Hicimos girar nuestras máquinas sobre sí mismas sin apenas moverlas del
sitio. En medio del chirrido que las ruedas provocaron sobre la madera de la
cubierta, el ruido de las balas comenzó a sonar. Los piratas habían
reaccionado y nos atacaban. Esta vez iba muy en serio. Nos matarían en
cuanto tuvieran la mínima oportunidad. Estaban enfadados de verdad.
Salimos disparados rodeando el puente de mando en dirección contraria a
la que nos había traído. Unos cuantos se lanzaron a la carrera detrás de
nosotros.
Por suerte, la cubierta que rodeaba el puente de mando era muy estrecha y
tuvieron que turnarse para poder pasar. Bras iba delante de mí y se empleaba
con su máquina todo lo a fondo que podía. Por suerte, era imposible para
nuestros perseguidores, guiar una motocicleta a toda velocidad por un lugar
tan estrecho como aquel y, al mismo tiempo, hacer fuego con sus armas.
Corrían el riesgo de rodar por los suelos al primer error. Lo cual, desde luego,
no hacía desaparecer el peligro, pero, al menos, nos daba una oportunidad.
Fuimos saltando de cubierta en cubierta. Buscábamos la popa del barco.
Es posible que existiese algún lugar más idóneo para abandonar la nave, pero
no era momento de andar buscándolo. Íbamos a tratar de salir por el mismo
lugar a través del que habíamos penetrado.
Nos mantuvimos siempre en cubierta. Conociendo que el transatlántico
estaba plagado de indeseables, era una locura volver a adentrarse por pasillos
y salones. Nadie sabía lo que podíamos encontrarnos. Así que rodamos
paralelos a la borda del barco con seis o siete piratas pegados a nuestras
ruedas traseras.

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Llegamos a la popa y rápidamente nos dimos cuenta de que allí no había
salida posible. El lugar desde el que habíamos saltado estaba demasiado alto
para poder volver a acceder a él. Había que buscar otro punto para apearnos
del barco, así que continuamos rodando un buen rato cubierta tras cubierta.
Les estábamos dando demasiado tiempo para organizarse, de manera que
ocurrió lo que tenía que suceder: nos atraparon como ratas en una ratonera.
Los piratas nos rodeaban por todas partes. Solo había una solución. Saltar al
vacío y esperar que la caída no fuese demasiado dura. Miré por la borda y
calculé. No habría más de diez metros hasta las rocas. Teníamos que
jugárnosla. Bras comprendió, raudo, mis intenciones.
No hubo, casi, ni que indicarle nada.
—¡Salta!

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CAPÍTULO 12

El lugar al que todo el agua se fue

Me sentía un tanto ridículo agazapado, junto a Bras Licius y nuestras


respectivas motocicletas, en aquel maldito hueco entre las rocas. La noche
había caído, oscura y cerrada sobre el desierto, y los piratas parecían haber
cesado en la persecución. Pero yo, a estas alturas, no me fiaba de nada, así
que, al encontrar unas cuantas rocas que formaban, por su disposición, una
diminuta y resguardada covachuela, decidí que ese sería un buen lugar para
pernoctar. Tenía un feo hematoma en el costado que me produje al golpearme
contra el depósito del combustible de mi máquina en el momento de
lanzarnos al vacío para huir del transatlántico. Me rehíce rápido y aguanté el
dolor todo lo que pude hasta que cayó la noche. Por suerte, Bras no tuvo, a
excepción de algunos rasguños, ningún percance mayor. Pudo, así, guiar
nuestra huida. Yo apenas podía limitarme a conducir mi motocicleta. El dolor
se volvió, por momentos, insoportable. No sé qué hubiese sucedido de no
tener al muchacho conmigo. El señor Licius podía estar orgulloso de su chico.
Los piratas se asombraron un tanto ante nuestra decisión de saltar por la
borda. Creo que tardaron algo en reaccionar. Un tiempo que, para nosotros,
fue precioso. Para cuando se lanzaron a la persecución, nosotros ya habíamos
adquirido una buena ventaja. No creo que saltasen, al igual que nosotros, por
la borda de la nave. A buen seguro, ellos disponían de un lugar más adecuado
para tomar tierra. Pero, sin duda, llegar hasta él, les llevó demasiado tiempo.
Para entonces, nosotros ya nos habíamos repuesto del impacto contra el suelo
y estábamos a un par de kilómetros de allí.
Durante todo el resto del día, pudimos ver la nube de fina arena que, a su
paso, levantaban los piratas lanzados tras nuestra pista. Una vez en terreno
abierto, nos convertimos en un objetivo muy vulnerable pero no había otro
remedio.

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Teníamos que alcanzar a los nuestros y obtener, así, la ayuda que
necesitábamos.
Sin parar de rodar en ningún momento y con el costado doliéndome
horriblemente, pude llamar por teléfono a mi socio. Además de que un par de
hombres armados no nos vendrían nada mal en aquel momento, el
combustible comenzaba a escasear. No alcanzaríamos la caravana a aquella
velocidad. Estamos consumiendo muy deprisa el poco líquido que nos
restaba. Así que mi socio lo vio claro: necesitábamos que uno de los cuatro
por cuatro diese la vuelta y nos ofreciera su apoyo. De inmediato, ordenó que
un jeep con tres hombres jóvenes a bordo regresara en nuestra ayuda.
Mientras, y, puesto que la noche se nos echaba encima, nosotros debíamos
buscar un lugar lo más resguardado posible y esperar.
Cuando la puesta del sol hizo que, tanto nosotros como nuestros
perseguidores, necesitáramos utilizar los faros de las motocicletas para poder
seguir rodando por el desierto, la persecución se simplificó bastante. Para
ellos no éramos más que dos puntos rojos en medio de la noche y, de igual
manera, nosotros no estábamos perseguidos sino por varias decenas de
potentes haces de luz blanca.
Nuestra posición permanecía descubierta en todo momento pero, al
mismo tiempo, con la de ellos ocurría algo similar.
La única forma de desaparecer por completo era apagar los faros. Pero, al
mismo tiempo, en ese instante se terminaba nuestra marcha. No podíamos
rodar un solo metro más sin una fuente de luz que alumbrase el camino. La
noche había caído muy cerrada y no había Luna. Tuvimos suerte de acertar a
vislumbrar la pequeña cueva en medio de la arena.
No me lo pensé demasiado. Me dolía todo el cuerpo y sabía que Bras no
estaba lejos del agotamiento. Había sido un día muy duro para él. Sin duda,
no estaba acostumbrado a este tipo de emociones. Entramos en la cueva y nos
acurrucamos contra el fondo. Las motocicletas, tumbadas en la arena,
ocupaban el resto del espacio. No tenía más de tres metros de fondo y otros
dos de ancho. Un lugar ciertamente incómodo pero lo suficientemente
resguardado como para hacerlo casi invisible. Apagamos los faros y los
motores y, en la oscuridad, masticamos unas barras de chocolate y frutos
secos que habíamos traído con nosotros.
Con un poco de suerte, los piratas no nos encontrarían y podríamos pasar
desapercibidos en nuestro escondrijo. Si nos daban por perdidos, quizás se
cansarían y regresarían a su guarida en el buque varado. Por la mañana,

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después de toda una noche de viaje, los hombres de apoyo llegarían hasta
nosotros con más armas y reservas de combustible.
—Trata de dormir un poco —me dirigí a Bras en la oscuridad.
—Sí…
Nos tumbamos. La cueva no permitía que estuviésemos en pie. Tan solo
nos dejaba permanecer agachados en cuclillas, así que la postura más cómoda
era absolutamente tumbados. Me situé junto a la entrada y observé el exterior.
Todo parecía tranquilo. Cerré los ojos. En mi mano derecha tenía mi arma
dispuesta por si algún visitante nocturno nos acechaba.
—¿Cómo fue, señor Small? —preguntó súbitamente Bras. Parecía haber
meditado bastante la idoneidad de hacer la pregunta antes de formularla.
—¿A qué te refieres?
No necesitaba una respuesta. Sabía qué era lo que Bras deseaba conocer.
—La Gran Evaporación. A eso me refiero. Me gustaría saber qué sucedió.
Usted sabe que nosotros estábamos en el centro de Europa y allí no hay
mar ni nada que se le parezca. Lo seguimos por la televisión pero no es lo
mismo.
—Desde luego que no es lo mismo, muchacho, desde luego que no.
Al parecer, el tan ansiado sueño no iba a llegar pronto. Podría haber
mandado callar a aquel muchacho, pero después de su comportamiento a lo
largo del día, satisfacer su curiosidad juvenil es lo menos que podía hacer por
él.
—Todo ocurrió sin previo aviso —comencé—. Yo estaba, durante
aquellos días, pasando una temporada en las playas de Dakar. Había
concluido la época de las carreras de vehículos a través del desierto y trataba
de descansar durante un par de semanas. Siempre me gustó Dakar. Un lugar
especial, sin duda alguna.
Escudriñé el exterior de la cueva. Todo estaba oscuro y tranquilo.
—No puedo recordar la fecha exacta. A mediados de enero, quizás. Un
buen día nos levantamos y notamos como un ligero vapor emanaba de la
superficie del océano. El agua, sin embargo, permanecía a su temperatura
habitual. No había ascendido ni medio grado. Simplemente, una parte de ella
se estaba transformando en estado gaseoso y ascendía hasta formar unas
densas nubes unos cuantos kilómetros por encima de nosotros. Fue un
proceso lento al principio pero que, gradualmente, se fue acelerando. Un mes
después del inicio de la evaporación, el agua ascendía en nubes densas y
apretadas. Era imposible ver nada a través de ellas. Es como si una niebla

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cerrada se hubiera apostado sobre el mar. La única diferencia es que se movía
en sentido ascendente produciendo un leve y arrullador murmullo.
—¿No estaba caliente?
—No, en ningún momento. El agua permaneció siempre en su
temperatura habitual. Podías bañarte en el mar con toda tranquilidad. De
hecho, sumergirte en aquellas aguas en medio de aquella poderosa neblina
ascendente, producía una sensación de relajamiento indescriptible. No estaba
nada mal, de veras. Mucho mejor, sin duda, que una sauna.
—¿Y la gente? ¿Cómo reaccionó?
—Al principio con cierto temor y extrañeza. Después, con una mezcla de
fascinación e intranquilidad. A fin de cuentas, en Dakar mucha gente
dependía del mar para subsistir. La pesca, las playas, las calas fascinantes,
todo ello reportaba un buen chorro de beneficios a esa pobre gente. Ahora ya
no les queda nada de nada. Lo han perdido todo.
—Continúe…
—Con el paso de los meses, tres o cuatro a lo sumo, el asunto de la
evaporación tomó proporciones serias. Decidí quedarme en Dakar más tiempo
del que tenía previsto. Tenía noticias de que el fenómeno estaba sucediendo
en todo el planeta al mismo tiempo, pero no quería alejarme de aquella costa.
Lo que ocurría era absolutamente excepcional y no quería perdérmelo por
nada del mundo.
El océano ya había perdido más de los dos tercios de su líquido. Los
científicos se devanaban los sesos tratando de buscar una explicación a todo
aquello. Los gobiernos buscaban medidas de control que detuviesen el
proceso, pero nada se podía hacer. Aquello sucedía de una manera inevitable.
Simplemente, el agua del mar se estaba marchando a otro lugar. Dijeron que a
las capas altas de la atmósfera y, desde ahí, al espacio exterior. Creo que
incluso pusieron en órbita, con suma urgencia, un transbordador espacial para
observar, desde fuera, el fenómeno.
Como puedes ver, no tuvieron demasiado éxito.
—¿No cree usted que pudo ser un aviso de Dios?
—¿Cómo dices, muchacho?
—Sí, ya sabe, una señal divina. Dios hace cosas de esas. Recuerde lo que
ocurrió con el Diluvio Universal. Esto pudo ser una cosa por el estilo, pero en
el sentido inverso. Dios nos envió un aviso en forma de Gran Evaporación.
Nos quitó algo que siempre tuvimos, que fue importante para nosotros y, sin
lo cual, podríamos pervivir sin problemas, pero su falta sería, para siempre
notoria. Piense que el hecho de que solamente el agua salada fuera la que se

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evaporó es un dato a tener en cuenta para su valoración. ¿Por qué el agua de
los ríos, los lagos y los embalses, el agua dulce, en definitiva, no se marchó
también? Aún la tenemos disponible.
Sigue cursando su ciclo como si nada hubiera sucedido. Y la lluvia no ha
dejado de caer.
Traté de pensar en lo que Bras me decía, pero estaba demasiado cansado.
—No lo sé, muchacho. Quizás tengas razón. Aunque yo no creo
demasiado en Dios ni en historias de ese tipo. Yo creo, más bien, que el agua
se marchó porque tenía que ocurrir. Supongo que, al final, encontrarán una
explicación racional para todo esto.
—No se cierre usted a otras interpretaciones —bajó el volumen de su voz
hasta convertirlo en un susurro—. Le voy a confesar una cosa, señor Small.
Nosotros creemos que fue una señal divina. Por eso estamos haciendo lo
que hacemos. Por eso abandonamos el viejo mundo. Porque Dios nos ha
dicho, con su señal, que en este impera la corrupción y que es necesario
buscar nuevos lugares, mucho más puros y acordes con su ley, para vivir.
Buscamos la tierra prometida, el territorio destinado para los que creen y
confían en su mandato.
Aquello comenzaba a parecerse demasiado a un sermón. Bras Licius era
un buen muchacho, de eso no había duda. Se había comportado como un
verdadero hombre a lo largo del día. No vaciló en ningún momento y supo
estar siempre a la altura de las circunstancias. Todo eso me condujo a olvidar
que esta gente estaba completamente chalada. Su comportamiento era
siempre, en apariencia, normal.
Pero, de vez en cuando, surgía su demencia paranoica. Ese era uno de
esos momentos. Y yo estaba demasiado agotado para soportarlo.
—Duérmete, muchacho —dije con la intención de dar por concluida la
charla.
Pero Bras tenía que concluir su perorata para poder quedarse tranquilo.
—Usted mismo ha dicho que nadie, ni los más sabios entre los sabios, ha
podido hallar una explicación a todo lo que sucedió. Y no la encuentran
porque no existe a ese nivel. Por muchas vueltas que le den. Por muchos
ensayos en laboratorios que efectúen. Por muchas catas y exploraciones del
terreno que hagan. La explicación hay que buscarla más allá. En el terreno de
Dios. Esto es obra suya, no lo dude. Solo él puede hacer que toda el agua de
los mares del mundo desaparezca sin dejar rastro. Hubo señales pequeñas
pero nadie las tomó en cuenta.

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Por eso se sintió obligado a actuar a lo grande. Debía mostrarnos su
presencia por medios que todos pudiesen interpretar. Nunca más una de sus
señales sería obviada.
De eso puede estar bien seguro.
El sueño me estaba venciendo. Casi no oía la voz de Bras. Creo que aún
habló durante un rato más pero yo ya no entendí nada.

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CAPÍTULO 13

Arbustos, arroyos y un lugar en las nubes

Me despertó el sonido del teléfono. Eran los muchachos que mi socio había
enviado en nuestra búsqueda. No conseguían hallar nuestra posición así que
salí de la cueva y los busqué con la mirada. Acababa de amanecer y, por
suerte, no había ni rastro de los piratas. Debían de haberse cansado de
perseguirnos y, con la caída de la noche, probablemente regresaron a su
guarida. Mis hombres estaban no más lejos de unas decenas de metros del
lugar en el que nos hallábamos.
Les hice una señal con la mano. El jeep se puso en marcha y pronto
estuvieron con nosotros.
—¿Se encuentran bien, señor Small? —dijo uno de los chicos.
—Todo en orden —dije mientras me tocaba el costado.
Aún me dolía bastante pero estaba mejor que el día anterior. Con una
buena pomada para bajar la inflamación, lo soportaría sin dificultad.
—¿Y Bras?
—Ahí está —respondí señalando el hueco entre las rocas—. Creo que aún
está dormido.
Traían combustible, comida y agua. Uno de los hombres se apostó para
vigilar mientras los demás tomábamos café y unas deliciosas galletas de
avena que había preparado la señora Fictius. Cuando terminábamos de
desayunar, Bras se levantó algo enfadado porque no le habíamos despertado
antes.
—Te habías ganado el descanso —bromeé.
No había ni rastro de los piratas. Parecían haber desaparecido. Desde
luego, no les íbamos a dar tiempo a que nos encontraran de nuevo. Pronto
nosotros seríamos historia en aquella zona.

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—La caravana se encuentra a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí —
dijeron.
—Si salimos ahora mismo, les daremos alcance antes de la noche.
Podemos rodar a más del doble de velocidad que los unimogs.
Borramos todos los rastros de nuestra presencia y arrancamos las
máquinas.
El día había amanecido algo nublado pero no amenazaba lluvia.
Comenzamos a recorrer un terreno que era sencillo de superar. Al margen de
unas cuantas dunas de arena prieta fácilmente salvables, la dificultad del
terreno era casi inexistente.
A mediodía nos detuvimos un rato para reponer fuerzas. Ya estábamos
lejos de la zona en la que perdimos de vista a los piratas, pero no quisimos
encender fuego. Eso nos demoraría en exceso. Continuamos con nuestra dieta
de galletas y algunos frutos secos y nos hicimos de nuevo a la ruta. En varias
ocasiones hallamos pequeños riachuelos de agua dulce. Vimos, en torno a
ellos, huellas recientes de vehículos. Los nuestros se habían detenido, sin
duda, con la intención de repostar agua. Disponían del equipo necesario para
comprobar su potabilidad.
Nosotros, por el contrario, carecíamos de ellos. Me podía apostar lo que
fuera con quien quisiese a que aquella agua estaba en perfectas condiciones
para ser consumida. Había pasado muchos días en el desierto atlántico y sabía
que no se trataba de otra cosa más que de agua de lluvia que había
encontrado, en su camino, unas cuantas capas de tierra impermeable que no
permitían su filtración.
En todas las Nuevas Tierras, se estaba configurando una vasta red de ríos,
riachuelos y lagos naturales. Nunca había podido ver grandes cauces, pero en
Lisboa se escuchaban, muy a menudo, historias sobre enormes caudales de
agua al sur de las Canarias.
La red fluvial aún permanecía en un estado incipiente. La labor de erosión
necesaria para que los lechos de los ríos pudieran adquirir profundidad y no
derramar, así, el agua que transportaban, no había hecho más que comenzar.
Aún quedaban decenas de años hasta que los ríos, sobre todo los grandes
cauces, adoptasen lechos estables por los que fluir de manera ordenada.
Pronto, comenzamos a notar que el terreno comenzaba a tornarse
ascendente.
La llanura que nos había acompañado durante todo el día, fue dando paso
a un terreno de colinas cada vez más prominentes. Al principio, apenas se
notaba el cambio. La transición era muy lenta. Pero no cabía duda de que

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estábamos abandonando una zona de gran aridez para penetrar en otra más
húmeda. Incluso, el paisaje se fue alumbrando con menudas matas y arbustos
de un color verde cetrino. En un momento en el que nos detuvimos unos
segundos para decidir el rumbo correcto, escuchamos el murmullo de un
arroyo que parecía correr cerca.
Esto, la verdad, nos infundía ánimos. Tantos días viendo solamente arena,
sal y rocas, acababan con la moral de cualquier hombre. A pesar de que se
tratase de cinco tipos como los que allí nos hallábamos. Me sentía bien entre
aquellos muchachos. Sabían de la vida dura y eso, para un explorador como
yo, decía mucho en su favor. Habían sido educados para saber soportar el
sufrimiento y crecerse ante él. Buscaban siempre soluciones y no les había
visto amilanarse ante la dificultad. Manejaban las armas con experiencia y
conocimiento. Sabían conducir sus máquinas y no se arredraban ante la
posibilidad de tener que hurgar en los motores. Unos grandes tipos, en
definitiva. Bien enseñados. Con arrestos suficientes para sobrevivir en este
desierto. Sabrían proteger a sus familias. Podrían abrirse un hueco y salir
adelante. Lástima que todas esas virtudes las desaprovecharan en esta tierra
baldía y hostil. Tercos hasta la saciedad estos muchachos.
Empecinados en sus absurdas teorías sobre Dios y sus señales. Con unos
cuantos como ellos podría fundar la mejor compañía de exploradores de
Europa occidental.
El terreno seguía encrespándose y notábamos cómo las máquinas
calentaban sus motores algo más de lo que nos habían tenido acostumbrados
hasta ahora.
—La parte más complicada del viaje acaba de dar comienzo —dije.
—¿Hemos llegado…? —Preguntó uno de ellos.
—Sí, ahí la tenéis. La gran Dorsal Atlántica. Una fenomenal cordillera
montañosa de mil kilómetros de ancho que hemos de superar para poder
acceder a la vertiente americana. No hay otro camino excepto el que tenéis
ante vuestros ojos —hice una pausa—. Y ahí arriba, justo en la cresta de estas
montañas de casi cuatro mil metros de altura, en el lugar donde podéis ver
todas esas nubes, están las Azores. El último lugar habitado de Europa. Tras
él, lo único que encontraremos es el desierto más cruel y salvaje del mundo.
Tres mil kilómetros en línea recta hasta la ciudad de Nueva York.
—Las Azores…
—Sí —sonreí—. Un lugar civilizado en medio de toda esta locura. Os
aseguro que, si queréis, podréis divertiros a lo grande. Quizás sea la última

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vez de vuestras vidas. Según he comprendido, entre vuestros planes futuros
no se encuentran los de hacer una juerga de vez en cuando.
—¿Permaneceremos en ellas mucho tiempo?
—No demasiado. Lo justo para abastecernos de nuevo y emprender
camino sin que nada nos falte. Las Azores están, desde siempre, comunicadas
con el continente a través de sus varios aeropuertos. Por su situación
estratégica, nunca les ha faltado de nada. Allí podremos encontrar
prácticamente todo lo que se nos ocurra. Y también unos cuantos bares en los
que echarse al cuerpo unas copas.
—No creo que eso sea para nosotros señor Small. No podemos desviarnos
un solo milímetro de nuestro plan original, entiéndalo.
—Como queráis. Pero sabed que os estáis perdiendo algo grande.
Comenzaba a atardecer. La presencia de la dorsal era, cada vez, más
notoria.
La arena que nos había acompañado hasta ahora, se volvió más gruesa y
adquirió la forma de diminutos cantos rodados. A lo lejos, se distinguían las
cumbres habitadas de las montañas. Aún estaban muy distantes, pero tenerlas
a la vista ayudaba a proseguir el camino.
Unos seiscientos metros por encima del lugar en el que nos hallábamos,
divisamos a la caravana. Se movía despacio por el terreno escarpado. Llamé
por teléfono a Tiro Las.
—Os tenemos a la vista. Gira la cabeza y nos podrás ver —le dije.
—Por fin. Espero que, a partir de ahora, os unáis al trabajo. Estoy harto de
que a mí siempre me toque trabajar mientras otros están pasándoselo en
grande —me respondió.
—Tranquilo, chico, ya estamos aquí. Tuvimos ciertos problemas pero, por
lo demás, llegamos dispuestos a alcanzar las Azores en menos de un par de
días.
—Me muero porque llegue ese momento. Mi cuerpo necesita tumbarse
sobre una cama de verdad y dormir durante catorce horas seguidas.
—¿Habéis tenido algún percance?
—Nada importante. Pura rutina, ya sabes. Pinchazos, pequeñas averías,
algún calentón del motor, nada importante. El señor Vinicius se ha encargado
con presteza de todo ello. Por lo demás, tranquilidad absoluta.
Al menos, la caravana había transitado sin contratiempos. Lo único que
me faltaba en ese momento era tener que comenzar a solventar incidentes.
—Mira el sol —dije mientras observaba las cumbres—. Nos queda poco
más de una hora de luz. Así que, en cuanto encuentres un lugar que

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consideres apropiado, detén la comitiva e instala el campamento. Pasaremos
la noche por aquí.
Este parece un lugar tranquilo.
—De acuerdo. No tardéis. Aún me queda un poco de whisky para
compartir.
—En media hora os alcanzamos.
Cerré la comunicación. Los muchachos rodaban en silencio. El sol había
descendido lo suficiente como para dejar en penumbra toda la vertiente de la
dorsal.
De vez en cuando, nos veíamos obligados a efectuar bruscos giros para
rodear grandes trozos de roca que nos encontrábamos en el camino. Entonces,
el sol nos iluminaba con su luz cada vez más rojiza. El terreno adquiría, así,
un aspecto extraño e inquietante. La sal, que hasta ahora se nos había
presentado en forma de gránulos mezclados con la arena, se aparecía en
grandes trozos del tamaño de un puño que crujían y se desmenuzaban al
pisarlos con nuestras ruedas.
No me estaba yendo mal del todo. Había perdido un hombre en un
accidente estúpido pero el balance general era positivo. Habíamos sido
atacados en dos ocasiones, la segunda de ellas por culpa nuestra, pero no
había que lamentar bajas. Mi golpe en el costado y un cansancio generalizado
eran las únicas consecuencias de aquellos infortunados encuentros. Por otro
lado, los vehículos estaban respondiendo de manera asombrosa. Si
conseguíamos llegar hasta las Azores en aquel estado, me daba más que por
satisfecho. Y nada hacía pensar que no lo pudiéramos conseguir. Tan solo nos
tenía que acompañar un poco la suerte y que los bandidos de las Azores nos
dejasen en paz.
El grupo respondía bien. Es posible que fuese demasiado severo en mi
calificación inicial. Eran hombres duros y mujeres resistentes. No se
amilanaban ante el trabajo intenso. Sabían lo que se traían entre manos. El
señor Vinicius, que era un líder nato, había adiestrado con precisión a su
comunidad. Su carácter correoso parecía que tenía el don de inculcarse, de
manera natural, en las personas con las que entablaba contacto. Los
muchachos eran tipos recios que no dejaban que sus deseos vitales se
interpusieran ante lo que ellos creían su destino supremo.
Jamás los vi palidecer. Siempre eran capaces de tragarse su agotamiento y
aguantar un rato más sin desfallecer.
El único problema que me preocupaba era Lorna Vinicius. Aquella
muchacha con aspecto de buena chica, podía ser una fuente inagotable de

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problemas.
Conocía, de sobra, a las de su especie. Siempre, en apariencia, comedidas
y educadas pero que, sin que te dieses cuenta, eran capaces de organizar una
compleja red de subterfugios, argucias y falsedades que expandían en rededor
suyo. Si tenías la desdicha de caer en ella, podías darte por acabado porque
esta clase de serpientes es de las que no te suelta hasta que te destruye por
completo. Te clavan sus dientes y aprietan. Cuando la sangre fluye, se la
beben hasta dejarte seco. Y mi socio parecía dispuesto a lanzarse de brazos
abiertos en su red. Desde luego, ese era un problema, un verdadero problema.
Quizás, tras un par de días en la civilización, Tiro se calmase un poco. Eso
esperaba. Porque si algún fallo había que encontrar en mi socio, este siempre
provenía de su pasión desmedida e incontrolable por las faldas. Después de
tantos años rodando juntos, sabía que, en último extremo, la única forma de
parar sus pies era meterle un tiro en la cabeza. Un tipo obstinado en su
obsesión por las mujeres.

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CAPÍTULO 14

La serpiente busca su presa en la noche

Desde luego, nuestro problema era Lorna Vinicius. Por si aún no lo tenía
claro, esa misma noche tomé conciencia de la verdadera magnitud del
conflicto.
Alcanzamos la caravana cuando el sol se ponía sobre las cumbres. Habían
comenzado a organizar el campamento nocturno y Tiro salió a recibirnos con
el torso desnudo. Sudaba abundantemente y manchas de aceite le cubrían los
brazos y el pecho. Portaba una llave inglesa en la mano. El zil volvía a dar
problemas pero, según él, lo tenían todo bajo control.
—Es cosa de un par de retoques —dijo.
Lorna apareció pronto. La chica de los Vinicius apenas abría la boca pero
yo sabía leer el lenguaje de su cuerpo. Era una verdadera puta. Con todas las
letras y en todas las acepciones de su significado. La muy fulana rondaba el
rastro de mi socio, sembraba su pútrida simiente y olisqueaba buscando el
momento propicio para lanzar el ataque definitivo.
Mi socio, un imbécil integral de pies a cabeza con menos seso que su
vertemati 500, se hacía eco de todas sus señales.
—Oh, vaya, señor Las, tiene una mancha de grasa en la nariz —decía.
Desde luego. En la nariz y en el noventa por ciento restante de su cuerpo.
Bastaban cinco minutos de hurgar en los bajos del zil para acabar perdido
de una mezcla asquerosa de aceite, arena y sal.
Pero Tiro se empecinaba en no analizar, ni por un momento, de forma
racional la situación. Se dejaba llevar porque todo aquello le encantaba de
verdad.
Y esa era la principal artimaña de la muchacha.
—No es nada. Solo un poco de suciedad —respondía mientras la mirada
se le perdía en su escote.

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En la cena, se sentaron uno al lado del otro. Lorna permanecía siempre
atenta a todos los comentarios de mi socio. Reía hasta las más nimias de sus
estupideces y se apuraba en atender todos sus deseos.
—Tomaría un poco más de esa carne, señora Fictius —decía. Y, antes de
que la buena señora se levantara para tomar su plato y servirle otra ración,
Lorna había dado un salto de su asiento y ya estaba ocupada en la labor.
—Tenga, señor Las, coma un poco más. Seguro que está usted
cansadísimo.
La señora Fictius, que no era nada tonta, se daba perfecta cuenta de la
situación.
El trato con la muchacha durante mucho tiempo le había llevado a
conocer todas sus argucias. A buen seguro, no era el primer hombre con el
que las utilizaba.
Pero ella poco podía hacer. Puesto que Lorna estaba a su cargo como
ayudante en las tareas de control de la despensa y preparación de los
alimentos, trataba de mantenerla distraída con severas jornadas de trabajo. La
muchacha, lejos de quejarse, cumplía rigurosamente todos sus deberes. Era lo
que se les había inculcado desde pequeños: el cumplimiento de las
obligaciones y la obediencia incondicional.
A pesar de todo, continuaba implacable en su plan para embaucar a mi
socio.
Después de retirarnos a dormir, se produjo el incidente más grave. Hasta
ahora, el asunto no había ido, en ningún momento, demasiado lejos. Lorna
estaba buscando la oportunidad propicia para saltar sobre el cuello de mi
socio. Sin prisa. Sin precipitaciones. Olisqueaba el ambiente y valoraba con
sumo cuidado sus posibilidades. No se arriesgaría, por nada del mundo, en un
ataque sin posibilidades de conclusión favorable.
Los hombres siempre dormíamos a la intemperie. A las mujeres con niños
pequeños, se les permitía hacerlo dentro de los camiones entre los huecos que
dejaba la carga. El resto de las mujeres, pernoctaban bajo los vehículos.
No hacía demasiado frío, pero en las horas previas al amanecer, la
temperatura podía bajar bastante. A veces, se levantaba un suave pero
persistente viento del este que helaba las venas. Para protegernos de él,
utilizábamos gruesas mantas portuguesas en las que nos envolvíamos de pies
a cabeza.
Tras la cena, Tiro y yo estuvimos un buen rato charlando y haciendo
planes.

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No nos atrevimos a encender fuego. Estábamos demasiado cerca de las
Azores y aquella era una zona de piratas. El frío, pronto, comenzó a calar en
los huesos, de manera que decidimos irnos a dormir. No había transcurrido ni
media hora, cuando escuché una serie de ruidos. Tomé mi arma y me decidí a
echar un vistazo. No tardé en darme cuenta de lo que estaba ocurriendo. Una
sombra recorría el campamento sigilosamente. Sabía de quién se trataba. No
me cabía la menor duda. Me agazapé y esperé.
Mi socio se había tumbado a dormir algo separado del grupo. Solía roncar
con profusión y eso, al parecer, le sirvió de excusa para no permanecer unido
al grupo. Lorna Vinicius apareció un rato después. Recorrió, con sigilo, el
campamento, saltó entre los hombres que dormían y se deslizó bajo la manta
de Tiro Las.
Les dejé que retozaran un rato. Tenía que dejar que mi socio diese un
mordisco a la manzana antes de quitarle de la boca el fruto entero. Pero solo
un bocado.
Nada más. Después, saqué mi semiautomática y la puse en la sien de Tiro.
—Deja a la muchacha —dije con voz que trató de parecer autoritaria.
—Déjame en paz, Bingo —respondió sin moverse un milímetro.
—Suéltala ahora.
Mi socio aflojó su abrazo y la muchacha se incorporó bajo la manta. Tenía
la blusa abierta y uno de sus pechos, erecto, firme y desafiante, se aparecía
ante mí sin disimulo. La muy zorra no hizo nada por cubrirse. Ahora
estábamos a solas.
No había nadie más ante quien fingir. No era necesario mantener posturas
forzadas.
La muchacha se mostraba tal y como era.
Sonrió como una puta barata. Por fin, decidió llevarse la mano a la blusa
para cubrir su desnudez pero, antes de hacerlo, la pasó por el pecho en un
gesto lascivo.
—Y tú, atiéndeme bien —me dirigí a ella—. Quiero que te mantengas
lejos del señor Las. ¿Queda suficientemente claro?
La muchacha me sostuvo la mirada con absoluto descaro. No dijo nada.
—¿Entiendes lo que te estoy diciendo? —repetí.
—Sí, señor Small —dijo—. Lo comprendo perfectamente.
Agachó la cabeza y trató de parecer humillada. Pero yo sabía que la muy
arpía no hacía más que aparentar algo que no sentía en realidad. Eso me ponía
de muy mal humor. Durante unos instantes vi su verdadero rostro. Ahora,

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volvía a interpretar su personaje habitual. Una pobre chica alejada del amor
en medio del desierto más inhóspito. A mí no me engañaba. Insistí:
—Quiero que te dediques exclusivamente a tus tareas en la caravana. Si
no lo haces, me veré obligado a hablar con tu padre. No me gustan las furcias
que se meten en las camas ajenas. Y, mucho menos, si, con esto, se pone en
peligro la misión para la que he sido contratado.
Lorna movía su cuerpo hacia un lado y hacia otro con un movimiento
rítmico y constante. Trataba de parecer desvalida e indefensa.
—Vamos, Bingo —dijo mi socio—, deja en paz a la muchacha. No han
sido más que unas cuantas caricias. No tiene la mayor importancia.
—Tú no te metas en esto —espeté.
Es lo único que me faltaba. Que Tiro Las tratase de discernir, por su
cuenta, lo que era justo de lo que no lo era. Su cerebro microscópico no había
sido concebido para llegar a conclusiones complejas.
—Y quiero decirte una cosa —añadí—. Olvida las faldas mientras
estemos trabajando.
Sabes que no es mi estilo mezclar los negocios con el placer. Dentro de
unos días llegaremos a las Azores y, entonces, tendrás tiempo de sobra para
desahogarte.
Yo mismo te acompañaré. Mientras ese momento llega, limítate a realizar
tu trabajo.
Hubo un silencio un tanto violento. Me daba cuenta de que no podía
anotarme la victoria de esta batalla. En realidad, no había conseguido gran
cosa. Sabía que la chica volvería a las andadas y que mi socio no ofrecería
demasiada resistencia.
Problemas.
A la mañana siguiente, mi socio me dirigía la palabra como si nada
hubiera sucedido. Él no daba demasiada importancia a estas cosas. En
realidad, las olvidaba pronto. Vivía el presente y lo demás le traía sin cuidado.
Yo traté de parecer molesto con él. En cierto modo, lo estaba, pero, como
Tiro no se daba por aludido, desistí en mi actitud. A fin de cuentas, necesitaba
tratarle con normalidad para que nuestro trabajo no se tornase intolerable.
Durante las siguientes noches, no ocurrió nada. Las jornadas de trabajo
eran agotadoras y todos, hombres y mujeres, terminábamos exhaustos. El
terreno se había inclinado mucho y algunos camiones tenían dificultades para
ascender.
Contaba con ello y así se lo había dicho al señor Vinicius antes de nuestra
partida.

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Si cargábamos demasiado los camiones, el paso de la dorsal no estaría
exento de problemas. Habíamos descendido por el talud continental sin
demasiados incidentes y eso hacía suponer que el descenso de la dorsal por el
lado americano, mucho más suave y gradual que aquel, se llevaría a cabo sin
graves lances. Pero ascender hacia las Azores se convertía en todo un reto.
Los motores se calentaban en exceso y, a veces, la carga hacía que los
camiones tuviesen que rodar a muy baja velocidad. Había tramos en los que
los viajeros tenían que caminar junto a los vehículos para eliminar peso de
estos.
Tuvimos que utilizar los cables en no pocas ocasiones y remolcar a los
unimogs.
Cada uno de los cuatro por cuatro portaba, en su parte trasera, un cable de
acero de unos diez metros de longitud con un gancho en el extremo. Al
principio, los fuimos usando de manera esporádica pero, con el paso de los
días, me di cuenta de que era mejor llevar permanentemente sujetos los
camiones. La velocidad nunca era ya la suficiente para que los cables
molestasen y, aunque no siempre fueran necesarios, ahorrábamos mucho
tiempo evitando tener que montarlos y desmontarlos varias veces al día.
Lorna parecía haber atendido mis palabras. Se mantuvo lejos de Tiro.
Había ordenado a la señora Fictius que le asignase aún más tareas de las que
tenía.
Quería que, a final del día, a la muchacha no le quedara ninguna gana de
seguir intrigando. La señora Fictius actuó encantada. No aprobaba, en modo
alguno, la actitud de la chica. Sabía que tontear un poco era lo propio de su
edad, pero ella se excedía demasiado. Le asignó más tareas y la hacía trabajar
de sol a sol. Siempre había algo que ordenar en la despensa, cajas que
reorganizar y víveres que recontar.
La despensa era uno de los lugares estratégicos de la caravana y no podía
haber sorpresas en ella.
—Quizás el señor Vinicius debería conocer algunas cosas que ocurren por
aquí… —Dejó caer la señora Fictius en una ocasión.
No le respondí. Me limité a mirarla y a asentir levemente. No me atrevía a
dar ese paso. Podría volverse contra mí. Necesitaba a Tiro y no podía permitir
que la desconfianza cayese sobre él. Además, era mi socio y mi amigo. No
tenía la menor duda de que era un descerebrado, pero no era mal muchacho.
Si hablaba con el señor Vinicius, quizás solo conseguiría que el ambiente de
la caravana se enrareciese. Lo mejor era esperar. Las Azores estaban ahí
mismo y mi socio podría desfogarse sin causar más problemas. Lástima que la

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zorrita no pudiera hacer lo mismo. Yo, personalmente, era capaz de pasearla
por todos los tugurios de las Azores hasta encontrarle un buen muchacho
portugués que le calmase los ánimos si, de esta manera, consiguiera que la
paz retornase a mi caravana. Pero el señor Vinicius era capaz de meterme una
bala en la cabeza si hacía una cosa de ese estilo. Lorna era su niña, su única
hija y la adoraba. No permitiría que cualquier tipo se la acercase con torcidas
intenciones. Mi socio, incluido.

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CAPÍTULO 15

Existencia en las cumbres de las montañas

Conseguimos alcanzar las Azores con el zil casi en las últimas. Necesitaba
una revisión a fondo que, al menos, nos ocuparía dos días. El señor Vinicius
rápidamente lo dispuso todo para que así fuese. No quería que perdiésemos un
minuto más de los necesarios. Y yo estaba de acuerdo en eso. No quería
abandonar la tensión del viaje. Los dos días de descanso me vendrían bien,
pero no era necesario ninguno más.
La primera de las Azores que, desde nuestra posición, avistamos con
nitidez, fue São Miguel. Se trataba de un territorio de poco más de sesenta
kilómetros de largo con ciudades de cierta entidad que le hacían a uno sentirse
de nuevo en la civilización. Disponía del aeropuerto internacional más
importante de todas las Azores a través del cual era permanentemente
abastecida desde Lisboa y Frankfurt. Si siempre lo habían sido, ahora las
Azores eran, más que nunca, uno de los lugares estratégicamente mejor
situados en el mapa del globo.
Bordeando Santa Maria, entramos en São Miguel a través de una playa de
su cara sur cerca de Ponta Delgada. Fue una magnífica sensación volver a
sentir el asfalto bajo nuestras ruedas. Llevábamos el polvo, la arena y la sal de
muchos días en el cuerpo. El cansancio lo debíamos llevar dibujado en la cara
porque, los primeros lugareños que avistamos, se llevaron las manos a la
cabeza al observar nuestro lamentable estado.
Después de instalar el campamento y dejar a señor Vinicius al cargo de la
caravana, mi socio y yo nos dirigimos a Ponta Delgada. Necesitábamos un
buen baño, una comida decente y una copa en un vaso limpio. Aparcamos las
motocicletas frente a un hotel y reservamos un par de habitaciones. Una vez
en el interior de la mía, me quité la ropa junto a la cama y sacudí toda arena

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que llevaba encima antes de meterme en la bañera. Por lo menos, me había
deshecho de un par de kilogramos de peso.
Nunca había sido demasiado amigo de los baños, pero aquel me supo a
gloria.
Lo necesitaba de verdad. Me serví un vaso de whisky del bar de la
habitación, encendí un dunhill número 500 y me tumbé en la bañera. Tenía el
cuerpo dolorido y cansado. Aquel agua caliente era un bálsamo para mi piel.
Aspiré el humo del puro. En silencio, las bocanadas salían de mi boca y
ascendían mezclándose con el vapor. El whisky no era de mi marca pero no
estaba nada mal. Después de lo que habíamos pasado, hasta el más infecto de
los brebajes satisfaría mis necesidades.
Comenzaba a sentirme bien.
Tomé el teléfono y llamé a la recepción. Quería que alguien diese un buen
lavado a mi ropa. Un rato después, llamaron a la puerta.
—Adelante —ordené.
Una mujer joven entró en la habitación y trató de hallarme.
—Aquí —grité a través de la puerta entreabierta del baño.
La mujer asomó su cabeza y, evitando mirarme directamente, dijo:
—Me envían a recoger su ropa.
Era morena y con la tez oscura. El uniforme del hotel le sentaba
estupendamente y se ajustaba con cierta picardía a las curvas de su cuerpo.
Los senos se apretaban dentro de la blusa y brotaban hacia arriba. La falda
cubría sus piernas hasta las rodillas y dejaba entrever unas fabulosas piernas
rectas y delgadas. Me di cuenta, entonces, de que había casi un mes que no
miraba con deseo a una mujer.
Había estado demasiado ocupado en mis obligaciones al frente de la
caravana como para poder pensar en otra cosa.
—Está ahí fuera —le respondí.
—Muchas gracias. La tendrá lista en un par de horas. ¿Quiere que se la
enviemos?
—Se lo ruego.
La mujer salió de la habitación con mis malolientes ropajes apoyados en
su regazo. Volví a dar una calada a mi cigarro mientras sorbía despacio del
vaso.
Cinco minutos después, me había quedado profundamente dormido.
Desperté cuando alguien golpeó la puerta. El cigarro flotaba, apagado, en
el agua de la bañera. El vaso de whisky había rodado por el suelo derramando
el líquido por toda la alfombra. Tardé unos instantes en tomar conciencia del

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lugar en el que me encontraba. Notaba cierta extrañeza al no hallarme en
mitad del desierto.
Cuando uno pasa demasiado tiempo ahí abajo, termina por creer que no
existe nada al margen de ello.
Volvieron a llamar a la puerta.
—Pase —grité.
La misma mujer que había recogido mi ropa, la traía ahora recién doblada
y planchada.
—Hay algunas manchas que no han salido, señor.
El agua de la bañera estaba fría y no quedaba ni rastro del vapor. Debían
haber transcurrido las dos horas.
—Déjela sobre la cama —dije mientras me incorporaba.
Salí de la bañera y me sequé el cuerpo con una toalla de un blanco
inmaculado y suave como las plumas. Después, me la puse rodeando la
cintura y salí fuera del baño. La mujer permanecía en medio de la habitación
esperando instrucciones.
En aquel momento me pareció bellísima.
—¿Desea algo más el señor? —preguntó mirándome a los ojos.
—Sí, pero supongo que usted no puede dármelo —respondí mientras
ponía atención en escudriñar su respuesta.
La mujer no bajó la mirada en ningún momento ni dio señales de
azoramiento.
—Me temo que no, señor —dijo.
Dio media vuelta y salió de la habitación cerrando la puerta con mucha
delicadeza.
Demasiada delicadeza, diría yo.
El sol estaba a punto de ponerse. Miré por la ventana de la habitación y
observé cómo caía por el mismo lugar al que nos dirigíamos. Nos restaba,
aún, la parte más dura del viaje. No estaba demasiado seguro de poder llevar a
aquel grupo de chiflados hasta su destino. No lo veía nada claro. Pero tendría
que intentarlo.
Eso sería dentro de dos días. Ahora era el momento de correrse una buena
juerga en compañía de mi socio. Nos la habíamos ganado, de eso no había la
menor duda.
Me vestí y salí al pasillo. La habitación de mi socio era la inmediatamente
contigua a la mía. Llamé una vez a la puerta y la empujé. Estaba abierta. Mi
socio estaba terminando de afeitarse mientras fumaba un puro de
considerables dimensiones.

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Sobre la cama había unos cuantos botellines de licor vacíos. Tiro había
dado buena cuenta del bar de su habitación. Estaba claro que esa noche
buscaba diversión. Y la había empezado a buscar por su cuenta. Antes de salir
de su habitación del hotel, ya estaba medio borracho.
Mientras esperaba que terminase, decidí servirme una copa. Mi socio
había acabado con las existencias de whisky, así que me serví un vodka. No
estaba demasiado frío, pero me cayó bien en el estómago. Me había
despertado con el cuerpo algo desencajado. Dos horas a remojo, aunque
tuviera unos cuantos baños atrasados, era demasiado para mi piel poco
acostumbrada a la humedad.
Con la ropa limpia, la cara rasurada y oliendo a jabón, éramos personas
diferentes.
Al menos, así nos sentíamos. Dejamos las motocicletas en el
aparcamiento del hotel y, caminando, salimos a las calles de la ciudad con el
ánimo despejado y una mezcla de cansancio y ganas de diversión en el
cuerpo. Para desembarazarnos del primero y profundizar abiertamente en las
segundas, Tiro y yo seguimos una drástica y antigua dieta: ingerir todo el
alcohol que nuestro cuerpo pudiese soportar antes de caer paralizados.
A partir de ese momento, el recuerdo se hace cada vez más endeble.
Grandes lagunas en mi pensamiento me obligan a suponer la mayor parte
de lo que aquella noche ocurrió. Lo primero que puedo volver a recordar con
nitidez, era el sol de la mañana en nuestras caras. Estábamos tendidos junto a
unos contenedores de basura perdidos en una de las callejuelas de Ponta
Delgada. Tiro tenía bastante sangre coagulada en la cara. Parecía haber
brotado de su nariz y haberse solidificado allí mismo ante de que nadie la
limpiase. Su camisa aparecía rota por varias partes y había perdido casi todos
los botones. El pantalón estaba sucio y grandes manchas oscuras,
presumiblemente de su propia sangre, rodeaban los muslos.
Mi aspecto no era, en ningún modo, bastante mejor. Tenía casi toda la
ropa rota y me dolían horriblemente los nudillos de la mano derecha. Me
palpé con cuidado a la búsqueda de alguna lesión importante, pero, al margen
de unas cuantas magulladuras, mi estado era normal. Había una cosa que
estaba clara: la fiesta había sido de las que hacen época.
Un vehículo de la policía portuguesa se detuvo a unos metros de nosotros
y dos agentes descendieron de él. Vestían de uniforme y les acompañaba un
tercer hombre de paisano que había llegado a pie. Este sacó su placa del
bolsillo y se la colocó en el cinturón del pantalón. Llevaba americana y

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camisa de color rosa pálido con el nudo de la corbata aflojado. Portaba un
modelo bastante antiguo de gafas de sol con el cristal de espejo.
Me daba cuenta de que nuestra situación, tumbados entre bolsas repletas
de basura, era lamentable y no quería ni pensar en lo que habíamos realizado
aquella noche. Por mi cabeza pasaban sillas destrozadas, mujeres corriendo en
ropa interior, botellas de whisky rotas por el suelo y peleas a puñetazos.
—Veo que ya habéis llegado a la ciudad.
Levanté la mirada y vi el rostro de Cavalho Gonzáles mirándome
directamente.
—Eso me temo —acerté a decir mientras me rascaba la parte trasera de la
cabeza.
—Nos hemos dado cuenta. Medio Ponta Delgada se ha dado cuenta. Os
habéis hecho notar, de eso no hay duda.
—Creo que montamos algo de jaleo. Ya sabes, con la intención de
divertirnos…
—¿Algo de jaleo? La vuestra ha sido la mayor juerga que se recuerda
hace años en este lugar.
Tiro comenzó a moverse y abrió los ojos.
—Tu amigo es un buen elemento. Tenemos varias quejas contra él. Eso,
tan solo en las horas que lleváis en la ciudad. Habéis batido todas las marcas.
—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó mi socio mirando en torno a él.
—Escuchadme —dijo Cavalho—. Sabéis que os aprecio. A ti, Bingo, te
conozco desde los tiempos de Angola, pero tienes que darte cuenta de que
esto no es Luanda.
—Créeme que me doy cuenta —dije—. Y siento mucho las molestias que
hayamos podido ocasionar. Sabes que, por lo general, nos gusta pasar
desapercibidos.
—Quizás en otras ocasiones, pero no en esta. Habéis armado demasiado
jaleo. Tengo un buen montón de quejas amontonadas sobre la mesa de mi
despacho.
—Debería deteneros ahora mismo y poneros a la sombra unos cuantos
días —Gonzáles hizo una pausa—. Creo que lo mejor que podéis hacer es
abandonar la ciudad de inmediato.
—Mañana, sin falta —alegué—. Danos tan solo veinticuatro horas más.
Las necesitamos para que nuestros clientes terminen de abastecerse. Después,
partiremos sin demora.
—¿Cuál es vuestro camino?
—Todo al oeste.

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—¿Al oeste? Al oeste no hay más que piratas, forajidos y ladrones.
Quinientos kilómetros al oeste del último territorio de las Azores,
comienza la tierra inexplorada. Allí gobiernan asesinos y delincuentes huidos
de las justicias de medio mundo. Lo único que conseguiréis yendo hasta aquel
lugar, es poner en peligro vuestras vidas. Y, según mis noticias, los de las
gentes que lleváis con vosotros.
—¿Tan mal está la cosa?
—Peor. Si conseguís esquivar a los cabrones que actúan en lo que os resta
de Dorsal Atlántica, os daréis de bruces con el plato más amargo de vuestras
vidas.
—Los cabrones más grandes del mundo están ahí fuera —señaló con el
dedo en una dirección pero, en mi estado, era incapaz de dilucidar si lo hacía
en la dirección correcta—. Por no hablar de todo lo demás. Os enfrentáis al
peor de los desiertos del mundo. Lo que habéis pasado hasta llegar aquí es un
juego de niños comparado con lo que os resta.
—Me temo que lo sé, Cavalho, me temo que lo sé…
—Es el consejo que tengo para ti, muchacho. Coge a esa piltrafa que
tienes por compañero, a los malditos locos a los que guías y da media vuelta
antes de que sea demasiado tarde.
—Creo que ya es demasiado tarde —intenté incorporarme entre la basura
—. Está decidido. Iremos hasta el final.
—Pero —Cavalho deslizó sus gafas de sol hasta sostenerlas en la punta de
la nariz—, ¿qué demonios es lo que buscáis allí?
—El sueño americano, Cavalho, el sueño americano…

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CAPÍTULO 16

El infierno en el que nada sobrevive

El resto del día nos lo pasamos descansando. Por suerte, el bueno de Cavalho
nos permitió pasar la jornada completa en la ciudad con la condición expresa
de que no saliésemos de nuestra habitación del hotel si no era para arrancar
las motocicletas y dirigirnos al desierto. No hubo que hacer ningún esfuerzo.
La resaca nos estaba devorando por dentro y ocupamos gran parte del día
en dormir. Por la tarde, conseguimos algo de ropa nueva en una pequeña
tienda cercana y, después de pagar la cuenta, nos dirigimos al aparcamiento.
Allí estaban ellas dos. Nuestras motocicletas se aparecían ante nosotros
resplandecientes.
El día anterior habíamos encargado al propietario de un taller mecánico
que había unas cuantas calles más allá del hotel, que les diese un vistazo
completo. Queríamos que las revisara de arriba abajo. Les esperaba un duro
trago y debían estar a punto. Ambas tenían cubiertas nuevas y les habían
sacado brillo a todos los componentes metálicos.
Monté sobre la suzuki y accioné el arranque. Rugió a la primera. Apreté
las hebillas de mis botas y me dirigí, con Tiro detrás de mí, hacia la salida.
Miré al cielo. Estaba prácticamente despejado y, aunque el viento que azotaba
permanentemente las Azores impedía que el calor hiciera subir demasiado la
temperatura, el ambiente era cálido.
Nos dirigimos al punto de encuentro. La caravana se encontraba donde la
habíamos dejado el día anterior. Parecía que había transcurrido una eternidad,
pero no habían sido más que unas cuantas horas. Me sentí bien. Aún tenía
algo de resaca, pero haber perdido de vista a toda aquella gente al menos
durante unas horas, me había causado un buen efecto. Me tomaba las cosas de
otra forma. Por otro lado, sabía que ahora comenzaba lo realmente
complicado. La etapa final del viaje era la más complicada con diferencia. Por

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si no lo tenía claro, Cavalho me lo había expuesto sin el menor asomo de
duda. Nos dirigíamos al peor territorio sobre la faz de la Tierra. Lo
pasaríamos mal ahí abajo y, probablemente, algunos de los nuestros no
sobrevivirían a la terrible prueba. Esperaba, al menos, que otros sí lo
hiciéramos. No me apetecía, la verdad, dejarme la vida en medio de la nada
más desapacible y perdida del mundo. Yo siempre había soñado con
envejecer tranquilamente en mi casa de Lisboa, mirando por la ventana al
desierto, dejando pasar los días sin prisa. O, quizás, volver a África y buscar
un buen refugio en las playas de Dakar. En cualquier caso, mi objetivo era
salir vivo de allí. Y cumplir la misión para la que había sido contratado. Con
el dinero obtenido, mi socio y yo podríamos pasar una buena temporada
acodados en la barra de cualquier antro de Lisboa. Sin prisas, sin estrecheces.
Descansando mi cuerpo dolorido. Cada día me iba pesando más el paso por
este mundo. Por decirlo de una manera más exacta, el paso de este mundo por
mi cuerpo envejecido. Ya no era un muchacho.
Demasiados kilómetros, demasiada arena y demasiado polvo. El olor a
combustible lo llevaba implantado en cada uno de los poros de mi piel y no
creo que ni con un millar de baños jabonosos, pudiera deshacerme de él. Lo
llevaba conmigo para siempre. Era mi marca, mi sello personal. Bingo Small,
el hombre que cabalga su motocicleta siempre hacia la puesta del sol. Siempre
hacia el oeste. Abriendo caminos y explorando las Nuevas Tierras. Ese era yo
y esa imagen de mí me hacía sentirme bien.
Miré de reojo y observé a mi socio rodando en silencio a mi lado. Él no se
planteaba ninguno de estos asuntos. Simplemente rodaba a mi lado. Sin
importarle demasiado el destino. Sin hacer ascos a ningún encargo. Olvidando
el valor real de las cosas materiales. Nunca le vi preocuparse por el dinero ni
por sus posesiones terrenales. Tiro Las, al margen de su motocicleta y la ropa
que llevaba puesta en cada momento, no atesoraba nada más. Vivía en
habitaciones de alquiler y, cuando no tenía dinero, en el sillón de cualquier
amigo. Se alimentaba de comida rápida y de whisky americano. No era, lo que
podemos decir, un tipo demasiado listo. Se obcecaba con facilidad y era
testarudo como un viejo camión militar.
Apenas diferenciaba un buen negocio de uno nefasto. Por eso lo llevaba
siempre conmigo. Solo, no hubiera podido sobrevivir en este negocio. Se le
podía engañar con demasiada facilidad. Él, a cambio, me ofrecía su lealtad
eterna. La mejor de las ofrendas que un hombre puede dar a otro. Y, además,
lo hacía sin pedir nada a cambio. Era su forma de ser. Un gran tipo en cuyas
manos jamás dudaba en dejar mi vida si era necesario. Antes permitiría que le

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matasen que consentir que a mí me ocurriera algo malo por su culpa. Un poco
inconsciente e infantil cuando se trababa de mujeres, pero un buen tipo, en
definitiva. No solía causar daños irreparables.
Nos conocimos en el desierto de Egipto. Ambos trabajábamos para sendos
millonarios con ansias de aventura que habían decidido tomarse, todos los
años, un par de semanas para descubrir los parajes más inhóspitos del norte de
África.
Como estos suelen ser siempre los más agrestes e inesperados,
necesitaban de personal cualificado para que se hiciera cargo de sus
expediciones. En realidad, se trababa de viajes de puro lujo. Aquella gente no
se privaba nunca de nada y el hecho de que nos encontrásemos a cientos de
kilómetros del lugar medianamente civilizado más cercano, nunca era un
obstáculo. Transportaban consigo toneladas de material y utilizaban, sin
dudarlo, una flotilla de helicópteros de apoyo. Siempre disponían un avión
privado preparado en la pista de un aeropuerto. En caso de emergencia,
podían estar en cualquier ciudad de Europa en menos de tres horas.
Coincidíamos porque nuestros jefes se conocían y tenían negocios en
común. Nuestra labor era exclusivamente de guías, así que, cuando no
estábamos rodando por la arena, simplemente esperábamos. Así, nos fuimos
conociendo y compartiendo largas noches de whisky al abrigo de las
pirámides.
Luxor fue el destino que nos unió definitivamente. Utilizábamos
todoterrenos con equipamiento de lujo para circular por las ruinas del templo
mortuorio de la reina Hatshepsut. Aquellos tipos envolvían su soberbia en
billetes grandes y subían con motocicletas por las piedras que llevaban allí
varios miles de años. Sin ningún pudor ni la más mínima preocupación. El
gobierno egipcio prefería mirar hacia otro lado y ocultar, una vez habíamos
abandonado el lugar, las huellas de nuestros neumáticos.
Tiro nunca tuvo conciencia exacta de lo que hacía cuando ponía su
motocicleta sobre una rueda o corría a toda velocidad sobre aquellas rampas.
A él todo aquello le parecía un fenomenal circuito para vehículos
todoterrenos. Solía obsequiar a su jefe con una ruta a través de todo el
anfiteatro a alta velocidad.
Emociones excitantes. A mí, todo aquello me sacaba de quicio. Además,
mi patrón, al ver lo que en la expedición de su amigo hacían, comenzó a
pedirme cosas similares. Yo, por supuesto, me negué. Hatshepsut llevaba allí
demasiado tiempo como para que se permitiera que un grupo de cretinos

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millonarios occidentales turbase su paz eterna. Un día llamé la atención a Tiro
sobre lo que estaba haciendo. Se encogió de hombros y dijo algo así como:
—De acuerdo, no lo volveré a hacer más.
No se le ocurrió nada más solemne. Simplemente dijo que esa sería la
última vez. Si estaba haciendo algo mal, nunca era demasiado tarde para
rectificar.
A partir de aquel día, Tiro Las se convirtió en mi socio. Finalizamos las
expediciones que teníamos contratadas, cobramos el dinero acordado y nos
fuimos directos a Dakar. Allí vivimos, sin demasiadas preocupaciones, varios
años.
Exceptuando unas cuantas temporadas en otras zonas de África y algún
viaje muy bien pagado a Sudamérica, no nos movimos de allí. Era una gran
vida. Lo que siempre llamamos, para referirnos a aquella época, los buenos
tiempos.
Después llegó la Gran Evaporación y nuestro regreso a Europa. La gente
perdió el interés por los desiertos de siempre y quiso explorar los nuevos. Sin
agua en los océanos, el desierto estaba disponible en cualquier rincón del
mundo. No era necesario viajar a otro continente para encontrarlo. Europa era
el destino definitivo.
Y, una vez allí, no hubo ninguna duda. Nuestra ciudad era Lisboa.
Templada, acogedora y mestiza, la ciudad nos hacía sentirnos en nuestra
casa.
Nadie es extranjero en Lisboa.
Poco a poco, comenzamos a internarnos en lo que pronto se llamó las
Nuevas Tierras. Un mundo fascinante, inexplorado y muy peligroso. Todo
estaba por conformarse en él. Los ríos no fluían por cauces ordenados y,
cuando llovía, grandes torrentes de agua lo arrastraban todo a su paso. Salvo
algunos matorrales de rápido crecimiento, no existía vegetación. La sal
acumulada durante la evaporación hacía imposible la creación de bosques tal
y como se conocen en lo que siempre fue tierra firme. Sería necesario que
cayese mucha lluvia para limpiar de sal toda aquella tierra baldía. Aún
tendrían que pasar muchos años. Décadas, quizás, siglos. Nosotros, a todas
luces, no lo veríamos con nuestros propios ojos.
El ecosistema que se formaba, no permitía la vida animal. Tan solo las
especies acostumbradas a vivir en situaciones extremas habían logrado
colonizar estos territorios: serpientes, alacranes, insectos y algunos diminutos
roedores habían construido, en el desierto salado, su morada más querida.

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Posiblemente no hubiera en todo aquel lugar un solo animal que no fuese
dañino para el ser humano.
Todos picaban, mordían o le arrancaban la piel a uno en cuanto se
descuidase.
Había que andar con mucho tiento. Una picadura en medio de la nada más
absoluta, sin posibilidad alguna de rescate real, con el hospital más cercano a
cientos de kilómetros, se convertía en mortal de necesidad. Había visto a
hombres morir allí por mordeduras de serpientes que, en condiciones
normales, no son letales. El veneno tardaba unas horas en actuar, pero allí
todo eso carecía de importancia. El tipo atravesaba una larga agonía en la que,
en todo momento, era consciente de que su suerte estaba echada. No había
nada que hacer por él a excepción de acompañarle en sus últimas horas. Si
hubiera estado en la civilización, hubiera tenido tiempo de llamar a un taxi,
ponerse ropa limpia y salir tranquilamente hacia el hospital.
En las Nuevas Tierras, solo podía limitarse a esperar que la muerte le
sobreviniese cuanto antes y la agonía no se prolongara demasiado.
Aunque llamábamos, por hacerlo de alguna manera, desierto a ese lugar,
lo correcto hubiera sido llamarlo infierno. Era lo más parecido que se me
ocurría. Si el infierno existía de verdad, tenía que ser muy parecido al
Atlántico sin una sola gota de agua. Un vasto territorio de rocas, arena, sal y
calor en el que nunca nada importante podría desarrollarse. Aunque los
colonos se empeñasen en lo contrario, aquella era una tierra maldita que nadie
quería para sí.
La sal acababa con todo. Penetraba en los motores de los vehículos, en las
despensas, en todos los orificios del cuerpo. Entraba en la nariz y en las
orejas, formaba una costra que era necesario extraerse periódicamente para
que la piel no se abrasara. Se introducía entre los pliegues de la ropa e irritaba
brazos, piernas, inglés y todo aquel lugar en el que la carne se plegara sobre sí
misma.
Llegamos a encontrar extensiones de sal de más de dos metros de espesor.
La sequedad había conseguido que la capa de sal se resquebrajase dando
lugar a rocas enormes de varias toneladas de peso. Pudimos ver cómo la sal se
desprendía en las lomas de las montañas y caía sin control formando aludes
que arrasaban todo a su paso y convertían las tierras en páramos que tardarían
cientos de años en ser reconquistados por la vida. La lluvia, lejos de su
habitual efecto purificador, era, en esta tierra, cómplice de la sal y ayudaba a
que esta penetrase hasta lo más profundo del subsuelo. La desolación reinaba,
quizás para siempre, en este territorio infernal.

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CAPÍTULO 17

Bienvenidos a América

Con la primera luz del alba, levantamos el campamento y nos hicimos al


camino. Descendimos con precaución más allá de la playa por la que
habíamos accedido a São Miguel y nos lanzamos hacia abajo. La pendiente,
aunque no tan pronunciada como el talud de Lisboa, era importante. El
camino, bastante bien dibujado por la multitud de expediciones de turistas que
se aventuraban por aquel paraje, cambiaba de dirección continuamente. De
cuando en cuando, nos tocaba ascender pequeñas lomas o rodar en sentido
opuesto al que nos llevaba al oeste.
Horas más tarde, divisamos al norte las cumbres en las que bullían el resto
de las Azores. Terceira, São Jorge, Pico y, por fin, Faial, la más occidental de
todas.
Aún quedaban, mucho más al noroeste, dos cumbres más, Corvo y Flores,
pero tan solo acertamos a vislumbrarlas en la lejanía: estaban bastante lejos de
nuestro trayecto.
Fueron necesarios dos días de transitar por aquellos caminos pedregosos
para abandonar definitivamente territorio portugués. La senda se tornaba, por
momentos, un laberinto de cerros y colinas en los que el tránsito con
vehículos pesados se hacía complejo. Optamos por llevar, de nuevo, los
camiones sujetos con cables de acero. Había que estar muy atento con esta
maniobra en este tipo de terreno en el que tan pronto se ascendía un duro
repecho como se bajaba a tumba abierta. En caso de que, en un infortunado
accidente, un camión perdiese el control y se lanzase al vacío, el cuatro por
cuatro al que iba sujeto sería arrastrado, sin remedio, tras él.
Las Azores, además del único sitio para abastecerse en mitad del
Atlántico, constituían la mejor ruta para atravesar la gran dorsal. En sus
inmediaciones no existían paredes verticales ni terrenos que, con dificultad,

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únicamente a pie podrían ser transitados. El valle central de la dorsal se
disgregaba en multitud de pequeños riscos salvables con un poco de paciencia
y cuidado. El hecho de estar cerca de un lugar habitado y continuamente
comunicado con el resto del mundo, hacía que los caminos se conocieran y
los guías se intercambiasen información. Sabía, incluso, de manuales de rutas
y pistas que circulaban en cursillos para profesionales en algunas ciudades de
Europa.
Pudimos ver las marcas en las rocas. Había tipos que habían descendido
hasta allí con botes de pintura y habían marcado las diferentes rutas con líneas
de colores. Ni quería ni podía perder un solo minuto de mi precioso tiempo en
tratar de interpretar aquel primitivo lenguaje. Supongo que se trataría de tipos
que, como yo, dedicaban su vida a llevar cretinos viajeros de un lado a otro. A
juzgar por la disposición de las marcas, las expediciones debían de
aventurarse por allí a pie. Al menos, yo no perdía la dignidad bajándome de
mi motocicleta.
Vimos una de ellas no mucho más tarde. Caminaban a buen paso a dos o
tres kilómetros de nuestra posición. Eran unas treinta personas vestidas con
pantalón corto, gorras de baloncesto y crema solar cubriéndoles el rostro.
Gracias a mis prismáticos, pude ver hombres armados en vanguardia y en
retaguardia. Al parecer, no querían correr ningún peligro. Perder algún turista
en una excursión a manos de los piratas, sería una nefasta publicidad para el
negocio. Ellos también nos avistaron. Los hombres armados no guardaron
recato en mirarnos directamente a través de sus prismáticos. Parecieron darse
cuenta con prontitud de que no suponíamos un peligro para ellos. Siguieron su
camino sin volver la vista una sola vez y ser perdieron tras una curva en las
rocas.
Al día siguiente, nos topamos de bruces con una nueva expedición de
excursionistas a pie. La última de las Azores había quedado bastante atrás y
me sorprendió encontrar gente caminando por aquellos parajes. Eran una
docena de hombres y mujeres acompañados por un guía armado. Portaban el
mejor de los equipos: mochilas anatómicas, tiendas de supervivencia,
vestuario ligero y botas de primera calidad.
—Buenos días —saludé—. ¿Tienen ustedes algún problema?
—Ninguno.
El guía de la expedición se detuvo y se secó el sudor en el antebrazo
mientras me hablaba.
—Se hallan un poco lejos de las rutas habituales para los turistas, ¿no es
así?

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—Pregunté.
—Nosotros no somos exactamente turistas —pareció ofenderse—. Esta es
una expedición para la exploración de la zona oeste de las Azores. Somos
científicos.
—Lo siento, no lo sabía —creí oportuno ofrecer una disculpa—. ¿Y qué
estudian ustedes en este pedregal?
—De momento, nada. Tan solo reconocemos el terreno y tratamos de
trazar un mapa.
—Vaya, pues me alegro de haberme encontrado con ustedes. Creo que
son los tipos adecuados para encontrarse uno en medio de este maldito
laberinto de colinas.
No bromeaba. Hacía unas horas que me sentía algo desorientado. Añadí:
—¿Sabrían situar, con exactitud, el lugar en el que nos hallamos?
El guía miró hacia el cielo y lo pensó durante unos segundos. Se agachó y,
mientras se rascaba la rodilla, dijo:
—Creo que, por unos pocos kilómetros, estamos ya al otro lado.
—¿Al otro lado?
—Sí, están ustedes pisando la placa norteamericana. Este, ni política ni
geográficamente es ya territorio europeo.
Cuando los pioneros escucharon aquello, comenzaron a dar gritos de
alegría.
Bajaron de los vehículos y se abrazaron los unos a los otros. Más de uno
hincó las rodillas en la piedra y, con solemnidad y recogimiento, ofreció una
oración de gratitud a su dios.
Los científicos no pudieron ocultar su sorpresa ante aquella poco habitual
actitud. El guía se me acercó para que los demás no oyesen lo que tenía que
decirme:
—¿Les ocurre algo? ¿Están enfermos?
Algunos colonos se habían abalanzado sobre los científicos y se
abrazaban a ellos con mucho menos decoro del que, en circunstancias
normales, sus creencias les permitirían.
—Si lo desea, llevamos con nosotros un botiquín de urgencia… —
Balbuceó el guía.
—No se preocupe. No es nada. Se lo agradezco, de cualquier forma.
Me apoyé sobre el manillar y me dispuse a esperar. Estos chalados bien
podrían pasarme así el resto del día. Mi socio decidió apagar su motor y
encender un cigarrillo. Quizás esa era la mejor de las opciones. Busqué en mis
bolsillos y extraje uno de mis puros. Lo mejor era tomárselo con calma.

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—Lo hemos conseguido. Alabado sea el Señor —gritaba una mujer
mientras alzaba los brazos y los abría con las palmas de las manos extendidas.
—Dios salve a América —decía otro—. Bienaventurados los que pisan,
por primera vez, esta tierra santa, porque ellos entrarán en el reino de Dios.
Así, estuvieron un buen rato. Los científicos no daban crédito a lo que sus
ojos veían. Después de superar la sorpresa inicial, comenzaron a sonreír y a
colaborar con los abrazos y estrujones. Aquello era lo más parecido a un circo
que había visto en mi vida.
—¿Suele pasarles esto muy a menudo? —inquirió el guía.
—No, la verdad es que no les había visto así nunca. Su historia es un poco
larga de contar. Por resumir, le diré que, para ellos, esta tierra que pisan es
algo así como la tierra prometida. Ellos lo llaman el sueño americano.
Supongo que, en estos momentos, sienten que su sueño anhelado por el que
han trabajado tan duramente durante los últimos tiempos, comienza a
cumplirse. Es cierto que aún nos quedan miles de kilómetros de trayecto, pero
saberse en tierra norteamericana les ha infundido bastante ánimo.
—¿El sueño americano?
—Sí, no me haga demasiado caso porque nunca les he prestado demasiada
atención. Me limito a guiarles por este desierto. Es para lo que me pagan.
Pero estos chiflados creen, sin ningún atisbo de duda, que Europa está perdida
y en decadencia y que la única posibilidad de que su estilo de vida sobreviva,
pasa por abandonarla y asentarse en las Nuevas Tierras americanas que la
Gran Evaporación descubrió.
Hice una pausa para fumar y añadí:
—Creen que la evaporación del agua marina es una señal de Dios. Algo
así como el Diluvio Universal, pero al revés. Al parecer, como a Dios el
asunto de añadir agua a las vidas de los hombres no le acabó de funcionar, en
esta ocasión se limitó a eliminar la mayor parte de la que había.
—Curiosa teoría, no cabe duda.
—Están como para ingresarlos a todos juntos en un psiquiátrico, pero la
paga es buena. Y un hombre tiene que buscarse el sustento hoy en día.
—Pero ahí no hay más que sal y arena —dijo mientras señalaba con el
dedo hacia el oeste.
—Lo sé. Y se lo he repetido hasta la saciedad. Pero no escuchan. Tienen
una especie de líder —hice un gesto con la cabeza hacia el lugar en el que se
encontraba el señor Vinicius—. A él es al único que hacen caso. El resto de
las opiniones, está de más.

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Los abrazos y felicitaciones no parecían estar llegando a su término.
Seguían enfrascados en su frenética actividad. A estas alturas, ya nadie
permanecía en su vehículo. Todos habían descendido y se dedicaban, con
ahínco, a abrazarse y besarse. Hombres, mujeres y niños de aquella caravana,
todos sin distinción, habían culminado una de las metas más importantes en
sus vidas. Para ellos, pisar tierra americana era un logro sin parangón. Sobre
todo si, como en su caso, lo había conseguido viajando por tierra y portando,
a cuestas, todo lo necesario para construir un nuevo hogar.
—Ya entiendo… —Dijo el guía de la expedición científica—. Son una
especie de secta de fanáticos que se niegan a aceptar cualquier explicación
racional al fenómeno.
—No lo sé… Quizás tenga razón —reflexioné en voz alta—. Pero, desde
luego, no son peligrosos ni destructivos. Estos pobres infelices no hacen daño
a nadie.
Su locura es privada y tratan que los demás piensen como ellos.
—No son los únicos. Tengo noticias de que muchas sectas apocalípticas
se han dirigido a la costa este norteamericana con la intención de establecerse
allí y formar ciudades en el desierto.
—Exactamente. Estos tipos se llaman, a sí mismos, pioneros y pretenden
reunirse con los de su propia naturaleza. Creen estar conquistando nuevos
territorios para la civilización. Y, en cierto modo —di una prolongada calada
al puro, algo de eso hay.
—No me haga demasiado caso porque mis referencias son escasas, pero
creo que el gobierno de los Estados Unidos alienta este tipo de conductas.
Suponen que todo este proceso es positivo para su país. Es una especie de
expansión territorial sin coste alguno para ellos. Con limitarse a tener
controlados a los colonos y evitar desmanes importantes, lo consideran
suficiente.
El guía se abrazó, brevemente, a la señora Ictius que pasaba por allí y
prosiguió:
—Además, usted sabe que Norteamérica se creó sobre la base de las
expediciones de pioneros. Al menos, todas sus tierras del oeste se colonizaron
de esta forma. El procedimiento no les es ajeno en modo alguno.
—Están reviviendo los tiempos de antaño —sugerí.
—Eso es. Les funcionó una vez y suponen que no ha de fallarles en una
segunda.
—Si un país se construye basado en entusiasmo, este será uno de los
grandes.

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De eso no me cabe la menor duda.
Los científicos trataban, ahora que el incidente parecía haber comenzado a
calmarse, de reorganizar su comitiva. Recogían las mochilas que algunos de
ellos habían dejado en el suelo, se frotaban algo de crema solar en el rostro y
revisaban el estado del calzado.
—Bien, es el momento de despedirnos —dijo el guía.
—Ha sido un placer. Creo que nosotros retomaremos la marcha en breve.
Parece que se están calmando.
—Veo que llevan teléfonos celulares. Aún vamos a estar unos cuantos
días por aquí, así que si quiere puedo darles nuestros números. Contamos con
un médico en la expedición que puede serles de…
El guía dejó de hablar y comenzó a mirarme de una manera extraña.
Mantenía los labios entreabiertos pero no decía nada. Sus ojos dejaron de
estar fijos en mí y comenzaron a girar hacia arriba. En un momento, el tipo
perdió el equilibrio y cayó de espaldas, inmóvil, delante de mí.
—Qué demonios… —Comencé a mascullar.
Miré con atención y lo vi. De un pequeño orificio en mitad de la espalda,
comenzaba a salir un hilo de sangre que empapaba la camiseta. El tipo estaba
muerto.

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CAPÍTULO 18

El tirador solitario

Había sido un disparo, no cabía duda. Me bastó un solo vistazo para darme
cuenta. Ningún animal mata de una manera tan fulminante. Debía reaccionar
con presteza. No había escuchado el sonido del tiro. Es posible que el viento
en contra y el bullicio de los colonos hubieran hecho que pasase
desapercibido.
—¡A cubierto, todos a cubierto! —grité.
Me arrojé al suelo y la motocicleta cayó conmigo. Arrastrándome como
pude, conseguí hacerme con mi arma. El tirador volvió a hacer fuego y esta
vez sí llegó hasta mí el sonido de los disparos. Estaba parapetado tras una de
las muchas rocas que nos rodeaban y, no me cabía la menor duda, utilizaba
para atacarnos un rifle con mira telescópica. Desde la distancia en la que le
suponía, no podía impactar sobre nosotros de otra manera.
Apretaba el gatillo con intervalos de unos cinco segundos entre disparo y
disparo. En medio del desorden provocado por el pánico que se suscitó, era
una buena cadencia para eliminar el máximo número de individuos sin
desperdiciar apenas munición.
Pude ver cómo algunos de los nuestros caían bajo su fuego. También
disparaba sobre los científicos. Varios de ellos se desplomaron antes de poder
ponerse a cubierto. Tenía que hacer algo. Rodé sobre mi espalda e hice unos
disparos hacia el frente. No apuntaba a ningún lugar concreto, pero quería
hacerle saber que estábamos dispuestos a presentar batalla.
Los disparos cesaron durante unos instantes y, de nuevo, se reanudaron.
Disparaba a matar. No tenía la menos intención de dejar heridos. Di un
rápido vistazo en torno a mí y traté de evaluar nuestras bajas. Pude ver, al
menos, a tres hombres y a dos mujeres tendidos en el suelo. Ninguno de ellos

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se movía. Habían caído, además del guía, cuatro o cinco miembros de la otra
expedición.
Traté de buscar a mi socio.
—Tiro, ¿dónde te encuentras? —grité al aire.
—Aquí, muchacho —oí su voz unos metros más allá.
Había que organizar una defensa cuanto antes.
—Estamos cayendo como ratas bajo su fuego —dije.
—No hace falta que lo jures. Lo estoy viendo con mis propios ojos.
—¿Lo tienes en tu ángulo de visión?
—Creo que sí. Sé dónde está ese hijo de puta.
—Tenemos que hacerle salir como sea.
—Esto es cosa mía, Bingo. El muy cerdo se va a enterar con quién se la
está jugando.
—No hagas tonterías, Tiro. Muévete con cuidado. Ya hemos tenido
demasiadas bajas por hoy.
—¡Cúbreme!
Dicho esto, mi socio saltó de su escondite tras las rocas y comenzó a
correr agachado y en zigzag.
—¡Fuego, maldita sea, fuego! —grité con todas mis fuerzas mientras me
alzaba y disparaba una ráfaga contra el tirador.
Unos cuantos hombres escucharon mi orden y se aprestaron a hacer lo
mismo. Barrimos las rocas con nuestras balas, pero yo sabía que el muy
bastardo estaría lo suficientemente resguardado para que no pudiésemos hacer
blanco.
Pude oír unos lamentos. Era la señora Sacius. Yacía tendida en medio del
fuego cruzado. Miré y vi cómo la sangre le brotaba de una herida cercana al
cuello.
Estaba muerta. No podíamos hacer nada por ella. Le quedaban, tan solo,
unos minutos de vida.
De repente, un niño saltó entre las rocas. Permanecía a cubierto, pero los
gemidos de la mujer llamaron su atención. Era su madre. Corrió hacia ella y
se lanzó sobre su pecho.
—¡Mamá, mamá! —sollozaba.
Una mujer gritó:
—¡Haced algo, el chico está en peligro!
Desde luego, había que hacer algo. El problema era saber qué. No
podíamos lanzar un ataque desesperado para salvar al niño. Eso hubiera

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puesto en peligro demasiadas vidas. No podía permitir que, para mantener una
vida, se perdieran muchas más.
El tirador dejó de disparar un momento. Fue algo muy rápido pero me di
cuenta. La cadencia de los disparos había cambiado. Se había vuelto más
lenta y erraba bastante a menudo. El tipo había divisado al niño y estaba
calculando su estrategia. Deseé con todas mis fuerzas que le quedase un
atisbo de humanidad en un rincón perdido de su alma. No tendría el coraje
para disparar contra un niño indefenso. Un niño que se abrazaba a su madre
casi muerta, que gimoteaba junto a ella y le acariciaba el rostro con ternura.
Pronto, supe la respuesta.
El grito del niño fue muy débil. Gritó como si se hubiera pinchado con
una aguja. Nada más. Un gritito y cayó desplomado sobre su madre. Muerto.
Esta aún estaba viva cuando el crío dejó de moverse.
Tiro consiguió llegar hasta el camión en el que guardábamos el
armamento.
De un salto, entró, por la parte trasera, en el interior. Al rato, vi cómo
llegaba, arrastrándose, hasta la cabina del conductor. El tirador también se
había percatado de ello, porque disparó dos veces contra ella y rompió las
lunas delanteras. Tiro se lanzó al suelo y giró la llave del contacto. El camión
arrancó. Mi socio, sin asomar la cabeza, comenzó a girar lentamente el
camión hasta situar su parte trasera en la dirección desde la que llegaban los
disparos. Conducía con todo el cuerpo debajo del volante. Sentado en el
suelo, utilizaba las rodillas para pisar los pedales.
Entonces me di cuenta de lo que pretendía hacer. Tiro iba a acabar con
todo aquello de un disparo.
—¡Cubridle, demonios! —grité. En el camión, además de armas y
municiones, portábamos explosivos. Una bala perdida podía hacer volar a mi
socio en mil pedazos.
Se oyeron unos cuantos ruidos dentro del camión. Me puse a disparar
como si me llevase el infierno. Había que dar tiempo a Tiro para que
culminase su labor.
Estaba preparando el rifle antitanque que el señor Vinicius había
adquirido en Madrid para las ocasiones especiales. Y ahora estábamos en
mitad de una de ellas.
—Por si acaso, nunca se sabe lo que podemos encontrarnos allí —había
dicho el señor Vinicius con su habitual convicción.
Tenía que reconocer que, en lo relativo al abastecimiento, el señor
Vinicius sabía hacer las cosas.

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Mientras, Tiro parecía haber terminado el montaje del rifle. Lanzaba
proyectiles de 57 milímetros capaces de agujerear una plancha de acero sin
dificultad.
A la distancia que mi socio se encontraba de su objetivo, eran letales de
necesidad.
—¡Voy a joderte bien, cabrón! —Se oyó dentro del camión.
Acto seguido, escuchamos el disparo y el camión se balanceó sobre sus
amortiguadores. El impacto fue instantáneo y provocó una gran polvareda.
Cuando esta se disipó un poco, pudimos ver la roca en la que había hecho
blanco partida por la mitad. De su parte superior, sobresalía un brazo inmóvil.
Sin dejar de mirarlo, ordené a mis hombres que se acercaran con mucha
precaución. No quería que corriésemos ningún riesgo. El tirador parecía estar
muerto.
—Está muerto el hijo de puta —gritó Tiro.
—Puede tratarse de una trampa —dije.
—Imposible. El M18 no deja supervivientes. Esto es una máquina de
matar perfecta. Si tienes la mala suerte de hallarte en su trayectoria, despídete
del mundo.
Mi socio no estaba equivocado. El impacto había destrozado el cuerpo del
tirador. Un gran trozo de roca le había caído sobre el tórax y le había
oprimido las vías respiratorias.
Unos metros más allá, estaba su vehículo. Se trataba de un maravilloso
hummer gris de cuatro plazas. La carrocería brillaba como si la acabasen de
lustrar.
Hasta el último de los detalles había sido cuidado con esmero. Su dueño
lo había tratado con mucho cariño. Se podía notar. Y no era de extrañar,
porque el hummer siempre había sido el mejor cuatro por cuatro del mundo.
Ser propietario de uno de los de su clase no suponía lo mismo que poseer
cualquier otro todoterreno.
Los hummer eran especiales. Con ellos se podía abordar una expedición a
cualquier tipo de superficie. No tenía obstáculos. Solo una pared vertical
podía frenarles el paso. Unos vehículos fenomenales.
—Bonita manera de entrar en América —dije mientras movía con el pie el
cuerpo del tirador.
Tiro llegó hasta nuestra altura y observó, satisfecho, las consecuencias de
su osadía.
—Estuvo muy bien lo que hiciste —le palmeé la espalda—. Creo que has
salvado unas cuantas vidas.

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—¿Quién diablos es este cabrón?
Había oído hablar de ellos. Tiradores solitarios que se embarcaban en
cacerías del hombre sin esperar ninguna recompensa más allá del disfrute que
la muerte y la desolación provocaban en ellos. Cazadores venidos de África y
de Asia a los que las presas mayores ya no les excitaban lo suficiente. Iban a
la búsqueda de nuevas emociones para poder mantener viva su afición. Ahora,
en el desierto atlántico, equipados con los mejores rifles de mira telescópica y
los vehículos más modernos y eficaces, se dedicaban a matar hombres por
diversión.
Estos tipos podían llegar a amasar verdaderas fortunas durante años de
trabajo al frente de grandes expediciones de caza mayor. Un gran cazador
experto y con agallas era un profesional muy cotizado en Boston o Chicago.
Los hombres de negocios que habitaban los áticos de las grandes
corporaciones financieras, no encontraban satisfacción en las diversiones
habituales. Por ello, tenían que estar siempre a la búsqueda de nuevas
emociones. La caza mayor era una de las preferidas.
Además de la excitación que el acto de abatir un animal varias veces más
pesado que uno mismo llevaba implícita, los safaris se constituían en
verdaderas vacaciones de lujo. Estos hombres no escatimaban en medios. Los
equipos que portaban siempre eran los mejores, los hoteles los más opulentos,
la comida se traía directamente desde América y, por supuesto, el personal
empleado era el más diestro que se podía contratar.
Los cazadores profesionales que abatían animales por oficio, pronto
dejaban de disfrutar con aquello. Un elefante africano muerto se convertía en
cotidianeidad.
Un tigre de bengala cosido a balazos, era algo habitual. La emoción
desaparecía con el paso de los años. El trabajo se convertía en pura rutina.
Muchos de estos cazadores no lo pudieron soportar más y se retiraron.
Desmontaron sus armas y no volvieron a efectuar un solo disparo nunca
más.
Otros, por el contrario, tenían el virus de la muerte inoculado en sus
venas.
Necesitaban matar para sentirse vivos y los cocodrilos, los hipopótamos y
los guepardos había dejado de ser interesantes. Tenían, para ellos, el mismo
interés que un mosquito. Ninguno. Por eso, unos cuantos decidieron dar un
paso más allá. De pronto, se había abierto ante ellos un desierto casi infinito
con toda clase de climas y terrenos en el que había comenzado a dominar un
animal: el hombre. No era, en modo alguno, el más hábil de todos. Desde

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luego, no era el más fuerte. Ni siquiera el más rápido. Pero disponía de una
cualidad que lo hacía superior a todos los demás: era inteligente. Y eso,
precisamente eso, lo dotaba de un atractivo inigualable. El hombre podría
trazar estrategias de defensa ante un ataque. Podía interpretar el pensamiento
del cazador y actuar en consecuencia. Disponía de un amplio abanico de
posibilidades de reacción. Además, utilizaba, al igual que el propio cazador,
armas de fuego.
—Es un francotirador —dije—. Puede que el primer norteamericano con
el que hemos tomado contacto.
Su aspecto era caucásico. Alto y fornido. De unos cincuenta años. Llevaba
ropa militar y gafas de sol. La piel estaba curtida por el sol. El hombre había
pasado muchas horas de su vida a la intemperie. Estaba acostumbrado a
moverse por terrenos difíciles. Un viejo ejemplar de una raza casi extinta. Un
cazador solitario.
Observé la escena. Varios de los nuestros estaban muertos. El guía de los
científicos y algunos hombres de su expedición, yacían, también, inertes. Los
supervivientes comenzaban a salir de sus escondites y trataban de auxiliar al
resto.
Poco se podía hacer. El tirador no había dejado heridos. Era un
profesional. Una bala, un cadáver. Eso se aprende en la selva. Disparar sin la
seguridad de matar, puede poner en riesgo la propia vida del que dispara. Por
eso, ninguno de estos hombres fallaba jamás.
Conté los cadáveres. Habían caído cinco de los nuestros y el niño. De la
otra expedición, había cinco cuerpos más tendidos en la roca. En total, once
bajas. Un golpe muy duro.

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CAPÍTULO 19

La gran decisión

El señor Vinicius se llevaba las manos a la cabeza y caminaba de un lado a


otro sin rumbo fijo. La desesperación parecía haberse apoderado de él. No
vacilaba en gritar y lamentarse.
—¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Quién es la bestia capaz de hacer una cosa
así?
Las lágrimas resbalaban por su rostro.
—Dios santo, cuánta barbarie…
Tuvo que ocurrir algo de esa magnitud para que el señor Vinicius
mostrase, de verdad, sus sentimientos. Hasta ahora, nunca los había sacado a
relucir.
Siempre recto y taciturno, ocultando lo que sentía tras una barrera
infranqueable.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco… —Contaba los cadáveres en voz alta y
señalándolos con el dedo—. Seis, ese salvaje ha matado a seis de los nuestros.
—Y cinco más de la otra expedición —añadí.
Los colonos expresaban su dolor sin represiones. Ver al señor Vinicius
doliéndose a viva voz, parecía una autorización expresa para que los demás
hiciesen lo propio. Mientras, los supervivientes de la caravana científica eran,
en su mayoría, presa de ataques de nervios. Una mujer, tan solo, se mantenía
entera y trataba de interesarse por los caídos.
Un griterío desaforado se adueñó del lugar.
—¡Maldito desalmado! —exclamaba, desconsolada, la señora Catius ante
el cuerpo de su marido.
—Son mis padres. ¡Ha matado a mis padres! —Lloraba el hijo mayor de
los Ictius.
—¿Qué va a ser de nosotros?

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El señor Vinicius se dio cuenta de la consternación reinante y comprendió
que era su deber de líder de la comunidad tomar la iniciativa. Trató de
serenarse un poco y asumir su condición de guía moral, de hombre bueno y
recto.
—¡Amigos! —Gritó alzado los brazos en el aire—. Este es, sin duda, el
peor momento de todos a los que nos hemos enfrentado. Hemos de ser
fuertes.
—¿Cómo vamos a ser fuertes ante tanta desdicha? —gritó un hombre.
—Porque se lo debemos a ellos. Es lo que los que han caído hubiesen
deseado.
—Debemos estar muy unidos —respondió el señor Vinicius.
—Al diablo la unidad. Esto ya no hay quien lo arregle.
—Desde luego que no. Las pérdidas han sido irreparables. Pero debemos
continuar.
Se hablaban los unos a los otros a gritos, desde lejos. No se había formado
un grupo. Hacerlo hubiera significado que los que ya no se podían mover por
su propia cuenta quedaban irremediablemente fuera de él. Nadie parecía
dispuesto a dar el paso de reconocer ese extremo. La evidencia estaba clara,
pero mantener la posición inicial era una manera de tratar de detener el
tiempo.
Alguien intentó poner calma:
—Ahora no es momento para las discusiones. Debemos enterrar a los
muertos y organizar un oficio por sus almas.
—Tiene razón.
—Desde luego, eso es lo que debemos hacer.
—Aquí hay un par de heridos que precisan atención.
Ocupamos varias horas en cavar unas tumbas. En aquel terreno pétreo,
apenas existían oportunidades para excavar un agujero en el suelo. Tuvimos
que trasladar los cadáveres unos cien metros más allá hasta dar con un lugar
en el que poder hundir las palas.
El señor Vinicius, como no podía ser menos, se ocupó de los responsos.
Ya conocíamos el ritual. Fue largo y pesado. Si por un cabeza de familia
como el señor Finetius habíamos ocupado varias horas en su última
despedida, por un entierro de las características y magnitud del presente, el
oficio fúnebre se prolongó hasta la caída del sol.
Fue algo triste. Y no por el dolor que la despedida de unos seres queridos
lleva consigo. No. Se trataba de la actitud de todos los supervivientes durante
el responso. Se metieron de lleno en el ritual. Sentí cómo cobraban vida,

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cómo sus sentidos se animaban y compartían con mayor intensidad. Parecía
que se sintiesen felices en medio de su desgracia. La ceremonia les daba vida.
Por supuesto, también rezaron los muertos de la expedición científica. Yo
hubiera sido partidario de enterrarlos a todos sin más y salir cuanto antes de
allí, pero si se iba a rendir honores a unos cuantos, debía ser para todos. No
hubo la menor duda. Se lo comenté al señor Vinicius y aceptó sin rechistar.
—No se preocupe. Ellos también son hijos de nuestro Dios. Recibirán el
tratamiento que consideramos justo para todos sus siervos. Después, él sabrá
reconocer a los que de verdad son los suyos.
Se afanaron en cavar las tumbas. Había tanto trabajo que, incluso, Tiro y
yo echamos una mano. No se avinieron a realizar una fosa común para los
once cuerpos.
Según dijeron, era indigno, así que tuvimos que cavar los once agujeros
uno a uno. Para evitar que el viento y el agua de la lluvia dejasen al
descubierto los cuerpos, hubo que cavar bastante. Los colonos creían que un
cadáver debía de permanecer bajo tierra por el resto de la eternidad. Sería
indigno para un ser humano que sus restos, por la incidencia del clima,
afloraran con el tiempo. De no ser así, yo me hubiese decantado por unas
cuantas tumbas superficiales.
Decidimos abandonar el zil allí mismo. Ahora que éramos menos
personas, no necesitábamos tantos vehículos. Además, los conductores
escaseaban. No podía dejar en manos de cualquiera un camión pesado y
repleto de carga como el zil. No era fácil de conducir. Como buen vehículo
viejo, estaba lleno de trucos y manías. Por eso, decidí que lo mejor era
abandonarlo. Por otro lado, teníamos el fantástico hummer que el
francotirador nos había legado. No se podía renunciar a un vehículo de esas
características.
Ordené que la carga del zil fuera repartida entre los demás camiones.
Abandonamos algunos enseres de los fallecidos e hicimos huecos como
pudimos.
Se extrajo todo el combustible que llevaba en el depósito y lo guardamos
en los nuestros.
Dos jóvenes arrancaron varias tablas del zil e improvisaron once cruces
para las tumbas. En ellas, se inscribió el nombre de los fallecidos. Debajo, su
año de nacimiento y el presente. Todo resultó muy rudimentario pero no
parecía importarles.
—A los ojos de Dios, es el acto lo que cuenta de veras.
De acuerdo. Por mí no había ningún problema.

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Cayó la noche. Pidieron permiso para encender una hoguera y acepté. Por
si acaso, puse un hombre en un puesto de vigía. Las cosas no podían ir a peor
pero era mejor asegurarse.
—¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer ahora? —Dijo el hijo de los Ictius—.
Mis padres están muertos. Los dos. Ese asesino nos los ha arrebatado. Su
sueño era llegar hasta las tierras de América, pero ellos ya no lo verán nunca
cumplido.
Hizo una pausa y agachó la cabeza antes de continuar:
—A mí no me queda una sola razón para continuar. Mis hermanos y yo no
tenemos nada que hacer en las Nuevas Tierras. Nunca, sin nuestros queridos
padres, encontraremos en ellas un verdadero hogar.
—No digas eso —interrumpió el señor Vinicius—. Comprendo tu dolor.
Y lo comparto como todos nosotros lo compartimos. Los que han caído hoy
eran parte de nuestra gran familia. Todos somos familiares aquí. Mi dolor está
con el tuyo, te lo aseguro. Si ahora pudiera, cambiaría mi vida por la de los
que se han ido.
—Pero no lo puede hacer, señor Vinicius, no lo puede hacer —sollozó el
muchacho.
Se dio cuenta de que estaba perdiendo la compostura y, aclarándose la
garganta, añadió con solemnidad:
—Nosotros regresamos a Europa.
—¿Cómo?
—Que regresamos. No vamos a continuar hacia delante. Las cosas han
cambiado radicalmente y ya no hay nada ni nadie que nos impulse a seguir.
Mis hermanos y yo regresamos a Europa.
—Pero estamos en mitad del Atlántico. No lo conseguiréis vosotros solos.
—Las Azores quedan a unos pocos días de viaje. Regresaremos hasta
ellas y, allí, tomaremos un avión rumbo a Frankfurt. Podemos estar en casa en
menos de una semana.
—¡No! Vuestra casa ya no es aquella. Europa es una tierra en la que
impera el mal. Abandonarla fue un mandato que debemos seguir hasta el
final. No podemos volvernos atrás.
—Nuestra casa está en el lugar en el que estén nuestros padres. Por eso,
porque nosotros siempre obedecemos de manera respetuosa los dictámenes,
hemos llegado hasta aquí. Con nuestros padres muertos, soy yo, el
primogénito, quien ha de tomar las decisiones y hacerse cargo de la familia.
—No pongo en duda eso que dices. Sé que así es y que así debe ser.
Ahora eres tú el cabeza de familia. Por eso, porque lo eres, me dirijo a ti y te

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pido que reconsideres tu postura. De igual a igual, te imploro que no
modifiques los planes iniciales en los que tus padres creyeron ciegamente.
—No estoy seguro de querer seguir persiguiendo el sueño americano.
—¡No hables así! Blasfemas cuando lo haces. Ansiar el sueño americano
no es un sentimiento arbitrario. No puede serlo, porque nuestro propio Dios
nos dice que ha de ser así. Y la palabra de Dios es infalible. Limítate a
escuchar sus señales.
—Jamás se me ocurriría poner en tela de juicio la palabra de Dios. Antes
moriría que negar su voz. Yo tan solo digo que quizás estemos interpretando
erróneamente sus señales.
—¿Dónde está, acaso, todo el agua que aquí falta? ¿No te parece eso una
señal lo suficientemente poderosa? Piensa en los antecedentes bíblicos,
muchacho, piensa en ellos. ¿Acaso Noé se negó a escuchar la voz de Dios?
—No, señor Vinicius, no, pero creo que…
El hijo de los Ictius dudó un instante. El señor Vinicius, beneficiándose de
su vacilación, aprovechó para lanzar un nuevo ataque:
—Entiendo tu dolor y la perturbación que este conlleva. Lo sé y, como te
digo, lo comparto contigo. Tu sufrimiento es mi sufrimiento. Pero también te
digo que el mandato de Dios está sobre todo lo demás. Él nos envía pruebas,
pruebas que, en ocasiones, son terribles. Como esta que hoy nos ha tocado
afrontar. Y hemos de hacerlo sin dudar. Acataremos la obra de Dios porque
no puede ser de otra forma. Sus designios son inescrutables para nosotros.
Siempre, desde el principio de los tiempos, fue así. Y siempre lo será hasta el
día del Juicio Final.
El señor Vinicius se acercó hasta el joven y puso la mano en su hombro.
Esa era la mayor señal de afecto que podía permitirse. Ya no estaba ante un
muchacho sino ante el hombre que, a partir de hoy, guiaría sus hermanos por
el mundo hasta que estos los hiciesen por su propia cuenta. Había ascendido
al rango de cabeza de familia. Por primera vez, dejó de tutearle:
—Se lo diré una vez, señor Ictius. Dios jamás se equivoca. Y las señales
que nos muestra son claras. Europa yace moribunda. No sabemos qué le
deparará el futuro pero, a buen seguro, nada bueno. Dios es justo con los que
le siguen y confían en su palabra, pero implacable con los que la obvian. No
es de extrañar, pues, que una época de horror se cierna sobre el que, durante
milenios, fue nuestro continente.
Por ello, hemos de huir de allí. Dios nos dice que tomemos a nuestras
familias y partamos hacia el lugar que él considerará digno de su reinado.

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Antes de que decida descargar su ira. Entonces, en ese momento, nadie podrá
sobrevivir.
Lanzará fuego, lodo, piedra y agua. Lo arrasará todo con su deseo.
Nosotros, en ese momento, estaremos lejos de allí. Él nos quiere y por eso nos
lo comunica.
Somos su pueblo y nuestro destino está en la tierra prometida.
El señor Ictius lo pensó en silencio. Todos, incluso los científicos, habían
enmudecido y esperaban su respuesta.
—Permaneceremos en el grupo —dijo alzando la cabeza—. Usted tiene
razón.
No se puede ir contra el mandato supremo. Conseguiremos llegar a la
tierra prometida. Aquí están mis dos brazos listos para trabajar. Cuente
conmigo y con los míos.
El señor Vinicius sonrió abiertamente. Aún mantenía la mano sobre el
hombro del señor Ictius y la alzó para volver a dejarla caer en lo que quiso ser
una palmada.
—Ha tomado la decisión correcta, señor Ictius. Una gran decisión.

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CAPÍTULO 20

La larga ruta de la muerte

Los científicos, una vez sobrepuestos, me aseguraron que les sería sencillo
alcanzar las Azores sin más ayuda. Tenían contratada su recogida en un punto
acordado para dentro de tres días. Se dirigirían allí y esperarían. Por si fuera
necesario, les facilité el número de teléfono de Cavalho Gonzales. Una
llamada a tiempo, podría simplificarles los trámites burocráticos que ahora les
tocaba afrontar.
Por la mañana, un rato después de amanecer, levantaron el campamento.
Nuestra caravana, con casi un tercio menos de integrantes que los que
tuvo en Lisboa, se hizo, también, al camino. Rodamos durante varios días en
medio del más sombrío de los silencios. Superar el duro golpe que habíamos
recibido, era algo que no se conseguiría de un día para otro. Además de
compañeros y amigos, los que habíamos dejado atrás eran padres, madres y
hermanos.
La desolación era extrema. En los escasos momentos que nos deteníamos
para comer o por cuestiones técnicas, el padecimiento no tardaba en aflorar.
Los colonos comenzaban a llorar en silencio, si apenas llamar la atención. Era
una expresión de dolor sorda y callada. Se prolongaba en el tiempo y tardaría
en cesar.
El luto que comenzaron todos a guardar, se basaba en la total ausencia de
alegría y ganas de vivir. Se mantenían siempre cabizbajos y tristes.
Mi socio me hizo, en alguna ocasión, un comentario al respecto:
—Parece como si estuvieran afligidos por obligación.
No se equivocaba. La felicidad estaba considerada, en aquellas
circunstancias, como una traición a los caídos y una falta de respeto hacia su
memoria. Nadie osaba, tan siquiera, sonreír efímeramente. Había que
mantenerse en el más severo de los lutos. Era lo que estaba bien.

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Pronto, abandonamos la Dorsal Atlántica y nos internamos en la gran
llanura de la placa norteamericana. Nos restaba, aún, un largo trayecto hasta
nuestro destino. Por suerte, la superficie, de aquí en adelante y según todos
los mapas, era prácticamente plana. Tan solo pequeñas colinas y ondulaciones
del terreno rompían, aquí y allá, la monotonía del viaje.
Estábamos en el límite del territorio conocido por mi socio y yo. Jamás
habíamos ido más allá del punto en el que nos encontrábamos. Eran tierras
que muy pocos habían alcanzado. Para los europeos, llegar hasta aquí se
constituía en una empresa casi impracticable. Nosotros mismos habíamos
pagado un alto precio.
Alcanzar este punto en el mapa no nos estaba, en modo alguno, saliendo
gratis.
Por otro lado, los americanos no tenían el menor interés en emprender una
ruta de este tipo en dirección contraria a la nuestra. Su curiosidad por Europa
se acaba pronto. Ningún americano estaba tan loco como para abandonar su
país y enrolarse rumbo a lo desconocido.
La muerte, que tan cerca habíamos visto, no se decidió a olvidarse de
nosotros.
Comenzamos a divisar distintos restos de barcos hundidos. Al parecer, en
tiempos, aquella había sido una zona de tormentas que había enviado a pique
a muchos navíos.
Los había de todas las épocas y tamaños. Desde grandes galeones
españoles del siglo XVIII hasta fenomenales petroleros de la segunda mitad
del XX.
Desde buques norteamericanos de la guerra mundial hasta mercantes
orientales.
Transatlánticos, fragatas, galeras, todos presentaban un estado ruinoso y
gastado después de muchos años con más de tres mil quinientos metros de
océano encima.
Las escenas de los desastres tenían que ser reconstruidas mentalmente.
Algunas embarcaciones se nos aparecían hechas pedazos y distantes estos
varios kilómetros los unos de los otros. Era normal toparnos con la proa de
una carabela por la mañana y, hasta bien entrada la tarde y muchos kilómetros
de viaje más allá, no encontrar el resto del navío.
Dimos con un barco en bastante buen estado. Tenía unos setenta metros
de eslora y presentaba un gran agujero de cuatro o cinco metros de diámetro
en el casco. A buen seguro, había chocado contra algo más fuerte y poderoso
que él y lo había enviado a fondo del mar. Conservaba gran parte de sus

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elementos ornamentales y, sobre el puente de mando, se hallaban los
esqueletos, limpios, blancos y brillantes de dos marinos. Nos detuvimos a
inspeccionar y, en un camarote, encontramos libros que se había publicado
hace, tan solo, doce años.
Había más esqueletos. Estaban por todas partes. Algunos de ellos se
hallaban tendidos en sus catres. Probablemente el hundimiento les había
sorprendido de repente y habían pasado del sueño a la muerte sin tomar
conciencia de que la vida se les escapaba. A muchos nos les dio tiempo a salir
a cubierta y subirse a un bote salvavidas. Habían muerto en el mismo lugar en
el que, en el momento del desastre, el alud de agua les había sorprendido.
El barco era un mercante coreano que transportaba elementos
electrónicos.
En sus bodegas, se apilaban cientos de bultos con circuitos impresos,
cables y placas para computadoras. Con la ayuda de una palanca de acero,
conseguimos abrir varias pero nada de lo que encontramos se hallaba en
estado aprovechable. La carga estaba perdida por completo.
El señor Vinicius dijo algo sobre la posibilidad de detenernos y dar
cristiana sepultura a los esqueletos.
—No somos bárbaros, señor Small. Todos nosotros escuchamos la palabra
de Dios y seguimos fielmente sus mandatos. Espero que ustedes lo hagan
también.
Me negué en rotundo y traté de que mi postura pareciese inflexible.
Habíamos contado más de veinte cuerpos en nuestro pequeño registro del
barco y no era improbable que hubiese varios más. Tardaríamos al menos dos
días en cavar tumbas para todos. Por suerte, pude convencerle. Aquellos
hombres no habían pertenecido nunca al cristianismo y, quizás, en su religión
no tuviera tanta importancia la inhumación de los restos. Además, la mayor
parte de lo que aquellos hombres fueron, se lo habían comido los peces.
—¿Qué es lo quiere enterrar, señor Vinicius? Aquí no queda
prácticamente nada de ellos. A buen seguro, en su país, les fue oficiado un
funeral según su credo. Le aseguro que estos hombres descansan en paz.
El señor Vinicius titubeó pero, finalmente, accedió a mi requerimiento.
No podíamos perder más tiempo. Los víveres no eran eternos y, aunque no
nos faltaba de nada, no era cuestión de perder días sin una razón clara.
Teníamos que ganar terreno al precio que fuera. Había que llegar a nuestro
destino cuanto antes.
Y no solo por los víveres. Había que mantener alta la moral del grupo y
demorar nuestro viaje por el desierto no ayudaba en nada. Además de recorrer

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kilómetros, los colonos tenían que tener diáfana la sensación de estar
haciéndolo. Esto no podía parecer un peregrinaje eterno. Debíamos cubrir
etapas de una manera clara.
Al menos, mientras los intereses de mi socio y los míos no estuviesen
comprometidos.
Trescientos kilómetros al oeste, hice buena esta afirmación. En medio de
un gran banco de arena por el que transitábamos con sumo tiento, nos
topamos con un enorme galeón español. Nos extrañó que se encontrara tan
alejado de su ruta habitual. No es que supiera demasiado sobre barcos
antiguos y sus rutas de navegación, pero unos cuantos años de transitar por el
lecho del Atlántico me había otorgado ciertos conocimientos. Era anormal
encontrar galeones españoles tan al norte. Sus rutas habituales solían enlazar
con el Caribe y la parte sur del continente americano. Los españoles nunca
navegaban por aguas demasiado frías.
Nueva York y, en general, la costa este norteamericana, les era un mundo
ajeno.
Quizás su insólita situación supusiese que, en el momento del
hundimiento, se encontraba perdido. Es posible que la tripulación se hallase
diezmada o enferma y que todo ello terminara con el navío en el fondo del
mar.
El casco, medio enterrado en la arena, se encontraba íntegro lo que, casi
con toda seguridad, significaba que el galeón había zozobrado en mitad de
una tormenta.
El oleaje extremo y, posiblemente, la falta de pericia en el manejo de la
nave, hizo que se fuese a pique sin que la estructura sufriese apenas daños.
Después, el lodo y la arena lo cubrirían durante años retardando la
putrefacción hasta que, tras la evaporación, volviese a ver la luz del día.
Conservaba todos los cañones intactos en sus lugares habituales. En caso
de tener el buque una vía de agua, es lo primero de lo que se deshacían. Su
gran peso y el valor escaso los volvían prescindibles. Eso nos llevó a pensar
que, definitivamente, una tormenta había acabado con la travesía del galeón.
Desde luego, si conservaba los cañones, con más razón almacenaría la carga
que transportaba en el momento del hundimiento.
La madera estaba muy podrida y se rompía fácilmente con la mano. No
nos costó abrirnos paso a través del casco. El señor Vinicius no era partidario
de detenernos en esos menesteres. Puesto que después de varios siglos
posados en el lecho marino no quedaba un solo resto humano al que dar
cristiana sepultura, su interés por el navío desapareció por completo.

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Pero ahora era yo el que tenía curiosidad e iba a hacer valer mi posición
en la caravana. Hasta ahora, había soportado toda clase de situaciones inútiles
y estúpidas. En este momento, era mi turno. Quería resarcirme. Me tomaría
unas horas libres para rebuscar en el fondo del galeón. Eso es lo que haría. Mi
socio y yo nos lo merecíamos. Uno no se encuentra un galeón intacto todos
los días. Y este, a juzgar por la limpieza de su entorno, permanecía virgen.
Los carroñeros del desierto aún no habían dado con él. Si no lo hacíamos
nosotros, pronto tipos con muchos menos escrúpulos que nosotros lo
asaltarían sin piedad. Así que no existía ninguna razón para no hacerlo.
El señor Vinicius, receloso, aceptó de mala gana.
—No se demoren demasiado.
—Descuide. Daremos un vistazo nada más.
Mi socio dio una patada con su bota de motorista en el casco de babor y,
en dos intentos, hizo un hueco por el que podríamos haber entrado montados
en uno de los jeeps. Las aguas frías y el lodo habían conseguido conservar el
maderamen en pie. Pero a nosotros nos interesaba más lo que había en la
bodega.
Penetramos en el interior oscuro y, con la ayuda de linternas, nos abrimos
paso.
Era imposible reconocer nada allí dentro. Todo se había echado a perder
con el paso de los siglos. Rebuscamos entre una masa informe de bultos
redondeados y, después de dar de lado varias de las múltiples piedras que el
barco llevaba en el interior para mantener su estabilidad en alta mar,
encontramos lo que, desde el principio, íbamos buscando. Los cofres del
tesoro se aparecían, a la luz de las linternas, ante nosotros.
Oía al señor Vinicius hablar a nuestras espaldas. Parecía haber leído
nuestros pensamientos.
—La avaricia es un pecado capital. Va en contra de las leyes de Dios.
Todos pagaremos por ello, señor Small.
No le presté demasiada atención. Estaba demasiado centrado en mi labor.
Los galeones siempre se hacían a la mar con sus bodegas repletas de
riquezas. Los españoles los utilizaban básicamente para eso. Expoliaban los
territorios de ultramar y, sin un ápice de vergüenza ni vacilación, enviaban los
tesoros a España.
Todo lo que, para ellos, se considerase de algún valor material, era
embarcado sin dilación. Y eso es lo que mi socio y yo buscábamos. El oro de
los españoles.

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Reventar las cerraduras de los cofres no fue tarea sencilla. El tiempo y el
agua salada habían soldado todas las partes metálicas y ahora era imposible
volverlas a separar. Mi socio no tardó en encontrar la solución. Disparó varias
veces contra el primer arcón que encontró y la madera cedió de inmediato.
Allí estaba, intacto, su maravilloso contenido: corazas, ornamentos, espadas,
collares, brazaletes, abalorios, dagas y muchos otros objetos imposibles de
identificar.
Mi socio y yo sonreímos a la luz tenue de las linternas. Para nosotros, se
habían acabado los años de duro trabajo. Esta se había convertido, de repente,
en nuestra última expedición. Éramos, sin ningún atisbo de duda, ricos.

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CAPÍTULO 21

El germen de la discordia

Cargamos el contenido de varios cofres sobre la zona trasera del hummer.


A pesar de ello, la mayor parte del tesoro se quedaba en la bodega del
galeón. Sería una insensatez tratar de llevárnoslo todo. Era mejor actuar de
manera racional y llevarnos solo lo que podíamos transportar sin tener que
abandonar, por ello, enseres esenciales en la expedición.
El señor Vinicius se opuso desde el principio:
—No necesitan todo ese oro. Dios no tolera la avaricia. Conténtense con
lo que él les ha otorgado y no ansíen más —dijo.
—Esto no es avaricia —repliqué—. Simplemente nos hemos encontrado
este tesoro en medio del desierto. ¿Acaso no es lícito llevárnoslo con
nosotros? Tan siquiera cargamos con todo. Solo hemos tomado una pequeña
parte.
—No, no es lícito. Al menos, a los ojos de Dios.
Sus propios hombres no estaban demasiado seguros de lo que decía. Noté,
en sus rostros, la sombra de la duda. No osaban decir nada para no contradecir
la voluntad de su líder, pero yo sabía que, al menos algunos de ellos, hubieran
tomado sin dudarlo, con gusto, parte del botín encontrado. Puse palabras a
todos estos pensamientos:
—¿Y por qué no cogen ustedes todo el oro que queda ahí dentro y entran
en América por la puerta grande? Con todo ese dinero no tendrían que
asentarse en las tierras colindantes a Nueva York. Podrían comprarse un
edificio entero en pleno Manhattan y vivir el resto de sus días allí sin pasar
ningún tipo de penuria.
—¡No! —Exclamó el señor Vinicius—. No repudiamos la riqueza ni el
enriquecimiento.
Pero toda ganancia ha de provenir del esfuerzo de quien la alcanza.

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Cualquier otra vía que difiera de un par de fuertes brazos trabajando y una
frente sudorosa, debe de ser descartada. El trabajo ennoblece a quien lo
practica.
Los colonos le miraban fijamente y, en alguno de ellos, la duda comenzó a
dar paso al espanto:
—Pero, señor Vinicius —dijo uno de los jóvenes—. No creo que
contrariemos la palabra de Dios si cogemos parte del oro. Está claro que
carece de dueño.
—El hecho que no pertenezca a nadie no nos da derecho a tomarlo. Eso es
irrelevante a los ojos de Dios.
—¿Está usted seguro? A fin de cuentas, es el propio Dios quien nos lo
pone en el camino.
—Nos lo pone en nuestro camino a modo de prueba. Dios nos eligió, nos
hizo partícipes de su noticia. Él quiso que nosotros supiésemos interpretar su
señal. Somos su pueblo y este es su éxodo. Pero ser los elegidos no nos exime
de nuevas y más severas pruebas. Tenemos, en todo momento, que demostrar
ser dignos de estar a su lado.
El señor Vinicius ya no hacía ningún esfuerzo por ocultar su paranoia. Las
largas jornadas de viaje a través del desierto parecían haberle reafirmado en
sus convicciones. Su fanatismo y su delirio estaban subiendo de tono y
comenzaban a preocuparme. Cada vez se parecía más a un profeta.
—Yo os lo digo. No prestéis atención al oro de los hombres. Ese metal
está maldito. Procede de la avidez de unos cuantos por acaparar los bienes de
muchos.
Si lo aceptamos, aceptamos su procedencia y pasamos por alto la codicia
y la ruindad de quienes lo obtuvieron sin el esfuerzo que honra y sacraliza.
Me estaba empezando a cansar de tanta monserga. Aquel tipo vestido con
ropa militar y con un arma semiautomática en el cinturón estaba acabando
con mi paciencia. Iba a llevarles hasta su destino en las Nuevas Tierras. Lo
había prometido y así lo cumpliría. Pero no iba a aguantar muchas más
idioteces. Si volvía a oír hablar de la palabra de Dios, los dejaba abandonados
en medio del desierto.
—Mire, señor Vinicius —comencé a decir—, haga usted lo que quiera
con su vida y, si los que están con usted quieren hacerlo caso, allá ellos. Ni mi
socio ni yo tenemos nada que añadir. Pero una cosa quiero que le quede
meridianamente clara: nos vamos a llevar con nosotros, le guste o no, este
oro. Si lo desean, ahí dentro hay mucho más. Podemos coger todo el que
podamos transportar hasta Nueva York y compartirlo. Le doy mi palabra que,

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si lo desea, podemos hacer dos partes iguales de todo lo que consigamos
llevar hasta la civilización. Una de ellas será para mi socio y para mí, y la otra
para ustedes. Es un buen trato y se lo ofrezco amistosamente.
El señor Vinicius no se lo pensó ni un instante. Tenía todas las respuestas
preparadas y su discurso perfectamente nítido.
—Ni lo sueñe. Ninguno de los nuestros pondrá las manos sobre el oro.
Nosotros nos mantenemos lejos de la tentación. Rechazamos la avaricia y
todos los pecados capitales.
Observé a todos aquellos hombres y mujeres. Estaban cansados, en sus
caras se podía ver reflejado el sufrimiento que llevaban acumulado. No eran
exploradores ni aventureros y, aunque acostumbrados al trabajo duro, la
prueba que estaban superando era demasiado intensa. Comenzaban a
resentirse y me daba cuenta de ello. Sé que la mayoría hubiera tomado el oro
y no hubiese parado de correr hasta Nueva York. Lo hubiera hecho de buena
gana a pesar de que su dios se lo prohibiese. Pero la presencia y la
personalidad del señor Vinicius parecía ser demasiado poderosa para ellos.
No eran capaces de salvarla, de hacerla a un lado y dar paso a las suyas
propias.
—No, señor Small, esto no es para nosotros —dijeron—. Somos el pueblo
de Dios y nuestras manos permanecen pulcras. Construiremos el nuevo
mundo con el sudor de nuestras frentes.
Algunos, inconscientemente, se miraron las palmas de las manos. Estaban
sucias, llenas de callos y heridas. Salvo las de las muchachas más jóvenes a
las que se les había permitido disfrutar de trabajos más livianos, todos los
colonos disponían de manos gruesas y escasamente atractivas. Aquellas
manos estaban cansadas.
Habían trabajado hasta el agotamiento a lo largo de sus vidas y aún
debían, sin desfallecer, construir un mundo desde el principio.
Me sentía eufórico. El hallazgo del oro había conseguido que mi ánimo se
levantase por completo después de unos cuantos días de decaimiento. Haber
perdido un tercio de las personas a mi cargo, era algo que no me gustaba en
absoluto.
Por eso, sin pensármelo demasiado, insistí:
—Vamos, no sean estúpidos. Tienen al alcance de la mano la solución a
sus vidas. No tendrán que volver a trabajar nunca más. Aquí hay oro para
todos.
Me dirigía a todos los hombres y mujeres en general. Los miraba
sucesivamente, uno tras otro, a los ojos, sin recato. El señor Vinicius se opuso

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con rudeza:
—Usted no es nadie para hacer ese tipo de propuestas —dijo.
Y, dirigiéndose a su gente, añadió:
—Que nadie dé crédito a sus palabras. No es un hombre bueno el que las
pronuncia. Desechadlas de inmediato y escuchad, tan solo, la voz de vuestro
Dios.
Mi pequeño discurso comenzaba a hacer su efecto. El mismo joven que
había intervenido antes, volvió a decir algo:
—Un poco de oro no nos hará daño —dijo evitando mirar al señor
Vinicius.
—¡Calla!
—No tenemos que obviar la palabra de nuestro Dios. Solo digo que con el
dinero que podamos obtener de la venta del oro, nuestro objetivo estará más
cerca. No creo que Dios tenga objeciones contra esto.
—¡Tú no eres nadie para interpretar la palabra de Dios!
—No pretendía serlo, señor. Pero pienso que no hay ningún mal en
servirse de lo que la Providencia sitúa en nuestro camino.
—Ese deseo es avaricia. Dios te castigará por ello.
—¿Por qué? ¿A quién causamos perjuicio?
—Os hacéis daño a vosotros mismos. Todo ese oro al alcance de las
manos es una prueba que Dios sitúa en vuestro camino para probar la pureza
que albergáis. Tomadlo y estaréis impuros a sus ojos.
—Pero con el oro podemos servir de manera más eficaz a su causa.
Podremos construir templos en los que rendirle pleitesía y extender su
mensaje.
—Dios no quiere moradas lujosas, sobre todo si su construcción está
manchada con un pecado capital.
Se había formado un pequeño corro y algunos más observaban, con
atención, desde más lejos. Estaba claro que el tema les interesaba a todos. El
señor Licius tomó la palabra. Ahora era un cabeza de familia el que hablaba.
—Quizás el muchacho no esté desencaminado —reflexionó en voz alta—.
¿Por qué no lo medita un poco, señor Vinicius? Ninguno de nosotros pretende
poner en entredicho su autoridad al frente de nuestra comunidad. Tiene todo
mi apoyo y el de mi familia. Y creo que puede contar, también, con el de las
demás. No se trata de cuestionar su facultad para interpretar, en su justa
medida, los designios de nuestro Señor. Pero, sinceramente, creo que debería
reflexionar un momento.

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El señor Vinicius no quiso parecer intolerante y se tomó su tiempo antes
de contestar. Se le notaba contrariado, pero era capaz de controlar la
situación.
—Sé que todos vosotros estáis de mi parte. No habríamos llegado, juntos,
hasta aquí si así no fuese. Sé, de igual manera, que mi autoridad no se
cuestiona.
—Pero no por ello he de dejar de señalar lo que pienso —tomó aire antes
de proseguir—. Y estoy plenamente convencido de que aceptar toda esa
riqueza que no nos hemos ganado con honradez, va en contra de los
presupuestos de Dios. Si lo hacemos, nos convertimos en indignos para él.
Eso, señor Licius, es algo que no puedo, ni debo, tolerar.
—¡América permite la riqueza! —gritó un muchacho que, hasta ahora, se
había mantenido en silencio.
—Sí —respondió el señor Vinicius sin perder la calma—, es cierto. El
pudor ante el éxito es uno de los valores europeos que rechazamos. Sabemos,
a ciencia cierta, que esa manera de comportarse está condenada por Dios. Son
los valores americanos los que él alienta. Pero también has de saber una cosa:
la riqueza a cualquier precio no la quiere Dios para los suyos. Aceptarla,
supondría aprobar que el robo, el asesinato y la violación estén justificados. Y
no lo están. Dios no tolera el pecado ni a los pecadores.
El corro era cada vez más grande. Unas cuantas personas, demasiado
ocupadas en otras labores, habían quedado descolgadas de él, pero ahora la
discusión en viva voz llamaba su atención. Un par de hombres que habían
estado trabajando en los bajos de un camión, se acercaban despacio, un tanto
desconcertados por el acaloramiento de los del grupo, mientras trataban de
limpiarse las manos de grasa en un trapo mugriento.
Todos prestaban atención. La situación se había vuelto comprometida y el
señor Vinicius tenía que hacer lo necesario para que, a pesar de lo que los
suyos decían, su figura no resultase desautorizada. Si después de todo lo
dicho, se volvía atrás y permitía que los colonos cargasen el oro en los
camiones, su autoridad se vería menguada. Eso no lo podía permitir, así que
decidió dar un golpe de efecto con el que salir reforzado de la situación.
—Está bien. Transijo. Tomad el oro y que Dios os juzgue en este mismo
instante.
—Que todo el que contraríe la palabra de Dios, reciba su justo castigo de
inmediato —dijo con voz solemne.
Conocía bien a los suyos y sabía que, en esta tesitura, ninguno de ellos
tendría el coraje de cargar con un solo abalorio. Una cosa era que lo deseasen,

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pero otra bien distinta, que fueran capaces de reunir el arrojo necesario para
hacerlo.
Todos ellos creían fervientemente en la palabra de Dios. De eso, estaba
bien seguro.
No le cabía la menor duda.
El señor Vinicius agachó la cabeza y comenzó a rezar en voz baja. Los
demás no se atrevían a pronunciar una palabra o efectuar un movimiento. No
osaban interrumpir el susurro de su líder. Algunos, aún exaltados por el roce
de la riqueza absoluta, quisieron decir algo. Finalmente, se reprimieron.
Pasado un rato, el señor Vinicius dejó de rezar y dijo:
—De acuerdo. Todos a los vehículos. Nos vamos de aquí.
Nadie se opuso.

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CAPÍTULO 22

Hallazgo de los cables que guían la manada

El señor Vinicius se opuso, en un primer momento, a que uno de los suyos


condujese el hummer con el cargamento del oro. Por fin, pude convencerle
que, tanto mi socio como yo, debíamos permanecer siempre sobre nuestras
motocicletas, así que, al final, permitió que uno de los muchachos se pusiera a
los mandos del cuatro por cuatro.
Fueron días melancólicos y tranquilos. La desidia y el abatimiento se
habían apoderado de la caravana. El incidente del oro no había sido olvidado.
La parte de mi socio y mía estaba ahí mismo, a la vista de todos, tan solo
cubierta con una lona de color verde. Cualquiera podía acercarse, levantarla y
observar la fortuna de la que, de la manera más estúpida, habían decidido no
apoderarse. Esto terminaba de minar una moral ya bastante desalentada de
antemano.
El señor Vinicius no aprobaba nuestra actitud. Estaba seguro de ello. No
le había agradado en absoluto que tomásemos el tesoro y partiéramos con él.
Aunque nosotros dos no estábamos bajo su dominio moral, a fin de
cuentas era una especie de negación de su mensaje. Lo cual, nos traía sin
cuidado.
Tiro y yo nos sentíamos más felices que nunca. No lo ocultábamos, y
viajábamos en la caravana silbando y cantando canciones. Con ello, no
conseguíamos sino hundir más aún el ánimo de los pioneros. Pero, al diablo
con ellos. No debían olvidar que nos estábamos comportando como unos
caballeros. Cualquiera en nuestro lugar los hubiese abandonado a su suerte a
medio camino entre las Azores y Nueva York. Pero nosotros, no. Si las cosas
no se torcían demasiado y nadie nos hacía la vida lo suficientemente
insoportable como para considerarnos eximidos de la obligación de continuar
viaje, llevaríamos a todos aquellos chiflados hasta su destino final.

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Vimos, a lo lejos, varios restos de naufragios más, pero nadie sugirió que
nos acercáramos a explorarlos. Yo tampoco lo planteé. Aunque nos
hubiésemos encontrado con el mayor tesoro de todos los tiempos desde la
época de Colón, no podríamos cargar con él. Portábamos todo el oro que nos
era posible sin situar, al hacerlo, en peligro nuestras vidas y las de los que con
nosotros iban.
No por ello, las miradas dejaban de perderse en el horizonte. Sobre todo
las de los más jóvenes, muchos de los cuales, a buen seguro, hubieran
acelerado sus máquinas y rebuscado, como posesos, entre los restos hasta
encontrar algo de valor. Pero el sometimiento a la comunidad y, sobre todo, al
señor Vinicius, era demasiado poderoso para ser quebrado de la noche a la
mañana. Tenían miedo, mucho miedo. Podía notarse en el aire.
Lorna Vinicius también parecía afectada por la desidia general. Parecía,
incluso, que, durante unos días, había perdido el interés por mi socio. Se
dejaba llevar por las mujeres que tenía a su lado y el tiempo que no ocupaba
en sus ocupaciones habituales, lo pasaba acompañando a su madre. Ambas,
junto a una o dos mujeres más, habían constituido una especie de comisión
que prestaba ayuda emocional a los que más la necesitaban. Muchos habían
perdido las ganas de continuar hacia delante pero, desde luego, se sentían
absolutamente incapaces de deshacer el camino andado. Así, seguían hora tras
hora, día tras día, de modo maquinal, las huellas de los neumáticos del
vehículo anterior.
Una vez en terreno absolutamente desconocido, la orientación se fue
haciendo cada vez más compleja. Disponíamos de la instrumentación
necesaria para que el satélite nos diese nuestra situación exacta, pero hacía
días que estábamos fuera de su zona de cobertura. Hasta que alcanzásemos la
zona cercana a Nueva York, no volverían, de nuevo, a sernos útiles. Sin el
auxilio tecnológico, solo el sol y la brújula podían servirnos de ayuda.
Comencé a tomar la costumbre de enviar siempre una avanzadilla de dos
hombres en motocicleta que explorasen el área que después iba a ser
atravesada por la columna. Avanzaban unos kilómetros, estudiaban la ruta y
regresaban a informar. Formé varios equipos y fueron turnándose en la labor.
Todos los días, con las primeras luces del alba, partía el primer equipo. Tres
horas después, volvía de regreso. Me facilitaban un escueto parte y se
reintegraban a la caravana. Por la tarde, tras la parada de la comida, un
segundo equipo partía con idéntica misión.
Pronto, tan siquiera fue necesario dar las órdenes pertinentes. Los
muchachos conocían sus turnos y había memorizado un pequeño calendario.

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Cada tres días más o menos, un equipo tenía que volver a salir en viaje de
exploración.
Como tras el incidente con el francotirador el número de varones había
menguado, solicité al señor Vinicius que tuviese a bien autorizar a las mujeres
jóvenes para que participasen en los viajes de reconocimiento. Se negó en
redondo.
Las mujeres de su comunidad no debían realizar trabajos tradicionalmente
asignados a los hombres. Cada cual tenía delimitadas con nitidez sus
funciones.
No había, pues, ninguna razón para romper el equilibrio reinante.
—Estamos haciendo trabajar demasiado a los chicos —dije—. Si las
muchachas compartiesen parte de sus tareas, ellos podrían dedicar más tiempo
al descanso y recuperarse mejor.
—No, es imposible. Cada cual tiene que realizar las tareas que le son
adecuadas —afirmó—. Y esto es algo que no pienso discutir con usted.
Mi relación con el señor Vinicius se había tornado distante desde el
incidente del galeón. Ya no hablábamos tanto como antes y nuestras
conversaciones se limitaban a breves comentarios sobre la ruta y del
funcionamiento interno de la caravana.
—Como guste, pero no estamos equilibrando el esfuerzo. Algunos se
cansan en exceso mientras otros con dificultad cubren los mínimos.
Al infierno. Eran su gente. Allá él y sus decisiones. Dentro de unos días
llegaríamos a nuestro destino y mi relación con el señor Vinicius y su horda
de chalados finalizaría para siempre. Un poco más allá estaría Nueva York y
el prometedor futuro que nos estaba aguardando.
Esa misma mañana, los dos hombres que se habían adelantado, regresaron
con una noticia bien escueta:
—No hay nada ahí, señor Small. Solamente una llanura desértica en todas
direcciones.
Subí a una loma que sobresalía no más de diez metros de altura sobre el
resto del terreno y observé. Definitivamente, había perdido la noción de
dónde nos hallábamos con exactitud. Es posible que nos encontrásemos al sur
de la gran plataforma continental de Terranova, pero no podía asegurarlo. De
cualquier forma, y aun siendo así, estábamos lo suficientemente alejados de la
plataforma como para no poder utilizarla de referencia visual.
En pocas palabras, nos hallábamos, más o menos, perdidos. No es que
estuviera preocupado en exceso. Bastaba con guiar la caravana hacia el ocaso

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del sol para toparnos, tarde o temprano, con un lugar habitado. De eso no
había duda.
Pero de una correcta orientación dependía que no perdiésemos
demasiados días en rutas zigzagueantes.
No hice ningún comentario al respecto. Volver a discutir con el señor
Vinicius era una opción que quedaba lejos de mis deseos. Solo a Tiro hice
partícipe de mi certeza.
—Los cables —dijo—. Busquemos los cables. Eso es lo que siempre dice
Cavalho: si te pierdes, los cables te llevarán de regreso a casa.
Desde luego. El cerebro de mi socio había, por un instante, dado señales
de vida y, en un fugaz destello, había encontrado la solución: los cables
transoceánicos.
Aquel maldito lugar estaba surcado por la densa red cables que se
utilizaba para transmitir datos de una punta del mundo a la otra.
Deberíamos tenerlos bajos los pies. En los terrenos cercanos a la línea de
costa, se solían enterrar por precaución, pero, a partir de unos kilómetros más
allá, simplemente se dejaban caer en el lecho. Con el paso del tiempo, una
leve capa de fango y arena los acababa cubriendo. No teníamos más que
buscar con atención y seguro que encontraríamos un lugar en el que el viento
hubiese soplado con la suficiente fuerza como para volver a descubrirlos.
Los cables viajaban formando casi un triángulo perfecto que tenía como
base a las ciudades costeras de Islandia, Irlanda y Portugal y como vértice a la
gran ciudad: Nueva York.
Estaba claro. No había más que buscar uno de ellos y seguirlo hasta el
final.
Nos llevaría hasta nuestro destino por el camino más corto.
—Si quieres, puedo adelantarme y buscar un poco por ahí. No deben de
andar lejos —dijo mi socio.
Pero no fue tan sencillo como parecía. Los endemoniados cables no
aparecían por ningún lugar. Hasta tres días después, Tiro no fue capaz de dar
con uno de ellos. Por suerte, una gran roca de varias toneladas que rompía la
monotonía de la gran llanura, se topó en la ruta de uno de los cables. Este se
vio obligado a torcer hacia arriba para salvarla y volver a descender de nuevo.
Antes y después de la piedra, su rastro se perdía bajo la arena. Pero en el
tramo de la roca, ahí estaba, a plena luz del día.
El cable tenía unos quince centímetros de diámetro y su color negro se
hallaba gastado por el sol. A buen seguro, el cable se encontraba aún en
activo.

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En ese mismo instante, cientos de personas, quizás miles, hablaban a
través del cable que sostenía en mi mano.
Lo miré con detenimiento. Una serie de números y símbolos se sucedían a
lo largo del cable. Su significado nos era desconocido. Muy probablemente,
no se trataba de otra cosa que de datos técnicos que señalaban de la capacidad
del cable, su fabricante, el modelo, la empresa instaladora y la fecha de su
construcción.
Pero, cada poco menos de un metro, una palabra, grabada en letras de
color amarillo, se repetía una y otra vez: Atlantis-13.
—Bonito nombre para un viejo cable —comentó mi socio.
—Sí —dije mientras trataba de localizarlo en un mapa de
telecomunicaciones oceánicas que llevaba conmigo.
La caravana no se había detenido y avanzaba, lenta y pesarosamente,
siempre hacia el oeste. Dejaba, tras de sí, una tenue nube de polvo que
delataba, en todo momento, su situación. Desde nuestra posición, parecía una
gran manada de elefantes silenciosos que se dirigían a morir. Era una extraña
visión.
Sonó mi teléfono.
—¿Qué es lo que están haciendo ahí? —Se oyó la voz del señor Vinicius.
—Estamos verificando nuestra ruta —contesté—. Continúen avanzando al
ritmo actual. Ya les alcanzaremos.
El tipo parecía no fiarse de nosotros. Quizás pensase que íbamos a
largarnos de allí y dejarles tirados en medio del desierto. Lo cual no era sino
una idea absolutamente fuera de lugar y propia, tan solo, de una mente
paranoica como la suya. No podríamos llegar muy lejos con tan solo el
combustible que en esos momentos albergábamos en los depósitos de nuestras
motocicletas. Era de locos.
Pero el señor Vinicius no estaba muy lejos de alcanzar esta condición.
Además, estaba el asunto de oro. El hummer viajaba con el resto de la
caravana y por nada del mundo, sobre todo después de las discordias y
tensiones que todo este asunto había causado, íbamos a desprendernos de él.
Era nuestro y no lo abandonaríamos en el desierto.
—Aquí está —exclamé mientras señalaba, con el dedo, un punto en el
mapa—. Este es el Atlantis-13. Se trata de un cable transoceánico de alta
capacidad. Es bastante nuevo. Posiblemente lo instalaron justo antes de la
Gran Evaporación. Y me juego mi parte del tesoro a que está en pleno
rendimiento.

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Mi socio trató de mover el cable con las manos, pero pesaba demasiado y
se encontraba bien arraigado en la arena.
—Fenomenal —dijo mientras simulaba prestar atención al mapa—. ¿Se
halla dentro de nuestra ruta?
—Sí, no hay duda. Este cable une directamente Gibraltar con Nueva
York.
Evita las Azores rodeándolas por el sur y vuelve a subir un poco hacia el
norte hasta situarse en nuestra posición. Estamos en el buen camino. No
tenemos que hacer otra cosa excepto seguirlo, y llegaremos a nuestro destino.

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CAPÍTULO 23

Los amos del desierto

Eso hicimos, aunque con no pocas dificultades. El cable estaba, en su mayor


parte, enterrado unos centímetros en la arena. Lo suficiente para permanecer
casi siempre oculto. A pesar de ello, de vez en cuando, volvía a surgir a la
superficie y comprobábamos que nos hallábamos en la ruta correcta.
Mi socio solía verificar que se tratase del cable que seguíamos y no de
otro.
Se acercaba, desmontaba de la motocicleta y acercaba el rostro al cable.
—Es el Atlantis-13 —decía.
Así, avanzábamos un buen tramo más de camino con la seguridad de
saber que no errábamos el rumbo.
El señor Vinicius se intrigó ante nuestras maniobras de reconocimiento
del terreno. Pero no quise informarle de qué se trataba. Yo también sabía
enfadarme.
Estaba harto de aguantar manías y tenía que quedar bien claro. Yo estaba
al mando. Que se enterase el señor Vinicius. Mi socio Tiro Las y yo, Bingo
Small, gobernábamos la caravana. En todo momento, nosotros impartíamos
las instrucciones.
Quería que quedara bien claro que el control estaba en nuestras manos y,
por eso, me negué a dar más información de la estrictamente necesaria.
—¿Qué es lo que están buscando? —decía el señor Vinicius cuando veía a
mi socio detenerse para revolver con el pie en la arena al creer haber
vislumbrado un trozo del cable.
—Orientación en el desierto —me apresuraba a responder, de modo
enigmático, antes de que mi socio abriese la boca y echara mi secretismo a
perder.

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El señor Vinicius se guardaba su curiosidad y, en lugar de tratar de
recabar más información, callaba tratando de mantener la dignidad.
Nos sentíamos los amos del desierto.
Éramos los amos del desierto.
Comenzamos a hacer valer nuestra posición dominante. Hasta ahora, nos
habíamos comportado con absoluta profesionalidad y cumplíamos con el
trabajo sin vacilación. A partir de ese momento, comenzamos a ser más
descuidados y a no prestar toda la atención que la caravana precisaba.
El cansancio también había llegado hasta nosotros. Eran demasiados días
en aquel infierno. Necesitaba darme una ducha y comer sentado a una mesa
de verdad.
Quería ver la televisión y acodarme en la barra de un bar. Un afeitado no
me vendría nada mal. Ni un corte de pelo. Me dolía la espalda. Tantas horas
sentado acababan con la columna vertebral de cualquiera.
Necesitaba un respiro.
Detuve la caravana un par de horas antes de que se pusiese el sol. Por lo
general, si no surgían problemas técnicos, apurábamos la etapa del día hasta
que no hubiera luz, pero aquel día no podía continuar ni un solo metro más.
—¿Por qué nos detenemos tan pronto? —Preguntó el señor Vinicius—.
Aún nos queda un buen rato de luz. Podemos seguir unos cuantos kilómetros
más.
—No puede ser, señor Vinicius. No puede ser —dije por toda respuesta.
El señor Vinicius insistió.
—Esto no es, en absoluto, normal. Todas las máquinas están funcionando
a la perfección y no tenemos ningún problema a la vista. Podemos seguir
rodando.
—Le digo que no vamos a seguir. Hoy no, señor Vinicius, hoy no.
Tan siquiera le miraba. No iba a admitir que mi orden se desobedeciese y
el señor Vinicius lo sabía. Podíamos habernos enfrascado en una ardua
discusión sobre la idoneidad de seguir el viaje, pero vio mi rostro
descompuesto y no insistió.
—De acuerdo —dijo—. Pararemos.
—Desde luego que pararemos —murmuré para mí.
—¿Cómo dice?
Callé.
Habíamos visto el cable unos cincuenta kilómetros atrás. Aunque, desde
entonces, no nos habíamos vuelto a topar con él, estábamos rodando en la

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dirección acertada. ¡Qué más querían! Les estábamos guiando hacia su sueño
americano.
Estábamos poniendo la piedra angular de su maldita nueva civilización.
Las mujeres comenzaron a preparar la cena mientras algunos hombres
llenaban los depósitos de combustible y realizaban pequeños ajustes en los
motores.
Observaba la actividad de los pioneros como si no fuese conmigo. Me
sentía, cada vez, más ajeno a todos ellos. Aquella no era mi gente ni me sentía
vinculado a ella.
No nos unía ningún lazo de afecto. La nuestra era una relación
exclusivamente comercial. Yo les daba algo que necesitaban y ellos me
pagaban lo acordado.
Aunque yo ya había conseguido el dinero que necesitaba para vivir el
resto de mis días por otro lado. Ahí estaba el hummer con el tesoro español.
Pero eso no significaba nada. Siempre me tuve por un hombre de palabra e
iba a serlo también en aquellas circunstancias.
Quizás necesitara sentirme así en aquel momento. Era una forma de
evadirme, de estar donde quería estar. Cualquier lugar del mundo excepto
aquel.
Hasta la más infecta de las ciudades en las que había vivido, se me
aparecía como maravillosa y acogedora entonces. Solamente quería
encontrarme lejos de la arena, el polvo y la sal.
Mi socio y yo salimos a dar una vuelta con el pretexto de explorar los
alrededores.
Uno de los muchachos se estaba encargando de revisar nuestras
motocicletas, así que decidimos ir a pie. Llevábamos con nosotros una botella
de Four Roses y fuimos pasándonosla una y otra vez. Poco rato después,
comencé a sentir los síntomas del alcohol. Las piernas se me tornaban pesadas
y era incapaz de fijar la vista en un lugar concreto y mantener la atención en
él.
—Estoy harto de todo esto —dije, algo mareado. Llevaba muchas horas
sin probar alimento y aquel whisky estaba yendo directamente a la sangre.
—Sí, lo mismo digo. —Tiro Las no era hombre de ideas propias.
—Me dan ganas de abandonar a todos estos locos aquí mismo.
—Hagámoslo pues.
Mi socio no bromeaba. Estaba diciendo lo que, de verdad, sentía. Si de él
dependiera, en ese mismo momento hubiéramos llenado el hummer de

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combustible y, con unos cuantos bidones de agua y algunos víveres,
estaríamos en el desierto rumbo a Nueva York.
—No es lo correcto, Tiro…
—Al diablo con lo que está bien y está mal. Tenemos el tesoro, ¿no? Pues
olvidémonos de ellos.
—No sé…
—¿Qué es lo que querían? ¿Qué les llevásemos al desierto? Pues ya están
en el desierto. No exactamente donde ellos querían pero en el desierto a fin de
cuentas.
—Ahí está Nueva York —señaló el lugar por el que el sol comenzaba a
ponerse—. Todo recto. Que sigan el cable. No hay pérdida posible.
Di un largo trago a la botella. El whisky estaba caliente y caía en el
estómago como una llamarada.
—Vamos a llevarles hasta donde prometimos. Morirían si no lo hacemos.
No creo que sean capaces de llegar por sus propios medios.
—Pues de tocarnos las narices continuamente sí son capaces. De eso, sí
son capaces. Malditos chalados…
—Gracias a estos chalados nosotros hemos encontrado la solución a
nuestras vidas.
Mi socio eructó con sonoridad.
—Cualquier día de estos pensaba yo darme una vuelta por aquí.
Habríamos encontrado el tesoro de igual manera. No es mérito de los
chalados.
El alcohol estaba haciendo el efecto habitual en el cerebro de Tiro. Se
volvía jactancioso y dejaba de atenerse a razones.
—Lo que yo te diga. Lo hubiéramos encontrado de igual manera.
De repente, algo se movió, en la arena, frente a nosotros. No me lo pensé
dos veces. Llevaba una pequeña pistola en el cinturón, la desenfundé e hice
varios disparos.
—¿Está muerta? —preguntó mi socio.
Nos acercamos y vimos una pequeña serpiente de color rojo pálido con el
cuerpo partido en dos trozos. Uno de mis disparos le había alcanzado de lleno.
—Por supuesto —afirmé—. El whisky siempre me ayudó a afinar la
puntería.
Se oyeron voces provenientes de la dirección del campamento. Habían
oído los disparos y se acercaban con la intención de averiguar qué ocurría. Un
hombre portaba un rifle en los brazos y se estaba preparando para abrir fuego.

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—Tranquilo —le dije con voz pastosa—. No ocurre nada. Se trata solo de
una serpiente.
Bajó el arma y dio media vuelta sin decir una sola palabra. Había sido una
falsa alarma. El resto de colonos que habían llegado con él, hicieron lo
propio.
Tenían mucho trabajo que hacer como para estar perdiendo el tiempo en
asuntos sin importancia.
—¿Qué ha sido eso? —Se oyó otra voz—. Dios mío, Dios mío…
Era Lorna Vinicius. También había escuchado las detonaciones y, al
parecer, muy preocupada por nuestra salud, corría amaneradamente hacia el
lugar en el que nos encontrábamos.
—Dios mío —repitió—. ¿Están bien?
Hablaba en plural pero su mirada se dirigía únicamente hacia mi socio.
—No ha sido nada, nena. Tan solo una serpiente apestosa —dijo mi socio
levantando el pecho—. Le hemos dado lo suyo.
Yo le había dado lo suyo. Él se había limitado a observar. No es que me
importase que se anotara tantos que no le correspondían ante la muchacha,
pero las cosas había que contarlas como habían sucedido.
—Alabado sea el Señor, me he preocupado tanto… —Comenzó a intrigar
Lorna Vinicius.
—No ha sido nada —decía mi socio mirándola a los ojos.
—No quisiera que nunca te ocurriese nada malo —añadió la chica
mientras ponía las palmas de las manos sobre el pecho de mi socio.
—Tranquila, nena, aún no ha nacido el bicho que sea capaz de acabar con
Tiro Las.
—Me alegro de oír eso.
Lorna sonreía e iba acercando su cuerpo cada vez más al de mi socio. Fue
posando los pechos despacio sobre él para que pudiese notar su
voluminosidad.
Tiro respondió a sus señales pasándole un brazo por la espalda y
sujetando su cintura.
—¿Sabes que eres una chica muy bonita…? —Decía.
Aquello sobrepasaba, con creces, el límite de lo admisible. La muchacha
era una monumental zorra, pero la insensatez de mi socio no se quedaba atrás.
—¡Tiro! —exclamé—. ¿Qué es lo que estás haciendo? ¿Acaso has pedido
el juicio?
Pero mi socio no hacía caso a mis palabras. El Four Roses conseguía que
todo, excepto lo que él priorizaba de forma absoluta, careciera de interés.

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Había comenzado a recorrer con la mano todo el cuerpo de Lorna. A ella
parecía encantarle sentirse absolutamente manoseada.
—¡Basta, Tiro! —volví a decir.
Quería parecer imperativo, pero sin gritar demasiado para no llamar la
atención.
Pero yo también estaba bastante borracho, así que debí de gritar más de lo
conveniente.
Varios hombres se acercaron. Uno de ellos vociferó:
—Señor Vinicius, venga aquí. Se trata de su hija.
Tiro tenía las manos en los pechos de Lorna y los manoseaba sin recato.
No se daba cuenta que, en torno a nosotros, se estaba agrupando una pequeña
multitud.
—Es suficiente, Tiro, es suficiente —decía yo—. Nos vas a meter en un
buen lío.
Para entonces, el señor Vinicius había llegado hasta el lugar en el que nos
hallábamos. Se abrió paso entre el grupo y se encontró con la lamentable
escena.
—Lorna —dijo sin levantar la voz—. Regresa con tu madre.
—Pero papá —replicó la muchacha—, yo le quiero…
El hombre insistió:
—No voy a volver a repetírtelo. Vuelve con tu madre. Ahora mismo.
Mi socio, sin soltarla, se encaró al señor Vinicius.
—Oiga —comenzó con voz gruesa—, ¿no ha escuchado lo que ha dicho
la chica?
—Tú cállate de inmediato —intervine yo.
El ambiente se había vuelto muy tenso.
—Señor Small, quiero que su hombre suelte a mi hija —dijo el señor
Vinicius—. Ahora.
—Ya me has oído —le decía a mi socio—. Suéltala y después
hablaremos.
—¿Y si me niego? —retó Tiro.
—Si te niegas, tendré que obligarte. El señor Vinicius es el padre de la
muchacha y esta debe obedecerle. Las cosas son así, Tiro. Los hijos han de
obedecer a los padres.
Tenía la mente nublada por el alcohol, pero en ese momento hubiera dicho
cualquier cosa con tal de no crear más tensión con los colonos. Ya no les
soportaba, pero aún tenía un cometido que cumplir a su lado y esta situación

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no ayudaba nada a llevarlo a cabo. Además, hubiera sido capaz de creer y
decir cualquier cosa con tal de mantener a aquella zorra lejos de mi amigo.
—¿Cómo me vas a obligar?
—Así —dije.
Y le apunté con la pistola directamente a la cabeza.

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CAPÍTULO 24

El cementerio de las ballenas varadas

Los días comenzaron a volverse lentos y pesados. Parecía que el tiempo se


negaba, al igual que nosotros, a permanecer más tiempo en aquel lugar. Todo
se volvía horrible: la arena, el calor y la sal. Y una caravana de dementes en
medio de aquel desierto.
Si nunca me había importado demasiado, ahora odiaba de veras el sueño
americano. En lo que a mí se refería, América entera podía irse al infierno. O
venirse aquí, que era prácticamente lo mismo.
Todos los días nos levantábamos con el alba, desayunábamos unas
cuantas galletas y algo de café y nos poníamos en marcha. A media mañana
hacíamos un pequeño descanso. Los vehículos se resentían cada vez más del
largo viaje y había que realizar continuas reparaciones. Después, unas cuantas
horas más de rodar por la arena y nuevamente nos deteníamos. Masticábamos
un poco de comida en conserva y volvíamos a viajar hasta la puesta del sol.
Así, un día tras otro. Sin cambios, sin variantes. Siempre hacia el oeste.
—¿Lo hubieras hecho? —preguntó un día Tiro mientras cabalgábamos
con el sol hiriendo nuestras espaldas.
—¿Hacer qué? —respondí.
—Dispararme —miró hacia el frente—. Ya sabes, el otro día, cuando
estábamos borrachos.
—Claro que no, muchacho —sonreí.
El incidente con el señor Vinicius y su hija había deteriorado por
completo las relaciones con los colonos. Ahora, apenas nos dirigíamos la
palabra de no ser que fuese estrictamente necesario.
—Hemos de detenernos media hora para reparar un neumático —decía
uno de los hombres aproximándose a nuestra posición.

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Sin esperar respuesta, volvía a marcharse. No esperaban autorización para
actuar, pero seguían manteniendo la costumbre de tenerme informado de todo
lo que ocurría en la caravana. Sin familiaridades ni cordialidad. Tan solo lo
justo y necesario.
Durante el rato que los hombres permanecían trabajando en los vehículos,
mi socio y yo solíamos alejarnos un poco del grupo y dábamos un pequeño
paseo.
Nos gustaba estirar las piernas después de tantas horas subidos en las
motocicletas.
Nunca íbamos demasiado lejos, pero nos gustaba perderlos, por unos
minutos, de vista y fingir que no estaban ahí, que todo lo que estaba
sucediendo no era más que un mal sueño. Pero no, un rato después, dábamos
media vuelta y los encontrábamos de nuevo en el mismo sitio en el que los
habíamos dejado.
Nos quedaba el vago consuelo de que cada jornada que pasaba, era una
jornada menos que restaba para alcanzar nuestro destino. El día menos
esperado, avistaríamos la gran ciudad y todos nuestros males desaparecerían
esfumados en el aire. Tomaríamos el hummer y pondríamos rumbo a la
civilización. Sería el día cero, la hora cero, para una nueva vida. Esto se iba a
acabar pronto.
—Aguanta un poco más, muchacho —le decía a Tiro cuando veía que su
moral decaía.
Él asentía y no decía nada.
—Vamos, chico, esto está hecho —me animaba mi socio al verme
alicaído.
—No es nada. Es que estoy un poco cansado —aducía yo.
Así, dándonos ánimos mutuamente, íbamos tirando hacia delante.
Es posible que no lo hubiéramos conseguido el uno sin el otro. Yo, al
menos, sé que no. El apoyo de Tiro, en aquellas condiciones extremas, era
imprescindible.
El tipo siempre estaba ahí cuando lo necesitaba. Tenía sus momentos
malos, como todos en la caravana, pero se reponía con facilidad. Yo podía
caer en una depresión que me dejaba sin habla durante dos o tres días, pero él
siempre permanecía entero la mayor parte del tiempo. Era un alivio para mí
saber que, en todo momento, podía contar con su ayuda.
Fue en aquellos días cuando tomamos una decisión importante. El
racionamiento de los víveres, no sería aplicable al alcohol. Este podría ser
consumido sin medida teniendo siempre cuidado de no emborracharnos

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demasiado. Lo necesitábamos. Para nosotros dos se convirtió en la única
escapatoria posible a todo aquel infierno. Era así de simple. Sabíamos que si
bebíamos más de la cuenta, las botellas de whisky se acabarían pronto y no
habría más. Pero eso no nos importaba.
Si no bebíamos lo suficiente todas las noches, nunca conseguiríamos que
hubiera un mañana en el que poder continuar bebiendo. Por lo tanto, mejor
era acabar con él cuanto antes y hacer más llevaderos el máximo de días
posibles.
Después de aquello, ya veríamos. Quizás conseguiríamos hacer que
durase hasta una semana antes de alcanzar el objetivo. Quién sabe. Ese era un
problema que se resolvería en su momento justo. Ahora teníamos que
sobrevivir día a día.
Pronto, comenzamos a beber también durante el día. Mi socio y yo
portábamos pequeñas petacas con licor de las que bebíamos cuando la
caravana se detenía. No nos emborrachábamos, pero conseguíamos que un
leve y permanente sopor se apoderase de nosotros e hiciese el viaje más
soportable.
Aprendimos a ignorar la presencia de los colonos. Avanzábamos junto a
ellos, cada uno de nosotros en nuestra posición, yo en la vanguardia de la
columna y mi socio algo más retrasado, pero ni siquiera los veíamos. De vez
en cuando, Tiro se acercaba al frente o yo me dejaba caer hacia atrás y
tomábamos un trago.
Algo rápido, sin apenas cruzar una palabra, pero comunicando, con
nuestras presencias, que el uno estaba junto al otro hasta el final.
—La verdad es que me hiciste sentir miedo —decía, de vez en cuando, mi
socio al recordar la escena con el señor Vinicius. Y añadía como si con esta
reflexión lo resumiese todo—: Maldito cabrón…
—A veces pienso si no fue una mala idea no meterte un disparo en la
cabeza —le respondí una vez—. Tienes que tratar de serenarte y saber
mantener el control.
No se puede hacer lo que hiciste.
—Y tú, ¿qué hubieras hecho si te hallaras en mi lugar?
—Olvidarme de la muchacha, a buen seguro. Tendrás todas las chicas que
quieras una vez que lleguemos a Nueva York. Si no eres capaz de aguantar tu
ansiedad hasta el regreso a Lisboa, puedes comprar todos los burdeles de la
Gran Manzana con eso que llevamos ahí —señalé el hummer con la cabeza.
Él se limitaba a sonreír.

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—Voy a ver si localizo el cable —decía, y se perdía durante un par de
horas.
Tiro aprovechaba sus pequeñas expediciones privadas para sentirse libre
durante un rato. Lo necesitaba, era vital para él, y por eso yo no le decía nada.
Supongo que no hacía nada especial. En realidad, no había nada especial
que hacer en medio del desierto. Una vez escuché unos disparos y, a su
regreso, le pregunté qué había sucedido.
—Serpientes —dijo por toda respuesta.
En una de las ocasiones, regresó al poco rato de partir visiblemente
excitado.
Se acercó con su motocicleta hasta mí levantando una gran polvareda.
—Tienes que ver esto, Bingo, es increíble.
Inconscientemente, llevé la mano a mi arma pero Tiro me tranquilizó:
—No, déjala, no es nada de eso —y añadió—: Sígueme.
Hice una indicación al señor Vinicius y nos alejamos un poco de la
caravana.
Era la primera hora de la tarde y el calor era insoportable. El sol viajaba
muy alto en el firmamento y la intensidad de la luz nos obligaba a utilizar
continuamente nuestras gafas ahumadas.
A un par de kilómetros de allí, nos topamos de frente con el espectáculo
más fabuloso que jamás haya sido observado sobre la faz del planeta. Cientos,
miles de esqueletos de ballenas se alineaban sobre la arena hasta donde
alcanzaba la vista. Era como si todas las ballenas de todos los océanos del
mundo, al ver desaparecer su medio natural, hubieran decidido reunirse allí
para morir juntas. Los huesos, brillantes por el sol, se apilaban unos sobre los
otros dando lugar a fantásticas arquitecturas. Después de observar, extasiados,
durante un buen rato, nos dimos cuenta de que no estaban dispuestos al azar.
Los esqueletos se agrupaban de una forma especial. Los más pequeños
siempre estaban cercanos, casi unidos, a otros mayores. Algunos de los más
grandes se entrelazaban entre sí. Parecía que las ballenas, al verse morir
asfixiadas por el peso de sus propios cuerpos, hubieran decidido abrazarse
para iniciar, así, juntas, el viaje definitivo.
—Vaya, no había caído en ello —dijo Tiro.
—¿En qué? —pregunté sin poder dejar de mirar en dirección a los huesos.
—En lo de los peces —respondió pensativo—. Debieron achicharrarse
todos bajo el sol.
—Supongo que sí. Y los que pudieron soportar las altas temperaturas,
murieron de asfixia.

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—Qué horrible…
—Sí, especialmente el caso de las ballenas. Míralas, están agrupadas por
familias, por comunidades. Deben ser países enteros de ballenas.
—Que decidieron venir a este lugar para morir todas juntas.
—Nosotros no lo haríamos.
—¿A qué te refieres?
Busqué en mis bolsillos un cigarro antes de contestar.
—A morir juntos y en armonía. Es un gesto muy bello, ¿no crees?
—Sí… —Tiro se lo estaba pensando—. Debían ser unos bichos muy
listos. Al menos, vieron lo que se les venía encima.
—Tuvo que ser horrible. Los momentos finales debieron de ser dantescos.
Cada uno de esos animales pesaba varias toneladas. Y hay miles de ellos.
Esto fue el apocalipsis, no cabe duda.
—Bueno, al menos terminaron civilizadamente.
Tiro se quedó pensando en lo que había dicho. Había algo que no le
acababa de cuadrar. Al final, aquellos descomunales bichos eran los que se
habían comportado racionalmente.
—Sí, sé en qué estás pensando —dije—. Y tienes toda la razón.
La caravana de los colonos se estaba acercando. Se habían desviado algo
de la ruta prevista. Al parecer, ellos también albergaban curiosidad por saber
qué es lo que mi socio había hallado tan interesante en medio de la arena.
Los señalé con la mirada.
—Míralos —añadí—. Unos cuantos ejemplares sanos y fuertes de la
especie más poderosa y desarrollada de la Tierra. Ellos son la conclusión de
millones de años de evolución. Es la victoria de la vida, el éxito de la
selección natural.
El unimog del señor Licius fue el primero en alcanzarnos. El hombre
detuvo el camión y, sin detener el motor, se apeó y quedó paralizado ante lo
que se extendía ante sus ojos.
—Santo Dios… —Comenzó mientras se llevaba las manos a la cabeza y
arqueaba la espalda.
Las palabras se le trabaron en la garganta y no pudo decir nada más. El
resto de colonos llegó tras él y su reacción no fue, en modo alguno, distinta a
la suya.
—¿Qué es esto? —preguntó uno sin dar crédito a sus ojos.
—¡Virgen Santa, esto es el final! —dijo otro.
Lorna Vinicius había descendido del camión en el que viajaba con su
padre y se llevó las manos abiertas al rostro. Parecía querer taparse los ojos

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para no seguir viendo aquello, pero, por alguna razón, no terminaba nunca de
hacerlo.
—¿Qué son, qué son? —repitió, algo temerosa.
—Tranquila, nena —mi socio aprovechó la ocasión para dirigirle la
palabra—. No son más que cadáveres. No pueden hacernos ningún mal.
Una gran respuesta por parte de mi socio. El tipo no perdía una sola
oportunidad de lucirse.
—Más bien, son esqueletos —maticé—. Huesos brillando al sol.
—¿Y cómo han llegado hasta aquí? —preguntó la muchacha.
—No lo sabemos con certeza —dijo Tiro—. Pero creemos que vinieron a
este lugar para morir.
—¿Cómo?
—Bueno —titubeó mi socio—, nosotros no sabemos demasiado, pero, al
parecer, se juntaron para morir.
—De amor —añadí.
—¿De amor? —preguntó ella—. Qué bello suena todo eso.
—En realidad —dije—, no murieron exactamente de amor. Fue la asfixia
provocada por el peso de sus propios cuerpos lo que las mató, pero quería
decir que fue el amor lo que les llevó a hacerlo todas juntas en lugar de ir
cayendo cada una en un lugar diferente. Al menos, esta es nuestra teoría.
No sabía por qué le estaba dando tantas explicaciones a aquella mujer que
tantos problemas nos habían causado, pero añadí:
—Míralas —extendí, hacia el frente, mi brazo con la palma de la mano
abierta—. Son una nación entera. Una gran nación de ballenas varadas.

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CAPÍTULO 25

Mavericks

El resto de la tarde la dedicamos a viajar rodeando el gran cementerio de


osamentas. Los esqueletos estaban dispuestos de forma que apenas ningún
elemento permanecía separado del gran grupo. Tan solo aquí y allá, un par de
individuos habían decidido morir al margen del grupo. Debía de tratarse de
inadaptados, de viejos mavericks incapaces de asumir la preeminencia del
clan, de parias de la nación de las ballenas. Murieron solos, aislados, lejos del
calor del grupo, de la noción de sentirse pertenecientes a algo más grande que
ellos mismos.
Yo los miraba mientras la caravana avanzaba, pesarosa, en torno a ellos.
Sentí una enorme pena por los mavericks. Ahí estaban sus cuerpos,
alejados unos metros del resto. Estaban solos, pero no en una soledad
absoluta. Habían venido, junto al resto, al punto de reunión para la muerte. Se
habían visto morir, habían tomado conciencia de lo que les venía encima, y
decidieron regresar con la manada.
Quizás, sucedió que ya era demasiado tarde para que esta los admitiese.
O, por el contrario, puede que ellos se negaran a asumir una integración total
y absoluta, a renegar de todo lo que, a lo largo de sus vidas, habían sido: seres
libres sin nada que les atase en el mundo.
De cualquier forma, ahí estaban sus esqueletos. Patéticos, solos,
separados.
Miré a Tiro viajando junto a la caravana, en silencio. Sus gestos y sus
actitudes emanaban un sentido de independencia del que los demás carecían.
Cualquiera que, desde fuera, hubiese observado la columna, hubiera
sabido rápidamente que, al menos, dos elementos no pertenecían a la misma.
Viajaban con ella, junto a ella, pero manteniendo siempre una distancia que
los separaba. Mi socio y yo no teníamos nada que ver con aquella gente. No

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teníamos demasiado que ver con ningún grupo de gente: familia, nación, raza.
Nos gustaba sentirnos independientes de todo y de todos. Y eso, como ahora
podía observar sin ningún asomo de duda, tenía su precio.
Cayó la tarde cuando aún no habíamos superado por completo el
cementerio de las ballenas. Aquello parecía no tener fin. Quizás nuestros
datos iniciales se habían quedado cortos. Era muy posible que la cifra de
esqueletos hubiera que contabilizarla por millones. Observamos cómo la
forma y el tamaño de los esqueletos iban cambiando según avanzábamos. De
las descomunales y anchas cajas torácicas que habíamos visto al principio
pasamos a descubrir otras mucho más pequeñas y esbeltas. Sin duda, se
trataba de otra especie de ballenas. A buen seguro, más allá, en el interior del
cementerio, en aquel lugar al que el paso nos estaba imposibilitado por la
elevada densidad de armazones óseos, habría muchas otras especies de
ballenas descansando eternamente.
La gran nación de las ballenas se había agrupado, para morir, en países, en
clanes, en grupos, en familias. Nada parecía haber quedado al azar. Incluso,
era curioso contemplar cómo los esqueletos de las crías yacían siempre
protegidas por osamentas mayores. Los padres se ocupaban de los suyos.
Decidimos pernoctar allí mismo. A la luz de la tarde, el espectáculo de los
esqueletos era sobrecogedor, pero allí no había nada que temer. Eran huesos y
solo huesos. Algunos hombres tuvieron una gran idea. Extrajeron varias lonas
de un camión y las extendieron sobre una monumental caja torácica.
Cubrieron concienzudamente los extremos y las partes bajas y lograron crear
una nave cerrada y habitable de considerables dimensiones. Ellos mismos se
asombraron ante los resultados obtenidos.
—Miren, ya tenemos un hogar —bromeaban.
El señor Vinicius no pareció tener reparos ante la acción de sus hombres.
Es probable que lo analizara y sopesase la dimensión del pecado
cometido, pero no dijo nada. Al parecer, para él también, los huesos de
ballena eran huesos de ballena.
Y, la verdad, pasar una noche a buen resguardo, era un plan seductor.
—Esta noche no dormiremos a la intemperie —decían, sonriendo, los
hombres.
Con los vehículos, se formó un semicírculo que protegía la entrada de la
improvisada vivienda. Allí dentro, un hombre podía permanecer, sin ninguna
dificultad, en pie. Al fondo, en la zona más abrigada y lejos del viento del
desierto, se instaló a los más pequeños. Después, se situaron las mujeres y,
por fin, cerca de la entrada, los hombres se hicieron un hueco.

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—¿Cree que esta noche podríamos hacer una buena fogata? —inquirió un
hombre.
El señor Vinicius se volvió hacia mí sin decir nada. Asentí. Estábamos
demasiado lejos de cualquier lugar como para temer un ataque de extraños.
Podíamos dar fuego al cementerio completo y nadie se daría cuenta de
ello. No me cabía la menor duda de que estábamos pisando tierra en la que
jamás nadie había puesto sus pies.
—Combustible no nos falta —dije.
—Desde luego —dijo el hombre. Y añadió dirigiéndose a un par de
muchachos—. Échenme una mano con esos huesos.
Se dirigieron a un esqueleto cercano y trataron de arrancar una de las
costillas del esqueleto de un cetáceo no demasiado grande. A pesar de ello, el
hueso ni se movió de su sitio.
—Quizás deberíamos probar con alguno más pequeño —dijo uno de los
chicos.
—Ni lo sueñe. Este es el nuestro. Me he dado cuenta desde el principio.
Arderá como un tronco de cien años. Con él, tendremos lumbre hasta el
amanecer.
El tipo se subió a la parte trasera de un camión y, al rato, surgió portando
una motosierra en la mano.
—Hace tiempo que no la arrancamos, pero seguro que funcionará.
Acto seguido, miró el depósito de combustible y comprobó que hubiera
suficiente. Sujetó la motosierra con la mano izquierda alejando los dientes
todo lo posible de su cuerpo y, con la mano libre, tiró fuertemente de la
cuerda. La motosierra hizo un ruido sordo, pareció que iba a ponerse en
funcionamiento y se detuvo.
El hombre volvió a intentarlo en dos ocasiones más con idéntico
resultado.
—No lo logrará —dijo alguien—. Esa máquina lleva demasiado tiempo
parada.
Hay que desmontarla y engrasarla de nuevo.
—Espere un poco —adujo el hombre—. Déjeme que lo intente una vez
más.
Se preparó, ahuecó un poco los brazos y, con todas sus fuerzas, dio un
tirón a la cuerda. La motosierra renqueó y, cuando parecía que iba, como en
las ocasiones anteriores, a detenerse sin remisión, tembló y se puso en
marcha.
—¿Qué les había dicho? —gritó el hombre con alegría.

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Con paso firme y enérgico, se dirigió hacia el esqueleto y acercó la
motosierra a la costilla que antes no había podido arrancar con las manos
desnudas.
—Ahora verán —dijo—. Es mía.
La motosierra comenzó a penetrar el gran hueso. El tipo sabía manejar la
máquina y, con destreza, iba dando cortes en la costilla hasta que, unos
minutos después, la había troceado por completo.
Los demás observábamos la escena en silencio. Nos habíamos reunido a
la entrada del esqueleto cubierto con lonas y comenzamos a beber y a fumar
sin cruzar una sola palabra. Por una vez, había algo diferente que mirar. No es
que se tratase de una gran exhibición, pero aquel tipo subido al esqueleto de
un ser que había sido decenas de veces más grande y poderoso que él, resulta,
cuanto menos, curioso. La luz de la Luna, casi llena aquella noche, contribuía
a que el espectáculo mereciera ser observado.
—Creo que voy a cortar unos cuantos más —dijo al finalizar.
—Con lo que ha cortado, tenemos de sobra para toda la noche —le gritó
uno de los más jóvenes.
—Es posible, pero me apetece seguir un rato más. Este trabajo
desentumece los músculos. Me hacía falta algo así. Creo que ustedes deberían
hacer algo parecido.
Retiró los trozos de hueso que había cortado y clavó la motosierra en una
nueva costilla del esqueleto. Si bien en la primera de ellas había tenido
cuidado de que los cortes fueran los adecuados para obtener trozos de hueso
con el tamaño apropiado para arder en una hoguera, a partir de ese momento
se dedicó a hundir la motosierra donde mejor le parecía, sin seguir un plan
previamente establecido.
Tiro y yo continuamos fumando en silencio. Los colonos se estaban
animando y los más jóvenes decidieron sumarse a la exhibición.
—Déjeme que pruebe yo ahora —dijo uno.
En un par de saltos, se encaramó a la parte alta de uno de los esqueletos
que aún se mantenían intactos y alargó el brazo para tomar la motosierra que
el hombre le tendía.
—Deme eso. Ahora verá —bromeó.
Llevaba el torso desnudo y pronto comenzó a sudar. El muchacho apenas
tenía vello y sus músculos estaban muy desarrollados. Solo se escuchaba el
ruido de la motosierra interrumpido de vez en cuando por la llamada, en el
interior del refugio, de un niño a su madre.
—El chico está fuerte —comentó Tiro.

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—Sí… —Respondí.
En media hora había conseguido tumbar prácticamente toda la caja
torácica de la ballena. El sudor resbalaba por su piel morena y la tornaba
brillante a la luz nocturna. Cualquier muchacha se podría haber enamorado de
él en aquel mismo momento. Estos chicos emanaban salud por todos los poros
de su piel.
Eran buenos muchachos. Habían aprendido a hacer siempre lo que debían
y no había, entre ellos, símbolos de rebeldía importantes. Era una lástima que
su futuro estuviera ligado a los dementes de sus padres. Porque, para ellos, no
había escapatoria posible. Seguirían junto a su comunidad, sin desertar, hasta
el final de sus días. El temor ante Dios y el profundo respeto a sus tradiciones,
les impedía, no ya romper con la comunidad y emprender una nueva vida de
forma independiente, sino, tan solo, tratar de pensar de manera autónoma.
Puesto que uno de los hombres había estado cortando con la motosierra
los huesos de una ballena varada, aquel no podía suponer un acto reprobable.
Era así de simple. Ni siquiera había que pensárselo. Lo decidido por uno de
los mayores, y cuanto más mayor, mejor, era indiscutible para el resto.
Cuestionarlo de cualquier manera, hubiera sido considerado como una falta de
respeto. Y, ante las faltas de respeto, el mayor castigo lo llevaban con ellos
mismos: desde muy pequeños se les había inculcado un sentimiento de culpa
que surgía con el quebrantamiento de lo tenido por bueno. Ni siquiera era
necesario que nadie les reprendiera.
Si la educación recibida había sido la adecuada, bastaba con señalarles el
error cometido para que el sentimiento de culpa aflorase y realizara su
desagradable labor.
Habían encendido la hoguera. El fuego prendió con facilidad y pronto
grandes llamas se alzaban en la oscuridad. El whisky estaba haciendo su
efecto y comencé a sentirme bien. Al menos, todo lo bien que un hombre
cansado, sucio y roto puede sentirse en medio del desierto.
Tomé otro trago y miré el fuego. Era reconfortante dejar la mirada en
suspenso y el pensamiento vagando sin rumbo fijo. Algo así como mirar la
televisión.
Estar frente a ella pero sin estarlo del todo.
Otros muchachos, igual de fuertes y espléndidos que el primero, fueron
turnándose con la motosierra. Entre todos, consiguieron abatir varios
esqueletos. Las risas y los desafíos no faltaban. Competían entre sí para
conocer quién era el más rápido con la motosierra, quién el más hábil y quién
el más robusto.

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Después, el combustible de la máquina se terminó y los muchachos
decidieron continuar la competición con las manos y los pies. Derribaron
varias estructuras óseas más antes de caer exhaustos.
Toda la zona cercana al refugio mostraba un aspecto desolador. Los
colonos habían arrasado, al menos, veinte o veinticinco esqueletos de ballena.
Trozos de hueso y astillas yacían esparcidos en la arena. Caminar entre ellos
se había vuelto difícil. Los hombres comenzaron a retirarse con cuidado.
Entre risas y comentarios relativos al buen rato pasado, fueron penetrando en
el refugio y acomodándose en los lugares asignados para pasar la noche.
Aquella noche no apostamos, como era costumbre, un vigía en las
cercanías del campamento. Si se daba la improbable posibilidad de que
hubiera enemigos por allí, ya habrían dado con nosotros hace tiempo. En las
dos últimas horas no habíamos pasado, precisamente, desapercibidos.
Mi socio y yo nos habíamos quedado solos frente a la fogata. Aspiraba las
últimas bocanadas del cigarro.
—Esta es la diferencia, Tiro —dije—. ¿La ves?
—¿Qué diferencia?
—Entre la civilización de las ballenas y la de los hombres.
—¿Cuál es?
—Ellas nunca se hubieran ensañado con nuestros restos.

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CAPÍTULO 26

Algo de mala suerte, algo de buena suerte

Nos despertó un estruendo sobre las lonas. Por primera vez desde que
partimos de Lisboa, supimos qué era una tormenta en medio del desierto. Nos
habíamos topado con la lluvia antes, pero nunca se había tratado de algo más
que de pequeños aguaceros. Lo de ahora era totalmente diferente. El ruido
que producían las gotas de agua al golpear sobre nuestra improvisada
techumbre, hacía que fuese muy difícil comunicarse dentro del refugio.
—Sería una buena idea partir cuanto antes —dije.
—No podremos ir demasiado lejos con este tiempo —replicó el señor
Vinicius—. Está diluviando ahí fuera.
Una buena manera de comenzar la mañana, sin duda.
Ordené que algunos hombres se aseguraran del estado de los vehículos. El
agua torrencial estaba comenzando a crear pequeños arroyos en la arena y a
estancarse en las zonas bajas. Un rato después, tenía la suficiente fuerza como
para desplazar pequeños trozos de los huesos seccionados la noche anterior.
—Asegúrense de que los camiones estén bien.
Los hombres corrieron entre la lluvia. Vi cómo ponían piedras en las
ruedas de uno de los unimogs que se hallaba en una ligera pendiente. Sus pies
se hundían cada vez más en la arena y les costaba caminar.
—Esto se está poniendo muy feo —dijeron a su regreso.
El señor Vinicius se estaba poniendo algo nervioso. Era consciente de que
la situación se complicaba por momentos.
—Hay que buscar un lugar mejor que este para pasar la tormenta —le dije
—. Podemos tener problemas si continuamos aquí.
—Mire, señor Vinicius —dijo un muchacho.
El agua había comenzado a entrar dentro del refugio por los resquicios
dejados entre la lona y la arena del suelo. Se deslizaba hacia el centro y

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comenzaba a acumularse formando un pequeño charco.
El señor Vinicius me miró y dijo:
—Nos vamos.
En menos de diez minutos, casi todos los colonos se hallaban en los
vehículos.
Solo tres hombres se quedaron atrás recogiendo las lonas sobre el
esqueleto de la ballena. La intensidad de la lluvia era tan grande, que pronto
todos estábamos empapados por completo. En el fondo de un camión, mi
socio y yo guardábamos nuestra ropa de agua. Tiro decidió que, a pesar de
hallarnos ya completamente mojados, quizás era una buena idea ir a buscarla.
De todas formas, la partida se demoraba porque un camión tenía dificultades
con una de sus ruedas traseras.
Se había hundido en la arena mojada y resbalaba una y otra vez.
—Toma —dijo mi socio alargándome un impermeable negro.
Alguien gritó en la lluvia:
—Tenemos problemas con este camión. Necesitamos ayuda.
Me puse el impermeable sobre la ropa mojada y me dirigí, junto al resto
de los hombres, a echar una mano.
—Es la rueda izquierda. Ayer este firme era sólido, pero hoy se ha
convertido en un lodazal. Por más que lo hemos intentado, no conseguimos
que salga de ahí.
—Deberíamos utilizar las planchas de aluminio —dijo el señor Vinicius.
—Esta maldita lluvia nos va a causar muchos problemas —añadió un
muchacho.
El temporal arreciaba por momentos. Dos hombres vinieron con las
planchas de aluminio y las pusieron junto a la rueda estancada.
—Bien, ahora es el momento de empujar.
El conductor del camión se puso al volante y giró el contacto. El vehículo
arrancó a la primera liberando una densa humareda negra por el tubo de
escape.
—Encima esto —dijo Tiro girando el rostro para no respirar el humo.
—Vamos, cuanto antes empecemos, antes saldremos de aquí.
Empujamos con fuerza mientras un chico trataba de deslizar las planchas
debajo de la rueda.
—Un poco más y lo conseguimos —gritó mientras los demás no
cesábamos de empujar.
La rueda giró sin conseguir que el camión avanzase.
—¡Adelante, que nadie se detenga!

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—¡Todos juntos ahora!
El camión se desplazó unos centímetros hacia delante para después
retroceder, pero fue suficiente para que el muchacho deslizase las planchas
debajo de la rueda.
—¡Lo conseguí! —gritó.
El conductor aceleró de nuevo y el camión salió de su trampa. Rodó unos
metros y se detuvo.
—En marcha —dije mientras la lluvia me resbalaba por el rostro.
La caravana partió muy lentamente. El terreno estaba casi impracticable,
pero había que tratar de buscar un lugar más favorable. Quedarnos donde
estábamos, suponía correr el peligro de quedar definitivamente enterrados en
la arena mojada. Rescatar a un camión hundido por completo en el fango era
una operación que podía ocupar cerca de medio día. Por ello, quería salir de
allí cuanto antes. Quizás no encontrásemos un terreno mejor, pero al menos lo
estábamos intentando.
Miré al cielo y no vi más que negros nubarrones. Aún llovería durante
muchas horas. Quizás días. Tratábamos de evitar el terreno blando, pero aquel
maldito lugar se estaba convirtiendo en un pantano por momentos. A unos
cincuenta metros del borde del cementerio, mi socio dio con una franja de
tierra que parecía más consistente. Di la orden de circular por allí siempre
hacia el oeste.
Desde aquella distancia, los esqueletos brillaban a la luz mortecina de los
focos de los camiones. Se mostraban tristes, melancólicos y parecían estar
deseosos de que los dejásemos atrás y olvidásemos para siempre el lugar en el
que se hallaba su posición. Pronto, muy pronto, volvieron a quedarse solos.
De una manera tan repentina como los encontramos, desaparecieron en la
lluvia.
Rodamos en aquellas penosas condiciones durante toda la mañana. Al
mediodía, detuvimos la caravana al escaso abrigo de unas pequeñas rocas y e
improvisamos un refugio extendiendo las lonas que nos habían resguardado la
noche anterior en el hueco dejado por dos camiones. Allí, en tan reducido
espacio, los colonos se fueron apiñando y la señora Fictius repartió algunos
alimentos fríos.
Comimos sin apenas hablar y mirando repetidamente al firmamento. No
amainaba ni tenía aspecto de querer hacerlo pronto. Por el contrario, el cielo
se oscurecía más y más por momentos hasta casi anochecer en mitad del día.
Tiro masticaba unos frutos secos en silencio. Miraba al suelo, distraído, y
golpeaba, con la suela de la bota, los cantos que surgían de la arena. De

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pronto, cayó en la cuenta.
—¡Piedra! —exclamó.
Escupió los frutos secos de la boca y se agachó hasta tocarlas con las
manos.
—Fíjate, Bingo —añadió—. El piso es de piedra. Está enterrada en la
arena, pero me juego mi parte del tesoro a que estamos sobre una gran roca.
Se puso en pie y señaló en torno a nosotros:
—Mira el paisaje. Ha cambiado. ¿No te das cuenta? Esas rocas de ahí no
están aisladas. Tienen la misma composición que estas de aquí. Y que
aquellas —iba indicando con el dedo las rocas del entorno.
—Demonios… —Me daba cuenta de lo que eso, si era cierto, podía
suponer.
—Es posible que sea el fin de las tierras arenosas —aventuró mi socio.
—No te hagas ilusiones —dije—. Quizás sea una roca pequeña y
volvamos de nuevo a la arena.
—No, ha de ser una gran placa, ha de serlo…
Si de verdad estábamos en terreno rocoso, aquel era un gran golpe de
suerte.
Desde que salimos de las Azores no habíamos encontrado otra que arena y
más arena. Las ruedas de los vehículos se hundían en ella y les costaba
avanzar mucho más que sobre un terreno rígido. Si ahora, como creía Tiro,
habíamos encontrado una gran placa de roca de varios cientos de kilómetros
de largo, podríamos llegar a nuestro destino en mucho menos tiempo que el
necesario para hacerlo sobre arena.
—Lo presiento, esto es una gran placa —insistía mi socio—. Voy a
comprobarlo ahora mismo.
Así era Tiro Las. Cuando se le metía algo en la cabeza, no paraba hasta
llegar al final.
—Me adelantaré unos kilómetros y echaré un vistazo —me dijo mientras
sacudía su impermeable para eliminar el agua que se había ido acumulando en
los pliegues.
—De acuerdo, pero no quiero que te alejes demasiado con este tiempo. Y
mantén tu teléfono conectado en todo momento.
Cogió unos cuantos frutos secos del tarro en el que la señora Fictius los
guardaba, le lanzó un guiño acompañado de una sonrisa y subió a su
motocicleta.
—Es usted un cielo —dijo mientras que con los labios hacía el gesto de
un beso.

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—Rufián… —Farfulló la señora Fictius.
Tiro arrancó la motocicleta y se esfumó en la lluvia.
Continuamos comiendo desganadamente. El señor Vinicius, contagiado,
al parecer, por el ímpetu de mi socio, se dirigió a mí en un tono afable que no
empleaba hacía mucho tiempo.
—¿Cuánto cree que nos falta para llegar?
—No estoy muy seguro. Hace días que no lo calculo. Pero no creo que
sean más de mil kilómetros. No muchos más, en todo caso.
Al oír aquello, los colonos comenzaron a murmurar entre ellos. Aunque
daba lo mismo que hubieran hablado a gritos. Nos encontrábamos apiñados
en un espacio tan reducido que cualquier susurro era escuchado, sin
dificultad, por la completa totalidad del grupo.
—¿Has oído eso?
—Sí, estamos casi en nuestro destino.
—Ya no queda nada… Tan solo un pequeño esfuerzo más.
Se daban ánimos los unos a los otros. Pobres desgraciados. Cuando
hablaban así, cuando descubrían toda su debilidad mostrándose humanos, me
daban pena. En el fondo no eran más que un puñado de pobres diablos
guiados por un loco visionario. Incluso me dio cierto reparo contarles la
verdad completa:
—Pero recuerden que hemos de ascender el talud. Y el de Nueva York no
es igual que el de Lisboa. Aquel se hallaba inmediatamente después de la
ciudad, pero este se encuentra bastante alejado de la línea de la costa. Desde
él hasta la metrópoli, aún restan unos cien kilómetros de viaje a través de la
plataforma continental.
—No importa —dijo alguien que se encontraba al fondo y del que no
podía ver su rostro—. Los haremos gustosos. Será el último tramo hacia
nuestro ansiado sueño.
—Sí —intervino el señor Vinicius—, será una especie de paseo triunfal
hacia la tierra prometida. Dios estará con nosotros y todo será fácil y
sosegado. Él sabrá reconocer a los suyos y a los que, tan duramente, se han
sacrificado por seguir su palabra.
No dije nada más. Conocía de sobra la monserga y sabía que nada podía
conseguir si continuaba hablando en aquella dirección.
—Creo que va siendo hora de que nos pongamos en camino, señor
Vinicius —señalé mientras miraba la lluvia.
Rodamos varias horas más antes de que escampase. Mi socio debía de
estar en lo cierto porque cada vez era más frecuente encontrar un piso firme.

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Los bancos de arena iban desapareciendo progresivamente y el agua de la
lluvia arrastraba el lodo dejando la piedra al descubierto.
Cuando por fin paró de llover, apareció Tiro. Se hallaba tan excitado
como cuando se marchó.
—Tenía razón, Bingo —dijo exultante—. Hay un firme de roca hasta
donde se pierde la vista.
—Eso es genial, muchacho.
—Vamos a ahorrarnos, por lo menos, una semana de viaje. Eso, si no es
más.
Y sin esperar una sola palabra más por mi parte, se marchó a extender por
ahí la noticia.
—Eh, señor Vinicius, oiga —gritaba—. Estamos sobre una gran placa de
roca.
Yo tenía razón.
Miré al cielo. Se estaba abriendo grandes claros y el sol comenzaba a
brillar.
No quedaban más de dos horas de luz, pero se agradecía un poco de calor
después de habernos pasado el día empapados hasta los huesos. Tenía todo el
cuerpo entumecido y necesitaba beber algo caliente. De momento, debía de
conformarme con un trago de whisky. Busqué en el bolsillo uno de mis
últimos dunhills.
Apenas me quedaban dos o tres más. Y un par de botellas de Four Roses.
La cosa se estaba poniendo fea. Al menos, la fecha de regreso a casa estaba
cada vez más cerca. A pesar de estar en pleno verano, en aquel momento lo
único que deseaba era enterrarme bajo las mantas de mi cama en Lisboa. Y
dormir una semana entera.
—Dios santo. Miren eso —gritó, de improviso, una muchacha.
Alcé la vista y, entre las nubes, con la luz del sol en declive tras él,
apareció ante nosotros.

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CAPÍTULO 27

¿Hay alguien ahí?

—¿Qué diablos es?


—¡Es un cuervo!
—¡No! ¡Una gaviota!
—Maldita sea, es una paloma. Bendito sea el Señor, es una paloma.
Aspiré una buena bocanada del puro y retuve unos instantes el aire.
Después, lo solté despacio. El humo se dispersó muy lentamente creando
toda una suerte de curvas y ondulaciones en el aire. Entorné los ojos y ahí
estaba. Era, sin duda alguna, una paloma.
Al margen de insectos y serpientes, se trataba del primer animal vivo que
veíamos desde nuestra salida de las Azores. Y era, ni más ni menos, que una
paloma.
Aquel bicho no podía vivir por allí. El entorno era demasiado salvaje para
él.
A buen seguro venía de tierra habitada. Del oeste. Del lugar al que
nosotros nos dirigíamos.
—¿Lo ha visto, señor Small? —me dijo el señor Vinicius.
—Sí, es una paloma, no cabe duda.
—Eso significa…
—Significa que estamos cerca de un lugar habitado.
—¿De la gran ciudad?
—Probablemente. ¿Qué otro lugar habitado vamos a encontrar por aquí?
El señor Vinicius trataba de contener su emoción para no parecer un ser
humano ante mí. No así el resto de los colonos, los cuales habían estallado de
júbilo y se abrazaban los unos a los otros profiriendo exclamaciones de gozo.
Tiro se acercó con Lorna Vinicius tras él. Al parecer, había aprovechado,
con la complicidad de la muchacha, el pequeño desorden para reunirse y

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abrazarse ellos también.
El señor Vinicius frunció el ceño. Yo me puse en guardia inmediatamente.
No quería uno solo problema más. Aquella paloma significaba que
estábamos llegando a nuestro destino. Quería decir, ni más ni menos, que mi
cama de Lisboa estaba cada vez más cerca. Y no estaba dispuesto a que nada
ni nadie se interpusiese entre yo y aquella cama. No, no lo estaba.
Mi socio se adelantó a cualquiera de nosotros:
—Vamos, señor Vinicius, sonría un poco. Hoy es un día alegre.
El señor Vinicius iba a responder cuando oímos varios disparos.
—¡Le he dado! ¡Le he dado! —exclamó alguien.
Bras Licius alzó los brazos en el aire. En uno de ellos, portaba el rifle
semiautomático del cual habían partido los disparos que habíamos escuchado.
—¡Mira, ahí ha caído! —exclamó un muchacho mientras corría hacia el
lugar señalado.
La paloma yacía, muerta, entre las piedras.
—Mire, señor Vinicius —dijo Bras señalando el animal—. Esta noche nos
la comeremos. Le voy a pedir a la señora Fictius que nos la prepare para la
cena. No dará para mucho, pero no me diga que no le hace ilusión comer
comida fresca.
—Sí, sí, estamos hartos de tanto alimento en conserva —dijo el muchacho
que había corrido tras la paloma muerta.
—Queremos comer comida de verdad —apuntó otro.
El señor Vinicius, que había permanecido sin hablar durante todo aquel
tiempo, rompió su silencio:
—¡Basta! ¿Qué es lo que somos? ¿Animales?
Su ira acalló todas las voces y quebró la alegría imperante. Se dirigió a
todos cuando añadió:
—Se están comportando como bestias. No hemos llegado hasta aquí para
dejarnos llevar ahora por nuestros más bajos instintos. Somos discípulos de
Dios y temerosos de su palabra.
Utilizó la pausa como elemento para mantener la tensión. Todos callaban.
Nadie se hubiera atrevido, en aquel instante, a mover un solo músculo.
—No me importa que, esta noche, demos cuenta o no de esa paloma —
prosiguió—. Pero lo que no voy a permitir es que la armonía habitual en
nuestra comunidad, se altere. Sabíamos que un día, tarde o temprano, iba a
llegar este momento.
¿Alguien lo dudaba, acaso? Entonces, ¿a qué viene tanto alboroto? ¿Por
qué tanto desorden?

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Miró, uno a uno, a todos los colonos. Les miraba a los ojos, con dureza,
reprendiéndoles por su comportamiento indigno.
—Vamos, señor Vinicius —intervino mi socio—, no sea usted tan duro. A
fin de cuentas, hoy es un día grande. El primer día de nuestros últimos días en
el desierto.
¿Cómo pretende que estas personas no se alegren?
El señor Vinicius se volvió hacia Tiro. Vi la violencia más salvaje
inyectada en sus ojos.
—¡Calla, maldito! No oses dirigirme la palabra. Y mucho menos, no se te
ocurra decirme cómo he de guiar a los míos. Tú no eres nadie para interpretar
nuestra manera de comprender el mundo. ¡Tú! ¿Quién eres tú? ¿De dónde
vienes?
—¿Quién te envía? —Se dirigió al resto—. Yo os lo diré. Este hombre no
es más que un enviado del propio Demonio.
—Oiga… —Intervine.
—Usted no se meta en esto, señor Small. Contra usted no tengo nada. Es
este hombre quien altera la paz de mi comunidad.
El señor Vinicius tenía en tensión todos los músculos de su cuerpo. Las
arterias del cuello se habían dilatado y podía ver cómo se agitaban cuando el
corazón bombeaba sangre a través de ellas.
—Mire —dije tratando de poner algo de paz—. No ha ocurrido nada. No
se altere usted. Vamos, sigamos con nuestro camino y no le demos más
vueltas al asunto. Dentro de unos días habremos llegado a nuestro destino y
cada cual seguirá su ruta. No nos volverá a ver nunca más, eso se lo garantizo.
Ni a mi socio ni a mí.
Pero el señor Vinicius no prestaba atención a nadie.
—Quiero que se aleje de ella para siempre —prosiguió mientras cogía del
brazo, con rudeza, a Lorna—. Que se mantenga alejado de mi hija.
—Desde luego, cuente con ello —clavé la mirada en mi socio—. Tiene mi
palabra de que su hija no volverá a ser molestada nunca más.
Esto pareció calmarle un poco. Pronto, apareció la señora Vinicius y,
entre ella y la muchacha, se lo llevaron al camión. Se notaba que estaban
preocupadas por su estado y, de alguna manera, en la mirada que la señora
Vinicius nos lanzó, iba implícita una disculpa por su comportamiento. Al
menos, esa fue mi impresión.
Aunque, quizás, estuviera equivocado.
Apenas quedaba un rato más de luz. El sol comenzaba a ponerse y no
merecía la pena continuar la marcha. Así que ordené situar el campamento allí

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mismo.
Esa noche sí aposté un vigía en lo alto de una roca cercana.
Por la mañana, todo había vuelto a la normalidad. Los colonos se
afanaban en sus tareas sin parecer recordar el incidente del día anterior. Nadie
demostraba una agitación especial. Su comportamiento era monótono y
habitual.
Rodamos varias horas por un terreno bastante bueno: firme, llano y seco.
La lluvia del día anterior se canalizaba en pequeños ríos y arroyos que,
progresivamente, iban encontrándose los unos a los otros hasta formar una
cuenca. Solo en algunos sitios quedaban aisladas algunas minúsculas balsas
de agua estancada que se evaporaba tranquilamente al radiante sol del
mediodía.
—¿Crees que podríamos beber esta agua? —preguntó Tiro.
—Es posible. No se trata más que de agua de lluvia. Pero sospecho que su
contacto con el suelo la ha vuelto salada —respondí.
—Eso es fácil de comprobar.
Mi socio detuvo su motocicleta y se apeó de ella. De rodillas en el suelo,
acercó sus labios a un curso de agua cercano.
—No corras riesgos innecesarios. Es mejor que no la bebas.
—Descuida. No beberé. Tan solo quiero probar su sabor. Mojaré, nada
más, mis labios.
Tocó el agua y pasó la lengua por los labios. Sonrió.
—Es dulce. Apuesto a que se puede beber con toda tranquilidad.
—O, cuanto menos, darnos un buen baño en ella.
—Eso sería, simplemente, genial. Creo que necesito un buen baño —dijo
mientras alzaba los brazos y olisqueaba su propia ropa.
—Es una lástima que no haya un arroyo con el suficiente caudal para
entrar en él. Estaría bien poder poner nuestro cuerpo a remojo.
En el descanso que hicimos para comer, Tiro insistió:
—Cada vez los arroyos llevan un caudal mayor. ¿No crees que toda esa
agua deba de ir a algún lugar? Sería decepcionante que finalmente se filtrase
en el subsuelo…
—No lo sé —dije pensativo—. Todo es posible.
Y añadí:
—Hace rato que vengo dándole vueltas a un asunto. Sinceramente, pienso
que nos hallamos muy lejos aún de la línea de la costa como para que una
paloma como la que vimos ayer se aventure hasta aquí.
—¿Qué quieres decir?

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—Pues que es posible que haya un lugar habitado mucho antes. Y no me
refiero a los asentamientos de los colonos que son nuestra meta. Esos están
demasiado cerca de la gran ciudad para ser considerados metrópolis
independientes.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a un lugar en medio de todo esto. Tiene que haber algo.
Fíjate: el paisaje ha cambiado. Ya no es tan abrupto como hasta hace unos
días. El suelo es mucho más sencillo de transitar y hay agua. ¿Qué impide que
exista algún asentamiento humano por aquí?
—Bandidos…
—Es posible. O, sencillamente, chiflados como estos que llevamos aquí.
Es imposible de saber. Aunque tengo una sospecha: los bandidos no crían
palomas.
—Desde luego que no. Ellos viven exclusivamente del pillaje. Entonces…
—Entonces deben de ser colonos. Americanos, quizás. Gentes que han
realizado el camino en sentido inverso. Solo que, en su lugar, el trayecto ha
sido mucho más corto.
—Está claro. Se trata de eso, sin duda.
—En realidad, no lo sabemos con certeza. Se trata tan solo de una
suposición.
Por eso, es mejor no decir nada a los colonos. Lo que tenga que ser, ya
vendrá por su propia vía.
El resto del día y todo el día siguiente los ocupamos en rodar. Habíamos
perdido por completo el rastro del cable, pero me sentía capaz de orientarme
hasta Nueva York. No habría problemas.
Tiro se empeñó en seguir los cursos de los arroyos. Aunque a mí no me
pareció una buena idea, aquello no nos desviaba demasiado de nuestro rumbo,
así que, después de resistirme un poco, accedí.
—Los cursos de agua buscan el llano, no el oeste —dije—. Escucha,
muchacho, yo también tengo curiosidad por saber quién puede vivir en este
paraje. Es posible que haya otro tipo de pioneros distintos de los que
llevábamos con nosotros.
Gente más cabal, más sensata, que busca un modo de vida diferente pero
sin chaladuras.
Pero por mucho que nuestra curiosidad sea grande, tenemos una misión
que cumplir. Y la cumpliremos.
Cada vez que decía esto, me sentía menos convencido de su veracidad. La
misión, para mí, se había ido, poco a poco, diluyendo en un pasado confuso y

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llegué a pensar que aquellos tipos que rodaban tras de mí, eran tan solo unos
desconocidos que, casualmente, viajaban a mi lado.
Pero sabía que debía aguantar. Tenía que ir hasta el final y cumplir lo
pactado.
Era una cuestión de satisfacción personal, de saber que uno está haciendo
lo que sabe que debe hacer.
—Si de mí dependiera, hace tiempo que les habría abandonado en mitad
del desierto —dijo Tiro.
Así, de esta forma tan sencilla, mi socio penetraba en mis pensamientos y
se interponía entre el deseo y la razón. Para él todo era, siempre, simple.
Utilizaba, tan solo, el deseo, debido a lo cual, jamás se le planteaban
conflictos.
—Ya hemos hablado de esto con anterioridad. Vamos a ir hasta el final —
dije—. Pase lo que pase.
—¡Miren, miren! —Unos gritos nos interrumpieron—. Más pájaros.
Alcé la mirada y ahí estaban. Serían diez o doce, quizás más. Se movían
describiendo grandes círculos sobre el cielo y a gran velocidad. Desde luego,
esta vez no se trataba de palomas. Sus cuerpos eran demasiado pequeños y
muy oscuros.
—Que nadie dispare contra ellos —ordené.
Los pájaros no parecían ir a ningún lado. Simplemente estaban ahí,
volando en círculos. Es posible que buscaran alimentos entre las rocas.
—Creo que tu teoría va a ser cierta —dijo mi socio—. Esos pájaros no
han llegado hasta aquí solos.
El curso del agua que seguíamos había aumentado considerablemente su
caudal en los últimos kilómetros. Varios arroyos colindantes confluían en él
sumando sus aguas. Pronto, en una de las riberas del riachuelo, vimos algo
que nos llenó de alborozo: la primera planta norteamericana.

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CAPÍTULO 28

Pájaros, ríos, árboles y algo de tranquilidad

—A partir de este preciso momento, quiero que todo el mundo extreme las
precauciones —dije durante la cena—. Tenemos motivos suficientes para
sospechar que muy pronto vamos a encontrarnos con personas cerca de aquí.
Se levantó una nube de murmullos. Los colonos se sentían excitados ante
la idea. ¿A quiénes nos íbamos a encontrar? ¿Estábamos ya cerca de los que
ellos consideraban los suyos? ¿Había muchas más expediciones que, como la
nuestra, habían llegado desde lejos? ¿O se trataba, como ya habíamos
comprobado a lo largo de nuestro viaje por el desierto, de simples maleantes y
delincuentes huidos de la justicia?
—Vamos a ir todos armados y en todo momento —dijo el señor Vinicius
—. Todos portarán siempre un arma consigo. Incluidas las mujeres.
Solamente quedan exentos los niños más pequeños. El resto llevará una
pistola cargada.
Los colonos atendían las instrucciones en silencio. La hora de la verdad
estaba cerca. Tenían el sueño americano al alcance de la mano y no lo iban a
dejar escapar.
—Quiero —intervine— que se mantengan alerta. Aún nos quedan muchos
kilómetros de viaje hasta Nueva York. Es muy posible que nos encontremos
grupos de pioneros mucho antes, pero también es posible que no. No lo
sabemos con certeza. Y, si hay pioneros, desconocemos si serán amistosos.
Lo desconocemos todo, incluso el terreno sobre el que nos movemos. Esta es
la peor de las situaciones previsibles. Creo que contaban con ello. Pero que
nadie se preocupe.
Ustedes están preparados para afrontar lo que se nos viene encima. Si nos
topamos con enemigos, les haremos frente con todo nuestro potencial. Si, por

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el contrario, es gente amiga la que hallamos en el camino, esa será nuestra
primera satisfacción.
De cualquier forma, algo es imprescindible a partir de ahora: permanecer
siempre alerta y no bajar nunca la guardia.
Hice una pausa y observé los rostros de los colonos. Después, proseguí:
—El único objetivo es mantenerse con vida y alcanzar nuestro destino
final.
Les prometí que les llevaría hasta las puertas de Nueva York y lo voy a
cumplir.
Pase lo que pase. Espero que todos ustedes estén a la altura de las
circunstancias.
Aquella noche, muchos colonos tardaron en conciliar el sueño. Llevaban
meses, años incluso, detrás de este sueño. Le habían dedicado todo lo que
tenían: dinero, dedicación, esfuerzo. Creían en él a ciegas. Estaban
absolutamente seguros de lo que hacían y no les asaltaba la duda. El culpable
de todo ello era, desde luego, el señor Vinicius. Sin él, no lo hubieran
conseguido nunca. Era el líder indiscutible, su guía, su sacerdote, su
visionario.
A lo largo de las largas semanas en el desierto, el sueño había
permanecido aletargado. El viaje estaba siendo duro, cruel en no pocas
ocasiones y, sobre todo, monótono hasta la saciedad. Solo habían encontrado
arena, sal y calor. Durante miles de kilómetros. Al final, todos se habían
acostumbrado a ello. Rodaban de manera mecánica, se detenía para comer sin
darle importancia, todo ello sin esbozar siempre un atisbo de queja, en
completa resignación ante lo que estaba sucediendo.
El sueño lo era todo para ellos y en aras de él, eran capaces de sacrificarlo
todo.
Porque eso era lo que estaban haciendo los colonos: un fenomenal
sacrificio.
Lo habían dado todo. Ya nada tenían en Europa que les perteneciese:
amigos, dinero o bienes materiales. Todo había sido suprimido. Todo
sacrificado. Y, aunque nada de eso debió de ser fácil, la recompensa a su
alcance lo compensaba todo.
Por ello, al día siguiente, cuando vimos más plantas en las riberas del
riachuelo, el entusiasmo fue creciente. No por las plantas en sí mismas, sino
por lo que estas significaban: la vida era posible en el desierto. A fin de
cuentas aquellos locos pretendían pasar el resto de sus vidas en aquel lugar.
Iban a crear nuevas ciudades, nuevos lugares en los que la civilización y los

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valores americanos se asentasen, pero, mientras todo esto sucedía, tendrían
que habitar una tierra inhóspita y, en la mayor parte de los casos, yerma. Así
que era normal que, encontrar un escuálido arbusto reseco en medio del
camino, les regocijase. Siempre, claro está, dentro de los límites de
contención que el señor Vinicius y, por extensión, el resto de los cabezas de
familia, consideraban adecuados a las circunstancias. No era conveniente
expresar demasiado entusiasmo antes de haber alcanzado definitivamente el
objetivo. Y, en este caso, tenía que estar de acuerdo con el señor Vinicius: no
había que cantar victoria antes de tiempo.
El paisaje circundante cambiaba a gran velocidad. Desde la hora del
desayuno a la de la comida, la densidad de la vegetación había pasado de ser
escasa y tan solo en las riberas del río, a volverse más espesa y poder hallar
arbustos y matojos incluso a muchos metros del flujo principal. Esto
significaba solo una cosa: la humedad del subsuelo era la suficiente para que
las plantas pudiesen vivir allí sin tener la necesidad de hacerlo en la orilla del
río. No se trataba de un efecto de las últimas lluvias. Aquellos arbustos eran
mucho más antiguos.
A media tarde, vimos el primer árbol. Después, vinieron otros. Al
principio, estaban aislados, pero después comenzamos a encontrarlos
agrupados formando pequeños bosquecillos que invitaban a detenerse junto a
ellos.
—¿No te parece una buena idea? —decía Tiro de vez en cuando—.
Vamos, no tardaremos más de una hora. Mira esos de ahí. El río pasa al lado
de ellos. Y ahora ya lleva caudal suficiente como para darnos un baño. ¿Lo
hacemos?
Insistió varias veces pero me mantuve firme. Había que aprovechar al
máximo la luz del sol. Pero, paradójicamente, fue su mayor enemigo en la
caravana quien le vino a dar la razón.
—¿Qué le parece si damos por finalizada la etapa de hoy y permitimos
que los muchachos se den un chapuzón en el río? —Dijo el señor Vinicius—.
Y las mujeres estarían encantadas de poder lavarse el pelo y asearse, por una
vez, en condiciones.
No me lo tenía que decir más veces. Me negué a detener antes la caravana
porque la extrema severidad de su comportamiento se me había contagiado,
pero si era él quien daba la orden de acampar, por mí no había problema.
—Nos paramos aquí —dije—. Junto a esos árboles. Quiero siempre dos
hombres apostados en aquellas rocas. Permanezcan atentos y esperen el
relevo.

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Haremos turnos de dos horas.
Como era costumbre, los vehículos formaron un círculo en cuyo interior
se desarrollaban las actividades de los colonos.
—No olvide nadie que hoy también hay que realizar las tareas habituales.
—Cada cual ya conoce las suyas —dijo el señor Vinicius—. Quiero todos
los vehículos revisados y con los depósitos llenos de combustible. Revisen,
igualmente, las armas. Deben de estar listas para ser usadas en cualquier
momento. Una vez hayan finalizado con sus labores habituales, tienen
permiso para bañarse en el río.
Hubo algún grito de celebración y todos se pusieron, de inmediato, con
sus tareas. Si por lo general eran disciplinados y se aplicaban en ellas, aquel
día todo el mundo trabajó como nunca lo había hecho. Los camiones
estuvieron a punto en menos de media hora, se cambiaron neumáticos en
escasos minutos y había hombres entrando y saliendo de las cabinas a una
velocidad de vértigo. Las mujeres, ayudándose las unas a las otras para poder,
así, terminar cuanto antes, lavaron ropa, prepararon la cena, revisaron las
existencias de la despensa y engrasaron las armas sin perder un solo instante.
Aquella gente con los cuerpos derrotados por el esfuerzo realizado durante
miles de kilómetros, había resucitado impulsando sus corazones a partir de
ilusión y entusiasmo.
—¡Al agua! —exclamó el primero de los muchachos que, en calzoncillos,
se lanzó de cabeza al río.
No había ningún peligro. El curso tenía unos cuatro metros de ancho y no
más de cincuenta centímetros de profundidad. La pendiente era escasa y el
agua corría mansa. El lecho de piedra aún no erosionada por el flujo del agua,
obligaba a caminar con cuidado para no herirse en los pies.
—Aquí se puede pisar sin riesgo —gritó el chico—. Hay una piedra plana
bastante grande.
Varios muchachos más le siguieron. Mi socio se quitó la ropa y se sumó a
ellos. Chapotearon un rato y jugaron como niños lanzándose agua con las
manos los unos a los otros. Algunas chicas se desnudaron también y entraron
en el agua, pero lo hicieron unos cuantos metros más arriba en el curso del
río, justo donde este formaba un pequeño recodo que, unido a los árboles que
crecían en la orilla, servía de obstáculo natural que las hacía permanecer
ocultas.
—No conviene que las muchachas se bañen desnudas junto a los chicos
—explicó el señor Vinicius.

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—Que una de las mujeres vaya con ellas y se aposte en las cercanías. Y
que se lleve un rifle y munición —dije—. No son nuestros muchachos los que
precisamente me preocupan.
Mi socio y varios de los muchachos eran de la misma opinión que el señor
Vinicius, así que, poco a poco y sin brusquedades, se fueron acercando al
lugar en el que las chicas se bañaban. Cuando el señor Vinicius se percató de
ello, puso fin al juego de manera terminante:
—Se acabó. Os comportáis como animales en celo. ¿Qué ha sido de la
educación que se os ha proporcionado? Miraos, parecéis bestias que solo
buscan la fornicación y el pecado. A partir de ahora nada de retozos.
Procederéis a afeitaros y lavaros a fondo. Falta os hace.
Después de la reprimenda, estimé que era un buen momento para entrar
yo también en el agua. Me desnudé y, en calzoncillos, entré en el río. El agua
estaba templada y apetecible. La suave corriente mecía el cuerpo y relajaba
los músculos.
Llevaba en la boca el último de mis dunhills. Era un buen momento para
decir adiós al tabaco. Tranquilamente, sin prisas.
Enjaboné todo mi cuerpo, incluida la barba, y dejé que la espuma
ablandase la suciedad incrustada en los poros de la piel. Al poco tiempo, Tiro
se acercó hasta mí y me pidió que le pasase la pastilla de jabón. Mientras se
enjabonaba, dijo:
—Ah, lo que daría por ver a Lorna dándose ese baño…
—Ni lo sueñes —respondí—. Antes te pego un tiro. Y esta vez va en
serio, no lo dudes. Comienza a afeitarte y quítate esa idea de la cabeza.
Mi socio restregó la pastilla de jabón por el rostro y, con la punta de los
dedos, frotó hasta obtener una abundante espuma.
—Muchacho —gritó en dirección a la orilla—, lánzame esa navaja de ahí.
Ambos comenzamos a afeitarnos sentados en el lecho del río. El agua nos
cubría hasta el pecho y el murmullo del curso deslizándose se confundía con
el trino de los pájaros. Aquello era un verdadero remanso de paz y
tranquilidad.
—Limítate a escuchar a los pájaros y olvídate de la chica —le dije.
—Pero no me digas —insistió en voz baja para que nadie le oyese— que
no te la imaginas desnuda. Con sus pechos erectos y sus muslos bien
formados. La piel morena y el pelo mojado. Debe de estar deliciosa. Me
encantaría probar un bocado de ese cuerpo virginal. Tan solo un mordisco
pequeño. Pondría los dientes sobre su vientre y apretaría un poco. Tomaría un

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trozo de carne y tiraría de ella con suavidad. Después, mi lengua subiría hacia
esos pechos maravillosos y los recorrería sin cesar.
Me estaba empezando a poner nervioso.
—Ya basta —dije.
—No me digas que no te gustaría probarla —bromeaba mientras me daba
golpecitos con el brazo.
—No me gustaría —respondí—. Aunque fuera la última mujer de todo el
planeta.
—Vamos, vamos, di la verdad…
—Estoy diciendo la verdad. No te digo que no sea una guapa muchacha.
Lo es. Es muy atractiva. Pero no es mi tipo. Demasiada arpía para mi gusto.
—Bueno, a mí eso me importa bien poco. Una mujer es una mujer. De eso
no hay duda.
Y se lanzó hacia atrás sumergiéndose en el agua y creando una nube de
blanca espuma en torno él.

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CAPÍTULO 29

Dios salve a América

—Tenemos que llegar para saber cómo se está construyendo todo aquello,
pero nosotros ya tenemos unas cuantas ideas al respecto —explicaba el señor
Vinicius.
Extrañamente, aquella noche, al abrigo de los árboles y con el rumor del
río cerca, se había vuelto más comunicativo. Parecía haber olvidado los
rencores pasados. O, quizás, se trataba de una estrategia para mantenerme de
su lado.
Todavía me necesitaba. En realidad, me necesitaba más que nunca. El
tramo final era desconocido para todos nosotros, pero yo era el único en todo
el grupo capaz de guiarme sin pérdida en el desierto. Además, sabía cómo
hacer frente a los posibles enemigos que podíamos encontrarnos en el camino.
Hacía una noche deliciosa. Ya estábamos en pleno verano y era agradable
que, por las noches, la temperatura disminuyera. De vez en cuando, se
levantaba algo de viento que contribuía a refrescar el ambiente.
Habíamos encendido un pequeño fuego para cocinar y, aunque tenía la
seguridad de que, estando entre los árboles, no podía ser visto desde lejos,
ordené extinguirlo una vez que no fue estrictamente necesario. Cada día
extremaba más las precauciones. Prefería excederme a quedarme corto. Un
error en aquel lugar ignoto podría resultar fatal. No sabía qué había en nuestro
entorno. Lo que hubiera más allá de lo que la vista alcanzaba, era
absolutamente desconocido. El bien o el mal podían estar esperándonos unos
kilómetros más adelante. Mi intención era divisarlo antes de que él me viese a
mí. Un poco de ventaja nunca debe desdeñarse cuando no se dispone de otra
arma más eficaz.
El señor Vinicius estaba nervioso. Era capaz de notarlo. No le había visto
así nunca. Últimamente perdía la calma con demasiada frecuencia. Se había

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vuelto malhumorado y sus reacciones eran mucho más imprevisibles. La
cercanía del final del viaje le estaba trastornando. Porque, si para los demás
aquel momento era muy importante en sus vidas, para el señor Vinicius lo era
todo. El punto cero a partir desde el cual contar. El lugar y la hora en el que
toda su vida comenzaría, de nuevo, a tener sentido.
Añadido a esto, el asunto de su hija con mi socio no le había ayudado en
absoluto. Lo desaprobaba rotundamente y había comenzado a desarrollar un
odio visceral por Tiro Las. Para él, mi socio personificaba todos los males. Le
hacía culpable de todo lo negativo que nos sucedía. Incluso cuando el
problema no tenía nada que ver con Tiro, el señor Vinicius se las arreglaba
para descargar algo de culpa sobre él.
Yo trataba de preservar la paz manteniendo a mi socio lejos de él. Quería
que tuviese el mínimo número de posibilidades para atacarle. Por eso, siempre
que era posible, le encargaba trabajos alejado de la columna. Tiro respondía
entusiasmado.
A él siempre le había gustado trabajar a su aire. No se sentía miembro de
la manada y prefería vigilarla desde fuera.
Esto era así hasta tal punto que la pérdida definitiva del rastro del cable
submarino fue un duro golpe para mi socio. Se había tomado la tarea de su
seguimiento muy en serio. Este trabajo le permitía perdernos de vista durante
unas cuantas horas al día y le daba la oportunidad de estar a solas con el
paisaje. Incluso cuando ya habíamos renunciado a encontrarlo de nuevo,
estuvo unos cuantos días insistiendo en la búsqueda.
—Déjalo, Tiro, a partir de ahora podemos orientarnos fácilmente sin él —
le decía.
—Es que no puedo comprender cómo hemos perdido el rastro, no lo
puedo comprender… —Respondía.
Por fin, decidió darse por vencido. No fue sencillo. Tuve que insistir en no
pocas ocasiones. Pero noté que algo importante se había terminado para él.
Así que no me quedó más remedio que asignarle nuevas tareas en las que
poder seguir disfrutando de esas cuantas horas lejos de nosotros. Hasta hube
de inventarme una. Tiro fue, desde entonces, el encargado de vigilar que no
quedaran, tras nosotros, signos evidentes del paso de la caravana. No era algo
importante. Desde luego, un hombre solo era incapaz de borrar el rastro de los
neumáticos de varios vehículos todoterrenos, pero, al menos, debía encargarse
de destruir las señales que íbamos dejando un tanto inconscientemente: restos
de comida, envases vacíos, plásticos, manchas de aceite… Cualquiera que
quisiese seguir nuestro rastro, podría hacerlo sin dificultad a pesar de los

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rastros borrados por Tiro, pero ese par de horas que pasaba en soledad, le
proporcionaban fuerzas para seguir adelante.
Y eso era importante, porque mi socio, si ya lo había sido siempre para
mí, ahora más que nunca se había vuelto imprescindible.
—Nuestro plan principal —prosiguió el señor Vinicius— en medio de las
oscuridades pasar a formar parte del sueño americano. Ese es el único modo
de vida que prosperará en el mundo. Y, por ello, queremos pasar a ser
partícipes de él.
Pero no queremos ser molestos o hacerlo en condiciones de desventaja.
Dios quiso que naciéramos en Europa y, para el gobierno de los Estados
Unidos no somos otra cosa que extranjeros. Así sea si Dios lo ha decidido.
Pero esto nos acarrea numerosos problemas. No podemos entrar libremente en
el país y fundirnos en su modo de vida. No tenemos esa oportunidad. Por
suerte, Dios siempre está del lado de los suyos y siempre deja una puerta
abierta. La Gran Evaporación es nuestra puerta. Vamos a establecernos en los
nuevos territorios y tratar de edificar nuestra vida allí.
Nos encontrábamos en el centro del círculo realizado con los vehículos de
la caravana. La noche era clara y podíamos vernos las caras sin más necesidad
de luz que la que un pequeño farol nos proporcionaba. El aspecto de los
colonos había mejorado considerablemente. El baño nos había sentado muy
bien. La mayoría de los hombres nos habíamos afeitado y todas las mujeres se
habían lavado el cabello. Olía a jabón en todo el campamento. El señor
Vinicius hablaba mientras todos los demás escuchaban. Nada fuera de lo
habitual entre ellos.
—Somos artesanos. Sabemos muchos oficios y podemos crear con
nuestras manos. Sabremos comerciar con la gran ciudad.
Un hombre intervino:
—Tenemos noticia de que el gobierno concede permisos para que los
pioneros entren en el país con la intención de abastecerse y comerciar. Al
parecer, los asentamientos de los colonos están cobrando la suficiente
importancia como para que el gobierno comience a considerarlos. Se
rumorea, y esto es tan solo un rumor, que tarde o temprano se anexionará
estos territorios. Quizás, toda la plataforma continental hasta el talud. Esto
supondría la creación de nuevos estados o, cuanto menos, la ampliación de los
existentes. Y, por supuesto, todos los que en ese momento se encontrasen
habitándolos, pasarían, de forma automática, a ser ciudadanos americanos de
pleno derecho.
—Nosotros estaremos allí cuando eso suceda —interrumpió otro hombre.

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Se escucharon unos susurros:
—¡Tráela, tráela ahora!
—No, no es el momento…
—Vamos, hazlo, no te demores.
El señor Vinicius miró en la dirección de los rumores. Unos cuantos
jóvenes cuchicheaban en voz baja. Se hallaban bastante agitados y se daban
codazos los unos a los otros. Cuando se percataron de que el señor Vinicius
les observaba fijamente, se quedaron quietos y en silencio.
Solo uno de ellos se atrevió a hablar:
—¿Cree usted que podríamos sacarla un rato? No la vemos desde que
partimos de Europa.
El señor Vinicius no dijo nada. Rumiaba su respuesta.
—Se lo ruego —continuó el muchacho—. Es importante para nosotros.
Nos dará ánimos para continuar.
El señor Vinicius se llevó un dedo a la frente y dijo:
—De acuerdo, pero con mucho cuidado.
—Gracias, señor.
El chico se puso en pie y tomó rumbo al camión que portaba los bultos
que no se empleaban a lo largo del viaje. Se trata de enseres, muebles, ajuares
y, en general, toda clase de artilugios necesarios para la vida cotidiana. Nada
de ello se desembaló durante la travesía. Habitualmente, este camión viajaba
cerrado por completo y solo se abría muy de vez en cuando.
Entró dentro y pasó un buen rato rebuscando. Oímos algunos ruidos de
cajas moviéndose y bultos desplazados. Después, salió con una caja metálica
en las manos. La portaba con mucha atención. Caminó hacia nosotros muy
despacio y mirando bien dónde ponía los pies. Parecía no querer tropezar y
caer con aquel preciado objeto en sus brazos.
—Ábrala usted, señor Vinicius —dijo.
—Puedes hacerlo tú mismo, muchacho. Adelante.
El joven depositó la caja en el suelo y, antes de abrirla, se frotó, nervioso,
las manos. Los colonos miraban con atención. Al parecer, todos allí, a
excepción de mi socio y yo, sabían cuál era su contenido.
La caja disponía de una cerradura que se abría mediante la inclusión de
una combinación de cuatro números. Para ello, cuatro ruletas con todos los
dígitos en cada una de ellas, se disponían sobre el pestillo.
El muchacho giró las ruletas y situó los números correctos en línea.
Apretó una pestaña del pestillo y este se abrió limpiamente.
—Todos nosotros —explicó el señor Vinicius— conocemos la contraseña.

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Esto es así para que cualquiera, sea quien sea, pueda abrirla cuando
lleguemos a nuestro destino. Bien sabe usted que no todos de entre los
nuestros lo van a conseguir.
Pero, aunque sea solo uno el miembro de nuestra comunidad que alcance
el destino anhelado, este siempre podrá abrir la caja y, así, hacer bueno
nuestro sueño. Confiamos en Dios para que así sea. Sabemos que no nos
abandonará.
Nuestra estirpe pasará a formar parte de América.
Tiro y yo estiramos los cuellos para no perder detalle de lo que allí, tan
celosamente, se guardaba.
El chico, con las dos manos, levantó la tapa de la caja y apareció, ante
nuestros ojos, un objeto cubierto por un papel fino y claro. Retiró el papel y,
perfectamente doblada, había una gran bandera de los Estados Unidos.
Introdujo las manos abiertas por debajo de la bandera y la extrajo con sumo
cuidado de la caja.
—Ayúdenme con ella —dijo.
Varios hombres se dispusieron a hacerlo. Tomaron la tela por los bordes y
la desplegaron. La bandera tenía unos dos metros de largo y todas las barras y
estrellas habían sido cosidas a mano. Los bordes estaban rematados con cinta
de color dorado. En cada lugar, se había utilizado hilo del mismo color de la
tela correspondiente para que este no se notara.
Todos miraban la bandera con respeto y veneración. Parecía que nos
encontrábamos dentro de un templo y que aquellos tipos no eran sino fieles
devotos que observaban con atención la imagen de su dios.
—Es bella, ¿verdad? —preguntó el señor Vinicius.
—Es una bandera —respondí.
—No es una bandera —se enojó el señor Vinicius—. Es la bandera de los
Estados Unidos de América. Es el símbolo de nuestra redención. Usted
también debería mostrarle cierto respeto.
—No le falto al respeto. Pero no se trata más que de una bandera. Y, por
si no fuera poco, no es la de mi país.
—Los Estados Unidos no son un país. Son el modo de vida que Dios
aprueba y al que todos debemos aproximarnos si queremos salvar nuestras
almas. Ya le dije, en una ocasión anterior, que la Gran Evaporación fue una
señal divina. Lo que Dios hace es abrirnos un camino directo hacia su
verdadera tierra. Después, solo él sabe lo que ocurrirá con el resto de los
territorios. Nada bueno, eso sí se lo puedo augurar. Nada bueno… Espero

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sinceramente que haya piedad para los que se quedan. Pero la mano de Dios
es inflexible con los que le dan la espalda, así que…
—Como quiera —interrumpí.
Me había hecho el firme propósito de no volver a discutir nunca más con
el señor Vinicius. Allá él con sus locuras.
Se levantó una tenue brisa que agitó la bandera sostenida por los hombres.
La Luna brillaba, intensa, en la noche e iluminaba los rostros de los
colonos. De buena gana, hubiera encendido un buen puro en aquel momento.

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CAPÍTULO 30

El principio del fin

Hasta que, por fin, divisamos la columna de humo. Después de tanto tiempo
rodeado, siempre, de las mismas personas, los mismos hábitos, las mismas
locuras, había llegado el ansiado momento de encontrar señales de actividad
humana ajenas a las nuestras.
Divisamos el humo avanzada ya la mañana. El sol había ascendido lo
suficiente en el firmamento como para que el calor fuera importante. Allá, a
lo lejos, unos dos o tres kilómetros por delante de nosotros, se alzaba una
tenue columna de humo apenas visible a simple vista. Fue Tiro el que, gracias
a sus prismáticos, la divisó.
—Mira —dijo—. No dejes de ver esto. Creo que tus sospechas van a ser
ciertas.
Y lo eran. Desde luego que lo eran. Aquello no era un incendio fortuito en
medio del desierto. Se trataba de actividad humana.
A lo largo de la ruta, nos íbamos topando con pequeños bosquecillos de
arbustos y árboles jóvenes como el que la noche anterior habíamos dejado
atrás.
Se agrupaban en torno al río principal y a sus cauces secundarios. No era
extraño hallar, también, ejemplares más o menos aislados del resto o, a lo
sumo, reunidos en grupos de no más de cuatro o cinco unidades.
De vez en cuando, atravesábamos áreas despejadas. El desierto se negaba
a desaparecer por completo y nos recordaba permanentemente su presencia.
Tan solo se había limitado a ceder parte de su espacio. Disminuía la presión
permitiendo que el agua corriese, viva, por sus dominios. Y con el agua, por
supuesto, la vida.
Nos hallábamos atravesando una de estas zonas despobladas y secas,
cuando vimos, en la lejanía, la columna de humo ascendiendo pesarosamente

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hacia el cielo desde un área con bastante vegetación. El río describía, en este
lugar, una gran curva de varios kilómetros de radio que nosotros estábamos
evitando. No íbamos a realizar camino adicional únicamente por seguir el
curso de río. Cuando era necesario, abandonábamos la ruta de la ribera y nos
internábamos en el desierto.
Si teníamos suerte, el río nos volvía a encontrar. Y, hasta ese momento,
habíamos disfrutado de ella.
—¿Ahora qué? —preguntó mi socio.
—Detendremos la caravana.
Busqué un lugar propicio para parar y di la orden.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué nos detenemos? —Gritó del señor Vinicius
sacando la cabeza por la ventanilla de su camión—. Aún queda un buen rato
hasta la hora de comer.
Avancé con mi motocicleta hasta él. Mi socio venía tras de mí.
—Hemos divisado algo —dije cuando llegué a su altura—. Utilice sus
prismáticos. Es en aquella dirección. Se trata de una columna de humo.
El señor Vinicius buscó debajo del volante del camión, extrajo unos
diminutos prismáticos de campaña y observó, a través de ellos, en la dirección
que le indicaba. Durante unos momentos que se me hicieron interminables, el
señor Vinicius no dijo nada. Solo miraba. Apoyaba el brazo libre en la
ventanilla abierta del camión y golpeaba, con la punta del dedo índice, la
carrocería.
—¿Qué sugiere que hagamos, señor Small? —dijo sin dejar de mirar por
los prismáticos.
—Supongo que, llegados hasta este punto, deberíamos acercarnos y tratar
de entablar contacto. No han de ser necesariamente malas personas. Pero
nunca lo sabremos si no nos acercamos.
—¿Todos?
—No, toda la caravana no. Sería una imprudencia. Pero podemos hacer
que un par de hombres se acerquen y los observen un rato. Después, si las
condiciones son propicias, podrían llamar al resto del grupo.
—Me parece una buena idea. ¿Y quiénes sugiere usted que sean esos dos
hombres?
Por primera vez, dejó de mirar a través de los prismáticos y nos observó
fijamente.
Mi socio se hallaba justo a mi lado. Apoyaba los brazos en el manillar de
su motocicleta.

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—Este es un trabajo para hombres de verdad —dijo—. Déjelo de nuestra
cuenta.
La gran fortuna de viajar junto a Tiro Las es que, en los momentos más
embarazosos, se crecía ante la dificultad. Su reacción se basaba esencialmente
en la falta de reflexión acerca del peligro que podía correr, pero eso bastaba.
A veces era mejor no pensárselo dos veces.
—Ya ha oído a mi socio —dije—. Iremos nosotros.
Nos dirigimos al camión de las armas y nos aprovisionamos de suficiente
munición.
—Quiero que ustedes se queden aquí y se preparen para un eventual
ataque —grité dirigiéndome a todo el grupo—. Este es un momento de
máximo peligro.
Ahí delante hay gente y no sabemos cuáles son sus intenciones. Así que
hemos de estar preparados. Sitúen los vehículos formando un círculo y
establezcan la defensa desde el interior. Quiero todas las armas cargadas y
dispuestas para ser disparadas.
Todo el mundo a trabajar.
Verifiqué la carga de mi pistola.
—Suerte para todos.
Y así, de esta manera tan simple, mi socio y yo volvimos a estar solos
junto al polvo del camino. Como en los viejos tiempos. Mirando al peligro
cara a cara.
Nos acercamos a toda velocidad. Nuestra idea inicial era la de apostarnos
tras alguna roca y observarlos sin ser vistos. Pero el terreno estaba
completamente despejado en torno al grupo de árboles y no era posible llegar
hasta ellos sin delatar nuestra presencia.
Por suerte, el bosque era más espeso y amplio de lo que parecía desde
lejos, y no había vigilantes a la vista. Ocultamos las motocicletas tras unos
arbustos y continuamos a pie.
—Estoy algo nervioso —dije—. Permanece atento en todo momento. No
quiero tener ningún susto.
—Cuenta con ello.
Después de que pasaran unos diez minutos caminando, avistamos el
campamento.
La columna de humo que nos había llevado hasta allí provenía de una
fogata en la que una mujer joven cocinaba. A su alrededor, cuatro niños
pequeños jugaban con una pelota de plástico. De vez en cuando, la mujer se
volvía hacia ellos y les hablaba sonriente.

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Un poco más allá, se disponían, formando una fila casi perfecta, diez
tiendas de campaña de lona verde. La mayoría de ellas permanecían cerradas,
pero la más cercana al lugar en el que se encontraba la mujer, tenía el acceso
abierto. Era una especie de despensa o almacén. Vimos salir un hombre de
ella. No tendría más de treinta años. Tanto la mujer como él, iban vestidos
con ropa deportiva.
Nos tranquilizó observar que no portaban armas.
Tras el campamento, el río que habíamos estado siguiendo se ensanchaba
y formaba un pequeño lago del que oímos llegar gritos infantiles. Un grupo de
hombres y mujeres se acercaban, desde allí, hacia la hoguera. Caminaban sin
prisa y conversando distendidamente entre ellos. Cuando estuvieron cerca,
saludaron a la mujer que cocinaba y charlaron un rato con ella. Hablaban una
mezcla de inglés y español fácil de comprender.
—¿Ves las armas? ¿Las ves, maldita sea? —me dijo Tiro en un susurro.
—No, no las veo —respondí—. No van armados. Creo que no van
armados.
Al menos, yo no veo armas.
—Yo tampoco veo nada.
Era una buena señal. Aquellos tipos no parecían ser agresivos. Cocinaban
y conversaban sin parecer tener más preocupaciones inmediatas. Había niños
jugando, lo cual hacía suponer que se trataba de familias. Unos cuantos
colonos a la búsqueda de nuevas experiencias.
—Creo que deberíamos mostrar nuestra presencia —dije.
—De acuerdo —accedió mi socio—, pero mantengámonos alerta. No
sabemos cuál puede ser su reacción.
Salimos de entre los árboles y comenzamos a caminar despacio hacia
ellos.
Al principio, no nos vieron. Anduvimos varios metros delante de él sin
que se percatasen de nuestra presencia. Tuvo que ser necesario el sonido de
una rama al quebrarse a nuestro paso para delatarnos.
Una de las mujeres dijo algo y el resto se giró rápidamente. Se quedaron
quietos, paralizados. Podríamos haber abierto fuego sobre ellos con facilidad.
En ningún momento trataron de buscar ningún arma ni nada parecido.
Simplemente se quedaron inmóviles, aguardando acontecimientos.
—Tranquilo, muchacho —me dijo Tiro en voz baja sin dejar de
observarlos—, estos tipos no van a darnos problemas.
—Lo sé, me he dado cuenta.

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Cuando nos hallábamos a menos de diez metros de ellos, comencé a
hablar:
—Hola, somos amigos —les enseñé mis manos abiertas y separadas del
cuerpo—. No queremos hacerles daño.
Los colonos se miraron entre sí con gesto desconfiado. Parecían
interrogarse sobre la naturaleza de nuestras intenciones.
—Hola —repetí—. Somos viajeros. Venimos desde Europa. Nos gustaría
poder hablar con ustedes.
Tiro no perdía de vista ni uno solo de sus movimientos. Estaba en
permanente tensión, preparado para responder ante cualquier reacción extraña
de los colonos.
—Nuestra intención es asentarnos en las Nuevas Tierras —proseguí
hablando despacio para asegurarme que comprendían lo que decía—. Somos
colonos al igual que ustedes.
—Colonos… —dijo uno de los hombres.
—Eso es —repliqué mostrándome sonriente—. Mi socio y yo guiamos a
un grupo de europeos que vienen con la intención de iniciar una nueva vida.
Pero no teman. No lo van a hacer aquí. No tendrán que compartir su tierra con
ellos.
Seguimos viaje hacia la línea de costa norteamericana.
—Nosotros somos norteamericanos.
El nivel de desconfianza mutua había descendido. Extendí mi mano
abierta hacia delante con la intención de que me la estrecharan. Los colonos la
aceptaron.
—Me llamo Bingo Small y este es mi socio Tiro Las —dije—. Somos
exploradores y, como les digo, dirigimos una caravana de pioneros.
—Europeos…
—Sí, venimos de Europa. Partimos hace semanas de Lisboa. Hemos
cruzado todo el desierto atlántico en vehículos todoterrenos.
—Eso que dice es increíble.
—Pues puede creérselo. Le aseguro que es verdad. Además, tengo las
pruebas.
Señalé hacia el este.
—Ahí están, muy cerca de aquí. En menos de media hora pueden estar
aquí con nosotros.
—¿Y son muchos?
—En este momento, treinta y cuatro personas. Éramos más, pero sufrimos
algunas bajas a lo largo del viaje.

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—Oh, vaya, cuánto lo siento —intervino una de las mujeres—. En las
Nuevas Tierras hay mucha gente mala. Por suerte, hasta este lugar no han
llegado.
Estamos demasiado lejos de cualquier sitio habitado.
—Nos ocupamos de que nadie nos encuentre. Tratamos de pasar
desapercibidos —intervino de nuevo el hombre.
—Pues me temo —sonreí—, que su fogata se ve a kilómetros de
distancia.
—¿Veis? —El hombre se dirigió a su gente—. Os lo dije. No podemos
encender fuego siempre que queramos sin tomar ninguna clase de precaución
antes.
—Vamos, Paul —dijo la mujer—. Sabes que hemos de cocinar a diario.
No podemos dar a los niños siempre comida en conserva.
—Lo sé, lo sé —el hombre titubeaba—, pero la seguridad es lo primero.
La mujer se dirigió a nosotros.
—Paul está obsesionado con la seguridad. No quiere que nos pase nada,
¿sabe?
—Lo comprendo —dije—. La seguridad es muy importante.
—¿Te das cuenta, Ally? ¿Oyes a este hombre? —reprendía—. Él sí que
sabe cómo se deben hacer las cosas. No como nosotros. Cualquier día vamos
a tener un disgusto por no haberlo previsto con antelación.
—Bien —traté de interceder—, si quieren, nosotros estaríamos
encantados de ayudarles con su sistema de seguridad. Seguro que tienen
aspectos mejorables. A cambio, solo les pedimos que nos dejen descansar
junto a ustedes. No les molestaremos, se lo aseguro. Disponemos de nuestros
propios víveres. Tenemos todo lo que necesitamos. Solo queremos descansar
y poder hablar con otras personas.
Piense que los miembros de nuestra caravana llevan semanas sin ver una
sola cara diferente.
El hombre no estaba seguro de que fuese una buena idea. Treinta y cuatro
personas invadiendo su casa no era algo habitual entre ellos.
—No sé qué decirle. No me interprete mal, pero nosotros vinimos aquí
huyendo de las multitudes de la gran ciudad. Nos gusta la vida sencilla, sin
aglomeraciones…
—¡Paul! —Exclamó la mujer—. ¿Dónde queda nuestra hospitalidad? Son
personas de buena fe. Si quisieran hacernos daño, ya lo habrían hecho. ¿No te
das cuenta?
Sin esperar respuesta de su compañero, se dirigió a mí y añadió:

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—Discúlpenos, señor Small. Tanto tiempo viviendo en soledad nos ha
hecho olvidar nuestros modales. Por supuesto que pueden venir. Nuestra casa
es su casa.
Tienen las puertas abiertas.

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CAPÍTULO 31

Una simple diferencia de opiniones

—Quiero que todos ustedes me escuchen atentamente.


La caravana entera estaba presa de la excitación. Los colonos se apiñaban
unos contra otros y trataban de acercarse lo más posible a nosotros para no
perder detalle de lo que les teníamos que decir.
—Quiero que entiendan —proseguí— que esta gente no es la que están
buscando.
Aún nos quedan unos cuantos kilómetros para hallar a los suyos. Pero las
personas que hemos encontrado también son pioneros en estas tierras y
admiten que todos nosotros podamos pasar unas horas junto a ellos.
Mientras hablaba, movía las manos de arriba hacia abajo con las palmas
abiertas tratando de calmar los ánimos.
—Repito: no piensen que estos colonos son igual que ustedes. Su filosofía
es otra bien distinta y espero que no haya ningún problema en ese sentido —y
miré al señor Vinicius—. Si creen que no puedan soportar su compañía, es
mejor que pasemos de largo. Son buenas personas y no tenemos por qué
molestarles.
El señor Vinicius se hallaba rodeado de algunos de los cabezas de familia.
Hablaban, entre ellos, en voz baja. Debían estar sopesando la
conveniencia para los suyos de encontrarse, abiertamente, con gentes
distintas.
—Está bien —dijo el señor Vinicius no sin ciertos reparos—, pasaremos
el resto del día y la noche con ellos.
—De acuerdo —repliqué—. Adelante.
Guiamos a la caravana hasta el campamento de los pioneros americanos.
La noticia de nuestra presencia se había corrido y estaban aguardándonos la
casi totalidad de los miembros de la comunidad.

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—Pararemos aquí —grité—. Detengan ahí mismo los vehículos.
Los motores se detuvieron. Poco a poco, los colonos fueron descendiendo
y acercándose. No hablaban entre ellos y, mucho menos, se atrevieron a
dirigir la palabra al resto.
—Vamos, acérquense —dije—. Vamos, vamos…
Al comparar nuestro aspecto con el de los americanos, me di cuenta que el
reciente baño había supuesto, tan solo, un remiendo en nuestra lamentable
apariencia.
Un niño americano de unos cuatro años se acercó corriendo hacia nosotros
y golpeó con el puño cerrado en la pierna de uno de los muchachos. Una
mujer joven, posiblemente su madre, sonrojada, corrió detrás de él y lo tomó
por el brazo. Al hacerlo, sonrió al muchacho:
—Perdona —dijo—, no está acostumbrado a ver caras nuevas.
—Oh, no tiene importancia, señora —respondió de inmediato el
muchacho—. No ha sido nada, se lo aseguro…
La mujer se dirigió al grupo:
—Pero, vamos, no se queden ahí. Adelante, vengan —con la mano libre
les invitaba a entrar en el campamento—. Nos disponíamos a comer. No creo
que haya suficiente para todos con lo que hemos preparado, pero
compartiremos lo que tenemos con mucho gusto.
Los colonos se sintieron sorprendidos ante la cordialidad de la mujer. Su
naturaleza desconfiada contrastaba con la extroversión de los americanos.
—Oh, veo que tienen niños —añadió—. Tenemos leche y pan recién
hecho.
Tráiganlos aquí, comerán con los nuestros.
Estaban paralizados. Quietos. Sin decir una palabra ni moverse. Miraban
de soslayo al señor Vinicius pero no se atrevían a preguntarle directamente
cuál era, en esta ocasión, el proceder adecuado. Por fin, el propio señor
Vinicius tomó la iniciativa. Se sentía receloso, pero no quería ser descortés.
Para él, comportarse de la manera adecuada en cada ocasión, era fundamental,
así que no quería herir los sentimientos de los americanos rechazando su
cordial ofrecimiento. Por otro lado, no acababa de comprender cómo
norteamericanos de pleno derecho había decidido abandonar su país y su
modo de vida a cambio de una existencia miserable en medio de la nada.
Ellos vivirían en las Nuevas Tierras hasta que, con el paso del tiempo, estas
fuesen reconocidas como territorios norteamericanos, pero el procedimiento
inverso se le hacía incomprensible. ¿Por qué aquella gente había abandonado,
después de tenerlo entre las manos, el ansiado sueño americano?

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—Porque el sueño americano no existe. Así de sencillo —respondió el
hombre llamado Paul, durante la comida, a una pregunta directa de mi socio.
Tiro y yo nos sentíamos animados. El viaje estaba llegando a su fin y eso
nos ponía de buen humor. Además, poder hablar con gente normal después de
tanto tiempo entre chalados, era algo gratificante.
Nos dirigíamos directamente a los americanos sin dar pie a los colonos
para entrar en la conversación. El señor Vinicius y cuatro de los cabezas de
familia se hallaban sentados a la mesa con nosotros. Aquel momento fue
revelador para mí.
Si aún conservaba algún respeto por la figura del señor Vinicius,
desapareció en aquel preciso instante. Aquellos pobres tipos eran seres
patéticos incapaces de relacionarse normalmente con personas ajenas a su
propia locura.
—¿Cómo puede decir eso? —Acertó a balbucear el señor Vinicius.
—Porque es cierto —respondió el hombre—. El sueño americano no es
otra cosa que un grandísimo engaño.
—No puede ser, no puede ser —replicó el señor Vinicius—. Usted está
hablando con resentimiento.
—¿Resentimiento? ¿Por qué?
—Entiendo que los Estados Unidos de América le puedan haber tratado a
usted y a los suyos con dureza. Puedo comprenderlo. Pero ¿acaso hicieron
todo lo posible por crecerse ante la adversidad? Siempre se puede hacer algo
más, siempre podemos luchar…
—No —interrumpió el hombre—. Mi país jamás me ha tratado mal.
Provengo de una familia neoyorquina de clase media. Fui a la universidad y
encontré un buen empleo. Tenía una bonita casa, dinero en el banco, dos
automóviles, seguridad, lo tenía todo. Jamás pasamos dificultades.
—Ahora sí que no lo comprendo.
—Es el sistema lo que está fallando. Está corrompido. Se ha perdido el
sentido verdadero de la vida: vivimos engullidos por el entorno. Él nos puede,
nos controla, decide cómo hemos de ser, cuál ha de ser nuestro
comportamiento. Es simple. Pero en Nueva York no nos dábamos cuenta de
ello. Vivíamos para muchas otras cosas, excepto para lo que, de verdad, es
imprescindible.
—Desde luego, en eso debo darle la razón. Nuestra vida ha de trascender
para ser plena. Los valores religiosos suponen el fortalecimiento del alma y
nosotros los consideramos imprescindibles.
—No me refiero a eso. Nosotros somos todos ateos y vivimos sin religión.

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Los valores que defendemos son los de la civilización humanizada. Los
Estados Unidos se han deshumanizado por completo. Y ese no era un modo
de vida razonable para nosotros. Por eso vinimos aquí. Buscando algo más
sencillo y original.
—Pero todo eso lo podrían ustedes solucionar si escucharan la palabra de
Dios. ¿Acaso no se dan cuenta de que él ha elegido a su país como su
verdadera tierra?
—¿Ah sí? —El hombre se echó hacia atrás en su asiento—. Pues mire,
toda suya. Nosotros preferimos seguir aquí, viviendo con tranquilidad. Sin
ningún tipo de lujo material, eso sí, pero con el más preciado de los bienes
siempre a nuestro alcance: la vida serena, consciente y humana.
El señor Vinicius se hallaba nervioso e incómodo. No estaba
acostumbrado a discutir con personas que, además de sus convicciones,
pusieran en tela de juicio su autoridad moral. Y a aquellos americanos les
importaban bien poco las chaladuras del señor Vinicius y los suyos. En
realidad, se trataba de unas gentes extremadamente tolerantes. Hasta el punto
de parecerles fenomenales las locuras ajenas siempre que no se interpusieran
demasiado en su concepción de la vida.
Vivían y dejaban vivir.
Traté de que la conversación tomase otro rumbo menos conflictivo. A fin
de cuentas, el que tenía que soportar al señor Vinicius una vez que dejásemos
atrás a los pioneros americanos, era yo. Así que era mejor tenerlo calmado.
—¿Y llevan mucho tiempo instalados aquí? —pregunté.
—Dos años —respondió el hombre—. Todos nosotros venimos de Nueva
York a excepción de dos familias que provienen de Boston. Todos nosotros
llevábamos años dándole vueltas a la idea de dar un giro brusco a nuestras
vidas y retornar a un modo de vida más saludable. Habíamos empezado a
ahorrar para comprar una granja. Pero la Gran Evaporación nos abrió un
nuevo camino.
El grupo de los americanos estaba compuesto de ocho familias jóvenes.
En total, casi una treintena de personas. La mayoría de ellos eran parejas
jóvenes con hijos pequeños. Vivían, por lo que pudimos observar, del cultivo
de un pequeño huerto y de la crianza de algunos animales: gallinas, conejos,
patos, cabras y algún cerdo. Bajo una de las tiendas de lona, se encontraban lo
que ellos llamaban taller.
Allí fabricaban diversos objetos de facturación manual. También tejían
alfombras y mantas de vivos coloridos.

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—Aquí estamos bien. Llevamos una vida sosegada y el trabajo que
realizamos colma sobradamente nuestras necesidades. Cultivamos nuestros
propios alimentos y disponemos de animales. Además, una vez cada dos
meses, vamos a la ciudad y vendemos las mercancías que manufacturamos.
Pequeños objetos decorativos y de uso doméstico —sonrió—. Un pequeño
negocio sin pretensiones.
—Vaya, eso que dice me interesa —intervine.
—Si quiere, podemos pasar ahora mismo al taller y…
—No, no me refiero a eso —interrumpí—. Estoy seguro de que la
actividad que desarrollan es muy interesante pero yo me refiero al hecho de
que ustedes van a la ciudad. ¿Se refiere a Nueva York?
—Oh, claro —el hombre pareció sorprenderse—. ¿A qué otra ciudad
podría referirme? A la maldita ciudad de Nueva York.
En la parte trasera del campamento, junto a los árboles, podían verse dos
viejas furgonetas Volkswagen.
—¿Así que hacen el camino con frecuencia?
—Una vez cada dos meses, más o menos. El viaje nos ocupa cinco días.
Necesitamos dos para ir, uno para comerciar y dos para volver. Es
importante conocer bien el camino, ¿sabe? Ascender el talud puede llevarle
más de tres días, pero si sabe por dónde hacerlo, lo conseguirá en uno solo.
—¿Y usted podría indicarnos ese camino?
—Por supuesto, lo haremos con mucho gusto.
—Lo que no puedo acabar de vislumbrar —el señor Vinicius volvió a
terciar en la conversación— son los motivos que ustedes tuvieron para
renunciar a su país.
—Y lo que yo no puedo entender —el hombre se volvió hacia el señor
Vinicius algo irritado por su persistencia— es que ustedes abandonasen el
mejor lugar del mundo para vivir: Europa.
—¿Pero cómo puede decir eso? Europa es un lugar abocado al exterminio.
Su modo de vida es caduco, no tiene futuro y Dios…
—Deje de hablar de Dios en mi casa. Aquí esa palabra no tiene ningún
significado.
Una mujer puso sobre la mesa una gran cesta con galletas y chocolate.
—Le diré una cosa más —añadió el hombre tomando una—. Puesto que
usted se permite decir en mi propia mesa qué es lo apropiado para nosotros,
voy a hacer lo propio con usted. Voy a decirle a las claras qué opino de su
filosofía y del éxodo que esta ha provocado.

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Se llevó la galleta a la boca y la mordió. Con un gesto nos invitó a hacer
lo mismo.
—Vaya, lo siento, discúlpenme por comer antes de ofrecerles a ustedes.
Creo que Ally tiene razón. Tanto tiempo aquí nos está haciendo olvidar
nuestros modales —sonrió abiertamente. Y añadió—: A nosotros nos hubiera
encantado nacer europeos. Su modo de vida mantiene lo mejor del sistema
americano pero, al mismo tiempo, conserva la humanidad que aquí hemos
perdido. Es nuestra sociedad, y no la suya, la que está abocada al fracaso. Eso
puedo asegurárselo. A fin de cuentas, yo soy norteamericano y conozco el
sistema de memoria. He vivido aquí toda mi vida. No voy a negarle que
seamos el país más poderoso del mundo.
Nuestra economía es sólida y puede que jamás quiebre. Se han establecido
las precauciones necesarias para que esto sea así. Pero, escúcheme, este ya no
es un buen lugar para criar niños. Nos hemos olvidado de ser hombres.
Hemos creído que la humanidad es un rasgo que viene implícito en nuestra
condición de seres humanos.
Y nada más lejos de la verdad. Se lo aseguro. La humanidad hay que
adquirirla día a día. En Europa, esto aún es posible. En América, ya no lo es.
El hombre alargó el brazo para tomar otra galleta de la cesta.
—Pero vamos —añadió—, coman, coman, están deliciosas…

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CAPÍTULO 32

Última conversación antes del adiós

—Creo que me he enamorado.


Mi socio y yo mirábamos el agua, sentados en el suelo a la luz de la Luna.
Fumábamos, uno tras otro, cigarrillos Lucky Strike que nos habían
proporcionado los americanos. Había descendido algo la temperatura y, entre
los árboles, la temperatura era fresca.
—Decididamente, eres idiota del todo —dije—. Sabía que podías serlo
mucho.
Te he visto en no pocas ocasiones haciendo el imbécil hasta más no poder,
pero esto supera todo lo vivido hasta ahora. Tu nivel de idiotez crece día a
día.
No nos mirábamos a los ojos. Observábamos la superficie del río con la
visión perdida.
—No entiendo cómo puedes decir eso —replicó Tiro—. Vale, estoy de
acuerdo en que no siempre me comporto como sería adecuado a las
circunstancias. He estado a punto de fastidiarla en varias ocasiones.
—La has fastidiado en varias ocasiones —interrumpí—. Podría ponerme a
enumerar las múltiples situaciones en las que, desde que estamos juntos, te he
sacado de líos verdaderamente difíciles, y se nos amanecería antes de que
hubiese finalizado.
Los colonos se habían ido a dormir. Después de la comida con los
americanos, pasamos toda la tarde en el campamento. Aquella gente no vivía
mal. Se las habían ingeniado para disponer de todo lo necesario. Incluso
tenían un reducido dispensario en el que poder realizar hasta pequeñas
intervenciones quirúrgicas. Al parecer, había un médico entre ellos y se había
ocupado de que todos tuvieran nociones bastante sólidas de primeros auxilios.

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En aquella tierra, lejos de todo, conocer en cada momento lo que había que
hacer, era primordial. Ellos lo sabían y ponían los medios para que fuese así.
Hasta disponían de un minúsculo generador de electricidad alimentado
con gasóleo. Según dijeron, apenas lo ponían en marcha porque se habían
acostumbrado a vivir sin necesidades superfluas, pero ahí estaba, previendo
cualquier eventualidad.
La tarde había sido muy agradable. El sol brilló en el cielo sin tregua e
hizo un calor sofocante. Los niños de los americanos pasaron las horas, entre
risas y juegos, en el río. Solo a media tarde, pararon un rato para merendar. A
pesar de encontrarse fuera de la ciudad, sus padres habían dispuesto un
estricto sistema educativo para ellos.
—No vamos a criar salvajes —dijeron—. Una cosa es que hayamos
elegido un modo de vida natural, y otra bien distinta que esto se confunda con
el salvajismo.
Somos humanistas y ese es nuestro bien más preciado. Estas son las ideas
que inculcamos a nuestros hijos.
Después de observar, con envidia, durante un buen rato los juegos en el
agua de los niños americanos, los niños europeos pidieron permiso para hacer
lo mismo. Nadie se atrevió a tomar la decisión de concedérselo. Hacerlo
suponía dar el visto bueno a mezclarse con gentes diferentes y asumir la
responsabilidad del posible daño que esto podría ocasionar en las indefensas
mentalidades de los niños. Cuando no pudieron aguantar más el deseo de
bañarse y estuvieron todos ellos presos de un ataque de ansiedad que les
impedía permanecer quietos, el señor Vinicius dio la autorización.
—Que sea un baño corto.
Los niños de los colonos europeos pasaron el resto de la tarde jugando,
riendo y divirtiéndose con los niños de los colonos americanos. Fue delicioso
observarlos. Desnudos en el agua, apenas se diferenciaban los unos de los
otros.
Eran tan solo niños jugando.
—Creo que tengo posibilidades con ella —prosiguió mi socio.
—Me gustaría saber a qué le llamas tú posibilidades —repliqué.
—Pues ya sabes. Formar una pareja y después, quizás, con el tiempo, una
familia…
—Tú te has vuelto definitivamente loco. La chaladura de esos tipos se te
ha debido de contagiar.
—¿Por qué dices eso? —Pareció indignarse.

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—Porque tú, al igual que yo, jamás vamos a formar una familia ni nada
por el estilo. Yo soy tu única familia. Y deberías cuidarme, porque no te
queda nada más.
—No sé si tengo demasiadas ganas de envejecer contigo…
—Pues no creo que te queden muchas más opciones. Mírate: eres un
auténtico desastre, un tipo que aprecia demasiado la libertad como para
establecer ataduras a largo plazo. No, desde luego, no te veo al lado de
ninguna fulana.
—Pero Lorna es especial…
—Y mucho menos, al lado de esta fulana.
—Me gustaría que no hablaras en ese tono de ella.
—Hablo en el tono que me da la gana. Además, a ti ella te importa un
carajo.
A mí no me engañas. Lo único que quieres es hacerle el amor. Nada más.
Puede que te hayas figurado otras cosas pero es, simplemente, eso:
figuraciones.
Hazme caso. Te conozco desde hace muchos años y reconozco la
situación.
Cuando la chica es virgen y desvalida, creas toda esta ficción del
enamoramiento.
Me conozco el asunto de sobra. Cuando hayas conseguido dormir con
ella, las cosas te parecerán distintas. Ya no habrá amor ni nada por el estilo.
—No, Bingo, esta vez es diferente.
—Es diferente porque en esta ocasión ni siquiera vas a tener la ocasión de
comprobar que tengo razón. Por nada del mundo vas a acostarte con Lorna
Vinicius. ¿Está claro?
—Creo que tú no eres nadie para decirme lo que tengo que hacer.
—Soy tu amigo. Eso es suficiente. Escúchame atentamente porque no te
lo voy a repetir más veces: no vas a hacer el amor con Lorna Vinicius. Y no
hay nada más que hablar. No lo vas a hacer y punto. Pasado mañana
estaremos en Nueva York. Ya se puede disfrutar de su aroma desde aquí. ¿Lo
hueles?
Tiro olisqueó el aire y negó con la cabeza.
—Pues yo sí —proseguí—. Se trata de Nueva York, muchacho. Y
tenemos un montón de dinero en ese vehículo de ahí. Somos ricos, ¿no lo
entiendes? Vamos a vivir el resto de nuestros días como verdaderos reyes. No
hablo de una riqueza modesta, en absoluto. Hablo de ser podridamente ricos.
Si lo deseas, podrás alquilar una suite en el hotel de cinco estrellas de la

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ciudad más cara del mundo y vivir allí el resto de tus días rodeado de
prostitutas de lujo y champán francés.
—Vaya, esa idea es seductora, pero ya había pensado en sentar la cabeza
junto a Lorna. Algo más sencillo, sin tantas pretensiones.
—Tiro, vete a la mierda —concluí.
Comenzaba a sacarme de quicio, y sabía que, cuando de ser testarudo se
trataba, mi socio era de los mejores.
—Mira —traté de hablar con serenidad—. ¿Sabes los problemas que
podría ocasionarnos su padre si te ve junto a ella? ¿Has pensado en lo que nos
puede hacer ese loco? Tienen armas, Tiro, muchas armas. Están chalados,
pero saben usarlas. Nos podemos meter en un verdadero lío. Vamos, sé
razonable y olvídala.
Tendrás todas las chicas que quieras a tu alcance a partir de pasado
mañana.
Callamos durante un rato y seguimos fumando en silencio. Era una
lástima que los americanos no tuvieran alcohol. No es que estuvieran en
contra de él, pero dijeron que les distraería del objetivo de vivir en calma.
—Creo que deberíamos ir pensando —dije para cambiar de tema y tratar
de involucrar a Tiro en mis planes— qué es lo que vamos a hacer cuando
lleguemos a la gran ciudad.
—Dormir durante una semana en una enorme cama redonda con sábanas
limpias —repuso Tiro.
—Me refiero a qué vamos a hacer con nuestras vidas después de haber
recobrado la normalidad. ¿Quieres regresar a Lisboa?
—Ya te he dicho lo que quiero.
—Vale, vale, de acuerdo, no volvamos al tema de Lorna Vinicius. Pero,
hagas lo que hagas —trataba de ser razonable y cauto—, deberás vivir en
alguna ciudad.
Nueva York es una idea que no deja de ser atrayente pero mi sueño es
regresar a casa cuanto antes.
—Bien, me parece bien. Me da igual una ciudad que otra. Creo que
podríamos ir contigo. A Lorna le gustaría que estuvieses siempre con
nosotros…
—¡Basta ya, Tiro! —Grité fuera de mis casillas—. ¡Deja el tema, maldita
sea!
—¡De acuerdo, ni una palabra más! —gritó él también.
Volvimos a mirar el agua en silencio. Traté de calmarme y pensar. Tenía
que trazar algún tipo de plan para cuando, dentro de un par de días, nos

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separásemos de los colonos. No iba a permitir, desde luego, que Lorna
Vinicius se viniera con nosotros. Ni siquiera aunque se diese la remota
posibilidad de que su padre autorizara la unión. ¿Qué diablos iba a hacer Tiro
Las junto a una muchachita educada en la más rancia de las tradiciones
europeas que, además, era una de las más grandes arpías que había conocido
jamás? No, no iba a permitirlo. Si era necesario, le dispararía en una pierna
para poder llevármelo. No iba a dudarlo dos veces.
—Creo que ya va siendo hora de irnos a dormir —dije.
—¿El último cigarrillo? —preguntó mientras me alargaba la cajetilla.
—De acuerdo —respondí mientras tomaba uno.
Dimos unas cuantas bocanadas y lanzamos las colillas al agua
describiendo un gran arco en el aire. Estaba preocupado. Realmente
preocupado. Mi socio, si se lo proponía, sabía ser obstinado de verdad.
Cuando algo se le metía en la cabeza, no había forma de conseguir que la
olvidase. Lucharía por ello con todas sus fuerzas aunque, minutos después de
conseguirlo, decidiera que ya no le interesaba.
Así era Tiro Las. Una maldita cabeza dura. Y hueca. No sabría con cuál
de las dos opciones quedarme. Tratar con cada una de ellas por separado y
obtener resultados razonables, era una tarea titánica. Batallar con ambas, era
poco menos que una misión imposible.
Pero había algo que tenía bien claro que no iba a hacer. Pasara lo que
pasara, jamás le abandonaría a su suerte. Tiro era mi amigo, mi socio, mi
compañero.
Sin él, estaba perdido. Nos necesitábamos el uno al otro. Y podíamos
prescindir del resto de la humanidad si disponíamos de la suficiente cantidad
de whisky y cigarros. Una vida sencilla. Como la de los americanos. Pero sin,
desde luego, tanto desierto de por medio. En una ciudad. Lisboa,
preferiblemente. La vieja y tranquila Lisboa. La estaba echando de menos.
Ansiaba que llegase el momento en el que todo fuera de nuevo como antes.
Los bares de Belem, la brisa nocturna, las mujeres de tez oscura, el sabor
tranquilo…
Conocía Nueva York. Había estado en tres o cuatro ocasiones y no me
pareció un mal lugar para vivir. Pero no, en esta ocasión, no. Regresaríamos a
casa, a nuestra Lisboa. Mi socio y yo, juntos. Los dos. Y nadie más.
En aquel momento, lo que de verdad tenía que hacer era meditar un plan
para librarme de Lorna Vinicius y, sobre todo, evitar la ira desbocada de su
padre en el momento que mi socio diese un paso en falso. Había que estar
muy atento para que todo saliese como yo lo deseaba.

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Ya debía ser medianoche. El cielo estaba despejado y la Luna brillaba. El
azar hizo que nos hubiéramos sentado mirando hacia el oeste.
—Ahí está —dije.
—¿Sí? —inquirió Tiro.
—La tierra prometida, el maldito lugar al que tenemos que llevar a los
colonos.
Quizás no fue una buena idea emprender esta aventura.
—No estoy de acuerdo. Nos ha ido bien, ¿no es así? Estamos vivos, como
siempre.
—Sí…
—Pues eso es lo que sirve. Estamos aquí y podemos contarlo. Somos los
primeros en hacerlo, Bingo, los primeros tipos que han atravesado el desierto
atlántico y están vivos para contarlo. Nosotros sí que somos unos pioneros.
—En eso, tengo que darte la razón. Se hablará durante mucho tiempo de
nuestra hazaña. Lo hemos conseguido.
Dimos un último vistazo hacia el oeste antes de irnos a dormir. Solamente
se escuchaba el canto de algunos insectos nocturnos.
—Bingo —dijo mi socio mientras me ponía una mano en la rodilla al
levantarse.
—¿Qué?
—Siempre te querré más que a nadie.
—Vete al infierno.

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CAPÍTULO 33

Hacia el oeste, hacia el cielo

Gracias al exacto plano que nos trazaron los americanos, el resto del camino
fue sencillo. Como bien habían dicho, no estábamos a más de dos días de
Nueva York.
La ruta estaba marcada por los neumáticos de las dos furgonetas
Volkswagen de los americanos. Aquellos tipos tenían serias dificultades para
ocultar su posición. Eran absolutamente vulnerables. A pesar de que mi socio
y yo les dimos algunas instrucciones y aportamos varias ideas en torno al
modo de establecer, primero, una mayor capacidad de mimesis con el entorno
y, después, si se diera el caso, una mejor defensa de la posición, estaban
abocados a la destrucción.
Tarde o temprano, dentro de un mes o de muchos años, alguien con malas
intenciones llegaría hasta ellos. Serían presa suya sin demasiada dificultad.
Caerían como ratas bajo el fuego de una ametralladora. Estaban muertos y su
maravilloso modo de vida no les serviría de nada a la hora de defenderse.
Este era, por desgracia, un mundo en guerra y el ser humano el mayor
predador de la Tierra. En la civilización, los instintos primarios de destrucción
estaban sujetos por leyes y convenciones sociales, pero en las Nuevas Tierras
no existía nada de eso. Aún faltaban decenas de años para que llegaran hasta
allí.
Mientras, imperaba la ley del más fuerte. El más poderoso se imponía,
siempre, al más débil. Se alzaba sobre él, clavaba sus garras, lo mataba, lo
devoraba, se recreaba con sus restos… En esta tierra salvaje, solo las armas y
el poder físico daban la razón. Cualquier otro discurso estaba de más.
Los pioneros americanos estaban equivocados. No conseguirían, en aquel
lugar, crear una civilización humanizada. Al contrario. El mal les invadiría
cruelmente y arrasaría con todo. La Nuevas Tierras eran el peor lugar de

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todos los posibles para desarrollar una civilización basada en la capacidad
intelectual del hombre. Aquel era el imperio de los rifles automáticos. Si aún
no lo era, pronto lo sería. Aún no habían transcurrido suficientes años desde la
Gran Evaporación como para que la maldad hubiera extendido sus garras
hasta allí. Pero llegaría.
Pronto llegaría.
Por suerte, mi socio y yo, cuando aquel momento se presentase,
estaríamos a miles de kilómetros de allí. En un lugar mucho más amable para
vivir: nuestra vieja y querida Europa. Con sus problemas y sus conflictos aún
sin resolver, pero tranquila, pacífica, culta y noble. Ahí sí que merecía la pena
vivir. Un lugar en el que la villanía se hallaba disminuida y relegada a
estrechos ámbitos. Un lugar adecuado para que los niños crecieran en paz.
A media tarde del día siguiente, llegamos hasta el pie del talud. Los
americanos nos habían dicho que, en este caso, la línea recta no era camino
más corto.
De seguir por el primer lugar en el que nos topamos con él, nos
hubiéramos perdido en un intrincado laberinto de ascensiones y descensos sin
final. Su experiencia, después de haberlo recorrido decenas de veces, les
indicaba que era mejor seguir unos kilómetros hacia el norte siguiendo la base
del talud, y ascender por un punto señalado con dos marcas horizontales de
color rojo.
Los americanos, en su inconsciencia, no solo no borraban las huellas que
dejaban en el camino, sino que lo marcaban para que cualquiera pudiera
conocer su ruta. Ellos lo hacían con la intención de facilitarse el trabajo y no
perderse nunca. Gracias a las marcas del camino, podían enviar a la gran
ciudad a personas que nunca hubieran realizado la ruta y no se extraviarían.
Pero delatar su presencia de una manera tan clara, era cosa de idiotas.
Simplemente se podían haber limitado a gritar a los cuatro vientos su
posición. El resultado, en la práctica, sería el mismo.
Cuando encontramos las primeras marcas, quedaban no más de tres horas
de luz. Decidimos, entonces, que sería mejor aguardar al día siguiente y
comenzar la ascensión a primera hora de la mañana. Eso nos daría tiempo
para efectuar la última revisión a los vehículos y evitar, así, sorpresas en
mitad del ascenso.
Establecimos el campamento al resguardo de unas rocas, justo unos veinte
o treinta metros dentro del talud, y dispusimos un régimen muy severo de
guardias.

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Al día siguiente nos esperaban muchas dificultades, pero la noche
teníamos que pasarla en calma. Sin sorpresas.
Fue una noche tensa. Tenía que luchar en varios frentes al mismo tiempo.
Por un lado, debíamos mantenernos alerta para evitar cualquier ataque
inesperado.
Estábamos ya, desde ese preciso instante, en territorio hostil, y un asalto
de maleantes no quedaba, en modo alguno, descartado. Por otro lado, el señor
Vinicius se encontraba preso de un estado de excitación tan enorme, que
prácticamente era imposible mantener una conversación de dos minutos con
él.
Estábamos a menos de una jornada de su momento anhelado. Ni siquiera
un tipo, por lo general, tan templado como él, podía permanecer sereno en
aquellas horas.
Finalmente, se hallaba mi socio y su maldita obsesión por Lorna Vinicius.
Yo sabía perfectamente que su atracción no pasaba de ser sexual, pero él se
había empeñado en ocultar aquel deseo bajo un halo de amor incondicional.
Tenía que vigilarlo muy de cerca. No me fiaba, en absoluto, de él.
Apenas pude dormir unas pocas horas pero, por suerte, todo transcurrió
sin problemas. Antes del amanecer, ya estábamos todos listos para la partida.
Aquel era nuestro último desayuno en la ruta. Si las cosas sucedían como las
tenía planeadas, antes del atardecer habríamos finalizado la ascensión del
talud y nos hallaríamos en la plataforma continental norteamericana. A unos
cien kilómetros escasos de aquel punto, se hallaba la ciudad de Nueva York.
El lugar más resplandeciente del mundo. El sitio que había deslumbrado, con
su fulgor, a los europeos que llevaba conmigo. Ese brillo era el responsable
del endemoniado dolor de cabeza que en ese momento tenía.
Había que terminar con esto cuanto antes. Di la orden de ponernos en
marcha y comenzamos a ascender, lentamente, por el talud. Los cuatro por
cuatro pasaron delante y los camiones lo hicieron después. Situé motocicletas
con hombres armados en vanguardia y retaguardia para que nos cubrieran en
todo momento. Además, varias mujeres con rifles se ubicaron en las cabinas
con las ventanillas abiertas listas para abrir fuego a la menor indicación.
El piso era de tierra bastante sólida y apenas se producían
desprendimientos.
Los pioneros americanos habían pisado el terreno lo suficiente con sus
furgonetas para que, ahora, el paso fuese mucho más sencillo. Las marcas
rojas aparecían por doquier en las rocas. Era imposible perderse allí.

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En dos o tres ocasiones, un camión introdujo una de sus ruedas en un
banco de arena, pero pudimos sacarlo con facilidad sin tener que utilizar las
planchas de aluminio. Bastó con colocar alguna piedra debajo de la rueda para
que esta rodase limpiamente y el camión saliera hacia delante. Tuvimos
bastante suerte en ese sentido. No me hubiera hecho ninguna gracia tener que
perder mucho tiempo con la mitad de los hombres ocupados en liberar un
camión. Trabajar en el camino significaba tener las manos ocupadas en algo
diferente a un arma o un volante. Y eso, dadas las circunstancias, no era una
buena idea. Prefería tener la columna en marcha. Al menos, eso significaba
que, cada vez, restaba menos tiempo para estar fuera de peligro.
Durante todo el ascenso, mi mente estaba dándole vueltas y más vueltas a
lo que iba a suceder en las horas venideras. Una vez alcanzado el punto final,
tenía dos objetivos prioritarios: ocuparme del hummer con el tesoro y vigilar
el proceder de mi socio. Ambas cosas eran de vital importancia. No pensaba
renunciar a ninguna de ellas por nada. Había realizado mi apuesta e iba a ser
algo grande.
Teníamos que conseguirlo.
Unas cuatro horas después de iniciar la ascensión, escuchamos el ruido de
un motor unos metros más arriba.
—¡Quietos! —grité—. Permanezcan todos quietos. Detengan los
vehículos.
La caravana se detuvo pesarosamente. La polvareda que levantábamos se
debía estar viendo en muchos kilómetros a la redonda. Me hallaba muy tenso.
Ni uno solo de mis músculos se encontraba relajado. Tenía un pie en tierra y
el arma en la mano. Alguien se acercaba hacia nosotros.
Observé al señor Vinicius. Estaba, como siempre, al mando de su camión
y el sudor le resbalaba por el rostro. Se hallaba casi paralizado por el pánico y
eso era lo que menos necesitaba en aquel momento.
Alcé mi arma en el aire y miré a los hombres. Era mi señal para que
estuvieran preparados y abrir fuego en cualquier momento. No sabíamos qué
se nos venía encima. No teníamos ni la más remota idea.
El sonido del motor fue aumentando hasta que, tras una curva en el
camino, apareció un viejo land rover de color blanco. Tenía la carrocería
abollada en varios lugares y el óxido comenzaba a carcomerla poco a poco.
Le faltaba, al menos, uno de los faros delanteros y parte del parachoques.
El land rover se acercó y miré dentro. Iba a disparar a la menor sospecha,
estaba seguro de que lo iba a hacer. No entraba en mis planes correr el más
mínimo riesgo. Conducía el vehículo un hombre pequeño de rasgos asiáticos.

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Tenía que levantar mucho los brazos para poder asir el volante con firmeza,
así que su rostro aparecía por debajo de las manos dándole un aspecto algo
grotesco.
Junto al conductor, en el asiento de al lado, otro oriental nos miraba con
asombro. Este era más alto y extremadamente delgado. Vestía una camiseta
de tiras que dejaba al descubierto sus hombros y casi todo el tórax. Desde
varios metros de distancia, pude verle marcados todos y cada uno de sus
huesos.
Los dos tipos no parecían peligrosos. Al flaco no podía verle las manos,
pero no daba la impresión de estar preparado para disparar sobre nosotros.
Aquellos hombres tenían todo el aspecto de ser unos pobres desgraciados
rumbo a ningún lugar.
Cuando el vehículo llegó a mi altura, hice un gesto con la cabeza a modo
de saludo. El conductor dijo algo que no pude comprender y me miró con una
mezcla de asombro y desinterés. No debimos de parecerles especialmente
interesantes, pues, sin detener el land rover ni aminorar la marcha, fueron
sorteando nuestros vehículos hasta rebasarnos por completo y desaparecer
camino abajo.
—El peligro ha pasado —avisé cuando el sonido del motor se oía lejano.
Alguien gritó para liberar la tensión.
—Tranquilos —dije—. Ya falta poco para llegar.
La caravana volvió a ponerse en marcha. Rodamos lentamente y en
silencio.
Nadie parecía tener ganas de hablar. El relajamiento después de la tensión
acumulada dejaba los cuerpos rendidos.
Lo más sorprendente del encuentro con los orientales, fue la naturalidad
con la que estos nos recibieron. No se sorprendieron en ningún momento ni
hicieron ademán de detenerse. Su saludo, corto y seco, fue casi una especie de
concesión, de gracia que se nos otorgaba. Esa no era, desde luego, la forma en
la que se recibe a alguien en el desierto. Un encuentro en un lugar así tenía
que ser, por lo menos, algo más sustancioso. Lo cual quería decir que, o bien
los orientales eran especialmente estúpidos e ignorantes de las más básicas
normas del comportamiento humano, o, por el contrario, que el desierto, a
pesar de lo que nosotros creíamos, ya se había terminado.
De algún modo, ya no estábamos donde creíamos estar. El desierto nos
había abandonado. Allí, en aquel preciso lugar, era algo totalmente normal
encontrar a alguien en el camino y rebasarlo sin más. Bastaba una leve

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inclinación de la cabeza o un par de palabras para cumplir el trámite del
saludo.
Estábamos acercándonos a la cumbre. Podíamos verla desde nuestra
situación.
Una arista casi recta que daba paso a lo desconocido. Pronto la
alcanzaríamos y, al mismo tiempo, daríamos el último paso hacia casa.

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CAPÍTULO 34

Miren, esto que ven es lo prometido

La miríada de ciudades organizadas a lo largo de toda la plataforma


continental norteamericana que los colonos esperaban encontrar, se vio
reducida a una infinidad de tiendas de campaña, casuchas, barracones y
chamizos atropellados por todo el territorio. Allí no existía el orden, nunca
había existido y, muy probablemente, jamás existiría. No había nada parecido
a las calles ni lugar adecuado para transitar. Los escasos vehículos que se
observaban, eran siempre furgonetas o todoterrenos en un estado lamentable
de conservación. El primitivo zil que habíamos abandonado cientos de
kilómetros atrás, era un vehículo casi nuevo al lado de aquellas sucias
antiguallas.
La caravana tuvo que hacerse paso entre la inmundicia para poder
avanzar.
Era necesario que uno de los muchachos, con el rostro desencajado y
mudo por el horror, fuese abriéndonos paso montado en su motocicleta.
Vimos gentes desaliñadas que vestían harapos, niños desnutridos
correteando con la cara sucia, viejos sentados en cualquier parte que roían, sin
dientes, despojos y desperdicios que habían podido recuperar de aquel
inmenso vertedero.
No oímos, ni una sola vez, risas o alborozo. La alegría parecía estar
desterrada de aquel lugar. Las personas, lo que quedaba de ellas pues no sé si
se podía denominar como tales a aquellos cuerpos cabizbajos y derrotados,
iban de un lado a otro con el gesto austero y la mirada perdida. Hombres
acabados, mujeres entregadas a la desesperación.
Los había de todas las razas: negros, blancos, orientales, hispanos y varias
decenas de mestizajes más. Vivían los unos sobre los otros, apiñados, en una
masa amorfa e indivisible. Los prejuicios raciales parecían haber

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desaparecido. En una sociedad tan extremadamente decadente y primitiva
como aquella, el racismo era un lujo que no se podían permitir.
En algunos sitios, se levantaban fogatas y la gente cocinaba, sin nada
mejor que hacer, al aire libre. Era frecuente ver a varias personas apiladas en
torno a una olla con la cara apoyada en las manos y los codos en las rodillas.
Apenas cruzaban palabras entre ellos y, cuando lo hacían, era en idiomas
ininteligibles la mayoría de ellos para nosotros. En algunas ocasiones, pude
distinguir trozos de conversación en inglés. También escuché palabras en
español sudamericano y en un portugués casi irreconocible.
Un olor nauseabundo impregnaba el aire. Olía a podrido, a fermentación
de alimentos putrefactos, a carne muerta. Las mujeres de los colonos pusieron
pañuelos sobre la cara de los niños para atenuar, en lo posible, aquella
horrible fetidez. Ellas mismas, en cuanto pudieron, hicieron lo mismo. Incluso
algún hombre tuvo arcadas y estuvo a punto de vomitar.
En la lejanía, escuchamos las detonaciones de algunos disparos. Eso hizo
que volviésemos a permanecer en alerta. Lo que habíamos podido ver desde
que pisamos la plataforma continental, había causado una impresión tan
honda en todos nosotros, que muchos habíamos perdido la tensión en el
cuerpo y las armas colgaban de las manos inofensivas. En ese momento,
recobramos la tensión olvidada.
Ni siquiera fue necesario recordárselo a los colonos. Ellos mismos, al oír
los disparos, reaccionaron de forma refleja empuñando con fuerza los rifles.
Podía sentir mi heckler & koch semiautomática apretada dentro de mis
pantalones y eso me daba confianza. Los colonos, probablemente, estaban
rezando en silencio a su dios para que les protegiera ante cualquier
eventualidad en aquella tierra maldita, pero yo prefería confiar mi integridad
física a una buena arma de fuego.
Miré de soslayo hacia el hummer y vi a mi socio rodando a un escaso
metro de su carrocería. El muchacho que lo conducía trataba de mantenerse
firme, pero la mueca de su rostro delataba que iba hundido por dentro. No era
para menos: hasta el más curtido de los hombres del desierto, podía sentir un
momento de flaqueza ante tanto horror.
Tiro me miró e hizo una leve señal con los dedos. Sabía que nos
jugábamos mucho atravesando aquel lugar con un vehículo repleto hasta los
topes de riquezas extraordinarias. Si por cualquier motivo aquellos
desarrapados llegaban a conocer la naturaleza de nuestro cargamento,
estábamos muertos de inmediato.

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No podríamos hacer frente a una muchedumbre hambrienta y andrajosa
por muchas armas que tuviésemos a nuestro alcance. A buen seguro, ellos
también disponían de armas y algo me decía que en abundancia. Los niños no
tendrían una comida decente que llevarse a la boca. Alimentándose de basura
y desperdicios se podía, aunque con dificultad, salir adelante. Pero lo que,
desde luego, estaba seguro que no faltaban allí, eran armas y munición en
abundancia. Buena prueba eran las detonaciones que, aunque amortiguadas
por la distancia, estábamos escuchando.
Por suerte, habíamos tomado la precaución de cubrir todo el tesoro con
una lona y asida esta con fuertes cordajes a la carrocería del hummer.
Avanzábamos muy despacio. Los innumerables obstáculos que
hallábamos en nuestro camino, hacían que la caravana tuviera que detenerse
en no pocas ocasiones.
El ruido de los camiones poniéndose en marcha una y otra vez era casi el
único sonido que nos acompañaba.
—Estamos tan solo en los suburbios de las Nuevas Tierras. Piensen que
hemos entrado por la puerta trasera —dijo el señor Vinicius tratando de
animar a los suyos ante la desolación general—. Más adelante encontraremos
lugares mejores que este.
Las detonaciones se habían detenido. Parecía que la tranquilidad volvía a
reinar en aquel paraje. Quedaban aún varias horas de sol y teníamos que
seguir avanzado.
Nadie en su sano juicio se hubiera aventurado a pasar la noche en aquel
sitio.
La esperanza en que las palabras del señor Vinicius fuesen ciertas y que,
más adelante encontrásemos asentamientos civilizados o, cuanto menos, más
acordes a una idea básica de orden, nos daba fuerza para seguir. En aquellos
momentos, la fe ciega en la posibilidad de encontrar algo mejor, era lo único
que teníamos.
Teníamos que aferrarnos a ella con todas las escasas fuerzas que aún nos
quedaban.
Me acerqué hacia mi socio:
—¿Cómo lo ves? —preguntó.
—Muy feo respondí. —Este asunto se está volviendo muy feo. No nos
queda otra cosa que hacer excepto seguir avanzando. Espero que la suerte esté
de nuestro lado.
Lo estaba. Poco a poco, la miseria, si bien no desapareció, se fue
transformando en un orden más aparente. Las viviendas comenzaban a tener

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más aspecto de tales, las calles se disponían con mayor acierto y la calidad de
vida parecía mayor. Ya no se veían personas tiradas en la calle y los niños
vestían, aunque con modestia, limpios y arreglados.
Comenzamos a ver las primeras casas de cierta solidez. Los materiales
rígidos iban apareciendo en la construcción de las viviendas y, un rato
después, vimos los primeros elementos ornamentales. Esto fue un paso
decisivo. Significaba que las gentes que vivían en esta zona de la plataforma,
disponían de recursos suficientes como para emplearlos en algo
intranscendental.
Las viviendas fueron espaciándose y se abrieron amplios territorios
cultivados.
Hombres subidos a enormes tractores, araban la tierra. Los vimos también
ocupados en levantar cercados para el ganado. Progresivamente, la
prosperidad se iba abriendo paso. Aquellos granjeros en nada se diferenciaban
de los que podíamos haber visto antes en la tierra civilizada. Se ocupaban de
sus labores con meticulosidad y dedicación. Disponían de maquinaria y mano
de obra suficiente.
Mujeres y niños ayudaban en las tareas y no fue raro encontrar muchachos
de unos trece años al volante de mastodónticas cosechadoras norteamericanas.
Nadie nos detuvo en ningún momento a nuestro paso. La percepción que
habíamos obtenido en el encuentro con los orientales del talud, se estaba
confirmando a cada momento. No suponíamos nada extraño para aquellas
gentes.
Quizás, el hecho de ser un número elevado de vehículos rodando juntos,
hacía que se despertase algo su curiosidad, pero nunca hasta el punto de
dedicarnos una atención especial.
Volvimos a escuchar detonaciones pero siempre lejanas. Las personas que
íbamos dejando atrás, no les daban la menor importancia. Debía de tratarse de
algo frecuente, porque se habían habituado tanto a ellas que parecía que ni
siquiera las oyesen. Era un ruido de fondo, intermitente, mortecino. Existía
una guerra solapada en aquel territorio, pero nadie se preocupaba demasiado.
Quizás porque, para ellos, aquello era normal y cotidiano.
Los colonos miraban, extasiados, a uno y otro lado. El estupor inicial ante
la desolación, se había transformado en una curiosidad infinita. Por fortuna
para ellos, el aspecto de las nuevas colonias americanas estaba mejorando
según avanzábamos. Aquel territorio que atravesábamos, disponía ya de las
mínimas condiciones de habitabilidad para un europeo. Los caminos se
hallaban practicables y se notaba que existía una organización social

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gobernando todo aquello. Lo que habíamos dejado atrás, como muy bien dijo
el señor Vinicius, no se trataba sino de los suburbios miserables de esta gran
tierra. Un lugar donde miles de personas se apilaban esperando un golpe de
suerte que no llegaría jamás.
Aquí, a unos cuarenta o cincuenta kilómetros de Nueva York, la
civilización imperaba. Los negros y los hispanos habían casi desaparecido y
solo se veían blancos trabajando la tierra. Vestían, todos ellos, monos de
faena o pantalones sujetos con tirantes. Se protegían la cabeza con sombreros
de ala o gorras con visera. El calor de la tarde, hacía que se hubieran subido
las mangas de las camisas dejando a la vista fuertes brazos tostados por el sol.
Nos hallábamos en un lugar que podía ser considerado adecuado por
nuestros colonos. Me acerqué al camión del señor Vinicius y, sin dejar de
rodar, le dije:
—¿Qué la parece?
—Mucho mejor —respondió.
Parecía aliviado. Lo que habíamos visto era realmente demoledor. Llegar
por tierra desde Europa y toparse de bruces con aquello, tiraba por los suelos
la moral de cualquiera.
—Pues aquí está —dije—. El sueño americano. Señor, yo ya he cumplido.
Les he traído hasta aquí.
—Desde luego. Lo ha conseguido usted, señor Small. Le felicito
sinceramente.
—Ahora tenemos que buscar un lugar adecuado para ustedes. Parece que
estas tierras están todas ocupadas. Pero ustedes son blancos —di un nuevo
vistazo al entorno— y tienen el dinero suficiente para establecerse. Sabrán
salir adelante.
—Delo por hecho, señor Small, delo por hecho.
Seguimos avanzando por un camino bastante ancho que permitía, con
cuidado, la circulación en ambos sentidos. En aquel lugar existía una extraña
conjunción de elementos modernos con utensilios tradicionales. Además de
las grandes máquinas de cosechar limpias, modernas y relumbrantes, había
coches tirados por caballos que se cruzaban en nuestro camino con toda
naturalidad. Los hombres que los guiaban, portaban teléfonos celulares y
aparatos de escuchar música.
Un par de muchachos de unos dieciséis años se cruzaron en nuestro
camino montando sendas bicicletas. Les detuve con una seña y pregunté:
—Por favor, me gustaría saber quién manda aquí. ¿Hay un ayuntamiento
o algo por el estilo al que podamos ir?

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Los muchachos se miraron entre sí y uno de ellos, rubio, de ojos azules y
la tez muy clara, respondió:
—Claro, el ayuntamiento no está muy lejos de aquí. Tienen que seguir por
este camino durante una media hora y tomar la primera a la derecha. Después,
sigan otro rato y lo encontrarán enfrente. Se trata de un edificio de ladrillo
gris.
No tiene pérdida.
—Muchas gracias por la información —dije.
—De nada, señor —el muchacho se llevó la mano a la gorra.
Me volví hacia el señor Vinicius y dije:
—Creo que lo que deberíamos hacer es dirigirnos directamente al
gobierno de esta tierra. Sé cómo ir al ayuntamiento. Allí les informarán sobre
los pasos a seguir para adquirir tierras de cultivo.
—Es una buena idea —manifestó el señor Vinicius.
Aún se hallaba muy ansioso, pero parecía que se había calmado algo. Al
menos, ya podía mantener una conversación y responder con lógica.
La tarde estaba cayendo. El sol comenzaba a ponerse por el oeste y el
cielo se tiñó de un color naranja intenso. En la lejanía, entornando los ojos
para no resultar heridos por los aún intensos rayos del sol, pudimos ver cómo,
desafiante, gloriosa, casi humana, la Estatua de la Libertad se alzaba sobre un
montículo en el terreno.

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CAPÍTULO 35

Pena, soledad y final

Seguimos por el camino, como nos habían dicho los jóvenes, a lo largo de
media hora y encontramos un cruce de vías en medio de un campo de cultivo.
Una rudimentaria señal de madera, indicaba el camino a seguir hacia el
ayuntamiento.
En varios kilómetros a la redonda, no se veía un alma. Nos hallábamos en
una zona de amplias fincas explotadas por los pioneros. Muy lejos, hacia el
sur, una cosechadora laboraba en medio del campo. Oímos el ladrido de un
perro guiando el ganado.
El sol estaba a punto de ponerse. Hacía calor y la gran ciudad comenzaba
a encender sus luces. El sueño americano brillaba, vacilante, al atardecer. Ahí
estaba, ante nuestros propios ojos: la tierra de las oportunidades intactas. El
lugar cuyo mágico encanto hacía que las personas estuvieran dispuestas a
morir con tal de ser partícipes de él.
—Bueno, aquí está —dije—. A partir de ahora, creo que ya no nos
necesitan.
Este es el punto final. Ha llegado la hora de la despedida.
—Ha cumplido con su trabajo, señor Small —dijo el señor Vinicius—. Y
ha cumplido bien. Siempre le estaremos agradecidos y le tendremos presente
en nuestras oraciones. Aquí tiene lo convenido.
Cogí el sobre que me alargaba con nuestra paga en su interior. No me
importaba demasiado pues tenía el hummer con el tesoro español, pero, qué
demonios, nos lo habíamos ganado y era nuestro.
—Gracias, señor Vinicius. Ha sido un placer.
Mi socio se dirigió al hummer e hizo bajar al muchacho que lo conducía.
—Ahora es mi turno, chico —dijo.

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El muchacho descendió del vehículo y sujetó la puerta mientras Tiro
entraba en él. Había dejado la motocicleta en el borde del camino.
—Mírala —le dijo—. ¿A que es bonita? Hemos pasado mucho juntos.
Ahora es tuya. Cuida de ella.
—¿De veras, señor Las? —el muchacho no podía creer lo que oía.
—Llévatela. Yo no puedo seguir con ella. Alguien ha de conducir este
vehículo.
Estoy seguro de que tú sabrás apreciarla como se merece.
—Oh, vaya, muchas gracias, señor Las —agregó el chico mientras
comenzaba a caminar hacia la vertemati—. No se preocupe, la cuidaré como a
mi propia vida.
Está en buenas manos, se lo aseguro.
De repente, la portezuela del camión conducido por el señor Vinicius se
abrió y su hija Lorna salió de él. La caravana se hallaba detenida a un lado del
camino con todos los vehículos alineados uno tras otro. Entre el unimog del
señor Vinicius y el hummer de mi socio, había cinco o seis vehículos que
aguardaban el momento de reemprender la marcha. Lorna corría,
alocadamente, hacia el hummer mientras gritaba:
—Espérame, Tiro, espérame. No me dejes.
Cuando llegó hasta él, mi socio se estiró dentro del cuatro por cuatro para
abrir la puerta del acompañante. La muchacha la empujó con el brazo y entró
dentro.
—Se viene conmigo, señor Vinicius —dijo mi socio—. Ya lo ha oído. Es
su deseo.
Era el momento de afrontar el problema. No quedaba tiempo para el
diálogo y, además, me temía que de nada iba a servir a estas alturas.
Liberé el seguro de mi arma tratando de que nadie se diera cuenta del
gesto.
Aún estaba sobre mi motocicleta y junto al camión del señor Vinicius.
Este, al oír las palabras de mi socio, montó en cólera. Descendió del
camión a toda prisa y dio un traspié que casi le lleva al suelo.
—¿Qué diablos está diciendo? —gritó—. A mi hija no se la lleva nadie y
menos un condenado desgraciado como ese.
—Eh, oiga —intervine—. No hable así de mi socio si no quiere tener
problemas conmigo.
Ya no me importaba mantener las apariencias. Todo había terminado y
dentro de dos minutos íbamos a marcharnos de allí para siempre. Nunca más
volveríamos a ver a los malditos colonos.

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—Usted no se meta —el señor Vinicius se giró hacia mí—. Voy a
terminar con esta situación de una vez. Tenía que haberlo hecho hace tiempo
y ahora me arrepiento de mi indecisión. Así que no se inmiscuya si no quiere
salir dañado.
—¿Me está amenazando?
—Yo no amenazo a nadie. Actúo.
Se giró hacia el camión y metió las manos dentro de la cabina. Cogió su
rifle y verificó que estuviera cargado.
—Deje el arma de nuevo en el camión —dije—. Déjela ahora mismo.
Tenía mi brazo extendido hacia él y le estaba apuntado con mi
semiautomática.
—Ahora es usted el que amenaza, señor Small —replicó sin dejar de
manejar su arma—. Vamos, dispáreme si ese es su deseo.
Comenzó a caminar hacia la posición del hummer. Le seguí detrás sin
dejar de apuntarle con mi arma. No quería dar un paso en falso. Todos los
colonos estaban armados y, a buen seguro, en aquel momento un montón de
cañones apuntaba a mi cabeza.
—Vamos, sal de ahí y muere como un hombre —le dijo a mi socio
mientras le apuntaba a través de la ventanilla—. Voy a meterte una bala en el
cerebro.
—¡No! —Gritó Lorna saliendo del vehículo—. Vamos, papá, él no tiene
la culpa, déjale en paz. Soy yo la que quiere irse.
—Calla, maldita sea. No sabes lo que dices. Es el demonio quien habla
con tu voz. Él te ha poseído y te hace decir cosas que mi hija nunca hubiera
pronunciado.
—No, papá, no. Deseo ir con él. Le quiero, ¿no puedes comprenderlo? Es
el hombre al que quiero en este mundo y le seguiré al lugar al que vaya.
—No lo harás. Al menos, no mientras yo esté vivo.
—Sí lo haré, papá, te guste o no.
La tensión había llegado al límite. Habían surgido armas de todas partes y
todas ellas nos apuntaban a mi socio y a mí. Estábamos en desventaja. Tiro
tenía las manos sobre el volante y no se movía. No quería hacer ni un solo
movimiento que levantase sospechas. Ante un hombre en el estado de
excitación del señor Vinicius, cualquier impulso podía resultar sospechoso y
llevarle a disparar.
Lorna hizo ademán de volver a introducirse dentro del vehículo.
—¡Quieta! No te muevas. No vas a entrar ahí.
—Voy a hacerlo, papá.

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—No, Satanás, no lo vas a hacer.
El señor Vinicius apretó el gatillo e hizo varios disparos. Su hija, cayó
desplomada en el suelo.
Se oyeron varios gritos. Algunos colonos armados se hallaban ya junto al
hummer y gritaban exaltados. El pánico comenzaba a generalizarse.
—¿Qué es lo que ha hecho, señor Vinicius? ¿Qué es lo que ha hecho?
—Callaos todos. No quiero escuchar a nadie —dijo el señor Vinicius. Y,
dirigiéndose a mi socio, añadió—: Tú, sal del vehículo. Despacio y
enseñándome las manos.
Había llegado el momento de jugarse el todo por el todo. No quedaba otro
remedio si queríamos salir con vida de aquella. El señor Vinicius había
enloquecido por completo y sus acólitos no parecían cuestionar su autoridad a
pesar de la barbaridad que acababa de cometer.
Mi socio abrió la portezuela y comenzó a descender muy lentamente.
Cuando se estaba incorporando, lanzó su cuerpo hacia delante y clavó su
hombro en el estómago del señor Vinicius. Levantó, al mismo tiempo, un
brazo y empujó el rifle hacia arriba. El señor Vinicius, en un acto reflejo,
realizó un disparo que se perdió en el aire.
—Cúbrete —grité mientras me giraba y abría fuego contra los colonos.
Impacté sobre varios de ellos que cayeron al suelo entre gritos de dolor.
Otros, por el contrario, pudieron rehacerse y se parapetaron detrás del
camión más cercano.
Para entonces, mi socio había conseguido hacerse con su arma y me
secundó en la lucha. Abrió fuego sobre el camión y los mantuvo a raya
durante un rato.
Agachándonos todo lo que pudimos y corriendo en zigzag, conseguimos
llegar hasta una pequeña loma que se encontraba más allá del linde del
camino y allí nos dispusimos a resistir.
El señor Vinicius, que había caído al suelo gracias al empujón de Tiro,
consiguió llegar, arrastrándose entre la lluvia de balas, hasta la posición de los
suyos.
Desde allí, dirigía el ataque.
—De nuevo en problemas —me dijo mi socio mientras cargaba su arma
con la espalda apoyada en la loma.
—Sí, como en los viejos tiempos —recordé.
—Saldremos adelante.
Estuvimos disparando a ráfagas durante bastante tiempo. Ellos eran
muchos más y tenían más munición, pero no sabían protegerse. Maté a varios

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en los primeros diez minutos. Sus cuerpos, inertes, caían hacia delante.
Uno de los jóvenes, se atrevió a usar un cadáver como trinchera para
poder, así, obtener una mejor situación de disparo, pero le sirvió de poco. Mi
socio le metió una bala por el hombro que debió llegarle al corazón.
—Nos estamos quedando sin cargas —anunció mi socio.
Era cierto. Dentro de poco habríamos hecho el último disparo y
estaríamos, indefensos, a merced de los colonos.
—Voy a intentar algo —dijo Tiro—. Creo que, desde aquí, puedo
impactar sobre el depósito del camión tras el que están parapetados. Si lo
consigo, estallará por los aires y los colonos con él. Pero he de ponerme en
pie y descubrirme para obtener una buena posición.
Antes de que pudiésemos discutirlo, mi socio se puso en pie y gritó antes
de disparar:
—¡Cúbreme!
Abrí fuego contra todo lo que había enfrente de mí. Ni siquiera apuntaba.
Solo quería crear una pantalla de balas que impidiese que nadie disparara
contra mi socio. Porque, él era mi socio. Había confiado, como siempre, en
mí. Sabía que podía contar conmigo. Sabía que yo le iba a cubrir y que,
estando conmigo, nada le podía suceder.
Se produjo una gran explosión y del lugar del camión surgió un gran
hongo rojizo rodeado de denso humo negro. Tiro lo había conseguido y los
cuerpos carbonizados de los colonos, junto a trozos de metal y neumáticos
ardiendo, volaban sobre nosotros. Nos escondimos tras la loma para evitar ser
alcanzados por aquella metralla. Apoyé mi espalda en la tierra y tomé aire.
Miré en dirección a mi socio y entonces me di cuenta de que la confianza
depositada sobre mí, había sido quebrada. Tenía la mano en el pecho y trataba
de taponar una herida de la que brotaba abundante sangre. A pesar de su
situación, me miraba sonriente.
—Creo que algo ha salido mal —dijo.
—Tranquilo, amigo, tranquilo, te vas a poner bien.
Había arrojado mi arma y me encontraba inclinado sobre él. Le pasé la
mano por detrás de la cabeza y traté de que se sintiera cómodo. Le miré el
pecho y me di cuenta de que la herida era muy fea. Estaba muy cerca del
corazón y, sin duda, le había agujereado un pulmón.
—Te voy a llevar a la ciudad. Vas a curarte —dije.
Sus ojos se cerraban y apenas podía hablar. Le faltaba el aire.
—Esta vez no, amigo —balbuceó—. Algo no salió como debía. Creo que
es hora de que vuelvas a casa.

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—Claro, volveré a casa, pero contigo…
—No, vete ya. No se puede hacer nada por mí.
Tenía la camiseta empapada en sangre. Apretaba su mano contra la herida
y yo, en un gesto desesperado, traté de hacer lo propio. Mientras presionaba
con fuerza, rompí a llorar. Mi socio trató de añadir algo más, pero no pudo.
—Tiro…
Cerré sus ojos antes de ponerme en pie. La vista se me nublaba y no podía
ver con claridad. Cogí mi arma y volví al camino. Algunas mujeres vagaban
sobre los restos de la explosión y trataban de encontrar algún vestigio
reconocible. El peligro había pasado.
La humareda aún no se había disipado por completo, pero recordaba el
lugar en el que se hallaba el hummer. Llegué hasta él, entré y, sentado al
volante, giré el contacto. El vehículo se puso en marcha con mucha suavidad.
Había anochecido y Nueva York brillaba en la oscuridad. Encendí los faros y
pisé el acelerador.

FIN

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ALBER VÁZQUEZ (Rentería, 1969), novelista, poeta, bloguero, periodista y
editor español. Ha escrito sobre historia, arte, literatura y tecnología para
diversos medios impresos y digitales, entre los que destaca la revista El
Víbora. Además de por su labor literaria, se encuentra vinculado a la industria
editorial gracias a su trabajo como lector profesional.

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