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Alejandra Pizarnik, la última poeta surrealista

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Escritora y traductora argentina, Pizarnik desarrolló una de las
obras literarias más asombrosas del siglo XX. Sus versos, en
constante tensión entre el automatismo surrealista y la exactitud
racional, atraviesan la propia vida de la poeta, adentrándonos en
su nostalgia por la infancia perdida, atracción por la muerte,
profundo intimismo y deseo de ser amada y reconocida.

En la madrugada del , Alejandra Pizarnik se dirigió al despacho que tenía en su


departamento en Buenos Aires. Cogió una tiza, se aproximó al pizarrón que había en la
pared y escribió: “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo”. Luego regresó a su
habitación, ingirió cincuenta pastillas de Seconal sódico y murió. A los 36 años,
Pizarnik abandonó la vida, dejando a su paso uno de los legados poéticos más
importantes de la literatura latinoamericana.

Orígenes y primeras influencias


Hija de Elías Pozharnik y Rejzla Bromiker, inmigrantes ucraniano-judíos, Flora Alejandra
Pizarnik nació en Buenos Aires el 29 de abril de 1936. Poco antes de que ella llegara
a la familia, Elías y Rejzla (quienes cambiaron su apellido original al llegar a Argentina)
habían tenido a Myriam, la hermana mayor. La relación entre Myriam y Alejandra no fue
fácil. La primera, rubia, educada y hermosa, encarnaba el ideal de hija perfecta que
deseaba su madre. La segunda, en cambio, era una niña frágil y rebelde, condicionada
por sus crisis asmáticas y la tartamudez que lastró su autoestima.

Durante la infancia, Alejandra Pizarnik empezó a sentirse fuera de lugar. Sufría por las
constantes comparaciones con su hermana mayor y su condición de extranjera en
Argentina. Lejos de Europa, la pequeña familia de cuatro estaba a salvo de la Segunda
Guerra Mundial, pero la sombra del conflicto no dejó de acecharles prácticamente todos
sus parientes fueron perseguidos en Rivne, Ucrania, y perecieron en el Holocausto.

Conmovida por la presencia de la muerte e incómoda al reconocerse como un “ser


distinto”, la Pizarnik adolescente desarrolló un carácter caótico, subversivo e inestable.
Se volcó en su pasión por la literatura, recorriendo las mejores obras de filosofía,
existencialismo y poesía. Leyó a Proust, Joyce, Artaud, Rimbaud, Baudelaire, Rilke y los
surrealistas. Sufrió problemas de autopercepción física, se obsesionó con su peso
corporal y empezó a desarrollar una adicción por los fármacos. Al mismo tiempo,
desató su escritura, impulsada por el deseo de sobresalir, triunfar y ser reconocida.

Para saber más

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Aproximación al surrealismo

Al terminar la secundaria, Alejandra Pizarnik se matriculó en Filosofía en la Universidad


de Buenos Aires y en la Escuela de Periodismo. En aquella época, acudió como
reportera al Festival de Cine de Mar del Plata en 1955, pero pronto dejó a un lado el
periodismo para priorizar sus intereses artísticos. Debido a su autoexigencia, Pizarnik
era incapaz de permanecer en un sitio, así que abandonó la educación universitaria para
entregarse únicamente a su escritura.

Una figura importante en su etapa como estudiante fue el Catedrático de Literatura


moderna Juan Jacobo Bajarlía, quien corrigió sus primeros textos, le presentó a su
primer editor, Arturo Cuadrado, y a los surrealistas, entre ellos, el pintor Juan Batlle
Planas. Interesada por la figuración metafórica y las siluetas espectrales de la pintura de
Batlle, Pizarnik comenzó su formación artística con él. A partir de entonces, los tintes
surrealistas quedaron impregnados para siempre en su estilo poético.

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Pese a estar en una etapa de expansión creativa, el asma y la tartamudez de la joven la
condujeron a un aprisionamiento somático. Su padre, que siempre la había cuidado y
protegido, le cubrió económicamente las sesiones de terapia con el psicoanalista León
Ostrov y costeó los gastos de su primer libro, La última inocencia, publicado en 1956.

El psicoanálisis no solo ayudó a Pizarnik a gestionar su ansiedad y restituir su


autoestima, sino que también le abrió las puertas al inconsciente, un nuevo mundo en
el que indagar. Fusionando literatura con su creciente interés por la subjetividad, la
escritora empezó a desarrollar una voz poética que se sumergía en lo onírico y la
búsqueda de la identidad, recorriendo temas como la nostalgia por la infancia perdida,
la muerte, la extranjería o la relación entre la vida y la poesía, a través de un
profundo intimismo y sensualidad.

Alejandra Pizarnik.
Foto: CC

Refugio literario en París


En 1960, a los 24 años, Alejandra Pizarnik decidió trasladarse a París. Allí encontró un
refugio literario y emocional. Trabajó en la revista Cuadernos y en diversas editoriales
francesas. Publicó poemas y críticas en varios periódicos y, además, tradujo a Antonin

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Artaud y Marguerite Duras, entre otros autores franceses, trabajando siempre en
ambientes que le ayudaban a perfeccionar su propio lenguaje.

"Nada pretendo en este poema si no es desanudar mi garganta" escribió Pizarnik a


su vuelta de París.

Dada su inagotable sed intelectual, Pizarnik estudió Literatura Francesa e Historia de la


Religión en la Sorbona. Fue entonces cuando conoció a varios escritores con los que
forjó una amistad que duró toda la vida, entre ellos Julio Cortázar (Pizarnik decía que
ella era la Maga de Rayuela), Rosa Chacel y Octavio Paz (quien redactó el prólogo
para su reconocida obra Árbol de Diana en 1962).

Cuatro años más tarde, Alejandra Pizarnik regresó a Buenos Aires habiendo
madurado como poeta. Justo en ese momento solo necesitaba tiempo para volcar su
torrente literario en las páginas y expandir su obra. “Nada pretendo en este poema si no
es desanudar mi garganta”, escribió.

Notre Dame y los libreros del Quay Saint-Michel, a finales de los años 60.
Notre Dame y los libreros del Quay Saint-Michel, a finales de los años 60.

Foto: CC

Creación de los poemas

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Después de París, Alejandra Pizarnik publicó tres de sus principales volúmenes: Los
trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno
musical (1971). Su poesía oscilaba entre el automatismo surrealista y la voluntad de
exactitud racional. Eran piezas sin énfasis, a veces incluso sin forma, como
anotaciones y alusiones de un diario personal. Ventanas metafóricas, espacios para la
reflexión.

En 1967, su querido padre murió de un infarto en Buenos Aires. A partir de entonces,


tanto los versos como las entradas diarísticas de Pizarnik se tornaron más oscuras.
“Muerte interminable, olvido del lenguaje y pérdida de imágenes. Cómo me gustaría estar
lejos de la locura y la muerte (...). La muerte de mi padre hizo mi muerte más real”,
escribió la autora.

La intrínseca unión entre su apasionada poesía y su vida quebrada por la pérdida llevó a
Alejandra Pizarnik a sufrir diversas crisis depresivas y problemas de ansiedad. En
1968, se mudó junto a su pareja, la fotógrafa Marta Moia, pero eso no evitó que la
tristeza perdurara y su adicción por las pastillas aumentó.

"Alguna vez / alguna vez tal vez / me iré sin quedarme / me iré como quien se va".

Muerte y legado literario


A finales de los sesenta e inicios de los setenta, Alejandra Pizarnik recibió la beca
Guggenheim y la beca Fullbright en reconocimiento por la calidad de su obra. Pero
la depresión persistió, conduciéndola a una clausura progresiva y a un primer intento de
suicidio en 1970, afligida por el dolor y la necesidad de atención y amor. Su íntimo amigo
Julio Cortázar le suplicó en la última carta: “No te quiero así, yo te quiero viva, burra, y
date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza —y todo
eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte”.

Tras ese primer intento de suicidio, Pizarnik ingresó en el hospital psiquiátrico de


Buenos Aires. Pero ni la ayuda médica, ni las becas, ni las cartas lograron evitar que la
madrugada del 25 de septiembre de 1972 se quitara la vida. Algunos biógrafos dicen
que la muerte quizás no fue intencionada, señalando la posibilidad de que Pizarnik
ingiriera por error una excesiva dosis de pastillas.

Tal y como señalan en el volumen Poesía completa de Alejandra Pizarnik publicado por
la editorial Lumen, Octavio Paz afirmó que la escritora llevó a cabo una “cristalización
verbal por amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de
realidad sometida a las más altas temperaturas”. Tras ella quedaron siete poemarios, un
diario de casi 1.000 páginas, relatos cortos, una obra teatral, una novela breve y una
extensa correspondencia, muestras de su simbolismo desmesurado y extraordinaria
capacidad de expresión emocional.

“Sé, de una manera visionaria, que moriré de poesía. Es una sensación que no
comprendo perfectamente; es algo vago, lejano, pero lo sé y lo aseguro”, anticipó
Pizarnik. La verdad es que no sabemos hasta qué punto murió de poesía, la única

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certeza, en este caso, es que gracias a la poesía la voz de Alejandra Pizarnik sigue y
seguirá con vida.

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