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Estética (Schwarzböck)

Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Teórico: N° 1 – 9 de agosto de 2017
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad I. Estética y crítica cultural en las estéticas idealistas. I. Ilustración, estética y
crítica cultural
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Profesora: El programa 2017 de la materia se centra en la relación entre estética y crítica cultural. En
este título (Estética y crítica cultural) pretendemos no dar por sobreentendidos los términos (la estética, por
un lado, y la crítica cultural, por el otro), ni relacionarlos como si preexistieran, por separado, a la relación.
Lo que pretendemos, básicamente, es ver cómo la estética y la crítica cultural, a partir de la cultura y la
filosofía ilustradas, se constituyen, en tanto saberes y en tanto prácticas teóricas, en esa relación. La estética
es, en el momento mismo de su nacimiento, una forma (nueva) de crítica cultural. La estética es, en su
nacimiento dieciochesco, parte de la cultura de la ilustración antes que de la cultura ilustrada. La diferencia
entre “época de ilustración” y “época ilustrada” la establece Kant en “Qué es ilustración”: el siglo XVIII,
interpretado por los varones y mujeres que se presentan en sociedad como “ilustrados”, está todavía en curso
de devenir ilustrado. Es decir, todavía no lo es. Así lo ve Kant, con “nostalgia del futuro” (como le llama
Hannah Arendt a la nostalgia kantiana, una nostalgia por un tiempo que todavía no sabe cuánto le falta para
llegar a ser presente).
Por lo tanto, la época que a Kant le toca vivir, en sus palabras, es una época de ilustración: una época
de promesa de ilustración, podríamos decir nosotros, desde el siglo XXI. Al siglo de la ilustración le falta
ilustración para ser el siglo ilustrado. El término “ilustración” mismo no es un término que defina una
realidad social como terminada (terminada por la Revolución Francesa), sino un estado de promesa de la
realidad.
De hecho, podríamos hablar de ilustración en, al menos, dos sentidos: la ilustración empirista (con
Hume y Burke como sus teóricos más representativos: Burke dice explícitamente, en la Indagación sobre el
origen de nuestras ideas de lo sublime y de lo bello, de 1757, que su libro sigue, en materia de conceptos
básicos, al empirismo de Locke) y la ilustración trascendental (obviamente, la ilustración kantiana, pero
pensada no a partir de los escritos de filosofía política y filosofía de la historia, donde Kant tematiza más
abiertamente la ilustración, sino a partir de la Crítica del Juicio).
La ilustración empirista es más cercana, en su concepción liberal, a la cultura de los salones; la
ilustración trascendental kantiana, ciñéndose aún a la concepción liberal, es más cercana a la cultura política

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de la Revolución francesa. Pienso esta diferencia en función de que la de Kant es, en su aspiración a la
universalidad, una ilustración radical. El derecho a expresar el propio juicio, entendido como un derecho
político característico del paradigma liberal (la libertad de prensa, la libertad de imprenta, la libertad de
expresión, el derecho a que las propias ideas no sean censuradas por el Estado y por la religión de Estado), se
combina en Kant con la aspiración a compartir ese juicio, en tanto sea un juicio estético, con todos los
hombres (incluyendo en esa humanidad, que se establece como tal por la igualdad en las facultades de
conocimiento, también a las mujeres). Y es esta aspiración a universalizarse del juicio estético, imposible de
sustanciarse efectivamente en la sociedad del siglo XVIII, lo que le da a la concepción kantiana del juicio un
grado de radicalidad mayor que a la burkeana. Se podría decir que la teorización del juicio de gusto, que se
desarrolla en la primera parte de Crítica del Juicio, coincide con el momento progresista -es decir,
propiamente liberal, en cuanto a lo político- de la burguesía como clase en ascenso. Porque aun el sujeto
egoísta, cuando realiza un juicio estético, es altruista. O, mejor dicho, expresa un altruismo en él todavía no
realizable en la sociedad. En este sentido, es el juicio estético (incluso el de un sujeto egoísta) el que es
altruista por su forma de formularlo: “esto es bello” o “esto es sublime”. Es decir, el altruismo no es, en la
teorización kantiana, algo que se deduce de la intención del sujeto, sino algo que está ínsito en la aspiración a
la universalidad que tiene el juicio, de acuerdo con los momentos segundo y cuarto de la Analítica de lo bello
que veremos hoy. Esta es la hipótesis de la que parte la clase de hoy: aun el sujeto egoísta es altruista en el
juicio estético.
En ese altruismo del juicio estético (y no, necesariamente, del individuo que lo emite) radica el límite
del liberalismo político dieciochesco. Ese límite es, al mismo tiempo, el de la clase social –la burguesía- que
encarna ese liberalismo en el final del siglo XVIII. La burguesía, en términos empíricos, aspira a compartir el
juicio de gusto con la clase inmediatamente superior a ella, la aristocracia, que hace del juicio de gusto parte
de su privilegio social. Pero la burguesía no será una clase tan generosa con la clase inmediatamente inferior
a ella cuando a ésta le llegue el momento de ascender. La aspiración a compartir el juicio por parte de la
burguesía no va a ser tan universalista en el siglo XIX y el XX como en el siglo XVIII: en el XVIII, ese
deseo no podía ni necesitaba realizarse, mientras que en el XIX y en el XX, el proletariado -la clase
inmediatamente inferior, en la escala social, a la burguesía- va a aspirar a hacer valer su derecho político,
incluyendo en él el derecho a expresar el propio juicio, primero en alianza con la burguesía (sirviéndole de
vanguardia y carne de cañón en las revoluciones burguesas) y luego, en conflicto con ella (a partir de la
experiencia de la Comuna de París, en 1871). En el siglo XVIII no había propiamente proletariado, si se lo
piensa como una clase organizada, con quien compartir el juicio estético (cuando Kant se refiere a quienes no
tienen la suficiente cultura para el juicio estético –sobre todo para el juicio sobre lo sublime, que requiere
para él más cultura que el juicio estético sobre lo bello- se refiere a los campesinos: los campesinos tienen

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una relación con la naturaleza tan mediada por la utilidad que, aun cuando tienen las mismas facultades que
el resto del género humano, les resulta más difícil disponerlas libremente para los juicios sobre lo sublime
que para los juicios sobre lo bello). En el siglo XVIII, a lo sumo había campesinos, siervos y plebe en
general, sin capacidad de hacer valer, por su posición social, cualquier aspiración a compartir con la
burguesía su juicio estético trascendentalmente democrático y empíricamente privilegiado. En la sociedad del
siglo XVIII, el juicio estético se ampliaba para la burguesía, que era la única clase en posición de reclamarlo
para sí: era ella la aspirante a compartirlo con la aristocracia (no con la plebe). Pero la paradoja del juicio
estético es que no puede enunciarse sino para ser compartido con toda la humanidad, aunque no toda la
humanidad esté en condiciones sociales de compartirlo efectivamente. La revolución francesa, de hecho, no
declaraba hombres libres e iguales a los esclavos de las colonias. Van a ser los propios esclavos (como en el
caso de Haití) quienes, jacobinamente inspirados, se den a sí mismos su propia revolución. La explotación de
millones de hombres y mujeres esclavizados en las colonias era aceptada como un factum económico por los
filósofos ilustrados. La paradoja de la filosofía ilustrada es, en este sentido, la paradoja misma del liberalismo
político. Los derechos universales son derechos abstractos.
La versión empirista de la estética ilustrada, en el modo que llega a (ser leída por) Kant, la encarna la
Indagación sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y de lo bello, de Edmund Burke (publicada en
1757). Para fundamentar lo bello y lo sublime como categorías estéticas, Burke recurre a dos tipos de
pasiones (las pasiones de la autoconservación y las pasiones de la sociedad), a las que asocia,
empirísticamente, a la idea de dolor y a la idea de placer. Si bien él no define pasión, dice que todas nuestras
pasiones (sin hacer, antes, una enumeración de las pasiones más frecuentes) desembocan en dos puntos
claves. Como si dijera que todas nuestras pasiones tienen dos metas posibles. Una meta es la
autoconservación y la otra, la sociedad. Lo contrario de la autoconservación es, obviamente, la muerte. Y lo
contrario de la sociedad, la soledad. Esto lo va a desarrollar en la sección XI de su libro (páginas 32 a 33). Es
importante que tengan en cuenta cuáles son los opuestos de estas metas a las que tienden todas las pasiones
humanas.

Todas las ideas que causan en nuestra mente una poderosa impresión, ya sea de dolor o placer, se pueden
reducir a estos dos puntos clave (metas). Las pasiones que conciernen a la autoconservación se relacionan con
el dolor o el peligro. (…)Las ideas de dolor, enfermedad y muerte provocan fuertes emociones de horror. (E.
Burke, De lo sublime y de lo bello, trad. Menene Gras Balaguer, Barcelona, Altaya, 1992, p. 29)

El dolor, la enfermedad y la muerte aparecen, en Burke, como ideas simples, no como ideas
complejas. Mientras que sus opuestos, la salud y la vida, aunque pueden ser placenteras, no causan el mismo
grado de emoción. Lo pertinente para definir un fenómeno estético, entonces, es la intensidad. La emoción

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que causa el dolor, la enfermedad y la muerte es más fuerte que la que produce la salud y la vida. La emoción
más fuerte que puede causar una idea de dolor o peligro, en tanto se relaciona con objetos terribles, es la
fuente de lo sublime.
La fuente de lo sublime está en estas ideas, a las cuales está asociada la muerte (él la llama king of
terrors). Su presencia inminente -o sugerida- nos trae, por una asociación inmediata, la presencia del rey de
los terrores. En este sentido, la emoción de esa presencia inminente es la más fuerte de las emociones que
impacta sobre nuestra mente.

Si algo duele es porque es emisario del rey de los terrores [el dolor es el emisario de la muerte]. El peligro y el
dolor, si acosan demasiado, son sencillamente terribles y no causan ningún deleite [ningún placer relativo].
Pero a ciertas distancias y con ligeras modificaciones pueden ser y son deliciosas [introduce, así, el tema de lo
sublime]. (p. 29)

Cuando el peligro y el dolor (como emisarios de la muerte) están efectivamente a una determinada
distancia -y con una ligera modificación- son deliciosos. No hay nada que sea comparable, en intensidad, a la
presencia del rey de los terrores, siempre cuando esa presencia se haga efectiva a través de sus emisarios y,
desde ya, uno esté a una cierta distancia de ellos. Pero además de la distancia, hace falta “una cierta
modificación” en la presencia del peligro y el dolor. Uno podría decir que en las tragedias todos los
personajes mueren, pero hay una modificación en la presencia de la muerte, porque se trata de una
representación (aunque lo representado haya sucedido en la vida real). El problema, en todo caso, es en qué
consisten, fuera de una ficción, la distancia y la ligera modificación del dolor y del peligro que requiere lo
sublime. Porque, en principio, Burke no dice que esto sea propio de las obras de arte, si bien muchos de los
ejemplos que da son de tragedias (al igual que sucede con Hume).
Pero Hume, cuando habla de lo trágico (en el ensayo “De la tragedia”), establece una diferencia sutil
entre lo trágico propio de una ficción y lo trágico propio de un hecho real. Hume equipara lo trágico ficcional
y lo trágico real siempre cuando el relato de un hecho real trágico no nos involucre directamente: o porque no
fuimos protagonistas del hecho o porque las personas que lo protagonizaron no tienen un vínculo afectivo
con nosotros o porque el hecho ha sucedido hace tiempo y ha devenido, ahora, recuerdo. Cualquiera de las
tres posibilidades reduce la intensidad de las emociones que el hecho real provoca. Tengan en cuenta que el
recuerdo, en Hume, de acuerdo con el Tratado de la naturaleza humana, tiene una menor intensidad respecto
del hecho vivido, respecto del hecho cuando fue experimentado a través de las impresiones.
En todo caso, ese matiz (la distancia afectiva con el hecho o la distancia temporal respecto del hecho)
podría pensarse como un modelo del tipo de distancia que requiere lo sublime. No es la misma distancia que
requiere lo bello, que es más bien la distancia física necesaria para que el objeto sea contemplable.

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En este momento ilustrado y fisiológico de la estética, no hay una diferenciación estricta entre
placeres y dolores que provienen de obras ficcionales y placeres y dolores que provienen de relatos de la vida
real. Enterarse de la enfermedad de un familiar es terrible. Pero enterarse, en el curso de una tragedia que está
siendo representada, que un personaje está enfermo es algo que vuelve a la historia más intensa. No obstante,
en este último caso, no se suscita en uno el mismo tipo de dolor. En Burke, esta diferencia es la diferencia
entre lo terrible y lo sublime. El matiz aparece en la idea de la distancia y de la modificación del dolor y el
peligro. Se podría decir que la ficcionalización es un criterio de distancia. Otro criterio de distancia es la
distancia temporal respecto del suceso. Si el que lee sobre la decapitación del rey está temporalmente lejano
del suceso. Otro criterio, la distancia emotiva: no produce la misma emoción enterarse de la decapitación del
propio rey (como suceso deseado o temido) que enterarse de que ha sido decapitado el rey de Francia. En
última instancia, la diferencia en el impacto se debe a si el hecho es cercano o lejano en términos afectivos,
más que geográficos. Otra cuestión, respecto de lo sublime, es en qué consiste lo que Burke llama “cierta
modificación del dolor y el peligro”. Desde ya, es algo que está ligado a la figura de la distancia, en este caso,
a la distancia que crea el relato o la representación de un suceso. El suceso narrado o representado no es lo
mismo que el suceso en sí. En un punto, es lo que sucedía con las tragedias: eran sucesos reales pero
distantes en el tiempo, sucesos, además, que habían sucedido en épocas que se consideraban más crueles que
la propia. Pero también eran sucesos narrados o representados. En la tragedia, dice Hume, se incorpora el
suspenso para narrar un suceso real. Desde ya, él no habla de suspenso, sino de “dosificación de la
información”. Los autores de tragedias –recalca- usan estrategias narrativas para mantener la atención del
público. El suceso real no se presenta ante el público tal como sucedió, sino que se lo re-presenta con ciertas
modificaciones, las modificaciones propias de una ficción.
Por eso, la distancia no es lejanía geográfica o lejanía temporal medida en años, sino esa lejanía
simbólica que resulta de poner un suceso en un marco cuasi-ficcional por el solo hecho de narrarlo, de
acentuar u omitir datos para hacerlo más interesante. La distancia necesaria para lo sublime la explica mejor
Hume que Burke, porque Hume la explica como distancia afectiva. Pero Hume no tiene, en sus ensayos de
estética, la categoría de lo sublime, sino la categoría de lo trágico. La distancia afectiva, en “De la tragedia”,
aparece como condición de la catarsis. Hume no diferencia, estrictamente, entre los hechos trágicos de la vida
real y los de una ficción, siempre cuando estos hechos sean narrados (es decir, en la medida en que uno sea
de ellos lector o espectador). Por ejemplo, cuando a uno no le sucede directamente algún hecho (sea lejano o
próximo, acá no importa el tiempo que haya pasado), ese hecho es sentido por uno como lejano. Cosas
completamente cercanas pueden tornarse muy lejanas porque no somos afectados directamente por ellas. Y
esta diferencia entre lo trágico ficcional y lo trágico real, en cuanto a la modificación que le cabe a los hechos
narrados, la establece mejor Hume en De la tragedia que Burke en la Indagación sobre nuestras ideas de lo

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sublime y de lo bello. Porque, en el caso de Hume, lo trágico tiende a ser un modo de distancia afectiva con
los hechos, no importa su procedencia (real o ficcional). Las emociones que despierta la tragedia las despierta
por el modo en que la tragedia está narrada, no por la índole terrible de los hechos narrados. Por eso, igual
que para Hume hay críticos buenos y malos (y hay que saber diferenciarlos), también hay buenos y malos
autores de tragedias. Lo terrible, como contenido de una tragedia, no basta por sí mismo para emocionar. El
carácter delicioso de lo terrible cuando está modificado y uno se encuentra a una cierta distancia de él –como
condiciones de lo sublime en Burke- parece necesario entenderlo en términos de una ficcionalización, aún
cuando el suceso terrible no sea ficcional y aún cuando no tenga todas las condiciones como para ser
ficcionalizado.
Lo que tiene el dolor como para hacer de acicate de las emociones es que es el emisario de The King
of Terrors, según llama Burke a la muerte. Cuando aparece la idea de dolor, aparece la idea de muerte. Son
ideas conexas. Por lo tanto: peligro, dolor, enfermedad están asociadas al máximo de los terrores, y en ese
sentido es que producen una emoción intensa.
Ahora bien, hay un componente que Burke necesita teorizar para que no sea la curiosidad sino la
intensidad lo que le permita fundamentar la experiencia estética: la distancia. El peligro y el dolor, si acosan
demasiado, son sencillamente terribles y no causan ningún placer, ni siquiera placer relativo (delight), “pero a
ciertas distancias y con ligeras modificaciones, pueden ser y son deliciosos” (p. 29). La distancia y la
modificación del dolor (el hecho de que el dolor esté “a distancia” y “ligeramente modificado”) es lo que le
permite a la intensidad, en términos de Burke, reemplazar a la mera curiosidad, con la que Montesquieu, en
su Ensayo sobre el gusto, explicaba la experiencia estética: la distancia a la que el sujeto se encuentra del
peligro y del dolor y la modificación ligera que tienen ese peligro y ese dolor son los elementos que lo hacen
delicioso. La distancia –podríamos decir- es la que pone el propio yo: en la experiencia estética, si es una
experiencia estética auténtica, no soy yo quien padece realmente. Lo que yo padezco es un dolor por empatía
con el dolor ajeno; pero no es mi dolor. Yo no estoy realmente sufriendo cuando veo las noticias
El otro punto clave o meta en torno al cual Burke clasifica las pasiones es la sociedad. Divide la
sociedad en dos especies: la sociedad de los sexos y la sociedad en general. El primero de los tipos de
sociedad que considera en relación a estas pasiones -que tienen como meta la sociedad- es la sociedad de los
sexos. Se trata de pasiones propias de la generación, con fines de propagación, que se originan en
gratificaciones y placeres. Por eso Burke dice que el placer con el que más directamente conectado está este
fin, la propagación, es de carácter alegre, entusiasta, violento y, realmente, el placer de los sentidos más
elevado. Suponemos que se está refiriendo al orgasmo, aunque no use este término. Es muy difícil
desconectar estas pasiones del placer que suscitan, dice Burke. Aquello que lleva a la propagación está
relacionado con un placer extremo, el más elevado de los placeres de los sentidos. Noten que cuando habla

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de las pasiones de la sociedad no se refiere a la cuestión del dolor. Pareciera que lo que tiene de violencia, de
alegría y de entusiasmo el orgasmo estuviera vinculado, precisamente, a lo contrario de la muerte. No hay en
Burke una relación sexo-muerte. Él pone las pasiones de la sociedad en el extremo opuesto a las de la
autoconservación. El sexo está relacionado con la sociedad: son necesarios al menos dos para el sexo y, aun
si son más, uno podría pensar que se trata siempre de algo que podría tener como fin la propagación, desde el
punto de vista de los fines de la naturaleza; no obstante, la razón por la cual este tipo de pasiones se practica
con tanta regularidad no es la reproducción, sino el placer extremo de los sentidos con que están asociadas.
En esto, Burke es también altamente empirista. Está tomando, otra vez, el índice de intensidad para
relacionar las pasiones de la sociedad con el cuerpo. El orgasmo es el máximo placer de los sentidos: esa es
la razón del sexo, no la reproducción.
Ahora bien, cabe preguntarse por qué son menos intensas estas pasiones que tienen al orgasmo como
meta que las pasiones que están vinculadas a la autoconservación. Precisamente, dice Burke, porque la
ausencia de este tipo de goce tan grande raramente causa malestar. Lo mismo va a decir del amor. Es
interesante, no sólo la desasociación entre sexo y muerte, sino también la desasociación entre sexo y amor.
Son análogos pero no son lo mismo. La petit morte del orgasmo, entonces, no está asociada –en la teoría
burkeana- a las pasiones relacionadas con la muerte, pero tampoco el amor está relacionado con las pasiones
vinculadas al sexo. La pérdida del objeto del amor afecta, dice Burke, pero al igual que lo que pasaba con la
pérdida del objeto del placer, que causaba pesar, y su recuperación, alegría, la pérdida del objeto del amor
produce un pesar, que es un dolor relativo y no un dolor independiente (en cambio, la idea de la muerte
produce un dolor positivo: independiente). Y tampoco el amor está relacionado a la muerte sino a lo social, al
asociarse, al acoplarse. En este sentido, también es menos intenso. Uno diría, burkeanamente, nadie muere de
amor. Y tampoco nadie muere por falta de sexo. En todo caso, se busca el sexo por el placer y se busca el
amor por el placer; pero se podría vivir en soledad –que es lo contrario de la sociedad-. Salvo que, Burke va a
decir, la soledad es abominable, insoportable y muy parecida a la muerte. Podemos pensar que la falta de
sexo y la falta de amor, aun cuando sean distintos, generan una soledad que se parece a la muerte. Pero no es
lo mismo, en términos de intensidad, que la idea de la muerte. Nadie teme a la falta de sexo y a la falta de
amor como teme a la enfermedad que desemboca en la muerte. En todo caso, es displacentero, es feo, es
triste, es insoportablemente aburrido carecer de sexo y de amor. Pero no produce, como idea, la presencia de
The King of Terrors.
Así, para Burke, tampoco la pérdida del objeto de placer relativo que está asociada al sexo y al amor,
que son distintos, puede llevar a la locura. No sólo el sexo o el amor no están relacionados con la muerte sino
tampoco con la locura. Las pasiones que pertenecen a la sociedad se relacionan por eso con lo bello, y no con
lo sublime. Podemos decir: el sexo está cerca de la belleza, el amor también, pero ninguno de los dos está

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cerca de lo sublime, porque no están asociados –en Burke- con la intensidad propia del terror que provoca la
idea de la muerte. Se trata siempre de placeres, en lugar de dolores. En lo bello prima la idea del placer. Y las
promesas de placer que traen el sexo y el amor permiten entender la intensidad de esas promesas como
belleza, es decir, según la categoría de lo bello, y no según la de lo sublime.
La concepción de lo sublime, por su intensidad, es más acabada como categoría estética, que la de la
belleza. Burke tiene que explicar la belleza por analogía. Es un sentimiento que se parece al sexo y al amor.
La promesa de placer relativo –de deleite- que prometen el sexo y el amor provocan en nosotros un cambio
del estado de indiferencia; pero no es tan intenso como el cambio de estado, en términos de intensidad, que
provoca la presencia de la muerte. Siempre estamos hablando en términos de intensidad: la promesa de placer
máximo es menos intensa que la promesa de dolor máximo. Lo sublime está relacionado con el terror y lo
bello con el orgasmo. Se trataría siempre de sentimientos, emociones, pasiones que están asociadas por una
meta: la autoconservación o la sociedad, que es diferente en términos de intensidad. Por eso el parámetro
para entender la experiencia estética es, en esos términos de intensidad, lo sublime, y no lo bello. En la clase
que viene vamos a ver cómo Kant invierte esta relación; va a empezar a teorizar por lo bello, y no por lo
sublime.
En cuanto al segundo tipo de pasiones, aquellas vinculadas a la sociedad en general, dice lo siguiente.
La sociedad en general no nos hace gozar de ningún placer verdadero, de ningún placer positivo. Sería el
caso de aquello que suscita el tipo de emoción más bajo que puede suscitar una emoción estética. Ahora bien,
la soledad total, que es lo contrario de la sociedad, del hecho de vivir en una sociedad, la exclusión perpetua
de la sociedad, es el máximo dolor que el hombre puede concebir fuera de la muerte (p. 33). Cuando en la
experiencia de la belleza aparece un objeto que nos produce un sentimiento por el cual decimos “esto es
bello” y ese sentimiento es más débil que el que puede suscitarnos otro objeto, esa diferencia en cuanto a la
intensidad, esa debilidad de las pasiones que se relacionan con la sociedad en general y no con la sociedad de
los sexos, se debe a que el objeto, siendo relativamente familiar -o familiar-, se presenta como si fuera
momentáneamente extraño. Por ejemplo, si alguien pone unas flores en este escritorio por primera vez, yo
puedo llegar a decir “qué bello”; pero si acá hubiera instalado un jarrón con flores, siempre las mismas,
cambiadas diariamente por alguien todas las mañanas, y cuando uno llega a la tres de la tarde las ve siempre
en el mismo estado -porque a esa hora ya se han abierto hasta el mismo punto- va a llegar un momento en
que van a pasar desapercibidas. Ahora bien, si en determinado momento dejan de estar, me voy a dar cuenta.
Y cuando las vuelvan a poner, exactamente como estuvieron siempre, es muy posible que yo vuelva a fijar la
atención en las flores y diga “qué bellas”. Mientras las flores están, estoy actuando –sin saberlo- como si la
ausencia de esas flores pudiera causarme algún dolor; o sea, si algún día dejaran de poner esas flores allí, yo
diría que siento su ausencia, pero mientras están, me parecen siempre las mismas, aunque no puedan serlo.

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Entonces, el placer estético que se mide por pasiones propias de la sociedad en general refiere a las de
más baja intensidad dentro de las intensidades que se pueden medir en términos de sentimiento estético. Es
decir, me placen; pero me doy mejor cuenta de que son placenteras cuando faltan que cuando están. Que a
nadie le pase esto con el objeto de amor, pero podría llegar a pasarle cuando el objeto de amor se vuelve
familiar y deja de ser visto como si fuera algo que posee la cualidad de la belleza. Burke utiliza el ejemplo de
la cercanía de los animales. Hay cierto tipo de compañía de objetos y de animales que se busca por la belleza
y, sólo por la belleza. Es la razón por la cual se decoran las mesas con flores, o se ponen flores en ceremonias
importantes. El problema es que produce un placer que sólo se puede medir como tal en función de que, si no
estuvieran, la realidad sería deficitaria. Pero no porque producen, por su sola presencia, un placer tan intenso
como aquello que hace que uno diga “qué bello” y le suscita una emoción que se puede medir según pasiones
de la sociedad de los sexos, es decir, el orgasmo o el amor. En lo bello, podríamos decir, hay intensidades: un
juicio estético que se mide por las pasiones de la sociedad de los sexos y un juicio estético que se mide por
las pasiones de la sociedad en general.
Es decir, hay una gradación en la escala de la intensidad para medir las emociones estéticas desde lo
sublime hasta lo bello, y dentro de lo bello, hay emociones más fuertes y más débiles, en términos empiristas
–los términos de comparación para esa debilidad o fortaleza son, precisamente, los de las pasiones que tienen
por meta la sociedad de los sexos y las pasiones que tienen por meta la sociedad en general.
El juicio –que, de acuerdo con el “Discurso Preliminar”, es equivalente al gusto: tener gusto es tener
juicio y tener juicio es tener gusto- es lo único enteramente individual. Es decir, tampoco Burke necesita
definir este concepto (juicio) como algo distinto del gusto. El gusto es una facultad, o conjunto de facultades,
dice él, que se forja a través de un proceso de autoilustración. No hay nada del orden de lo misterioso en el
gusto; no hay nada del orden de lo inefable e intransferible, sino que lo que llamamos gusto es una
construcción que hace cada sujeto a partir de algo que es común: lo más común de todo son los sentidos,
aunque también es común la imaginación que, si bien no hace en todos los sujetos las mismas combinatorias,
se rige por los mismos principios: semejanza y diferencia.
El juicio depende de la educación –es decir, de la autoeducación-. Pero no se trata, en Burke, de una
perspectiva como podría ser la kantiana (la del último Kant, el de los escritos de filosofía de la historia), es
decir, una perspectiva del ciudadano del mundo, una perspectiva cosmopolita, sino de una perspectiva
estrictamente individual. Tiene más gusto aquel sujeto que, de acuerdo a su biografía, ha frecuentado más
objetos que otro. Uno podría decir lo contrario: tiene más conocimiento del mundo, en lugar de más gusto.
Precisamente cuando llegamos a la instancia del gusto juega un papel importante cuánto ha ampliado el
sujeto su perspectiva sobre la realidad, es decir, cuántos objetos y cuánta cantidad y variedad de objetos ha
frecuentado para hablar en él de un gusto. Si alguien tiene un gusto –decimos: es su gusto, por ejemplo- es

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precisamente porque todo lo que en algún momento ha sido objeto de su curiosidad ha dejado en él algún tipo
de huella, por la cual en una instancia posterior es capaz de discernir, de usar la imaginación, de un modo
menos estándar que precisamente quien no ha ampliado su perspectiva sobre el mundo, no ha frecuentado
tantos objetos, y vive restringido, como los animales, a su medio práctico, un medio que no tiene un
horizonte de mundo demasiado amplio.
En este sentido, podríamos decir que la de Burke es una perspectiva liberal e ilustrada, pero diferente
a la perspectiva liberal e ilustrada que veremos en la clase que viene en Kant. El refinamiento de las propias
facultades -que son facultades comunes también en Burke, los sentidos y la imaginación- depende de la
ampliación del juicio por la vía del conocimiento. Es decir, para Burke tener gusto no depende de ampliar la
curiosidad –como quien dice, devenir snob- sino, al revés, de ampliar el conocimiento: en la medida en que
tengamos más conocimiento, nuestro gusto va a ser más refinado, más exquisito; más difícil. Cuanto más
difícil es que nos guste algo, cuanto menos curiosos seamos gracias al conocimiento, y no gracias a la
pedantería -por eso digo que es una perspectiva liberal ilustrada: no hay condolencias por la pérdida de la
curiosidad-, cuanto más difícil nos sea que algo se nos presente bajo el signo de la novedad, más refinado,
más difícil, más complicado, más histérico, será nuestro gusto.
El refinamiento del gusto deviene de la capacidad de restringirlo: no por coartarlo y volverse
amargado, sino por volverse ilustrado. Si en el curso de la vida se adquiere más conocimiento, al sujeto
adulto no le puede gustar lo mismo que cuando era niño. Quien conserva sus gustos infantiles es porque no se
ha separado de su círculo familiar, su círculo de pertenencia, y ha tendido a repetir en todos los mundos que
frecuenta las opciones que se le han dado en su mundo de pertenencia. Sería el caso del turista de clase alta –
o el ejecutivo de empresa- que va siempre al Hilton (o a un hotel de cinco estrellas). Ese consumidor quiere
tener los mismos servicios en Egipto que en Nueva York, en París que en Madrid, en Argentina que en
Groenlandia. Se restringe la experiencia, en ese sentido, en la medida en que alguien –contratando los
servicios de la empresa Hilton u otra equivalente- busca estereotiparla.
El conocimiento, que aumenta con la edad, Burke lo asocia al gusto no sostener que lo restringe, sino
que lo refina. Refinar el gusto no es lo mismo que templarlo –o atrofiarlo- sino lo mismo que sofisticarlo.
Para un ilustrado, no hay posibilidad de que el conocimiento arruine el gusto. Refinar el gusto no es
arruinarlo. Comer comidas de sabores exóticos –hay muchos ejemplos en Burke que provienen del mundo
culinario y gastronómico, incluyendo los vinos- amplía el conocimiento del propio paladar –gusto y paladar
están muy relacionados etimológicamente-, y no hace perder la capacidad de gustar. Lo agrio, para Burke –
por eso el ejemplo del vino- es el caso de un sabor que algunos paladares rechazan. Ahora bien, poder
incorporar lo agrio al paladar implica poder educarlo para cierto tipo de sabores, que para ese mismo sujeto,
en estado infantil, serían intolerables. Hay que aprender a tomar vino. Con este aprendizaje no se fomenta el

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alcoholismo, sino todo lo contrario: la condición de sommelier. Refinar el paladar sería todo lo contrario de
abrirlo a cualquier tipo de sabor. Ponerle límites a ciertos sabores porque son más fáciles que otros implica
tener un conocimiento acerca de los sabores que, para un ilustrado como Burke, amplían el gusto (como lo
agrio), en lugar de restringirlo.
El gusto es, así, todo lo contrario de la curiosidad; es todo lo contrario de la apetencia omnívora
infantil. Se trata de encontrar en el conocimiento el umbral para el gusto, para el placer estético, y no la
restricción para ese placer.
De ahí que sea tan central en Burke, igual que en Hume, el problema de la autoeducación: la
autoeducación (de acuerdo con la máxima “sapere aude”) es la matriz liberal de la estética ilustrada. Los
sujetos deben cultivarse ellos mismos y a sí mismos –sin más autoridad que la del crítico erudito, en el caso
de Hume- para llegar a tener un gusto propio. Quien lee más enciclopedias de viajes tiene más capacidad para
ver las pirámides el día que vaya a Egipto que quien no tiene idea ni de que existen las pirámides ni de que
una pirámide puede ser bella o sublime (ejemplo que usará Kant en la Crítica del Juicio). Podríamos pensar,
si no, ¿qué puede tener de atractivo viajar hasta Egipto para ver una pirámide, si es una mole de material
compacto, sin ninguna cualidad? o ¿por qué su tamaño despertaría en mí un juicio estético? Estas serían
autopreguntas de quien no se autoilustrara sobre la historia de otras culturas que no sean la propia. La estética
de Burke, en lo que tiene de ilustrada, plantearía que quien frecuenta en su vida una mayor cantidad de
objetos tiene una mayor capacidad de juicio.
Pero para fundamentar el juicio estético como autoilustración (y como una autoilustración que se
amplía en el curso de una vida individual) tiene que haber en el sujeto algo más estable que la curiosidad, y
eso más estable son las pasiones. Todas nuestras pasiones, dice Burke, cualesquiera fueren, desembocan en
dos metas o puntos clave: la autoconservación, cuyo contrario es la muerte, y la sociedad, cuyo contrario es
la soledad. Todas las pasiones, entonces, tienen como meta la autoconservación o la sociedad. Y si para
entender lo que es el placer no hay que escindirlo del dolor, de igual modo, para entender qué es la
autoconservación no hay que escindirla de su contrario, la muerte; y para entender lo que es la sociedad no
hay que escindirla de su contrario, la soledad. La idea de sociedad está relacionada con vivir entre seres
humanos, y lo contrario de la sociedad es estar totalmente aislado (la soledad).

Para introducirnos, ahora, a la estética kantiana, y leerla en lo que tiene de filosofía trascendental de la
ilustración (por contraste con la ilustración empirista), vamos a empezar a trabajar con la Introducción de la
Crítica del Juicio. Vamos a leer, en total, los primeros 29 parágrafos de la Crítica del Juicio. Ustedes verán
estos parágrafos, completos, con detalle, en los trabajos prácticos, en los cuales les van a dedicar varias clases
a su análisis. Yo voy a desarrollarlos hoy sólo en relación a la problemática del programa. Tengan en cuenta

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que García Morente, en la traducción que voy a utilizar, traduce como “Juicio”, con mayúscula, la palabra
Urteilskraft, que en otras traducciones, con más criterio, traducen como “facultad de juzgar”: -kraft puede
traducirse como “fuerza”, “capacidad” o “facultad”. A su vez, cuando García Morente usa la palabra “juicio”,
con minúscula, se refiere a lo que entendemos habitualmente como un juicio, es decir, un enunciado que tiene
la forma “s es p”.
Dice Kant, en el Prólogo, que el Juicio, en el orden de las facultades, es un término medio entre el
entendimiento y la razón. El entendimiento, la facultad de los conceptos, tiene su propia esfera en la facultad
de conocer (que encierra principios de conocimiento constitutivos a priori) fundamentada en la Crítica de la
razón pura. La razón, la facultad de las ideas, que no encierra principios constitutivos a priori más que en
relación a la facultad de desear -recordemos que esta es la facultad que aspira a conocer lo que sólo se puede
pensar, lo incondicionado: las ideas de mundo, Dios y alma (o, diríamos hoy, en lugar de alma, yo)-
encuentra su esfera propia en la Crítica de la razón práctica.
Es decir, en el juego de las facultades, la facultad de juzgar es mediadora. Es una facultad de
aplicación, dice también Kant en el Prólogo y en la Introducción de la Crítica del Juicio. Dentro del sistema
de las Críticas, la Crítica del Juicio es aquella que le hace falta escribir para mediar entre la Crítica de la
razón pura y la Crítica de la razón práctica; entre la facultad de los conceptos, dice él, y la facultad de las
ideas; entre el entendimiento y la razón, que tuvieron su fundamentación en cada una de las Críticas
anteriores.
Al hacer esta recuperación de las Críticas anteriores en el comienzo de la Crítica del Juicio, Kant
establece la diversidad y la especificidad de la facultad de juzgar. El juicio es una facultad de aplicación; pero
no aplica a los conceptos para constituir un objeto, como sucede en los juicios de conocimiento, sino para
buscar una regla no objetiva. En relación al uso de la facultad del Juicio, no hay necesidad, sino libertad. La
facultad del Juicio tiene un grado de libertad, en su aplicación, que no tienen las facultades a las cuales Kant
les ha dedicado las otras dos Críticas. En el ámbito de aplicación del Juicio existe algo que Kant denomina
perplejidad: tanto en el juicio teleológico, por el cual se construyen hipótesis acerca de la naturaleza
entendida como un sistema –de ahí el concepto de teleología: una naturaleza a la que los científicos la
piensan organizada como si una mente ordenadora hubiera puesto en ella un orden para que el hombre lo
conozca en el modo de leyes científicas-, como en el juicio estético, del que nos vamos a ocupar en la clase
de hoy, refiriéndonos a sus dos momentos: la Analítica de lo bello y la Analítica de lo sublime.
De todos modos, de lo que se trata en el juicio estético –como variedad de los juicios reflexionantes:
la otra variedad son los juicios teleológicos- no es de aplicar los conceptos –como en los juicios
determinantes, los juicios de conocimiento-, sino de buscar una regla que no está dada. Por lo tanto, en esa
búsqueda hay una perplejidad que está relacionada con la libertad que se tiene en la aplicación del Juicio

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como facultad. No es una aplicación enteramente a priori. La regla que se busca no es enteramente objetiva
sino que puede ser subjetiva, sobre todo, en el juicio estético, en el cual hay más libertad que en el juicio
teleológico.
La perplejidad, que causa la búsqueda de un principio que puede no ser objetivo sino subjetivo –en
principio, no se sabe-, se encuentra, sobre todo, en los juicios estéticos, más que en los juicios teleológicos.
Hay más libertad (en el uso de las facultades de conocimiento) en los juicios estéticos; pero ambos, no
obstante, son juicios reflexionantes, y no juicios determinantes: el concepto no está dado. Y en la medida en
que en el juicio estético hay más libertad (que en el juico teleológico) respecto del concepto, se crean las
condiciones para que aparezca (en lugar del conocimiento: “Esto es X [el concepto del objeto]”) un
sentimiento de placer o dolor (“Esto es bello” o “esto es sublime” [qué es el objeto queda, por un instante, sin
determinar]).
Dice Kant en el primer párrafo del punto IV de la Introducción a la Crítica del Juicio:
El Juicio, en general, es la facultad de pensar lo particular como contenido en lo universal. Si lo universal (la
regla, el principio, la ley) es dado, el Juicio, que subsume en él lo particular […] es determinante. Pero si sólo
lo particular es dado, sobre el cual él debe encontrar lo universal, entonces el juicio es solamente
reflexionante.
Kant, I., Crítica del Juicio, trad. M. García Morente, Madrid, Espasa Calpe, 3ª. ed., 1984, p. 78 [esta
paginación no se corresponde con la de las reediciones posteriores que hace de esta misma traducción
la editorial Espasa Calpe: se trata de una edición de bolsillo, que salió como “volumen extra” y ya no
se consigue en librerías de viejo]

De lo que se trata, al hacer esta presentación tan general, es de intentar entender, dentro del concierto
de las facultades kantianas, qué lugar ocupa la Crítica del Juicio y qué es lo que habilita que aparezca, ya en
el primer parágrafo del primer momento de la Analítica de lo bello, la figura del sentimiento de placer y
dolor.
Uno podría decir que el problema de la Crítica del Juicio, en lo que respecta al juicio estético, es la
relación entre apriorismo y placer: ¿cómo un sujeto, con las facultades de conocimiento, experimenta algo
que no es conocimiento sino placer?
El problema se podría plantear también en los términos en los que lo plantea Adorno, en el capítulo 1
de Teoría estética, para referirse a la Crítica del Juicio como una obra que entra en dialéctica con la teoría
más opuesta a ella, la teoría psicoanalítica del arte: el problema del juicio estético es el del hedonismo
castrado; si lo interesante (lo que place a los sentidos) puede ser contemplado de manera desinteresada, es
porque media la castración.
El hedonismo castrado es una crítica a la estética kantiana, pero encierra un profundo elogio hacia ella

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de parte de Adorno, porque le reconoce haber creado un umbral para el goce estético: tiene que haber una
restricción para que el placer estético sea un comportamiento burgués distinto de la mera apetencia burguesa.
Dice Adorno:

Paradójicamente, la estética se le convierte a Kant en un hedonismo castrado, en un placer sin placer,


igualmente injusto con la experiencia artística (en la que el agrado tiene un lugar, pero no es en absoluto el todo) y
con el interés corporal, con las necesidades reprimidas y no satisfechas, que también vibran en su negación estética y
hacen de las figuras algo más que modelos vacíos. [Adorno, T. W., Teoría estética, Obra completa 7, trad. Jorge
Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, p. 23]

Hay, entonces, una necesidad, de parte de Kant, de establecer un límite -un umbral- a partir del cual
exista una experiencia que sea placer estético como algo diferenciado del mero deleite, de la mera sensación
de lo agradable. Pero, de todos modos, podríamos entender qué es lo que responde la Crítica del Juicio,
entendiendo primero qué es aquello de lo cual debe dar cuenta un filósofo trascendental cuando se enfrenta al
problema del placer.
En este sentido, al final de la fundamentación del juicio estético, Kant le dedica un reconocimiento a
Burke, diciendo que el punto de vista fisiológico, presente en la Indagación sobre el origen de nuestras ideas
de lo sublime y de lo bello, es un gran aporte para la antropología, no para la filosofía trascendental, en la
medida en que ese punto de vista fisiológico se concentra en lo que podríamos llamar el aparato sentimental
del sujeto -las pasiones- y no en cuáles son las condiciones de posibilidad –el uso específico y modificado de
las facultades de conocimiento- para que exista el placer propio de lo sublime y de lo bello. La crítica de
Kant a la fisiología burkeana la van a encontrar en la Nota general a la exposición de los juicios estéticos
reflexionantes que está después del parágrafo 29 (y antes del 30) de la Crítica del Juicio. Esta Nota no está
numerada como parágrafo.1

Ahora se puede comparar con la exposición trascendental, hasta aquí llevada, de los juicios estéticos, la
fisiológica, como la han trabajado un Burke y muchos hombres penetrantes, entre nosotros, para ver adónde
conduce una exposición meramente empírica de lo sublime y lo bello. Burke, que, en ese modo de tratarla,
merece ser nombrado como el autor más distinguido, consigue, por ese camino (…), la solución siguiente…:
“que el sentimiento de lo sublime se funda en el instinto de conservación y en el miedo, es decir, en un dolor
que, como no llega hasta la verdadera alteración de las partes del cuerpo, produce movimientos que,
limpiando los vasos más finos, o los más groseros, de obstrucciones peligrosas o pesadas, se encuentran en
estado de excitar sensaciones agradables, no ciertamente placer, sino una especie de temblor satisfactorio,

1
En la edición moderna de Austral con la traducción de Manuel García Morente la página de dicho apartado es 214.

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cierta paz que está mezclada con terror”.
Lo bello, que él funda en el amor (del cual, sin embargo, quiere considerar el deseo como separado), lo reduce
(…) a “el relajamiento, la distensión y embotamiento de las fibras del cuerpo, y, por tanto, un enternecimiento,
desenlace, agotamiento; un sumirse, agonizar y disolverse de placeres”.

En este fragmento, se ve cuál es la reconstrucción de los argumentos burkeanos que hace Kant,
después de decir que es el autor más distinguido de entre los que hacen planteos fisiológicos. Se trata de una
crítica, pero es una crítica a modo de elogio: una crítica al mejor de los fisiólogos.
Más allá de que lo que Kant presenta como una explicación puramente fisiológica (casi médica) es
una visión maquínica del cuerpo (una reducción de su funcionamiento a los estados de tensión y relajación,
sístole y diástole, digamos) se trataría -en términos de reconocimiento a Burke y, a la vez, de crítica- de
mostrar que, si la diferencia es la intensidad, lo que vale para lo sublime vale también para lo bello: se
acelera el ritmo cardíaco, la sangre es bombeada con mayor celeridad y, una vez que se obtiene el placer, se
produce la operación inversa, con lo cual el cuerpo se relaja.
De todas maneras, el problema, para Kant, no es la explicación fisiológica (que puede ser
perfectamente plausible, como explicación médica), sino cómo se justifica en términos trascendentales:

Y después justifica ese modo de explicación, no sólo en casos en que la imaginación se une al
entendimiento, sino incluso en otros en que se une a una sensación de los sentidos, para despertar en
nosotros tanto el sentimiento de lo bello como el de lo sublime. Como observaciones psicológicas, esos
análisis de los fenómenos de nuestro espíritu son grandemente hermosos, y proporcionan rica materia a
las investigaciones preferidas de la antropología empírica. No se puede tampoco negar que todas
nuestras representaciones, sean, del punto de vista objetivo, solamente sensibles, o sean totalmente
intelectuales, pueden, sin embargo, subjetivamente, ir unidas con deleite o con dolor, por muy poco que
se noten ambos (porque ellas afectan del todo el sentimiento de la vida, y ninguna de ellas, en cuanto es
modificación del sujeto, puede ser indiferente), y hasta que, como opinaba Epicuro, el placer y el dolor
son siempre, en último término, corporales, aunque partan de la imagen y hasta de representaciones del
entendimiento, porque la vida, sin sentimiento del órgano corporal, es sólo conciencia de la propia
existencia, pero no sentimiento del bienestar o malestar, es decir, de la excitación, de la suspensión de
las facultades vitales, pues el espíritu, por sí solo, es todo vida (el principio mismo de la vida), y las
resistencias, las excitaciones, hay que buscarlas fuera de él, y, sin embargo, en el hombre mismo, por
tanto, en la unión con su cuerpo.

La explicación de cómo las representaciones se pueden unir con placer y dolor, como explicación
fisiológica, podría ser plausible, en la medida en que el sentimiento mismo de la vida –en los términos

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epicúreos que Kant cita- pasa por el cuerpo. Incluso lo intelectual, en la medida en que lo experimenta un
sujeto vivo –un ser humano de carne y hueso- está unido con su cuerpo. Por lo tanto, Burke ha hecho una
notable contribución a la antropología. El último Kant, de hecho, escribe una Antropología en sentido
pragmático, porque está interesado en un estudio sobre la parte empírica del sujeto humano, al que ya ha
estudiado en tanto sujeto trascendental.
La reconstrucción de la estética burkeana Kant la hace con las mismas facultades de su propia
fundamentación de lo sublime y de lo bello: el entendimiento y la imaginación. Como si, de alguna manera,
la estética fisiológica fuera fisiológica sólo desde el punto de vista trascendental. Sólo porque hubo después
de Burke un punto de vista trascendental se puede decir que el punto de vista burkeano es fisiológico. Lo
fisiológico burkeano está leído como tal en clave kantiana. No nos olvidemos que esta crítica –y elogio- a
Burke es la culminación de la analítica de lo sublime, es decir, Kant ya expuso la analítica de lo bello y de lo
sublime. Al final, justamente, aparece la insuficiencia del punto de vista fisiológico. Esa insuficiencia, en
última instancia, es que Burke no tiene una teoría general de los juicios en la que los juicios sobre lo bello y
lo sublime puedan ser delimitados por otros tipos de juicio. Lo que en Burke es indiferencia (como grado
cero de la experiencia estética), en Kant es conocimiento. Pero Kant tiene una teoría del conocimiento y una
ética, además de una estética. Por lo tanto, lo bello es distinto de lo agradable y de lo bueno. Lo sublime es
distinto de lo terrible, de lo monstruoso y de lo colosal. Pero se trata de diferencias al interior de una teoría
general de los juicios que, por no tener Burke la suya, no puede fundamentarla de un modo que no sea
empirista-psicológico. Es cierto que él habla de placer relativo (deleite), de dolor relativo (que lo llama de
distintas maneras, pero la más fuerte de las tres es el pesar), como placeres y dolores distintos del placer y el
dolor positivos (o verdaderos), pero de todas maneras no hay categorías estéticas en Burke (de lo bello y de
lo sublime) que se delimiten entre sí por el estado de las facultades de conocimiento (facultades que
funcionan, en el gusto, de un modo distinto que en el conocimiento), como va a pasar con las categorías
kantianas.
La diferencia de intensidad entre lo sublime y lo bello, en Kant, no se debe a que haya una idea
distinta asociada a la emoción (la muerte o la soledad), sino que se produce ese tipo de placer (positivo, en lo
bello y negativo, en lo sublime) en la medida en que las facultades del sujeto se relacionan entre sí de una
manera diferente. La diferencia radica en que las facultades tienden a la concordancia en lo bello (entre la
imaginación y el entendimiento) o a la disonancia -al desacuerdo- en lo sublime (entre la razón y la
imaginación). Se trataría, para Kant, de fundamentar el placer en el uso libre de las facultades de
conocimiento y no en una idea (idea en sentido empirista: la idea de muerte, para lo sublime, o la idea de
orgasmo, para lo bello) que está asociada al objeto que produce una emoción con distinto grado de
intensidad. Si no, uno podría pensar que, efectivamente, sea lo bello o lo sublime de lo que se trata en cada

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caso, siempre se trata de una descarga corporal: un simple esquema de tensión y relajación. Así, poco
importaría si se trata de lo bello o de lo sublime, salvo por la variación de intensidad.

Pero si la satisfacción en el objeto se funda únicamente en el hecho de que éste mediante encanto o emoción,
entonces no se puede exigir a ninguna otra persona que esté de acuerdo con el juicio estético que enunciamos,
pues sobre eso, cada uno interroga, con razón, sólo su sentido privado.

Los argumentos anteriores de Kant son relevantes para la crítica al punto de vista fisiológico en
estética, pero el que acaba de decir es clave para no adoptarlo, en la medida en que lo más problemático de
toda fisiología es el subjetivismo de su idea del juicio. El problema del juicio, entendido a la manera
fisiológica, es que queda restringido a la esfera privada. Y no sólo a la esfera privada entendida como el
ámbito de los salones (el círculo cerrado de los pares), sino a la inefabilidad de la experiencia. Es decir,
cuando alguien interroga a otro respecto de cómo experimenta determinado objeto, el otro responde “bello”,
y con “bello” quiere decir algo que, en última instancia, resulta intransferible como experiencia del orden de
la intensidad. Dice en lenguaje universal –la palabra “bello”- algo estrictamente particular –su sentimiento,
en ese instante, de que algo es bello-. Así lo planteaba Hume: lo que se discute como problema del gusto es
qué quiere decir “bello” para cada interlocutor. Porque, en última instancia, de lo que se trata en el punto de
vista fisiológico es de algo para lo cual el lenguaje, incluso el lenguaje más refinado, sería insuficiente. Uno
podría preguntarse si la relajación posterior a la obtención del placer ha sido bien descrita. Pero esa
descripción, en tanto buena descripción, está relacionada sólo con la cultura y la facilidad de palabra. O, si
no, con la familiaridad que tengamos con la persona con la que estamos hablando, que nos permite saber que
está siendo sincera respecto de la intensidad de su experiencia. Pero se trataría, en última instancia, de algo
que queda en foro interno en cuanto a su carácter experiencial. Continúo con la cita:

Pero entonces toda censura del gusto cesa también totalmente, pues habría que hacer del ejemplo que otros
dan, por la concordancia casual de sus juicios, una orden de aplauso para nosotros, y contra este principio,
sin embargo, nos alzaríamos probablemente y apelaríamos al derecho natural de someter el juicio que
descansa en el sentimiento inmediato de la propia satisfacción a nuestro sentido propio y no al de otros.

Si nosotros quisiéramos compartir el juicio, cuando la experiencia no la sentimos del modo en que
nos es comunicada (como bella o sublime), tendríamos que plegarnos a él como algo arbitrario, bajo el modo
de la autoridad: me debe gustar lo que le gusta a otro o a otros. Pero si, así y todo, uno quisiera entender lo
que se nos acaba de comunicar como bello o como sublime, entonces, apelaríamos a la comparación con
estados similares de parte nuestra en nuestra propia experiencia pasada. En ese caso, estaríamos, de algún

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modo, estableciendo un parámetro que siempre sería un parámetro relativo a nosotros. La comparación con
los propios parámetros de intensidad tendría el mismo problema que el caso del término medio aristotélico: si
yo comparo la valentía ajena con la mía propia, la comparo de acuerdo con mis propios extremos (la cobardía
y la temeridad eran los extremos respecto de la valentía como término medio relativo al sujeto). ¿A qué
distancia de estos dos extremos está mi término medio? (se trata de un ejemplo pedagógico, nada más). Es
decir, la comparación empática con la propia experiencia, para comprender el juicio ajeno, siempre es
problemática.
En el párrafo siguiente aparece una categoría muy vinculada con el Kant de los escritos políticos y de
filosofía de la historia: la categoría de pluralismo.

Así, pues, si el juicio de gusto no ha de valer como egoísta, sino que, según su naturaleza interior, es decir, por
sí mismo y no por los ejemplos que otros dan de su gusto [porque en el caso anterior, el de la comparación de la
experiencia del otro con mi propia experiencia, seguiríamos en una perspectiva egoísta], ha de valer
necesariamente como pluralista;

Aún cuando, en la estética fisiológica, yo compare los juicios ajenos con mis juicios propios, esos
juicios tendrían siempre una perspectiva egoísta y no pluralista. La perspectiva pluralista, en Kant, es siempre
una perspectiva de lo trascendental y no una perspectiva del consenso (el juicio privado de X se compara con
el juicio privado de Y y, entonces, lo que obtenemos es un principio de acuerdo acerca de qué es lo que ha
sentido cada uno). El consenso resultaría de la comparación de los egoísmos individuales. En la Crítica del
Juicio, en cambio, el pluralismo es una perspectiva trascendental y no empírica (ni siquiera es pragmática,
que es el punto de vista mixto –entre empírico y trascendental- que desarrolla el último Kant, por el cual la
situación histórica ilustrada –como situación empírica- debe ser vista con la perspectiva del ciudadano del
mundo –como idea regulativa-).
La categoría de pluralismo estético Kant la utiliza en la Antropología en sentido pragmático. En esta
obra, en el parágrafo 2 (“Del egoísmo”), describe tres tipos de egoísta:

El egoísta lógico tiene por innecesario contrastar el propio juicio apelando al entendimiento de los demás,
exactamente como si no necesitase para nada de esta piedra de toque (…) Pero es tan cierto que no podemos
prescindir de este medio para asegurarnos de la verdad de nuestros juicios, que acaso es ésta la razón más
importante por la que el público docto clama tan insistentemente por la libertad de imprenta (…)
El egoísta estético es aquel al que le basta su propio gusto, por malo que los demás puedan encontrarlo o por
mucho que puedan censurar o hasta ridiculizar sus versos, cuadros, música, etc. Este egoísta se priva a sí
mismo de progresar y mejorar, aislándose con su propio juicio, aplaudiéndose a sí mismo y buscando sólo en

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sí la piedra de toque de lo bello en el arte.
Finalmente, el egoísta moral es aquel que reduce todos los fines a sí mismo, que no ve más provecho que el
que hay en lo que le aprovecha, y que incluso como eudemonista pone meramente en el provecho y en la
propia felicidad –no en la idea del deber- el supremo fundamento determinante de su voluntad (…)
Al egoísmo sólo puede oponérsele el pluralismo, esto es, aquel modo de pensar que consiste en considerarse ni
conducirse como encerrando en el propio yo el mundo entero, sino como un simple ciudadano del mundo.
(Kant, I., Antropología en sentido pragmático, trad. José Gaos, Madrid, Alianza, 1991, Libro Primero,
# 2, pp. 17-19)

El pluralismo, como salida del egoísmo, la propicia el propio egoísmo. Kant, en el aspecto político, es
liberal. La penuria que traería el egoísmo hace que los hombres comparen los juicios, como parte de la
“insociable sociabilidad” que da origen a la sociedad civil. El pluralismo de la Crítica del Juicio no es un
pluralismo liberal- político, sino un pluralismo filosófico –aunque con una raíz político-utópica- que
podríamos llamarlo trascendental. Recordemos que Kant –volviendo al texto de la Crítica del Juicio- está
diferenciando el punto de vista trascendental del punto de vista empírico. Sigo la cita de la Crítica del Juicio
donde la había dejado:

si se le estima de tal modo que se pueda pedir al mismo tiempo que cada cual deba adherirse a él [al
juicio de gusto], entonces tiene que tener a su base algún principio a priori (subjetivo u objetivo), al cual
no se puede llegar nunca acechando leyes empíricas de modificaciones del espíritu, porque éstas no dan a
conocer más que cómo se juzga, pero no mandan cómo se debe juzgar, y aún de tal modo, que la ley sea
incondicionada; esto es lo que los juicios de gusto presuponen al pretender que la satisfacción vaya
inmediatamente unida con una representación.

El pluralismo no es algo que esté en la voluntad de los sujetos empíricos, como si ellos, por su solo
grado de ilustración, quisieran compartir sus juicios egoístas para salir del egoísmo, sino algo intrínseco al
juicio estético. Esta es la verdadera revolución kantiana en materia de estética liberal: aspirar a compartir los
juicios estéticos no depende del nivel de educación y refinamiento de cada sujeto empírico ilustrado -por más
que, efectivamente, la época ilustrada así lo demande-, sino del tipo de universalidad y del tipo de modalidad
que tienen esos juicios (de acuerdo con el segundo y el cuarto momento de la Analítica de lo bello).
Independientemente de que cada sujeto empírico tenga distinta voluntad de compartir sus juicios (y de que
muchos lo hagan simplemente para mostrar su grado de ilustración y sociabilidad), el pluralismo pertenece
intrínsecamente al juicio estético. Es una propiedad de los juicios estéticos, y no algo que dependa del sujeto
empírico que los enuncia en sociedad.

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Este matiz es fundamental para diferenciar el punto de vista fisiológico del punto de vista
trascendental. El pluralismo, de acuerdo con la Crítica del Juicio, no radica en la educación del sujeto
individual, como en Burke, sino en las condiciones de posibilidad del juicio estético. En el punto de vista
fisiológico, el sujeto puede compartir el juicio egoísta, en todo caso, para salir de su egoísmo y ejercer así su
condición ilustrada. Pero no porque comparta el juicio con otros sujetos deja de ser egoísta. El juicio estético,
en la fundamentación fisiológica, es egoísta, aunque el sujeto sea pluralista, y se comporte de manera
pluralista, al querer compartirlo. El juicio estético de un sujeto pluralista, fisiológicamente explicado, siempre
es explicado como un juicio egoísta que busca ser comparado con otros juicios egoístas para salir del
egoísmo y entrar empíricamente en el pluralismo del consenso. En la fundamentación trascendental sucede al
revés: el juicio estético aspira a ser compartido (por el tipo de juicio que es) aunque el sujeto quiera
mantenerlo en la esfera privada. El juicio de gusto –fundamentado trascendentalmente- es pluralista, aunque
el sujeto que lo enuncia sea egoísta.

Así, pues, la exposición empírica de los juicios estéticos puede, desde luego, constituir el comienzo
para proporcionar la materia para una investigación más alta [Kant considera a Burke alguien que le
ha ayudado con esta materia fisiológica, sobre la cual ha razonado, a establecer el punto de vista
trascendental como un punto de vista diferenciado de los puntos de vista fisiológicos, de los cuales
dice él que Burke es uno de los mejores exponentes]; pero una explicación trascendental de esa
facultad es, sin embargo, posible, y pertenece esencialmente a la crítica del gusto, pues sin tener éste
principios a priori, le sería imposible regir los juicios de otros y fallar sobre ellos, aunque sólo fuera
con alguna apariencia de derecho, por medio de sentencias de aprobación o reprobación.
Lo que aún queda de la analítica del Juicio estético está encerrada, ante todo, en la deducción de
los juicios estéticos puros.

Empecé por el final (después retomaremos los 29 parágrafos anteriores) para que se vea por qué el pluralismo
estético no es una cualidad solamente ilustrada en Kant, aún cuando también sea una cualidad ilustrada.
Quiero decir, no es solamente ilustrada (aunque sea ilustrada) porque no depende de que el sujeto empírico
quiera salir de la minoría de edad y pensar por sí mismo (en el sentido del escrito ¿Qué es ilustración?). No
se trata, simplemente, de formarse uno por sí mismo sus propios juicios y, después, querer compartirlos con
otros -algo que sí bastaría para ser empíricamente pluralista-, sino del régimen mismo de los juicios estéticos,
por la cual, cuando los sujetos los enuncian, no están siendo sólo de hecho ciudadanos del mundo avant la
lettre, sino siendo también pluralistas de derecho. No importa que se trate de personas que desearían
profundamente no compartir ni su juicio estético ni la posesión del objeto del cual dicen Esto es bello.

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No es que Burke, para Kant, esté equivocado; es que adopta un punto de vista que no es propiamente
filosófico trascendental. Hoy podríamos atribuir este punto de vista a un sociólogo, a un antropólogo o a un
psicólogo, en cuanto a cómo explica el placer estético. Antes que una explicación falsa, es una explicación
protofilosófica. Tengamos en cuenta que Kant respeta mucho su propio pasado: él ha sido, en su escrito
precrítico Sobre el sentimiento de lo sublime y de lo bello, fundamentalmente burkeano, y no humeano ni
lockeano.
Podemos decir, entonces, que hay algo en lo que conceptualiza Burke que, desde un punto de vista
antropológico, es correcto. Esto se ve cuando, en su Antropología en sentido pragmático, Kant se ocupa del
problema del gusto y teoriza aquellos aspectos que no están teorizados en la Crítica del Juicio: los aspectos
que él llama pragmáticos.
En Kant, el punto de vista pragmático –que aparece en sus últimos escritos: los escritos
antropológicos, los de filosofía de la historia y sobre todo, los escritos de intervención política- es el punto de
vista que busca establecer una relación entre lo empírico y lo trascendental a partir del concepto de hombre,
ya no de sujeto. El punto de vista pragmático tiene en cuenta, precisamente, el estado empírico del hombre y
su proyección trascendental: qué es lo que el hombre puede llegar a hacer de acuerdo al uso racional de sus
facultades, cuando se comporta como un ciudadano del mundo. El punto de vista pragmático es el de un
ciudadano del mundo, un punto de vista cosmopolita.
En el Libro II de la Antropología en sentido pragmático, llamado “El sentimiento de placer y
displacer”, en el § 60, “Ilustración mediante ejemplos,” dice:

¿Por qué es el juego, principalmente con dinero, tan atrayente y, cuando no es demasiado interesado, la mejor
manera de distraerse y reponerse tras un largo esfuerzo intelectual? Pues, no haciendo nada, el reponerse es
muy lento. Porque es un estado de temor y de esperanza incesantemente alternantes. La cena, después de este
estado, sabe y sienta también mejor.
[…] ¿Por qué es el teatro, sea tragedia o comedia, tan cautivador? Porque en todas las piezas surgen ciertas
dificultades, la inquietud y la perplejidad en medio de la esperanza y la alegría. Y este juego de contrarias
emociones es, al terminar la pieza, un estímulo favorable para la vitalidad del espectador, al que ha puesto
interiormente en conmoción.
[…] ¿Por qué termina una novela de amor con el casamiento y por qué causa es repugnante y absurdo un
tomo suplementario que la prolonga dentro del matrimonio?
[…] ¿Por qué es el trabajo la mejor manera de gozar de la vida? Porque es una ocupación molesta, en sí
desagradable, y sólo satisfactoria por su resultado, y el reposo se torna, por el mero desaparecer una larga
molestia, en un notorio placer.
[…] El tabaco está unido, ante todo, con una sensación desagradable. Pero justamente porque la naturaleza
suprime en el acto este dolor, segregando una mucosidad del paladar o de la nariz, se convierte en una especie

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de buena compañía, que entretiene y despierta a cada momento nuevas sensaciones, e incluso pensamientos.
[…] Al que, por último, no le incita a la actividad ningún dolor positivo, le afectará un dolor negativo: el
aburrimiento o vacío de sensaciones. Antes se sentirá impulsado a hacer algo que le perjudique que a no hacer
absolutamente nada.

He resumido estos ejemplos que da Kant, y que responden a la pregunta por el placer entendido como
placer estético desde el punto de vista antropológico-pragmático: cómo puede ser que haya una conexión tan
fuerte, y tan intrínsecamente fuerte, entre el placer y el dolor.
Al culminar el apartado -no sé si notaron el matiz- él habla de placer positivo, una categoría que
vimos en la clase pasada en Burke referida al placer estético, y que, precisamente, es diferente de la noción
de placer relativo, que se correspondía a la noción de delight, “deleite”. Burke aclaraba que, aunque la
palabra delight no solía usarse con el sentido de placer relativo sino casi lo contrario, como placer pleno, en
realidad para él equivalía a placer relativo. Este placer relativo era, en Burke, el que dependía, para ser
placer, del momento previo, que era de dolor.
Así, todos estos ejemplos que reúne Kant en su Antropología, vinculados a la pregunta por el placer,
corresponden a lo que Burke llama deleite. De hecho, si ustedes se fijan, Kant los presenta siempre como la
restitución de un estado contrario al estado anterior. Es decir, lo que se puede explicar más fácilmente desde
el punto de vista antropológico es, no tanto el placer positivo, sino el placer relativo; no tanto el placer
estético, sino el deleite. Estos ejemplos de placer sensible corresponden, en la Crítica del Juicio, al
sentimiento de lo agradable, que es de lo primero que Kant diferencia lo bello. Lo que en Burke vimos como
deleite, en Kant será agrado, la sensación de lo agradable. La diferencia entre una sensación y un sentimiento
es sustancial, porque el sentimiento es subjetivo y la sensación es objetiva. Es decir, la sensación de lo
agradable depende estrictamente de la presencia del objeto, el sentimiento de lo bello, del libre juego entre
las facultades de conocimiento del sujeto: el entendimiento y la imaginación.
Kant retoma, en la Antropología, el concepto burkeano de deleite, siempre en ese § 60:
El deleite es un placer por medio del sentido –es decir, no del sentimiento-. Y lo que da placer a éste se dice
agradable. El dolor es el displacer por medio del sentido –es decir, por medio de alguno de los cinco sentidos-
y lo que produce es desagradable. Deleite y dolor no son mutuamente como la ganancia y la carencia:+ y 0,
sino como la ganancia y la pérdida: + y -. Esto es, lo uno no es opuesto a lo otro meramente como su
contradicción sino también como su contrario. Las manifestaciones de lo que place o displace y de lo que hay
en el medio, lo indiferente, son demasiado vastas, pues pueden llegar también hasta lo intelectual, donde no
coincidirán ya con el deleite y el dolor.

Kant está diferenciando placer sensible de placer intelectual, y el primero es el placer propio de lo

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agradable, el placer propio de los sentidos, el placer propio de la presencia de un objeto ante los sentidos de
un sujeto. Por ejemplo, cuando alguien acaricia algo suave y tiene una sensación de suavidad, que es
placentera. Esto es, precisamente, agradable: depende de la presencia del objeto.
Kant dice, un poco más adelante, en la página 157, dentro de este mismo parágrafo 60 de la
Antropología:

Así pues, a todo deleite ha de preceder el dolor. El dolor es siempre lo primero, pues, ¿qué otra cosa se seguirá
de una continua expansión de la fuerza vital que, sin embargo, no puede elevarse por encima de cierto grado,
sino una rápida muerte del goce?

El deleite está definido como placer relativo, en el mismo sentido que Burke:

Deleite es el sentimiento de la expansión de la vida. Dolor es una represión de ésta. La vida animal es, como
ya han hecho notar los médicos, un continuo juego del antagonismo entre ambas cosas.

El punto de vista fisiológico, que en la Crítica del Juicio Kant le atribuye meritoriamente a Burke
como un aporte a la antropología es, precisamente, el que Kant, en su propia Antropología, retoma cuando se
dedica a explicar todos los aspectos sensibles, que en la Crítica del Juicio dejó afuera.
Si algo tiene de obsesivo Kant es que, precisamente, a cada problema le dedica un libro, pero nunca
mezcla los problemas en un mismo libro. No es que a Kant no le interese el punto de vista antropológico:
simplemente que, cuando escriba su Antropología, va a recuperar todo lo que, para él, sea recuperable de la
Inquiry burkeana, pero no lo va a hacer en la Crítica del Juicio, donde en cambio va a marcar su distancia, su
diferencia, con el punto de vista fisiológico, porque necesita instaurar, en relación al juicio estético, el punto
de vista trascendental.
Cierra el parágrafo, antes de dar los ejemplos con los que empecé esta cita, diciendo:

Los dolores que remiten lentamente, como el paulatino convalecer de una enfermedad o la lenta readquisición
de un capital perdido, no tienen un deleite vivo como secuela, porque la transición es imperceptible.

Es decir, lo que hace placentero al juego, al teatro a la novela amorosa, al descanso después del
trabajo y al tabaco –los ejemplos que leímos anteriormente- es que consisten en la remoción de un dolor, y en
que esa remoción sucede instantáneamente. No hay una transición lenta, como cuando alguien pierde dinero
y lo va recuperando de a poco con los meses o los años. Lo mismo pasa cuando una persona se recupera
lentamente de una enfermedad: el hecho de curarse, salvo que sea súbito e inesperado, no produce una

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sensación de placer. El placer de la sensación -es decir, el placer de lo agradable, el placer relativo, el deleite-
es el de recuperar inmediatamente algo que se ha perdido. El deleite es la figura de los obreros saliendo de la
fábrica, que además son las primeras imágenes cinematográficas, filmadas por los hermanos Lumière. Esas
imágenes las recupera Harun Farocki en su película Trabajadores saliendo de la fábrica, para reparar en que
en todas las imágenes que se han filmado, en distintas épocas, a la salida de la fábrica, los obreros salen
corriendo. Del trabajo se sale corriendo, se sale feliz de haberlo terminado, feliz de entrar en el tiempo libre,
feliz de dejar de trabajar. Esta imagen de la salida de la fábrica, que parece la imagen misma de la felicidad,
es en realidad la del deleite: alguien que corre a ocupar el tiempo del día que le queda para sí.
En la Crítica del Juicio Kant sólo va a señalar cuál es la diferencia entre lo bello y lo agradable, y
pareciera que a Kant lo agradable no le interesara o lo desdeñara. Y no es así: lo tenía reservado para la
Antropología, en la cual le dedica todo un capítulo al placer y al dolor, retomando la conceptualización
burkeana. Lo que ocurre es que, en la Crítica del Juicio, la categoría de lo agradable es el límite con lo bello,
del mismo modo que la otra categoría limítrofe es lo bueno. Pero esto no significa que a Kant lo agradable le
parezca indigno de teorización filosófica. Lo que podemos decir es que, cuando la filosofía tematiza la
sensación de lo agradable se vuelve antropología en sentido pragmático, es decir, es un tipo de saber que trata
de articular lo trascendental con lo empírico. Mientras que la Crítica del Juicio, quirúrgicamente, se ocupa de
lo trascendental del juicio estético. Lo bueno tiene sus libros kantianos, lo agradable tiene su lugar también
en un libro kantiano (la Antropología en sentido pragmático), y lo trascendental del juicio estético tiene la
primera parte de la Crítica del Juicio para él. En la aspiración sistemática de la filosofía kantiana,
prácticamente, no hay tema que sea indigno de un tratamiento filosófico. En todo caso, de lo empírico Kant
se va a ocupar al final de su vida, después de terminadas las Críticas. Lo agradable, al igual que lo bueno, es
el límite del punto de vista estético: es aquello que va a quedar fuera de él y, en la medida en que queda
afuera, va a ser su sombra: aquello que sostiene la teorización trascendental.
Volviendo a la Introducción de la Crítica del Juicio, la relación entre apriorismo y placer, tal como
aparece allí, es problemática. Vimos recién que el placer es algo que, cuando es la remoción de un dolor, está
vinculado a la sensación corporal de lo agradable, y no al sentimiento subjetivo. Por lo tanto, la investigación
de los juicios estéticos es la parte –dice Kant- más importante de la Crítica de la facultad de juzgar, porque
aunque estos juicios –los estéticos- no contribuyan en nada al conocimiento de las cosas, pertenecen a la
facultad de conocer y muestran una relación inmediata de esta facultad con el sentimiento de placer o dolor
según algún principio a priori, pero sin confundir a este principio a priori con lo que pueda ser el motivo
determinante de la facultad de desear.
Las facultades que están involucradas en el juicio de gusto –ya está claro desde la Introducción a la
Crítica del Juicio- son las facultades de conocimiento. No hay facultades específicas en el sujeto (diferentes

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de las del conocimiento) para experimentar placer estético. Esto es un avance sideral en la historia de la
filosofía, en relación, por ejemplo, a Baumgarten y a los fundadores de la estética (Baumgarten es el primero
que utiliza la palabra estética para nombrar esta disciplina). Significa un avance en la historia de la filosofía
porque se logra explicar el placer estético por facultades que no son específicamente estéticas (es decir, el
gusto no se explica por una facultad del gusto). En lugar de postular que hay en el sujeto una facultad –
pongámosle el nombre más común: la sensibilidad- que se relaciona con las cosas bellas por algún tipo de
empatía o afinidad, lo que postula Kant es que con un uso libre de las facultades del conocimiento –no hace
falta agregar ninguna otra facultad- experimentamos, bajo ciertas circunstancias, placer.
Kant dice que entre las facultades de conocimiento y el placer hay una relación enigmática. Ese
enigma es el que resuelva la primera parte de la Crítica del Juicio: cómo podemos experimentar placer con
las mismas facultades que nos permiten conocer. Es decir, cómo puede haber un instante de desvío, respecto
del conocimiento del objeto, que representa, desde el punto de vista de la experiencia subjetiva, un placer
estético.
No puede ser mejor el punto de partida de Kant. Esto es lo que tienen que explicar los filósofos
trascendentales como él: cómo puede un sujeto que conoce a priori experimentar un placer que no puede ser
enteramente corporal, pero donde lo corporal interviene. Por eso les hablaba del límite entre la sensación y el
sentimiento. En el sentimiento hay un placer de lo bello, que es un placer estético: no es el placer de lo
agradable, que es placer de la sensación.
Aquí también hay burkismo. Estamos hablando de algo que tiene que diferenciarse de la idea de la
muerte y de la idea del sexo –para Burke lo bello y lo sublime son ideas, ideas en sentido empirista,
relacionadas con impresiones de los sentidos- en la medida en que ya no se adopta el punto de vista de cómo
son experimentadas en términos de intensidad –en cuyo caso, lo sublime, en tanto está relacionado con las
pasiones de la autoconservación, es más intenso que lo bello, que está relacionado con las pasiones de la
sociedad-; el juicio estético está vinculado a un uso libre de facultades de conocimiento, pero lo que se
produce por esa libertad es placer. El juicio estético está entreverado con el placer. Con lo cual, lo que va a
tener que explicar Kant es cómo se produce un desvío en el uso de las facultades de conocimiento: cómo no
hay conocimiento, cuando iba a haber conocimiento; cómo se pone entre paréntesis el concepto, cuando iba a
haber determinación de un objeto por un concepto.
El sentimiento de placer y dolor aparece en el modo del desvío del conocimiento, no en el modo de la
irrupción de algo irracional o de algo corporal, o de algo del orden de lo enteramente exterior a las facultades
de conocimiento. Por eso ese placer que se experimenta cuando no hay conocimiento con las facultades de
conocimiento va a estar vinculado al grado de libertad que tiene el juicio estético, y no al grado de
corporalidad que involucra al sujeto frente a determinados objetos.

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Cuando prima lo agradable, en cambio, se trata de otro tipo de experiencia: hay deseo del objeto. No
se disfruta de la representación del objeto (donde no hay un concepto de él, en el instante del juicio), sino del
objeto (hay, entonces, un concepto de lo que él es). No significa esto que, en el instante del juicio, el sujeto
empírico pueda diferenciar, psicológicamente, si ha dicho “esto es bello”, pero ha experimentado “esto es
agradable”: la diferencia entre lo bello y lo agradable existe desde el punto de vista trascendental (que es el
punto de vista del filósofo, el punto de vista de la fundamentación).
Si la mayoría de ustedes ya cursó Moderna y Ética, ya sabe en qué consiste el punto de vista
trascendental, por qué, por ejemplo, independientemente de que el sujeto sea capaz de diferenciar, en cada
caso particular, si obró por deber u obró por una inclinación positiva, lo que fundamenta la moralidad de la
acción es el imperativo categórico. De la misma manera, en la Analítica de los juicios estéticos, aun cuando
el sujeto no pueda determinar si ha juzgado lo bello o ha juzgado lo agradable, si ha juzgado lo bello, el
fundamento de determinación de su juicio es la forma del objeto y no su contenido –esto es lo que veremos a
continuación-. Se trata, precisamente, de una presencia del a priori sin que ese a priori sea determinante.
Porque si no, habría conocimiento en lugar de juicio estético o –como lo desarrolla Kant en la segunda mitad
de la Crítica del Juicio-, juicio teleológico. Hay un margen de libertad en los juicios reflexionantes, que abre
una brecha para que aparezca el placer. A esto se refiere Kant cuando dice que el placer es lo enigmático de
los juicios reflexionantes: cuando se produce esa perplejidad, cuando no aparece inmediatamente el concepto,
existe una libertad en el uso de las facultades de conocimiento que da lugar al placer.
Para el conocimiento de la naturaleza puede y debe ser aplicado algún principio a priori. Pero no
tiene este principio relación inmediata alguna con el sentimiento de placer y dolor, que es, justamente –aquí
cito a Kant- lo enigmático en el principio de la facultad de juzgar. Si el placer es lo enigmático, es lo que de
alguna manera hay que explicar. Y hay que hacerlo no en términos de la intromisión de un factor externo a
las facultades, sino con el sistema de las facultades que ya fueron tematizadas en la Crítica de la razón pura
y en la Crítica de la razón práctica, que son el entendimiento, la imaginación, y la razón.
Por eso, lo que vamos a ver en el primer momento de la Analítica de lo bello es la presencia del
sentimiento de placer y dolor vinculado a lo que Kant llama un libre juego de las facultades; en este caso, las
facultades son el entendimiento y la imaginación.

Estudiante: El problema es cómo no hay conocimiento cuando iba a haber conocimiento, y esto
produce la irrupción del placer. La pregunta es, cuando yo conozco, ¿nunca hay placer? Por ejemplo, leo a
Kant y encuentro placer en esa lectura.
Profesora: Sí, pero ese placer sería un placer intelectual, no estético. De hecho, en la Antropología
diferencia el placer de los sentidos (la parte A del Libro segundo: Del placer y el displacer) del placer

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intelectual y el placer estético (la parte B de ese mismo libro segundo: “Del sentimiento de lo bello, esto es,
del placer ya sensible, ya intelectual, en la intuición reflexiva, o del gusto”). El placer de los sentidos es el de
lo agradable, y el placer intelectual es un placer propio de las facultades de conocimiento. Pero ninguno de
los dos es un placer estético, contemplativo, no obstante, el placer estético, desde el punto de vista de la
Antropología, tiene algo de los dos tipos de placer. Además, el placer en el conocimiento,
antropológicamente, es complejo: en el #65 de la Antropología, dice que un deleite que se logra por el propio
esfuerzo es sentido como duplicado: primero, como ganancia, segundo, como mérito. En el #63, dice: “Una
forma de deleitarse es, al mismo tiempo, cultura, es decir, aumento de la capacidad de gozar todavía más
deleites de esta forma; es el deleite que se obtiene con las ciencias y las bellas artes”.
Estudiante: Ese placer no viene después de algo doloroso.
Profesora: Si ese fuera el caso, sería solamente un placer relativo, un deleite. De hecho, la lectura, por
ejemplo de una novela, también puede generar un deleite. Pero, para que sea placer intelectual, tendría que
ser del orden de una descarga o liberación de una obligación o deber. Como cuando uno termina un libro y
siente una satisfacción, propia de haber terminado con algo que implica, aun cuando sea placentero, un
trabajo.
Estudiante: O haber rendido bien un examen.
Profesora: Exacto. No se puede identificar ese tipo de experiencias con el placer de los sentidos. Lo
difícil, como sucede siempre con Kant, es cómo separar el placer de los sentidos del placer intelectual. En
realidad, la solución es el juicio estético: en el juicio estético no están separados. Del mismo modo,
podríamos pensar: cuando alguien cumple con una obligación y se siente descargado de ella, ¿por qué eso no
sería un deleite? Pero cuando alguien rinde un examen satisfactoriamente no es el mismo caso que cuando
terminó un libro y lo disfrutó (es decir, no lo aburrió). En el primera caso sería deleite, en el segundo, placer
estético. Si alguien terminó de leer el Ulises de Joyce, ¿por qué no va a sentir que completó una parte de su
formación? Ahora bien, también podría decir: experimento el placer de haberme olvidado de todo lo que me
rodea mientras lo leía, y ese placer fue, prácticamente, un placer relativo, un deleite. Lo difícil es establecer
ese límite desde el punto de vista del sujeto empírico (psicológico), no desde la filosofía trascendental.
Siempre en Kant –igual que en Hegel- tenemos que pensar que, cuando decimos que dos conceptos se
pueden diferenciar, quien los diferencia es el filósofo; quien los diferencia es el nosotros, que incluye al que
escribe el libro de filosofía y a su público de lectores.
En la Crítica de la razón práctica, en el capítulo 2 del libro II de la Primera parte, Kant se pregunta si
puede haber felicidad en el cumplimiento del deber moral. Por supuesto, la respuesta es no. Pero, sin
embargo, él reconoce que, al haber cumplido con el deber, se produce una descarga, como si el sujeto se
hubiera liberado de un peso.

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Kant aclara, en ese caso, que lo que acompaña a la conciencia de la virtud es en realidad un análogo
de la felicidad y no la felicidad entendida como un sentimiento patológico o estético. La palabra correcta para
hablar de ese estado es satisfacción de sí mismo (Selbstzufriedenheit), que debe entenderse como un bienestar
negativo que nos da la conciencia de no necesitar nada. A esta autosatisfacción debería llamársela intelectual,
por oposición a la mal llamada satisfacción estética, que proviene de la satisfacción de las inclinaciones. Las
inclinaciones, por refinadas que sean, dejan, tras ser satisfechas, un vacío mayor que el que se sentía antes de
que la satisfacción ocurriera. Para un ser racional, ellas siempre representan una carga de la que desearía
deshacerse, aunque sepa que no puede. Es lógico entonces que la autosatisfacción que acompaña a la virtud
no sea otra cosa que la conciencia de haber actuado con independencia de las inclinaciones. Se trata de una
conciencia y no de un sentimiento, con lo cual debe parecerse más que nada a la apatía o la ataraxia. Esa
conciencia es un contento intelectual, no un contento estético, ya que la palabra estético implica por su
etimología misma una sensación. En la moralidad, a diferencia del juicio estético, no hay articulación posible
entre lo sensible y lo intelectual.
Todas las inclinaciones, sean buenas o malas, son una carga. Hasta la piedad y la simpatía –las
inclinaciones mejor posicionadas para convertirse en dignos motores de la acción moral- se presentan de este
modo. Después de haber obrado virtuosamente, el estado más parecido a la felicidad –de acuerdo con Kant-
sería la conciencia de que la compulsión de la voluntad por la ley ha sido inmediata, habiendo sorteado lo
más rápido posible las inclinaciones, aun cuando éstas hubieran sido las mejores. Esto no implica, desde ya,
que el conflicto entre la razón y la sensibilidad no haya existido previamente, como si se tratara de una
voluntad santa, sino que ha existido, se ha resuelto a favor de la razón, y se tiene ahora conciencia de estar
libre de las inclinaciones. No sentir ya su peso es el motivo de esta satisfacción negativa.
Quien se supiera a sí mismo habiendo obrado por la sola obediencia a la ley, sin piedad y sin simpatía
por el beneficiario de su acción, sería virtuoso y feliz, porque habría comprobado que es capaz de dominar
las inclinaciones, con lo cual es muy posible que ni lo bueno ni lo malo que pueda pasarle en el futuro lo
perturbe -si lo bueno lo perturbara, cuando lo bueno cesase, cesaría su felicidad-. Kant muestra que para ser
feliz hace falta no sólo la autarquía que postulaba Aristóteles, sino también una cierta indiferencia respecto
del mundo, como para poder relacionarse con él desde una actitud puramente intelectual, sin comprometerse
con la suerte de los beneficiarios de los propios actos morales.
El enlace necesario entre virtud y felicidad sólo puede pensarse, nunca conocerse. La posibilidad de
ese enlace pertenece al mundo suprasensible. El mundo sensible no garantiza su realidad efectiva, aunque las
acciones por las cuales la moralidad existe se llevan a cabo en él. El cierre de la solución de la antinomia de
la razón pura da pie a la crítica que Hegel le hará a Kant en Fenomenología del espíritu, bajo la figura de la

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concepción moral del mundo: el hombre virtuoso sigue la ley moral en un mundo que es indiferente a ella.
De ahí que él también tenga que volverse indiferente al mundo para poder seguirla.
Estudiante: ¿Siempre hay que pasar por el dolor para sentir deleite?
Profesora: En la medida en que es deleite (placer relativo), sí. De hecho hay situaciones en las que se
pasa de un estado subjetivo de baja intensidad a uno de alta intensidad, y de la alta intensidad a la contraria.
Pero esas situaciones serían de aburrimiento y, en ese sentido, negativas (el #61 de la Antropología está
dedicado al aburrimiento y el pasatiempo). Kant dice, como antropólogo, que el dolor es lo contrario del
deleite, y por eso el deleite depende del estado previo. En este punto, Kant dice lo mismo que Burke
(reconociendo su aporte a la Antropología). Pero podríamos entender al revés la cuestión. La indiferencia es
el estado más frecuente, y lo que verdaderamente merece una explicación filosófica en relación a lo estético
es la salida de la indiferencia. El fenómeno del gusto –el juicio estético- sería la salida de la indiferencia. El
gusto representa lo contrario de la indiferencia. Porque también podríamos pensar que en el conocimiento no
hay placer o dolor sino indiferencia. De ahí el caso del aburrimiento, es decir, cuando alguien no siente ni el
trabajo como una carga ni la remoción de esa carga como un placer, el estado de indiferencia deviene, desde
el punto de vista de los sentidos, en un estado de aburrimiento. La sensación de que no hay una alternancia
entre lo doloroso y lo placentero es, precisamente, la sensación de aburrimiento. Y es una sensación, no un
sentimiento. La indiferencia es lo que predomina en el conocimiento, en la medida en que el conocimiento no
predomina el juicio subjetivo. Porque cuando uno habla de placer o dolor en la actividad intelectual, está
pensando siempre en instancias de conocimiento muy selectivas: el conocimiento teórico. No se está
hablando, por ejemplo, del conocimiento de esta aula. La primera vez que uno viene a esta aula, la percibe
como nueva y, a lo mejor, hasta calcula las dimensiones que tiene, la cantidad de asientos, la altura del techo,
es decir, hace un relevamiento cognitivo; pero ya de la segunda vez a la undécima hay prácticamente
indiferencia. En el momento inicial de los procesos de conocimiento, hay perplejidad, y después, hay un
acostumbramiento a la presencia de los objetos. Si no, tendríamos que pensar que toda instancia de
conocimiento es una instancia de aprendizaje teórico o práctico, y la mayor parte del conocimiento del
mundo que nos rodea, en la vida cotidiana, no tiene ese nivel de complejidad.
Estudiante: Eso mismo decía Burke acerca de la curiosidad.
Profesora: La curiosidad está en la instancia inicial, porque después uno se familiariza con los
objetos. El acostumbramiento de las facultades, la familiaridad, hace que no se produzca placer en el
conocimiento.
Pero piensen en el caso más cercano a nosotros: cuando un docente repite una clase. En esa situación,
no hay producción de conocimiento en el mismo momento en el cual se está haciendo la representación de
que se está produciendo conocimiento. Uno podría entender que es exactamente lo mismo que alguien que

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está lavando los platos, en cuanto a que lo hace sin pensar en lo que está haciendo: se automatiza la actividad
para no sentir el peso de su esfuerzo. El acto de hablar y de usar la corporalidad, en una clase, podría llegar a
ser más o menos igual que el de un actor que interpreta una obra de teatro o un músico que ejecuta una
partitura; ahora bien: si, en cualquiera de los ejemplos, la interpretación es buena, es porque se está
reviviendo lo que está representando; sólo si la actividad se hace de manera mecánica, la actuación pierde
toda su autenticidad. Pero estos ejemplos no se pueden equiparar a los de las actividades que son
intrínsecamente mecánicas, como lavar los platos.
Estudiante: Y el aburrimiento, en cualquier actividad, se delata.
Profesora: Exacto. Porque la sensación de quien hace una actividad no mecánica como si fuera
mecánica es de aburrimiento. El problema, aquí, está en que las categorías que Kant diferencia con claridad
desde el punto de vista trascendental, desde el punto de vista psicológico –el punto de vista del sujeto que
está realizando la acción de juzgar- no siempre están tan claramente diferenciadas. No hay un
autocercioramiento del juicio estético entendido en términos de inmediatez. Al decir “esto es bello” no está
garantizado que no pueda autoengañarme por el solo hecho de que me diga a mí misma: “acabo de juzgar
desde el punto de vista estético y no desde el punto de vista de la sensación”. Pero desde el punto de vista
filosófico-trascendental, desde el punto de vista de la fundamentación, la distinción existe. Es en la
fundamentación donde tenemos que focalizar las diferencias de categoría: bello, agradable, bueno.

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