El vino de los bravos
Luis Gonedlez de Alba
A Emesto Bariuelos
Ramblas a las tres de la mafiana, cuando estén Hlenas de
gente que pasea como si fuera apenas el atardecer. Un auto se
encuentra estacionado junto al callején que da acceso a la Plaza
Real. Desde afuera pueden observarse movimientos inusitados en
Jos hombros del muchacho que lo ocupa, un hombre de poco
mds de veinte afios. Desde el minimo encubrimiento de su aut
Rodrigo se cubre la bragueta con un pafiuclo blanco, carpa asé
tica sostenida por una gruesa columna que el muchacho agita fu-
riosamente mientras ve a todos los hombres que pasan; los mira
con una especie de rencor, de odio sombrio. Igual hace suyos los
Arboles, las bancas y los faroles. A veces también la gente lo mira,
sobre todo quienes llegan por detrés del auto, pero él no siempre
se interrumpe ni disimula su accién. Entonces los paseantes apar-
tan la vista y suponen que no vieron lo que vieron a las tres de la
mafiana, cuando las Ramblas estén llenas de gente sin suefio que
viene de toda Barcelona. (La niebla avanza sobre Venecia trans-
formandola en un Guardi esfumado y lechoso... Marie Kelly vi-
via en el ntimero 13 de Miller's Court of Dorset Street y alli tuvo
lugar el mas espantoso destripamiento... Otro ocurre, est4 ocu-
rriendo, en el Museo Vaticano, en un cuadro de Poussin donde
San Erasmo cuelga ensartado de una soga que le atraviesa el ab-
omen... En Covent Garden se suspenden las respiraciones, zes
Mozart? No, es Schubert, “Du libse mich nicht”: Té no me amas).
E] marido pregunta a su mujer si dan una vuelta mds antes de
95volver a casa, si comen una tapa, si entran al barrio chino que
esti all junto; los marineros cruzan la calle, salen de Jos restora-
nes, de los cines que cierran, de los bares. Una mujer atractiva
mira con descaro dentro del auto y se cubre la boca sonriendo.
Hay muchos hombres guapos en toda la calle, hasta la plaza de
Cataluiia, y dormidos en sus cuartos tibios hay més, con el célido
aroma de sus axilas junto a la almohada. El mundo est leno de
ellos. Hay millones que nunca conoceré Rodrigo, sentado al vo-
ante de su auto mientras apricta en la mano la blanca columna
{que le sale de las piernas envuclta en el pafuelo recién planchado.
Y por lo menos un millén son tan bellos que harian sonar las
trompetas del Dia del Juicio si legaran a juntarse en la misma
ciudad. Hay negros y mulatos que debieran ir siempre desnudos,
rubios de antebrazos velludos y cejas infantiles sobre los ojos azu-
les, morenos que abririan en dos las aguas del Atléntico si se lo
ordenaran. Habria que conocerlos a todos, recorrer todas las esta-
ciones de ferrocarril donde los hombres se miran unos a otros en
Jos mingitorios y entran apresuradamente a los gabineres para ba-
jarse los pantalones; los batios, los clubes, os cines en los que des-
pués de dos miradas un muchacho se abre sin mds la bragueta y
hace una sefal de invitacién; los bares en los que, después de tres
horas, cuando se tiene casi perdida la esperanza y se va a pedir la
cuenta, entra un hombre que no pisa el suelo: se sostiene un cen-
simetro en el aite y sus ojos son los de José en el momento de in-
terpretar los stuefios a Akén Atén, excepto porque han contempla-
do todos los pecados a los que su maravillosa carne est
acostumbrada, y de codos en la barra pide una cerveza mientras
sonrie con gracia y levanta su vaso para brindar con el desconoci-
do que lo observa fascinado: disereta coqueterla masculina. Pero
tentonces, después de agotar este millén en los bares, las salas de
baile, las playas y las calles del mundo, quedarian cien millones
de hombres que no nos estremecerfan con las trompetas del
Juicio, peto sf harian sonar todas las campanas del planeca, las
echarfan a vuelo si por descuido fornicaran todos al mismo tiem-
po. Agotada la belleza, “ese grado de lo tertible que atin podemos
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soportar sin que nos fulmine”, ain quedan los que no conmue-
ven salvo por el bulto enorme que llevan entre las picrnas como si
fuera un gato adormecido, los de brazos perfectos, los de piernas
de gladiador, los de hombros poderosos que bajan en tridngulo
hasta la cintura firme, los de nalgas pequeftas y duras como du-
raznos. Y todavia los que no poscen nada de esto pero caminan
como si lo tuvieran y al pasar miran con una sonrisa entre irénica
y supremamente viril metiéndose la mano entre las piernas, como
aquel obrero de Monterrey que esperaba su camién en la esquina:
“mi mujer esté dando a luz y necesito echarme una buena cogi-
da’; y se va con Rodrigo por una cerveza a un bar y después al
hotel mas cercano. Rodrigo se desborda como una fuente desnu-
do ala mitad de la Rambla, se mira desde el coche en penumbra
abriéndole la bragueta a un marino jovencito de bigotes rubios,
bajandole los pantalones a un cantante de flamenco que podria
cobrar a hombres y mujeres por permitirles contemplar sus la-
bios, su nariz, sus cejas.