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La maldición de leer

Julio César Londoño

Desde que estaba chiquito oigo campañas para aumentar los índices de lectura, y desde
entonces se repiten los mismos números. A veces 0,6 (libros per cápita al año), a veces dos
y pico. Estas cifras vuelven con tanta insistencia que uno llega a pensar que no son
mediciones nuevas sino copias de copias de viejos informes.

Y como no es fácil saber cuántos libros lee una persona al año (yo mismo no podría decir
cuántos leo, aunque Dios y las yemas de mis dedos saben que hojeo siempre 947), es
probable las cifras oficiales sean índices de ventas, no de lectura.

Lo cierto es que leemos mucho menos que los franceses e incluso menos que los mejicanos
y los argentinos. Ahora, si aceptamos que leer es bueno o al menos necesario, y que las
estadísticas reflejan nuestra mala relación con los libros, la pregunta que sigue es ¿por qué
fallan las campañas de promoción de lectura? Considerando el dinero y el esfuerzo
invertido en estas campañas, y la importancia del objetivo, la pregunta es pertinente.
De las muchas aristas del problema, elijo una: las campañas son mentirosas. Insisten en
decirles a los niños y a los jóvenes que leer es genial. Fácil. Delicioso. Más fácil que la
televisión, más rico que un helado. Y llenan los afiches con mariposas, duendes, payasitos,
arcoíris y mil ternuras. Falso. Leer es un trabajo como cualquier otro, y tiene, como todos,
picos y valles, emociones y jarteras. Más jarteras que emociones, la verdad sea dicha, por la
sencilla razón de que la calidad escasea en este como en todos los campos.

Gozar con la lectura es difícil al principio… ¡y se complica con los años! Al principio,
porque no contamos con ciertos prerrequisitos intelectuales ni ojos entrenados ni nalgas
pacientes. Con el tiempo adquirimos estas habilidades pero aparecen nuevos problemas: el
lector se vuelve muy listo y cada vez le será más difícil encontrar información inédita y
jugosa. Le coge gusto a la buena prosa y ya no soporta el lenguaje reseco de las
enciclopedias y los informes académicos. Su falta de vuelo. Su lánguida imaginación.
Exige información seria, especulación inteligente y mucho estilo. Lo quiere todo a la vez.
Reconoce de lejos todas las metáforas y desespera al poeta, que ya no encuentra imágenes
para sorprenderlo. Se sabe de memoria los 17 nudos de la ficción y los 289 desenlaces
posibles, imposibles y futuros.

En este punto, el lector está perdido. Lo sabe todo, lo ha leído todo pero no puede parar.
Solo le queda el hastío. Es Garrick. Conoce incluso las obras de varios autores imaginarios.
Avellaneda. Julio Platero Haedo. H. Bustos Domecq. Almotásim el Magrebí. El Aristóteles
de la “Comedia”. Erra como ánima en pena entre los anaqueles de las librerías a toda hora,
incluso los sábados (¿hay algo más triste que una biblioteca un sábado por la tarde?)
buscando un ensayista que especule con estilo, un cuento que enrede con destreza el nudo
18, un poeta que le susurre el verso capaz de poner una sonrisa en los labios de Dios.

El buen lector es un vampiro al que ya le cuesta encontrar plasma de calidad. Sabe muy
bien que los números juegan en su contra. De mil libros que se publican, quizá 50 son
buenos. De esos 50, quizá 20 estén en traducidos al inglés o al español. De estos 20, quizá
cinco hayan sido escritos para él y quizá uno, si los dioses son propicios, esté en esa librería
que hoy recorre con una mezcla de tedio y esperanza.

Estas cosas debe saberlas un promotor de lectura y revelárselas a los jóvenes que engatusa
con el cuento de hadas de que la lectura es tan divertida como un brownie con helado un
sábado por la tarde.

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