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Buenos Aires Bajo Fuego


Rolando Castillo
 
 
 
 
Castillo, Rolando Daniel
   Buenos Aires bajo fuego / Rolando Daniel Castillo. - 1a ed. - Villa Madero:
Castillo, Rolando Daniel, 2015.
   Libro digital, Amazon Kindle
 
   Archivo Digital: descarga
   ISBN 978-987-33-8350-2
 
   1. Narrativa Argentina. 2. Novelas de Acción. 3. Novelas de Aventuras. I.
Título.
   CDD A863
 
 

Personajes (por orden de aparición)


- María Clara, trabaja en una casa de cambio
- Javier, marido de Clara, vendedor
- Mariela, vendedora
- Nicolás Almanza,  fotógrafo
- Antonio Beraldi, empleado público y escultor
- Rodrigo, estudiante de periodismo
- Gastón, compañero de Rodrigo
- Martina, estudiante secundaria
- Katerina Arapaki
- Nicolás Gerokosta, hijo de Katerina, 11 años
- Juan Pablo Bardi, jefe de una oficina
- Amalia Capogroso
- Joao Vicente Publio Dias, brasilero
- La Pulga y el Muñeco, villeros
- Los incendiarios
- Rodolfo, dueño del local de Belgrano y de la casa de Vicente López
- Edelmiro Ramírez, oficial de policía
- Pablo Gómez, sargento de policía
- Vecino de Vicente López
- Felipe, amigo de Rodolfo
- Flavio, contrabandista
- Iván, incendiario
- Andrés Martinucci, jefe de bomberos

 
 

 
 

Parte I: Bajo la Tierra


Parte II: Sobre la Superficie
Parte III: La Noche

Parte IV: La Lluvia

Parte V: Regreso al Infierno


Parte VI: De Vuelta… ¿a Casa?

Parte VII: El Mundo ha Cambiado


 
 
 
 

 
 

Parte I
Bajo la Tierra

 
 

María Clara y Javier se despertaron con la intromisión en cierta forma


inesperada de la radio reloj a las siete de la mañana. Casi sin decir palabra
fueron al baño, se lavaron, se vistieron y comieron unas galletitas con mate.
Luego ambos emprendieron su viaje de rutina desde su casa en Liniers
hasta el microcentro, donde trabajaban, él, en Florida y Córdoba, en un
local donde vendía ropa de cuero a los turistas, y ella en Reconquista y
Tucumán, en una casa de cambio. Primero el colectivo lleno de pasajeros,
donde viajaron parados, molestándose con los otros, entre pisadas,
manotazos, chicos parados en el medio con mochila en las espaldas, alguna
gente sucia, como todos los días. Luego, el subte. Dejaron pasar dos
formaciones, porque estaban imposibles, repletas y eso que lo tomaban en
la terminal de San Pedrito (la gente había adquirido la costumbre de subir
una, dos o tres estaciones antes e ir hacia atrás, para empezar ya sentada el
viaje desde la terminal, por eso el subte llegaba hasta allí con muchos
asientos ocupados), y luego vino un tercero, inesperado, que para su
sorpresa arrancó casi vacío, apenas dos minutos más tarde que el anterior.
Subieron al primer vagón, porque los dejaba frente a la salida en la estación
de Plaza de Mayo. Les gustaba bajar ahí aunque tuvieran que caminar unas
cuantas cuadras hasta sus oficinas, porque los confortaba ver a las palomas
y caminar por la plaza soleada antes de ir a trabajar. El sol calentaba distinto
sobre la superficie, era libre, hermoso, vital.
Apenas viajaban ellos dos y otras tres personas. Un hombre de unos
cuarenta años se durmió apenas subió, sentado en la otra punta del vagón.
Una muchacha de unos veintipico vestida muy a la moda, con un vestido
ligero de tela con motivos floreados de tonos rosa y blanco, muy alegre, que
se sentó muy cerca de ellos. Un señor de unos sesenta años, de expresión
sombría, tal vez por no haber dormido bien durante la noche, se sentó a sus
espaldas. Eran los únicos habitantes del vagón, y parecía increíble, ya que
nunca habían viajado tan cómodos.
 
Buenos Aires acababa de amanecer entre bruma y nubes, con una humedad
general causante de un microclima molesto. Era verano, y se hacía notar
con 25 grados a las siete de la mañana. Si bien está ubicada en las márgenes
del Río de la Plata, la capital argentina tiene un clima marítimo. La
formidable y perpetua mole de cemento se despertaba de forma lenta y
pausada, Y los autos comenzaban a llenar de forma perezosa pero
persistente las calles y las avenidas porteñas. Poco más tarde llegarían a 
colapsarlas. Como todos los días.
El calor era agobiante. El subterráneo de Buenos Aires guarda la
temperatura que se genera en el exterior con mucho celo, y no la deja salir
aunque el clima mejore, por mucho tiempo. Por añadidura, la humedad
omnipresente en cada gota del escaso aire que había allí abajo hacía que la
ropa se pegara a la piel, por la transpiración de los cuerpos. Había que
limpiarse el bigote sudado con el pañuelo todo el tiempo. Así fastidiados,
los cinco ocupantes del vagón  trataban de acomodarse en sus asientos de la
mejor manera posible sin quedar pegoteados. Era seguro que en las
próximas estaciones el coche se iba a llenar y eso provocaría aún más calor
y más sensación de encierro. Para colmo el aire que entraba por las
ventanillas no era fresco ni mucho menos, y no lograba renovar el agotado
oxígeno del interior.
 
María Clara estaba molesta, con sueño y calor, transpirada, y por eso mismo
tenía chuchos de frío cuando entraba aire por la ventanilla, aunque el aire
también fuera caliente. Javier intentó pasar su brazo por encima del hombro
de ella, pero ella lo rechazó de manera suave pero firme.
- Hace demasiado calor para que estemos abrazados.
Javier hizo un gesto  de desagrado cuando ella dio vuelta la cabeza hacia la
ventanilla, retiró su brazo y se alejó un poco en su asiento. Se ofendía muy
fácil, pero también se olvidaba de todo con suma rapidez. Viajaron los
primeros momentos en silencio. Javier sabía que ella iba a dormirse pronto,
y que él iba a hacer lo mismo luego de dos o tres estaciones. Era como una
prolongación del sueño, dormían unas horas en la cama, se levantaban
como zombis, viajaban en colectivo como podían y seguían dormidos en el
subte, aún si viajaban parados. Llevaban ya cinco años de casados pero eran
muy jóvenes, ella de 22 y él de 23 años. Tuvieron un hijo que murió antes
de nacer, como sucede de manera frecuente en las primerizas, y una hija,
Carolina, que a los tres años recibió una bala en medio de un tiroteo entre
ladrones y policías mientras estaban paseando con su madre cerca de la casa
de Liniers. Murió también. Su mundo se había venido abajo dos veces y
estaban intentando salir del pozo en el que estaban, aunque aún no sabían si
lo iban a lograr. Al menos tenían trabajo y salud, y el médico les había
dicho que podrían tener más hijos sin problemas. No habían tomado la
decisión de seguir buscando, porque el miedo a volver a sufrir los
paralizaba. Se tenían el uno al otro, pero eso a veces no era consuelo.
 
La ciudad tiene una forma muy particular de despertarse en verano.
Apática, desordenada, histérica, en seguida corrompe el humor de sus
vecinos. Se los ve serios, fastidiosos, un poco agresivos. Miran de reojo a
los otros y critican para sus adentros sus actitudes. Muchas cosas los irritan,
chocan entre sí, se miran mal, discuten por cualquier motivo. Se nota que
están pasados de peso, fuera de estado, que comen pastas todos los días,
frituras, medialunas, que toman gaseosas. Eso les arruina la figura y los
dientes. Visten de las más increíbles formas y colores, se peinan de mil
maneras distintas, y luego se critican en silencio y para sus adentros los
unos con los otros.
 
Mariela se sentó en la misma fila de asientos de la pareja, al costado, sobre
la ventanilla derecha, y los miró divertida. Parecían dos viejos aburridos,
aunque debían ser menores que ella, que andaba por los veinticinco. Los
miró atenta a sus actitudes. Apenas arrancaron ella ya se quería dormir. Esa
era una mala señal. Señal de que no tenían nada de qué hablar, o de que
pasaban demasiado tiempo juntos. No siempre el viaje de un matrimonio al
trabajo tenía que ser divertido. Mariela pensaba que jamás se casaría si se
iba a aburrir de ese modo. No lo soportaría. Volvió a mirarlos. No, no quería
un matrimonio de ese tipo. Hoy se había levantado de muy buen humor.
Tenía que ir a trabajar a la tienda de electrodomésticos, un trabajo de
vendedora, tedioso, pero que le daba la posibilidad de conocer mucha gente.
Con su carácter alegre y su simpatía podía darse el gusto de recibir algunas
propuestas interesantes. Aunque a veces odiaba recibir propuestas de
personas que no le gustaban. No sabía cómo evitar esas situaciones, ya que
su carácter alegre y despreocupado incitaba a todo tipo de hombres, y hasta
a mujeres con las cuales no quería tener nada que ver.
 
Antonio Beraldi no había dormido bien esa noche. Se había peleado con su
mujer por una tontería, nada importante. Antonio siempre había deseado ser
un escultor famoso, pero nunca había logrado obtener esa obra especial, esa
genialidad que le abriría la ruta a la fama. El se consideraba a sí mismo un
excelente escultor, pero reconocía que le faltaba esa chispa de talento que
otros tenían. Había presentado obras en todos los certámenes habidos y por
haber, y jamás había alcanzado el éxito. Se había presentado con proyectos
escultóricos para montones de futuras obras propuestas y nunca lo habían
elegido. Lo peor era que nunca había podido vivir de su verdadera y amada
profesión, por eso a sus sesenta y tres años se lo veía frustrado, cansado,
deprimido. Su trabajo, ese que odiaba pero que lo mantenía con algo de
dinero para conservar una vida más o menos digna, era el de mantenimiento
en una oficina del Ministerio de Economía. Era un hombre muy culto, que
aunque apenas había terminado la primaria, sabía muchas cosas porque era
muy curioso y aprendía cosas nuevas todos los días, y por otra parte las
máquinas no le podían ofrecer la menor resistencia. Podía arreglar desde un
aire acondicionado hasta una computadora, no importaba el modelo, la
marca o la sofisticación que tuviese el aparato. Siempre había tenido esa
virtud, a la que él no daba la menor importancia y que hubiera cambiado
por algo más de talento como escultor. 
 
Mientras el dormilón seguía extasiado con su sueño, los demás pasajeros
del vagón del subte sufrían de sofocación aguda. Es que de verdad hacía un
calor insoportable, y no se respiraba aire, sino una masa de algo caliente,
parecido al aire. Para colmo de males, el subte se detuvo entre estaciones.
Ya no corría ni siquiera esa espantosa pero necesaria corriente caliente. Los
pocos pasajeros del vagón intercambiaron miradas de aburrimiento, como si
dijeran: “otra vez lo mismo”. Luego de tres minutos interminables, la
formación arrancó.
Una vez llegado el subte a la estación Flores, subieron a ese primer vagón
apenas unas pocas personas.
-Parece que va a ser un viaje tranquilo, con poca gente.- Dijo Javier, que ya
había olvidado el desplante de su mujer. Clara no contestó, ya casi dormida.
Javier miró a la chica que tenía a la derecha y se dio cuenta de que ésta lo
estaba observando. Intentó mantener la mirada sobre ella, pero la chica, con
un leve y elegante movimiento de cabeza, inclinó la vista sobre la ventanilla
-Estos tipos son todos iguales. La mujer se les duerme y ya tratan de mirar a
la chica que tienen más cerca.- Pensó, no sin algo de ridícula indignación,
como si fuera del siglo pasado.
No sabía por qué, pero a Mariela ese hombre no le gustaba. Quizás era la
forma en que Javier la miró, de forma demasiado intensa como para que sea
una breve mirada de observación curiosa. También sintió algo de pena por
su mujer. Clara tenía una expresión muy frágil así dormida, y casi como un
aura de inocencia y fatalidad que la conmovía. Javier, en cambio, le parecía
un hombre sin escrúpulos, dominante, insoportable.
Javier pensó que su vecina de viaje era una mujer muy bonita, y que valdría
la pena ver su cuerpo desnudo. Ella se dio vuelta y así él observó con ansias
sus piernas casi por completo descubiertas por su corto vestido, y la
imaginó sin esfuerzo tirada en una cama, esperándolo.
Mariela supuso que ese espantoso espécimen de hombre estaba
observándola, desvistiéndola con la mirada. Se sintió desnuda frente a él,
una especie de objeto del deseo en exhibición. Pero no podía corroborar si
eso era cierto, porque no quería volver la vista hacia él. - Ojalá el vagón se
llene de pasajeros y se nos interpongan, así ya no me podrá mirar más.-
Pensó de forma tonta, con un poco de furia e impotencia.
Delante de ella se abrió por fin la puerta del vagón y entraron dos
muchachos bastante interesantes, que ella miró con agrado. Eran amigos y
tenían muy buena apariencia. Estaban vestidos de jean y remeras, lucían
peinados modernos y se reían de forma transparente y agradable.
 
Rodrigo tenía 24 años y estudiaba periodismo junto a su amigo Gastón.
Eran muy buenos amigos, ya que se conocían desde preescolar. Ambos
estaban de común acuerdo en vivir la vida intensamente, compartir viajes,
partidos de fútbol, salidas nocturnas, y una pasión incontenible por ser
periodistas. Querían ser buenos periodistas, no como los que estaban en
toda la radio y la televisión en esos momentos, amarillismo puro y simple.
Ellos aún tenían el ideal de dar a conocer las noticias serias de la mejor
manera. Ambos compartían el sueño de ser corresponsales de guerra. A
todo el mundo esa idea le parecía muy loca, pero ellos lo tomaban muy en
serio. Los familiares de ambos creían que era un pensamiento que pronto se
les iría de la cabeza, que en cuanto lograran recibirse se sentarían en un
escritorio y comenzarían a redactar aburridas noticias para algún diario, que
les pagarían un sueldo y podrían asentarse, que se pondrían de una vez por
todas de novios con alguna buena chica y que comenzarían a preocuparse
de cosas serias, no de sueños de niños. Pero ellos estaban seguros de que
harían muchos viajes, recorrerían mucho mundo, y que lograrían ser
corresponsales en alguna de las varias guerras que había en este loco
mundo, o en alguna revolución, algún país muy lejano en combustión, etc.,
etc.
La mayor diferencia física entre Rodrigo y Gastón era que mientras el
primero era rubio, de ojos claros y mirada distraída, el segundo era de pelo
negro y ojos color marrón oscuro, dueños de una mirada profunda y
melancólica. También en el carácter eran distintos, ya que Gastón era muy
afable, simpático y gracioso. Rodrigo, en cambio, era más frío, distante, en
general se comportaba como una persona muy amable pero mantenía una
prudente distancia del resto del mundo.
Ambos se sentaron en los bancos desocupados del otro lado del pasillo de
espaldas a Mariela. Ella lamentó que no los podía ver porque los dos le
simpatizaron de inmediato. Volvió a mirar para el lado de Clara y Javier, y
por suerte encontró la mirada de él ocupada en mirar a las distintas personas
que entraban en el vagón. En un segundo volvió su mirada hacia los dos
muchachos que habían entrado recién, y trató de no pensar más en su
desagradable vecino.
Después del silbato del guarda y antes de que se cerraran las puertas entró
corriendo una chica muy joven, sin lugar a dudas alumna del secundario.
Tenía una pollera cuadriculada verde y negra, una blusa blanca, un morral,
medias tres cuartos blancas, mocasines y el pelo recogido detrás de la
cabeza. La chica la miró como evaluando toda su humanidad y decidió
sentarse a su lado.
 
Martina era una chica poco común. No le gustaba el colegio y en cada
oportunidad que tenía se iba a pasear por ahí. Le gustaba salir con chicos y
chicas que conocía en los recitales de rock a los que iba seguido y no con
sus compañeras de la escuela, muy aburridas y sin imaginación. Tampoco
solía hablar demasiado con sus padres y con ningún adulto. Y nunca
conversaba con chicos y chicas menores que ella. Cualquier persona de más
de 16 años para ella era un adulto y cualquiera que tuviese menos de 16 era
un niño indeseable, así que Martina sólo hablaba con gente de su edad y que
no fuera de su escuela, de esta forma su círculo era muy limitado, una fauna
de muchachos perversos y chicas viciosas que lograban verse muy de vez
en cuando en recitales muy especiales, durante los cuales se daban a las más
extrañas actitudes.
En cuanto subió al vagón Martina observó a todos los ocupantes con
esmerada atención y rapidez: pareja aburrida, dos tipos tontos, viejo,
dormilón, mamá con su nene insoportable fueron sus primeras reflexiones.
Prefirió sentarse, por eso, al lado del mal menor, una mujer joven (para ella
ya vieja) con un ridículo vestido floreado que mostraba sus piernas de
formas provocativas, maravillosas, por cierto. Al menos su mirada era
alegre y su actitud tranquila. Apenas cruzó una mirada con ella después de
sentarse y entrevió en sus bonitos ojos color miel que le estaba agradecida
por sentarse a su lado. Vaya a saber por qué.
 
Por la puerta más cercana a Antonio Beraldi entró una mamá con su hijo, y
se sentaron justo frente a él. El escultor pensó que era una linda mujer, pero
no le prestó demasiada atención. Se sentaron en la fila de asientos a su
costado derecho, frente al dormilón, que se inclinaba más y más y cada vez
tenía la cabeza más cerca de sus piernas.
Katerina Arapaki era una mujer de 35 años, separada, que llevaba todos los
días a esa hora al colegio a su nene de 11 años, Nicolás, de apellido
Gerokosta, producto de la típica unión de dos integrantes de la colectividad
griega en Buenos Aires. Seguía enamorada de su marido, no dejaba de
reconocerlo, pero la pésima conducta del señor Gerokosta, en especial en
cuestiones de fidelidad, la movió a propiciar el divorcio, el cual todavía se
estaba tramitando. Cansada de correr para todos lados, sola con Nico, con
muy poca colaboración de su ex pareja, Katerina se sentó deseando
descansar al menos unos diez minutos sentada en su asiento. -Ojalá se
mantuviese callado, pobre Nico. Que cansada estoy, y todavía tengo que
dejarlo en la escuela, ir al trabajo, salir por la tarde a buscarlo y llevarlo al
médico a que le hagan los estudios que pidieron en la escuela, llevarlo a
casa, hacer la comida, lavar, planchar, dios mío, no doy más.- Pensó,
mientras al menos estaba disfrutando de su asiento.
 
El subte arrancó perezoso pero pronto se detuvo de nuevo en medio del
túnel, antes de llegar a la estación Carabobo. En ese primer vagón, cada una
de las personas que lo ocupaba se ocupó de mirar a los demás, pero no hubo
preocupación porque estas paradas eran comunes.
-Que mal servicio el del subte. Ojalá hubiera otra forma de moverse por la
capital, pero esto es lo más rápido.- Le dijo Gastón a su amigo.
-Pero me muero de calor, mirá mi piel, además de transpirada ya está toda
colorada, irritada. Estoy cansado de viajar de esta forma. Quisiera poder
comprarme un auto.- Rodrigo estaba fastidioso y molesto. El calor siempre
le molestaba y esto ya era demasiado.
- Si, es un baño sauna, pero con ropa es insoportable. No corre una gota de
aire, me ahogo. Es insufrible.
 
Nico miró a su madre y le hizo un guiño. El no sufría el calor. Sólo pensaba
que se iba a encontrar con sus amigos en la escuela. Era un chico muy
imaginativo.
-Mami, los zánganos pueden venir en cualquier momento y matarnos a
todos. Estamos indefensos en este túnel, la oscuridad los favorece.
- No te preocupes, los zánganos no atacarán el subte, los policías que cuidan
las entradas jamás los dejarán entrar.
- Pero ellos son muy inteligentes, por eso son zánganos, se transforman en
pequeños insectos para entrar a buscarnos y luego vuelven a su forma de
semi hombres, semi monstruos.
- No te preocupes, estoy yo para defenderte.
- No podrías hacer nada contra ellos, mami.
Katerina le sonrió a Nico y le acarició la cabeza. Estaba segura de que si
seguía con la costumbre de inventar esas cosas podría llegar a ser un buen
escritor, aunque no era un buen plan para el futuro. Lo más probable era que
se muriera de hambre, pobre Nico.
El dormilón seguía inclinado hacia delante y no daba indicios de darse
cuenta de que el subte se había parado. Katerina lo miraba con
preocupación, ya que por lo general cuando la gente dormía y el subte
paraba unos minutos se daban cuenta de la situación y despertaban. Era
como si el cerebro de los dormilones asumiera que el subte debía moverse
todo el tiempo y cuando no lo hacía de inmediato encendía una alarma
oculta en algún recóndito lugar, algunas células perdidas que avisaban a la
parte consciente que debía despertarse porque pasaba algo raro, anormal.
Pero este tipo era un adoquín, dormía con demasiada profundidad, con un
abandono total de su cuerpo, ahora inclinado de forma bastante incómoda.
 
Mariela miró a su ocasional acompañante y pensó que era una chica algo
extraña. Sin embargo le pareció muy bonita, aunque se notaba que hacía
todo lo posible para ocultar su belleza natural. Notó que se pintaba los ojos
con demasiado rímel de color negro, que estaba pálida y no le había dado
un poquito de color a sus mejillas y que su boca pedía a gritos un poco de
color. Cuando el subte se detuvo en medio del oscuro túnel la miró de reojo
pero no notó que el asunto le preocupara. Como si adivinara sus
pensamientos, la chica dio vuelta la cabeza, miró a Mariela y dijo:
- Siempre se detiene en los túneles.
- Es cierto- Dijo Mariela mirándola a los ojos. Era bonita. Muy chica, pero
bella. Notó en ese momento que la chica le miraba las piernas desnudas.
- Nunca hablo con extraños, menos con gente grande, como vos. Pero me
caés bien.
Martina sonrió y volvió a mirarla a los ojos. No dijo nada, porque se sentía
algo incómoda con esa chica al lado. Tal vez fuera una miedosa, pero le
parecía que la muchacha tenía una delicada personalidad. Ese pensamiento
se le había ocurrido recién. Por eso optó por dar vuelta la cabeza y mirar
por la ventana sin decir nada.
 
Por suerte el subte arrancó de nuevo con andar cansino, y emprendió otra
vez su camino.
- Que molesto- comentó Javier a una Clara que no terminaba de despertarse,
alarmada por la detención- vamos a llegar tarde.
- Avisá por el celular. Yo no voy a tener problema.
Javier sacó su viejo celular Nokia que usaba desde hacía tres años (sólo tres
años y ya está obsoleto el pobre teléfono, pensó) y buscó en la libreta el
número de su trabajo. Marcó el número y llamó. Nada. Lo volvió a intentar.
Nada de nuevo.
- Que raro, debe ser que no tiene salida desde el túnel, voy a llamar en
cuanto llegue a Carabobo.
 
Una vez que paró en la tercera estación, subieron al último vagón otras
cinco personas. Entre ellas, Juan Pablo Bardi, un muchacho de unos treinta
y dos años que era jefe de oficina en una empresa importadora de
computadoras y todos los insumos relacionados.
Juan Pablo era muy alto, casi de dos metros, flaco pero musculoso, de pelo
negro cortado muy cortito. Como buen hijo de tanos, era muy fogoso,
emprendedor y cabeza dura. Su trabajo lo absorbía demasiado, lo que le
traía como consecuencia intensas peleas con su novia, que era muy celosa.
Cuando entró al vagón vio de inmediato las hermosas piernas descubiertas
de Mariela y Martina, su extraña compañera de viaje. Pensó en sentarse
delante de ellas, pero le pareció que iba a quedar como un pesado si lo
hacía, y como era bastante tímido, decidió sentarse delante de los futuros
periodistas. Gastón y Rodrigo se miraron y se hicieron casi imperceptibles
señales de fastidio. -Claro- pensó Juan Pablo- a ningún hombre le gusta que
se le siente delante otro hombre. Que se aguanten.
 
Por la otra puerta entró Amalia Capogroso, una señora de unos cincuenta y
dos años, muy bien arreglada y perfumada. Miró la gente que estaba
sentada en los asientos y decidió sentarse al lado del escultor, que la miró
desconfiado, ya que odiaba los perfumes baratos y escandalosos. -Justo se
me viene a sentar ésta al lado, con ese olor…- pensó.
Por el contrario, a la señora, Beraldi le pareció bastante agradable, un señor
tranquilo y apacible, dueño de una fuerte personalidad que se notaba  a
simple vista.
Amalia sacó una polvera, un espejo y otros varios objetos típicos de las
mujeres y comenzó a pintarse la cara con una proverbial celeridad y
seguridad. En seguida notó que el niño de enfrente la miraba entre
extrañado y curioso. Le sonrió, pero el niño le dio vuelta la cara y se hizo el
distraído. - Odioso- pensó Amalia. Acto seguido recomenzó el tratamiento
de belleza interrumpido.
 
Detrás de Amalia subió Joao Vicente Publio Dias, de 21 años, un morocho
brasilero, de piel bien oscura, ojos negros, blanco de ojos bien blanco,
dientes aún más blancos, labios azules, motas en el pelo, dos metros de alto
y el porte de una escultura de ébano. Iba con una valija en su mano derecha,
en la que llevaba toda una serie de baratijas, anillos, colgantes, pulseras,
aros, todas de riguroso color dorado, muy bonitas. Vendía su mercadería en
la esquina de Carlos Pellegrini y Lavalle, junto con algunos otros brasileros
y africanos y lo pasaba muy bien bajo el cálido sol del verano.
Joao decidió sentarse en el rincón del vagón donde todavía no había gente.
Pero de inmediato dos muchachos que entraron corriendo por la misma
puerta justo un segundo antes de que se cerrara se le sentaron en frente.
Los muchachos lo miraron y en seguida cambiaron una mirada cómplice.
Uno le dijo algo al oído al otro y se rieron a carcajadas. Joao los miraba
entre desconfiado e irritado. Pero no quería ofenderse, era un hombre muy
tranquilo, así que se limitó a sacar de su maletín una radio que encendió
muy rápido y en seguida se puso los auriculares. Para él todo terminó ahí.
 
La Pulga y el Muñeco eran dos de los más famosos ladrones del subte.
Vivían en la Ciudad Oculta, en Mataderos, y ambos tenían 16 años.
Llevaban ropa decente y estaban limpios y perfumados, pero se notaba que
vigilaban al pasaje y buscaban a alguien a quien robarle sus pertenencias sin
que se dé cuenta. Por lo general la Pulga, el más hábil con las manos,
efectuaba el hurto de manera rápida y limpia, mientras el Muñeco vigilaba
al resto de las personas, controlaba que nadie se dé cuenta o amenazaba con
su navaja a los que podían sospechar algo. Luego de cada robo ambos
salían del vagón haciéndose los distraídos. Eran un equipo semi profesional,
que funcionaba muy bien. Nunca habían dañado a nadie, pocas veces la
gente se había dado cuenta, y aún en esos casos huyeron sin problemas,
aunque a veces sin el botín. Las cosas robadas las llevaban a la villa para
entregarlas al jefe de la banda, un tal “Macaco”. Estaban un poco
sorprendidos porque el tren entero venía casi vacío y no podían creer que no
iban a poder “trabajar” hasta dentro de un rato. Sin embargo, no perdían el
humor y trataban de pasarla bien. Una de las formas de pasarla bien era
burlarse de Joao.
- Che, este no debe escuchar nada, ¿no?- Dijo la Pulga
- Olvidate, este negro no existe. Que escuche si quiere, tiene cara de negro
maricón, jajaja- Dijo a viva voz el Muñeco.
- Si estuviera la Bruja ya lo cargaríamos de lo lindo. Vos no tenés
imaginación.
- Que te pasa, tarado- dijo el Muñeco. - Ahora mismo puedo imaginarte con
la cara rota, no me hagás poner nervioso.
- Che, que buena que está la mina esa, ¿Eh?- Dijo la Pulga, cambiando de
tema. - Que linda es y qué cara de guerrera que tiene. Cómo le deben gustar
los hombres.
- A mí me gusta la de al lado.
- Sí, tiene unas piernas infernales. Un bomboncito. Cómo me gustaría
toquetearla un poquito.
- Yo le haría de todo a esa perra. Si casi está en bolas.
 
Javier intentó comunicarse con la oficina ahora que estaban en la estación,
donde siempre había buena señal. No hubo caso. Preocupado, le pidió el
celular a su mujer. Tampoco funcionaba, no había línea.
- ¿Qué pasará? Movistar casi siempre tiene señal, aún acá, bajo tierra. Es
muy extraño.
- Debe ser algún problema con la antena. No es la primera vez que pasa.-
Dijo Clara, todavía molesta porque su marido no la dejaba dormir. -Quedate
tranquilo, intentá de nuevo cuando estemos en la Plaza de Mayo, total
vamos a llegar allí antes de comenzar el horario de trabajo.
- No sé. Si sigue así parado en cada estación dos o tres minutos y en medio
de los túneles cinco minutos, no llegamos más.
- Vamos, aprovechá a dormir, que después nos espera un día largo y pesado.
- Para vos es fácil. Yo tengo que dar mil explicaciones al Turco. No sabés lo
pesado que se pone cuando llego tarde. No me deja tranquilo y me molesta
por el resto del día. Cómo si nunca le cumpliera.
Mientras hablaba Javier, María Clara pensaba que su marido era un ser
demasiado egoísta. -Si al menos me dejara dormir un ratito, es un plomo.
Siempre los asuntos de él son más importantes que los míos, es más, lo mío
no cuenta, es fácil, tonto, soy una pretenciosa. Pero ya me cansó. Espero
que nos separemos pronto para ir a nuestros trabajos. Me parece que esta
noche no vuelvo a casa. Qué bueno sería no verlo por un buen tiempo, ya se
me hace muy desagradable.
Javier terminó de hablar y la miró. No tenía buen semblante, estaba pálida,
ojerosa, y muy seria.
- ¿Qué te pasa? - Pregunto, pero más que una pregunta parecía un reto. El
reto, él bien lo sabía, era que ella le dijese de una vez por todas lo que
sentía. Él lo sabía, o al menos se lo imaginaba. Hacía mucho tiempo que
ella lo miraba con recelo, que no lo escuchaba, que no tenía siquiera un
gesto cariñoso con él. Estaba harto, cansado de soportar sus silencios, sus
gestos, sus huídas cuando él quería hablarle o siquiera intentar un
acercamiento.
- Nada. Dejame dormir.-
- ¿Y cómo vas a dormir? Con lo mal que anda el subte y con la realidad que
dice que vas a llegar tarde al trabajo.-
- Ya te dije que yo no tengo problemas con eso. Por favor, necesito dormir.-
Clara dio vuelta la cara hacia la ventanilla y cerró los ojos. Estaba muy
fastidiosa, y no quería que Javier dijera una sola palabra más. Pero sabía
que no lo iba a poder evitar, que tarde o temprano él iba a volver a hablar,
molestándola. Fastidiándola, como siempre.
Javier iba a contestar, pero miró al asiento del costado y se puso a
contemplar las piernas de la mujer del vestido floreado. -Qué bien que está,
-se dijo a sí mismo,- esa es una mina que vale la pena. Tiene unas piernas
increíbles. Estaría bueno que pudiera levantármela así me saco a ésta de
encima. Lástima que esa otra se sentó a su lado, me tapa la cara, no puedo
siquiera mirarle esos ojos preciosos.
 
Antonio no podía dormir con el subte tan lento, que paraba tan seguido.
Faltaba el aire y era fácil adormilarse, pero lo que es dormir, dormir, no
podía. Se puso a mirar a la mamá del niño. Era una linda mujer, ya grande,
con su mejor momento ya pasado, pero linda al fin. Sin dudas está
desperdiciada, el marido, la comida, el trabajo, la ropa y tantas otras cosas.
Tiene ojeras, lógico, con tanto esfuerzo. Y el pelo teñido demasiadas veces,
bastante arruinado. Pero lo compensa con esos ojos grandes, una nariz recta
muy noble y una expresión entre ausente y resignada que le daba un aire de
importancia y la transformaba en un miembro de una clase especial de los
seres humanos: la de los que resignan su vida a favor de otro u otros. Ese
otro, era muy evidente, lo tenía a su lado.
Volvió a observar a la mujer que tenía enfrente. Se dio cuenta de que Nico
era un niño feliz. Dibujaba piruetas en el aire con sus manos y hablaba solo,
señal de que inventaba una aventura. Antonio pensó que hubiese sido muy
lindo tener una mujer así para que se ocupara de uno como esa madre se
ocupa de su hijo. Había perdido a su madre siendo muy pequeño, por lo
tanto no sabía lo que era ser mimado. O no lo supo hasta que tuvo la
primera novia. Su mujer. Que ahora se había transformado en una bruja
hecha y derecha. Estaba gorda, canosa, le salían pelos por todas partes, pero
lo peor de todo era su carácter, antes alegre, ahora hosco. Cuando no le
discutía se dedicaba a cultivar la indiferencia. Escapaba de él.
Poco a poco Antonio, sin darse cuenta, se fue adormilando y dejó esos
pensamientos para otro momento.
 
Martina miró de reojo a los chicos que subieron en la última estación. - Qué
tontos son, la miran a ésta, que ni bolilla les va a dar,- pensó no sin algo de
rencor. - Y le miran las piernas, qué descarados.-
Casi sin proponérselo, como un efecto reflejo, Martina cruzó sus piernas
lenta pero con un movimiento muy amplio. Con ello logró mostrar todo lo
que tenía a los chicos, que aunque estaban algo alejados la miraron con
curiosidad.
- Viste, esa chica quiere que le hagan mimos.- Dijo la Pulga
- Si. Cambiemos de asiento, vamos a sentarnos delante de ella.-
- No, pará. Si hay algo que no quiero es llamar la atención. Tenemos que ser
profesionales.-
El Muñeco miró a su compañero con expresión de no entender. Esa
expresión era sinónimo de problemas y la Pulga lo sabía.
- ¿Qué somos, Muñeco? ¿Qué somos nosotros?
- Ladrones, tarado, ¿qué vamos a ser?
- Bueno, en realidad, por ahora sólo somos pungas. ¿Entendés? Apenas nos
dedicamos a robar cosas a gente que anda distraída en el subte. Pero, si lo
hacemos bien, podemos llegar mucho más lejos.
- Yo no quiero llegar a ningún lado, quiero levantarme esa minita.
- Tranquilo, yo te voy a explicar: si hacemos lío, como me imagino que va a
pasar si nos acercamos a esa chica, se nos acaba el curro del subte. Yo no
quiero estar en un subte toda la vida, hay cosas mejores, pero para que te
elijan tenés que tener más éxito, robar mucha guita. Así el jefe nos puede
dar trabajos mejores, qué se yo, casas, autos, depósitos, donde haya más
guita.- Mientras hablaba, la Pulga transpiraba todavía más de lo que lo
había hecho hasta ahora. Notaba que el Muñeco no lo miraba, y no estaba
seguro de que lo escuchara.
- Dejá de hablar boludeces. ¿Venís conmigo o te vas a quedar acá sólo como
un tarado?
Cuando se iba a levantar el Muñeco se topó con las enormes manos del
negro que tenía enfrente. Sorprendido porque el negro lo había parado con
una mano en el pecho, lo miró de forma furibunda. Pero la Pulga, que
conocía a su compañero demasiado bien como para imaginarse lo que iba a
hacer, se le adelantó.
- Tranquilo negro.- Despacio separó la mano del pecho de su amigo.- No te
metás con nosotros, no tenemos nada contra vos.- A pesar de todo, la
expresión de la Pulga era de preocupación. Porque conocía demasiado bien
a su amigo. Por eso lo empujó hacia el asiento de la chica antes de que
pudiera quejarse.
- No me empujés, che. No le doy a ese negro hijo de puta porque quiero
levantarme la minita. Pero no me voy a olvidar de su cara, te lo prometo.
Mientras caminaban por el pasillo, la mano del negro se posó sobre el
hombro del Muñeco.
- Volvé a tu asiento, si no querés tener problemas.- Dijo el negro con su
notorio acento portugués brasilero.
- No me jodas. Volvé vos o te hago boleta.
Casi apenas terminó de hablar el Muñeco sufrió el golpe del negro. Había
sido tan rápido como un rayo y le había dado con el canto de la mano en el
cuello, dejándolo casi sin poder respirar. Luego lo tomó del brazo sin
preocuparse de la Pulga, y lo sentó enfrente de él. La Pulga se sentó
obediente al lado de su amigo, preocupado por su expresión de ahogo y el
semblante pálido.
- No pasa nada,- dijo Joao, -se va a poner bien en un minuto.
- ¿Se va a poner bien? Te va a matar, negro, bajate ya, aprovechá que no
arrancó todavía este subte de mierda.
El negro rió. Todavía estaba con los auriculares puestos, pero debía tener el
volumen bien bajo, porque escuchaba todo. Después de unos instantes dijo:
- Si me ataca, es hombre muerto. Soy experto en artes marciales, en eso no
me gana nadie. Podés atacarme con un cuchillo y no me vas a tocar. Estaré
atento, pero que se cuide. Y no se vayan de acá. No quiero que molesten a
la gente que viaja.
- ¿Pero de dónde saliste? ¿De una película de acción? No queremos
problemas ni vamos a molestar a nadie. Pero no nos jodas a nosotros,
¿entendiste?
Joao contestó con cara de pocos amigos: - Okei.-
 
El subte arrancó de nuevo, pero, para sorpresa de todos, lo hizo hacia atrás.
Despacio, muy lento, comenzó a moverse en dirección hacia la estación
Flores, que ya habían pasado. Para la gente que ocupaba ese ahora último
vagón fue como un golpe. Todos abrieron los ojos, se miraron, de reojo, de
frente, reflejados en el espejo. Todos tenían caras de asombro. Menos el
dormilón, que todavía no se daba cuenta de nada.
Pasaron varios segundos hasta que el tren se detuvo. Pronto la tensión se
relajó, todos se miraron sonrientes, como si dijeran: “Acá no ha pasado
nada, sólo fue un susto”, o cosas por el estilo. Pero habían quedado otra vez
en medio del túnel, cosa que a nadie le gustaba. El calor era cada vez más
salvaje. Todos, sin excepción, estaban molestos y transpirados cada vez en
mayor medida.
Antonio se dirigió a quien tenía enfrente, Katerina, para sacarse la bronca:
- No puede ser tan malo este servicio. Es una vergüenza. El Estado tendría
que sacarles la concesión. Son unos vulgares ladrones, que se llevan nuestra
plata y no ponen un peso en mantenimiento. Y ni hablar de hacer nuevas
cosas.
-Tiene razón, - dijo Katerina, mientras miraba al escultor con curiosidad, y
de reojo a su hijo que se movía inquieto en el asiento, espantado con la idea
de los zánganos.- Quizás si todos protestáramos y escribiéramos en el libro
de quejas…
- Pero no, a eso nadie le da importancia. Yo escribí hace unos meses por un
asunto parecido, cuando llegué tarde por cuarta vez por culpa de estos
inútiles, y me mandaron una carta modelo que incluía una especie de
ambigua disculpa y las proyecciones sobre el brillante futuro de la
compañía. Una vergüenza.
- Tiene razón, es una vergüenza. Lástima que ya estamos acostumbrados.
Todo anda igual en Buenos Aires. - Ahora Katerina se preocupaba por Nico
porque lo veía hacer gestos cada vez más ampulosos.
- Parece que su hijo lo toma muy bien. Mire cómo juega.- Y ya dirigiéndose
a Nico, el escultor le preguntó:
- ¿Estás peleando con alguien?-
- Con los zánganos. Estoy seguro de que nos van a invadir, por eso hacen
parar el subte en medio de los túneles. Practico para matarlos.-
- Ah, muy bien. ¿Y cómo son los zánganos?
- Son muy inteligentes. Se transforman en bichos muy chiquitos para
esconderse y que no los vean. Por eso los guardas del subte no se dan
cuenta de que estamos rodeados. Después, al mezclarse con nosotros, toman
forma de semi hombres monstruos, con una fuerza increíble. Va a ser muy
difícil vencerlos.
- Bueno, confiemos en que los guardas se den cuenta.
- No lo creo. Son todos tontos. Por eso son guardas y no otra cosa.
- ¿Otra cosa? Como qué?
- No sé, ingenieros, doctores, arquitectos. ¿Usted qué es?
La pregunta lo tomó tan de sorpresa que no contestó de inmediato, atacado
por una tos nerviosa. Beraldi nunca estaba preparado para tratar con niños.
Aunque era cariñoso no llegaba a entenderlos.
- Soy escultor.
- ¿Y qué es eso? ¿Hace estatuas?
- Entre otras cosas. Sí. Se trata de expresar sentimientos a través de las
formas. Pueden ser formas abstractas, humanas, y de muchas otras cosas. Es
una profesión que crea muchos disgustos, porque en general la gente no
comprende nuestros trabajos.
- A mí me gustan mucho las estatuas. Me gusta mirarlas, son lindas.
- Que bueno, eso habla muy bien de vos. La música, la escultura, la
literatura, son ramas del arte que mucha gente no entiende.
- Es un niño muy sensible,- intervino Katerina, que notaba que con la
conversación se olvidaba de que estaban en el túnel muertos de calor- el
padre es músico de la orquesta estable del Teatro Colón. Toca el oboe, y lo
hace muy bien. Y yo soy redactora, así que algo escribo.
- Que bien, ¿redacta en alguna revista?-
- Si, es una revista de actualidad política, pero independiente y nada
pretenciosa. Me lleva muchas horas al día, incluso escribo desde casa
muchas veces.-
- Claro, con semejantes padres, el niño ha salido sensible al arte. Eso me
gusta.- Y luego agregó dirigiéndose a Nico:
- Espero que no pierdas nunca tu sensibilidad. Porque el arte se aprecia con
sensibilidad, ¿sabías? No con inteligencia ni con conocimientos. Sólo la
gente sensible puede apreciarlo.
Nico escuchaba muy atento. Le agradaba ese señor, aunque no entendía del
todo lo que le decía. Pero se notaba que era un buen hombre, y su madre
siempre le decía que había pocos buenos hombres en este mundo. Lástima
que era muy viejo. A Nico la gente vieja le daba pena, aún no sabía por qué.
Se dio cuenta debido a su fino instinto de que si charlaban con él a su mamá
se le iban los nervios. Había notado que antes su mamá estaba nerviosa,
porque iba a llegar tarde a la escuela, al trabajo, a todos lados, con todas las
cosas que ella tenía que hacer. Menos mal que estaba el escultor.
- Señor, ¿usted cree en los zánganos?
- No lo sé. A mí me gusta creer en las cosas que veo. Yo espero no verlos
nunca.
- Yo tampoco, pero que existen, existen.
Beraldi posó su vista en el negro y los dos muchachos que éste tenía
enfrente. Se había dado cuenta del breve altercado y estaba atento a ver si
ocurría algo, aún mientras charlaba con el niño. Pero ahora todo parecía
tranquilo.
 
De nuevo el tren comenzó a moverse, pero para mayor inquietud del pasaje
siguió su camino hacia atrás. Todo el mundo se quedó en silencio. Las
miradas iban de la sorpresa al sobresalto. Beraldi pensó que de ahí al miedo
colectivo había un solo paso. Sonrió con seguridad al niño. Pero ahora la
velocidad aumentaba. La señora Amalia fue la primera que encendió la
alarma:
- Y si viene uno detrás nuestro, vamos a chocar.- Dijo con un rostro
marcado por el miedo.
Beraldi creyó conveniente intervenir. Con su mejor voz en cuello gritó:
- Todos, agárrense bien en sus asientos. Por las dudas, nomás.
Todos le hicieron caso sin chistar. Martina además de agarrarse de su
asiento tomó muy fuerte el brazo de Mariela, que no se opuso, por el
contrario, trató de dedicarle a su compañera de asiento una sonrisa
despreocupada. No lo logró.
María Clara abrazó a su marido aún a pesar de que no quería tenerlo cerca,
pero el miedo pudo más y lo tomó del cuello mientras éste se agarraba con
su mano muy firme de su asiento.
Katerina abrazó a Nicolás, que le decía al oído que los culpables de todo
eran los zánganos, que nos esperaban en la estación anterior para
destruirnos. Katerina estaba muerta de miedo, el subte tomaba más
velocidad y temía más que nada por su hijo, por eso lo cubrió con un fuerte
abrazo y trató de que no quedaran partes de su cuerpo expuestas a los
golpes.
Por su parte, Rodrigo, Gastón y Juan Pablo se aferraron a sus asientos con
toda su fuerza, aunque ellos miraban todo con cara de divertidos, quien sabe
porqué. Juan Pablo comentó en voz alta:
- Esto es increíble. No me van a creer en la oficina.-
- No, dijo Gastón, a nosotros tampoco nos van a creer en la escuela, salvo
que nos estrellemos con el tren que debería venir detrás de nosotros y nos
matemos todos.
- Este es ahora el último vagón del subte,- intervino Rodrigo,- y no creo que
haya trenes detrás nuestro. Espero que no lleguemos de nuevo a la estación
San Pedrito.
- Perdé cuidado que si viene uno detrás a esta velocidad nos vamos a hacer
torta.
 
Joao se había agarrado de su asiento pero su cara estaba impasible mientras
vigilaba a los dos muchachos que tenía enfrente. La Pulga y el Muñeco
estaban pálidos, pero mucho más este último. Joao le dijo:
- Mirá que sos flojo, ¿eh?
Con toda la furia de su impotencia el Muñeco de dijo bajito a su
compañero:
- Este negro no va a salir vivo de aquí. Te lo juro.
- Dejate de joder.- Respondió la Pulga. - Lo único que nos falta es que nos
persigan por asesinato. Calmate. Ahora cuando todo pase nos mudamos de
vagón y listo.
- Mudate vos, si querés.
En ese instante el tren se detuvo de manera violenta. Gracias a la
advertencia de Beraldi todos se mantuvieron firmes en sus asientos, salvo el
dormilón, de quien nadie se había acordado.
 
Con el dormilón desparramado en el pasillo de ese último vagón, todos los
pasajeros quedaron por un instante demasiado aturdidos. Como detenidos
en el tiempo y en el espacio, todos se quedaron inmóviles, sin habla, sin
reacción. Gotas de sudor caían por sus frentes, se formaban alrededor de sus
cuellos, en los bigotes de hombres y mujeres, sus pieles brillaban, sus ojos
ni siquiera parpadeaban. El miedo, apenas un instante después del increíble
suceso, hizo presa de cada uno de ellos.
La luz brilló con menor intensidad, luego vibró, y por fin dejó de alumbrar.
Se hizo un aterrador silencio que duró segundos y que fue interrumpido por
una voz anónima que dijo:
- Lo que nos faltaba. Que nadie se mueva, no queremos accidentes.
Por unos instantes se escuchó la respiración entrecortada y nerviosa de los
pocos ocupantes de ese último vagón. Nadie dijo una palabra, nadie hizo
ningún ruido, nadie entró en pánico. Se escuchaban algunas voces lejanas, y
hasta algún grito de una mujer alarmada. La atmósfera se hizo más pesada y
la falta de aire comenzó a embriagar a los pasajeros. Pero nadie reparaba
ahora en el calor, ya que la falta de luz los alarmaba y asustaba aún más.
 
Mariela notó que su compañera de banco la apretaba con fuerza, y pronto la
abrazó. Temblaba. Por su parte no se negó al abrazo ni a la protección, le
acarició el pelo y la cara y pudo notar que lloraba. Puso su boca muy cerca
del oído de su protegida y susurró:
- No te preocupes, nada va a pasarnos.- Luego de hablar sintió un leve
estremecimiento en su compañera, que no respondió.
 
María Clara no soportaba que su marido la protegiera. Rechazó su abrazo
suavemente, porque nunca supo ser agresiva, pero de manera firme. El, por
su parte, le dijo al oído:
- No seas mala, vení que yo también tengo miedo.
La respuesta de Clara fue un “No me jodas” que, aunque susurrado, fue
escuchado por parte de los pasajeros.
- ¿Que pasa ahí? ¿Tienen algún problema?- Fueron las dos preguntas que
Beraldi hizo en voz alta, rompiendo el silencio.
- Nada,- dijo Clara. No se preocupen, estamos bien.
- Mejor así. El que tenga algún inconveniente que grite. No se ve nada, pero
algo vamos a poder hacer. Por ahora que nadie se mueva, es peligroso.
Manténganse en sus lugares, para evitar problemas.
 
La luz volvió unos segundos después. No era de mucha intensidad, pero
servía para mostrar la cara de asustados que todos tenían, con excepción de
Beraldi, el negro y los dos pungas, los cuales miraban de forma agresiva a
todo el mundo, atentos los dos primeros a cualquier posible golpe de los
amigos de lo ajeno, y los dos últimos en plan contrario.
Beraldi observó a Katerina que abrazaba a su hijo con tanta intensidad que
su cara no pudo menos que enternecerse. - Debe ser una gran madre.-
Pensó.
-Ya está, relájese, no lo deja respirar.
Katerina le sonrió. El niño estaba feliz a pesar de todo.
- Esto es culpa de los zánganos. Pronto nos van a atacar.- Le dijo Nico a
Beraldi.
- Que vengan, los espero para noquearlos.- Dijo Antonio, mientras hacía
gestos de boxeador experimentado.
 
Gastón hizo un gesto de preocupación y comenzó una conversación en voz
baja con su amigo Rodrigo.
- ¿Qué vamos a hacer ahora?
- No sé. Supongo que esperar a que este monstruo arranque de una vez por
todas de forma normal.
- Me parece muy extraño todo esto. Ir para atrás, luces que se apagan,
detenernos en medio del túnel.
- No es tan raro. El subte tiene un pésimo servicio, empezando por el de la
ventilación, que no existe.
- Si. Con el susto de recién me olvidé del calor, pero ahora me di cuenta de
que transpiré todo este tiempo. Esto es un baño sauna.
- Espero que todo se solucione pronto.
Juan Pablo, que los escuchaba con atención, decidió intervenir en este
punto.
- Creo que debemos hacer algo.
- ¿Algo como qué?- Preguntó Rodrigo.
- Salir afuera, por ejemplo.
- Debe ser peligroso. En todos lados hay carteles que dan instrucciones por
si sucede algo así y en todos dice que hay que esperar al personal de la
empresa.- Rodrigo siempre era partidario de ubicarse dentro de las normas
legales, posición que no era muy compartida por Gastón, que necesitaba
reafirmar esa diferencia. Por eso este último dijo:
- Creo que tiene razón el amigo. Hay que hacer algo. No nos podemos
quedar acá a esperar a ver qué pasa. Esto es patético, menos mal que somos
pocos, de otra forma no tendríamos ni siquiera un poco de aire para
compartir.
- ¿Porqué no salimos vos y yo,- dijo Juan Pablo a Gastón- y vamos a buscar
ayuda. Aunque sea podemos salir para ver qué hacen en otros vagones.
- Vamos.- Dijo Gastón de Inmediato.
- Yo voy también.- Dijo Rodrigo, a quien no le gustaba la idea de soportar
las cargadas de su amigo.
La ventana más cercana a ellos era la más segura para salir, porque daba a
la pared externa del túnel, y tenía una distancia de dos metros por la cual
podrían caminar sin problemas, aunque el suelo fuera algo húmedo y
resbaladizo, según opinión de los tres. Fue Gastón el primero en asomarse y
comenzar el intento de salir. En cuanto lo vio Beraldi le pegó el grito:
- ¿Qué hacés, pibe? ¿Adónde vas?
- Voy por ayuda, con mis amigos. Ustedes esperen y los rescataremos.
- Un momento. ¿Quién les pidió ayuda? Ustedes no salen de acá.
- Y quién lo va a impedir, ¿usted, viejo?- Dijo Juan Pablo, con aire
amenazante.
Antonio Beraldi se sintió indignado pero decidió demostrar lo contrario. No
se inmutó y con voz grave y templada inició el contraataque:
- ¿No se dan cuenta de que allí afuera está todo electrificado? No quiero
que se lastimen por algo que no vale la pena. Esperemos un rato. No
perdemos nada con eso. Afuera hay todo un armado eléctrico que no
conocemos y hay que andar con mucho cuidado. Mejor démosle tiempo a
estos tipos para que arreglen lo que ande mal.
- Qué van a arreglar.- Dijo Juan Pablo, con expresión de escepticismo.- Son
unos inservibles. Pero podemos esperar un rato, no hay problema. No
mucho. ¿Cuánto esperaría usted?
- No sé,- dijo Beraldi- ¿media hora les parece bien?
- Es demasiado. Nos vamos a morir de calor. Ya no hay aire, esto es el
infierno. Vea las caras de la gente, están mal, sofocados,
- Tiene razón. Me siento muy mal.- Dijo Amalia en tono grave y solemne.-
No quiero que arriesguen sus vidas, pero si tienen ganas de salir a
investigar, no veo por qué no lo van a hacer.
- Si. Yo también estoy preocupada y me siento mal.- Dijo Katerina.-
Tampoco quiero que corran mucho riesgo, pero hasta donde puedan, me
gustaría que averiguaran que pasó.
- Quizás venga alguien de la empresa.- Intervino Beraldi.
- No sea iluso.- Le espetó Juan Pablo.
- Soy prudente. Los años no vienen solos. Traen la vejez pero también la
experiencia. ¿Podemos esperar unos quince minutos?
- De acuerdo. Sólo quince.
Se hizo de nuevo el silencio. La discusión había sido algo áspera pero
siempre en buenos términos. Gastón y Rodrigo alabaron a su nuevo amigo y
dijeron que lo iban a secundar. Juan Pablo estaba orgulloso de sí mismo. No
en vano era un jefe de oficina, aún a su corta edad. Porque sabía dirigir
gente.
 
Mientras tanto, Mariela trataba de hablar por celular. Martina todavía estaba
abrazada a ella, y parecía no querer soltarla, aunque no decía una palabra.
Con un poco de esfuerzo Mariela logró soltar un brazo, tomar su celular, y
marcar el número de su trabajo. No tenía suerte, la línea parecía muerta.
- No te esfuerces, no hay línea acá abajo. Ya lo intenté.- Javier, desatendido
por María Clara, aburrido y algo abatido, trataba de tener una conversación
algo más estimulante con la chica más bella del vagón. Pero Mariela no
pensaba lo mismo, ni lo quería, así que le dio vuelta la cara y no le contestó.
Trató de comunicarse de nuevo. No tuvo suerte.
De pronto Antonio Beraldi vio algo que se movía. El dormilón estaba tirado
en el suelo, con un tremendo golpe en la cabeza que sangraba, lo que dio al
grupo un motivo para salir de ese mundo detenido e inmóvil que los había
atrapado. -¿Cómo nadie se dio cuenta de esto?- Pensó. Beraldi corrió a
auxiliar al pobre desdichado.
- Ayúdenme, este hombre se golpeó muy feo.- Gritó.
De inmediato Gastón y Rodrigo se pusieron a su lado, aunque no tenían ni
idea de lo que tenían que hacer. Juan Pablo y los demás no se movieron de
sus asientos.
- A ver muchachos, ayúdenme a levantarlo y a sentarlo en este asiento.-
Una vez acomodado en su asiento, Beraldi miró la herida de la cabeza.
Parecía superficial, era sobre la oreja derecha, pero todavía sangraba.
- ¿Alguien tiene alcohol o algo parecido?- Preguntó a todos en general.
Nadie respondió.
- Bueno, muchachos,- dijo Antonio, preocupado- creo que llegó la hora de
salir del vagón. Este hombre no está grave, pero no podemos dejarlo sin
atención. Por favor, salgan ahora y vuelvan con ayuda.
Juan Pablo, con aire de haber ganado una difícil batalla, comenzó a
prepararse para saltar la ventana, pero pronto surgió una dura competencia.
- No te movás, pibe. Vamos nosotros. Salimos y venimos en diez minutos.
Había hablado el Muñeco, con tono prepotente y agresivo, pero que a
Beraldi le sonó sincero.
- Está bien. Vayan ustedes. Pero vuelvan rápido.
- No tenemos guita.- Dijo el Muñeco mientras miraba a Beraldi con un raro
extravío en sus ojos.
Antonio Beraldi metió la mano en el bolsillo y le dio un par de billetes.
- Esos le van a robar el dinero, y usted no se da cuenta. Es un miserable
robo.
- Vos callate porque te parto la cabeza.- Comenzó a decir el Muñeco como
en un ataque de furia, pero fue interrumpido por la Pulga, que lo tomó de
los brazos.
- Vamos y venimos. Lo demás lo arreglamos después.
- Está bien,- dijo Beraldi- váyanse ya. Traigan alcohol y algodón, y si
pueden traigan también alguna noticia de cómo va el asunto este del subte.
El Muñeco primero y la Pulga después salieron por la ventana y empezaron
a caminar hacia la estación San Pedrito. No se veía a otras personas que
caminaran sobre las vías, sólo a los dos muchachos, que a juicio de la
mayoría de los ocupantes del vagón no eran de confiar.
 
- Por mí no se preocupen estoy bien,- dijo al fin el dormilón.- Mi nombre es
Nicolás. Nicolás Almanza. Soy fotógrafo.
Era un hombre alto, de buen físico, de unos cuarenta y tantos años. Su voz
era profunda, expresaba tranquilidad y serenidad. Metió la mano en su
bolso y extrajo una muy buena máquina fotográfica Canon digital, con un
lente enorme, que debía salir una pequeña fortuna.
- No puedo resistir la tentación de sacar fotos, si ustedes no se oponen.
- Lo único que nos faltaba, con el calor y los nervios, tener que soportar que
alguien nos saque fotografías.- Dijo Amalia con cara de pocos amigos, e
hizo un gesto bastante grosero para una señora.
- No se haga problema, señora, sólo le saco a quien me dé su permiso.
Hágame el favor de sentarse allá y no saldrá en ninguna foto.
- Es usted muy amable y correcto, señor Almanza.
Me alegro que lo aprecie. Ahora disculpen todos, voy a sacar algunas
fotografías, pero no se preocupen en posar o en sonreír, quiero que salgan
de manera natural.
Beraldi, que lo miraba extrañado, le preguntó con evidente curiosidad:
- Disculpe usted, Almanza, no sé si se dio cuenta de que estamos en una
situación algo delicada. Estamos en medio de un túnel, el subte llegó hasta
acá mientras emprendía una alocada carrera en reversa, y cuando paró,
usted, que estaba muy sumergido en un sueño, se cayó y se golpeó la
cabeza.
- Si, ya veo. Es una situación particular, pero no creo que sea peligrosa.
Debe creer que el golpe me afectó pero yo soy así, cuando tengo ganas de
sacar fotografías las saco, eso sí, siempre pido permiso. Para mí no hay otra
forma. Usted, ¿Cómo se llama?
Comenzó entonces Nicolás Almanza con una serie de presentaciones hasta
que conoció a todos y a todos estrechó su mano con firmeza.
- Ahora, si me disculpan, voy a comenzar la sesión.
- Pero todavía sangra y esa herida hay que curarla. Dos muchachos han
salido para comprar algo de alcohol y algodón.
- Les agradezco mucho la preocupación. A decir verdad estoy algo
mareado, pero bien. En verdad, estoy bien. Ya me curaré la herida cuando
vengan los muchachos.
Cuando estaba por sacar la primera foto el tren volvió a moverse. Lo hizo
despacio, hacia atrás, como ya a nadie sorprendió. Pero el lío que se armó
fue bastante más grande que la otra vez, al acelerar el tren varios se
cayeron, incluido Nicolás Almanza, Antonio Beraldi, Juan Pablo, Gastón y
Rodrigo. Estos últimos tres cayeron entrelazados, ya que en el momento en
el que el subte se puso en marcha estaban parados y juntos porque
comenzaban a posar para las fotos.
El tren siguió hasta la estación Flores sin encontrar otros trenes en su
camino, pero lo raro de todo esto es que atravesó la estación marchando
cada vez más fuerte y volvió a internarse en el túnel en dirección a San
Pedrito. Segundo a segundo aceleraba cada vez más.
- Agárrense fuerte, todos, gritó Beraldi en cuanto pudo sentarse y afirmarse
en su asiento. A su lado se sentó Nicolás Almanza, que sostenía de manera
empecinada con su mano derecha la cámara de fotos.
- Deje esa cámara en su bolso y agárrese fuerte con las dos manos.- Lo retó
Antonio Beraldi.
Nicolás no dijo nada, metió la cámara en el bolso a las apuradas pero siguió
sosteniendo el bolso con su mano derecha y tomándose del asiento con la
izquierda.
- Veo que es cabeza dura, ya se pegó dos golpes, no quiere un tercero,
¿verdad?- Gritó Beraldi, en medio del ruido ensordecedor de las ruedas de
subte sobre las vías.
Nicolás colgó el bolso de su cuello y luego sí, se agarró fuerte con las dos
manos. Justo a tiempo para sostenerse en el momento en que el tren paró
con extrema violencia de nuevo en medio del túnel.
- ¿Están todos bien?,- gritó Antonio Beraldi, y luego de unos segundos
evaluando las respuestas agregó,- veo que sí, por suerte.
- Podríamos parar alguna vez en una estación así bajaríamos todos.-
Katerina estaba asustada y su voz sonaba histérica. Tenía a Nico agarrado
tan fuerte que Beraldi sintió miedo por él. Pero Nico no se quejaba.
- Tranquila, no va a pasar nada. Este desperfecto tiene que ser solucionado
de inmediato. Imagínese que miles y miles de personas dependen de este
medio de transporte. Todos se van a quejar.
- No es por desilusionarlo, pero me pareció, es una impresión bastante viva,
que al pasar por la estación de Flores no había nadie.- Dijo Juan Pablo con
evidente preocupación.
- Por Dios, no puede ser, ¿usted dice que estamos abandonados acá en
medio del túnel con un conductor medio loco?
- No, yo no quiero decir nada, sólo les transmito mi visión de que la
estación estaba abandonada.
- Es cierto, yo miré curioso porque pensé que habría cientos de personas
malhumoradas por el subte parado y no vi a nadie. Estoy seguro. - Había
hablado Javier, molesto por no poder usar el celular, por llegar tarde al
trabajo, por todos estos inconvenientes y en especial porque María Clara
seguía sin prestarle atención.
- Vaya a saber de qué manera podremos solucionar esto.- Dijo Beraldi.
 
En el momento en que Juan Pablo, Antonio, Javier, Gastón y Rodrigo se
juntaron para encontrar una solución al problema, Nicolás Almanza
comenzó su serie de fotografías. Nicolás pensaba que era una bendición
tener una ocupación como la suya, porque evitaba que le hicieran preguntas
molestas sobre soluciones a problemas difíciles, porque lo miraban con
simpatía, ya que después de todo los retrataba, y porque podía abstraerse de
esa enojosa situación que vivían en esos momentos. Las primeras fotos las
sacó al grupo que debatía sobre las acciones a seguir, pero pronto encontró
una mejor modelo en Katerina, que se había relajado porque Nico le
contaba que se sentía muy bien. Katerina era una belleza para fotografiar,
un rostro que de inmediato atraía. Los años y el cansancio por sus
numerosas actividades, que Nicolás Almanza pronto imaginó, le habían
dado una dignidad incomparable. Cada arruga era una historia diferente,
cada sombra sobre ese bello rostro era una experiencia enriquecedora, y la
expresión, sublime, de resignación a una vida de actividades para favorecer
a otros, era encantadora. El color de su piel era de un rosado suave y frágil
y eludía toda combinación con el advenedizo amarillo de los enfermos. Sus
ojos eran una imposible combinación del marrón más exquisito con el verde
más etéreo, y para las fotografías los abría mucho pero sin que quedaran
con formas artificiales, lo que resultaba en dos enormes y bellísimas bolas
de felicidad para un fotógrafo como él. Tomó varias fotos de Katerina, sola
y con Nico, alguna del niño solo, y luego giró hacia la otra parte del vagón.
Encontró a María Clara con una tristeza tan profunda que lo conmovió. Se
preguntó por qué el marido no se había dado cuenta, porque si lo hubiese
hecho no hablaría con los demás. María Clara no le sonrió. Pero era muy
joven, y bella. Fotografiaba muy bien, sus ojos tristes dejaban una muy
buena impresión en la cámara. El visor de la Canon le mostraba a una casi
niña desvelada y molesta, pero serena. Su mirada tenía una profundidad que
pocas veces había podido ver. Nicolás se dio vuelta y comenzó a sacar a las
dos mujeres que estaban tomadas del brazo. La niña, desafiante, miraba con
una intensidad profunda pero agresiva. La de al lado, en cambio, era de un
rostro precioso, alegre, pero que dejaba ver que estaba asustada. En medio
de la sesión de fotos Martina soltó el brazo de Mariela, pero a cambio tomó
su mano. Para las últimas fotos acercó su mejilla a la de su compañera de
asiento, y para la última le dio un beso en la mejilla muy cerca de la
comisura de la boca. Mariela no movió su rostro, y Nicolás pronto dio la
vuelta buscando otros modelos. Entonces Martina le pidió con un suave
gesto una última foto, para la cual le dio a Mariela un beso muy suave e
intenso a la vez, esta vez sobre los labios. Mariela tampoco movió su
cabeza esta vez, y aunque no devolvió el beso dejó los labios a disposición
de Martina. El resultado fue una encantadora imagen.
Unos instantes después Nicolás se acercó a Amalia, que se negó en forma
terminante a ser fotografiada. Se notaba que su discurso ya estaba
preparado de antemano, y lo dijo con una decisión fingida que le dio un
tono exagerado. Nicolás se apresuró a decirle que él sólo les sacaba fotos a
las personas interesantes, que ella era una de esas personas, y que
lamentaba su decisión, y con ello logró que Amalia se ablandase y le dejara
sacar “una sola, señor fotógrafo”.
Luego le tocó el turno a Joao, que se había quedado solo y pensativo en el
rincón más oscuro del vagón. Joao había encendido un cigarrillo y lo
disfrutaba en soledad. Con gusto se dejó fotografiar mientras sonreía y
fumaba, de frente y de costado. Tenía una cabeza con una hermosa forma
ovalada, que podía ser la cabeza de miles o cientos de miles de negros del
mundo. Nicolás pensó que tenía cara de africano, como si fuese del Congo.
Las partes blancas de sus ojos y sus dientes destacaban demasiado en las
fotos de Nicolás. Luego se sentó al lado de Joao y comenzó a revisar el
visor LCD de su Canon. Todas las fotos habían sido satisfactorias, pero
tenía que tener paciencia para esperar a transferirlas a su PC, ya que la
única forma de constatar si eran buenas o tenían algún defecto era
observándolas en el monitor. Le había pasado a través de los años un
montón de veces que las fotos que más prometían en 3 pulgadas se veían
horrorosas en 17 o más. El monitor de Nicolás Almanza era de 22 pulgadas,
suficiente para destruir cualquier foto con algún pequeño defecto.
 
Entre vagón y vagón había una pequeña ventana que permitía ver hacia el
vagón de al lado. Nicolás miró hacia esa ventana y se dio cuenta de que
estaba demasiado sucia como para dejar ver una buena imagen. -Me
gustaría sacar unas fotos a los vecinos desde acá pero con ese vidrio tan
sucio no va a quedar bien. Voy a limpiarla.- Pensó. Se acercó a la ventana y
sacó su pañuelo del bolsillo. No pudo limpiar mucho, pero en cuanto se
acercó a la ventana para mirar del otro lado, a pesar de que todavía había
poca luz, creyó notar que el vagón de al lado estaba vacío. Miró de nuevo, y
no pudo creer lo que vio: el vagón vacío por completo. Tal como estaban las
cosas, parecía que eran los únicos que estaban a bordo de ese maldito
subterráneo. Tenía que decírselo a todo el mundo, pero se dio cuenta de que
muchos podrían entrar en pánico, muy en especial las mujeres y el niño. Por
eso le hizo señas a Antonio Beraldi, que según él parecía el más templado
de los pasajeros. Al verlo Antonio hizo un gesto de fastidio, pero fue a
sentarse junto a él, para lo cual le hizo un gesto a Joao para que se fuera.
Joao se levantó sin problemas y se sentó a dos metros de allí.
- Que le pasa, Almanza, estamos en el medio de una buena discusión. ¿Sabe
lo que quieren estos tontos? Quieren que salgamos todos. Y yo les digo que
como están las cosas no sabemos si el subte va a arrancar de un momento a
otro, no tenemos información de nada, las vías están electrificadas, y no
sabemos cuál es el problema que nos retiene aquí, en medio de este túnel. Y
usted, ¿qué quiere? ¿Sacarme otra foto?
- Ojalá. Lo que le voy a decir no le va a gustar. Al lado, fíjese usted mismo
por la ventana, no hay nadie. Es posible que seamos los únicos que estamos
en este tren.
Antonio miró a Nicolás con la mayor atención. La expresión de su
interlocutor no era desesperada, ni siquiera preocupada. Le decía que
estaban solos en ese subte y no se le movía un pelo. Decidió asomarse a la
ventanita. Desde ese lugar comprobó sin dudas que en el coche de al lado
no había nadie. Pero, ¿qué podía haber pasado? ¿Habían evacuado a todos y
no les habían avisado? No era posible, ellos hubieran escuchado algo. ¿Los
de al lado habían sido más audaces que ellos y se habían bajado todos al
túnel? Eso podría haber pasado, pero lo extraño era que si habían tenido la
audacia para salir a alguno de ellos se le debería haber ocurrido avisarles a
ellos. Eso era, al menos para él, lo que debería haber sucedido. Pero no,
ellos estaban solos, al menos en la parte de atrás del tren. Tenía que
informarlo a los demás pasajeros.
- No se le ocurra hablarles y decirles a todos.- Le advirtió Almanza con una
expresión amable y casi sonriente.
- Es que tienen que saberlo, ¿por qué no puedo contarlo? Casi todos son
gente adulta y responsable.
- Pero hay una colegiala muerta de miedo colgada del brazo de una chica
joven y una mamá con su hijo pequeño. No, no conviene que lo sepan, se
asustarían.
- ¿Usted que quiere, que guardemos el secreto? Olvídelo.
- No, no quiero eso, digo nada más que si organizamos una fuga completa
en diez minutos tenemos que estar en la estación de Flores.-
- Si, tiene razón, o en San Pedrito.
- Mejor Flores.
- A ver, ¿por qué mejor Flores, se puede saber?- Dijo Antonio, que ya
estaba por perder la paciencia.
- Porque cuando salgamos a la calle nos vamos a encontrar en la Plaza
Flores, que es un descanso verde, reposaremos unos minutos en los bancos,
charlaremos tranquilos, respiraremos un hermoso aire con smog pero
mucho más agradable que este, y luego de unos minutos nos iremos cada
uno a sus trabajos o adonde sea, con el ánimo mejorado. En San Pedrito
tenemos unos preciosos restaurantes y bares, pero no creo que nadie quiera
detenerse a tomar algo después de esto.
- Está bien, tiene cierta lógica.
- Bueno, ahora vuelva al grupo pero no cuente nada. Diga que yo lo
convencí de la urgencia de salir pronto, organice la evacuación. Mientras
tanto yo les saco algunas fotos. Por suerte este flash es espectacular, ya que
acá no se ve casi nada.
 
Mientras hablaban Beraldi y Almanza, el grupo ya se sublevaba para
decidir que tenían que salir de allí. Pero después Beraldi les comentó que
Almanza lo había convencido y los demás respiraron con alivio. Todos
miraron al fotógrafo con caras de agradecimiento. Nicolás aprovechó para
sacarles unas bonitas fotos en ese momento de júbilo colectivo. Los
muchachos se abrazaron y sonrieron felices. Posaron para la cámara de
Nicolás en las más inesperadas posiciones.
 
Mientras tanto, Martina seguía tomada de la mano de Mariela. Pero cada
vez la apretaba más. Mariela se decidió a hablarle.
- ¿Tenés miedo?
- Creo que vamos a morir.- Contestó Martina con expresión lúgubre y una
mirada algo extraviada. De inmediato comenzó a acariciar el pelo de
Mariela.
Mariela la miraba con ternura. En ese instante era un ser indefenso, y pensar
que parecía tan dueña de sí misma cuando subió a ese vagón. Estaba segura
de que por dentro la chica estaba muerta de miedo. Y en realidad no se lo
había negado al hacerle la pregunta.
- Veo en esta situación como una especie de designio. Siento que el mal está
presente. No puedo explicarlo. No sé qué hacer, y sólo te tengo a vos.
Prométeme que no me vas a dejar sola.
- No, jamás. Pero sos muy chica para hablar así. Acá no hay ningún
designio ni nada parecido. Acá lo que pasó fue que alguien no hizo bien su
trabajo o se rompió algo y ahora no saben qué hacer. Siempre es lo mismo,
es la impericia lo que arruina todo. Está lleno de ineptos, inútiles, gente que
ocupa cargos y no sirve para nada.
Martina la miró como sin entender. Pero en seguida respondió.
- Espero que tengas razón. Yo no me asusto con facilidad, pero ahora estoy
aterrada. Siento algo raro en el aire.
- Sí, claro, es que estamos por ahogarnos por la falta de aire. Creo que
jamás en mi vida respiré una basura como esta.
- Igual creo que vamos a morir. ¿No te parece? Todo es muy extraño, y toda
esa gente que discute y discute y no saben qué hacer con esta situación. Al
final, nos hubiéramos ido como esos dos chicos y nadie estaría en peligro.
 
Joao fue el primero que lo vio. Era un hombre y estaba observándolos
parado sobre las vías. No tenía aspecto de ser un trabajador del subte. De
unos cuarenta años, estaba vestido con una camisa negra, jeans oscuros y
zapatos negros, tenía el pelo corto, casi rapado y a pesar de la poca luz que
había en ese corredor, usaba anteojos negros muy grandes. Era un hombre
muy alto y fornido. Apenas lo vio, el negro corrió hacia la ventanilla para
hablarle.
- Señor, ¿qué pasa acá? Esperamos un montón de tiempo que alguien venga
a rescatarnos o que el subte pare en una estación. ¿Pasa algo malo?
El hombre bajó la vista y sin emitir sonido comenzó a caminar hacia la
estación Flores por el costado de los vagones. Los demás ocupantes del
vagón se acercaron a las ventanillas y todos le gritaron al hombre
pidiéndole que se detenga y que les explique la situación, o al menos que
avise a alguien que estaban allí.
- Yo me bajo a seguirlo, no aguanto más.- Dijo Juan Pablo.
- Te acompaño.- Dijeron Rodrigo y Gastón casi al mismo tiempo.
Cuando el hombre iba un par de vagones delante, los tres muchachos
hicieron pie y empezaron a correrlo, pero en ese mismo instante la
formación comenzó a avanzar, es decir, a retroceder, de forma muy lenta al
principio. Los tres se quedaron como paralizados, sin saber qué hacer, hasta
que Beraldi les gritó:
- Vamos, vuelvan, es preferible que estemos todos juntos en esto.-
Como no se decidían, y mientras Nicolás Almanza sacaba una foto tras otra,
Antonio Beraldi les increpó:
- ¡Vamos, vuelvan!- Antonio se desesperaba porque sin esos tres muchachos
la gente del vagón no sabría cómo hacer para decidir una acción a seguir.
Juan Pablo, que era el que más ganas tenía de alcanzar al desconocido, se
volvió para mirarlo, y se dio cuenta de que había desaparecido. - Dónde se
habrá metido.- Se dijo a sí mismo.
Al final entraron los tres por la ventanilla antes de que el subte tomara
velocidad. El último fue Juan Pablo, que entró justo antes de que comenzara
una loca carrera. El subte aceleró y en pocos instantes llegó hasta la
estación San Pedrito, donde ahora sí, paró como corresponde.
Los pasajeros no lo podían creer. Tanta preocupación, tantos nervios, y
ahora estaban por fin en una estación, a punto de salir. Sin embargo, no
tardaron en darse cuenta de que en el andén no había nadie. Miraron, entre
curiosos y extrañados, y entendieron que ni siquiera estaban los guardas, la
vigilancia o los que vendían pasajes. Un pensamiento lógico indicaría que
habiendo pasado tanto tiempo sin salir de la terminal, ésta debería estar
llena de gente, casi hasta al punto de explotar.
 
María Clara estaba muy preocupada, su rostro lo demostraba y además le
temblaba el labio inferior en un claro gesto de miedo.
- Qué nos va a pasar, esto es muy raro.- Se dijo a ella misma. Su
preocupación era evidente, pero además estaba marcada por el enojo que
sentía con su marido, con la vida. Mariela la miró y se dio cuenta de lo que
le pasaba, pero ya tenía a Martina pegada como para tener que consolar a
otra. -Que se arregle con el marido, si puede.- Pensó, no sin algo de maldad.
Pronto vio que Javier venía a buscar a su esposa.
- Nos vamos, dale.- Le habló en un tono seco, apremiante.
- Con vos, a ninguna parte.-
- Si eso es lo que querés…- Dijo Javier, se dio media vuelta y volvió al
grupo que comandaba Beraldi.
Antonio Beraldi les dijo a los muchachos que si no abrían las puertas
esperaran unos instantes antes de salir por las ventanas.
- Fíjense si sale alguien de los otros vagones.- Ordenó.
Todos se asomaron por las ventanillas de su vagón, pero no salió nadie. Era
evidente que pasaba algo muy extraño. De pronto, el subte comenzó a
marchar hacia delante, con lo cual la desesperación de los pasajeros llegó a
su punto máximo.
- No puede ser, ahora qué vamos a hacer, estamos otra vez en manos de
algún loco que conduce la máquina. La culpa es suya,- decía Juan Pablo,
mientras miraba con rencor a Beraldi,- porque siempre anda con miedo y
nunca quiere que salga nadie de acá. Todos los demás ya se han ido, y
nosotros estamos presos en este lugar.- No hablaba con nerviosismo, ni
siquiera gritaba, pero su alocución le pegó muy duro a Antonio, que había
visto en esa difícil situación en la que se encontraban un escape a sus
problemas, una forma de ser útil y eficiente en la vida y un programa que lo
alejaba de la rutina diaria. Se sentó, con aire cansado de derrota.
- Y vos, pará de sacar fotos, che, que me tenés podrido.- Seguía en el
mismo tono bajo pero decidido Juan Pablo, mientras miraba de forma
agresiva a Nicolás Almanza.
- No tiene derecho a hablarme así. Seguro que el subte va a llegar a Flores y
se va a detener, va a abrir sus puertas y entonces todos vamos a bajar. Luego
nos explicarán lo que ha sucedido.
- Sí, claro, yo también creo en los marcianos. Por favor, señor fotógrafo,
con todo respeto creo que usted es un iluso. Lo que necesitamos es salir de
acá, sea como sea, como han hecho los otros. En cuanto se detenga nos
iremos de aquí. Por las ventanillas o por donde sea. Está decidido, quien
quiera seguirme, que me siga.
- Como usted quiera,- dijo Beraldi, con algo de aire de víctima,- pero les
digo a todos que obré por su bien, para que estemos todos protegidos en
todo momento, con prudencia y cordura, como debe hacerse en estos casos.
Juan Pablo le iba a contestar pero quedó en medio de otra foto de Nicolás
Almanza. Cerró un poco los ojos, se los restregó para sacarse el efecto del
flash, contó hasta diez y pudo por fin hablar.
- Todos le agradecemos su preocupación. Pero al mismo tiempo le
comunicamos que estaba equivocado. A veces hay que ser un poco más
audaz en la vida. El que no arriesga, no gana. Está muy claro.
- Puede ser, pero la prudencia nunca está de más. Le cuento que a pesar de
que me he dado cuenta de que somos los únicos pasajeros de este tren
también razono que no sabemos si las personas que salieron quedaron
ilesas, si salieron bien o tuvieron problemas, o incluso si ahora están en
problemas.
- Y qué problemas podrían tener, por favor. Creo que usted no razona bien.
El que se va, se va, y punto. Por eso no los vemos. Se fueron, o no entiende.
Refregándose el ojo izquierdo después de un agresivo disparo de flash de
Nicolás Almanza, Antonio Beraldi iba a contestar pero en ese momento
todos se dieron cuenta de que se aproximaban a la estación de Flores. Se
hizo un profundo silencio. Dos preguntas imprescindibles volaban en el aire
y estaban en cada uno de los pasajeros: la primera, ¿pararían en la estación?
La segunda: esta vez, ¿se abrirían las puertas? La contestación a esas
preguntas estaba a punto de hacerse realidad. El subte bajó la velocidad, y
al alcanzar la estación casi no avanzaba. Como ahora estaban de nuevo en
el primer vagón, ya que iban hacia delante, fueron los primeros en ver el
piso tan anhelado de la estación Flores. El subte paró en la estación, y unos
segundos después, cuando todos los pasajeros del vehículo contenían la
respiración, abrió sus puertas. Por una de las puertas comenzaron a bajar
con cierto miedo Juan Pablo, Gastón, Rodrigo, Almanza y Beraldi, por la
puerta del medio bajó Clara muy rápido como si corriera una carrera y
detrás de ella Mariela con Martina colgada de su brazo. De inmediato las
puertas se cerraron. Dentro del tren quedaron Amalia, Javier, Katerina y su
hijo, y Joao, que con mucha caballerosidad les cedía el paso.
- Rápido, bajen por la ventana.- Gritó Juan Pablo.- Apúrense.
Pero el tren no les dio oportunidad. Se los llevó hacia la estación Carabobo,
ante la mirada estupefacta de los ahora únicos ocupantes de la estación de
Flores.
- Acá tampoco hay nadie. - Observó Juan Pablo luego de mirar las
ventanillas vacías donde debían estar los empleados que vendían boletos.
- Estás muy equivocado.- Dijo Beraldi, mientras señalaba hacia el fondo del
andén, donde se veía una figura de traje y anteojos negros.
- ¿Es el mismo?- Preguntó Juan Pablo.
- No se parece, estoy casi seguro de que es otro. - Dijo Gastón, que era muy
observador.
- Vamos a preguntarle qué es lo que sucede.- Dijo Juan Pablo y comenzó a
caminar hacia el desconocido. Sin embargo, éste bajó por las escaleras del
final del andén hacia las vías y comenzó a caminar en sentido contrario.
- Eh!- Gritó Juan Pablo, pero el desconocido se alejó demasiado rápido.
- Dejémoslo. - Dijo Beraldi. Mejor es que salgamos a respirar un poco de
aire fresco.
Era verdad, el aire en la estación no era mucho mejor que arriba del subte.
Todos estaban con la ropa mojada, alterados, molestos.
- Tiene razón,- dijo Juan Pablo,- vamos, vamos todos, subamos por la
escalera hacia la luz.
Uno tras otro, Beraldi, Almanza, Clara, Mariela, Martina (todavía colgada
del brazo de Mariela), Gastón, Rodrigo y por último Juan Pablo subieron
despacio los escalones de la escalera de la estación, la que los iba a
depositar en la vereda de la Plaza Flores. Todos ellos estaban como
expectantes, querían respirar aire fresco pero también querían saber qué les
había pasado. Almanza se adelantó avanzando de a dos escalones por vez y
sacó fotos del grupo desde arriba. Cuando estuvo satisfecho, una vez sobre
el terreno de la Plaza Flores, comenzó a mirar a su alrededor y en ese
instante se dio cuenta de que era allí donde iban a comenzar a vivir la
verdadera aventura.
 

 
 
 

 
 

 
 

 
Parte II

Sobre la Superficie
 

Nicolás quedó estupefacto apenas sus asombrados ojos vieron el aterrador


espectáculo que le mostraba la ciudad de Buenos Aires en la superficie.
Lejos de estar más seguro y más cerca de la posibilidad de descansar un
rato y recuperarse de los nervios vividos debajo de la tierra en el
subterráneo, se dio cuenta de que sus males, los males de todos, recién
habían comenzado. De inmediato hizo señas al grupo que subía las
escaleras para que se detuviese. Por supuesto, Beraldi no le hizo ningún
caso y subió aún más rápido. Los demás dudaron un poco pero pronto se
encontraron sobre la superficie, y comenzaron a descubrir el gran
espectáculo.
Nicolás Almanza hasta se olvidó de sacar su máquina de fotos por más de
dos minutos. La calle era un caos, gente que corría en todas las direcciones,
algunos policías que trataban de mantener el orden, los escasos automóviles
y colectivos luchaban en medio del desenfreno por seguir adelante
atravesando los obstáculos. Y el fuego…
La Basílica de Flores se consumía poco a poco. Aunque aún estaba en pie,
las llamas alcanzaban por lo menos los cien metros de altura, y el calor que
se sentía sobre la avenida Rivadavia, era infernal. El aire que se respiraba
era espeso, debía hacer treinta y cinco grados a la sombra, y cada tanto
sonaban explosiones dentro del enorme edificio. Las construcciones de al
lado se habían contagiado el fuego, pero recién comenzaban a incendiarse,
un poco más afectado el de la esquina, un bonito edificio del banco de la
Nación Argentina.
 
Nicolás recordó de repente que podía obtener un excelente material
fotográfico. Le daba mucha pena lo que sucedía con la hermosa Catedral de
lo que en un tiempo fue la ciudad de Flores. Pero antes que nada era un
profesional y debía obtener un testimonio certero y perfecto de la situación.
Tomó su cámara, revisó la vida de la batería, que aún estaba muy bien a
pesar de todas las fotos que había tomado en el subte, revisó la memoria,
que era de 32 Gigabytes y le servía para unas 800 fotos en alta resolución, y
todavía le quedaban unas 621 para usar. Recordó que había guardado otras
cinco memorias en su bolso, vacías, y se tranquilizó mucho más. Así que
puso manos a la obra, casi olvidándose de la tragedia. No sólo fotografió el
monumental incendio, sino también, gracias a la lente que lo acercaba a casi
cualquier lugar desde la plaza, los rostros de la gente que corría, los que
observaban, la llegada de los bomberos que se producía en este instante, la
actividad de los bomberos, de la policía y de los autos que trataban de
avanzar por la caótica avenida Rivadavia.
 
Antonio Beraldi se sorprendió y quedó unos minutos sin habla. Se lamentó
por la ya segura pérdida de este precioso monumento que era la Catedral.
Su sorpresa, sin embargo, no le impidió contar, luego de recuperarse del
golpe, una mínima historia de la Catedral en voz alta, un poco para que el
improvisado grupo lo escuche, pero más que nada hablaba como en sueños,
para él mismo: “El dueño de estas tierras era Don Juan Diego Flores.
Ramón, su hijo y heredero, donó a la Curia de Buenos Aires una manzana
para la construcción de una iglesia, y otra, al estado para la formación de
una plaza. La ciudad de Flores creció alrededor de la parroquia y de la
plaza.  La iglesia se construyó en 1883. Es una pena.”
- Una historia interesante.- Dijo Almanza mientras tomaba foto tras foto,
entusiasmado ahora con su trabajo.
Beraldi, a pesar de la pena que sentía por la irremediable pérdida de este
singular edificio, sintió cierta alegría interior, porque era su gran
convencimiento el hecho de que cada vez que algo se pierde en una tragedia
produce la fuerza necesaria para crear algo nuevo. Antonio era ya una
persona grande, pero no por eso dejaba de tener sus fantasías, temores e
ilusiones. Una de sus más grandes ilusiones era la de una gran revuelta
mundial que quemara todo lo hecho por el hombre, lo bueno y lo malo, y
que permitiera volver a crear, a imaginar, un mundo alternativo al de ahora,
que le parecía enfermo y decadente. Por eso el fuego, que todo lo purifica,
le parecía a Antonio una verdadera bendición, una señal del cielo que nos
decía que había que volver a empezar, y que esta vez nos pedía que lo
hiciéramos bien. La pena y la alegría juntas hicieron que Beraldi se sintiera
más vivo que nunca y su entusiasmo a partir de ese momento fue evidente
para todo el grupo.
 
Martina, en cambio, sin dejar de apretar el brazo de Mariela, sintió una
satisfacción interior enorme ante la vista de la iglesia que ardía. Nada de
pena. Como muchas de las niñas de su generación, nunca pisó una iglesia
salvo en ocasiones familiares inevitables y le atraía la idea de cambiar este
mundo de una u otra forma. El fuego era un gran espectáculo, y si quemaba
una gran iglesia, mejor. - Ojalá se quemara toda la ciudad, el país, el mundo
entero.- Pensaba, mientras no podía apartar sus ojos del formidable
incendio. Pero dejando de lado los pensamientos filosóficos, en realidad
Martina veía al fuego como un gran entretenimiento, como si fuera un gran
programa de televisión o un multitudinario recital de un grupo de rock, con
sus luces y estallidos. Su alegría era real, y disfrutaba de ese momento,
olvidándose del miedo por unos instantes.
 
Por otro lado, Mariela sentía una profunda pena, y tampoco podía apartar su
mirada de las inmensas lenguas de fuego. Mariela tenía un espíritu alegre,
servicial, positivo y artístico, y todo lo que significaba violencia le
molestaba. Pensó en todo el gran trabajo que dio construir la catedral, en la
cantidad de hombres que se esforzaron para levantarla, en todas las
pequeñas historias vividas a su sombra y en los fieles que la visitaron
durante años y años al menos una vez a la semana y sintió una profunda
pena y angustia. Se dio cuenta de que pronto toda la manzana iba a arder de
la misma manera y sintió aún más dolor: empleados de los bancos
adyacentes sin trabajo, hogares destruidos en su totalidad en los edificios
cercanos, oficinas que desaparecerían de manera irremediable. Una sombra
le cruzaba la mirada que brillaba con el fuego.
 
Rodrigo era una persona bastante fría. A pesar de ello, no pudo permanecer
indiferente al gran incendio declarado. Se sintió turbado, desanimado,
porque pensó que eso podría pasar en algún momento en la casa de
cualquiera de ellos, incluso en la suya propia. Imaginaba que nadie está a
salvo de que su casa se incendie alguna vez, por desgracia. No quería que
eso le pasara alguna vez, pero no podía evitar pensar en esa posibilidad, y
eso entristecía su ánimo. Era una tristeza egoísta, tal vez, pero era muy
cierto que era muy difícil que en algún otro momento de la vida Rodrigo se
hubiera sentido tan frágil y desconcertado. Debe ser el calor que hace que
me sienta tan mal, especuló.
 
Gastón se sintió perdido a la vista del inmenso incendio. Era una persona
muy sensible y el fuego le parecía algo espantoso y destructivo. Mucho más
en esta circunstancia en la cual las llamas sobrepasaban los cincuenta
metros, según su muy corto cálculo personal. La tristeza se dejaba relucir en
su mirada con los ojos entrecerrados, el ceño fruncido y la comisura de su
boca inclinada hacia abajo. Pronto sintió ganas de vomitar debido al humo
que llegaba a la plaza por efectos de las ráfagas de viento caliente. Se sintió
enfermo, y quiso estar muy lejos de este mundo tan violento y cruel.
 
María Clara tenía su vida familiar pendiente de un hilo. Por eso no se sintió
afectada por el desastre de Flores. Gracias a su accidental separación
momentánea de su marido al arrancar el subte con él adentro, se sintió
reconfortada. No era indiferente a lo que pasaba, pero su pensamiento
estaba en su vida particular, en la decisión que en su fuero íntimo ya había
tomado la decisión de separarse de su marido, al cual ya no respetaba y
estaba segura de no querer. Pasados unos minutos de euforia, sin embargo,
sintió un poquito de lástima por esa irreparable pérdida.
 
Juan Pablo, el último del grupo que pudo ver la luz luego de la aventura en
el subte, pensó que la ciudad perdía una buena millonada de pesos y que la
reconstrucción de la catedral sería imposible de terminar al menos hasta
dentro de unos diez o doce años. Asumió que el jefe de gobierno de la
ciudad estaría mucho más preocupado por eso que él, pero que en definitiva
iba a ser la gente de la ciudad la que iba a pagar los daños con los impuestos
que debía abonar a la municipalidad. Bastantes problemas tenía la gente
como para tener que pagar por estas cosas. También caviló un poco sobre el
origen del accidente: quizás una pérdida de gas en las habitaciones
aledañas, o alguna explosión de un artefacto eléctrico, descuidos que le iban
a salir muy caros a la ciudad.
 
Como si se hubiesen puesto de acuerdo, los integrantes del grupo seguían
unidos, muy cerca unos de otros aunque muy abstraídos mientras
contemplaban la grave representación del fuego que consumía el inmenso
edificio. Ya el fuego había ganado a los edificios de al lado y pronto, se
podía sentir, se haría dueño de toda la manzana.
Nicolás Almanza los hizo volver a la realidad sacándoles varias fotos
grupales e individuales mientras miraban lo que pasaba en la vereda de
enfrente. El primero que volvió a hablar fue Antonio Beraldi.
- ¿Se dieron cuenta de que no hay mucha gente en la calle? Hace un rato
que estamos acá, al momento de subir a la superficie había muchos más.
¿Adónde fueron? Lo que recuerdo es que todos corrían como locos, aunque
no les dimos importancia porque nos confundió el fuego. Ahora me doy
cuenta. ¿Qué pasa?
- Es fácil saberlo, allá viene una persona, preguntémosle.- Dijo Juan Pablo,
y se acercó a una de las pocas personas que había ahora en la calle. Ésta, en
cuanto lo vio, comenzó a correr en sentido contrario.
- ¿Qué pasa acá? Dijo Juan Pablo. El subte que va y viene, las misteriosas
personas que huyen de nosotros, el incendio de la iglesia. ¿Qué pa…-
La disertación de Juan Pablo se vio interrumpida por el derrumbe
impresionante de la catedral. La imagen era patética, el ruido ensordecedor,
seco, vibrante, y el polvo que generó los hizo correr escaleras abajo, el
único refugio para no respirar el humo y el polvo y para no quedar negros
de ceniza.
Se encontraron de nuevo en el andén. La ceniza entraba en grandes
cantidades por el hueco de la entrada pero al menos llegaba filtrada y no era
tan espesa como en la calle.
- Vamos hacia el otro lado del andén.- Dijo Beraldi.
Una seña de Nicolás Almanza lo convenció de lo contrario. Antonio vio del
otro lado a un hombre vestido de traje negro con anteojos oscuros. Estaba
seguro de que no era ninguno de los otros que habían visto, este era más
alto y algo gordo. Sintió que Nicolás, detrás de él, sacaba una fotografía.
Pronto el hombre se ocultó, bajó por las escaleras hasta las vías. No había
ningún subte a la vista.
- ¿Dónde estarán los otros?- Preguntó Martina.
- Mejor nos preocupamos por nosotros mismos, es lo mejor.- Dijo Juan
Pablo. - No sabemos qué ocurre, pero presiento algo muy extraño.
Martina no le contestó, pero su mirada le decía que no le gustaba lo que
había dicho. Esa joven era muy expresiva. Apretó demasiado el brazo de su
compañera.
- Tranquila,- le dijo Mariela. - Creo que ya podemos ir sueltas, ¿no te
parece?
- Está bien, pero quedate al lado mío. Tengo mucho miedo.
- No te preocupes, no me voy a ir a ningún lado.- Y ya dirigiéndose a
Beraldi, le dijo: - ¿No podemos subir? Este lugar no me gusta nada, todo
esto es muy misterioso.
- Por supuesto,- le dijo Antonio- pueden subir, todos somos dueños de ir a
donde nos dé la gana, pero les aconsejo que esperen unos minutos hasta que
el polvo acumulado en el aire se haga menos espeso. Respirarlo puede ser
muy tóxico.
- De acuerdo. Gracias.
- No hay problema. Escuchen, -habló Beraldi, ahora en general- yo no sé
qué es lo que sucede, pero en vistas de las circunstancias podríamos hacer
esto: cada cual que diga dónde vive, el que esté más cerca va a ser
acompañado por todos hasta su casa, luego el siguiente y así hasta que no
quede nadie.
- Ese plan es bueno -dijo Juan Pablo-, pero tiene una falla: el último tendrá
que irse solo.
- Bueno -dijo Antonio-, yo vivo en Morón, no creo que haya alguien que
viva más lejos. Me hago cargo, y voy solo.
- Creo que no es momento de tomar decisiones apresuradas. -Dijo Almanza
mientras fotografiaba la entrada de humo y ceniza en la boca del subte,
agachado delante del primer escalón- Lo mejor sería salir en el momento en
que el humo deje de ser espeso y se asiente sobre el suelo de la plaza, y
preguntarle a la primer persona que veamos qué cosa sucede en esta loca
ciudad, por qué los subtes se han transformado en fantasmas, por qué hay
gente extraña en los andenes y por qué se incendió la iglesia.
- Me parece mejor hacer eso. -Exclamó Juan Pablo. -Todo esto ya me tiene
cansado y tanto misterio me molesta. Creo que en pocos minutos podremos
salir de acá, manténganse tranquilos.
 
Algo alejada del grupo, María Clara posaba su mirada triste y asustada
sobre la pared del otro lado del andén. Rodrigo se separó de Gastón y fue a
hablarle.
- ¿Te pasa algo? Me pareció que estabas con tu marido, ¿te preocupa dónde
habrán ido con el dichoso tren?
- No, para nada. Voy a dejarlo.
Como la expresión de María Clara era neutral, Rodrigo se atrevió a seguir
la conversación.
- Parecía un tipo normal. Bueno, no soy yo quien tenga que opinar sobre él.
- No hay problema. Es un tipo normal, pero ya no lo soporto. Tal vez sea yo
el problema, pero estoy decidida. Me voy a separar.
- Te creo. Cuando una mujer se decide es seguro que va a lograr lo que
quiere. Muy en especial esto se da en temas de pareja. ¿Tienen hijos?
- No, no hemos podido tener.
- Bueno, sos muy joven y linda. Podés recomenzar tu vida sin problemas a
partir de ahora.
María Clara miró a los ojos de Rodrigo por primera vez en forma franca y
profunda. Los ojos de ella eran oscuros y muy grandes y bellos, y en su
mirada se notaba que era una persona frágil aunque decidida. De todas
formas pronto desvió la mirada de él. No quería hacer amistad con ningún
hombre, no el día de su gran decisión. Veía al rubio como un hombre lindo
pero sus ojos claros la inhibían, le parecían muy alejados e inaccesibles.
- Seguro. Gracias.
Rodrigo se dio cuenta en cuanto ella volvió a mirar la pared de enfrente que
estaba de más en ese lugar. Sin decir palabra volvió al grupo. Almanza
tomaba en ese momento una instantánea sobre el rostro de Martina, que lo
miraba con el ceño fruncido.
- Esta foto será preciosa en blanco y negro.- Le dijo a la muchacha.
Juan Pablo revisó la salida del subte y avisó a todos que ya podrían salir sin
sufrir demasiado.
- Muy bien,- dijo Beraldi- todos arriba. Vamos a averiguar qué pasa aquí.
Una vez arriba, donde todavía no se veía demasiado bien, Beraldi dijo que
si veían a una persona le avisaran, así le preguntaba. Pero no había nadie en
las calles. Ahora tampoco se veían autos, ya que el humo hacía imposible
pasar por Rivadavia. Aunque Antonio reparó con angustia que por Rivera
Indarte tampoco circulaban automóviles. Por primera vez sintió miedo, y se
atrevió a confesarle esos miedos a Almanza, que tomaba las primeras
fotografías de los escombros de la catedral en medio del humo.
- Nicolás, escúcheme, acá pasa algo muy extraño. Salvo los bomberos, que
se recuperan del derrumbe, no hay nadie por ningún lado. Estoy muy
preocupado.
- ¿Habrán cerrado la zona?
- No lo sé, pero si lo hubieran hecho esto estaría lleno de policías. Y no hay
nadie. Es todo muy raro, me da miedo.
Juan Pablo los vio que hablaban en voz baja y se les unió de inmediato.
- ¿Pasó algo?- Preguntó.
- No hay nadie, es todo muy extraño,- le dijo Almanza- tenemos que
averiguar de inmediato qué es lo que está pasando.
- Preguntémosle a los bomberos.- Dijo Juan Pablo.
Sin decir más palabras, los tres se separaron del grupo y luego de atravesar
mitad de la avenida Rivadavia encararon al bombero más cercano, un
hombre gigante que trabajaba con sus propias manos que removían los
escombros que habían saltado hasta allí. Beraldi tomó la iniciativa.
- Disculpe que lo molestemos, señor, pero ¿nos podría decir qué sucede?
¿Por qué no hay gente en la calle? ¿Qué le pasó a la iglesia?
El hombre los miró durante un segundo con expresión de desconcierto pero
pronto tuvo que ir hacia otro lugar luego de recibir una orden de su superior.
Antes de ir, el bombero miró a Beraldi y le dijo.
- Vayan a sus casas, y no salgan.
Los tres hombres se quedaron mirándose extrañados. Juan Pablo entonces
se adelantó entre los escombros sin medir el peligro, acercándose al fuego
que todavía ardía en los edificios aledaños a la catedral con Almanza y
Beraldi pegados a sus talones. Encaró a otro de los bomberos.
- Señor, disculpe que lo interrumpa en su trabajo, pero necesitamos saber
qué pasa. El subterráneo ha dejado de dar servicio y en la calle no hay
nadie, la manzana de la iglesia se quema toda. ¿Qué pasa?
- No tengo mucha información para darle y estamos muy atareados aquí.
Sólo les voy a decir que el gobierno ha decretado que nadie salga de sus
casas. Así que váyanse a sus casas, enciérrense allí y no salgan más. Señor,
deje de sacarme fotos, esto no es un juego.
- Disculpe,- dijo Nicolás Almanza bajando su cámara,- pero creo que
debería informarnos. Estamos perdidos, no entendemos que es lo que
sucede aquí.
- No soy un centro de información. No me molesten más, por favor.
Acto seguido dicho bombero, que parecía el jefe, se puso a gritar órdenes a
los que todavía tenían la inmensa tarea de sofocar el fuego en todo el resto
de la manzana.
- Mejor volvemos a la plaza. Acá no se puede respirar.- Dijo Juan Pablo con
tono de resignación.
 
En cuanto llegaron Juan Pablo vio un hombre que cruzaba la plaza y corrió
a encararlo. Beraldi y Almanza corrieron detrás de él. Gastón y Rodrigo en
cambio parecían haber asumido el rol de proteger a María Clara, Mariela y
Martina que cada vez estaban más preocupadas.
Cuando estuvieron cerca los tres hombres dejaron de correr a una seña de
Beraldi, para no asustar al caminante que estaba desprevenido. El primero
que hablo fue Juan Pablo.
- Disculpe señor, ¿puedo hacerle una pregunta?
El hombre se sorprendió mucho al ver a tres personas tan cerca suyo, pero
trató de ocultar su miedo con una mueca de indiferencia. De inmediato su
cara se transformó en un rostro brillante, sonriente, y aparecieron dos ojos
enormes y brillosos y dos hileras de dientes blancos inmaculados. Pronto
pasó a dominar la situación.
- Yo no sé qué es lo que ustedes pretenden de mi, pero lo único que yo
quiero es llegar a mi casa antes de que estos revolucionarios tomen la
ciudad.- De todas formas llevó su mano derecha dentro de su bolsillo en
actitud bastante sospechosa.
Los tres hombres se miraron y coincidieron en avanzar sobre el extraño
reduciéndolo en apenas un momento. Pero este demostró ser un hombre con
mucha argucia. Fingió un desmayo y al sentirse suelto una vez depositado
en el piso se levantó con la agilidad de una gacela y se fue a los saltos por la
calle Ramón Falcón.
- Que tipo más loco- Exclamó Beraldi.
-Ese tipo no está loco,- dijo Juan Pablo, muy molesto- me parece que en
realidad oculta algo. Algo muy raro pasa con la gente, esos tipos extraños
en el subte, ahora éste con ese brillo insólito en la mirada. Yo no voy a estar
tranquilo hasta que averigüemos algo. Entremos a un bar, veamos algo de
televisión, vamos, no acá pero por Rivadavia tenemos que encontrar algo en
unas pocas cuadras.
Nicolás Almanza los acompañaba con cara de contento.
- ¿Por qué tanta sonrisa?
- Porque a pesar de lo rápido que era no pudo evitar que le saque una buena
foto con esos ojos llorosos y esa sonrisa falsa que tenía. No sé si servirá
para algo, pero en todo caso lo podremos reconocer por la fotografía.
- Muy bien, te felicito – le dijo Beraldi con todo amargo,- ¿hay algo a lo que
no le sacás fotos?
-¿Tenés algún problema con mis fotos?- Le dijo Almanza con tono
sorprendido.
- No, para nada, es que me tenés harto.
- Disculpame, no sabía que te molestaba.
- No le haga caso, esa foto de verdad nos puede ser muy útil.- Dijo Juan
Pablo mientras pensaba que la susceptibilidad del fotógrafo había sido
herida por el viejo Beraldi. Pero el viejo a su vez se hallaba cansado y
molesto por motivos bastante atendibles. Tenía que poner paños fríos al
asunto.
Pronto estuvieron junto al resto de sus compañeros. María Clara estaba
preocupada, mientras que Gastón y Rodrigo trataban de animar a Martina y
Mariela. De pronto se produjo una situación muy particular. Pareció que el
grupo tomaba conocimiento de sí mismo, que sus miembros se reconocieran
como una entidad formada, de origen casual, es cierto, pero no menos cierto
es que se habían movido como grupo desde que estaban en el vagón del
subte que les tocó en suerte. A veces las cosas se dan de manera casual para
después lograr definirse, en una forma de constitución en reversa. Pero el
hecho era que ahora formaban una rara especie de sociedad, y que su primer
objetivo era tomar información de lo que pasaba, para después actuar en
consecuencia. La única que aún conservaba más o menos su independencia
era Clara, que no hacía caso de los demás, algo triste o decaída por la
decisión tomada.
 
Como todo grupo necesitaban un líder. El primero en querer lograr este
puesto de liderazgo era Beraldi, por carácter, por fuerza interior y voluntad
de lograr sus objetivos. Era un guía natural. Pero Juan Pablo no le iba en
zaga. Era un organizador nato, estaba acostumbrado a mandar y le gustaba.
Además era más joven y tenía más iniciativa que el viejo. Beraldi le
inspiraba mucho respeto y si bien se le opuso un par de veces lo hizo con
cierto temor, porque lo veía como a un padre. Por otra parte ninguna de las
tres mujeres parecía tener mucho carácter o iniciativa y Gastón y Rodrigo
se preocupaban de otras cosas, además de que eran buenos chicos y
obedecían sin chistar lo que les decían, casi con candidez. Por último,
Almanza era una personalidad adorable con su manía de sacarle fotos a
todo, y no le preocupaba en lo más mínimo liderar nada. Parecía un hombre
feliz por el sólo hecho de fotografiar el mundo. Por lo tanto sólo dos
personas podían discutir el liderazgo del grupo, y esas eran Juan Pablo y
Antonio. En los próximos minutos asistiríamos a un duelo por la
conducción de lo que sea que estaba por venir.
 
Pronto apareció otra persona que caminaba por la avenida Rivadavia, con
unos movimientos de gacela que daban a entender que estaba con mucho
miedo de lo que le podía pasar. Juan Pablo alertó al grupo y pronto se puso
en camino para interceptar al hombre. Detrás iban Antonio y Nicolás, que
ya preparaba su cámara para nuevas intervenciones.
- ¡Eh!, ¡oiga!, ¡señor! Gritaron los tres en distintos tiempos.
El caminante se asustó y casi estuvo a punto de darse vuelta y echarse a
correr hacia el otro lado. Pero la vista de tres hombres grandotes (los tres
superaban el metro ochenta y eran corpulentos) lo inhibió de hacerlo, quizás
porque temía una poderosa represalia si lo alcanzaban. Se detuvo, pero los
esperó con una evidente expresión de miedo.
- No queremos molestarlo, señor,- comenzó a hablar Beraldi, pero pronto le
habló encima Juan Pablo, mientras Almanza retrataba al caminante con cara
de pánico.
- Disculpe, pero estamos perdidos, no sabemos qué es lo que pasa y
necesitamos que alguien nos aclare sobre este problema. ¿Usted sabe algo
de todo esto?
- Algo puedo contarles si es que se perdieron las noticias.- Dijo el hombre
con una mueca de preocupación- Hay más de diez incendios en la ciudad,
todos comenzaron, parece, al mismo tiempo. Eso dice la televisión. El
gobierno prohibió andar en grupos por la ciudad, pero por lo que yo veo no
hay ni un policía en las calles. Parece que hay toda una misteriosa
organización dedicada a incendiar la ciudad, que se oculta en distintas
estaciones de subte. El gobierno prohibió bajar a las estaciones bajo pena de
arresto inmediato.
- ¿Y quiénes son esos incendiarios?- Preguntó Beraldi, cada vez más
preocupado.
- No se sabe nada, al menos hasta ahora. Pero algo puedo decirles, se
comenta que tiene un líder, que se llama o se hace llamar “Fuego”, esto no
lo dijo la tele, se comenta en las calles entre la gente. Dicen que está en una
estación de subte y que dirige todo desde allí, pero nadie sabe cuál es.
- Eso explica la manera en que nos trataron hace un rato en el subte,- dijo
Beraldi,- o se burlaban de nosotros o nos hacían conocer su poder.
- Si, es cierto, pero no explica la razón de los incendios.- Comentó
Almanza. - Dígame hombre, por favor, estos hombres misteriosos, ¿han
hecho alguna declaración o todo esto son puras conjeturas?
- Es lo que se habla en la calle, no hay nada escrito, algunos comentarios
por la radio, algo se puede ver por Internet, pero nada más. Mis hijos dicen
que desde hace varios días que el grupo amenaza con incendiar la ciudad
por medio de un blog en Internet y que nadie le hizo caso.
- ¿Usted sabe cuál es esa dirección de la web?- Preguntó Juan Pablo.- Sería
interesante poder entrar allí para averiguar sobre este asunto.-
- Creo que hablaban de fuegobuenosaires.com, es fácil de recordar.
- ¿Usted sabe de otros lugares incendiados? Dijo que había como diez.-
Intervino Almanza.
- Creo que se hablaba de la Torre de los Ingleses, la estación de
Constitución, el hotel Hilton de Puerto Madero, y la verdad que no me
acuerdo de nada más. Bueno, si es suficiente esta información para ustedes,
me tengo que ir.
- Si, por favor, disculpe que lo hayamos interrogado así, pero estábamos
muy intrigados, y asustados, por lo acontece en Buenos Aires.- Dijo
Beraldi, que de esa forma despidió al hombre.
Los tres se quedaron un rato en silencio, mirándose entre ellos por un
momento, observando el piso al instante siguiente. Sus expresiones
denotaban la preocupación que tenían, por lo peligroso de esa extraña
sublevación, de esa rara forma de mostrar descontento y de tratar a los
ciudadanos. Vaya a saber lo que querían los incendiarios, pero lo que fuese
seguramente no ameritaba hacerlo de esa forma.
 
Por la cabeza de Beraldi pasaba un entusiasmo casi infantil, como si
hubiese esperado por este momento durante toda su vida. Le apenaba que se
perdieran monumentos tan significativos como la Basílica de Flores y la
Torre de los Ingleses, pero por otra parte siempre fue un idealista, un
hombre perteneciente al mundo del arte, donde la destrucción puede ser el
primer paso para la construcción de algo nuevo. Beraldi pensaba de esa
manera y de pronto se sintió atraído por la idea de una nueva Buenos Aires.
Esa idea le dio fuerzas para proponer a sus nuevos compañeros de aventura
una recorrida por la ciudad.
- ¿Se volvió loco? Ir a recorrer los lugares incendiados es una locura. ¿Qué
le está pasando por esa cabeza? - Le dijo Juan Pablo con indignación. Lo
que sucedía estaba en contra de las ideas conservadoras de Juan Pablo, que
siempre había pensado en su vida como si fuese una carrera: esfuerzo,
estudio, trabajo, ascenso social, más dinero, etc. Era joven, jefe de un
equipo de personas, capaz, inteligente, trabajaba en una empresa importante
de importación de elementos informáticos que movía mucho dinero, tenía
todo para ascender sin límites y conseguir ser el dueño de su propia
empresa en pocos años. No, no quería un cambio de situación, y le
importaba muy poco lo que los incendiarios tenían para decir.
- Ojo, no es mala idea. - Dijo Almanza, y en un instante recogió la
furibunda mirada de Juan Pablo y la más benévola mirada de Antonio
Beraldi, que le dedicó una sonrisa triunfante. Nicolás Almanza había
decidido que por su profesión no tenía derecho a criticar las actitudes de ese
grupo de incendiarios mientras no mataran a nadie, claro, y que debía tomar
fotografías de todos los lugares que se incendiaran en ese momento.
Siempre fue un hombre pragmático, que privilegió a su profesión de
fotógrafo y que se acostumbró a ver las cosas desde afuera, como si fuera
un tercero para siempre. Su mentalidad se adaptó a la máquina de fotos, que
se transformó poco a poco en sus ojos. Nicolás no veía a la ciudad, la
fotografiaba. No veía a las chicas, las fotografiaba. De igual forma no
quería ver los incendios, no quería opinar sobre ellos, sólo deseaba
fotografiarlos.- Vamos a hacer un tour por Buenos Aires para fotografiar
todos los incendios, sería extraordinario. Van a sentir sensaciones nunca
antes experimentadas, se los aseguro.
- Yo estoy con usted, -dijo Beraldi- si va a fotografiar los incendios, lo
acompaño. Siento como si nos conociéramos desde hace años, y esta
situación me hace sentir joven de nuevo. Como si tuviese veinte años.
- Esperen un momento, creo que están un poco locos, los dos.- dijo Juan
Pablo con creciente indignación.- ¿Van a arriesgar sus vidas para divertirse
un rato?
- Nada de divertirse.- Dijo Almanza.- Lo mío es trabajo profesional, soy
fotógrafo de alma y lo único que deseo es retratar el fuego, el horror, la
desesperanza de una ciudad. Es lo que quiero hacer.
- Yo deseé siempre,- expresó Beraldi con palabras dichas muy despacio,-
que este mundo complejo que nos tocó vivir se transformara en algo más
justo, más razonable, y durante una vida entera esperé un momento como
éste para ver de qué manera se transforma. Quizás esto sea algo bueno, toda
transformación es buena.
- Tal vez Hitler pensaba lo mismo al iniciar la segunda guerra mundial.- Fue
la cachetada de Juan Pablo para Antonio.
- Si, es posible. Pero cada uno tiene en mente un mundo nuevo distinto. La
ilusión que yo siempre tuve fue la de un mundo sin injusticias, igual para
todos, donde se premie el talento, el trabajo y la participación. Un mundo
en el cual haya solidaridad con quienes lo necesiten, en el que se cure al
enfermo sin cobrar dinero, en el que todos puedan destacarse y nadie cobre
un centavo por eso. Sin pobres ni multimillonarios.
- Eso es imposible.- Dijo Juan Pablo.- Y no sé de dónde saca la idea de que
estos incendios vengan a ayudar para conseguir algo semejante.
- De todas formas- terció Almanza- vamos a ir de tour por la ciudad para
ver, fotografiar y tratar de entender estos incendios. ¿Usted, va a venir?
Juan Pablo se quedó pensativo. Un fotógrafo y un idealista locos no eran la
mejor compañía, pero les había tomado cierto afecto, como el que se tiene
con las personas con las cuales se vive un momento muy fuerte. No estaba
de acuerdo con ellos, eso lo había dejado bien claro, pero tenía que decidir
de acuerdo a lo que sentía, no a lo que razonaba, por una vez en la vida. El
primer impulso fue de irse a su casa, como ordenó el gobierno, y mirar todo
el día las noticias en la tele antes de decidir qué hacer. Pero ellos lo miraban
con unos ojos grandes y saltones, esperanzados, porque, estaba seguro,
habían llegado a apreciarlo a pesar de sus diferencias. Ellos querían que él
los acompañara, y eso tenía que ser respondido de forma afirmativa. Juan
Pablo era un hombre antes que nada leal. Leal a sus sentimientos y leal
hacia quienes lo apreciaban. Por eso les dijo:
- Voy a ir con ustedes. Pero no hagan locuras, yo voy a observar, y ante
cualquier cosa rara que pase nos vamos, o me voy.
Ninguno dijo nada, pero las expresiones de Almanza y Beraldi eran
luminosas, casi felices. Caminaron hacia el resto del grupo sin decir
palabra. Ahora tenían que informar a los demás sobre el problema que se
les planteaba. Antes de llegar al lugar dijo Juan Pablo a Beraldi:
- Usted tiene ahora la tarea de convencer a los demás. No quisiera estar en
su lugar.
- Si no quieren venir que no vengan. No hay problema.
- Bueno, lo dejo con el grupo.
Beraldi vio a Gastón que charlaba con Martina y Mariela, a Rodrigo que
fumaba solo, apartado, y a Clara con mirada triste mirando el suelo. No era
muy prometedor. De todas formas emprendió la tarea de convencer al
grupo.
- Quiero que me escuchen, todos, por favor, acérquense. Gracias. Les quiero
contar lo que nos ha dicho el señor que interrogamos. Parece que hay una
organización dedicada a incendiar edificios en esta ciudad, quien sabe con
qué objetivo final, pero por ahora parece que intenta desestabilizar a este
gobierno. Hay más de diez incendios en este momento. También, esto les va
a interesar, parece que algunos se ocultan en el subterráneo, por eso ya
tenemos alguna explicación a lo que nos sucedió. No sé si fue una
humorada o si querían asustarnos para que nos fuéramos, lo cierto es que el
gobierno prohibió entrar a los túneles y también prohibió caminar en
grupos.
- Todo esto que nos cuenta me parece aterrador.- Dijo María Clara,
preocupada.- Me da mucho miedo, quiero irme a casa.
- No se preocupe, la acompañaremos.- Dijo Beraldi algo alterado por la
interrupción.- Continúo con el tema: hemos decidido junto con Juan Pablo y
Nicolás que vamos a recorrer Buenos Aires para documentar los incendios
con fotos y tal vez yo pueda escribir una crónica de los acontecimientos.
Los que quieran seguirnos pueden venir, por supuesto, los demás serán
acompañados a sus casas primero.
- Yo voy, no me lo perdería por nada del mundo.- Dijo Gastón con gran
entusiasmo.- Gastón era joven y apasionado, con una firme intención de
vivir la vida con intensidad. Estaba además estimulado por el misterio, por
la aventura debajo de la tierra y por el público femenino que había
acaparado su atención. Estaba casi seguro de que Mariela iba a seguirlo y se
jugaba a que Martina iba a seguir a Mariela, así que pensaba que tenía la
corte asegurada. Había hablado con las dos y no dudaba que les gustaba a
ambas. Se sentía un poco pedante cuando tenía esos pensamientos, pero no
podía evitarlo. Sabía que siempre les caía muy bien a las mujeres.
Casi de inmediato Mariela habló:
- Yo voy con vos, tampoco me lo perdería por nada. Es una situación muy
especial, me gustaría saber qué es lo que sucede en realidad. Además voy a
sacar fotos con mi celular. Es más modesto que su cámara- le dijo a
Nicolás- pero puede ser muy efectivo.
- No dudo que debés sacar muy buenas fotos. Dijo Almanza, sonriente.
- Yo voy, por supuesto.- Señaló Rodrigo. Se dirigía en general a todos, pero
deseaba que lo escuche Mariela. Rodrigo era más agraciado que Gastón, ya
que lucía un pelo rubio luminoso y tenía ojos claros, celestes, era un poco
más alto y tenía muy buen físico. Sin embargo, por alguna extraña razón,
nunca tenía tanto éxito con las mujeres como su compañero. Siempre
pensaba que tenía que ser un poco más comunicativo, sonreír más,
interesarse mucho más por el otro, pero no lo lograba. Sabía que su carácter
era frío y distante, y no podía evitar esa gélida distancia que ponía entre él y
los demás. Pero esta vez decidió competir con su amigo por alguna de las
chicas.
Como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, comenzaron a mirar a
Martina. Era menor de edad, por lo tanto tendrían que llevarla a su casa
aunque no quisiera. No podían comprometerse. Ella se dio cuenta de su
situación y decidió hablar.
- Quiero ir.- Dijo. No quería volver a casa de sus padres. Allí se aburría
además de tener que soportar sus discusiones y a sus hermanos. La casa era
muy chica para todos, todo se escuchaba y se sabía, y en pocos segundos se
veía envuelta en las más estúpidas disputas. Estaba convencida de que
quería ir, aunque más no sea para darle charla a Gastón, que era el primer
hombre grande que la había interesado en su corta vida. Ya sabía que
Mariela tenía todas las de ganar, era hermosa, casi de la edad del muchacho,
pero ella iba a tratar de que al menos él la considerara.
- No podés ir, nena.- Dijo Beraldi. -Sos menor, por lo tanto si te llevamos
sería casi como un secuestro. Y nadie acá quiere tener problemas, además
de los que ya tenemos.
- Y qué les preocupa eso.- Dijo Martina, enojada. - Van a meterse en medio
de los incendios y les preocupa que yo sea un problema. Sé cuidarme sola.
Mariela estaba algo cansada de la muchacha. Sin embargo, por una noción
de la injusticia que tenía desde muy chica, le pareció que merecía la pena
defenderla:
- Yo me haré cargo. Nos hemos hecho amigas en el viaje en subte y asumo
toda la responsabilidad por ella. No se va a despegar de mí, lo prometo.-
Terminó de hablar y miró de manera agresiva a Antonio. Sin embargo, el
que habló primero fue Juan Pablo:
- Me parece bien. Todos están de testigos y pueden afirmar que te hacés
responsable sin que nadie te obligue.
- Por supuesto.
- Bueno, entonces estamos todos de acuerdo en este punto.
- Si, pero yo no voy con ustedes.- Dijo Clara, con gesto compungido.- No
me siento con ánimo como para iniciar una aventura.
Rodrigo decidió entrar en la conversación. Estaba harto de la situación y de
ser una persona casi invisible para el resto del grupo.
- Usted estaba en el vagón con su marido, ¿cierto?
- Si
- Entonces tiene una buena oportunidad de encontrarlo si viene con
nosotros. ¿Por qué no lo hace?
- Eso no le importa.
- No es que me quiera meter en su vida privada. Quiero convencerla porque
me parece que no está de buen humor, y me gustaría verla sonreír. Tal vez
no sea la mejor forma de pasar el tiempo, pero creo que estaremos bien.
- Quiero que me dejen tranquila. Y espero que respeten mi decisión.
- Creo que mi amigo tiene mucha razón.- Intercedió Gastón.- Usted parece
necesitar de un momento de aventura. No parece sentirse muy bien, pero un
par de viajes por la ciudad la van a dejar como nueva. Y de paso quizás se
encuentre con su marido, si es eso lo que la preocupa.
- Eso es lo que menos me preocupa. Hoy acabo de decidir que me voy a
separar de él.
- Entonces qué mejor que venir con nosotros, que somos un grupo de
hombres deseosos de su compañía.
La sonrisa que María Clara dedicó a Gastón fue tomada por Rodrigo como
un insulto personal. Un insulto que lo indispuso con su compañero y amigo
mucho más que contra ella. ¿Qué se creía Gastón? ¿Que era un estúpido?
¿Por qué tenía que meterse en todos sus asuntos? ¿Por qué tenía que caerles
tan bien a las mujeres si no era mejor que él?
Clara resolvió quedarse con el grupo, decisión que festejaron Beraldi y Juan
Pablo porque así se evitaban tener que acompañarla hasta su casa. De esta
forma podían salir sin perder tiempo hasta el sitio del incendio más cercano.
Una vez resuelto este problema Beraldi se dirigió a todo el grupo y anunció
que partían hacia la torre de los ingleses.
- Un momento.- Dijo Juan Pablo.- Nadie decidió nada todavía. ¿Cuáles eran
los lugares que se incendiaban? Lo mejor es darlo a votación.
Todos estuvieron de acuerdo, para consternación de Antonio Beraldi, que
miraba preocupado al grupo que parecía rechazarlo como jefe. El resto
comenzó a prepararse. Gastón, Rodrigo, Juan Pablo, Mariela y Martina
eligieron el Hilton de Puerto Madero. Clara, Nicolás y Beraldi se inclinaron
por la Torre de los Ingleses. Nicolás Almanza dejó retratados a los dos
grupos para la posteridad.
- No importa, Beraldi. En cuanto terminemos de observar el incendio del
Hilton nos vamos rápido a Retiro a visitar la Torre.
- O lo que quede de ella.- Dijo Beraldi con un dejo de amargura.
- No sea pesimista, vamos a ver todo a su debido tiempo. También quisiera
ver el incendio de la estación Constitución, pero ese vendrá en tercer
término.
- Una pregunta a todo el grupo.- Dijo Juan Pablo adueñándose de toda la
atención.- ¿Alguno de ustedes tiene auto cerca? Yo tengo mi auto a unas
pocas cuadras, voy y vengo en quince minutos, pero somos ocho, hace falta
otro.
- Si, yo tengo el mío no muy lejos.- Dijo Gastón.- Entramos cuatro
cómodos.
- Perfecto. El resto del grupo espere aquí. Gastón y yo venimos en unos
minutos.
 
Mientras esperaban los autos Nicolás se despachó con una serie de
fotografías de las mujeres que estaban encantadas de hacer de modelos.
Para Clara era una notable distracción que la hacía superar en parte su
timidez. Para Mariela era como la vida misma, alegre, imaginaba su sonrisa
en cada una de las fotos. Para Martina fue como hacerse más amiga de
Mariela, la imitaba, se sacaba fotos con ella, abrazada, dándole besos en la
mejilla o juntaba la cabeza con la de ella. A María Clara no le prestó
demasiada atención.
En medio de la sesión, al fotografiar Almanza a Mariela y a Martina,
Rodrigo se acercó a Clara. Trataba de hacer amistad con buenas
intenciones, pero era claro que estaba celoso de Gastón.
- Espero que no suba mucho la temperatura, si no vamos a morirnos de
calor.
- La verdad no me preocupa demasiado.
- Disculpe, veo que sigue afectada por el tema de su marido, no la molesto
más.
- No, disculpe usted. Es cierto, estoy molesta, pero es con él, no con usted.
- Con vos.
- ¿Cómo?
- Que me trates de vos, no de usted. ¿Qué edad tenés?
- Veintidós. Tenés razón, es consecuencia de ese viaje que nos puso muy
nerviosos. Apenas nos conocemos pero no tenemos que tratarnos como
viejos. Vos, ¿Cuántos tenés?
- Veinticuatro. Ves, somos dos chicos jóvenes. ¿Vas a venir en el auto
conmigo?
- Si. Si vas en el de tu amigo. No me gustan mucho esas chicas, que se
vayan con el mandón.
Mientras tanto, Beraldi masticaba en solitario su bronca por la nueva
situación. Ese Juan Pablo se le metía delante cada vez que él decía algo, lo
molestaba y le hacía la contraria a propósito para liderar el grupo. Ya vería
quién era él. No le iba a hacer la tarea fácil. De todas formas tenía un gran
entusiasmo por salir de gira para ver los incendios y enterarse de qué
sucedía en realidad en la ciudad. Podía haber ido solo a ver la Torre de los
Ingleses pero prefería ir con el grupo. Además, con las fotos de Nicolás
Almanza todo quedaría documentado, mientras que él no sabía sacar fotos
con su viejo celular. Se dio cuenta de que Almanza de vez en cuando lo
retrataba haciéndose el distraído pero no dijo nada porque comenzaba a
agradarle ese personaje.
Pronto vinieron los dos autos, y se hicieron notar tocando la bocina. Juan
Pablo sacó la cabeza fuera de uno de ellos, un Bora color azul espectacular,
nuevito, limpio y brillante.
- Chicas,- dijo dirigiéndose a Martina y a Mariela- vengan ustedes conmigo,
Nicolás, venga usted también por favor. Los demás vayan con Gastón. Yo
guío la marcha. Vamos a ir directo por la avenida Rivadavia hasta el centro,
después vemos cómo entramos en Puerto Madero, según el tránsito.
Gastón, sonriente al volante de su mucho más humilde Corsa de dos puertas
recibió a Rodrigo y a Clara, que se sentaron muy juntos en el pequeño
espacio de atrás y a Beraldi, contento por no ir con Juan Pablo pero
desilusionado porque ya todos obedecían las órdenes de ese muchacho sin
chistar. Pequeña victoria la de Rodrigo, que pronto comenzó a charlar con
su compañera de asiento de cualquier cosa con tal de darle celos a Gastón.
Sin embargo, el joven conductor del auto no se dio por aludido y comenzó
una larga charla con Beraldi, de la que los otros dos ni se enteraron. En ella
Gastón insistía en la sensibilidad con la que había asistido al gran incendio
de la Catedral de Flores y en la pena que había sentido, mientras que
Beraldi se despachaba sobre el nuevo mundo que podría surgir a partir de
un fabuloso incendio o destrucción del mundo actual. La charla fue
amistosa y en voz baja, respetuosa por parte del muchacho y un poco más
vehemente del lado de Antonio, pero siempre cordial.
- No puedo explicarle lo que sentí. Estoy asqueado, como si se hubiera
muerto alguien cercano, hasta llegué a estar a punto de vomitar. Siento
mucho pesar cuando pasan cosas como ésta, tan violentas. Además, no sé
qué nos espera en el futuro.
- No pienses en esos términos. Antes que nada tenés que pensar que
estamos en el baile, así que nos toca bailar. Por eso de nada vale lamentarse.
Por otra parte, creo que ésta es una gran oportunidad.
- ¿Oportunidad? ¿Para qué?
- Es muy fácil de ver. Este mundo corrupto, este país que tiene a los
políticos, jueces y gremialistas que se transforman en millonarios y lo
dominan como quieren con métodos mafiosos, esta ciudad que está a punto
de ser cercada por la delincuencia, tienen que ver cómo su mundo se
quema, se termina, se destruye. Es hora de que el fuego termine con todo
esto y haga comenzar una nueva era de hombres íntegros, trabajadores,
honestos, que piensen en el país, en hacer un mundo mejor.
- Con todo respeto, creo que lo que usted me dice es muy novelesco. No
creo en un futuro luego de la destrucción. Por el contrario, creo que sólo la
imaginación y la creatividad junto con el trabajo pueden salvarnos.
- ¿Y quién va a sacar a las lacras que te mencioné de sus lugares de poder?
No, la cosa es con violencia o el mundo corrupto seguirá igual. Imagina a
todos esos hombres poderosos llenos de dinero que compran políticos,
jueces y que hacen lo que quieren en nuestro país, por más que el pueblo lo
intente, o un buen gobernante tome las riendas de país, no van a dejarlo
hacer nada si no son primero aniquilados, o en su defecto que su mundo se
acabe de una buena vez. Por eso esta opción es mucho más válida, la
violencia que termina con un mundo y crea otro diferente. No es una
masacre, es una violencia creativa, con un objetivo tangible, posible. Se
puede hacer.
- Pero no sabemos nada de quienes lo hacen. ¿Y si son los milicos? ¿Y si es
una milicia comunista? No quiero nada de eso por acá.
- Tenés razón. Antes de tentarme con esto del mundo nuevo tengo que
averiguar quiénes son estos incendiarios.
En ese momento Beraldi se dio cuenta de que Juan Pablo les hacía señas
desde el asiento de conductor y les indicaba que tomaría hacia la derecha.
- ¿Pero qué hace este tipo? ¿No dijo que iba a ir por Rivadavia hasta el
centro?
- Mire Antonio, mire.- Dijo Gastón con los ojos bien abiertos.
Un gran resplandor se abría camino al cielo a unos seiscientos o setecientos
metros, haciéndose visible por encima de los edificios que acompañaban a
la avenida Rivadavia.
- ¿Qué hay por allá? Dijo Beraldi.
Rodrigo, que por fin prestó atención, se dio cuenta en seguida.
- Debe ser el estadio de Ferrocarril Oeste. Mire, Juan Pablo dobla por
Lorca, seguro que se dirige hasta Avellaneda.
- Tenés razón, es el estadio de Ferro. No puedo creerlo.
 
En unos minutos todos bajaban de los autos en Lorca y Avellaneda, que era
contramano y no les permitía acercarse más al estadio. Todo por seguir
dentro de la legalidad, porque no había un solo policía que los pudiera
multar. Tendrían que caminar primero una cuadra hacia atrás por
Avellaneda y luego irían unos cien metros por Gainza para acercarse y ver
el fuego de cerca.
- Es muy peligroso, tengan mucho cuidado. Vamos a dividirnos en dos
grupos, como estábamos en los autos, yo dirijo uno y Beraldi el otro. No se
separen, y protéjanse unos a otros. Beraldi, vaya por Gainza, nosotros
iremos por Avellaneda. Miramos, tratamos de conseguir información,
aunque no se ve a nadie por acá, y en media hora volvemos a los autos.
¿Están de acuerdo?
- Si,- dijo Nicolás Almanza- pero yo voy a sacar fotos desde todos lados.
- Como quieras.- Dijo Juan Pablo.- Pero es por tu cuenta y riesgo.
- No hay problema. El oficio está primero.
- Tengo una idea mejor.- Dijo Beraldi.- Hacemos lo mismo que dijo Juan
Pablo, pero completamos todos juntos la gran manzana que rodea a esta
cancha, y una vez que lo hayamos hecho nos vamos a los autos. Es muy
buena tu idea de hacer grupos chicos pero Almanza seguro estará de
acuerdo en que de esta forma sacará muchas más fotografías de diferentes
ángulos.- Beraldi concluyó su propuesta con gran satisfacción y un aire de
triunfo anticipado.
- Excelente idea, Antonio,- dijo Juan Pablo- pero más riesgosa que la mía.
Seremos dos grupos bien protegidos y ágiles para huir ante cualquier
inconveniente. Todos juntos seremos más vulnerables. Por lo tanto,
propongo que hagamos como dije. No nos detengamos en ningún lugar
salvo unos pocos segundos para esperar que Almanza saque sus fotos, y
rapidito completemos ambos la vuelta, que les anticipo es muy largo.
Aunque por ahora no funcionen, intercambiemos números de celulares, para
saber bien qué es lo que hacen los otros en cuanto vuelvan a andar.
 
Luego del intercambio de números, los dos grupos se pusieron en camino.
Gastón, Rodrigo, Antonio y Clara se metieron por Gainza y experimentaron
un gran número de sentimientos encontrados. Por Avellaneda avanzaron
Juan Pablo, Nicolás, Martina y Mariela, con una mezcla de temor,
admiración y desconcierto.
En el momento en el que los grupos estaban separados por unos cincuenta
metros Juan Pablo gritó para que todos lo oigan:
- ¿Algún hincha de Ferro en el grupo?
Nadie contestó, con lo cual siguieron todos por el camino prefijado. Clara
dijo al oído de Gastón en voz muy baja:
- Soy fanática de Vélez, pero igual me da mucha lástima todo esto.
Gastón sonrió. Tenía un nudo en el estómago. Si, como decía Beraldi, este
era el fin del mundo que él conocía y amaba, hoy era un día de profunda
tristeza. Nadie había mencionado la cancha de Ferro. ¿Cuántas cosas más se
estarían incendiando en estos momentos? Había intentado, como todos los
demás, comunicarse por celular con su familia, pero no tenía señal. Quizás
eso quería decir que habían incendiado también las antenas de las tres
compañías. Ya todo adquiría un color que pasaba del castaño oscuro.
Comenzó a tener un miedo cada vez más irracional. Miraba hacia los
costados y a pesar de no ver a nadie pensaba que en cualquier momento los
iban a interceptar. Podía pasar cualquier cosa, ya que no había un solo
policía en las calles. Apenas un par de carros de bomberos trataban de
defender al pobre estadio, sin lograrlo. Pero a los bomberos no se les podía
hablar, estaban demasiado ocupados trabajando mientras arriesgaban sus
propias vidas. Se detuvo y fijó sus ojos en el fuego. ¿Qué podía haber de
malo en que el mundo se transformara? Perdería su seguridad, su aplomo,
todo lo que logró en esta vida. ¿Pero tenía que ser todo tan malo? Para
Beraldi no iba a ser así, por el contrario, todo podía mejorar. ¿Valdría la
pena? ¿Quiénes eran los incendiarios? De repente toda su existencia se
volvió un gran signo de interrogación. Habría valido la pena vivir de esa
forma, hacerle caso a la vieja, estudiar, portarse bien, comenzar una carrera,
ser buena persona. ¿Tendría todo eso un sentido verdadero en un mundo
distinto? No lo sabía, pero el nudo en el estómago le decía que sus dudas
eran demasiadas.
 
María Clara se colocó al lado de Gastón apenas salieron del auto, y seguía
al lado de él mientras daba la espalda a Rodrigo durante la recorrida a pie.
No sabía por qué lo hacía, pero la asustaba la frialdad con la que Rodrigo
opinaba de ciertas cosas. En una situación normal se hubiera llevado más o
menos bien con él, pero en este momento tan especial la simpleza y bondad
de Gastón la atraían mucho más que la intelectualidad de Rodrigo. Además
le parecía que Rodrigo se acercaba a ella como quien quiere un nuevo
trofeo, mientras que la actitud de Gastón era más protectora, desinteresada y
cordial. De inmediato, siguiendo sus razonamientos, se dio cuenta de que el
problema era que Rodrigo le recordaba a Javier, a su Javier, ese que era
egoísta, vacío, interesado y grosero. Por supuesto que no siempre había sido
así, pero en los últimos tiempos ella ya no se sentía protegida ni querida por
su marido. En cambio sentía que Gastón tenía todo lo que Javier no podía
darle. Pero era muy pronto para pensar en esas cosas, aunque ahora que
había conocido una persona con esas fundamentales características no iba a
dejar que se fuese así porque sí.
 
Rodrigo andaba solitario detrás de los otros tres. No le importaba
demasiado el incendio, ya se había acostumbrado a la idea de ver fuego por
todos lados. Su problema principal eran los celos que sentía por culpa de su
amigo Gastón y María Clara. Ya tendría una mejor oportunidad de lucirse
con ella, no se le podía escapar. ¿Quién era ella para rechazarlo de esa
forma? Todo esto era muy extraño, estar en este grupo de maniáticos, el
viejo mandón, el ridículo que sacaba fotos por todos lados, lo que pasaba en
la ciudad con los incendios, la chica agresiva. Pero recién en el auto pensó
que María Clara podía ser su amiga en este viaje. Sin embargo prefirió a su
amigo. El quería mucho a Gastón, pero siempre había tenido una cierta
noción de superioridad sobre él. Esta situación amenazaba destruir su
autoestima. Volvió a la realidad por unos segundos para ver de qué forma
las enormes lenguas de fuego se elevaban muy por encima de la modesta
cancha de Ferro, que con sus tablones de madera alimentaba a la gigantesca
fogata. Pensó que, quizás, no estaba mal que todo ardiera. Pero pronto
recuperó su habitual indiferencia y pensó que si todo volviera atrás en el
tiempo se sentiría mucho mejor.
 
Beraldi mientras tanto meditaba. Alcanzaba a ver el drama que se
desarrollaba ante sus ojos, no el del fuego, sino el triángulo formado por los
dos muchachos y Clara. Una mujer muy joven que de un momento a otro
decide separarse, y dos muchachos, uno de sentimientos oscuros y el otro
de alma clara y luminosa. Podría pasar cualquier cosa, y él se sentía
responsable de tratar de evitar que eso que podría pasar, sucediese. De todas
formas alejó por unos instantes esos pensamientos de su mente para
disfrutar, ahora sí, del fuego. Como ya era su costumbre, reunió a todos en
el momento en el que se cruzaban en su recorrido para contarles lo poco
que sabía de la historia del club cuya cancha se incendiaba.
 
- Era un estadio para poco más de 22.000 personas, con populares hechas de
tablones de madera. Como ya saben todos en pleno barrio de Caballito. El
club fue fundado apenas empezado el siglo XX por empleados de las
reparticiones del Ferro Carril Oeste. Los fundadores pidieron los terrenos a
la empresa ferroviaria, y les dieron el lugar que ocupaba la llamada quinta
de Doña Anita, donde plantaban papas y había higueras preciosas, plantadas
en hileras. Los peones del ferrocarril construyeron allí la cancha. Todo eso
ahora está perdido.
Luego de escuchar a Antonio, algunos con atención, otros con impaciencia,
los dos grupos siguieron su camino hasta completar el cuadrado que
rodeaba los terrenos de la cancha. Hacía mucho calor y las dos chicas,
Mariela y Martina, estaban muy fastidiosas con esa caminata.
- Creo que estoy arrepintiéndome de haber venido a este viaje de locos.-
Dijo Martina.- Decí que estás vos acá conmigo, de otra forma ya me
hubiera ido a buscar a alguno de mis amigos. Decime, ¿A vos te gusta estar
conmigo?
Mariela le dedicó una dulce sonrisa y le dijo que sí, que estaba bien con
ella, pero que hubiera preferido que se conocieran en otras circunstancias.
- También estoy arrepentida de haber venido hasta aquí. Las cosas pasan y
una hace lo que puede, pero ya está bien de incendios, no quiero verlos más,
me deprimen.
- Pero ahora o nos vamos solas o seguimos en el grupo. Estos dementes no
nos van a acompañar si nos vamos y las calles parecen cada vez más
inseguras, no se ve a nadie.
- Si, la poca gente que se ve viaja en auto, nadie camina, no se ven policías
y no quiero mirar hacia ningún lado a ver si nos encontramos con alguna
banda de ladrones. Eso me da mucho miedo. No tenemos armas ni nada
para defendernos.
Ambas se tomaron de las manos y siguieron camino detrás de Almanza, que
en una media vuelta las retrató por enésima vez, y de Juan Pablo.
Martina no estaba en realidad muy molesta por los incendios, sino porque
hubiera deseado estar a solas con Mariela o si hubiera podido, verse con sus
amigos. No soportaba a los demás y consideraba locos a todos, excepto a
Gastón, que para su desgracia estaba en el otro grupo. Veía muy excitados
al fotógrafo y a Juan Pablo, que observaba todo con devoción, mientras que
ella no veía nada más que un montón de llamas que quemaban cosas
inservibles. ¿Qué le importaba a ella la cancha de Ferro? Si nunca había
visto nada de fútbol y a sus amigos tampoco les importaba. Por lo menos
Mariela era dulce, le sonreía, aunque no la entendiera, y podía verle esas
piernas maravillosas, o acariciarla o llevarla de la mano.
Mariela no entendía todavía muy bien qué era lo que ella hacía en ese grupo
tan extraño. Esa chiquita que la tenía agarrada de la mano la asustaba,
aunque también le inspiraba un sentimiento de ternura que la animaba a
protegerla. Además se había comprometido a hacerlo. Pero no sabía adónde
iban a ir ni por qué tenían que hacer lo que hacían. Además de quedar
retratada en medio de la desgracia de Buenos Aires no sabía qué podía
resultar de todo aquello. Mariela también hubiese querido estar con Gastón,
pero éste había quedado en el otro grupo y tenía pocas posibilidades de
hablar con él si tenía pegada a esa chiquita todo el tiempo. De todas formas,
no tenía otra cosa que hacer, si el gobierno había aconsejado quedarse en
casa en la tienda de electrodomésticos entenderían su ausencia, si es que
abrieron el local. Eso sí, intentó comunicarse con su familia y amigos y los
celulares no tenían señal. Lo que faltaba.
 
Nicolás Almanza disfrutaba de las fotografías que sacaba. Ya tenía más de
cuatrocientas, entre las de Flores y las de Ferro. La memoria de la máquina
alcanzaba para ochocientas fotos, pero en uno de sus estuches tenía cinco
memorias vacías más. Siempre iba preparado. Puso el lente gran angular
para abarcar todo el gran incendio, y después colocó el teleobjetivo de
mayor alcance que tenía para fotografiar bien de cerca los detalles, la
madera ardiente, las columnas de las luces derretidas, el humo negro
partiendo al cielo en dos, tres, cuatro pedazos, las llamas amarillas y rojas
del fuego que todo lo destruye. Su consciencia no reparaba en el daño, sino
en que las fotos serían un día todo lo que quedaría de nuestra civilización.
Todo el panorama daba la impresión de ser la víspera del apocalipsis, y él
pondría a resguardo el recuerdo del mundo anterior. Sus fotos serían
invaluables, relataban lo que había existido una vez, y que ya estaba extinto.
Quienes las vieran en el futuro se encontrarían con la imagen de lo que fue.
Quizás les guste o quizás no, pero verían exactamente lo que fue. De todas
formas tenía la terrible sensación de que se perdía el espectáculo. Tal vez
porque retratar el paisaje del horror es un trabajo antes que un pasatiempo.
O tal vez porque sus energías estaban abocadas a centrar bien las fotos, a
tomarlas con la luz debida, tarea muy difícil de realizar en aquellos
momentos en los que las llamas despedían una enormidad de luz. Ésta luz
podía “incendiar” también las fotos que tomaba. El problema era que tenía
esa sensación de “no estar allí” sino de estar fuera de todo, fuera del grupo,
fuera del incendio, fuera de la ciudad. Y es que el que fotografía un objeto
no puede ser parte de él, no puede dejarse llevar por las emociones. Así
como un veraneante que visita una hermosa playa por apenas unos minutos
y le saca doscientas fotos nunca se va a acordar de esa playa sino de sus
fotos, él, Nicolás Almanza, tenía la amarga sensación de que se perdía todo.
El paseo en grupo, la observación, el cambio, la batalla por la ciudad, lo que
sea. Los demás podían estar angustiados, horrorizados, felices, contentos o
sorprendidos, pero él tenía que estar atento, observar, curiosear, trabajar
para la posteridad. Ese era su destino. Hoy le pesaba demasiado.
 
Juan Pablo reunió a todos y les dijo que subieran a los autos tal como
estaban antes de venir. Una vez con todos dentro siguió camino y retomó
Rivadavia hacia el centro, porque no quería perderse las llamas en Puerto
Madero, aunque éstas de la cancha de Ferro habían estado fantásticas. Todo
el tiempo se preguntaba cuánto dinero se esfumaba de la ciudad de Buenos
Aires. Mientras manejaba vio diversas columnas de humo a los costados
pero no les prestó mayor atención porque quería llegar a destino lo antes
posible. Pensaba que ese viaje que habían planeado por la Buenos Aires de
los incendios era ya casi algo imposible: no podrían abarcar todo. Tenían
que escuchar alguna radio para enterarse de lo sucedido pero las de los dos
autos no recibían señal. Sin celulares, sin radio y casi seguro sin televisión
la gente estaría desorientada. Sin embargo la TV debe funcionar, pensó, ya
que por algún medio el gobierno tiene que haberse manifestado para que
nadie saliera de sus casas. Maldito subte, les había hecho perder el tiempo y
no se habían enterado de nada.
 
Viajaban sin hablar, en los dos autos. Todos estaban un poco sorprendidos,
algo acongojados, maravillados por el espectáculo del fuego pero con un
espanto todavía oculto por lo que podría llegar a pasar en un futuro muy
cercano, que casi los alcanzaba. Ninguno de ellos tenía nada que lo vincule
a una casa o a alguien en especial. Martina no deseaba volver con sus
padres, Antonio no quería volver con su esposa, Mariela ni pensaba en su
trabajo, María Clara deseaba estar lo más lejos posible de su marido,
Nicolás pensaba en tomar las mejores fotos de la ciudad bajo fuego,
Rodrigo y Gastón, con alma de periodistas al fin y al cabo, miraban el
espectáculo y pensaban cómo iban a relatarlo para la posteridad. Ninguno
de ellos tenía algo mejor que hacer con sus vidas en ese momento. Sólo
Juan Pablo, que se había dedicado a dirigir al grupo, estaba algo apenado
por no haber ido a su trabajo, ya que era muy responsable y trabajador, pero
justificaba su ausencia por las circunstancias especiales que vivía la ciudad
y por el rol que había ocupado como guía de un improvisado grupo de
espectadores. Ninguno de ellos estaba seguro de lo que hacía, pero tampoco
querían hacer otra cosa. Todavía no pensaban que podían correr riesgos
muy importantes, aunque ya sentían un miedo apenas oculto preparado para
aflorar. Pero estaban muy aturdidos como para pensar en hacer algo más
seguro.
 
Al llegar a un punto cercano a la Plaza de Miserere, Juan Pablo se dio
cuenta de que no llegaría tan rápido a Puerto Madero. Algo enorme se
incendiaba. Algo enorme, que superaba todo lo visto minutos antes. Las
llamas rebasaban a los edificios del barrio de Once por el doble de su altura,
y ocupaban una enorme zona, a juzgar por la luminosidad del horizonte.
El valor de los dos grupos comenzó a decaer. Un incendio estaba bien, dos,
podían parecer un gran espectáculo, pero esto, esto era otra cosa. Ya todo
comenzaba a teñirse de oscuro. Cada uno de ellos había hecho un esfuerzo
mental para pensar en quienes estaban detrás de todo esto, y ninguno había
llegado a una conclusión útil. Apenas había gente en las calles, y algunos
autos pasaban a toda velocidad de un lado para otro. No había policías y
ninguna autoridad se hacía presente. Estaban en un estado de caos como
nunca se había presentado antes.
Juan Pablo decidió dirigirse hacia este sorpresivo foco de incendio. Dobló
hacia allí y en seguida se encontró con la masa de fuego enfrente: era la
estación de trenes del Once que era devorada por las llamas con una
velocidad demoledora. El espectáculo era inconcebible, para algunos era
espantoso, para otros era liberador.
Bajaron de los autos en silencio, con algo de miedo que empezaba a surgir,
salvo Nicolás, que de inmediato comenzó a tomar fotografías de todo lo que
veía. Beraldi se quedó con la boca abierta durante un buen rato. No
imaginaba esto. Estaba entusiasmado con la posibilidad de volver a nacer
luego de todo esto, pero la situación era mucho más grave de lo que se
imaginaba. Habría que hacer todo de nuevo, a juzgar por cómo venían los
acontecimientos. Eso no era lo mismo. En realidad, se debatía entre su amor
por el mundo así como estaba y su deseo de hacer todo de nuevo y mejor.
Martina sintió una alegría inmensa, ahora más que nunca deseaba que todo
se quemara, mientras que Mariela experimento un miedo perturbador.
Rodrigo sintió que todo su mundo se venía abajo, Gastón se dio cuenta de
que le temblaban las piernas, Clara entendió por primera vez la importancia
de estos sucesos. Pero fue Juan Pablo el que estuvo a punto de derrumbarse.
Comenzó a pensar que estaban locos como para hacer esta gira absurda por
los lugares afectados y que él no era nada más que el más trastornado de
todos al guiarlos hacia estos lugares. Deberían estar en sus casas, o en algún
lugar lejos de allí, lo mejor protegidos posible.
 
Nicolás no pensaba, tomaba una foto tras otra. Con su disposición
profesional daba vueltas, iba y venía, acomodaba la cámara a la excesiva
luz, y lograba resultados extraordinarios. Sin embargo, en un punto se dio
cuenta de la locura en la que estaba inmerso. ¿Cómo había llegado a este
lugar? ¿Qué fue lo que lo trajo a esta circunstancia de fotografiar semejante
acontecimiento? ¿No se dio cuenta de lo peligroso de todo esto? Y tenían
una menor bajo su responsabilidad, más dos mujeres que parecían frágiles y
un señor mayor que necesitaría ayuda si tenían que huir hacia alguna parte.
El mismo ya no era tan joven como para permitirse una aventura semejante.
Esto estaba mal. Tenía que decirlo. Por eso aprovechó que estaban todos
con caras de preocupados, todos juntos en la contemplación del inmenso
incendio de la estación de Once, para decirles:
- Esto está muy mal. No tendríamos que estar aquí, casi en situación de
arriesgar nuestras vidas. Esto es más grave de lo que pensábamos. Si vamos
a encontrar un incendio tras otro era muy probable que la ciudad mañana no
existiera. Tenemos que irnos a nuestras casas, o a casas de familiares en la
provincia, si son de la ciudad.
- Tiene razón, mejor nos vamos a casa- Dijo Mariela con voz débil y
temblorosa.
- Pero yo no quiero volver a casa- Declaró Clara muy resuelta.
- Yo tampoco- Señaló Martina.
- Es la rebelión de las mujeres- Dijo Juan Pablo, algo más relajado y hasta
divertido.- No creo que tengamos que tener este debate en este preciso
lugar. Vamos a relajarnos, debe haber un bar abierto aquí por el barrio, lo
buscamos, vamos a comer algo y charlamos sobre nuestro futuro. Creo que
ya hemos visto bastantes incendios.
- Muy bien- Dijeron Gastón y Rodrigo casi al mismo tiempo.
Como nadie más protestó Juan Pablo dio la orden de subir a los autos y
luego volvió a tomar la Avenida Rivadavia, donde pensaba que tendrían
alguna oportunidad de encontrar algún restaurante. Apenas hicieron unas
nueve cuadras se encontraron con un bar abierto. El cartel rezaba:
Bellagamba. Juan Pablo decidió parar, ya que dudaba que hubiese muchos
bares abiertos y ése no parecía un mal lugar.
Entraron todos con las miradas asustadas, inquietos, algo molestos con la
situación. No había comensales. Un hombre de aspecto huraño los recibió
sin una sonrisa, y les anunció que el lugar los recibiría pero les solicitó que
trataran de irse lo antes posible, porque, aunque no pensaban cerrar, ya que
casi nunca cerraban, tenían mucho miedo por los incendios y no querían
demasiada gente en el lugar “por si pasaba algo en la cuadra”.
El lugar era bastante acogedor, un típico bodegón de Buenos Aires, con
decenas de fotos y objetos que colgaban de las paredes, bebidas y cuadros
muy bien iluminados por spots aferrados a los techos. El piso con baldosas
blancas y negras ayudaba a contribuir a la alienación visual de local. Había
bancos contra la pared, más atractivos que las sillas que había en el centro
del local. Se ubicaron, tal cual iban en los autos, en una mesa con bancos
Gastón, Rodrigo, Antonio y Clara y en otra Juan Pablo, Almanza, Mariela y
Martina.
Mientras Nicolás sacaba fotos del lugar luego de ser autorizado por los
dueños, con la evidente intención de olvidarse de lo que pasaba afuera de
esas cuatro paredes, Gastón y Rodrigo se enredaron en una interesante
discusión, motivada por la envidia y los celos del rubio aspirante a
periodista.
- ¿Porqué no nos vamos cada uno a su casa? Ya no veo la razón de estar
todos juntos viviendo esta locura.- Dijo Rodrigo y de inmediato observó las
caras de todos, a ver de qué forma reaccionaban. Gastón lo miró incrédulo,
Clara lo fulminó con la mirada, Mariela parecía agradecerle, Beraldi hizo
un gesto de disgusto y también Martina parecía disgustada. Juan Pablo
permaneció indiferente y Almanza por unos segundos dejó de
fotografiarlos, aunque en seguida continuó con su labor.
- No creo que sea una decisión tuya.- Comentó Gastón. -En todo caso cada
uno que haga lo que tenga que hacer.
- Estás equivocado. Completamente. Creo que nosotros hemos tenido un
arranque de locura de conjunto. Que estamos aquí por seguir a un par de
desquiciados que no tienen nada que hacer y nos han envuelto en esto. ¿No
se dan cuenta? Estamos en un momento crítico en el cual no sabemos si
corren riesgo nuestras vidas y nos dedicamos a mirar los incendios, y a
sacar fotos. ¡Por favor! Es insano. Por eso lo mejor es que después de tomar
algo los dueños de los autos nos depositen es nuestras respectivas casas y si
te he visto no me acuerdo.
- Yo no puedo creer lo que acabo de oír. ¿Dónde está tu alma de periodista?
Tenemos la ocasión única de ver un hecho histórico.
- ¿Histórico? ¿Y que sabés vos? Sólo sos un pendejo malcriado que tratás
de hacerte el lindo. ¿Qué te importan a vos los hechos históricos? Como si
fueras un hombre importante a punto de destacarse o ayudar a alguien. Me
hacés reír.
- Y ahora ¿Por qué te la agarrás conmigo? ¿Qué te hice?
- A vos lo único que te importa es hacerte el lindo para levantarte a una de
estas tres. O a las tres juntas.
Se hizo un profundo silencio en la mesa. Gastón miró a Rodrigo con
indignación pero su compañero rehuyó su mirada, clavada en el vaso vacío.
Llegó el mozo y todos ordenaron algo de tomar. Cerveza fue la palabra más
pronunciada, aunque las chicas ordenaron gaseosas y Rodrigo prefirió un
vino tinto de litro. También ordenaron una picada para no tomar alcohol con
el estómago vacío. Luego de tomar la orden el mozo se fue y el silencio
recrudeció. Nadie se atrevía a cambiar el tema y los protagonistas de la
discusión se mantenían callados pero alertas.
- Que suerte poder tomar algo con este calor.- Dijo Almanza, más calmado
luego de tomar un largo trago de su cerveza.
- Si, esto es refrescante, aunque no dudo de que en pocos minutos estaremos
de nuevo muertos de calor.- Beraldi estaba contento luego de su trago, pero
sabía que el efecto de la cerveza era temporario.
Rodrigo jugueteaba con la servilleta y por su expresión se podía adivinar
que no estaba conforme con la discusión, quería más, su odio por esa
situación de verse excluido por las mujeres del grupo crecía segundo a
segundo.
- A ver Gastón, Contame, decime qué vamos a hacer ahora, adónde vamos a
ir, cuál de todos los incendios vamos a admirar.
Gastón lo miró incrédulo. Rodrigo buscaba pelea, y para colmo ya se había
tomado, demasiado rápido, media botella de vino.
- No sé, supongo que vamos hacia Puerto Madero. Pero lo que decidan los
demás está bien.
- Mientras tengas a estas perras con vos, querrás decir.
- ¿Qué decís, desgraciado?- Dijo Clara. - Por qué no te vas y nos dejás
tranquilos.
- Claro, así podés dedicarte por entero a Gastón. Es increíble cómo te
olvidaste en seguida de tu maridito. Qué vergüenza.
- No te permito, sos un estúpido.
Gastón se paró y enfrentó a Rodrigo como para comenzar una pelea. Pero
Rodrigo, de forma sorprendente, ni lo miró.
- Sentate, que te queda mal hacerte el macho. No quiero pelear con nadie,
yo sólo digo lo que pienso. Creo que este grupo ya no me interesa.
Rodrigo se levantó despacio, algo inseguro tal vez por el vino que había
tomado tan rápido, tomó sus cosas, dejó treinta pesos sobre la mesa y se
dirigió a la salida. Una vez en la puerta dio media vuelta y sonrió a todos.
- Suerte, creo que están todos locos, pero no les deseo ningún mal.
En el preciso instante de decir esa última frase, Nicolás alcanzó a sacarle
una fotografía, que, concluyó luego de examinar la pantalla de su cámara,
sería una de las mejores del día.
- Bueno, ya tenemos uno menos en el grupo. ¿Alguien más quiere irse? Lo
vamos a llevar a su casa, antes que nada. Así que si alguien quiere irse que
lo diga y lo llevamos.- Beraldi se había amargado un poco, y sentía que con
esta propuesta se sacaba un poco la responsabilidad de llevar al grupo de las
narices. Sólo quería aliviar el peso que sentía.
Martina le dijo algo al oído a Mariela a lo que ésta le contestó con un gesto
negativo. Luego le propuso ir al baño. Ambas se levantaron y fueron al
cuarto de mujeres al fondo del salón. Una vez allí la niña intentó convencer
a su ocasional amiga de irse juntas a cualquier lugar, a pasar el día lejos de
los incendios, de ese grupo de locos y de todo el mundo en general. No se
puede decir que a Mariela no la tentaba irse de esa especie de comunidad de
aturdidos y absurdos exploradores de la locura, pero no quería quedarse
sola con una menor, y menos con una menor peligrosa como era, sin duda
alguna, esa chica tan especial que en esos momentos la acariciaba. La niña
trató de convencerla, tomó las manos de Mariela y le pidió por favor que se
fueran juntas. Ante la negativa de su compañera de viaje ensayó con un
fuerte e interminable abrazo. Esta no pudo zafar de semejante apretón, que
duró varios interminables minutos, y cuando Martina sacó su cara que
estaba metida entre los pelos de su amiga, tenía los ojos llorosos. En ese
momento quedaron frente a frente y a Mariela le causó mucho dolor ver a la
niña destrozada, con ese llanto provocado quién sabe por qué motivo
angustiante.
- ¿Qué te pasa Martina?
- Nada. Es angustia, creo. No sé bien porqué. No se puede explicar, tengo
ganas de llorar por meses, años. No quiero volver a casa, pero no es que no
quiera volver ahora, no  quiero volver más. Quiero mi vida, mi propia vida
y a mi familia lejos de mi. Siempre me causan problemas, no les gusta nada
de lo que hago. Es espantoso, pero quiero irme. Vamos juntas a algún lado,
hablemos, Contame tu vida, lo que quieras. Pero vamos lejos de este
manicomio.
- No puedo. Yo ya soy grande, tengo una vida que me gusta, un trabajo
aburrido pero que me sirve. Y me gustan los chicos.
- ¡A mí también! Aunque vos me gustás mucho más. Lo que pasa es que
soy muy irrespetuosa, ¿No es cierto? ¿Me tenés miedo? No lo puedo creer.
- ¡No! Miedo no. Es que es mucha responsabilidad irse con una menor por
ahí. Yo no soy una aventurera, me gusta la vida segura, tranquila. Y va a
parecer que te rapté si nos vamos juntas. Una cosa es hacerme responsable
por vos mientras estamos en el grupo, pero solas es otra historia.
- Que increíble cómo la gente más grande es tan tonta. No quiero ser grande
si voy a ser como vos, una miedosa, una mina que sólo piensa en pasarla
bien y no tener problemas.
- Imaginate tus padres cuando se enteren de que nos fuimos por ahí. Van a
pensar que fui yo la que te metió en esto.
- Ese es el problema de la gente grande: piensan demasiado. Que va a pasar
esto, que va a pasar lo otro. Por eso se anulan y no hacen nada, pero eso no
sería un problema si no afectara a otros. Cuando afecta a otros, ese sí es un
problema. Por ejemplo, ahora tu forma de pensar me deja a mí sin la fiesta.
- No. Yo te dije que me hacía responsable por vos en el grupo y vamos a
seguir así. Lo demás es tu imaginación de nena que no quiere ser mayor y
quiere vivir una aventura.
- Claro que quiero vivir una aventura. Con vos, no con ese grupo. Pero si no
hay remedio, vamos con el grupo. Tal vez pueda convencer a alguien de que
me lleve por ahí.
- Ni se te ocurra. No hagas locuras.
- ¿Y qué vas a hacer? ¿Dejarme sola con esos locos? No creo que lo hagas.
- Probame. Ya vas a ver.
 
Al volver las chicas a las mesas el grupo se preparaba para salir del lugar y
todos las esperaban con ansias.
- ¿Vienen con nosotros?- Preguntó por las dudas Juan Pablo.
- Si. ¿Por qué no?- Contestó Mariela. No hay otra cosa que hacer. La ciudad
se está incendiando y estamos tan aburridos que hay que salir a contemplar
todo esto.
- Vengan sólo si quieren. Nadie las obliga.- Terció Beraldi.
- No se haga problema. Vamos todos juntos, tal vez así estemos más seguras
que en nuestras propias casas.
Una vez arriba de los autos se dirigieron a Puerto Madero. Pudieron
observar que los incendios se multiplicaban, hasta que decidieron parar,
porque más allá de Callao el incendio era infernal, casi demoníaco. Se veían
enormes lenguas de fuego por todas partes, se escuchaban ruidos espantosos
y ensordecedoras explosiones. El temor de quedar envueltos en alguna de
esas explosiones los hizo desistir de avanzar. El centro de la ciudad era un
pandemónium. Todos se preguntaron qué sería de sus vidas a partir de ese
instante. Todos trabajaban en el centro y era muy probable que ya no
quedaran en pie las oficinas o los negocios que los albergaran hasta ese día.
Hasta Beraldi con esa filosofía de encontrar en la destrucción de lo viejo el
nuevo elemento, se había acobardado un poco. Todos estaban aturdidos,
molestos, enojados. Decidieron dar una vuelta por Palermo, a ver si ese
barrio se había salvado de la devastación, pero no tenían muchas
esperanzas. Sin embargo hacia el norte todavía estaban en buen estado las
arterias de la ciudad y los incendios disminuían. No demasiado, vieron
arder casas, monumentos, plazas, pero al menos no se vivía la intensa
locura del centro. Decidieron ir más allá hasta el barrio de Belgrano. Pronto
llegaron a Juramento y Cabildo, esquina en la que la vida parecía normal, o
al menos asemejaba algo así. En ese lugar no se avistaban incendios, así que
decidieron parar y recorrer a pie la avenida Cabildo en busca de respuestas.
Beraldi estaba demasiado emocionado como para pensar con claridad, por
eso Juan Pablo llevó la voz cantante y los dirigió por la avenida Cabildo.
Cada tanto preguntaba a distintas personas qué era lo que sucedía en la
ciudad. El primero que respondió fue un muchacho joven, vestido con jean,
remera y zapatillas, que les dijo que un grupo rebelde había tomado la
decisión de quemar toda la capital hasta que el gobierno se vaya. Que los
gobernantes se tenían que ir todos y así una delegación de los
revolucionarios tomaría las riendas del país, llevándolo a constituir una
nueva Cuba, al estilo de Castro. En seguida, después de agradecer al
muchacho, Juan Pablo, seguido de todo el grupo, le preguntó a una
muchacha muy arreglada pero con cara de preocupada, y ésta le respondió
que era un grupo que se dedicaba a incendiar por la gracia de hacerlo, que
eran unos asesinos y que lo único que querían era lograr el caos con la
finalidad de poder robar a todo el mundo. Maldad pura y simple, sin
matices. Luego una pareja se acercó a Juan Pablo y le preguntó qué era lo
que ocurría. Yo no sé, que creen, les dijo el guía del grupo casi
repreguntando, y el muchacho dijo que era todo un misterio, que no se sabía
nada, no había comunicados del grupo incendiario y que el gobierno no
ayudaba cuando ordenaba que todos se metieran en sus casas. Venimos del
centro, les dijo Juan Pablo, y les podemos afirmar que los que se hayan
quedado en sus casas ahora fueron los más perjudicados. No se puede
esconder la cabeza como el avestruz, dijo el muchacho y Juan Pablo le dio
la razón. Un señor de unos cincuenta años se acercó y les advirtió que los
incendios pronto llegarían a Belgrano, que todo el mundo debería irse de la
ciudad porque pronto ésta iba a quedar reducida a cenizas. Juan Pablo le
preguntó quiénes eran los incendiarios y el hombre le respondió que eran
los desocupados, que se habían juntado para castigar a todos los que tenían
trabajo, como un gran grupo de resentidos que tomaban venganza de los
que lo pasaban más o menos bien. Pero quién es el líder, le preguntó Juan
Pablo, y el señor dijo que no tenía internet, pero que había que visitar el
blog fuegobuenosaires.wordpress.com y que ahí encontrarían todas las
respuestas.
En ese punto Gastón intervino y dijo que en esa misma cuadra habían
pasado por un cibercafé y que estaba abierto, como muchos de los locales
de Belgrano, aún no afectado por la crisis. Todos aceptaron ir a tomar un
café a ese lugar y entrar en ese blog, para ponerse al tanto de lo que era en
ese momento el enemigo de la ciudad.
El lugar era acogedor, había buenos cuadros modernos en las paredes de
color granate, sonaba una agradable música clásica, unos cuartetos de
Beethoven, según Beraldi, y las mesas eran amplias con sillas muy
cómodas. En cada mesa había una pantalla plana conectada a una
computadora que a su vez garantizaba el acceso a internet.
- Pero si los celulares aún no funcionan, no sabemos si internet estará
todavía disponible.- Dijo Clara.
- Es cierto, no sabemos, pero tenemos que intentarlo. Quiero saber qué es lo
que está detrás de todo esto.- Juan Pablo estaba preocupado. Algo se le
había ocurrido, quizás funcionara, quizás no, pero tanta destrucción lo tenía
cansado. Deseaba que todo esto terminara pronto.
Luego de recibir la orden de café para todos el mozo preguntó si querían
una conexión a internet. Le respondieron que sí, aunque a veces se
interrumpía porque no todos los servidores debían estar en buen estado.
Gastón se acomodó para ingresar pero Juan Pablo le pidió el teclado. Una
vez conectado, ingresó el nombre del blog y entró sin dificultades en él. Era
evidente que les habían ganado de mano con los documentos del desastre,
porque había una serie de fotos horrorosas de edificios incendiándose,
cadáveres quemados en las calles, autos destruidos por el fuego y todo lo
que se había quemado estaba allí, fotografiado hasta el más mínimo detalle.
- Deben tener fotógrafos oficiales.- Dijo Beraldi, horrorizado con lo que
veía.
- No son fotografías profesionales,- dijo Almanza, que algo sabía del tema.-
Son fotos hechas con un muy buen celular. Seguro que esta gente que
incendia se esconde en las inmediaciones de esos lugares mientras toman
fotos con celular para no llamar demasiado la atención. Algunas fotos son
sacadas desde lugares a los que yo no podía entrar, por lo que deduzco que
deben ser los mismos que incendiaron esos edificios.  Eso sí, deben ser
cientos, porque son cientos los edificios que arden al mismo tiempo, y aquí
hay fotos de todos, hasta del más insignificante.
- La Redonda, ¿sigue en pie?- Dijo Beraldi
- Creo que sí, pasamos a media cuadra de ella y no había señales de fuego.
- Entonces es probable que esta gente sea de este barrio. ¿Por qué incendiar
la catedral de Flores y no la de Belgrano? No tiene mucho sentido.
- No tiene nada que ver.- Intervino Clara. - Debe haber muchos barrios que
no han sido devorados por el fuego.
- Según este blog casi todos los barrios tiene su principal identidad
incendiada. Han caído iglesias, edificios públicos, plazas, parques…el
Rosedal, según esta foto, es historia, tierra yerma, la misma muerte, el
Cementerio de la Recoleta, el de Flores…
Almanza se interrumpió en este punto de su discurso. Acababa de haber una
actualización del blog: eran fotos de todos los puntos de la avenida General
Paz, todos atravesados por enormes lenguas de fuego. Ellos decían al pie de
cada foto el lugar del incendio, pero no se reconocía nada más que la
destrucción, que se podía oler.
- Hemos sido cercados, la avenida general Paz, que divide la capital con los
suburbios, es devorada por las llamas, con todos sus árboles incluidos. Por
un tiempo nadie saldrá de este infierno.
Juan Pablo deshizo ese momento angustioso al decir que tenían que
encontrar una proclama, algún motivo por el cual estos tipos destruían todo
lo que de bueno tenía la ciudad. Entró por eso en las páginas de días
anteriores: advertencias, avisos de lo que iba a pasar, había por doquier.
Pero Juan Pablo reconocía que nadie podría haber prestado atención a ellos,
por lo locos e irrealizables que parecían, incluso en este mismo momento en
el que sucedían las cosas. Sin embargo, por más que buscó, no encontró
proclama alguna, sólo el dato de quién dirigiría las acciones, un tal Fuego
Buenos Aires. Era este personaje el que firmaba todas las advertencias. En
este día, apenas habían publicado las miles de fotos, sin ninguna referencia
a nada.
Mariela y Martina habían conversado mucho entre ellas en voz baja.
Martina insistía en que tenían que irse a otro lugar, lejos de esos locos que
vagaban por los lugares incendiados quién sabe por qué motivo. Ella estaba
asqueada, y Mariela reconoció que tenía razón. Por eso en un momento
Mariela, por fin convencida, hastiada de todo ese sombrío panorama que les
esperaba como grupo, llamó la atención de todos y anunció que se iban
solas.
- Pero Mariela, recordá que es una menor, va a ser una carga para vos.- Le
dijo Gastón, dolido de que se fueran sin él.
- No te preocupes, sé cuidarme sola, estúpido.
- No me refería a eso.- Gastón miraba sólo a Mariela, como si no hubiera
escuchado lo que dijo Martina. - Quiero decir que afuera hay muerte y
destrucción, y mucho peligro, y además de cuidarte vos vas a tener que
cuidarla a ella, que ya de por sí es demasiado problemática. Quedate
conmigo, acá entre nosotros nos protegeremos juntos.
- Si no podés proteger a nadie, tarado, sos un enfermo, encima van siempre
adónde está el fuego.
Gastón miraba a Mariela, pero ésta tomó de la mano a Martina, que lo
observó con gesto de burla, y sin decir adiós se levantaron de la mesa y se
fueron. Beraldi fue el primero en hablar luego de esta sorpresiva decisión.
- Me alegro. No porque se haya ido Mariela, una chica agradable y
simpática, sino porque se ha ido esa niña tan insufrible que además era un
problema para el grupo.
- Creo que ya casi no existe su grupo, Beraldi. - Dijo Clara sin deseo de
burlarse.- Ahora somos cinco lobos solitarios en medio de esta locura.
- Si, es cierto. Pero creo que quedamos cinco personas centradas, que van a
tratar de seguir juntos de una forma lo más segura posible. Debemos pensar
qué hacer ahora. No sabemos si después de incendiar la avenida General
Paz no intentarán matarnos a todos los que estemos adentro. En esta ciudad
viven tres millones de habitantes pero en días de trabajo somos diez, por lo
menos. Aunque al haber bloqueado los subtes y algunos caminos quizás se
han asegurado de que no muchas personas hayan llegado a destino. ¿Cinco
millones de muertos? ¿Puede ser ese el objetivo? ¿Es ese Fuego Buenos
Aires un nuevo Hitler en versión sudaca?
- Es evidente que hablamos de una mente perversa.- Comentó Juan Pablo,
excitado mientras miraba todavía las fotos del blog.- Es un loco, pero ha
sido capaz de crear una organización subterránea de forma genial, de
utilizar la red de subtes para dar forma a un plan que necesitó de cientos de
actores y de muchísimo material inflamable. Sin duda alguna se aprovechó
del mal estado de la policía y de los políticos que sin dudas no han visto en
el tipo más que un loco inofensivo. Cómo se equivocaron.
- Es cierto. Si uno mira el blog… estoy leyendo ahora las amenazas, la
forma en que anticipó cómo haría las cosas. Aquí habla del futuro incendio
de la catedral de Flores, del Hilton, del Congreso, de las estaciones de
trenes, de que iban a tomar el subte por asalto, todo el plan está acá. Miren
la fecha, esto fue hace dos semanas. ¿Nadie lo vio? Yo seré algo viejo, pero
los servicios de inteligencia son viejos, sordos y ciegos.
- ¿No dicen que Bush sabía de las amenazas contra las torres gemelas? A
veces pasar por tonto no es lo mismo que serlo.
- ¿Y qué ventaja tiene dejarse incendiar? El gobierno ni aparece, no hay
comunicados, no hay proclamas, no hay policía, apenas se ven bomberos y
cada vez menos. Ahora debe haber huido de la ciudad y dejado a la gente
sola, como siempre.
- No sé. A través de la historia la capital siempre fue de ideas políticas
diferentes de las del resto del país. Este gobierno es ciego y lleva al país a
niveles de pobreza enormes mientras ellos se enriquecen. ¿Una historia
repetida? Es cierto. Pero en la ciudad de Buenos Aires hay gente que piensa
distinto, con mayor conciencia de lo que es la política y que no se deja
engañar tan fácil.
- Esas son tonterías. Pero no discutamos de política. Es una discusión inútil,
estéril.- Intervino Clara. Beraldi y Juan Pablo la miraron extrañados por
unos segundos.
- Tiene razón.- Aseveró Almanza.- Lo único que nos falta es discutir sobre
política. Esto es muy grave. Demasiado, tomemos conciencia. Debe haber
miles de muertos y heridos. Sin embargo, el barrio de Belgrano, este lugar,
parece continuar con la vida normal. Esa es una deducción coherente.
Debemos tomar ese camino para poder salir vivos de esta aventura.
- Está bien.- Dijo Juan Pablo.- Propongo no movernos de este barrio
mientras duren los incendios. Desde Internet podremos hacer un
seguimiento de los movimientos de los terroristas.
- ¿Y si esto dura varios días? ¿Dónde vamos a vivir? Recuerde que todos
tenemos alguien a quién responder. Yo soy fotógrafo, un hombre solitario
aunque sociable, y tal vez no me interese decirle a nadie qué hago y dónde
estoy, pero todos tienen familia. ¿O no?
- Si es por mí no se preocupen.- Dijo Clara.- No voy a volver a casa de mi
marido ni a la de mis padres. Cuánto menos sepan de mí, mejor.
- A mí tampoco me importa,- proclamó Gastón- por ahora, decirle nada a
mi familia. Saben que sé cuidarme solo.
- Lo mismo digo.- Afirmó Juan Pablo.
- Bien. Mi mujer puede esperar. Mi relación no es la misma que antes, se ha
transformado en un monstruo y no quiero verla, por ahora.- Dijo Beraldi.
- Bueno, parece que nos hemos transformado en un grupo de exploradores
independiente.- Dijo un poco en broma y un poco en serio Nicolás Almanza
mientras les sacaba fotos a todos.- Ahora necesitamos un nombre, un
código y un plan de acción.
- Primero que nada,- dijo Beraldi,- dame esa cámara. Me doy cuenta justo
en este momento que tenemos fotos de todos en acción mientras que tuya
no hay ninguna. Dejame sacarte un par, así cuando todo esto sea un
recuerdo, espero que bueno, podremos verte en alguna.
Con todo gusto se dejó sacar fotos Almanza, aunque como buen fotógrafo
obsesivo no se privó de dar innumerables indicaciones a Antonio, que, a su
vez poco caso le hizo. El grupo ahora parecía haberse consolidado, porque
todos se tenían mutua simpatía, los que se fueron eran los más
problemáticos. Pronto comenzaron una ronda de preguntas y respuestas
sobre sus vidas para conocerse mucho mejor, que fue interminable. Hasta
que Almanza profirió un grito que asustó a todos.
- ¡Los Miserables!
Todos observaron su sonriente rostro, sorprendidos.
- Los Miserables, ese será el nombre del grupo.
- ¿Porqué?- Dijo Juan Pablo
- ¿No comprenden? Buenos Aires no será la París del siglo XIX, pero va
camino a serlo. Los revolucionarios quieren evitarlo, e incendian la ciudad.
Nosotros somos el pueblo, los miserables, como en la obra de Víctor Hugo.
- Me parece bien.- Dijo Clara
- Perfecto.- Dijo Beraldi
- Genial.- Dijo Gastón
- Sos un hombre de súbita inspiración, Almanza, como todo artista. A partir
de ahora somos Los Miserables. Está dicho.
Todos alzaron sus tazas de café y las chocaron en señal de acuerdo total. Sin
embargo, semejante estado de ánimo caería pronto al observar Almanza por
la ventana del local y obtener un espectáculo muy extraño, casi irreal. Los
verdaderos miserables, el pueblo incendiado, los quemados, los que se
salvaron por poco, los que se rompieron unos huesos al saltar de su ventana,
todos hacían un improvisado desfile por la avenida Cabildo, y daban un
aspecto atormentado. Era un desfile de espectros: hombres, mujeres, niños,
viejos, todos con la mirada perdida luego del drama que acababan de vivir.
Se habían salvado por fortuna, pero sus semblantes abatidos y sus miradas
descorazonadas hacían entender a todos quienes los vieran que habían
perdido todo en la vida. Todo lo material y quien sabe a quienes habrían
perdido entre sus familiares, amigos, vecinos. El espectáculo era aterrador,
pero Almanza, acostumbrado a su tarea de espectador de la vida, se
sobrepuso antes que nadie y, asomado a la ventana abierta del bar comenzó
a sacar fotografías. Los caminantes apenas se daban cuenta de que eran
retratados. Eran miles de espectros que apenas podían mantenerse en pie.
Muchos caminaban mal, otros se apoyaban en alguien más. Eran tantos que
los autos ya no podían transitar.
- Es evidente que de alguna forma se enteraron de que en Belgrano no había
fuego y vinieron hasta aquí a buscar refugio.- Dijo Beraldi, pero nadie le
respondió.
Juan Pablo se puso a navegar de nuevo por el blog de los incendiarios.
Descubrió que ya habían fotografiado a la gran masa de gente que huía de
los lugares incendiados. Habían subido fotos espantosas de gente que se
arrastraba por la calle, apenas vestida con harapos medio quemados y
medio rotos, con las caras negras, el pelo sucio y a veces quemado del cual
salía humo. Un horror en la ciudad, un espanto al que no le caben las
palabras para describirlo. Cientos de fotos en la web, que mostraban el
horror y el espanto, ese que no aparece a la vista del fuego y la destrucción,
ese que sólo aparece en el momento en que los seres humanos muestran su
desgracia, sus golpes, sus quemaduras. Sin esa vista todo parecía irreal.
Ahora el panorama se había consumado. Ahora todos sabían que lo que
sucedía no era un juego, que lo que se incendiaba no eran sólo los edificios
de ladrillo, piedra, hierro y hormigón, que los perjudicados, como siempre
son los hombres y las mujeres que vivían hasta hace unas horas una vida
común.
Almanza salió a la calle a retratar los rostros del desastre. Era como un ser
invisible, incorpóreo entre la masa de desdichados que caminaban a paso
lento por la avenida Cabildo, cual zombis recién salidos de la tierra. A
través de su Canon observaba a cada uno de los desdichados y los retrataba
para la posteridad. Pero, ¿Cuál era esa posteridad? ¿Podría decir hoy que
hay un mañana en esta tierra desdichada?
Almanza, incansable, retrató a cientos de personajes. Pero el desfile no se
detuvo. Los negocios cerraron, la gente de Belgrano se encerró en sus casas.
Apenas algunos vecinos dieron vasos de agua a las víctimas de los
incendios, para luego esconderse en sus casas y departamentos. Eran miles,
tal vez decenas de miles, que caminaban sin destino, con la idea de escapar
del infierno. Pero más allá, en el barrio de Núñez, ardía el estadio de River
Plate y gran parte de las casas, la estación y todos los clubes de la orilla del
Río de la Plata. Belgrano era apenas una isla en la cual establecerse de
momento. La gente estaba con mucho miedo. Los vecinos tenían miedo al
asalto demencial, a ser despojados de todo lo que tenían por la masa de
desamparados que se había establecido en el barrio. Los afectados por los
incendios sentían, en cambio, la indiferencia de quienes han perdido todo y
no necesitan ya nada para vivir, salvo por el aire, el agua que les daban los
vecinos y un poco de comida.
Almanza volvió al bar, cuyo dueño había cerrado sus puertas pero les
permitía quedarse hasta la noche, y pidió a Juan Pablo que le dejara
transmitir sus fotos a su espacio web utilizando internet. Estuvo casi una
hora trabajando, durante la que transmitió todo lo que había conseguido
fotografiar, no se detuvo hasta que puso todo a buen resguardo. Llegada ya
la noche, en esas tristes condiciones, el grupo pidió al dueño del local si
podían comer allí. No tuvieron problemas, aunque lo único que había para
comer eran sándwiches y gaseosas. Luego de comer pidieron permiso para
dormir en los sillones del local. No querían salir, estaban como
adormecidos, aletargados, pero presentían el peligro que habría si salían a la
calle. Los dejaron. A Juan Pablo se le ocurrió poner en internet, que se
cortaba cada tanto, algún canal de televisión, pero parecía que todas las
transmisiones desde Argentina habían dejado de funcionar. No era posible
que se pudiese bloquear toda la comunicación, pero el gobierno bien podría
haberla prohibido. Habían pasado horas durante la tarde en búsqueda de
noticias en los diarios de la web, pero todos estaban bloqueados, y no se
podía acceder a los diarios extranjeros tampoco. Lo increíble era que sí se
podía acceder a la página web o mejor dicho al blog de los revolucionarios.
Era toda una contradicción. Siguieron tratando de encontrar noticias en
castellano, en inglés, en el idioma que fuera, pero no había nada de nada.
Era como estar en otra era, la era en que las comunicaciones se hacían
mediante un enviado a caballo que tardaba horas y horas en llegar a destino
y era posible que si no lo hacía a tiempo se perdiera una batalla e incluso la
guerra. Sí, se había vuelto a siglos anteriores, ya que poca gente sabía qué
era lo que pasaba en la Argentina, en especial en la ciudad de Buenos Aires.
 
 
 

 
 

 
 

 
Parte III

La Noche

Al principio de la noche tanto Almanza como Clara no podían pegar un ojo,


mientras que Antonio, Juan Pablo y Gastón ya se habían dormido con sueño
muy profundo. Almanza miró con atención por primera vez a Clara y le
pareció que era lo bastante linda como para darse el lujo de abandonar al
marido. Podría conseguir a quien quisiera. Era muy joven, casi un retoño,
pero con una expresión adulta de quien ha sufrido lo suficiente y no teme
nuevos contratiempos. Debían tener muchas cosas en común, pensaba, ya
que él había sufrido bastante por amor en los últimos veinte años. Las
muchachas comenzaban matándose por él hasta que descubrían las locuras
que era capaz de hacer por retratar el mundo. El se enamoraba hasta que se
daba cuenta de que su chica estaba ausentándose de su vida. No sabía si era
aburrido, loco, distraído, o un hombre básico, pero lo que tenía seguro era
que no era el hombre ideal de la mujer moderna.
El dueño del lugar supervisaba todo, ya que él mismo decidió no irse a su
casa por las dudas, por el peligro de perder el negocio. Su casa estaba en
Vicente López, así que consideraba que al menos por ahora estaba a salvo.
Vio que los dos estaban despiertos y les ofreció café en una mesa apartada
de los sillones. Clara aceptó de inmediato y Nicolás la siguió, al principio
no muy convencido.
- Deberíamos tratar de dormir algo.- Dijo.- Mañana puede ser un día peor
que hoy.
- Seguro que sí.- Dijo Clara.- Pero si no hay sueño es peor intentar
dormirse. Uno da vueltas, transpira y se cansa más. Quién sabe si después
de un café no estaremos mejor preparados para dormir en esos incómodos
sillones.
- Puede ser. En realidad es temprano, ya que son las doce de la noche, y
mañana nadie nos va a apurar, salvo que la multitud intente tomar el lugar.
Ya que no hay policía todo puede pasar, y el hambre causa los peores
trastornos en el ser humano.
- Es cierto. Estamos en un momento y un lugar donde puede pasar cualquier
cosa. Pero usted no tiene miedo, ¿verdad? Yo tampoco. Estoy en un
momento en el que nada me importa. Las desgracias nunca vienen solas. Yo
tuve varias, pero ahora mi vida está derrumbándose. Me siento caer en un
abismo, me siento flotar en las tinieblas. Si no hubiese venido con ustedes
creo que me hubiera matado. Si me siento mal, puedo ser fuerte, tal vez,
pero si además el mundo que me contiene se viene abajo, creo que eso me
hace perder la sensación de estar viva.
- No hable así. Hoy las cosas duelen. Mañana puede ser distinto. Mi
experiencia con la fotografía me ha enseñado que un momento es único e
irrepetible. Incluso el momento del dolor deja paso a otro instante, en el
cual el dolor es apenas un eco del dolor del momento anterior. Y así los
instantes se suceden, y de la misma forma que una piedra arrojada en un
espejo de agua forma ondas que desaparecen de a poco, el dolor hace lo
mismo, hasta que se va. Aunque el reflejo del dolor quede con nosotros, es
sólo eso, un reflejo del dolor que antes sentimos, y que a veces nuestra
mente identifica con el dolor mismo. Eso es lo que tenemos que apartar de
nuestro pensamiento: La resonancia del dolor. Hay que lograr que las ondas
no vuelvan hacia nosotros.
- Muy lindas palabras, pero creo que en mi caso las resonancias son
demasiado fuertes.
- Tiene que ocuparse de algo que llene su tiempo.
- Difícil pensar en algo así en esta situación. Esto es terrible. Miles de
personas sin hogar, vaya a saber cuántos perjudicados. Ese dolor me llega
muy profundo, lo llevo a flor de piel. La sola vista de ese desfile de
espectros que andaba por la avenida me llenó de espanto. Vaya a saber qué
estarán haciendo ahora. Hacia dónde irán. Ni lo quiero pensar.
- Si, y el gobierno seguro que tampoco quiere pensar en esas cosas. Hasta
ahora lo único que ha hecho es dejar el camino libre a los incendiarios.
- ¿No será esto una maniobra del gobierno? Piense, si no, por qué ha
retirado a la policía de las calles y por qué ha dejado apenas algunos carros
de bomberos. Les han dejado el camino libre, y además ni siquiera tenemos
televisión para informarnos ni celulares para comunicarnos. Apenas algunas
páginas de internet, no las de los diarios virtuales, sino la de Fuego Buenos
Aires, nuestro atacante. Me suena todo muy raro.
- Tiene razón, ya lo había pensado. Sin embargo no me gusta mucho
especular con estas cosas. En cuestiones de política hay que estar informado
para no pasarla mal, pero no meterse demasiado. Si uno se mete, queda
encadenado y su vida ya no será la misma jamás.
Clara y Nicolás charlaron de distintos temas, no muy profundos, hasta las
dos de la mañana. Hablaron al principio de cosas sin importancia, del
tiempo, del bar en el que estaban, de la bondad de su dueño, se contaron
algunos pequeños episodios de su vida íntima, momentos risueños o tontos,
hablaron de sus puntos de vista sobre la fotografía, el arte, la pintura, la
televisión, la música. Descubrieron su mutuo amor por la música de Los
Beatles, a pesar de la diferencia de edad, por Mozart, y también se dieron
cuenta de que él odiaba a algunos cantantes que ella amaba. Nicolás pensó
que cuanto más la miraba y cuanto más hablaba con ella más le parecía una
mujer fina e inteligente y le pareció que era una injusticia que esa mujer
haya vivido el infierno que dijo haber vivido hasta el momento. La
sensación que tenía era la de tener la obligación de protegerla. Por eso se
prometió que iba a vigilar bien de cerca sus movimientos desde ese
momento y no la dejaría sola mientras ella lo aceptase a su lado. Clara
parecía estar de mejor humor luego de su charla y se fue a dormir con una
sensación que no experimentaba desde hacía demasiado tiempo, la de estar
protegida y custodiada por una persona amable, que además era un artista
de la fotografía. Por supuesto, sabía que Nicolás debía haber tenido varias
mujeres, porque muchas se dejan seducir o seducen a quienes tienen un
don, aunque éstos no sean ricos o famosos. Pero eso no importaba, tenía la
sensación agradable y placentera de haber llegado a su corazón, y el
corazón de un artista suele ser un lugar oscuro y difícil para llegar. Ella
sabía que lo había hecho. Terminaron la charla como no podía ser de otra
manera: sesión de fotografías sin flash a cargo de Nicolás, que se prometió
retratar el rostro de Clara. Ella se molestó porque decía que estaba muy
cansada, ojerosa, sin pintar, pero él le dijo que, en blanco y negro, sus fotos
serían preciosas, y que iba a elegir la mejor para mandar a un próximo
concurso internacional en Miami. A las dos y media ya estaban todos
dormidos. El dueño del bar, que tomó un par de whiskies en solitario para
poder conciliar el sueño, Clara, dormida entre algodones y Nicolás, rendido
luego de un día que le dio material como para ganarse un premio de los
mejores.
 
Nadie pudo decir de qué forma comenzó el fuego en el bar en el que se
encontraban. Por suerte se despertó Antonio y dio la alarma, cuando ya se
estaba incendiando la puerta de calle y la ventana principal. Observó que
Rodolfo ya estaba levantado, con aspecto de alarmado. Vio la hora: eran las
tres y media. Despertaron al resto de la gente, dijeron que tomen sus cosas y
luego Antonio preguntó al dueño del bar si había una salida de emergencia.
Por suerte sí la había. El dueño, luego de tomar algunos objetos, entre ellos
el dinero de la caja, los guió hasta el fondo del local, por un pasillo largo
que los dejó en un patio interior. Una vez allí sobre la pared de la derecha
una pequeña puerta los guiaría hasta la salida, a través de otro largo y
estrecho pasillo. Salieron por una calle lateral, pero no por eso las imágenes
les resultaron menos abrumadoras. Almanza sacó la máquina de fotos y
comenzó su trabajo con una profesionalidad encomiable. Clara lo miró,
recordó su charla, vio la hora y no pudo creer lo que hacía este hombre
luego de un día tan agitado y después de apenas una hora de sueño, o poco
más. Beraldi les gritó a todos que se mantuvieran unidos, y Juan Pablo y
Gastón se pegaron a él en seguida. Clara se mantenía más cerca de
Almanza, pero, incapaz de seguirlo entre la gente tirada durmiendo en el
suelo y las caras de desconsuelo de los que permanecían de pie, pronto se
unió al grupo de Beraldi. Incluso el dueño del local, el solitario Rodolfo,
que parecía no entender bien lo que le pasaba a su local, se unió a ellos,
como si reclamara una devolución por haberles dejado dormir en su local
esa noche.
Ya estaban todos bastante hartos de fuego y destrucción y pensaban que no
iba a haber mayores sorpresas, pero por la hora de la madrugada y por los
efectos de la noche, el espectáculo era aún más aterrador, tanto como podía
serlo. Muchos de los edificios de Belgrano parecían estar en combustión,
una larga serie de casas, edificios de departamentos, oficinas, locales
comerciales, todos bajo el dominio del fuego. Las lenguas de fuego se
elevaban por encima de todo mientras emitían su intensa luz fortificada por
los materiales que se consumían. Para agravar la situación, las calles
estaban atestadas de gente que acababa de huir de otros incendios en otros
barrios, por lo tanto apenas se podía caminar. Incluso por la falta de
movimiento de muchos que estaban tirados en el piso se podía esperar que
estuvieran muertos, salvo que estuvieran tan cansados que no escucharan ni
vieran nada.
Ese panorama casi apocalíptico conmovió al grupo entero que, sin decir
palabra, caminó entre hombres caídos un par de cuadras hasta donde habían
dejado los autos. Los encontraron con gente adentro, que dormían
abrazados unos con otros. Juan Pablo quería echar a la gente y tomar el auto
por asalto pero Clara se opuso. Le daban mucha lástima, no podía dejar de
sentir pena por esas personas que habían perdido todos sus bienes y hasta
quizás familiares. Hubo una fuerte discusión, y mientras Beraldi y Gastón
estaban del lado de Juan Pablo, Nicolás se puso del lado de Clara aunque no
dejó de sacar fotos de la gente y de los incendios. Había mucho humo en la
calle, hacía demasiado calor para ser de noche, todos habían dormido poco
y mal. Rodolfo les propuso una solución intermedia: él mismo despertaría a
esa gente y les hablaría. Hasta ahora la violencia vino de parte de los
incendiarios. La gente lo único que hacía era vagar por las calles en busca
de refugio. Al menos en el barrio no parecía  que hubiese habido disturbios.
Juan Pablo aceptó no demasiado convencido. Rodolfo se asomó a la
ventanilla y tocó en el hombro al hombre que tenía más cerca.
- Disculpe señor. Este auto es nuestro. Tienen que salir. Yo lo siento mucho,
pero tenemos que utilizarlo.
El hombre lo miró entre sueños, con una mirada perdida que vagaba de
Rodolfo al resto de las personas que lo acompañaban. Luego de mirarlos
unos instantes dejó de hacerles caso y se acomodó en el hombro de la
persona que tenía a su lado, una mujer. Rodolfo hizo otro intento, tocando
un poco más fuerte el hombro del ocupante.
- Perdone pero no puede seguir ahí. Tiene que irse, es nuestro auto.
Entiende usted, lo necesitamos.
Como única respuesta, el ocupante del auto sacó una pistola y la mostró
mientras apuntaba hacia Rodolfo, luego a Juan Pablo, luego a Gastón. No
dijo palabra, pero eso era mejor que cualquier discurso. Había perdido todo
y no estaba dispuesto a dejarse arrebatar nada más. Quién sabe de qué cosas
puede ser capaz una persona cuando la domina el dolor. El hombre guardó
luego la pistola y volvió a su posición de dormir apoyado en el hombro de
la mujer.
La cabeza de Juan Pablo pensaba a una velocidad de mil revoluciones por
segundo. No quería dejar que su auto se volviera un refugio para las
víctimas del fuego. No, no quería eso, y además lo necesitaban, porque
tenían que salir de ese lugar de inmediato y no a  pie, ya que las calles se
habían transformado en un lugar muy peligroso. Lo necesitaban y era de él,
de su propiedad. Estaba dispuesto a recuperarlo. Pero, ¿cómo? En eso
pensaba cuando vio que Gastón había tomado una enorme piedra del jardín
de una casa cercana y se acercaba al auto. Golpeó con ella la cabeza del
ocupante lo tomó de la ropa, lo sacó por la ventanilla y le arrebató la
pistola, todo en un mismo movimiento violento y rápido. Luego volvió a
pegarle al hombre en el piso y le gritó que se fuera. Se acercó al auto y sacó
por la fuerza a los demás, la mujer, dos muchachos de quince o dieciséis
años y a una niña de apenas diez u once. Sacó a todos a los empujones, con
rabia, con un enloquecimiento del que nadie lo creía capaz. Luego se dirigió
al otro auto, el suyo, e hizo lo mismo con los otros moradores, cuatro
muchachos de entre veinte y veinticuatro. A pesar de que se veían sanos y
fuertes, los muchachos que ocupaban su auto no opusieron resistencia. Se
notaba que eran educados, buena gente, y que sabían que estaban en
contravención a las leyes vigentes. Pero Gastón se sorprendió de su
pasividad. Tal vez porque en la realidad esas leyes ya no eran vigentes,
habían caducado por la fuerza, habían dado paso a la ley del más fuerte, y
poco faltaba para que toda la gente se diera cuenta de ello. Si la ciudad
seguía incendiándose, si la gente huía de sus propias casas para sobrevivir,
pronto habría gravísimos problemas. Ahora había que decidir hacia dónde
ir. Pero Clara no estaba de acuerdo con la forma de proceder de Gastón y se
lo dijo.
- ¿A vos te parece bien lo que hiciste? Estás loco, mirá si te hubieran
pegado un tiro, o a alguno de nosotros.
- Yo recuperé los autos, es la única forma de huir de aquí. Era necesario.
- Pero no a riesgo de nuestras vidas, fuiste muy imprudente y no quiero
andar por ahí con alguien como vos.
- ¿Así violento, querés decir? Bueno, te tengo una noticia, todo alrededor
nuestro es violencia, el fuego que consume la ciudad, los quemados, los
desamparados. No quiero ser parte de esto así que hay que hacer lo
necesario para poder salir de aquí.
- Claro, pegándole a gente que ha perdido todo, a quemados, lastimados por
el fuego.
- A hombres que ocupaban nuestros autos de manera ilegal.
- Si, ya veo. La niña también.
- Si. La niña también. Es ellos o nosotros.
- Pues no lo veo así. Yo me quedo. Voy a ayudar a esta gente. No puedo
pensar como vos.
- Quedate si querés. No me importa. Yo quiero recuperar parte de mi vida
normal. Tal vez mi casa, tu casa, las de todo el grupo estén quemadas y
hayan sido reducidas a polvo. Tal vez mi padre, el tuyo, el de todos, hayan
recibido heridas y quemaduras en el gran incendio. No sabemos nada de
nadie porque no funcionan los celulares, las líneas comunes están
quemadas, no hay manera. Pero ahora vamos a ir a buscarlos y no quiero
que nadie se interponga en mi camino.
- Vamos Clara,- dijo Beraldi- vení con nosotros. No queremos que te
lastimen.
- No. Ya lo decidí. Alguien tiene que esforzarse por ellos. Yo me quedo. No
les pido a ustedes que se queden también. Yo voy a hacer lo que pueda por
esta gente. No pienso tratar mal a personas indefensas.
- ¿Indefensas?- Dijo Gastón, indignado.- Tenían una pistola.
- Clara, no podés hacer eso.- Intervino Juan Pablo.- Los servicios sanitarios
tienen la obligación de hacerlo, y ya deben estar por implementar un plan.
- Ellos, como la policía o los bomberos, deben salir de aquí. Como todo el
gobierno. Creo que ya no tenemos a nadie en quien confiar.
El calor se hacía insoportable, los edificios más cercanos se consumían y las
llamas estaban demasiado cerca. El humor del grupo había llegado a ser el
peor. Hasta que se escuchó el estruendo fuerte, seco, sorpresivo, letal. La
bala que salió de una pistola oculta en las sombras se estrelló en la cabeza
de Gastón, que cayó hacia delante con su cuerpo ya sin fuerzas. Todos se
miraron, incrédulos. Almanza tuvo el coraje de sacar fotos del aterrador
momento, mientras Clara y Juan Pablo metían como podían a toda prisa a
Gastón en el auto de Juan Pablo en la parte de atrás. Juan Pablo se sentó al
volante, Clara se sentó a su lado y Almanza atrás, para cuidar a Gastón.
Beraldi subió al auto de Gastón con Rodolfo de acompañante. Salieron en la
búsqueda de un hospital o una clínica, eludiendo los cuerpos en el piso o la
gente que caminaba por el medio de la calle, pero a las diez cuadras el auto
de Juan Pablo se detuvo. Almanza salió del auto y le dijo algo, luego se
dirigieron a Beraldi, que también había salido del auto a ver qué había
pasado.
- Murió.- Fue la única palabra que pudo articular Juan Pablo, alterado de
forma muy visible.
Beraldi observó a Clara que lloraba en la parte delantera del auto de Juan
Pablo. Al momento de proponer esta aventura Antonio jamás imaginó lo
que iban a vivir. Se quedó inmóvil, junto con Nicolás y Juan Pablo, que se
miraban y no sabían qué debían hacer. Luego Beraldi tomó la iniciativa y
dijo que debían abandonar el cuerpo del muchacho en la calle, que si Clara
se oponía, él mismo la iba a convencer, que debían terminar con todo esto e
ir cada cual a su casa y confiar en que toda esta locura termine pronto.
Eso hicieron y Clara ni se opuso ni se mostró de acuerdo con el plan. Estaba
golpeada, dolida con el destino que le había dado este espantoso presente.
En ese momento se sentía ausente, olvidada del mundo, con su alma oscura
como nunca, sus sentimientos lejanos, casi imperceptibles. Era tanto el
dolor que sentía que casi no se daba cuenta de qué hacía en ese momento.
Pensó en su infancia no tan lejana, pero tan feliz, tan lejos en ese momento
de acababa de vivir. Como si viniera de otra galaxia, su infancia se
desdibujaba y se clarificaba a cada instante. Recordó sus días más felices,
días en los que comía empanadas y tortas en los cumpleaños. Se vio a sí
misma golpear una piñata y recoger montones de pastillas y caramelos, con
una amplia sonrisa en los videos familiares. No entendía el mecanismo que
la llevaba tan lejos, aunque pensó que quizás su mente la llevara al último
momento de felicidad en su vida. Luego de su infancia nunca más fue tan
feliz. Recordó sus primeros novios, lo simples que eran, lo infantil de su
comportamiento. Recordó sus primeros días de novia con Javier, en parte
era feliz, pero ya desde el principio él se manifestó como un egoísta y un
malhumorado. Todo fue después barranca abajo. La infelicidad entró en su
vida y hasta hoy no encontró un remedio para ello. Hoy se encontraba
desesperada en un auto con dos desconocidos y seguida por otro auto con
otros dos desconocidos. Hoy vio la forma en que había muerto una persona.
Desde ayer lo único que veía eran incendios y muerte.
Juan Pablo conducía pero su mano temblaba. No estaba seguro de poder
esquivar a todos los desgraciados que estaban en el medio de la calle. Se dio
cuenta de que también su pie derecho, su pierna derecha entera se sacudía
en espasmos. Pensó en la forma en que se dio todo, en la propuesta de
Beraldi. ¿Por qué había aceptado? Nunca se lo iba a perdonar. Le
simpatizaba Gastón, aunque en realidad nunca lo había conocido. Nadie
tenía por qué recibir un disparo en la cabeza. Si Clara no hubiese discutido
en la calle tal vez hubieran subido a los autos y quizás ahora estarían
cantando alguna canción, camino a la libertad. También pensaba que no
tenía sentido culpar a Clara por decir lo que pensaba. Fueron todos
culpables, él debía haber obligado a todos a subir al auto y a discutir en otro
lado. Miraba a ambos lados de la calle, los incendios eran cada vez más
intensos. Parecía como si nada ni nadie fuera capaz de frenarlos. ¿Quiénes
eran los incendiarios? Se prometió averiguarlo. Estaba furioso.
Almanza estaba conmocionado. Era sensible, como cualquier artista,
aunque esa sensibilidad no le impidió sacarle una foto a Gastón en el
momento de caer al suelo, apenas recibida la bala. El trabajo es lo primero,
se decía, pero se sentía culpable de atender a su trabajo antes que a la
seguridad del grupo. Si hubiese estado atento a la situación, se decía, quizás
el muchacho todavía hubiera estado vivo. Eran muy inocentes, todo el
grupo. Habían sido amenazados por una pistola y nadie vigiló el entorno
luego de que Gastón echara a los ocupantes del auto. Se había quedado con
la pistola, pero eso no quería decir que no hubiese otra en poder de otra
gente. Tendrían que andar con mayor cuidado de ahora en adelante, las
calles se habían transformado en lugares de muerte. Recordó el momento de
su vida en el que se le había dado por sacar fotos en barrios pobres de la
ciudad. Siempre lo recibían con una sonrisa, los chicos alegres, las mujeres
se arreglaban el peinado, los hombres se alisaban sus camisas y todos
sonreían para la foto. Eran hombres y mujeres pobres, algunos al borde de
la indigencia, pero eran felices. Tal vez se deba a que tenían un lugar, eran
de algún lugar. Esta gente que ahora ocupaba las calles había sido de un
lugar hasta el día de ayer pero en las últimas horas se lo habían arrebatado.
Ése era el verdadero peligro. Ahora tendría que ser más cuidadoso. Sacar la
foto con un ojo y vigilar con el otro. Esperaba que todos tomaran
consciencia de ello.
En los autos iban todos en silencio, sin elegir un camino, a la deriva, como
aturdidos. En un momento el auto que conducía Beraldi, el de Gastón, se
acercó al de Juan Pablo tocando la bocina. Alterados los tres ocupantes del
auto pensaron que estaba por ocurrir o que había ocurrido otra desgracia.
Pero no, Beraldi comenzó a gritarle a Juan Pablo que Rodolfo les ofrecía su
casa en Vicente López para descansar. Lo hacía de corazón y en
agradecimiento a ellos por haberlo sacado del desastre en que se había
convertido Belgrano. Iban justo en esa dirección, tendrían que tomar por
Cabildo, pasar la avenida General Paz si es que no estaba incendiándose en
ese lugar, seguir derecho por Maipú hasta Federico Bardi y luego cinco
cuadras por esta calle (a la derecha de Maipú) y llegarían a su casa. Era un
barrio tranquilo, decía Rodolfo, nadie tendría ningún interés en intentar
nada por allí, según creía, eran casas bajas, chalets, muy lindos. Su casa
tenía una suite y cinco dormitorios y él vivía solo en este momento, así que
todos estarían muy cómodos. Juan Pablo dijo que aceptaba sin dudarlo,
deseoso de darse un baño y recuperar algo de su intimidad y de su
tranquilidad normal. Clara estaba distraída, Nicolás le explicó la propuesta
y ella aceptó sin entusiasmo. También Almanza dijo que aceptaba. Hecho,
dijo Beraldi. Sígannos, que los vamos a guiar, ante cualquier inconveniente
toquen la bocina. Juan Pablo estuvo de acuerdo y así ambos siguieron viaje,
primero Beraldi que conducía el auto del pobre Gastón, con Rodolfo a su
lado, y luego Juan Pablo en su propio auto.
Antonio Beraldi era una persona sensible, es más, como él se consideraba
un escultor, un artista, estaba consciente de su sensibilidad. Manejaba con
frío profesionalismo, porque sabía hacerlo desde muy pequeño, aunque
siempre manejó trastos viejos, y éste apenas era un poco mejor de lo que
estaba acostumbrado, pero su pensamiento estaba en otra parte. No podía
perdonarse, todavía, el incidente en el que resultó muerto su joven nuevo
amigo. Además era un muchacho alegre y simpático, muy afecto a
acercarse a las mujeres, es cierto, pero por eso todavía le caía mejor. Se dio
cuenta de que cada tanto el ojo le temblaba, en lo que era la demostración
de lo nervioso que se había puesto por lo que habían vivido. Volvió a su
mente la imagen del muchacho que caía, su expresión ausente, su cuerpo
flojo, su cabeza que rebotaba contra el piso de la vereda. Ese ruido. Nada
podría hacerle olvidar ese incidente. Se sintió un estúpido, cómo no pudo
preverlo, por qué discutieron en la vereda. No era culpa de Clara, debieron
meterla entre todos en los autos, subir en ellos y salir de allí. Debieron dejar
las discusiones para más tarde. Ya estaba hecho, no había vuelta atrás, y sin
embargo seguía torturándose con esos pensamientos.
Avanzaban muy despacio debido a la gran cantidad de gente que caminaba
en las calles, casi más que por la vereda. No parecían constituir un peligro,
no parecían violentos, pero después de la muerte de Gastón todos estaban
alerta, y vigilaban los movimientos de todos. En cierto momento, apenas
habían avanzado unas diez cuadras desde que habían decidido dirigirse a
Vicente López, del auto de Juan Pablo surgieron varios bocinazos. Beraldi
paró el auto a un costado y detrás paró Juan Pablo.
- ¿Qué pasa?
- Parece que Clara vio a Mariela que caminaba entre la gente, debe estar a
media cuadra de acá.
- Busquémosla.
- Un momento. Beraldi, usted se queda. Alguien tiene que cuidar a esta
gente. Yo voy a buscarla.- Dijo decidido Juan Pablo, en parte para retomar
el mando de un grupo que se le iba de las manos.
- Está bien.- Reconoció prudente Beraldi. Había traído con él, sin que nadie
se diera cuenta, la pistola que Gastón le arrebatara al ocupante del auto de
Juan Pablo. La tenía en el bolsillo derecho de su pantalón, hacía algo de
bulto aunque en realidad era muy pequeña. Tocaba ese bolsillo todo el
tiempo.
Juan Pablo recorrió esa media cuadra con mucho tacto, como si buscara a
alguien pero muy tranquilo. No quería que los ánimos de esa pobre gente se
animaran y que pensaran que podrían llevarlos en los autos. Era una
posición demasiado egoísta pero después de la muerte de su compañero de
viaje no quería a ningún desconocido en esos autos. A los cinco minutos
encontró a Mariela. Estaba sola, con cara de terror, los ojos bien abiertos y
tenía su ropa chamuscada. Al acercarse a ella se dio cuenta de que su pelo
estaba quemado y que todavía humeaba.
- ¡Mariela!- Gritó Juan Pablo en el momento en el que la tuvo algo más
cerca.
La chica no respondió, y siguió caminando con la mirada perdida. Una vez
que llegó hasta ella Juan Pablo la miró a los ojos, dándose a conocer. Ella
pareció examinarlo, y luego de unos instantes sus ojos brillaron por un
momento, señal de que pudo recordarlo. El la tomó de la mano suavemente
y ambos se dirigieron a los autos sin correr aunque lo más rápido que
pudieron.
Con Mariela de nuevo en el grupo volvieron a cambiar de ubicación en los
autos, pasando al de Juan Pablo, Almanza adelante y Clara detrás para
cuidar de Mariela, mientras que en el otro Rodolfo pidió a Beraldi si podía
manejar porque se ponía nervioso si no hacía nada.
Mariela no habló por unos minutos. Clara limpió con lo que pudo la cara de
la muchacha. Seguía como en estado de shock, con los ojos bien abiertos y
sin hablar. Así estuvo por un largo rato, hasta que llegaron a cierta distancia
del cruce de Cabildo con la avenida General Paz. Allí vieron por primera
vez actividad sospechosa aunque no había demasiada luz. Vieron gente que
avanzaba con palos encendidos y que acumulaba pilas de trastos y las
encendía, con el objetivo de mantener el incendio en el perímetro de la
capital. Era la primera vez que veían en actividad a los extraños hombres de
los que nadie sabía nada. Pero el problema era que había que pasar al otro
lado. Estaban a unas cinco cuadras de la avenida General Paz y el camino
de allí en adelante estaba atestado de gente que ya no avanzaba, porque no
podía atravesar las lenguas de fuego. Los autos eran inútiles, por eso
Beraldi propuso dejarlos e intentar sobrepasar la avenida a pie. Antonio se
lo dijo a Juan Pablo a través de la ventanilla, pero éste se opuso.
- Creo que intentar pasar a pie la avenida es suicida. ¿Ve a esos hombres?
Mantienen el incendio a toda costa. No quieren que pasemos. No van a
dejar que pasemos. Vaya a saber uno qué harán para impedirlo.
- Si. Ya los veo. Pero estamos en la avenida Cabildo y este es el Puente
Saavedra, uno de los pasos más comunes hacia provincia. Tal vez no sea así
en cruces menores. Creo recordar que hay un puentecito, no muy lejos de
acá, que comunica la capital con Vicente López, justo donde está la cancha
de Platense.
- Tiene razón. Es un puente chiquito pintado de rojo. Debe estar a cinco o
seis cuadras a la izquierda, creo que es la calle Zapiola.- Exclamó
entusiasmado Juan Pablo.- Podemos intentarlo con los autos, yo los puedo
llevar hasta allí.
- Si podemos ir hacia atrás…
- Vamos a intentarlo. La gente nos rodea, pero no creo que nos impidan el
paso.
- Despacio, Juan Pablo, muy despacio.- Recomendó Beraldi.
Poco a poco los autos retrocedieron. La gente se hacía a un lado despacio,
como si no les importara que les pasaran por encima. Poco a poco
desandaron el camino y dos cuadras más atrás pudieron doblar hacia la
izquierda, entonces, ya en las calles menores se dieron cuenta de que había
mucho menos gente y avanzaron un poco más rápido. Pronto estaban en
Vedia y Zapiola, y allí se dieron cuenta de que varias personas mantenían
un pequeño fuego en el centro del pequeño puente que los podía dejar en la
cancha del club Platense. Beraldi estaba indignado, cansado, con presión
alta, deprimido por la muerte de un joven inocente, pero se hizo cargo y
pidió a Juan Pablo, a Rodolfo y a Nicolás que lo secundaran. Quería ir a
enfrentar a ese grupo.
- Está loco. Nos van a matar.- gruñó Juan Pablo.
- ¿Cuántos son? No veo más de cuatro.
- Yo veo a tres, no, tiene razón, son cuatro.- Dijo Nicolás bastante inseguro.
- Nosotros somos cuatro, vamos a hablar con ellos.
- ¿Por qué no los embestimos con los autos?
- No. Podemos morir todos si volcamos. Tienen muchas porquerías que
hacen de montaña para alimentar su pequeño incendio. Tenemos que
negociar.
- Pero qué podemos darles. Nada.
- Clara, ¿sabe manejar?
- Si.
- Póngase al volante. Cuando le haga señas, viene por nosotros.
- OK
- Rodolfo, hágase cargo del otro auto.
- Debería ir con ustedes, así somos cuatro contra cuatro.
- No, se me ocurrió una idea mejor que ir los cuatro. Usted apunte con el
auto hacia ellos. Si escucha que le grito “ahora”, los atropella, pero cuidado,
trate de no agarrar esa pila de fuego, quién sabe lo que hay allí, en una de
esas vuelca. Tampoco nos agarre a nosotros, por favor.
- No se preocupe. Entonces espero su grito.
- Perfecto.
Beraldi hizo una seña a Almanza y a Juan Pablo, que lo siguieron con cierta
dosis de miedo en sus miradas. Caminaron hasta ponerse a diez metros de
los incendiarios, que, armados con palos les hicieron señas de detenerse.
- Queremos pasar.- Dijo Beraldi.
- Por acá no pasa nadie.- ¿Por qué no se vuelven, y nos evitamos un
problema?
- Disculpe. ¿Ustedes quiénes son? ¿Quién los puso a cuidar este puente?
¿Por qué no podemos pasar?
- ¿No le parece que son demasiadas preguntas? ¿Qué le importa? De
cualquier forma no va a pasar.
La actitud de los incendiarios se hizo más agresiva, se pusieron los cuatro
uno al lado de otro con los palos bien inclinados hacia delante en una
postura clásica de quién espera atacar en cualquier momento. Ese era uno
de los momentos en que el ser humano demuestra hasta dónde está
dispuesto a luchar por lo que sea que valga la pena. Beraldi sabía que esos
muchachos se jugaban por una persona o por una idea, y que por defenderla
iban a mostrar lo peor que tenían dentro. La pregunta era, hasta dónde se
iba a jugar él y sus muchachos. Eran tres, no tenían palos, pero él tenía la
pistola, que todavía ni siquiera había mostrado.
- ¿Por qué no se van, viejo? Nos ahorramos un problema nosotros y sobre
todo ustedes.
- ¿A quién responden? Vamos, díganme eso, nada más.
- Ya lo sabe. Respondemos a Fuego, él sabe lo que hace. ¿Ahora se van a ir?
- ¿Por qué tanto vandalismo? ¿Hacía falta?
- Porque para que un mundo nuevo comience hace falta que el mundo
anterior se desintegre, y nosotros estamos logrando que se esfume.
Era casi lo mismo que él pensaba. La respuesta lo intimidó, pero tenía que
seguir con su plan. Aunque esos muchachos pensaran como él, la forma de
hacer las cosas lo diferenciaba demasiado de ellos. El nunca hubiese
ordenado tanta destrucción. Con algunos símbolos del viejo mundo hubiera
bastado.
Beraldi miró a Juan Pablo y a Almanza, que con cara de terror parecían
ocultarse detrás de él en lugar de apoyarlo. No sean cagones, les susurró. Y
luego volvió su cara hacia los incendiarios.
- No me van a creer, pero estoy de acuerdo con eso. Destruir un mundo para
poder crear uno nuevo. Pero no estoy de acuerdo con el método.
Demasiados inocentes han sido perjudicados.
- Le recuerdo, señor, que en medio de una guerra nadie es inocente.
- Y para que haya una guerra debe haber una declaración. La gente debe
poder elegir antes con quién está.
- Esta no es una guerra común. Fuego es un líder subterráneo. Un
intelectual que ha actuado en la sombra durante años, hasta llegar a tener un
pequeño ejército disponible, y muchos materiales. Nosotros somos sus
guardias, pero no queremos matar gente sino destruir la ciudad con los
incendios. Así que les pido que se vayan, así van a poder disfrutar un poco
más de esta vida.
- Un intelectual. Me alegra. No está bien que la guerra sea iniciada por los
ignorantes. Nosotros podríamos cooperar, si ustedes quieren. Podemos
darles algo de plata.
- Voy a ser muy claro. Nadie coopera con Fuego hasta que éste se lo pide.
No funcionan las cosas a tu manera. Nosotros somos un círculo cerrado. Así
que lo mejor que pueden hacer ustedes es irse a otra parte.
- ¿Por qué no podemos ir a provincia? ¿Por qué tiene que sufrir tanto la
gente en la capital?
- Son órdenes. Nosotros obedecemos. Te puedo decir, sin embargo, que
Fuego va a negociar por esa gente. El la va a salvar, pero tiene que negociar
con el gobierno.
En ese momento Beraldi sacó la pistola y apuntó a la persona que hablaba
con él. Diez metros lo separaban y había muy poca luz, así que era
improbable que pudiese acertarle a alguno de aquellos severos soldados de
Fuego. Pero estaba decidido a jugarse.
- ¿Así que está armado? Nosotros no, salvo por estos palos, así que si me
dispara usted habrá matado a un inocente también.
- Nada de eso. Ustedes impiden la salida de la ciudad, y nosotros queremos
salir. Nada de inocente. O se van o les disparo.
Mientras hablaba Beraldi el soldado de la derecha de su interlocutor amagó
con tirarle el palo que tenía en la mano, pero el viejo, con puntería
milagrosa, le metió una bala en el cuello. El hombre cayó como una bolsa
de papas sobre el puente.
- Hijo de puta.- Gritó el hombre que había hablado con Beraldi, y como si
sobraban las palabras se abalanzó sobre el grupo de Antonio, que volvió a
disparar otras dos veces. Una bala entró en su pómulo derecho, la otra se
perdió en la noche.
Juan Pablo apenas podía creer el lío en el que se habían metido. Beraldi les
gritó a los otros dos que se fueran, y en el momento en el que ambos se
dieron vuelta en dirección a provincia les ordenó que se fueran hacia la
capital. Luego entre los tres desarmaron la hoguera de tal forma que, sin
dejar de estar encendida, para no despertar sospechas, les dejara pasar con
los autos. Luego Beraldi se subió al auto de Gastón y les dijo a los demás
que fueran a la casa de Rodolfo todos juntos. El se sentía en la obligación
de decirle a la gente que aquí a sólo seiscientos metros de Puente Saavedra
tenían un cruce asegurado, al menos por el momento. Luego iría sólo a la
casa. Tardaría apenas unos minutos más. Nadie se le opuso. A esta altura,
Antonio Beraldi había demostrado que podía conseguir lo que quisiera con
gran determinación, y la pistola en su poder era algo intimidatorio, aunque
todavía lo considerasen su aliado. Beraldi arrancó a gran velocidad mientras
Juan Pablo iba con Almanza en el asiento de adelante y con Rodolfo, Clara
y Mariela, que todavía no había dicho palabra, detrás.
 
Diecisiete cuadras separaban al grupo de la casa de Rodolfo, así que
llegaron en pocos minutos. La casa era enorme y muy bonita, con un jardín
hermoso bien iluminado de noche que le daba aspecto de salón de fiesta.
Dejaron el auto guardado en el garaje y se dirigieron de inmediato hasta el
comedor, dónde el dueño de casa los invitó un trago para relajarse antes de
enseñarle a cada uno su cuarto. Sirvió coñac a Juan Pablo y a Almanza, y
licor de durazno a las mujeres. Para él se sirvió un buen vaso de whisky.
Casi no se dijeron palabra. Rodolfo encendió una televisión Led de 55
pulgadas que tenía en el comedor, y mientras todos estaban bien
acomodados en sus sillones buscó algún canal de noticias. Por suerte, esta
vez funcionaba TN, y para su sorpresa se ocupaba del gran incendio de
Buenos Aires. Escucharon con atención las palabras que salían de la boca
de los reporteros, no se perdieron nada, a pesar de su cansancio, tan ávidos
estaban de saber qué era lo que estaba pasando. Según estas noticias, el
gobierno se había visto sorprendido por un grupo armado que sin dar aviso
ni lanzar proclama alguna comenzó a incendiar según un plan metódico y
bien estructurado una gran cantidad de edificios de la capital de la
República Argentina. La intención fue primero incendiar el centro
completo, lo que incluye la casa de gobierno, la legislatura y demás
edificios públicos e históricos, y luego en los barrios aledaños incendiar en
cada uno de ellos las iglesias, las escuelas y los edificios más grandes.
Luego el fuego así planificado se extendería solo y lograría consumir a cada
barrio, cada avenida, cada zona de la ciudad. Como complemento, el
incendio de la avenida General Paz lograría cercar a los habitantes que, sin
poder escapar de su propia ciudad, se convertirían en prisioneros, listos para
ser negociados. Los incendiarios negociaban en esos momentos con el
gobierno, que se había trasladado a la ciudad de Córdoba, la liberación de
los rehenes de Buenos Aires.
Si uno lo pensaba era bastante ingenioso. La ciudad de Buenos Aires limita
una tercera parte con el Riachuelo y otra parte similar con el Río de la Plata.
Es muy fácil controlar esas salidas hacia el sur y el este, con sólo dominar
un par de puentes y el movimiento del puerto, que también había sido
atacado por los incendiarios. Hacia el norte y el oeste, sin embargo, está la
avenida General Paz, que rodea el resto de la ciudad. Allí no es tan fácil, ya
que si bien existe una serie de puentes grandes hay un buen número de
pasos pequeños que hacen más difícil el bloqueo. Hace falta mucha gente
para bloquear todo, por eso apenas cuatro personas cuidaban el puente, y
aunque demostraron ser ineficaces, ¿cuántas personas “inocentes” podrían
tener pistolas, y cuántas de ellas estarían dispuestas a usarlas, como
Beraldi?
En el noticiero dieron muchas noticias de cada una de las zonas afectadas.
Aunque el programa no tenía imágenes propias, porque fue prohibido por
los incendiarios todo acceso de periodistas, fotógrafos y cámaras de
televisión. Sin embargo, miles de personas mandaron por internet imágenes
a las páginas de los noticieros en cuanto éstas lograron estar de nuevo en la
red, merced a la colocación de nuevos servidores con base en provincia. La
principal noticia fue la de que el gobierno preparaba una gran ofensiva, un
ataque mortal contra sus enemigos, que comenzaría en las próximas horas.
Pero Rodolfo cambió de canal en cuanto toda la situación estuvo más o
menos aclarada con la excusa de que debían dormir hasta que sus cuerpos
descansaran lo suficiente. Llevó a Mariela y a Clara a un dormitorio que
tenía dos camas independientes porque pensó que Mariela, que estaba
todavía en estado de shock, podría necesitar ayuda. Una vez instaladas en
su nuevo lugar, Rodolfo les dio la llave de su puerta y fue al living, donde
les pidió a los demás que esperaran con él a Beraldi. El viejo, según él, los
había salvado de ser rehenes de los incendiarios, y gracias a su audaz
jugada estaban a salvo. Juan Pablo y Nicolás estuvieron de acuerdo, aunque
temblaron al pensar la situación en la que estuvieron, y por recordar su
segunda muerte presenciada en esa noche fatal.
Por suerte Beraldi no se hizo esperar demasiado. Eran las cinco de la
mañana, o sea que en apenas una hora y media habían visto el espectáculo
aterrador de miles de personas que lo habían perdido todo, y habían
presenciado dos muertes, absurdas quizás, pero muertes al fin. Lo pusieron
al tanto de todo mientras le servían un whisky, y en cuanto pudieron se
escaparon cada uno a su dormitorio. No daban más. Beraldi fue el último de
los huéspedes en acomodarse. Al despedirse de Rodolfo le dijo que él no
era así, que actuó superado por las circunstancias, y que lo volvería  a hacer.
Rodolfo lo tranquilizó, diciéndole que había sido su salvador y que le
estaría por siempre agradecido. Cuando se encontró solo, Antonio revisó la
pistola. Le quedaban varias balas. Por las dudas la depositó sobre la mesita
de luz. Nada le aseguraba que los incendios no se extenderían a Vicente
López, aunque la lógica indicaba que no lo harían, porque extenderse
demasiado sería contraproducente para los incendiarios. Pensó en la
contraofensiva del gobierno. Imaginó que iba a haber un terrible
derramamiento de sangre si eso pasaba. Ojalá ese Fuego y el gobierno
pudiesen arreglar las cosas en paz. Pero no lo creía posible.
 
 

 
 
 

 
 

 
Parte IV

La Lluvia

Los ocupantes de las diversas habitaciones de la casa de Rodolfo durmieron


sin parar hasta las dos de la tarde del día siguiente. El primero en salir de su
cuarto e ir hacia el comedor fue Juan Pablo. Se sentía mucho mejor, aunque
apenas se aclaró su pensamiento recordó todo y una especie de nube negra
cubrió sus cavilaciones. Su mundo había desaparecido. Probó su celular.
Nada. Quería llamar a la oficina, o a alguno de sus compañeros, a sus
familiares. Quería saber si estaban bien, como él, o les había pasado algo,
pero seguía sin haber línea. Al llegar al comedor lo esperaba Rodolfo. Lo
recibió con una sonrisa, vestido de jean y remera blanca. La casa entera
tenía un aire acondicionado espectacular. Por eso había dormido muy bien,
y ahora se sentía en buena forma. Le preguntó a Rodolfo si podía usar el
teléfono de línea, pero el dueño de casa le dijo que las líneas estaban
muertas. Juan Pablo miró por el amplio ventanal que daba a la calle. Llovía
con una fuerza extraordinaria.
- Lo que faltaba. Pobre gente los que se quedaron sin su casa.
- Es cierto. Pensaba lo mismo. Pero es tiempo de que piensen un poquito en
ustedes. Porqué no se da un baño. Se va a sentir mejor, y luego les hago una
buena comida. Tengo una despensa muy bien equipada.
Juan Pablo contestó que le iba a venir muy bien un poco de agua caliente,
pero que no tenía ropa. Rodolfo lo guió hasta uno de los tres baños de la
casa, y allí le dio ropa suya.
- No le va a ir muy mal, soy apenas un poco más ancho que usted, y de la
misma altura, casi.
Juan Pablo agradeció a su amable benefactor y se metió en el baño. Abrió la
ducha, que tenía una salida amplia que largaba el agua bien fuerte, como a
él le gustaba, como en los mejores hoteles en los que estuvo. Disfrutó
mucho al enjabonarse, al sacarse toda esa mugre que había juntado el día
anterior, esa transpiración que venía primero del calor, luego del miedo que
sintió en el puentecito rojo. Volvieron una y otra vez a su memoria las
imágenes de la muerte de Gastón y de la acción de Beraldi que posibilitó la
huida del grupo hacia la provincia. Tal vez esos desdichados se hubieran
salvado. De todas formas aunque hubieran podido salir de la ciudad estaba
seguro de que no se encontrarían en buen estado. Su ánimo parecía
derrumbarse a cada rato. Es que recién me despierto, pensaba. Tengo que
acomodar mi pensamiento a tantas novedades juntas. De qué voy a vivir
ahora. Qué futuro tan negro me espera. Jamás voy a olvidar a Gastón.
Cómo podría hacerlo. Cerró el agua luego de enjuagarse bien. No quería
tardar demasiado porque estaba de invitado en una casa que no era la de él,
porque de otra forma se hubiese quedado horas debajo del agua. Se secó
bien, se vistió con la ropa de Rodolfo, que le quedaba algo amplia pero a la
vez era muy cómoda, hizo un bollo con su ropa vieja y luego fue a su
dormitorio a dejarla. En seguida volvió al comedor. La televisión ahora
estaba encendida y Rodolfo la miraba junto con Beraldi. Este lo recibió con
una amplia sonrisa.
- Juan Pablo, mi amigo, cómo está. Hay buenas noticias. Llueve como
nunca en todo Buenos Aires, ya no hay más fuego.
- Tengo mis dudas de que sea una buena noticia. ¿Y los que estaban en la
calle? ¿Qué va a pasar con ellos?
- Parece que la situación ya está controlada. La policía patrulla las calles de
la ciudad, los bomberos y varias entidades de bien público ayudan a los que
quedaron en la calle. Se los llevan en trenes y camiones hacia distintas
localidades de la provincia. Allí los van a reubicar.
- ¿Y Fuego, y los incendiarios?- Dijo Juan Pablo con la boca abierta, como
si no entendiera lo que le decían.
- Dicen que a ese Fuego lo encontraron muerto. Según comentan en la tele
quedó atrapado en uno de los edificios que incendió. Todo carbonizado,
pobre tipo. Después de ese revés los incendiarios se dispersaron.
- ¿Así tan fácil? ¿Nos dormimos a las cinco y media de la mañana con una
revolución en marcha, muerte y destrucción y porque muere una sola
persona todo se diluye? Todos esos incendios, las muertes, la pérdida de
miles de millones de pesos, ¿fue porque sí? Así nomás, ¿se terminó todo?
No me lo creo.
- Créalo, Juan Pablo, se terminó todo. Lo comunicó el gobierno, hace una
hora, más o menos.- Intervino Rodolfo.- No se lo dije antes de su baño
porque tenía una cara de dormido que me iba a creer menos.
- Yo estoy feliz.- Dijo Beraldi. Al menos estamos vivos, bien. Y ya no
tenemos de qué preocuparnos.
- ¿Y su familia?
- Ya voy a averiguarlo. No puedo estar en todo. Por ahora está prohibido
entrar en la capital. No hay celulares y las líneas de teléfono están
inutilizadas. ¿Qué puedo hacer?
- Y no se olvide de que mató a dos personas.
Beraldi se puso serio. Su expresión era sombría pero también había
indignación en su rostro.
- En primer lugar, no sé si los maté. No me detuve a comprobarlo porque
tenía que avisar a un montón de gente que quería cruzar por el Puente
Saavedra que tenía habilitado un paso. En segundo lugar, le recuerdo Juan
Pablo que hoy estamos aquí porque pasamos por ese puente gracias a mí.
De otra forma estaríamos camino a las provincias, rumbo a quién sabe qué
lugar, en manos de instituciones que no nos darían un destino demasiado
cómodo. ¿No le parece?
- Recién se alegraba por eso, con respecto a la otra gente.
- Si, pero gracias a mí no somos como esa otra gente. Gracias a mí se pudo
dar un buen baño, según puedo ver, está con ropa limpia en una casa con un
anfitrión que nos recibe con alegría y nos da todo, y a pocas cuadras de la
ciudad. Recuerde que mientras yo les hacía frente a esos delincuentes usted
temblaba de miedo detrás de mí.
- Y yo también.- Dijo Rodolfo, deseoso de terminar con esa áspera
conversación.- No sé usted, Juan Pablo, pero yo le estoy muy agradecido a
Beraldi. Y con esto doy por terminada esta conversación. Esta es mi casa y
quiero que los huéspedes estén contentos y se sientan bien. Quiero que no
se vuelva a tocar el tema.
- Tiene razón, disculpe Beraldi. Es que tienen que entender que el día de
ayer fue terrible para mí.
- Para todos.- Dijo Beraldi.
- Además lo que me tiene peor es la muerte absurda, estúpida de Gastón.
Cuanto más lo pienso más me parece que pudimos evitarla. Pudimos
preverla. ¿No les parece?
- No conviene tener ese tipo de pensamiento.- Dijo Rodolfo. Es dañino y
con eso sólo consigue torturarse. No lleva a ninguna parte, se lo puedo
asegurar. También el hecho de no alegrarse de que haya terminado el
conflicto es raro en usted. Tiene una forma de pensar muy extraña. Es un
buen final, el mejor que cabría esperar, y lo absurdo de las muertes creo que
se aplica a todas. Toda muerte es natural, toda muerte es absurda.
En ese momento bajaron Clara y Mariela. Las dos se habían despertado
mientras Juan Pablo se bañaba, y por lo tanto ocuparon los restantes baños
de la casa. Ahora olían muy bien y tenían una presencia mucho mejor que la
de la madrugada. Estaban vestidas con ropas nuevas, Rodolfo explicó que
eran de su esposa que había fallecido hacía apenas seis meses. Todos lo
sintieron mucho. Clara estaba hermosa con un vestido blanco, el pelo
mojado y bien peinado y unas chatitas blancas muy simpáticas. Mariela, en
cambio, se vistió con un jean y una remera azul oscuro, con zapatillas
azules también. Su pelo arruinado por el fuego no lucía muy bien, por eso
Clara insistía en cortárselo corto, ya que con sus lindas facciones le
quedaría muy bien. Mariela se negó en forma terminante varias veces. Aún
no había contado nada a nadie de lo que había pasado con Martina. Todos
estaban expectantes pero no se atrevían a mencionarla, porque la muchacha
apenas había pronunciado palabra desde que volvieron a verla, y seguía con
la misma mirada perdida.
Clara saludó con una sonrisa a Juan Pablo y a Rodolfo, pero a Antonio
apenas le dedicó una mueca. Mariela pareció no reconocer a ninguno de los
tres. Beraldi se disculpó y se fue a bañar. En cuanto se fue María Clara dijo
que no le gustaba estar en la misma casa con un asesino. Juan Pablo quería
apoyarla, pero se contuvo al pensar en el dueño de casa. Rodolfo, como era
de esperar, salió en su defensa.
- Espero que todos reconozcan que gracias a Beraldi estamos acá. Creo,
Clara, que de verdad si no fuera porque se atrevió a enfrentar a esa gente
nosotros podríamos estar muertos o haber sido deportados a otro lugar de la
provincia.
- ¿Cómo es eso?
- Es así. Lo dijeron por televisión. La lucha ha terminado. Fuego habría
muerto víctima del incendio que él mismo habría provocado. La enorme
cantidad de gente que quedó en las calles de la capital era trasladada por la
policía y otras organizaciones por orden del gobierno a otros lugares de la
provincia. Yo no sé dónde los van a meter ni cómo van a pasar los próximos
meses. Podríamos estar entre ellos, si no fuera por Beraldi.
- Está bien,- dijo Clara- pero nadie me va a quitar de la cabeza la imagen de
horror de Beraldi matando a esas dos personas. Fue espantoso, lo que pasa
es que en medio del espanto y con la muerte de Gastón no tuve ánimo de
decir nada anoche. Yo no soy quién para juzgarlo, pero me parece que
podríamos haber buscado otros lugares para atravesar la General Paz, sin
matar a esa gente.
- Tal vez no estén muertos.- Dijo Juan Pablo, inesperado abogado de
Beraldi.- Es cierto, nos fuimos muy rápido de allí y nadie se puso a revisar
si estaban muertos o no.
- Peor. Si estaban vivos podríamos haberlos ayudado.
- Bueno, como dijo el mismo incendiario, en una guerra no hay inocentes.
Tal vez Beraldi no sea inocente, pero nosotros lo seguimos y somos
cómplices. Así que será mejor no insistir con el tema, porque nos mancha a
todos. Creo que deberíamos dejar al viejo tranquilo.
En ese momento Juan Pablo observó que Mariela parecía querer decir algo.
Todos lo miraron y luego miraron a la muchacha. Por primera vez habló
delante de casi todos:
- No se peleen. Lo que pasó en ese puente no fue nada. Lo que he vivido yo
no se lo deseo a nadie.
- ¿Querés contarnos algo?- Dijo Juan Pablo con delicadeza.
- Si,- dijo mientras observaba a Clara con firmeza,- déjenme contarles lo
que me pasó, así después de escucharme lo dejan al viejo tranquilo. El hizo
lo que tenía que hacer. Y yo también.
- Bueno. Adelante.
- Cuando quedamos a solas empecé a soportar todos los caprichos de
Martina. Que vamos para allá, que mejor no, que vamos para este otro lado.
Se ponía nerviosa con cualquier observación que hiciera, comenzó a
insultarme, primero me llevaba de la mano, luego no quería que la tocara,
en fin, mil cosas que supongo a ustedes no los van a sorprender. Pero yo
tengo paciencia. Con tacto llevé a Martina a un lugar neutral. Sin embargo,
todo explotó cuando nos encontramos frente a un edificio que comenzaba a
incendiarse. Ella quiso quedarse a ver el espectáculo, estaba extasiada y yo
quería ir a un lugar donde estar más seguras. Discutimos, y en un momento
me tomó del pelo y comenzó a zarandearme, enloquecida, gritándome toda
clase de insultos. Por suerte soy fuerte, en cierto sentido. Le di un terrible
golpe en la cara que la sacudió toda, y, como estaba furiosa y cuando estoy
así no me contengo, le volví a pegar varias veces en la cabeza. Tanto que
creí que la había desmayado. Pero no, reaccionó en seguida, aunque ya
estaba calmada por los golpes y creo que ya el sólo hecho de verme
comenzaba a darle miedo. Mejor, me dije a mi misma.
En ese punto de la narración apareció Nicolás con cara de dormido y tan
sucio como anoche.
- Qué manera de llover. Se viene el mundo abajo.
- Si, es casi inentendible, sobre todo después de un día como el de ayer. Un
gran contraste.- Le dijo el anfitrión, para agregar después:- ¿Por qué no va a
bañarse? Usted ya sabe dónde están los baños, uno lo ocupa en estos
momentos el señor Beraldi. De los otros dos elija el que más le guste y
tómese el tiempo que quiera. Lo esperamos para comer.
- Si. Muchas gracias. Ah, buenos días a todos, o mejor dicho, buenas tardes.
Todos le hicieron gestos de simpatía, y luego miraron a Mariela como
instigándola a que siga con su confesión.
- Bueno, el problema comenzó cuando Martina se levantó, con mucha
dificultad. En ese momento unos cuatro hombres pasaron junto a nosotras.
Yo noté que habían salido del edificio incendiado, pero sin rasgos de sentir
pánico. Por lo tanto, la única idea que se me ocurrió fue que eran los que
habían incendiado el lugar.
- Es probable que se hayan movido en partidas de cuatro hombres, como los
que cuidaban el puente.- intervino Juan Pablo.
- Es cierto, no lo pensé hasta ahora. En realidad, durante el asunto del
puente no estaba en mi momento más lúcido. Como les decía, esos hombres
salieron del edificio con una expresión de tranquilidad que me hizo
sospechar de ellos. En seguida uno de ellos me miró, y luego vio a Martina
que se levantaba y que tenía roja la mejilla y el ojo cerrado por mis golpes.
Fue una mirada obscena, recuerdo que no le miró la cara, sino las piernas.
Fue hacia ella y simuló que la quería ayudar. Ella comenzó a gritar que yo
la quise matar, que la golpeé a propósito, que era una bestia y cosas por el
estilo. De repente me encontré con cuatro hombres que me miraban de
forma agresiva. El que estaba al lado de Martina comenzó a acariciarla,
pero no de forma protectora. Le acarició el pelo, la cara, luego bajó y la
toqueteó por todo el cuerpo. Martina comenzó a gritar y pronto la agarró
fuerte de un brazo y se la llevó al edificio de al lado que ya estaba
abandonado por el peligro de incendio. Los otros tres me atraparon y me
llevaron con su compañero. No les voy a contar en detalle lo que le hicieron
a la pobre Martina mientras yo estaba inmovilizada por dos de esos
animales. Fue aterrador. La molestaron hasta que murió, porque jamás dejó
de resistirse. Se le debe haber parado el corazón. Al comprobar que estaba
muerta vinieron por mí, pero tuve mejor suerte, porque justo en ese
momento el edificio comenzó a incendiarse. Todo fue muy rápido, las
llamas tomaron el lugar y todo comenzó a arder. Se oyó una explosión muy
cerca, y los cuatro hombres se miraron preocupados. Decidieron olvidarse
de mí y huir de allí. Estaban muy calmados, mientras que yo estaba
asqueada por lo que habían hecho. Fui donde estaba Martina y comprobé
que no tenía pulso. Estaba bastante loca, pero no merecía un castigo como
ese. Antes de que se fueran de la habitación, mientras el último de ellos
terminaba de vestirse y los demás lo esperaban en la puerta, busqué algo
fuerte para pegarles, revisé el lugar, que parecía haber sido una oficina, era
la primera vez que prestaba atención a ello, y encontré esos hierros que
sujetan los cajones de los muebles donde se guardan las carpetas, y que se
traban con candados. Busqué alguno sin el candado y encontré dos. Los
miré y ellos parecían haberme dejado de prestar atención, como si yo fuera
una cosa, algo que podían abandonar por cualquier lado.  Tomé uno de esos
hierros con una mano, era bastante pesado, cosa natural, porque era hierro.
Me acerqué por la espalda al hombre que recién había terminado de ponerse
los zapatos y con toda mi fuerza lo golpeé en la nuca. Creo que cayó
muerto, aunque nunca lo comprobé. En el momento en el que uno de los
que lo esperaba se asomó a hablarle lo golpeé en la cabeza. Saben, esas
varas son una excelente arma. Pero éste se movía en el suelo, así que le di
otro golpe con la vara. Noté que el bolsillo de su pantalón estaba muy
abultado. Lo revisé y encontré una pequeña pistola, justo para mi mano. Sé
manejar armas, mi padre tiene una pistola para defensa en nuestra casa y me
enseñó a usarla. Tenía el seguro puesto, y todas las balas en su lugar.
Excelente, pensé. Me asomé por la puerta, con el arma empuñada en mi
mano derecha. Uno de esos hijos de puta estaba a mi derecha, a unos dos
metros. El otro a mi izquierda, a unos cinco metros, más o menos. Eso hacía
más dificultosa mi tarea. Pero lo que había decidido era que sí o sí los tenía
que matar a los dos. En esos momentos la cabeza te estalla, no se puede
pensar con claridad. Quería verlos muertos. En medio de todo, el fuego
estaba por alcanzarme, me tenía que apurar o iba a morir incendiada en esa
ignota oficina. Ninguno de los dos miraba hacia la puerta. Apunté a la
cabeza del que tenía a mi derecha, a dos metros, gatillé, y le erré. El ruido
fue ensordecedor, me aturdió, mientras que los dos hombres se vinieron
contra mí. Tiré de nuevo y por suerte le pude acertar en el pecho al de mi
derecha, pero el que tenía a mi izquierda me alcanzó y del empujón que me
dio caímos dentro de la fatídica oficina, Ya les dije que allí dentro todo se
incendiaba, así que mi desesperación fue terrible, además del golpe que me
pegué con el tipo que me cayó encima. Sentí que mi pelo se quemaba, pero
no podía hacer nada, el hombre me tenía agarrado el brazo derecho con el
cual empuñaba la pistola y con la otra mano intentaba pegarme, mientras
que yo me defendía con uñas y dientes. Pensé que no iba a salir viva de ese
lugar, que era como el infierno. De repente algo estalló, no me pregunten
qué, pero quedamos los dos aturdidos, mirándonos, los dos sueltos por obra
del mismo aturdimiento que provocó la explosión. Por unos segundos
nuestras mentes estuvieron en blanco, se habían paralizado por el ruido, el
miedo o qué se yo qué. Pero nos mirábamos, con ansias de muerte, los dos.
Era cuestión de ver quién de los dos recuperaba primero el dominio de su
mente y de sus músculos. Ese iba a matar al otro, sin duda alguna. Cuando
me repuse y pude pensar mejor noté que seguía con la pistola en mi mano.
Traté de moverla, pero era muy pronto. Noté que él miraba con
desesperación mi mano. Ah, sabe que tengo la ventaja, pensé. Hizo
esfuerzos enormes por moverse hacia mí, pero antes de que pudiera
acercarse pude mover mi mano y apunté con la pistola a su cabeza. Luego
recordé el tiro errado y le apunté al pecho, que creía era un blanco algo más
voluminoso y seguro. Ya estaba con pleno dominio de mí misma cuando el
hombre habló por primera vez.
- Soy uno de los incendiarios. Si vas a matarme tenés que saber que te van a
perseguir y te van a hacer cosas terribles.
Mi pelo seguía quemándose y sentía las lenguas de fuego que besaban mi
ropa y mi cuerpo. El calor se hacía insoportable y ya no se podía respirar en
ese lugar.  El hombre insistió.
- Ya hiciste bastante. Mataste a mi compañero. Dejame ir y te prometo que
digo que murió en el incendio.
Ese hombre era uno de los que había violado a Martina, una niña de
dieciséis años. No lo pensé más, le disparé en el pecho, una sola vez. No
hacía falta más, el lugar iba a ser devorado por las llamas en unos minutos.
Salté por sobre su cuerpo hacia la vereda, recogí un trapo que encontré
tirado en la calle, que a esa altura estaba llena de objetos perdidos, me froté
la cabeza para que no siguiera quemándose mi pelo, y me fui. Me
transformé en una de tantas personas que vagaban caminando por las calles
para ir hacia fuera de esta locura. No comprendo a quienes incendian
nuestro mundo, pero menos comprendo a los que quieren violar a una niña
estando en una situación como esta. No me creo una justiciera, pero creo
que hice lo que tenía que hacer. Horas después, ustedes, por suerte, me
encontraron.
Clara, Rodolfo y Juan Pablo la miraban aturdidos. No podían creer las cosas
de las que había sido capaz esta frágil y sonriente Mariela. Era evidente que
ya no volvería a ser la misma de antes. Aunque después de contar todo lo
que le pasó, sin una sola lágrima, señal de que ya había llorado lo
suficiente, parecía tener una mirada más tranquila, como de perdón para ella
misma. Y era cierto lo que había dicho, luego haber escuchado lo que le
había pasado a ella, lo de Beraldi parecía apenas una anécdota.
Afuera la lluvia cubría todo, hasta el punto que desde la amplia ventana que
daba a la calle apenas se veía una cortina de agua. Llovía casi sin viento, o
sea que los enormes baldazos de agua caían en forma vertical, y habían
convertido la calle en un río que en algunos lugares llegaba hasta más de la
mitad de la vereda. Los celulares seguían sin funcionar, los rayos dejaron
sin Direct-TV a la casa y tampoco la radio tenía buena señal. Antes de
apagarse, el aparato de TV mostró a los conductores de los noticieros que
decían que el gobierno había dado un toque de queda, que la policía
patrullaba la capital y mandaba a todos los que no estaban en sus casas al
interior y que en la provincia no se permitía andar en grupo por las calles ni
deambular en automóvil. Todo auto que detuvieran en la provincia en estos
próximos dos días sería secuestrado y el dueño se enfrentaría a una cárcel
segura por contravención a las reglas dictadas por los gobernantes. No era
un panorama alentador. Todos, si bien eran gente adulta e independiente,
tenían alguna persona de quién preocuparse pero nadie podría establecer
comunicación con ella. Estaban presos, aunque en realidad la mayoría
agradecía estar en la casa de Rodolfo, que se había mostrado como en
excelente anfitrión y dueño de un chalet espectacular.
Pronto tanto Beraldi como Almanza se reunieron con los demás. El viejo
estaba algo alicaído después de la forma en que lo había mirado Clara, pero
trató de sobreponerse: estaba seguro de que había hecho lo que tenía que
hacer. Cuando se está en un momento tan difícil como el que ellos pasaron
anoche, hay que tomar la decisión correcta. Ellos debían pasar al otro lado
de la avenida General Paz, y él se aseguró de eso. Incluso hizo más que eso,
avisó a la gran cantidad de gente que iban a tratar de cruzar por el Puente
Saavedra que tenían un paso cercano y mucho mejor, libre. Se sentía
orgulloso de su acción, aunque se vio obligado a disparar a dos personas.
Pero eran mucho más que dos personas, eran dos enemigos, dos soldados
que habían destruido gran parte de la ciudad o que habían contribuido a
ello, y que querían impedir el paso de su pequeño grupo a provincia. Eran
su grupo o ellos, no había otra posibilidad. Incluso cabía la probabilidad de
que no los hubiera matado, no se habían detenido a comprobarlo. Para el
viejo eran dos criminales. Luego comenzó a pensar en su idea de que el
mundo debía ser destruido para luego edificarlo mejor. ¿Cómo encajaba ese
pensamiento con el de que esos dos soldados les impedían el paso y había
que dispararles? Era una pregunta muy difícil, casi imposible de responder.
Beraldi se dijo a sí mismo que a veces el deseo de una persona es
incompatible con la realidad. La realidad te muestra la peor cara de tus
deseos, pensó.
En lo que respecta a Almanza, estaba del mejor humor. Llegó al comedor y
de inmediato le pidió a Rodolfo una computadora para bajar sus fotografías
y ordenarlas. Traía en su mochila un disco rígido externo de 1 Terabyte en
el cual podría descargar todas sus fotos una vez ordenadas. Era un trabajo
como para estar ocupado varias horas. Rodolfo le dijo que le iba a mostrar
su estudio luego de que comieran algo. En seguida se disculpó y se llevó
con él a Mariela y a Clara para que lo ayudaran en la preparación de una
buena comida. Pensaba hacer milanesas a la napolitana, y las chicas harían
una portentosa ensalada para acompañar. Además prometió llevar a los
hombres antes de la comida a su vinoteca.
- Usted sí que no se priva de nada.- Dijo Juan Pablo, admirado de lo que
poseía Rodolfo.
- La vida es una sola, hay que disfrutarla. Y no se olvide de que soy un buen
comerciante, siempre saco ventaja.
- Espero que no quiera sacar ventaja de nosotros.- Dijo Beraldi en forma
inesperada.
- Faltaba más.- Dijo Rodolfo con una amplia sonrisa.- ustedes son mis
invitados, y espero que se transformen en mis nuevos amigos. Si junté
dinero y lujos durante estos años como comerciante es para compartirlo con
mis amigos. Mi vida matrimonial terminó con la muerte de mi mujer hace
seis meses. No tuve hijos, así que lo que me queda es una serie de personas
que considero amigos. Espero contarlos a ustedes entre ellos, en un futuro
cercano.
- Disculpe. Creo que estoy todavía conmovido por lo que pasó ayer. Dije
una estupidez.
- Nada de eso. Usted recién me conoce, no tiene que creer todo lo que yo le
diga. Bueno, me voy con las mujeres a cocinar, algo que me fascina.
Fue así que el grupo se dividió en dos: Rodolfo, Clara y Mariela fueron a la
cocina, un establecimiento enorme con instalaciones que pondrían orgulloso
al mejor chef del mundo. Había hornos de todo tipo, cocinas de gas, de
piedra, campanas para que no quede ni una pizca de humo en la enorme
habitación. Y unas mesadas largas y grandes de acero brillante que
permitían trabajar cómodamente. La despensa estaba al lado, y Rodolfo
pudo mostrar a las mujeres la cantidad de jamones, latas de todo tipo,
cualquier cantidad de envases, todo conservado en heladeras profesionales.
- Al lado está la vinoteca, pero esa visita la voy a hacer con los hombres, si
me disculpan.
- No hay problema.- Dijo Clara, muy sorprendida por la enorme extensión
de la casa de Rodolfo, que más bien merecía el nombre de mansión y que se
asemejaba más a un hotel que a una casa.
- Esto me encanta.- Dijo Mariela, a la que la perspectiva de hacer una buena
ensalada para varias personas le daba renovadas ganas de vivir de forma
normal.
La cocina tenía una espaciosa ventana que daba al jardín interno de la casa.
Clara pegó su cara al vidrio, pero apenas pudo distinguir varios tonos de
verde detrás de una copiosa cortina de agua. No paraba de llover. Clara
pensaba, mientras trataba de distinguir las plantas que tenía Rodolfo en su
jardín, en la comprometida situación que había vivido Mariela ayer. Pudo
ver su dolor en su expresión, mientras lo contaba. Un dolor contenido, frío,
reservado, pero de una enorme magnitud. Un dolor que la habría hecho
llorar por horas, que incluso superó el hecho de haberse quemado el pelo y
la ropa, y que luego la mantuvo sin habla durante un buen tiempo. Veía en
su mirada una tristeza infinita, pero no creía que fuese por la suerte de los
incendiarios o de Martina sino por lo que se había visto obligada a hacer.
No creía que sintiera mucha pena por la niña, ya que se había portado muy
mal con ella, incluso trató de manejarla para satisfacer sus propias
desviaciones de nena caprichosa. Tampoco podía sentir pena por esos
cuatro desgraciados, apenas la imitación de lo que debería ser un ser
humano, una aberración que no merecía llamarse de esa manera. Si así eran
todos esos incendiarios, bienvenidos sean los tiros de Beraldi. Veía ahora de
otra forma la acción en el puente rojo que los condujo a la provincia. Había
tenido razón Mariela, después de todo. No era que pensara que Beraldi
había hecho lo correcto, era que había cambiado la forma de ver a los
incendiarios. Ahora pensaba que eran unos mafiosos violadores y asesinos.
Después de todo, sin contar la violación de Martina y todas las que puedan
haber cometido sus compañeros, ¿a cuántas personas debían haber matado o
dejado sin hogar con los incendios? ¿Miles, decenas de miles, cientos de
miles? Tal vez millones. Eso sí era terrible. Se prometió que no sería más
injusta con Beraldi y que trataría con dulzura a Mariela, para ver si salía de
la depresión que le ocurriría cada vez que se acordara de lo que había tenido
que hacer.
Mariela, por su parte, permanecía callada  y algo ajena a todo. A pesar del
entusiasmo manifestado hacía unos minutos, una sombra cubría su
pensamiento, una oscuridad que nublaba todo lo bueno que ella había
tenido hasta el momento. Ni siquiera podía volver a mostrar esa sonrisa tan
hermosa que había mostrado hasta el incidente. No podía evitar pensar en
Martina. Nunca había tenido sentimientos tan encontrados con una persona.
Había llegado a odiarla, era histérica, pesada, caprichosa, pero también
estaba como desvalida, era una chica que había sido descuidada,
abandonada al mundo sin protección. ¿Qué podía esperar de ella? Pero lo
que sufrió con esos hombres, era algo indescriptible. Las escenas volvían
una y otra vez a su pensamiento y eso no podía manejarlo. Voy a tener que
ir a un siquiatra, pensó. Si, podía volverse loca si esos pensamientos
seguían molestándola por años. Esos hombres que mató, de los que se
defendió quitándoles la vida, todavía podían hacerle daño, mucho daño. No
pensaba en que sus fantasmas volverían a molestarla. Percibía que su
pensamiento también estaba obsesionado con ellos. Volvía su sangre a
manchar todo su cuerpo. Volvían, una y otra vez. Todo eso sumado a los
miles de desamparados que vagaban con ella por las calles, los incendios,
los edificios destruidos, todo eso junto al recuerdo Martina la destruiría
indefectiblemente. Hoy ella era también una especie de espectro, alguien
que vagaba por este mundo sin estar presente, apenas un holograma
proyectado para que todos los que la vieran pensaran que estaba viva.
¿Todos piensan que está viva? Están muy equivocados. Mariela recuperaba
el entusiasmo de a ratos, pero era apenas un instante, luego la noche, la
oscuridad, el miedo, la invadían y todas esas imágenes volvían a asaltarla
cada vez con mayor fuerza. Había soñado con Gastón. Era un chico muy
simpático, y se le acercaba guiñándole el ojo, como le gustaba hacer. Se
hacía el galán, porque sabía que a ella le gustaba. Cuando estuvo cerca, ella
sacó un revólver y le disparó un montón de tiros en la cabeza. Ese había
sido el sueño, y ahora le parecía que ella había matado también a su
ocasional compañero de viaje. Los fantasmas te consumen, se dijo Mariela.
En medio de estos pensamientos Clara le hablaba, pero reaccionó muy
tarde.
- ¿Qué te pasa? No me escuchás.
- Perdón, estaba metida en mis pensamientos.
- Pero te estoy hablando desde hace casi un minuto. Es preocupante.
- No, no pasa nada. ¿Qué me decías?
- Que Rodolfo ya nos separó todos los vegetales y especias para hacer la
ensalada. ¿Vamos?
- Vamos.- dijo Mariela con voz forzadamente feliz.
En el comedor, distribuidos en los amplios sillones, rodeados de
almohadones, con alfombras muy finas en el suelo, con cuadros modernos
de muy buena factura en las paredes, Juan Pablo, Nicolás y Antonio
parecían más tres cónsules romanos que discutían sobre la forma en la que
había que atacar a los cartagineses que tres hombres comunes del siglo XXI
en las afueras de Buenos Aires. Rodolfo les había alcanzado unos tragos de
Gancia con hielo que ellos disfrutaban en ese momento. Sólo les faltaban
las mujeres y las uvas.
- No sé qué pensar sobre mi acción de ayer.- Dijo Beraldi.
- No tiene que pensar nada sobre sus acciones.- Dijo Almanza.- Piense lo
que ha hecho esta gente con nuestra ciudad. Se lo merecían, eso y mucho
más.
- Luego de escuchar lo que contó Mariela lo suyo no es nada, Beraldi.- Dijo
Juan Pablo, y les hizo un breve resumen de lo que le ocurrió a la muchacha
mientras ellos estaban en el bar de Rodolfo.
- No lo puedo creer.- Dijo Beraldi.- No es un consuelo saber que alguien
tuvo que matar más gente que yo. Esa chica me preocupa. Lo que ha vivido
en un solo día es para enloquecer a cualquiera.
- Pero ella parece sana.- Dijo Almanza.- Puede superarlo.
- Siempre optimista, Nicolás. Brindemos por eso.- Dijo Juan Pablo.
Chocaron sus copas y se desearon buena suerte los tres. Almanza dijo que
iba a buscar su equipo fotográfico para retratar mejores recuerdos que los
del día de ayer. Beraldi tomó un trago de Gancia y deseó que toda esa
pesadilla termine pronto. Estaban en una casa cómoda y confortable, pero
suponía que tendría que hacer declaraciones ante la policía y cosas así en
cuanto investigaran lo que había pasado en ese puente. Juan Pablo quería
saber si su oficina, si el edificio en el que tenía la oficina todavía seguía en
pie y en buen estado. Todos pensaban en sus amigos y familiares, pero
como vivían en capital sabían que no podían hacer nada por ellos, al menos
por ahora hasta que el gobierno diera instrucciones a los ciudadanos y
dieran a conocer el paradero de todos. Todos tenían esperanzas en que sus
familias seguirían en sus viejas casas de la ciudad, pero no podían hacer
otra cosa que esperar. Encima estaba la lluvia, esa espantosa lluvia sin
viento, que inundaba todo y no paraba nunca ni disminuía su intensidad.
Media hora después llegó Rodolfo y anunció que las milanesas estarían
listas en diez minutos. Los invitó a recorrer la vinoteca, que dejó
maravillados a todos. Era enorme, y su entrada estaba marcada por una
enorme puerta que estaba cerrada con llave. Rodolfo la abri
ó y todos
quedaron atónitos. No entendían mucho de vinos, pero al ver tantas
heladeras especiales (Rodolfo las llamaba Cavas, pero ellos no las habían
visto nunca) que mantenían al vino a su temperatura ideal, al ver tantas
marcas de vinos argentinos, chilenos, españoles, franceses y de varios
países más, en ese lugar inmenso, todos se maravillaron. Dejaron que
Rodolfo, que era el entendido, eligiera el vino para la comida. Rodolfo
distribuyó entre sus nuevos amigos cuatro botellas de Rutini en diferentes
gustos, Cabernet-Malbec, Malbec, Merlot, y Syrah. Son de los mejores
según mi modesto gusto, alguno de estos les va a gustar. Pueden tomarlos
todos si quieren. Luego se fue a la cocina a ver cómo estaban sus milanesas
y les dijo a los muchachos que se sentaran en los sillones del comedor, que
ya iban para allá. Cinco minutos después apareció Rodolfo con sus
ocasionales ayudantas que armaron una mesa larga que había en el comedor
y organizaron toda la presentación de la comida. Los platos preparados con
las enormes y deliciosas milanesas napolitanas y las ensaladas de varios
tipos que colmaron la mesa. Además estaban los Rutini, que esperaban ser
abiertos y degustados. El clima era festivo, aunque el ánimo de los
comensales no era para nada bueno. Todos tenían sentimientos encontrados
y no estaban del todo presentes en la mesa. Aunque Almanza sacaba
fotografías, no podía sacarse de su cabeza toda esa gente que caminaba sin
alma por las calles de Buenos Aires. Aunque Juan Pablo sonriera y contara
algún que otro chiste no podía olvidar el susto que sintiera cuando Beraldi
disparó su pistola en ese puente maldito. Mariela intentaba una sonrisa pero
apenas lograba una amarga imitación de esa que había sido hasta ayer tan
alegre y radiante. Clara no dejaba de pensar en las muertes que presenció, la
de Gastón, a quién había recriminado su maltrato a esa gente, y la de los
incendiarios del puente, y todavía Beraldi le dejaba una imagen de
homicida que no podía borrar, por más argumentos que encontraran todos a
su favor. Antonio sabía que Clara le recriminaba sus crímenes, sabía que
podrían haber tomado otro camino, aunque quería convencerse de haber
hecho algo justo, y su mente se debatía entre considerar el hecho bueno o
malo. Eso lo hacía sentirse mal, y le arruinaba la comida aunque por otro
lado la disfrutaba, ya que tenía mucha hambre. Las milanesas fueron
elogiadas por todos, y el vino aún más. Pasó el tiempo y los comentarios se
hicieron más superficiales. Casi todos habían tomado vino y se sintieron
más permisivos, indulgentes, alegres. Comenzaron a contar breves historias
cómicas, mencionaron las veces que quedaron en ridículo, se rieron con
ganas hasta que terminaron de comer y tomar. No quedaba una gota de vino
sobre la mesa, y ya todos lo habían probado, incluso Mariela, que al
principio se había resistido. Rodolfo estaba muy contento de verlos felices
en su casa. Sabía que había cumplido muy bien el papel de buen anfitrión,
les abrió la puerta de su casa, les dio su propia ropa a los hombres y la de su
esposa a las chicas, les dio comida buena y en abundancia. ¿Qué más
podían pedir? Pidió permiso a los comensales y se fue a preparar café. Justo
en el momento en que se fue  pareció romperse el hechizo que hacía parecer
a todos felices.
- Dígame Beraldi, ¿se sintió bien al matar a esos hombres?- Dijo Clara con
una amarga sonrisa en la boca. Había tomado mucho vino, y eso le había
dado valor para atacar al viejo.
- No. A decir verdad no, pero creo que hice lo correcto. Ellos nos impedían
el paso sin ningún derecho a hacerlo.
- Esa no es razón para matar gente.
- Clara, ya está bien.- Dijo Juan Pablo.
- No, déjela,- dijo Beraldi- no hay problema. Yo también discuto ese asunto
conmigo mismo. No me gustó dispararles, ni me sentí bien. Recuerde la
situación. Estábamos desesperados, la ciudad que ardía, la General Paz
tomada por los incendiarios.
- Podíamos haber ido a otro lado.
- Si, de acuerdo. Hubiéramos gastado más nafta, podrían habernos asaltado
y robado los autos. Era mucho mayor el riesgo cuanto más tardáramos en
llegar a provincia.
- Pero no hubiera tenido que matar gente.
- Eso no lo sabemos, ni usted ni yo. Pudo haber sido peor. Incluso
podríamos estar entre los nuevos indigentes a quienes mandan a interior.
- Pero tal vez no hubiera tenido que matar gente, ¿no era eso mejor? Creo
que usted hizo mal, que es un asesino, y eso voy a decir en mi informe a la
policía en cuanto pueda salir de acá.
- No hay problema, dígalo. Los incendiarios son enemigos del gobierno,
¿recuerda eso? Quizás me den una medalla.
- Sí, claro. No quiero compartir nada más con usted. Me da asco.
Clara se levantó de la mesa y tambaleando un poco se acomodó en uno de
los sillones. Mariela se le sentó al lado.
- Sos injusta. Gracias a él estamos hoy acá. Creo que no tenés que trasladar
la culpa que sentís por separarte de Javier a ese pobre hombre.
- ¿Qué? ¿Estás loca? Separarme de Javier es lo mejor que hice en mi vida.
- Pero te hace sentir mal. No me mientas. Algo te conozco y creo que tengo
razón.
- Pues no. No me conocés. Nadie me conoce. Y vos también sos una
asesina. Peor que Beraldi.
- ¿Cómo me decís eso?
- Si, el mató a dos, vos a cuatro, creo, así que sos peor. No tenés que
hablarme, sos peor que él.
- Sos imposible, matate.- Dijo Mariela y se fue a sentar de nuevo a la mesa.
Todos se quedaron callados luego de la desagradable conversación entre las
mujeres del grupo. Almanza fue el único que encontró valor para decir algo,
unos instantes después.
- Creo que Clara está cansada y ha bebido mucho. No deberían darle
importancia a sus palabras, los dos.
- No estoy borracha, ni cansada, ni tengo tristeza por mi marido. Yo sólo
digo que me da asco estar en el mismo lugar que dos personas que han
matado. Dicen que el que ha probado la sangre luego no puede dejar de
matar. Si es eso cierto no quiero estar en este lugar con ustedes.
- Estás loca, Clara.- Dijo Juan Pablo, indignado.- ¿Cómo se te ocurre decir
esas cosas? Seguro que estás borracha, y que estás histérica porque te
separaste de tu marido pero ahora no sabés ni siquiera dónde o con quién
está. ¿Y si está muerto? ¿También vas a culpar a Beraldi o a Mariela?
Sin contestar nada, Clara se levantó y luego de unos segundos de indecisión
se dirigió hacia Juan Pablo, lo tomó del pelo y comenzó a zarandearlo de un
lado para el otro. Mariela junto con Almanza la separaron de Juan Pablo y
la dejaron de nuevo en el sillón.
- Ves que estás borracha.- Dijo Juan Pablo.- Borracha violenta, no podés
tomar más vino. Mirá que loca estaba ésta.- Dijo en general hablando para
sí mismo o  para todos.
Almanza se sentó junto a ella y trató de consolarla, pero ella se sentó
dándole la espalda. Momentos después Nicolás recuperaba su lugar en la
mesa. En ese instante apareció Rodolfo con una bandeja en la que llevaba
seis tazas de café recién preparado por él. Miró las caras de todos y adivinó
que habían pasado por un momento delicado.
- ¿Qué pasa, señores? ¿Algún problema? No quisiera que la pasen mal, así
que espero que todos estén a su gusto.
- ¡No!- Gritó Clara.- No estoy a gusto, con estos dos asesinos no estoy para
nada a gusto. Y usted tampoco me gusta.- Se levantó de nuevo pero esta vez
comenzó a caminar hacia la ventana. La lluvia arreciaba, y ahora se
escuchaban truenos cada vez más estridentes. Almanza tomó la palabra.
- Creo que la presión de lo que ha vivido le ha causado demasiados
problemas. No va a ser fácil que lo supere.
- Callate estúpido. ¿Qué sabés vos de mí? Nada. Es que ya no aguanto a
ninguno de ustedes. Siempre dicen qué hay que hacer, qué no hay que
hacer, adónde vamos, adónde no vamos…así nos fue, para el culo.- En
seguida las lágrimas brotaron de sus ojos.- ¿Qué me importa a mí lo que
pase con ustedes? ¿Qué carajo me importa lo que le pase a la gente que se
quedó sin sus casas? ¿No se dan cuenta? Aquí hubo gente que se la jugó
para lograr transformar el país, este país de mierda. Y nosotros los
matamos. Qué bueno.
- Creo que ahora más que nunca necesitás que alguien te de una buena
paliza.- Dijo Nicolás.- Vamos, te llevo a tu dormitorio, vas a dormir una
siesta, quieras o no, y después te vas a disculpar con todos. En especial con
Mariela y Antonio. Y también con Juan Pablo y el dueño de casa.
- No tengo por qué disculparme si digo lo que siento. Me voy a mi cuarto,
pero sola, que nadie me moleste y que nadie me acompañe. Todos ustedes
me tienen harta, ojalá llegaran los incendios hasta acá. Que todo se queme,
que todo el país se queme. Es lo mejor.
Cuando Clara se fue, Mariela aprovechó para retirarse también a su
dormitorio, demasiado conmocionada por la pelea.
Luego de quedar solos, los hombres se miraron, pero nadie dijo una sola
palabra. Rodolfo les dejó las tazas de café frente a cada uno de ellos, y el
primero en tomar el azúcar fue Beraldi.
- Creo que necesito mucho este café. No entiendo lo que le pasa a esa chica.
- Bueno,- dijo Rodolfo,- si uno lo piensa bien es lógico que una persona
reciba un shock como ese al ver caer a alguien. No está acostumbrada a ver
esas cosas, y por añadidura todo su mundo se viene abajo. En este momento
la mayoría de las personas deben estar bajo un ataque de nervios. Al
desaparecer todo su mundo seguro y al dar su vida un vuelco semejante, el
ser humano puede hacer cosas impredecibles. Supongo que el hecho de que
nos haya conocido hasta hace poco más de un día influye para que se forme
una mala opinión de cualquiera de nosotros sin necesidad de que hagamos
nada, imagínense con los que mataron a los incendiarios. Aunque haya sido
en defensa propia o por una causa noble, aparecerán como villanos en su
mente, sólo porque está predispuesta a ello. Y de la misma forma que el
suicida que se asoma a la terraza de un edificio se siente impulsado a
lanzarse de inmediato, como si hubiese una atracción fatal, quien ve en
peligro su mundo se inclina por verlo destruido de inmediato para poder
comenzar de nuevo lo antes posible, sin pensar en lo que pierde. Así es más
fácil a la mente humana adaptarse a lo nuevo.
- ¿Es usted sicólogo?- Preguntó Juan Pablo con un dejo de sorna en la voz y
una sonrisa irónica en los labios, mientras se frotaba la cabeza que le había
quedado dolorida.
- No. Para nada. Pero soy un estudioso de la mente humana.
- Creí que sólo era un comerciante.
- Aunque no lo crea, ser comerciante puede ser una gran ventaja. Nunca se
está tan expuesto como al hacer un negocio, incluso ante la más minúscula
de las compras. El dinero mueve al mundo, y acá no hay excepciones.
Aunque quieran tener una perspectiva distinta de la vida, esta verdad es
inconmovible. Les voy a contar una historia, si quieren, que certifique esto.
¿Quieren?-
- Claro, dijeron todos, casi a la vez.
- Bueno. Mi padre es analista de sistemas. Ahora está jubilado, pero en su
tiempo fue un buen programador. ¿Saben cuánta memoria utilizaban las
máquinas en los años 60 y 70?: 4 Kilobytes, a los sumo 8 Kilobytes.
Comprendan que ahora un equipo que se precie debe tener al menos de 2 a
4
4 a 8
Gigabytes. Imaginen que un Megabyte equivale a 1.024 Kilobytes, y
que un Gigabyte equivale a 1.024 Megabytes, más aún, que un Terabyte,
medida muy común ahora en discos rígidos, equivale a 1024 Gigabytes, y
podrán tener una noción de cómo avanzó la computación desde esa época
hasta ahora. O sea, que un Gigabyte equivale a 1.048.576 Kilobytes. Es casi
como decir que la computación avanzó más de un millón de veces en los
últimos cuarenta o cincuenta años, ¿verdad? Increíble, pero: ¿Avanzó de
verdad? ¿Ustedes qué creen?
- Si, el avance es impresionante. Las computadoras de ahora son geniales,
nada que ver con esas cosas prehistóricas de los años 60.- Contestó Juan
Pablo.
- ¿Y si yo le digo que no? Que hemos sido atrapados en este mundo de
súper computadoras gracias a las acciones premeditadas del poder
económico. Que nos vemos obligados a vivir en la ignorancia y a gastar
gran cantidad de dinero que entregamos a los reyes del hardware y del
software por culpa de ese mismo poder económico. ¿Usted que me dice?
- Que lo único que veo en las nuevas computadoras es el progreso del
mundo.
- Pues está equivocado. Déjeme terminar mi historia y verá. Mi padre
programaba la antigua IBM 1401, esa de tarjetas perforadas, una reliquia
hoy por hoy, pero que fue un gran éxito comercial, que vendió miles de
computadoras en todo el mundo en los primeros años 60. Con esos 4 u 8
Kilobytes de memoria, mi padre y todo un equipo de programadores
utilizaban esa máquina para liquidar sueldos, para llevar la contabilidad de
una empresa, y para todo propósito. Hasta lograban imprimir determinadas
letras cuya secuencia formaba notas musicales que a su vez construían
canciones en la impresora. ¿Cómo era eso? Les explico: utilizaban un
lenguaje de programación que comunicaba directamente con el código de la
máquina. Se llamaba ensamblador
E
nsamblador
, assembler A
ssembler en
inglés, y ocupaba un mínimo espacio y casi nada de memoria, porque daba
órdenes directas a la máquina. Los programas hechos en este lenguaje eran
rapidísimos y podían dar un control muy preciso de las tareas que debía
realizar la computadora. ¿Cuál era el camino a seguir, entonces? Si uno es
un poco inteligente se puede dar cuenta de que si se hubieran enseñado en
las escuelas esos lenguajes que comunicaban directamente con la
computadora hubiéramos tenido miles y miles de programadores naturales
que hubiesen hecho innecesario hacer computadoras supuestamente mejores
que aquellas de los 60. Por supuesto habrían cambiado el aspecto, serían
más pequeñas, portátiles, todo lo que se les ocurra para hacerlas mejores.
Pero las empresas contratarían gente que supiera “hablar” y escribir esos
idiomas, y podrían crear su propio software, logrando con eso autonomía y
velocidad en el procesamiento de las tareas habituales. Pero no fue así la
historia. El poder económico, de IBM, Microsoft, y muchas otras empresas,
prefirió cambiar ese caminó lógico y consiguió apartar al hombre de los
programas. Ahora los programas vienen empaquetados, nadie sabe lo que
tienen dentro, cómo están hechos, uno los compra por cientos de dólares,
utilizan cada vez más recursos de las computadoras, obligan a comprar
millones de equipos nuevos por año, obligan a cambiar el sistema operativo
cada tanto. Es un negocio de miles de millones, que las grandes empresas
nunca hubieran ganado si hubiesen seguido con computadoras y lenguajes
de bajo nivel, utilizados por hombres entrenados desde niños para eso.
Ante el silencio que apreció en el comedor, Rodolfo trató de hacer entender
la moraleja de su historia a los presentes.
- Por eso les digo, soy comerciante y entiendo lo que han hecho las grandes
empresas con el guiño de los gobiernos de los países más desarrollados del
planeta. Les convenía tener miles de millones de usuarios que no
entendieran nada de programas, para que gasten y gasten dinero en
hardware y software. El ser humano es siempre víctima, por eso digo que al
hacer una transacción comercial, un negocio, está indefenso, inválido, y
muestra su verdadera cara.
- No estoy seguro de entenderlo completamente, pero es una buena teoría.-
Dijo Beraldi.- De todas formas no me imagino que una máquina de los 60
pudiera ser útil en el siglo XXI. Con todos esos celulares, notebooks, Ipods,
etc. que hay ahora.
- Por supuesto que hubieran evolucionado, el progreso siempre es bueno,
pero se hubieran hecho más pequeñas, más livianas, hasta portátiles, con
lenguajes más modernos, pero no empaquetados en envases comerciales
para vender por una fortuna.
- Sé lo que quiere decir con esta historia, pero no veo la relación con lo
indefenso del ser humano.- Dijo Juan Pablo.
- ¿Le gustaría comprar la mejor computadora por 10 dólares, el mejor
celular por 5 o 6 dólares, un Ipod de última generación a 2 dólares?
- Por supuesto, cómo no.
- Pues, ese es usted, indefenso contra el poder económico mundial, el de las
grandes corporaciones. ¿Le parece un mal ejemplo? Como no quiero
aburrirlos con mis razonamientos, les cuento que este es el mismo problema
que el de la energía. Hay suficiente poder en el sol y en el viento, por
ejemplo, como para que el ser humano se preocupe tanto por el petróleo.
Pero…negocios son negocios. La energía solar podría incluso ser gratis y
para todos. En nuestra Patagonia la energía eólica, si se explotara
conscientemente y se invirtiera bien, podría abastecer a todo el continente.
Y de la misma forma puedo darles innumerables ejemplos. Pero ustedes no
están aquí para escucharme a mí. Soy un desconsiderado.
- No, está muy bien, es un tema interesante.- Opinó Beraldi.
- Yo también creo eso, pero no creo que el ser humano sea una víctima.-
Dijo Nicolás.- Por ejemplo, yo saco fotos con estas máquinas que son
espectaculares. Necesito una buena cantidad de memoria, con 4 Kilobytes
no puedo hacer nada.
- Ah, sobre la fotografía no puedo decir demasiado. No es mi campo, y
apenas tengo una camarita Kodak de 8 megapíxels. Perdóneme, mi ejemplo
era sólo para una aplicación comercial. Todos tenemos nuestro punto débil.
- No se preocupe, no quise refutar su teoría, pero quería aclararle eso.
- Lo que quería decirles es que el consumo es lo que deja indefenso al
hombre. Si el hombre se diera cuenta de que puede vivir mejor sin tanta
cosa, computadoras, celulares, TV High Definition, notebooks, laptops o
netbooks, si se dieran cuenta de que el tiempo y el dinero que pierden en
comprar y “disfrutar” todo eso pueden utilizarlo para viajar, conocer, para
comunicarse con otros seres humanos a un nivel muy superior, la sociedad
de consumo podría dejar de tener sentido. En cambio, competimos por ver
quien tiene el mejor TV, el mejor celular, la mejor casa, auto, ropa, lo que
sea. La ropa es otro ejemplo, todo tiene que ser de marca, y toda tiene que
ser comprada en shoppings con un descuento especial del 20 o 25 %. Al año
siguiente esa prenda que pagamos quinientos pesos está en oferta en los
outlets a menos de cien pesos. Pagamos mucho dinero por espejismos. Es el
clásico cuento del conquistador que entrega un espejito a los indios a
cambio de enormes cantidades de oro. La víctima siempre es el hombre.
- Todo eso está muy bien.- Dijo Juan Pablo con expresión incrédula.- Pero
es extraño que diga usted todo eso con la casa que tiene. Tiene la mejor
televisión que he visto, he notado que su celular, al hacer una llamada hace
un rato, es de última generación, le prometió una buena computadora a
Nicolás para procesar las fotos. Usted también es un consumidor. ¿Cuál es
la diferencia?
- Hay demasiada diferencia. Yo soy un consumidor consciente. Hay que
aceptar el mundo en el cual se vive. No aceptarlo significaría ser un
revolucionario, un inadaptado, o algo así. Y yo  amo demasiado a mi vida y
a este mundo como para arriesgarlo todo. Tal vez sea un cobarde, no sé.
- ¿Revolucionario como los incendiarios?- preguntó Beraldi.
- Tal cual. Aunque nadie sabe nada de lo ellos quieren. Tal vez su órgano
publicitario no ha funcionado o no existe.
- En su local hemos visto la web. Deberíamos verla ahora en su estudio. A
ver qué dice. Ayer no había ninguna proclama, no se hablaba de ideología.
- Después de tomar el café. No hay problema.
Pasado el momento filosófico vivido entre los cuatro, apuraron el café para
ir al estudio de Rodolfo. Una vez que ya habían conocido el amplio
comedor y la sala de estar con sus enormes sillones y su larga mesa, en la
enorme cocina, la estupenda vinoteca y los muy cómodos dormitorios, no
les sorprendió que la biblioteca fuera tan espectacular. Estaba en el segundo
piso de la casa, y lo ocupaba en su totalidad. Esta vez había una sola
ventana muy pequeña si se la comparaba con los enormes ventanales del
resto de la casa, pero era así por una evidente razón: para dejar espacio en
las paredes para albergar una de las más grandes bibliotecas privadas que
existen. Era impresionante, libros bien cuidados, limpios, muy bien
organizados por materias, épocas y autores, miles de ellos. En las
computadoras Rodolfo tenía los archivos de sus libros ordenados de forma
que para encontrar un libro no tardaba más de treinta segundos. Las frases
de admiración abundaron. Había varios escritorios disponibles, cada uno
con su computadora y su monitor LCD.
- ¿Cuánta gente viene acá?- Dijo Juan Pablo con la boca abierta por la
sorpresa mientras miraba los escritorios.
- Suelo invitar a mis amigos. No son demasiados, pero ya le dije que si he
hecho o si tengo cosas el objetivo de ellas es compartirlas con mis amigos e
invitados. Como ustedes ahora.
- Lo felicito. Debo decir que lo admiro. Debe ser un excelente comerciante.
- Soy muy bueno.
Luego de varias frases de sorpresa y admiración similares, Juan Pablo se
sentó frente a una computadora y Rodolfo acercó una silla para mirar junto
a él. Mientas tanto Beraldi recorría con incredulidad la biblioteca y cada
tanto, previo permiso pedido a su dueño, tomaba un libro y lo examinaba
con mucho cuidado. Para variar, luego de obtener el permiso necesario del
dueño de casa, Nicolás comenzó a sacar fotos, en todas las formas y
maneras posibles de todo el lugar y de sus compañeros.
- Mire esto.- Dijo Juan Pablo mientras observaba la web de los incendiarios.
Antonio y Nicolás se acercaron y se pusieron detrás de él.
- Según la web de estos tipos, la capital todavía sigue en sus manos. Miren,
acá hay fotos de parte de sus grupos con diarios de hoy, sentados entre
escombros. Dicen que dominan la mayor parte de la ciudad y que su líder,
Fuego, ubicó su cuartel en un edificio que quedó en pie en la zona de
Núñez, acá hay una foto del tipo con la cara tapada y con la cancha de River
al fondo. Se ven muchas casas quemadas.
- Entonces el gobierno miente.- Dijo Rodolfo.
- ¿Qué gobierno dice la verdad?- le contestó Beraldi con una mueca en la
cara, parecida a una sonrisa pero que no lo era.
- Tiene razón.- Dijeron todos.
Durante más de una hora examinaron el sitio de internet de los
revolucionarios sin encontrar ninguna proclama, ningún por qué del
desastre, ninguna justificación. Tampoco encontraron más datos de los
integrantes ni de lo que harían a continuación, si es que planeaban hacer
algo. Buenos Aires parecía haberse reducido a ser un espectro infernal,
humeante y gris. Lo que hasta ese día había sido una de las más grandes
capitales de todo el mundo ahora era una ciudad reducida a cenizas, y lo
poco que quedaba de ella era disputado entre el fantasmal gobierno
argentino, que había huido, y los incendiarios, causantes de esa situación.
Nadie podía comprender por qué habían decidido la destrucción por la
destrucción misma, nadie los conocía, nadie había oído hablar de ellos, pero
se hicieron protagonistas de esta realidad, difícil de aceptar.
 
Habrían pasado más de tres horas charlando y distrayéndose en la
biblioteca, cuando se hizo presente Clara en la puerta. Rodolfo la invitó a
pasar, pero con la mirada rechazó la propuesta. Parecía dispuesta a hablar,
pero no lo hacía. Estaba pálida, algo ojerosa, pero lucía bien en general, se
notaba que se había bañado de nuevo y se había puesto algún perfume que
olía a frutas y flores. Tenía puesto un vestido blanco que le llegaba hasta las
rodillas, muy elegante, y que le quedaba muy bonito porque realzaba su
figura. Por un momento Beraldi se imaginó que podía tener alguna pistola
oculta y que los iba a matar a todos a los tiros. No quería pensarlo, pero le
daba miedo recordar las cosas que hizo y dijo hacía apenas unas horas.
Nicolás, que a esta altura se reconocía cautivado por ella, la saboreaba con
la mirada, de arriba abajo, aunque no se animó a sacarle fotos ni a pedirle
permiso. Le había llamado estúpido hacía unas horas, pero eso no le
importó. Ese sentimiento de no importarle lo que una mujer le decía de
forma ofensiva o impulsiva fue tomado por él mismo como una señal de
que la mujer le agradaba.
- Quiero decirles algo.- Dijo ella con tono sombrío, tanto que nadie se
atrevió a abrir la boca. Todos la miraron y esperaron con atención, alertas.
Unos segundos después volvió a hablar:
- Quiero encontrar a Javier. Necesito encontrarlo. Por favor, ayúdenme.
No dijo nada más, pero el estupor se adueñó de todos en la sala. Juan Pablo
pensó que debía estar loca, Beraldi imaginó que todavía estaba bajo los
efectos del alcohol, Rodolfo sentía que se transformaba en un estorbo y sólo
Nicolás sintió simpatía e interés por ella.
- No cuentes conmigo.- Dijo Rodolfo con el gesto serio y duro.- estoy muy
cómodo aquí y mi obligación con todos ustedes llega hasta darles mi
hospitalidad, nada más.
- Yo sí te apoyo y puedo acompañarte.- Dijo Nicolás con entusiasmo. No
quiero dejarte sola si vas a buscar a tu marido por todo el gran Buenos
Aires.
- Yo quiero ir a la capital.
- ¿Entrar a la capital?- Dijo Juan Pablo.- ¿Estás loca? ¿Cómo sabés que está
allí? Miramos la web de los incendiarios y sabemos por eso que están por
todas partes. La policía debe estar luchando contra ellos ahora mismo. Debe
ser una locura tuya.
- Me insultaste, Clara,- dijo Beraldi con resentimiento- me dijiste cosas
imperdonables e injustificables. No podría ir sin una sincera disculpa tuya
primero. Y que me asegures que no me guardás rencor.
- Bueno, Antonio, no puedo evitar sentirme mal al recordarlo disparándole a
esa gente, pero creo que no le tengo rencor.
- No es suficiente.
- Es lo que tengo. No es una sincera disculpa, pero mi respuesta es sincera.
No puedo hacer otra cosa.
- Vamos muchachos, vengan con nosotros.- Dijo Nicolás. Ya sé que acá
estamos cómodos, y que podemos estar unos días hasta que todo se
tranquilice sin que nos falte nada. Sin embargo, una aventura es una
aventura. Vale la pena.
- ¿Para qué?- Dijo Juan Pablo, que todavía tenía dolor en el cuero cabelludo
y no se lo perdonaba a Clara.- ¿Para que al encontrar al marido empiecen a
pelear de nuevo y se dé cuenta de que se quiere separar? ¿Por qué tenemos
que seguir los caprichos de una mujer que ni siquiera conocemos? Y que
además nos insultó a todos. Que vaya sola.
María Clara estuvo a punto de ponerse a llorar, pero el orgullo se lo
impidió. En cambio, tomó su celular, abrió un mensaje y se lo dio a Nicolás,
que pronto lo leyó. El mensaje era de Javier y decía:
- Vení a buscarme, estoy atrapado en
- Es un mensaje de Javier, y quedó incompleto. ¿Te mandó otro?
- No.
- El mensaje es de hace apenas diez minutos. Podrías esperar un tiempo a
ver si puede enviarte otro más específico.
- No, está en una situación muy difícil, lo presiento. Y aunque haya
decidido separarme no quiero dejarlo solo.
En el grupo se hizo un nuevo silencio incómodo. Nadie se decidía a apoyar
a Clara, salvo Nicolás, pero éste se había quedado pensativo, y los demás
estaban muy doloridos por sus palabras y su agresividad como para sentir
simpatía por esa chica que los había tratado tan mal. Por fin Mariela rompió
el silencio.
- No esperes que te ayuden después de todo lo que nos dijiste. Estamos muy
dolidos, y aunque lo hayas dicho después de tomar mucho vino, esa no es
excusa. Los niños y los borrachos nunca mienten. Y me llamaste asesina.
Juan Pablo tampoco perdió esta nueva oportunidad de herir a la chica:
- Creo que es tu oportunidad de salvarte de nuestra presencia. Vas a buscar
solita al atorrante de tu marido y nosotros nos quedamos más tranquilos sin
vos. Perfecto.
Ante esta nueva situación tan tensa y desagradable, Rodolfo se sintió en la
obligación de mediar.
- Señores, no sean agresivos. Recuerden que están en mi casa. Son todos
bienvenidos, pero siempre que se traten en forma educada. Creo que
tenemos que apoyarnos en esta situación tan delicada. Voy a resumir el
pedido de Clara y cada uno va a dar su opinión sin herir a nadie. ¿Están
dispuestos a acompañarla para buscar a su marido? Yo ya he dicho que no.
Y he dado mi razón, que no fue ofensiva: estoy cómodo en mi casa y no
deseo arriesgarme. Lo mismo harán ustedes. ¿Qué piensa Beraldi?
- Yo también estoy cómodo en su casa. Si no soy una molestia, me quedo.
- Y usted Juan Pablo, ¿Piensa ayudarla?
- Para nada. Y las razones ya las dije.
- ¿Mariela?
- Jamás. Ya sufrí bastante.
- Queda una única esperanza, Clara.- Dijo el dueño de casa, y miró a
Nicolás. Lo había dejado para el final, consciente de que era el único que
podía decir que sí. Se había dado cuenta, como todos, de que el fotógrafo
miraba a Clara con una mirada especial, atenta, inquisidora, casi fascinada.
Aunque la chica tendría veinte años menos, se notaba que a Nicolás le había
movido varios cimientos en su estructura, que se adivinaba bastante
endeble, de hombre dedicado demasiado en exclusiva a su profesión.
Todos miraron al fotógrafo. Nicolás se sintió algo inhibido en un principio,
pero pronto se restableció y dijo:
- Yo voy a acompañarla. Creo que es nuestra compañera más sensible, y
nosotros no acabamos de entenderla. Creo que deberíamos acompañarla
todos. Pero si no quieren no puedo evitarlo. Yo voy con ella, porque
necesita hacer esta búsqueda y porque se ha ganado mi respeto. No se
puede negar que habla de frente.
Otra vez se hizo el silencio. Juan Pablo miraba el revés de sus manos y así
con la vista baja permaneció por un largo rato sin decir palabra. Mariela
miraba desafiante a Clara y a Nicolás, no dijo una palabra pero dejó bien
claro con su mirada que no iba a permitir otra agresión de Clara y que no
quería saber nada más con ella. Rodolfo miraba confundido a todos sin
saber qué decir. Finalmente Antonio, que fue el más perjudicado por los
comentarios de Clara y que no había obtenido todavía su disculpa, se
decidió a hablar:
- Supongo que si el mundo que conocemos está cambiando tan rápido, llegó
el momento de que dejemos egoísmos de lado y nos pongamos al servicio
de los que nos necesitan. Nicolás, Clara, yo voy con ustedes. Si es que
Clara me acepta, por supuesto.
- Yo lo acepto, Antonio, gracias por venir conmigo. Voy a prepararme para
salir.
- Un momento- dijo Antonio de manera inesperada. - Vamos a prepararnos
bien para esta expedición. No va a ser fácil. Y además tendremos que hacer
todo a pie. Si nos van a confiscar o en el peor de los casos a robar los autos
mejor será que no los llevemos. Lo mejor que podría suceder es que este
muchacho pueda mandar otro mensaje al celular de Clara. Pero ya veremos
cómo hacemos para encontrarlo.
 
Continuando con su planificación Antonio comenzó a dar instrucciones, le
pidió a Rodolfo comida en latas, recipientes con agua, mochilas varias, y
muchos otros elementos para subsistencia, como cuchillos, alambres,
herramientas, etc. Una vez que juntó todo el material le dio una mochila a
Nicolás, otra a Clara y se quedó él con la más pesada. Le pidió también
botas y camperas livianas para los tres, explicando que era para prevenir
noches frías a la intemperie, en el caso de que no tengan donde dormir. Una
vez que estuvieron bien aprovisionados le pidió a Clara que le diga dónde
podía estar su marido, pero Clara no tenía la menor idea. Entonces, con
mucha lógica, Beraldi le dijo que tendrían que llegar hasta Flores, ya que
suponía que el subte lo habría dejado bajar en la estación Carabobo.
Aunque si estaba equivocado, ese mismo subte lo podía haber dejado en
pleno centro, en cuyo caso su vida habría corrido un gravísimo peligro. Le
preguntó a Clara si había recibido otro mensaje, pero la respuesta fue
negativa. Le pidió entonces que le enviara uno, a lo que Clara respondió
que ya le había enviado tres.
 
A punto de salir de la casa, Beraldi miró a Rodolfo, Juan Pablo y Mariela, y
les dijo con suavidad, tratando de sonar amable.
- Todavía están a tiempo de acompañarnos. ¿Lo pensaron bien?
El primero en contestar fue Rodolfo.
- Yo no tengo ninguna duda. Estoy en mi casa y aunque por ahora no veo
amenazas sobre el barrio tengo que quedarme a defender lo mío, en caso de
ser necesario.
- Está muy bien, Rodolfo, lo comprendo, aunque en realidad mi pregunta
iba dirigida a Juan Pablo y Mariela.
- No pienso ir.- Dijo Juan Pablo - Ya dije todo lo que tenía para decir.
- Yo tampoco. Pero les deseo suerte.- Dijo Mariela, pero sin mirar a Clara.
María Clara les agradeció y se disculpó, a su manera, por haber sido tan
agresiva con ellos. Hizo un gesto con las manos juntas y agachó algo la
cabeza. Pero ninguno de los dos se dio por enterado, porque ya se Habían
sentado en los cómodos sillones, dispuestos a ver la televisión en busca de
noticias sobre los acontecimientos.
 
Una vez que quedaron Rodolfo, Juan Pablo y Mariela solos en la casa algo
pareció haberse roto. Esa especie de magia que había en ciertos instantes
desde que llegaron a la casa se desvaneció sin dejar rastro. A pesar de las
turbulencias y de los malos momentos, esa casa los había devuelto a la vida
y en ella pasaron las mejores horas de los últimos tiempos, después de la
locura vivida en Buenos Aires. Los tres se quedaron algo tristes, algo
melancólicos, y pronto cada uno de ellos, sin decir palabra, se retiró a su
cuarto a leer y a meditar en soledad. La enorme casa de Rodolfo, colorida,
moderna y cómoda, pareció envejecer de golpe, se hizo lúgubre, fría,
desapacible, preanunciando momentos de angustia que fatalmente
ocurrirían en medio de esas hermosas paredes.
 
 

 
 
 

 
 

 
 

Parte V             
Regreso al infierno

Ya no llovía. El sol asomaba tímido por entre las nubes, pero su calor ya se
hacía sentir de nuevo. El grupo se preparaba bajo las órdenes ahora
indiscutidas de Antonio. Este consideraba que con estas acciones iba a
ganar el perdón de María Clara, que para él se había convertido en una meta
obsesiva. Aunque la conocía desde hacía pocas horas, Clara era ahora quien
encarnaba un poder inalcanzable para el viejo: el poder de dar la redención.
Si bien era cierto que su acción violenta fue necesaria esa noche, y aún más,
que podía haber sido quien salvó a cientos de personas cuando avisó de la
disponibilidad del puente rojo para salir de la capital, María Clara había
establecido un límite. Eso la hacía tan importante para Beraldi. Clara era el
límite en el cual las acciones se miden, no por su importancia, sino por lo
que significan ellas mismas. La acción por la acción misma. Y esa se había
transformado en la verdad para Antonio: había disparado a dos hombres y
los había herido, incluso pudo haberlos matado, aunque no lo sabía. La
acción estaba mal, aunque el contexto parecía decir que estaba bien. Ese fue
y es el drama de todas las acciones violentas no deseadas. ¿Cuándo está
bien ser violento? ¿A qué grado de agresión o negativa se debe reaccionar
con el enfado y el arrebato, hasta el punto de disparar a matar a otra
persona? Beraldi sabía que si tomaba su acción aislada de contexto, podía
considerar que fue violento en exceso y podía ser condenado. En ese
momento parecía considerar que la aprobación de una persona libre de
corrupción lo podía redimir. Y esa persona era Clara. Por eso consideró
importante salir a buscar a Javier junto a ella. También porque se había
dado cuenta de que Nicolás no era un hombre que pudiera proteger a nadie,
ni siquiera a sí mismo. Es que al distraerse cuando sacaba fotos era capaz de
meterse en cualquier problema del cual no podría salir, porque siempre
tenía la cabeza en otra parte. Era un romántico, por eso era la persona
menos indicada para esta operación rescate.
 
María Clara pensaba distinto en cuanto al dilema de Antonio. Sabía que
había sido muy dura con el viejo, pero también consideraba que su propia
opinión no tenía demasiada importancia. Porque no se consideraba jueza de
nadie, porque nunca quiso sentenciar a nadie. Si habló fue por la
indignación de haber sido sometida a ver semejante espectáculo. La muerte
de una persona no era algo que le agradara observar, aunque fuera gente
fanática, que se dedicaba a incendiar una ciudad entera. Pero no se
consideraba capaz de juzgar a Beraldi. En su interior estaba convencida de
que el viejo había hecho bien las cosas. Pero no tenía por qué decírselo. No
deseaba entusiasmarlo para que después matara incendiarios por todos
lados. En definitiva, su intención era protegerse para no ver esas cosas, y
prevenir al viejo, para que no se sintiera superman, o alguien por el estilo.
Deseaba salvaguardarlo de los sentimientos de ira que hacen que a veces el
ser humano se entusiasme con la brusquedad y la rudeza, que luego no se
puede detener. Y el viejo era un artista, al menos eso les había dicho, y no
debería convertirse en un animal. En cuanto a Nicolás, le simpatizaba
porque era bien cabeza fresca y siempre tenía pensamientos positivos. Le
apuntaba demasiado con su cámara, es cierto. Al principio era demasiado
pesado, pero ahora se había acostumbrado. No parecía muy feliz, pero tenía
su cámara, y eso parecía bastarle. Era una persona que no daba problemas,
pero estaba segura de que tampoco podría solucionar nada. Vivía en su
mundo, y había que dejarlo en el.
 
Almanza estaba feliz. Porque estaba con Clara y porque le gustaba el viejo,
le parecía una persona muy decidida, honesta y leal. Lástima que habían
tenido ese entredicho entre ellos, pero estaba seguro de que todo se iba a
arreglar con el tiempo. Mientras caminaba por las calles de Vicente López
empezó a sacar fotos de las calles arboladas y de los otros dos, que
caminaban con sus mochilas cargadas, algo inclinados, con aire de
preocupación por el futuro que les brindaría la entrada a la capital. Los
retrató serios, andando lejos uno del otro, como si no se quisieran juntar,
Clara algo más adelantada y el viejo más encorvado.
Llegaron al puente rojo andando despacio para ahorrar energías y para ver
el panorama a cada paso. Pero pronto tuvieron la primera sorpresa desde su
salida de la casa de Rodolfo: dos hombres estaban parados en el medio del
puente. Beraldi temió que fueran incendiarios, pero al acercarse un poco
más hasta ellos ya no le pareció lo mismo, porque eran hombres adultos, no
los jóvenes que lo atacaron en su cruce anterior. Pero nunca se sabe. Beraldi
tenía la pistola preparada en un bolsillo de su mochila, el cual ya acariciaba
por las dudas.
 
Los dos hombres miraron sorprendidos a ese pequeño grupo de tres
personas con mochilas que pretendían entrar en la capital. Al ver que se les
acercaban se juntaron y dieron vuelta sus cuerpos hacia el grupo.
Beraldi susurró unas palabras a Clara y luego hizo otro tanto con Nicolás
Almanza, que estaba preparado para sacarle fotos a los dos extraños del
puente. La mirada furiosa de Antonio lo hizo desistir, por el momento.
Antonio se adelantó solitario para hablar con los dos hombres. Cuando
estuvo a diez metros de ellos habló en voz alta y serena:
- Hola, somos tres sobrevivientes de la tragedia. Queremos entrar para
buscar a un amigo.
- Muy noble.- Dijo el más alto con voz ronca de barítono luego de una
noche de alcohol.-  Pero la situación no es muy buena en la ciudad. No les
aconsejo entrar, esto es un infierno.
- ¿No nos aconseja o no nos deja?- preguntó Beraldi, para dejar claras las
cosas.
- Pueden entrar, si quieren. No lo vamos a impedir. Pero el estado de las
cosas es ingobernable. Se han llevado a mucha gente, los incendios
terminaron con la llegada de la lluvia, pero fueron demasiados. Además los
saboteadores siguen en sus nidos. Se espera la llegada de la policía especial
para combatirlos. Todavía no, pero pronto esto va a ser un gran campo de
batalla. No deberían entrar.- Dijo el hombre, remarcando su última frase.
- No le pedí ningún consejo, lo único que quiero saber es si se opone a que
entremos o si podremos pasar sin problemas. Nosotros no queremos
problemas.
- No se enoje. Ya se lo dije, no les vamos a impedir el paso. Permítame
presentarme, soy Edelmiro Ramírez, oficial de policía, y el señor que me
acompaña es el sargento Pablo Gómez. Estamos, como muchos otros,
asignados a la tarea de pacificar a la gente dentro de lo que se puede. Hace
muchas horas que no dormimos, pero tratamos de hacer lo mejor posible
nuestro trabajo. Y este trabajo nos exige que les aconsejemos que no pasen
del otro lado del puente.
- Entonces si comenzamos a pasar no va a impedir que lo hagamos, verdad.
Edelmiro Ramírez, con su tez oscura y sus ojos verdes, comenzó a ejercer
una especie de hipnotismo sobre Antonio Beraldi. Era un hombre de gran
determinación, que podía convencer a casi todo el mundo de casi cualquier
cosa que se propusiera. Por suerte, su única intención era evitar que hubiese
más víctimas de las muchas que ya había, y por eso miró fijo al rostro de
Beraldi. No dijo una palabra durante varios segundos, luego miró al
sargento Gómez, que también era morocho pero tenía ojos oscuros con una
mirada casi tan profunda como la de su jefe, y le preguntó:
- Qué le parece, Gómez, ¿Los dejamos pasar?
Gómez se tomó su tiempo para contestar. Era un hombre de pensamiento
pausado, lento, pero de honda inteligencia. Observó a Beraldi y a los dos
que se habían quedado retrasados. Ella le simpatizó en seguida pero el otro,
que haciéndose el distraído les había sacado un par de fotos, no le agradó
demasiado. Sin embargo el viejo que estaba con ellos le caía muy bien, le
parecía sincero. Pero eran unos tontos si querían entrar a ese infierno.
- No deberíamos dejarlos entrar. Pero bueno, no es parte de nuestro trabajo.
Nuestra orden es mantener la paz y tratar de evitar disturbios, en la medida
de lo posible, y ayudar a los necesitados.
Cuando terminó de hablar el sargento, Ramírez, que miraba hacia otro lado,
volvió su rostro hasta el de Beraldi. Lo miró y le dijo:
- No vamos a impedir su paso, como bien dijo el sargento. ¿Hacia dónde
van?
- Por ahora hasta Flores. Salvo que podamos recibir otro mensaje de texto
que nos dé más precisiones de dónde está ese muchacho.
- Es muy difícil, yo por lo menos acá no tengo señal. Pero no hay transporte
público y somos muy pocos policías para protegerlo. ¿Cómo va a hacer para
llegar?
- Vamos a caminar a través de varios barrios. Entramos en Núñez, pasamos
a Belgrano, Colegiales, Chacarita, Villa Crespo, Caballito y llegamos a
Flores.
- Es una barbaridad. Está loco, le va a tomar un par de días a la intemperie,
con el riesgo de asalto, de robo, de secuestro, hasta de muerte.
- Estamos decididos a hacerlo.
- ¿A quién buscan?
- Al marido de nuestra acompañante. Pidió ayuda por celular, pero su
mensaje llegó incompleto. Ella está desesperada.
- Veo que ha sido muy convincente para lograr que ustedes dos la ayuden,
aunque sea demasiado riesgoso. ¿No puede esperar? Seguro que su marido
puede arreglárselas solo. Quizás en un par de días todo se normalice, dentro
de la gravedad de la situación, se entiende.
- No. Quizás esté en peligro. Tal vez no pueda valerse por sí mismo, tal vez
esté secuestrado, no lo sabemos.
- No, no lo sabemos, es cierto. Bueno, si quieren podemos alcanzarlo hasta
Flores en nuestra patrulla. Vamos y venimos lo más rápido posible. Como
tenemos armas y equipamiento, estarán seguros. Los dejamos allí y
volvemos. No deja de ser parte de nuestro trabajo.
Gómez, que escuchaba atentamente, le dijo a su jefe:
- Yo me quedo. Prefiero quedarme acá para controlar la zona, por si alguien
me necesita.
- No. Usted viene conmigo. No quiero tener sobre mi conciencia el
secuestro o la muerte de mi sargento preferido. Usted es muy valioso para
mí, no puedo dejarlo solo. Sin auto y sin apoyo, es pan comido para
cualquier loco que se le acerque.
- ¿De verdad nos pueden acercar? Pero están de civil, muéstreme su
credencial de policía.
- Claro, cuando la limosna es grande…hace bien en pedirme la credencial.
Mírela, no lo engañamos. Gómez, muéstrele la suya.
El sargento Gómez metió muy despacio la mano en el bolsillo trasero de su
jean y sacó su credencial. Beraldi miró con detenimiento las dos
credenciales que les daban entidad a los dos individuos. Era una oferta muy
tentadora. Si lograban llegar a Flores en media hora, habrían comenzado
con el pie derecho su expedición. Lástima que no habían recibido ningún
nuevo mensaje de Javier. En eso Ramírez le hizo una seña hacia donde
estaban Nicolás y Clara. Beraldi miró hacia ellos y vio que lo llamaban con
los brazos en alto. Pidió disculpas a los policías y fue rápido al encuentro de
sus compañeros.
- Otro mensaje.- Dijo Clara en voz alta. - Dice que está en lo que era el
Shopping de Caballito.
- Lo conozco.- Dijo Beraldi. - Escuchen, estos dos son policías y tienen la
orden de proteger a las personas y evitar mayores daños. Se ofrecieron a
alcanzarnos hasta donde esté Javier.
- ¿Está seguro de que son policías? Están vestidos de civil.- Dijo Clara muy
preocupada.
- Vi sus credenciales. Parecían verdaderas. Vamos, veremos su auto, si es
verdadero no dudaremos, ¿están de acuerdo?
- Por mi está bien.- Dijo Almanza mientras sacaba un par de fotos de sus
compañeros.
- A propósito,- dijo Beraldi en voz baja- no saque fotos de esa gente. Vi sus
expresiones cuando les sacaba fotos de lejos y no les gusta nada, se lo
puedo asegurar.
Nicolás no dijo nada, pero frunció el ceño y guardó la cámara en su bolso.
Marchó casi oculto detrás de Beraldi y Clara, que caminaban a la par.
Era un momento muy especial el que vivían. A Beraldi le parecía un cuento
de hadas esa historia de que los iban a llevar en auto hasta donde estaba
Javier. El ya hacía mucho tiempo que había dejado de creer en esas cosas,
pero estaba dispuesto a tragarse el cuento. Todo con tal de mantener la
esperanza de hallar al marido de Clara más rápido de lo que habían
calculado y volver a la comodidad de la casa de Rodolfo. Pero en el fondo
sabía que tenía que estar muy atento, no sea cosa que estos dos fueran parte
del ejército de incendiarios y los quisieran tomar de rehenes. En cuanto a lo
que pensaba Clara, no era fácil adivinarlo. Hasta ahora se dejó llevar por
Antonio, y casi no dijo palabra. Su mirada era triste, como si supiera que
iba hacia un final trágico sin remedio. Antonio estaba desesperado por saber
si su opinión de él había cambiado o aunque sea si estaba cambiando, pero
ella no le daba pistas. Con ella y Nicolás de compañeros Antonio tenía
asegurado su liderazgo, pero también tenía la carga de todas las decisiones,
ya que ninguno de los dos aportaba nada. Eran sumisos y obedientes cuando
se trataba de hacer las cosas en un medio hostil. Eso, ya lo sabía Beraldi, no
quería decir que una vez que estuvieran a salvo no le iban a reprochar sus
decisiones. Así es el ser humano, pensó con mucha razón Beraldi, si las
papas queman el líder manda y todos corren detrás de él, pero una vez que
pasó el peligro, al estar todos cómodos y a salvo, las recriminaciones
caerían de todos lados. Aunque supieran que gracias a ese líder estaban a
salvo. Observó a Nicolás, que caminaba temeroso detrás de él, pero no
creyó que fuera capaz de recriminarle nada. Era una buena persona y
parecía tan inofensivo que daban ganas de protegerlo, aunque ya fuera una
persona grande y formada, y además profesional de la fotografía. Luego
observó a su ocasional compañera de viaje y le pareció la persona más triste
que vio en toda su vida. Sus ojos no se despegaban del piso, su rostro estaba
pálido y muy serio, sus cejas estaban fruncidas pero no firmes, como
enojada, sino de forma suave. Infinitamente triste. Esa combinación de
palabras la definía muy bien.
Pero Beraldi, ahora camino al encuentro de los policías, reparó en otra
circunstancia: el silencio. Parecía que no había nadie en kilómetros a la
redonda. No circulaban autos, no se escuchaba a nadie hablar, no se oía ni el
canto de los pájaros. Ese silencio le produjo una gran inquietud. No era
natural, aunque sí fuera justificado después de la tragedia y del éxodo de la
gente. Ese silencio sepulcral lograba intranquilizarlo, aunque a ninguna de
las personas que tenía alrededor parecía preocuparlas demasiado.
Al encontrarse con Ramírez y su acompañante, Beraldi procedió de la
manera más formal con las presentaciones. Una vez que terminaron de
saludarse todos, Ramírez dijo que tenía el auto estacionado a dos cuadras,
en un lugar que llamó “seguro”. Beraldi se alarmó un poco con esa palabra,
pero no dijo nada. En su subconsciente se había formado la idea de que esos
dos que decían ser policías no lo eran, que eran incendiarios y que los iban
a querer atrapar como rehenes. Sabía que la idea era absurda, ya que
rehenes no les faltarían. Pero no podía evitar desconfiar de ellos. Tocó el
bolsillo de la mochila donde llevaba el arma para asegurarse de tenerla a
mano en caso de necesidad. Miraba a cada rato a Ramírez, que era alto y
fuerte y le causaba una  extraña mezcla de sentimientos. Por un lado veía en
él a un hombre íntegro, le parecía honesto, directo y muy competente.
También supo enseguida que era muy inteligente. Pero no podía evitar que
eso mismo, el hecho de ser inteligente le causara una sensación de
incomodidad, como si desconfiara de todo lo que Ramírez le decía. Podía
ser un excelente actor.
El grupo caminó en riguroso silencio hasta el lugar seguro donde estaba el
auto. Adelante marchaban Beraldi con Ramírez, detrás iban Clara con
Almanza y cerraba el grupo el sargento Gómez, de paso lento aunque firme,
que parecía vigilar la retaguardia todo el tiempo. Dejaron el puente y
entraron a una calle estrecha que mostraba algunos árboles quemados y
casas arruinadas por los incendios, caminaron una cuadra y doblaron a la
derecha. En ese punto Beraldi se intranquilizó, ya que no había autos sobre
la calle ni sobre las veredas. Con su mano derecha corrió el cierre del
bolsillo de la mochila donde llevaba el arma. Necesitaba estar muy seguro
de que no los llevaban a una trampa, pero por las dudas decidió estar
preparado. Fue en ese mismo momento que Ramírez le dijo:
- Sea lo que sea lo que lleva en ese bolsillo, no sea tonto, no lo saque.
Beraldi decidió hacerse el distraído, aunque no estaba seguro de que le iban
a creer.
- No tengo nada, es un tic nervioso.
- Puede ser, pero le aseguro que no somos incendiarios, si eso es lo que
piensa. Somos policías, ya le mostramos nuestra credencial
- Esas pueden ser falsificadas. Además yo nunca vi una de esas antes de
hoy.
- Está bien, pero dígame un motivo por el cual los engañaríamos.  Soy un
hombre honesto, se lo aseguro. Ya sé que la situación es difícil, pero creo
que no le cabe otra cosa que confiar en nosotros. No pensará que pueden
hacer el camino a pie hasta Flores, ¿verdad? Yo le ofrezco ayuda, no
desconfíe. Si no ve el auto es porque está guardado en el garaje de una casa
en la que el dueño todavía está adentro. Hay muchas personas que
permanecen en sus casas en este barrio de Núñez. Muchas casas y edificios
fueron incendiados, pero en algunos barrios mucha gente salvó sus hogares
porque fue imposible para los incendiarios abarcar todo. Acá esas personas
necesitan que alguien las defienda, por eso estamos nosotros. Pero si me
encuentro con tres locos que quieren atravesar a pie cinco o seis barrios
para encontrar a alguien me gusta darles una mano, no me cuesta nada, ida
y vuelta en una hora y terminamos.
A esa altura el oficial Edelmiro Ramírez le parecía a Antonio además de
inteligente, muy perceptivo, casi un adivino. La expresividad de su rostro
no dejaba lugar a dudas sobre que sentía una leve indignación por la
desconfianza mostrada por Beraldi. Y el hecho de que haya notado su
nerviosismo y los movimientos de su mano derecha sobre su mochila
indicaban que debía ser un excelente policía. Pensó que quizás debería
disculparse, pero no lo haría hasta ver el automóvil. Optó por hacer silencio,
aunque sabía que con esa actitud confirmaría todo lo que Ramírez había
dicho.
Llegaron hasta un chalet de tejas españolas con rejas de hierro verdes que la
separaban de la vereda. Ni esa casa ni las aledañas habían sufrido el fuego
arrasador de los incendiarios. Ramírez estaba en lo cierto, pensó Beraldi.
También pensó que tendría que acostumbrarse a darle la razón.
- Esperen aquí.- Les dijo Ramírez, y caminó unos metros hasta la entrada.
Tocó el timbre y pronto salió un hombre de unos cincuenta y pico de años,
que lo saludó con un rostro temeroso. Sin embargo pronto desplegó una
sonrisa que no dejaba dudas de que lo conocía muy bien. Luego de cambiar
un par de frases con el oficial, el hombre entró y cerró la puerta. Unos
instantes más tarde abrió el portón ubicado a la izquierda de la casa y
permitió el paso de Ramírez a su interior. De allí emergió con gran energía
un auto de la Policía Federal, nuevo, brillante. Edelmiro Ramírez bajó de él
con aire de triunfo y le dijo al sargento:
- Gómez, será mejor que maneje usted. Yo estoy muy cansado para hacerlo
bien.
- Yo también estoy muy cansado,- protestó Gómez. Pero ante la furibunda
mirada de su jefe dijo: - Pero creo que puedo hacerlo.
- Confío en usted, sargento, siempre lo hice y sé que no me voy a arrepentir.
Con el sargento Gómez al volante subieron a los asientos de atrás primero
Clara, que quedó detrás del conductor, luego Almanza y por último Beraldi.
Al lado del piloto se sentó el oficial Ramírez, que anticipó que iba a dormir
durante el viaje y dio la orden al sargento de que lo despertara al llegar.
- Antes que nada les tengo que decir que hemos recibido otro mensaje de
Javier, la persona que buscamos.- Dijo Beraldi
-¿Sí? ¿Dijo dónde está?
- En el Shopping de Caballito. Espero que no esté en mal estado.
- Bueno, será un viaje algo más corto. Sargento, vaya por camino seguro
aunque se retrase. Cualquier cosa me despierta, ya no puedo aguantar tanto
sueño. A la vuelta duerme usted.
- Como usted diga jefe.-
Durante el viaje Gómez manejó con firmeza y muy rápido el móvil policial
sin hacer uso de la molesta sirena. No hacía falta, ya que no había nadie en
las calles, ni a pie ni en auto. La ciudad era un enorme fantasma. Beraldi
aprovechó para preguntar sobre la situación al sargento.
- Dígame Sargento, ¿cuál es la realidad ahora en la capital? ¿Qué es lo que
pasa?
- No lo sé. De verdad. El gobierno dice tener controlada la situación, pero la
verdad es que nosotros los policías apenas custodiamos algunos lugares,
como el que ustedes acaban de visitar. Somos pocos y la mayoría estamos
en el límite, no nos adentramos en los barrios internos, salvo en casos
especiales como este. Si quiere mi opinión, Ramírez es demasiado generoso
con ustedes. Yo no me hubiera movido del barrio. Tal vez nos necesiten allá
en este mismo instante.
- Por supuesto estoy muy agradecido con ustedes. Estamos muy
agradecidos. Vamos a buscar al marido de mi compañera. Puede estar en
una situación difícil.
- Si. Entiendo. Tuvieron suerte de encontrase con él. Otro los hubiera
despachado así como estaban, a pie. El, sin conocerlos, los ayuda. Es un
gran hombre. Pero espero no tenerlo nunca de enemigo, es implacable con
los que enfrenta. Y no exagero, es un hombre de extraordinaria potencia
física y muy inteligente, además es muy decidido y persistente como pocos.
Como enemigo, es el peor.
El viaje provocó a todos cierta languidez. Además, ver a Ramírez que
dormía y respiraba con gran regularidad contagió a todo el grupo, que
después de las palabras del sargento se mantuvo callado y somnoliento,
salvo el sargento, que conducía con los ojos bien abiertos a pesar de su
cansancio y Beraldi, que también miraba las calles con mucha curiosidad.
Era cierto lo que había dicho Ramírez en cuanto a las casas que todavía
quedaban en pie. Claro, pensándolo bien quemar toda la ciudad era una
tarea ciclópea que no estaba al alcance de los incendiarios ni de nadie. Lo
hicieron bien, es decir, quemaron enorme cantidad de edificios, en especial
en los barrios céntricos, y en el resto quemaron los edificios más
emblemáticos: iglesias, edificios públicos, gubernamentales, canchas de
fútbol, estaciones de trenes, de micros, y un largo etcétera. Pero no podían
quemar todo. Muchas casas estaban bien. No los ayudó la lluvia del día
después, por supuesto. Si hubiera salido un sol fulgurante y hubiese habido
una temperatura de 35 grados a la sombra, otro sería el panorama. Pero las
llamas que todavía destruían casa por casa fueron apagadas por el diluvio y
por suerte muchos problemas se solucionaron, Así pensaba Beraldi que se
habían salvado miles de viviendas en las cuales los vecinos resistirían de
cualquier manera. O aguantarían lo mejor que podían, mejor dicho.
Al mirar el camino Antonio se dio cuenta de que no había gente en las
calles. No era seguro salir a caminar por ningún lugar, porque los
incendiarios seguirían acechando desde sus puntos de encuentro, fueran
éstos donde sea.
Clara recostó su cabeza sobre el hombro de Nicolás, que ya dormía con un
sueño bastante profundo. Clara estaba en un mundo distante años luz de ese
auto que la llevaba donde estaba Javier. Su cabeza estaba adormilada pero
su mente trabajaba sin parar. Se preguntaba una y otra vez si quería volver a
verlo. No podía decidir cuáles eran sus sentimientos hacia él. Deseaba verlo
vivo, claro está, y sin daño. Los pocos años de matrimonio le trajeron
muchos disgustos, y no era capaz de discernir entre lo bueno y lo malo en
toda esa etapa. Tampoco sabía si el culpable de su desdicha era Javier o si
era ella misma. En medio de ese drama que se desarrollaba en la capital del
país, sin gobierno, sumida en el caos total, Clara tenía un problema
existencial de difícil diagnóstico. Como no sabía qué era lo que le pasaba, la
cura, por ahora, era imposible. Deseaba concentrarse en el problema del
fuego, pero siempre venía a su mente el problema con su marido. Quizás el
hecho de haber perdido a sus dos hijos los haya vuelto infelices. O tal vez la
haya vuelto infeliz, y a su marido demasiado distante. No lo sabía, pero
estaba decidida a tener una charla con Javier antes de confirmar su
separación. Sabía que no le daría muchas chances, pero si bien no lo
deseaba, necesitaba verlo una vez más. La angustia por saber en qué estado
se hallaba era muy grande, y eso le confirmaba que todavía sentía algo por
él. Pero eso era lógico, porque el tiempo y las angustias compartidas
siempre te atan de alguna forma a la otra persona. Tenía mucha confusión, y
no sabía con exactitud si sentía angustia por haberlo amado, por amarlo, o si
esa angustia era producto de la pena que le daba porque lo iba a dejar solo.
Culpa, que le dicen.
El sargento seguía muy atento las vicisitudes del camino. Nada había
pasado hasta ahora, pero eso no quería decir que todo fuera un lecho de
rosas. Había escuchado en las últimas horas historias de vecinos que
contaban que parientes o amigos que salían de sus casas con sus autos eran
asaltados por la turba, golpeados y sus autos robados. Otros decían que los
incendiarios acechaban y si te veían con auto te tendían una emboscada.
Nada de eso le gustaba, por eso miraba muy atento hacia todos lados cada
vez que veía algo extraño. Estaba de mejor ánimo, porque iba por la calle
Rio de Janeiro y se aprestaba a cruzar Díaz Vélez, a menos de veinte
cuadras del objetivo. Sin embargo, antes de llegar a la esquina observó
atónito a un grupo de cuatro muchachos bastante grandotes que colocaron
varias ramas de árboles en el camino para evitar que el auto avanzara.
Cuando el sargento puso el freno que se escuchó como un alto chirrido y
puso marcha atrás se dio cuenta que otros cuatro hombres hacían lo mismo
en la cortada, que era una calle que sólo les ofrecía salida hacia la derecha.
Algo muy conveniente para cortar el paso. Quedaron así encerrados en unos
cincuenta metros, por dos grupos de cuatro vándalos cada uno. Gómez
despertó de inmediato a su jefe de un golpe con el codo. Edelmiro Ramírez
se sobresaltó, se restregó los ojos y preguntó:
- ¿Qué pasa, Gómez?
- Mire. Nos tienen rodeados. No tenemos escapatoria. Una lástima, pronto
llegábamos.
- No se preocupe. Nadie nos va a detener.- Dijo Ramírez y salió del auto.
Antes de que saliera Beraldi alcanzó a decir:
- Son los incendiarios. Se mueven en equipos de a cuatro.
- Tiene razón.- Dijo Ramírez y terminó de ponerse de pie fuera del auto.
El oficial miró a los cuatro de frente. Estaban parados, expectantes. No se
comunicaban por ahora. Esa es una buena táctica para lograr que el
adversario entre en pánico y comience a desgastarse en peleas internas
provocadas por el miedo. Miró luego a los cuatro de atrás. La misma
postura. No descartó que de las casas del costado saliera otro grupo para
robarles el auto, pero por ahora no se veía nada sospechoso dentro de ellas.
Eran casas que se habían salvado del incendio, y era probable que sus
moradores estuvieran todavía dentro de ellas, muertos de miedo,
sobreviviendo. Toda esta situación incomodaba la mente lúcida y perspicaz
del oficial, porque lo obligaba a medir parámetros más compatibles con la
guerra, o sea con el ejército, que con la policía. Pero él podía resolver casi
cualquier situación. Esperaba que esta se contara también entre ellas.
- ¿Qué es lo que quieren?- Preguntó en voz alta y firme, sin rastro de miedo
o temor de cualquier clase.
Nadie respondió, aunque se vio cómo dos de ellos se consultaban algo en
voz baja. Por lo demás, silencio total.
Ramírez se dirigió con la misma voz decidida hacia los que cortaban la
calle por detrás del auto.
- Quiero hablar con el jefe.-
Nadie respondió, pero esta vez los de atrás ni siquiera se consultaron entre
ellos. Ramírez tomó ese detalle como la comprobación de que el que
mandaba estaba en grupo que tenía delante. Por eso volvió a dirigirse a
ellos en esta tercera oportunidad. Su voz sonó mucho más agresiva, potente
y convincente.
- Quiero hablar con el jefe de este grupo, de inmediato.
Por toda respuesta los dos grupos, al mismo tiempo, prendieron fuego a las
barreras de ramas. El panorama empeoraba para los miembros del grupo
que iba en auto.
Ramírez pensó que sin el auto estaba acabado. Debía pelear por el auto, ya
que en pleno territorio enemigo e identificado como policía las perspectivas
de sobrevivir no eran muchas. Vio que Gómez salía del auto por la puerta
del conductor y le ordenó que se metiera dentro de inmediato. Gómez
obedeció.
- Díganme quién de ustedes es el jefe.- Dijo de nuevo Ramírez con su
potente voz al grupo que tenía enfrente.
De nuevo se consultaron dos de ellos, los mismos de antes. En cuanto se
acercaron para hablarse Ramírez sacó su pistola reglamentaria y disparó de
manera rápida y certera a las piernas de los dos individuos. Pensaba que
uno de ellos sería el jefe del grupo y que si lo hería, por unos instantes
provocaría una dispersión en los cuatro guardianes de la esquina de Díaz
Vélez. De inmediato subió al auto y le ordenó a Gómez que arrancara a toda
velocidad. El auto hizo un ruido estruendoso y arrancó hacia las ramas
quemadas y al no recibir órdenes los dos hombres que cuidaban la esquina y
que todavía estaban en pie se abrieron por completo. Ramírez, feliz de
haber comprobado su teoría, ordenó que todos se agachasen para evitar
posibles disparos. Pero no fue necesario. Al margen de algunas ramas
quemadas que volaban por los aires, nada los tocó, y nadie les disparó. La
estrategia había sido un éxito total. Una sola persona tenía dudas al
respecto.
- Es usted un animal. ¿Cómo le dispara a esa gente que estaba indefensa?
Beraldi miró a Clara con incredulidad, pero no se atrevió a decir palabra
porque no quería ponérsela otra vez en contra. Almanza no estaba dispuesto
a contradecirla, aunque se alegraba de la actitud valiente del policía. Gómez
apenas sonrió y la miró con algo de sorna por el espejito retrovisor,
distendiéndose luego de salir ileso de ese aprieto.
- Indefensa. ¿Cómo sabe que esa gente estaba indefensa? Usted cree que era
un comité de bienvenida para nosotros, que nos iban a agasajar. Dígame
entonces por qué incendiaron las ramas que hacían de barrera. ¿Usted cree
que esa es una actitud pacifista? ¿Qué debería haber hecho? ¿Entregar el
auto? ¿Entregarlos a ustedes? ¿Quedarnos de pie en pleno territorio
enemigo?
- Nadie nos disparó.- Dijo Clara, ahora con tono dubitativo, ante la
extraordinaria exposición de los hechos efectuada por el oficial.
- Por supuesto. Si hubiera esperado a que nos disparen antes de tomar una
decisión tal vez usted, o yo, o cualquiera de nosotros, incluso todos
estaríamos muertos.
- Eso usted no lo sabe.
- Era una posibilidad, con alto grado de certeza. Suficiente para tomar la
iniciativa. La sacaron barata, después de todo. Apenas los herí en las
piernas. Se van a recuperar, lo merezcan o no.
- Estamos por llegar.- Intervino Gómez, que había avanzado las últimas
cuadras a toda velocidad para impedir que le vuelvan a hacer lo mismo.
Interrumpió con la noticia con toda la intención de que su jefe se quede con
la última palabra, porque vio que la chica estaba a punto de contestarle. Con
su aviso todos hicieron un silencio expectante, porque ahora lo más
importante era saber si Javier estaba en al edificio del Shopping de
Caballito.
- ¿Tiene una foto de su marido?- Preguntó Ramírez a Clara, con tono
indiferente.
- No. Pero yo voy con ustedes, quiero buscarlo yo misma.
- Es demasiado peligroso. Déjeme hacer una ronda a ver con lo que me
encuentro, si está todo bien van ustedes adentro.
- Mire el edificio.- Intervino Beraldi. - ¿Le parece que puede estar todo
bien?
Antonio Beraldi tenía toda la razón. El edificio estaba de pie, pero apenas
podía mantenerse. El incendio lo había alcanzado, pero sin dudas la lluvia
impidió que se desintegrara del todo, como le había pasado a muchos otros
edificios de Buenos Aires. Parecía una ratonera, una serie de paredes negras
con techos negros y grandes aberturas que daban a la calle, escaleras
peladas que estaban al aire libre, y un montón de estructuras caídas o
inclinadas. No parecía conveniente habitarlo, salvo que se huyera de
alguien. Huir de los incendiarios, por supuesto, esa parecía la verdadera
razón de que Javier haya entrado allí. Sin dudas.
- Tiene razón, Antonio. Vamos a ordenarnos. Nuestro bien más preciado en
este momento es el automóvil, ¿verdad? Entonces vamos a establecer una
jerarquía:
Gómez, queda encargado de la defensa del auto con la ayuda del hombre
que tiene detrás, ¿cómo se llamaba?
- Almanza, oficial.- ¿Puedo sacar unas fotos?
- Ni lo sueñe. Si saca la cámara tendrá que volver a pie. ¿No escuchó?
Queda encargado del auto como ayudante del sargento. Si se pone a sacar
fotos no podrá ayudarlo si lo atacan para robarnos el auto. ¿Entendió ahora
su tarea?
- Si.
- Muy bien. Le sugiero que esté muy atento, que vigile y mire hacia todos
lados y que en el preciso instante en el que vea cualquier movimiento
sospechoso le avise a Gómez. Es un hombre muy preparado para hacer
frente a las dificultades, pero a veces se necesita de ayuda. Usted lo va a
hacer bien. ¿Verdad?
- No hay problema oficial. Seré sus ojos, sargento.
Gómez sonrió y miró a Ramírez con una mirada cómplice. Admiraba en su
jefe la capacidad de mando que tenía y que nadie se negara cuando pedía
colaboración.
- Usted, señorita, viene con Antonio y conmigo. Ya que tanto en el auto
como dentro del edificio se corre el mismo riesgo, no tiene sentido que la
deje acá abajo.- Luego, dirigiéndose a Antonio, le dijo:
- Usted tiene un arma, ¿verdad?
- Si oficial. Tiene algunas balas todavía.
- Muy bien. Sáquela de la mochila y démela, por favor.
Antonio se la dio de inmediato. Ya confiaba en la capacidad de Ramírez, y
estaba entregado a sus órdenes.
Es una buena pistola, está limpia e intacta. Tómela, se la devuelvo. Fíjese
que está sin seguro, tenga cuidado si apunta a alguien, piense que siempre
puede disparar a las piernas. Si no le están apuntando, por supuesto.
Manténgase detrás de mí. Cuídeme la espalda, proteja a la mujer, yo me
encargo del resto. ¿Está claro?
- Como el agua, oficial.
- Entonces vamos. Yo voy primero, me sigue la chica a un metro y usted
Antonio va por la retaguardia a un metro de ella. Preste mucha atención,
siempre mire hacia atrás.
- De acuerdo.
- Tengo miedo.- Dijo Clara de forma inesperada.
- No se preocupe. Soy un animal, no voy a dejar que la toquen.- Dijo con
evidente sorna Ramírez.
- Yo también soy un animal, Ramírez, nada nos va a pasar.- Comentó
Beraldi, que de esta forma agregaba veneno destinado a Clara, aunque en
seguida se arrepintió. Pero Clara no pareció acusar recibo de las burlas.
Avanzaron despacio, y entraron con mucho cuidado por el lugar donde
estaba la entrada principal sobre la avenida Rivadavia. Ahora era un hueco
de materiales retorcidos, negros, con muchos trozos de vidrio en el suelo.
Había que avanzar muy lento para no lastimarse. Ramírez hacía de guía
diciendo dónde podían pisar sin problemas. La luz entraba por distintos
agujeros hechos por el fuego en las altas paredes negras y retorcidas. Por
eso diversos haces de luz atravesaban el espacio y creaban un ambiente
tétrico en blanco y negro. El único rastro de color provenía de la vestimenta
de los visitantes. De pronto Ramírez habló sin darse vuelta.
- Señorita, Clara, si no me equivoco, ¿podría llamar a su novio? Si está muy
cerca quizás pueda conectarse. Pero ponga su teléfono en vibrador, igual
usted, Antonio.
- OK. Ya está llamando. No, se corta.
- Entonces, por favor mándele un mensaje de texto que diga: ¿Dónde estás?
- Muy bien, ya lo escribo. Listo.
- Esperaremos un minuto a ver si responde.
El silencio en ese lugar siniestro era sepulcral. Ramírez estaba muy atento,
con todos los sentidos puestos en ver cualquier movimiento, en escuchar
cualquier ruido que surgiera de esa masa de materiales retorcidos,
negruzcos y puntiagudos, en ocasiones. Beraldi estaba también muy atento
a todos los posibles acontecimientos que allí podían ocurrir. Pensaba que tal
vez de un momento a otro iba a aparecer otra banda de cuatro locos
incendiarios y que les iban a rociar con kerosén y después les iban a prender
fuego. Linda forma de terminar una vida, pensaba.
Clara había mandado su mensaje y esperaba la respuesta. Pasó un minuto,
pero como Ramírez no dijo nada esperó en silencio. Su corazón latía tan
fuerte que lo escuchaba y el hecho de escucharlo la ponía tan nerviosa que
su corazón latía más fuerte todavía, en un círculo vicioso que la hizo casi
desvanecer. Por suerte se contuvo, se tranquilizó un poco, y para cuando el
vibrador de su celular se activó, ya estaba un poco más estable. Leyó el
mensaje y lo susurró a sus protectores:
- Dice que está en el subsuelo. No puede subir porque la escalera se rompió.
Si lo ayudamos con una soga podría salir a la superficie.
- Pregúntele si está solo. Si está acompañado que diga cuántas personas
están con él.
En seguida Clara envió el nuevo mensaje a Javier. El silencio volvió y con
él las palpitaciones que padecía Clara desde hacía un rato. Otra vez estuvo a
punto de desmayarse, pero logró sobreponerse. Ramírez se había dado
cuenta de la histeria absoluta que Clara soportaba con todo este asunto, por
eso trató de calmarla, haciéndola pensar en otra cosa.
- Recorramos un poco este lugar. Debe haber algo de tela, cortinas, no sé,
ropa que podamos anudar. Algo debe haberse salvado. No quiero salir a la
calle para arriesgarnos todavía más.
Entraron en lo que había sido un negocio de ropa y pronto se pusieron
manos a la obra. Con las prendas que habían sobrevivido al fuego, no
demasiadas, hicieron nudos muy fuertes, que Ramírez les enseñó
practicándolos con mucha destreza, y al final armaron una especie de soga
muy fuerte de unos diez metros de largo.
- Esto debería alcanzar.- Dijo Beraldi.
- Por eso pregunté si tenía muchos acompañantes. Si hay varias personas
deberemos hacer más soga. ¿No le respondió?
Justo en ese instante volvió a vibrar el celular de María Clara, a la que casi
se le paraliza el corazón. Eso porque se había distraído y ahora la llamada la
tomaba por sorpresa.
- Dice que está solo. Que buscó refugio en el subsuelo porque ya no podía
pensar de la desesperación.
- Bueno, mejor así. Vamos a buscar el hueco de la escalera o algún otro
agujero que nos permita encontrarlo. Tengan cuidado, miren dónde pisan.
- A cada momento.- respondió Beraldi.
Luego de varios minutos de recorrer muy despacio los restos del edificio
pudieron apreciar un gran hueco en el piso. Ramírez alertó a sus
acompañantes y les dijo que no se acercaran. Pisó despacio, paso a paso, y
se acercó hasta que pudo asomarse hacia el subsuelo. Gritó el nombre de
Javier con su potente voz, y éste respondió de inmediato.
- Acá, acá abajo estoy.
- Lo vamos a sacar. Tome la punta de este trapo o soga improvisada.
Créame, está bastante fuerte. Átesela sobre la cintura, pero téngala luego
fuerte con sus manos. Avíseme cuando esté listo. Mejor, cuando esté
preparado dele un par de tirones fuertes a la soga.
Le tomó poco más de dos minutos a Javier prepararse para salir. Mientras
tanto Ramírez le había pasado la ropa atada a sus compañeros, cuya misión
era hacer fuerza desde unos dos metros detrás del oficial. Al sentir el tirón
Edelmiro comenzó con la tarea de levantar a Javier. Le pareció demasiado
fácil, por eso no se sorprendió cuando apareció el muchacho, flaco, de baja
estatura, sobre la superficie de la planta baja. Javier no sabía cómo
agradecer a su rescatista, lo abrazó fuerte hasta que Ramírez se sintió
incómodo. Pensó que era una suerte que el sargento Gómez no estuviera en
ese momento junto a él, de otra forma se hubiera burlado de él.
Al ver a Clara, Javier se transformó. La abrazó también, y la besó durante
largo rato. Pero Clara no respondía con entusiasmo. Sabía que Javier estaba
eufórico, y que tendría que aguantarlo un rato largo. Después se le iba a
pasar.
- ¿Cómo estás?- Dijo Beraldi.
- Usted estaba en el subte.- Se sorprendió Javier
- Si, varios de los ocupantes del vagón seguimos juntos. Fue una locura.
- Mire usted. Yo estoy bien, un poco lastimado en la pierna, me la doblé
mientras intentaba saltar. Esa escalera de mierda se partió y si no fuera
porque comenzaron a funcionar algo las antenas de celular yo hubiera
muerto en ese espantoso lugar.
- Tome, por ahora coma esto.- Ramírez le alcanzó unas barras de cereal que
llevaba en el bolsillo de su saco.
- Gracias, no sabe el hambre que tengo. Ahí abajo no había nada
comestible, me quería matar.- Y pronto se había comido las dos barritas. -
Estas cosas no me gustan, pero como dicen, cuando hay hambre no hay pan
duro.
- Bueno, ahora lo llevaremos a una casa en la provincia cuyo dueño nos
acogió a todos y que es muy amplia y cómoda.
- ¿Ah sí? Bueno Clara, pasamos un día en esa casa y después vemos cómo
volver a la nuestra. ¿Te parece?
- Cómo quieras.- Fue la respuesta seca y cortante de Clara.
Javier sonrió y observó bien a Ramírez y a Beraldi. No sabía cómo estaban
allí ni por qué ayudaban a Clara pero no le interesaba el asunto. Ahora
deseaba ir a un lugar más seguro y en cuanto pudiera quería regresar a su
casa de Liniers. Claro que no sabía si había sido incendiada o si se había
salvado.
- ¿Cómo fue el incendio? ¿
Se incendió toda la capital?
- No.- Dijo Ramírez. - Hay algunos barrios que fueron menos afectados. El
centro, Retiro, Montserrat, Recoleta, parte de Palermo, esos fueron los
peores. El resto, sobre todo cerca de la avenida General Paz, está menos
afectado. Han incendiado grandes edificios, el fuego contagió a muchas
casas, pero muchas otras se salvaron.
- ¿Qué pasó con la gente sin casa, que caminaban por todos lados el día del
ataque?- Preguntó Beraldi.
- Hubo un intercambio con el gobierno. Creo que pagaron para que no se las
dejara encerradas en la capital. Eso hubiera sido catastrófico. Los dejaron
salir y ahora son reubicados en distintas casas en varias provincias. No los
dejaron quedarse en el Gran Buenos Aires.
- El gobierno está en Córdoba, ¿verdad?
- En parte. Allí fue el Congreso y los Jueces se instalaron en Santa Fe. Todo
el Poder Ejecutivo se trasladó a Mendoza.
- Se complicó un poco el asunto.- Acotó Javier con una sonrisa que nada
tenía que ver con la charla. Ramírez siguió hablando como si nada.
- De todas formas el gobierno resolvió rápido y salvó a un montón de gente.
La reubicación es bastante molesta, pero es una solución temporal. El
problema real es que los incendiarios siguen acá. No los van a sacar así
nomás, porque al incendiar la ciudad consiguieron que fuera su refugio y
ahora mandan ellos. No sabemos si pararon de incendiar porque vino la
lluvia o si ya no van a incendiar más edificios. En realidad no sabemos qué
quieren ni quiénes son. Su líder es bastante huidizo y parece que le gusta
jugar al misterio. Calculo que todavía debe vivir en la capital un par de
millones de personas, porque el gobierno dice que hay un millón que están
siendo reubicados. ¿Cómo van a hacer para sobrevivir? Si ese Fuego
Buenos Aires les da comida y amparo tal vez los ponga a su favor. Entonces
¿Cómo se recupera una ciudad de estas características sin que corra sangre?
- No queremos pensar en eso ahora.- Dijo Clara.
Eran las primeras palabras que decía en mucho tiempo, y le salieron con un
acento agresivo, aunque muy contenido. Beraldi pensó que en cualquier
momento iba a explotar. Ramírez dedujo que los nervios que había pasado
para encontrar a su novio eran muy fuertes para aguantarlos en silencio pero
Javier se dio cuenta de que algo andaba mal. Aunque a pesar de las señales
que daba Clara, Javier seguía sonriente y encantado, como si todo su mundo
fuera a recuperarse ahora que estaban de nuevo juntos. Aunque era una
persona inteligente, a veces hasta los más sagaces y experimentados seres
humanos se dejan llevar por los sentimientos sin reparar en que los otros no
los siguen. No se dan cuenta de que crean situaciones de tensión que luego
no pueden ser superadas sin mucho dolor. Por eso no dejó de lado su sonrisa
y dijo:
- Tenés razón, Clarita, dejemos de hablar de esas cosas y vamos a ese lugar
tan lindo donde vamos a descansar un rato.
De pronto se hizo un silencio que destacó mucho más las palabras de Clara
que las de Javier. La tensión se apodero de todos, pero nadie hizo
comentario alguno.  
Todos se dirigieron en silencio, siguiendo a Ramírez, hacia la salida de
Rivadavia. Vieron el auto y observaron que Gómez y Almanza estaban
tranquilos, sentados al volante y en el asiento de atrás del auto,
respectivamente. Por lo tanto hasta el momento había sido una misión
exitosa. Ahora tendrían que llegar hasta el puente rojo para terminarla. No
parecía una tarea tan fácil si pensaban en lo que les había pasado en el viaje
de ida, pero a Gómez se le había ocurrido una buena idea:
- Vamos sólo por avenidas. No importa si son mano o no, ya que nadie anda
en auto, así que estuve pensando el camino de vuelta. A ver qué le parece
jefe: Rivadavia, Medrano, Córdoba, Lacroze, Cabildo hasta General Paz.
- Excelente idea sargento. Ahora deme el volante y descanse un rato a mi
lado. Ustedes acomódense lo mejor que puedan ahí atrás. Javier es muy
flaquito, así que no van a tener problema.
Una vez acomodados en el auto, Gómez se durmió en el asiento del
acompañante, y pronto comenzó una serie de ronquidos que hicieron que
todos se rieran por primera vez desde que estaban juntos. La única que no
se rió fue Clara, aunque no pudo evitar esbozar una sonrisa.
El viaje fue muy tranquilo, Ramírez manejaba rápido pero con mucha
ductilidad, reducía la velocidad al ver pozos, hacía las curvas muy despacio,
y estaba atento a todo lo que pasaba a su alrededor. Por el espejo retrovisor
miraba a Clara y a Javier. El muchacho le hablaba en el oído y sonreía, pero
Clara se mantenía seria, y a veces ni siquiera contestaba. Cuando Javier
quiso poner el brazo sobre su hombro, ella con un movimiento muy
delicado lo impidió. Javier no se ofendió ni tampoco se le borró la sonrisa.
El oficial pensaba que el muchacho estaba esperando una oportunidad para
verla a solas. Parecía que tenían mucho para hablar.
Ramírez detuvo el automóvil frente a la casa en la que lo guardaba. Llamó a
la puerta y el dueño salió de la casa de nuevo con cara de asustado. Le abrió
la puerta del garaje. Todos bajaron del auto, Javier con su sonrisa, Beraldi
expectante, Clara con el ceño fruncido, Gómez con una cara de dormido
increíble y Almanza.
Por primera vez en todo este tiempo, Nicolás Almanza estaba serio. Muy
serio. No había dicho una sola palabra en todo el viaje de vuelta. Javier ni
siquiera lo reconoció de la vez que viajaron en subte, el día en que comenzó
todo. Se sentía deprimido, abatido. No había podido sacar fotos por la
prohibición del oficial, su papel de acompañante había sido, por decirlo de
manera sutil, inoperante, su conversación con el sargento Gómez, a cargo
del auto, fue intrascendente. Pero el motivo principal de su depresión era la
vuelta de Javier. Se daba cuenta de que Javier intentaba reconquistar a
Clara, pero también imaginaba que por su expresión la chica pensaba
demasiado. Como si se debatiera entre volver a su vida normal o
reconfirmar su decisión de separarse. Nadie sabe con las mujeres, se dijo
Almanza. Pero el solo hecho de verlos tan juntos lo ponía mal. Había
alimentado cierta esperanza en poder hacerse un lugar en la vida de Clara, y
ahora todo eso se derrumbaba. Pero se sintió más estúpido al pensar en lo
loco que estaba para haberse ofrecido a acompañarla, cuando sabía que iba
a buscar a su marido. Hay que ser ganso, pensó, para hacer esas cosas. Se
sintió un perdedor, hecho y derecho. Pero no dijo nada, no comentó su
estado depresivo, y decidió tratar de comportarse como si estuviera muy
bien.
- Qué le pasa, Nicolás, ¿está bien?- Le preguntó Beraldi de manera
inesperada.
- Más o menos.- Dijo Almanza. - Me siento mal cada vez que me prohíben
sacar fotos.
Antonio se rió, más animado al comprobar que la tristeza de su nuevo
amigo era por un motivo tan trivial. Decidió reconfortarlo.
- Mire, ahora caminamos hasta la casa de Rodolfo, y allí nos sacá cientos de
fotos, como está acostumbrado a hacer usted. Allí se va a sentir feliz de
nuevo.
- Seguro.- Dijo Nicolás. - Pero me perdí muchas fotos interesantes en el
Shopping de Caballito. Incluso desde el auto se veía una buena posibilidad
de retratar este Buenos Aires bajo fuego.
- Lindo título para una novela: Buenos Aires bajo fuego. Lástima que no
hay un buen escritor entre nosotros. Mire, no se preocupe, Nicolás, tal vez
cuando todo esto esté solucionado usted pueda entrar a la ciudad y sacar
miles de fotos interesantes.
- No tengo dudas.- Dijo Nicolás con tono algo melancólico.
En ese momento Ramírez salía de la casa. Pronto dispuso todo para que el
grupo se dirigiera al puente rojo, donde pensaba abandonarlos para volver a
su tarea de vigilancia del barrio. La misión había sido un éxito total, fue
rápida, limpia, apenas tuvo que herir a dos personas. Habían tenido éxito en
rescatar a Javier, volvieron sin tener que lamentar heridos, y el señor de la
casa le informó que en el barrio en apariencia todo seguía muy tranquilo.
Espero que no sea la calma que precede a la tormenta, pensó.
- Bueno.- Ramírez se dirigía a todo el grupo, por eso levantó la voz. - En
esta ciudad cuando se va de a pie nunca se sabe qué pude ocurrir. En
realidad en auto tampoco.- En ese momento se dio cuenta de que Clara lo
miraba con expresión hostil. - Por eso vamos a hacer una formación para
caminar hasta el puente. Una vez allí se van directo a la casa donde estaban.
En provincia, por ahora, no pasa nada. Vemos a avanzar en este orden: Yo
voy primero, me sigue Antonio, detrás va Nicolás, lo siguen la señorita y su
novio y cierra el sargento Gómez.
- No soy su novio, soy su marido.- Dijo Javier con una gran sonrisa.- ¿No
es cierto, Clara?
- Disculpen.- Dijo Ramírez, a quien el asunto no le importaba en lo más
mínimo.
Todos se dispusieron a partir del modo en el que los había distribuido el
oficial. Caminaron despacio mientras Ramírez miraba hacia los cuatro
costados para ver si alguien los vigilaba o planeaba algo en contra del
grupo. En pocos minutos llegaron al puente rojo. Una vez en el medio del
puente Ramírez comenzó a despedirse.
- Bueno Antonio, fue un gustazo haberlo conocido, menos mal que tuvimos
la suerte de que saliera todo bien.
Antonio, mientras le daba la mano, le dijo.
- ¿No quiere venir a casa de nuestro amigo? Allá podrían descansar un rato,
recostarse o darse un baño. Alguna vez tienen que dormir, y si no les
mandan relevos ustedes no tienen la culpa. Vengan, usted y el sargento se
van a sentir muy cómodos. Queda muy cerca.
Ramírez pareció dudar entre aceptar o declinar la oferta de Beraldi. Pero al
final le dijo a Gómez.
- ¿Qué le gustaría hacer, sargento? ¿Escuchó la oferta de nuestro amigo?
- Si, la escuché, pero, ¿cómo sabe que seremos bienvenidos si no es su
casa?
- Ni se preocupen, es el mejor anfitrión del mundo. Un tipo fenomenal,
Rodolfo. Todavía tiene alojados en su casa a un par de amigos. No tiene
ningún problema. Además, no es una casa, es una mansión.
- Bueno, ¿qué le parece, sargento?
- Decida usted, jefe. Por eso es el que manda.
- Le agradezco, Gómez, ha sido de gran ayuda. Bueno, vamos para allá. Si
nos lo permite el dueño de casa nos daremos un baño, luego una siesta de
una horita y nos vamos.
- Seguro que también les va a hacer algo de comer. Es un gran cocinero.
- Pues mejor todavía, estoy muerto de hambre, pero comeremos rápido y
volveremos a nuestro lugar.
- Igual acá no pasa nada.- Dijo Beraldi.
- Nunca pasa hasta que pasa.- Dijo un risueño Javier, que todavía parecía
tomar todo en joda.
El silencio volvió a cubrir al grupo mientras Ramírez daba la orden de
avanzar guiado esta vez por Beraldi, hasta la casa de Rodolfo. Mientras
caminaban por las calles de Vicente López se cruzaron con un par de
vecinos, a los que el oficial se adelantó a preguntarles por la situación del
barrio. Todos contestaron que andaba todo bien, que nada pasaba en ese
tranquilo lugar de casas bajas y chalets. El único que estaba con la sonrisa
pegada en su cara era Javier, que luego de pensar que estaba perdido y por
su sorprendente liberación posterior, o tal vez por haberse vuelto a
encontrar con Clara estaba exultante, alegre, y no podía dejar de hacer
comentarios sobre lo lindo del barrio o de una casa en particular, pero nadie
le respondía. Clara no lo miraba, y andaba un poquito delante de él,
tratando de no escuchar sus palabras. Su cara era de preocupación y
desconfianza. Íntimamente pensaba que estaba cuidada por un viejo
violento que había disparado a dos personas indefensas, un policía que
había hecho lo mismo, aunque haya dicho que les tiró a las piernas, y su
marido vacío y egoísta. No tenía nada en contra del sargento pero no
dudaba de que fuera igual que el oficial. En cuanto a Nicolás, era el único
ser que le simpatizaba de verdad. Era un tipo grande para ella, pero esa
alegría que tenía al sacar sus fotos, era grandiosa, le gustaba mucho. Y eso
de meterse en medio de todos, pero con mucha elegancia, pidiendo permiso
para sacar fotos hasta el cansancio, era del siglo pasado, pero le agradaba
esa inocencia infinita. Además había demostrado de sobra que jamás podría
hacerle daño a nadie. Ahora lo veía mal, decaído, y sospechaba el motivo
de esa cara de desconsuelo. Pero nada podría hacer hasta no hablar con su
marido. Ya encontraría la ocasión para dejar más claras ciertas cosas.
Beraldi estaba muy feliz. Consideraba que con el rescate de su marido,
Clara lo iba a perdonar. Además estaba en deuda con los policías y aunque
no fuera su casa, estaba seguro de que le iban a agradecer la invitación que
les había hecho. Miraba las caras del grupo. Era muy evidente que los dos
policías estaban agotados. Por más que la fuerza estuviera desorganizada y
en un momento de caos no tenían derecho a poner dos personas en un lugar
y no mandarles refuerzos o reemplazantes. Luego vio a Javier, y le pareció
que era un terrible tonto. No sabía nada sobre la hermosa mujer que tenía, y
se comportaba todo el tiempo como un chico malcriado, agravado por el
hecho de la excitación que sentía por la felicidad extrema de su liberación.
Algunas personas no pueden contener sus sentimientos. Javier era una de
esas. Antonio giró la cabeza y observó a Clara. Todavía mostraba una
expresión de tristeza, pero no era exactamente eso. Era algo imposible de
describir. Como si no estuviera con ellos, como si no estuviera en este
mundo. Clara encarnaba lo que cualquier hombre quisiera tener: belleza,
suavidad, ternura, inteligencia, integridad. Pero a la vez se llevaba todo eso
a su propio mundo, muy lejos del nuestro. Eso era, Clara no estaba con
ellos, sino que estaba en su propia estrella, a años luz de cada uno de sus
acompañantes, en un mundo entre algodones. Por eso la violencia en
cualquiera de sus formas la incomodaba, la molestaba, le hacía sufrir. Por
eso lo condenó a él, que nunca había levantado la mano a nadie antes del
incidente del puente rojo. Ahora no tan estaba seguro de que fuera a
perdonarlo. Quizás no lo perdonase nunca más. Debía ir acostumbrándose a
la idea, aunque no le gustara. Por último, para alejar este pensamiento de su
cabeza, miró a Nicolás. Pobre pibe, pensó el viejo. No hizo más que
ayudarnos a todos, sacó fotos muy buenas, documentó toda nuestra
aventura, siempre puso buena onda. Pero  no podía entender cómo se le
ocurrió ayudar a Clara a buscar a su marido. Lo único que se le ocurría era
que tenía la esperanza de que jamás lo encontraran. En ese caso debía odiar
a Ramírez, que fue el que posibilitó la búsqueda y el rescate. Debía haber
imaginado que iba a consolar a Clara horas y horas durante varios días hasta
poder convencerla de que su marido no iba a aparecer jamás. Y además de
encontrar en el camino a Ramírez con su auto de policía Javier pudo por fin
enviar un mensaje de texto avisando dónde estaba. No podía tener más mala
suerte. Pero él ya era un hombre, así que iba a tener que prepararse para
olvidarse de Clara. Incluso si rechazaba a Javier, era muy difícil que ella
aceptara a alguien que le doblaba la edad y con tan poco tiempo para pensar
en su nueva situación. Todo un dilema, para ambos.
 
 
 

 
 

 
 

 
 

Parte VI
De Vuelta… ¿a Casa?

Al llegar a casa de Rodolfo, Beraldi se dio cuenta de que algo podía estar
mal. Habían vuelto muy rápido, ya que sólo habían transcurrido unas pocas
horas desde su partida, o sea que quizás nadie los esperase. De todas formas
le molestaba el hecho de que todas las ventanas de la casa estuvieran
cerradas. Rodolfo las mantenía abiertas para ver los movimientos de la calle
y estar atento a todo, y también le había prometido antes de que partiera
mantenerlas así para observar si regresaba bien o con algún problema. Pero
claro, habían tardado tan poco que no debían mantenerse en alerta todavía.
Todos habrían pensado que iban a tardar más de una semana en regresar, si
es que lo hacían. Estaba seguro de que Juan Pablo pensaba que no iban a
regresar nunca, porque él se consideraba indispensable para organizar cada
acontecimiento que ocurriera a su alrededor. Bueno, le demostraría que no
era así. Aunque el mérito casi total del rescate se lo merecía Ramírez, una
persona a la que ya admiraba, aún conociéndola desde hacía tan poco
tiempo. En cuanto a Mariela, estaba seguro de que quería que Clara no
encontrase a su marido. Recordaba la mirada de odio que le dirigió a Clara
después de que ésta le habló de forma tan agresiva. Mariela era una buena
chica y no se merecía semejantes palabras. Quizás ya se hubiera olvidado
del asunto. Esperaba que Rodolfo les abriera la puerta para ver su cara de
sorpresa. Había sido tan bueno con ellos, que imaginaba su alegría al verlos
tan pronto, sanos y salvos. Tocó el timbre de la puerta con gran esperanza.
Pero nadie respondió. Volvió a tocar. Nada. Miró a sus compañeros.
- Qué creen que pudo haber pasado.
- Deben haberse ido.- Respondió Almanza.
- No. Rodolfo prometió esperarnos aquí mismo. Además dijo que se
quedaba a proteger su casa, por eso no puede haberse ido.
- Pueden haber ido a comprar algo.
- No los tres juntos, no creo que quisieran dejar la casa a merced de
cualquier persona inescrupulosa. Acá pasa algo raro.
- Tal vez se hayan acostado. Por favor Antonio, insista con el timbre.- Dijo
Ramírez, un poco impaciente.
Antonio tocó de nuevo, sin sacar el dedo del timbre por largo rato.
Esperaron sin decir palabra. Aproximadamente un minuto después apareció
un hombre de unos cuarenta años, muy alto, musculoso, con el pelo lacio
negro entrecano que caía sobre sus hombros, ojos grandes oscuros. Su única
vestimenta era un jean. Los miró extrañado. Les dijo sin mucha paciencia:
- ¿Que quieren?
- Perdón,- dijo Beraldi, sin saber a qué atenerse- esta es la casa de Rodolfo,
¿verdad?
La expresión del hombre que les había abierto la puerta cambió por
completo. Hasta dejó entrever una sonrisa.
- Si, por supuesto, ustedes deben ser los amigos que Rodolfo invitó a
quedarse en casa el día de los incendios. Volvieron muy pronto.
A Beraldi le volvió el alma al cuerpo. Por unos minutos pensó que estaba
dentro de una película de Hitchcock.
- Si, somos esos amigos. ¿Podemos entrar?
- Por supuesto. Primero me presento, soy Felipe, primo de Rodolfo. Pasé
para ver cómo estaba, porque tenía miedo de que le hubiese pasado algo.
Como él estaba ese día en su local de Belgrano. Y los celulares recién ahora
comienzan a restablecerse.
Terminadas las presentaciones Felipe los hizo pasar a la sala, donde todos
se sentaron en los cómodos sillones. La situación, no se sabía muy bien
porqué, era tirante y un poco incómoda. La casa estaba oscura, nada que ver
con la casa hermosa y soleada que ellos recordaban. Estaba también
silenciosa. Antes siempre tuvo el ruido del LCD o del equipo de música.
- Voy a decirle a Rodolfo que están acá.- Dijo Felipe y se metió por uno de
los tantos pasillos de la casa.
Nadie dijo una palabra, pero todos se miraron extrañados mientras
esperaban a Rodolfo, por la aparición sorpresiva de este nuevo personaje. A
Ramírez no le agradó su aspecto, a Gómez tampoco. Mucho menos agradó
a Clara. Almanza como siempre estaba en su mundo así que tomó la cámara
de fotos y comenzó una ronda de fotografías a pesar de la protesta de
Ramírez.
- No quiero ser fotografiado, soy apenas un negro feo…
Todos rieron y se distendieron un poco. A los cinco minutos apareció
Rodolfo seguido de Felipe.
- No puedo creer que han vuelto. Parece mentira. Pero han vuelto con más
gente que antes, ¿Quién es el marido de Clara?
Javier levantó la mano con una sonrisa en el rostro.
- Me alegro mucho de poder conocerlo.
La charla siguió en tono amable aunque todos notaron que Rodolfo estaba
algo nervioso. Les presentaron a Edelmiro Ramírez y a Pablo Gómez, pero
Beraldi omitió decir que eran policías, casi a propósito, porque desconfiaba
de esta nueva situación. Todos se preguntaban dónde estaban Mariela y
Juan Pablo. Pero el primero que preguntó fue Beraldi.
- Disculpe, ¿siguen aquí Juan Pablo y Mariela?, tengo que contarles que
trajimos a Javier, es una pequeña revancha por no haber querido venir con
nosotros.
- Ah, lo lamento mucho. Juan Pablo decidió irse pocos minutos después de
la partida de su grupo. Creo que se sentía mal por no haber ido con ustedes.
Al principio pensé que quería unirse con usted, Antonio, pero veo que
estaba equivocado. Quién sabe por dónde andará ahora.
El silencio que se hizo en el grupo fue muy evidente. Todos escuchaban
atentos y ninguno creía demasiado en la explicación de Rodolfo. Éste se
frotaba las manos con fuerza y había comenzado a tener un leve tic en el ojo
izquierdo. Nada que ver con el Rodolfo seguro de sí mismo que habían
conocido. Todos querían escuchar ahora qué iba a decir de Mariela.
- En cuanto a la chica, en fin, estaba yo sólo con ella, y creo que le dio
vergüenza. Dijo que no estaba cómoda sola conmigo en mi casa, y una hora
después de Juan Pablo tomó sus cosas y se fue. Bueno, ya que están aquí
vuelvo a ofrecerles la casa. Algunos cuartos están cerrados con llave porque
estoy limpiándolos. No vinieron las chicas de la limpieza, porque viven, o
vivían en capital, es comprensible. Mi primo Felipe me ayuda. En los otros
cuartos se pueden acomodar. Pueden bañarse si quieren.
- Eso le iba a pedir.- Dijo Ramírez.- Yo sólo necesito bañarme, dormir un
ratito e irme.
- No hay problema. Busque un cuarto y acomódese. Yo voy a descansar en
mi cuarto del fondo. Me duele un poco la cabeza. Dentro de dos horas voy a
preparar la cena, están todos invitados. Pero ahora todos descansen en sus
cuartos, se lo merecen.
Beraldi no quiso dejarlos con tanta facilidad, por lo menos quería hacer un
par de preguntas.
- ¿Se sabe cómo va este asunto de los incendios? ¿Atraparon a algún
incendiario?
Contra todos los pronósticos, el que decidió contestar fue Felipe.
- El gobierno está perdido. Se diseminó por las provincias, casi se evaporó.
Dejó a la gente sola en la ciudad. Aunque canjeó por un dineral a los sin
techo, después no supo qué hacer. Así estamos ahora. Buenos Aires se
transformó en una ciudad fantasma, la gente encerrada en sus casas, los
edificios abandonados. En un par de días la lucha por el alimento los va a
volver como animales furiosos.
- Y los incendiarios, ¿Qué dicen?
- Los incendiarios, al mando de Fuego Buenos Aires, hacen su tarea
revolucionaria. Ellos no son los culpables de lo que sucede.
- Y entonces, ¿quién es el culpable?- Dijo Ramírez, interesado en la charla.
- Años de gobiernos inútiles. Ya nadie cree en los políticos. El sistema
entero colapsó. Creo que esto puede ser el primer paso hacia una nueva
sociedad. Que nos demos cuenta de esto es una tarea nuestra. Pronto vamos
a tener que elegir entre un gobierno fantasma y los incendiarios.
- Que se mueven como fantasmas.- Dijo Ramírez con algo de sorna.
- Tiene razón.- Contestó Felipe con una sonrisa.- Un negro futuro nos
espera, ¿no le parece? Pero mejor vayan a acomodarse, descansen, que en
un par de horas cenamos y charlamos un poco, así nos cuentan su aventura.
 
En cuanto Rodolfo y Felipe se retiraron, Clara y Javier se metieron en uno
de los cuartos, Almanza ingresó en otra pieza y se tiró vestido como estaba
en la cama, mientras que Ramírez hizo entrar en un mismo cuarto a Beraldi
y a Gómez. Quería decirles algo de forma urgente, lo delataba su rostro
atento y observador. Una vez que entraron los tres cerró la puerta y
comenzó a hablar:
- Antonio, le pregunto, ¿sabe usted quién es ese Rodolfo?
- No, ni idea. Pero es una cosa increíble, hasta hace unas horas parecía el
anfitrión perfecto, el hombre inteligente, agradable y generoso que
comparte todo lo que tiene por cuestiones humanitarias con un grupo que ni
siquiera conoce. Ahora parece temeroso, inseguro, y no le puedo creer lo
que dijo de nuestros compañeros. No creo que se fueran. Ahora el hombre
que se mueve con mayor seguridad en la casa es ese Felipe, que no sabemos
de dónde salió, aunque no me creo que sea pariente de Rodolfo.
Ramírez lo escuchó muy atento, pero no le habló de nuevo a Beraldi, sino al
sargento.
- Dígame sargento, ¿le parece conocido ese Rodolfo?
- Que bueno que lo diga, jefe, estoy seguro de que lo he visto en otro lado.
Pero no recuerdo donde.
- Yo también. Lo he visto, a él o a su cara en alguna foto, no sé. Pero que lo
he visto es seguro. Además, al escucharlo tuve esa sensación que casi nunca
me falla de que nos mintió de manera descarada. Si pudiera recordar de
dónde lo conozco. Pude notar que me miraba con inquietud. Menos mal que
usted  Antonio no dijo que éramos policías. Pudo ocasionar un enorme
problema, de haberlo hecho. Esos tipos no parecen trigo limpio.
- Tiene razón. Otro gran mentiroso el supuesto primo.- Dijo Beraldi.- creo
que justamente ese primo es el causante del nerviosismo de Rodolfo.
- Si, yo también lo noté.- Afirmó Ramírez. - Pero en estas condiciones,
cansados y hambrientos, no podemos hacer nada. Por ahora hemos sido
invitados y nada nos impide aprovechar los servicios de la casa. Vamos a
hacer esto. Los tres tenemos pistolas, ¿cierto?, bueno, vaya a bañarse
tranquilo, Gómez, yo voy a vigilar junto a Antonio que no le pase nada.
Luego me baño yo. Dormimos un poco siempre con la vigilancia de
Antonio y después le decimos al dueño que queremos irnos. A ver cómo
reacciona. Pero si son criminales peligrosos, para enfrentarlos tenemos que
descansar. No estamos en estado.
- Muy bien dicho jefe. Me voy a bañar muy rápido.
- Tiene tres minutos, sargento.
- A la orden mi teniente.
 
En el cuarto de Clara y Javier las cosas no pasaban por la verdad o la
mentira que había dicho Rodolfo, ni por si su rostro les era o no conocido, o
el papel de Felipe en todo este asunto. Clara se sentó en la cama y Javier
pretendió besarla pero ella le dio vuelta la cara.
- ¿Cómo pretendés besarme, vos, sucio?- Lo miró a los ojos con una mirada
glacial.
Javier se puso serio. Había comprendido la gravedad del problema con ese
simple gesto de Clara. Pero no iba a dejarse convencer así nomás.
- Clarita, vos sabés que siempre te quise.
- No sos más que un cerdo. Fui a buscarte porque sos todavía mi marido y
me vi obligada a hacerlo. No te podía dejar sólo y abandonado. Pero ahora
que estás bien puedo decirte que no quiero saber nada más de vos.
- Sos injusta conmigo. Sabés que siempre te quise.
- No. No lo sé. Pasamos por cosas muy fuertes los dos, pero yo sufrí
demasiado y a vos te veo, no sé, es como que todo te resbala. Sos
insensible. No me interesa estar más con vos. Nunca más.
Como si le hubieran golpeado, Javier sintió un dolor fuerte en el estómago.
Después se sintió agredido por las palabras, para él injustas, de Clara. Por
último, no soportó más y le dio un golpe en la cara con todas sus fuerzas.
Clara cayó de espaldas sobre la cama. Javier se asustó, de verdad no quería
golpearla. Quiso ayudarla a incorporarse, pero Clara le hizo señas para que
no se acercase. Javier no dio un paso más. Estaba conmovido por la
estupidez que había hecho. Si apenas se trataba de eso, la había sacado
barata, pensó Clara. Se levantó y abrió la puerta que daba al pasillo. Dijo en
voz calma y casi en un susurro:
- No me busques más, no me hables más. A partir de ahora terminamos, vos
y yo ya no somos nada. En cuanto pueda inicio los trámites del divorcio.
Adiós.
Clara cerró la puerta despacio, casi sin hacer ruido. En lo más íntimo de su
ser agradeció ese golpe. Era la excusa perfecta para no verlo nunca más en
la vida sin sentir culpa, y comenzar de nuevo. Era joven, podía hacerlo.
Pasó por el cuarto de Nicolás, y por un minuto pensó en entrar, pero
después decidió que no quería hacer nada que incomodase a Javier, por el
momento. Siguió de largo y se metió en el próximo cuarto vacío. Se miró en
el espejo, pero no tenía ningún moretón significativo en la cara, apenas un
poco rojo en el lugar del golpe. Mejor así, se dijo. Se recostó en la cama,
por primera vez feliz desde que se desataron los incendios de la ciudad.
 
Los policías terminaron de bañarse y luego se recostaron en cada una de las
dos camas del cuarto, mientras Beraldi, con la pistola preparada arriba de la
mesa, se sentaba en una silla y se ponía a leer unas viejas revistas que había
sobre un mueble cercano. Le habían dado la orden de vigilar la puerta, que
mantenían cerrada con llave. Por las dudas. Los tenía que despertar luego
de una hora de sueño. Eso era fundamental para que recuperaran todas sus
funciones. Antes Beraldi había tenido la buena idea de ir hasta la cocina y
traerles restos de comida que ambos policías devoraron con ansiedad.
Luego de una hora de sueño estarían casi como nuevos.
Un poco más de media hora después, Beraldi escuchó unos golpecitos en la
puerta. Se alarmó, pero no quiso despertar a los policías. Tomó el arma con
la mano derecha detrás de su cuerpo y con la izquierda corrió la llave y
abrió despacio la puerta sin hacer ruido. Era Almanza. Beraldi metió la
pistola entre su cadera y la parte de atrás de su pantalón, para que su
visitante no se alarme.
- ¿Que quiere, Nicolás?
- ¿Puedo pasar? Solo en mi cuarto me aburro.
- Pase, pero no haga ruido. Aunque por lo que veo nuestros amigos
duermen como troncos. ¿Qué le pasa, no puede dormir?
- ¿Quién quiere dormir? No es de noche. Estoy cansado de todo este lío. Al
principio me distraje sacando fotos. Es una especie de acontecimiento: los
incendios, el misterio, el gobierno que no da noticias, no se sabe qué pasa,
el grupo que formamos, las desgracias que nos pasaron. Quiero decir, me
harté. Quiero irme, pero como todos vivo en capital y tengo miedo de
regresar a casa.
- Lo que pasa que a usted le come la cabeza esa chica.
- ¿Qué chica?- Dijo Almanza con su mejor tono de desentendido.
- No se haga el boludo. Soy más viejo que usted, por desgracia, pero en este
caso la vejez es lo que hace que uno vea más cosas que otros. Clara,
hombre.
- Ah, Clara. Es una linda chica.
- Si, por supuesto. No le voy a mentir, a mí también me impacta su
personalidad. Parece mucho más madura que todos nosotros juntos. Es un
poco sensible, nomás. Pero usted y yo, que somos artistas, somos sensibles
también.
- ¿Usted que hace?
- Soy escultor, pero no de los mejores. Me siento un fracasado al pensar en
tantos años de esfuerzo, todo lo que trabajé y no tengo ningún tipo de
reconocimiento.
- ¿Fracasado? ¿Por qué? Si usted hace buenas obras no hay forma de
fracasar. Si no llega al público es porque está fuera del circuito comercial.
Pero entérese de que  lo bueno se encuentra casi en exclusividad fuera de
ese circuito.
- Si. Ya lo sé. Pero si uno se dedica al arte el sueño siempre es ser
reconocido. No digo ser millonario. Digo que su nombre aparezca como
noticia en las páginas de las revistas de arte, que sus nuevas obras salgan
publicadas en todos lados, que le ofrezcan hacer exposiciones. Todo eso se
gana con premios. Hay que ganar premios. Y yo nunca saqué siquiera una
mención.
- Bueno, insista. Ravel participó en un concurso de música con una obra
extraordinaria y ni lo mencionaron. Verdi fue rechazado en un conservatorio
muy famoso de Milán. Historias como esas hay muchas. Imagínese si ellos
se hubiesen considerado un fracaso después de esos duros reveses.
- Tiene razón. Pero ya estoy viejo.
- ¿Le gusta la escultura, no?
- Es lo que le dije, por supuesto.
- Entonces clave sus manos en el barro, tome el cincel y lastime la madera,
rompa la piedra, déjela así de chiquita, Antonio, y déjese de joder con lo del
fracaso.
En ese momento se sintieron otros golpecitos en la puerta. Beraldi tomó la
pistola y repitió la operación de unos instantes atrás, al golpear Nicolás.
Éste lo miraba con sorpresa.
- ¿Qué hace con la pistola?- Preguntó horrorizado.
- Shhhhhh.- Fue la única respuesta de Antonio, con el dedo índice de la
mano derecha cruzando sus labios de arriba a abajo.- ¿Quién es?- Preguntó
en voz baja, mirando a los policías que parecían desmayados en sus camas.
- Javier.-
- Bueno, estamos todos.- Dijo Beraldi antes de abrir la puerta y se guardó el
arma en la parte de atrás de su pantalón. Una vez que abrió advirtió a su
nuevo visitante. - No haga ruido, que nuestros amigos duermen.
Javier entró y miró a todos. Los policías que dormían como troncos en sus
camas, Nicolás sentado y Beraldi parado mirándolo de forma inquisitiva.
- Clara me dejó, vengo a charlar un rato para distraerme.
Cuando tuvo a Javier de espaldas, Antonio miró a Nicolás con expresión de
triunfo. Nicolás no pudo dejar de sentirse un poco mejor, pero trató de no
sonreír.
- Lo siento mucho.- Dijo Beraldi. - Esa chica es una persona triste. Quizás
les convenga a ambos, que son muy jóvenes, buscar otra vida. Si una
persona está tan triste nada puede andar muy bien.
- Es que tuvimos una historia trágica. El primero de nuestros hijos murió
antes de nacer. Clara estuvo destrozada por un buen tiempo. Después la
segunda, Caro, tenía tres años y nos hacía muy felices. Caminábamos con
ella de la mano por Rivadavia a la altura de Liniers, cerca de casa. En un
momento empezaron a escucharse disparos. No sabíamos de dónde venían.
La gente no sabía si correr, tirarse al suelo, nosotros tampoco. Fue un
momento de confusión. Después me enteré de unos ladrones que habían
sido perseguidos por la policía y que se tirotearon en la calle. Pero eso no
importa, lo que pasó fue que nuestra chiquita cayó al suelo. La miramos,
pero estábamos todavía aturdidos por los disparos. Nos dimos cuenta de a
poco, como quienes no quieren saber nada de la realidad. Tenía un disparo
en la cabeza. Por eso no tenemos hijos. Por eso ella está siempre triste. Yo
la quiero, pero una vez que pasan cosas como esta con el amor ya no es
suficiente. Es difícil vivir con ella si te mira como si fueras el culpable de
todo lo que nos pasa. No soy sicólogo, no supe qué hacer, aunque traté de
alegrarla, me esforcé por poner un poco de humor en nuestras vidas. Ella ya
me había alejado. Después, nada, cuando no se puede, no se puede.
Beraldi y Almanza escuchaban con mucha atención el triste monólogo de
Javier y no podían asimilar todo lo que le había pasado a esa tan joven
pareja.
Nicolás entendió por fin que la tristeza de Clara tenía un origen trágico, que
ese no era el verdadero carácter de ella. Tuvo la sensación de que todos
habían sido muy poco comprensivos con ella, incluso él. Una vez que
conoció una parte de su historia comprendió que la chica buscaba un mundo
mejor, todo el tiempo. Tal vez por eso reaccionaba tan mal con los hechos
violentos, y no se podía contener al enfrentar a los que los habían
protagonizado. Se prometió ayudarla.
Ahora Beraldi también entendía la actitud agresiva de Clara mucho mejor.
No se sintió mejor por lo que le había pasado a la chica, pero pudo entender
el porqué de su provocación. Deseó no haber disparado esa noche. Entendió
ahora de forma inequívoca lo que la chica sintió en ese momento. No debía
poder soportar el recuerdo de su hija cada vez que tenía la desgracia de
escuchar disparos. Pobre Clarita, pensó.
Estaban en silencio luego de las palabras de Javier. Beraldi miró el reloj y
se dio cuenta de que era la hora de despertar a sus amigos los policías.
Avisó a Javier y a Nicolás de lo que iba a hacer y se acercó a las camas.
Golpeó despacio el hombre de Gómez primero y luego el de Ramírez.
Ambos se despertaron y se sorprendieron de encontrar dos personas más en
el cuarto.
- Qué pasa, ¿hay reunión?- Dijo Ramírez frotándose los ojos.
- No,- respondió Antonio- los amigos querían charla, y bueno, los hice
entrar y hablamos un rato. Estaban aburridos.
De repente a Ramírez se le iluminó la cara. Hizo señas a los demás para que
no hablen, cerró los ojos y sonrió. Acabo de recordar de dónde lo conozco a
ese Rodolfo. Déjenme pensar un poco más. Si, ya está. Ahora sé quien es.
Todos lo miraban con enorme interés, pero como no comenzaba a hablar se
impacientaron un poco.
- ¿Nos va a contar quién es o no?- Dijo Beraldi casi con enojo.
- Si, si, lo que pasa es que estoy recordando algunos detalles.- Dijo
Ramírez.- Escuchen muy atentamente lo que les voy a decir. Escuche bien,
Gómez, usted también lo conoció, aunque es probable que él no nos haya
reconocido, por suerte.
- De verdad, ¿lo conocimos?- Dijo el sargento rascándose la espalda y
desperezándose.
- Si. No lo va a poder creer. Es el caso que llevaba nuestro compañero Juan
González. ¿Se acuerda de que terminó en cana porque ocultó pruebas?
- Si, vagamente, era un oficial, ¿no?, pero no me acuerdo del caso.
- Yo se lo voy a recordar: contrabando, de eso se ocupa este Rodolfo, y por
supuesto no se llama de esa forma, se llama Flavio, Flavio Naveyra.
- Ahora que dijo su nombre, recuerdo algunos detalles.
- Yo le voy a refrescar el caso: el teniente Juan González, les aclaro que no
era nuestro compañero, que estaba en otra División, por eso digo que quizás
no nos reconozcan, pero se vio envuelto en un caso de protección al
contrabando. Este Flavio Naveyra trajo ilegalmente de ciertos países
asiáticos unos contenedores repletos de Thermate-TH3.
- ¿Y eso qué es?- Preguntó Javier, que no lo seguía.
- Es una mezcla de aluminio y óxido metálico, con el agregado de aditivos
pirotécnicos. En buen criollo, se trata de una mezcla que se utiliza para
propósitos incendiarios. Normalmente tiene un 68,7% de de aluminio y
óxido metálico, 29% nitrato de bario, 2% de azufre y 0,3% de aglomerante.
La adición de nitrato de bario incrementa los efectos térmicos, y crea llamas
ardientes, lo que reduce en proporción muy importante la temperatura de
encendido. En definitiva, creo que estamos ante uno de los posibles
proveedores de los incendiarios. Con las cantidades de químicos que había
en los contenedores bien podían incendiar todo Buenos Aires.
- Pero, ¿no los capturaron?
- Si, estuvo en nuestro edificio, pero el teniente Juan González ocultó
pruebas y salieron libres. Tiempo después una brigada que seguía a
González requisó su casa y encontró documentación que avalaba su
protección a los contrabandistas. Además de una cuenta en Suiza,
millonaria.
- No sé por qué todo esto no me sorprende.- Dijo Beraldi.
- Escuche, no todos somos así.- Replicó Ramírez, algo ofendido por el
comentario.- En todo caso podemos decir que corruptos hay en todas partes.
- ¿Pero en la policía se nota más, y tal vez haga mayor daño, no es cierto?-
Dijo Antonio en tono más belicoso.
Javier escucha todo esto cada vez más alarmado.
- Parece mentira, acaban de descubrir que estamos en casa de un
contrabandista muy pesado que tal vez esté en conexión con los
incendiarios y se ponen a discutir sobre los buenos y malos policías. Por
favor, sáquennos de aquí.
- Tiene razón Javier, vámonos de esta casa.
- No sé en qué cuarto estará Clara. Como peleamos se fue y no sé dónde
está.
- Un momento.- Dijo Antonio.- Si son los que usted dice que son, entonces
quizás Juan Pablo y Mariela los descubrieron y están atrapados en esta casa.
Yo nunca creí esa mentira de que se fueron porque quisieron.
- ¿Está seguro de que no se fueron por su propia voluntad?- preguntó
Edelmiro Ramírez.
- No, no estoy seguro de nada. Pero hay algo que me tiene muy mal. Si
Rodolfo es ese Flavio, ¿Qué hacía como dueño de un bar en Belgrano?
- A eso le llamamos pantalla.
- Si. Lo entiendo.- Beraldi pensaba y pensaba.- Sin embargo, ¿Por qué se le
incendió su propio bar? Dormíamos, porque nos dio permiso para pasar la
noche allí, pero sentimos el humo, nos despertamos y él vino con nosotros.
- Mmm.- Ramírez pensó en una respuesta lógica al problema.- Quizás él
mismo incendiara el bar, para eliminar pruebas. Es posible que deseara salir
de la capital y que alguien, en caso necesario, lo identificara como víctima.
- Es probable, pero hay algo más.- Beraldi también pensaba a mil por hora
para establecer una conexión entre el Rodolfo que había conocido y el
Flavio del cual le hablaba el oficial.- Al llegar al puente rojo, había una
patrulla de los incendiarios. Rodolfo bajó con nosotros. Yo terminé
disparándoles, herí a dos, quizás los maté. ¿Por qué Rodolfo no hizo nada?
- No se confunda, Antonio.- Dijo Ramírez, muy seguro de sí mismo.- He
dicho que podría ser uno de los proveedores de los incendiarios. No que sea
incendiario. Es más, dificulto que lo sea. Por el modo que miraba a ese
Felipe, creo que es muy posible que ese sí sea un incendiario. Y que haya
venido a esta casa para recriminar por algún motivo que no conocemos a
nuestro contrabandista. Debe haberse asustado con el tema de los incendios,
porque les dio mucho material pero no sabía en qué lo iban a utilizar. Al
darse cuenta de lo que hacían con el Thermate-TH3 entró en pánico por
verse involucrado en semejante asunto. Quizás ustedes llegaron y les dio su
lugar para dormir para evitar estar solo. Cuando incendió su bar, los utilizó
para salir. Lo más probable es que él tuviera tanto miedo como ustedes. Y
en pago de lo que usted hizo, Beraldi, se sintió tan generoso que los invitó a
su casa, es decir a esta mansión. Parece que en este país nadie hace sus
mansiones trabajando de forma legal.
- En eso estamos de acuerdo.- Dijo Antonio.- Tal vez Rodolfo no incendió
su propio bar. Tal vez creyó que estaba a salvo, pero los incendiarios no lo
respetaron y por eso entró en pánico.
- Excelente razonamiento, Antonio.- Es mejor que mi versión.
Exultante por el elogio del oficial, Beraldi se paró y comenzó con su
costumbre de organizar al grupo.
- Deberíamos organizarnos para encontrar a Clara. Luego pensaremos de
qué forma huir de acá.
- Un momento, Antonio. No quiero contradecirlo, pero acá los policías
somos Gómez y yo, y les aconsejo que no hagan movimientos extraños en
esta casa. Exponerse de esa forma resultará muy peligroso. Beraldi asintió.
Ramírez elaboraba un plan meticuloso. Comprendía que había una gran
posibilidad de que las dos personas que estaban en casa de Flavio, si
estaban en el momento en que llegó el supuesto Felipe, estuvieran o
muertas o atadas en alguno de los cuartos de esa mansión. Cuartos había
muchos, pero los más sospechosos eran los que estaban cerrados con llave,
como les había dicho el anfitrión una hora antes. Estaba en contra de
arriesgar la vida de civiles, pero en esta ocasión no había más remedio que
hacerlo. O salían todos juntos o no saldría nadie de ese lugar.
- Antonio, lo primero que hay que hacer es poner en lugar seguro a Clara.
Con un arma en la mano y si cierran la puerta con llave, esta habitación es
lo más seguro que puedo prometer. Acá podrán quedarse Nicolás, Clara y
Javier. Ellos no tienen por qué meterse en esta locura.
Todos asintieron. Beraldi quería acción y la iba a tener, pero Nicolás no
podía hacer nada y Javier sería más un estorbo que una ayuda, con la rodilla
rota. Por supuesto, lo de Clara estaba fuera de discusión. Ramírez luego dio
el plan a seguir.
- Usted sargento, saldrá al pasillo y tratará de abrir cada puerta de cada
habitación. Señale con un lápiz las que encuentre cerradas. Tiene que fingir
que recorre la casa con algún motivo. Si lo ve el dueño o el otro o
cualquiera que no conozca, diga nada más que busca su propio cuarto y que
se perdió luego de dar un paseo por la casa. Haga algún chiste, diga que
como la mansión es grande deberían ponerle números a las piezas. Luego
vuelve para acá. Después salgo yo, que soy experto en abrir puertas con
ganchos, y entro en una, vuelvo, y así hasta terminar.
- Tardaremos demasiado tiempo.- Protestó Beraldi.
- ¿Tiene otra idea?- Respondió Ramírez.- Le prometo que no tardaremos
demasiado. El sargento es muy bueno en esto, y yo también. Hay que tener
mucha paciencia.
- Bien. ¿Pero yo qué hago?
- Por ahora nada. A usted lo reservo para la segunda parte del plan.
- Y cuál es esa segunda parte.
- Todo a su tiempo, mi amigo Antonio. Debemos ser muy pacientes.
- Sin embargo, se acerca la hora de la cena.
- Faltarán unos 45 minutos. Suficiente. Vamos sargento, salga ya y
comience su trabajo.
- Allá voy,- dijo Gómez y partió con su lapicito al pasillo.
Apenas habían pasado cuatro minutos el sargento estaba de vuelta con cara
de feliz cumpleaños.
- Tarea cumplida. Nadie me vio. Contando desde este cuarto a la derecha y
de este lado del pasillo, la tercera y la cuarta puerta están cerradas. Hacia la
izquierda y del lado de enfrente, la primera y la cuarta también están
cerradas.
- Muy bien, excelente trabajo, Gómez.
- Tenga en cuenta que una de las habitaciones cerradas puede ser donde está
Clara.- Dijo Almanza, que quería ser útil en algo.
- Tiene razón, le agradezco Nicolás, es usted muy observador.
Dicho esto, Ramírez salió del cuarto hacia su derecha, contó una, dos, tres
puertas y se agachó frente a ésta tercera. En veinte segundos la había
abierto. Ella casi pega un grito, pero por suerte se contuvo apenas vio que el
que entraba era Ramírez. No le tenía mucha simpatía pero reconocía que
había sido muy generoso con el grupo.
- ¿Por qué entra de esa forma en mi habitación? ¿Está loco?
Ramírez cerró la puerta cuidando de no hacer ruido. Habló en un tono muy
bajo, susurrando las palabras.
- Escúcheme bien. Quiero que salga de inmediato de este cuarto. Diríjase
hacia su izquierda. Entre en la tercera puerta. Allá le van a contar todo lo
que quiera saber. No haga ruido, se lo pido por favor.
Clara, obediente aunque con el rostro que mostraba cierto enojo, no dijo
palabra, abrió la puerta y fue hacia el cuarto que Ramírez le había indicado.
El oficial salió detrás de ella y comenzó a tratar de abrir la cuarta puerta.
Una vez adentro de la habitación procedió a registrar todo, pero no había
nada sospechoso. Contrariado, salió de nuevo al pasillo. Contó bien las
puertas y pronto abría la de la primera a la izquierda del lado de enfrente a
donde estaban todos sus acompañantes. Abrió dicha puerta en unos ocho
segundos. Entró en la habitación y de nuevo después de un rápido pero
bastante minucioso registro, no había nada. Decidió que la tercera puerta
contando desde donde estaba era la clave de todo este asunto. Salió de ese
cuarto y en menos de quince segundos entraba en la última habitación
cerrada. Tampoco allí había nada. Volvió al cuarto donde todos estaban
esperándolo.
- Nadie.- Fue su único comentario mientras pensaba en los pasos a seguir.
- Yo sé dónde pueden estar.- Dijo Almanza.
- ¿Dónde? Preguntaron casi todos al mismo tiempo.
- En la vinoteca. Cuando hicimos la visita, Rodolfo la abrió con su llave, al
contrario de la despensa. Eso me hace pensar que allí podrían ocultarlos.
- Muy bien pensado Nicolás, usted me sorprende a cada rato. Dígame
exactamente cómo llego hasta allí.
Nicolás le explicó el camino hasta la vinoteca. Tendría que pasar por la
cocina y la despensa, lo que haría mucho más posible que lo atrapasen.
Ramírez contó su plan a todos:
- Bueno, la cosa se complica. Tenemos que ir con una excusa a la Vinoteca,
pero si nos atrapan una vez que abrimos la puerta todo estará acabado para
nosotros. Beraldi, usted conoce el camino también, ¿verdad?
- Si, por supuesto.
- Bien, usted vendrá conmigo. La excusa es que tenemos mucha hambre y
por eso vamos a la cocina, como usted por otra parte ya hizo. Hasta ahí
caminamos de manera normal, tranquilos, pero sin decir palabra. Si nos
agarran con la puerta de la vinoteca abierta, les decimos que deseamos
tomar un vino también y que no queríamos molestarlos. No se lo van a
creer, pero en una de esas ganamos tiempo para huir.
- ¿Por qué no nos vamos y listo?- preguntó Clara, a la que todos miraron
como si fuera una aparición, recostada en una de las camas.
- Porque es probable que Juan Pablo y Mariela estén todavía en esta casa,
presos de ese Rodolfo.- Explicó Beraldi.
- ¿Y si todo es un invento? Un proyecto de sus mentes tan fantasiosas e
inventivas. Para mi Rodolfo es una buena persona.
- ¿No le contaron lo que recordé hace un rato?- Dijo Ramírez
- Si,- afirmó el sargento- pero dice que usted lo puede haber imaginado.
- ¿Cómo voy a imaginar algo así?- Se sorprendió el oficial.
- Usted no es infalible, ¿o sí? ¿Cuánto hace que no duerme bien? Tal vez
haya sido sugestionado por mis amigos.- Dijo Clara mientras miraba a todo
el grupo.- Explíqueme algo, oficial: ¿Por qué no nos han hecho nada hasta
ahora? Si son tan culpables, un contrabandista y un incendiario, ¿por qué
nos dejan tranquilos? Si le hicieron daño o encerraron en algún lado a Juan
Pablo y a Mariela, ¿Por qué no han hecho nada con nosotros?
La voz de Clara era ahora muy enérgica, parecía que quería hacerles
entender que estaban equivocados. Y era muy convincente. Nicolás y Javier
asintieron, y hasta Beraldi entró en duda.
- Dígame oficial, ¿qué prueba tenemos de que son culpables?
- Les he dicho que a ese Rodolfo lo recuerdo. Estuvo con un compañero en
el edificio donde trabajo. Lo reconocí. Se llama Flavio Naveyra.
- ¿Tan seguro está?
- Tan seguro estoy. Bueno, si son tan buena gente no perdemos nada con
hacer la excursión a la vinoteca. Les prometo que si allí no hay nadie nos
vamos de esta casa sin decir palabra.
- Como si cumpliera sus promesas.- Dijo Clara con una media sonrisa.
- Por supuesto que la voy a cumplir,- dijo Ramírez con fastidio,- así como
los llevé hasta donde estaba Javier y los traje de vuelta. Vamos Antonio.
 
Antonio Beraldi y Edelmiro Ramírez salieron al pasillo y se dirigieron hacia
la derecha. El pasillo terminó desembocando en una gran sala en la cual no
había nadie. ¿Dónde estarían Flavio y Felipe?, pensó Ramírez. Quizás en el
segundo piso, se contestó a sí mismo. Se dijo que ya no importaba
demasiado, estaban jugados. Atravesaron la enorme cocina y la
impresionante despensa, hasta llegar a una enorme puerta que se les
presentó como difícil de abrir.
- Esto no va a ser nada fácil.- Anticipó el oficial que iba a intentar abrir la
puerta. Beraldi fue el encargado de vigilar los pasillos.
Luego de tres minutos de arduo trabajo Ramírez pudo darse el gusto de
abrir la puerta. Se les presentó un lugar enorme, lleno de heladeras o cavas
para las botellas de vino carísimas que allí había, muchas de ellas
provenientes de Francia, España y otros países. Traídas de contrabando,
pensó.
Beraldi vigilaba la puerta con la pistola en la mano, mientras Ramírez
revisaba el lugar. No era tan fácil. Había estanterías, muchas heladeras de
distintos tamaños, escritorios y hasta una pequeña biblioteca. Pensó que ese
tipo se daba una gran vida. Recorrió todo palmo a palmo durante casi diez
minutos. Los nervios de Beraldi lo presionaban demasiado. En un momento
entró y le dijo:
- Vamos Ramírez, dese por vencido, no debe haber nada.
- Espere un minuto más. Me falta poco para revisar todo.
- Un minuto y nos vamos, ¿entendió?
- Tranquilo Antonio, ya termino
estoy terminando
, me falta allá al fondo.
- No me diga que me quede tranquilo. Esto es muy embarazoso, no quiero
que me vean, sean malos o buenos.
- Un minuto, cállese, ya vengo.
Beraldi estaba al borde de un ataque de nervios. Lo peor es que sabía que si
alguien se asomaba era capaz de pegarle un tiro antes de ver quién era. Ese
minuto iba a durar siglos. Pero miró su reloj y se dio cuenta de que había
pasado más tiempo del que le había pedido el oficial. Se asomó de nuevo y
casi se muere del susto al ver a Juan Pablo y detrás a Mariela que
caminaban hacia la puerta de entrada.
- Dios mío, estaban ahí.- Dijo Beraldi, con los ojos enormes de la sorpresa.
- No digan una palabra, cerremos la puerta y vamos a nuestro cuarto. En
silencio.
Caminaron por esos pasillos con un miedo atroz a ser descubiertos. Una vez
que llegaron a la habitación donde estaban todos entraron en este orden:
Ramírez, con cara de triunfo, Beraldi, con cara de descompuesto, Juan
Pablo, pálido y con un notorio golpe en el ojo derecho y Mariela, última
pero la que más llamó la atención, con la cara cortada desde la ceja
izquierda hasta el mentón, quizás por una navaja. Tenía sangre ya seca en
toda esa mitad de su rostro.
Luego de los saludos, las explicaciones de quienes eran los policías y
porqué estaban allí junto con Javier y el reconocimiento a Ramírez, una vez
que estuvieron más tranquilos, el policía pidió a Juan Pablo que cuente su
historia.
- Todavía no lo puedo creer. Estaba en mi habitación muy tranquilo, y
disfrutaba de un momento de paz luego de tantas aventuras, cuando escuché
ruido de voces hablando muy alto, proveniente de la entrada. Salí al pasillo
y fui directo a la sala de recepción, la de los sillones y el televisor, pero al
llegar allí escuché que el tipo que había entrado recriminaba a Rodolfo. Y
no le llamaba Rodolfo, sino Flavio.
Todos se miraron. De este modo la historia de Ramírez se confirmaba.
Hasta Clara estaba atenta al relato.
- El hombre que entró estaba hablando a los gritos, le recriminaba a
Rodolfo, o Flavio, que no había entregado una última carga de algo que no
entendí el nombre.
- Thermate-TH3.- Comentó Ramírez.
- Algo así, sí, ¿usted sabe qué es?
- Algo que se utiliza para incendiar.
- Ah, ahora creo entender algo más de este asunto. El problema, por lo que
escuché, era que Flavio no había entregado un enorme cargamento. El otro
lo amenazó con una pistola, Flavio le pidió que no hiciese tanto ruido
porque tenía invitados y el otro se enloqueció. Yo estaba paralizado, de
repente me vio, entró al pasillo y me golpeó. Quedé inconsciente.
- Después vino por mí.- Dijo Mariela.- Yo estaba detrás de él, pero no me
había visto. Como sentí gritos me asomé al pasillo, vi que estaba espiando y
le iba a preguntar qué estaba pasando. El hombre me vio después de pegarle
a él, y sacó una navaja, enfurecido. Me cortó la cara.
- ¿Escucharon cómo llamaba Flavio al otro?- Preguntó Ramírez.
- Si. Lo llamó Iván.- Contestó Mariela
- Si, es cierto, dijo varias veces Iván. Una cosa es cierta, Flavio le tiene un
miedo atroz a ese Iván. - Dijo Juan Pablo
- Por favor, tenemos que irnos de inmediato de acá.- Dijo Mariela.
Todos estuvieron de acuerdo. Ramírez dudaba, pero dado que no sabían
dónde estaban Flavio e Iván, era imposible armar un buen plan para
detenerlos. Además arriesgaría la vida de muchos inocentes. Por eso
decidió organizar la huída.
Escúchenme todos muy atentamente,- dijo en voz baja pero levantando los
brazos para llamar la atención.- Yo voy a salir primero, me va a seguir
Beraldi. Detrás van a venir Clara y Mariela, luego Juan Pablo y Javier,
cerrando las filas Nicolás y para cuidar la retaguardia el sargento Gómez.
¿Todos entendieron? Bien colóquense en ese orden dentro de esta
habitación.
Una vez que estuvieron preparados, Ramírez, que era un hombre
pragmático, eficiente y acostumbrado a mandar en ocasiones peligrosas, dio
la orden de salir. El oficial que iba primero tenía la pistola en la mano, y
Beraldi lo seguía también con la suya bien preparada. Al final salió Gómez,
también pistola en mano. Juntos atravesaron todo el pasillo hacia la
izquierda, llegaron al gran salón de recepción y se pararon cuando Ramírez
alcanzó la puerta de calle. El oficial abrió la puerta y todos salieron en
bandada, olvidándose del orden. Cruzaron la calle y luego se dirigieron
hasta la esquina, todos menos Almanza que había sacado la cámara de fotos
y en ese momento le tomaba una a la casa.
- Nicolás, venga para acá, está loco, desde adentro de la casa pueden
dispararle.- Gritó Ramírez.
 
 
 

 
 

 
 

 
Parte VII

El Mundo ha Cambiado
 

Un instante después del grito de Ramírez se escuchó una explosión. Fue un


ruido sordo, no muy estridente. Todos miraron hacia la casa, que en ese
momento comenzó a incendiarse casi completamente. Parecía mentira, en
un solo instante la casa se llenó de lenguas de fuego que trataban de salir
por las ventanas y por las puertas. Un humo entre grisáceo y negruzco
comenzó a subir hacia el cielo seguido de llamas enormes. Ramírez pensó
que de esa forma debía actuar el Thermate-TH3. Con un cierto retardo, que
permitía a los incendiarios el escape tranquilo, sin presión. También con un
efecto devastador, ideal para terminar en segundos con enormes edificios
como las iglesias, los edificios públicos, los shoppings, las estaciones de
trenes. Con buenas cantidades bien distribuidas por la casa o el edificio,
podían destruir toda la ciudad. Ahora entendía el poder devastador utilizado
por los incendiarios. Y también entendía el motivo por el cual pararon la
destrucción. El último encargo nunca llegó. La pregunta era: ¿Se habría
arrepentido Flavio de entregar semejante material a esos locos? ¿Por eso se
los habrá negado? ¿O fue algo fortuito? Nunca lo sabría, aunque siempre
había una esperanza. Haría la denuncia correspondiente, pero no podía
pensar en tener éxito. Pensó en el oficial Juan González y en todos los que
son amenazados, comprados, extorsionados o cómplices. Estaba de mal
humor. No debería estarlo, ya que si no hubieran salido a tiempo de esa casa
ahora no podría contar el cuento. Pero había estado cerca. Y esa
inconsciencia de ponerse a dormir, eso lo molestaba muchísimo. Si bien
estaba cansado, casi no podía aguantarse de pie, debió tomar resoluciones
más rápidas. Aunque como atenuante podía decir que nunca se imaginó que
la situación fuera tan grave, tan delicada. Una cosa es sospechar de alguien
del cual los demás dicen que era un gran anfitrión, y otra cosa era saber que
era un asesino, lo que en realidad a esa altura nadie sabía. Pero fue una
dilación peligrosa de los hechos. El incendio de la casa se debe haber
demorado porque el proceso de colocar los Thermate-TH3 era lento y
peligroso. Dos horas, claro. Esas dos horas que anunciaron para la cena fue
el cálculo de lo que tardarían en colocar los explosivos incendiarios y en
preparar su huída. Éstos podían ser puestos dentro de contenedores de
metal, y con encender uno de ellos es suficiente. Ese compuesto encendido
tarda en arder, pero una vez que lo hace comienza el incendio, y con
algunos compuestos cercanos se inicia una reacción en cadena que provoca
el desastre. Deben haber hecho una buena estrategia para colocar en todos
esos edificios tantos contenedores de Thermate-TH3. Quizás se disfrazaran
de obreros, de correo o de plomeros, quien sabe. Con una valija llena de
estos compuestos cada uno de ellos, cuatro personas podían destruir toda
una manzana. Igual Ramírez estaba de mal humor. Todo podía haber
fallado, podrían estar todos muertos en este preciso instante. No había
actuado del todo bien, perdió un tiempo precioso y casi le sale todo mal. Lo
mejor y más rescatable de su accionar fue que encontró a Juan Pablo y a
Mariela, contra las deducciones de Clara. Pero si hubiese estado lúcido
debió ordenar a Gómez que sacara a todos mientras él iba a buscar a los
supuestos secuestrados. Era tan exigente consigo mismo que se sentía muy
mal por eso.
 
El grupo estaba encandilado por las llamas. A pesar del grito de Ramírez,
Nicolás no le hizo caso. Clara fue hacia el frente de la casa para ver cómo
estaba el fotógrafo. Pero Almanza sacaba foto tras foto sin prestar atención
a nada más, así que cuando llegó cerca de él pensó en dar la media vuelta y
volver con el grupo. Pero al mirar hacia atrás vio a Javier con el resto de sus
compañeros, y decidió quedarse con Nicolás.
- ¿No le da pena que se incendie esta casa?- Preguntó Clara.
Nicolás quedó petrificado. No la había visto, y se sorprendió de encontrarse
a solas con ella, aunque estuviera en la calle, con el grupo cerca, con los
vecinos que salían de sus casas alarmados. Pensó que por suerte la casa
estaba rodeada de jardines y no había mucho viento, con lo cual era posible
que si llegaban los bomberos pronto el fuego no se trasladara al resto de la
manzana.
- Si, por supuesto, me da mucha pena, era una hermosa casa, la mejor que
he visto en mi vida. No le faltaba nada.
- Un hogar.
- ¿Cómo?
- No era un hogar, Nicolás. Era una cueva de bandidos, la casa de un
traficante, un contrabandista que hacía negocios con asesinos. Eso no era un
hogar, por más lindo que sea. Eso le faltaba.
Nicolás la miró a los ojos y fue como si la viera por primera vez en su vida.
Pensó que esa chica era demasiado buena para él, pero que valía la pena
intentarlo.
- Tiene razón, pero eso no le quita méritos. Era toda una mansión.- Dijo,
para provocarla.
- Por más que sea una mansión, si no tiene seres humanos bondadosos,
cuidadosos, que se quieran, que formen una familia, sin eso no es un hogar.
Entonces le falta todo.
- Déjeme sacarle una foto con el incendio de fondo.- Dijo Nicolás.
Clara se puso obediente frente a él y se dejó sacar varias fotos, hasta que
llegaron los bomberos y ordenaron con sus altavoces al público presente
que se retire detrás de un perímetro que ellos mismos marcaron con tiras
amarillas y negras.
 
Beraldi miraba el incendio de esa casa ya casi sin interés. Observó la escena
que se desarrollaba entre Nicolás y Clara y se sintió más complacido. Pensó
que quizás de toda esta aventura surgiera la cura para una niña triste y un
solitario. El fuego lo había hastiado, y las cosas que tuvo que hacer en las
últimas horas lo habían agotado por completo. Se sintió bajar los brazos.
Pensó en su mujer por primera vez en todas estas horas de locura, y decidió
que extrañaba su vida tranquila de hogar, su rutina de ir al trabajo todos los
días y demostrar allí que con las manos podía hacer casi cualquier cosa.
Probó su celular, llamó a su mujer y consiguió comunicarse.
- Hola Isabel, cómo estás.
Una voz emocionada surgió del teléfono celular. Su mujer lloraba porque él
había llamado. Antonio se emocionó también. Le dijo que la extrañaba y
ella prometió hacerle su comida favorita cuando regrese a casa. El viejo
terminó con lágrimas en los ojos. Deseaba ya estar en su casa y dejar que
esta aventura que lo había tenido como uno de los principales protagonistas
del grupo se transforme en una anécdota lejana en el tiempo. Así podría
contar con lujo de detalles todo lo que había hecho y sufrido junto con el
resto del grupo improvisado que surgió luego de subir a un vagón del subte
A. Quería ya estar en el trabajo o hacer una reunión familiar para dejar a
todos con la boca abierta con esas historias.
 
Javier miraba la forma en la que se incendiaba la casa con cara de sorpresa
y un sentimiento de pérdida irreparable. Se había dado cuenta de que su
matrimonio con Clara ya hacía rato que no podía funcionar, pero no se
atribuía toda la culpa. Se había arrepentido de haber golpeado a su mujer,
pero también sabía que había pasado por momentos muy duros y no se
culpaba. Las horas que había estado en el subsuelo del shopping de
Caballito, solo, sin poder recibir ayuda, fueron de verdad terroríficas. Si no
hubieran salido sus mensajes nadie lo hubiese ayudado. Tenía una deuda
con Clara, por el golpe que le había dado y porque ella fue quien llevó a esa
gente para rescatarlo. Nunca podría pagarle por eso. Nunca nada sería
suficiente, pero además ella no aceptaría nada de él a partir de ahora. Esa
deuda jamás sería saldada. Giró la vista hacia donde estaba su mujer y vio
que posaba para Nicolás. Parecía haberse repuesto en parte de su dolor, si es
que separarse para ella era un dolor. Pensó en sus hijos. Ese dolor lo
llevaremos siempre, se dijo. Se negó a entristecerse. Después de ser
rescatado se sintió activado, impulsado a vivir con optimismo al límite de
sus fuerzas. Esa sensación todavía la tenía consigo. Decidió mudarse de su
casa ese mismo día, si es que ésta todavía existía, y buscar su propia vida
con la misma esperanza que sentía en ese momento. Estuvo a punto de
convertirse en una víctima más de estos horribles acontecimientos, pero no
lo fue. Por eso debía a partir de ahora vivir cada día como si fuera el último.
Volvió a observar a su mujer que posaba para Nicolás. Lo miró a él, cómo
se movía, cómo le tomaba fotos desde todos los ángulos posibles, sin
importar quién lo mire, quién lo observe, sin importarle nada. Allí recién se
dio cuenta de que lo conocía del subte. El hombre que cayó en el suelo y se
lastimó porque estaba dormido, una de las veces que el subte paró
bruscamente. Después se puso a sacarles fotos a todos. Qué locura, pensó,
tengo que comprarme una cámara de fotos.
 
Juan Pablo miraba las llamas que cubrían la mansión y pensaba que era una
pena que otra casa hermosa se quemara. ¿Cuánto costaría adquirir una casa
de esas? Pensó, no sabía por qué, en un millón de dólares. Pero podría ser
mucho más. Increíble, pensó, que todavía siga poniéndole valor a todo.
Odiaba esa parte de su personalidad, pero no podía evitarlo. Había nacido
demasiado interesado en todo lo que significara dinero: su carrera en el
trabajo, sus estudios, todo estaba orientado a obtener dinero. Hoy sin
embargo había experimentado algo en lo que jamás había pensado. Su vida
estuvo a punto de extinguirse, y era así, tal cual lo pensaba. Si ese oficial
Ramírez no hubiera ido a buscarlos él y Mariela estarían en ese momento
dentro de la casa, arderían en medio de un verdadero caos de fuego, y sus
cuerpos jamás podrían ser siquiera enterrados, porque estarían reducidos a
polvo. Quizás ni siquiera hubieran podido identificarlos. Pensó que le debía
la vida a ese oficial y a Beraldi. Se tocó el ojo lastimado, le dolía mucho y
no veía muy bien. Se prometió que en cuanto pudiera iba a ir a ver a un
médico. Un médico del Gran Buenos Aires, claro. Pensó en la ciudad, en la
forma en que estos tipos detestables habían arruinado una ciudad entera, sin
que nadie pudiera hacer nada. Pensó en los fantasmas que quedarían para
siempre en ella, aunque se la reconstruyese. Sería una ciudad triste para
siempre. Tal vez ya era una ciudad triste antes de los incendios, pero ahora
ya no tenía esperanza. Se dio cuenta de que a esta altura era un desocupado
más y de lo difícil que sería su existencia de ahora en adelante. Muchas
cosas le daban vuelta por la cabeza. Miró a Javier. Veía el desconsuelo
enloquecido en la cara del muchacho y observaba a Clara posando para el
fotógrafo. Ella, le parecía, no estaba muy bien de la cabeza. Ni hablar si
tomaba alcohol. Recordaba la escena en casa de Rodolfo, o cómo se llame.
Javier está peor que yo, se dijo, lo perdió todo. Pero a veces perderlo todo
es una buena ocasión para revivir, reinventarse, para rehacer todo de otra
manera, de una forma mejor. ¿Por qué no?
 
Mariela se tocó la cara que había cortado con su navaja el animal de Iván.
No podía entender tanta violencia que había vivido en unas pocas horas. Un
pensamiento vino a su mente, el de que hubiera sido mejor que nadie la
sacara de allí, que nadie los hubiera visto. Ahora, por lo menos estaría
disfrutando de un merecido descanso eterno. Pero trató de alejarlo. Se dio
cuenta, sin embargo, de que ya no sería la chica alegre que trabajaba detrás
del mostrador, que se distraía con sus amigas y que salía con chicos cada
tanto para divertirse. Siempre estaba sonriente, siempre feliz. Ella era
buena. Ese ser había muerto en el medio de los incendios. Ahora sería
distinta. No sabía cómo, pero sin dudas sería de otra forma. Aquella Mariela
ya no podía existir más. Había visto mucha maldad, se había visto obligada
a hacer cosas terribles, había sido víctima, y casi llegó a morir. ¿Cómo
podía ser de nuevo aquella Mariela inocente, frágil, delicada y feliz? Miró a
su alrededor. A Clara, que posaba para Nicolás en ese momento, le
envidiaba su presencia de ánimo, aunque siempre le pareció demasiado
susceptible y un poco desconsiderada. A Beraldi, que luego de este ajetreo
seguro necesitaría tomarse unas buenas vacaciones. A Juan Pablo, a quién
vio cómo se le escapaba una lágrima en el momento en el que los ataron en
la vinoteca. Él quería vivir en ese momento, ella no. Pensó que de todas
formas le debía un sincero agradecimiento tanto a Ramírez como a Beraldi.
Era increíble el viejo, cómo se arriesgó sin objeciones para salvarlos. Pensó
que tendría que encontrar algo que le gustara demasiado para poder vivir
sin demasiados recuerdos el resto de su vida. Algo que representara para
ella lo mismo que la fotografía para Nicolás. Entendió que el fotógrafo
había superado todos los malos momentos aferrado a su cámara. En seguida
se dio cuenta de que debería encontrar lo más pronto posible algo a que
aferrarse. Algo que la sujete a esta vida con fuerza, sin dejarla escapar. Se
prometió buscarlo.
 
Al llegar los bomberos, Clara tomó del brazo a un sorprendido Nicolás, y
así juntos volvieron en dirección a dónde estaba el resto del grupo, sobre la
esquina. En seguida, aprovechando que estaban todos, Ramírez tomó la
palabra.
- Quiero decirles que hemos tenido mucha suerte en salir a tiempo de esa
casa. Ya lo saben, es cierto, pero quiero que también sepan que pude
haberlo arruinado todo.
Ante la protesta general, Ramírez pidió silencio con un gesto de la mano.
- Es cierto. No actué demasiado bien en un par de ocasiones. Pero me
alegro mucho de que todo haya salido bien, de estar todos con vida.
Un aplauso general del grupo estalló en la calle. Los vecinos los miraban
con extrañeza, mientras los bomberos estaban absortos en su trabajo.
- No me avergüencen, por favor, no merezco aplausos. Quiero decirles que
ahora voy a hablar con el jefe de bomberos para contarle quién era el dueño
de esa casa. Tal vez si no la inundan se pueda rescatar alguna prueba,
aunque lo dudo mucho. En fin, les doy las gracias a todos por estos
momentos vividos, he tenido la oportunidad de conocer muy bien a algunos
de ustedes y me reconforta lo bien que se han portado en una situación tan
difícil. Especialmente me dirijo ahora a mi nuevo amigo, Antonio.
Otro aplauso del grupo sacudió el aire, todos saltaban y festejaban la
mención al viejo. Ramírez sonrió y mostró sus dientes blancos,
inmaculados, detrás de su moreno rostro.
- Gracias, Antonio, porque debido a usted para mí fue como estar al mando
de dos policías eficientes, al sargento que es excelente en su labor y a usted,
que tiene los huevos bien puestos.
Un tercer aplauso sonó fuerte en la calle, algunos vecinos se habían
acercado a escuchar a ese hombre morocho y alto que se dirigía a ese grupo
de gente extraña. Para ellos el incendio pasó a un segundo plano, al menos
hasta que se dieron cuenta de que el discurso era de tono privado.
- Bueno, con estas palabras quiero despedirme. Les doy mi tarjeta a todos
ustedes. Cualquier inconveniente que tengan les pido que me llamen. Van a
tener que pasar por la policía a hacer alguna denuncia, todos ustedes, de los
hechos que hemos vivido hoy, para poner al descubierto a estos tipos.
Aunque no quieran, es importante y necesario que lo hagan. Por supuesto,
cuando la policía vuelva a actuar de forma normal. Les pido que no lo
olviden.
Todos prometieron acudir a la policía y contar con lujo de detalles todo lo
que sabían de esta gente.
- Ahora me despido, pero antes les puedo decir que no voy a olvidarlos.
Nunca.
En seguida le dio la mano a todos, uno por uno, y les entregó la tarjeta
prometida. Gómez hizo lo mismo, saludó uno por uno. Todos prometieron
llamarlos y encontrarse a tomar un café cuando todo se tranquilice. Después
de todo, casi todos en el grupo le debían la vida. Luego caminó con el
sargento a su lado, en busca del jefe de Bomberos. Almanza les sacó una
foto de espaldas, a modo de despedida.
 
Ramírez se entrevistó con el jefe de la partida de Bomberos que combatía el
incendio. Era un hombre petiso y regordete pero que daba la impresión de
que tenía una fortaleza casi tan enorme como la del propio Ramírez.
- Soy Andrés Martinucci. Encantado oficial. Este fuego parece no ser
demasiado importante. Por lo menos es aislado.
- De eso le quería hablar. El incendio fue desatado por un compuesto
químico, el Thermate-TH3 que también utilizaron para incendiar los
edificios de Buenos Aires. Tengo razones para creer que allí vivía un
traficante de químicos que contrabandeaba elementos incendiarios para la
gente que incendió la ciudad.
- Eso es muy impresionante. ¿Está en una investigación oficial?
- No, el descubrimiento fue casi por casualidad. Ayudé a algunas personas,
huéspedes de este tipo, que se llama Flavio Naveyra, a volver a su casa. Me
ofreció pasar unas horas de descanso ahí mismo, y acepté con el sargento
porque estábamos agotados y hambrientos. Pero lo reconocí. Una vez lo vi
en el edificio de la Policía. Casi morimos todos allí dentro. Por suerte
pudimos escapar.
- ¿El tipo inició el incendio de su propia casa para matarlo a usted?- Dijo
Martinucci, con incredulidad.
- No sólo a mí. A todo un grupo de personas que ahora están dispuestas a
declarar. Además era presionado por uno de los incendiarios. Uno de los
huéspedes escuchó que le recriminaba a Flavio un supuesto
incumplimiento. Luego lo encerraron en la bodega.
- Todo esto es muy extraño. Va a tener que redactar un informe muy
preciso.
- Tiene razón. Es necesario, para que se active una alerta sobre esta gente.
Yo tengo todos los celulares de las personas que lo conocieron, además de
nosotros. Quizás sirva de algo.
- Servirá, no se preocupe. La situación está encaminada. El gobierno envió
fuerzas especiales a internarse en la ciudad, los que han vuelto con gran
cantidad de incendiarios detenidos. Tienen que enterarse pronto de la
sustancia que utilizaban para incendiar los edificios, por eso le pido que me
acompañe, con el sargento, por supuesto, al Cuartel, desde donde nos
comunicaremos con la Jefatura de Policía, hay que informar de esto de
inmediato. Si Dios quiere, la ciudad se va normalizar pronto. Claro, si es
que se puede hablar de normalización después de un desastre como este. 
- Dicen que si un mundo se viene abajo, otro surge, nuevo, inocente,
dispuesto a hacerse su camino.
- Muy interesante.- Dijo Martinucci y se quedó pensativo.
- ¿Usted sabe qué es lo que querían los incendiarios?, porque no he
escuchado una proclama, un discurso, nada.
- Nunca han hecho declaración de nada, Ramírez. Es muy extraño. Pero tal
vez todo tenga relación con lo que usted acaba de decir. En una de esas ese
nuevo mundo inocente era lo que ellos buscaban. Pero, ¿quién lo sabe?
Y así, mientras meditaban sobre el ser humano y la sociedad, el jefe de
Bomberos Martinucci y el oficial Ramírez, junto con el sacrificado y
generoso sargento Gómez, quien los acompañaba con respetuoso silencio,
se fueron todos hacia el cuartel para dar toda la información posible a la
policía. El día, aunque anochecía, recién comenzaba para ellos.
 
El resto del grupo que estaba parado en la esquina se quedó callado apenas
se fueron los policías. Era una situación incómoda. Ahora ya nada los unía,
y debían separarse. Habían formado un clan extraño, con intereses, edades y
formas de pensar por completo diferentes, y ya no tenían nada que los
uniese. Se miraron las caras como si fueran desconocidos, gente que jamás
se había visto en su vida. Eso mismo les pasó a Clara y Javier. Era como si
cada uno de ellos se hubiera transformado en otro ser. El ser anterior había
muerto, y dejaba paso a otro, más frágil, más vulnerable, y por sobre todas
las cosas, más íntimo y reflexivo. Pero cada uno de esos seres dejó de
reconocer a los que tenían al lado. Todos querían su propia libertad para
transformarse en lo que ambicionaban, deseaban volar, irse de ese lugar a
otro más íntimo, alejado de ese grupo que ya no tenía ningún sentido. El
primero en despedirse fue Beraldi.
- Bueno, ya que los autos también deben haber quedado incendiados,
deberemos volver caminando o buscar algún medio de transporte
alternativo. Vivo en Provincia, como algunos de ustedes, así que me voy a
casa. Ha sido un gusto conocerlos. Les pido disculpas si hice mal o si no
respeté a alguno de ustedes.
- Voy a anotar sus números de celular. Quién sabe si algún día cuando la
situación mejore nos juntamos y decidamos hacer un asado o algo así.- Dijo
Juan Pablo. Todos le dieron su número, pero ninguno de ellos creía que
algún día fueran a poder juntarse de nuevo.
Antonio les dio la mano a todos y un beso a Mariela, en su mejilla sana, y
otro a Clara, que le obsequió con una sonrisa. Para Antonio fue un perdón
que prometió festejar largamente al llegar a casa.
- Mariela, tenés que ir a ver a un doctor urgente. Hoy con cirugía plástica
todo se soluciona.
- No se haga problema. Tengo otras cosas en qué pensar, mucho más
importantes. Cuídese Antonio, y gracias, sé que en parte gracias a usted
estoy con vida.
Antonio partió por una de las calles de Vicente López. No sabía adónde se
dirigía, pero eso no era importante. Tenía que caminar, relajarse, sentir que
lo que había pasado ya estaba terminado. Sólo así podría volver a su casa
tranquilo, en paz consigo mismo. La sonrisa que Clara le dedicó unos
minutos antes ayudó a que su estado de ánimo fuera muy bueno, y a que la
caminata comenzara a paso rápido. Almanza volvió a obtener una buena
foto del viejo en el momento de irse.
 
Quedaron entonces Clara, Mariela, Javier, Nicolás y Juan Pablo para una
última despedida. Javier, que no había compartido con ellos la mayoría de
los acontecimientos y que todavía no entendía muy bien qué era lo que
había pasado, decidió que era hora de recomenzar su vida. Su ánimo estaba
todavía muy excitado, y esperaba que fuera un efecto duradero, ya que le
gustaba.
- Me voy. Voy a tratar de pasar por casa,- le dijo a Clara.- pero sólo para
llevarme algunas cosas mías e irme. Luego hablamos por lo del divorcio, va
a ser de mutuo acuerdo, no te preocupes. Y te pido perdón por algunas
cosas que hice. Espero que todo sea para bien.
Clara no dijo nada, y los integrantes del resto del grupo se sintieron un poco
molestos por escuchar una conversación íntima. Le dio la mano a todos,
incluso a Clara y a Mariela, y se fue sin decir nada más, por una calle
diferente a la de Antonio. Él tampoco sabía para dónde tenía que irse, pero
al menos era un comienzo. Al recorrer sólo unos pasos una enorme sonrisa
se le dibujó en el rostro. Lástima que la foto de Almanza lo tomó de
espaldas.
 
Mariela fue la siguiente que comenzó con su despedida. Su rostro tan lindo
pero desfigurado hacía que los demás no la miraran de frente. Ella podía
comprenderlos, pero la verdad era que no le importaba demasiado. Clara le
dio un beso, también Nicolás y Juan Pablo, que le dijo visiblemente
emocionado:
- La verdad es que lamento mucho todo lo que tuviste que pasar. Vos
sufriste más que nadie una serie de hechos terribles, y no sé si te pudimos
ayudar en algo.
- No te preocupes. Me doy cuenta de que mi mundo perfecto no era tan
perfecto, y ni siquiera era parecido al mundo real. Ahora comprendo que las
personas pueden ser muy malas, que es en realidad algo que siempre supe,
pero no es lo mismo saberlo que sufrirlo. No estoy mal, pero estoy
golpeada. Pero, como dicen, lo que no te mata te endurece.
No había mucho más para decir. Mariela se dio media vuelta y se fue,
siguiendo los pasos que Beraldi había dado varios minutos antes. Almanza
la retrató de espaldas, para la posteridad.
 
- Juan Pablo miró a Nicolás y a Clara y comprendió que ese era el momento
de irse. No había hecho amistad con ellos ni con los demás, pero sentía
como si se despidiera de personas muy importantes en su vida.
- Yo también cambié mucho con estos acontecimientos.- Dijo, como si las
palabras de Mariela le hubieran contado su propia verdad.- Antes me
preocupaba de cosas que ahora considero sin demasiada importancia. Si la
vida está en riesgo, la importancia de muchas cosas pasa a ser relativa.
Clara y Nicolás le sonrieron, pero no le contestaron. Entonces Juan Pablo le
dio un beso a ella y la mano a él. Dio unos pasos, pero luego se dio vuelta y
le dijo a Nicolás:
- Espero salir bien de espaldas.- Y se fue con una sonrisa algo forzada. Por
supuesto, Nicolás lo retrató en ese preciso instante.
- Bueno, quedamos solos.- Le dijo a Clara.
- Así es,- dijo ella con una amplia sonrisa.
- Sos linda cuando sonreís. Hasta ahora no lo habías hecho. También sos
linda cuando estás seria.
- Gracias. ¿Adónde vamos?
- ¿Venís conmigo?
- ¿Siempre contestas una pregunta con otra? Vamos a algún lugar donde
podamos cenar tranquilos y olvidarnos por un momento de todo esto que
pasamos. Anochece, y tengo mucha hambre.
- No conozco nada por acá.
- ¿No conocés nada? Menos mal que sos fotógrafo profesional. ¿Dónde
sacás tus fotografías?
- Viajé mucho, conozco todo el país, La Plata, Mendoza, Córdoba, qué se
yo cuántas ciudades visité y vuelvo a ellas casi todos los años.
- Pero nunca Vicente López.
- Nunca me pareció atractivo.
- Bueno, vamos a la avenida Maipú, allá hay muchos lugares para comer.
Queda muy cerca y es un lugar muy lindo.
- OK
Y así tanto Clara como Nicolás fueron juntos hacia su primera cita. Clara
no estaba muy segura pero necesitaba conversar con un hombre bueno y
sensible. Volvió a tomarlo del brazo. Nicolás estaba encantado, pero decidió
ir con mucho cuidado. Habían pasado muchas cosas como para tomar
decisiones demasiado rápido. La miró y ella le volvió a sonreír. ¿Qué más
podía pedir?

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