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Parte I
Bajo la Tierra
Parte II
Sobre la Superficie
Parte III
La Noche
Parte IV
La Lluvia
Parte V
Regreso al infierno
Ya no llovía. El sol asomaba tímido por entre las nubes, pero su calor ya se
hacía sentir de nuevo. El grupo se preparaba bajo las órdenes ahora
indiscutidas de Antonio. Este consideraba que con estas acciones iba a
ganar el perdón de María Clara, que para él se había convertido en una meta
obsesiva. Aunque la conocía desde hacía pocas horas, Clara era ahora quien
encarnaba un poder inalcanzable para el viejo: el poder de dar la redención.
Si bien era cierto que su acción violenta fue necesaria esa noche, y aún más,
que podía haber sido quien salvó a cientos de personas cuando avisó de la
disponibilidad del puente rojo para salir de la capital, María Clara había
establecido un límite. Eso la hacía tan importante para Beraldi. Clara era el
límite en el cual las acciones se miden, no por su importancia, sino por lo
que significan ellas mismas. La acción por la acción misma. Y esa se había
transformado en la verdad para Antonio: había disparado a dos hombres y
los había herido, incluso pudo haberlos matado, aunque no lo sabía. La
acción estaba mal, aunque el contexto parecía decir que estaba bien. Ese fue
y es el drama de todas las acciones violentas no deseadas. ¿Cuándo está
bien ser violento? ¿A qué grado de agresión o negativa se debe reaccionar
con el enfado y el arrebato, hasta el punto de disparar a matar a otra
persona? Beraldi sabía que si tomaba su acción aislada de contexto, podía
considerar que fue violento en exceso y podía ser condenado. En ese
momento parecía considerar que la aprobación de una persona libre de
corrupción lo podía redimir. Y esa persona era Clara. Por eso consideró
importante salir a buscar a Javier junto a ella. También porque se había
dado cuenta de que Nicolás no era un hombre que pudiera proteger a nadie,
ni siquiera a sí mismo. Es que al distraerse cuando sacaba fotos era capaz de
meterse en cualquier problema del cual no podría salir, porque siempre
tenía la cabeza en otra parte. Era un romántico, por eso era la persona
menos indicada para esta operación rescate.
María Clara pensaba distinto en cuanto al dilema de Antonio. Sabía que
había sido muy dura con el viejo, pero también consideraba que su propia
opinión no tenía demasiada importancia. Porque no se consideraba jueza de
nadie, porque nunca quiso sentenciar a nadie. Si habló fue por la
indignación de haber sido sometida a ver semejante espectáculo. La muerte
de una persona no era algo que le agradara observar, aunque fuera gente
fanática, que se dedicaba a incendiar una ciudad entera. Pero no se
consideraba capaz de juzgar a Beraldi. En su interior estaba convencida de
que el viejo había hecho bien las cosas. Pero no tenía por qué decírselo. No
deseaba entusiasmarlo para que después matara incendiarios por todos
lados. En definitiva, su intención era protegerse para no ver esas cosas, y
prevenir al viejo, para que no se sintiera superman, o alguien por el estilo.
Deseaba salvaguardarlo de los sentimientos de ira que hacen que a veces el
ser humano se entusiasme con la brusquedad y la rudeza, que luego no se
puede detener. Y el viejo era un artista, al menos eso les había dicho, y no
debería convertirse en un animal. En cuanto a Nicolás, le simpatizaba
porque era bien cabeza fresca y siempre tenía pensamientos positivos. Le
apuntaba demasiado con su cámara, es cierto. Al principio era demasiado
pesado, pero ahora se había acostumbrado. No parecía muy feliz, pero tenía
su cámara, y eso parecía bastarle. Era una persona que no daba problemas,
pero estaba segura de que tampoco podría solucionar nada. Vivía en su
mundo, y había que dejarlo en el.
Almanza estaba feliz. Porque estaba con Clara y porque le gustaba el viejo,
le parecía una persona muy decidida, honesta y leal. Lástima que habían
tenido ese entredicho entre ellos, pero estaba seguro de que todo se iba a
arreglar con el tiempo. Mientras caminaba por las calles de Vicente López
empezó a sacar fotos de las calles arboladas y de los otros dos, que
caminaban con sus mochilas cargadas, algo inclinados, con aire de
preocupación por el futuro que les brindaría la entrada a la capital. Los
retrató serios, andando lejos uno del otro, como si no se quisieran juntar,
Clara algo más adelantada y el viejo más encorvado.
Llegaron al puente rojo andando despacio para ahorrar energías y para ver
el panorama a cada paso. Pero pronto tuvieron la primera sorpresa desde su
salida de la casa de Rodolfo: dos hombres estaban parados en el medio del
puente. Beraldi temió que fueran incendiarios, pero al acercarse un poco
más hasta ellos ya no le pareció lo mismo, porque eran hombres adultos, no
los jóvenes que lo atacaron en su cruce anterior. Pero nunca se sabe. Beraldi
tenía la pistola preparada en un bolsillo de su mochila, el cual ya acariciaba
por las dudas.
Los dos hombres miraron sorprendidos a ese pequeño grupo de tres
personas con mochilas que pretendían entrar en la capital. Al ver que se les
acercaban se juntaron y dieron vuelta sus cuerpos hacia el grupo.
Beraldi susurró unas palabras a Clara y luego hizo otro tanto con Nicolás
Almanza, que estaba preparado para sacarle fotos a los dos extraños del
puente. La mirada furiosa de Antonio lo hizo desistir, por el momento.
Antonio se adelantó solitario para hablar con los dos hombres. Cuando
estuvo a diez metros de ellos habló en voz alta y serena:
- Hola, somos tres sobrevivientes de la tragedia. Queremos entrar para
buscar a un amigo.
- Muy noble.- Dijo el más alto con voz ronca de barítono luego de una
noche de alcohol.- Pero la situación no es muy buena en la ciudad. No les
aconsejo entrar, esto es un infierno.
- ¿No nos aconseja o no nos deja?- preguntó Beraldi, para dejar claras las
cosas.
- Pueden entrar, si quieren. No lo vamos a impedir. Pero el estado de las
cosas es ingobernable. Se han llevado a mucha gente, los incendios
terminaron con la llegada de la lluvia, pero fueron demasiados. Además los
saboteadores siguen en sus nidos. Se espera la llegada de la policía especial
para combatirlos. Todavía no, pero pronto esto va a ser un gran campo de
batalla. No deberían entrar.- Dijo el hombre, remarcando su última frase.
- No le pedí ningún consejo, lo único que quiero saber es si se opone a que
entremos o si podremos pasar sin problemas. Nosotros no queremos
problemas.
- No se enoje. Ya se lo dije, no les vamos a impedir el paso. Permítame
presentarme, soy Edelmiro Ramírez, oficial de policía, y el señor que me
acompaña es el sargento Pablo Gómez. Estamos, como muchos otros,
asignados a la tarea de pacificar a la gente dentro de lo que se puede. Hace
muchas horas que no dormimos, pero tratamos de hacer lo mejor posible
nuestro trabajo. Y este trabajo nos exige que les aconsejemos que no pasen
del otro lado del puente.
- Entonces si comenzamos a pasar no va a impedir que lo hagamos, verdad.
Edelmiro Ramírez, con su tez oscura y sus ojos verdes, comenzó a ejercer
una especie de hipnotismo sobre Antonio Beraldi. Era un hombre de gran
determinación, que podía convencer a casi todo el mundo de casi cualquier
cosa que se propusiera. Por suerte, su única intención era evitar que hubiese
más víctimas de las muchas que ya había, y por eso miró fijo al rostro de
Beraldi. No dijo una palabra durante varios segundos, luego miró al
sargento Gómez, que también era morocho pero tenía ojos oscuros con una
mirada casi tan profunda como la de su jefe, y le preguntó:
- Qué le parece, Gómez, ¿Los dejamos pasar?
Gómez se tomó su tiempo para contestar. Era un hombre de pensamiento
pausado, lento, pero de honda inteligencia. Observó a Beraldi y a los dos
que se habían quedado retrasados. Ella le simpatizó en seguida pero el otro,
que haciéndose el distraído les había sacado un par de fotos, no le agradó
demasiado. Sin embargo el viejo que estaba con ellos le caía muy bien, le
parecía sincero. Pero eran unos tontos si querían entrar a ese infierno.
- No deberíamos dejarlos entrar. Pero bueno, no es parte de nuestro trabajo.
Nuestra orden es mantener la paz y tratar de evitar disturbios, en la medida
de lo posible, y ayudar a los necesitados.
Cuando terminó de hablar el sargento, Ramírez, que miraba hacia otro lado,
volvió su rostro hasta el de Beraldi. Lo miró y le dijo:
- No vamos a impedir su paso, como bien dijo el sargento. ¿Hacia dónde
van?
- Por ahora hasta Flores. Salvo que podamos recibir otro mensaje de texto
que nos dé más precisiones de dónde está ese muchacho.
- Es muy difícil, yo por lo menos acá no tengo señal. Pero no hay transporte
público y somos muy pocos policías para protegerlo. ¿Cómo va a hacer para
llegar?
- Vamos a caminar a través de varios barrios. Entramos en Núñez, pasamos
a Belgrano, Colegiales, Chacarita, Villa Crespo, Caballito y llegamos a
Flores.
- Es una barbaridad. Está loco, le va a tomar un par de días a la intemperie,
con el riesgo de asalto, de robo, de secuestro, hasta de muerte.
- Estamos decididos a hacerlo.
- ¿A quién buscan?
- Al marido de nuestra acompañante. Pidió ayuda por celular, pero su
mensaje llegó incompleto. Ella está desesperada.
- Veo que ha sido muy convincente para lograr que ustedes dos la ayuden,
aunque sea demasiado riesgoso. ¿No puede esperar? Seguro que su marido
puede arreglárselas solo. Quizás en un par de días todo se normalice, dentro
de la gravedad de la situación, se entiende.
- No. Quizás esté en peligro. Tal vez no pueda valerse por sí mismo, tal vez
esté secuestrado, no lo sabemos.
- No, no lo sabemos, es cierto. Bueno, si quieren podemos alcanzarlo hasta
Flores en nuestra patrulla. Vamos y venimos lo más rápido posible. Como
tenemos armas y equipamiento, estarán seguros. Los dejamos allí y
volvemos. No deja de ser parte de nuestro trabajo.
Gómez, que escuchaba atentamente, le dijo a su jefe:
- Yo me quedo. Prefiero quedarme acá para controlar la zona, por si alguien
me necesita.
- No. Usted viene conmigo. No quiero tener sobre mi conciencia el
secuestro o la muerte de mi sargento preferido. Usted es muy valioso para
mí, no puedo dejarlo solo. Sin auto y sin apoyo, es pan comido para
cualquier loco que se le acerque.
- ¿De verdad nos pueden acercar? Pero están de civil, muéstreme su
credencial de policía.
- Claro, cuando la limosna es grande…hace bien en pedirme la credencial.
Mírela, no lo engañamos. Gómez, muéstrele la suya.
El sargento Gómez metió muy despacio la mano en el bolsillo trasero de su
jean y sacó su credencial. Beraldi miró con detenimiento las dos
credenciales que les daban entidad a los dos individuos. Era una oferta muy
tentadora. Si lograban llegar a Flores en media hora, habrían comenzado
con el pie derecho su expedición. Lástima que no habían recibido ningún
nuevo mensaje de Javier. En eso Ramírez le hizo una seña hacia donde
estaban Nicolás y Clara. Beraldi miró hacia ellos y vio que lo llamaban con
los brazos en alto. Pidió disculpas a los policías y fue rápido al encuentro de
sus compañeros.
- Otro mensaje.- Dijo Clara en voz alta. - Dice que está en lo que era el
Shopping de Caballito.
- Lo conozco.- Dijo Beraldi. - Escuchen, estos dos son policías y tienen la
orden de proteger a las personas y evitar mayores daños. Se ofrecieron a
alcanzarnos hasta donde esté Javier.
- ¿Está seguro de que son policías? Están vestidos de civil.- Dijo Clara muy
preocupada.
- Vi sus credenciales. Parecían verdaderas. Vamos, veremos su auto, si es
verdadero no dudaremos, ¿están de acuerdo?
- Por mi está bien.- Dijo Almanza mientras sacaba un par de fotos de sus
compañeros.
- A propósito,- dijo Beraldi en voz baja- no saque fotos de esa gente. Vi sus
expresiones cuando les sacaba fotos de lejos y no les gusta nada, se lo
puedo asegurar.
Nicolás no dijo nada, pero frunció el ceño y guardó la cámara en su bolso.
Marchó casi oculto detrás de Beraldi y Clara, que caminaban a la par.
Era un momento muy especial el que vivían. A Beraldi le parecía un cuento
de hadas esa historia de que los iban a llevar en auto hasta donde estaba
Javier. El ya hacía mucho tiempo que había dejado de creer en esas cosas,
pero estaba dispuesto a tragarse el cuento. Todo con tal de mantener la
esperanza de hallar al marido de Clara más rápido de lo que habían
calculado y volver a la comodidad de la casa de Rodolfo. Pero en el fondo
sabía que tenía que estar muy atento, no sea cosa que estos dos fueran parte
del ejército de incendiarios y los quisieran tomar de rehenes. En cuanto a lo
que pensaba Clara, no era fácil adivinarlo. Hasta ahora se dejó llevar por
Antonio, y casi no dijo palabra. Su mirada era triste, como si supiera que
iba hacia un final trágico sin remedio. Antonio estaba desesperado por saber
si su opinión de él había cambiado o aunque sea si estaba cambiando, pero
ella no le daba pistas. Con ella y Nicolás de compañeros Antonio tenía
asegurado su liderazgo, pero también tenía la carga de todas las decisiones,
ya que ninguno de los dos aportaba nada. Eran sumisos y obedientes cuando
se trataba de hacer las cosas en un medio hostil. Eso, ya lo sabía Beraldi, no
quería decir que una vez que estuvieran a salvo no le iban a reprochar sus
decisiones. Así es el ser humano, pensó con mucha razón Beraldi, si las
papas queman el líder manda y todos corren detrás de él, pero una vez que
pasó el peligro, al estar todos cómodos y a salvo, las recriminaciones
caerían de todos lados. Aunque supieran que gracias a ese líder estaban a
salvo. Observó a Nicolás, que caminaba temeroso detrás de él, pero no
creyó que fuera capaz de recriminarle nada. Era una buena persona y
parecía tan inofensivo que daban ganas de protegerlo, aunque ya fuera una
persona grande y formada, y además profesional de la fotografía. Luego
observó a su ocasional compañera de viaje y le pareció la persona más triste
que vio en toda su vida. Sus ojos no se despegaban del piso, su rostro estaba
pálido y muy serio, sus cejas estaban fruncidas pero no firmes, como
enojada, sino de forma suave. Infinitamente triste. Esa combinación de
palabras la definía muy bien.
Pero Beraldi, ahora camino al encuentro de los policías, reparó en otra
circunstancia: el silencio. Parecía que no había nadie en kilómetros a la
redonda. No circulaban autos, no se escuchaba a nadie hablar, no se oía ni el
canto de los pájaros. Ese silencio le produjo una gran inquietud. No era
natural, aunque sí fuera justificado después de la tragedia y del éxodo de la
gente. Ese silencio sepulcral lograba intranquilizarlo, aunque a ninguna de
las personas que tenía alrededor parecía preocuparlas demasiado.
Al encontrarse con Ramírez y su acompañante, Beraldi procedió de la
manera más formal con las presentaciones. Una vez que terminaron de
saludarse todos, Ramírez dijo que tenía el auto estacionado a dos cuadras,
en un lugar que llamó “seguro”. Beraldi se alarmó un poco con esa palabra,
pero no dijo nada. En su subconsciente se había formado la idea de que esos
dos que decían ser policías no lo eran, que eran incendiarios y que los iban
a querer atrapar como rehenes. Sabía que la idea era absurda, ya que
rehenes no les faltarían. Pero no podía evitar desconfiar de ellos. Tocó el
bolsillo de la mochila donde llevaba el arma para asegurarse de tenerla a
mano en caso de necesidad. Miraba a cada rato a Ramírez, que era alto y
fuerte y le causaba una extraña mezcla de sentimientos. Por un lado veía en
él a un hombre íntegro, le parecía honesto, directo y muy competente.
También supo enseguida que era muy inteligente. Pero no podía evitar que
eso mismo, el hecho de ser inteligente le causara una sensación de
incomodidad, como si desconfiara de todo lo que Ramírez le decía. Podía
ser un excelente actor.
El grupo caminó en riguroso silencio hasta el lugar seguro donde estaba el
auto. Adelante marchaban Beraldi con Ramírez, detrás iban Clara con
Almanza y cerraba el grupo el sargento Gómez, de paso lento aunque firme,
que parecía vigilar la retaguardia todo el tiempo. Dejaron el puente y
entraron a una calle estrecha que mostraba algunos árboles quemados y
casas arruinadas por los incendios, caminaron una cuadra y doblaron a la
derecha. En ese punto Beraldi se intranquilizó, ya que no había autos sobre
la calle ni sobre las veredas. Con su mano derecha corrió el cierre del
bolsillo de la mochila donde llevaba el arma. Necesitaba estar muy seguro
de que no los llevaban a una trampa, pero por las dudas decidió estar
preparado. Fue en ese mismo momento que Ramírez le dijo:
- Sea lo que sea lo que lleva en ese bolsillo, no sea tonto, no lo saque.
Beraldi decidió hacerse el distraído, aunque no estaba seguro de que le iban
a creer.
- No tengo nada, es un tic nervioso.
- Puede ser, pero le aseguro que no somos incendiarios, si eso es lo que
piensa. Somos policías, ya le mostramos nuestra credencial
- Esas pueden ser falsificadas. Además yo nunca vi una de esas antes de
hoy.
- Está bien, pero dígame un motivo por el cual los engañaríamos. Soy un
hombre honesto, se lo aseguro. Ya sé que la situación es difícil, pero creo
que no le cabe otra cosa que confiar en nosotros. No pensará que pueden
hacer el camino a pie hasta Flores, ¿verdad? Yo le ofrezco ayuda, no
desconfíe. Si no ve el auto es porque está guardado en el garaje de una casa
en la que el dueño todavía está adentro. Hay muchas personas que
permanecen en sus casas en este barrio de Núñez. Muchas casas y edificios
fueron incendiados, pero en algunos barrios mucha gente salvó sus hogares
porque fue imposible para los incendiarios abarcar todo. Acá esas personas
necesitan que alguien las defienda, por eso estamos nosotros. Pero si me
encuentro con tres locos que quieren atravesar a pie cinco o seis barrios
para encontrar a alguien me gusta darles una mano, no me cuesta nada, ida
y vuelta en una hora y terminamos.
A esa altura el oficial Edelmiro Ramírez le parecía a Antonio además de
inteligente, muy perceptivo, casi un adivino. La expresividad de su rostro
no dejaba lugar a dudas sobre que sentía una leve indignación por la
desconfianza mostrada por Beraldi. Y el hecho de que haya notado su
nerviosismo y los movimientos de su mano derecha sobre su mochila
indicaban que debía ser un excelente policía. Pensó que quizás debería
disculparse, pero no lo haría hasta ver el automóvil. Optó por hacer silencio,
aunque sabía que con esa actitud confirmaría todo lo que Ramírez había
dicho.
Llegaron hasta un chalet de tejas españolas con rejas de hierro verdes que la
separaban de la vereda. Ni esa casa ni las aledañas habían sufrido el fuego
arrasador de los incendiarios. Ramírez estaba en lo cierto, pensó Beraldi.
También pensó que tendría que acostumbrarse a darle la razón.
- Esperen aquí.- Les dijo Ramírez, y caminó unos metros hasta la entrada.
Tocó el timbre y pronto salió un hombre de unos cincuenta y pico de años,
que lo saludó con un rostro temeroso. Sin embargo pronto desplegó una
sonrisa que no dejaba dudas de que lo conocía muy bien. Luego de cambiar
un par de frases con el oficial, el hombre entró y cerró la puerta. Unos
instantes más tarde abrió el portón ubicado a la izquierda de la casa y
permitió el paso de Ramírez a su interior. De allí emergió con gran energía
un auto de la Policía Federal, nuevo, brillante. Edelmiro Ramírez bajó de él
con aire de triunfo y le dijo al sargento:
- Gómez, será mejor que maneje usted. Yo estoy muy cansado para hacerlo
bien.
- Yo también estoy muy cansado,- protestó Gómez. Pero ante la furibunda
mirada de su jefe dijo: - Pero creo que puedo hacerlo.
- Confío en usted, sargento, siempre lo hice y sé que no me voy a arrepentir.
Con el sargento Gómez al volante subieron a los asientos de atrás primero
Clara, que quedó detrás del conductor, luego Almanza y por último Beraldi.
Al lado del piloto se sentó el oficial Ramírez, que anticipó que iba a dormir
durante el viaje y dio la orden al sargento de que lo despertara al llegar.
- Antes que nada les tengo que decir que hemos recibido otro mensaje de
Javier, la persona que buscamos.- Dijo Beraldi
-¿Sí? ¿Dijo dónde está?
- En el Shopping de Caballito. Espero que no esté en mal estado.
- Bueno, será un viaje algo más corto. Sargento, vaya por camino seguro
aunque se retrase. Cualquier cosa me despierta, ya no puedo aguantar tanto
sueño. A la vuelta duerme usted.
- Como usted diga jefe.-
Durante el viaje Gómez manejó con firmeza y muy rápido el móvil policial
sin hacer uso de la molesta sirena. No hacía falta, ya que no había nadie en
las calles, ni a pie ni en auto. La ciudad era un enorme fantasma. Beraldi
aprovechó para preguntar sobre la situación al sargento.
- Dígame Sargento, ¿cuál es la realidad ahora en la capital? ¿Qué es lo que
pasa?
- No lo sé. De verdad. El gobierno dice tener controlada la situación, pero la
verdad es que nosotros los policías apenas custodiamos algunos lugares,
como el que ustedes acaban de visitar. Somos pocos y la mayoría estamos
en el límite, no nos adentramos en los barrios internos, salvo en casos
especiales como este. Si quiere mi opinión, Ramírez es demasiado generoso
con ustedes. Yo no me hubiera movido del barrio. Tal vez nos necesiten allá
en este mismo instante.
- Por supuesto estoy muy agradecido con ustedes. Estamos muy
agradecidos. Vamos a buscar al marido de mi compañera. Puede estar en
una situación difícil.
- Si. Entiendo. Tuvieron suerte de encontrase con él. Otro los hubiera
despachado así como estaban, a pie. El, sin conocerlos, los ayuda. Es un
gran hombre. Pero espero no tenerlo nunca de enemigo, es implacable con
los que enfrenta. Y no exagero, es un hombre de extraordinaria potencia
física y muy inteligente, además es muy decidido y persistente como pocos.
Como enemigo, es el peor.
El viaje provocó a todos cierta languidez. Además, ver a Ramírez que
dormía y respiraba con gran regularidad contagió a todo el grupo, que
después de las palabras del sargento se mantuvo callado y somnoliento,
salvo el sargento, que conducía con los ojos bien abiertos a pesar de su
cansancio y Beraldi, que también miraba las calles con mucha curiosidad.
Era cierto lo que había dicho Ramírez en cuanto a las casas que todavía
quedaban en pie. Claro, pensándolo bien quemar toda la ciudad era una
tarea ciclópea que no estaba al alcance de los incendiarios ni de nadie. Lo
hicieron bien, es decir, quemaron enorme cantidad de edificios, en especial
en los barrios céntricos, y en el resto quemaron los edificios más
emblemáticos: iglesias, edificios públicos, gubernamentales, canchas de
fútbol, estaciones de trenes, de micros, y un largo etcétera. Pero no podían
quemar todo. Muchas casas estaban bien. No los ayudó la lluvia del día
después, por supuesto. Si hubiera salido un sol fulgurante y hubiese habido
una temperatura de 35 grados a la sombra, otro sería el panorama. Pero las
llamas que todavía destruían casa por casa fueron apagadas por el diluvio y
por suerte muchos problemas se solucionaron, Así pensaba Beraldi que se
habían salvado miles de viviendas en las cuales los vecinos resistirían de
cualquier manera. O aguantarían lo mejor que podían, mejor dicho.
Al mirar el camino Antonio se dio cuenta de que no había gente en las
calles. No era seguro salir a caminar por ningún lugar, porque los
incendiarios seguirían acechando desde sus puntos de encuentro, fueran
éstos donde sea.
Clara recostó su cabeza sobre el hombro de Nicolás, que ya dormía con un
sueño bastante profundo. Clara estaba en un mundo distante años luz de ese
auto que la llevaba donde estaba Javier. Su cabeza estaba adormilada pero
su mente trabajaba sin parar. Se preguntaba una y otra vez si quería volver a
verlo. No podía decidir cuáles eran sus sentimientos hacia él. Deseaba verlo
vivo, claro está, y sin daño. Los pocos años de matrimonio le trajeron
muchos disgustos, y no era capaz de discernir entre lo bueno y lo malo en
toda esa etapa. Tampoco sabía si el culpable de su desdicha era Javier o si
era ella misma. En medio de ese drama que se desarrollaba en la capital del
país, sin gobierno, sumida en el caos total, Clara tenía un problema
existencial de difícil diagnóstico. Como no sabía qué era lo que le pasaba, la
cura, por ahora, era imposible. Deseaba concentrarse en el problema del
fuego, pero siempre venía a su mente el problema con su marido. Quizás el
hecho de haber perdido a sus dos hijos los haya vuelto infelices. O tal vez la
haya vuelto infeliz, y a su marido demasiado distante. No lo sabía, pero
estaba decidida a tener una charla con Javier antes de confirmar su
separación. Sabía que no le daría muchas chances, pero si bien no lo
deseaba, necesitaba verlo una vez más. La angustia por saber en qué estado
se hallaba era muy grande, y eso le confirmaba que todavía sentía algo por
él. Pero eso era lógico, porque el tiempo y las angustias compartidas
siempre te atan de alguna forma a la otra persona. Tenía mucha confusión, y
no sabía con exactitud si sentía angustia por haberlo amado, por amarlo, o si
esa angustia era producto de la pena que le daba porque lo iba a dejar solo.
Culpa, que le dicen.
El sargento seguía muy atento las vicisitudes del camino. Nada había
pasado hasta ahora, pero eso no quería decir que todo fuera un lecho de
rosas. Había escuchado en las últimas horas historias de vecinos que
contaban que parientes o amigos que salían de sus casas con sus autos eran
asaltados por la turba, golpeados y sus autos robados. Otros decían que los
incendiarios acechaban y si te veían con auto te tendían una emboscada.
Nada de eso le gustaba, por eso miraba muy atento hacia todos lados cada
vez que veía algo extraño. Estaba de mejor ánimo, porque iba por la calle
Rio de Janeiro y se aprestaba a cruzar Díaz Vélez, a menos de veinte
cuadras del objetivo. Sin embargo, antes de llegar a la esquina observó
atónito a un grupo de cuatro muchachos bastante grandotes que colocaron
varias ramas de árboles en el camino para evitar que el auto avanzara.
Cuando el sargento puso el freno que se escuchó como un alto chirrido y
puso marcha atrás se dio cuenta que otros cuatro hombres hacían lo mismo
en la cortada, que era una calle que sólo les ofrecía salida hacia la derecha.
Algo muy conveniente para cortar el paso. Quedaron así encerrados en unos
cincuenta metros, por dos grupos de cuatro vándalos cada uno. Gómez
despertó de inmediato a su jefe de un golpe con el codo. Edelmiro Ramírez
se sobresaltó, se restregó los ojos y preguntó:
- ¿Qué pasa, Gómez?
- Mire. Nos tienen rodeados. No tenemos escapatoria. Una lástima, pronto
llegábamos.
- No se preocupe. Nadie nos va a detener.- Dijo Ramírez y salió del auto.
Antes de que saliera Beraldi alcanzó a decir:
- Son los incendiarios. Se mueven en equipos de a cuatro.
- Tiene razón.- Dijo Ramírez y terminó de ponerse de pie fuera del auto.
El oficial miró a los cuatro de frente. Estaban parados, expectantes. No se
comunicaban por ahora. Esa es una buena táctica para lograr que el
adversario entre en pánico y comience a desgastarse en peleas internas
provocadas por el miedo. Miró luego a los cuatro de atrás. La misma
postura. No descartó que de las casas del costado saliera otro grupo para
robarles el auto, pero por ahora no se veía nada sospechoso dentro de ellas.
Eran casas que se habían salvado del incendio, y era probable que sus
moradores estuvieran todavía dentro de ellas, muertos de miedo,
sobreviviendo. Toda esta situación incomodaba la mente lúcida y perspicaz
del oficial, porque lo obligaba a medir parámetros más compatibles con la
guerra, o sea con el ejército, que con la policía. Pero él podía resolver casi
cualquier situación. Esperaba que esta se contara también entre ellas.
- ¿Qué es lo que quieren?- Preguntó en voz alta y firme, sin rastro de miedo
o temor de cualquier clase.
Nadie respondió, aunque se vio cómo dos de ellos se consultaban algo en
voz baja. Por lo demás, silencio total.
Ramírez se dirigió con la misma voz decidida hacia los que cortaban la
calle por detrás del auto.
- Quiero hablar con el jefe.-
Nadie respondió, pero esta vez los de atrás ni siquiera se consultaron entre
ellos. Ramírez tomó ese detalle como la comprobación de que el que
mandaba estaba en grupo que tenía delante. Por eso volvió a dirigirse a
ellos en esta tercera oportunidad. Su voz sonó mucho más agresiva, potente
y convincente.
- Quiero hablar con el jefe de este grupo, de inmediato.
Por toda respuesta los dos grupos, al mismo tiempo, prendieron fuego a las
barreras de ramas. El panorama empeoraba para los miembros del grupo
que iba en auto.
Ramírez pensó que sin el auto estaba acabado. Debía pelear por el auto, ya
que en pleno territorio enemigo e identificado como policía las perspectivas
de sobrevivir no eran muchas. Vio que Gómez salía del auto por la puerta
del conductor y le ordenó que se metiera dentro de inmediato. Gómez
obedeció.
- Díganme quién de ustedes es el jefe.- Dijo de nuevo Ramírez con su
potente voz al grupo que tenía enfrente.
De nuevo se consultaron dos de ellos, los mismos de antes. En cuanto se
acercaron para hablarse Ramírez sacó su pistola reglamentaria y disparó de
manera rápida y certera a las piernas de los dos individuos. Pensaba que
uno de ellos sería el jefe del grupo y que si lo hería, por unos instantes
provocaría una dispersión en los cuatro guardianes de la esquina de Díaz
Vélez. De inmediato subió al auto y le ordenó a Gómez que arrancara a toda
velocidad. El auto hizo un ruido estruendoso y arrancó hacia las ramas
quemadas y al no recibir órdenes los dos hombres que cuidaban la esquina y
que todavía estaban en pie se abrieron por completo. Ramírez, feliz de
haber comprobado su teoría, ordenó que todos se agachasen para evitar
posibles disparos. Pero no fue necesario. Al margen de algunas ramas
quemadas que volaban por los aires, nada los tocó, y nadie les disparó. La
estrategia había sido un éxito total. Una sola persona tenía dudas al
respecto.
- Es usted un animal. ¿Cómo le dispara a esa gente que estaba indefensa?
Beraldi miró a Clara con incredulidad, pero no se atrevió a decir palabra
porque no quería ponérsela otra vez en contra. Almanza no estaba dispuesto
a contradecirla, aunque se alegraba de la actitud valiente del policía. Gómez
apenas sonrió y la miró con algo de sorna por el espejito retrovisor,
distendiéndose luego de salir ileso de ese aprieto.
- Indefensa. ¿Cómo sabe que esa gente estaba indefensa? Usted cree que era
un comité de bienvenida para nosotros, que nos iban a agasajar. Dígame
entonces por qué incendiaron las ramas que hacían de barrera. ¿Usted cree
que esa es una actitud pacifista? ¿Qué debería haber hecho? ¿Entregar el
auto? ¿Entregarlos a ustedes? ¿Quedarnos de pie en pleno territorio
enemigo?
- Nadie nos disparó.- Dijo Clara, ahora con tono dubitativo, ante la
extraordinaria exposición de los hechos efectuada por el oficial.
- Por supuesto. Si hubiera esperado a que nos disparen antes de tomar una
decisión tal vez usted, o yo, o cualquiera de nosotros, incluso todos
estaríamos muertos.
- Eso usted no lo sabe.
- Era una posibilidad, con alto grado de certeza. Suficiente para tomar la
iniciativa. La sacaron barata, después de todo. Apenas los herí en las
piernas. Se van a recuperar, lo merezcan o no.
- Estamos por llegar.- Intervino Gómez, que había avanzado las últimas
cuadras a toda velocidad para impedir que le vuelvan a hacer lo mismo.
Interrumpió con la noticia con toda la intención de que su jefe se quede con
la última palabra, porque vio que la chica estaba a punto de contestarle. Con
su aviso todos hicieron un silencio expectante, porque ahora lo más
importante era saber si Javier estaba en al edificio del Shopping de
Caballito.
- ¿Tiene una foto de su marido?- Preguntó Ramírez a Clara, con tono
indiferente.
- No. Pero yo voy con ustedes, quiero buscarlo yo misma.
- Es demasiado peligroso. Déjeme hacer una ronda a ver con lo que me
encuentro, si está todo bien van ustedes adentro.
- Mire el edificio.- Intervino Beraldi. - ¿Le parece que puede estar todo
bien?
Antonio Beraldi tenía toda la razón. El edificio estaba de pie, pero apenas
podía mantenerse. El incendio lo había alcanzado, pero sin dudas la lluvia
impidió que se desintegrara del todo, como le había pasado a muchos otros
edificios de Buenos Aires. Parecía una ratonera, una serie de paredes negras
con techos negros y grandes aberturas que daban a la calle, escaleras
peladas que estaban al aire libre, y un montón de estructuras caídas o
inclinadas. No parecía conveniente habitarlo, salvo que se huyera de
alguien. Huir de los incendiarios, por supuesto, esa parecía la verdadera
razón de que Javier haya entrado allí. Sin dudas.
- Tiene razón, Antonio. Vamos a ordenarnos. Nuestro bien más preciado en
este momento es el automóvil, ¿verdad? Entonces vamos a establecer una
jerarquía:
Gómez, queda encargado de la defensa del auto con la ayuda del hombre
que tiene detrás, ¿cómo se llamaba?
- Almanza, oficial.- ¿Puedo sacar unas fotos?
- Ni lo sueñe. Si saca la cámara tendrá que volver a pie. ¿No escuchó?
Queda encargado del auto como ayudante del sargento. Si se pone a sacar
fotos no podrá ayudarlo si lo atacan para robarnos el auto. ¿Entendió ahora
su tarea?
- Si.
- Muy bien. Le sugiero que esté muy atento, que vigile y mire hacia todos
lados y que en el preciso instante en el que vea cualquier movimiento
sospechoso le avise a Gómez. Es un hombre muy preparado para hacer
frente a las dificultades, pero a veces se necesita de ayuda. Usted lo va a
hacer bien. ¿Verdad?
- No hay problema oficial. Seré sus ojos, sargento.
Gómez sonrió y miró a Ramírez con una mirada cómplice. Admiraba en su
jefe la capacidad de mando que tenía y que nadie se negara cuando pedía
colaboración.
- Usted, señorita, viene con Antonio y conmigo. Ya que tanto en el auto
como dentro del edificio se corre el mismo riesgo, no tiene sentido que la
deje acá abajo.- Luego, dirigiéndose a Antonio, le dijo:
- Usted tiene un arma, ¿verdad?
- Si oficial. Tiene algunas balas todavía.
- Muy bien. Sáquela de la mochila y démela, por favor.
Antonio se la dio de inmediato. Ya confiaba en la capacidad de Ramírez, y
estaba entregado a sus órdenes.
Es una buena pistola, está limpia e intacta. Tómela, se la devuelvo. Fíjese
que está sin seguro, tenga cuidado si apunta a alguien, piense que siempre
puede disparar a las piernas. Si no le están apuntando, por supuesto.
Manténgase detrás de mí. Cuídeme la espalda, proteja a la mujer, yo me
encargo del resto. ¿Está claro?
- Como el agua, oficial.
- Entonces vamos. Yo voy primero, me sigue la chica a un metro y usted
Antonio va por la retaguardia a un metro de ella. Preste mucha atención,
siempre mire hacia atrás.
- De acuerdo.
- Tengo miedo.- Dijo Clara de forma inesperada.
- No se preocupe. Soy un animal, no voy a dejar que la toquen.- Dijo con
evidente sorna Ramírez.
- Yo también soy un animal, Ramírez, nada nos va a pasar.- Comentó
Beraldi, que de esta forma agregaba veneno destinado a Clara, aunque en
seguida se arrepintió. Pero Clara no pareció acusar recibo de las burlas.
Avanzaron despacio, y entraron con mucho cuidado por el lugar donde
estaba la entrada principal sobre la avenida Rivadavia. Ahora era un hueco
de materiales retorcidos, negros, con muchos trozos de vidrio en el suelo.
Había que avanzar muy lento para no lastimarse. Ramírez hacía de guía
diciendo dónde podían pisar sin problemas. La luz entraba por distintos
agujeros hechos por el fuego en las altas paredes negras y retorcidas. Por
eso diversos haces de luz atravesaban el espacio y creaban un ambiente
tétrico en blanco y negro. El único rastro de color provenía de la vestimenta
de los visitantes. De pronto Ramírez habló sin darse vuelta.
- Señorita, Clara, si no me equivoco, ¿podría llamar a su novio? Si está muy
cerca quizás pueda conectarse. Pero ponga su teléfono en vibrador, igual
usted, Antonio.
- OK. Ya está llamando. No, se corta.
- Entonces, por favor mándele un mensaje de texto que diga: ¿Dónde estás?
- Muy bien, ya lo escribo. Listo.
- Esperaremos un minuto a ver si responde.
El silencio en ese lugar siniestro era sepulcral. Ramírez estaba muy atento,
con todos los sentidos puestos en ver cualquier movimiento, en escuchar
cualquier ruido que surgiera de esa masa de materiales retorcidos,
negruzcos y puntiagudos, en ocasiones. Beraldi estaba también muy atento
a todos los posibles acontecimientos que allí podían ocurrir. Pensaba que tal
vez de un momento a otro iba a aparecer otra banda de cuatro locos
incendiarios y que les iban a rociar con kerosén y después les iban a prender
fuego. Linda forma de terminar una vida, pensaba.
Clara había mandado su mensaje y esperaba la respuesta. Pasó un minuto,
pero como Ramírez no dijo nada esperó en silencio. Su corazón latía tan
fuerte que lo escuchaba y el hecho de escucharlo la ponía tan nerviosa que
su corazón latía más fuerte todavía, en un círculo vicioso que la hizo casi
desvanecer. Por suerte se contuvo, se tranquilizó un poco, y para cuando el
vibrador de su celular se activó, ya estaba un poco más estable. Leyó el
mensaje y lo susurró a sus protectores:
- Dice que está en el subsuelo. No puede subir porque la escalera se rompió.
Si lo ayudamos con una soga podría salir a la superficie.
- Pregúntele si está solo. Si está acompañado que diga cuántas personas
están con él.
En seguida Clara envió el nuevo mensaje a Javier. El silencio volvió y con
él las palpitaciones que padecía Clara desde hacía un rato. Otra vez estuvo a
punto de desmayarse, pero logró sobreponerse. Ramírez se había dado
cuenta de la histeria absoluta que Clara soportaba con todo este asunto, por
eso trató de calmarla, haciéndola pensar en otra cosa.
- Recorramos un poco este lugar. Debe haber algo de tela, cortinas, no sé,
ropa que podamos anudar. Algo debe haberse salvado. No quiero salir a la
calle para arriesgarnos todavía más.
Entraron en lo que había sido un negocio de ropa y pronto se pusieron
manos a la obra. Con las prendas que habían sobrevivido al fuego, no
demasiadas, hicieron nudos muy fuertes, que Ramírez les enseñó
practicándolos con mucha destreza, y al final armaron una especie de soga
muy fuerte de unos diez metros de largo.
- Esto debería alcanzar.- Dijo Beraldi.
- Por eso pregunté si tenía muchos acompañantes. Si hay varias personas
deberemos hacer más soga. ¿No le respondió?
Justo en ese instante volvió a vibrar el celular de María Clara, a la que casi
se le paraliza el corazón. Eso porque se había distraído y ahora la llamada la
tomaba por sorpresa.
- Dice que está solo. Que buscó refugio en el subsuelo porque ya no podía
pensar de la desesperación.
- Bueno, mejor así. Vamos a buscar el hueco de la escalera o algún otro
agujero que nos permita encontrarlo. Tengan cuidado, miren dónde pisan.
- A cada momento.- respondió Beraldi.
Luego de varios minutos de recorrer muy despacio los restos del edificio
pudieron apreciar un gran hueco en el piso. Ramírez alertó a sus
acompañantes y les dijo que no se acercaran. Pisó despacio, paso a paso, y
se acercó hasta que pudo asomarse hacia el subsuelo. Gritó el nombre de
Javier con su potente voz, y éste respondió de inmediato.
- Acá, acá abajo estoy.
- Lo vamos a sacar. Tome la punta de este trapo o soga improvisada.
Créame, está bastante fuerte. Átesela sobre la cintura, pero téngala luego
fuerte con sus manos. Avíseme cuando esté listo. Mejor, cuando esté
preparado dele un par de tirones fuertes a la soga.
Le tomó poco más de dos minutos a Javier prepararse para salir. Mientras
tanto Ramírez le había pasado la ropa atada a sus compañeros, cuya misión
era hacer fuerza desde unos dos metros detrás del oficial. Al sentir el tirón
Edelmiro comenzó con la tarea de levantar a Javier. Le pareció demasiado
fácil, por eso no se sorprendió cuando apareció el muchacho, flaco, de baja
estatura, sobre la superficie de la planta baja. Javier no sabía cómo
agradecer a su rescatista, lo abrazó fuerte hasta que Ramírez se sintió
incómodo. Pensó que era una suerte que el sargento Gómez no estuviera en
ese momento junto a él, de otra forma se hubiera burlado de él.
Al ver a Clara, Javier se transformó. La abrazó también, y la besó durante
largo rato. Pero Clara no respondía con entusiasmo. Sabía que Javier estaba
eufórico, y que tendría que aguantarlo un rato largo. Después se le iba a
pasar.
- ¿Cómo estás?- Dijo Beraldi.
- Usted estaba en el subte.- Se sorprendió Javier
- Si, varios de los ocupantes del vagón seguimos juntos. Fue una locura.
- Mire usted. Yo estoy bien, un poco lastimado en la pierna, me la doblé
mientras intentaba saltar. Esa escalera de mierda se partió y si no fuera
porque comenzaron a funcionar algo las antenas de celular yo hubiera
muerto en ese espantoso lugar.
- Tome, por ahora coma esto.- Ramírez le alcanzó unas barras de cereal que
llevaba en el bolsillo de su saco.
- Gracias, no sabe el hambre que tengo. Ahí abajo no había nada
comestible, me quería matar.- Y pronto se había comido las dos barritas. -
Estas cosas no me gustan, pero como dicen, cuando hay hambre no hay pan
duro.
- Bueno, ahora lo llevaremos a una casa en la provincia cuyo dueño nos
acogió a todos y que es muy amplia y cómoda.
- ¿Ah sí? Bueno Clara, pasamos un día en esa casa y después vemos cómo
volver a la nuestra. ¿Te parece?
- Cómo quieras.- Fue la respuesta seca y cortante de Clara.
Javier sonrió y observó bien a Ramírez y a Beraldi. No sabía cómo estaban
allí ni por qué ayudaban a Clara pero no le interesaba el asunto. Ahora
deseaba ir a un lugar más seguro y en cuanto pudiera quería regresar a su
casa de Liniers. Claro que no sabía si había sido incendiada o si se había
salvado.
- ¿Cómo fue el incendio? ¿
Se incendió toda la capital?
- No.- Dijo Ramírez. - Hay algunos barrios que fueron menos afectados. El
centro, Retiro, Montserrat, Recoleta, parte de Palermo, esos fueron los
peores. El resto, sobre todo cerca de la avenida General Paz, está menos
afectado. Han incendiado grandes edificios, el fuego contagió a muchas
casas, pero muchas otras se salvaron.
- ¿Qué pasó con la gente sin casa, que caminaban por todos lados el día del
ataque?- Preguntó Beraldi.
- Hubo un intercambio con el gobierno. Creo que pagaron para que no se las
dejara encerradas en la capital. Eso hubiera sido catastrófico. Los dejaron
salir y ahora son reubicados en distintas casas en varias provincias. No los
dejaron quedarse en el Gran Buenos Aires.
- El gobierno está en Córdoba, ¿verdad?
- En parte. Allí fue el Congreso y los Jueces se instalaron en Santa Fe. Todo
el Poder Ejecutivo se trasladó a Mendoza.
- Se complicó un poco el asunto.- Acotó Javier con una sonrisa que nada
tenía que ver con la charla. Ramírez siguió hablando como si nada.
- De todas formas el gobierno resolvió rápido y salvó a un montón de gente.
La reubicación es bastante molesta, pero es una solución temporal. El
problema real es que los incendiarios siguen acá. No los van a sacar así
nomás, porque al incendiar la ciudad consiguieron que fuera su refugio y
ahora mandan ellos. No sabemos si pararon de incendiar porque vino la
lluvia o si ya no van a incendiar más edificios. En realidad no sabemos qué
quieren ni quiénes son. Su líder es bastante huidizo y parece que le gusta
jugar al misterio. Calculo que todavía debe vivir en la capital un par de
millones de personas, porque el gobierno dice que hay un millón que están
siendo reubicados. ¿Cómo van a hacer para sobrevivir? Si ese Fuego
Buenos Aires les da comida y amparo tal vez los ponga a su favor. Entonces
¿Cómo se recupera una ciudad de estas características sin que corra sangre?
- No queremos pensar en eso ahora.- Dijo Clara.
Eran las primeras palabras que decía en mucho tiempo, y le salieron con un
acento agresivo, aunque muy contenido. Beraldi pensó que en cualquier
momento iba a explotar. Ramírez dedujo que los nervios que había pasado
para encontrar a su novio eran muy fuertes para aguantarlos en silencio pero
Javier se dio cuenta de que algo andaba mal. Aunque a pesar de las señales
que daba Clara, Javier seguía sonriente y encantado, como si todo su mundo
fuera a recuperarse ahora que estaban de nuevo juntos. Aunque era una
persona inteligente, a veces hasta los más sagaces y experimentados seres
humanos se dejan llevar por los sentimientos sin reparar en que los otros no
los siguen. No se dan cuenta de que crean situaciones de tensión que luego
no pueden ser superadas sin mucho dolor. Por eso no dejó de lado su sonrisa
y dijo:
- Tenés razón, Clarita, dejemos de hablar de esas cosas y vamos a ese lugar
tan lindo donde vamos a descansar un rato.
De pronto se hizo un silencio que destacó mucho más las palabras de Clara
que las de Javier. La tensión se apodero de todos, pero nadie hizo
comentario alguno.
Todos se dirigieron en silencio, siguiendo a Ramírez, hacia la salida de
Rivadavia. Vieron el auto y observaron que Gómez y Almanza estaban
tranquilos, sentados al volante y en el asiento de atrás del auto,
respectivamente. Por lo tanto hasta el momento había sido una misión
exitosa. Ahora tendrían que llegar hasta el puente rojo para terminarla. No
parecía una tarea tan fácil si pensaban en lo que les había pasado en el viaje
de ida, pero a Gómez se le había ocurrido una buena idea:
- Vamos sólo por avenidas. No importa si son mano o no, ya que nadie anda
en auto, así que estuve pensando el camino de vuelta. A ver qué le parece
jefe: Rivadavia, Medrano, Córdoba, Lacroze, Cabildo hasta General Paz.
- Excelente idea sargento. Ahora deme el volante y descanse un rato a mi
lado. Ustedes acomódense lo mejor que puedan ahí atrás. Javier es muy
flaquito, así que no van a tener problema.
Una vez acomodados en el auto, Gómez se durmió en el asiento del
acompañante, y pronto comenzó una serie de ronquidos que hicieron que
todos se rieran por primera vez desde que estaban juntos. La única que no
se rió fue Clara, aunque no pudo evitar esbozar una sonrisa.
El viaje fue muy tranquilo, Ramírez manejaba rápido pero con mucha
ductilidad, reducía la velocidad al ver pozos, hacía las curvas muy despacio,
y estaba atento a todo lo que pasaba a su alrededor. Por el espejo retrovisor
miraba a Clara y a Javier. El muchacho le hablaba en el oído y sonreía, pero
Clara se mantenía seria, y a veces ni siquiera contestaba. Cuando Javier
quiso poner el brazo sobre su hombro, ella con un movimiento muy
delicado lo impidió. Javier no se ofendió ni tampoco se le borró la sonrisa.
El oficial pensaba que el muchacho estaba esperando una oportunidad para
verla a solas. Parecía que tenían mucho para hablar.
Ramírez detuvo el automóvil frente a la casa en la que lo guardaba. Llamó a
la puerta y el dueño salió de la casa de nuevo con cara de asustado. Le abrió
la puerta del garaje. Todos bajaron del auto, Javier con su sonrisa, Beraldi
expectante, Clara con el ceño fruncido, Gómez con una cara de dormido
increíble y Almanza.
Por primera vez en todo este tiempo, Nicolás Almanza estaba serio. Muy
serio. No había dicho una sola palabra en todo el viaje de vuelta. Javier ni
siquiera lo reconoció de la vez que viajaron en subte, el día en que comenzó
todo. Se sentía deprimido, abatido. No había podido sacar fotos por la
prohibición del oficial, su papel de acompañante había sido, por decirlo de
manera sutil, inoperante, su conversación con el sargento Gómez, a cargo
del auto, fue intrascendente. Pero el motivo principal de su depresión era la
vuelta de Javier. Se daba cuenta de que Javier intentaba reconquistar a
Clara, pero también imaginaba que por su expresión la chica pensaba
demasiado. Como si se debatiera entre volver a su vida normal o
reconfirmar su decisión de separarse. Nadie sabe con las mujeres, se dijo
Almanza. Pero el solo hecho de verlos tan juntos lo ponía mal. Había
alimentado cierta esperanza en poder hacerse un lugar en la vida de Clara, y
ahora todo eso se derrumbaba. Pero se sintió más estúpido al pensar en lo
loco que estaba para haberse ofrecido a acompañarla, cuando sabía que iba
a buscar a su marido. Hay que ser ganso, pensó, para hacer esas cosas. Se
sintió un perdedor, hecho y derecho. Pero no dijo nada, no comentó su
estado depresivo, y decidió tratar de comportarse como si estuviera muy
bien.
- Qué le pasa, Nicolás, ¿está bien?- Le preguntó Beraldi de manera
inesperada.
- Más o menos.- Dijo Almanza. - Me siento mal cada vez que me prohíben
sacar fotos.
Antonio se rió, más animado al comprobar que la tristeza de su nuevo
amigo era por un motivo tan trivial. Decidió reconfortarlo.
- Mire, ahora caminamos hasta la casa de Rodolfo, y allí nos sacá cientos de
fotos, como está acostumbrado a hacer usted. Allí se va a sentir feliz de
nuevo.
- Seguro.- Dijo Nicolás. - Pero me perdí muchas fotos interesantes en el
Shopping de Caballito. Incluso desde el auto se veía una buena posibilidad
de retratar este Buenos Aires bajo fuego.
- Lindo título para una novela: Buenos Aires bajo fuego. Lástima que no
hay un buen escritor entre nosotros. Mire, no se preocupe, Nicolás, tal vez
cuando todo esto esté solucionado usted pueda entrar a la ciudad y sacar
miles de fotos interesantes.
- No tengo dudas.- Dijo Nicolás con tono algo melancólico.
En ese momento Ramírez salía de la casa. Pronto dispuso todo para que el
grupo se dirigiera al puente rojo, donde pensaba abandonarlos para volver a
su tarea de vigilancia del barrio. La misión había sido un éxito total, fue
rápida, limpia, apenas tuvo que herir a dos personas. Habían tenido éxito en
rescatar a Javier, volvieron sin tener que lamentar heridos, y el señor de la
casa le informó que en el barrio en apariencia todo seguía muy tranquilo.
Espero que no sea la calma que precede a la tormenta, pensó.
- Bueno.- Ramírez se dirigía a todo el grupo, por eso levantó la voz. - En
esta ciudad cuando se va de a pie nunca se sabe qué pude ocurrir. En
realidad en auto tampoco.- En ese momento se dio cuenta de que Clara lo
miraba con expresión hostil. - Por eso vamos a hacer una formación para
caminar hasta el puente. Una vez allí se van directo a la casa donde estaban.
En provincia, por ahora, no pasa nada. Vemos a avanzar en este orden: Yo
voy primero, me sigue Antonio, detrás va Nicolás, lo siguen la señorita y su
novio y cierra el sargento Gómez.
- No soy su novio, soy su marido.- Dijo Javier con una gran sonrisa.- ¿No
es cierto, Clara?
- Disculpen.- Dijo Ramírez, a quien el asunto no le importaba en lo más
mínimo.
Todos se dispusieron a partir del modo en el que los había distribuido el
oficial. Caminaron despacio mientras Ramírez miraba hacia los cuatro
costados para ver si alguien los vigilaba o planeaba algo en contra del
grupo. En pocos minutos llegaron al puente rojo. Una vez en el medio del
puente Ramírez comenzó a despedirse.
- Bueno Antonio, fue un gustazo haberlo conocido, menos mal que tuvimos
la suerte de que saliera todo bien.
Antonio, mientras le daba la mano, le dijo.
- ¿No quiere venir a casa de nuestro amigo? Allá podrían descansar un rato,
recostarse o darse un baño. Alguna vez tienen que dormir, y si no les
mandan relevos ustedes no tienen la culpa. Vengan, usted y el sargento se
van a sentir muy cómodos. Queda muy cerca.
Ramírez pareció dudar entre aceptar o declinar la oferta de Beraldi. Pero al
final le dijo a Gómez.
- ¿Qué le gustaría hacer, sargento? ¿Escuchó la oferta de nuestro amigo?
- Si, la escuché, pero, ¿cómo sabe que seremos bienvenidos si no es su
casa?
- Ni se preocupen, es el mejor anfitrión del mundo. Un tipo fenomenal,
Rodolfo. Todavía tiene alojados en su casa a un par de amigos. No tiene
ningún problema. Además, no es una casa, es una mansión.
- Bueno, ¿qué le parece, sargento?
- Decida usted, jefe. Por eso es el que manda.
- Le agradezco, Gómez, ha sido de gran ayuda. Bueno, vamos para allá. Si
nos lo permite el dueño de casa nos daremos un baño, luego una siesta de
una horita y nos vamos.
- Seguro que también les va a hacer algo de comer. Es un gran cocinero.
- Pues mejor todavía, estoy muerto de hambre, pero comeremos rápido y
volveremos a nuestro lugar.
- Igual acá no pasa nada.- Dijo Beraldi.
- Nunca pasa hasta que pasa.- Dijo un risueño Javier, que todavía parecía
tomar todo en joda.
El silencio volvió a cubrir al grupo mientras Ramírez daba la orden de
avanzar guiado esta vez por Beraldi, hasta la casa de Rodolfo. Mientras
caminaban por las calles de Vicente López se cruzaron con un par de
vecinos, a los que el oficial se adelantó a preguntarles por la situación del
barrio. Todos contestaron que andaba todo bien, que nada pasaba en ese
tranquilo lugar de casas bajas y chalets. El único que estaba con la sonrisa
pegada en su cara era Javier, que luego de pensar que estaba perdido y por
su sorprendente liberación posterior, o tal vez por haberse vuelto a
encontrar con Clara estaba exultante, alegre, y no podía dejar de hacer
comentarios sobre lo lindo del barrio o de una casa en particular, pero nadie
le respondía. Clara no lo miraba, y andaba un poquito delante de él,
tratando de no escuchar sus palabras. Su cara era de preocupación y
desconfianza. Íntimamente pensaba que estaba cuidada por un viejo
violento que había disparado a dos personas indefensas, un policía que
había hecho lo mismo, aunque haya dicho que les tiró a las piernas, y su
marido vacío y egoísta. No tenía nada en contra del sargento pero no
dudaba de que fuera igual que el oficial. En cuanto a Nicolás, era el único
ser que le simpatizaba de verdad. Era un tipo grande para ella, pero esa
alegría que tenía al sacar sus fotos, era grandiosa, le gustaba mucho. Y eso
de meterse en medio de todos, pero con mucha elegancia, pidiendo permiso
para sacar fotos hasta el cansancio, era del siglo pasado, pero le agradaba
esa inocencia infinita. Además había demostrado de sobra que jamás podría
hacerle daño a nadie. Ahora lo veía mal, decaído, y sospechaba el motivo
de esa cara de desconsuelo. Pero nada podría hacer hasta no hablar con su
marido. Ya encontraría la ocasión para dejar más claras ciertas cosas.
Beraldi estaba muy feliz. Consideraba que con el rescate de su marido,
Clara lo iba a perdonar. Además estaba en deuda con los policías y aunque
no fuera su casa, estaba seguro de que le iban a agradecer la invitación que
les había hecho. Miraba las caras del grupo. Era muy evidente que los dos
policías estaban agotados. Por más que la fuerza estuviera desorganizada y
en un momento de caos no tenían derecho a poner dos personas en un lugar
y no mandarles refuerzos o reemplazantes. Luego vio a Javier, y le pareció
que era un terrible tonto. No sabía nada sobre la hermosa mujer que tenía, y
se comportaba todo el tiempo como un chico malcriado, agravado por el
hecho de la excitación que sentía por la felicidad extrema de su liberación.
Algunas personas no pueden contener sus sentimientos. Javier era una de
esas. Antonio giró la cabeza y observó a Clara. Todavía mostraba una
expresión de tristeza, pero no era exactamente eso. Era algo imposible de
describir. Como si no estuviera con ellos, como si no estuviera en este
mundo. Clara encarnaba lo que cualquier hombre quisiera tener: belleza,
suavidad, ternura, inteligencia, integridad. Pero a la vez se llevaba todo eso
a su propio mundo, muy lejos del nuestro. Eso era, Clara no estaba con
ellos, sino que estaba en su propia estrella, a años luz de cada uno de sus
acompañantes, en un mundo entre algodones. Por eso la violencia en
cualquiera de sus formas la incomodaba, la molestaba, le hacía sufrir. Por
eso lo condenó a él, que nunca había levantado la mano a nadie antes del
incidente del puente rojo. Ahora no tan estaba seguro de que fuera a
perdonarlo. Quizás no lo perdonase nunca más. Debía ir acostumbrándose a
la idea, aunque no le gustara. Por último, para alejar este pensamiento de su
cabeza, miró a Nicolás. Pobre pibe, pensó el viejo. No hizo más que
ayudarnos a todos, sacó fotos muy buenas, documentó toda nuestra
aventura, siempre puso buena onda. Pero no podía entender cómo se le
ocurrió ayudar a Clara a buscar a su marido. Lo único que se le ocurría era
que tenía la esperanza de que jamás lo encontraran. En ese caso debía odiar
a Ramírez, que fue el que posibilitó la búsqueda y el rescate. Debía haber
imaginado que iba a consolar a Clara horas y horas durante varios días hasta
poder convencerla de que su marido no iba a aparecer jamás. Y además de
encontrar en el camino a Ramírez con su auto de policía Javier pudo por fin
enviar un mensaje de texto avisando dónde estaba. No podía tener más mala
suerte. Pero él ya era un hombre, así que iba a tener que prepararse para
olvidarse de Clara. Incluso si rechazaba a Javier, era muy difícil que ella
aceptara a alguien que le doblaba la edad y con tan poco tiempo para pensar
en su nueva situación. Todo un dilema, para ambos.
Parte VI
De Vuelta… ¿a Casa?
Al llegar a casa de Rodolfo, Beraldi se dio cuenta de que algo podía estar
mal. Habían vuelto muy rápido, ya que sólo habían transcurrido unas pocas
horas desde su partida, o sea que quizás nadie los esperase. De todas formas
le molestaba el hecho de que todas las ventanas de la casa estuvieran
cerradas. Rodolfo las mantenía abiertas para ver los movimientos de la calle
y estar atento a todo, y también le había prometido antes de que partiera
mantenerlas así para observar si regresaba bien o con algún problema. Pero
claro, habían tardado tan poco que no debían mantenerse en alerta todavía.
Todos habrían pensado que iban a tardar más de una semana en regresar, si
es que lo hacían. Estaba seguro de que Juan Pablo pensaba que no iban a
regresar nunca, porque él se consideraba indispensable para organizar cada
acontecimiento que ocurriera a su alrededor. Bueno, le demostraría que no
era así. Aunque el mérito casi total del rescate se lo merecía Ramírez, una
persona a la que ya admiraba, aún conociéndola desde hacía tan poco
tiempo. En cuanto a Mariela, estaba seguro de que quería que Clara no
encontrase a su marido. Recordaba la mirada de odio que le dirigió a Clara
después de que ésta le habló de forma tan agresiva. Mariela era una buena
chica y no se merecía semejantes palabras. Quizás ya se hubiera olvidado
del asunto. Esperaba que Rodolfo les abriera la puerta para ver su cara de
sorpresa. Había sido tan bueno con ellos, que imaginaba su alegría al verlos
tan pronto, sanos y salvos. Tocó el timbre de la puerta con gran esperanza.
Pero nadie respondió. Volvió a tocar. Nada. Miró a sus compañeros.
- Qué creen que pudo haber pasado.
- Deben haberse ido.- Respondió Almanza.
- No. Rodolfo prometió esperarnos aquí mismo. Además dijo que se
quedaba a proteger su casa, por eso no puede haberse ido.
- Pueden haber ido a comprar algo.
- No los tres juntos, no creo que quisieran dejar la casa a merced de
cualquier persona inescrupulosa. Acá pasa algo raro.
- Tal vez se hayan acostado. Por favor Antonio, insista con el timbre.- Dijo
Ramírez, un poco impaciente.
Antonio tocó de nuevo, sin sacar el dedo del timbre por largo rato.
Esperaron sin decir palabra. Aproximadamente un minuto después apareció
un hombre de unos cuarenta años, muy alto, musculoso, con el pelo lacio
negro entrecano que caía sobre sus hombros, ojos grandes oscuros. Su única
vestimenta era un jean. Los miró extrañado. Les dijo sin mucha paciencia:
- ¿Que quieren?
- Perdón,- dijo Beraldi, sin saber a qué atenerse- esta es la casa de Rodolfo,
¿verdad?
La expresión del hombre que les había abierto la puerta cambió por
completo. Hasta dejó entrever una sonrisa.
- Si, por supuesto, ustedes deben ser los amigos que Rodolfo invitó a
quedarse en casa el día de los incendios. Volvieron muy pronto.
A Beraldi le volvió el alma al cuerpo. Por unos minutos pensó que estaba
dentro de una película de Hitchcock.
- Si, somos esos amigos. ¿Podemos entrar?
- Por supuesto. Primero me presento, soy Felipe, primo de Rodolfo. Pasé
para ver cómo estaba, porque tenía miedo de que le hubiese pasado algo.
Como él estaba ese día en su local de Belgrano. Y los celulares recién ahora
comienzan a restablecerse.
Terminadas las presentaciones Felipe los hizo pasar a la sala, donde todos
se sentaron en los cómodos sillones. La situación, no se sabía muy bien
porqué, era tirante y un poco incómoda. La casa estaba oscura, nada que ver
con la casa hermosa y soleada que ellos recordaban. Estaba también
silenciosa. Antes siempre tuvo el ruido del LCD o del equipo de música.
- Voy a decirle a Rodolfo que están acá.- Dijo Felipe y se metió por uno de
los tantos pasillos de la casa.
Nadie dijo una palabra, pero todos se miraron extrañados mientras
esperaban a Rodolfo, por la aparición sorpresiva de este nuevo personaje. A
Ramírez no le agradó su aspecto, a Gómez tampoco. Mucho menos agradó
a Clara. Almanza como siempre estaba en su mundo así que tomó la cámara
de fotos y comenzó una ronda de fotografías a pesar de la protesta de
Ramírez.
- No quiero ser fotografiado, soy apenas un negro feo…
Todos rieron y se distendieron un poco. A los cinco minutos apareció
Rodolfo seguido de Felipe.
- No puedo creer que han vuelto. Parece mentira. Pero han vuelto con más
gente que antes, ¿Quién es el marido de Clara?
Javier levantó la mano con una sonrisa en el rostro.
- Me alegro mucho de poder conocerlo.
La charla siguió en tono amable aunque todos notaron que Rodolfo estaba
algo nervioso. Les presentaron a Edelmiro Ramírez y a Pablo Gómez, pero
Beraldi omitió decir que eran policías, casi a propósito, porque desconfiaba
de esta nueva situación. Todos se preguntaban dónde estaban Mariela y
Juan Pablo. Pero el primero que preguntó fue Beraldi.
- Disculpe, ¿siguen aquí Juan Pablo y Mariela?, tengo que contarles que
trajimos a Javier, es una pequeña revancha por no haber querido venir con
nosotros.
- Ah, lo lamento mucho. Juan Pablo decidió irse pocos minutos después de
la partida de su grupo. Creo que se sentía mal por no haber ido con ustedes.
Al principio pensé que quería unirse con usted, Antonio, pero veo que
estaba equivocado. Quién sabe por dónde andará ahora.
El silencio que se hizo en el grupo fue muy evidente. Todos escuchaban
atentos y ninguno creía demasiado en la explicación de Rodolfo. Éste se
frotaba las manos con fuerza y había comenzado a tener un leve tic en el ojo
izquierdo. Nada que ver con el Rodolfo seguro de sí mismo que habían
conocido. Todos querían escuchar ahora qué iba a decir de Mariela.
- En cuanto a la chica, en fin, estaba yo sólo con ella, y creo que le dio
vergüenza. Dijo que no estaba cómoda sola conmigo en mi casa, y una hora
después de Juan Pablo tomó sus cosas y se fue. Bueno, ya que están aquí
vuelvo a ofrecerles la casa. Algunos cuartos están cerrados con llave porque
estoy limpiándolos. No vinieron las chicas de la limpieza, porque viven, o
vivían en capital, es comprensible. Mi primo Felipe me ayuda. En los otros
cuartos se pueden acomodar. Pueden bañarse si quieren.
- Eso le iba a pedir.- Dijo Ramírez.- Yo sólo necesito bañarme, dormir un
ratito e irme.
- No hay problema. Busque un cuarto y acomódese. Yo voy a descansar en
mi cuarto del fondo. Me duele un poco la cabeza. Dentro de dos horas voy a
preparar la cena, están todos invitados. Pero ahora todos descansen en sus
cuartos, se lo merecen.
Beraldi no quiso dejarlos con tanta facilidad, por lo menos quería hacer un
par de preguntas.
- ¿Se sabe cómo va este asunto de los incendios? ¿Atraparon a algún
incendiario?
Contra todos los pronósticos, el que decidió contestar fue Felipe.
- El gobierno está perdido. Se diseminó por las provincias, casi se evaporó.
Dejó a la gente sola en la ciudad. Aunque canjeó por un dineral a los sin
techo, después no supo qué hacer. Así estamos ahora. Buenos Aires se
transformó en una ciudad fantasma, la gente encerrada en sus casas, los
edificios abandonados. En un par de días la lucha por el alimento los va a
volver como animales furiosos.
- Y los incendiarios, ¿Qué dicen?
- Los incendiarios, al mando de Fuego Buenos Aires, hacen su tarea
revolucionaria. Ellos no son los culpables de lo que sucede.
- Y entonces, ¿quién es el culpable?- Dijo Ramírez, interesado en la charla.
- Años de gobiernos inútiles. Ya nadie cree en los políticos. El sistema
entero colapsó. Creo que esto puede ser el primer paso hacia una nueva
sociedad. Que nos demos cuenta de esto es una tarea nuestra. Pronto vamos
a tener que elegir entre un gobierno fantasma y los incendiarios.
- Que se mueven como fantasmas.- Dijo Ramírez con algo de sorna.
- Tiene razón.- Contestó Felipe con una sonrisa.- Un negro futuro nos
espera, ¿no le parece? Pero mejor vayan a acomodarse, descansen, que en
un par de horas cenamos y charlamos un poco, así nos cuentan su aventura.
En cuanto Rodolfo y Felipe se retiraron, Clara y Javier se metieron en uno
de los cuartos, Almanza ingresó en otra pieza y se tiró vestido como estaba
en la cama, mientras que Ramírez hizo entrar en un mismo cuarto a Beraldi
y a Gómez. Quería decirles algo de forma urgente, lo delataba su rostro
atento y observador. Una vez que entraron los tres cerró la puerta y
comenzó a hablar:
- Antonio, le pregunto, ¿sabe usted quién es ese Rodolfo?
- No, ni idea. Pero es una cosa increíble, hasta hace unas horas parecía el
anfitrión perfecto, el hombre inteligente, agradable y generoso que
comparte todo lo que tiene por cuestiones humanitarias con un grupo que ni
siquiera conoce. Ahora parece temeroso, inseguro, y no le puedo creer lo
que dijo de nuestros compañeros. No creo que se fueran. Ahora el hombre
que se mueve con mayor seguridad en la casa es ese Felipe, que no sabemos
de dónde salió, aunque no me creo que sea pariente de Rodolfo.
Ramírez lo escuchó muy atento, pero no le habló de nuevo a Beraldi, sino al
sargento.
- Dígame sargento, ¿le parece conocido ese Rodolfo?
- Que bueno que lo diga, jefe, estoy seguro de que lo he visto en otro lado.
Pero no recuerdo donde.
- Yo también. Lo he visto, a él o a su cara en alguna foto, no sé. Pero que lo
he visto es seguro. Además, al escucharlo tuve esa sensación que casi nunca
me falla de que nos mintió de manera descarada. Si pudiera recordar de
dónde lo conozco. Pude notar que me miraba con inquietud. Menos mal que
usted Antonio no dijo que éramos policías. Pudo ocasionar un enorme
problema, de haberlo hecho. Esos tipos no parecen trigo limpio.
- Tiene razón. Otro gran mentiroso el supuesto primo.- Dijo Beraldi.- creo
que justamente ese primo es el causante del nerviosismo de Rodolfo.
- Si, yo también lo noté.- Afirmó Ramírez. - Pero en estas condiciones,
cansados y hambrientos, no podemos hacer nada. Por ahora hemos sido
invitados y nada nos impide aprovechar los servicios de la casa. Vamos a
hacer esto. Los tres tenemos pistolas, ¿cierto?, bueno, vaya a bañarse
tranquilo, Gómez, yo voy a vigilar junto a Antonio que no le pase nada.
Luego me baño yo. Dormimos un poco siempre con la vigilancia de
Antonio y después le decimos al dueño que queremos irnos. A ver cómo
reacciona. Pero si son criminales peligrosos, para enfrentarlos tenemos que
descansar. No estamos en estado.
- Muy bien dicho jefe. Me voy a bañar muy rápido.
- Tiene tres minutos, sargento.
- A la orden mi teniente.
En el cuarto de Clara y Javier las cosas no pasaban por la verdad o la
mentira que había dicho Rodolfo, ni por si su rostro les era o no conocido, o
el papel de Felipe en todo este asunto. Clara se sentó en la cama y Javier
pretendió besarla pero ella le dio vuelta la cara.
- ¿Cómo pretendés besarme, vos, sucio?- Lo miró a los ojos con una mirada
glacial.
Javier se puso serio. Había comprendido la gravedad del problema con ese
simple gesto de Clara. Pero no iba a dejarse convencer así nomás.
- Clarita, vos sabés que siempre te quise.
- No sos más que un cerdo. Fui a buscarte porque sos todavía mi marido y
me vi obligada a hacerlo. No te podía dejar sólo y abandonado. Pero ahora
que estás bien puedo decirte que no quiero saber nada más de vos.
- Sos injusta conmigo. Sabés que siempre te quise.
- No. No lo sé. Pasamos por cosas muy fuertes los dos, pero yo sufrí
demasiado y a vos te veo, no sé, es como que todo te resbala. Sos
insensible. No me interesa estar más con vos. Nunca más.
Como si le hubieran golpeado, Javier sintió un dolor fuerte en el estómago.
Después se sintió agredido por las palabras, para él injustas, de Clara. Por
último, no soportó más y le dio un golpe en la cara con todas sus fuerzas.
Clara cayó de espaldas sobre la cama. Javier se asustó, de verdad no quería
golpearla. Quiso ayudarla a incorporarse, pero Clara le hizo señas para que
no se acercase. Javier no dio un paso más. Estaba conmovido por la
estupidez que había hecho. Si apenas se trataba de eso, la había sacado
barata, pensó Clara. Se levantó y abrió la puerta que daba al pasillo. Dijo en
voz calma y casi en un susurro:
- No me busques más, no me hables más. A partir de ahora terminamos, vos
y yo ya no somos nada. En cuanto pueda inicio los trámites del divorcio.
Adiós.
Clara cerró la puerta despacio, casi sin hacer ruido. En lo más íntimo de su
ser agradeció ese golpe. Era la excusa perfecta para no verlo nunca más en
la vida sin sentir culpa, y comenzar de nuevo. Era joven, podía hacerlo.
Pasó por el cuarto de Nicolás, y por un minuto pensó en entrar, pero
después decidió que no quería hacer nada que incomodase a Javier, por el
momento. Siguió de largo y se metió en el próximo cuarto vacío. Se miró en
el espejo, pero no tenía ningún moretón significativo en la cara, apenas un
poco rojo en el lugar del golpe. Mejor así, se dijo. Se recostó en la cama,
por primera vez feliz desde que se desataron los incendios de la ciudad.
Los policías terminaron de bañarse y luego se recostaron en cada una de las
dos camas del cuarto, mientras Beraldi, con la pistola preparada arriba de la
mesa, se sentaba en una silla y se ponía a leer unas viejas revistas que había
sobre un mueble cercano. Le habían dado la orden de vigilar la puerta, que
mantenían cerrada con llave. Por las dudas. Los tenía que despertar luego
de una hora de sueño. Eso era fundamental para que recuperaran todas sus
funciones. Antes Beraldi había tenido la buena idea de ir hasta la cocina y
traerles restos de comida que ambos policías devoraron con ansiedad.
Luego de una hora de sueño estarían casi como nuevos.
Un poco más de media hora después, Beraldi escuchó unos golpecitos en la
puerta. Se alarmó, pero no quiso despertar a los policías. Tomó el arma con
la mano derecha detrás de su cuerpo y con la izquierda corrió la llave y
abrió despacio la puerta sin hacer ruido. Era Almanza. Beraldi metió la
pistola entre su cadera y la parte de atrás de su pantalón, para que su
visitante no se alarme.
- ¿Que quiere, Nicolás?
- ¿Puedo pasar? Solo en mi cuarto me aburro.
- Pase, pero no haga ruido. Aunque por lo que veo nuestros amigos
duermen como troncos. ¿Qué le pasa, no puede dormir?
- ¿Quién quiere dormir? No es de noche. Estoy cansado de todo este lío. Al
principio me distraje sacando fotos. Es una especie de acontecimiento: los
incendios, el misterio, el gobierno que no da noticias, no se sabe qué pasa,
el grupo que formamos, las desgracias que nos pasaron. Quiero decir, me
harté. Quiero irme, pero como todos vivo en capital y tengo miedo de
regresar a casa.
- Lo que pasa que a usted le come la cabeza esa chica.
- ¿Qué chica?- Dijo Almanza con su mejor tono de desentendido.
- No se haga el boludo. Soy más viejo que usted, por desgracia, pero en este
caso la vejez es lo que hace que uno vea más cosas que otros. Clara,
hombre.
- Ah, Clara. Es una linda chica.
- Si, por supuesto. No le voy a mentir, a mí también me impacta su
personalidad. Parece mucho más madura que todos nosotros juntos. Es un
poco sensible, nomás. Pero usted y yo, que somos artistas, somos sensibles
también.
- ¿Usted que hace?
- Soy escultor, pero no de los mejores. Me siento un fracasado al pensar en
tantos años de esfuerzo, todo lo que trabajé y no tengo ningún tipo de
reconocimiento.
- ¿Fracasado? ¿Por qué? Si usted hace buenas obras no hay forma de
fracasar. Si no llega al público es porque está fuera del circuito comercial.
Pero entérese de que lo bueno se encuentra casi en exclusividad fuera de
ese circuito.
- Si. Ya lo sé. Pero si uno se dedica al arte el sueño siempre es ser
reconocido. No digo ser millonario. Digo que su nombre aparezca como
noticia en las páginas de las revistas de arte, que sus nuevas obras salgan
publicadas en todos lados, que le ofrezcan hacer exposiciones. Todo eso se
gana con premios. Hay que ganar premios. Y yo nunca saqué siquiera una
mención.
- Bueno, insista. Ravel participó en un concurso de música con una obra
extraordinaria y ni lo mencionaron. Verdi fue rechazado en un conservatorio
muy famoso de Milán. Historias como esas hay muchas. Imagínese si ellos
se hubiesen considerado un fracaso después de esos duros reveses.
- Tiene razón. Pero ya estoy viejo.
- ¿Le gusta la escultura, no?
- Es lo que le dije, por supuesto.
- Entonces clave sus manos en el barro, tome el cincel y lastime la madera,
rompa la piedra, déjela así de chiquita, Antonio, y déjese de joder con lo del
fracaso.
En ese momento se sintieron otros golpecitos en la puerta. Beraldi tomó la
pistola y repitió la operación de unos instantes atrás, al golpear Nicolás.
Éste lo miraba con sorpresa.
- ¿Qué hace con la pistola?- Preguntó horrorizado.
- Shhhhhh.- Fue la única respuesta de Antonio, con el dedo índice de la
mano derecha cruzando sus labios de arriba a abajo.- ¿Quién es?- Preguntó
en voz baja, mirando a los policías que parecían desmayados en sus camas.
- Javier.-
- Bueno, estamos todos.- Dijo Beraldi antes de abrir la puerta y se guardó el
arma en la parte de atrás de su pantalón. Una vez que abrió advirtió a su
nuevo visitante. - No haga ruido, que nuestros amigos duermen.
Javier entró y miró a todos. Los policías que dormían como troncos en sus
camas, Nicolás sentado y Beraldi parado mirándolo de forma inquisitiva.
- Clara me dejó, vengo a charlar un rato para distraerme.
Cuando tuvo a Javier de espaldas, Antonio miró a Nicolás con expresión de
triunfo. Nicolás no pudo dejar de sentirse un poco mejor, pero trató de no
sonreír.
- Lo siento mucho.- Dijo Beraldi. - Esa chica es una persona triste. Quizás
les convenga a ambos, que son muy jóvenes, buscar otra vida. Si una
persona está tan triste nada puede andar muy bien.
- Es que tuvimos una historia trágica. El primero de nuestros hijos murió
antes de nacer. Clara estuvo destrozada por un buen tiempo. Después la
segunda, Caro, tenía tres años y nos hacía muy felices. Caminábamos con
ella de la mano por Rivadavia a la altura de Liniers, cerca de casa. En un
momento empezaron a escucharse disparos. No sabíamos de dónde venían.
La gente no sabía si correr, tirarse al suelo, nosotros tampoco. Fue un
momento de confusión. Después me enteré de unos ladrones que habían
sido perseguidos por la policía y que se tirotearon en la calle. Pero eso no
importa, lo que pasó fue que nuestra chiquita cayó al suelo. La miramos,
pero estábamos todavía aturdidos por los disparos. Nos dimos cuenta de a
poco, como quienes no quieren saber nada de la realidad. Tenía un disparo
en la cabeza. Por eso no tenemos hijos. Por eso ella está siempre triste. Yo
la quiero, pero una vez que pasan cosas como esta con el amor ya no es
suficiente. Es difícil vivir con ella si te mira como si fueras el culpable de
todo lo que nos pasa. No soy sicólogo, no supe qué hacer, aunque traté de
alegrarla, me esforcé por poner un poco de humor en nuestras vidas. Ella ya
me había alejado. Después, nada, cuando no se puede, no se puede.
Beraldi y Almanza escuchaban con mucha atención el triste monólogo de
Javier y no podían asimilar todo lo que le había pasado a esa tan joven
pareja.
Nicolás entendió por fin que la tristeza de Clara tenía un origen trágico, que
ese no era el verdadero carácter de ella. Tuvo la sensación de que todos
habían sido muy poco comprensivos con ella, incluso él. Una vez que
conoció una parte de su historia comprendió que la chica buscaba un mundo
mejor, todo el tiempo. Tal vez por eso reaccionaba tan mal con los hechos
violentos, y no se podía contener al enfrentar a los que los habían
protagonizado. Se prometió ayudarla.
Ahora Beraldi también entendía la actitud agresiva de Clara mucho mejor.
No se sintió mejor por lo que le había pasado a la chica, pero pudo entender
el porqué de su provocación. Deseó no haber disparado esa noche. Entendió
ahora de forma inequívoca lo que la chica sintió en ese momento. No debía
poder soportar el recuerdo de su hija cada vez que tenía la desgracia de
escuchar disparos. Pobre Clarita, pensó.
Estaban en silencio luego de las palabras de Javier. Beraldi miró el reloj y
se dio cuenta de que era la hora de despertar a sus amigos los policías.
Avisó a Javier y a Nicolás de lo que iba a hacer y se acercó a las camas.
Golpeó despacio el hombre de Gómez primero y luego el de Ramírez.
Ambos se despertaron y se sorprendieron de encontrar dos personas más en
el cuarto.
- Qué pasa, ¿hay reunión?- Dijo Ramírez frotándose los ojos.
- No,- respondió Antonio- los amigos querían charla, y bueno, los hice
entrar y hablamos un rato. Estaban aburridos.
De repente a Ramírez se le iluminó la cara. Hizo señas a los demás para que
no hablen, cerró los ojos y sonrió. Acabo de recordar de dónde lo conozco a
ese Rodolfo. Déjenme pensar un poco más. Si, ya está. Ahora sé quien es.
Todos lo miraban con enorme interés, pero como no comenzaba a hablar se
impacientaron un poco.
- ¿Nos va a contar quién es o no?- Dijo Beraldi casi con enojo.
- Si, si, lo que pasa es que estoy recordando algunos detalles.- Dijo
Ramírez.- Escuchen muy atentamente lo que les voy a decir. Escuche bien,
Gómez, usted también lo conoció, aunque es probable que él no nos haya
reconocido, por suerte.
- De verdad, ¿lo conocimos?- Dijo el sargento rascándose la espalda y
desperezándose.
- Si. No lo va a poder creer. Es el caso que llevaba nuestro compañero Juan
González. ¿Se acuerda de que terminó en cana porque ocultó pruebas?
- Si, vagamente, era un oficial, ¿no?, pero no me acuerdo del caso.
- Yo se lo voy a recordar: contrabando, de eso se ocupa este Rodolfo, y por
supuesto no se llama de esa forma, se llama Flavio, Flavio Naveyra.
- Ahora que dijo su nombre, recuerdo algunos detalles.
- Yo le voy a refrescar el caso: el teniente Juan González, les aclaro que no
era nuestro compañero, que estaba en otra División, por eso digo que quizás
no nos reconozcan, pero se vio envuelto en un caso de protección al
contrabando. Este Flavio Naveyra trajo ilegalmente de ciertos países
asiáticos unos contenedores repletos de Thermate-TH3.
- ¿Y eso qué es?- Preguntó Javier, que no lo seguía.
- Es una mezcla de aluminio y óxido metálico, con el agregado de aditivos
pirotécnicos. En buen criollo, se trata de una mezcla que se utiliza para
propósitos incendiarios. Normalmente tiene un 68,7% de de aluminio y
óxido metálico, 29% nitrato de bario, 2% de azufre y 0,3% de aglomerante.
La adición de nitrato de bario incrementa los efectos térmicos, y crea llamas
ardientes, lo que reduce en proporción muy importante la temperatura de
encendido. En definitiva, creo que estamos ante uno de los posibles
proveedores de los incendiarios. Con las cantidades de químicos que había
en los contenedores bien podían incendiar todo Buenos Aires.
- Pero, ¿no los capturaron?
- Si, estuvo en nuestro edificio, pero el teniente Juan González ocultó
pruebas y salieron libres. Tiempo después una brigada que seguía a
González requisó su casa y encontró documentación que avalaba su
protección a los contrabandistas. Además de una cuenta en Suiza,
millonaria.
- No sé por qué todo esto no me sorprende.- Dijo Beraldi.
- Escuche, no todos somos así.- Replicó Ramírez, algo ofendido por el
comentario.- En todo caso podemos decir que corruptos hay en todas partes.
- ¿Pero en la policía se nota más, y tal vez haga mayor daño, no es cierto?-
Dijo Antonio en tono más belicoso.
Javier escucha todo esto cada vez más alarmado.
- Parece mentira, acaban de descubrir que estamos en casa de un
contrabandista muy pesado que tal vez esté en conexión con los
incendiarios y se ponen a discutir sobre los buenos y malos policías. Por
favor, sáquennos de aquí.
- Tiene razón Javier, vámonos de esta casa.
- No sé en qué cuarto estará Clara. Como peleamos se fue y no sé dónde
está.
- Un momento.- Dijo Antonio.- Si son los que usted dice que son, entonces
quizás Juan Pablo y Mariela los descubrieron y están atrapados en esta casa.
Yo nunca creí esa mentira de que se fueron porque quisieron.
- ¿Está seguro de que no se fueron por su propia voluntad?- preguntó
Edelmiro Ramírez.
- No, no estoy seguro de nada. Pero hay algo que me tiene muy mal. Si
Rodolfo es ese Flavio, ¿Qué hacía como dueño de un bar en Belgrano?
- A eso le llamamos pantalla.
- Si. Lo entiendo.- Beraldi pensaba y pensaba.- Sin embargo, ¿Por qué se le
incendió su propio bar? Dormíamos, porque nos dio permiso para pasar la
noche allí, pero sentimos el humo, nos despertamos y él vino con nosotros.
- Mmm.- Ramírez pensó en una respuesta lógica al problema.- Quizás él
mismo incendiara el bar, para eliminar pruebas. Es posible que deseara salir
de la capital y que alguien, en caso necesario, lo identificara como víctima.
- Es probable, pero hay algo más.- Beraldi también pensaba a mil por hora
para establecer una conexión entre el Rodolfo que había conocido y el
Flavio del cual le hablaba el oficial.- Al llegar al puente rojo, había una
patrulla de los incendiarios. Rodolfo bajó con nosotros. Yo terminé
disparándoles, herí a dos, quizás los maté. ¿Por qué Rodolfo no hizo nada?
- No se confunda, Antonio.- Dijo Ramírez, muy seguro de sí mismo.- He
dicho que podría ser uno de los proveedores de los incendiarios. No que sea
incendiario. Es más, dificulto que lo sea. Por el modo que miraba a ese
Felipe, creo que es muy posible que ese sí sea un incendiario. Y que haya
venido a esta casa para recriminar por algún motivo que no conocemos a
nuestro contrabandista. Debe haberse asustado con el tema de los incendios,
porque les dio mucho material pero no sabía en qué lo iban a utilizar. Al
darse cuenta de lo que hacían con el Thermate-TH3 entró en pánico por
verse involucrado en semejante asunto. Quizás ustedes llegaron y les dio su
lugar para dormir para evitar estar solo. Cuando incendió su bar, los utilizó
para salir. Lo más probable es que él tuviera tanto miedo como ustedes. Y
en pago de lo que usted hizo, Beraldi, se sintió tan generoso que los invitó a
su casa, es decir a esta mansión. Parece que en este país nadie hace sus
mansiones trabajando de forma legal.
- En eso estamos de acuerdo.- Dijo Antonio.- Tal vez Rodolfo no incendió
su propio bar. Tal vez creyó que estaba a salvo, pero los incendiarios no lo
respetaron y por eso entró en pánico.
- Excelente razonamiento, Antonio.- Es mejor que mi versión.
Exultante por el elogio del oficial, Beraldi se paró y comenzó con su
costumbre de organizar al grupo.
- Deberíamos organizarnos para encontrar a Clara. Luego pensaremos de
qué forma huir de acá.
- Un momento, Antonio. No quiero contradecirlo, pero acá los policías
somos Gómez y yo, y les aconsejo que no hagan movimientos extraños en
esta casa. Exponerse de esa forma resultará muy peligroso. Beraldi asintió.
Ramírez elaboraba un plan meticuloso. Comprendía que había una gran
posibilidad de que las dos personas que estaban en casa de Flavio, si
estaban en el momento en que llegó el supuesto Felipe, estuvieran o
muertas o atadas en alguno de los cuartos de esa mansión. Cuartos había
muchos, pero los más sospechosos eran los que estaban cerrados con llave,
como les había dicho el anfitrión una hora antes. Estaba en contra de
arriesgar la vida de civiles, pero en esta ocasión no había más remedio que
hacerlo. O salían todos juntos o no saldría nadie de ese lugar.
- Antonio, lo primero que hay que hacer es poner en lugar seguro a Clara.
Con un arma en la mano y si cierran la puerta con llave, esta habitación es
lo más seguro que puedo prometer. Acá podrán quedarse Nicolás, Clara y
Javier. Ellos no tienen por qué meterse en esta locura.
Todos asintieron. Beraldi quería acción y la iba a tener, pero Nicolás no
podía hacer nada y Javier sería más un estorbo que una ayuda, con la rodilla
rota. Por supuesto, lo de Clara estaba fuera de discusión. Ramírez luego dio
el plan a seguir.
- Usted sargento, saldrá al pasillo y tratará de abrir cada puerta de cada
habitación. Señale con un lápiz las que encuentre cerradas. Tiene que fingir
que recorre la casa con algún motivo. Si lo ve el dueño o el otro o
cualquiera que no conozca, diga nada más que busca su propio cuarto y que
se perdió luego de dar un paseo por la casa. Haga algún chiste, diga que
como la mansión es grande deberían ponerle números a las piezas. Luego
vuelve para acá. Después salgo yo, que soy experto en abrir puertas con
ganchos, y entro en una, vuelvo, y así hasta terminar.
- Tardaremos demasiado tiempo.- Protestó Beraldi.
- ¿Tiene otra idea?- Respondió Ramírez.- Le prometo que no tardaremos
demasiado. El sargento es muy bueno en esto, y yo también. Hay que tener
mucha paciencia.
- Bien. ¿Pero yo qué hago?
- Por ahora nada. A usted lo reservo para la segunda parte del plan.
- Y cuál es esa segunda parte.
- Todo a su tiempo, mi amigo Antonio. Debemos ser muy pacientes.
- Sin embargo, se acerca la hora de la cena.
- Faltarán unos 45 minutos. Suficiente. Vamos sargento, salga ya y
comience su trabajo.
- Allá voy,- dijo Gómez y partió con su lapicito al pasillo.
Apenas habían pasado cuatro minutos el sargento estaba de vuelta con cara
de feliz cumpleaños.
- Tarea cumplida. Nadie me vio. Contando desde este cuarto a la derecha y
de este lado del pasillo, la tercera y la cuarta puerta están cerradas. Hacia la
izquierda y del lado de enfrente, la primera y la cuarta también están
cerradas.
- Muy bien, excelente trabajo, Gómez.
- Tenga en cuenta que una de las habitaciones cerradas puede ser donde está
Clara.- Dijo Almanza, que quería ser útil en algo.
- Tiene razón, le agradezco Nicolás, es usted muy observador.
Dicho esto, Ramírez salió del cuarto hacia su derecha, contó una, dos, tres
puertas y se agachó frente a ésta tercera. En veinte segundos la había
abierto. Ella casi pega un grito, pero por suerte se contuvo apenas vio que el
que entraba era Ramírez. No le tenía mucha simpatía pero reconocía que
había sido muy generoso con el grupo.
- ¿Por qué entra de esa forma en mi habitación? ¿Está loco?
Ramírez cerró la puerta cuidando de no hacer ruido. Habló en un tono muy
bajo, susurrando las palabras.
- Escúcheme bien. Quiero que salga de inmediato de este cuarto. Diríjase
hacia su izquierda. Entre en la tercera puerta. Allá le van a contar todo lo
que quiera saber. No haga ruido, se lo pido por favor.
Clara, obediente aunque con el rostro que mostraba cierto enojo, no dijo
palabra, abrió la puerta y fue hacia el cuarto que Ramírez le había indicado.
El oficial salió detrás de ella y comenzó a tratar de abrir la cuarta puerta.
Una vez adentro de la habitación procedió a registrar todo, pero no había
nada sospechoso. Contrariado, salió de nuevo al pasillo. Contó bien las
puertas y pronto abría la de la primera a la izquierda del lado de enfrente a
donde estaban todos sus acompañantes. Abrió dicha puerta en unos ocho
segundos. Entró en la habitación y de nuevo después de un rápido pero
bastante minucioso registro, no había nada. Decidió que la tercera puerta
contando desde donde estaba era la clave de todo este asunto. Salió de ese
cuarto y en menos de quince segundos entraba en la última habitación
cerrada. Tampoco allí había nada. Volvió al cuarto donde todos estaban
esperándolo.
- Nadie.- Fue su único comentario mientras pensaba en los pasos a seguir.
- Yo sé dónde pueden estar.- Dijo Almanza.
- ¿Dónde? Preguntaron casi todos al mismo tiempo.
- En la vinoteca. Cuando hicimos la visita, Rodolfo la abrió con su llave, al
contrario de la despensa. Eso me hace pensar que allí podrían ocultarlos.
- Muy bien pensado Nicolás, usted me sorprende a cada rato. Dígame
exactamente cómo llego hasta allí.
Nicolás le explicó el camino hasta la vinoteca. Tendría que pasar por la
cocina y la despensa, lo que haría mucho más posible que lo atrapasen.
Ramírez contó su plan a todos:
- Bueno, la cosa se complica. Tenemos que ir con una excusa a la Vinoteca,
pero si nos atrapan una vez que abrimos la puerta todo estará acabado para
nosotros. Beraldi, usted conoce el camino también, ¿verdad?
- Si, por supuesto.
- Bien, usted vendrá conmigo. La excusa es que tenemos mucha hambre y
por eso vamos a la cocina, como usted por otra parte ya hizo. Hasta ahí
caminamos de manera normal, tranquilos, pero sin decir palabra. Si nos
agarran con la puerta de la vinoteca abierta, les decimos que deseamos
tomar un vino también y que no queríamos molestarlos. No se lo van a
creer, pero en una de esas ganamos tiempo para huir.
- ¿Por qué no nos vamos y listo?- preguntó Clara, a la que todos miraron
como si fuera una aparición, recostada en una de las camas.
- Porque es probable que Juan Pablo y Mariela estén todavía en esta casa,
presos de ese Rodolfo.- Explicó Beraldi.
- ¿Y si todo es un invento? Un proyecto de sus mentes tan fantasiosas e
inventivas. Para mi Rodolfo es una buena persona.
- ¿No le contaron lo que recordé hace un rato?- Dijo Ramírez
- Si,- afirmó el sargento- pero dice que usted lo puede haber imaginado.
- ¿Cómo voy a imaginar algo así?- Se sorprendió el oficial.
- Usted no es infalible, ¿o sí? ¿Cuánto hace que no duerme bien? Tal vez
haya sido sugestionado por mis amigos.- Dijo Clara mientras miraba a todo
el grupo.- Explíqueme algo, oficial: ¿Por qué no nos han hecho nada hasta
ahora? Si son tan culpables, un contrabandista y un incendiario, ¿por qué
nos dejan tranquilos? Si le hicieron daño o encerraron en algún lado a Juan
Pablo y a Mariela, ¿Por qué no han hecho nada con nosotros?
La voz de Clara era ahora muy enérgica, parecía que quería hacerles
entender que estaban equivocados. Y era muy convincente. Nicolás y Javier
asintieron, y hasta Beraldi entró en duda.
- Dígame oficial, ¿qué prueba tenemos de que son culpables?
- Les he dicho que a ese Rodolfo lo recuerdo. Estuvo con un compañero en
el edificio donde trabajo. Lo reconocí. Se llama Flavio Naveyra.
- ¿Tan seguro está?
- Tan seguro estoy. Bueno, si son tan buena gente no perdemos nada con
hacer la excursión a la vinoteca. Les prometo que si allí no hay nadie nos
vamos de esta casa sin decir palabra.
- Como si cumpliera sus promesas.- Dijo Clara con una media sonrisa.
- Por supuesto que la voy a cumplir,- dijo Ramírez con fastidio,- así como
los llevé hasta donde estaba Javier y los traje de vuelta. Vamos Antonio.
Antonio Beraldi y Edelmiro Ramírez salieron al pasillo y se dirigieron hacia
la derecha. El pasillo terminó desembocando en una gran sala en la cual no
había nadie. ¿Dónde estarían Flavio y Felipe?, pensó Ramírez. Quizás en el
segundo piso, se contestó a sí mismo. Se dijo que ya no importaba
demasiado, estaban jugados. Atravesaron la enorme cocina y la
impresionante despensa, hasta llegar a una enorme puerta que se les
presentó como difícil de abrir.
- Esto no va a ser nada fácil.- Anticipó el oficial que iba a intentar abrir la
puerta. Beraldi fue el encargado de vigilar los pasillos.
Luego de tres minutos de arduo trabajo Ramírez pudo darse el gusto de
abrir la puerta. Se les presentó un lugar enorme, lleno de heladeras o cavas
para las botellas de vino carísimas que allí había, muchas de ellas
provenientes de Francia, España y otros países. Traídas de contrabando,
pensó.
Beraldi vigilaba la puerta con la pistola en la mano, mientras Ramírez
revisaba el lugar. No era tan fácil. Había estanterías, muchas heladeras de
distintos tamaños, escritorios y hasta una pequeña biblioteca. Pensó que ese
tipo se daba una gran vida. Recorrió todo palmo a palmo durante casi diez
minutos. Los nervios de Beraldi lo presionaban demasiado. En un momento
entró y le dijo:
- Vamos Ramírez, dese por vencido, no debe haber nada.
- Espere un minuto más. Me falta poco para revisar todo.
- Un minuto y nos vamos, ¿entendió?
- Tranquilo Antonio, ya termino
estoy terminando
, me falta allá al fondo.
- No me diga que me quede tranquilo. Esto es muy embarazoso, no quiero
que me vean, sean malos o buenos.
- Un minuto, cállese, ya vengo.
Beraldi estaba al borde de un ataque de nervios. Lo peor es que sabía que si
alguien se asomaba era capaz de pegarle un tiro antes de ver quién era. Ese
minuto iba a durar siglos. Pero miró su reloj y se dio cuenta de que había
pasado más tiempo del que le había pedido el oficial. Se asomó de nuevo y
casi se muere del susto al ver a Juan Pablo y detrás a Mariela que
caminaban hacia la puerta de entrada.
- Dios mío, estaban ahí.- Dijo Beraldi, con los ojos enormes de la sorpresa.
- No digan una palabra, cerremos la puerta y vamos a nuestro cuarto. En
silencio.
Caminaron por esos pasillos con un miedo atroz a ser descubiertos. Una vez
que llegaron a la habitación donde estaban todos entraron en este orden:
Ramírez, con cara de triunfo, Beraldi, con cara de descompuesto, Juan
Pablo, pálido y con un notorio golpe en el ojo derecho y Mariela, última
pero la que más llamó la atención, con la cara cortada desde la ceja
izquierda hasta el mentón, quizás por una navaja. Tenía sangre ya seca en
toda esa mitad de su rostro.
Luego de los saludos, las explicaciones de quienes eran los policías y
porqué estaban allí junto con Javier y el reconocimiento a Ramírez, una vez
que estuvieron más tranquilos, el policía pidió a Juan Pablo que cuente su
historia.
- Todavía no lo puedo creer. Estaba en mi habitación muy tranquilo, y
disfrutaba de un momento de paz luego de tantas aventuras, cuando escuché
ruido de voces hablando muy alto, proveniente de la entrada. Salí al pasillo
y fui directo a la sala de recepción, la de los sillones y el televisor, pero al
llegar allí escuché que el tipo que había entrado recriminaba a Rodolfo. Y
no le llamaba Rodolfo, sino Flavio.
Todos se miraron. De este modo la historia de Ramírez se confirmaba.
Hasta Clara estaba atenta al relato.
- El hombre que entró estaba hablando a los gritos, le recriminaba a
Rodolfo, o Flavio, que no había entregado una última carga de algo que no
entendí el nombre.
- Thermate-TH3.- Comentó Ramírez.
- Algo así, sí, ¿usted sabe qué es?
- Algo que se utiliza para incendiar.
- Ah, ahora creo entender algo más de este asunto. El problema, por lo que
escuché, era que Flavio no había entregado un enorme cargamento. El otro
lo amenazó con una pistola, Flavio le pidió que no hiciese tanto ruido
porque tenía invitados y el otro se enloqueció. Yo estaba paralizado, de
repente me vio, entró al pasillo y me golpeó. Quedé inconsciente.
- Después vino por mí.- Dijo Mariela.- Yo estaba detrás de él, pero no me
había visto. Como sentí gritos me asomé al pasillo, vi que estaba espiando y
le iba a preguntar qué estaba pasando. El hombre me vio después de pegarle
a él, y sacó una navaja, enfurecido. Me cortó la cara.
- ¿Escucharon cómo llamaba Flavio al otro?- Preguntó Ramírez.
- Si. Lo llamó Iván.- Contestó Mariela
- Si, es cierto, dijo varias veces Iván. Una cosa es cierta, Flavio le tiene un
miedo atroz a ese Iván. - Dijo Juan Pablo
- Por favor, tenemos que irnos de inmediato de acá.- Dijo Mariela.
Todos estuvieron de acuerdo. Ramírez dudaba, pero dado que no sabían
dónde estaban Flavio e Iván, era imposible armar un buen plan para
detenerlos. Además arriesgaría la vida de muchos inocentes. Por eso
decidió organizar la huída.
Escúchenme todos muy atentamente,- dijo en voz baja pero levantando los
brazos para llamar la atención.- Yo voy a salir primero, me va a seguir
Beraldi. Detrás van a venir Clara y Mariela, luego Juan Pablo y Javier,
cerrando las filas Nicolás y para cuidar la retaguardia el sargento Gómez.
¿Todos entendieron? Bien colóquense en ese orden dentro de esta
habitación.
Una vez que estuvieron preparados, Ramírez, que era un hombre
pragmático, eficiente y acostumbrado a mandar en ocasiones peligrosas, dio
la orden de salir. El oficial que iba primero tenía la pistola en la mano, y
Beraldi lo seguía también con la suya bien preparada. Al final salió Gómez,
también pistola en mano. Juntos atravesaron todo el pasillo hacia la
izquierda, llegaron al gran salón de recepción y se pararon cuando Ramírez
alcanzó la puerta de calle. El oficial abrió la puerta y todos salieron en
bandada, olvidándose del orden. Cruzaron la calle y luego se dirigieron
hasta la esquina, todos menos Almanza que había sacado la cámara de fotos
y en ese momento le tomaba una a la casa.
- Nicolás, venga para acá, está loco, desde adentro de la casa pueden
dispararle.- Gritó Ramírez.
Parte VII
El Mundo ha Cambiado