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El baile de la División Mejía por la defensa de

Matamoros, diciembre 19 de 1865


Octavio Herrera Pérez

Luego de casi un año continuo de trabajo en la reorganización del Archivo


Histórico Municipal de Matamoros, en el que actúo como comisario académico
honorario por acuerdo del honorable Cabildo de la ciudad, una de las mayores
satisfacciones ha sido la detección y digitalización de los materiales
hemerográficos que no se encontraban integrados a la colección de periódicos
históricos que de antemano había sido agrupada. El caso es que entre esos
periódicos, que pertenecen en su mayoría a los expedientes del acervo del
Juzgado de Primera Instancia, se localizan varios ejemplares del “Daily
Ranchero” y también llamado “Ranchero Diario”, un periódico que circulaba en
forma bilingüe, inglés y español, publicado en la década de 1860, impreso
indistintamente tanto en Matamoros como en Brownsville, según las
condiciones políticas en ambos lados del río Bravo. Y aun cuando carecemos
de una colección completa de este diario, los ejemplares sobrevivientes nos
permiten hacer un interesante atisbo a una de las épocas de gran actividad
política y militar en Matamoros, particularmente durante los años de la
intervención francesa y del imperio de Maximiliano de Habsburgo.
Sobre ese período es que en he decidido ofrecer a los lectores de esta
columna un testimonio textual de aquél momento, basado en una de las
publicaciones de ese medio, hecha el martes 19 de diciembre de 1865, con
motivo de la celebración de la exitosa defensa de la ciudad por parte de las
tropas imperialistas que la ocupaban, frente al acoso republicano encabezado
por el general juarista Mariano Escobedo, que durante dos meses tuvo bajo sitio
y constante ataque ataque a esta plaza fronteriza, pero sin lograr su objetivo de
burlar y traspasar el férreo sistema defensivo completado en el entorno de
Matamoros por el diligente comandante Tomás Mejía. Dicha celebración
consistió en un baile hecho con toda pompa en el Teatro de la Reforma, ofrecido
por la División Mejía a los ciudadanos prominentes de la ciudad, muchos de los
cuales se adhirieron al proyecto imperialista, entre ellos el rico comerciante
Francisco Iturria. Pero antes de desplegar el relato de este fastuoso
acontecimiento, hagámos breve acercaminto biográfico sobre el carácter y
personalidad de este jefe militar, que incluso mereció el honor de morir al lado
del emperador en el Cerro de las Campanas cuando se derrumbó el imperio en
1867.
El Comandante Tomás Mejía

Nació en la Sierra Gorda queretana en 1820 en el seno de una precaria familia


indígena otomí. Veinte años más tarde inicia su vida como militar, destacándose
como un hábil jinete, vinculado a personajes de la talla de los generales José
Urrea y Anastasio Bustamante. Adquiere el grado de capitán del ejército y se
foguea en Chihuahua en el combate a los apaches. Participó en la batalla de La
Angostura durante la intervención americana y después combatió la rebelión
indígena de su región de origen y la jefatura militar de la Sierra Gorda. Al
estallido de la revolución de Ayutla, que deslindó con nitidez el campo entre
liberales y conservadores, su profunda religiosidad católica lo hizo contra la
Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma. No obstante, se ahiere al proyecto
imperialista y reconoce a Maximiliano como emperador de México, quien le
otorgó un importante mando militar, avanzando hacia el norte del país y sobre
la principal plaza de la frontera norte: Matamoros. Aquí se vivía un bullicio
comercial debido al tráfico del algodón confederado como consecuencia de la
Guerra Civil que se experimentaba allende el Bravo, generando abundantes
ingresos aduanales, que pasaron a manos del imperio. Mejía completó y
perfeccionó el sistema defensivo de la ciudad, finalizando la obra del Fuerte
Casamata. Esto le permitió resistir las embestidas republicanas y hacer de este
lugar una plaza inexpugnable. De ahí la celebración de diciembre de 1865, que
enseguida insertaremos.

La nota del “Ranchero Diario”


“…El baile dado por los oficiales de la División Mejía y el Cuerpo Austriaco, a
los ciudadanos de Matamoros, fue de lo más elegante y magnífico que se ha
visto por estos mundos. El Teatro de la Reforma fue escogido para la ocasión y
los adornos que se le hicieron, presentaron un aspecto tan grato por la
magnificencia y buen gusto que desplegaron sus autores, como por lo completo
y propio que fueron los preparativos en todas sus partes.

El vestíbulo fue pintado y adornado de una manera muy elegante, y formaba


una ante cámara muy propia para el hermoso salón que se le seguía. A la
derecha de la entrada había una fuente, casi escondida entre las ramas de unas
siempre-vivas, cuya columna de agua nacía en un ramillete de flores, y su rocío
caía dentro de una urna, que apenas se descubría por dentro del verde musgo,
y las enredaderas que giraban a su alrededor. A la izquierda se veían columnas
con canastos de rosas, azahares, y mirtos, con otra variedad de flores, ricos
dones de la naturaleza en los países meridionales. Enramadas de siemprevivas
sembraban el vestíbulo, por donde quiera que volvía uno la vista, y en cada arco
había un portero, cuyo único deseo parecía ser el ver cuánto se esmeraba en
servir a los convidados.
El entarimado del patio fue levantado hasta estar al nivel del entablado, de
modo que todo el interior del teatro formaba un inmenso salón, cuya alfombra
fue despojada para no presentar estorbo a los bailadores. El entablado del teatro
fue reservado para los refrescos, que cubrían seis mesas adornadas y
arregladas por los Srs. Bianchini y Spicer. Todo lo que podía apetecer el apetito
más fastidioso, ya en lo sólido como en lo líquido se hallaba allí. La tapicería de
las paredes y los pilares de los palcos estaba arreglado con el mayor gusto y
primor. Los retratos de SS. MM. ocupaban uno de los lados del salón y el del
Ilustre Hidalgo el otro. No se desplegaron decoraciones militares, por la razón
de que el baile fue dado en honor de la porción cívica del pueblo. La música
pertenecía a la División Mejía y al Cuerpo Austriaco, y no podía haber sido
mejor.

El General Mejía, con una de las beldades más divinas de nuestra Heroica
Ciudad, abrió el festín, y el suelo amplio al momento se cubrió de hermosas
damas y gallardos caballeros, que con apresurados pasos corrían las ligeras
horas, y la noche pasó entre encantos y susurros amorosos, hasta que la diana,
con sus refulgentes dedos abrió las doradas puertas del Oriente, anunciando a
los que entre tantos deleites soñaban que el día 16 había sido sepultado en lo
pasado, y que el 17 había nacido, y mientras que unos, al son de la campana
matutina acudían al templo del Señor, los otros buscaban el lecho, para gozar
otra vez entre sueños de las delicias que realizaban en la noche anterior.
La oficialidad del Cuerpo Austriaco y la División Mejía, con centenares de
ciudadanos, asistieron a tan excelso entretenimiento. Las damas que honraron
la ocasión con su presencia, formaron un conjunto de beldad y hermosura, digno
de la Heroica ciudad que tiene el honor de reclamarlas como suyas. Adonde
había tantas que admirar, sería envidioso hacer distinción. La urbanidad y finura
de los bastoneros aseguraron para todos una participación agradable en la
festividad.

A media noche se sirvió la cena, y todos los concurrentes están unánimes en


las expresiones de agrado y satisfacción que experimentaron.
Este baile según nos han informado, fue hecho en obsequio del almuerzo y la
celebración que dio la ciudad, a los oficiales y soldados de la guarnición, que
con tanta valentía se portaron durante los días del memorable sitio. Todo pasó
con la mayor felicidad, y fue apreciado como una felicitación, hecha por los
veteranos que tan bien supieron defender a la heroica ciudad, en cuyo honor lo
hicieron.

Como dijimos, las festividades continuaron hasta que la luz del Sol obscureció
una de las lámparas, y la araña que adornaba el centro del salón cesó de
esparcir sus rayos sobre los devotos a la diosa de la danza. Entonces el eco de
la última pisada de los que allí se divertían, y el resplandor de albor de mañana,
anunciaron que el espacioso salón quedaba desierto…”

Se cerraba así un episodio de gala y oropel imperialista en Matamoros.

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