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ALGUNOS CASOS

EXTRAÍDOS DE
LA MUJER QUE NO
QUERÍA AMAR DE
STEPHEN GROSZ
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De cómo los elogios pueden causar la pérdida
de confianza

Cuando llegué al parvulario a recoger a mi hija, oí que una


de las maestras le decía: «Qué árbol tan bonito has dibujado,
bien hecho». Unos días más tarde, señalando otro de los
dibujos de mi hija, la maestra exclamó: «¡Eres una verdadera
artista!».
En las dos ocasiones se me encogió el corazón. ¿Cómo
podía explicarle a la maestra que hubiera preferido que no
elogiara a mi hija?
Hoy en día nos prodigamos en elogios a nuestros hijos.
Se suele creer que los elogios, la confianza en uno mismo y
el rendimiento académico van siempre juntos de la mano.
Pero investigaciones recientes sugieren otra cosa. Durante la
pasada década, varios estudios sobre la autoestima llegaron a
la conclusión de que elogiar a un niño por su inteligencia
no le ayuda en el colegio. De hecho, puede perjudicarle.
Con frecuencia, los niños abandonan la tarea después del
elogio: ¿por qué voy a hacer otro dibujo si ya he hecho «el
mejor»? O puede ser que el niño simplemente repita lo que

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ya ha hecho: ¿para qué dibujar algo nuevo, o de una manera
distinta, si ya he conseguido el aplauso con el anterior?
En un estudio muy famoso realizado en 1998 con ni-
ños de diez y once años, las psicólogas Carol Dweck y
Claudia Mueller pusieron a 128 niños a resolver una serie
de problemas matemáticos. Después de completar la pri-
mera tanda de ejercicios sencillos, las investigadoras dijeron
a cada niño una sola frase elogiosa. A algunos se les elogió
por su intelecto —«Lo has hecho muy bien, eres muy inte-
ligente»—; a otros porque habían trabajado duro —«Muy
bien, te has esforzado mucho»—. Luego las investigadoras
pusieron a los niños una nueva serie de problemas. Los re-
sultados fueron sorprendentes. Los estudiantes que habían
sido elogiados por su esfuerzo demostraron una mayor dis-
posición para enfrentarse a nuevos retos. También se empe-
ñaron en atribuir sus fallos a la falta de esfuerzo, y no a la
falta de inteligencia. Los niños que fueron elogiados por su
inteligencia tenían más temor de fallar, y tendían a elegir
retos que ya conocían, y se aplicaban con menor tenacidad
en cuanto los problemas se complicaban. En suma, la emo-
ción que había producido decirles «Eres muy inteligente»
produjo un incremento en la ansiedad y una disminución
en la autoestima, la motivación y el rendimiento. Cuando
las investigadoras pidieron a los niños que escribieran sobre
su experiencia para los niños de otras escuelas, algunos de
los niños «inteligentes» mintieron, inflando su puntuación.
En resumen, lo que minó la confianza a estos chicos, y los
hizo tan infelices hasta el punto de verse impulsados a men-
tir, fue una frase elogiosa.

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¿Por qué nos empeñamos en elogiar a nuestros hijos?
En parte lo hacemos para demostrar que somos dife-
rentes de nuestros padres. En Making Babies, unas memorias
sobre la maternidad, Ann Enright observa: «En los viejos
tiempos, como llamamos a los años setenta en Irlanda, las
madres menospreciaban sistemáticamente a sus hijos: «Pare-
ces un mono», decía una madre, o «Ángel en la calle, demo-
nio en casa», o mi frase favorita «Me vas a mandar a la tum-
ba». Vivíamos en un país donde cualquier forma de elogio
era una suerte de tabú». Desde luego, esto no solo ocurría
en Irlanda. Recientemente, un londinense de mediana edad
me dijo: «Mi madre me decía cosas que nunca digo a mis
hijos: inútil, descarado, inmaduro, no hagas el tonto. Cua-
renta años después, me entran ganas de gritarle: “¿Qué tie-
ne de malo hacer el tonto?”».
Hoy, dondequiera que haya niños pequeños —en el par-
que, en el Starbucks, en el parvulario— se oye de fondo la
música del elogio, «Bravo, princesa», «Muy bien, campeón»,
«Eres un crack». Admirar a nuestros hijos puede levantarnos
momentáneamente la autoestima, haciendo ver, a quienes
están a nuestro alrededor, los buenos padres que somos y los
hijos extraordinarios que tenemos, pero esto no ayuda mu-
cho a la autoestima del niño. Al esforzarnos por ser diferen-
tes de nuestros padres, hacemos prácticamente lo mismo que
ellos, repartimos elogios vacíos de la misma forma que la
generación anterior repartía crítica gratuita. Si lo hacemos
para evitar reflexionar sobre el niño y su mundo, y sobre lo
que el niño en realidad siente, entonces el elogio, igual que
la crítica, es al final la expresión de nuestra indiferencia.

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Lo cual nos lleva de nuevo al problema original: si el
elogio no ayuda a la construcción de la confianza de nues-
tros hijos, ¿qué lo hace?
Antes de licenciarme como psicoanalista, hablé de todo
esto con una mujer de ochenta años de nombre Charlotte
Stiglitz. Charlotte —la madre de Joseph Stiglitz, premio
Nobel de Economía— impartía clases de refuerzo de la
lectura en el oeste de Indiana desde hacía muchos años. «Yo
no elogio a los niños por ser capaces de hacer lo que pue-
den hacer —me dijo—. Los elogio cuando hacen algo real-
mente difícil, como compartir un juguete o ser pacientes.
También creo que es importante decir “gracias”. Cuando
tardo en darles un bocadillo, o en ayudarles, y ellos se mues-
tran pacientes se lo agradezco. Pero nunca elogio a un niño
que está jugando o leyendo.» Ni grandes recompensas, ni
castigos terribles: Charlotte se concentraba en lo que el
niño hacía, y en cómo lo hacía.
Una vez observé a Charlotte con una niña de cuatro
años que estaba dibujando. Cuando la niña se detuvo y se
giró para verla, probablemente esperando un elogio, ella
sonrió y le dijo: «Hay demasiado azul en tu dibujo». La niña
respondió: «Es el estanque que está al lado de casa de mi
abuela, y tiene un puente». Entonces Charlotte cogió un
lápiz de color marrón y dijo: «Te lo voy a dibujar».
Charlotte habló con la niña, pero sobre todo la obser-
vó, la escuchó. Estuvo presente.
Su presencia reforzaba la confianza de la niña, porque
le demostraba que estaba haciendo algo que a ella le hacía
pensar. De otra forma, la niña podía haber creído que su

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dibujo era un medio para obtener un elogio, y no un fin
en sí mismo. ¿Cómo podemos esperar que una niña sea
atenta, si no le prestamos atención?
Estar presente, ya sea con los niños, con los amigos, o
incluso con uno mismo requiere un gran esfuerzo. Pero
¿acaso no deseamos más esta atención, la sensación de que
alguien se interesa por nosotros, que el elogio?

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Sobre los secretos

Su médico lo describía en la carta como un mentiroso pa-


tológico; ¿podía yo orientarlo, quizá verlo en una sesión de
psicoanálisis?
Philip vino a verme para mantener una entrevista un
abril de hace varios años. Su médico decidió enviármelo
después de encontrarse con su esposa en una librería. Ella
le había cogido la mano conteniendo las lágrimas. ¿Sería
buena idea, se preguntaba ella, examinar el resto de las
opciones que había para tratar el cáncer de pulmón de
Philip?
Durante su primera cita conmigo, Philip (que, como su
médico me había dicho, gozaba de buena salud) enumeró
algunas de las mentiras que había dicho recientemente. En
un evento escolar para recaudar fondos, le dijo a la maestra
de música de sus hijas que él era hijo de un famoso compo-
sitor, un hombre ampliamente conocido por ser soltero y
gay. Antes de esto le había dicho a su suegro, un periodista
deportivo, que una vez había sido seleccionado para el
equipo inglés de tiro con arco.

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La primera mentira que recordaba haber dicho fue a
un compañero de clase. Cuando Philip tenía once o doce
años, insistía en que había sido reclutado, como agente, por
el MI5.* Me contó la advertencia de su profesor: «Dios
mío, si vas a mentir por lo menos hazlo bien».
El profesor tenía razón, Philip mentía muy mal.
Cada mentira parecía diseñada para impresionar a su
interlocutor, pero eran muy exageradas, tremendamente
arriesgadas. «No parece preocuparte que la gente descubra
tus mentiras», le dije.
Él se encogió de hombros.
Me dijo que las víctimas de sus mentiras rara vez lo
desafiaban. Su esposa no confrontó los hechos después de
su milagrosa recuperación. Otros, como su suegro, parecían
más escépticos, pero guardaban silencio. Cuando le pregun-
té sobre el efecto de sus mentiras en su carrera —trabajaba
de productor de televisión— me dijo que en su oficio
mentía todo el mundo: «Es parte de las habilidades que se
requieren».
Hasta donde podía saber, Philip no empatizaba con la
gente a la que mentía; la mayoría parecía no importarle.
Así había sido hasta la semana que vino a verme. Su hija
de siete años le había pedido ayuda con los deberes de
francés; él le había dicho que lo hablaba de manera fluida.
Pero entonces, en lugar de admitir que no hablaba la len-

* División del servicio secreto británico que se dedica a activida-


des de espionaje interior, a diferencia del MI6, que lo hace fuera de
Inglaterra. (N. del T.)

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gua, le había dicho que no recordaba los nombres de los
animales de granja que aparecían en el libro de ejercicios.
Ella se había quedado en silencio, mirando hacia otro lado,
y él se percató de que se había dado cuenta de que le había
mentido.
A lo largo de la terapia me quedé impresionado con la
franqueza de Philip. Sabía que si era abierto conmigo
—si se mostraba como era en mi consultorio— en algún
momento iba a mentirme. Sucedió pronto. A un mes de
iniciar el tratamiento, dejó de pagar. Me dijo que había per-
dido su talonario, pero que liquidaría su deuda en cuanto lo
encontrara. El mes siguiente me dijo que había donado su
salario al Museo de Freud.
Después de cinco meses de embustes, le dije que al fi-
nal de mes íbamos a suspender las sesiones hasta que pagara
su deuda. Solo cuando llegamos a la última sesión, cuando
ya nos estábamos despidiendo, sacó su talonario y extendió
un cheque.
Me sentí aliviado con el pago pero inquieto por lo que
le podía pasar a nuestra relación. Philip había ido incre-
mentando sus mentiras en la medida en que yo me había
ido replegando: cada vez me mostraba más reservado a la
hora de hablar. Ahora me doy cuenta de que era experto en
valerse de esa convención social que hace que nos quede-
mos callados cuando alguien nos miente.
Pero ¿por qué? ¿Cuál era la lógica de ese comporta-
miento?
Lidiamos con esta cuestión durante el siguiente año de
tratamiento. Analizamos la idea de que mentir era su forma

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de controlar a los demás, o de compensar un sentimiento de
inferioridad. Hablamos de sus padres. Su padre era cirujano
y su madre había sido maestra de escuela hasta su muerte,
justo antes de que Philip cumpliera doce años.
De pronto, un día Philip contó un recuerdo de su in-
fancia que hasta entonces le había parecido trivial. Desde
que tenía tres años le tocó compartir habitación con sus
hermanos gemelos, que dormían en cunas al lado de él.
A veces se despertaba en mitad de la noche con los gritos y
el escándalo que hacían los clientes al salir del pub que es-
taba enfrente. De pronto le despertaban las ganas de orinar,
sabía que tenía que levantarse e ir al baño y, sin embargo, se
quedaba inmóvil en la cama.
«Cuando era niño solía mojar la cama», me dijo Philip.
Se deshacía de su pijama empapado y lo ocultaba entre las
sábanas. Al día siguiente cuando se acostaba, lo encontraba
debajo de la almohada, limpio y pulcramente doblado.
Nunca habló de su incontinencia con su madre y, hasta
donde recuerda, su madre no se lo contó a nadie, ni siquie-
ra a su padre. «Se hubiera puesto furioso conmigo —dijo
Philip—. Creo que mi madre pensaba que yo maduraría, y
lo hice cuando ella murió.»
Philip no podía recordar si había estado a solas con su
madre. Durante la mayor parte de su infancia había estado
ocupada haciéndose cargo de los gemelos. No recuerda
ninguna conversación con ella; o uno de sus hermanos o su
padre —alguien— siempre estaba allí. Mojar la cama y el
silencio de ella fue convirtiéndose gradualmente en una
suerte de conversación privada, algo que solo ellos compar-

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tían. Cuando su madre murió, esta conversación se inte-
rrumpió de golpe. Y entonces Philip comenzó a improvisar
otra versión del intercambio. Decir mentiras que escandali-
zaran y esperar irracionalmente que su interlocutor no di-
jera nada y se convirtiera, como su madre, en su cómplice
secreto.
La mentira en Philip no era un ataque personal, aunque
a veces tenía ese efecto. Era la forma de mantener esa cer-
canía que había conocido, la manera que tenía él de abrazar
a su madre.

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De cómo la paranoia puede aliviar el sufrimiento
y prevenir una catástrofe

Amanda P., una mujer soltera de veintiocho años, regresa a


su casa en Londres después de un viaje de trabajo a Estados
Unidos. Ha estado diez días en Nueva York. Vive sola. Lle-
ga con su maleta hasta la puerta y, mientras gira la llave para
abrir la cerradura, es presa de una idea. «Tengo esta fantasía,
la veo como en una película: al girar la llave se activa una
suerte de detonador y todo el piso vuela en pedazos. Los
goznes de la puerta me golpean y muero en el acto. Imagi-
no que unos terroristas han entrado en mi casa, y que han
puesto cuidadosamente la bomba para matarme. ¿Por qué
tengo esa fantasía tan demencial?».
Veamos también, por ejemplo, estas breves fantasías pa-
ranoicas: una mujer va caminando por la calle sonriéndose
a sí misma; Simon A. —un atractivo y bien vestido arqui-
tecto— está convencido de que ella se ríe de su ropa. O ahí
está Lara G., cuyo jefe le ha pedido que vaya a la oficina al
final de la jornada. No se han hablado durante semanas.
Lara está segura de que van a despedirla. En lugar de eso, se

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queda muda en cuanto le ofrecen un ascenso y un aumento
de sueldo. Y ahí tenemos a George N., que, mientras se
ducha, teme que alguien tire de la cortina y lo asesine,
como en la película Psicosis, de Hitchcock. «Mi corazón se
acelera —me dice George—. Por un instante sufro un pá-
nico insoportable, imagino que no estoy solo en mi piso,
que alguien va a venir a asesinarme.»
La mayoría, si no todos, hemos tenido en algún mo-
mento fantasías irracionales. Y rara vez lo reconocemos, ni
siquiera ante nuestra esposa o un amigo íntimo. Nos parece
difícil, si no imposible, hablar de ellas. No sabemos lo que
significan ni lo que nos quieren decir. ¿Son una señal?, ¿lo-
cura momentánea? Hay varias teorías psicológicas sobre por
qué las fantasías paranoides son parte de una vida mental
sana. Una teoría dice que la paranoia nos permite liberar-
nos de algunos sentimientos agresivos. La rabia se proyecta
inconscientemente: «No quiero hacerle daño, él quiere ha-
cerme daño». Otra teoría sostiene que la paranoia nos per-
mite negar nuestros sentimientos sexuales no deseados: «No
lo amo, lo odio y él me odia». Ambas teorías se pueden con-
siderar, pero ninguna parece suficiente.
Cualquiera puede volverse paranoico —es decir, desa-
rrollar la fantasía de ser traicionado, burlado, explotado o
lastimado—, pero estamos más expuestos a la paranoia si
somos inseguros, estamos solos y desarraigados. Sobre todo,
las fantasías paranoides son una respuesta al sentimiento de
que estamos siendo tratados con indiferencia.
En otras palabras, las fantasías paranoides son inquietan-
tes, pero también son un mecanismo de defensa. Nos pro-

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tegen de un desastre emocional mayor, como puede ser el
sentimiento de que nadie se preocupa por nosotros, de que
no le importamos a nadie. El pensamiento de «fulanito me
ha traicionado» nos protege del otro más doloroso «nadie
piensa en mí». Y esta es una de las razones por las que los
soldados generalmente sufren paranoia.
Durante la Primera Guerra Mundial, los soldados bri-
tánicos en las trincheras estaban convencidos de que los
granjeros franceses, que seguían trabajando en sus tierras
detrás de la línea británica, hacían indicaciones secretas a la
artillería alemana. En La Gran Guerra y la memoria moderna,
Paul Fussell documenta la extendida creencia de los solda-
dos de que los granjeros dirigían las armas alemanas hacia
las trincheras inglesas. Fusell escribió: «En las dos guerras
era una idea muy extendida, aunque nunca, hasta donde yo
sé, pudo probarse que los franceses, los belgas o los alsacia-
nos que vivían tras la línea del frente, orientaban a la artille-
ría alemana con un método increíblemente elaborado, inte-
ligente y preciso». Los soldados veían códigos terribles en
los movimientos aleatorios de las aspas de un molino, o en
la visión de un hombre paseando dos vacas por el campo, o
en la ropa tendida en un alambre. Es menos doloroso sen-
tirse traicionado que ignorado.
Con la edad disminuye la posibilidad de desarrollar de-
sórdenes psicológicos graves, pero aumenta la probabilidad
de desarrollar algún tipo de paranoia. En el hospital he oído
a hombres y mujeres mayores quejándose: «Las enfermeras
me quieren envenenar», «No he perdido mis gafas, es evi-
dente que me las ha robado mi hija», «No vas a creerme,

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pero te lo puedo asegurar: mi habitación está intervenida,
me espían el correo», «Por favor, llévame a casa, aquí no me
siento seguro». No cabe duda de que se abusa de los ancia-
nos, y de que son engañados por la familia y maltratados
por sus cuidadores, así que es importante prestar mucha
atención a sus miedos. Pero con demasiada frecuencia
—como los soldados en las trincheras— cuando los ancia-
nos encaran la muerte se sienten olvidados. Hombres y
mujeres que alguna vez fueron atractivos e importantes se
encuentran progresivamente ignorados. De acuerdo con mi
experiencia, las fantasías paranoides son a menudo una res-
puesta a la indiferencia del mundo. El paranoico sabe que
alguien está pensando en él.
Pedí a Amanda P. que me contara más sobre su llegada
a casa desde Nueva York. «Me encanta mi piso —me
dijo—. Pero regresar a casa después de un viaje es uno de
esos momentos en los que odio estar soltera. Abro la puerta
y me encuentro con el correo de diez días, el frigorífico
vacío y la casa fría. Nadie ha cocinado, así que el piso pare-
ce abandonado; es deprimente.» Hizo una pausa. «Es exac-
tamente lo opuesto de lo que me gustaba al llegar a casa
cuando volvía del colegio. Mi madre o mi abuela, o las dos,
estaban ahí, preparándome la cena. Siempre había alguien
esperándome.»
Conforme hablaba iba quedando claro que la momen-
tánea fantasía paranoica de Amanda P. —la de girar la llave
en la cerradura y volar en pedazos por culpa de los terroris-
tas— no era, respondiendo a su pregunta, ninguna locura.
Su fantasía la atemorizaba durante un minuto, pero al final

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era un miedo que la salvaba de sentirse sola. El pensamiento
de «alguien quiere matarme» le hacía experimentar la sen-
sación de ser odiada, pero no olvidada. Ella existía en la
cabeza de un terrorista. Su paranoia era un escudo contra
la catástrofe de la indiferencia.

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Por qué los padres envidian a sus hijos

Hace algunos años tuve una paciente a la que llamaré Ami-


ra. Cuando tenía veintisiete años, Amira tuvo un grave ac-
cidente de coche; el coche derrapó y se salió de la autopista.
El accidente la dejó físicamente herida y emocionalmente
dañada.
Dos años después del accidente, Amira comenzó a re-
hacer su vida, y a tener cada vez mayores dificultades para
hablar con su madre sobre sus progresos. «No soporto sus
Masha’Allahs —me dijo Amira—. Masha’Allah quiere decir
“es la voluntad de Dios”. Mi madre lo dice cada vez que
me pasa algo bueno. Lo dice para ahuyentar el mal de ojo,
para protegerme de la envidia de la gente, y eso me moles-
ta mucho.»
Amira describió una conversación que tuvo con su
madre acerca de los preparativos que ella y su novio estaban
haciendo para la luna de miel. «Le dije que habíamos deci-
dido ir a París: Masha’Allah. Empecé a contarle sobre el
hotel que habíamos elegido. Masha’Allah. Traté de hablarle
de la suite y de nuestros planes. Masha’Allah Masha’Allah

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Masha’Allah. Tenía ganas de arrojar el móvil por la ventana
—me dijo Amira—. Mi felicidad no depende solo de la
voluntad de Dios, también yo tengo algún mérito.»
Me pareció que el deseo que tenía la madre de Amira
de proteger a su hija de la envidia de la gente estaba enrai-
zado en sus propios sentimientos de envidia. Al principio
Amira se sorprendió con esta idea. Pero al irla asumiendo,
empezó a quedar claro que su madre echaba algo en falta.
Su madre le había dicho alguna vez que uno de los perío-
dos más felices de su vida había sido el de su primer año de
matrimonio, cuando ella y su esposo vivían en Francia. «No
debe de ser fácil para ella —dijo Amira—. Yo estoy pla-
neando mi matrimonio y tener hijos, mientras ella es una
viuda que mira hacia el pasado.» Después Amira se pregun-
tó si no había sido insensible, si no había tratado involunta-
riamente de poner celosa a su madre.
Con frecuencia envidiamos las dotes de nuestros hijos: su
potencia física y mental, su vitalidad, su capacidad para dis-
frutar, su bienestar material. Pero sobre todo envidiamos el
potencial de nuestros hijos. Robert B., un funcionario públi-
co de cincuenta y cinco años, me contó un sueño que había
tenido: «Estoy en una montaña. Mis abuelos, que ya han
muerto, están en la cima, entre las nubes. Descansan en una
pequeña cabaña de madera, esperando a mis padres que están
justo por debajo de la cima. Yo estoy más abajo en la monta-
ña, lejos de mis padres. Mis hijos están al pie de la montaña,
apenas acaban de dejar el campamento base. Me escondo
detrás de una roca y mis hijos me rebasan. Cuando regreso al
camino y los veo delante de mí me siento eufórico».

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El sueño de Robert, entre otras cosas, es la visión del
viaje de la vida, desde la cuna (el campamento base) hasta la
tumba (la cabaña de madera). También representa su deseo
inconsciente de estar al margen del tiempo, de intercambiar
posiciones con sus hijos para tener un futuro todavía más
largo que el de ellos.
En su mayor parte, la envidia que estoy describiendo es
inconsciente: furtiva, resistente a la investigación y a la co-
rroboración. La vislumbramos en nuestros sueños, y tam-
bién en nuestras distracciones o deslices. Una madre que
conozco, que fue criada en la pobreza, estaba encantada de
haberle comprado a su hija un traje de lana de Prada, pero
unas horas después metió la falda accidentalmente en la lava-
dora y la echó a perder.
A veces la envidia viene disfrazada de correctivo —el
padre desinfla el entusiasmo de su hijo con palabras como
«descarado» o «inmaduro»; la madre se queja de que su hijo
es desagradecido: «No sabes lo afortunado que eres», «Yo
nunca tuve ni esto ni lo otro». Cuando envidiamos a nues-
tros hijos nos envidiamos a nosotros mismos: tenemos un
concepto demasiado bajo de ellos y uno demasiado alto de
nosotros.
No es necesario ser padre para sentir esta clase de envi-
dia. Un entrenador puede envidiar a su atleta, y un profesor
a su alumno, y sería injusto no incluir que un psicoanalista
puede envidiar a su paciente. A veces nuestros pacientes son
más jóvenes, más inteligentes y económicamente más exi-
tosos que nosotros. Y no es tan extraño que el psicoanalista
pueda ayudar a un paciente a resolver el mismo problema

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que el psicoanalista no ha podido resolver durante toda su
vida. Cualquier padre y cualquier madre pueden verse atra-
pados en esta clase de envidia.
La pregunta es la siguiente: ¿podemos por la vía de la
aceptación de nosotros mismos, en nuestro tiempo y lugar,
liberarnos para disfrutar de los placeres y los éxitos de nues-
tros hijos? En los casos más extremos, envidiar al hijo es una
desgracia psicológica, y puede hacernos perder tanto el
equilibrio mental como a nuestro hijo.
Hace diez años, Stanley P., un viudo de setenta y siete
años, y padre de cuatro hijos, llegó a mi consultorio deriva-
do por su médico de familia. Sus actividades se habían ido
restringiendo; me di cuenta de que así evitaba sentir envi-
dia de los demás. No viajaba y solo se relacionaba con
aquellos por los que sentía desprecio: gente a la que pagaba
por hacer reparaciones, por ejemplo. Se sentía incómodo
con sus hijos. Con cada hijo se quejaba de los otros, de sus
maridos o sus mujeres, de los regalos de cumpleaños que le
habían hecho, o de la frecuencia con que le llamaban por
teléfono. El comportamiento de Stanley había hecho que
sus hijos se fueran alejando de él, y esto solo confirmaba,
según él, el egoísmo de sus hijos.
Un día Stanley describió una visita de su hija, que solía
visitarlo con su esposo y sus hijos varias veces al año, y que
últimamente iba sola y como mucho una vez al año. Mien-
tras me contaba cómo se despedía de ella, cogiéndole la
mano en un café del aeropuerto, a Stanley se le saltaban las
lágrimas. Recordó cuando ella era pequeña y él se ponía
detrás de la puerta de su habitación para oírla cómo le leía

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La historia de la señora Tiggy-Winkle a su osito de peluche.
Pero ese recuerdo, y su sentimiento de tierna melancolía,
pronto dieron paso a una lista de quejas sobre la brevedad
de su visita o lo barato que era el regalo que le había llevado.
Y de nuevo volvió a perderla. Lo que quedaba del amor que
había sentido por sus hijos tenía poco que hacer frente a la
poderosa narrativa que su envidia había logrado escribir.

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De cómo el enamoramiento nos aleja del amor

Mary N., de cuarenta y seis años, casada y madre de tres


hijos, fue ingresada en el hospital con una crisis nerviosa.
Unos días antes de sufrir la crisis, Mary fue con su esposo
a una fiesta que organizaban los vecinos en su jardín, don-
de habían conocido a un hombre llamado Alan, un aboga-
do que acababa de enviudar. En cierto momento, Alan y
Mary entablaron una conversación en la cocina y hablaron
abiertamente sobre el dolor que a él le provocaba la muer-
te de su mujer, y a ella la reciente muerte de su hermana
víctima de un cáncer. Él la invitó a comer a su casa el vier-
nes siguiente. El viernes Mary llegó a la casa con un ramo
de peonías, una botella de vino de Sancerre y un camión de
mudanzas donde llevaba toda su ropa y sus pertenencias y
unos cuantos muebles. Alan recibió a Mary y aceptó los
presentes, hasta que vio a los hombres de la mudanza y
adivinó sus intenciones. Cuando él le impidió entrar, ella
se puso histérica, comenzó a gritar y a desgarrarse la ropa.
Alan telefoneó a su esposo, que inmediatamente llamó al
médico.

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Cuatro meses después de separarse de su mujer, Isaac
D., un cirujano de cuarenta y un años, asistió a una confe-
rencia en Estados Unidos. Mientras estaba sentado en el bar
del aeropuerto JFK conoció a una dentista de veintinueve
años llamada Anna. Conversaron alrededor de una hora y
después cada uno se fue por su lado. Al llegar a Londres,
Isaac la buscó por internet. Dos días después se presentó en
la consulta de ella en Buenos Aires con un enorme ramo
de flores y un collar de perlas. Anna llamó inmediatamente
a su padre y a su novio para que se llevaran a Isaac de allí.
Llegaron los dos a la consulta y trataron de que se fuera.
Isaac no accedió a marcharse hasta que llegó la policía y
amenazó con arrestarlo. Una semana más tarde, sentado en
mi consultorio, Isaac me dijo que siempre había sido pro-
clive a los flechazos, pero que esta vez era diferente, que
realmente se había enamorado. Había accedido a verme
solo porque su médico había insistido. Estaba preparado
para hablar sobre sus sentimientos frente al rechazo, pero no
lograba ver nada malo en su comportamiento. «Solo soy un
romántico chapado a la antigua», me dijo.
La mayoría de nosotros hemos estado alguna vez ena-
morados, hemos sufrido esa fiebre en menor o mayor me-
dida. En casos extremos, el enamoramiento puede producir
trastornos de la conducta (acoso, por ejemplo) u obsesión
sexual. El enamoramiento hace que sintamos nuestros lími-
tes emocionales, la barrera que hay entre nosotros y el ob-
jeto de nuestro deseo ha sido derribada. Sentimos un deseo
que pesa físicamente, un dolor. Pensamos que estamos ena-
morados.

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Muchos psicoanalistas creen que el enamoramiento es
una forma de regresión, que en el anhelo de una cercanía
intensa somos como niños implorando el abrazo de nuestra
madre. Por eso somos tan vulnerables cuando lidiamos con
la pérdida y la desesperación, o cuando estamos solos y ais-
lados; de ahí que sea tan frecuente enamorarse durante los
primeros años de universidad, por ejemplo. Pero ¿es este
sentimiento en realidad amor?
A veces digo —aunque no completamente en serio—
que la pasión amorosa es la parte excitante, y que el amor
real es la parte tediosa que viene después. La poetisa Wendy
Cope me dijo una vez: «En el enamoramiento, la gente evi-
ta poner a prueba sus fantasías frente a la realidad». Pero
dada la angustia que el enamoramiento puede causar —la
pérdida de la libertad mental, la insatisfacción con uno mis-
mo y el terrible sufrimiento—, ¿por qué algunos de noso-
tros intentamos eludir durante tanto tiempo la realidad?
Muchas veces es porque enfrentarse a la realidad impli-
ca asumir la soledad. Y aunque la soledad puede ser útil
porque nos motiva a conocer a alguien nuevo, por ejemplo,
el miedo a la soledad puede funcionar como una trampa,
encerrándonos en un sentimiento duradero de abatimiento.
En el peor de los casos, el enamoramiento se vuelve un
hábito mental, una manera de mirar el mundo que no es
tan distinta de la paranoia.
Hace muchos años tuve una paciente llamada Helen B.,
una periodista free lance de treinta y siete años. Helen ha-
bía tenido una relación durante nueve años con un colega
casado llamado Robert. Atrapada por el enamoramiento,

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Helen era incapaz de pensar en él de forma racional. Ro-
bert había incumplido durante años sus promesas. Le decía
que se irían juntos de vacaciones, y acababa yendo con su
esposa. Le había dicho que dejaría a su mujer en cuanto su
hijo menor entrara en la universidad, y ese momento hacía
tiempo que había pasado y Robert no había hecho ningún
movimiento. Tres meses antes de que Helen empezara con
el psicoanálisis, Robert le dijo que se había enamorado de
otra y que iba a dejar a su esposa. Helen ni negó ni rechazó
esta información, pero parecía incapaz de comprender lo
que significaba. Ella me dijo que era capaz «de no dejarse
engañar y ver» lo que «de verdad estaba pasando».
«Mis amigos me decían que Robert nunca dejaría a su
esposa, pero estaban equivocados; ya la ha dejado», me
confesó con aire triunfal. Helen afirmó que estaba «encan-
tada»; creía que la nueva novia de Robert sería incapaz de
retenerlo, así que con el tiempo regresaría con ella. Esta era
una posibilidad, desde luego, pero Helen pensaba que era una
certeza, y se negaba a admitir lo obvio: Robert se había
enamorado de otra persona. Igual que la paranoia, el ena-
moramiento produce ávidos recopiladores de información,
pero uno observa de inmediato una intención incons-
ciente en sus observaciones: cada nuevo hecho confirma su
fantasía.
Durante su primer año de psicoanálisis me di cuenta de
que no podía ayudar a Helen a pensar diferente. Me recor-
daba a esas teorías conspirativas que sostenían que el prínci-
pe Felipe de Edimburgo había asesinado a la princesa Dia-
na, o que la CIA había planeado los ataques del 11 de

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septiembre; no había ningún argumento que pudiera alterar
su convicción. Cuando trataba de hacerle ver que nada de
lo que hacía Robert parecía alterar sus sentimientos hacia
él, se enfadaba. «¿Acaso el amor verdadero no consiste pre-
cisamente en eso?»
Cuando enseñaba técnica psicoterapéutica, siempre in-
cluía en la relación de lecturas Cuento de Navidad, de Charles
Dickens. Lo hacía porque creo que es la historia de una ex-
traordinaria transformación psicológica, y porque Dickens
nos enseña algo esencial sobre la forma en que la gente pue-
de cambiar.
En el cuento de Dickens, como probablemente recuer-
de el lector, el mezquino Scrooge es visitado por tres espí-
ritus. El espíritu del pasado devuelve a Scrooge a su infan-
cia, a una serie de momentos infelices: cuando su padre lo
abandona en el internado, la muerte de su hermana menor,
su decisión de rechazar a su novia para dedicarse a hacer
dinero. El espíritu del presente le muestra a Scrooge el gran
corazón de la familia Cratchit, cuyo miembro más peque-
ño, Tiny Tim, se está muriendo a consecuencia de la nega-
tiva de Scrooge a subirle el sueldo a Bob Cratchit. Cuando
el espíritu del futuro le enseña a Scrooge su propia tumba
abandonada, experimenta una transformación.
Scrooge no cambia porque tiene miedo, sino porque
está hechizado. Podemos tener miedo de ganar peso, pero
eso probablemente no baste para que nos pongamos a régi-
men. El hechizo es diferente, nos hace sentir, y también nos
hace vivir, un hecho, un conocimiento que estamos tratando
de evitar.

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¿Qué conocimiento trataba de evitar Scrooge?
Scrooge no quería pensar en la muerte de su madre, en
la de su hermana, o en la pérdida de su novia; no podía so-
portar la idea de que el amor se acaba. Dickens nos cuenta
que, antes de irse a la cama, Scrooge cena solo y revisa su
libro de cuentas: los depósitos, las retiradas y los intereses
que ha generado. Elijo este episodio para ilustrar que Scroo-
ge pasa sus noches confortándose a sí mismo; conforme va
leyendo su libro de cuentas piensa: «¿Te das cuenta?, no hay
pérdidas, solo ganancias».
Al final Scrooge cambia porque los tres espíritus des-
montan la ilusión de que es posible vivir sin pérdidas. Le
demuestran su error hechizándolo: con las pérdidas que
acaba de experimentar y con las que se han ido afianzando
a su alrededor; y además con la inevitable pérdida de su
vida y, por consiguiente, de sus posesiones.
La historia de Dickens nos enseña otra lección: Scrooge
no puede rehacer su pasado, ni puede estar seguro de su
futuro. Pero al despertar la mañana de Navidad pensando
de una manera distinta puede cambiar su presente; el cam-
bio solo puede tener lugar aquí y ahora. Esto es importante
porque tratar de cambiar el pasado nos puede dejar con una
sensación de desamparo y tristeza.
Pero el cuento de Dickens apunta a una verdad que
va más allá, más oscura y más inesperada. El cambio no
llega porque nos hayamos redimido, o porque hayamos
recompuesto nuestra relación con los vivos; a veces cam-
biamos más cuando reparamos nuestra relación con lo
perdido, con lo olvidado, con lo que ya está muerto. En

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cuanto Scrooge llora por todos aquellos a los que amó, y
que había expulsado de sus pensamientos, empieza a re-
cuperar el mundo que había perdido. Empieza a regresar
a la vida.
Y si de manera inadvertida un paciente me permite
averiguar qué es aquello que lo tiene hechizado —los pen-
samientos que conoce y que no quiere tomar en considera-
ción—, mi trabajo se convierte en el de los espíritus de
Dickens: llevar al paciente frente a la escena para que pueda
hacer su trabajo.
Un lunes, durante su segundo año de psicoanálisis, He-
len me contó que se había topado con una editora en una
galería de arte. Por lo que Helen recordaba, esta editora, de
unos cincuenta años, había tenido siempre un aspecto im-
pecable: manicura y pelo perfectos, la piel fresca y resplan-
deciente. «Llevaba ropa y joyas fabulosas —me dijo He-
len—. Podía invertir mucho tiempo y dinero en ella misma
porque no tenía familia.» Helen siempre había admirado a
esa mujer, pero en esa ocasión, rodeada de gente más joven,
la editora se veía fuera de lugar, cansada. Antes de irse, la
vio sentada en el bar, «hablaba demasiado alto, ponía dema-
siado empeño, estaba demasiado cerca de un joven; era bo-
chornoso».
Le pregunté a Helen si quería que le asegurara que no
iba a terminar como la editora.
«Me moriría si me convirtiera en eso; la idea de acabar
así, ¿sin marido?, ¿sin familia?, ¿haciendo el ridículo en una
galería de arte moderno?» Helen hizo una pausa larga. Lue-
go cambió de tema.

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«Creo que me has contado la historia de la editora por-
que temes haber asistido a una escena de tu propio futuro»,
le dije.
En los meses siguientes, de vez en cuando le saqué a
Helen el tema de esa tarde en la galería. La «escena en el
bar» se convirtió en una especie de clave entre nosotros que
representaba la negación de Helen al paso del tiempo, su
deseo de eternizar el presente.
Muchas cosas provocaron un cambio en Helen, pero
esta imagen de lo que ella podría llegar a ser fue sin duda
de las más importantes, creo. Helen siempre había tenido
problemas con la idea de que, desde que había conocido a
Robert —casi diez años antes— se había quedado detenida
en el tiempo. Había ido viendo cómo se transformaban los
que estaban a su alrededor —sus amigas se habían casado y
tenido hijos— mientras su vida estaba estancada en el mis-
mo sitio. Pero su punto de mira siempre era Robert. En las
bodas de sus amigas, se preguntaba: «¿Por qué no puede
comprometerse? ¿Qué hay de malo en mí?».
Entonces algo comenzó a cambiar. Un día Helen des-
cribió el baby shower de una amiga. Solo había mujeres,
amigas suyas de la universidad. En lugar de hablar de si ella
y Robert tendrían alguna vez un hijo, hablamos de sus ami-
gas, de su cercanía y la genuina preocupación que sentían
unas por otras. A Helen le parecía que esa intimidad se ha-
bía ido profundizando y que continuaría haciéndolo.
Una noche, poco tiempo después, durante una cena
con ese mismo grupo se vio a sí misma a través de los ojos
de sus amigas: una mujer apasionadamente comprometida

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con alguien que no era real y desconectada de la gente que
de verdad se preocupaba por ella. A menudo había pensado
que sus fantasías con Robert terminarían alejándola de un
posible marido y de un hijo, pero por primera vez se dio
cuenta de que esas fantasías la alejaban del amor de sus ami-
gas. «Me sentí enferma de tristeza cuando me di cuenta de
lo que había perdido», me dijo después. Durante el postre le
sonó el móvil; vio que era Robert y no contestó. Volvió a
la conversación con sus amigas.

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De cómo el miedo a la pérdida puede hacernos
perder todo

Cuando el primer avión se estrelló contra la torre norte del


World Trade Center, Marissa Panigrosso estaba en el piso
noventa y ocho de la torre sur, hablando con dos compañe-
ras de trabajo. Sintió la explosión tanto como la oyó. Una
ráfaga de aire caliente le golpeó la cara, como si alguien
hubiera abierto la puerta de un horno. Una oleada de an-
siedad inundó la oficina. Marissa Panigrosso no se detuvo a
apagar su ordenador ni recoger su bolso. Caminó hacia la
salida de emergencia más cercana y abandonó el edificio.
Las dos mujeres con las que estaba hablando —y la
compañera con la que compartía el cubículo— permane-
cieron allí. «Recuerdo que me iba y que nadie me seguía
—dijo Marissa más tarde en una entrevista de radio—. La
vi hablando por teléfono, igual que a la otra mujer. Estaba
cerca de mí, hablando por teléfono, y no quería irse.»
De hecho, muchas personas en la oficina de Marissa
Panigrosso ignoraron la alarma de incendio, y lo que había
pasado a cuarenta metros de distancia, en la torre norte.

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Algunos compañeros estaban en una reunión. Una amiga
de Marissa, Tamitha Freeman, regresó cuando ya había ba-
jado varias plantas. Tamitha dijo: «Tengo que regresar por
las fotos de mis hijos», y nunca volvió a salir. Las dos muje-
res que estaban hablando por teléfono, y las personas que
estaban en la reunión, también perdieron la vida.
En la oficina de Marissa Panigrosso, como en muchas
otras oficinas en el World Trade Center, la gente no tenía
pánico ni prisa por irse. «Aquello me pareció muy raro
—dijo Marissa—. Le dije a mi amiga: ¿“Por qué se queda
parada toda esta gente?”.»
Lo que tanto impresionó a Marissa Panigrosso no era,
de hecho, nada excepcional. Los estudios demuestran que
cuando suena una alarma de incendio la gente no reac-
ciona inmediatamente. Empiezan a hablar entre sí y a tratar
de comprender qué ocurre. Se quedan parados.
Esto resulta obvio para cualquiera que haya participado
en un simulacro de incendio. En lugar de abandonar el edi-
ficio, esperamos. Esperamos más pistas, como el olor a
humo, o que nos lo diga alguien en quien confiamos. Pero
también es verdad que, aun teniendo toda la información,
muchos seguimos sin movernos. En 1985, cincuenta y seis
personas murieron a causa de un incendio en un estadio de
fútbol en Bradford. Al revisar las escenas de la televisión,
podía verse que el público no reaccionó de inmediato, y
que siguió viendo simultáneamente el partido y el fuego,
sin dirigirse hacia las puertas de salida. Y las investigaciones
demuestran, una y otra vez, que cuando finalmente nos
movemos, tendemos a seguir viejos hábitos. No confiamos

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en las salidas de emergencia. Casi siempre tratamos de salir
por la puerta por la que hemos entrado. La reconstrucción
judicial de un famoso incendio en un restaurante, el Be-
verly Hills Supper Club en Kentucky, confirmó que mu-
chos clientes intentaron pagar antes de irse, y murieron cal-
cinados en la cola.
Después de veinticinco años como psicoanalista, no
puedo decir que esto me sorprenda. Nos resistimos al cam-
bio. Comprometernos con un pequeño cambio, aunque sea
en nuestro beneficio, produce con frecuencia más temor
que ignorar una situación peligrosa.
Somos fieles de manera vehemente a nuestra forma de
mirar el mundo, a nuestra historia. Queremos saber en qué
nueva historia nos estamos metiendo antes de abandonar la
anterior. No utilizamos una salida si no sabemos con exac-
titud adónde va a llevarnos, aunque sea —o quizá precisa-
mente por eso— una emergencia. Esto es así para todos,
para los pacientes y para los psicoanalistas.
He pensado a menudo en Marissa Panigrosso desde que
escuché por primera vez su historia. Me he descubierto ima-
ginándola en su oficina. Veo la pantalla de su ordenador, los
grandes ventanales. Huelo los aromas de la mañana, café y
perfume, y entonces… el primer impacto. La veo caminando
hacia la salida de emergencia y luego la veo irse. Veo a sus
colegas que se quedan. Tamitha Freeman se va, y regresa
unos minutos después a recoger las fotos de sus hijos. Me veo
allí, en la torre sur, y me pregunto: ¿qué hubiera hecho yo?
Quiero creer que hubiera salido con Marissa Panigros-
so, pero no estoy seguro. Podría haber pensado: «Ya ha pasa-

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do lo peor». O me hubiera preocupado de hacer el ridículo,
de regresar al día siguiente y que no hubiera pasado nada y
todos hubieran seguido trabajando. Quizá alguien me hu-
biera dicho: «No te vayas, el avión se ha estrellado en la
torre norte; la torre sur debe ser el lugar más seguro de
Nueva York», y me hubiera quedado.
Dudamos frente al cambio, porque el cambio es pérdi-
da. Pero si no aceptamos cierta pérdida —la pérdida de las
fotos de sus hijos para Tamitha—, podemos perderlo todo.
Pensemos en Mark A., un hombre de treinta y cuatro
años que se descubrió un bulto en un testículo, pero que
no quiso ir al médico hasta después de sus vacaciones en
Grecia. En lugar de ir al médico, a la cita que su mujer le
había concertado, fue a comprar crema bronceadora y ca-
misetas para los niños en Baby Gap. «Seguro que no será
nada —dijo—. Iré al médico en cuanto regresemos.» O Ju-
liet B., una mujer de treinta y seis años que había estado
comprometida durante siete años con un hombre que tenía
otras mujeres y frecuentaba prostitutas, y que se comporta-
ba como un matón con sus colegas y sus clientes. «No pue-
do dejarlo —dijo—. ¿Adónde voy?, ¿qué hago?»
Para Mark A. y Juliet B., la alarma de incendio está so-
nando. Los dos están nerviosos por su situación. Los dos
quieren cambiar. Si no, ¿para qué se lo explican al psicoana-
lista? Pero siguen ahí, esperando. ¿A qué?

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Sobre perder la billetera

Recientemente, Daniel K. comenzó la sesión contándome


esta historia.
La tarde anterior estaba en su casa cuando llamó el direc-
tor de su oficina con buenas noticias; había ganado un impor-
tante concurso arquitectónico para diseñar el museo de la
cultura de Chengdu, en China. Como era el más joven y el
menos conocido de los arquitectos que concursaban, no es-
peraba ganar el premio. «Nos vamos a divertir mucho y va-
mos a ganar un montón de dinero», le dijo el director. Daniel
estaba eufórico —esa era la oportunidad que él y su pequeña
firma estaban esperando— e inmediatamente reservó mesa
en un restaurante del West End para celebrarlo con su mujer.
Decidió coger el metro. «En cuanto me senté, saqué la
billetera y puse el billete dentro. Entonces, y esto es lo que
no alcanzo a entender, puse la billetera en el asiento de al
lado. Pensé: «No está bien dejar la billetera en el asiento, si
la dejas ahí la vas a perder».
En la primera parada me di cuenta de que había cogido
el tren equivocado y me bajé. Cuando las puertas se estaban

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cerrando recordé la billetera. Era demasiado tarde; la bille-
tera se había quedado en el asiento. Corrí hacia donde esta-
ba un policía, hizo una llamada para que alguien revisara el
vagón en la parada siguiente, pero la billetera había desapa-
recido. Me sentí muy mal, realmente mal.»
Daniel hizo una pausa. «Cancelé mis tarjetas de crédito
y corrí al restaurante. Llegué tarde y, por supuesto, mi espo-
sa tuvo que pagar. Perder la billetera me había dejado de
mal humor, me sentía mal. Sabía que lo había provocado yo
mismo, pero ¿por qué?»
Siguió. «Cuando nos íbamos del restaurante recibí un
mensaje de texto: “Tengo tu billetera, llámame para poner-
nos de acuerdo”. Usted pensaría que me sentí aliviado, ¿no?
Había encontrado la billetera, todo estaba bien. Pero no me
sentí aliviado en absoluto. De hecho, creo que me sentí to-
davía peor. Estaba realmente deprimido. Pensé que había
desaprovechado el placer del triunfo.Y luego, fuera del res-
taurante, hice otra locura. En cuanto terminé de leer el
mensaje de texto, me sorprendí buscándome en los bolsillos
la billetera. Sabía que alguien la tenía y, sin embargo, no
podía dejar de buscarla.»
Mientras escuchaba a Daniel, lo que más me impresio-
nó, y lo que probablemente impresione más al lector, fue la
forma en que una pérdida siguió a la otra. Perdió la billete-
ra, pero solo después de perderse él mismo (se había equi-
vocado de tren). Perdió su habitual sentido común (al po-
ner la billetera en el asiento en lugar de en el bolsillo).
Perdió la noche (la oportunidad de invitar a su mujer), y
después, en cuanto apareció la billetera, perdió la informa-

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ción que acababa de recibir y se descubrió buscándose en
los bolsillos. Pero la pérdida más grande que experimentó
mi paciente fue la emocional; durante el transcurso de los
acontecimientos, perdió el sentimiento de felicidad que de-
bía haber acompañado a su éxito. En unas cuantas horas
pasó de ser un triunfador a sentirse un perdedor.
«El éxito ha arruinado a muchos hombres», dijo Benja-
min Franklin. Eso es verdad, pero lo que Franklin no men-
cionó es que con frecuencia nos buscamos esa ruina noso-
tros mismos.
El novelista estadounidense William Styron vivió este
problema. En sus memorias, Esa visible oscuridad, describe su
llegada a París, desde Nueva York, para recibir el prestigioso
Prix Mondial Cino Del Duca, un premio que se otorga
anualmente a un científico o a un artista destacado. Styron
había empezado a encontrarse mal cuatro meses antes de la
ceremonia, poco después de saber que iban a darle el pre-
mio. «Si hubiera podido prever el estado mental que tendría
en la ceremonia del premio, no lo habría aceptado», escribe.
Su día triunfal se convirtió en una pesadilla: «La melancolía
abatiéndose sobre mí, un sentimiento de amenaza, de alie-
nación y, sobre todo, una ansiedad opresiva».
Styron asistió a la ceremonia, pero anunció bruscamen-
te a su benefactora, madame Del Duca, que había decidido
no asistir al banquete que se ofrecería después en su honor
—la parte de los festejos más anunciada durante los meses
anteriores— porque quería visitar a un amigo. Inmediata-
mente después, impresionado por la reacción de ella y ho-
rrorizado por su propio comportamiento, se oyó a sí mismo

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disculpándose con la secretaria de madame Del Duca. «Es-
toy enfermo —le dijo—, tengo un problème psychiatrique.»
Al final Styron se quedó al banquete, solo para descubrir
más tarde que había perdido el cheque de 25.000 dólares
que acababan de darle como premio, y que también había
perdido su equilibrio emocional. Distraído por su sufri-
miento íntimo, fue incapaz de comer o hablar. El éxito lle-
vó a Styron al borde del suicidio.
Para los psicoanalistas, el problema de Styron no es tan
raro: hay muchos hombres y mujeres que trabajan muy
duro para alcanzar una meta, para tener éxito, y de pronto,
como si se tratara de un cataclismo, se derrumban. ¿Cuáles
son las fuerzas inconscientes que nos llevan a sabotearnos a
nosotros mismos, a veces de forma imperceptible, cuando
tenemos éxito?
Para empezar, nos estamos perdiendo algo si no alcan-
zamos a ver que ganar es también perder.
Hace tres años tuve un paciente llamado Adam R., un
profesor que se había vuelto extremadamente nervioso, y
peligrosamente depresivo, después de que lo ascendieran a
director de una escuela muy reconocida; un puesto que él
siempre había querido, pero que requería trasladarse a otra
ciudad. En nuestra primera sesión, me habló de su pasado;
había sentido una angustia similar después de comprar su
primer piso, y lo mismo después de su boda. «Siempre qui-
se ser director —me dijo—, pero nunca imaginé cómo iba
a sentirme con la mudanza. Toda mi vida está aquí.» Como
muchos de nosotros, Adam estaba sorprendido de la pérdi-
da que entraña ganar.

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Pero a lo largo de las sesiones, Adam y yo entendimos
que no solo era la mudanza lo que le deprimía. Inconscien-
temente, sentía que cada uno de sus logros redundaba en
contra de su padre. «Me siento mal de ser director justa-
mente cuando mi padre se está retirando», me dijo Adam.
Le hice ver que una cosa no tenía nada que ver con la otra.
«Ya lo sé —dijo—, pero resulta algo ofensivo; por primera
vez voy a ganar más dinero que mi padre.»
En el caso de Daniel, su primer instinto, igual que el
mío, fue sospechar que la pérdida de la billetera buscaba
matizar su propio éxito. Estaba preocupado por la forma en
que su éxito podía afectar a los demás. «La manera en que
el director me dijo “vamos a divertirnos mucho, y vamos a
ganar mucho dinero”, me dejó desarmado. Me sentí como
un farsante. ¿Soy realmente mejor que los otros nueve ar-
quitectos finalistas? No lo creo, y ellos tampoco deben de
creerlo», me dijo.
Daniel temía decepcionar a sus colegas. Su noche de
pérdidas fue su intento por regresar al outsider que había
sido. Era una forma de decir a sus colegas arquitectos: no
me estoy divirtiendo y he perdido mi dinero; aquí no hay
nada que envidiar. Ser uno más no era lo que él quería,
pero era más familiar y más seguro que ser el ganador.
Pero ¿por qué había buscado la billetera en los bolsillos
en cuanto se enteró de que alguien la había encontrado?
El proyecto que mi paciente había ganado requería su
presencia durante un tiempo considerable en Chengdu, y él
siempre había odiado estar lejos de casa. La semana que ha-
bía pasado en China para una entrevista había sido horrible.

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El hotel en el que se había hospedado era «oscuro y depre-
sivo». En el tiempo que estuvo ahí solo pudo dormir con la
luz encendida. Mientras hablaba, me vino a la cabeza la ima-
gen de un niño pequeño encendiendo la lamparita de no-
che, no porque quisiera encontrar a sus padres en la oscuri-
dad, sino porque teme que sus padres lo olviden —lo
pierdan— en la oscuridad.
«Las cavernas de Krock», dijo de pronto. Se refería a la
historia del doctor Seuss que lo había aterrorizado cuando
era niño. Me recitó un fragmento: «Eres tan, pero tan afor-
tunado, que no eres un calcetín que, por error, en las caver-
nas de Krock han olvidado. Da gracias por todas las cosas
que no eres. Da gracias por no ser eso que alguien olvidó».
¿Podría ser que ese gesto —buscarse en los bolsillos la
billetera que sabe que no tiene— fuera la manera de olvi-
darse de otro pensamiento mucho más preocupante: el de
que está a punto de perderse? Buscarse la billetera podría
ser su forma de silenciar esa ansiedad personal. Es mejor
haber perdido algo que ser eso que alguien ha olvidado.

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EXTRACTOS
DE LA RESEÑA
PUBLICADA POR
MICHIKO KAKUTANI
EN EL NEW YORK TIMES
DEL � DE JULIO
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�UNA
COMBINACIÓN
DE CHÉJOV
Y OLIVER SACKS.�

Los famosos casos de estudio de de narradores subjetivos para


Freud, «Dora», «El hombre analizar los misterios del amor,
de los lobos», «El pequeño Hans» del sexo y de la muerte. No es
y «El hombre de las ratas» una coincidencia que le gustara
son lecturas psicoanalíticas, escribir sobre personajes de
historias policiacas llenas Shakespeare, Goethe, Ibsen
de suspense, y narraciones y Sófocles (sí, Edipo), o que
elípticas que contienen el prestara tanta atención al
drama y las contradicciones de lenguaje y a las imágenes
la ficción modernista. Freud empleadas por sus pacientes.
es un poderoso escritor, y su
metodología y su perspectiva La mujer que no quería amar,
tienen mucho en común con la del psicoanalista Stephen
crítica literaria y la arquitectura Grosz —profesor del Instituto
novelística. Las semblanzas de Psicoanálisis y de la unidad
de sus pacientes muestran su psicoanalítica del University
talento como crítico, volcado College de Londres (UCL)—,
en la deconstrucción de la vida posee las mejores cualidades
de sus casos de estudio, y sus literarias de la obra más
dotes narrativas, con el uso exigente de Freud.
La mujer que no quería amar no A fin de proteger la
es un manido libro de autoyuda. confidencialidad de sus
Es un libro que describe con pacientes, Grosz ha «cambiado
gran profundidad y belleza el los nombres y alterado los datos
proceso del psicoanálisis, y de identificación». Algunos
cómo el esfuerzo de las personas se encuentran en situaciones
para engarzar el pasado, el que a muchos de nosotros nos
presente y el futuro refleja su resultarán familiares: una
capacidad de cambiar. El libro, mujer que se niega a renunciar
cuya lectura entronca con Chéjov a la esperanza de que su novio
y Oliver Sacks, destila los 25 con fobia al compromiso acabe
años de trabajo del autor como
psicoanalista y las más de 50.000
horas de conversaciones con sus EL LIBRO DESTILA LOS ��
pacientes en una serie de capítulos AÑOS DE TRABAJO DEL AUTOR
breves pero incisivos que nos COMO PSICOANALISTA Y LAS
invitan a identificarnos con ellos, MÁS DE ��.��� HORAS DE
con sus pérdidas y temores, al CONVERSACIONES CON SUS
tiempo que nos hacen admirar las PACIENTES EN UNA SERIE DE
complejidades y circunvoluciones CAPÍTULOS BREVES PERO
de la mente humana. INCISIVOS QUE NOS INVITAN A
IDENTIFICARNOS CON ELLOS.
Grosz cita a Karen Blixen, para
quien «todas las penas se pueden
sobrellevar si se trasladan a
un cuento o si se explica una
historia sobre ellas». Esas
historias pueden ayudar a dar
sentido a nuestras vidas, ya
que si «no podemos encontrar
una manera de narrar nuestra
historia, nuestra propia historia
lo hará por nosotros: las historias casándose con ella; un hombre,
que soñamos, los síntomas que incómodo con su intimidad y que
desarrollamos, o la manera en sufre dependencia emocional,
que nos descubrimos actuando descubre que es realmente
con comportamientos que no feliz estando solo (le pregunta
comprendemos». a Grosz si puede visitarle
ocasionalmente, cuando lo las personas que le rodean,
necesite, no de forma regular); incluyendo a sus citas y a sus
una chica cuya capacidad colegas y también a Grosz. Al
para estar a la altura de las parecer, se trata una forma
expectativas de buena conducta agresiva de «controlar y excluir
y de rendimiento académico que a los demás», y cuya forma
le exigen sus padres «no impide de evitar la revelación de sus
el desarrollo de sus notables sentimientos le recuerda a Grosz
capacidades intelectuales», pero el personaje de Hamm en Fin de
retrasa su desarrollo emocional. partida de Beckett cuando dice:
«Enteramente ausente. Todo se
Otros capítulos tienen una ha hecho sin mí».
vertiente más surrealista y están
escritos en forma de fábula. Al igual que Freud, Grosz
Es el caso de un hombre que se complace en las alusiones
fantasea obsesivamente con literarias, y se muestra proclive
una casa imaginaria que posee a ahondar en el trasfondo
en Francia, que dibuja sus psicológico de los clásicos de la
planos mentalmente y visualiza literatura. Describe el Cuento de
diferentes colores de pintura Navidad de Dickens como
en una habitación, y un umbral «la historia de una
más amplio en otra. Y es el extraordinaria transformación
caso de un sujeto que intenta psicológica». Una de las
aburrir deliberadamente a todas lecciones que enseña el libro es

AL IGUAL QUE FREUD, GROSZ SE COMPLACE EN


LAS ALUSIONES LITERARIAS, Y SE MUESTRA PROCLIVE
A AHONDAR EN EL TRASFONDO PSICOLÓGICO DE
LOS CLÁSICOS DE LA LITERATURA.
que «Scrooge no puede modificar
su pasado, ni puede estar seguro
de su futuro. Pero al despertar
la mañana de Navidad pensando
de una manera distinta puede
cambiar su presente; el cambio
solo puede tener lugar aquí y
ahora. Esto es importante porque
tratar de cambiar el pasado nos
puede dejar con una sensación
de desamparo y tristeza».

Como muchas otras observaciones ESCRIBE CON ENORME


de Grosz, esta se hace eco de la EMPATÍA SOBRE SUS
definición de Kierkegaard de «el PACIENTES, AYUDÁNDOLES,
hombre más infeliz», el sujeto CON TACTO Y DELICADEZA, A
incapaz de vivir en el presente, RECONOCER PATRONES EN SUS
que habita en el espacio de la VIDAS, MIENTRAS ESCUCHA SUS
memoria pasada o del futuro TEORÍAS E INQUIETUDES.
esperanzador. Grosz escribe
sobre una mujer tan adicta a
imaginar su futuro —su padre en que el éxito puede hacer que una
el día de su boda, una casa cerca persona se sienta aislada de sus
de los padres de su novio— que colegas y del pasado, y que el
niega la realidad deprimente matrimonio puede hacer que
de la relación con su pareja. alguien se sienta como si se
Y también escribe acerca de cerraran otros caminos posibles.
un mentiroso compulsivo que Pero nunca es tendencioso y no
parece estar recreando de forma trata, como Freud, de ver todo
inconsciente la relación que tuvo —incluso el más existencial de los
con su madre cuando era un niño. dilemas— a través de un prisma
insistentemente sexual. No es de
Grosz evalúa el lenguaje utilizado extrañar que escriba con enorme
por sus pacientes: detecta un empatía sobre sus pacientes,
tono de condescendencia en ayudándoles, con tacto y
una mujer que se refiere a su delicadeza, a reconocer patrones
marido llamándole «cariño». en sus vidas, mientras escucha
Ve pérdida por doquier: sugiere sus teorías e inquietudes.
Para Grosz, ser psicoanalista de su historia, ayudándoles
significa pasar sus días de a dar sentido a sus vidas o, al
trabajo «a solas con otra persona, menos, asegurándoles que están
pensando, tratando de estar «vivos en la mente de otros».
presente». Él mismo se considera Con este libro profundamente
un «guía turístico, en parte conmovedor, el autor ha
detective y en parte intérprete», conseguido precisamente eso,
un editor que incita a sus además de compartir sus historias
pacientes a enlazar los puntos con un público más amplio.
STEPHEN GROSZ

Stephen Grosz es un
psicoanalista que ha trabajado
con pacientes durante más de 25
años. Nació en Indiana y estudió
en la Universidad de California en
Berkeley y en la Universidad de
Oxford. Actualmente, enseña en
el Instituto de Psicoanálisis del
University College de Londres.

Sus historias han aparecido


publicadas en el Financial Times
Weekend Magazine y en la
prestigiosa Granta.

La mujer que no quería amar


es su primer libro y ya es un
best seller internacional.

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