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La campaña antihomofóbica

Carlos Monsiváis

El hecho constitutivo de las campañas internacionales


contra la homofobia es el uso mismo del término que
designa la antipatía irracional, el odio, el desprecio y, en
varios niveles, el afán de excluir a los diferentes, de
negarles su condición humana. En lo básico, la
homofobia en el siglo XIX continúa dándose no porque
los gays, las lesbianas, los transexuales, no paguen sus
impuestos, o porque sean delictuosos los actos
consensuados entre adultos del mismo sexo , sino porque
en los orígenes de la cultura dominante se juzgó
abominable una conducta, todavía hoy calificada de
patética o afrentosa por los porristas del atraso
aunque —basta asomarse a los Medios y los debates internacionales— ya no
inconcebible.

¿Qué significa esta campaña estatal contra la homofobia radicada en la


transmisión de dos spots radiofónicos? No se alienta desde luego la ilusión de
modificar con ejemplos y recomendaciones las muy arraigadas estructuras del
prejuicio y el estigma, ni tampoco se sustenta el anhelo de una metamorfosis a su
modo kafkiana: “Una mañana despertó el grupúsculo Pro Vida sintiéndose tolerante y
honrado”. Esta campaña, en primerísimo lugar, refrenda el compromiso del Estado de
respetar los derechos humanos de las minorías, y de ratificar lo legal y legítimo de
conductas antes estigmatizadas por no llevar la aprobación de aquellas costumbres
cuyo poder de exclusión impone desde el siglo XIX el adjetivo piadoso: buenas.

El primer radioescucha de estos spots, y tal es el sentido último de esta


campaña, es el Estado mismo, los gobiernos, los funcionarios, los trabajadores de los
servicios de Salud, los Agentes de Ministerio Público, los integrantes de las
corporaciones policiacas... Son los destinatarios iniciales, por ser ellos quienes
históricamente han sancionado el acoso a los diferentes vertido en malos tratos,
decisiones notoriamente ilegales, indiferencia ante reclamaciones justas,
invisibilización legal y transformación del prejuicio en sentencias inapelables. Si la
intolerancia ha sido el vocero de las creencias, estas creencias han elegido mal desde
siempre su agencia de relaciones públicas.

En relación a la homofobia o a los males del machismo, y para describir lo


sucedido en el país no es necesario retrotraerse a la Santa Inquisición (hoy tan de
moda), y basta como ejemplo el siglo XX, que en México, como en cualquier otro país
latinoamericano, aporta pródigamente asesinatos (los hoy llamados “crímenes de
odio” de los cuales se produjeron cientos cada año), expulsiones de la familia y la
comunidad, segregación y discriminaciones que incluso se presentan como madurez
social (los muxes del Istmo), ausencia de los derechos legales de los diferentes,
creación de ghettos con gran carga autodestructiva, envío a la cárcel y a las Islas
Marías por el sólo delito de ser afeminados (Debería darse la gran explicación del
Poder Judicial de porqué el “afeminamiento” produjo tantas sentencias sin
fundamento alguno), ridiculización permanente del comportamiento de “jo tos” y
“machorras”, negación belicosa del ejercicio de derechos culturales y sociales, y algo
fundamental de éstos años, trato crudelísimo a los portadores del VIH y los enfermos
de sida, que lleva a hacer de la desinformación patrocinada un ejercicio del genocidio.
En síntesis, la homofobia ha reducido y perseguido a una comunidad que surge debido
al acoso y la intolerancia, y a la que, por así decirlo, se origina en la obstinación de
sus carceleros.

Desde la fortaleza del conservadurismo, se alegó durante un tiempo larguísimo


el derecho de la mayoría de llamarse a ofensa por la simple mención de los derechos
de las minorías (“Que no provoquen queriendo añadir prácticas a su intención
grotesca”) Esto ya no resulta atendible en lo mínimo (en rigor nunca lo fue pero el
atraso lo imponía), entre otras cosas porque se ha incrementado la defensa y la
práctica de la tolerancia en distintos niveles, y porque, si uno se fía de las encuestas
personales e institucionales, una mayoría significativa aprueba la tolera ncia y
determina el fracaso interminable de las campañas de odio y solidificación del
prejuicio homofóbico. Por eso, así no parezcan muy significativos en el conjunto del
trato responsable a lo diverso, son muy importantes los dos spots de Conasida, y si se
quieren pruebas obsérvese la ira teatral de sus antagonistas. El prejuicio se gasta en
exhortaciones del más puro analfabetismo moral.

Promover los spots es, por lo mismo, entender la campaña como parte de la
rectificación civilizadora que enfrenta los prejuicios, una obligación de primer orden.
Al responsabilizarse de los daños terribles de la homofobia, una institución del Estado
señala otra definición de la sociedad, ya sustentada en el respeto a los seres
humanos, el primer objetivo de cualquier gobierno.

¿Quién podrá decir ahora, con orgullo, “algunos de mis mejores amigos son
homófobos empedernidos, convencidos de que un spot radiofónico trastorne el orden
del universo conocido”? No ciertamente Oscar (remito al spot de Conasida y
Conapred)

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