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SILVIA MIGUENS

Cómo se atreve
Una vida de Juana Paula Manso
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lectoras e intercambiar perspectivas. Compartir un libro es echar a volar ideas
sabiendo que las palabras, época tras época, amplían los sentires y significado.

Muchas gracias
Autora: Silvia Miguens
silviamiguens@yahoo.com

Edición de tapa: Silvana Iovanna


Ilustración de tapa: Poli Verrua
Edición de libre difusión
Mayo de 2020
Cómo se atreve
Una vida de Juana Paula Manso
A vosotros, obreros,
que sois las víctimas de la desigualdad de hecho y de la injusticia,
a vosotros os toca establecer al fin sobre la Tierra el reino de la justicia
y de la igualdad absoluta entre la mujer y el hombre.
Dad un gran ejemplo al mundo (...)
y mientras reclamáis la justicia para vosotros,
demostrad que sois justos y equitativos;
proclamad, vosotros, los hombres fuertes,
los hombres de brazos desnudos, que reconocéis a la mujer
como a vuestro igual,
y que, a este título,
le reconocéis un derecho igual
a los beneficios de la unión universal de los obreros y obreras.

(L’Union Ouvrière, 1843)


FLORA TRISTÁN

Cualquiera que conozca algo de la historia


sabe que los grandes cambios sociales
son imposibles sin el fermento femenino.
El progreso social puede medirse exactamente
por la posición social del sexo débil (aunque sean feas).

CARLOS MARX (1868)


Mi estimada amiga

... sobre Juana Paula Manso pocos datos puedo suministrarle.


Pertenece a una familia decente de Buenos Aires. Fue casada con
Noronha. Ha estado en Filadelfia. Había llamado la atención como
poetisa y autora de composiciones de imaginación.
En 1858 la coloqué en una escuela de ambos sexos. Es preciso
que usted sepa que en Buenos Aires, Rivadavia, para abrir escuelas
públicas de mujeres, creó una sociedad llamada de Beneficencia,
que, a más del cuidado de los hospitales, tiene la dirección de las
escuelas de mujeres.
Esta Institución produjo al principio el inestimable resultado
de generalizar la educación de las mujeres, de manera que hoy en
Buenos Aires, tanto en la ciudad como en la campaña, tiene igual
y a veces mayor número de mujeres que de hombres en las escuelas;
pero sus beneficios no han pasado de ahí.
La sociedad se compone de veinte señoras viejas, ricas, ig-
norantes, mujeres, hermanas o algo de los gobernantes que las
nombraron hace veinte o diez años. Un secretario varón les lleva
sus cuentas. Fue esta Sociedad el obstáculo insuperable que tuve
para organizar la educación en 1858.
Juana Manso solicitó de esta sociedad le diesen una escuela;
y como el saber es cosa que les ocupa poco, no hicieron caso de su
solicitud. Entonces yo creé una escuela de ambos sexos, siendo Mitre
ministro, para colocarla a ella, a fin de aprovechar de su conocida
instrucción y honrar en ella al talento; pues es la única mujer que
se consagra a las letras.
Yo la traté en Buenos Aires. En una carta que me escribió hace
algunos meses, me cuenta su conversión. La lectura de los Anales,
mis discursos, las fiestas de inauguración de escuelas, habían
despertado en ella el sentimiento de la piedad y comprendido la

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grandeza de la idea.
Se lamentaba de haber malogrado su vida en hacer versos
y componer novelas, jurando consagrar el resto de sus días a la
grande obra. Su promesa la cumple con celo.
Mucho ha sufrido de desdenes, tanto a su persona como a
su obra, pero va venciéndolo todo. Mis cartas, que ella publica, le
hacen mucho bien y la revisten de autoridad. La Manso es la única
persona que se ha apasionado por llevar la cruz sobre sus hombros.
Le incluyo el retrato de la Manso, que ella me ha mandado en un
correo.
Su afectuosísimo amigo
Sarmiento
(A Mary Mann, 1866.)

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A MODO DE PRÓLOGO

Dice que soy vieja, gorda y fea, y no me extraña. Qué mejor que
mostrarme igual a ellos también en su aspecto desangelado y ocre.
Ocre, como ha dicho Sarmiento que soy. Y puede que, por esto de
emularlos y situarme a sus alturas, Sarmiento haya dicho también
que yo, Juana Paula Manso, he sido el único hombre entre cuatro
millones y medio de habitantes, entre Chile y la Argentina, capaz
de comprender su obra de educación. Así me ha definido Sarmiento,
como el único hombre capaz. Además sostiene que, inspirándome
en su pensamiento, he puesto el hombro a este edificio siempre a
punto de desplomarse. ¿Es que hay otro modo de ver nuestro país?
¿Podríamos haberlo visto de otro modo? ¿Podremos? ¿Cuándo?
Algo habrá, sin duda. Puede que yo haya sido el único hombre
capaz y puede que sea tan ocre como él y tantos otros cercanos a
él, puede que me les parezca de algún modo, más aún de lo que yo
misma creo. Por qué no... Sin embargo, existe otra verdad nunca
dicha con respecto a mí y es que la inspiración, en tiempo y en dis-
tancia, me ha llegado desde mucho más allá del peso o el dominio
de Sarmiento, de su ideología, de su pensar, de lo que él y tantos
han definido “su potestad, su influencia”; es que cada uno es lo
que es y no lo que debiera ser. Y aun otra verdad: mi condición de
mujer ocre la he adquirido de tanto frecuentar a hombres como él.
Pero no siempre he sido así. Recuerdo que un atardecer, en
Cuba, en casa de los Quesada Loynás, pasando por detrás de aquel
grupo de señores enfrascados en la bebida y sus vanidades, le es-
cuché decir a don Germán Castro:
—¡Qué tanta vaina, la señora de Noronha es intelectual y sin
embargo no es fea!
Cuando las carcajadas de los hombres interrumpieron el decir
de don Germán Castro, las cortinas se agitaron y el pelo blanco se
le alborotó. Al mismo tiempo, y de un sorbo, empinaron el vaso y

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entre risas, se pasaron la lengua por la comisura de los labios para
quitarse unas gotas carmelitas de ron. Segura, no obstante, de que
nadie había reparado en mi presencia, yo, Juana Paula Manso, por
aquel entonces “de Noronha”, me hice la desentendida, me detuve
frente a la mesa pequeña cercana a la pared, dejé la copa junto al
florero y, como quien no quiere, olí las gardenias, al tiempo que
ponía en orden la cinta que me sujetaba los pliegues del vestido
bajo el busto. En la luna del espejo los vi sonreír por detrás de mí,
observando como al desgaire la muselina blanca de mi falda.
Aquel día, atardecer en realidad, fue cuando comprendí que no
era el camino correcto. Nunca encontraría el porvenir, tampoco la
verdad, enfrentándome con dedicación al espejo sino enfrentándo-
me con particular esmero a mis congéneres, afines o equivalentes,
semejantes o análogos, paralelos o simétricos, los hombres. De
todos modos no es fácil... bien se sabe que la mujer es esclava de
su espejo, de su corsé, de sus zapatos, de su familia, de su marido,
de los errores y de las preocupaciones, que sus movimientos se
cuentan y sus pasos se miden. Eso le fue enseñado, así lo cree; un
ápice fuera de la línea prescrita y ya no es mujer... sino un mons-
truo, un fenómeno, un ser mixto sin nombre.
“Ocre, vieja, gorda y fea”, así me dicen. Así me ven. Así me
piensan y dicen aún hoy, años después de aquella tarde cuando
mi talle era todavía estrecho, firmes los senos y las caderas pan
crujiente y tibio ante aquellos ojos ávidos, pese a mi condición de
hembra a punto de parir o tal vez por ese motivo. Ocre. Así dicen
de mí habiendo pasado tanto tiempo de esos días en que todavía
yo no cuestionaba ni nadie ponía en tela de juicio que la sociedad
es el hombre, el ojo del hombre, el capricho del hombre, su solo
sentir. Porque él ha escrito las leyes y sus códigos y ha reservado
la supremacía para sí mismo trazando en derredor de la mujer un
círculo estrecho. Demasiado estrecho.
Mis preguntas no llegaron sino hasta que Noronha se fue.
Entonces decidí regresar al terruño y comencé a padecer de este
rictus tan mío. “Mujeres, me pregunto desde entonces, ¿por qué
se condena su inteligencia a la noche densa y perpetua de la ig-
norancia?; ¿por qué se ahoga la conciencia de su individualismo,
de su dignidad como ser que piensa y siente? ¿Por qué reducirla
al estado de hembra cuya única misión es perpetuar la raza? Sin
embargo, no todas estábamos de acuerdo en la Santa María de los
Buenos Aires ni en otras tantas aldeas, nada importan tiempo ni
lugar. Muy distintas eran nuestras inquietudes y aún lo son. Muy

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otra, la causa de mi desasosiego rondando la segunda mitad del
siglo XIX. Mi preocupación por esos días era la pequeña Eulalia,
el peso del vientre una vez más a punto de escindirme en dos, el
temblor de los dedos al finalizar cada concierto de piano junto a
Noronha, y Noronha.
Así fue desde aquel sarao en el Palacio San Pedro de Alcántara,
cuando vislumbré la mirada de Noronha dispersa por el auditorio,
al tiempo que con virtuosismo descerrajaba en el violín un ligero
acorde de “El carnaval de Venecia”. Nada más vi entonces ni por
mucho tiempo. Así, fue desde que conocí a Francisco de Noronha,
a poco de haber llegado al Janeyro, mi segundo exilio.
El primer exilio, destierro o expatriación y extrañamiento, fue
de la Santa María a Montevideo, luego a Río de Janeyro, a causa
de mi padre, don José María Manso, de Juan Manuel de Rosas,
de Manuel Oribe y de tantos otros. Poco después, aunque por muy
distintos motivos, la providencia o el destino y un nuevo destierro
me llevaron de Río de Janeyro a Nueva York y a Filadelfia hasta
llegar más tarde a Cuba y presenciar en casa de los Quesada Loynás
aquel jolgorio provocado por el comentario ligero de don Germán
Castro acerca de la curiosa compatibilidad en mi persona del ser-
bella con el ser-intelectual.

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CAPÍTULO 1
Duérmase, mi niño;
duérmase, mi amor,
que allí viene Rosas,
el federalón.
ARTURO CAPDEVILA

En el plato del candelero la llama agonizaba en un mar de cera.


Juana Paula bebía un sorbo de agua cuando las ramas del rosal
arañaron los postigos. Dejó el vaso sobre la mesa de luz y el libro
que leía bajo la almohada. Se arrebujó entre las sábanas. A través de
la ventana la luna trazaba un crucifijo de luz. Se restregó los ojos
y alzó el borde de la sábana hasta su nariz mientras veía extinguirse
la vela. Sólo entonces se durmió. O puede, quizá, que no se hubiese
dormido del todo porque al otro lado de los postigos, más allá de
las rosas, el brocal, el portón y la vereda, exactamente calle abajo
hacia el río, en la esquina de los French y al pie del farol donde la
luz de otra vela naufragaba en su propio mar de cera, unos perros
echaban sus orines y corrían calle arriba tras una perra alzada.
Juana Paula metió la cabeza bajo la almohada, haciendo caer el
libro al suelo. Quizá, digamos sólo que quizás al mismo tiempo que
el barullo perruno estallaron unos baldazos de agua que don José
María podría estar echando a través de las rejas; tal vez entonces,
confiada, se arrebujó aun más bajo la almohada porque la presencia
de su padre la tranquilizaba. Sin embargo, Manso, despreocupado
no sólo del ladrido de los perros sino del resto de las actividades de
la casa, bebía coñac atento al decir del compadre Funes.
—Será mejor que se quede a dormir... —sugirió.
—No quiero causar problemas.
—El problema será si hay que arrastrarle de un zanjón acu-

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chillado por la espalda.
—Uno de mis muchachos ya monta mi alazán, lleva mi abrigo
y mi sombrero...
—Y cuando lo alcancen qué... ¿tan fácil de engañar serán?
—Seguramente está llegando a Montevideo.
—Tal vez sea demasiado benévolo con los federales... Esa gente
es peor de lo que cree, Funes, no hay tregua desde lo de Dorrego...
—Tampoco para Lavalle.
—Unitarios y federales... estarán en pugna siempre.
—Estaremos en pugna... dirá.
—Parece que han visto otra vez a Lavalle rondando lo de
Almeida...
—... desde Navarro vino...
—Lavalle no olvida...
—Yo creo que se pega un tiro...
—¿Usted cree, Funes...?
—No sólo Dorrego está muerto: de algún modo también ha
muerto Lavalle... Pero hablemos de mejores causas... ¿y la niña?
—La niña es una mujer.
—La última vez que la vi fue justamente cuando el fusila-
miento de Dorrego.
—Sí, más o menos ocho años tenía...
—¿Y por qué Lavalle habrá vuelto a lo de Almeida...? Dicen
que el fantasma de Dorrego le va a la par, tal vez sean amigos
ahora...
—Tonterías, Funes —exclamó don José María aunque bajando
la voz.
En efecto, maltrecha su habitual elegancia y la docilidad de
su melena rubia, Lavalle había regresado a la escena del crimen.
Y hubo quienes dijeron haberlo visto a la par de Dorrego con el
pecho ensangrentado desde el momento mismo que Lavalle bajó
su espada ordenando disparar a los fusileros, descerrajando no sólo
el pecho de Dorrego sino abriendo una imborrable brecha entre
unitarios y federales. Los unitarios, como bien se sabe, seguidores
de las ideas de Mayo e inspirados por la literatura política europea y
urgidos por la modernización del país, gobierno fuerte y centralista
que reconocía el lugar de la Santa María de los Buenos Aires por
su preponderante actividad portuaria; los federales, sin renegar
del proyecto de unidad nacional y cabalmente representados por
hombres de incuestionable prestigio que contaban con el apoyo de
las masas populares y los caudillos, recelosos del mundo exterior

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y aferrados a las tradiciones inculcadas durante la dominación
española.
—¿Es que algo ha cambiado, José María?... Me fui cuando Juan
Cruz Varela, vuelvo años después y las cosas siguen de igual en peor.
Unitarios y federales son irreconciliables... Acaso ahora no deba
irse... —reflexionó Funes mientras su amigo le servía otro coñac.
—Verdad. Al menos antes las diferencias eran verbales, cayó
Paz y hasta las provincias se han vestido de federales... quién de-
tendrá tanta violencia...
—Por cierto que ni Rosas ni sus caudillos... ¿Cuándo se van?
—Pronto tal vez... Se han ido tantos...
—Estuve con Varela, en Montevideo, aún no se consuela del
cierre de El Tiempo...
—... una tribuna menos desde donde refutarles, qué más...
—No queda sino irse. Soldado que huye...
—¿A qué volviste, Funes...?
—En Montevideo, comprenderás... ¿Viajas con la familia?
—No por ahora... Juanita queda trabajando, quién sabe qué
nos espera...
—¿Trabajando...?
—Enseña a leer y a escribir...
—... me hubiese gustado verla.
—No te vayas, Funes... Mañana podrías ver a Isabel y a Jua-
nita.
—... Mejor las veo en Montevideo... —prometió Funes abra-
zando a su amigo.
Se aseguró de tener el facón bien calzado en la cintura y los
dos pequeños puñales en la caña de las botas bajo los flecos del
poncho punzó.
—¿Regresarás?
—Tendrás noticias mías, tal vez vea a las niñas, ¿en qué es-
cuela da clases Juanita?... aunque mejor no la veo... —reflexionó
poniéndose el sombrero.
—Pero no las pierdas de vista, Funes, no estaré para cuidarlas.
—Trataré de estar siempre cerca y sin ser visto, viejo Manso
—prometió Funes durante el último abrazo; cuando salía murmu-
ró—: Extraña muchacha por cierto...
Don José María lo vio desaparecer entre las sombras del patio
de atrás. Apenas si escuchó el escarceo del caballo luego de que
Funes saltó el tapial. El aullido de los perros lo hizo estremecer. Se
acercó esta vez a la ventana que daba al jardín y vio unos perros en
la vereda que se apiñaban contra las rejas. Escuchó el chapotear de
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la cubeta y la roldana del brocal, por dos veces. Reconoció la sombra
que se deslizaba hacia el portón y sonrió. Juana Paula caminaba
con cierta dificultad por el peso de los baldes, dejó uno en el suelo,
echó el agua a los perros, tomó el otro balde y repitió el baldazo
furiosa de su ingenuidad al pensar que su padre se ocuparía de los
perros. Sacudió aún la reja y regresó a la cama.
—Muchacha extraña... —repitió don José María Manso imi-
tando el decir de Funes. Comprobó que estuviesen echados los
cerrojos y las trancas de todas las puertas. Bebió de un solo trago
el coñac que quedaba en su copa, y aún un poco más, bajó la luz de
la lámpara hasta dejar la sala a oscuras y se fue a dormir.
Don José María era andaluz, oriundo de Málaga; había llegado
a estas tierras en 1799 y, pese a su condición de español, siempre
había simpatizado y adherido a la causa criolla. Por 1815 había
sido capitán de milicias en las fronteras con la misión de mantener
alejado el avance indígena, pero era de profesión ingeniero civil
y como tal abandonó la frontera y se dedicó a diseñar los planos
topográficos y catastrales de la ciudad a pedido de la Asamblea del
Año XIII. De su esposa, doña Teodora Cuenca, poca cosa se sabe,
como de casi todas las mujeres de la época, a no ser que el 26 de
junio de 1819 dio a luz a una bella niña que llamaron Juana Paula.
Meses más tarde, el 20 de febrero de 1820, las montoneras federales
entraban en Buenos Aires, y las puertas de los hogares fueron clau-
suradas y escondidos los objetos de valor ante el terror provocado
por la amenaza de saqueos y la probable quema de la ciudad. Las
cosas fueron tomando un curso pacífico de algún modo; luego del
Tratado del Pilar, Martín Rodríguez fue nombrado gobernador con
la suma de poderes, apoyado en su gobierno, en lo militar, por las
tropas de fronteras y milicias de Buenos Aires y, en lo social, por los
ganaderos terratenientes cansados ya de los conflictos regionales.
De entre esa elite económica poderosa comenzaba por entonces a
destacarse la figura de un tal don Juan Manuel de Rosas.
Mientras tanto, gran amigo del mismito don Bernardino Riva-
davia, don José María fue introduciendo a su hija en sus reuniones
con amigos intelectuales y entre ellos creció la niña alerta a su en-
torno. Rivadavia creó la Sociedad de Beneficencia, presidida por la
señora Mariquita Sánchez de Thompson, y con el nacimiento de la
Sociedad se dio también el de escuelas como la de la Concepción, la
de San Miguel y la de Monserrat, de enseñanza superior con orien-
tación al magisterio, a la que ingresó Juana Paula. Sin embargo, no
sólo el ámbito familiar frecuentado por la elite intelectual porteña

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o la escuela de avanzada brindaron la posibilidad de otra mirada y
juicio a la pequeña muchacha sino el haber frecuentado, también
de mano de su padre y pese a la reticencia materna, ya en febrero
de 1823 una reunión musical en el Teatro Argentino, donde Juana
Paula conoció Otelo y la palabra de Shakespeare, interpretado por
don Pablo Rosquellas junto con los hermanos Tanni.
Aquella noche, sentada entre doña Teodora y don José María,
Juana Paula asistía por primera vez a la ópera. No pudo evitar
fascinarse viendo a aquellas espléndidas mujeres envueltas en la
transparencia de los chales que apenas cubrían sus escotes y la
piel desenfrenada con aires de conquista; desenfadadas, aunque
pudorosas e inquietas bajo el aleteo de sus abanicos que no cesaba,
como no cesaban los cuchicheos ni las mira-das oblicuas. Tampoco
las risas contenidas, ahogadas ante las lisonjas de los caballeros
que las pretendían con el simple roce de sus dedos en el ala de su
galera, desde los palcos vecinos.
Así comenzaba Juana Paula a identificar a algunas de aquellas
damas de la gran corte porteña; para empezar, una tal doña En-
carnación Ezcurra de Rosas y su hija Manuelita, y hasta Mercedes
Rosas de Rivera, su cuñada; a Mariquita Sánchez de Thompson, a
las Escalada, las Mansilla, las Riglos y, aunque cubierta por el en-
caje negro de la mantilla, pudo ver por primera vez los ojos atentos
aunque siempre tristes de Madame Ana Perichon de O’Gorman,
un poco por detrás de su nuera y otras de la familia.

Cuando las luces se apagaron, estallaron los primeros acordes


de un piano y se abrieron las dos bandas azules del escenario. Un
pequeño candelabro de tres velas sobre una mesa dispuesta a un
costado de la escenografía encendía los ojos de un Otelo ennegre-
cido a fuerza de maquillaje, brillando el acero de la daga contra el
pretencioso ébano de sus dedos. Juana Paula prorrumpió en un
sollozo. Doña Teodora observó fastidiosa a su marido, que se limi-
tó a poner el sosiego de su mano sobre la falda de la niña. Juana
Paula soltó las manos de su madre y conteniendo la emoción se
limitó a retorcer los extremos del cordón celeste con que cerraba
la chaquetita de pana.
Apenas al tiempo de aquella primera experiencia operís-tica
Juana Paula entraba en la adolescencia y ya florecía el Romanti-
cismo. Y junto con él, la espontaneidad, la expresión de los senti-
mientos, el lirismo, la verdad, los consejos de la naturaleza, la ins-

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piración, el desparpajo, la audacia. Como era de esperarse, tamaña
insolencia, exuberancia y espíritu avasallador no engendraron sino
comentarios adversos. Porque el romanticismo, al decir de Victor
Hugo, no es más que el liberalismo en la literatura, aunque el poeta
hablase de liberalismo sólo en la literatura, había fuertes indicios
del advenimiento de otras épocas que anunciaban momentos de
mayor confusión aún que los que iban quedando atrás.
—Muchacha extraña sí, la mayorcita de los Manso —decían
con frecuencia en el vecindario. Es que desde 1830, en la Santa
María y pese a haberse instaurado la represión, o quizá por ello,
comenzaron a alborotarse no sólo los jóvenes sino también las
muchachas. Esteban Echeverría acababa de llegar de París, y
con él, las novedades literarias y el nuevo pensamiento, que com-
partía particularmente con Juan Bautista Alberdi y Juan María
Gutiérrez. Fueron ellos los que alborotaron a las muchachas, que,
de algún modo, ya se impacientaban. Claro que no todas. Sólo
aquellas que, orillando la adolescencia, pasaban buena parte del
día apaciblemente y a solas, inmersas en los tantos mundos de
Tristán e Isolda o acompasando su respiración al son de las voces
de Byron, Musset, Espronceda, Chateaubriand, Lamartine, Scott o
Victor Hugo, arrobadas ante los ramalazos del estreno de Hernani
y algunas otras piezas de teatro recién llegadas. Imprevistamen-
te alborotado el avispero, a causa de la presencia de Echeverría,
muchas se volvieron más asiduas aún a las librerías de Ibarra, La
Merced o de La Independencia y al almacén de Amelog o Guión,
a la búsqueda no sólo de la nueva literatura sino de las últimas
partituras o scherzos para enamorar durante las tertulias, soñar
durante la siesta y arrepentirse, aunque nunca tanto, durante el
murmullo de las novenas.
A causa de ese devenir o quizá por el dominio habitual que
ejercían la mujeres sobre él, Juan Manuel de Rosas no iba a tardar
mucho en lograr la suma de poderes y entre otros, el de cerrar la
Sociedad de Beneficencia creada por Rivadavia, pues según ma-
nifestaba el mismito Gobernador, las mujeres de la elite porteña
encabezadas por Mariquita Sánchez, para entonces de Mendeville,
que estaba a cargo de las escuelas bonaerenses, utilizaban esta
organización para proteger el Estado de cualquier obligación o
compromiso con una auténtica reforma social.
Y como, al decir de Condillac, “las ideas nacen sucesivamente
unas de otras y las individuales se convierten muy pronto en ge-
nerales”, el Gobernador manifestó: “mujeres, al fin de cuentas...

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qué podemos esperar...”, y las acusó entonces de dar la cara, de
ser velo, pretexto y disimulo, perfectas amanuenses, seres capaces
de jugar a la perfección ese arte ancestral de encubrir los secre-
tos del hombre de la familia, del mismo modo que lo hacían su
esposa, doña Encarnación Ezcurra, o su hermana María Josefa o
su hija Manuelita y tantas de sus mancebas; si de aquel modo se
comportaban las mujeres que bregaban por él, prejuzgó o perjuró
Rosas, de qué no serán capaces aquellas otras mujeres que desde
la vereda opuesta alimentaban junto con sus hombres el odio hacia
el Gobernador. Compinches, encubridoras, amantes, prostitutas,
disparatadas e imprudentes, locas, sin embargo, las mujeres una
vez más acataron y, pese a la exclusión acostumbrada, o gracias a
ella, se solidarizaron con mayor fuerza con sus hombres ante la
inquietud de liberarse del déspota.
Claro que tampoco los unitarios se quedaban atrás: sabiendo
a las mujeres tanto más osadas para manejar una protesta efectiva,
las utilizaban como fuente de resistencia. El Gobernador no se ha-
bía equivocado. Publicaciones como El Figarillo, La Moda y otras
apuntaron directamente entonces a las mujeres, consideraban el
criterio y el poder de su palabra enunciada en las publicaciones:
“nadie que no sea criatura femenina ponga sus ojos en esta parte
del diario”. Confundidas y un poco seducidas por aquella moda,
aunque nunca del todo crédulas, las mujeres fueron concediendo
un poquito, pero sin perder los viejos espacios. A los codazos ejer-
cían su misión patriótica desde donde les era propicio, comenzando
desde el hogar, dando refugio a padres, esposos, hijos, hermanos
y amantes, ofreciendo siempre a todos un puerto seguro durante
esa y cualquiera de las tiranías a las que se exponen los hombres
entre sí.
Otras tantas mujeres comenzaron a ejercer el derecho de la
palabra. El derecho al dominio transformador de la palabra, ya no
sólo al amparo de las alcobas, los doseles maritales y los burdeles,
o al resguardo del tañer de las cacerolas y el humo de las cocinas,
sino desde ese otro espacio de poder mundano, usufructo hasta
entonces exclusivo de los hombres: el ámbito público. A sabiendas
de aquello y pese a que no eran tantos los hombres que reconocían
el cambio, muchos menos aquellos que lo aceptaban, una mañanita,
puede que de soslayo, las mujeres pudieron leer en el periódico, un
poco por encima del hombro de sus hombres, que un tal Domingo
Faustino Sarmiento, amparándose tras las faldas y el seudónimo
de “Josefa Puntiaguda” aseveraba: “Puede juzgarse el grado de

21
civilización de un pueblo por la posición social de sus mujeres”.

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La emancipación moral de la mujer es considerada por la
vulgaridad como el Apocalipsis del siglo; los primeros corren al
diccionario y ciñéndose al espíritu de la letra exclaman:
¡Ya no hay autoridad paterna! ¡Adiós al despotismo marital!
¡Emancipar a la mujer! ¡Cómo! Pues ese trasto de salón o de cocina,
esa máquina procreativa, ese cerdo dorado, ese frívolo juguete, esa
muñeca de las modas, ¿será un ser racional?
¿Emancipar a la mujer? ¿Y qué viene a ser eso? ¿Concederle
el libre ejercicio del libre albedrío? Pero si reconocemos en ella
que Dios le dio una voluntad, que la hizo libre como a nosotros,
los hombres; que le dio una alma compuesta de las mismas facul-
tades morales e intelectuales que a nosotros, hombres, entonces la
habremos hecho bonita! De ese modo la mujer se tornará un ente
racional, que dejará de ser un valor nulo! Y ¡qué trastorno social!,
¡qué caos!... ¡Cómo, dicen los empecinados, después de tratar a la
mujer como nuestra propiedad tendríamos que reconocer en ella
nuestro igual! ¿Habíamos de ser justos, respetuosos y comedidos
con ellas? ¡No, no puede ser!
Y con todo llegará un día en que el código de los pueblos ga-
rantizará a la mujer los derechos de su libertad y de su inteligencia.

Juana Paula Manso

23
CAPÍTULO 2
Un día llegará en que América del Sur
pueda presentar sus mesdames de Staël al mundo.
Por el momento, los naturales talentos de las mujeres
permanecen a la sombra por la falta de cultivo.

CINCO AÑOS EN BUENOS AIRES. UN INGLÉS

—A veces contemplo a estas criaturas con una emoción de


carácter melancólico —manifestó el gringo a media lengua—... de
tanto pensar que en pocos años, en lugar de estas muchachitas que
hoy resplandecen por su belleza, van a devenir otras tan distintas...
Quién puede apreciar la vida, cuando el sueño de nuestra felicidad
es tan breve y la fugacidad de los años venideros arroja su sombra
sobre nuestra ardiente imaginación juvenil...
Lo rimbombante de la parrafada, indujo a Juana Paula a darse
vuelta. En efecto, el que había soltado aquellas palabras y se sobaba
los pelos de la barba, la observaba.
—¿No será que nos vamos quedando atrás? —preguntó el
librero entregándole un Lamartine que acababa de llegar.
—Puede ser don Paco... —respondió el míster—... no estaré
acá para verlo pero no las dejarán en paz... no creo ser el único que
lamente tanto cambio en las mujeres.
—Siempre nos quedarán sus curvas y el encaje de las enaguas
rozándoles los tobillos y el aroma... —agregó don Paco mientras con
apenas un gesto le señaló a la muchacha que acababa de entrar.
—Es verdad, con tales promesas no importa qué digan o qué
lean... mientras sigan usando las faldas tanto más cortas que en
mi tierra... —reflexionó el inglés.
—Nunca tan cortas como sus ideas...
—¿Decía, señorita Manso? —preguntó don Paco.

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—¿Yo?
—Me pareció que nos decía algo acerca de las ideas de las
muchachas...
—No hablaba de las ideas de las muchachas, don Paco, aun-
que sí hablaba de las ideas. ¿Cuánto cuesta?... —dijo Juana Paula
entregándole un libro y dejando ir la mirada por los anaqueles de
la librería.
—Byron... —leyó el hombre
—Byron... —acotó don Paco.
—Byron... —ratificó Juana Paula acariciando el gato bar-cino
sobre el mostrador—. ¿Entonces, don Paco...?
—¿Entonces?
—El precio...
—Ese Byron está recién llegado, pero usted, mi niña, está en
condiciones de pagarlo, no lo dude... —expresó el gringo limpiando
el cristal de sus lentes.
—Apenas una broma de míster Andrews, Juanita —concedió
el librero.
—Es usted de una belleza extraña para la época... —agregó
Andrews.
—Todo depende de la vara con que el señor mida la belleza...
El hombre rió fuerte, tomó la mano de Juana Paula y la besó.
—Tiene razón, señorita, acá en la Santa María la belleza de
las mujeres exige otro patrón.
—¿... un patrón para las mujeres?
—Es una manera de decir... —murmuró comenzando a fasti-
diarse míster Andrews.
—Entiendo, caballero... —se excusó a su vez Juana Paula sin
mirar al míster, mientras pasaba de nuevo su mano por el gato,
que arqueaba el lomo.
—Míster Andrews, Juanita, no sólo va en viaje de negocios
sino que viene observando las costumbres de las gentes y ha escrito
un libro...
—Deberá añadir un capítulo sobre las mujeres...
—¡Ya lo hay...! —respondió Andrews.
—Quizás, entonces, deba añadir otro... —propuso Juana
Paula.
Y en medio de la sala estalló una carcajada de mujer, de niña
en realidad. Era la jovencita que había entrado un ra-to antes,
que con su criada por detrás curioseaba los matasellos de unas cajas
con libros. Al sentirse observada por todos, la niña metió aun más

25
la cabeza y la risa entre los libros del cajón.
—¿Buscaba algo en especial, señorita O’Gorman?
—Mi niña busca sólo papel y tinta —respondió de inmediato
la criada mirándose los zapatos.
—Para mi abuela —agregó la muchachita, que pese a tener no
más de doce o trece años mostraba el temple de una niña mayor.
—¿Algo más, señorita O’Gorman? —preguntó don Paco, en-
volviendo lo que le habían pedido.
Juana Paula se había acercado a la niña. Intercambiaron unas
palabras en voz baja. Camila O’Gorman entregó un ejemplar a
don Paco. Don Paco observó el libro y a Juana Paula y a la niña y
a míster Andrews.
—Es que le debo varios favores a su abuela y quiero obse-
quiarle ese libro. ¿Verdad, Camila, que puedes hacérselo llegar?
Yo lo pago, don Paco.
Para entonces, la campanilla de la puerta de entrada había
sonado varias veces y eran dos o tres los jóvenes que curioseaban
en los anaqueles, aunque desatentos a los libros. Camila cruzaba
sus manos por detrás de la espalda observando el entorno, Juana
Paula buscaba en su monedero para pagar a don Paco. Míster
Andrews acercó sus ojos hasta casi rozar las letras en un libro de
mineralogía, pues continuaba con su vieja preocupación acerca de
la exploración y explotación de las minas de Famatina.
—¿Algo más, señorita Manso?
—Gracias, don Paco. Nada más por ahora.
—¡Juanita...! —exclamó alguien.
—¡José...!
—Me dio trabajo reconocerte, niña, cómo has crecido...
—También tú has crecido —coqueteó Juana Paula provocando
la risa de los que acompañaban a José Mármol.
—Qué estás diciendo, muchacha...
—Que las muchachas y los muchachos crecemos por igual,
José. Recuerdas cuando tu padre y el mío nos hacían recitar en el
café de La Victoria... Si apenas me llevas un año... ¿o dos?
José Mármol dio la espalda a sus amigos, tomó de la mano a
Juana Paula y continuó recordando:
—... y el pago era una taza de cocoa... ¿Recuerdas?
—... o una ensaimada.
—¿Y la música? ¿Recuerdas la música...?
—Puro candombe desde los patios... ¿Y qué es de la vida de
tu padre, José?

26
—¿Y el tuyo, Juanita?
Ambos sonrieron. Los ojos permanecieron quietos observán-
dose sólo la mirada. Muchas veces sucedía, en especial por esos
días últimos; las gentes se encontraban y cruzaban apenas unas
palabras. Eran escasas las preguntas, apenas impulsos, y muchas
menos las respuestas. El silencio y la reserva eran parte de la nueva
cortesía. José Mármol acarició un bucle que se deshacía sobre el
hombro de Juana Paula.
—¿Qué lees?
—Byron.
—Antes leías Las mil y una noches...
—Ahora también... y a Byron y a Hugo...
—Por supuesto —dijo Mármol mirando por la ventana.
Frente a los postigones abiertos de par en par, en la calle daban
vueltas unos hombres de Rosas. Dos con sus fusiles y ca-minando,
otros dos de a caballo, espoleando quedamente a las dos bestias
blancas que andaban con lentitud y un poco de lado.
—Entiendo..., Juanita...
—¿Entiendes...?
—Que seguramente nos veremos pronto... —dijo él sonriendo.
—En Montevideo...
—Tal vez antecito... sobre la marcha se decidirá. Marcos ha
ofrecido un espacio para debatir acerca de las artes y la literatura,
especialmente los últimos acontecimientos... —agregó Mármol ba-
jando un poco la voz al tiempo que besaba la mano de Juana Paula.
—... sin mi padre... ¿Y quiénes más irán?
—Creo que ya estás grandecita... —bromeó—. Todos te co-
nocen, Juana Paula, has estado tantas veces... Seguramente irá
Echeverría.
—¿Echeverría?
—Y Gutiérrez, Alberdi... ya sabes, los de siempre. Se habla de
un Salón Literario, una asociación. Pero tú misma lo verás. Pasaré
a buscarte, aunque antes debería hablar con tu madre, creo.
Juana Paula había extendido su mano a José Mármol, pero
finalmente retiró la mano y le dio un abrazo. Don Paco carras-peó
y también carraspeó la abuela Gloria, junto a la puerta, mientras
observaba unas caricaturas del periódico. José y Juana Paula re-
primieron una carcajada.
—Mejor hablo con tu abuela Gloria, creo.
Se hicieron una pequeña reverencia. Cada uno volvió a lo
suyo, aunque un alboroto callejero los acercó hacia la ventana. Los

27
hombres de a caballo, que minutos antes deambulaban al paso, se
habían transformado en una montonera enardecida que descargaba
cimbronazos contra un mulato viejo que obstinadamente escupía
hacia la mismita cara de los que lo azotaban. Un perro, negro y flaco,
ladró sin detener la súplica hasta que los caballos, buscando embes-
tir a los curiosos, se alejaron al galope fuertemente espoleados. El
perro corrió detrás profiriendo ladridos pues, atravesado sobre el
anca del caballo pinto, oscilaba el cuerpo de su amo echando babas.

Así estaban las cosas por esos días: los proscriptos, en la


prensa; las estancias y la economía, supeditadas al saladero; los
saladeros, sometidos a Rosas, y Rosas subordinado a su vez a tanta
otra gente... Porque no era tan distinto del de la Santa María el
tañer de la campana en el entorno íntimo y cotidiano del señor
Gobernador, don Juan Manuel de Rosas.
Recordando aquellas épocas, años más tarde, Juana Paula
escribía en su novela Los Misterios del Plata: “La casa de Rosas
es un matadero, despojada de integridad y amor, no debemos bus-
car allí la armonía y la paz de la familia, la santa poesía del hogar
doméstico, el todo que representa y caracteriza las gentes de vida
laboriosa y tranquila, de conciencia pura y alma virtuosa... el mis-
mo desorden que reina en las instituciones, reina en la sociedad,
y después en el interior de la familia. Rosas es el amo del pueblo;
por consiguiente, es también el amo de la familia”.
No obstante, doña Encarnación Ezcurra manifestaba: “Cui-
dado que no tenga que enojarme con usted porque flaquee... he
echado para afuera muchos godos, los maletas no hay quien los
mueva. Ya usted me entiende. No se hubiera ido don Félix, si no
hubiera yo buscado gente de mi confianza que le han baleado las
ventanas de su casa, lo mismo que en la del godo Iriarte y el fa-
cineroso Ugarteche; esa noche patrulló Viamont y yo me reía del
susto que se habría llevado, de esas resultas le escribió una carta
Viamont a don Enrique diciéndole que no respondía de su vida si
se obstinaba en no salir del país... A Balcarce le avanzaron la casa
y le llevaron algunas cosas... ¡Vivan la Patria, la Federación y sus
defensores! ¡Vivan para siempre los montaraces! Sólo es la voz de
su compañera, doña Encarnación Ezcurra de Rosas”.

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29
Abril de 1835.

He admitido, con el voto casi unánime de la ciudad y de la


campaña, la investidura de un poder sin límites que, a pesar de
su odiosidad, lo he creído absolutamente necesario para sacar a la
patria del abismo de males en que la lloramos sumergida.
El remedio a estos males no puede sujetarse a formas y su
aplicación tiene que ser pronta y expedita. Persigamos de muerte al
impío, al sacrílego, al ladrón, al homicida y sobre todo al pérfido y
traidor que tenga la osadía de burlarse de nuestra buena fe.
Que de esta raza de monstruos no quede uno entre nosotros
y que su persecución sea tan tenaz y vigorosa que sirva de terror y
de espanto.

Juan Manuel de Rosas

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CAPÍTULO 3
¿Pero qué os pasa, fantasmas,
Fantasmas de oscura tropa...?
¿Por qué tiráis de las riendas
y queréis volver a Córdoba?
¿No oísteis que están llegando?
¡Adelante la parodia!
ARTURO CAPDEVILA

Apenas sucedido el asesinato de Juan Facundo Quiroga, el Go-


bernador se arrogó un poder sin límites. El crimen se había llevado
a cabo regresando Quiroga del norte, a poco de atravesar Barranca
Yaco, días después de que suavizara los ánimos de sus gobernadores.
Un año más tarde, el sábado 7 de febrero de 1836, rondando las tres
de la tarde, los campaniles de San Francisco tañían a muerto y el
aire, caliente y húmedo, mórbido y untuoso de jazmines, penetraba
los postigones en-trecerrados y olía a incienso, a cirio quemado e
incienso. También los tambores sonaban a muerto.
Juana Paula abandonó el libro y el letargo de la siesta. Se
acercó a la ventana y los vio. Todos vestían de rojo; atuendo punzó
los corceles y los caballistas; eran más de una treintena de carrua-
jes y centenares de jinetes, oficiales y polizontes que escoltaban
el cortejo con destino a San Francisco, donde el presbítero Juan
Antonio Argerich pronunciaría el sermón frente a ese montoncito
de huesos, descarnados y calcinados dentro de la urna de madera
lustrosa y engalanada con trofeos, in-signias militares más la divisa
de la Confederación Argen-tina.
—Quiroga, mi niña, traen los restos de Facundo Quiroga —
había exclamado la negra entrando como una tromba en el cuarto.
—¿Y para qué? —reflexionó Juana Paula, pero el estruendo del

31
cañonazo y el golpecito en la puerta de su cuarto la interrumpieron.
—¿Acaso no piensas acompañarme...? —preguntó la madre.
—¿Acompañarla, mamita?
—Ya sabes... —dijo doña Teodora con la nariz pegada a las
cortinas.
—Mejor me voy —se disculpó la negra—, estaré donde su tía...
Igual es día de colada y me han pedido que las ayude, niña.
—Cuántas veces te dije que no me digas niña....
—Bien, niña, ya entendí.
—Además, le dices a la tía Mechita que dije yo que deben
pagarte...
—Pero si ya me pagan acá, niña...
—Acá te pagamos por trabajar, pero nadie te paga por trabajar
en casa de las Cuenca... y no me digas niña.
—Bien... señorita, pero es mejor no salir con esto del entierro.
—No es el primero...
—Ni será el último... Menos mal que tu padre está en Mon-
tevideo.
—No quiero ir, mamita. No debemos ir, creo.
—Es conveniente no faltar a esa misa, hijita.
—No para mí.
—Nada te importa tu familia...
—Me importa, mamita. Todos ustedes me importan y aun me
importa mi padre o ya se olvidó por qué tuvo que irse.
Doña Teodora había observado largamente. Muchas veces
creía no reconocer a su hija, en cambio otras vislumbraba en esa
mirada la de su esposo, aunque los ojos de él eran negros y los de
Juana Paula no tanto. Quizá fuera el modo en que sus pu-pilas se
dilataban y los párpados caían suaves ante ciertas palabras o ante
el reflejo de la lámpara o, tal vez, la manera de al-zar no sólo los
párpados sino las pestañas ante ciertas otras palabras o gestos o
embates o comentarios o la realidad, o cómo se expandían a los lados
cuando reía. La madre acercó el dorso de la mano hacia los pómulos
de su hija. No pudo acariciarlos. Ape-nas acomodó un mechoncito
de pelo que le caía sobre los ojos.
—No te preocupes. Isabel me acompañará y tu abuela.
—De todos modos, habrá que tomar el rumbo de papá. Las
cosas empeoran... ¿te olvidas acaso de la esquela de la semana
pasada? Que tú vayas a esa misa no cambia nada.
—No. Nada cambia. Pero mientras tanto... —había dicho
aquel día doña Teodora y, luego de pelear unos minutos frente

32
al espejo con la mantilla y el pelo crespo, salió del cuarto.
Juana Paula la vio, por la ventana, alejarse con destino a San
Francisco, atravesar el patio, acomodarse la mantilla, detenerse en
la pérgola a cortar dos jazmines y una rosa punzó. Observó que ce-
rraba los ojos cuando olía el pequeño ramo. La amó profundamente
entonces y durante el instante preciso en que doña Teodora alzó
un poquito el extremo de su falda para subirse al coche y ofreció el
brazo a su hija pequeña. El coche se alejaba, calle abajo, y Juana
Paula no dejó de mirar la cabeza de su madre, enmarcada por el
encaje negro de la mantilla en el ventanuco de atrás, la imaginó
con la mirada un poco baja saludando hacia los lados mientras
Isabel, con la mano sobre el vidrio, miraba a su hermana que las
observaba desde la ventana de la casa.
Juana Paula se apoltronó en el sillón, quitó una pelusa de la
mesa, situó la pluma en el tintero y una vez más la dejó ir sobre el
papel como quien se deja ir a sí misma, entrecerrados los ojos que
sólo abrió cuando el respear de la pluma sobre la hoja se detuvo,
y entonces se detuvo la mano. Como si nada fuese voluntario.
Abandonó aún su mirada sobre las letras, no tan redondas no tan
regulares ni tan armónicas como hubiese deseado. Ligeramente cau-
tivas unas letras de las otras. Volvió a leer las palabras “abnegación
y sacrificio”, y aunque eran frecuentes a sus oídos y en su entorno
familiar, en esta ocasión lloró.
Tantas veces las había escuchado pero nunca las había escrito.
“Abnegación y sacrificio”, volvió a leer en voz alta pasando el dorso
de la mano por el papel como si no fuese tinta ni lágrimas lo caído
sobre lo escrito, como si sólo se tratase de quitar unas pelusillas.
Las letras se borronearon convirtiéndose en una mancha azul.
Juana observó el manchón con desapego, como si nunca hubiese
escrito aquello, olvidando el haber llorado sobre esas palabras, o
simplemente como si la pluma, y nunca su mano, hubiese echado
el borrón azul en unas líneas trazadas al azar.

La primera vez que había escuchado aquello de abnegación y


sacrificio, por lo menos la primera que recordaba, fue un atardecer
en que la abuela Gloria se las recomendaba a su hija, doña Teodora
Cuenca. Madre e hija, tendían el mantel aireándolo por encima de
la mesa igual que aireaban las sábanas guardadas en los arcones
de madera, lavanda y tabaco. En ese momento, Juana Paula entró
con un cuenquito entre las manos. Vio a su madre elevar la nariz

33
murmurando a modo de oración las palabras de la abuela Gloria:
“Abnegación y sacrificio, hija, sabes que siempre será así”.
—¿Abnegación y sacrificio? —preguntó Juana Paula.
—Qué bien huelen, hija...
—Me las regaló Miguel.
—Eso dice tu abuela, que es necesario para con los hombres,
querida, abnegación y sacrificio. ¿Qué Miguel, hija?
—El peón de los Quiroz... —masculló la abuela.
Juana Paula y su madre sonrieron. A la negra Zunilda, que
ocultaba inútilmente por debajo del delantal un embarazo de seis
meses y, por debajo del impudor de su mirada, los pómulos enrojeci-
dos, se le desbarataron las servilletas recién planchadas y cayeron.
—Yo las levanto, Zunilda, no vayas a hincarte —recomendó
Juana Paula ante la sonrisa componedora de la abuela.
—¿Y para cuándo el negrito, Zunilda?
—Dos lunas quizás... y no creo que mi negrito lo sea, porque
mi hombre no lo es —agregó la negra volviendo a doblar en cuatro
las servilletas por los quiebres de la plancha.
—No será de... —exclamó la abuela Gloria sin quitar la vista
de las servilletas.
—Sí, abuela, del señor Miguel Meyer, el peón de patio de los
Quiroz, el gringo Mike como le dicen todos, el mismito que me
regaló las gardenias.
—¡Ese de la trenza colorada...! —exclamó la abuela.
—Sí, señora Gloria.
—¡Válgame Dios! O sea que parirás unos negritos de cabeza
colorada... En fin, ojalá quieras que esta mula vieja sea la madrina.
—¿Me lo está ofreciendo o es un pedido?
—¿No es la misma cosa, Zunilda?
—No, mi señora. No es la misma cosa —respondió la negra
y, dejando la pila de servilletas sobre la mesa, comenzó a alistar
los cubiertos.
—Ay, mamá, que de eso no se habla...
—¿No? ¿Y de qué se habla, Teodorita? —inquirió la abuela.
—No peleen de nuevo. No al menos hoy —dijo Juana Paula
dándoles un beso a cada una.
Las mujeres se miraron. Teodora se arrimó a su hija y le soltó
el pelo sobre la espalda sujetando dos mechas sobre la nuca con
una gardenia.
—¿Terminaste tu tarea, hijita?
—La traducción no es una tarea, madre...

34
Doña Teodora sonrió.
—No está terminada aún —continuó Juana Paula—, hay
palabras del francés que no entiendo del todo.
—Esta mañana, la señora de Guido preguntó si tendrás tiempo
para ayudar a los niños...
—¿Con sus tareas...? —interrumpió Juana Paula.
—Perdón, hija —respondió con cierto rubor la madre—, me
olvidé de que consideras a eso un trabajo.
—¿Acaso no me pagan?
—Sí, mi niña. ¿Irás mientras tanto donde Madame por tus
palabras? Hasta las diez nadie llegará.
—Es verdad, mamita.
—¿Y ella no querrá venir? —preguntó la abuela Gloria.
—Apenas si le permiten salir cuando van a la quinta, só-lo
con esa condición concedió la Junta al regresarla del Ja-neyro.
—La Junta... ¿qué dices?, pero si hace rato que eso terminó,
¿cómo nadie levantó aún la reclusión a esa mujer...?
—“Esa mujer”, como tú dices, se llama Ana Perichon.
—... de O’Gorman, digamos entonces madame O’Gorman...
¿Y por qué habría de ensañarse el Gobernador con esa pobre vieja?
—preguntó Teodora.
—No es el Gobernador quien se ensaña, madre. El Gobernador
ni se acuerda de que existe, es a su hijo a quien madame O’Gorman
debe rendir cuentas. El tío Claudio me contó que el Gobernador no
deja que su hija Manuela... —comenzó a decir Juana Paula, pero
el carraspear de su padre la interrumpió.
Se dieron vuelta. El sol pegó en la espalda del hombre cuando
entraba y en los ojos de Juana Paula.
—Mil veces dije que no quiero oír de esas gentes en mi casa.
Mucho menos hoy...
—¿Pero por qué hoy en particular? —preguntó Juana Paula
acercándose a su padre y le ayudó a quitarse el abrigo.
La abuela Cuenca había observado a su yerno de soslayo. Si-
lenciosa se tomó del brazo de Zunilda; sosteniéndose ella la cadera
y Zunilda el vientre, ambas se dirigieron a la cocina.
—¿Qué es lo que sucede hoy, papá?
—¿Acaso no es tu cumpleaños?
—Pero no es por mi cumpleaños creo...
—No.
—¿Entonces? —preguntó Teodora poniendo la mano sobre el
hombro de su esposo.

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Él inclinó la cabeza sobre la mano de su mujer y cerró los ojos.
—Es mi turno —dijo el hombre desplomándose en el sillón.
Juana Paula no se arrodilló a los pies de su padre, no puso la
cabeza en su regazo ni lloró, tampoco intentó consolar a su madre
o facilitarle un pañuelo; sólo tomó papel y lápiz y una silla y se
sentó frente a él. Acongojada, Doña Teodora los dejó solos. Juana
Paula fue tras ella, le dio un beso y regresó junto a don José María.
Dispuesta a tomar nota de las directivas.
Una vez llegado a Montevideo no podrían comunicarse fá-
cilmente. Las mujeres quizá partirían tras él, quién sabe cuándo,
puede que una vez desarmada la casa y la vajilla y la ropa y los
enseres dentro de los baúles y los frascos de dulce de naranja y
los caramelitos de leche y maní de la abuela Gloria y la loza en
los canastos de la mudanza; los libros más los apuntes de Juana;
los bordados de doña Teodora más las estampas. Las labores de la
abuela Gloria y el rosario. Así, Juana Paula, por largo rato y en si-
lencio, tomó nota de las recomendaciones de su padre, y sus propias
inquietudes en el margen del cuaderno, sin dejar de observar los
ojos negros del hombre. Sólo levantaba la vista del papel cuando
el silencio se lo permitía.
No era la primera vez que don José María viajaba a Montevi-
deo. Su recorrido entre ambas ciudades era frecuente, siempre lo
había sido. Juana Paula recordaba muchas noches de la infancia
escondiendo la cabeza bajo la almohada para no oír las discusiones
de sus padres porque él, una vez más, debía viajar. Fueron aque-
llas desavenencias familiares y el ser considerado como uno de los
ingenieros más relevantes de Buenos Aires, los que determinaron
que en 1831 don José María fuese ubicado al frente de la Comisión
Topográfica, destinado a realizar permanentes tareas en ambas
orillas del Plata. Era andaluz y zumbón no sólo con su familia sino
también con sus compañeros de la Comisión, con quienes cons-
tantemente se entreveraba en altercados, especialmente cuando
se había propuesto crear una Sociedad Científica donde enseñar
materias inherentes a la carrera de ingeniería. No fueron pocos
los conflictos que esto le acarreó; sin embargo, gracias a ese reco-
nocimiento y a la lucha que estableció, años después, en 1839 fue
designado presidente de la Comisión y más tarde, en 1843, ya en su
domicilio de la calle San Pedro, en Montevideo, instaló La Casa del
Catedrático. De muchas de estas razones y del porfiado unitaris-
mo instaurado en la familia habían conversado largamente Juana
Paula y don José María, también de la inevitable proximidad del

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destierro y sus consecuencias. El momento del exilio había llegado.
—No más directivas por ahora —dijo Manso cerrando el cua-
derno—, el resto lo hará la suerte.
Juana Paula se sentó en la falda de su padre, le rodeó el cuello,
le besó las sienes. Sonrió. Su padre también sonrió. Así había sido
siempre. Una rama del rosal se había enredado por aquellos días
en la Santa Rita y mostraba un retoño en la ventana. No obstante
la proximidad del invierno —era apenas mayo—, el solcito había
dado vida a ese retoño punzó anunciando una primavera imposible.
Más tarde, cuando las campanas de la iglesia dieron las diez
y echó en su cabello unas gotas de esa agüita de violetas, clavo y
canela que la abuela Gloria destilaba en el pequeño alambique de
plata, Juana Paula escuchó una vez más aquellas palabras de la
abuela hacia su hija:
—Ya sabes, mi querida, no queda más que abnegación y sa-
crificio. Siempre así, Teodorita.
Desde su cuarto, Juana Paula, vio a la abuela secar las lágri-
mas de su hija y apurar el paso por el corredor luego de ponerle
un pañuelo entre las manos, no sin antes detenerse frente al
espejo, recomponer su gesto compungido y ajustarse el faldón
de la chaqueta. Había sonado el primer aldabonazo, llegaban los
primeros invitados. Juana Paula abandonó su cuarto y entró en el
de su madre, la tomó de la mano y la obligó a salir. Una vez en la
sala vieron a los García Peña y al reciente novio de Marita, Aníbal
Bengoechea, que traía una divisa punzó en la solapa. García Peña
sonrió y arrimando su boca a la mano en alto de doña Teodora se
disculpó por el retraso:
—¿Y José María? —preguntó sin obtener respuesta.
—Gracias, Marita —dijo Juana Paula sin tomar el regalo que
le ofrecía.
—Pero si es la mantilla que tanto te gustó en la tienda...
—Hoy está de moda no dar explicaciones y no seré yo la que
no acate esa regla.
—Entiendo... —acotó fastidiada la muchacha tomando del
brazo a su novio.
—Hija... —advirtió doña Teodora.
Luego del segundo y del tercer aldabonazo, en la antesala,
se apiñó un corrillo de gentes. Juana Paula rechazó uno a uno los
paquetes con moño colorado y pese a saber que aquél era no tanto
un color político sino un color de moda, manifestó:
—Qué pena, señores, el chocolate se ha enfriado y se quema-

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ron las ensaimadas. Otra vez será —dijo mientras salía del salón
amarrándose una gardenia en el pelo.
Quizá por lo sucedido o quizás un poco premeditadamente,
aquella noche la abuela Gloria decidió tomar cartas en el asunto.
Ya lo había hecho anteriormente con la propia Teodora. También
para su nieta creía necesario un marido del que hasta la muchacha
podría llegar a enamorarse, porque una nunca sabe y a veces se
da, solía comentar por lo bajo a sus amigas; Juana Paula olvidaría
seguramente la escritura y esa costumbre cansona de estar todo
el tiempo sentada a la mesa o tendida en la cama tomando notas o
leyendo libros y periódicos y tantos otros escritos que don Manso
dejaba por ahí, siempre a mano, con el propósito o el mandato
de que su hija los leyese. Sin embargo, la intención de la abuela
Gloria fracasó.
Cuando Juana Paula fue presentada a Adalberto Fernán-dez
Gil, vislumbrando por detrás del candidato el rubor de la abuela
Gloria, apenas si sonrió. El hombre, con esa costumbre que per-
duraba desde las invasiones inglesas, había besado la mano de
Juana Paula mientras la abuela propiciaba un comentario acerca
de las tantas virtudes de su nieta, insistiendo especialmente en
que la niña había recibido una esmerada educación en el colegio
de enseñanza superior de Monserrat, creado por la Sociedad de
Beneficencia, hasta el punto de publicar a los 14 años dos obras
traducidas del francés por ella misma. Comentarios que de hecho
no resultaron muy convincentes para las intenciones de la abuela.
El candidato apenas si volvió a sonreír a Juana Paula, que se alejó
haciendo un mohín a modo de disculpa y, animada por el maestro
Pedro Esnaola, su profesor de música, se sentó con él al piano para
ejecutar a cuatro manos un pequeño rondó, puede que de Bach
o de Mozart, porque la tertulia indudablemente no estaba para
vidalas ni minués.
La abuela Gloria, sentada al lado de su hija, había cruzado
las manos sobre la falda, bajo el mantón, sin hacer comentarios.
Secretamente y contentas ambas pese a todo con la actitud de Juana
Paula. Había sido imposible a la mismita abuela Gloria desistir de
su propio matrimonio, arreglo llevado a cabo por sus padres aún
en tierras españolas, con aquel señor mayor que, para colmo de
males, le había ofrecido viajar en busca de nuevos aires rumbo a
las tierras lejanas de la América del Sur; tierras en las que a diez
días del desembarco, dio a luz a Teodora, la primogénita, la que
acababa de ofrecerle pan de miel, la hija a quien por si las moscas

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había casado pronto en la adolescencia con José María Manso. La
abuela Gloria y doña Teodora apenas si habían bebido una taza de
cocoa sorbo a sorbo y en silencio, compartiendo trocitos de un pan de
miel y dejando ir la mirada por el salón, sin atender mucho a nada.
Juana Paula, codo a codo con Esnaola, interpretaba una varia-
ción de aires gitanos que nadie se atrevió a bailar. El señor Fernán-
dez Gil hacía un leve recorrido a la sala, sin detenerse demasiado
en ninguna apreciación a no ser cada tanto, puede que cada vez que
arrimaba su copa a la mesa para que Zunilda le sirviera más licor,
a efectos de mirar como al desgaire hacia el piano y ver a Juana
Paula un poco más cerca y no tanto de reojo. Por esos tiempos y
pese a su juventud, Juana Paula no sólo era una muchacha cuyo
padre debía exiliarse en Montevideo por razones políticas, la hija
de un unitario que pese a las circunstancias no mostraba ninguna
voluntad de casarse, sino que además dedicaba infinitas horas a
la escritura. Una mujer que a las claras no asumiría condescen-
dientemente el lugar establecido sino en función de las musas.
Y más que de las musas, de las musarañas... había bromeado a
sus espaldas alguien al pasar por detrás de ella. Juana Paula sólo
había prestado atención a su propio acorde en si mayor, mientras
los dedos se deslizaban con la levedad de un talento del teclado...
“Una verdadera virtuosa”, dijo por lo bajo el maestro Esnaola, co-
rrigiendo el juicio que el señor Fernández Gil había hecho en voz
no tan baja a Carmencita Olaya, que escondía una amplia sonrisa
tras las plumas verdiazules del abanico.
Pese a lo convulsionado de la tertulia, aquel anochecer
Juana Paula se dijo que todavía era tiempo de visitar a madame
O’Gorman. Sabía que, más temprano que tarde, Madame partiría
una vez más con rumbo desconocido y ella misma también. No dudó
en salir ni bien los comensales empezaban a alejarse anegados en
sus propias maledicencias. Los cascos de los caballos resonaban
en las calles aledañas. Juana Paula había reservado en un plato
una porción de bizcochuelo de cumpleaños. Se cubrió con la capa
de la abuela Gloria. Pasó por el cuarto de sus padres y espió por
el resquicio de la puerta. Él dormitaba en el sillón, doña Teodora,
a su lado, se mantenía atenta a la respiración de su esposo. Poco
antes, como tantas veces, habían discutido. Una vez más, Juana
Paula respetó silenciosa el juego.

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CAPÍTULO 4
Con un tutor perpetuo que a veces es lleno de vicios y de estupidez,
la mujer tiene con todo que bajar la cabeza sin murmurar,
decirle a su pensamiento que no piense, a su corazón no sangres,
a sus ojos no llores y a sus labios reprimid las quejas.
¿Por qué se ahoga en su corazón desde los más tiernos años
la conciencia de su individualismo,
de su dignidad como ser que piensa y siente, repitiéndole:
no te perteneces a ti misma, eres cosa y no mujer?
JUANA PAULA MANSO

Salió por la puerta de atrás. Acurrucadas y con paso ligero


anduvieron ella y la negra Zunilda unas cuadras entre las sombras
que por esos días rondaban la Santa María de los Buenos Aires.
No obstante lo avanzado de la hora, la casa de los O’Gorman
estaba iluminada. Entraron por el traspatio, rodeado de antorchas,
gracias al enjambre de muchachas negras que las ayudaron a subir
al cuarto de Madame, que, frente a la ventana, observaba al grupo
de niños jugando a la gallina ciega. Camila llevaba cubiertos los
ojos con un pañuelo, sin embargo, alzaba la cabeza cada tanto ha-
cia la luz de la ventana donde veía la sombra de su abuela, que la
saludaba con la mano. Madame O’Gorman conocía las trampas de
la niña, sabía que pese a llevar un pañuelo sobre los ojos, Camila,
su nieta, la contemplaba siempre muy atenta.
—Necesito unas palabras, Madame —dijo Juana Paula mien-
tras Madame saludaba de nuevo a su nieta y reía.
—... ¿y por qué supones que yo las poseo, muchacha?
Juana Paula sonrió y notó que esa sonrisa había sido el pri-
mer gesto distendido en las últimas horas. Se sentó a los pies de
Madame.

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—Sabes, ma petite, a veces escucho palabras extrañas... son
como seres desmesurados que me habitan, especialmente desde
estos años últimos en que la memoria, que también me ha poseído,
me convierte en el peor de esos seres desmesurados que me habitan.
—No sé si entiendo, Madame, pero si usted lo dice... —ad-virtió
Juana Paula, sin dejar de sonreír y poniendo delante de Madame
el trozo de pastel.
—Así soy, ma petite, apenas un hito donde convergen esas
dos lenguas que reconozco mías, aunque tampoco lo son... pero
me sirven para recordar.
—Sigo sin entender, Madame —dijo Juana ofreciéndole un
trocito de bizcochuelo.
—No, si no es fácil, Juanita. No quieras entender todo el
tiempo todo...
—¿Recordar... recuerda en francés?
—Cómo saber, ma petite, cómo es recordar, cómo se recuerda
la piel o los colores. ¿Qué es una piel sin su aroma, puede recor-
darse acaso?
—¿Y el virrey le hablaba en francés, Madame?
—Él me hablaba al oído, ma petite, apenas susurros...
—¿Pero en francés o en español?
—No recuerdo, ma petite, sólo vuelvo a escuchar esas palabras
una y otra vez cuando algún olor me lo recuerda.
Juana Paula abrazó a Madame. Pese a sus años, Ana Perichon
era firme, y su piel, blanca como un papel de arroz donde se trazan
ideogramas con tinta y pincel delgado.
—Quizá todo está escrito acá... —dijo Juana Paula, que miraba
el dorso de la mano de Ana Perichon, siguiendo las venitas azules
y las pecas y los lunares— y acá —agregó rozándole las mejillas.
—...Y acá... —acotó madame O’Gorman abriendo la mano a
la altura del estómago.
—Y aun acá —aseveró Juana Paula dándole vuelta la mano
y siguiendo con su dedo índice la línea de la vida.
—¿Qué dice, ma petite?
—No, Madame, era broma: yo no sé leer la mano...
—Pero deberías, ma petite. Debes aprender a leer, y no todo lo
encontrarás en los libros... Si te hablan de amor... Debes aprender
a leer en los ojos, en el pellejo, en las muecas y mohínes. Así debes
leer si quieres realmente escribir...
Madame la miró largamente. Sus ojos eran dos luces le-

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janas, dos candelas encendidas entre las sombras del cuarto.
—Aunque, quizá, tampoco vale la pena escribir, ma petite,
cómo habrías de contarlo todo. Nunca dirías todo de ti, no te ani-
marás, nunca podrás desandar ese camino, esa encrucijada, ese
cruce entre las palabras. No siempre el papel es buen consejero,
querida mía. Aunque a veces lo es, sólo es un espejo donde se re-
flejan esas palabras que pueden contarte a ti misma. Pero no me
hagas caso, escribe. Escribe a pesar de todo y no te dejes abatir por
los que desestiman —sentenció Madame y se quedó observando,
un poco de lado la cara, con su mirada quieta en la mirada de la
muchacha, así como lumbre a punto de extinguirse y, sin embargo,
dos custodios en su memoria vigilante.
—¿Su nieta Camila le ha entregado el libro, Madame?
—¿Libro?
—Los Lais... ¿recuerda a Marie de France?
Madame sonrió, se acercó al espejo, alzó la cabeza y puso en
orden con elegancia unos mechones de pelo que le cubrían la frente.
Se contempló así, de lado y con la cabeza erguida, cerró los ojos y
comenzó a recitar:
—“¡Ay... desdichada de mí! Cómo ha sido sorprendido mi co-
razón por un hombre de otro país.”
Se interrumpió unos minutos, coqueteándose a sí misma en
el espejo.
—... “No sé si se irá pronto y yo me quedaré afligida...” —
continuó bajando el tono de voz.”
—Señorita... —interrumpió Zunilda—, vamos, que no quere-
mos causar problemas a Madame...
—Siga, Madame... —reclamó Juana Paula gesticulando hacia
la negra para que se callara.
—... “Como una estúpida me he comportado. Nada más que
ayer hablé con él y ahora le suplico que me ame. Pienso que me lo
censurará —dijo fingiendo un mohín despectivo, y continuó—: Si es
cortés, me lo agradecerá; ahora todo depende de lo que ocurra.”
Madame O’Gorman volvió a interrumpir el monólogo. Velei-
dosa, cubrió con una mantilla su cabeza y parte del rostro. Siempre
erguido el talle, continuó:
—“Si no le preocupa mi amor, me tendré por desgra-ciada...”
—“... Si no le preocupa mi amor, nunca más volveré a tener ale-
gría en mi vida...” —concluyó Juana Paula terminando el párrafo.
Madame apenas si dejaba ver sus ojos a través del encaje negro
de la mantilla. Reclinó el talle hacia el espejo como saludando al

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auditorio. Una, dos, tres veces. Luego se quitó la mantilla, cuida-
dosamente la dobló guardándola en el cajón de la cómoda. Hundió
las manos en la jofaina y se mojó la cara y muy especialmente los
ojos. Quitó el pañuelito de la manga de su blusa y se secó la frente
y los pómulos mientras, a través del espejo, sonreía a Juana Paula.
Zunilda miró por la ventana. Abajo, en el traspatio, se alborota-
ban las voces, los brazos y las faldas de unos niños que se escondían
bajo las matas de glicinas mientras el rocío les humedecía el cabello.
Míster O’Gorman, atravesó el portón silenciando el juego y
alborotando los gorriones de la magnolia. En silencio, Cami-la se
quitó la venda de los ojos. O’Gorman regañó a las niñas por estar
jugando al sereno y a las criadas por haber faltado a su recomen-
dación. El polvo levantado por los caballos y el coche se abrió paso
por entre las ramas del árbol al pie de la ventana y entrelazándose
con las flores del paraíso inundó el cuarto.
—Madame, ¿cómo es estar desterrada?
La señora O’Gorman movió un poco la cabeza y un poco los
hombros, hizo un mohín, entrecerró los ojos y olisqueó en el aire
las flores del paraíso y los jazmines, entreabrió los labios, volvió a
hacer un mohín, frunció el entrecejo con cierto des-dén y volviendo
a distender el semblante, sonrió con cierta piedad.
—¿De cuál destierro hablas, ma petite?
—¿Es verdad que la piel se vuelve ajena cuando una se aleja
de casa...?
—Quizá, muchacha, yo no sé.
—Cómo no sabe, si tantas veces se ha ido... de su Isla Mauricio,
de Buenos Aires, de Río de Janeyro...
—Déjame ver tu mano.
Juana Paula la extendió y Ana la contempló de muy cerca,
pegados los ojos a la palma. Luego alzó la cabeza y volvió a cerrar
los ojos.
—Vamos, él está entrando —dijo la negra.
—... Madame...
Y Madame cerró los ojos y buscando entre las celdas de su
memoria sentenció:
—“... que madame O’Gorman pueda bajar a tierra con la pre-
cisa calidad de no fijarse en la capital sino transferirse a su chacra,
donde deberá guardar circunspección y el retiro que le encarga el
Gobierno y que observará por sí misma”.
—No entiendo, Madame.
—A eso me obligó la Junta, a este otro exilio fui condenada por

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Moreno, Saavedra, Castelli, por todos, luego de haberme obligado
ese otro destierro en el Janeyro, al que fui sentenciada por ellos
mismos como la amante del Virrey, para darse el lujo de asesinarlo.
—Pero usted, Madame, no era la amante del Virrey Liniers,
era su amada.
Ana Perichon rió con una carcajada fresca que recuperó, se-
guramente y por un momento, de entre sus recuerdos primeros
apenas desembarcada en la Santa María de los Buenos Aires como
una princesa protegida aún por sus lacayos, bajo una sombrilla de
encaje, y que se atrevía a pisar las orillas lodosas del Río de la Plata.
—¡Vamos, niña, que el hijo de la señora está subiendo...! —
insistió Zunilda.
Madame O’Gorman, aún con las manos de Juana Paula entre
las suyas, volvió a su sonrisa habitual.
—¿De cuáles destierros quieres saber, ma petite, o de cuáles
tiranos? ¿Crees acaso que el despotismo es un invento de Juan
Manuel de Rosas...?

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Cuando en 1839 recibí en la cárcel y en los grillos de Rosas,
el bautismo cívico destinado por él a todos los argentinos que se
negaban a prostituirse en el lupanar de sangre y vicios en que se
revolcaban sus amigos, don Bernardo Victorica usó para conmigo
ciertas atenciones que estaban absolutamente prohibidas.
Sólo, sumido en un calabozo donde apenas entraba la luz del
día por una pequeña claraboya, yo no olvidaré nunca el placer que
sentí cuando el jefe de policía consintió en que se me permitiese
hacer traer algunas velas y algunos libros.
Y fue sobre la llama de esas velas que carbonicé algunos palitos
de yerba mate para escribir con ellos sobre las paredes de mi cala-
bozo, los primeros versos contra Rosas y los primeros juramentos
de mi alma de diecinueve años, de hacer contra el tirano y por la
libertad de mi patria, todo cuanto he hecho y sigo haciendo, en el
largo período de mi destierro.

José Mármol

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CAPÍTULO 5
¿Qué harías, Juan Manuel,
si Encarnación se te hiciera unitaria?
MARÍA DE MENDEVILLE

“No sea cosa que tenga que enojarme...”, había repetido hasta
el cansancio doña Encarnación Ezcurra, y también su amado esposo
don Juan Manuel de Rosas, sin comprender o no querer ver que
esa matriarcal advertencia machacada hasta el cansancio iba ani-
dando y pudriéndose en el corazón de aquellos a quienes regañaba.
Así, fue creciendo la rebeldía que, solapada y silenciosa, comenzó
a deambular por la ciudad, agazapada en los campanarios y los
recodos, en las entrañas de los sótanos y las trastiendas, entre las
matas y las flores, entre las botellas y las copas, hasta en las tazas
de chocolate, en los arcones y los baúles, los liencillos bordados y
los bastidores, en los tinteros y los trazos de los cientos de plumas
contra el papel, que, igual a la flecha del tiempo, certera, inevitable
y oportuna, descerrajaban el aire a escasos pasos del blanco. Así
surgían, inexorables y sin demora, la terquedad y la porfía ante
el descontento, el regaño y el sometimiento. Así surgen siempre.
Los primeros atisbos de rebeldía y sublevación habían surgido
en 1838, cuando el gobernador de Corrientes, Berón de Astrada,
supuso que contaba con la ayuda de Santa Fe para iniciar sus ac-
ciones contra Rosas. Pero el gobernador de San-ta Fe, Estanislao
López, murió y Corrientes fue invadida por Echagüe, que derrotó a
Berón de Astrada en Pago Largo. Estos movimientos del litoral se
daban a causa de la posición de la Banda Oriental, donde Manuel
Oribe, tan cercano a Rosas, había sido derrocado por Rivera, su
eterno opositor. Y Francia, en busca siempre de nuevos teatros de
expansión, viró sus ojos hacia Montevideo e impuso un bloqueo al

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puerto de Buenos Aires, en tanto Rivera derrotaba a Echagüe en
Cagancha. Asimismo, los proyectos de renovación política de los
unitarios argentinos exiliados en Montevideo, al mando de Juan
Lavalle, hallaban eco en Buenos Aires. Esteban Echeverría, Juan
María Gutiérrez, Juan Bautista Alberdi, José Mármol, entre otros,
inauguraron el Salón Literario en la librería de Marcos Sastre y
una Asociación de la Joven Generación Argentina, sacando a la
luz esa rebeldía latente en las conciencias; claro que, no mucho
después, tuvieron que emigrar a Montevideo, aunque la siembra
fue fecunda. Esa tan mentada potestad de Rosas no era más que
el convincente poder de la Mazorca. En 1840, Lavalle había libe-
rado Corrientes dejando al coronel Paz en su lugar para dirigirse
a Buenos Aires; sin embargo, impulsado por alguna misteriosa
sensación, se dirigió al norte.
Tranquilo, Rosas veía sucederse los acontecimientos; la flota
francesa abandonó el bloqueo a la Santa María, las provincias del
norte se sublevaron sin demora y otro conflicto iba a comenzar.
Lavalle fue derrotado en Quebracho Herrado por Oribe y en Cuyo.
Hacia el final de 1841, nuevamente derrotado en Famaillá, Lavalle
emprendió la retirada hacia el norte pero muere asesinado en Jujuy.
El norte quedó también en manos de Rosas. Ya desde el exilio, Es-
teban Echeverría hizo una lapidaria lectura de las circunstancias:
“La juventud aislada, desconocida en su país, débil, sin vínculo
alguno que la uniese y le diese fuerza, se consumía en impotentes
votos, y nada podía para sí ni para la Patria. Tal era la situación...”.
También para Juana Paula y su familia no quedaba sino el
exilio. Las mujeres fueron guardando todo o casi todo en baúles
y roperos, sótanos y altillos de casas de amigos y familiares leja-
nos. Los muebles quedarían en la Santa María cubiertos con esas
sábanas que por años doña Teodora había bordado en tardes de
estío, bajo la pérgola del patio de atrás y en otras tardes de frío,
mateando con brasita de carbón y azúcar quemada, mientras las
niñas gateaban mordiendo los carretes de hilo y jugando con reta-
zos. Apenas si podía llevar un juego de sábanas para cada una de
sus hijas, de aquellas blancas y etéreas sobre las que había calado
y deshilachado aunando luego hilo por hilo en punto París hasta
entrelazar la letra M de los Manso con la C de los Cuenca. Atrás
iban quedando esas tardes y tantas otras cosas en los baúles o en
el recuerdo, pero muchas más eran las irrecuperables hasta para
el olvido. Allanamientos, confiscación de libros, incautación de
papeles, amenazas, tampoco este hostigamiento les fue evitado.

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“No sea cosa que tenga que enojarme...”, continuaba diciendo la
Ezcurra, palabras que sin duda también el Gobernador repetía a
diario a diestra y siniestra. Con todo ese bagaje debían partir rumbo
a Montevideo. Así comenzaba la travesía de Juana Paula Manso.

Apenas guardados los últimos petates, una escuadra de ma-


zorqueros ingresaron por el patio de atrás. Dos corrieron hasta el
frente y mantuvieron la guardia tras el portal preser-vándose de
los curiosos. Irrumpieron sable en mano y sin siquiera desmontar,
desbarataron plantas y macetas; otros, a culatazos de fusil, rom-
pieron mobiliario, puertas, lozas y jarrones. Uno de ellos se lanzó
hacia el escritorio de don José María y pese a que estaba vacío le
dio la vuelta y con el taco de las botas desfondó cada uno de los
cajones. Mientras el allanamien-to y la revuelta se llevaban a cabo,
las mujeres permanecían quietas y apiñadas al pie del fogón de la
cocina. El hombre que entró con el fusil en alto clavó su mirada
en cada una de las mujeres. Ninguna se amedrentó, un segundo
hombre entró enarbolando un sable. Sólo entonces las mujeres
bajaron los ojos para ver al hombre francamente pequeño y de tan
pequeños ojos como esos bichitos que se enroscan en sí mismos en
la humedad de los albañales.
—¿Quién es el responsable acá...? —preguntó sacando debajo
del poncho un papel.
Doña Teodora y la abuela Gloria se miraron entre sí; esta últi-
ma tomó el mensaje con la cinta punzó y lo entregó a Juana Paula
que comenzó a leer. La abuela esperó a que su nieta terminara de
leer y luego volvió junto al fogón a seguir dándole vueltas al dulce
de membrillo. Isabel percibió la ira en los ojos de su hermana y
se arrebujó aun más tras las faldas de su madre, que, silenciosa,
también observaba a Juana Paula. Antes de comenzar a hablar
Juana Paula suspiró profundo y carraspeó. Isabel cerró los ojos.
—Estamos solas, señor pues mi padre ha viajado a Mon-
tevideo.
—Cumplo órdenes del Gobernador...
—Entiendo, señor —interrumpió Juana—, acabo de leer la
carta. Le ruego me dé unos días para embalar al menos la ropa de
mi madre y mi hermana.
—No hay días posibles, señorita; ya hemos visto que los
muebles han sido desocupados... Como podrán imaginar, dadas
las circunstancias, será necesario desembalar lo embalado antes

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de empacar...
—Qué pretenden, señores, no hay nada oculto... Mi marido
está de viaje y no me parece bien esto de subastar públicamente
nuestra casa y mucho menos hacer una requisa —dijo al fin doña
Teodora—. ¡Dónde se ha visto semejante atropello!
—¿Y usted qué hace ahí...? —preguntó el grandote.
—No dejaré que el dulce se pierda ni por una orden del Go-
bernador... Quizá podamos darle un pote... —respondió con aire
maternal la abuela Gloria.
El hombre sonrió, aunque brevemente porque el pequeñito
le pegó un grito:
—¡A su puesto, Molina!
—Sí, mi sargento —respondió el hombre alejándose del dulce
de membrillo y poniéndose de nuevo en guardia.
Cuando estalló el desorden la abuela Gloria había retirado el
dulce del fuego y echaba la harina sobre la mesa, la salmuera y unas
claras de huevo. Los hombres fisgonearon de reojo hacia el patio
de atrás y la abuela comenzaba ya a sobar la masa. En realidad
el caos era afuera, en la casa de al lado. La abuela tomó el palo de
amasar y comenzó a estirar bien fina la masa sobre la tabla. Al lado,
el vocerío y los forcejeos iban en aumento. Un niño lloraba, era el
menor de los Gámez. Al oír al niño la misma Isabel se sumió en
un llanto casi silencioso. Doña Teodo-ra se sentó y alzó a la niña.
—Será mejor que se vayan... —dijo Juana Paula—, mi her-
mana se ha asustado...
—No hay de qué asustarse... si se cumplen las órdenes del
Gobernador. Son bien simples: irse ni bien comience la subasta.
Nada les pertenece, señoras, y tampoco vale la pena cargarse de
cosas en este tipo de viajes... Ahora debo ver lo que han empacado.
—Como usted disponga... —dijo Juana Paula—, mi madre nos
acompañará, pero quisiera leer de nuevo la orden del Gobernador...
—Se la acabo de entregar, señorita.
—Pero no la tengo, señor.
—Tampoco yo... De todos modos, nadie puede negarse...
—No es eso, ya sé que no es conveniente ni siquiera po-sible
negarse a un mandato del señor Gobernador, sin em-bargo...
—Sin embargo... —repitió el federal.
—Ve tranquila, niña —le dijo la abuela a Juana Paula—, nada
puede hacerse...
Una vez recorridos los cuartos, fueron dados vuelta todos los
baúles que habían sido alistados en la sala. A tirones y a punta de

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fusil los hombres desbarataron toda la ropa, hasta revisaron el
interior de botas y zapatos. Desordenaron también la ropa interior,
cuidadosamente doblada y envuelta en liencillos bordados; por
último, se apropiaron de libros y papeles con los que alimentaron
el fuego en el brasero de la cocina justo en el momento en que la
abuela Gloria cubría con glasé real las coladas de membrillo y las
ponía en plato sobre blondas de papel que había recortado, flor a
flor, durante las noches de insomnio; hizo una mueca y un ademán
apenas perceptible por su hija y sus nietas que acababan de entrar
y, pálidas de furia, veían cómo los libros caían al fuego. Sólo Isabel,
aferrada a la falda de su madre, lloraba al tiempo que se deslum-
braba con los fulgores del fogón.
—Estas coladas son para el Gobernador... —dijo la abuela son-
riendo hacia el hombre pequeñito aunque con la cabeza medio baja.
Juana Paula y doña Teodora miraron extrañadas a la mujer,
que, impávida, les sonreía con dulzura.
—Las coladas de membrillo le gustan al Gobernador... tam-
bién a ustedes, sin duda... —agregó acercando un plato hacia los
hombres, que se miraron sin entender—. ¿Acaso van a rechazar
las confituras de una pobre vieja?
Los hombres se sirvieron y comenzaron a comer. El hombre
pequeñito saboreó el membrillo y sonrió; al momento se quitó un
papelito de la boca y lo arrojó al fuego. Molina también percibió un
papelito y frunció el ceño; sin embargo, se lo tragó más por temor
que por educación.
—Por favor, lleve al Gobernador estos dulces. Él tiene sus
razones... qué otra cosa sino unas pobres mujeres somos nosotras
como para fastidiarlo. Mejor que no nos piense rencorosas...
Desconcertados los hombres salieron de la cocina con el plato
de coladas de membrillo para Rosas. Juana Paula y doña Teodora
observaban en silencio sin comprender. Cuando los hombres ce-
rraron la puerta y se fueron, la abuela Gloria les ofreció coladas
riendo y bajando la voz aclaró:
—Coman tranquilas que sólo aquéllas tienen papelitos...
—¿Papelitos en las coladas, qué estás diciendo abuela?
—Es que sólo así podrían tragarse todos las órdenes del señor
Gobernador...
—¿Así cómo? ¿De qué hablas mamita?
—¿Acaso no perdieron el papel con las órdenes del Gober-
nador? Él mismo habrá de atragantarse ahora con sus propias
órdenes... pero a las nuestras les puse apenas dulce, sólo él y sus

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bandidos merecen comer de mis coladas con membrillo más el pi-
cadillo de las sucias órdenes del señor Gobernador... Ahora vamos
a trabajar, que estos hombres lo han desordenado todo.
Riendo aunque con cierta discreción y mirando hacia los costa-
dos todas, hasta la pequeña Isabel, comenzaron a juntar sus ropas
que volvieron a doblar prolijamente y a ordenar una encima de la
otra. Transcurridos dos días, llegaron los hombres y establecieron
la subasta pública no sólo de la casa sino también del mobiliario y
la vajilla. Juana Paula, su madre, abuela y hermana veían alejarse
a las gentes con sus pertenencias, el juego de loza para el chocolate,
aquel otro de plata del Potosí con sus fuentes y los manteles de los
días de fiesta, como el de los florones malva.

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CAPÍTULO 6
Nunca ha tenido la mujer en la sociedad otra importancia
que la que el hombre ha querido darle.
RAMÓN DE PALMA

El día llegó y ni la bruma ni la luna entre los nubarrones del


pampero impedían que Juana Paula Manso permaneciese en cu-
bierta y aferrada al barandal observando la Santa María cada vez
más lejana, hasta ver la intermitencia de sus faroles y los fuegos
en la costa, naufragando en el río. De a ratos, inclinaba la cabeza
sin poder identificar de dónde era el candom-blé que llegaba a
ramalazos. El oleaje embestía el casco y la cu-bierta. Juana Paula,
subida a un aparejo, había dado dos vueltas a su cuerpo con unas
amarras y un gancho para no caer al agua.
Se había prometido a sí misma conservar en la memoria hasta
la última sombra del puerto de la Santa María de los Buenos Aires.
El velamen drapeaba a latigazos y las gavias, atiborradas de vien-
to, marcaban orientación incierta para Juana Paula. Apenas unas
líneas había cruzado con su padre, en las que le comunicaba que se
les uniría en el exilio. El trinquete crujió y también el palo mayor.
El foque y la cangreja, atiborrados por el pampero, mantenían su
norte y la botavara viraba peligrosamente. Juana Paula miraba
concienzudamente como si pudiese comprobar el estado del velaje
y, del mismo modo, viró la mirada hacia un horizonte posible. Ilu-
sorio aquello de vislumbrar la Santa María o Montevideo o ambas
costas a la vez; sin embargo, mantuvo las manos en el barandal,
atenta a cualquier promesa de luz. “Tengo que poder”, se dijo en
voz alta, pero la tempestad no le devolvió sino la confusión de un
viento silbador aporreando las lonas. De todos modos, Juana Paula
gritó sus cuitas, sus culpas, sus enconos, sus futuras prédicas, sus

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miedos, a sabiendas de la imposibilidad de que alguien pudiese oír
esas palabras que ahogaban su garganta. Alzó aun más la cabeza,
volvió a gritar y su grito fue un cañonazo disparado a la Santa
María, hacia la zona de Palermo, donde quizás el tirano en ese mis-
mo instante estuviese dando órdenes de fusilar, degollar, confinar,
desterrar o tal vez simplemente se hubiese dispuesto a libar del
néctar de alguna de sus fámulas.
El trinquete volvió a crujir y el palo mayor, el foque y la can-
greja fueron henchidos una vez más por el pampero, quizá aún
mantenían su norte. La botavara dejó de virar, sosegada en medio
de la borrasca.
—¿Abuela? —preguntó Juana.
Nadie respondió. Sin embargo, el silencio comenzaba a poblar-
se de voces y la lámpara de la cabina titilaba. El río se aquietó y el
viento fue arremolinando las nubes hacia la costa, provocando una
feroz sudestada que seguramente anegaba Buenos Aires. La luna
llena entonces asomó, pasada la cola del pampero, esparciéndose
por el río y dejando el velamen ya dócil.
—¿Necesita ayuda, jovencita? —dijo el hombre.
—No. Gracias, señor.
—Su abuela no ha salido, quizá tiene frío. ¿Viajan solas?
—preguntó mientras la ayudaba a desanudar la soga con que se
había amarrado.
—Hace mucho frío, sí.
El hombre se quitó el capote y cubrió a Juana Paula, que
aceptó sin hacer comentario.
—¿No cree que va siendo hora de dormir un poco...?
—Habrá tiempo de sobra para dormir en unos días...
—Tiene razón.
—¿El señor viaja por negocios?
—No exactamente. ¿Y usted?
—Vamos a reunirnos con mi padre.
—Entiendo.
Juana Paula sonrió. El hombre señaló entonces la sombra de
la población que se avizoraba entre la niebla.
—... Claro que no es como la Santa María —dijo el hombre
como continuando un pensamiento—... pero le gustará.
—Uno es de donde son sus afectos, señor, y hoy por hoy en
Buenos Aires ya no quedan tantos.
El hombre dejó de mirar la ciudad inmersa en la bruma y se
dio vuelta hacia Juana Paula. Ella apenas descubría los ojos. Se

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pasó la mano por la cara y el hombre le alcanzó un pañuelo.
—No llore, muchacha.
—No estoy llorando, señor.
El hombre sonrió. Juana Paula, en silencio, agradeció la mano
del desconocido sobre su hombro.
—No lo tome a mal, por favor, señorita, podría ser su padre.
—Mi padre está en Montevideo —dijo ella mezquinándo-sele
un poco.
Él volvió a atraerla hacia sí y, con delicadeza, la forzó a sentar-
se sobre unos cajones y a que apoyara la cabeza sobre su hombro.
—No hay nada que temer, ahora. Duerma unos minutos. Las
gaviotas nos van a despertar... o su abuela, seguramente.
—O puede que mi madre... —murmuró Juana forzando los
ojos y la atención pero adormecida ya.
Y apenas minutos antes de llegar los regaños de la abuela
Gloria, los graznidos de las gaviotas despertaron a Juana Paula.
Las gaviotas, como si estuviesen barriendo las secuelas del pam-
pero, se dejaban llevar por la ventisca, el bajel surcaba el río y se
deslizaba veloz por encima de las olas permitiendo, de a ratos, ver
el puerto. El desconocido, cerquita aún de Juana Paula, alzaba la
mirada hacia Montevideo, donde el cerro parecía elevar su cabeza
de la montaña.
La tripulación no era mucha. Unos parecían prontos a cazar la
gran vela; al timón, un hombre envuelto en un capote de barragán
y con sombrero de hule; uno más sobre la borda, con capa, cubierta
con gorro de paño la cabeza, movía apenas los ojos de la vela a la
onda y de la onda a la vela. El del timón no quitaba su mirada de
los primeros trazos de la ciudad, que se vislumbraba a modo de un
anfiteatro por cuyas gradas parecía descender el caserío.
No era esa particular disposición lo que atrapaba la atención
del hombre sino las añoranzas que, alrededor de 1841, padecía todo
argentino lejos del terruño frente a la proximidad de Montevideo.
Montevideo era el destierro. Al mismo tiempo, esa ciudad tan opues-
ta a la palpitante Buenos Aires, provocaba una gran fascinación:
la búsqueda de la libertad de los argentinos. Libertad azuzada por
la tenaz actividad de los desterrados. Montevideo era una mesa de
arena donde se pergeñaban las acciones contra Rosas.
—¿Falta mucho? —preguntó Juana Paula.
—No tanto. ¿Ve la fortaleza...? Anclaremos un poco a la dere-
cha —respondió el hombre del timón.
—¿A la derecha del fuerte de San José?

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El hombre la observó curioso y sonrió.
—¿Acaso conoce Montevideo?
—No, señor, es que tantos me han contado... ¿No hay muelle,
verdad?
—No, señorita —respondió el hombre que se descubrió la
cabeza, pasó las manos por el pelo crespo y se puso de nuevo el
sombrero—... hay sólo un desembarcadero.
—Baño de los Padres, se llama, ¿verdad?
—Sí, señorita. Ahí es donde atracan los botes de las estaciones
de guerra; seguramente no se va a mojar durante el descenso.
—... porque la marea está muy alta ahora.
El hombre rió con ganas y le entregó el timón:
—Creo que la señorita sabe más que yo...
—Un amigo me contó...
—¿Y ese amigo no le mentiría...?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Bueno, claro, no digo mentir, pero quizás usted lo esté viendo
de otra manera...
—No creo.
—¿Acaso él no le advirtió de la capa de hule?
—¿Capa de hule?
—Acorde nos vayamos acercando, el oleaje pegará más duro...
—dijo el hombre quitándose él mismo la capa y el sombrero y cu-
briendo a Juana Paula.
—Le agradezco mucho el abrigo, señor, pero ya tengo.
—¿Y el timón?
—¡Qué disparate!
—Muy valiente su hija, señor. Desde Buenos Aires no se ha
movido de aquí.
—Ciertamente extraña, la muchacha ¿no? —apuró el desco-
nocido poniéndose de pie y Juana Paula rió fuerte.
—No es mi padre... —dijo ella.
—Disculpen... —agregó el hombre mirando hacia la ciudad—,
¿ven acaso el arco iris?
—Amanece.
—Amanece —dijo la abuela Gloria, que asomaba a cubierta
con su hija por detrás.
—Ya casi llegamos.
—Estás helada, hija. Qué locura, por Dios...
—No tengo frío, mamá. Este señor me ofreció su capote.
—Cómo se te ocurre...

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—Por favor, señoras. Sabrán disculparme y disculparla, la niña
se opuso tenazmente pero yo insistí. El paisaje era tan hermoso...
Es mi culpa.
“Es mi culpa, señoras”, repetía sin detenerse el hombre, tan edu-
cado y convincente, que las mujeres se miraron entre sí, suspiraron y
sonrieron indulgentes. Tantas otras veces pasarían por circunstancias
similares. La indulgencia era el único atenuante.
Juana Paula veía flotar un madero que de a ratos desaparecía
entre las olas. Una gaviota que picoteaba la madera, alzó la cabeza
y se dejó llevar por un instante, emprendiendo el vuelo hacia la
costa, donde muchas otras se lanzaban en picada a la pesca de las
vísceras que los pescadores echaban por la borda de sus barcazas.
Alguien rasgueaba una guitarra y otro, un poco más lejos
quizás en la bodega, cajoneaba la cadencia del mismo son, un can-
dombe, tal vez una habanera, un fandango o fandanguillo. A no
ser por aquel sonsonete, el silencio se mantuvo hasta que comenzó
a oírse un murmullo de voces, cadenas, estornudos o carraspeos,
la risa contenida de algunos, la alegría y el llanto, la emoción del
destierro entremezclándose con la libertad y el paso ligero, el salto
de unos y otros sobre las falúas que los arrimarían a la costa.
El alba no tardó en imponérseles. El sol emprendió su viaje
hasta el cenit. Montevideo estaba ahí, no ya delante de los ojos
sino bajo las botitas marrones que Juana Paula hundía en la arena
suelta. Juana Paula chapoteó un poco, tropezó con unos baúles y
desgarró el extremo de su falda mojada con un canasto desbaratado.
—Vamos, mi niña... —insistió la abuela tironeándola suave-
mente del brazo.
Juana Paula dio dos vueltas sobre sus pies, desenredó la
falda y continuó observando los alrededores hasta que encontró a
su padre con los brazos abiertos. Se acurrucó mansa-mente.
Creía haber olvidado aquel olor. Olor a cigarro de años an-
teriores pues él ya no fumaba y, sin embargo, olía a tabaco. Con
los ojos cerrados se aferró al calorcito del cuerpo de su padre. Sin
abrazarlo, sin verlo, dejándose abrazar y observar, cobijándose
contra su pecho y su respiración. Tardó en abrir los ojos.
—Perdón, mamita, necesitaba tanto este abrazo...
—Entiendo.
Doña Teodora abrazó a su esposo, que no quitaba la mirada de
su hija, y al instante, soltándose del brazo de su esposa, exclamó:
—¿Funes?
—¿Tanto he cambiado?

57
—Te ves raro sin barba...
—Ya ves...
Don José María Manso hizo las presentaciones del caso. Se
saludaron formalmente. Juana Paula se quitó el capote y lo entregó
a Funes.
—Muchas gracias, señor. Muy amable.
—¿Es que acaso se conocen? —preguntó Juana Paula y todos
rieron.
Manso ofreció a Funes alcanzarlo a alguna parte. Subieron al
coche. Durante el trayecto, sólo los hombres hablaron. Bajaron las
cortinillas y se despacharon a gusto. Juana Paula no quitaba la vista
del ventanuco trasero. Era su primera gran lectura de Montevideo.
—Al menos la educación ha sido un tema al que, como presi-
dente, Oribe prestó buen cuidado —oyó al pasar Juana.
—Eso ya es algo.
—Eso es mucho, creó varios colegios a cargo de religiosos,
también la Universidad Mayor de la República. Pero no alcanza,
Funes, no es suficiente —agregó Manso.
—Y ahora Rivera...
Juana Paula seguía viendo por el ventanuco. A partir de ese
momento comenzaría a mirar de aquel modo su entorno, siempre
ajeno, cordial pero ajeno. No importaría cuál fuese el sitio ni cuál
el destierro.
—Sí, veremos cómo va con Rivera —prosiguió Manso—. Fal-
taba tan poco para que terminara el período de Oribe..., pero, ya
ves, la sublevación era inminente...
—Pero Oribe tampoco se quedará quieto.
—Montevideo parece amable, papá... —interrumpió Juana
Paula—, pero un poquito ajeno...
Ésa fue la primera impresión que Montevideo causó a Juana
Paula. “Sí”, se dijo, “amable y extraño”; extraño a los colores de
antaño y los aromas de la infancia, sus figuras cotidianas, el trazado
de las calles, el andar de su gente, los gatos en los tejados. Otro el
humo de sus chimeneas. Desavenido el cielo, en el ventanuco del
coche, así de pequeño sería el cielo para Juana Paula, un cuadrado
celeste semejante a un pañuelo azul claro o azul noche, según la
hora, apenas el ventanuco de un coche, andariego y noctámbulo,
o apenas un cielo circular naufragando durante la travesía en un
ojo de buey; y ella condenada al camino, desplazada, paria.
Don José María pasó su brazo por encima de los hombros de
su hija y le besó la frente mientras miraba de soslayo a su mujer

58
y a su suegra. Mientras tanto, Funes alzó levemente la cortina de
la puerta del coche. Por aquel resquicio pudo ver los alrededores
del puerto. Algunas mujeres, sospechosamente trasnochadas, dor-
mitaban al sol en el balcón de una casa de citas. Otra, que le daba
al aldabón de la misma casa, se hizo un poco a un lado cuando la
puerta se abrió y apareció una mulata que, forcejeando entre los
brazos de un borracho, se deshacía de él arrojándolo en brazos
de la recién llegada. Hasta que el coche dio vuelta en la esquina,
Funes pudo ver cómo la mujer cargaba al hombre, que insistía en
volver hacia atrás, donde la mulata sonreía, jaraneando con dos
muchachos que luego de unos revolcones en la calle, corrieron tras
una pelota de trapo.
Después de su ir y venir entre la Santa María y Monte-video,
Funes notaba ahora que la población se había triplicado y también
el espíritu comercial, generando y amontonando todo aquello que
fuese de utilidad para dar en tierra con la dictadura vecina, ferias,
puestos, venta callejera. Algunas gentes en tolderías no se movían
de los alrededores a la espera del regreso, eran argentinos que
padecían tanto el exilio como la obstinación de alentar la caída de
Rosas. En su viaje anterior, entre 1830 y 1831, Funes se había
encontrado con Lavalle, que, apenas llegado a Uruguay, se había
unido a los que preparaban la sublevación de la provincia de Entre
Ríos, encabezada por el general Urquiza. Rivera se sublevaba ante
Oribe y a esos sublevados se unió Lavalle. Oribe luego se trasladó
a Buenos Aires. Funes supo más tarde que, en 1839, Lavalle había
encabezado un contingente expedicionario que, desde Montevideo,
ingresó a territorio argentino y se unió a las fuerzas antirrosistas
en la provincia de Buenos Aires, y que Rosas y sus federales los
obligaron a marchar y replegarse hacia el norte, donde su destino
final los esperaba. Ése era el curso de los acontecimientos mientras
Funes regresaba a Montevideo, y ahora, por su amigo José María
Manso, comprobaba que ya por esos días había llegado José Gari-
baldi, que ya era inminente la guerra de Urquiza contra Rosas, que
Urquiza contaba con el apoyo del Brasil y del gobierno uruguayo.
Funes escuchaba a Manso que le daba el parte de las últimas
novedades. Las mujeres, aunque aparentemente ajenas, mante-
nían sin embargo un silencio tal que concedían a los hombres el
beneficio de la duda. Fue por eso quizá que Funes bajó aun más
el tono de voz.
Así estaban las cosas cuando Juana Paula empezaba a peregri-
nar bajo los cielos del exilio. Sin embargo, como si nada de lo que

59
se escondía y percibía en medio del murmullo fuese importante,
Juana Paula escribía una palabra en el vidriecito empañado por
el hálito de su respiración. Recordó entonces las palabras de un
viejo amigo: todo viaje es siempre de ida aunque no se salga del
Valle de Lerma. Juana Paula había coincidido con Santiago aquella
tarde, días atrás, cuando él le hizo aquel comentario en medio del
abrazo de despedida. “Es verdad”, se dijo a sí misma, “todo viaje
es sólo de ida también cuando se ha salido de la Santa María de los
Buenos Aires”. Es que por aquellos días para Juana todo cabía en
los horizontes de un pañuelo. Cuando trazó el último rasgo de la
palabra verdad en el ventanuco empañado, se llevó el dedo a la boca
porque el borde de cuero reseco del marco de la ventana le hizo un
corte, pero no apartó la mirada. Los frentes de las casas pasaban
raudos, terrosos, rosados unos, amarillentos otros. Un par de cor-
celes con sus jinetes acorralaban a fustazos y lanzaban insultos a
un muchacho negro que se dejó pegar hasta dar contra la rueda.
Fue necesario detener el coche. Juana Paula envolvió su dedo en
el pañuelo, atenta a su padre y a Funes, que bajaron al momento.
Cierto resquemor transfiguró el rostro de las recién llegadas.
—Puro barro durante el desembarco en esa rada sucia, luego
una chalupa maloliente y ahora esto... —dijo doña Teodora envol-
viéndose más en su rebozo.
—Puro gaucho bromista y mal hablado... —acotó la abuela
observando a Juana Paula absorta en la contemplación de su propia
sangre en el pañuelo.
El muchacho negro se sacudía la tierra con el gorro, sin quitar
los ojos del ventanuco por donde Juana Paula lo observaba. Afuera,
los hombres discutían tratando de persuadir a los gauchos, y dentro
de los horizontes del pañuelo la pequeña mancha de sangre crecía.
Al rato volvieron los hombres al carruaje y se mantuvieron en si-
lencio. El coche dio varias vueltas y atravesó la pequeña ciudad en
menos tiempo del que Juana Paula había imaginado reconocerla.

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CAPÍTULO 7
No hay sino un modo de ir adelante,
la iniciativa de la autoridad.
No necesito señalar su penetración
y cuáles son los obstáculos a la difusión de la enseñanza.
Se quiere al país sumido en la ignorancia para dominarlo mejor.
JUANA PAULA MANSO

Los cascos de los caballos resonaron en el patio de atrás y


los pájaros chillaron ante el polvo. Habían llegado. Ahí estaban
unas mujeres negras atizando el fuego bajo el caldero de la sopa y
metiendo pan en el horno cuando los perros ladraban. Se alistaron
una al lado de la otra, limpiando sus manos en el delantal y alzando
apenas los ojos ante las viajeras.
—Es por acá... —dijo una.
—Deme esa maleta, niña.
—La de mi abuela primero, por favor...
Si bien don José María trató de recibirlas como se de-be,
las mujeres no pudieron evitar reír con ternura a cada paso.
—Qué bien huele este patio, mujer. ¿Cuál es tu nombre?
—Gladys... Son los jazmines los que huelen...
—Zunilda no quiso viajar... —aseveró don José María.
—Es que el gringo Mike prometió llevársela a Filadelfia...
—Y esa tonta le ha creído... —acotó doña Teodora.
—Todo por los hijos será... —dijo la abuela Gloria.
—¿Y por dónde es eso, señora...?
—¿Filadelfia?
—Nunca oí de un lugar así...
—Hay tantos sitios de los que no sabemos, Gladys... Alcánzame
aquel bolso, por favor.

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Gladys se limpió las manos en el delantal y corrió donde las
maletas y baúles.
—¿El negro?
—No, el otro...
—¿El carmelito, niña?
—Sí, carmelito como la palma de tus manos...
La negra Gladys dejó entonces de restregarse los dedos en el
delantal y se miró las palmas de las manos. Hizo un mohín.
—¿El carmelito...? —insistió Gladys hurgando entre los bolsos.
—Sí, el castaño claro.
—Bueno... Yo no veo que mis manos sean así, niña, ¿pero será
éste? —dijo entregando uno de los maletines a Juana Paula.
Juana sonrió ampliamente sin contestar. Sacó un mapa que
desplegó sobre la mesa y le hizo seña de acercarse.
—¿Ves acá?
La negra se acercó tanto que se llevó por delante el mapa.
—Yo no sé qué es esto que me hace ver, niña.
—¿Pero qué ves?
—Un papel con dibujos y cositas...
—Esas cositas son letras y países.
—Si usted lo dice, niña Juana.
Juana Paula observó a su padre, que la miraba con cierta
condescendencia, aunque no tanto doña Teodora y mucho menos
su abuela.
—¿Te gustaría aprender a leer y escribir, Gladys?
—¿Aprender a leer y escribir?
—Por qué repites todo lo que digo....
—¿Por qué repito... lo que mi niña dice?
—¿Te gustaría leer y escribir?
—¿Me gustaría leer y escribir...? Perdón, mi niña. Yo ha-ré todo
lo que las señoras manden —concedió la negra con los ojos bajos
pero sin quitar, de soslayo, la vista de sus nuevos amos.
—Deberías aprender... es importante que quieras aprender.
—Si usted lo dice...
—¿Pero te gustaría?
—¿Y podré saber qué son esas cositas del papel?
—Sí, también podrás leer los mapas.
—¿Mapas?
—Mira acá..., ¿ves esto tan azul?
—Sí.
—Todo este trayecto tuvimos que navegar para llegar. ¿Ves?

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Ésta es la Santa María de los Buenos Aires, y este otro punto,
Montevideo.
La negra se acercó una vez más al mapa y dejó ir la mirada de
un lado al otro del Río de la Plata siguió con los dedos ese espacio
azul hacia arriba y se detuvo mucho más allá donde había otras
manchas de colores.
—¿Y esto, niña?
Juana Paula miró hacia el papel, la negra señalaba el conti-
nente africano. Juana miró a su padre, que sonreía, mientras doña
Teodora y la abuela Gloria entraban en la cocina.
—¿Sabes cuál es ese país?
—Usted es la que dice que va a enseñarme.
—Puede que sea por ahí donde has nacido.
—Yo nací donde estamos ahora, niña.
—¿Y tu madre?
—¿Mi madre? —preguntó la negra sin quitar la vista del
mapa—. Ella dice que nació en un barco grande donde viajaba mi
abuela.
—¡Eso sí ha de ser verdad, sin duda! —exclamó don José María
en medio de una risotada—. Hijita, ¿por qué no dejas la clase para
otro momento?
La negra bajó la vista de nuevo, tomó una maleta en cada
mano, dispuesta a guardar la ropa de cama en los baúles de los
cuartos y la mantelería en los muebles del comedor.
—Por favor, regresa por mis cosas... —imploró Juana Paula y
se sentó al lado de su padre.
Don José María se mostraba demasiado ansioso de comentarle
los últimos aconteceres de Montevideo y sin embargo no dijo pa-
labra. Sí, en cambio, la negra Gladys, que arrastrando las maletas
fuera de la sala murmuró entre dientes:
—De verdad, mi niña... la una con la otra iban.
A Juana Paula le caía bien esa negra, quería enseñarle cosas.
Había cosas que Juana Paula Manso comenzaba a percibir sin
darse cuenta tal vez, casi sin quererlo, aunque de manera inevita-
ble. Pensamientos que le iban llegando desde un re-cóndito lugar del
futuro; metáfora que imaginaba imposible y de la cual ella misma
era parte, sin duda. Intuía que podría tomar, de ese destierro que
le había sido impuesto junto con las mujeres de su familia y con
tantas otras, cierto protagonismo como juez y parte de un proceso
histórico que hasta entonces parecía no haberlas tenido mucho en
cuenta más allá del entorno cotidiano. Se habían convertido ante

64
el tirano Rosas, y así se repetiría hasta el infinito, en seres tan
de temer como cualquiera de sus enemigos. Habían combatido,
habían amenazado y ahora con orgullo alzaban sus hogares en el
destierro; el exilio era una nueva morada a la que arribaban con su
propio bagaje cultural, del que hasta ellas mismas creían carecer,
y también les imponía, por un lado, el camino hacia el desarraigo
tan temido, y, por otro, hacia otras culturas, otros destinos, otros
cielos, la posibilidad de ver el mundo como es en realidad más allá
del amado río marrón, vasto y hermoso también mucho. Se aso-
maban desde aquel mundo privado y protegido tras los visillos de
macramé, o parapetadas tras las rejas de balcones o terrazas, hacia
mundos donde otras mujeres comenzaban a procrearse a sí mismas
exponiéndose o exponiendo su lucha en espacios definitivamente
públicos, quebrando de una vez por todas aquel mito que sumía
a la mujer en el individualismo y la resignación, a limitar su ser
al entorno privado del hombre. Las arrancaba de la sombra, de la
trastienda, la rutina de los fregaderos y las cocinas.
No sólo el temor a la muerte o la persecución política habían
embarcado a los argentinos rumbo al exilio sino la asfixia intelec-
tual. Puede que sólo entonces los hombres comprendieron la asfixia
intelectual que padecían las mujeres. Puede que hasta entonces
fuesen los hombres, según creían, los que habían provocado la
marcha de la historia y los cambios; sin embargo, la realidad daba
fe de que la mujer, como procreadora, contenedora y continente,
no sólo acataba con dolor y sencillez el destierro sino que daba a
luz muchos otros cambios no previstos por ellos y la propia marcha
de la historia.
Así, Juana Paula, inmersa en esa su amplia metáfora del futu-
ro, y con un hálito de esperanza, una tarde garabateó líneas, tachó
y subrayó hasta pasar a otro papel un solo párrafo en limpio: “Bajo
la responsabilidad del nombre de mi señora madre, tengo el honor
de anunciar a las madres de familia, que en todo este mes de abril
se abrirá una casa de educación, Ateneo de Señoritas, en mi casa,
ubicada en la calle San Pedro 246, de esta ciudad de Montevideo”.
Finalizado el borrador del aviso que días más tarde sería publicado
en el periódico El Nacional, preguntó a don José María:
—¿Acaso no lo apruebas, papá...?
—Sabés que no será bien visto.
—Ni bien visto ni mejor mirado... —sentenció la abuela Glo-
ria—. Por tanto... habrá que dejar que hablen nomás.
—¿Acaso alguien más colaborará con el sustento de la casa...?

65
—agregó doña Teodora.
—Y mucho menos las señoras... —acotó don José María.
—Sí. Mucho menos —concedió doña Teodora.
—Bueno, no renieguen más. No será sencillo por cierto, pero
es justamente a esas niñas, hijas de esas otras señoras pacatas de
nuestra sociedad porteña, a quienes es necesario modelar para
lograr otro tipo de mujeres y otro país, papá...
Don José María rió con franqueza.
—Tú siempre soñando, Juanita. ¿Acaso no sabes lo que eso
significa?
—No. No lo sé, acaso sí lo sabe don José María Manso. ¿Tan
seguro estás, querido papá, de que es una tarea inútil?
—Mi amor, sólo será por lo que toque quedarnos en Montevi-
deo... —acotó doña Teodora tomando del brazo a su ma-rido.
—¿Es que acaso se irán de nuevo?... Si acaban de llegar... —
preguntó la negra Gladys.
—Y también llegaron Echeverría y Mármol y hasta Marica
Mendeville... —acotó doña Teodora—, ¿quién que se precie de
ser gente de bien no ha sido desterrado a la par nuestra por estos
tiempos?
—Quién sabe, tal vez no pronto pero algunos ya tuvieron que
irse... Oribe no se quedará quieto...
—Ni Rivera, ni Rosas, con ese miedo a perder la exclusividad...
tanta es la competencia entre los saladeros en estas tierras... Tam-
poco Urquiza... Nada quieto habrá de quedarse Oribe... —susurró
la abuela Gloria cerrando la ventana y las cortinas tratando de
menguar la conmoción de los cascos de un escuadrón contra el
empedrado.

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Don Manuel Oribe era un hombre alto y enjuto, color moreno
cetrino, de facciones regulares, rostro largo, cabeza entre cónica y
frente estrecha. Su largo y espeso bigote le daba un aspecto militar,
y sus ojos verdosos solían brillar con expresión siniestra si una
contrariedad alteraba su temperamento bilioso sanguíneo. Manuel
Oribe cuando joven había sido muy celebrado por su bravura en
la guerra contra el Brasil. Oribe ocupó en esa guerra el puesto de
coronel de Dragones y aun creo que había peleado en la guerra por
la Independencia Americana contra la España.
Era un hombre modesto en su vida privada, de modales sim-
páticos, afable, que vivía con suma moderación. Había subido a la
Presidencia con gran alborozo nacional, y sin nuestras eternas y
funestas luchas de partido, acaso en vez de ser el azote de los pueblos
argentinos habría sido un magistrado íntegro en su patria.
Agriado por la revolución de Rivera, y contaminado por la
amistad de Rosas, Oribe dejó de ser lo que hasta allí, se volvió otro
hombre. Notable en su sencillez, aun en el alto puesto que ocupaba,
y jamás tan alto funcionario público llevó más lejos en el Estado
Oriental la simplicidad republicana. En la época en que vamos a
conocerlo, Oribe era todavía un hombre interesante y joven, pero ya
los pesares políticos habían alterado mucho su carácter.

Juana Paula Manso

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CAPÍTULO 8
En todo este atropello de las garantías individuales
no hay más que ignorancia.
JUANA PAULA MANSO

Efectivamente nadie se quedaba quieto. Incomprensi-ble-


mente se movían todos por aquellos días en Montevideo. Como les
sucedió un anochecer a Juana Paula y la negra Gladys, mientras
iban al salón nuevamente instaurado de Mariquita Mendeville,
cuando las siguió aquel hombre de tez morena y pelo cano
que encendía los faroles. Mientras elevaba el mechero, el anciano
murmuraba una oración, o puede que un canto, y alzaba apenas
la mano hasta alcanzar la bujía. Tan alto era, que ellas demoraron
la marcha y se detuvieron a obser-varlo. Las mangas de la blusa
dobladas muy por encima del codo dejaban ver los músculos, aún
fuertes, del mulato viejo, que se dio vuelta y sonrió. Gladys bajó la
vista y tiró del brazo a Juana Paula. Esquivaron un charco, cru-
zaron a la veredita de enfrente y continuaron la marcha, pegadas
a las sombras de la pared.
—Dicen, mi niña, que hace mucho tiempo... —comenzó a
contar Gladys observando de reojo al negro, que caminaba detrás
de ellas—, cuando se colonizaban estas tierras, se construyó esta
pequeña ciudadela que llamaron Montevideo. —Continuó ace-
lerando el paso y dio vuelta a la esquina.— Así fueron llegando
los españoles, los italianos y los ingleses, que traían sus esclavos,
africanos todos y casi todos congoleses.
El negro dio vuelta a la esquina. Luego de alzar una vez más
su mano al voleo y encender otro farol, apresuró también el paso.
Gladys lo miraba de soslayo sin interrumpir su cuento.
—Por las noches, mi niña, lejos de los ojos de los amos, aun-

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que con su permiso, por cierto, los negros realizábamos nuestros
rituales. Ritos que se venían sembrando y floreciendo a lo largo de
la América toda. Claro que parece que mucho más han prendido
estas costumbres en cierto lugar que llaman la Bahía de Todos los
Santos.
—Eso es en el imperio portugués —acotó Juana Paula obser-
vando de reojo al anciano.
—Si usted lo dice, niña... y que ahí es la cuna del candomblé.
—¿El candomblé?
—Sí. Acá en Montevideo, hasta no hace tanto, nos apaleaban
por practicarlo en los tangó...
—¿Los tangó?
—Así dicen del lugar donde practicamos el candomblé —aclaró
Gladys y se detuvo.
Se dio vuelta y, desafiando la mirada del negro, volvió a tirar
del brazo de su ama.
—Aunque ahora, ya no tanto, mi niña —continuó la negra
persignándose—, usted sabe.
—Así es, todas las ceremonias religiosas terminan mezclán-
dose las unas con las otras.
—Y no queda sino el baile y las tamboras. Entre nosotros, los
negros, claro. Si usted quiere, podría llevarla. Pero, quién sabe si
mi niña querrá acompañar a esta negrita a ver cómo se templan
las lonjas mientras encienden las fogatas orillando el río para oír
toda esa tocadera en los tangó. ¿Quién sabe si querrá mi niña?
—Y me enseñarás a bailar...
—Solita le va a brotar la danza cuando escuche las tamboras
de los tantos negros de otras barriadas, verá qué lindo es. Ahí es
lo mejor del candombe, mi niña, del candombe y la llamada, un
carnaval pero a lo nuestro... Allí no se escuchará más que piano,
repique y chico... Así se llaman los tres tambores del candombe,
niña. Repita conmigo: piano, repique y chico... Así podremos ser
parte de una cuerda de tambores.
—¿Cuerda de tambores?
—Ahora es usted la que repite lo que yo digo...
—Es verdad, es que no sé qué es eso de cuerda de tam-bores.
—Es un grupo que toca candombe, mi niña. Recuerde: piano,
repique y chico.
Llegando a la próxima esquina la negra volvió a darse vuelta.
También Juana Paula. Una vez más el negro alzó su mano y en-
cendió otra bujía. Vieron entonces que, dándoles la espalda, metía

69
su mano en el pantalón esculcándose la entrepierna. Apresuraron
el paso una vez más, sin decir palabra.
El orín del anciano detonó en la oscuridad, semejante a un to-
rrente quebrantando la quietud de una laguna, el chorro humeante
y profuso, como el de los orines de un caballo viejo, corrió por la
zanja, siempre a la par de la veredita por la que caminaban las dos
mujeres pero mucho más aprisa, y serpenteó entre las barreduras
de la zanja, hasta ponerse a la par de Juana Paula y de Gladys para
seguir calle abajo al tiempo que se convertía en apenas un hilo de
agua ensangrentado. Pero nada de aquello alcanzaban a percibir
las mujeres, sí en cambio que el anciano se detenía cada tanto para
encender otro farol y luego apuraba su andar ligero tras ellas. La
negra Gladys refunfuñaba por lo bajo.
—¿Es que acaso conoces a ese hombre? —preguntó Juana Pau-
la, pero la negra continuó con sus quejas en voz baja y no respondió.
Los pasos del mulato se percibían cada vez más cercanos. Jua-
na Paula, cansada de caminar a ese ritmo, se detuvo y lo encaró.
—¿Necesita alguna cosa, señor?
El anciano, que rengueaba aunque su andar era ágil, también
se detuvo y permanecía callado todavía, tratando de ver a Gladys,
que se escondía un poco por detrás de su ama.
—Responda, señor, ¿podemos ayudarlo...?
El hombre alzó apenas la cabeza señalando a Gladys y bajó la
mirada hacia sus pies descalzos. La muchacha se cobijó aun más
contra la espalda de la joven.
—¿Qué sucede, Gladys, quién es este hombre? —incre-pó
Juana Paula haciéndose a un lado para dejarla expues-ta ante
los ojos del hombre, que lentamente volvió a alzar la cabeza.
—No, mi niña, él no...
—... él no, ¿qué cosa, mujer? Habla, por favor...
—No la regañe, señorita. Ella no...
—¡Por Dios! Hable alguno de los dos.
El anciano extendió la mano, siempre con los ojos bajos,
Gladys respondió extendiéndole la suya. El hombre tomó la mano
de la muchacha, la dio vuelta y la examinó, la acercó a su nariz y
la olió profundamente. Abrió los ojos y se quitó del cuello un payé
de marfil que guardó en la palma de la mano de Gladys. Le entre-
cerró los dedos envolviendo el talismán con forma de muñeco. Se
alejó unos pasos.
Juana Paula no preguntó nada más. Se contentó con obser-
varlos. De inmediato supo que aquel modo de acercarse uno al otro

70
sin palabras era el camino que los unía, uno que debían transitar
ellos dos. Ellos dos y el talismán, ese pequeño amuleto de marfil
que Gladys observó atentamente y se colocó al cuello. Encendidos
los ojos, esbozó una sonrisa a la que el hombre respondió con otra
mientras cruzaba a la vereda de enfrente y alzando apenas los dedos
encendía otro farol, el que alumbraba el ventanal de la esquina de
la casa de los Varela.
—Entre, que ya es tarde. Mañana le cuento, niña.
—Cuando tú quieras.
—Acá afuerita la espero...
—¿No tienes miedo? —preguntó Juana Paula cuando la puerta
se abría.
El murmullo de la reunión y la euforia del abrazo de José Már-
mol no le permitieron oír la respuesta de la negra Gladys; apenas
si de soslayo pudo ver que corría hacia la esquina a encontrarse
con el negro viejo quién sabe para qué, mientras veía por detrás
de Mármol, a Alberdi, a Echeverría y a Gutié-rrez, a los Spano y
a Rivera Indarte, rodeados todos de muchachas, en especial de
aquellas que también de a ratos hacían parte de la pequeña corte
que reunían madame Verley y madame Noguié, dos francesas
que se disputaban las tertulias a la par que ahora Mariquita. Las
francesas alardeaban y repartían invitaciones verbales del baile de
disfraces que realizarían en casa de madame Verley.
Mariquita recibió a Juana Paula con la misma cordialidad que
a cada uno de sus contertulios, aunque un poco desconcertada por
la presencia de aquella muchacha a quien de pequeña había visto
asistir de la mano de su padre a la escuela de la Merced y que ahora
se encontraba tan instalada en ese ámbito de poetas y literatos, a
la par de ellos, en realidad, y no tanto por coquetería, como podía
ver que ocurría con muchas de las otras muchachas. Mariquita
no conocía mucho de Juana Paula, salvo aquello de saberla hija
del ingeniero don José María Manso, andaluz y unitario de pura
cepa; sabía que por aquellos días padre e hija compartían ya una
escuela en la pequeña casa que habían arrendado al llegar, él con
sus temas de ingeniería y Juana Paula ocupada en dar clases a las
niñas exiliadas, recibiendo por ello la joven un gran elogio general,
incluso el de la misma Mariquita, pues consideraban que procuraría
al menos que aquellas niñas no perdiesen sus costumbres fami-
liares ni raíces; poco sabían todos que, en realidad, la verdadera
intención de Juana Paula era alejarlas de la frivolidad en que las
sumía la sociedad como única propuesta.

71
La vivacidad de la reunión hizo que Juana Paula olvidase
aquel confuso episodio callejero, tan confuso como tantos otros
por esos tiempos.
De inmediato Mármol la sentó al piano a su lado, y ambos
descerrajaron unos aires pampeanos al mismo tiempo que toda
la melancolía del exilio. Sólo entonces Juana Paula se sintió en
el terruño, en una patria chiquita, pequeña y reconfortante como
una taza de chocolate con miel y canela. Mariquita felicitó a Jua-
na Paula por la exquisitez con que había ejecutado aquellos aires
criollos y más tarde el ligero rondó que provocó al baile a más de
una pareja. Madame Noguié invitó a todas las concurrentes a una
pequeña tertulia de mujeres solas que se llevaría a cabo en su casa
con el pretexto de organizar el baile, las máscaras y los disfraces.
Así volvieron a encontrarse todas al día siguiente. Juana Pau-
la llegó a lo de madame Noguié con su madre llevando, igual que
el resto de las mujeres, sus costureros, papeles, telas de colores y
pinturas. Todo fue desplegado con generosidad sobre la gran mesa
de la sala y sobre algunos maniquíes de cartón. Tijeras, lápices,
pinceles, retazos, plumas, todo fue desparramado y cada una fue
eligiendo según su gusto lo que necesitaría para su disfraz. Sentadas
alrededor de la mesa, igual que en una cena de honor, porque no
todos eran materiales para las máscaras: en medio del desorden
no faltaron los dulces y refrescos.
—Acabo de escribirle a mi hija Florencia —dijo Mariquita—;
le he dicho que no esté triste porque habrá pronto tiempo para
vernos... y que allí donde me encuentre, hasta en el mismo infierno,
habré de hacerme mi circulito...
—Bueno, acá ya lo has logrado sin duda... —acotó madame
Verley.
—Sin duda, no tanto como tú —respondió con idéntica ironía
que la francesa—; gracias a los Lahite que me han arrendado esa
casa tan cómoda y con tan linda vista al río, aunque sea inevitable
esta humedad que carcome los huesos.
—Y a todas el alma... —murmuró la señora de Manso.
—Si toca irse al Janeyro, ahí el sol debe de ser una delicia...
—dijo Pilar Spano.
—¿Río de Janeyro...? —preguntó Juana Paula.
—Habrá que tomarlo por el lado bueno si nos fuese necesario
un nuevo exilio, muchacha. Dicen que todo es más barato y se ima-
ginan todas esas frutas y dulces... las guayabas... los jugos de piña...
—Y el mar... el sol y el mar... Cualquier casa será buena con

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tanto sol y tantas plantas... —suspiró Mariquita.
—Y los goces animales... con ese calor quién pensaría en la
soledad o el encierro... —suspiró a su vez madame Verley—. ¿No
irías sola, de todos modos? —preguntó a Mariquita.
—Iré con Mariana... Sí, ya sé —dijo alzando la voz—, no hace
falta que me digan que no es el tipo de compañía al que se refie-
ren, pero al menos no es mujer de amores y mareos... porque esa
Barbarita que ya me vino embarazada de Buenos Aires no tendrá
nunca mejor cabeza.
—Como nuestra Gladys... —intervino la señora de Manso...
—¡Mamá!... —la interrumpió Juana Paula.
Y todas se largaron a reír, pero se quedaron calladas hasta que
la muchacha que acababa de servirles más refresco en los vasos
salió del cuarto.
—Cuenta, Teodorita, cuenta, por favor...
Y, pese al fastidio de Juana Paula, que pegaba una sobre la otra
varias capas de papel de diario dando forma a una gran máscara
donde había pegado una pluma de pavo real, doña Teodora contó:
—Resulta que Gladys, que ya tiene como treinta, anda novian-
do con uno de estos musiqueros de las orillas... y ayer la descubrí
frente al espejo bailando con la escoba, haciendo unos raros
pasos de baile y tarareando una música ex-traña...
—¡Ay, mamá...! ¡Cómo puedes decir eso! Era un candombe...
—Ya sé, hija, por eso digo, nada menos que un candombe y en
mi propio espejo... Se había anudado la falda hasta más arriba de
las rodillas y vieran cómo meneaba las caderas...
—¿Acaso de este modo...? —interrumpió Pilar Spano, ponién-
dose de pie para probarse una gran falda de colores al tiempo que
movía provocativamente las caderas.
—¿Pero Pilarica, qué bailes son ésos?... —bromeó Mariquita—.
¿Cómo habrías de disfrazarte de mulata con esos ojos azules...?
—Cuando las mujeres andan en amores —continuó doña
Teodora—, es inútil pedirles orden y atención... Una cabeza que
no está en sí, sin duda...
—Ojalá fuese el amor el único motivo para perder la cabeza...
—dijo Mariquita—. ¿Y tú, Juanita, también has visto bailar a la
negra Gladys, como dice tu madre...?
Juana Paula continuó en silencio, dejó pasar un rato y apenas
si pidió a madame Verley que le alcanzara el color ocre y el pincel.
—¿No vas a contestar a misia Mariquita, hija?
—Tiene razón —respondió—. Ojalá fuese el amor el único

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motivo para perder la cabeza o que nos obliga a salirnos de nosotros.
—Te preguntan acerca del candombe, hija...
—Pero yo hablaba del amor, mamá... porque has de saber que
a Gladys no es el amor el que la tiene así... Ese negro viejo es su
padre... y sí, es músico, y eso los mantiene... Él toca en una fonda y
ella baila a cambio de unas monedas... es trabajo —dijo e intentó
continuar, pero unos gritos en la calle las incitaron a correr hacia
la ventana.
—¡Viva Rivera! ¡Mueran los argentinos! —alcanzaron a oír
antes de que la piedra estallara contra los cristales de la sala dando
contra el jarrón colmado de azucenas—. ¡Muera Pacheco!
Todas volvieron a sus asientos y a sus máscaras en completo
silencio. No era la primera vez por esos días que oían ese tipo de
manifestaciones y algunos tiros y otros más cada tanto al aire.
Mientras seguían en silencio y pendientes del alboroto callejero,
madame Noguié entregó a cada una de las señoras un papel con
la dirección de los consulados dispuestos a ayudar y el nombre de
los buques ya alistados en el puerto para el próximo exilio de los
argentinos, que, en su mayoría, rumbearían al Janeyro.
Cada una guardó el papel entre sus ropas y siguieron con sus
retazos y máscaras. Mariquita, que había dado forma a su máscara
pegando unos sobre otros papeles engomados sobre un montoncito
de trapos, daba unas pinceladas simulando una piel morena y a
medida que se secaba el color pegaba unas lentejuelitas doradas.
Juana Paula retocaba con una navaja los orificios que darían
espacio a su mirada y dos más peque-ños por debajo de la nariz,
aun más abajo hizo un corte recto alrededor del cual pegó unas
texturas de papel a modo de bo-ca y con grandes pinceladas ocre
coloreó toda la superficie sobre la que practicó una leve pátina
dorada. Las francesas estaban empeñadas sólo en sus trajes pro-
bablemente rescatados de aquellos baúles que aún conservaban de
sus abuelas y su tierra natal.
Pilar pintaba con engrudo y pegaba unas puntillas en un viejo
miriñaque que llevaría por encima de una falda recta de negro
satén. La señora Manso daba unas últimas puntadas al vestido de
su hija, pensando que al día siguiente, por la ma-ñana, resolvería
lo de su disfraz en medio de las tantas otras cosas por resolver.
Ninguna ya acudía a los espejos. El silen-cio tallaba cada máscara,
cada antifaz, cada corsé de brocado o lentejuelas. Madame Verley
hizo seña a una de las criadas, que salió del cuarto y no tardó en
regresar ofreciéndoles unas copitas de ginebra. Rieron nerviosa-

74
mente por la ocurrencia de Madame pero empinaron cada una su
copa que vaciaron de una sola vez, hasta Juana Paula bebió de
aquel modo. No había nada que justificara un brindis y cada una
regresó a su casa, algunas cargando sus disfraces, otras volverían
a vestirse en la casa.
—Estoy intentando entender, papá —había dicho Juana Paula
la noche anterior—, pero todo es tan difícil.
—Las cosas están claras... —dijo don José María hundiendo
la cabeza entre los brazos que había cruzado sobre la mesa—. Hay
que irse de nuevo... el resto, para qué esforzarse en comprender.
—Es que el tiempo que llevas en este país, papá, no lo has
empleado sino en conspirar junto con los otros; sin embargo, el
gobernador sigue en su sitial de honor...
—Ya caerá, m’hijita, ya verás...
—No antes de hacernos caer a todos... o al menos de echarnos
una y otra vez de lo nuestro, ahora también de Montevideo. ¿Y mi
escuela, mis alumnas, la muerte de Funes?
Don José María levantó la cabeza.
—¿Cómo sabes lo de Funes...?
Juana Paula bajó la mirada. Sacó de su bolsito un papel do-
blado y lo extendió a su padre.
—Lee, papá...
Don José María leyó en silencio. Se puso de pie, se sirvió un
coñac y volvió a su silla. Terminó la carta y comenzó a leerla una
vez más. Juana Paula se sentó en el suelo y apoyó la cabeza en el
regazo de su padre.
—¿Y desde cuándo recibías cartas de Funes?
—Desde que te fuiste de Buenos Aires, papá. Él nunca quiso
que supiera dónde estaba, pero cada tanto me hacía llegar una
notita donde me decía que estaba siempre cerca de mí.
—Entonces, cuando venían en el barco fingiste no conocerlo...
—Sólo supe quién era cuando ustedes se abrazaron. Nunca
lo había visto papá... ¿Pero por qué nunca me hablaste de él? ¿Por
qué nunca intentó vernos?
—No puedo creer que no lo recordaras, hija, si lo conociste
en lo de Sastre...
—¿Y por qué recordarlo?... Tenía seis o siete años entonces...
—¿Recuerdas al niño...?
—¿Cómo no voy a recordar a Mármol, papá...?
—Esa misma tarde que recitaste junto con el niño de los
Mármol, Funes te alzó hasta la mesa, te ayudó con los versos que

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olvidaste, te premió con el chocolate y los bizcochos. Te dormiste
luego en sus brazos, te envolvió en su abrigo porque volvimos muy
tarde a casa y había sudestada...
—Nada recuerdo de eso, papá...
—Así fue cada noche que te llevé a lo de Sastre. Yo bebía
siempre un poco de más y no podía llevarte cuando te dormías...
Entonces él te llevaba en brazos, te metía en la cama y te arropaba...
—¿Y mamá?
—Tu madre y tu abuela cuidaban de tu abuelo Pedro, que
se moría ya. No estaban en la casa entonces... se habían llevado
a Isabel.
Juana Paula abandonó el regazo de su padre y se acercó a la
ventana. Permaneció callada tratando de recordar, o seguramente
recordando ya, aquella noche que el viento golpeaba los postigones
y había quebrado un árbol del patio; recordó que una de las venta-
nas se abrió de golpe y vio una sombra que se acercaba a cerrarla;
recordó que hacía mucho frío; recordó también que esa sombra se
metió en su cama, que ella se pegó al pecho mojado pero caliente
de aquel hombre que la abrigaba entre sus brazos; recordó haberse
dormido así, mientras el viento soplaba endemoniado y la lluvia
golpeaba los fuentones de la colada en el patio; recordó haber
despertado al amanecer oyendo los cascos de un caballo sobre el
empedrado del patio; se recordó para entonces sola y con frío; re-
cordó haberse envuelto en la frazada y caminado hasta la ventana;
recordó la silueta de un caballo y su jinete saltando el tapial del
patio, cubierto de ramas rotas y hojas de los árboles vecinos; recordó
un pájaro muerto junto al brocal y el gato que maullaba trepado
al dintel de la puerta; recordó haber abierto la ventana para que
pudiese entrar el gato barcino; recordó el mareo y el súbi-to calor y
el vómito, aterida y de pie junto a la ventana rogándole a su padre,
o al hombre que creyó era su padre, que regresara porque tenía
miedo y frío; recordó haberse metido de nuevo en la cama cubierta
hasta la cabeza con las mantas, y así se había quedado abrigada
con el solo calor de un gato que ron-roneaba.
—¿Nada recuerdas, hija? A la mañana siguiente fui a verte y
tenías mucha fiebre. Me habías estado llamando por la ventana,
según dijiste porque creías haberme visto saltando el tapial en un
caballo. Nunca me perdonaré esa noche, hija. Me quedé dormido
en el sillón y vos llamándome con esa fiebre tan alta... nunca me
lo perdonaré hija, menos mal que estuvo Funes para llevarte a la
casa y arroparte... con esa fiebre que te levantó en medio de aquella

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sudestada y tan solita.
—Papá, ¿y cuando te vi, qué dije?
—Aún delirabas de fiebre, pobrecita mía...
—¿Pero qué decía?
—No sé, llorabas porque te había dejado sola y escapando por
la ventana pero no era yo, claro...
—¿Y el gato?
—Nunca tuvimos gato.
—¿Nunca tuvimos un gato barcino?
—No recuerdo... ¿por qué?
—Por nada papá, por nada.
—Entonces no recuerdas aquellos días..., pobre Funes tanto
que se ha preocupado...
—¿Y cuándo lo volviste a ver, papá?
—No recuerdo, pero Funes estuvo siempre cerca, ya sabes
cómo era... ¿Acaso no te lo dice en esa carta? ¿De cuándo es la carta?
—No tiene fecha, sólo dice que siempre estará cerca, aun
muerto.
—Ese Funes... siempre el mismo...
—Dicen que lo encontraron por el lado del cementerio en un
zanjón y con una puñalada en la espalda...
—Siempre el mismo, Funes. Lo han matado tantas veces y
tantas veces aún morirá... Ésas son cosas de Oribe...
—¿Cómo de Oribe? No me dirás que era federal...
—Cómo se te ocurre, sólo estaba entre los de Oribe pero...
—¿Cómo es eso, padre...?
—Que Funes nunca está donde debe, o donde uno puede
imaginar. Sin embargo...
—¿Sin embargo, qué?
—Intercedía con Oribe para que no tuviésemos que irnos de
nuevo.
Don José María se acercó a su hija aferrada al marco de la
ventana. Le puso las manos sobre los hombros.
—¿Qué pasa, hija?
—Él siempre decía en su carta dónde dejarle la respues-ta,
fuimos con el negro Camilo y la dejamos donde Funes pi-dió, en la
tumba de un tal Cobo. Le dije en la carta que no soportaba la idea
de un exilio más, que quería volver a Buenos Aires..., que hiciese
algo. Pero no pensé que eso lo llevaría a la muerte...
Don José María rió...
—No te culpes, hijita, ese Funes tiene más vidas que un ga-to...

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en cualquier momento recibirás otro mensaje. Verás que sí...
Aunque confundida, Juana Paula sonrió y se abrazó a su padre.
Don José María se separó de su hija y se acercó a la ventana; tam-
bién, Juana Paula. Ambos oyeron un ruido, se asomaron y vieron
un cachorro de gato barcino que maullaba al pie de la ventana.
Juana Paula lo dejó entrar...
—Ahí lo tienes —bromeó don José María.
Ella besó a su padre y se retiró a su cuarto. Cobijó al gato
entre sus brazos y lo arrebujó a los pies de su cama repitiéndose a
sí misma que nada importaba entender.
Empecinado en recuperar la presidencia y vencer a Rivera,
Oribe se había lanzado una vez más a la lucha hasta obtener el
apoyo de Rosas, quien, a su vez, persistía en una interminable lucha
contra Urquiza. Esas luchas políticas entre Oribe y Rivera habían
dividido la población entre blancos y colorados, que se vincularon
a la contienda entre Rosas y Urquiza. Las fuerzas argentino-uru-
guayas, al mando de Oribe, opuestas a las del gobierno de Monte-
video y su aliado Urquiza, se adueñaron del territorio uruguayo y,
tras vencer en el combate del Cerrito, impusieron a Montevideo el
Sitio Grande. Durante el sitio, Rivera representaba el Gobierno de
la Defensa y presidía en Montevideo; Oribe, que representaba el
Gobierno del Cerrito, se impuso como presidente legal y ejerció su
autoridad en el resto del territorio hasta derrotar a las fuerzas de
Rivera en el combate de Arroyo Grande. Montevideo se encontraba
sitiada por fuerzas rosistas, apoyadas por Oribe.
Hubo tiros, requisas y heridos. No obstante, la noche del día
miércoles se llevó a cabo el baile, cada una llegó con su disfraz,
como sus hombres, dispuestos todos a jugar de nuevo aquel carna-
val, amparándose no sólo por detrás de máscaras y antifaces, sino
entre las sombras de la madrugada, cuando aún el lucero del alba
no hubiese alcanzado el cenit, hasta llegar a las chalupas que en
la semipenumbra los acercaron a los barcos anclados no tan lejos
de la costa, para hacerse de nuevo a la mar. Una vez más Juana
Paula Manso y su familia se lanzaron al exilio, claro que ya no podía
hablarse de destierro porque habían sido desterrados de su hogar
de una sola vez y para siempre por don Juan Manuel de Rosas, y
del destierro se sabe que nunca se regresa, por lo tanto nunca se
repite. Sin embargo, sufrían el dolor de un nuevo desplazamiento
junto con tantos otros argentinos a los que Manuel Oribe obligó a
irse de Montevideo; los Manso, Marica Mendeville, su amiga Pilar
Spano, y cientos más; Gutiérrez, Echeverría y Alberdi partieron

78
rumbo a Génova en un bergantín del Piamonte, del que Alberdi
había sido anoticiado por Garibaldi cuando éste le entregó unas
cartas de recomendación para los miembros de la Joven Italia, al
mando de Mazzini.

79
Toda nuestra vida es un martirio y el más pequeño goce lo
pagamos muy caro.
Me río de los que quieren aquí a mujeres literatas...
¡Pobres familias!
Las mujeres argentinas estamos destinadas a la vida bruta.
Muchas veces he pensado yo escribir algo como quisiera educar
yo la mujer, y lo que veo y la experiencia que cada día tengo, me
hace vacilar en mi sistema.
Si en todas partes es difícil la educación de la mujer, entre
nosotros y la actualidad es más difícil aún y lo más triste es que
nadie educa a los hombres.

Mariquita Sánchez de Mendeville

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CAPÍTULO 9
… Y el mote fue certero,
pues nadie más extranjera que ella,
que lo era en todos los países del mundo.
DULCE MARÍA LOYNÁS

Cuando llegaron al Janeyro, Juana Paula llevaba el gato


barcino en un canasto. Aquél iba a ser un exilio particular. Es que
allí todo parecía ser de colores, aunque quizás, y pese a todo, sólo
fuesen sus ojos. Sin embargo, ahí estaban el aire siempre caliente,
la vegetación y la plenitud del mar. El mar, qué otra cosa es el mar
sino el camino. Un camino para ir construyendo en la marcha y
Río de Janeyro, apenas un puerto donde descansar hasta volver a
hacerse a la mar.
—Un puerto de colores.
—¿Cómo es eso? —preguntó su madre.
—No sé, mamá, pero es así. Mira el sol... bueno no tanto el sol
sino su reflejo en las cosas... y huele, madre, huele...
Doña Teodora sonrió a su hija. La vio alzando la nariz hacia
el aire, podía ver que el aire no sólo era tórrido sino anaranjado, y
el mar una línea azul donde el sol echaba dagas de plata. La costa
era otro mar. De gualdas, en este caso, y arena. Arena quieta y, sin
embargo, viajera. Qué tontería, se dijo doña Teodora, meciéndose
en su hamaca de fique. Hacía unos meses ya que habían llegado
a la ciudad.
Una bandada de loros sobrevolaba la plaza que se abría hacia
los cuatro lados prolongándose su actividad hasta más allá de la
costa, en el mar, donde unas barcazas se entrechocaban al pie del
malecón. Los pescadores intercambiaban pescados o quién sabe qué.

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Había una hilera de barracas chatas y un largo muro engalanado
con cientos de canastos de flores, telas alegres y hamacas. Todos
vestían de blanco. Las muchachas y las viejas iban envueltas en
puntillas de algodón y turbantes arrollados sobre el pelo renegrido.
Dos mulatas en la playa ofrecían una ceremonia, mezcla de
rito y danza entre religiosa y pagana. Alzaban sus tantas faldas de
volantes, blondas bordadas blanco sobre blanco, calado sobre cala-
do, anudadas por encima de los muslos de ébano. Semejaban a dos
esculturas abandonadas en la costa; así, con el nombre de “piezas
de ébano”, habían sido legalizados sus antepasados en los barcos
negreros que llegaron desde Angola, pero aquellos cuentos eran
demasiado sabidos ya y eran otros los aires que corrían acerca de
los negros y la esclavitud y de tantas otras cosas que sin embargo
tampoco eran ya del todo nuevas. Es que el Janeyro había acogido
a muchos rioplatenses, pues aquel éxodo se había iniciado unos
veinte años atrás.
Grande era la emoción de Juana Paula Manso al llegar a Río de
Janeyro y recordar, saber o imaginar otros exilios. Empezando por
el de Ana Perichon de O’Gorman, que tanto le había contado acerca
de su exilio allá por 1810, los encontronazos con la princesa Carlota
y sus intrigas en la corte de Braganza por haber dado refugio a los
criollos proscriptos con motivo de las enredadas consecuencias de
los acontecimientos de Mayo.
—El sol es de fuego, ma petite —le anticipó madame O’Gorman
una tardecita de aquéllas en la Santa María, cuando Juana Paula se
deleitaba con sus historias. La Perichona se mecía perezosamente
en su hamaca, se abanicaba y decía—: Imagina, niña mía, todo en
el Janeyro era de fuego... Buenos Aires era una bolsa de gatos y la
corte de Braganza, la mesa de arena donde pergeñaban los estra-
tegas; lord Strangford, ministro de Gran Bretaña frente a la corte
de Braganza, trataba de establecer buenas relaciones entre esta
corte y Buenos Aires; la infanta Carlota Joaquina, que se había
embarcado en un romance con William Sidney Smith, contaba en
Buenos Aires con la simpatía y el apoyo de Nicolás Rodríguez Peña
y Antonio Beruti, de Juan Vieytes, Juan José Castelli y Manuel
Belgrano, entre otros. Y era Saturnino Rodríguez Peña el que
trabajaba denodadamente junto al mencionado Smith para lograr
el traslado de la infanta Carlota a Montevideo con el pretexto de
obtener una avenencia entre Liniers y Elío, que estaban enfren-
tados. Rodríguez Peña envió a un doctor inglés para comprometer
el apoyo de los carlotistas en Buenos Aires, pero esta misión no

82
obtuvo el visto bueno de Smith, quien convenció a Carlota de su
inconveniencia. Fue así como, por intermedio de un tripulante
llamado Julián de Miguel, la princesa Carlota envió aquella carta
que yo había recibido de las manos del mismo Julián de Miguel;
allí la infanta le advertía a su entrañable amigo don Santiago de
Liniers de la maniobra... Es que no todos los criollos respetaban a
la princesa Carlota, y no todos respetaban a Liniers.
—No comprendo mucho, Madame —le había dicho aquella
tarde Juana Paula a la Perichona, que eternamente fastidiada
ante la incomprensión y como sin poder salir de aquel sueño largo
y profundo, se puso de pie y se desperezó largamente frente a la
ventana. Luego se acercó a la jofaina hundiendo las manos hasta
las muñecas y hundió los ojos en el agua fresca del cuenco de sus
manos.
Juana Paula Manso recordaba con nitidez la expresión de la
mirada de Ana Perichon de O’Gorman al levantar la cabeza. La
vio acercarse al espejo y mirarse mientras se secaba las manos.
Como si sólo estuviese analizando aquellos días, no tanto hacerlos
conocer, continuó:
—Sir Sidney Smith se había enterado por un parte del minis-
tro de Guerra, lord Castelreagh, que la Francia, ma chérie, había
ocupado España, y entonces toda la política pensada se desbarató.
Elío en Montevideo había detenido al médico inglés enviado por
Saturnino Rodríguez Peña y a varios de los implicados que eran
todos los destinatarios de las cartas que Paroissien llevaba consigo,
y dio aviso a Liniers. Castelli, asumiendo la defensa de los pro-
cesados, sostuvo que las ideas de don Saturnino Rodríguez Peña
no eran condenables, pues, ocupada la España por los franceses,
la infanta Carlota tenía derechos incuestionables para aspirar
a la corona. Los procesados fueron sobreseídos yendo a parar al
Janeyro. ¿Entiendes ahora, niña? —había preguntado una vez más
madame O’Gorman.
Juana Paula no contestó entonces, cómo decir que no com-
prendía del todo lo sucedido en aquellos días, así como tampoco
comprendía ahora en Montevideo ni tantas otras veces luego, a lo
largo de la vida. Sin embargo, nunca habría de olvidar cada cosa
dicha por la Perichona, porque todo aquello no dejaba de tener vi-
gencia cada día, a cada vuelta de la historia y de los días, andando
tras sus pasos en el Janeyro.
—Muchos eran amigos... otros lo fueron a partir del arri-bo
al Janeyro; fue el destierro lo que los hermanó —había in-sistido

83
entonces la Perichona—. Compartían esa única patria, el destierro,
ma petite. El desarraigo es la patria en común. Nunca se abandona
esa patria. A mi casa del Janeyro, iban todos los criollos expatria-
dos, hasta los carlotistas, y la princesa Carlota no pudo soportarlo.
Cierto día, uno de sus asistentes, José Presas, vino a verme y me
contó que la princesa le había pedido que le enviara por escrito los
nombres de todos los conjurados y sus señas particulares. Todo, ma
petite, ¿ima-ginas? ... la calle, el número de cada casa y también,
y muy especialmente, el de la casa de “la Perichona”, también la
hora que allí se juntaban, además de todo lo que pudiera ser de
utilidad para proceder. Presas, al recibir la carta, se había extra-
ñado sobremanera de ver escrito el nombre Ana Perichon entre
los que serían detenidos y conducidos a prisión. Presas conocía
que el mismo Santiago de Liniers, amigo personal de la princesa
Carlota, era el que me había mandado salir de la Santa María de
los Buenos Aires, sabía que me había visto obligada a refugiarme
en tierras extrañas, sin recursos, sin relaciones; quizá por eso
redactó el informe a la princesa sin mi nombre ni mis señas. La
princesa Carlota, entonces, exclamó sin rodeos: “Presas, aquí no
está la Perichona... parece que te has convertido en protector de
las buenas mozas”, a lo que Presas también sin rodeos contestó:
“Su Majestad, soy hombre, pero en mi vida he intercambiado una
palabra con esta mujer, y si el ser buena moza en esta ocasión no la
favorece tampoco debe perjudicarla”. Porque has de saber, m’hijita
—recordaba Juana Paula que madame Perichon había reflexionado
concluyendo el cuento—, que no es fácil explicar el odio y la ojeriza
con que las mujeres feas miran a las hermosas...
Recordaba esto Juana Paula y observaba a su madre que dor-
mía en la hamaca. Caminó dando vueltas al jardín bajo el chillido de
los guacamayos alborotándose en la hojarasca del viejo mango. De
a ratos se sentaba a la mesa y comía dulcecitos de guayaba, tomaba
notas en un papel, o se recostaba en el damero fresco de la galería
y cruzando los brazos bajo la cabeza, veía mecerse las ramas del
guayabo o entrecerraba los ojos, mientras Dedé, su nuevo criado,
le contaba alguna leyenda africana al tiempo que sacaba frijolitos
negros de unas vainas...
—Érase una vez una muchacha a quien la dueña de casa
maltrataba mucho —comenzó Dedé sin advertencia previa—. La
obligaba a trabajos pesados mientras su hija no hacía nada, vivía
paseando, tendida o durmiendo... —continuó el negrito viendo que
Juana Paula sonreía sin abrir los ojos—. Una vez que la niña no

84
pudo vender todo el maíz de Angola que había llevado a la feria y
perdió una parte, decidió ir a buscar la tierra de las hadas porque
mucho le habían hablado.
—¿Y dónde quedaba ese lugar, Dedé?
—Mejor no interrumpa la señorita, porque me olvido...
—Disculpa, Dedé. Continúa... —murmuraba Juana Paula
oyendo no sólo el cuento sino el tintinear de los frijolitos negros
contra el fondo de la olla y el chillido de los guacamayos.
—La niña caminó por un camino muy largo hasta que encontró
a Acarajé, quien le pidió que lo ayudase a prepararse a cambio de
enseñarle el camino... La niña lo ayudó y Acarajé le indicó por dónde
seguir. Más adelante se encontró unas piedras con forma de gentes
que le pidieron las acomodase a cambio de enseñarle el camino;
así lo hizo y la ayudaron. Y por varios días fueron muchos los que
la ayudaban en su viaje hasta que llegó a un sitio donde un perro
ladró. Le preguntaron: ¿Quién está ahí? Y ella pasó y se encontró
con la Mãe d’Água, Jemanjá...
—¿Jemanjá...?
—Sí, pero no interrumpa. La niña encontró a Mãe d’Água con
los cabellos llenos de alfileres... y Jemanjá le ordenó despiojarla, y
así lo hizo la niña ensangrentándose los dedos y sin quejarse. Mãe
d’Água agradecida le regaló seis calabazas y le ordenó volver a la
casa, y que partiera dos calabazas a media legua, a mitad de camino
otras dos y al llegar a casa las dos últimas. Así lo hizo la niña. A
media legua partió las calabazas y aparecieron dos caballos enjae-
zados y esclavos que se ofrecieron a llevarla sobre sus hombros; a
mitad de camino partió las otras dos y salieron muchos animales
en rebaño y gente para conducirlos; al llegar a la casa y partir las
otras dos salió tanto dinero que no cabía en su casa. Viendo aquello
la mujer que maltrataba a la niña, envidiosa, mandó a su hija a
hacer lo mismo... La hija salió de viaje y encontró a Acarajé, que
le preguntó adónde iba y ella le contestó “¿Qué te importa adónde
voy?” Halló luego a las piedras como gentes, pero se mostró desin-
teresada en machucarse los dedos al acomodarlas y continuó sin su
ayuda. Así anduvo medio perdida hasta que encontró a Mãe d’Água.
Cuando Jemanjá le pidió que la despiojara, la muchacha contestó
que no pensaba herirse las manos... La Mãe d’Água entonces le
dio tres calabazas para que las partiese a media legua, a mitad de
camino y al llegar a la casa. Cuando partió la primera, salió una
serpiente que picaba a todos y la obligó a salir corriendo; cuando
partió la segunda, salieron animales feroces que la persiguieron

85
hasta la casa y una vez dentro, cuando partió la última, salió una
onza que se comió a todos los parientes, a la muchacha y a su
madre... Ya está —dijo Dedé poniéndose de pie.
—¿Y eso...? —preguntó Juana Paula levantándose también.
—Que ya está.
—¿Pero cuál es la moraleja?
—¿Moraleja? ¿Qué es eso, señorita?
—El porqué del cuento, la enseñanza. ¿Es que acaso quieres
decir que te maltratamos...?
—No.
—¿Entonces?
—Es por la Mãe d’Água...
—Ah, la Mãe d’Água. Me han hablado de ella... ¿pero qué tiene
que ver conmigo?
—¿Qué cree usted?
—No sé, Dedé.
—Que la Mãe d’Água es buena pero a su modo...
—No entiendo...
—Que a cambio siempre pide ofrendas y regalos...
—A cambio de qué...
—De lo que usted le pida.
—Yo no le he pedido nada, Dedé...
—¿Segura?
Juana Paula dudó un momento, se acomodó la ropa y fue a la
cocina por detrás de Dedé.
—Y qué es lo que pide a cambio...
—¿A cambio de qué? —preguntó Dedé deteniéndose en el hoyo
de la basura para arrojar las chauchitas.
—A cambio de lo que sea, Dedé. ¿Y qué es lo que tengo que
ver...?
—Para empezar, Mãe d’Água pide que trate bien a los negros.
—¿Y yo te trato mal....?
—No siempre...
—Sólo algunas veces...
—Tampoco dije eso, señorita, pero mejor que no lo olvide....
—Es una amenaza...
—¿Cómo piensa eso la señorita...?
—Parece como si quisieras amenazarme...
—Pero no, señorita, es sólo que en cualquier momento va a
querer pedirle algo y alguien tiene que prevenirla de cómo son las
cosas por acá...

86
—Y qué otra condición me pondrá Jemanjá, Dedé.
—¿Que cree usted?
—Ah, no, Dedé, tú eres el que sabe...
—Bueno, le pida lo que le pida de todos modos siempre debe
regalarle flores y collares y aretes y más flores, muchas flores que
debe arrojar al mar los sábados por la mañana...
—¿En cualquier mar...?
—Por ahora estará bien el de aquí... Y podemos ir cuando
usted quiera —se ofreció Dedé, metiéndose en la cocina, no sin
antes señalar la huerta, donde unas calabazas se entremezclaban
con las plantas de maíz.
Cuando doña Teodora despertó, vio a Juana Paula absorta
en la contemplación de las calabazas. Se acercó a ella y riendo la
tomó del brazo.
—¿Qué estás viendo, hija?
—Recuerdas, mamita, que madame O’Gorman me contó
cuando estuvo en el Janeyro.
—Ay, muchacha por qué estás siempre pensando en esa seño-
ra... Quisiera saber qué te atrae de ella...
—¿Cuántas mujeres conoces que hayan vivido tan intensa-
mente...?
—No muchas, hija..., ninguna tal vez. ¿Pero por qué habría
de ser importante eso?
—Sabes que el problema de la mujer no atañe sólo a la mujer
ni sólo a tu hija, mamá. El problema de la mujer es un problema
social...
—Ay, hijita, sabes que lo sé, me lo has dicho ya tantas veces.
Sin embargo...
—Cuando Ana Perichon estuvo en estas playas, le rogó a la
Mãe d’Água por el virrey Liniers...
—¿La Mãe d’Água? ¿Qué es eso, hija?
—Nuestra Señora de las Aguas, mamita, Jemanjá...
—¿Y desde cuándo te preocupas por esas cosas, hija?
—Es que algo hizo mal Madame, porque Jemanjá le permitió
regresar del exilio pero cuando llegó a la Santa María ya habían
asesinado al virrey, ¿recuerdas, mamita?
—No puedo creer que estés pensando ahora en esas cosas,
hija...
—Claro que también fueron muertos los asesinos del virrey.
Quizá de algún modo Mãe d’Água le concedió el deseo... ¿recuerdas?
—No entiendo, m’hijita. Seguramente te has insolado —con-

87
cluyó doña Teodora besándole la frente para comprobar si Juana
Paula estaba afiebrada.
—Ay, deja mamita, que estoy hablando... —la reprendió Juana
Paula rechazando el beso de su madre.
—Sí, demasiado para mi gusto. No sé de qué estas hablando y
mucho menos por qué siempre tienes que sacar a relucir la historia
de esa mujer...
—Porque ella hace parte de nuestra historia, mamá. ¿Es que
aún no lo has entendido?
—¡¿Esa mujer extraña?! ¡Extranjera para colmo!
—Ay, mamita, es que aún no te has enterado de que somos
y seremos ya siempre extranjeras, exiliadas, desterradas y extra-
ñas en todas partes. Muy distintas de las señoras de por acá, tan
distintas de las que han quedado cuidando las espaldas de Rosas
y lavando sus calzones... Por no ser de esas mujeres hemos sido
echadas, expatriadas, expulsadas de nuestra casa, excluidas de
nuestros afectos, de ese orden preestablecido que tanto consideras,
expatriadas de nuestros olores, de nuestros amaneceres, del arrullo
de los pájaros de nuestro patio...
—Creo que exageras, hija. Debe de ser la fiebre seguramente...
Nadie nos echó a nosotras sino a tu padre...
—Claro, mamita, y nuestro deber es estar a su lado...
—Veo que recuperas la cordura, m’hijita... Sin embargo, es-
tás afiebrada y si no descansas, no podrás ir a tu clase y mucho
menos al concierto. Aunque si no fueras a esa escuela de teatro
sería mejor, creo.
—¿Otra vez con eso mamá?
—Perdón, hijita. Tal vez es tu manera de acercarte a esas
mujeres que tanto admiras...
Juana Paula desistió. No siempre le era fácil hablar con su
madre, aunque la amaba profundamente. Doña Teodora quitó
unas flores secas a punto de caer sobre la mesa de la galería. Cortó
también unos jazmines y un ramo de buganvillas anaranjadas que
puso en un florero. Volvió a besar a su hija en la frente y entró a la
sala. Haciéndose el desentendido, Dedé se asomó por detrás de las
buganvillas ofreciendo a Juana Paula un vaso de jugo de mango.
—¿Por qué no descansa un rato, la señorita? La comida aún
no estará lista.
—Gracias, Dedé.
—Allá, señorita, bajo el árbol de las flores blancas. Ya le pre-
paro la hamaca...

88
—No hace falta, Dedé.
—Sí hace falta.
—Muy bien si tú lo dices...
—Así es, señorita, esas flores blancas ayudan al sueño...
—¿Estás seguro...?
—Sí, señorita, ese perfume la tranquilizará...
—No hablo del sueño, Dedé, digo si es verdad lo de la Mãe
d’Água.
Dedé sonrió. La acompañó hasta la hamaca atada a los dos
árboles de flores blancas. Juana Paula bebió hasta la última gota
el jugo de mango y se acostó. Por unos minutos y en silencio, Dedé
meció el coy. Juana Paula cerró los ojos en el instan-te en que una
de las campanas blancas le rozó la mano y cayó al suelo.
Pese a que Pedro Esnaola había sido su maestro y mejor com-
pañero de música en las tertulias primeras y desde su infancia, a
partir del momento en que Noronha le tendió la mano y con sólo
una sonrisa le propuso que lo acompañara al piano, comenzó a jugar
un papel definitivo en la vida de Juana Paula Manso, porque con
respecto a la interpretación no valen tanto los dones, la posición
de los dedos sobre el teclado ni la perfecta digitación ejercitada
por horas o el respeto del tiempo, tampoco la armonía de tonos y
silencios y mucho menos aquel arte de combinar los sonidos lo que
da fuerza y vida a una composición, un scherzo, una polonesa o una
simple canción, sino la inspiración y el goce del alma.
Pero no fue aquella noche de 1844, la del concierto en el Teatro
San Pedro de Alcántara, cuando se produjo el encantamiento entre
ambos, sino unos días antes, en el patio del Conservatorio de Arte
Dramático. Es que ningún joven que lleve puesto traje y sombrero
alón de color arena y esa lánguida melena sobre los hombros y
esos no menos lánguidos ojos solitarios pasa desapercibido a una
muchacha argentina, más aún estando lejos de casa. Cuando lo vio,
Juana Paula abandonó sus manos en el aire como si no tuviera de
dónde asirse o como si estuviese a punto de aprehender alguna
cosa. Su mirada quedó pendiente del cuadro que conformaba aquel
hombre al pie de las dos enormes palmeras y a espaldas de la cons-
trucción republicana de la escuela con las buganvillas escarlatas
de la galería. Dos arbolitos de naranjo enmarcaban la espalda del
portugués que daba instrucciones a unos niños que intentaban unos
acordes de violín. Dos cotorras azules los sobrevolaron al tiempo
que una naranja se reventó contra las baldosas. El hombre se dio
vuelta, vio la naranja en el suelo y reparó en la mujer quieta, con

89
las manos aún un poco en alto.
Juana Paula notó que la miraba con ojos un poco locos. El
hombre comenzó a caminar hacia ella y, a medida que se acercaba,
Juana Paula sintió que todo lo vivido hasta ese momento había
dejado de existir para siempre. O casi para siempre. Por eso quizá
la desolación con que sus ojos recibieron la mirada de Noronha;
por eso quizá la mirada de Francisco de Noronha se zambulló en
aquel insondable pozo de agua fresca que vislumbró en los ojos de
Juana Paula Manso.
—¿Acaso ha sido usted?
Los iris marrones de Noronha parecían dorados bajo las cejas
pobladas y oscuras. En cuanto a la boca entreabierta y amarronada,
Juana Paula intuyó de inmediato que era una boca capaz de las
más bellas y de las más atroces de las palabras. El hombre le tomó
una de las manos aún en el aire:
—¿Acaso ha sido usted?
—No sé de qué me habla, señor... —respondió Juana Paula
abandonando su mano al ímpetu de la mano de Noronha.
—¿Si ha sido usted la que arrojó esa naranja...?
Juana Paula miró las cotorras que picoteaban la naranja
deshecha en el suelo.
—¿Naranja?... No sé de qué me habla...
Él la obligó a caminar hasta la naranja despanzurrada por
los pajarracos.
—¿Quién ha sido?
—¿Acaso me acusa de arrojarle una naranja?
—Así es, señorita.
—¿Cómo se le ocurre, señor? —murmuró Juana Paula son-
riendo pese a todo.
—¿Y si no quién?
—Y por qué habría de saberlo yo. Esta situación es absurda...
—Absurdo es el naranjazo.
—Y absurda esta conversación... —concedió soltándose sua-
vemente de su mano.
Sonrió con cierta complacencia mientras se dirigía hacia la
galería. Alzó un poco el manto de buganvillas. Sus compa-ñeros
de teatro la esperaban risueños. Cuando Tonhita le dio el abrazo,
espió por encima del hombro de su amiga, que murmuró:
—Es guapo el maestro Noronha...
—Guapo, dices... no parece de este mundo de tan frágil, Ton-
hita, es como un niño que se ha vuelto alto...

90
—Ten cuidado, Paulinha.
Al tiempo que los muchachos ensayaban nuevos sones de vio-
lín, Noronha se quitó el sombrero. El pelo ensortijado se derramó
sobre la espalda y Juana Paula observó la palidez del hombre que
se acercaba abanicándose con el sombrero. Balanceó los brazos
en el aire marcándoles el ritmo a los alumnos, volvió a ponerse el
sombrero alón y hundió las manos en el agua. Bebió por dos veces,
se mojó la cara y la frente. Continuó meciendo los brazos al compás
de la melodía que marcaba con la cabeza y los párpados. Juana
Paula lo vio entonces observarla, aunque muy pronto supo que no
reparaba en ella. Simplemente se dejaba llevar por la cadencia del
rondó abandonando su mirada en aquel paisito de palmas y bugan-
villas mecidas por el aire caliente y ungido del aroma de azahares
y naranjas, con el arrullo de las palomas a coro con las cotorras y
las cuerdas del violín, un tanto desafinadas para su gusto. No, el
maestro Francisco Saá de Noronha no la miraba. Apenas si la había
visto entremezclada con aquellas otras mujeres de aires apacibles
y pieles asoleadas.
Juana Paula se sentía contenta por esos tiempos. Rara cir-
cunstancia en medio del destierro. Imposible sentirse de otro modo
en aquel sitio. La sala era fresca, apenas cálida en realidad, som-
breada pese a que la luz se colaba a raudales por las rendijas de los
postigos entrecerrados. O entreabiertos. En-trecerrados para las
mujeres que, una vez adentro, se despojaron de sus ropajes de calle;
entreabiertos, para Noronha y sus alumnos que, en un intermedio
del ensayo, se distrajeron fisgoneando a las muchachas que llevaban
túnicas de liencillo y flores en el pelo. Ideaban una coreografía de
elfos y hadas para el entremés de la obra. Cada tanto Juana Paula
se sentaba al piano y les marcaba los tiempos de los pasos de baile,
giros, fantasías y cabriolas.
Parapetado también tras la ventana, Noronha observó a las
muchachas, y ahora sí en especial a Juana Paula, que había pren-
dido a su pelo liso un ramillete de violetas. Las demás, en cambio,
ostentaban una melena rizada y morena; la bata de liencillo se les
adhería en cada movimiento, la danza las había acalorado; a Juana
Paula, uno de los extremos del cordón azul cielo que le ceñía la
cintura, en su caída, rozaba la pantorrilla y el muslo que, de tanto
en tanto, se dejaba ver.
Noronha, absorto, dejó ir su mirada desde el penacho del
cordón hasta una gota de sudor de Juana Paula. La gota había na-
cido en la cabeza, quizás en el centro mismo de la cabeza, y afloró

91
por debajo de las violetas y se deslizó por la sien, el pómulo y la
mejilla, y se detuvo en la comisura de la boca. Juana Paula, que
con los brazos en alto y las manos al compás giraba sobre sus pies,
entreabrió los labios. Noronha esperó infructuosamente a que la
lengua asomase a quitar la gota. Sin embargo, Juana Paula viró
una vez más sobre sus pies, hacia el otro lado, bajando la cabeza
hasta que el ramito de violetas se desprendió y el pelo cayó hasta
casi rozarle las rodillas. Cuando echó atrás la cabeza y dio la vuelta
hacia la ventana, la gota estaba aún ahí. Así, pendiente la gota en
el mentón, y Noronha pendiente de la gota, la danza de las mujeres
y la jornada de ensayo llegaron a su fin.
Alegre, Tonhita se acercó a Juana Paula y amagó quitarle la
gota de sudor, pero ésta se escurrió por el cuello hasta el crucifijo.
Jadeantes y alegres, jóvenes y desenfrenadas, libres, ambas se
desplomaron en los almohadones del estrado. Las otras corrieron
a beber los refrescos dispuestos sobre la mesa alrededor de la
frutera con mangos y uvas, y trocitos de guayaba en un plato con
queso. Noronha dispersó a los muchachos. Risueños y exaltados
volvieron a su sitio y retomaron el ensayo. Sólo entonces, al oír de
nuevo los violines, las mujeres recordaron a los hombres. Se vistie-
ron rápidamente entre comentarios y risas; tres de ellas corrieron
hacia la ventana que abrieron de par en par, pues a esa hora el sol
comenzaba a entibiarse tras la magnolia. Vieron que el maestro
Noronha se acercaba. Corrieron entonces todas al cuarto de al lado
para vestirse. Cuando el violinista dio el golpecito en la puerta, sólo
Juana Paula quedaba en la sala juntando sus piezas de música.
—Señorita Manso, ¿puedo hablar con usted?
Juana Paula se dio vuelta, el maestro Francisco Saá de No-
ronha estaba apenas a un paso.
—Quería disculparme con usted...
—Una tontería... pero gracias, de todos modos —agregó Juana
Paula tendiéndole la mano.
Noronha tomó la mano como para besarla; sin embargo, no lo
hizo. Atrajo a Juana Paula con delicadeza hacia sí y ante su doci-
lidad la acercó aun más, le quitó el ramo que la joven había vuelto
a poner en su pelo, cerró los ojos y hundió la cara en las violetas.
Juana Paula no pudo más que acariciar la cabellera oscura y en-
sortijada del hombre. Se sentaron frente al efebo de mármol con
jarrón, a ver caer el agua en la pequeña fuente. Y fue esa monotonía
del agua lo que dio pie a la conversación.
Sin soltar Noronha la mano de Juana Paula, contó que había

92
nacido en Vianna de Castello, en 1823, y que el primer concierto en
Río de Janeyro había sido a los quince años; a éste habían seguido
tantos más conciertos por otros sitios del Sur de América, pero que
una y otra vez regresaba a su tierra pese a que nada ni nadie lo
esperaba en Portugal. Juana Paula observó la palidez del hombre
y pese a volver a sentir el anterior frío de sus manos pudo percibir
también su costado tibio.

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CAPÍTULO 10
Nos está vedado amar por nosotras mismas,
nuestra preferencia sólo se pronuncia cuando
ha sido solicitada...
pero ¡ay de la mujer que sin recordar su condición
de juguete se permite el derecho de amar...!
JUANA PAULA MANSO

¿Cuántos días se disolverán en nada hacia la noche?, ¿cuántas


noches consumirán veloces el tiempo en sueños? y entonces la luna,
como un arco de plata tenso entre las nubes, contemplará la noche
de nuestras solemnidades... —leía Juana Paula tratando de memo-
rizar repitiendo una y otra vez distintos versos de Shakespeare—...
cuántos días se disolverán en nada hacia la noche...
—No. Si nada es barato a no ser las incomodidades... y la
tristeza.
—¿De qué me hablas, Tonhita?
—Que hay golpes en la vida tan fuertes... yo no sé.
—¿Golpes fuertes? —preguntó sin demasiado énfasis y murmuró
una vez más.
—Es que él era altivo y yo también... —respondió sólo como
pensando en voz alta.
—¿Y eso resultó?
—No, Joana... cómo podía resultar, nunca resulta de ese modo.
—¿Pero por qué callarlo siempre todo, Tonhita?
—Puede que sí, pero contestarle de ese modo...
—Cómo pudo imaginar que era yo la que le había arrojado
una naranja...
—De todos modos...

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—¿Por qué habríamos de callar cuando se nos acusa injusta-
mente?
—Puede que sí. Sin embargo...
—¿Sin embargo qué, Tonhita?
Tonhita se asomó a la ventana y observó a los hombres. No-
ronha daba instrucciones a los alumnos y dos o tres veces miró
hacia la ventana sin ver, o quizás esperando despreocupadamente,
como aquel que espera con la certeza de que ya están llegando por
él. Noronha volvía a quitarse el sombrero para acomodarse el pelo.
Se quitó también el saco aireando un poco la camisa y aflojando
el corbatín y, mientras uno de sus alumnos le comentaba alguna
cosa, él se sentó al borde de la fuente sin quitar la vista del na-
ranjero. Cuando el muchachito se despidió Noronha caminó hacia
el árbol, tocó suavemente una o dos naranjas, se puso de nuevo la
chaqueta cruda, cortó una florcita de azahar y la puso en el ojal.
Luego Tonhita lo vio caminar lentamente y siempre despreocupado
hacia la hamaca de la galería, ahí se recostó, apantallándose cada
tanto con el sombrero, perezosa la mirada en el follaje inquieto de
la magnolia.
No fue el zorzal, que se hizo oír en alguna parte de la hojarasca,
ni el arrullo de las palomas en el tejado o el bullicio de los alumnos
recitando en su propia lengua portuguesa cada uno su parlamento
de “O sonho de uma noite de verão”, tampoco fue Shakespeare lo
que atrajo su atención; apenas el imperceptible aleteo del colibrí
fue lo que volvió a Noronha a la realidad. Recompuso su espalda,
cruzó una pierna sobre la otra y, sólo después de quitarle una pe-
lusa, volvió a ponerse el sombrero.
Sin embargo, alzó la mano para saludar a Teseu, Duque de
Atenas; Egeu, pai de Hérmia; Lisandro, apaixonado de Hérmia;
Demétrio, apaixonado de Hérmia; Filóstrato, diretor de festas na
corte de Teseu. Todos saludaron a Noronha haciendo reverencias
y morisquetas, el último fue Puck, ou o Bom Robim, que al pasar
frente a él dio unas volteretas y una doble mortal. Noronha rió sin
quitar, ahora sí, la mirada de la ventana.
Tonhita se había apostado en el marco carmesí simulando una
de esas mujeres que sólo tienen por mundo aquello que transcurre
al pie de la ventana, o quizá puertas adentro, pero sólo cuando lle-
ga el primero de sus asiduos parroquianos. Tonhita, provocativa,
exageraba su alegría, reía con la cabeza en alto y entonaba una
canción participando del juego de sus compañeros.
Ajena al entorno y desde adentro, Juana Paula insistía:

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—¿Sin embargo qué, Tonhita?
Pese a la rechifla al pie de su ventana y el abucheo cuando la
veían desaparecer, Tonhita se apartó y volvió con su amiga.
—... Es que se han comportado como si se hubiesen conocido
desde mucho tiempo atrás... como si cada uno supiese qué diría el
otro y cómo debía responder... como si esas preguntas y respuestas
fuesen cosa de todos los días entre ustedes, ¿entiendes, Joana? Es
como si ya fuesen marido y mujer, como si lo hubiesen sido desde
siempre.
—Esa sensación tuve... ¿Crees que también a él le pasará lo
mismo?
Juana Paula se arrimó un poco a la ventana y espió a Noron-
ha, que seguía con la mirada las increíbles volteretas de Puck. El
enano dio una y otra doble mortal alrededor de la fuente, hasta
detenerse frente al maestro de música, y realizó una reverencia
tal que se tocó las botas con la nariz y caminó ligero y desarticu-
ladamente hasta alcanzar a sus compañeros, que, más adelante,
entraban a la taberna.
—No sé... —murmuró Juana Paula atándose los cordoncitos
del vestido sin dejarse ver.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Eso que dices, creo que es una tontería...
—No lo creo. ¿A quién piensas que está esperando el maestro?
—Tal vez a la bella Hérmia que se le ofrecía desde la ventana...
—Al maestro Noronha sólo le interesa Hipólita, rainha das
amazonas, noiva de Teseu —insistió Tonhita exagerando su por-
tugués.
—Yo no creo.
—Hagamos una apuesta, salimos juntas y si...
—¿Y si no espera a ninguna de las dos, qué hacemos?
—¿Y si es a mí a la que espera? —preguntó Tonhita co-queta.
Juana Paula hizo un mohín, tomó a Tonhita del brazo y la
forzó a salir.
—¿Y qué será lo que nos daremos a cambio?
—¿A cambio de Noronha?
—No de Noronha, pero sí por perder la apuesta...
—¿Cómo es eso?
—Si el maestro Noronha me espera a mí, me darás una pal-
mada por necia... y si te espera ti...
—¿La palmada me la darás tú a mí...?
—No, si te espera a ti te regalaré algo.

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—¿Algo cómo qué? —preguntó Tonhita pero no hubo respues-
ta porque Noronha, galante y sonriente, se les acercó blandiendo
una gardenia que puso en el pelo de Juana Paula.
—No vayan a olvidar, al ángelus, el ensayo general... —dijo
Tonhita dándole a su amiga un beso y una palmada en la cola.
—Gracias, maestro...
—Es apenas una disculpa por lo mal que estuve hoy...
—¿Sólo para disculparse...?
—Bueno... No exactamente... —dijo bajando aun más la voz.
Caminaron y se tomaron de la mano como si siempre hubiese
sido de aquel modo.
—Me hace tan bien habernos encontrado...
—Y a mí, Francisco.
—Tanto necesitaba del calor de unas manos como las suyas,
señorita Manso.
—¿Tanto...?
—Tanto... —repitió él deteniéndose bajo la enramada.
Cuando el aroma de las glicinas se intensificó Noronha la besó,
Juana Paula entreabrió la boca y se dejó besar. Se sentaron uno al
lado del otro en el banco de mármol frente al estanque. Cómodos
como si se hubiesen apoltronado en un sillón de pana, como si
siempre hubiesen estado sentados ahí. La certeza los envolvió como
una vieja pañoleta, cálida y habitual como la sopa de la abuela,
abrigada como la cocoa con leche en las mañanas de invierno de la
infancia. Así estuvieron largo rato contándose cosas, tomados de la
mano, así hasta que las campanas de la capilla y el alboroto de las
golondrinas los volvieron a la realidad. Sonrieron, se besaron de
nuevo y corrieron al ensayo.

—Atenas. O palacio de Teseu. Entram Teseu, Hipólita, Filós-


trato e pessoas do séquito —leyó Juana Paula durante el ensayo
general demostrando su fluido portugués.
—Depressa, bela Hipólita, aproximase a hora de nossas núp-
cias —recitó Teseu forzando un poco la voz soñadora—. Quatro
dias felizes nos trarão uma outra lua. Mas, para mim, como esta lua
velha se extingue lentamente! Ela retarda meus anelos, tal como o
faz madrasta ou viúva que retém os bens do herdeiro.
—Mergulharão depressa quatro dias na negra noite; qua-
tro noites, presto, farão escoar o tempo como em sonhos —acotó
Hipólita, Juana Paula en realidad—. E então a lua que, como arco

97
argênteo, no céu ora se encurva, verá a noite solene do esposório.
—Vai, Filóstrato, concita os atenienses para a festa, desperta
o alegre e buliçoso espírito da alegria, despacha para os ritos fú-
nebres a tristeza, que essa pálida hóspede não vai bem em nossas
pompas —ordenó Teseu y cuando Filóstrato salió, continuó—: De
espada em mão te fiz a corte, Hipólita; o coração te conquistei à
custa de violência; mas quero desposarte com música de tom mais
auspicioso, com pompas, com triunfos, com festejos.
—... Entram Egeu, Hérmia, Lisandro e Demétrio... —ordenó
Juana Paula con un gesto leve a Noronha y al grupito de músicos.
La música estalló y con la música entraron Oberón, el rey de
los elfos, y Titania, más otros elfos del séquito de Teseu e Hipólita
y Flor-de-Ervilhaa y Teia-de-Aranha y Puck dando volteretas al
son del repiqueteo de tamboriles y panderos. Hasta que Teseu e
Hipólita se aproximaban el uno al otro, entonces la atmósfera se
colmaba de melodía y un solo haz de luz, probablemente de luna,
que iluminaba la enardecida cabellera de Noronha, sobre brazo y
violín.
Un manto negro entonces comenzó a bajar del techo por medio
de dos sogas, a modo de nube. Oberón se acercaba al centro del
escenario al mismo tiempo que Teseu e Hipólita desparecían uno
a cada lado por detrás del telón y por abajo salía Puck haciendo
malabares con tres naranjas.
—Date prisa, espíritu, y nubla la noche con una niebla tan
negra que desoriente a los enamorados de tal modo que ninguno
de los dos encuentre al otro... —declamaba Oberón.
Puck seguía con sus malabares de naranjas y su parlamento,
hasta que un murmullo de voces casi imperceptible distrajo al enano
y la caída al tablado de una de las naranjas interrumpió la escena.
No obstante algunos pocos aplaudieron. Otros, como se acostum-
braba hasta poco tiempo antes al finalizar el espectáculo, gritaron:
—¡Ahora que cante la señora!
—La señora Nísia Floresta —presentó Puck y de inmediato
todos se dieron vuelta.
Una mujer pequeña emergió desde las sombras y subió al
escenario. Todos se hicieron a un lado, ella les hizo un gesto para
que se sentaran en el piso y tomando a Juana Paula de la mano
comenzó a hablar.
—Todos sabemos que no es común un ensayo como éste, y si
de Shakespeare se trata, mucho menos habitual será el estreno.
No serán pocos los comentarios y las tropelías que acarreará esta

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presentación pues son pocas las mujeres en el teatro. Esta seño-
ra, que sí se dedica al teatro y que tengo a la mano, no es una de
las mujeres que debamos olvidar y mucho menos una de las que
podremos olvidar.
Juana Paula erguía la espalda dentro del pomposo traje. Se
quitó el tocado y lo entregó a Puck. El enano lo tomó y comenzó a
aplaudir, pero Juana Paula lo calló. Sin embargo, todos aplaudieron
y vivaron, también Nísia Floresta.
—Agradezco y retribuyo este aplauso a todos. Claro que me
embarga una gran emoción por la proximidad del estreno, tanto
hemos trabajado... Sin embargo esta emoción se atenúa para dar
lugar a otra mayor que me provoca la presencia de la señora Nísia
Floresta en nuestro ensayo, probablemente la primera mujer a lo
largo de todas estas tierras en romper los límites o por lo menos en
exceder los límites, y en defensa de los derechos de las mujeres, de
los indios y de los esclavos, tampoco es mujer para olvidar...
Nísia agradeció a Juana Paula con un abrazo. Pese a no com-
prender demasiado los motivos del homenaje, todos aplaudieron.
Puck no sólo aplaudió sino que dio dos volteretas alrededor de
las mujeres y, caminando un poco de lado, quitó dos flores de un
jarrón, de la escenografía, que entregó a Juana Paula Manso y a
Nísia Floresta Brasileira Augusta.

Pero no fue aquel día en el ensayo sino otro día, lejos de los
aplausos, cuando Nísia Floresta le contó que su verdadero nombre
era Dionísia Gonçalves Pinto, que había nacido en el año diez y que
estaba separada de su primer marido. Juana Paula sonrió.
—¿Separada?
—Aún eres tan niña. Ni siquiera te has enamorado segura-
mente...
Juana Paula cerró el libro que Nísia Floresta le había entre-
gado minutos antes: Direitos das mulheres e injustiça dos homens,
traducción que había realizado en 1832 sobre Vindi-cations of the
Rights of Woman, escrito por la inglesa Mary Wolstonecraft, reela-
borándolo acorde con la vida de la mujer brasileña.
—También he enviudado del hombre de quien he parido dos
niñas.
—¿Y ahora?
—Ahora me debo a ellas... Y quizá me vaya pues a los cariocas
no les interesa que alguien de esta tierra, menos una mujer, eduque

99
a sus hijas. Sólo quieren que los extranjeros las eduquen.
—¿Pero crees que pesa más el ser carioca o el ser mujer...?
Nísia Floresta rió, la tomó del brazo y la guió hacia el mar.
Calle abajo fueron virando en las esquinas de dos largas cuadras de
paredes moradas, coronadas por cientos de flores amarillas y una
enramada de distintos verdes. Nísia arrancó dos flores. Mientras
se colocaba una en el pelo miró hacia atrás. Puso la otra flor en
el cabello de Juana Paula y volvió a darse vuelta, viendo por un
instante las sombras en la calle vacía.
—¿El colegio ya fue cerrado...?
—Más o menos.
Bajaron por una callecita de tierra resquebrajada muy clara
que las enfrentaría al mar. Antes de pisar la arena, Nísia volvió a
mirar hacia atrás y se detuvo observando a dos mujeres morenas
que, al amparo del fresco del muro, tejían una red. Juana Paula
también se detuvo, siguiendo la mirada de Nísia. Una ráfaga de
viento cálido les arrebató las flores del pelo. Una vez en la arena,
Nísia Floresta se quitó las sandalias y se ató la falda entre las pier-
nas, a la altura de la rodilla, para que el viento no la hiciese volar.
—Partir será siempre una contradicción... ¿verdad? —dijo
Juana Paula mientras se ataba la falda de igual manera.
—Y tantas veces que he partido ya, tantas las veces que he de-
jado todo. Mis padres siempre han sido nómades. Desde Río Grande,
donde nací, mi padre fue perseguido por ser portugués, igual que
tantos otros, y para evitarme la persecución decidió casarme con
un joven “poco culto pero dueño de grandes extensiones de tierra”,
me dijo a modo de consuelo, “no quiero que te persigan durante
toda la vida, como a mí”. Trece años tenía entonces. ¿Acaso puedes
imaginar lo que es haberse casado a tan temprana edad?
—Pero a esa edad yo supe del destierro...
—No es del todo igual...
—Perdón, lo sé...
—Sin embargo, es verdad, Joana, del matrimonio y del des-
tierro no se regresa... No obstante dejé a mi esposo y fui donde
mis padres...
—¿Y qué pasó?
—Conocí a un profesor de la universidad que fue luego el
padre de mis hijas, y cuando él murió el ser nómade pasó a ser un
modo de vida.
—¿Cómo es eso...?
Nísia rió con una carcajada que se confundió con el estruendo

100
de las olas estrellándose contra los peñascos.
—Creo que te daré a leer Conselhos a minha filha... pronto
los vas a necesitar y no estaré cerca por un tiempo...
—¿Y eso?
—Es un libro que acabo de escribir. ¿Acaso no piensas trabajar?
—Nunca hice otra cosa, Nísia...
—¿Otro colegio? —preguntó pendiente de unas voces.
—Puede ser, son tantas las hijas del destierro, Nísia; hay tan-
tas de mi tierra por estos lados. Pero quisiera tomarme un tiempo
para pensar —respondió Juana Paula deteniéndose a observar lo
observado por Nísia.
—Pensar... ¿en el maestro Noronha...?
—Y por qué no... —reflexionó Juana Paula.
—Es verdad. Más temprano que tarde deberás pasar por
eso del amor y el matrimonio, ¿qué esperas para no hacer nada
entonces?
—¿En qué quedamos, trabajo o no trabajo? —dijo Juana
Paula burlona y atenta siempre a la mirada de Nísia que oteaba
los alrededores.
—Digamos que por ahora te dejas ir con él, pero luego debes
dejarte ir donde la vida te lleve, con Noronha o sin él. Al menos
tú habrás de casarte por amor, no como tantas a las que nos han
obligado. Me dices que es algo menor que tú, qué más da si nunca
dejan de ser niños; no importa la edad... Haz música con él ahora
si lo deseas, sólo estás tomando impulso —dijo Nísia observando
esta vez a una Juana Paula Manso con los pómulos encendidos de
amor o puede que sólo de an-siedad.
Caminaron con el mar a las rodillas, impregnándose de sal
las manos y la cara. Riéndose y sin hablar. Para qué contaría Nísia
Floresta tantas cosas a una Juana Paula recién iniciada en las artes
del amor, incluso hasta comenzó a contarle que por esos días una
vez más sufría la persecución de su primer marido pues él nunca
había aceptado el abandono ni el nuevo matrimonio de su mujer,
mucho menos el saberla pariendo hijos de otro. Sin embargo se
interrumpió, para qué contarle que la persecución y las amenazas
de aquel hombre eran una condena de la que ni su padre ni el Padre
Santo iban a preservarla; para qué contar Nísia Floresta a Juana
Paula que había pasado su adolescencia y su juventud inmersa entre
tanta revuelta, desde aquellas en que los brasileños hostigaban a los
portugueses y, desde el 35, una vez desatada la revolución Farrou-
pilha, que llevaba casi diez años ya, donde por lo menos se había

101
ganado dos amigos entrañables, Giuseppe Garibaldi y su mujer,
Anita. Para qué contar que a causa de todo esto había llegado en
1837 a Río de Janeyro, la capital del Imperio, donde había creado
el colegio para las niñas y que entonces una vez más empezaron a
hostigarla; para qué contarle que ahora la vida la llevaba a Francia,
donde su amigo Augusto Comte las iba a introducir seguramente a
ella y a su hija en sus estudios de historia; para qué contarle tanto
ir y venir de la vida a la pobre Juana Paula Manso, con tanto que
le faltaba aún por vivir... Sí, en cambio, comentó:
—Sabes que he comenzado a bocetar un nuevo libro, opúscu-
los por ahora; es necesario seguir condenando abiertamente muchas
cosas, por ejemplo a los extranjeros que hacen de la educación de
los hijos de las familias burguesas un modo de subsistencia y crean
colegios y estudios...
Juana Paula bajó los ojos por un instante; luego los alzó hacia
los de Nísia:
—Quieres decir entonces que te ha molestado mi idea de crear
otra escuela...
Nísia sonrió y bajando su mirada levantó una hoja del suelo.
—No exactamente, Juana. Puede que me haya expresado mal.
Lo que hay que combatir es el enceguecimiento de estas gentes
ante cualquier novedad europea y sus ansias de cosmopolitismo.
Esto los lleva a entregar sus hijos al primero que abre un colegio
con tan distintos aires convirtiendo la cultura brasileña en un sin
remedio, una simple copia de la europea...
—Entiendo tu inquietud, Nísia... ¿pero acaso no es inevitable?
—De todos modos tienen que saber lo que eso provocará en
nuestros hijos.
—Quizá comprendan algún día. Quizá también será inevitable
que en algún momento cada pueblo retome sus orígenes.
—No puedo ser tan optimista. Es una enfermedad que poco
a poco se va enquistando en la América toda, Joana.
—El proceso es largo. Puede que por ahora haya que consi-
derar otras cosas...
—¿Como cuáles, Juanita? Eso me interesa.
—Buscar algo nuevo, algo que provoque a liberar a nuestras
sociedades de tanto hábito indolente, lamentable legado del siste-
ma colonial.
Nísia inclinó la cabeza y observó con curiosidad a Juana
Paula...
—Es verdad, ése es un mal que será necesario erradicar en

102
esta tierra...
—... y en las vecinas.
Rápidamente y en pocos conceptos, comprendieron que esa
formación liberal de ambas había determinado idénticas posiciones,
tanto las que se relacionaban con las cuestiones de los negros como
esas otras acerca de los derechos de la mujer. Y como si pensase en
voz alta, Nísia Floresta apenas dijo:
—Será cuestión de dar tiempo al tiempo...
A lo que Juana Paula respondió:
—Será cuestión de dar tiempo al tiempo.
Inmersa cada una en sus reflexiones volvieron a la callecita,
paralela al mar, y merodearon en silencio entre el follaje de unas
ramas de Santa Rita que caían del muro. En el traspatio de una
casa vieron a una mujer blanca envuelta en una bata blanca con
encajes de Bruselas que daba instrucciones a una mujer negra
vestida con falda también blanca y enaguas con puntillas de algo-
dón. La mujer blanca le entregaba el niño blanco a la mujer negra
y, alzando en alto el dedo de acusar, recomendándole alguna cosa
más, se subió al coche. La mujer negra viendo la sombrilla rosada
ladearse al trote de los caballos del carruaje, dejó caer por debajo
de su blusa el abundante pecho moreno al que el niño se prendió
con glotonería.
Silenciosas, Juana Paula y Nísia se alejaron con pudor. Varias
casas más abajo cuando veían llegar las barcazas de los pescadores,
Nísia Floresta comenzó a hablar:
—Si Rousseau, con su Emilio, hace enrojecer a las madres
francesas cuando las acusa de olvidar ese su primer deber ante
la maternidad, imagina Juana Paula, en Francia, donde las amas
de cría tienen al menos una educación y se distinguen por el aseo,
¿qué sentirían las madres brasileñas viendo sus hijos colgados del
seno de estas mujeres africanas que pasan del azote en la Casa
de Corrección o de las propias manos de sus amos a la cuna del
inocente para ofrecerle su leche?
—Pueblo indolente... —dijo Juana Paula—, ¿cuándo compren-
derán la necesidad de educar a las mujeres?, ¿cuándo comprenderán
las mismas mujeres la necesidad no sólo de educarse a sí mismas
sino de educar a esas otras mujeres a las que ceden hasta el ama-
mantamiento de sus propios hijos?
—Es verdad. Mal que nos pese, hay mujeres que ni bien paridos
entregan sus niños para que otras los alimenten, los entretengan y,
finalmente, los eduquen. Imagina qué hombres, qué mujeres serán

103
esos niños en un futuro próximo...
Casi al mismo tiempo se dieron vuelta. El muro donde las
negras tejían la red había quedado atrás y las tejedoras se alzaban
con sus petates. Lejana y vagamente morada, la pared se había su-
mergido en una especie de bruma temprana que serpenteaba a la
par de la costa. Un barco desplegaba el velamen que de inmediato
se ensanchó con la ventolina. Tres niños negros corrían junto a
un perro de ojos zarcos al que le arrojaban un palo. El palo cayó
a los pies de Juana Paula y el perro corrió y clavó sus ojos en los
de ella. Sobre la cresta de la ola se erguía un ave a la pesca de una
presa posible.
—¿Es éste tu primer viaje?
—Algo me dice que apenas voy por el segundo exilio.
—Ya no hables de exilio, tampoco de destierro, Juana querida,
de todos modos no eres mujer para estarte quieta... qué más da
por ahora dónde sea o por cuánto tiempo, mucho menos quién te
ha lanzado a la travesía...
—No entiendo...
—El que te lanzará una vez más al ruedo...
—¿El profesor Noronha?, ¿quién te ha dicho?
—Nadie... Es el modo en que miras a tu alrededor y cómo, de
a ratos, giras la cabeza o te detienes a escuchar. Todo eso me dice
que estás enamorada.
Juana Paula la tomó del brazo mientras caminaban.
—No es sólo el pelo o su palidez sino la fragilidad de sus dedos
y esa leve inclinación de cabeza contándome de modo tan suave
acerca de su niñez sin besos maternales... Francisco tiene la voz
más triste que he escuchado, es un cachorro abandonado en un
portal y al mismo tiempo es un hombre de raza, tú sabes Nísia, de
espíritu noble. Se destaca entre los demás...
—¿Y acaso tú no?
—¿Qué dices...?
—Que en todo caso los dos son afortunados por tenerse...
—No sé.
—Ves, mi niña, has vivido mucho pero nada has visto todavía...
De todos modos no podrás ahora sino con Noronha, tu próximo
paso en la travesía... Estos que das sólo son unos pocos pasos...
—No sé si entiendo.
—Ya entenderás...
—¿Y qué harás ahora, Nísia?
—Mi espíritu ama los viajes, aunque mi corazón no es del todo

104
viajero. De todos modos iré a Francia por nuevos aires. En cuanto
a ti, tocará ahora casarte y parir seguramente… Pero hay algo que
debes saber, el amor no se hace, cuanto mucho se deshace. Hacer
el amor es un decir…
Juana Paula Manso sonrió, pero Nísia Floresta no.

Habían pasado tres meses ya desde aquellas revelaciones de


Nísia Floresta. Juana Paula recordaba palabra por palabra, sen-
tada frente al espejo mientras Tonhita le ataba unas flores en el
pelo. Los músicos de Noronha ensayaban unos aires melódicos. El
son de los atabales aceleraba el pulso de la novia. Habían lustrado
el damero del patio y recortado los jazmineros de la galería; las
macetas rebosaban de flores rojas, y los jarrones de azucenas; en
pequeñas tinajas con agua de azahar habían encendido cientos de
velitas. Doña Teodora había enrulado el pelo de su hija con jugo de
limón y paciencia, aunque el enrulado, como siempre, no duraría
sino el tiempo de la ceremonia.
Juana Paula vio a través del espejo y la ventana cuando
Noronha entró a la casa. Fue cuando Puck, el enano, sacudió la
campanita de plata del Potosí de la abuela Gloria. El corazón pa-
recía oprimirle la respiración ante la presencia de aquel hombre
enfundado en su traje blanco con moño azul, que la amaba o que
creía amarla, o a quien Juana Paula le creyó su amor, o con quien
tanto creían amarse.
Cuando Juana Paula salió al patio del brazo de su padre y
los ojos de Noronha resplandecieron, cierta opresión en el pecho
parecía perturbarlo. También Juana Paula Manso se destacaba
entre los demás. El vestido era bastante recto a la altura de los
tobillos y el escote dejaba ver el satén de su piel color miel. En el
entreseno, una gardenia y su aroma anticipaban ese otro aroma
que emanaba del deseo de la novia para con el novio.
La ceremonia fue breve y casi en la intimidad, pues ninguno
profesaba la religión del otro. Al menos no en su totalidad. Rápi-
damente se pasó a la música y los entremeses. Tonhita y la troupe
teatral que los hermanaba representaron una comedia en la que
jugaron mil volteretas y situaciones. Puck, el enano, entonó un
poema con sus ropas de duende encaramado a un árbol. Hubo
danzas populares y una muy especial en que Francisco de Noronha
atrajo hacia sí el cuerpo tibio de su esposa. Con más orgullo que
arrobo, sujetaba el talle de su esposa con su mano morena creyendo

105
abarcarla en toda su magnitud.
Una cinta de terciopelo bordeaux con camafeo de oro y un
mechoncito de su pelo renegrido como prenda de amor había sido
el regalo de Noronha. El de Juana Paula no llegó sino hasta que
se quedaron solos, en el cuarto más alejado de la casa que doña
Teodora y don José María habían preparado con especial esmero
para la hija y su esposo, así comentaría Isabel en voz muy baja a la
abuela Gloria y a Tonhita cuando los novios bailaban. Pero mientras
bailaban Juana Paula y Francisco sucedían muchas otras cosas.
En la mesa de la cocina doña Teodora y Dedé daban color a la
comida; en realidad era Dedé que con su delicadeza habitual corta-
ba una a una la juliana de pimientos para decorar cada pichón de
perdiz macerado en jerez y asado a las brasas, luego un borbotón
de cilantro picado con nuez, crema del cielo y unas bolitas de puré
de plátano verde moldeadas sobre una parva de coco rallado. Del
ron y los dulces se ocupaban unas alumnas de Juana Paula. Eran
bailarinas, acróbatas y morenas, lucían las galas de las mujeres
bahianas; haciendo alarde de su belleza se acercaron a la mesa
con un gran botellón de peltre bajo el brazo y encima de la cabeza
un cuenco con trozos de frutas frescas, una, y un canasto con
bocados de mazapán y pastelitos tibios de guayaba en hojaldre,
la otra. Dedé sirvió en cada plato una porción de sus pichones al
jerez. Las morenitas servían ron en las copas pequeñas y, en las
medianas, un vinito de Madeira, regalo personal del cónsul ame-
ricano en Per-nambuco.
La abuela Gloria, por su parte, se había sentado cerquita del
brocal un tanto acalorada y ausente. Aquello del ron y la música
no era habitual en ellas. Isabel le echaba aire con un abanico de
palma y sonreía viendo las volteretas con que Puck festejaba alre-
dedor de los bailarines.
En tanto, don José María, con aire ciertamente preocupado
bebía vino junto al cónsul, que animadamente le contaba alguna
cosa. Hasta ellos se había acercado doña Teodora en busca de su
marido, dispuesta a invitarlo a dar unas vueltas del vals de los
novios. Sin embargo, cuando vio la cara de su esposo y supo de
qué conversaban bebió una copita de ron y fue a sentarse también
junto al brocal, donde Isabel continuaba echando aire al sofoco de
la abuela Gloria.
El camafeo no era la única sorpresa de Francisco de Noronha a
su esposa. La atrajo hacia sí y le habló pausadamente; ella atendía
a esas palabras tiernas aunque no eran de amor.

106
—Estaremos bien, ya verás.
—¿Cuándo?
—En unos meses. Tal vez un año. El cónsul dice que ha-
blaremos más tranquilos en unos días y que nos dará cartas de
recomendación...
—¿Y tus contratos...?
—Cumpliremos con todos y luego planeamos el viaje... ¿Te
imaginas juntos y en Nueva York?
En silencio y fingiéndose algo mareada Juana Paula besó la
mejilla de Francisco, al pasar junto a la mesa robó un trocito de
guayaba y fue a reclinar la cabeza sobre el hombro siempre acoge-
dor de don José María.
—Vamos, hija, que ésta no es noche para penas...
—¿Tú crees, papá?
—Puede que más adelante sea inevitable. ¡Pero ahora!
Juana intentó sonreír. Francisco e Isabel compartían una
danza. Doña Teodora ofrecía unos dulces a Tonhita mientras con-
versaban. Dedé entró con más jarras de ron y sonriendo por algún
comentario que Puck le había hecho al pasar; desde los primeros
preparativos de la boda Puck no le perdía rastro a Dedé y él no le era
del todo indiferente. Los músicos ejecutaban un rondó muy suave
que indujo a conversar a todos en voz baja. Luego de observarlos
a todos, Juana Paula reparó en la agitación de su hermana Isabel,
que había suspendido el baile con Noronha. Se apoltronó aun más
contra el brazo de su padre y retomó:
—Sin embargo, estoy triste... Francisco quiere que nos vaya-
mos a Nueva York.
—Así son las cosas del amor, hija.
—No es falta de amor, padre. Esos pueblos tan fríos no me
gustan... No sé...
—Para cuando llegue el día, seguramente te habrás acostum-
brado a la idea. No será tan malo, después de todo, y ampliarás tu
mirada, ya verás... —la consoló don José María.
—Es ese cónsul americano quien le ha trastornado el juicio.
—No creo que haya sido él. Una vez puesto en marcha, no hay
modo de detenerlo... Terminarás por ceder, ya verás.
—¿Te refieres al viaje...?
—Me refiero al matrimonio, hija, y a todo lo que el matrimonio
conlleva: lo cierto y lo incierto, la libertad que otorga y la que quita,
la ternura y la desdicha, el placer y el displacer...
—Bailemos, mi querida... —interrumpió Francisco tomándola

107
de la mano.
Juana Paula sonrió a su padre y se dejó llevar por Noronha.

108
Querida Eulalia,

Hay días en la vida de una criatura que sería necesario señalar


con piedra negra. Serían las ocho de la noche del día 3 de abril
de 1846 cuando el ruido de las cadenas y del ancla nos anunció
que el bergantín Goleta Cumberland daba fondo en la margen del
Delaware, donde se asienta la ciudad de Filadelfia.
El aire era frío y penetrante como lo es por lo general en la
primavera de estos países; veníamos también habituados al clima
cálido de la Costa del Norte del Brasil y el frío se nos hacía doble
haciéndonos temblar de pies a cabeza.
El capitán del Cumberland había partido en uno de los in-
numerables vapores que cruzan el Delaware en todas direcciones
dejándonos fondeados por falta de viento dentro del río; ni Noronha
ni yo hablábamos una palabra de inglés, de manera que al llegar
a Filadelfia y de noche no sabíamos ni cómo poder desembarcar.
El piloto y los marineros se aprontaban a saltar a tierra mien-
tras que nosotros, molidos de un viaje de cuarenta días al que se
agregaba la falta total de comodidades del buque, temblando de frío
y mudos por necesidad, estábamos sentados sobre nuestros baúles
mirándonos y sin saber qué decir uno al otro; bien resignados a
pasar la noche allí si nos lo permitía el piloto y esperar la luz del
día para entonces tomar un partido.
En aquel momento bajó a la cámara el práctico del río y ha-
ciéndose entender como pudo por señas y algunas palabras que yo
entendía en inglés, se ofreció a conducirnos a un hotel; nosotros
veníamos con destino al United States Hotel, de modo que salta-
mos en tierra y seguimos a nuestro guía que echó a andar delante
de nosotros queriendo ya instruirnos en las calles y lugares más
notables de la ciudad sin calcular que no nos era dado comprender
lo que decía sino fugitivamente y en segundo lugar que casi yertos
de frío nos apretábamos uno contra el otro y caminábamos ansiosos

109
de llegar a lugar abrigado.
Nosotros veníamos a los Estados Unidos impulsados por los
consejos perniciosos de un hombre que no tuvo más objeto, sin duda,
que quitarnos el dinero del pasaje; y nosotros, con esa confiada
imprudencia de la mocedad inexperta, nos arrojamos con escasos
medios a probar fortuna en país tan extraño y distinto.

Juana Paula Manso

110
CAPÍTULO 11
... el discurso de Juana Manso es de hacer llorar a
un norteamericano lágrimas de sangre...
Es un milagro que una mujer criada en la América del Sud
pueda escribir tales cosas.
Porque cuando la teoría de nuestro gobierno es pintada
con formas tan bellas, da pena ver que aquí
entre nosotros mismos, entre nuestros prohombres,
hay tantos que no tienen fe en el principio mismo...
De MARY MANN a SARMIENTO

—El diablo te ennegrezca a fuerza de maldiciones, cara de


leche —dijo la mujer acentuando su mirada de liebre, y el gringo
sonrió, sin poder imaginar cómo habrían llegado a boca de una
pordiosera esas palabras que recordaba escritas por Shakes-peare;
mucho menos pudo imaginar el porqué de la afrenta que provoca-
ron esos pocos peniques que él había dejado caer en el regazo de
la negra.
La mujer irguió la espalda mascullando aún lo que había voci-
ferado no tanto como palabras sino a modo de escupitajo. Sentada
en un gran bulto de trapos, extrajo de entre sus ropas el pecho
abultado y moreno que de inmediato mostró el alivio de un volcán
en estado de ebullición y estalló en un chorro blanquecino que dio
en la cara del crío que llevaba en brazos. Pese a que el enojo le
encendía los pómulos, los ojos del niño asomados entre los trapos
y escudriñándolo todo la hicieron reír. También rió fuerte a causa
del asombro de la criatura que se detuvo a observarla muy de cerca.
—¡Eulalia, niña! —increpó Juana Paula, que, dejando la ma-
leta en el piso, tomó de la mano a su hija.
La negra no bajó los ojos. Ambas mujeres se contemplaron
manteniéndose la mirada, la una a la otra, hasta que la negra se

111
ruborizó. No obstante, dijo:
—La señora habla español...
—¿Tampoco usted es de por acá?
—No.
—Ah, las dos somos extranjeras.
—¿Extranjeras?
—Estando lejos del país así nos llaman...
—Ah... sí. Siempre.
—¿De dónde eres?
—Antes era somalí... —comenzó a decir la mujer, pero calló
imprevistamente y bajó la cabeza hasta meterla casi entre sus pechos,
momentáneamente abandonados por el niño dormido.
—¿Algún problema? —preguntó uno de los soldados a Juana
Paula.
Ambas mujeres se quedaron calladas. La negra se cubrió los
senos con el rebozo, tomó unas monedas de su regazo y sin alzar
la cabeza extendió la mano a un transeúnte.
—Ningún problema —contestó Juana Paula.
Los soldados miraron al gringo y él se acercó. Observó a las
mujeres unos minutos, alzó leve los hombros y la cabeza y les ordenó
seguir. Se subió a un coche que lo esperaba a unos pasos y se fue.
Mientras los cascos de los caballos alborotaban el aire y el coche
se alejaba, el hombre no dejó de observarlas. Ellas se mantuvieron
quietas y calladas aun cuando el carruaje era ya un punto calle
abajo y doblaba mucho más allá de las bodegas y los silos.
En cuanto a los uniformados, dieron una vuelta en torno a
unos muchachos que jaraneaban acarreando canastos y baúles.
Cuando repararon en ellos, los muchachitos negros sólo dejaron
oír el golpe de sus pies contra las maderas de la escalerilla del bu-
que. Satisfechos, los soldados observaron por un instante al oficial
que controlaba la papelería de los viajeros, luego se metieron en
la cantina.
—De modo que ya no eres somalí... —ratificó Juana a la ne-
gra—, ¿y cuál es tu nombre?
—Acá me llaman Old Sarah... vieja Sara.
—Pero no eres vieja...
—Pero sí soy Sara.
—Bueno, imagino que sí —dijo Juana Paula.
—Puede que imagine mal la señora —dijo atenta al niño que
se había despertado.
—¿Dónde vives?

112
La mujer se puso de pie, lentamente, hecha un embrollo de tra-
pos. Era mucho más delgada de lo que mostraba en el piso, aunque
sólo dejaba ver su cuello largo; por la altura, daba la idea de que
sus piernas también eran largas y las caderas altas.
—Eres muy alta...
—Soy pobre, y los pobres crecemos rápido, dicen.
—Aún no me has contestado, Old Sarah... —insistió Juana
Paula.
La negra se acercó y, siempre con la cabeza en alto, dudó un
momento más; finalmente dijo:
—No tengo.
—¿Qué no tienes?
—Casa. No tengo.
—¿Vives en la calle...? ¿Y desde cuándo...?
—Desde antes de nacer el niño.
—¿Y cuánto llevas en la calle?
—Mucho tiempo.
—¿Quisieras trabajar para mí?
—Ya nunca tendré amos, señora.
—Nunca sería tu ama.
—¿Entonces?
—Hablo de trabajo. ¿Trabajarías para mí?
La negra sonrió.
—Siempre trabajé para mis amos.
—Pero nunca nadie te ha pagado... ¿o sí?
—¿Y usted me pagará?
—Todo trabajo se paga...
La negra rió.
—Ni bien consiga trabajo te daré el dinero, pero podrías cobrar
desde hoy... —agregó Juana.
—¿Cuál trabajo?
—¿Cuál el tuyo o cuál el mío?
La negra rió tan fuerte esta vez que obligó a Juana Paula a
mirar hacia los lados.
—Yo sólo sé cosechar algodón y arrastrar cadenas...
—No te creo.
La negra volvió a reír y Juana Paula con ella. Así las encontró
Noronha.
—¿Qué sucede?
—Francisco. Ya tenemos nana para Eulalia.
—Pero Juana... —intentó Noronha reprender a su mujer

113
mientras subía las maletas al maletero del coche, pero finalmente
se entretuvo dándole la dirección al cochero.
—Old Sarah, éste es el señor Francisco Noronha, mi esposo
y padre de la pequeña Eulalia.
La negra sonrió, se acomodó el bebé a un lado del cuerpo y
alzó a Eulalia, sentándola sobre su otro costado. Acercándose un
poco por detrás de Juana murmuró:
—Hace muy bien en no creer a una negra, mucho menos
cuando la negra habla español...
Subieron a un coche. Ciertamente incómoda Old Sarah ante la
mirada de Noronha, que descansaba su mano en el regazo de Juana
Paula y la otra dentro de su abrigo, entrecerró los ojos y no tardó
nada en dormirse. Un hilo de baba descendía desde la comisura de
la boca apretada. Old Sarah se aferraba con sus dedos al brazo de
la criatura que llevaba en brazos como si temiera perderla. Juana
Paula pasó su pañuelo por la boca de la mujer y sonrió a Noronha.
Noronha miró por la ventana no sin antes devolver la sonrisa con
un mohín de desagrado.
La mujer negra se aferraba al cuerpecito de un modo extra-
ño. Juana Paula apoyó su mano sobre las de Old Sarah y la mujer
apretó mucho más al niño, al tiempo que comenzaba a agitarse.
No obstante no abrió los ojos. Una vez más el hilo de baba se escu-
rría de entre los labios prietos. Fue entonces cuando Juana Paula
tironeó del brazo a Noronha.
—¿Qué pasa, mujer?
—No sé, Francisco, pero creo que no está bien...
Noronha observó a la mujer, que temblaba. Se incorporó un
poco sobre ella y le levantó un párpado. Old Sarah abrió los ojos des-
orbitados y se inmovilizó totalmente. El horror pareció apoderarse
de la mujer negra y había una especie de rigor en sus extremidades.
—¡Es mío! —gritó—. El niño es mi niño...
—Por qué habríamos de quitártelo, tranquila —insistió.
Old Sarah suspiró profundo y dejó caer la cabeza a un lado
conservando el espanto en los ojos.
—Te dije que no está bien, Francisco, se la ve muy mal, ¿qué
hacemos...?
—Hacerte cargo de una extraña... —descalificó Noronha.
—Eso qué importa, ¿acaso no ves que está enferma?
—De eso se trata, de una extraña enferma y eso es peligroso.
Juana Paula arrojó a Eulalia en brazos de su padre. Se sentó
junto a Old Sarah y la enderezó. Le acarició la cara y la frente.

114
Buscó un pequeño perfumero de su bolso y la forzó no sólo a oler
sino a beber del frasco.
—¿Y ahora qué estás haciendo? —volvió a incriminarla No-
ronha acunando a Eulalia, que se despertó llorando.
—Lo que se debe, Francisco. Por favor, cuida de la niña...
La negra había comenzado a temblar de nuevo pero tenía
los ojos serenos. Había aflojado ya la presión en torno al niño y le
sonreía. El niño los miraba. Juana Paula cubrió los hombros de la
mujer con su bufanda.
—¿Cuánto tiempo llevas sin comer?
La mujer no respondió. Juana Paula sacó del bolso un trozo de
pan de maíz y se lo entregó. La mujer, a su vez, lo puso en manos
del niño.
—Toma otro...
—No, si no es hambre, mi señora.
La negra bajó la cabeza y quitó unas migas de pan del abrigo
del niño. Alzó un poco la mirada hacia Juana Paula y mirando a
Noronha bajó de nuevo los ojos. El coche se detuvo. El cochero dio
un pequeño fustazo contra la puerta. Noronha descendió del coche
y volvió a cerrar la puerta. Una vez solas, Juana Paula puso su
mano sobre el regazo de la mujer. Old Sarah alzó los ojos.
—¿Y si no es hambre, qué...?
—Y cuando la señora lo sepa, ¿qué cambia?
—Para empezar, tendrás que ver un médico...
—¿Y después?
—Dejar el miedo a que alguien te quite tu niño...
Old Sarah miró hacia fuera, comprobó que la puerta estuviese
realmente cerrada. Sonrió a Juana Paula. Buscó entre las ropas
del niño un papel y se lo dio a leer.
—¿Y esto?
—Lea...
—Primero me cuentas.
—No es el hambre lo que me enferma...
—¿Entonces?
—Es que son tantos los que hay que sacar.
—No entiendo.
—El niño. No es mío. Sus padres están escapando de sus
amos pero nadie puede escapar con hijos, por eso nosotras...
—Nosotras qué...
Pero la negra se quedó callada. Noronha abrió la puerta del
coche.

115
—Ya puedes bajar, pero ella...
—¿Cómo que no?
La negra bajó la cabeza y acunó al niño que lloriqueaba.
—Está bien, mi señora... Sé que no es lugar para mí…
—Sabes que no la dejaré afuera, Francisco.
En el silencio impuesto por las mujeres podía oírse el mascu-
llar de Noronha.
—Cierra despacio, Francisco, no despiertes a los niños.
Noronha dio un portazo y desapareció. Juana Paula lo vio
entrar al hotel. El viejo cartel ostentaba aún algunas letras bajo
el óxido de la chapa: United States Hotel.
—No se preocupe por mí.
—Me cuentas lo del niño. Todo.
—Y lo del desmayo.
—También.
—Llegué esclava a Maryland, mi señora, y a los quince ayudé
a escapar al primero... Tomás.
Cuando volvió a alzar la cabeza había endurecido la mirada y
una gota asomaba en el lagrimal.
—Rápido, mujer, que regresará pronto.
—¿Acaso es su amo?
—Sigue... —ordenó Juana Paula y sonrió.
—Tomás escapó y mi amo me golpeó hasta que me desmayé,
por varias horas.
—¿Y aún te pasa?
—Tomás se fue y también mis hermanos. Yo escapé después.
Sola anduve y extraña en esta tierra extraña. Ahora vea...
Juana Paula desplegó la hoja de papel doblada en cuatro.
—Es tu amo el que te busca...
—Yo no tengo amos, señora.
—¿Entonces quién? ¿Qué has hecho, además? ¿Acaso por lo
del niño?
—No es sólo por este niño... —acotó Old Sarah y comenzó a
hablar ligero y en voz muy suave con la cabeza baja.
Old Sarah, dijo llamarse Harriet, en realidad, y nunca ha-
ber superado aquello del desvanecimiento a causa de los golpes.
Llevaba diez años en el ferrocarril subterráneo; diecinueve veces
había regresado al Sur para ayudar a fugarse a otros como ella,
trescientos entre hombres, mujeres y niños, de ahí los 40.000 dó-
lares de recompensa por su captura, viva o muerta, que ofrecían
pagar los esclavistas. El niño comenzó a retorcerse en sus brazos

116
y a llorar. Old Sarah sacó de su bolso un papel que envolvía unas
matitas dobladas. Cortó unas hojitas y las puso en la boca del niño.
—Extraña a su madre, pero estas hojas lo calmarán del llanto.
—¿Y eso? —preguntó Juana que alcanzó a ver una pistola
entre las papeletas con hierbas medicinales.
—Nunca perdí un pasajero. Tampoco perderé a éste.
Le contó también que un tal Frederick Douglas, anties-clavista
también, le había dicho: “Casi todo lo que yo he hecho ha sido en
público y he tenido mucho apoyo... pero casi todo lo que tú has he-
cho sólo lo han visto unos pocos hombres temblorosos, asustados,
de pies hinchados... El cielo y las estrellas han sido testigos de tu
compromiso con la libertad y de tu heroísmo”. Sin embargo...
—Libertad y heroísmo —repetía la negra—, así es como debe
ser, señora. Y no estamos solos. En Delaware un viejo cuáquero,
Thomas Garret, y Samuel Burris, un militante negro y muy joven,
han formado un equipo que trabaja con otra comunidad de negros
libres de Wilmington. Han ayudado ya a casi tres mil ex esclavos.
Claro que a Burris lo han capturado y subastado, y el viejo Garret
mandó un socio a comprarlo para que fuera libre; otro, Arnold
Craston, ex esclavo ya, transportó en su bote a cientos de otros
fugitivos por el río Ohio, en Kentucky; y George Burroughs, un
camarero negro de Illinois, ha organizado una red que los lleva a
Chicago en el ferrocarril. Así es como somos señora, así se vive por
estos días. El pecado es esclavitud dicen algunos, pero lo que es
un pecado es la escla-vitud... —decía Old Sarah cuando Noronha
volvió a abrir la puerta.
La palidez de Juana Paula indujo a Noronha a quitarse el
abrigo y cubrirla desde la cabeza.
—Está bien. Podrá dormir en el altillo, por ahora.
—Sólo hasta conseguir una casa...
Noronha no respondió, tomó a Eulalia en los brazos y ayudó a
bajar a Juana Paula. Old Sarah volvió a plegar en cuatro el anun-
cio. Al tiempo que lo plegaba se detuvo una vez más en las gruesas
letras negras: “$40.000 Reward. She has a pleasing countenance,
round face, she is a shining black, with large limbs, short fingers,
and small feet; is quick spoken and can tell a very plausible story...”.
Guardó de nuevo el papel entre las ropas del niño, hizo sonar
los dedos y movió los pies dentro de sus botas pequeñas. Inquieta,
miró a su alrededor y por detrás de su espalda. Se arrebujó en el
pañolón y bajó del coche cuidando de no pisar la falda de Juana
Paula; mientras tanto pergeñaba alguna más de aquellas historias

117
tan poco creíbles como verdaderas:
—Algunos otros, mi señora, contribuyen con medios de vida
—dijo apurando el paso—. Hace unos días, setenta y cinco esclavos
armados de Kentucky y uno de esos universitarios blancos llamado
Patrick Doyle rumbearon hacia el río Ohio, donde libraron dos
combates bien fuertes.
—¿Y fueron capturados?
—¿Qué importan la cárcel o la muerte, mi señora, cuando las
cartas están echadas? Uno debe conocer las reglas del juego.
—Sabrás vos lo que son las reglas del juego... —dijo Juana
Paula, sorprendida ella misma de esas palabras tan de su madre
y su abuela.
—¿Y por qué no habría de saberlas?
Juana Paula sonrió.
—¿Y por qué habremos de saberlas siempre? Por qué querer
siempre conocerlo todo...
Desconcertada, la negra la miró de soslayo mientras Jua-na
Paula saludaba a la conserje del hotel. Subieron los petates por tres
largos tramos de escalera y circularon por el corredor, que se les
hizo interminable. Al lado de la puerta abierta del cuarto que les
fue destinado, había aún, y apenas, tres escalones más. La conserje
alzó la cabeza señalando la pequeña puerta al final de la escalera y
le entregó una vela. Old Sarah subió cargando su niño en brazos.
Juana Paula, Noronha y la conserje se quedaron observándola
mientras entraba al altillo y cerraba la puerta. La conserje les en-
tregó la llave, guardándose el dinero en el bolsillo. Bajó la escalera
bostezando y rea-comodándose la bata, no sin antes intercambiar
una sonrisa con Noronha.
Minutos antes, Juana Paula, Noronha y la señora Moore, la
conserje, habían alcanzado a ver la sonrisa de Old Sarah y sus ojos
inquietos y las manitas del niño que, ya despierto, jugaba con los
flecos de la capa. También pudieron ver la mano de Old Sarah tiro-
neando hasta desgarrar un extremo del vestido, intentando soltar
el ruedo prendido a un clavo. Todo eso y mucho más observaron
cuando se replegaban a sus rincones. Sin embargo, nada pudieron
ver tres cuartos de hora más tarde. No vieron la cucaracha que
deslizándose por entre los pies de la negra, bordeó el zócalo, raído
por las termitas, hasta meterse bajo la puerta del cuarto de los
Noronha; tampoco vieron a la sigilosa Old Sarah que cerraba la
puerta del altillo, bajaba por los cientos de escalones y desandaba
el camino hasta el hall del hotel.

118
Old Sarah se detuvo en el rellano, atenta al rojo desvaído de
la cortina que dejaba traslucir el ocaso de una vela. La negra, que
cargaba el niño contra la espalda atado con el chal, sostuvo en alto
la campanilla mientras abría la puerta y miró hacia arriba pensando
cómo hacer para que, al quitar la mano y cerrar, el campanilleo no
la delatase. Vio mecerse la cortina por la brisa y sonrió. El jadeo de
la conserje y el murmullo aguar-dentoso de algún amigo probable,
o parroquiano vecino o pasajero reciente, impediría que el tintineo
de los metales contra la puerta llamase la atención. Cerró y aceleró
el paso, reaco-modándose el niño sobre las caderas. Al dar vuelta
a la esquina alcanzó a oír un portazo, un nuevo campanilleo y las
diez campanadas de la iglesia.
Old Sarah corrió perdiéndose entre las sombras calle abajo,
aunando sus pasos a los acordes del piano que aporreaban en al-
guna casa vecina. La negra sabía que para llegar al río debía bajar
durante el tiempo que durase la canción que entonaba. Varias veces
y a distintas horas había ensayado la canción y sus pasos cortos.
Recordaba que al finalizar el estribillo debía volver a empezar y
doblar, cada una de esas veces, hacia el lado del corazón. Y, como
si fuese posible olvidarlo, llevaba la mano bajo su seno izquierdo.
También el niño se aferraba con el puño cerrado a su costado. Pre-
caución innecesaria por cierto; imposible no percibir la intensidad
de su corazón y del corazón del niño.
Inmersa en las lobregueces de la noche y cuando hubo repe-
tido seis veces cada verso y el estribillo, vio la luna sobre el suelo
a escasos metros de sus pasos. Caminó entonces hasta una luz
pequeña que se mecía donde el río parecía opaco. La luz titiló has-
ta apagarse. Old Sarah se detuvo. Tapó con su mano la boca del
niño, que comenzaba a balbucear alguna cosa. También contuvo
la respiración. Sólo oyó el golpetear del río contra unas tablas y el
probable chillido de un pájaro que imitó. Contó hasta diez mientras
su respiración cedía imperceptiblemente. La pequeña luz volvió
a mecerse sobre la costa o, al menos, cercana a la orilla. El chillo
del pajarraco irrumpió una vez más en la noche entremezclado al
murmullo del río contra las tablas de la barcaza.
Old Sarah desanudó el paño atado a su cintura y volvió a
envolver al muchachito dormido. Le cubrió la cabeza. Buscó en-
tre sus senos un paquetito de papel con cinta y lo metió entre los
calzoncitos del niño. El pájaro volvió a chillar. Se quitó el payé, lo
besó y dio dos vueltas de cordón al cuello del pequeño. El grito del
pájaro se intensificó y la luz, una vez más, se extinguía, Old Sarah

119
dio unos pasos. Cuando el agua sobrepasó sus rodillas y la falda se
le adhirió a la entrepierna extendió los brazos a la oscuridad. No
tardaron en arrebatarle el niño y dejar un rollito de papel en su
lugar. Apenas si se oyó el chapotear del remo.
Más liviana, retrocedió sobre sus pasos entonando esta vez
la canción para el regreso, casi a modo de susurro. Olvidó la luna
y el río, y al niño que sólo había sido un compañero de viaje por
pocos días. Un niño más, se dijo, un viaje más. Llegó al hotel, la
campanilla sonó pero nadie se asomó, la luz detrás de la cortina se
había extinguido igual que toda voz o jadeo o cuchicheo. Un fuerte
vaho a ron la hizo toser al pie de la escalera. Una mano le rozó el
brazo. Sin hacer mucho caso y reprimiendo la tos, se quitó las botas
y subió a los trancos, tropezando varias veces.
La luz por debajo de la puerta de los Noronha la ayudó a llegar
a su cuarto. Una vez dentro encendió la vela y abrió el paquetito
que le habían entregado a cambio del niño. Se acercó más a la luz y
con dificultad comenzó a leer, paso a paso y tratando de memorizar,
las órdenes para la próxima tarea. Ya no se trataba de un niño,
sino de una joven que debía hacer llegar junto a sus hermanos, que
habían sido trasladados, uno a uno, lejos de la opresión. Por un
rato estuvo leyendo, cerraba los ojos cada tanto y repetía moviendo
los labios pero sin hablar. Sólo cuando se sintió segura de recordar
volvió a arrollar el papel y lo puso por encima de la vela viéndolo
arder hasta convertirse en cenizas. Luego se quitó la ropa mojada
y la puso sobre una silla cerca de la ventana.
Se acostó desnuda boca abajo, por un rato se quedó quieta. Se
dio vuelta restregando la espalda contra el catre hasta adormilarse
sin dejar de sujetar el borde de la manta por encima de la garganta.
Oyó pasos en el corredor y como si pudiese ver en la oscuridad,
abrió los ojos y se sentó en la cama. Una vez más el fuerte olor a
ron la hizo toser. Se levantó de un salto. Arrastró hasta la puerta
un baúl destartalado, la silla con la ropa y el mismo catre, donde
volvió a acostarse, aferrando la manta entre sus puños por debajo
del mentón. Los pasos en el corredor se le hicieron dudosos, nadie
subió los tres últimos escalones. Se impuso un nuevo silencio, sin
embargo el olor aún estaba ahí y se sumaba ahora al dulzor del
tabaco. No fue la única en toser, afuera alguien expectoró unas
flemas indudablemente alcohólicas. Old Sarah se levantó, corrió
apenas la cama y entreabrió la puerta.
Aún había luz en el cuarto de Juana Paula y el reflejo permi-
tía ver el perfil del hombre sentado en la escalera y el humo del

120
cigarro. Old Sarah desconocía aún cómo eran las cosas entre los
Noronha, esto no le impedía imaginar alguna de aquellas historias
tan poco creíbles de que la acusaban en el aviso de captura. “Tan
poco creíbles como verdaderas”, se dijo una vez más Old Sarah.
Seguramente el amo Noronha era el que acompañaba a la señora
Moore tras la cortina roja. La señora de Noronha seguramente
se había acostumbrado a aquellas escapadas del amo Noronha.
“Aunque pensándolo mejor”, se dijo mientras cerraba la puerta y
volvía la cama a su lugar, “seguramente a la señora nada le importa
del señor Noronha. No es mujer para estarse tanto tiempo quieta
y mucho menos cerca de un hombre débil y escurridizo como él”.

121
... Porque americano del Norte es sinónimo de “trampa”,
“embuste”, “dolo”, “interés” y cuanta baja y vil pasión puede ins-
pirar una sórdida e ilimitada codicia. Noronha estaba pensativo,
disgustado y me decía: Mucha gente he visto, todos bien vestidos
hombres y mujeres pero tienen unas caras tan estúpidas que me
parece imposible que ésta sea gente de conciertos.
Yo no estaba más serena que Noronha. A pesar del lujo que
generalmente se usa, parecíame toda gente común. ¡Tu padre y yo
no nos equivocábamos por desgracia! ¡Es totalmente imposible una
ordinariez más general que la de los habitantes de estos almacenes
llamados Estados Unidos! Es una ordinariez que proviene, yo creo,
de la organización esencialmente norteamericana. Las mujeres son
todas coquetas, remilgadas y sin sentimientos, su amor lo reparten
entre el dinero y el tocador; son fanáticas y metidizas en la iglesia
porque de ese modo encubren su ociosa pereza y se dan tono. ¡Una
americana oye llorar a un semejante suyo pensando cómo hará
mañana para que su querido le regale un sombrero o cualquier
otra zarandaja! Porque el vestido y el lujo es el pensamiento fijo de
toda americana y después de eso las pretensiones literarias, porque
todas son lo que los franceses llaman “bas-bleues”.
Los americanos... ¡yo no encuentro otro animal con quien com-
pararlos que con el cerdo...! Con la diferencia de que la suciedad e
inmundicia del cerdo la tienen ellos en el alma, dado el caso que los
americanos tengan alma. El americano es el viviente excepcional,
nada le interesa fuera de la órbita “business”... ¡nada ama fuera
del dinero! Nada le hiere fuera de la pérdida de éste. Pierde un
hombre a su padre, el deudo más allegado, es un acontecimiento
que está en el orden natural, nadie lo llora... ¡pero pierde uno un
peso! ¡Oh, infortunio horrible! ¡Escándalo sin ejemplo! Lo peor es
que pasados los momentos de la compasión general, el que quedó

122
pobre es un vi-llano, un leproso de quien todos huyen ¡y el ladrón
es un gen-tleman!

Juana Paula Manso

123
CAPÍTULO 12
¡Oh, las mujeres! Pobres y ciegas víctimas.
Como los esclavos, ellas arrastran pacientemente su cadena
y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas.
Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo,
eligen un dueño para toda la vida.
El esclavo al menos puede cambiar de amo,
puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad.
GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA

Así estaban las cosas a poco de haber llegado a Nueva York.


De las cartas de recomendación que el cónsul americano en Per-
nambuco les había facilitado sólo les quedaba una. De la primera
para el señor Fiot de Filadelfia, un importador de instrumentos, no
resultó ningún trabajo, fue por eso que, ni bien llegados, tuvieron
que irse a la gran capital del norte de Amé-rica.
Noronha pidió a su esposa que lo acompañara a visitar al
señor Von Eichtal; por la mañana le hicieron llegar la carta de
presentación. Entraron a la sala de conciertos y caminaron hacia el
pie del escenario. El hombre se paró y extendió la mano sin quitar
su mirada azul de la mirada café de la señora de Noronha. Alzó la
mano de Juana Paula y la observó más de cerca.
—Estos nudillos fuertes me hablan de su virtuosismo en el
piano, señora...
Juana Paula miró de soslayo a Noronha.
—Pero en su carta el cónsul sólo me habla de un virtuoso del
violín... —dijo el hombre afablemente dando la mano a No-ronha
e indicándoles el camino—. Vamos a mi oficina, por favor.
Subieron por una escalerilla al lado del escenario y recorrieron
pasillos semioscuros gracias a la escasa luz de las lámparas que

124
se colaba por alguna que otra puerta. Juana Paula notaba unos
reflejos gualdos en las paredes. No pudo evitar pasar la mano por
el satinado del brocado. Luego de subir otra escalera, pequeña y
retorcida, Von Eichtal abrió la puerta de su oficina de par en par.
Se sentaron. Subió la luz de la lámpara. Puso vodka en dos vasos.
—No puedo ofrecerle sino licor señora..., ¿tal vez un poco de
jerez?
—Gracias, señor. ¿Me permite...? —preguntó tomando el diario
tan embelesada que Von Eichtal alzó las cejas y observó a Noronha.
Cuando Juana Paula dio vuelta las páginas con marcado in-
terés y cuando acercó la copita de jerez a su boca los hombres ya
se habían bebido el vodka de un trago.
—Por estos días sólo podríamos ofrecer un concierto en el
salón Tabernáculo, los conciertos son siempre a beneficio de la
Sociedad Alemana, de modo que debemos llegar a un acuerdo con
el porcentaje... por boleta, claro.
—El que usted diga estará bien. Debo darme a conocer.
—¿Quince, tal vez? —negoció Von Eichtal guardando unos
billetes en un sobre que entregó a Noronha.
Y Noronha aceptó. No tan convencido, pero aceptó. Aceptó el
adelanto y el abrazo que el alemán le dio no sólo a él sino también
a su esposa.
—Que sea veinte, entonces... —corrigió el alemán y agregó—:
Si la señora lo desea, podría llevarse alguno de estos periódicos y
venir por más el jueves, he reservado unos edi-toriales que quizá
le interesen; y para el jueves estarán listas las invitaciones: sería
importante que usted misma las entregase a los invitados de
honor, ¿le molestaría hacerlo, señora?
—Por supuesto que no. El jueves estaré por acá.
—Por supuesto que sí —agregó Noronha tomando del brazo
a su esposa.
Juana Paula agradeció al alemán no tanto con palabras como
con una amplia sonrisa.
—¿Recordarán el camino? —dijo Von Eichtal sugiriendo que
debían salir por su cuenta—. Aunque, mejor, voy con ustedes, quiero
enseñarles algo más.
Desandaron el corredor entre los brocados gualdas y la esca-
lerilla retorcida, luego de atravesar la sala y una vez en la calle,
les indicó el camino, seis calles más abajo, para llegar al Bavaria,
una pequeña casa de dulces.
—Creo que es un buen sitio para festejar...

125
Caminaron de la mano y entraron al pequeño salón donde
una enorme mujer de pelo blanco les sirvió cocoa con leche y torta
de manzana.
—¿Estás contenta?
—Muy contenta, Francisco... No tengas miedo.
—No lo tengo.
—Me alegro aun más entonces. Ya verás qué bien resulta
todo...
—Te ocuparás de retirar las invitaciones...
—Claro que sí.
—Y de entregarlas a los que dice Von Eichtal.
—Por supuesto, Francisco. Quien mejor que una esposa para
hablar bien de su marido...
—Bueno... no siempre. Sin embargo...
Juana Paula rió interrumpiendo a Noronha con un beso.
Noronha alzó la mano y la mujer enorme se acercó de inme-diato:
—Por favor, dos brandys...

El día que Juana Paula subió de nuevo por la escalerilla re-


torcida y los corredores tapizados, Noronha ensayaba obstinada y
minuciosamente probando, además, la acústica de la sala. Juana
Paula golpeó suavemente a la puerta.
—Señora de Noronha, qué gusto me da oírla —gritó Von
Eichtal.
Juana Paula entró, pero la oficina estaba vacía.
—Sobre la mesa hay unos recortes, usted me dirá si adiviné
su preocupación... —agregó el alemán desde el cuarto de al lado—.
Tome asiento, que ya salgo.
La luz era escasa. Juana Paula se sentó junto a la mesita cerca
del ventanuco por donde aún penetraban los últimos rayos de sol.
Cuidadosamente encarpetados, encontró varios recortes que con-
taban los últimos manifiestos feministas, los primeros en realidad,
y sus luchas. Es que por aquellos días en Nueva York, Filadelfia y
Massachusetts, casi sin querer, Juana Paula se iba adentrando en
esa corriente no tanto de moda como necesaria e imprescindible.
Con el tiempo se iba convirtiendo en una ávida lectora de periódicos
y de una infinita variedad de publicaciones femeninas. Ahí estaban
muchos de esos nombres que había comenzado a oír e intentaba
conocer. Cómo mantenerse ajena no sólo a esas publicaciones sino,
por sobre todas las cosas, a las primeras incursiones de la mujer en

126
público y sus propuestas de incorporarse a la educación superior.
Primeros incidentes, primeras manifestaciones e indicios de que
la mujer rompería su cruz en la cabeza de aquellos que se inter-
pusieran entre ella y sus propósitos.
Juana Paula había llegado a Nueva York en medio de toda
esa hojarasca producida por los debates de las primeras ora-doras
femeninas. Podía ver no sólo en la calle sino en peque-ños recua-
dros de los periódicos notas de las mujeres que avanzaban desde
Massachusetts y de Carolina del Sur, involucrándose en la cruzada
abolicionista con Harriet Beecher Stowe a la cabeza.
Ahí, en esos textos recortados y pegados cuidadosamente para
ella por Von Eichtal, encontró editoriales de las hermanas Ange-
lina y Sarah Grimke, apremiando a sus amigas, hermanas, tías y
vecinas hasta sumarlas a la lucha contra la esclavitud, a favor de
sus derechos y los de sus hermanas. De ese punto de partida, según
leía Juana Paula, iban creciendo cadenas, redes, aglomeraciones,
filas de parias y peregrinas, ama-nuenses, pecadoras y revisionistas,
imponiendo una real convergencia entre la estética y la historia,
la lucha y la conquista, alardeando secretamente entre los usos y
las costumbres del romanticismo y el ensayo.
—De entre todas surgirá cada tanto una a destacar. Claro
que, por ahora, se las seguirá considerando entre los hombres de
genio que se destacan de la multitud, como sucede en Francia con
Flora Tristán... —interrumpió el alemán de pie junto a la puerta,
envuelto en una bata.
Juana Paula asentía aunque sin quitar la vista de los recortes,
no se la veía dispuesta a hacerlo, pues leía a la Grimke. Pero sí acotó:
—Es verdad. También con Nísia Floresta, en Río de Janey-ro,
y seguramente en Francia, donde vive ahora.
—... Y sucederá con Juana Paula Manso de Noronha, salvo
que para entonces las cosas hayan mejorado...
Sólo entonces Juana alzó la cabeza. La puerta abierta del cuar-
to de al lado le permitió ver la tina junto a la chimenea. El alemán
puso en su mano una copa y se sentó al otro lado de la mesa. La
luz se había extinguido casi del todo. Encendió la lámpara y un
cigarro y Juana Paula bebió un sorbo.
—También le gusta el vodka...
—Si se me va a evaluar como a un hombre o entre ellos y según
su juicio, será menester acostumbrarme a beber de igual modo.
—Es una razón... pero creo que sería mejor adquirir el goce.
—¿Adquirir el goce?

127
—El goce por ciertas bebidas, el goce por ciertos tabacos, el
goce por ciertas comidas y por qué no, el goce por el pensamiento...
—Goce fundamental. Son muchas las mujeres de la Nueva
Inglaterra que, igual que Lydia María Child, Harriet Beecher
Stowe y Margaret Fuller, participan en movimientos y luchan por
la reforma de la educación y especialmente bregan por la inclusión
plena de la mujer en la sociedad.
—Y son muchas más las que hacen de la escritura el único
modo de hacerse llegar las unas a las otras sus lucha y saberes;
poder leer a la mujer en un diario es un verdadero avance de la so-
ciedad —acotó Von Eichtal—; con su libro Woman in the 19th Cen-
tury, Marta Fuller no sólo propone la emancipación de las mujeres
sino que la ejerce, señora. Sólo se trata de ejercer la emancipación.
—Todo está por hacerse, sin duda...
—Pero han comenzado y usted deberá estar ahí.
—Es raro...
—¿Raro? —preguntó el alemán.
—Raro que un hombre como usted se preocupe por estos
temas...
—Raro, es hombre que no se preocupa. ¿Otro vodka?
—... Pero no es habitual. Le agradezco tanto este material...
—Lo he recopilado para usted...
—Pero cómo sabía...
—No son muchas las mujeres que hacen lo que usted...
—Toda mujer en mi lugar...
—Cualquier mujer no acompaña al piano a su marido violi-
nista en las giras.
—Toda mujer acompaña a su marido.
Von Eichtal rió fuerte y entregó a Juana Paula unas pocas
tarjetas y el listado de direcciones.
—¿Y también toda mujer entrega en mano las invitaciones
al concierto...?
Juana Paula sonrió.
—Puede que no todas, es verdad.
—Mi interés en llevar esas invitaciones es que tenga ocasión
de llevar una por ejemplo a la señora Bárbara Welter, ella es his-
toriadora y conoce bien estas cuestiones. Claro que no compartirá
del todo sus pareceres pero de las diferencias nacen las nuevas
ideas. ¿La conoce?
—Acabo de leerla... con su teoría de que el matrimonio y el
hogar son la viga central en la vida de una mujer.

128
—¿Y no es así?
—Tal vez lo sea pero no del modo establecido, no desde el lugar
que ella y tantas lo consideran...
—Sin embargo, seguramente ahora querrá irse, pues ya no se
escucha el violín de Noronha...
—Algo así... —dijo Juana Paula extendiendo la mano. El alemán
estrechó la mano como si fuese un saludo entre hombres pero de
inmediato la acercó hacia él y la besó en la mejilla demorando un
instante el beso como si quisiese retenerla para sí.
Juana Paula sonrió al alemán y se aferró a su carpeta corriendo
a encontrarse con Francisco en el Bavaria. Anduvo con paso firme
las seis callecitas viendo el movimiento del barrio, sólo se detuvo en
la plaza, donde un grupo de mujeres que habitualmente se sentaban
a escuchar la banda o un sermón, escu-chaban atentas la lectura
de una de ellas. Pese a que no estaba tan segura de comprender la
lengua, supo que comprendía el espíritu de lo leído. Comenzaba a
moverse a sus anchas, quizá fuese a partir de esa tarde gracias a
Von Eichtal; quizás a partir de alguna otra por aquellos días junto
a Old Sarah, o con Nísia Floresta tiempo atrás, lo cierto es que
una tarde inspiró profundo y sus pulmones se colmaron de aires
nuevos; poco tiempo había transcurrido desde que se había logrado
el derecho de la mujer casada a administrar sus bienes y que se le
permitiese ser educadora; de este modo, entrenándose en el hábito
de reclamar, adquirieron el de pelear por sus derechos. Noronha la
esperaba en el Bavaria conversando con uno de sus músicos. Juana
no lo interrumpió, sólo se sentó a su lado y sonrió a Mar-tine, que
puso entre sus manos una taza de cocoa con canela.

Las dos mil personas que asistieron al concierto aplau-dieron


a rabiar. Desde la primera fila, Juana Paula aplaudió con tal vehe-
mencia que la sala comenzó a darle vueltas alrededor; se desplomó
en el asiento y se abanicó satisfecha. Al terminar de ejecutar los
Diez Minués opus 41, compuestos por Luigi Boccherini en homenaje
a la condesa de Benavente, la expresión de Noronha no era menos
feliz ni menor el aturdimiento. Alguien le arrojó un clavel blanco
que él tomó del piso y luego de acercarlo a sus labios lo arrojó a su
esposa. La gente aplaudió a viva voz hasta que el pequeño telón
de terciopelo ya no se abrió. Juana Paula corrió a la trastienda y
se abrazó a Noronha, que la besó una y otra vez. Von Eichtal se
les sumó a los abrazos.

129
—Vamos ahora... —dijo el alemán entregándole a cada uno
su abrigo.
Entre risas y bromas caminaron una vez más las seis callecitas
que los separaban del Bavaria. Varios de los músicos y parte del
público los siguieron. Entraron en el salón y ocuparon una mesa
cerca del viejo piano. La mujer enorme acudió al llamado de Von
Eichtal, que, ni bien la tuvo cerca, metió un puñado de monedas
en su bolsillo.
—Martine, querida, debes atendernos muy especialmente esta
noche: el concierto ha sido un éxito.
—No pensé que concurriera tanta gente a la gala... —mur-
muró Noronha.
—Gala que sin duda aún no ha terminado... —dijo el alemán
tomando de la mano a Juana Paula y llevándola hacia el piano—.
A continuación, la señora de Noronha nos brindará un concierto
algo más íntimo, por cierto.
Sin hacerse rogar y con gesto divertido, comenzó con unos
airecitos sureños, siguió con Mozart y culminó con el Vals Nº 18 de
Chopin. Cuando los aplausos estallaron en el saloncito, Martine se
acercó a la mesa de Von Eichtal, al pie del vaso del alemán apiló el
montoncito de monedas que éste le había dejado en el bolsillo del
delantal; dejó unos porroncitos con cerveza, pan de centeno y paté
de ciervo; y frente a Juana Paula un plato con jamoncito, queso y
pancitos de hojaldre. Sonrió y volvió tras el mostrador. El alemán
sonrió y ofreció un brindis por las mujeres.
Tan exitosa fue la velada, en reconocimiento y en dinero, que
Noronha decidió dar otro concierto por su cuenta. Alquiló un salón
y una orquesta; se repartieron cien entradas de honor pero apenas
diez fueron vendidas. Y a no ser por esos cien invitados de honor
la sala hubiese estado vacía.
Años después, la misma Juana Paula recordaba los avatares
de ese día escribiendo: “El día señalado para el concierto llegó, hú-
medo y lluvioso. Pasadas las ocho, el público empezó a llamar para
el concierto. Nadie aparecía. Algunos segundos más y Noronha,
más pálido que de costumbre, acompañado por el individuo que
nos sirvió de agente, dijo a los espectadores que vista la escasez de
fondos que daba la entrada, los músicos rehu-saban acompañarlo.
Pidió disculpas al público y se ofreció a ejecutar algunas piezas solo.
El público aprobó con un aplauso y Noronha, presentándome la
mano, me dijo: ‘Ven; acompáñame’. Sin comprender lo que él me
decía, le di la mano y guiada sólo por el cariño que le profesaba, subí

130
al tablado donde estaba el piano, en medio de aplausos. Pasábame
en mi interior algo tan extraño, de tan profundamente amargo,
que no puedo descifrarlo. Sin preparación alguna, en medio de
aquella crisis tan horrorosa para nosotros, en medio de un mundo
extranjero y sin suficientes conocimientos musicales, yo no sé lo
que hacía ni lo que tocaba. Y para colmo de conflicto, Noronha, a
pesar de su delicadeza natural, irritado como estaba, me decía mil
palabras fuertes que hicieron bañar mis ojos. Pero yo lo perdono
porque estaba exasperado con la vileza de los músicos y después
de eso yo era el único ser con quien él podía desahogar su disgusto
y yo sé que la vida de la mujer es toda abnegación y sacrificio”.

Abnegación y sacrificio. Esas viejas palabras que tanto había


oído de boca de doña Teodora y su abuela Gloria volvían una y otra
vez a su pensamiento, a sus escritos, a su cotidianidad. Esa noche
de fracaso, el conserje del hotel les pidió que se retiraran pues no
podían seguir pagando.
Regresaron entonces a Filadelfia. A los pocos días intentaron
un nuevo concierto que también fracasó. Juana Paula, entonces,
volvió a conversar con míster Fiot:
—Por favor, míster Fiot. Hemos probado todo por nuestra
cuenta, pero este país es difícil...
—Sí, señora, es difícil.
—Usted sabe que Francisco es un excelente músico...
—No se trata de ser bueno o no serlo, señora. Como usted bien
dice, las cosas no son fáciles y mucho menos para los extranjeros.
—La música es universal, señor Fiot. Quién puede resistirse
a Paganini, a Albinoni, a Vivaldi o Mozart.
Míster Fiot se alejó un poco de la ventana, había estado
observando con atención el juego de sus hijos en el jardín. Se acercó
al escritorio y buscó lentamente en las páginas del diario.
—He visto por aquí un aviso.... —decía buscando con la lenti-
tud de quien no está a gusto con sus lentes. Los subía, los bajaba, se
los quitaba y los volvía a colocar. Daba vuelta una página y alejaba
el cuerpo como si la distancia le resultase imprescindible. Y volvía
a comenzar. Mientras tanto, Juana hojeaba lo que Fiot rechazaba
por ya leído.
—¿Le ayudo, míster Fiot?
No respondió, sólo se quitó los lentes y se restregó los ojos
un buen rato, luego volvió a comenzar. Abrió otro diario, volteó

131
lentamente sus hojas, se quitó los lentes, los volvió a colocar, los
bajó, los subió.
—Por favor, no se vaya —se disculpó y salió de la oficina.
Juana Paula aprovechó una vez más de todo aquel bagaje
cultural de los periódicos y recordó los comentarios de Von Ei-
chtal. Quizá por intuición o porque había comenzado a vivirlo al
ser proscrito su padre y obligado al exilio, ella consideraba que
aquello de la esfera doméstica era apenas la mitad de la tarea
de una mujer y, sin embargo, puede que, como tantas otras a lo
largo de la historia, hubiese preferido no verse obligada a tomar
esas atribuciones consideradas exclusivas de los hombres, puede
que mucho menos quisiera caminar sobre sus propios pasos, pero
Juana Paula Manso no tuvo otra alternativa. Nunca pudo elegir.
Tuvo que trabajar y, pese a la lucha por ganar espacios, no sólo a la
lucha sino a las peleas que debió dar, tuvo que someterse siempre
a los tiempos del hombre.

132
¡Si los hombres pudiesen comprender todas las mortifi-caciones
y las profundas amarguras que despedazan el corazón de la mujer!
¡El único porvenir que le dejaron y la única esperanza de su vida
entera es el amor! Por eso el casamiento es para ella el fin de su exis-
tencia. ¿Y qué es lo que encuentra ella casi siempre? La decepción.
O una tiranía insoportable o el abandono más completo.
¿Y por qué ella encuentra eso?
Porque el casamiento para la mayor parte de los hombres es
el único medio de satisfacer un deseo, un capricho o simplemente
cambiar de estado.
O asegurar su fortuna.
Y porque el hombre dice: “Mi mujer” con el mismo tono de voz
con que dice “mi caballo”, “mis botas”, etcétera.
¡Y ya se sabe que al caballo, la mujer y las botas, siendo cosas
de su uso, él se encuentra dispensado de dedicarles todo tipo de
atención!
Se deja a la mujer en la ignorancia más profunda, ¡y después
aseveran que ella no tiene el suficiente juicio para conducirse por
sí misma!
¡Destinada expresamente a ser víctima de todos los precon-
ceptos y vulgaridades de la estupidez!
Todo lo que hace está mal; si mira, si habla, si se ríe. ¿Y por
qué?, preguntamos nosotras.
¡Nadie nos dará la razón de este absurdo!
Sí, porque es (parte de) la modestia... ¿y qué más?
¿Una señora sólo puede ser modesta si mira para el suelo o
contesta con monosílabos?
¿Por ventura, la virtud se asemeja al automatismo?
Es en las clases pobres de la sociedad donde más funesto re-
sultado se observa del embrutecimiento de la mujer.
Todas las carreras industriales le están vedadas.
Por eso, sólo en la condición de sierva puede encontrar el pe-

133
dazo de pan que haya de mitigarle el hambre.
Repárese qué error de nuestras “Américas”; en Europa y Es-
tados Unidos, la mujer puede ejercer casi todas las profesiones que
entre nosotros la preocupación les niega.
¿Cómo? ¿La mujer puede tener otra influencia que no sea sobre
las ollas? ¿Otra misión además de la de las costuras, otro porvenir
que no sea el rol de la ropa sucia?
¿De verdad? Pues, escúcheme. ¿Y la educación de sus hijos?
La mujer puede verter sobre las heridas que el contacto del
mundo y la experiencia de vida abren en el corazón del hombre
palabras suaves como el aroma de las flores y de inmenso consuelo.
¡Ah! No sabés lo que te perdés, vos que condenaste a la mujer
al materialismo, vos que cambiaste la amistad de tu compañera
por el brutal goce del despilfarro...

Juana Paula Manso

134
CAPÍTULO 13
¡Decís siempre que la mujer es vanidosa, voluble, falsa,
ama los trapos, los brillantes y que no hay que pensar
en casarse porque es la ruina del hombre!
Y vosotros, ricos, ¿por qué no las educáis ilustrada,
en vez de criarla para el goce brutal?
Y vosotros, pobres, ¿por qué le cerráis torpemente
la vereda de la industria y del trabajo, y la colocáis
entre la alternativa de la prostitución o la miseria?
JUANA PAULA MANSO

“Cómo no querer cortar las cadenas”, le había dicho Old Sa-


rah una mañana mientras caminaban codo a codo en el mercado,
comparando el precio de unos panes y la leche para Eulalia. Pudo
ver que allí llegaban las campesinas, aún de noche, con sus tarros de
leche; sentadas en el suelo exponían frutas sobre su regazo; o los
ovillos de lana hilada por la noche en sus husos; o sus pas-teles
de manzana; estaban envueltas desde la cabeza en sus pa-ñoletas
oscuras o con sus escotes amplios dejando ver sus senos genero-
sos las más osadas. Aunque no todas trabajaban en el mercado:
algunas de aquellas que creían pelear por sus derechos simplemente
estaban siendo obligadas a la lucha, desde los talleres, sumidas ya
por horas entre las máquinas. Las mujeres habían comenzado a
ser consideradas mano de obra, por lo tanto les quedó apenas un
paso, inevitable, hasta su participación en las esferas públicas. No
hubo otra alternativa. No la hay. Cómo elegir. Muy pocas pudieron
hacerlo en la Santa María de los Buenos Aires y en tantas otras ciuda-
des del mundo. No todas podían hacerlo, no eran tiempos de pensar
demasiado, mucho menos en coqueterías; apenas si eran tiempos
de lucha y reivindicación.
Todo esto pensaba Juana Paula mientras daba vuelta las

135
páginas de los tantos diarios que almacenaba míster Fiot y seguía
esperándole.
—Disculpe, señora, por favor. Se me había traspapelado este
aviso que tan bien nos vendrá. Diga a su esposo, por favor, que sepa
comprender, que no puedo hacer más. Hace falta un violín en la
orquesta de un teatro en Nueva York, tengo allá un amigo que lo
ayudará con el puesto.
Fiot le entregó el aviso y escribió una carta de recomendación
para Noronha. Juana Paula le agradeció la delicadeza, pidió uno de
esos diarios viejos donde había un editorial de L’Union Ouvrière,
de Flora Tristán, publicado en París en 1843.
La euforia que Juana Paula irradiaba en momentos como aquél
solía ser definitiva en el fluctuante humor de su marido. No era
la primera vez que iba a suceder. La alegría de Juana Paula, esa
alegría espontánea y simple que nace de sólo gozar del andar por la
vida viviendo pese a cualquier adversidad, provocaba en Noronha
un pésimo humor. Pésimas reacciones. Pésimas palabras. Pésimas
actitudes y consecuencias.
Juana Paula le entregó la carta y el aviso que le había dado
míster Fiot, y luego de haberla regañado por hablar con Fiot sin
su consentimiento, Noronha rechazó sin mayores explicaciones la
propuesta de volver a Nueva York por un trabajo tan inferior a sus
capacidades artísticas. Además, dijo haber conseguido un pequeño
concierto en casa de una familia española, amigos de Von Eichtal,
quien, por otra parte, le había conseguido unas actuaciones en
Washington; y le aclaró que se iría solo esta vez. Juana Paula no
pudo refutar el argumento de su marido. No quiso, en realidad.
Demasiado interesante estaba el artículo escrito por Flora Tristán
que había rescatado en lo de Fiot, como para demorar ahora su
lectura.
Old Sarah se mantenía en silencio echando trocitos de pan en
su plato de sopa. Juana Paula dio de comer a la niña y la acostó.
Tampoco hizo comentario alguno cuando Noronha le mezquinó la
frente que intentó besar. Tomó la carpeta de Von Eichtal, pegó el
editorial de Flora Tristán y se acostó a leer. Old Sarah se acercó a
subir la luz de la lámpara y la observó en silencio.
—Es sólo que no quise contradecirlo. Bastante mal está como
para añadirle otra gota de amargura...
—Yo no sé...
—Me asusta que vaya solo a Washington...
—Yo no sé...

136
—Me asusta quedarme sola...
—Yo no sé... Todos los potreros son iguales, mi señora. Además
estamos la niña y yo...
—Y qué es lo que querés saber...
—Yo no sé... algo más anda pensando, creo.
Y era verdad. Nada era tan distinto de lo ya visto, en realidad.
A lo vivido por ella o por tantas otras mujeres como ella. Qué más
podría ver en Washington que no hubiera visto en cualquiera de los
salones a los que había asistido con su familia en la Santa María de
los Buenos Aires, o en Montevideo, o en el Janeyro. Habían vuelto
al hotel de Mrs. Moore y deberían irse pronto de nuevo. Old Sarah
seguía ocupando el altillo y observando cómo Juana Paula conti-
nuaba leyendo hasta muy tarde con la lámpara encendida, hasta
que Noronha regresaba. “Todos los potreros son iguales”, repetía la
negra una y otra vez. Y, pese a que Juana Paula no comprendía del
todo el sentido, percibía que algo de cierto escondían las palabras de
Old Sarah. Por ejemplo, ese pendón rojo meciéndose afuera y que-
brando la quietud de los alrededores, a ése o a algún otro similar lo
había visto demasiadas veces en la Buenos Aires de Rosas. También
otras cosas le resultaban familiares, como las buganvillas o Santa
Rita y las rosas blancas o los botones morados que estallarían en
poco tiempo, aunque por esos días las matas eran apenas palos,
sin hojas ni flores, cubiertos de nieve meciéndose a causa de una
brisa leve, igual a tantas otras que soplaban en cualquier sitio del
mundo. Filadelfia, en este caso, en diciembre de 1846.
La nevada no había cesado durante la noche, tampoco durante
la tertulia en lo de los Toledo, y si bien desde el piano no veía el
empedrado ni las escaleras de los portales cubiertas de nieve, la
memoria de sus pies no olvidaba y la obligaba a mover los dedos
dentro de las botas. Las manos descerrajaban una escala en do
mayor, desentumecidos ya los nudillos por efectos del crepitar de
los leños en el hogar. Tchaikovsky era siempre un buen recurso
para efectuar un intenso calentamiento de manos. No, a no ser
por el frío de los pies, nada parecía distinto: los acordes del piano
y el golpeteo silencioso de los dedos de los invitados en las piernas
cruzadas o los brazos, al son de la música. Iguales sonaban el piano,
los acordes, los tonos y hasta el cansancio eran idénticas las escalas,
los arpegios y la espalda del hombre que apoyaba el mentón sobre
la superficie del violín, sin ver casi nada, pese a que, atentos a la
música, sus ojos curioseaban alternativamente desde los párpados
entrece-rrados de su pequeña hija, en brazos de Old Sarah, hasta

137
las plumas esmeralda del abanico detrás del cual la menor de los
Toledo ocultaba su cara. Y tampoco en este caso, como sucedía en
tantos otros conciertos, la muchacha elegida por los ojos arteros del
violinista podía impedir el vértigo y el rubor que le producía aquella
melodía en conjunción con la mirada del hombre. Sí. Aquella tarde,
todo transcurría dentro de lo habitual, especialmente cotidiano en
el pequeño universo por el que Juana Paula Manso de Noronha
deambulaba desde hacía tiempo.
Aquél era el último concierto de la temporada en Filadelfia.
No más contratos.
De regreso a la posada, la niña se arrebujaba aún en los bra-
zos de la nana. Francisco fumaba su pipa sentado en el barandal y
tamborileaba sus dedos al son de una música que sólo él escuchaba.
Juana Paula había desparramado ropa y objetos sobre la cama.
Reservó unos pocos petates en su maletín que lustró con dedicación
por largo rato, hasta lograr un castaño claro brillante en el cuero.
Miró una y otra vez de bien cerquita la superficie lustrosa como
si pudiese reflejarse en aquel maletín que la acompañaba desde la
Santa María, allá por el año 40, cuando su primer exilio. O, para
no hablar de exilio, como le había pedido una vez Nísia Floresta,
cuando había emprendido la travesía, allá por los años 40, rondando
Juana Paula sus veinte. Hacía días que sus ojos se veían opacos,
aunque, según la nana, no eran tan sin brillo los ojos como la mi-
rada a causa quizás, había dicho, de la falta de calor. Juana Paula
se quitó la bufanda del cuello, la dobló en cuatro y la dejó encima
de lo demás. Debían pagar el hotel. Cuando la puerta se abrió, una
brisa helada penetró en el cuarto y unas hojas de papel cayeron de
la mesa al suelo.
Eran Mrs. Moore y Francisco por detrás. Juana Paula seguía
poniendo en orden ropa y objetos sobre la cama. Mientras se ajus-
taba el cordón de la bata, Mrs. Moore arrojó hacia fuera el cigarro
con el pie y, sin levantar la pierna, apenas inclinando la cabeza,
sopló una ceniza adherida a su pantufla. El violinista cerró la
puerta, pero la ventisca ya se había alojado dentro del cuarto frío.
El enhiesto semblante de la mujer se mantuvo impávido ante la
ropa cuidadosamente doblada. Ni una sonrisa, tampoco un gesto
reprobatorio; tomó la bufanda, la acercó a su cara, hundió la nariz
y cerró los ojos conteniendo la respiración.
Mrs. Moore abrió los ojos y se acercó a la niña dormida. La
niña sólo inquietó el globo de sus ojos bajo los párpados, temerosa
por una pesadilla; sin embargo, entreabrió la boca en una sonrisa y

138
dejó asomar apenas la lengua, se llevó el puño a la boca y comenzó
a mamar. La mujer sonrió y le cubrió la cabeza con la bufanda. Era
la primera sonrisa que Juana Paula y Francisco habían visto en
esa mujer. Breve sonrisa que se esfumó ni bien alzó la vista hacia
Juana Paula. Se quitó el mechón rubio de la frente y cruzó las so-
lapas de la bata sobre los abundantes pechos blanquecinos, gesto
que había repetido varias veces ya, y luego, inclinándose sobre la
cama, tomó la ropa y algunos enseres. Francisco tomó el resto de
las cosas y sonrió mientras abría la puerta a la dueña del hotel, que
atesoraba contra su pecho las pocas pertenencias de los Noronha
como pago del cuarto. Él se excusó en voz baja con Juana Paula y
caminó detrás de Mrs. Moore.
—Que yo sea servil es moneda corriente, mi señora, pero los
músicos no deberían serlo con esas ladies que les arriendan los
cuartos... —dijo la negra entregando la bufanda de Eulalia a Juana
Paula— y todo para meterla a usted en una pocilga. A mi señora...
—No soy tu señora ni tu ama, eso habíamos convenido...
La negra metió la mano en el bolsillo y le mostró un fajo de
billetes.
—Podemos ir a un mejor lugar mientras él no está, o irnos
más lejos, si usted quiere...
—¡Qué me estás proponiendo, mujer!
—Que vayamos a un sitio más acorde con usted y la ni-ña.
Son mis ahorros, he trabajado y puedo gastarlo en lo que quiera.
—Gracias, pero por ahora haré lo que acordamos con Francis-
co. Luego quizá debamos irnos lejos y el dinero se necesitará para
otro viaje... Cuba, por ejemplo.
—¿No quiere la bufanda, mi señora? Va a enfermarse si no la
lleva... Siempre es frío en alta mar, yo le daré calor a la niña.
Juana Paula tomó la bufanda y sonrió.
—Los músicos no deberían ser lacayunos, señora.
—Pero cómo hacérselo entender si no hay con qué pagar.
—Ya hemos pagado, y muy bien.
—Pero él cree que aún se debe más... ¿Pusiste tu capa al fin?
—¿Y para qué habrían de quererlo en Cuba?
—¿Decís que no se usan capas en Cuba?
—No digo de la capa, digo de músicos, mi señora; digo que
músicos son los que sobran allá...
—¿Y maridos...? —acotó Juana Paula.
Las dos rieron con ganas, hacía días que no reían; Eulalia
despertó enseguida como si sólo el escuchar las risas le provocase

139
deseos de sumárseles. Un último rayo de sol se abrió paso entre
las nubes y la negra empujó a Juana Paula obligándola a ponerse
de cara al sol.
—Así, como un gato por ahora; pero cuando lleguemos a la
isla, el sol será todo nuestro, para mi señora y la niña... y no habrá
de ser un sol así de tibio sino uno bien caliente, todo es caliente
en Cuba, siempre.
—¿Cómo en Cap-May?
Old Sarah lanzó una carcajada que avivó el pequeño fuego
del brasero.
—Será mejor no ilusionarnos por ahora con Cuba, Old Sarah,
tal vez en Washington lo reciban con aplausos...

140
Los baños de Cap-May
(Del álbum de señoritas, 22 de enero 1854)
A la entrada del río Delaware, en lo que se llama los cabos del
río, está el Cabo de Mayo, donde el espíritu de especulación de los
Americanos ha levantado una ciudad de hoteles, con raras cabañas
(cottages) esparcidas en las cercanías, rodeadas de su competente
jardín a la inglesa.
No hay en Cap-May una sola casa particular, o para mejor
decir las casas particulares se transforman en hoteles, que la moda
torna en verdaderas torres de Babel durante las seis semanas consa-
gradas a los baños. En todas las estaciones hay una manía favorita
de la sociedad de la Unión. En la primavera, son las excursiones
por los ríos. En el verano, los baños de New-Port, de Cap-May,
las aguas de Saratoga, los paseos al Niágara... En el otoño, es la
fuerza de los picnics o romerías a las aldeas vecinas, con músicas
y buenos fiambres. En invierno, los Sleighs, trineos, y los patines.
El Americano es avaro de ganar para gastarlo. Sin ser desper-
diciadas, ellos disponen sus horas de modo que las horas de reposo
en los días de la semana son dedicadas al paseo, a los teatros, a los
placeres en fin, porque no creemos que haya una sociedad mejor
equilibrada, ni donde la condición material del pueblo y de los
pobres sea mejor. Cap-May tiene hoteles y Boardings, hospederías
particulares, de todos los precios. Sin embargo, esas casas se divi-
den en clases.
Mention House, Congress Hall y Atlantic Hotel eran en 1846
los centros de la moda. La primera de estas casas, Mention House,
era el asilo de los viajeros de la alta aristocracia. Congress Hall era
la posada exclusiva de los cuáqueros y el hotel del Atlántico era
de todos el menos fashionable. Nosotros nos alojamos en Mention
House. Después de los grandes hoteles hay las casas de Boardings,
las de primera clase, donde hay una atmósfera de buen tono y de
lujo confort y de hidalguía, que realmente es muy agradable. Des-

141
pués hay otras casas término medio, y en fin hay los albergues de
artesanos, enteramente sans façons, pero que conservan aquella
educación y compostura que hacen una parte integrante del modo
de vivir y de ser de los hombres de aquel país. Todo cuanto se nos
había dicho al respec-to de los hoteles en los Estados Unidos, nos
parecía exagerado.
El vapor Ohio salía de Filadelfia con destino a Cap-May, lo
aprovechamos y partimos en él. Habían anunciado los pasajes a
half dollar (medio patacón), incluyendo los carros que esperan en
el muelle de la ciudad del cabo, para conducir los pasajeros a los
respectivos hoteles a que vienen destinados, al paso que acomodan
también los baúles, según los letreros que traen. Una persona co-
nocida nos dijo “ya verán ustedes a la vuelta lo que van a hacer
los yankees”.
La concurrencia a Cap-May era excesiva ese año. Mention
House era, de los grandes hoteles, el que menos concurrencia tenía.
Congress Hall y Atlantic Hotel estaban apiñados de pasajeros. La
primera obligación es de bañador, así es que se llega, pasada una
buena hora de su arribo, y a tomar baño para ostentar sus atavíos
de la época.
Los hombres con sus botas de goma elástica, pantalón y camisa
de bayeta, el sombrero de hule y una faja de salvavidas en la cintura.
A toda hora los carros de conducción están listos, a pesar de
la corta distancia hasta la playa, donde hay numerosas casillas de
madera y tiendas de lona, para desnudarse con comodidad.
La vida de los baños es bastante alegre. El movimiento con-
tinuo, la diversidad de viajeros, las diversiones todas, distraen el
ánimo más preocupado y melancólico, hablo por experiencia; la
nostalgia crónica de que padecen los artistas que pasan la mitad
de su vida a recordar lo pasado y la otra mitad a buscar un algo
indescifrable a través de regiones lejanas de mares desconocidos,
sin encontrar jamás esa visión misteriosa de su pensamiento.
Las cinco semanas pasadas en Cap-May corrieron de prisa. A
las seis de la mañana las campanas de los hoteles tocan un verda-
dero arrebato para recordar a los bañadores matu-tinos.
A las 7 el almuerzo está en la mesa.
Mesas monstruosas de cien cubiertos y de las cuales hay a veces
tres, cuatro, seis y ocho, diez conforme el número de viajeros. La le-
che circula allí en abundancia y todas las golosinas de un almuerzo
americano que se reducen a los Poney Cakes, Bokooi Cakes, Mooljs.
A las 9 ya hay periódicos de Nueva York y Filadelfia, a las

142
diez se forman las partidas de bolas.
Hay al efecto un galpón para las señoras y otro para los hom-
bres. Al principio la mala semilla de mis preocupaciones españolas
se oponía a que tomase parte en aquel juego, pero el ejemplo me
arrastró porque ya principiaba a despojarme de todas esas ideas
falsas bebidas en la fuente de la ignorancia. Jugué tanto y tan bien
que me hice remarcable entre mis compañeras de los baños, que me
daban siempre la preferencia del primer lugar.
A las once, había otra data de bañadores. A medio día cada
cual se recogía a su cuarto y empezaban a circular las bandejas de
los launchs (como nosotros llamamos a “las onces”).
A las dos y media se reunía la sociedad en el Parlor Ladies
(salón de las damas). Ya se sabe, ni la vida del campo exceptuaba a
las señoras del rigor de la etiqueta. La mayor parte de los hombres
vestían de negro, y era raro el vestido de muselina que infringía el
lujo de los toilettes de las señoras. Una multitud de criados, todos
de pantalón negro y chaqueta blanca, con sus albísimos delantales,
servían en derredor de las mesas, con su jefe a la cabeza, que es el
que preside con una campanilla en la mano a todas las evoluciones.
Durante la estación de baños vienen bandas de música que
recorren los hoteles y se estacionan en los corredores, a la hora de
comer. Unas veces rompen a servirse la sopa, en otras al primer
toast de los postres. Esa música da un tipo particular de fiesta.
Parece una reunión de amigos, porque la confrater-nidad se esta-
blece ligero en los baños, es verdad que el día de la separación al
pronunciarse la palabra Adiós, se ha leído la última página del
romance de esas amistades transitorias que raras veces echan raíces
en aquel país. La tarde es la hora del paseo a pie y en carruaje, la
playa de Cap-May presenta el más bonito golpe de vista posible. Se
reúnen allí más de seis u ocho mil personas, unos bañándose, otros
paseándose en carruaje.
A las seis campanas llaman al té, y después del té, las diver-
siones varían. Hay lo que llaman Hops o bailes improvisados, los
conciertos, los fuegos de artificio y otras veces en que nada de eso se
proporciona, la sociedad se reúne en la sala principal, se conversa,
se canta, se toca el piano, en fin se pasa la noche agradablemente.
Durante la comida recorren las mesas toda casta de suscripciones.
Para los botes salvavida, para los bailes, para los fuegos ar-
tificiales. Escasas son las comodidades de los cuartos ofrecidos a
los viajeros, asimismo al propietario es preciso que gane en seis
semanas lo que debería ganar en un año, por eso se pagan once

143
fuertes por cada persona por semana sin contar el consumo de los
vinos o refrescos.

Juana Paula Manso

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CAPÍTULO 14
26 de junio de 1846, hoy cumplo 27 años, hija,
sólo tú, que empiezas a tener vida en mis entrañas, y mis memorias
son mis compañeras inseparables...
JUANA PAULA MANSO

Un golpe la interrumpió, abrió la puerta y cerró su diario...


El viejo conserje le entregó la carta con desdén.
—No se olvide, señora, de que aún me deben el arriendo del
cuarto.
—No me olvido, míster Loked.
—¿Su esposo no vuelve aún de Washington...?
—Quizás en una semana...
—Vendrá con dinero seguro porque tanto que se escriben...
Aunque suavemente Juana Paula le cerró la puerta en la cara,
mientras leía la carta escuchaba las pantuflas de Loked que se
deslizaban pesadamente por el corredor y, pesadamente, bajaron
los veinte escalones, volvieron a arrastrarse por el descansillo, los
treinta escalones restantes que lo separaban de la mecedora y aún
por detrás del mostrador, donde se desplomó luego de empujar al
gato dormido. Loked empinó un trago de licor, se sonó la nariz,
apoyó la cabeza en el respaldar y cerró los ojos. El gato metió la
pata bajo el mostrador y se alejó dando manotazos a la cucaracha
que corría hacia la escalera.
Pese al gran talento de Noronha, los conciertos fracasaron;
nada que no fuese europeo o sus pares conmocionaba a ese público
de los americanos del norte, y no obstante las distancias que No-
ronha acostumbraba a imponer entre su esposa y él, Juana Paula
recibía sus cartas casi todos los días. Terminó de leer la que acababa
de llegar y continuó escribiendo a su marido: “¡Qué admiración

145
causa entre las gentes de la casa la diaria correspondencia nuestra!
En estos países donde nada que tenga relación con el sentimiento
se comprende, donde la palabra ‘sacrificio’ ni siquiera existe...”.
Old Sarah entró como una tromba. Juana no interrumpió
esta vez la escritura: “es cosa indescifrable cómo dos individuos
cuyos corazones están unidos por los lazos del cariño se pueden
corresponder a costa del gasto de 14 centavos diarios... ¡Qué amor
tan caro!”.
—Mire la señora tanto que me han dado...
Juana seguía atenta al papel y a sus pensamientos.
—Seis panes de sal, dos de miel y tres de maíz... mantequilla
y cocoa... miel y tocineta, y dos huevos.
—¡De dónde sacaste eso mujer...!
—Menos averigua Dios...
—No blasfemes,... negra bandida. Dónde conseguiste esto...
aunque mejor no digas nada, sólo ve por agua...
—Ese hombre ya está borracho, mejor pido en la cantina...
mientras tanto podría avivar el fuego del brasero y poner la mesa.
Comeremos como dos señoras...
Juana Paula atizó el fuego, agregó unas mazorcas secas que
Old Sarah había conseguido en el mercado y agujetas de pino. Puso
mantel, dos platos, tazas y cubiertos. Volvió a sentarse junto al
fuego y continuó con la escritura: “...y nunca olvides esto, hijita; si
eres pobre, para recordar que lo fuiste desde la cuna; si llegas a ser
rica, para que trayendo a la memoria los sufrimientos de tu madre
tengas lástima de los infelices y sacrifiques tus lujos a la caridad
del pobre no envileciéndote los pasajeros bienes de la fortuna...”.
Old Sarah empujó la puerta con los pies, en una mano traía
una jarra con agua y en la otra una con leche.
—Prepare la leche que yo cocino los huevos... —dijo poniendo
la sartén al fuego.
Rápidamente el cuarto se llenó de aromas. El tocino se derre-
tía mientras chisporroteaban en el fuego las gotitas de grasa. Una
vez crocante el tocino, echó mantequilla, los huevos y un chorrito
de leche.
—No veo los platos...
—Acá tienes, mujer, qué ansiosa estás...
—¿Acaso usted no? ¿Y las flores?
—¿Cuáles flores? —preguntó Juana Paula.
—Las de colores... —dijo la negra sacando un ramo de una
bolsa.

146
—Pero de dónde las sacaste... Me asustas a veces.
—Sólo regaños, y más regaños, y ni siquiera un beso.
—Es verdad, gracias Old Sarah... —dijo Juana Paula dándole
un abrazo—, pero y todo esto por qué...
—¿Acaso mi señora no cumple años hoy?
Juana Paula mezcló una vez más la cocoa y agregó miel... Con
la mirada baja y los ojos llorosos la abrazó una vez más.
—Vamos, que todo se enfría...
Corrieron la mesa más cerca del fogón. Comieron pan y bebie-
ron cocoa como dos niñas riendo y comentando tonterías.
—¿No me dirás entonces cómo conseguiste todo esto?
—Trabajando.
—¿Trabajando?
—Fui al mercado, a la vieja Tomasa le limpié los barriles de
granos y le cosí unos agujeros en el toldo a cambio de la cocoa, la
mantequilla y los huevos. Luego a Donna, que vende las flores, le
corté el pelo a cambio del ramo de mimosas —dijo la negra mientras
se llevaba a la boca el último trozo de tocino.
—¿Y los panes?
La Negra bajó la mirada y riendo le ofreció un trozo de pan
con mantequilla y miel.
—Don Florián... —dijo sin alzar los ojos.
—Acaso te ofreciste amasar por él...
—Durante dos semanas...
Old Sarah retiró los platos, las tazas y limpió la mesa...
—Ahora le toca trabajar a mi señora, aunque con las costuras
también la puedo ayudar... —dijo desparramando sobre la mesa
unos cortes de franeleta y ovillos de lana—. ...Esa pobre niña no
tiene mucho qué ponerse igual que la madre... —acotó atizando
el fuego.
Old Sarah se dedicaba a consentir a Eulalia con la tranquilidad
de la presencia de sus padres, situación que no se daba con otros
niños que había tenido a su cargo.

Noronha regresó de Washington con unos pocos pesos, muy


pocos en realidad, pero Von Eichtal les había organizado en la
Sociedad Alemana de Beneficencia una actuación donde ofre-
cerían la ópera Cristóbal Colón, compuesta por ambos esposos.
El concierto se dio, aunque tampoco les trajo ganancias. Ante la
gravedad económica y la decepción, en octubre, embarcarían en el

147
buque mercante Elizabeth poniendo feliz rumbo a La Habana. La
alegría de las mujeres era infinita. Cuba era la misma lengua, el sol
sin atenuantes y las gentes alegres, la danza, las costas de arena,
piedra y coral. El mar.
Qué mejor que el mar como futuro, tanto lo habían disfrutado
en Cap-May, durante uno de los pocos momentos de bonanza en ese
país, pero ese dinero también había durado poco. Por esos días en
Cap-May. No eran pocas las mujeres que habían observado de lado
y con recelo a la curiosa partenaire del eximio violinista portugués
que amenizaba las plácidas tertulias veraniegas. Mujer extraña y de
pelo liso igual al de las mujeres indias, comentaban, aunque dócil
y fragante como el de las damas blancas y españolas. Juana Paula
evitaba los ojos celeste desvaído de las mujeres de Cap-May. Bajo
las enra-madas la brisa mecía suavemente el lazo sujeto al pelo y
el sol que atravesaba el encaje de los sombreros ponía brillo en las
miradas sin color. No obstante, muchas de esas mujeres eran fuertes
y sabían por qué luchar. Exactamente eso comentaban Juana Paula
y Old Sarah al momento de embarcarse en el Elizabeth.
—La esposa de John Adams... —advirtió Juana Paula a Old
Sarah.
—… segundo presidente de los Estados Unidos... —acotó la
negra mientras ayudaba a Juana Paula, en la escalerilla de madera.
—… el que participó en la redacción de la Declaración de la
Independencia, y su mujer Abigail Adams, en carta dirigida a él en
uno de sus viajes, escribió: “No puedo decir que te considere harto
generoso con las damas, querido John, pues mientras proclamas la
paz y la buena voluntad entre los hombres y emancipas los pueblos,
insistes en retener un poder absoluto sobre las esposas... Estamos
decididas a fomentar una rebelión y no nos someteremos a ninguna
ley en la cual no tengamos voz o representación”.
—¿Y él? —preguntó Old Sarah dando la vuelta hacia un apa-
rejo que cargaba un piano que se bamboleaba como una mosca por
encima de sus cabezas.
—Sólo respondió que eran tonterías… tonterías sin funda-
mento que pregonaban su mujer y otras tantas por esos tiempos...
—¿Y cómo dijo que se llamaba la señora? —volvió a preguntar
la negra observando esta vez a su amo Noronha que encendía un
cigarro mientras unos hombres ya quitaban la escalera y arrolla-
ban sogas y cadenas hasta el próximo em-barque.
—Abigail Adams... y murió en 1819, cuando yo acababa de
nacer... Imagina qué atrás nos hemos quedado las mujeres... —re-

148
flexionaba Juana Paula mientras el barco comenzaba muy lento el
trayecto—. ...Y hace ya diez años que una mujer en Río de Janeyro
hizo la traducción de un libro escrito por una inglesa por la reivin-
dicación de los derechos de la mujer y hace más de cinco que una
medio peruana medio francesa promovió en Francia la Unión Obre-
ra Internacional y a través de esa unión dio pie no sólo a la acción
organizada de los trabajadores sino que denunció la opresión de la
mujer en la sociedad y nosotras nos vamos quedando tan atrás…
—Por eso le digo.
—¿Qué?
—Nada, señora, nada digo. Sólo que a la niña se la ve con-
tenta con el viaje, y también a la señora, y que cuando estemos
en tierra firme y gozando ese solcito en La Habana, me gustaría
que me hable más y me enseñe de esas señoras... cómo dijo que se
llamaba la francesa...
—Flora Tristán...
—¿Y la del Janeyro...?
—Nísia Floresta...
—No habrá que olvidarlas, tampoco a Abigail Adams, ni a las
Grimke, ni a la Beecher Stowe...
—Son tantas… y Manuela Sáenz de la Gran Colombia...
—¿Manuela Sáenz?
—¿Nunca te hablé de ella...?
—Nunca.
—Ya ves, hay mucho que leer y compartir. Pero ahora quiero
descansar...
Old Sarah alzó los brazos y bostezó.
—Es verdad, el descanso y la pereza... otro derecho que debe-
mos adquirir y acumular fuerzas para emprender la próxima pelea.

A pocas horas de izadas las velas del Elizabeth se dieron


cuenta que andaban mal rumbeados. No obstante, la noche y el
mar inquieto impidieron retomar el camino correcto. Envueltas y
arrebujadas la una contra la otra, Juana Paula y Old Sarah dieron
calor a la niña y así se durmieron. Noronha probablemente cami-
nó durante la noche, puede que en cubierta o en alguna parte de
donde quiera que fuese les llegaba la música. Había amanecido ya
cuando la fuerza de un huracán no previsto hizo que se perdiera
el timón definitivamente. Así anduvieron tal vez dos o tres días y
pese al desorden y el barullo que había en el barco, permanecieron

149
casi todo el tiempo tapadas hasta la cabeza y adormiladas en un
rincón y con malestar.
Cuando volvió la calma, advirtieron que no estaban lejos de
la costa. Podían oír el mar contra las maderas y las voces de las
pequeñas embarcaciones que amarraban cerca de donde las pal-
meras se arqueaban hasta tocar la arena, también escuchaban la
embestida de las olas contra el malecón de piedra. Ni bien se pudo,
arribaron a un embarcadero y descendieron entre las ramas que
el huracán había arrancado y los restos de casuchas y techos de
paja destrozados. Atravesando pedregullo y ciénagas fueron inter-
nándose con los petates a la búsqueda de una población, pues no
habían desembocado en el puerto previsto. La atmósfera sobre el
horizonte indicaba que, aunque lejos, podrían encontrar otra orilla
y una vez más el mar, con lo que sí les quedaba claro que estaban
en la Isla de Cuba. Así marcharon mientras tanto junto a un riacho,
bordeando un farallón y un buen tramo entre los juncos con el agua
a la cintura. Luego, no hicieron sino subir lomas y lomas, y “esto
de subir lomas hermana hombres”, les había dicho Leyva el negro
que los guiaba. Sin detenerse casi, fueron trepando hasta llegar
a un monte de palmas viejas, mangos y naranjas, a la vera de un
campamento antiguo, tal vez una finca abandonada. Acamparon.
Trajeron hojas de yaguas y las tendieron por el suelo.
Leyva había macheteado montones de aquellas hojas para que
Juana Paula y Old Sarah durmieran con la niña. Armaron una
enramada con cuatro horquetas y ramas en colgadizo con más ya-
guas secas por encima. El viento se había aquietado hasta el punto
de recordar el huracán como si hubiese sido una pesadilla. Juana
Paula, Eulalia y Old Sarah durmieron arrulladas por el cansancio,
el silbido del centinela y el ronroneo de guijarros arrastrados por
un curso de agua.
No todos dormían, algunos conversaban. La noche no dejaba
dormir. Los grillos, las ranas, un pájaro nocturno, insectos rozando
las hojas con sus alas. El murmullo del canto de Leyva se dejó oír.
Otro hizo sonar el violín sacándole son y alma a la noche hasta el
amanecer. Juana Paula despertó y buscó a su alrededor. Old Sarah
no estaba y Eulalia dormía envuelta en su rebozo. Herminia, la hija
por nacer, le permitía aún a su madre moverse a sus anchas, sin
que Juana Paula supiera aún de su preñez. Despertaron a la vera
de un río en el que no habían reparado al llegar y que había crecido
durante la noche. Por eso las ranas y el tintinear de los guijarros por
el agua. Veían ambas a su alrededor sin saber qué era aquello que

150
se veía apenas como un sombreado en un horizonte no tan lejano.

Por esos días, Cuba aún era una colonia española en manos
de un régimen despótico y militar, aunque ya se auguraban aires
de liberación. Gobernaba aún don Leopoldo O’Donnell, duque de
Tetuán y Conde de Lucena, que había llegado a La Habana durante
el huracán de 1843 y sería destituido durante el huracán de 1847,
sustituyéndolo el conde de Valencia, apellidado Narváez y nacido
en Loja, luego de llevarse a cabo el Proceso de la Escalera a raíz
de la conspiración de un grupo de esclavos; el juicio de Plácido y
sus diez compañeros, nueve ejecuciones capitales en Alacranes,
cuatro en Cimarrones y un centenar de hombres azotados en los
ingenios azucareros de la Isla, más un tráfico negrero de mil bubis
de Guinea por cuya entrada se pagaron diecisiete pesos oro de im-
puesto clandestino, por cada uno. El conde de Valencia, Narváez,
había llamado al temible Gobernador y Capitán General O’Donnell
encomendándole imponer orden en los cien levantamientos de la
Península. En realidad, el relevo de O’Donnell fue don Federico
Roncali, Conde de Alcoy, que apenas con cuarenta y dos años era
teniente general, pues dicen que no hay como las guerras civiles
para ganar grados aun para los militares de poca monta. Roncali
provenía de las filas progresistas de Espartero, a quien no se le
perdonaba haber fusilado a don Diego de León, Conde de Belas-
coain, la mayor y trágica figura de la revolución de 1841. El mismo
O’Donnell había tomado parte activa en esa revolución ahogada
en sangre, justamente a causa de la participación y el predominio
de Espartero, líder del gobierno de la reina regente doña María
Cristina de Nápoles, viuda de Fernando VII.
Ni bien supo del cumplimiento de la sentencia de su amigo
Diego de León, Roncali se había retirado a Santander, donde con
paciencia esperó la caída de Espartero y su designación a las ca-
pitanías generales de Navarra y de Valencia. Ya senador vitalicio
y teniente general, fue nombrado ministro de la guerra, en 1846,
formando parte del gabinete del Marqués de Miraflores, don Pan-
do Fernández de Pinedo, y designado entonces por Narváez como
Gobernador y Capitán General de Cuba, donde desembarcó en
marzo de 1848.
Casi al mismo tiempo había llegado Juana Paula Manso, sin
embargo, estaba al tanto de estos cambios y devenires históricos
pues a poco de salir de Nueva York había llegado a sus manos un

151
ejemplar del rotativo clandestino La Verdad del Lugareño, que con
el seudónimo de Cora Montgomery editaba y dirigía Gaspar Be-
tancourt, donde se contaba que O’Donnell había tratado a Roncali
con desprecio y no había cruzado con él sino unas palabras en la
ceremonia oficial de la entrega de mando, también que terminada
la entrega se había vuelto a la Quinta de los Molinos donde vivía
con su familia. Durante su gestión, O’Donnell había realizado
en la residencia obras por valor de veinte mil pesos a efectos de
convertirla en una decorosa mansión a la altura del primer fun-
cionario de la colonia. Cuando los Roncali tomaron posesión, la
condesa de Alcoy, esposa de Roncali, recién llegada al palacio de
la Plaza de Armas, inspeccionó su residencia de primera dama y
comprobó de inmediato que, fuera del Salón del Trono y las dos
piezas adyacentes, el edificio se encontraba vacío. Faltaban hasta
los objetos más indispensables y cuando preguntaba el porqué, en
palacio le respondían: ¡Excelentísima Señora, también fue llevado
a la Quinta de los Molinos!
En efecto, dentro de los desplantes previstos por O’Donnell a
Roncali, el último era otra humillación. A la condesa de Alcoy le era
indispensable poner el palacio siquiera en mínimas condiciones de
habitabilidad y sin salir de su asombro por la canallada, la condesa y
el nuevo Gobernador solicitaron ayuda a don Pancho Marty. Con él
se reunió Roncali, Gobernador y Capitán General de Cuba, para no
tener que dormir en los sillones del Salón del Trono del Palacio de
la Plaza de Armas. Pancho Marty, que sabía y tenía intenciones de
ser imprescindible para el nuevo gobernador, manifestó sonriente
a la condesa que ardía de furia:
—Son cosas de don Leopoldo, señora. No hay que apurarse,
todo se arreglará.
Y se arregló. Pancho Marty puso todo en orden, todo pu-do
menos evitar el escándalo que levantó La Verdad del Lugareño en
Nueva York, publicando urbi et orbi que los Condes de Lucena no
habían dejado ni clavos en palacio. Todo aquello había leído Juana
Paula Manso poco antes de llegar a la Isla, por lo tanto sabía con
qué tipo de personajes iba a tener que lidiar, claro que desconocía
aún quiénes eran los opositores de aquellos que mencionaba La
Verdad del Lugareño, donde nada se decía acerca de amotinados
o sediciosos. Así estaban las cosas aquel día, a poco de haber des-
pertado en las cercanías de La Habana.
Old Sarah llevaba una flor de muerto en el pelo y andaba
en devaneos con Leyva. Se veían graciosos alta ella y él pequeño.

152
Morenos ambos y ensortijados. Canela ella y él cenizo. Reclinado
y de espaldas contra un tronco Leyva; reclinada sobre Leyva, Old
Sarah. Sólo se miraban a los ojos. Juana Paula no podía verlos
claramente desde su lugar, sabía a Old Sarah gozosa de la vida y
de todo lo que la vida conlleva, especialmente la pasión por el amor
y todo lo que éste trae aparejado. Old Sarah se abría sin pudor a
todo aquello que sentía, que se le daba, que le fuese obsequiado o
que se le posara cerca o encima como esa flor de muerto adosada al
pelo. Seguramente, una vez más, Old Sarah entreabría los labios,
húmedos y dulces, mórbidos como brevas en su jugo. Sin duda, así
se ofrecía Old Sarah a Leyva, así festejaba ese instante. Breve y
mórbido instante de tan efímeras consecuencias.
Se oyeron silbidos, relinchos, cascos de caballos, luego, un
profundo silencio. Old Sarah se incorporó y se incorporó Leyva.
Ambos sonreían poniendo orden en sus ropas al tiempo que una vez
más se oyó el escarceo de los corceles y sus cascos más el grito de
marcha de los caballistas que acababan de llegar al campamento.
No tardaron mucho en dejarse ver esos hombres amanecidos en
canto y ron.
Eran en su mayoría negros. Portaban fusiles, pistolones, sables
y machetes. Se acercaron al círculo que uno de ellos dibujaba en el
suelo. Observaron atentamente los ojos del hombre, que alguien
llamó Gómez, y de nuevo el círculo. Unos fustazos más del hom-
bre al suelo les hizo ver el próximo campamento. También de tez
morena el tal Gómez, que en realidad se llamaba Flores pero había
cambiado su apellido pues éste, con el que tampoco había alcan-
zado a ser mencionado por sus padres al nacer, era el apellido con
que figuraba en los registros de desertores. En realidad ni él ni el
nombre real que le habían dado sus padres habían sido inscriptos
en ninguna parte de la aldea donde había nacido, tampoco se lleva-
ban registros de identidad en los buques negreros, apenas habría
figurado su ingreso como “pieza de ébano”, igual que ingresaban
a los negros en los buques que en su momento habían llegado al
puerto de Ensenada, de la Santa María de los Buenos Aires, en
época del virrey Liniers cuando aún no lo era, claro. Sólo cuando
lo subastaron, el que pagó por él y por lo tanto iba a ser su amo,
Remigio Antonio Flores, Gómez fue identificado con el nombre de
Antonio Flores; del mismo modo que años después fue inscripto en
una lista de desertores; pero para cuando daba aquellos fustazos
en el suelo, y en el lomo de quien fuese, los rebeldes lo llamaban
general Gómez.

153
Leyva se acercó a ofrecerles la bienvenida. Observó a Gómez
y a los otros desarrapados. Old Sarah se quitó la flor del pelo y
sonrió. Gómez tendió una mano a Leyva y observó de frente a Old
Sarah, que no rehuyó su mirada. Al rato, se encendió buena leña y
las mujeres rasparon coco mientras el general Gómez, ya tranquilo
y habiendo informado a sus hombres del próximo sitio de rebelión,
se dedicó a desollar una jutía. La jutía, aturdida y degollada, parecía
atenta al vacío que blanqueaba su entorno cuando su cabeza se soltó
sobre el chorro de sangre. Los hombres conversaban sin prestar
atención al degüello al tiempo que la jutía sacudía por última vez sus
extremidades. Leyva escupió en el piso y, mascando tabaco, partió
diez naranjas agrias a puro sable. Con el jugo bañaron la jutía, la
salaron y la echaron sobre las brasas. No prestaron atención a la
creciente curiosidad y recelo de los presentes. Sí, en cambio, les
preocupaba la comida pues aquellos hombres no alardeaban de su
ser revolucionario aunque sí de sus dotes de anfitriones.
Para cuando se llevase a cabo la revuelta que Gómez había
impuesto a su hombres, Old Sarah no habría tenido más noticias
de Leyva y Juana Paula, la niña y Francisco estarían en su nuevo
domicilio. No tan lejos del motín tal vez, pero extranjeros y apar-
tados de la causa que profesaban esos hombres y del nuevo intento
de revolución.
—Nunca nadie podrá reírse enteramente de estos que se dicen
cubanos... —masculló Old Sarah.
—¿Y no lo son?
—No tanto aún, pero lo serán, verá que sí... y los negros y las
mujeres y los niños.
Vestidos desiguales, de camiseta y camisa algunos, con chaque-
tas descoloridas, quién sabe de cuáles muertos y por cuáles causas,
o de chamarretas y calzones y yareyes de pico... llegaron poco des-
pués. Dijeron que el campamento antiguo estaba en tierra de los
Martí. Nunca supieron de los Martí. Nunca supieron quiénes eran
los Martí. Nunca vieron a nadie más que a aquellos desarrapados
por los alrededores. Sin embargo, algo supo Juana Paula desde
aquellos días, algo que vislumbró pudo corroborar. “La negritud
es cosa seria…” se dijo, por ese motivo y a vuelo de pluma viajaba
tratando de esbozar las cosas ni bien sucedidas.
Laboriosa tarea la de contar y contarnos. Difícil por cierto,
si se pretende mostrar sólo el pellejo; ardua tarea, cuando se ha
escrito siempre la historia de los otros, la de afuera, la de la patria
y sus gentes, sus miserias, causas y conclusiones. Sus pesares. Ésta

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que nos compromete, nos duele, nos carcome las entrañas, aunque
nunca tanto como nos las carcome la propia historia, y de ésa Jua-
na Paula ha escrito poco. Cómo cambiar tantos conceptos vertidos
con ese inescrutable ojo del hombre puesto en todas las cosas. Sin
embargo, Juana Paula comenzaba ya a dejar mucho en cada relato.
Y sabe que así habrá de llegar vacía al final de sus días. Desnuda y
vacía frente a ese lector que presentía, atento y a la espera de sus
palabras. Siempre al otro lado de la mesa.

Así estaban las cosas por aquellos tiempos. El mar se había


aquietado a su alrededor y abría surcos bajo los pies de Juana
Paula, que hurgaban en la arena. El sol ponía cobre y roble en
sus pantorrillas, a la más caliente de las horas. A pocos pasos, la
pequeña Eulalia se esforzaba por mantenerse de pie mientras las
olas socavaban la arena hasta hacerla trasta-billar y caer al agua.
—No es cuestión de principios ni deberes —dijo Juana Paula
sin quitar la mirada de Eulalia que intentaba levantarse.
—Bien sabe la señora que las señoras blancas no se muestran
así —decía Old Sarah caminando tras la niña tratando de cubrirla
con el parasol.
—¿Y cómo se muestran, Old Sarah?
—Usted ya sabe, mi señora, nada de sol, nada de mar, nada...
—Nada de nada... y ya te dije que no me digas “mi señora”
—interrumpió Juana Paula en voz baja.
Olvidando por el momento la obstinada porfía de su hijita,
se desabrochó más botones de la blusa y extendió los volantes del
escote hasta descubrirse los hombros.
—Nada de nada —murmuró Old Sarah.
—Así dicen pero no debe ser así, Old Sarah... Mirá como se
mueve —dijo Juana Paula señalando a Eulalia.
La niña parecía haber dado al fin con el modo de sostenerse
en las movedizas arenas del Caribe. Se contoneaba mirando hacia
la casucha que, alejada del mar, apenas se divisaba a la sombra de
una ceiba. Los muchachos tamborileaban fuertemente sus atabales,
irrumpiendo la monocorde conversación de las mujeres con un son
de su tierra madre y algún que otro aletear de gaviotas. Perezoso
en su coy uno de ellos armaba un cigarro y, cada tanto, daba un
golpe en su atabal.
La orilla se abría una vez y otra más bajo los pies de la niña
que daba vueltas con los brazos en alto y las palmas al sol. Juana

155
Paula, cubierta por una ligera túnica, blanca como la arena que
las circundaba, se levantó de la mecedora y se acercó a la pequeña.
Luego de observarla un instante alzó las manos al cielo y comenzó
a moverse imitando los movimientos de su hija.
—No es así. ¿Verdad? —dijo al rato y dejó caer los brazos
sobre el vientre.
—No, mi señora, es así pero vea bien a la niña, no es tanto
cuestión de sus caderas, ella nada sabe de códigos ni de pasos ni
de baile ni de razas, sólo danza una danza. La propia. La que le
provocan los tambores. Cierre los ojos. Mueva sólo ahí donde los
atabales le den... No piense en los pies ni en la cintura ni en la
cadera, tampoco en los regaños del señor Francisco cuando lo sepa.
Juana Paula rió fuerte y cerró los ojos. La negra le ató la falda
bien arriba, cubriendo apenas el pubis de su ama. Le soltó el moño
del pelo y la indujo a meterse al mar, hasta el anudado de la falda.
—Ahora, mi señora, así. Deje que sólo los atabales la muevan
como si fuese el mar quien la mece... para que esa otra mujercita
que lleva dentro aprenda a gozar de las tamboras.
—¿Otra mujercita?
—¿Acaso no es lo que la señora desea?
—Pero no siempre se da —dijo Juana Paula hundiéndose en
el mar hasta el vientre abultado, liso y luminiscente.
—Mi señora no es hembra de parir machos... —ratificó la
negra atándose a sí misma las faldas por encima de los muslos.
—Una vez parí uno en Río de Janeyro pero murió —susurró—,
¿no te lo había contado?
—Ya ve lo que le digo. Además, tampoco yo le he contado todo,
mi señora.
La negra la miró atentamente a los ojos; sin decir nada la
tomó de la mano y la encaminó no tanto al agua como a la danza.
—Igual que zamarrea los dedos en el piano debe hacer con la
cadera, no los pies, mi señora, sólo la cadera, así como se balancea
la espuma encima de las olas, como si usted misma fuese el mar,
un mar tumultuoso, uno en plena marejada y un poco necio...
muévase sobre todo como si don Francisco no fuese a regañarla,
ni a mirarla, ni a juzgarla —insistió la negra bajando la voz y mi-
rándola de soslayo.
—¿Otra vez don Francisco...?
—Eso digo yo. Otra vez el señor don Francisco.
—No hay nada en el mundo que se parezca a la danza cubana,
la manera en que se ejecutan aquellas contradanzas no esta escri-

156
ta; no hay términos en la música con qué repetirlas, ni palabras
que puedan explicarlas —dijo sin esperar respuesta de Old Sarah,
y como las tamboras no dejaron de sonar, Juana Paula no dejó de
moverse.
Cerró los ojos con la cara siempre hacia el sol. Y no alzó los
párpados hasta que un chillido de Eulalia repercutió en su vientre
con tanta fuerza, que la pequeña Herminia, casi a punto de nacer,
pegó un salto adentro o quizá dio un puntapié o puede que haya
alzado sus manos a ese cielo que aún veía a través de los ojos de
su madre. Un poco dolorida por los embates de Herminia, Juana
Paula sonrió y cargó a Eulalia. La niña se retorció en los brazos de
su madre hasta que se soltó. Eulalia continuó el baile exagerando
el contoneo de sus caderas de niña y alzando aun más sus brazos.
En ese momento, Noronha caminaba lentamente por la ala-
meda junto a la playa. El rostro moreno se vislumbraba bajo el ala
de toquilla. El hombre elevó la mano a modo de saludo pero sólo
puso en orden el cuello de la camisa y restregó una pelusilla del
bordado. Aventó el sombrero contra su muslo y con un solo movi-
miento quebró aun más entre los dedos el pliegue de su pantalón
arena claro, del color de toda la arena que los circundaba y el de la
túnica que Juana Paula había anudado tan arriba sobre sus muslos.
Soprendida por la llegada de su esposo, lo miró alelada.
En silencio y al tiempo que el son de los atabales, ambas muje-
res desanudaron sus faldas. La de Juana Paula cayó adhiriéndosele
a las piernas. Se miró a sí misma, delineadas las piernas a través de
la trama ligera del vestido y, pese a cierto rubor, alzó los hombros y
la cabeza. Pasó reiteradas veces las manos por encima de la telilla
mojada. Abandonó el alisado de la falda y volvió a meter los pies en
el agua para quitarse la arena. Renunció también a ese propósito.
Con un mechón se ató desordenadamente el resto del cabello,
pero todo el peinado se le desbarató sobre los hombros menos unas
pocas mechas, las que había utilizado de cordel, que también eran
presa del desorden. Trastabilló en una piedra, sonrió, se acercó a
la niña e intentó limpiarle la cara. Eulalia corrió por delante sin
dejarse tocar por su madre. Old Sarah corrió tras la niña. Juana
Paula sonrió a Noronha. Solía pasar con demasiada frecuencia.
Noronha sacudió con su sombrero unos pegotes de arena que
Eulalia le había dejado en el pantalón. Luego se pasó la mano por
el pelo encrespado, fastidiado de la arena, se colocó el sombrero y
caminó hacia la casa. Nada quedaba de aquella mata de pelo largo
que llevaba cuando Juana Paula lo había conocido.

157
La señora de Noronha caminaba por detrás de su marido
no tanto por la costumbre o porque ése parecía ser el lugar que
Noronha le imponía, sino a fin de mantener cierta distancia. O
de mantenerse oculta a los ojos de su esposo. No siempre quería
verlo a los ojos. No así. No en días como ése cuando no atinaba a
saber si Noronha la reprobaba o simplemente la miraba sin estar
viéndola, ejerciendo, de ese modo, otras maneras de la censura; o si
era ella misma la que reprobaba a Noronha: imposible no censurar
al que censura.
Regresaron por la alameda. Old Sarah cargó a Eulalia en
brazos y abrió una sombrilla con la que alcanzaba a cubrir no
sólo a la niña sino a la madre de la niña. Juana Paula caminaba
con cierta dificultad pues Herminia se le había impuesto entre los
huesos de la pelvis de tal modo que creyó comenzado el trabajo de
parto. Una punzada en el vientre, y otra más abajo, la indujeron a
abandonar la protección del parasol. Apuró el paso y pese al enojo
le resultaba aún imprescindible tomarse del brazo de Noronha.
Andar junto a él bordeando el mar era algo que Juana Paula intuía
pasajero igual que su embarazo e igual que a Noronha lo gozaba
por efímero. Pese a que no siempre el mar les iba a la par ni ellos
iban a la par. En silencio an-duvieron luego de abandonar la cos-
ta, las callecitas pueble-rinas. Al llegar a la casa los muros azul
malva rememoraban el mar. Luego de atravesar la galería plena
de hortensias, el ocre de la puerta y las cortinas daba un respiro a
tanto azul y a tanta marejada. Una vez dentro, entrecerraron los
postigos para preservar la sala del calor.
Noronha sonrió, sin dejar de observar el mar a través de las
rendijas. El tinte mate del rostro se le intensificó en los pliegues
que circundaban la boca y el entrecejo. El cabello, los pómulos y
el bigote mostraban aún la humedad provocada por la caminata,
quizá por ese motivo por un rato mantuvo obsti-nadamente su cara
cercana a la brisa que se colaba entre las tablas.
Juana Paula sostuvo el bajo vientre con una mano y colocó la
otra en la espalda de su esposo.
—¿Por qué no descansas ahora, Francisco?
—No soy yo el que está a punto de parir.
—No. Claro que no —dijo y se sentó en la mecedora, abani-
cándose con una pequeña libreta que tomó de encima de la mesa.
Seguía sosteniendo con su mano izquierda la inquietud de
Herminia, que pujaba cada vez más por abrirse paso y observaba
de soslayo la curiosidad de Francisco aún en la ventana.

158
—Es que no puedo evitarlo —dijo Juana Paula.
—¿Qué estás queriendo decir?
—No importa lo que yo quiera decir, importa que cada vez
eres más propenso a la mentira.
—Y por qué...
—Porque así crees que debe ser.
—¿Qué es lo que debe ser así, mi amor?
—Que las mentiras remozan tu hombría, querido mío. Claro
que nunca será así ante mis ojos... pero qué importa.
—Sigo sin entender...
—Que el problema de mentir es que una mentira hace necesa-
rio mentir cada vez un poco más; una mentira trae otra y otra más
todavía... —decía Juana Paula sin mirar a su marido sino apenas
acariciándole el cabello.
Francisco retiró la cabeza y se asomó al patio. Hizo un movi-
miento con la mano. Regresó junto a la ventana. Una pequeña daga
de luz se disparó a través del postigo y partió en dos su rostro. Una
de las mitades parecía sombra, como si el hombre no poseyera sino
media cara y su sombra. No tenía barba pero debiera tenerla, se dijo
Juana Paula, observándolo aún con la mano en el aire acariciando
el vacío. Si Francisco tuviera barba sería entrecana, pensó mientras
dejaba caer lentamente la mano a un costado de su cuerpo.
—¿Entonces? —preguntó el hombre.
—Yo sé que miente, su merced, y usted sabe que yo le miento,
poco pero le miento... y este saber del otro, esta complicidad, nos
vuelve cada vez más desconfiados y escurridizos, resbalosos como
anguilas, sagaces como serpientes, capaces de morder por el puro
placer de morder. Y de eso se trata, creo, de mentir por el puro
placer de mentir.
—Muy bello lo que acabas de decir, pero sigo sin entender.
Juana Paula se llevó de nuevo una mano al bajo vientre y cerró
los ojos, con la otra recorrió el abdomen, comprobando la frecuen-
cia de las contracciones y el espacio que la pequeña Herminia iba
dejando libre bajo los pechos a punto.
—Anoche...
—¿Anoche?
—... Y antes de anoche y anteayer y por la mañana en el mer-
cado y el sábado a la tardecita en la alameda... ¿recuerdas?
—¿Qué debo recordar? —preguntó Francisco volviendo la
mirada hacia la ceiba que más allá del aljibe extendía un retoño
entre los geranios—, ¿qué sucede ahora? —agregó y se acercó a su

159
esposa y la besó en la frente.
—Nada, Francisco. Nada seguramente.
Al momento que Old Sarah dio el golpe en la puerta, Hermi-
nia dio una coz brutal dentro de su madre y en el mismo instante
Juana se sintió en medio de un charco, se puso de pie y se aga-
chó mientras la cabeza de la niña hizo su último pujo y comenzó
a asomarse. Con el grito de Juana, Old Sarah soltó la bandeja y se
llevó las manos a la cabeza. Los vasos es-tallaron contra el piso au-
mentando los pujos de Herminia. Al grito de Noronha, los hombros
de la niña rasgaron a su paso dos heridas pequeñas, luego deslizó
el cuerpecito moreno retorciéndose entre la sangre y las aguas de
su nacimiento, al tiempo que Juana se dejaba caer lentamente al
suelo, al pie de la mecedora, gozando y compartiendo con su hija
el regocijo de parir. Ni bien el calor del cordón y la placenta se
deslizaron por entre los muslos la parturienta inspiró profundo
y sonrió.
Apoyó la mano sobre su vientre e inmediatamente la retiró.
Estalló entonces en una risita nerviosa y volvió a colocar la mano
encima del vientre vacío, reconociendo los huesos de la pelvis como
si los supiese recién inaugurados. Abrió los ojos y ahí estaba, en-
cima del suyo y casi rozándola, el rostro oliva de Francisco. Inten-
tando reconocer, o conocer a su esposa, buscándose a sí mismo en
esa mirada de goce de Juana, en medio del dolor que durante un
brevísimo lapso lo dejaba tan afuera, tan distante, tan ajeno a su
goce. Sin dejar de sonreír, Juana cerró los ojos y aflojó los brazos.
Cómo saber cuánto tiempo había transcurrido cuando escuchó
caer el agua al aguamanil en el que Old Sarah enjuagaba a Her-
minia; el suave carraspeo de Francisco que ponía en la bandeja los
vasos rotos más el arrullo que Old Sarah ofrecía a la recién nacida
y la pequeña voz de Eulalia que les recordaba su hora de natilla.
Sonidos que a Juana se le hacían cada vez más lejanos, como el
andar de un tren cuando el pedregullo estalla por entre la trocha
al mismo tiempo que otros guijarros se dispersan bajo las ruedas
de un coche y los cascos de sus caballos. “El concierto queda sus-
pendido”, fue lo último que Juana Paula oyó y el debilitamiento
la adormeció. Noronha la había llevado a la cama, él y Old Sarah
conversaron un rato en voz baja.
—¿En casa de los Loynás, señor...?
—No. Hoy era en lo del barón Joseph D’Herbil. Le dices que
no será posible hasta que la señora se recupere...
—¿Es que acaso también hoy va a salir, amo Noronha...? —

160
inquirió Old Sarah.
El hombre observó un momento la serenidad en el rostro de su
esposa, con sus hijas dormidas a los lados. Sonrió a Old Sarah y sin
volver la cabeza cerró la puerta a sus espaldas. Y así como Noronha
la dejó, Juana despertó horas después. Amanecía. Se incorporó un
poco en la cama, contra el respaldo, tratando de airear la humedad
de la espalda. Observó a sus hijas, la piel morena de Herminia, que
dormía con el entrecejo fruncido y tenía una pequeña peladura en
la nariz producto de algún roce al momento de nacer. Sonrió. Al
otro lado, Eulalia dormía de costado apretando la bata de su madre
en el puñito cerrado. Cuando Old Sarah abrió la puerta del cuarto
se quedó observando el cuadro, tantas veces había visto escenas
como ésas, sin embargo estas niñas eran de su madre, las tres eran
libres. Sonrió ampliamente a Juana Paula, le alcanzó un gran vaso
de avena fría, con leche, y entreabrió los postigos.
—No, Sarah, que sea de par en par...
Old Sarah echó de un golpe los postigos hacia fuera. El fresco
de la madrugada y el chillido de las gaviotas entró con tal intensidad
al cuarto que hasta Herminia despertó y, como si ya pudiese ver,
clavó la vista en el centro mismo de los ojos de su madre.
Así se encontraron por primera vez. Al fresco de La Habana,
impregnadas de olor a mar y a jazmines, mirándose como dos viejas
amigas que se reencuentran después de largas ausencias. Juana
Paula reconoció en aquella mirada chiquita la miel de los ojos de
su padre y lloró.
Jamás olvidó Cuba. Cómo olvidar y por qué. Los aires de fiesta
se sumaban a los de una próxima liberación, que podían olerse ya
no tan lejanos. En las fiestas de San Juan, a fines del mes de junio,
hicieron arte y parte de los festejos. Noronha ejecutaba en el violín
tonadas locales, mezclado en el jolgorio de las calles. Old Sarah
cuidaba a las niñas y Juana Paula danzaba con los pobladores, día
y noche, al son de los atabales. Durante el San Juan, nadie piensa
en dormir; de día y de noche se pasea, se baila, se viste de máscara:
bailes y serenatas y chascos, todo está permitido; no hay noche ni
día, ni las casas se cierran por un instante. Cómo olvidar Cuba algún
día o por qué irse se preguntaba cada mañana. Sin embargo, pese
al goce, el calor y cierto retorno frecuente a los brazos de Noronha,
con quien daba largos paseos durante la noche y por la alameda,
el regreso al Janeyro fue inevitable.

161
CAPÍTULO 15
Todo esto es muy raro. Cae la noche
y yo empiezo a sentir no sé qué miedo:
miedo de este silencio, de esta calma,
de estos papeles viejos que la brisa
remueve vanamente en el jardín.
DULCE MARÍA LOYNÁS

—Sólo puedo tenerte con mi cuerpo y con mi alma Francisco,


pero debería esperar a que tú también tuvieras cuerpo y alma...
—había murmurado Juana Paula a poco de regresar al Janeyro, y
Noronha hizo un gesto quizá queriendo darle a entender que no
había comprendido. Pero comprendía, sólo que Noronha era incapaz
de aceptar o compartir, ya no con su esposa sino con él mismo, su
derecho a tener cuerpo y alma para con ella.
En silencio cerró la puerta y se fue. Pese a todo, Juana Paula
sonrió. Aquél parecía ser el destino de Noronha: ser visto de es-
paldas, siempre conteniendo el ímpetu de su propio portazo tras
de sí. Aquello sucedió apenas habían regresado al Janeyro. Algo
se dijo de Noronha y una dama de la corte. Juana Paula coincidió
con su amiga, Tonhita Souza, que seguramente esa mujer sería
una cortesana. No obstante, ambas rieron. Poco importaba si era
cortesana, mujer de un solo hombre o varios, bailarina clásica, de
rumba o de son, doncella, matrona o meretriz: “sublunar, yacente
o subyacente doncella”, como había oído una vez recitar a cierto
poeta, fuese quien fuese la mujer que se llevó a Noronha era sólo
una hembra más entre tantas otras por las que Noronha, o cual-
quier otro hombre, se dejaría llevar una y otra vez y tantas otras
más. Noronha ejercía obedientemente aquel viejo pretexto de su
especie de un último amor para seguir huyendo de sí mismo.

162
Juana Paula, en cambio, no podía huir de sí misma. Ahí es-
taban Eulalia y Herminia y ciertos compromisos por delante, la
creación del Jornal das Senhoras que aquel grupo de intelectuales
le había pedido en el Janeyro antes de partir a Nueva York, cuando
Nísia Floresta y ella aún deambulaban por las dunas que circun-
daban los jardines aromados de guayabas con la sola interrupción
de las cotorras, mientras se contaban sus cuitas; entre otras, el
por aquel entonces recién iniciado romance con Noronha, su in-
mediato casamiento y posterior gira por Nueva York, Filadelfia y
La Habana, acompañándole al piano en sus conciertos de violín; la
muerte de su padre y la de su primer hijo antes de nacer, tristezas
todas que prefería no recordar y que había logrado postergar, en
primera instancia, con la euforia vivida durante su estadía en los
Estados Unidos y Cuba, y más tarde, con este nuevo desarraigo y
el regreso al Brasil. Tantas cosas habían sucedido desde entonces...
Atrás en tiempo y en distancia iba quedando todo, aunque seguía
siempre presente en la piel. Atrás las angustias de tantos viajes
y abandonos. Atrás, también, las caminatas junto al Caribe y el
Atlántico al pie del Janeyro. Atrás los espacios comunes y tantos
otros ajenos desde aquellos días en que también Nísia Floresta
tuvo que irse de nuevo. Peregrinas y parias, como se definían las
dos y también decían de tantas otras.
Cuando Francisco de Noronha se fue de algún modo en Juana
Paula el alivio de la ausencia dio lugar al alivio de la pena, porque
“para llorar al ausente es preciso que el ausente se vaya de una
vez por todas” solía decir Old Sarah. Estando todavía en Cuba, la
querida Vieja Sarah, luego de lloriqueos, abrazos y recíprocas reco-
mendaciones, había decidido abandonarlos y regresar a Carolina del
Sur, confiada en que sus captores la hubiesen dado ya por muerta y
decidida a hacerse entonces de una nueva identidad para sumarse
a la causa de mujeres como Angelina y Sarah Grimke o Harriet
Beecher Stowe y Elizabeth Cady Stanton, que, junto a Lucrecia
Mott, a poco de partir Juana Paula y Old Sarah de Nueva York con
destino a Cuba, en 1848, habían realizado la Primera Convención
para los Derechos de la Mujer en Seneca Falls, Nueva York, jornada
durante la cual logró emitirse un documento exigiendo el fin de
la discriminación de la mujer en la educación, el trabajo y la vida
doméstica. Cercana a ellas quería estar Old Sarah, en su lucha no
sólo contra la esclavitud sino contra la llamada civil death o “muerte
civil” de las mujeres por no poder ejercer sus derechos, concepto
tan en boga por aquellos días y del que tanto habían hablado con

163
Juana Paula Manso.
Esa mañana en Río de Janeyro, a pocos días de haberse ido
Noronha, Juana Paula quizá sentía que llevaba demasiado tiempo
en ese estado del que no sólo había oído hablar a las abolicionistas o
leído en esos textos recientemente publicados por Lucrecia Mott y
Elizabeth Cady Stanton, sino que también, de algún modo, lo había
escuchado en las mismitas palabras compartidas con Nísia Floresta.
Noronha se había marchado tras su portuguesa aunque quizá
no fuera tras ella sino una vez más apenas un poco a la par, hasta
un poco por delante a veces. Aquéllas eran las maneras de Fran-
cisco, un poco alejado siempre como sin acercarse del todo a nada
ni a nadie, como si no se animase a la conquista, a la seducción,
mucho menos al amor, aunque no abandonara nunca la seducción,
la conquista y la búsqueda del amor.
El sol atravesaba los postigos, Juana Paula los abrió de una
vez y la brisa entró a bocanadas. Deslizó la lengua por los labios
y apretó los párpados cuando la resolana le dio en los ojos. Por un
momento creyó haber enceguecido, causa probable del resplandor o
del llanto o consecuencia aún de los días de oscuridad en el barco
que desde Cuba los había llevado a Río de Janeyro.

Durante el viaje hasta Brasil, Noronha no le había permitido


quedarse en cubierta de miedo a que les pasara algo a las niñas.
Juana Paula se restregó los ojos preguntándose por qué motivo
Noronha tuvo tanto miedo de que las niñas cayesen al mar y tan
poco miedo luego de abandonarlas a la deriva. Sin embargo, no
todos los momentos vividos con Noronha fueron pequeños atisbos
de un final inexorable. Tampoco debía ser injusta con él o cruel.
Tampoco sabía cómo serlo.
Una de aquellas largas madrugadas navegando entre La Ha-
bana rumbo a Río de Janeyro, las niñas dormían embotadas por
la oscuridad y el incesante mecer del buque. Juana las recomendó
a una mujer con su niño con quien compartía el camarote y salió
a cubierta. Los músicos tocaban los últimos sones de la noche. El
mar apenas sobrepasaba el límite de lo previsto. El agua, cálida
y amodorrada, alcanzó varias veces a Juana Paula, que se había
recostado a oír un tiple y las tamboras.
Amanecía sobre un rosario de islotes. Después de varias me-
lodías interminables, el barco, aunque a cientos de millas marinas,
comenzó a bordear lentamente la costa hasta divisar una gran

164
muralla de piedra y una fortaleza. El buque, que debía realizar
una escala de dos días en Puerto Cabello, Venezuela, cambió el
rumbo hacia la Bahía de Cartagena. La tripulación comenzó a
alborotarse ante las nuevas directivas del capitán. En medio de
aquella algarabía y recomendaciones, el ancla socavó el agua de
un solo chapuzón, contundente golpe que se sumó al del velamen.
Dos horas más tarde, comenzaron a descolgar los botes, ama-
rrados con sogas y aparejos. Muchos se arrojaban al agua, para
alcanzar y repartirse los lugares. Cuando Noronha se dispuso a
bajar, Juana Paula lo retuvo del brazo:
—Si me llevas contigo, nunca más te pediré nada... —advirtió
sin saber hasta qué punto aquellas palabras eran premoni-torias
e irrepetibles.
Tal vez porque Noronha sí sabía, no hizo ningún comentario.
Regresó al camarote a darle unas monedas más a la señora para
que cuidara a las niñas, regresó a cubierta y ayudó a su esposa a
bajar la escalerilla de soga hasta el bote, que inició la marcha hacia
la costa.
Navegaron aproximadamente una hora y media con el solo
movimiento de los remos en el mar. Ahí estaban el fuerte de San
Felipe y, más allá, las primeras estribaciones, o las últimas, del río
Magdalena, que se abría paso en aquellas tierras de abundante
verde donde hacía apenas una veintena de años había muerto Si-
món Bolívar y con él no sólo su sueño de la Gran Colombia, sino el
sueño de la gran unión de toda la América del Sur, que hubiera sido
gran frente común para contrarrestar a todo el norte de América.
Juana tomó de la mano a Noronha, que mantenía la vista quieta
en el horizonte. Un pequeño surco se marcaba en el entrecejo del
músico y un mechón de pelo le caía sobre la frente. En sus ojos
oscuros centelleaba el verde profundo del mar Caribe. Juana Paula
sonrió imaginando que también sus propios ojos resplandecían con
aquel color, aunque, de todos modos, Noronha sería indiferente
ante aquel fenómeno particular de las miradas. Juana Paula se
acercó aun más a él:
—Gracias, Francisco, nunca olvidaré este gesto tuyo... —dijo
y besó su suave cuello moreno.
Noronha retiró el cuello como si una mosca lo hubiese rozado.
Escuchaba atentamente al hombre que al lado suyo comentaba:
—Bolívar desembarcó en La Soledad. Llegaba luego de reco-
rrer por varios días el Magdalena desde Honda, con destino a éste,
su mar Caribe, y luego poner rumbo a Europa; pero cayó enfermo,

165
su enfermedad se agravó, en realidad... la traición agrava cualquier
dolencia; fue llevado entonces a Santa Marta, donde un viejo amigo
fue a buscarlo al puerto y lo llevó a su hacienda azucarera, San
Pedro Alejandrino, donde pudieron alojarse no sólo las últimas
dolencias de Bolívar sino también sus últimas penas.
—Su última morada en este mundo... —sugirió alguien.
—Su última morada... —ratificó el hombre—. Dicen que
sobrevivió diecisiete días apenas. Allí permanecen sus restos por
ahora, en Santa Marta, y también esculpen allí su figura en mármol
blanco, pero irán a llevarlo a Venezuela, por cierto. Triste historia,
su merced —dijo el hombre observando los destellos turquesa del
Caribe en el río marrón de los ojos de Juana Paula—. Muy triste
la historia de don Simón, morir tan lejos de Manuela, tan solo, tan
dolido, tan traicionado, rodeado apenas por el batifondo del negrerío
macheteando caña al sonar de tamboras y mientras se destilaba
ese roncito que él ya nunca podría beber.
—¿Manuela?
—Uno de sus grandes amores. Acaso la señora nunca oyó
hablar de Manuela Sáenz...
—Claro que sí, siempre hay una mujer, o varias, tras los hom-
bres pequeños... —murmuró Juana Paula.
Noronha carraspeó y tomó del brazo a su esposa sin quitar la
vista del colombiano que, con cierto fastidio, interrumpió su cuento.
—¿Acaso no dicen que Simón Bolívar era de pequeña estatu-
ra...? —agregó Juana Paula y los hombres le sonrieron con cierta
condescendencia.
—Bueno, en cierto modo... —dijo el hombre—. Bolívar era un
hombre menudo pero no quedan dudas de su gran altura...
—Tampoco quedan dudas de la gran altura de la señora
Sáenz...
El hombre calló. Observaba a su interlocutora no tan seguro
de poder dar una respuesta acorde con las circunstancias. Juana
Paula se envolvió un poco más en su rebozo pese a que estaba
empapado, como toda ella. El mar daba espaldarazos contra ellos
a medida que se acercaban a la costa. Noronha sonrió y le pasó el
dorso de la mano por la cara para quitarle unos mechones de pelo
adheridos a los pómulos. Se quedó observándola como la había
observado sólo en los primeros tiempos de conocerse y Juana a
él. Noronha volvió a acercar la mano a ella con un gesto que creía
olvidado, uno que parecía llegarle a él mismo desde tan lejos... ya
no sólo en el tiempo ni en la memoria del enamoramiento sino en

166
la memoria de sus propias manos. Ella rió. Él apenas pasó el dorso
de sus dedos una vez más por el pómulo de su esposa y volvió los
ojos hacia la ciudad amurallada.
Uno de los que iban en la chalupa sacudía su sombrero con la
mano al tiempo que comentó:
—¡Vean, señores, Cartagena, la ciudad más bella de España...!
Ante el desconcierto de todos y ciertamente burlón, el hombre
continuó:
—Ya sé que están Sevilla y Granada pero las dos son árabes,
también está Córdoba, que es judía, y Segovia, de perfiles ro-manos.
Sin embargo, Cartagena de Indias es la más bella expre-sión del
espíritu español, ese espíritu nacido de mezclar lo griego, lo romano
y lo árabe con lo no menos bello del espíritu caribeño.
A medida que la distancia se acortaba, el estampido del mar
contra las murallas parecía dejar sin aliento a Juana Paula. Cómo
no sentir curiosidad y admiración por aquel sueño de la Manso,
uno más apenas verosímil.
—Cartagena de Indias —continuó el hombre— fue fundada
hace trescientos años por don Pedro de Heredia en el mejor mo-
mento del Imperio.
—Bajo el poder de Carlos V... —comentó Juana Paula y, pese
al paisaje, todos se dieron vuelta.
—Cartagena fue el mayor puerto del Imperio, señores —
agregó el hombre como si nada hubiese escuchado.
—Y sede permanente de la Inquisición... —agregó Juana
Paula, pero nadie la miró en este caso.
—Cartagena... —continuó el hombre— fue “la llave de Indias”,
la ciudad clave de la Corona, presa altamente codiciada por piratas
y corsarios como el tal Drake, que arrasó la ciudad a fines del siglo
XVI y más tarde durante el devastador sitio de Pointi...
—Llave de Indias y mayor centro negrero —agregó Juana
Paula como al pasar.
Sólo Noronha reparó en el comentario de la única mujer en
aquella chalupa y con el derecho que le daba su gallardía, la tomó
del brazo y le hizo un mohín desaprobatorio.
—Ahí en ese sitio, ¿ven? —continuó el hombre—, justo en esa
zona, en 1741, el almirante Vernon alineó unas doscientas naves
con más de veinte mil hombres... pero no pudo sino regresarse a
Inglaterra con la cabeza gacha porque estas gentes defendieron
el sitio hasta con los dientes. Cartagena, señores, fue la primera
ciudad en declararse independiente... Hasta que un joven oficial

167
recibió las primeras tropas para iniciar la lucha por la emancipación
de toda la América del Sur.
—Bolívar... —dijo alguien.
—Bolívar —repitió el hombre—, y la Corona volvió entonces a
sitiar la ciudad por varios meses, sitio en que cayeron buena parte
de sus habitantes, que prefirieron la muerte a rendirse al furibundo
embate de los españoles.
Juana Paula, ajena ya a la conversación, que una vez más
parecía tornarse hacia un tema exclusivo a los hombres, la guerra,
volvió a quitarse el rebozo. El aire era caliente. La pequeña chalupa
bordeaba lo que el hombre iba mencionando como los baluartes
de Santa Teresa y Santa Bárbara; Barahona y Santa Isabel; San
Pedro, San Andrés y San Pablo, la muralla, el mercado, los cañones
de San Felipe... Juana Paula se aferraba al borde de la chalupa,
carcomido por las aguas, donde una astilla le hizo sentir una vez
más la verosimilitud de uno de sus tantos sueños. Algo similar había
sentido al llegar a Cuba, pero las fortalezas de Cartagena y el aire,
impregnado aún como de un olor a la sangre derramada por todos
los incondicionales a Bolívar, no podían causarle sino una profunda
aunque dolorosa ensoñación. La certidumbre de estar viviendo un
sueño apenas verosímil, se repitió a sí misma una y otra vez.
Cuando puso pie en tierra y el mar caliente la rodeó de fosfores-
cencias, a pesar de lo diferente del paisaje, Juana Paula se sintió de
nuevo en casa. No obstante la distancia que la separaba del Río de
la Plata, una vez más sintió bajo sus pies su tierra, estas tierras del
Sur de América bajo la línea del Ecuador... Qué importaba si eran
las costas del mar Caribe y no las orillas del Plata, se dijo metiendo
los pies al tiempo que alzaba un poco la falda, anudándola a media
pierna, mientras Noronha la observaba de reojo. Caminaron hasta
el mercado, donde un grupo de mujeres negras abría sus lonas y
sus esteras de mimbre contra la muralla.
—Esto es imposible... —decía Norohna observando de reo-jo
aquellas mujeres de caderas altas y senos apetitosos como mangos.
—Claro que lo es, querido mío. Imposible, un imposible sueño
—concedía Juana Paula que a esta altura de los acon-tecimientos
había aprendido que el concepto de imposibilidad o de ensueño
era de muy distinta jerarquía para ambos. De nuevo aquello de lo
“apenas verosímil” flotaba entre ellos e igualmente suspendido en
esa atmósfera evanescente del mar Caribe.
Lo cierto es que las callecitas de la ciudad amurallada de
Cartagena de Indias fueron un solaz, fantasmagorías o apenas

168
una reverberación marina de callecitas angostas circundadas de
piedra, malvones y buganvillas por donde caminaban monumen-
tales mujeres morenas meciendo sus nalgas de ébano bajo la falda
y portando canastos con frutas en la cabeza, o sentadas a horcaja-
das amasando tortas de maíz que asaban sobre un montoncito de
brasas. O raspando yuca o fritando plátano verde o pelando piñas
o mezclando raspadura de coco con azúcar de panela para ganarse
el sustento diario con la sola venta de sus cocadas y sus bolitas de
tamarindo o guayaba.
—Esto es imposible —repetía a cada paso Noronha.
Juana Paula no podía evitar reír y recordaba una vez más
ciertas palabras del poeta William Blake, que la misma Old Sarah
le había repetido en Filadelfia: “...si las puertas de la percepción
quedasen limpias cada cosa aparecería como es, in-finita”. Y así de
limpias e infinitas eran para Juana Paula las puertas de su percep-
ción y era eso lo que generosamente trataba de ejercer y provocar
siempre en los que la rodeaban: la verosimilitud de lo infinito, lo
infinito de la verosimilitud en las percepciones cotidianas.
Una de las mujeres le ofreció un sombrero, uno inmenso
que Juana aceptó dándole a cambio un gran pañuelo de seda con
que la negra se ató un precioso turbante, pero la brisa marina le
desbarataba el sombrero en cada esquina, entonces la mujer se
quitó el turbante y corrió hacia ella, dobló en una larga tira el
pañuelo y le sujetó el sombrero para que no volara. Juana Paula y
Noronha anduvieron por la recova que circundaba la iglesia de San
Pedro, enfrentada a uno de los portales de la muralla. Los puestos
de dulces eran muchos y cientos las abejas que sobrevolaban las
cocadas, las jarras con jugo, los mangos en trozos, los melones en
dos, las sandías en cuartos y las pailas de cobre con arequipe que
hervían hasta endurecer como piedra, aunque tierno por dentro,
igual a aquel dulce de leche que la abuela Gloria cocinaba en la
Santa María de los Buenos Aires y luego volcaba sobre la mesa y
espolvoreaba con más azúcar y cortaba en cuadraditos.
—Te has vuelto loca mujer, esto es imposible... —insistía
Noronha.
Loca, sí. Juana Paula Manso, tomada de su brazo, se rego-
deaba entre la gente que caminaba por la ciudad amurallada de la
Bahía de Cartagena; también así había caminado en La Habana y
en Puerto Príncipe, en Nueva York, en Cap-May, en Filadelfia, en
Río de Janeyro. También entonces eran apenas probables los días y
la aceptación de la gente con respecto a la presencia de esta mujer

169
extraña, no aceptaban lo que ella decía y mucho menos creían en lo
que soñaba. Nunca creerían. Qué menos podía esperar de Noronha.
“Loca, sí, loca...”, recordó que su esposo la había llamado tan-
tas veces hablando de Cartagena y de La Habana y aun habiendo
regresado ambos a Río de Janeyro, y ella respondió: “Tan loca,
Francisco, como parecemos haber enloquecido los que soñamos,
especialmente cuando se trata del soñar de las mujeres”.

Pero Noronha era incapaz de abrir las puertas a sus infinitas


percepciones, y ya en Río de Janeyro la acusó de haber enloquecido
cuando ella decidió retomar sus clases de actuación para poder es-
cribir sus propias piezas de teatro, zarzuelas y operetas; loca le dijo
cuando comenzó la edición del Jornal das Senhoras; loca cuando
decidió comenzar a escribir un compendio de historia argentina
para que fuese utilizado en las escuelas y también uno acerca de
medicina. Nada de aquello parecía creer su esposo, era importan-
te en la vida y mucho menos en su mujer, pese a que así la había
conocido, inmersa en el teatro y la escritura, atípica para la época,
aunque puede que fuesen justamente esos sueños de Juana Paula
y esa fuerza poco común los que habían hecho que Francisco de
Noronha se enamorase de ella. Pero así son las cosas del desamor.
Loca. Sí. Loca quizá. Loca por los sueños, loca por las utopías.
Y por suerte no era la única. Una mañana Juana Paula abrió
O Liberal y leyó unos párrafos. Reconocía el estilo. Era uno de
los tantos capítulos del Opúsculo Humanitario, escrito por Nísia
Floresta; sin embargo, no era ella quien firmaba el artículo. Im-
posible de todos modos no reconocer el estilo. Juana Paula sonrió.
Había llegado el momento de continuar con la tarea. Éste era sólo
uno entre los sesenta y tantos capítulos que había escrito, según
le había contado la misma Nísia poco antes de despedirse. Escritos
con aquellos parámetros y usos que el liberalismo latinoamericano
había escogido para discutir los grandes temas nacionales, el en-
sayo. La publicación “anónima”, según le dijo Tonhita, llevaba ya
unos meses en O Liberal, pese a que había comenzado en el Diario
do Rio de Janeyro.
Los primeros ejemplares del Jornal das Senhoras circularon
entre los intelectuales más cercanos a Juana Paula. Imposible sa-
ber si alguno de esos ejemplares habría llegado a manos de Nísia
Floresta ni cuándo regresaría ésta al Janeyro. Ajena a todo lo que
sucedía en su tierra, probablemente durante ese exilio voluntario,

170
Nísia Floresta viajaba por el Viejo Mundo y publicaba nuevos libros
relacionándose muy especialmente con algunos de los más impor-
tantes intelectuales y personalidades como Mazzoni, Garibaldi,
Marcucci, George Sand, Dumas, especialmente con Augusto Comte;
sin duda, ya habría hecho suya la filosofía comteana, pues Nísia le
había dicho que tomaría cursos de historia general de la humanidad,
que dictaba el propio Comte. Pero nada sabía con certeza Juana
Paula. Nadie comentaba nada y ese silencio le daba a entender a
Juana Paula el porqué de la tan larga ausencia de Nísia Floresta:
cómo y quién podría ser profeta en su tierra.
Juana Paula no tuvo ocasión de aprender la teoría comtea-na
ni tantas otras cosas acerca de la historia de la humanidad, como
Nísia Floresta o puede que Flora Tristán o Gertrudis de Avellaneda,
la cubana que estaba en España, o las mismas Elizabeth Stanton y
Lucrecia Mott o George Sand y tantas otras en tan diversas partes
del mundo, rondando la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo,
nada le era del todo ajeno. Así, pudo ver y aprender con Old Sarah
la verdadera historia de aquellos a los que la misma Juana Paula
Manso llamaba yankees, presenciando los albores de la Guerra de
Secesión y tantas otras luchas apenas nacidas o a punto de dar a
luz, como la que comenzaba a gestarse en Cuba.
—Y por luchas sociales, Tonhita, debe entenderse no sólo
la que se da entre negros y blancos, sino la más interminable e
inexorable de las guerras de la independencia: esta que se da en-
tre hombres y mujeres, las batallas que dan las mujeres por sus
derechos y el derecho de sus hijos e hijas...
—Entiendo... —respondía Tonhita, mientras practicaba una
coreografía alzando brazos y dando saltos silenciosos alrededor de
Juana Paula.
—¡Estate quieta ya, mujer! ¿Es que acaso no me estás escu-
chando...?
—¿Acaso no sabes todavía que pensamos igual, Juanita...? No
es a mí a quien debes dar estos discursos...
—Pero debes aprender a defender esa idea...
—También sabes que a mi modo la defiendo...
—¿Y cuál modo es ése?
—El teatro, la danza... Igual que tú empleas la palabra, Jua-
nita, elegir mi modo de defenderlos también es un derecho. Ejercer
nuestros derechos es la mejor manera de exigirlos, ¿acaso no es así?
—Así es, amiga, pero también puedes expresarlo con la pa-
labra...

171
—Bien sabes que me expreso mejor con el cuerpo... —dijo
Tonhita, y dando una voltereta se subió al escenario.
Una vez arriba comenzó a moverse reclinándose amorosamen-
te sobre un amado invisible; luego, airosa, empujó a otros y volvió
a inclinarse amorosa sobre un supuesto cadáver; corrió escapando
a un rincón donde en cuclillas parió un hijo que amamantó y acunó
hasta que lo vio crecer y se puso de pie cuando lo vio partir; entonces
comenzó de nuevo la secuencia de reclinarse amorosamente sobre
alguien y empujar unos enemigos invisibles y reclinarse una vez
más y levantar y acunar el torso del amado muerto o del hijo o del
padre... avanzó entonces hasta la mitad del tablado, con la vista
fija en la supuesta sala y llorando alzó el brazo como enarbolando
una bandera o un sable o quizá simplemente el puño, y luego hizo
la mímica de caminar y caminar y caminar... muy lentamente, sin
rumbo fijo, aunque en la misma dirección siempre. Juana Paula
aplaudió apasionadamente.
De Tonhita, Juana Paula había aprendido las cosas del decir
con el cuerpo, y del tío de Tonhita, don Mauro Vasconcelos, que
dirigía la biblioteca de la Escuela de Teatro, algo de la historia del
Janeyro. Cuando el calor agobiaba, Juana Paula dejaba a Tonhita
con sus acrobacias y volteretas y se sentaba a la mesa en la que
don Mauro mantenía abiertos los libros que él mismo le había
recomendado. De este modo Juana Paula pudo comprobar y to-
mar nota de que desde la llegada de la corte portuguesa en 1808,
que había coincidido con la apertura de los puertos brasileños,
el comercio exterior del Brasil estaba en manos británicas y que
Brasil había perdido el monopolio mundial de la producción del
azúcar pese a ser su más importante cultivo y exportación, a la
vez que mayor cultivo en Río de Janeyro y São Paulo, junto con el
del café; el algodón, en Ma-ranhão y Pernambuco, representaba la
mayor importación de Gran Bretaña, que a su vez hacía llegar su
manufactura. También leyendo supo que, por tanto, no existía en
Brasil unidad económica ni sentido de identidad nacional, tampoco
comunicación a causa de las tantas, diversas y lejanas regiones;
apenas una frágil unidad política.
Juana Paula pudo saber gracias a Vasconcelos que a Pe-dro I, el
emperador, se lo sospechaba de no ser un devoto consti-tucionalista;
favorecía los intereses de Portugal y se mantenía a la espera de la
reunificación que se llevaría a cabo con la herencia del trono lusi-
tano y aun supo que, arruinado el erario, Juan VI se había llevado
consigo cincuenta millones en moneda; el gobierno entonces había

172
apelado a empréstitos de tres millones obtenidos en Londres, de los
cuales dos se pagaron a Portugal; así fue como Don Pedro convocó
una Asamblea Constituyente, aprobando una Constitución que no
fue aceptada por el soberano ya que restringía su poder personal;
se reemplazó entonces la Asamblea por un Consejo de Estado que,
en 1824, redactó otra Constitución, colocando al país bajo un poder
centralizado hasta el fin del Imperio; esa disolución exacerbó la
oposición de los liberales, divididos en moderados y extre-mistas,
destruyendo la alianza de Don Pedro con la clase dominante del
Imperio; hubo entonces, supo Juana Paula, una amenaza de sece-
sión en Bahía, un alzamiento en Pernambuco, Río Grande do Norte,
Paraíba y Ceará, y se proclamó la República del Ecuador, que sería
derrotada seis meses más tarde por las fuerzas del emperador. Parte
del descontento había surgido porque, para asegurarse la ayuda
británica con respecto a la independencia del Brasil y su rápido
reconocimiento, Don Pedro realizó ciertas concesiones en relación
con la esclavitud sumadas a las anteriores limitaciones del tráfico
de esclavos acordadas entre Portugal y Gran Bretaña, otorgando
a la armada británica el poder de policía para incautar los barcos
que encontrase en altamar sospechados de tráfico de esclavos.
O sea que, separado Brasil de Portugal, el tráfico de esclavos
se volvió ilegal; los brasileños tuvieron miedo de que aquello fuese
el fin de la agricultura; qué más que esclavos eran necesarios para
levantar la producción de azúcar, cacao, café y algodón; qué otra
cosa sino la abolición de la esclavitud preocupaba y movilizaba por
aquellos tiempos a las gentes que Juana Paula había conocido en
el norte de América de la mano de Old Sarah, y en Cuba y en la
mismita Cartagena, según le habían contado especialmente con la
producción y elaboración de azúcar y según ella misma había podido
comprobar con tanto ron que se bebía en Cuba y en todo el Caribe.
Don Pedro perdía también popularidad a causa de sus políticas
respecto del Río de la Plata. Se lo consideraba portugués en momen-
tos que existía un creciente odio contra los portugueses; además,
estaban las dificultades económicas, pues el tratado comercial an-
globrasileño de 1827 era copia fiel del tratado angloportugués de
1810, un precio que tuvo que pagar el Brasil por la ayuda británica
en su proceso de independencia. Los cónsules británicos tenían el
derecho de administrar la propiedad de los súbditos británicos que
morían en Brasil sin dejar testamento. Brasil también sacrificaba
los intereses del transporte marítimo brasileño, causas todas de
la pobreza del erario y del desaliento a las industrias locales, lo

173
que deterioró las condiciones de vida entre los pobres urbanos y
provocó a su vez el aumento de la xenofobia.
En marzo de 1831 se habían producido una serie de choques
callejeros en Río de Janeyro entre los partidarios de Don Pedro
y sus oponentes. El emperador intentó formar un gabinete más
liberal y brasileño pero sólo lo reemplazó por uno conservador y
portugués. Finalmente, Pedro I tuvo que abdicar en favor de su
hijo de cinco años, Pedro II. La Legislatura eligió una regencia
tripartita, y Pedro I zarpó para Lisboa con su hija de doce años,
reina de Portugal. Corriendo el año de 1832, se produjeron en Río
de Janeyro cinco levantamientos esencialmente antiportugueses, a
excepción de aquel que exigió la restauración de Pedro I. También
hubo rebeliones en Salvador, en Recife y un levantamiento rural
en Pernambuco, la Guerra de los Cábanos, que duró desde 1832
hasta 1835 y cuyo objeto era el regreso de Pedro I.
El liberalismo, el más beneficiado por estas revueltas, exigía
conservar la esclavitud pese a haberse sancionado una ley que
castigaba la importación de esclavos. Nadie imaginaba que esa
ley fuese tomada seriamente una vez que la demanda de esclavos,
que había decrecido a causa del exceso de importaciones, volviera
a la normalidad. Argumentaban que no se trataba de una ley para
ser cumplida, sino una simple estratagema para neutralizar a los
británicos, que presionaban para poner fin al comercio esclavista.
El liberalismo brasileño no era sino un movimiento a favor del
federalismo provincial. Se propuso dividir al Imperio en dos o tres
países independientes, aunque de todos modos todos bregaban por
la esclavitud. En 1831, el poder había pasado de las manos opresivas
del gobierno central a las manos opresivas de los poderosos de cada
región. Los jueces de paz dependían de los jefes locales, que eran
usualmente miembros de las familias eminentes, mientras en las
ciudades los elegidos para esos puestos, que no eran socialmente
tan distinguidos, dependían de los poderosos pa-ra avanzar en sus
carreras. De este modo, los jueces de paz protegían a los falsifica-
dores de moneda y a los traficantes de esclavos.
La lucha por el poder se incrementó entre las facciones libe-
rales; surgieron así levantamientos en Pará y en Río Grande do
Sul, en Bahía, en Maranhão. Todos eran federalistas, y los más
serios eran secesionistas. El peor fue el de Río Grande do Sul,
que produjo la pérdida de la Banda Oriental, a consecuencia de la
guerra entre el Imperio y Buenos Aires, y golpeó gravemente los
intereses locales. Los estancieros continuaron sus relaciones polí-

174
ticas y económicas con el Uruguay y con las provincias argentinas
de Corrientes y Entre Ríos. En 1836 fue declarada la indepen-
dencia de Río Grande do Sul, bajo un gobierno republicano. Con
la ayuda de Giuseppe Garibaldi, en 1839, los rebeldes invadieron
Santa Catarina, donde también proclamaron una república. En
las luchas políticas intestinas de estas provincias, los hacendados
tendían a ponerse en contra del gobierno imperial, mientras que los
productores de charqui tendían a aliarse al Imperio, oponiéndose a
los secesionistas. El líder de la rebelión riograndense parecía tener
planes de conformar una federación con Uruguay y la Argentina,
y conspiró con Lavalleja y Rosas. Por otra parte, su segundo en el
mando cambió de bando tres veces. Finalmente, los hacendados
llegaron a la conclusión de que más les convenía continuar bajo la
égida del gobierno imperial, que al menos protegería sus productos
contra la competencia argentina y uruguaya, de manera que la se-
cesión, armisticio mediante, fue derrotada en 1845. Sin embargo,
la lucha había durado diez años. Como parte de esa historia que se
desarrollaba en Río de Janeyro y el mundo, Juana Paula no podía
mantenerse ajena.
Con eufórica gratificación recibió una mañana la noticia de
la caída de Rosas. Ese día el cielo amaneció realmente azul y las
margaritas más blancas, la leche fue más sabrosa y mayor la sonrisa
de las niñas; ella misma pasó delante de un espejo y luego volvió
unos pasos atrás sorprendida de su sonrisa y su semblante. Es
que la libertad siempre da otros aires. Aquella noche los festejos
fueron los propios a toda caída de un tirano entre la comunidad
argentina refugiada en Río de Janeyro, que había sido expatriada
desde Montevideo por Oribe.
Pero la noticia de la caída de Rosas no fue la única noticia
que recibió, también le hicieron saber que a fines de 1848 Ana
Perichon de O’Gorman había muerto y que veinte días después,
durante el mismo mes de diciembre, su nieta Camila O’Gorman y
el padre Ladislao Gutiérrez, el hombre que Camila amaba y que
la amaba, fueron fusilados. Los motivos eran claros: nadie en esa
vacilante sociedad porteña había soportado la provocación. No
tanto la provocación de los amantes, Camila y Ladislao, como la
insolencia de don Domingo Faustino Sarmiento, que bajo el título
de “La degradación que produce un déspota”, manifestaba en El
Mercurio de Chile: “Ha llegado a tal extremo la horrible corrupción
bajo la tiranía espantosa del ‘Calígula del Plata’, que los impíos
sacrílegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la

175
mejor sociedad, sin que el infame sátrapa adopte medida alguna
contra esas monstruosas inmo-ralidades”. Ni lento ni perezoso,
Rosas respondió a su obstinado adversario dejando al descubierto
la verdadera magnitud de su debilidad: de inmediato ordenó la
captura y posterior fusilamiento de los amantes en los fortines de
La Tablada. Mucho después y a modo de disculpa, Rosas manifestó:
“Ninguna persona me aconsejó la ejecución del cura Gutiérrez y
de Camila O’Gorman; sin embargo, persona alguna me habló o me
escribió en su favor...”.
El día en que Juana Paula supo la noticia, intentó recordar
en cuál de sus destinos se encontraba durante los hechos, cosa que
no pudo saber con certeza, puede que Nueva York o Cap-May, La
Habana o Río de Janeyro; puede que haya estado inmersa en sus
propios tormentos en vísperas ya del abandono de Noronha. Las
palabras vertidas por Rosas, justificando el fusilamiento de Camila
y el padre Ladislao, comenzaron a repercutir en la cabeza de Juana
Paula como el tictac de un reloj fuera de hora: “... persona alguna
me habló ni me escribió en su favor... persona alguna...”. Quizás a
causa de esas palabras imposibles de olvidar, puede que influenciada
por una carta que había recibido, por esos días, de su amiga Imelda
Arana, o simplemente porque sí, porque ya era hora de regresar
a exigir, a opinar y a escribir, Juana Paula comenzó a pensar en el
regreso; en lo inminente e inexorable del regreso a Buenos Aires.

176
Recuerdos de setiembre de 1852
El día 8 de setiembre se embarcó, en Buenos Aires, el general
Urquiza a bordo del vapor inglés Countess Lansdale. Nosotros
nos hallábamos desde temprano sobre la cubierta del vapor. Una
nube de polvo que se levantó del lado de Palermo nos indicó que el
Director se encaminaba al embarcadero. El ejército formaba calle,
sobre la ribera, para que pasase el que les ha-bía dado el más bello
lauro militar después de la famosa lucha de la independencia.
Los buques nacionales estaban espléndidamente empavesados. La
atmósfera estaba quieta y clara. (...) Al lado del general Urquiza
todo el mundo está sin trabas de etiqueta. Él infunde respeto, pero
no lo impone. Es esencialmente social; no puede estar un momento
sin amigos. El general había previsto todo lo necesario para la co-
modidad de sus huéspedes. Tenían éstos buena cama, y una mesa
bien servida dos veces al día. La pequeñez del buque no permitía
que el general ocupase, como tiene de costumbre, la cabecera de
la mesa, para servir desde ella a todos los concurrentes (...). Este
hermoso Paraná, verdadero mediterráneo de agua dulce, está hoy
como lo quiso su Creador, abierto a todas las banderas cristianas
del globo. Sus márgenes quieren ser hospitalarias porque son ar-
gentinas. (...). Seamos generosos como tú, magnífico río. ¿Qué te
importa que tus saludables aguas vayan a morir en la amargura
de los mares? Tus camalotes sirven de piragua al jaguar y de nido
a las amorosas torcazas. La perspectiva es magnífica.
Tenemos para la vista un horizonte abierto, velado por la
tenue y verde vegetación de las islas. Tenemos para la imagina-
ción los sueños de ahora que serán realidad para estas comarcas
en el porvenir. Tenemos para el corazón a una parte de la familia
argentina representada dignamente a nuestro rededor. Tenemos
para la razón la esperanza de que mañana estaremos en Santa
Fe, y que dentro de unos días más oiremos de la boca del que nos
convoca, estas palabras esperadas por tantos años: “¡El Congreso

177
Constituyente de la Confederación Argentina está instalado!”. Y
todo esto era una realidad. (...)
Desde el desembarcadero hasta la plaza principal de Santa
Fe, más de un cuarto de legua, la marcha del general Urquiza fue
bajo una lluvia de flores. Las jóvenes bajaban de los umbrales de
sus casas para presentarle coronas, para sahumarle con algunas
gotas de agua de olor, para sembrarle el camino con hojas de cla-
veles, de arrumas y de otras flores de colores vivos y fragantes. En
la noche del 13 hubo una reunión de baile en la casa del general,
al cual asistieron muchas señoritas y caballeros distinguidos de la
ciudad. Al despedirse de la contenta y satisfecha concurrencia de
aquella noche, el general Urquiza tenía que disimular una cruel
nueva que acababa de recibir. Al día siguiente se hizo pública la
revolución de Buenos Aires. El general Urquiza montó a caballo
a las once del 15 para dirigirse al embarcadero. Le seguían todos
sus amigos, sus jefes, sus edecanes, las autoridades de Santa Fe.
Embarcado en el puerto, le acompañaron todavía algunas perso-
nas hasta la confluencia del riacho con el Paraná, donde montó
al vapor Countess Lansdale. El general retrocedió de San Nicolás
de los Arroyos; (...) agobiado de tristes presentimientos, por el
porvenir oscuro y desastroso que amenazaba al país, contemplaba
que los abundantes elementos de guerra, que desde ese momento se
aglomeraban en torno de San Nicolás y sus inmediaciones, iban a
servir para entretener la destrucción de su patria, y que ese poder
fuerte de que se rodeaba al general se iba a emplear en derramar
sangre argentina. (...) En la batalla de Caseros el general Urqui-
za mostró lo que valía como soldado. En esta segunda campaña
sobre Buenos Aires ha demostrado toda la magnanimidad de que
es capaz su corazón. Sus últimas palabras a la Nación han sido
éstas: “¡Argentinos! marchemos unidos todos al grande objeto de
nuestros afanes, que es dar a la Nación leyes permanentes e institu-
ciones que las conserven y les sirvan de garantía. Uníos en torno de
vuestras propias autoridades provinciales y marchando uniformes
en el pensamiento de nacionalidad, robusteced los vínculos que la
forman, para que ellos se hagan indestructibles”.

Juan María Gutiérrez

178
CAPÍTULO 16
¿Alguna vez no ha observado usted, amiga mía,
que en medio de nuestra situación llena de miserias
y vejámenes sólo hay algo grande que nos hace superiores
a quienes quieren abatirnos?
Ésta es la razón de por qué nada nos asombra de
cuanto vemos en el extranjero; existe en nosotros la conciencia
de una misión sagrada que debemos cumplir para dejar
sin rival la gloria de nuestra patria; como también los recuerdos
de su pasado hermoso.
Así no me sorprende que se halle usted disgustada en el Brasil.
JOSÉ MÁRMOL

Lo que lanzó a Juana Paula de nuevo al camino fue sin duda la


carta de su amiga Imelda, que tantas veces leyó, hasta en algunos
casos en voz alta:
“Mi muy estimada amiga, te mando ésta por medio de Federi-
co Marín, desde Victoria, Entre Ríos. Espero, amiga, que tu salud
ayude en tan locos proyectos como siempre cuentas, aunque tu
correspondencia es harto distanciada. Te escribo mientras observo,
desde mi ventana, la gloria del otoño de mi provincia. Los dorados
de viejos árboles se mezclan con los jazmines que en su pequeñez
se hacen notar por su perfume. Las cuchillas de nuestro campo me
recuerdan a ti, a tu gusto de manejar el sulky y apenas guiar al
petiso para que nos lleve, cara al viento a nuestro refugio, el que
queda debajo del viejo ombú, ¿lo recuerdas?
Ayer, el ombú, con las falsas cartas de amor de aquellos que nos
pretenderían cuando fuéramos mayores, hoy, te recuerdo mientras
vuelvo mi vista al espejo dorado, ese que madre tenía en la sala e
incluíamos en nuestras historias. Hoy reflejan mi cara, un tanto
ajada, aunque mi pelo rojizo conserva su rebeldía.

179
“Juana Paula, quiero invitarte a ti y a las niñas a pasar una
temporada en mi casa, que es la tuya. Tentarte con las torrejas
con miel y crema o los pastelitos de dulce de membrillo de los que
eras tan golosa y ni qué decir de un buen asado y las empanadas
de carne que son la gloria de este lugar. Después, conversar, con-
tarnos de nuestras vidas. Cuántos sueños compartimos, cuántos
amores nos contamos, tú, desde el mundo que recorres, yo, desde
mi rincón en Victoria. Cuántas veces quise ser como mi amiga y
otras, cuando llega el otoño, como ahora, ser la que siempre soy e
invitarte. En el correr de estas líneas los recuerdos se desbocan y
vuelvo a aquel baile que compartimos. ¿Lo recuerdas? Fue cuando
Tatita quiso agasajar a aquel héroe que pasó por el pueblo y del que
te enamoraste sin remedio. ¡Qué alboroto! Cuando te perdiste en el
jardín con él y cuántas conversaciones tuvimos luego que te besó.
“Mi esposo falleció hace un tiempo y extraño su amistad, su
compañía. Tal vez no fue el nuestro un amor apasionado, pero fue
sincero en tantos años de estar juntos. En alguna oportunidad
traté de contarle alguna de las historias que imaginamos las dos y
apenas conseguí una sonrisa de comprensión ante nuestra fantasía.
Amiga, eres la única que las entiende.
“Mis ojos están algo cansados y mi mano es lenta, pero quisiera
tener tu capacidad para escribirte cada pensamiento, cada recuerdo,
cada sueño que puebla, hoy, esta casa. Mis hijos están lejos, mi hija
casada y con el ajetreo de los niños, mis nietos. Hay una nieta que
quiero que conozcas, se llama Justina y en sus ojos brilla aquella
luz que teníamos cuando imaginábamos a nuestro príncipe.
“Amiga, sé que esta misiva resulta demasiado extensa, pero
hace tiempo que no hablo de mis sentimientos y el papel parece
una puerta abierta por la que seguro podrás ver todo lo que quiero
decirte. Espero tu respuesta. Mi otoño, Victoria y yo te esperamos
y recibe todo mi cariño, tu amiga Imelda, hermana de corazón.
Victoria, a 26 de julio de 1852”.

“Querida Imelda”, comenzó a escribir de inmediato Juana


Paula mientras masticaba trocitos de piña y el mar la acunaba
con su música, “qué grata sorpresa tu carta. Has de saber que
pronto, más temprano que tarde, regresaré a Buenos Aires con
las niñas y bien dispuesta a enfrentar a los que tampoco esta vez
comprenderán. Viajar me ha servido para saber que eso sucede
en todas partes, al menos en Filadelfia, Nueva York, La Habana y

180
de nuevo hoy por el Janeyro. Largamente habremos de conversar
este asunto y reiremos, como siempre. Tu propuesta de visitarte
me hace mucha ilusión. Tanto me has hablado de Victoria, tanto
hemos soñado con esos promisorios días, el solecito bajo las glicinas,
el coy, el canto de las cigarras y el mate de limón, siempre un poco
frío y los pasteles, sin miel diría yo porque la miel deja pegotes
en las servilletas y sin servilletas, los pasteles con miel atraen a
las moscas... o puede que un colibrí estarás diciendo a causa del
empeño de que coma tus pasteles, ¡pues que sean con mucha miel
entonces y el mate amargo y ojalá un colibrí!
“Aún no puedo decirte cuándo ni cómo llegaré a Victoria,
pero algún río encontraré que me lleve hasta tu orilla; al menos
me llevarán los aromas del Paraná o el Uruguay o el del Plata
y los jazmines siempre al caer la tarde. Seguramente dirás que
jazmines hay en todas partes. Es verdad, pero como he estado en
sitios donde los pobres deben perfumar todo el año pues no existe
el cambio de estaciones, huelen mucho menos. Los nuestros sólo
perfuman durante las siestas de verano y el crepúsculo, ya sabes
a qué me refiero. Recuerdo el baile que mencionas y ese enamora-
miento a que haces referencia. Tanto tiempo ha pasado y nos ha
pasado, amiga. Qué pena lo de tu marido. El mío no ha muerto,
apenas si se ha ido tras las faldas de una portuguesa. Ya sabes,
querida Imelda, una de esas mujeres. A qué me refiero con una de
esas mujeres... aquellas que con sólo alzar un dedo a la par de la
nariz de un hombre, lo consiguen todo. O casi todo. Aunque tanto
no ha conseguido, pobrecita, sólo se ha llevado a Noronha y eso
tampoco habrá de durarle mucho tiempo. No te preocupes, también
hablaremos de ello. Para que comiences a reír, o al menos vayamos
practicando el gesto de reír hasta que lleguemos, comparto contigo
este artículo que encontré durante mi viaje a La Habana, publicado
en La Siempreviva allá por 1838 y escrito por José Quintín Suzarte.
Lleva como título ‘La mujer buena’, en contraste con las malas que
se supone somos las mujeres que escribimos y dice: ‘Cuando una
señorita le preguntó a Voltaire qué libro creía mejor para estudiar,
él le regaló uno en blanco con el título Cuentas del gasto diario;
cuando Madame Staël se interesó en conocer el criterio de Napoleón
sobre qué mujer le parecía la mejor, éste le contestó: la que me
dé más hijos. Respetando la opinión de tan grandes hombres, me
atreveré a decir que no estoy de acuerdo con ellos, es verdad que
yo me guardaría bien de tomar por esposa a una Madame Staël,
aunque me gloriaría mucho de ser su amigo. Una mujer que no
piensa más que en la gloria, muy presto se aburrirá del marido,
181
y el amor a las musas le robará el de sus hijos. Por nada querría
yo ver a mi adorada mitad distraída, meditabunda, a la caza de
consonantes y conceptos; yo quiero que ella sea la poesía misma,
no el poeta; que me inspire y no me diga que está inspirada; que
no empañe su linda frente con las arrugas de la meditación para
que pueda leer siempre en ella un pensamiento de amor; que me
enseñe en sus preciosos dedos las huellas de la aguja más que las
manchas de la tinta; y que sepa amenizar mis ratos de holgura con
gratos coloquios y discretas y alegres conversa-ciones’.
“¿Ves lo que intento decir, querida Imelda?, hasta yo he en-
vidiado la suerte de esas mujeres que no sienten de este modo tan
nuestro, no piensan y mucho menos escriben. Sólo comen, duermen,
vegetan y bordan mientras mantienen agradables coloquios con su
marido y el mundo las llama mujeres sensatas. No te fastidies, claro
que hay excepciones, pero nosotras nunca estaremos entre ellas.
“Quizás esta carta no llegue, quizá no logre entregarla a algún
correo antes que las niñas y yo nos pongamos en viaje. Cómo saberlo
del modo que van las cosas por estos días... Pero sé que una tarde
cualquiera y sin motivo alistarás el sulky pa-ra llegarte hasta el
embarcadero, en busca de alguna carta o con las solas ansias de
estarte quieta viendo el atardecer y ahí estaremos esperando por
ti. Con todo mi cariño, a diciembre de 1852. Juana Paula”.

La chalupa se abría paso por el río Uruguay. Juana Paula


leyó una vez más la carta que, efectivamente, no había enviado a
Imelda. La volvió a doblar en cuatro y la guardó en su bolso. Alzó
la cabeza, giró hacia la popa y perdió la mirada en la estela que
la embarcación abría en el agua. Navegaban río abajo. Durante la
creciente navegaron a puro foque, también nave-garon por horas a
palo seco. Los sauces lamían el agua; de a ratos Juana Paula tomaba
una rama con intenciones de cortarla pero de inmediato la soltaba
o sumergía la cara en algún otro follaje. El cotorrerío estallaba en
una y mil voces, sobre-volando, sumergiéndose entre las ramas
hasta los confines de la selva y los charcos. Por momentos, la
quietud del agua marrón y sus orillas le hacían pensar en un sueño
más, el viaje del retorno.
Hacía tiempo ya que Noronha se había ido. Hacía tiempo,
mucho tiempo de todo. Juana Paula vio a las niñas dormir la una
sobre la otra, recostadas como dos cachorras sobre unos manojos de
sogas. Cansada o ante la necesidad de demorar un poco la llegada

182
a Buenos Aires, la carta de Imelda había tomado vigor cada día
previo a la partida. Conforme los días transcurrían, cada palabra,
cada sugerencia de Imelda era una orden. Por eso quizás había
elegido aquel modo de alejarse de Río de Janeyro para regresar a
la Santa María. Un largo trayecto en carro, otro probable a lomo
de mula, hasta embarcarse río abajo por el Uruguay, puede que
más tarde por el Paraná hasta Victoria y luego de nuevo río abajo
hasta vislumbrar el Río de la Plata.

Cansada, con calor, rodeada de baúles y con la sola fortuna


de una niña a cada mano, alzó los ojos y miró hacia atrás, el río
serpenteaba entre la maleza y el llanto de los sauces. La chalupa
hizo sonar un silbato pretencioso y fue acercándose a la orilla.
Cuando se detuvo frente al pequeño amarradero, bajaron y, lue-
go de acomodar y controlar los petates, se sentaron a la sombra,
aferradas las niñas a su falda y atentas al par de muchachitos que
corrían unos pollos, apenas erguidas y reposando en la ladera del
barranco. El sol enceguecido por el espejo del río arrojaba dagas
sobre el polvo, abrevando al mismo tiempo de unos charcos de barro
que rodeaban el embarcadero.
Un hombre calvo, a cargo seguramente del puerto improvisa-
do, metía la mano en un balde y echaba agua por los alrededores
para refrescar la estancia de pasajeros y protegerlos de la polvareda;
sonrió de manera resplandeciente. Tenía un solo diente o por lo
menos eso les pareció a Juana y a las niñas que, mirándose entre
sí, estallaron en carcajadas.
Cuando se acercaron a preguntar por la casa de Imelda, Juana
y las niñas notaron que, en realidad, el hombre tenía todos sus
dientes de oro menos uno. Entonces volvieron a mirarse entre ellas
y de nuevo estallaron en carcajadas, ante la resignación del calvito
que parecía acostumbrado a ese tipo de situaciones. Él también
sonrió y el fulgor de la sonrisa las deslumbró una vez más.
—Si esperan un rato, podré alcanzarlas. ¿Ella las espera?
—Seguramente.
El hombre espantó unas moscas de la mesa bajo la enramada.
En silencio puso un mantelito y tres vasos con limonada y galletas.
—Hasta que no pase la chalupa de don Cosme...
—No se preocupe…
—Allá, entre los sauces, hay unas hamacas, por si las niñas
quieren dormir... —invitó el hombre, que se llamaba Aníbal y lle-

183
vaba una boina.
Las niñas no sólo no durmieron sino que le anduvieron todo
el tiempo por detrás, observando el resplandor de su boca. Juana
Paula bebió la limonada y caminó río abajo. El coy entre los dos
árboles se mecía apenas con la brisa. Se recostó y cara al cielo se
meció largamente. Desconocía si aquéllos eran sus tiempos de paz
o el momento adecuado, tampoco si era el sitio, pero había decidido
que por unos meses sería su lugar. Las ramas se mecían y el cielo
se agitaba entre la hojas.
Agradeció esa instancia y cerró los ojos hasta que el grito de
las cigarras la despertó. Atardecía. Se puso de pie y vio a las niñas
tomadas de las ramas de un sauce metiendo los pies en el río, no
lejos de la chalupa donde el hombre calvo daba órdenes a unos mu-
chachones que cargaban bolsas y más bolsas de maíz y de papa y
de yuca. Una de las bolsas se veía impregnada de sangre seca y una
pata de cerdo asomaba por un agujero. Las sombras se imponían
en los alrededores, por las laderas del río los paisanos encendían
los fogones y la melancolía de una guitarra se dejaba oír junto con
cientos de pájaros. Juana Paula se estremeció.
A cuento de qué tanto pudor, se dijo, a cuento de qué tanta
inquietud. Algo había comenzado a sentir que ya no era piedad por
sí misma. Imprevistamente, como si fuese una de esas mari-posas
de alas cobrizas entre los sembradíos de lino, su corazón rebosaba
de un gran deseo de vivir. Juana Paula se despertó apretando los
puños. Abrió las manos y movió los dedos. De pronto todo se le
hacía ajeno y desconocido, hasta Noronha, o el recuer-do de un
tal Francisco de Noronha que creía haber conocido mucho tiempo
atrás. También sin él se vive aún sin dejar de amar.
Se dijo esto y, arrancando un jazmín, lo prendió en el cuello
del vestido. Desde el primer día del exilio, se había cruzado con
tan diversas gentes, legiones de personas que parecían habérsele
acercado para que ella pudiera reconocerse en otras vidas y otras
miradas para intentar ahora ser otra o ser finalmente ella misma
con los despojos de aquella otra en quien aún quizá concurrían esas
dos particularidades del ser-bella con el ser-intelectual, tan extra-
ñas coincidencias al decir de don Germán Castro, recordó Juana
Paula riendo mientras acababa de poner pie en tierra argentina.
El hombre las invitó a entrar. La niñas corrieron por delante.
La lámpara a la entrada era un hervidero de mariposas grises.
Lejos chilló un pájaro nocturno. El fuego crepitaba en el hornillo
y el hombre les ofreció mate. Por un instante, la vida que había

184
llevado hasta entonces, los últimos diez o doce años, le pareció sólo
una manera loca de vivir. Volvió al parral. Desde adentro le llegaba,
aunque un poco lejano, el traquetear de vasos y platos que el hom-
bre ordenaba en los estantes, la pava contra la piedra del fogón,
el carraspeo del hombre con el que daba cuenta, no sólo a Juana
Paula sino a sí mismo, de su presencia en la soledad del rancho.
Todo la mantenía en vilo. Las niñas, al fin, se durmieron en
la mecedora que Juana Paula movía suavemente con el pie. El sol,
aunque lejano y muy bajo ya, se veía aún de un dorado intenso y
atravesaba la enramada hasta morir entre las esteras de junco en
las ventanas. Un murmullo de aves y de perros inquietó el sueño
de las niñas y a Juana Paula, que corrió llevándose por delante
la mesa y haciendo cloquear al gallito de plumas verdiazules que
picoteaba el barandal.
El pedregullo bajo las ruedas se oyó más cercano y un chisti-
do y el rebufo de la yegüita escarceadora. La luz de un cigarro se
encendió en la oscuridad. Sólo entonces Juana Pau-la pudo reco-
nocer la sonrisa de Imelda. Iba erguida en su asiento y envuelta
en el mantón floreado, con el cigarro en una mano y en la otra la
fusta con la que quitó la ceniza de los pantalones de bayeta gris.
Sin bajar del coche, las ayudó a subir. Una vez arriba, Juana Paula
abrazó largamente a su amiga. El chillido de las cigarras se sumó
al rebencazo y se pusieron en marcha. Sin extrañamiento ambas,
como si no hubiese transcurrido el tiempo.
La noche se les fue cerrando entre los árboles, parecía no exis-
tir un camino posible. Sólo se oía el paso de la yegüita escarceadora
y el murmullo de las mujeres. Las niñas dormían. La lumbre del
cigarro iluminaba apenas los ojos de Imelda. Juana Paula esforza-
ba los suyos para adaptarse a la escasa luz, a esa nueva oscuridad
protectora y perfumada.
—Te estuve esperando...
—No tanto después de todo...
—Es verdad... Has traído pocas cosas...
—... Sólo libros y papeles.
—Cómo si acá no los hubiera...
—Traté de aligerar el equipaje, pero tanto tiempo fuera…
Imelda rió y unas palomas aletearon en los árboles sin de-
jarse ver.
—De todos modos, se nota que lo que más pesa no lo traes
en los baúles.
Juana Paula también sonrió y se dio vuelta para asegurarse

185
de que las niñas no hubiesen despertado.
—Es verdad... Tanto lo vivido, tanto más para olvidar, tanto
que pesa y tan poco espacio ocupa.
—¿No has vuelto a saber de él?
—No.
—Entiendo, amiga.
—No creo.
—Tienes razón, amiga mía, pero intento hacerme a la idea...
—No vale la pena, mucho menos tratándose de Noronha. Tu
marido ha muerto, al mío no me queda sino hacerlo morir por lo
menos en mí...
Imelda estalló en una carcajada; el coche viró una vez más y
unas ramas de sauce las rozaron.
—¿Sabes qué?
—No.
—También papá ha muerto.
Imelda detuvo el sulky. Permanecieron en silencio largo rato
a la sola luz del cigarro.
—Pero tienes tus hijas... —interrumpió Imelda.
—Las niñas, sí, claro, pero el niño murió cuando nacía —dijo
Juana Paula en un susurro.
—Perdón, Juanita, no sabía.
El vasto silencio se prolongó hasta que Imelda dio un fusta-
zo en el lomo del animal mientras profería pequeños insultos en
voz muy baja. De Imelda, Juana Paula sólo veía titilar el cigarro.
Aire con aroma a bosque, a tabaco y humo. Al paso del sulky se
vislumbraba una luz cada vez más intensa. Era la ventana de la
casa, donde la brisa movía una cortina peligrosa-mente cerca de
la lámpara. Cuando los perros comenzaron a ladrar alrededor del
coche y el cigarro de Imelda cayó al suelo, Juana Paula inspiró tan
profundo que Imelda la abrazó. Supo entonces que pese a estar
deambulando aún los alrededores de la Santa María de los Buenos
Aires, haciéndose a la idea, tomándose apenas el tiempo, apenas
regresaba a casa.

Por la mañana, el gallo, seguramente verdiazul como el que


vieron en lo del calvito de boina, las despertó. La bruma se es-
parcía por el bosque en una llovizna leve, leve como el sol que la
entorpecía. Juana Paula abrió las ventanas y la intensidad de los
verdes la sorprendió. Ni siquiera esos verdes profusos le hicieron

186
recordar a sus días en el Janeyro, ni la palmera que se elevaba en
el fondo de la casa, ni la jarana del pajarerío entre sus hojas. Los
patios tampoco le recordaban a nada. Quizás un poco a los de su
infancia. Las macetas con malvones y geranios, la mescolanza en
la que crecían los jazmines, las madreselvas, las rosas de cuatro
pétalos rojos o blancos, los lirios azules y los amarillos, los ligus-
tros, las achiras y el estanque colmado de calas, nenúfares y sapos.
En la galería, Imelda se mecía en la hamaca. Juana Paula alzó
la mano para saludarla pero Imelda no contestó. Comprobó que las
niñas aún dormían. Herminia aferrada a un extre-mo del velo del
mosquitero y Eulalia asomando uno de sus pies por debajo. Imelda
permanecía con los ojos cerrados. Juana Paula levantó la tapita
de la lechera y la volvió a su lugar; este roce de loza contra loza o
quizás el aroma de la cocoa tibia hicieron que Imelda levantara los
párpados y observara a su amiga.
—Durmiendo aún... —le habló Juana Paula.
—No he sido yo la remolona, amiga, ésta era mi primera siesta
de cada día. En realidad, ya es hora de almorzar pero aún no has
desayunado...
—¡Qué contrariedad...! —exclamó Juana Paula y ambas rie-
ron—; sólo puedo comer meloncito entonces, ni un trozo de pan
con manteca o dulce de leche ni leche con cocoa... pero sí unos
matecitos antes del almuerzo.
—Tú sabrás —respondió Imelda fingiéndose desentendida—;
además, hay que trabajar.
—¿Trabajar?
—No me has mostrado nada de lo escrito, tampoco tus pro-
yectos...
—Ah, eso.
—¿Te parece poco?
Imelda se había puesto de pie e increpaba a Juana Paula
mientras cortaba unas flores. Juana Paula sólo sonrió...
—No ahora, Imelda. Nos habíamos prometido...
—Es una broma. Sabemos lo que harás y que lo harás bien.
Sabemos que los tiempos serán difíciles, sabemos que podrás con
ellos. Sin embargo...
—¿Sin embargo?
—Es importante fijar unas metas para esbozar al menos un
camino...
—¡No puedo creer tanta formalidad en tus palabras, amiga
mía!

187
—Puede que ese orden no le sea necesario a la señora de No-
ronha, pero sí será necesario a los que la rodeen de ahora en más...
—¡Qué pereza! —exclamó arrojándose en la hamaca—... venía
con tantos deseos de descansar.
—Ya has descansado bastante estos años. Ahora toca trabajar.
Juana Paula mecía la hamaca. Sólo los pies contra el entablado,
el vaivén de la hamaca y una cigarra se dejaban oír. Imelda se sentó
en el escalón de la galería y comenzó a armar un cigarro hoja por
hoja estirando las hojas de tabaco sobre su muslo y arrollándolas
bien apretaditas...
—... ni un poco de aire debe quedar... ¿Quieres?
—¿Más nubes de humo...? —bromeó Juana Paula—. Ya no.
—No necesariamente. ¿Acaso no pregonas la indepen-dencia?
—¡Qué otro remedio! ¿Crees que pude elegir cuando mi padre
o cuando mis exilios o la tanta pobreza junto a Noronha? Y ahora
ni siquiera Noronha...
—¿Entonces?
—Tienes razón... ¡Pero no hablemos del tema, por favor! ¿A
qué hora es la reunión?
—A las nueve...
—¿Y las niñas?
—Quedarán con Florinda. Vamos ahora por nuestro cigarro...
—dijo Imelda tomándola de la mano.
Atravesaron un maizal mientras a sus pies se desguazaban los
surcos secos, luego un matorral de zapallos, el monte de naranjos,
un cañaveral y un puentecito de maderas sueltas sobre un pobre
curso de agua. Se detuvieron a la mitad y se sentaron.
—Prefiero el río, Imelda. Corramos...
Así bajaron la ladera que las llevaba al río donde unos hombres
construían un nuevo embarcadero, una escalinata generosa y un
muro ribereño con columnas torneadas. No descendieron hasta el
último escalón pues los últimos naufragaban en el río. Sentadas en
los peldaños se quitaron las botas y metieron los pies en el agua.
Imelda armó un cigarro que compartieron. A pocos metros, los
hombres mantenían la cabeza baja sobre sus tareas sin quitar la
mirada de reojo a las mujeres.
—Una noche que las niñas dormían —comenzó a contar Jua-
na observando de soslayo a los hombres—, Noronha se había ido
y lloré de tal modo que creí morir. Claro que sabía que no había
diferencia entre estar con él o sin él... Sin embargo, el sufrimiento
se me instaló y la soledad que no puedo...

188
—Pero no estabas sola, Juanita. No lo estás —dijo Imelda
encendiendo el cigarro y pasándoselo después de la primera pitada.
—Pero así me siento... y ajena. Extraña. Es como si nunca
hubiese conocido a nadie llamado Noronha, como si nunca me hu-
biese sentido amada por un tal Noronha, como si nunca hubiese
estado en sus brazos y amparada por la ternura de ese tal Noronha.
No obstante…
—Y tal vez nunca fue así... tal vez nunca pudo ser de ese modo,
aunque él estuviera contigo.
Juana Paula inhaló profundamente y el humo la hizo toser
un poco.
—¿Acaso me equivoco? —insistió Imelda.
—De todos modos, cómo podría amarme Francisco si yo no
era yo.
—¿Realmente crees eso?
—Noronha nunca me vio como yo soy en realidad, y de tanto
verme en ese espejo distorsionado en que él reflejaba a una que no
era yo, no podía verme a mí misma... Una noche bajo las estrellas de
aquel bello país que no era el mío, a orillas de un río que tampoco
lo era, mientras las barcazas iban con sus antorchas y música y las
gentes con sus amores, me vi tan lejos... y no pude concebir cómo
había llegado hasta ahí, no entendí cómo podía serme tan ajena
esa poesía del amor, tan bella y ajena...
—Era un pensamiento un tanto simple para Juana Paula
Manso, sin duda...
—Y aún lo es...
—Todo cambiará cuando olvides a Noronha...
—¿Y eso cómo...?
—¿De verdad no lo sabes?
—Cómo olvidarlo si las niñas siempre preguntan por él... si
aún huele a él en mi ropa, las maletas... cada uno de mis objetos,
hasta la piel que casi no acarició nunca...
—Otro pensamiento simple, creo. Las niñas olvidarán tam-
bién, pudieron haber sido hijas de otro hombre, mejor padre, sin
duda, y mejor marido. Ya ves, ahora son sólo tuyas.
—Tampoco seas injusta, Imelda...
—¿Injusta?
—Sólo un poquito... —murmuró Juana Paula, dejando caer
el cigarro, que antes de hundirse en el río abrió cuatro círculos
grandes y tres pequeños.
Imelda la abrazó.

189
—Tampoco yo he sido feliz, Juana. Lo sabes.
—Después de todo hay tantas otras cosas, ¿no?
—Regresar, por ejemplo...
—Eso intento, Imelda, estoy regresando... —repitió Juana
Paula y sonrió.
—Regresar a la casa, ahora, digo, el baile de esta noche, ¿re-
cuerdas?
Y el baile de esa noche en la pequeña población entrerriana
iba a ser una pequeña aproximación a la realidad, breve, más pre-
monitoria que prometedora. Abrieron baúles y colgaron vestidos
y chales, sombreros y capelinas, en el biombo, en las sillas, en las
ventanas, tan abiertas de par en par como las dos puertas del rope-
ro; sólo dejaron libre de trapos la enorme luna del espejo. Jugaron
a ser otras por una noche. Juana Paula se probó los vestidos de
Imelda e Imelda los de Juana Paula. Por un día, Juana Paula se
dejó jugar a sí misma. Tanto como se dejó jugar a sí misma Imelda.
Así llegaron ambas a la tertulia y bajaron del sulky desplegando
sus faldas generosas, con volantes celestes la de Juana Paula y de
color bermellón la de Imelda, con repetidas blondas blancas de
encaje en las enaguas y blusas blancas con calados en el escote y
entredós con cintitas de raso y una cinta igual al cuello, con una
pequeña gardenia recién cortada. El pelo en alto a los lados con
dos torzadas y suelto sobre la espalda, natural, sin pretenciosos
enrulados ni suje-tadores ni moños. Frescas las dos, en medio de
la noche cálida, a escasos metros del río.
La esquina del Club Social había sido engalanada con antor-
chas en la entrada y guirnaldas de flores que atravesaban el jardín
y el salón. Sobre la mesa, los pequeños potiches con jazmines, entre
los platitos de dulces y las jarras con sangría, los botellones con
jerez y las copas. En un pequeño tablado, unos músicos ejecuta-
ban al piano, acompañándose con un bandoneón y un violín, unas
mazurcas, y hasta se animaron a un fandango que desencadenó
cálidos aplausos. En medio de los aplausos subió al estrado un hom-
bre corpulento, con una calva lustrosa y circundada de abundante
pelo cano y enrulado como la barba. El hombre sonrió sin quitar su
mirada vivaz de los ojos inquietos de Juana Paula. Sacó un violín y
comenzó a interpretar el vals en mi bemol mayor, opus dieciocho,
de Federico Chopin, al que luego se acoplaron los otros músicos y
muy especialmente el piano. La gente dio vueltas y más vueltas por
el damero del patio alrededor de la pequeña fuente. Juana Paula no
pudo evitar la mirada del hombre, que, al comenzar el tercer vals,

190
hizo una seña al segundo violín para que lo reemplazara.
Tal cual ella había previsto casi con horror, se acercó a Juana
Paula y la invitó a bailar. Menuda entre sus brazos, ella se dejó
llevar sin hacer ningún comentario por varias vueltas alrededor
del patio. Cuando el hombre la notó acalorada, la tomó de la mano
y le ofreció un refresco. Luego, con gentileza, la condujo hacia los
barandales que daban hacia el río, donde la luna se balanceaba con
la corriente suave. Una docena de farolillos de papel pendían de
los árboles y de las guirnaldas de flores con que habían adornado
el patio.
—Mi nombre es Andrés Rivas, señora.
—Juana Paula, el mío.
—Manso de Noronha... —agregó él y Juana Paula empali-deció
pero nada de aquella turbación tuvo en cuenta el hombre, aunque
sin embargo sonrió.
—La señora no me recuerda.
—Disculpe, la verdad que no.
—¿Tampoco si me imagina sin la barba?
—Nada sencillo imaginarlo sin barba: ¿Nos conocemos de
algún lado?
—Me avergüenza decirlo, pero sí nos hemos conocido...
—Me disculpará entonces el no recordarlo.
—Aquella noche en Nueva York, cuando mis músicos y yo nos
negamos a tocar usted tuvo que acompañar a su esposo...
Luego del desconcierto primero, Juana Paula sonrió y sólo
entonces soltó su mano.
—Aún está enojada... —dijo el hombre bajando la voz.
—Habían sido contratados sin suficiente dinero para afrontar
lo pactado... ejercían su derecho a no trabajar sin paga.
—Su marido es muy afortunado. Pese a la ira con que se lo
pidió, la señora aceptó acompañarlo al piano, aun cuando sus de-
dos temblaran como tiemblan ahora —dijo el hombre volviendo a
tomar la mano de Juana Paula entre las suyas—. Maravillosa la
ejecución de aquellos valses, mi señora.
Ante el silencio de Juana Paula, el hombre llevó la mano de
ella hasta apoyarla en su chaqueta y fue abriendo uno a uno los
dedos sobre su corazón.
—¿Percibe los latidos, señora mía?
—Por supuesto... —respondió con cierto rubor.
—Así fue también aquella noche, señora mía... Tanto agradecí
que mis compañeros se hubiesen negado a tocar... y su presencia

191
—agregó mirándola largamente a los ojos.
—Veo que ya no será necesario presentarlos... —interrumpió
Imelda.
Ambos se dieron vuelta. Imelda se acercaba sonriente con una
bandeja y tres copas. Juana Paula aún tenía su mano entre las del
hombre, que seguía sosteniéndola contra su corazón.
—¡Andrés!... No me digas que intentarás también conquistar
a Juana Paula...
—Es que ya nos conocíamos... —comenzó a decir el hombre,
pero terminó riéndose en una tierna carcajada igual que Imelda.
—Razón de más... o de menos, no sé...
Juana Paula apartó las manos y las cruzó por detrás de la es-
palda, sin aceptar la copa de jerez que le ofrecía Imelda. El músico
sí bebió su copa a sorbitos pequeños.
—... En realidad apenas nos cruzamos hace tiempo, pero yo
no le recuerdo —se disculpó Juana Paula—, es él quien dice que
así ha sucedido...
El hombre un poco confuso bajó la cabeza e Imelda no logró
contener la carcajada.
—¿Qué sucede, Imelda...?
—Mil perdones, señora —murmuró Andrés—, ha sido Imelda
la de la idea. Entre tantas cosas que me contó, también contó lo
sucedido aquel día y ambos nos tentamos con esta pequeña bro-
ma... Claro que no fui yo aquel músico, pero me hubiese gustado
conocerla en esa oportunidad.
Tanto el músico como Imelda sonrieron. Juana Paula los ob-
servó un instante, inspiró profundo y finalmente no pudo sino reír.
Tomó la copa que aún Imelda llevaba en la mano y bebió también
a pequeños sorbos el jerez.
—Ves, Juanita, que aún es posible —dijo Imelda dándole un
abrazo—... si has podido creerle a este embustero de Andrés Rivas...
Andrés tomó una vez más la mano de Juana Paula y la volvió
a abrir a la altura de su corazón.
—Sin embargo, señora mía, la agitación que me provoca su
presencia verá usted que sí es verdadera.
—Muchas gracias... —dijo Juana cómodamente y sin quitar
la mano.
—Juanita, sé que quizá no merezco ya sus favores pero me
animo, de todos modos, a solicitarle aquel vals que nun-ca pude
escuchar —sugirió el hombre y, sin esperar respuesta, la tomó de
la cintura, la guió hasta el piano y volvió junto a Imelda.

192
Juana Paula les sonrió una vez más, acomodó la amplia falda
sobre el asiento, irguió la espalda y dejó deslizar sus dedos por el
teclado a modo de reencuentro, sólo luego de un leve ejercicio de
escalas para soltar las manos descerrajó los acordes de un son cu-
bano, desconocido aún por esas tierras entrerrianas, no sin antes
compartir una amplia sonrisa con Imelda.

Había conocido a Imelda tantos años atrás que ya ambas ni


sabían cuándo. Algo recordaban de un sarao en lo de los Sánchez,
uno de esos donde la señora de Mendeville ejecutaba virtuosamente
el arpa. Recordaban haber entrado en el salón casi al mismo tiem-
po y cada una del brazo de su padre. Recordaban la presencia de
Mármol estrenando chaleco blanco y la fascinación de estar cerca
de toda la intelectualidad porteña. Varela, De Luca y tantos. Don
José María Cuenca, también Julián Arana, el padre de Imelda.
Juana Paula e Imelda apenas habían cruzado una sonrisa cuando
se apartaron del grupo. Algo misterioso circulaba esa noche por
encima de las copas y por detrás de los abanicos. Mariquita dejó
en suspenso un último acorde en el arpa y sus dedos quedaron
en reposo sin soltar las cuerdas. Habían pasado unos dos meses
del primero de diciembre del 29, cuando Rosas había sido elegido
gobernador de Buenos Aires, y se percibía el comienzo de los años
difíciles. No tantos se mostraban libremente dispuestos a incorpo-
rarse al nuevo esquema político, la sociedad se había quebrado y sin
duda los Mendeville parecían formar parte de la red de intrigas que
había llevado a Rosas al poder, eso se decía al menos; Mariquita,
sin embargo, había puesto límites a su amistad con el Gobernador
y, respetuoso, el Gobernador había aceptado esos límites, pero no
pasó mucho hasta que fue elegida, por unani-midad, presidenta de
la Sociedad de Beneficencia: cómo mante-ner entonces aquel límite
con Rosas estando en el mayor espacio de poder al que podía aspi-
rar una mujer por esos tiempos, cargo político que exigía siempre
anuencia con el gobierno de turno.
—Difícil tarea, Marica... —había dicho la señora de Riglos ofre-
ciendo un brazo a su amiga—, muy difícil tarea te toca, mi querida.
—No pude más que aceptar. ¿Cómo no aceptar si todas votaron
en mi favor?
—Y peor aún cuando el gobierno no está dispuesto a compro-
meter fondos en gastos extra...
—Qué pasará entonces con la Casa Cuna, no sé...

193
—Ya se verá el modo, Marica, no te preocupes —había dicho
Tomás Guido, ministro de Rosas recién designado, igual que la
señora de Mendeville.
—Te saludo, Marica —dijo Varela ni bien entró Guido, besó la
mano de la anfitriona sin demorar su partida y lo mismo hicieron
los Mármol.
Imposible no preocuparse por cierto. Pese a las felicitaciones
la velada no sería igual, ya no quizá por mucho tiempo.
Juana Paula e Imelda se habían acercado a la mesa por re-
frescos y bizcochos; sin hablar salieron al jardín y se sentaron bajo
la glorieta.
—Difícil tarea, sí... —había dicho Juana Paula.
—Imposible... —había concedido Imelda y, aunque ambas
hacían referencia a diferentes imposibilidades con respecto a la
señora de Mendeville, no hicieron mayores comentarios. Sólo ha-
bían intercambiado unos bizcochos y un par de yemitas aquel día
y la promesa de una amistad que fuera más allá de maridos, exilios
y otros destierros similares.

Cuando el son cubano acabó, el pequeño auditorio estalló en


aplausos. Andrés Rivas se acercó a Juana Paula y, emocionado,
la ayudó a levantarse, le besó la mano y, tomándola de la cintura
una vez más, la condujo a la silla junto a Imelda. Entonces fue él
quien se hizo cargo de la música. Lo acompañó uno de sus músicos
con una flauta travesera y otro con el violín, y el mismo Andrés se
sentó al piano e intentó otros acordes de una contradanza cubana;
de la contradanza pasó a un danzón y finalmente a un danzonete
del cual entonó hasta las palabras: “... una rosa pintada de azul, es
un motivo... escribir un poema es fácil si existen motivos... y hasta
suele crear rumbos nuevos en la fantasía..., unos ojos bañados de
luz son un motivo... y me quedo mirándote a ti y encontrándote
tantos motivos... yo concluyo, mi motivo mejor eres tú... una rosa
pintada de azul”.
En medio de la turbación, Juana Paula sonreía. Imelda la
observaba complacida. Mientras Andrés abandonaba el piano y se
concentraba en un solo de violín, Imelda se acercó a Juana Paula
y le murmuró:
—Ya ves, Juanita, todo es posible aún...
—No sé, Imelda, no sé si tanto.
—Vas rumbo a la Santa María porque Rosas ha caído; traes en

194
la maleta una novela y un compendio de historia que acabarás por
editar, sin duda; traes todo ese cúmulo de lecturas y experiencias
en tu cabeza y en tus sentidos; y sobre todo esta nueva visión de
las mujeres para con las mujeres que hace que no te sientas tan
sola en el mundo; y traes el permiso para luchar, ¿qué más...? ¿Qué
otro deseo puede atormentarte, amiga? Están las niñas, y hasta
un nuevo amor es posible si así lo desearas... hay tantos hombres
sueltos por el mundo...
—Pero no es tanto el amor suelto por el mundo—dijo Juana
Paula y esbozó una sonrisa observando a Andrés, que no abando-
naba el solo de violín y mucho menos su mirada hacia ella. Juana
Paula se aferró aun más al brazo de Imelda y en el calor de ese
brazo percibió al fin una señal de haber recuperado el fervor de la
madre tierra y el regreso al hogar.

195
Último día del año y Año Nuevo, 1º enero de 1854

¡Media noche! ¡Doce campanadas que ha dado lentamente el


reloj del Cabildo acaban de marcar la última hora del año de 1853!
¡Adiós tú, página furtiva de la vida! ¡Acabas de rodar en
el abismo insondable del olvido, dejando apenas sobre la tierra
vestigios pasajeros de tu existencia... vestigios que no tardarán en
desvanecerse entre el crepúsculo de la eterna noche de los tiempos!
¡Adiós, pues, última hora del 53! ¡Adiós tus esperanzas de
ayer, tus promesas de mañana!
Moriste: nadie piensa más en ti.
¡En medio de la noche silenciosa que nos circunda, todos los
ojos esperan el nuevo día, todas las esperanzas del alma, como las
aves de la primavera, abren sus alas y quieren volar al infinito!
¡Pobre 53! ¡Otro tanto hicieron por ti! ¿Ahora que pasaste,
quién te dará una ojeada? ¿Aquellos que sufrieron? Tal vez; ¡la
desgracia es fiel en sus recuerdos! ¿Los que gozaron? Ésos sólo
piensan con avidez en mañana. El corazón que goza es ingrato y
egoísta, la humanidad es así. Triste verdad.
¡Todos te han vuelto las espaldas! ¡Como los herederos indi-
ferentes de un rico avaro, la generación espera que echen sobre tu
fosa la última palada de tierra para extender sus brazos y saludar
frenéticos ese nuevo arcano que los hombres llaman año, a quien
dividieron en horas, días y meses! ¡Eh! Helo ahí. ¡El tiempo sentado
en su eterno pedestal de los siglos, acaba de volver una página de
la historia de destino humano!
¡Quién pudiera leerla! ¿Y para qué? ¿Qué podrá ella contener
que no contengan las otras páginas de la historia de los pueblos,
de las pasiones de los hombres? ¿Qué es la vida? Una transición
perenne de la risa al llanto, del llanto a la risa, de la esperanza al
desaliento, de las ilusiones al desencanto, del amor al olvido, del
odio a la indiferencia... una tempestad constante de las pasiones,

196
que sólo enmudece al borde de la tumba.
¡Una hora! ¡Salve 1854! Seas Tú propicio para mí, que te elegí
por padrino en la difícil tarea que he emprendido. Que después de
una ausencia de veinte años al volver a mi país natal, encuentre lo
que iría a conocer por vez primera.
¡El lar Patrio! (...) si en vez de simpatías me volviesen indife-
rencia, si en vez de hermanos hallase enemigos, ¿qué haría? Alzar
el bordón del peregrino, e ir a buscar una Patria en alguna parte
del mundo, donde la inteligencia de la mujer no sea clasificada de
pretensiones ridículas.
Así pues, año del 54, llévame: ahí tienes mi mano, es la de un
corazón leal y libre, que jamás fue indiferente a todo cuanto de noble
y bueno puede haber. Año del 54, preséntame a mis compatriotas y
diles que estoy dispuesta a consagrar mis esfuerzos y mi escasa in-
teligencia al bien general, en cambio sólo pido un poco de simpatía.

Juana Paula Manso

197
198
CAPÍTULO 17
¿Qué es la libertad?
En la esfera individual, es la tranquila y fuerte posesión de sí mismo.
En el pueblo es la soberanía, el ejercicio de los derechos.
JUANA PAULA MANSO

“...Qué después de veinte años de dictadura de hierro... des-


pués de veinte años de una dictadura política... marchamos de
frente a los autos de fe y las torturas de la Inquisición o estamos
en un país libre, donde la libertad de conciencia no es una palabra
vana y sin sentido filosófico. La misión del actual gobierno es orga-
nizar. Bien, pues, organícese la educación popular en la ciudad, los
pueblos de campaña, por todas partes póngase la planta. Ofrezco
mis escasos conocimientos tanto al gobierno como a los estableci-
mientos particulares”, había publicado Juana Paula en uno de sus
primeros escritos al llegar. Días después, sin demasiada respuesta y
ante su imposibilidad de quedarse quieta, en una de sus primeras
conferencias arengó a las mujeres:
—No somos utopistas, señoras. Sabemos que el dinero siempre
dividirá a los hombres en clases... ¿qué queda entonces para noso-
tras? —preguntó Juana Paula y ante el silencio de la sala, prosi-
guió—: La muñeca debe transformarse en mujer introduciéndose
en la vida en todas las formas. Ella debe apartarse de los intereses
subalternos que hasta ahora la han monopoliza-do en atención a
los intereses del hombre... debemos aprender a vivir en la verdad,
señoras, a ser dueñas de nosotras mismas, a pensar y no a vivir
como una cosa, obrando según la opinión ajena...
Tampoco esa vez nadie dijo nada. Inspiró profundo y continuó
su arenga: “La lectura les abrirá los ojos, mujeres, despertará su
inteligencia, hará vibrar su corazón, las arrancará de la ruti-

199
na. La mujer que lee y ama la lectura ha de luchar mejor contra
el infortunio... Es importante que las mujeres perdamos menos
tiempo con el piano, el bordado o el bolillo, las mujeres debemos
educarnos mucho para poder trabajar y trabajar mucho para poder
educarnos. Estar preparadas. Adaptarnos a las necesidades de cada
época y ser así mejores hijas, madres y esposas, pero sobre todo
independientes, emanci-padas”.
La palabra emancipadas fue la que causó mayor fastidio, la
que colmó el vaso, y aunque no eran tantas las madres que habían
respondido a la convocatoria de Juana Paula Manso, esas pocas
mujeres, prevenidas unas, aturdidas otras, se miraron entre sí,
irguieron el talle y se retiraron en silencio, cruzando unas pocas
palabras la una con la otra. Ninguna replicó, tampoco refutaron
nada. Sólo la señora de Juárez y una de sus amigas, Carolina
Márquez, que tomaba notas en un cuaderno, se quedaron en la
sala esperando que Juana Paula continuara con la disertación. Sin
embargo, permaneció callada. También las dos mujeres. Cuando la
última de las señoras que consideraron retirarse cerró la puerta,
Juana Paula ofreció asiento a las dos que habían quedado:
—Al menos unas pocas están de acuerdo conmigo...
Apenas sonrieron. La señora de Juárez le entregó un paquete.
Juana Paula lo desenvolvió y observó minuciosamente el contenido.
Contó los ejemplares y volvió a envolverlos. Callada, se acercó a su
maletín y buscó dentro de él. Sacó un pequeño cuaderno y tomó
nota. La señora de Juárez carraspeó.
—¿Tiene alguna respuesta?
—Ninguna, ¿y usted?
—Sólo vengo de parte de Marica Mendeville...
—... ¿y qué más?
La señora de Juárez cruzó una mirada con su compañera.
Carolina sonrió.
—¿Tanto pesan estos pocos números que a la Sociedad de
Beneficencia le fue necesario enviar dos changarines para devol-
verlos...?
—Señora...
—Señora.
—Señora Manso —dijo Carolina—, no vaya usted a eno-jarse...
—¿Acaso tampoco puedo enojarme?
Las mujeres se pusieron de pie con intenciones de irse pero
Juana Paula las retuvo.
—¿Entonces la señora de Mendeville no dijo nada...?

200
Las mujeres bajaron la cabeza.
—Nunca en mi presencia... —advirtió levantándoles la barbilla
con suavidad.
—Sólo dijo que trajésemos estos papeles...
—¿Papeles?
Carolina codeó a la señora de Juárez y sonriendo se disculpó:
—... que por ahora la Sociedad no posee fondos para maga-
cines y que se le agradezca de todos modos.
Juana Paula se sentó. Notó que el paquete no había sido
abierto. Fue a la biblioteca y tomó dos ejemplares del Álbum de
Señoritas, aquellos que también le habían sido rechazados por sus
pares, tomó dos y se los entregó.
—Creo que no les vendrá nada mal leerlos; por otro lado, no
esperaba otra opinión de la señora de Mendeville. Sin embargo...
—¿Sin embargo...? —preguntó sonriente Carolina Már-quez,
mientras ojeaba su ejemplar del Álbum de Señoritas.
—No creí necesario aclarar que no se trataba de una suscrip-
ción...
—Seguramente la señora de Mendeville no entendió... —acotó
la señora de Juárez.
—Ninguna duda cabe de que ella no entiende. La seño-ra de
Mendeville debe de estar contenta con sus empleadas, ¿verdad?
—¿Empleadas?
—Imagino que la Sociedad de Beneficencia pagará muy bien,
pues si no invierte un peso en material de consulta...
—La señora de Mendeville... —pareció increpar la señora de
Juárez, pero enmudeció sin saber cómo terminar su réplica.
Carolina lanzó una rimbombante carcajada. La señora de
Juárez reacomodó en la cintura el faldón de su chaqueta y viró
bruscamente hacia su amiga, que no quitaba la vista de uno de
los párrafos. Saludó con un leve movimiento de cabeza y se retiró
de la sala. Antes de cerrar la puerta se dio vuelta como si hubiese
olvidado decir algo. Carolina cerró su ejemplar del Álbum de Se-
ñoritas y apoltronándose en el sillón inclinó la cabeza a un lado.
—¿...y por qué no ganar dinero con el piano o el bolillo?
—Con el piano, el bolillo, la máquina de coser, en la manufac-
tura, como sea, amiga. Ésta es una llaga viva, una enfermedad que
corroe a la humanidad con ligeras excepciones, como en Alemania
y los Estados Unidos. Si bien la mujer trabaja, o cuando logre
trabajar a la par del hombre, todavía no será más que un operario
bruto que busca el pan cotidiano, sin conciencia de los derechos y

201
deberes, sin otros conocimientos que la ayuden. Sólo de ese modo
no lo creo tan beneficioso. Veamos una mejor propuesta y me ayuda
usted con las conferencias...
—¿Conferencias?
—¿Miedo?
—No es tanto miedo como inquietud...
—¿Y eso es malo?
—No es tanto que sea malo...
—Bueno, amiga, a pensarlo entonces. El jueves a eso de las
dos nos vemos —concluyó Juana Paula, le tomó la mano a modo
de despedida y regresó a su escritorio. Tomó la pluma dispuesta a
escribir mientras observaba que afuera un par de gorriones habían
levantado vuelo cuando Carolina Márquez, rumbo al portal, hojeaba
aún el Álbum de Señoritas; la vio dete-nerse un instante y sonreír
y guardar la revista en su bolso, alejándose calle arriba. También
Juana Paula había sonreído mientras zambullía una vez más la
pluma en el tintero. No era ése el primer desplante de la señora
de Mendeville, tampoco el último seguramente. Ni el de ella ni el
de tantas otras y otros.

Durante aquellos primeros tiempos de regreso en Buenos


Aires, Juana Paula Manso se dispuso a retomar las riendas de lo
que había dejado atrás. Durante los trece años vividos fuera del
terruño, había recorrido ciudades y en todas había visto que la li-
bertad estaba a punto de estallar; había visto mujeres envueltas en
sus chales, agitando sus manguitos y cofias en el aire, enarbolando
banderas o rosas; mujeres que ante la ley sólo eran vistas iguales al
hombre al momento de ser sofocadas, a fuerza de empujones, palos
y encarcelamiento, como castigo ante la lucha por sus derechos y
el de sus hijos.
Sin embargo, en la Santa María de los Buenos Aires, la li-
bertad había logrado dar un gran paso o una gran promesa. No
más tiranos, no más Rosas, al menos; libertad de vientres: no más
esclavos, al parecer, y, por tanto, ciertas consideraciones hacia las
mujeres, pocas pero algunas. Montevideo, Río de Janeyro, Filadel-
fia, Nueva York, La Habana, de nuevo Río de Janeyro... ¿dónde no
se auguraban nuevos estallidos? La gente toda, pero en especial las
mujeres, se liberaban no sólo de los colonizadores o de los esclavis-
tas y los grandes imperios, sino que buscaban la libertad dentro de
su entorno más privado. Ahí donde debía comenzar. Nada sencillo

202
regresar con esa maleta tan pesada entre las manos y una mirada
tan amplia, generosa, un tanto bucólica, para contemplar la Buenos
Aires que recordaba de antaño.
Claro que tampoco la ciudad era la misma. Rosas la había
arrasado como un vendaval, una sudestada imposible había ane-
gado con sangre sus callecitas y su fervor. Tampoco los unitarios
se quedaron atrás. Sin embargo, ahí estaba la Santa María de los
Buenos Aires reconstruyéndose a sí misma una vez más y siempre
con los despojos de la anterior, tarea que a todo el sur de América
le tocaría. Pero ¿cuál era el conflicto —uno entre tantos— por
aquellos días en la Santa María?
En mayo de 1851, Urquiza, por entonces gobernador de Entre
Ríos, había aceptado la renuncia formal de Rosas; por tanto, la corte
en San Benito de Palermo y la legislatura bonaerense declararon
la traición de Urquiza. Rosas, que no se había movido adecuada ni
oportunamente, dio lugar a que Urquiza cruzase el río Uruguay
obligando a Oribe a levantar el sitio de Montevideo. Poco después,
el Ejército Grande cruzó Entre Ríos, invadió Santa Fe y se pre-
sentó en Buenos Aires. El 3 de febrero de 1852 la Federación cayó
vencida en Caseros, y Rosas puso definitivamente rumbo a Gran
Bretaña dando fin a su patriar-cado. Pero, como suele suceder en
estos casos, muerto el perro, la rabia no se terminó.
Las oligarquías locales acaparaban la tierra y la aristocracia
ganadera monopolizaba el poder político; las clases populares,
sometidas de igual modo al régimen de la estancia, carecían de
significación política y, por su parte, los sectores urbanos no tenían
posibilidades de desarrollo económico. Una vez más, como siem-
pre, la verdadera contienda se daba entre las clases adueñadas del
poder económico. Si, según Sarmiento, la causa del caudillismo
era el reparto injusto de las tierras, iguales ar-gumentos podían
pensarse para el futuro de la democracia.
Urquiza había instalado su residencia de Palermo aún al calor
dejado por los Rosas-Ezcurra y designado gobernador interino de
la provincia a Vicente López. Inevitable fue el recelo de los federa-
les o de los grandes estancieros y también, por otro lado, el de los
unitarios retornados. No hubo medida tomada por Urquiza que
haya resultado adecuada, ni siquiera lo tratado en la Conferencia
de San Nicolás en 1852, por lo que el tratado quedó sin efecto. Ur-
quiza no tuvo más remedio que ocupar el poder rodeándose de los
viejos federales y hasta volvió a imponerse el uso del cintillo punzó.
Sarmiento advirtió que se había instaurado una nueva dictadura y

203
regresó entonces a Chile. Apenas Urquiza viajó de Buenos Aires a
Santa Fe para asistir a la instalación del Congreso Constituyente,
Valentín Alsina inspiró una revolución y, poco después, él mismo,
el más intransigente de los porteños, fue designado Gobernador.
Sin em-bargo, también Alsina tuvo sus detractores.
Entre marchas y contramarchas, la lucha se iba convirtiendo
en una guerra de carácter económico. Por otro lado, en 1857, con el
viaje inicial de la locomotora La Porteña, que unía la estación del
Parque con Las Flores, quedaría inaugurado el Ferrocarril Oeste;
esto favorecería el mercado lanar y la exportación, y se modificarían
los tratados comerciales con Francia, Inglaterra y Brasil. Crecerían
también las colonias agrícolas, promoviéndose la llegada al país de
familias europeas; así nacieron Esperanza, San José, San Jerónimo
y otras. Asimismo se consideró que crecía la permanente amenaza
de los indios en detrimento del interés de los colonos. Las tropas
bonaerenses al mando de Mitre fracasaron varias veces ante las
fuerzas araucanas mientras en las fronteras de la Confederación
recibían apoyo del coronel Baigorria, que, por órdenes de Urquiza,
mediaba con los indígenas. Se prohibió el paso de los productos de
la Confederación hacia el puerto de Buenos Aires. Urquiza entonces
avanzó hacia Buenos Aires encontrándose con las fuerzas de Mitre
el 23 de octubre en la batalla de Cepeda. Mitre fue derrotado, Ur-
quiza estableció su campamento en San José de Flores y se firmó
entonces el pacto de unión entre la Confederación y Buenos Aires.
Urquiza visitó Buenos Aires y Mitre retribuyó la visita, pero
nuevos conflictos suscitados en San Juan volverían atrás todas
las intenciones. Urquiza esta vez fue derrotado en la batalla de
Pavón, el 17 de setiembre de 1861, y Mitre asumió interinamente
el gobierno de la Confederación, hasta ser elegido presidente de la
Nación en 1862. Así, la unidad nacional quedaría, momentánea-
mente, consolidada.
Sin embargo, la lucha de Juana Paula Manso y tantas otras
mujeres apenas empezaba, aunque no siempre corría esa misma
dirección. Nadie mejor que Juana Paula para saber: luego de haber
recorrido y visto tanto, estaba convencida de que la lucha de clases
también enfrentaría a las mujeres entre sí.

204
Todos mis esfuerzos serán consagrados a la ilustración de mis
compatriotas y tendrán como único propósito emanciparlas de las
preocupaciones torpes y añejas que les prohíben hasta hacer uso
de su inteligencia, manejando su libertad y hasta sus conciencias
autoridades arbitrarias en oposición a la misma naturaleza de las
cosas.
Quiero y he de probar que la inteligencia de la mujer, lejos
de ser un absurdo o un defecto, un crimen o un desatino, es su
mejor adorno, es la verdadera fuente de su virtud y de la felicidad
doméstica porque Dios no es contradictorio en sus obras y cuando
formó el alma humana no le dio sexo. La hizo igual en su esencia
y la adornó de facultades idénticas.
Si la aplicación de unas y otras facultades difiere, eso no abona
para que la mujer sea condenada al embrutecimiento en cuanto
que el hombre es dueño de ilustrar y engrandecer su inteligencia,
desproporción fatal que sólo contribuye a la infelicidad de ambos
y a alejar más y más nuestro porvenir.
Y no se crea que la familia no es de un gran peso en la balanza
de los pueblos, ni que la desmoralización y el atraso parcial de los
individuos no influye en bien o en mal de la sociedad colectiva.

Juana Paula Manso

205
CAPÍTULO 18
La mujer, pues, no tiene amigo más leal que el libro;
él será el compañero y el consolador de sus males;
calmará su pesar más que los banales consuelos.
La mujer que lee y ama la lectura luchará mejor contra el infortunio…

JUANA PAULA MANSO

Aquella tardecita había sido invitada a una carrera de ca-


ballos. Era en un predio cercano al convento de los Reco-letos. La
pista había sido engalanada con cordones, y el sitio de los invitados,
con toldos, para proteger a las señoras de los fuertes soles. Las
cucardas con las que premiarían a los equinos se habían dispuesto
en pizarras con banderines de colores. Las señoras lucían sus galas y
sombreros. Vestidos claros de faldas vaporosas, muchas de ellas su-
jetas bajo el busto, a la moda francesa. Llevaban abanicos de plumas
más para di-simular sus comentarios que para paliar el calor y, pese
a las altas temperaturas y como al descuido, velaban sus hombros
descubiertos con chales de seda. Una banda con instrumen-tos de
viento entonaba una suave melodía durante la espera. Los jinetes
montaban en pelo. Aquel día eran cuatro los caballos briosos que,
al estallido de un disparo, se pusieron en carrera.
Nada más que aquel desafío parecía importar a aquellas
gentes, nada a no ser la presencia en el palco oficial de la señora
Juana Paula Manso, codo a codo con la menor de los Riglos, con
Mitre y con el pintor Rugendas, a quien había conocido en Río de
Janeyro y que por esos tiempos se había comprometido a pintar
un retrato de Mariquita Mendeville, quien también ocupaba un
sitio de preferencia, como correspondía a toda presidenta de la
Sociedad de Beneficencia.
Justamente a Rugendas lo había observado desde su ventana

206
en el Janeyro, ensimismado por horas mientras daba color a sus
marinas y a un par de caballos salvajes de largas crines blancas
que corrían junto al mar. Ahora Rugendas murmuraba alguna
galantería a Mariquita, que sonreía un poco por debajo de su
gran sombrero y un poco por detrás de su abanico, que cerraba de
un solo movimiento, alzándolo ale-gremente al ver que el caballo
ganador era al que había apos-tado.
De inmediato el jolgorio y el entusiasmo vibraron y se disper-
saron todos hasta la mesa de los dulces y el vino de honor. Primero
fueron entregadas las cucardas, cada caballo tuvo su premio. Luego
se dio lectura a la recaudación del evento, recaudación destinada
al asilo de huérfanos, y, finalmente, se procedió al vino.
Rugendas alzó su copa para saludar a Juana Paula y luego
hizo un comentario acerca de Mariquita Mendeville, que sonrió y
también alzó su copa en señal de saludo. Cómo imaginarse, recién
llegada, por aquellos días primeros de euforia, que una vez más iba
a serle necesario volver a Río de Janeyro a causa de la indiferencia
del entorno, que no podía abandonar aún su condición de viajera;
cómo iba a pensar ya desde entonces la necesidad de regresar a esa
ciudad querida que la había acogido y donde tan intensamente había
vivido, donde, además, su Jornal das Senhoras lograba un espacio
que no conseguía en Buenos Aires su Álbum de Señoritas, del que
había logrado publicar y costear ocho números; tal vez por aquello
de que nadie es profeta en su tierra o tal vez porque las mujeres
de la Santa María aún no ansiaban la libertad ni los cambios ni
la verdad acerca de sus derechos. Al menos, no todas las mujeres.

No tardó mucho en regresar y descubrió que continuaba sien-


do profeta en Río de Janeyro, donde logró estrenar apenas llegada
una pieza de teatro, La familia Morel, y dos zarzuelas de las que,
poco antes de irse, Noronha había compuesto la música, Elvira la
Saboyarda y Esmeralda.
En Filadelfia, años atrás, ya había esbozado las primeras
líneas de Los Misterios del Plata, un intento de denuncia de las
barbaridades de Rosas en contra de los unitarios y toda la población.
Antes de regresar por tercera vez de Río, editó La familia del
Comendador, novela que había publicado en los ocho números del
Álbum de Señoritas. Cómo imaginar aun, que al retornar una vez
más a la patria, cinco años más tarde, en 1859, cuando el monó-
tono tañido del ángelus atravesaba la galería haciendo vibrar los

207
cristales y al pajarerío y luego de beber un sorbo de agua, escribiría
a Domingo Sarmiento contándole casi la misma anécdota que la
había impulsado de nuevo al camino: “Estimado amigo, ha de saber
que he dirigido un oficio a la Sociedad de Beneficencia acompañado
de un ejemplar de los Anales de la Educación; sabía que lo iban a
rechazar pero quería divertirme. De allí a pocos días lo devolvieron
y que no se suscribían a falta de dinero. Les contesto con otra nota
y les regalo 50 ejemplares mensuales para sus escuelas a nombre de
Rivadavia, que extendió a la mujer los beneficios de la educación.
Mi nota hizo el efecto de una bomba, casi les da un tabardillo de
rabia, así es que devolvieron los 250 ejemplares, ¡eran cinco meses
de los Anales! Hace pocos días, a un cura polaco que anda pidiendo
limosna para los católicos polacos, esa misma Sociedad le envió
¡cincuenta libras esterlinas...!”.

Juana Paula había quitado a la pluma otra pelusa del papel


y luego la dejó a un lado del tintero; estirando el torso se restregó
los ojos y, una vez de pie, buscó un trapo en el cajón de la mesa y
lo pasó por la superficie del escritorio mientras imaginaba a Sar-
miento leyendo sus cartas. Implacable don Domingo a la hora de
las burlas, no menos implacable a la hora de los juicios.
Supo de Sarmiento estando aún en Río de Janeyro. No menos
implacable que él en sus juicios, Juana Paula consideró que tanto
Sarmiento como Rosas fueron los responsables del fusilamiento
de Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez; también supo de él
porque su libro Facundo circulaba clandestinamente entre los
expatriados en Río; por José Mármol conoció buena parte de los
aciertos y desaciertos de Sarmiento, de sus incendiarios artículos
periodísticos en El Nacional y La Tribuna, de cómo consideraba
el panorama social y cultural, de los infinitos dardos arrojados a
Urquiza con la misma vehemencia que en épocas del exilio había
arrojado contra Rosas. Supo también por Mármol que, corriendo
el año 1859, Sarmiento ocupaba el cargo de senador provincial
representando a San Nicolás de los Arroyos, que estaba al frente
del Departamento de Escuelas y que probablemente la necesitaría
en Buenos Aires.
“¡Por qué no!”, se dijo entonces otra vez. Qué más daba aquí
o allá, la escritura, el periodismo, la educación de las muchachas,
qué más daba y dónde la soledad.
No demoró la decisión; apenas si esbozó unas pocas palabras

208
de despedida a esas acogedoras tierras que conservarían el hálito
de sus primeros suspiros de amor con Francisco de Noronha y el
dolor de haberlo perdido, a la par del dolor por la pérdida de su
primer hijo, su padre y su madre. “... Había trabajado, meditado y
suspirado por la patria ausente. El que tiene la desgracia de tener
corazón sufre siempre y en todas partes. No me habían faltado
allí borrascas —escribió—, pero al lado de la envidia se levantaba
la justicia, al lado de la amistad vendida la amistad verdadera y
yo pagaba en la misma moneda. Sin cesar un paso, sin dolerme el
sacrificio. Era el piloto de mi barca y navegaba a toda vela. Nada
pedía y nada concedía. Mi amistad es oro en polvo, peor para el
que abre la mano, el viento se lleva ese polvo de oro... ¡No volveré a
verte, Río de Janeyro, pero he cantado tu belleza y te dejo algo de mí
misma como el solo recuerdo de mi peregrinación sobre tu suelo!”

209
¿Pero quiénes son las mujeres para hacer un discurso particu-
lar sobre su educación? Esos seres desgraciados son considerados,
entre los salvajes, como esclavas; entre los orientales, como flores
destinadas para su regalo y placeres teniéndolas no obstante entre
cadenas; entre los pueblos cultos, a pesar de la libertad de costum-
bres, se las cree únicamente capaces del gobierno de la familia,
materiales quehaceres de la casa y sometidas en un todo al absoluto
imperio de la opinión.
¡Qué fatalidad el ser mujer!
Si se tiene entendimiento es preciso que lo oculte, que deje sin
cultivo su talento y que siga una rutina que no le permita salir de
la esfera que una envejecida costumbre le ha prefijado.
Dotadas nosotras como los hombres, con las mismas facultades
que la naturaleza les ha concedido, con las mismas obligaciones
para con la sociedad, con el mismo fin de civilizar y engrandecer a
los pueblos y el Universo todo. ¿Por qué, pues, se niega el cultivo a
una mitad de los seres de la Tierra?... La Patria precisa que se haga
universal el conocimiento de las ciencias en ambos sexos, porque así
puede esperar una nueva generación de ciudadanos útiles, capaces
de sustituir a los que hoy presiden los altos destinos de la República.

Rosa Guerra

210
CAPÍTULO 19
¿Qué hemos venido a hacer al mundo?
¿Hemos reflexionado alguna vez sobre esto?
Un niño que nace en la ignorancia y en ella crece,
cuando llega a ser grande,
¿cómo habrá contribuido al progreso de esa especie ni de su raza?
JUANA PAULA MANSO

A través de los ventanales altos el sol trazaba una luz recta


sobre el damero. Los pájaros parecían desbaratar el rama-je de
la magnolia. Una flor golpeó la ventana y cayó dentro del salón.
La niña seguía el haz luminoso donde flotaban partículas de polvo
levantadas por los cascos del caballo de don Pe-dro, que se detuvo
frente a la escuela anunciándose con el cacharrerío de los tarros.
Zunilda se acercaba con dos jarras en la mano.
—Huele a rancio, don Pedro.
—Siempre quejándose, doña Zunilda...
—Aunque no me queje, huele mal.
—No es la leche. Es el carro.
—Pero quita las ganas...
—¿La quiere o no la quiere...? —dijo el vasco cerrando el tarro.
—Bien sabe que sí.
—Entonces no proteste...
—Entonces tampoco se queje usted... —dijo Zunilda con la
mirada fija en el tarro de la leche—. ¿Eso que flota no es una mos-
ca, don Pedro?
—¿Una mosca...?
Cuando la ira comenzó a vislumbrarse en los ojos de Zunilda,
la campana tañó en el patio y las niñas salieron del salón. Sólo una
permaneció en su sitio, arrobada aún con el haz de luz.

211
—Ha sonado la campana, Carmencita.
—¿Ha visto, maestra, cómo danzan...? —respondió la niña
señalando el haz de luz a Juana Paula.
—¿Y si tratas de pintarlas...?
—¿Pintarlas?
—Carmencita, mañana leeré un poema: mientras tanto, tú
podrás dibujarlas...
—¿Dibujar a quiénes?
—A las que danzan...
—¿Y las otras niñas qué harán mientras tanto?
—Puede que pinten también o escriban otro poema quizás, o
quizá simplemente se queden escuchando...
—¿Pintar el polvo...?
—Acaso no has dicho que no parece polvo lo que se ve...
—Pero es polvo...
—Pero tú siempre ves más, chinita, pinta lo que ves.
Carmencita sonrió. Se levantó, le dio un beso a su maestra
y corrió arrasando el haz de luz. Pasó por detrás de Zunilda, que
aún intercambiaba reproches con el lechero, y le desató el moño del
delantal. Fuera del portal un coche la esperaba. Car-mencita subió,
besó a su madre y saludó con la mano en alto a Jua-na Paula, que
permanecía junto a la puerta del salón. No saludó del mismo modo
la señora de Campero, que sólo dio órdenes de partir al cochero.
—No te olvides del senador, mamá... —dijo Eulalia cerrando
el portón.
—No me olvido, hija.
—¿Puedo irme ya?
—¿No quieres cocoa?
Eulalia dudó...
—Está bien, hija, no hagas esperar a Mariano...
Eulalia sonrió y corrió a su cuarto. Minutos más tarde, Juana
Paula la vio pasar frente a la ventana de la sala poniéndose el abrigo
al paso y agitando la mano; observó que Zunilda cerraba el portón,
atravesaba el patio y volvía a la sala plantándose nerviosamente
frente a ella.
—El agua ya se calentó...
—Pues deberás mantenerla hasta que llegue...
—¿No más que té y bollitos de anís?
—Lo que decidas estará bien, pero no exageres. Es sólo una
reunión de trabajo...
—¿Acaso en las reuniones de trabajo no se come?

212
—Lo que decidas estará bien —insistió Juana Paula como al
desgaire—, es tu trabajo no el mío.
Zunilda miró el reloj de la sala y faltando quince para las cinco
corrió hacia la cocina. Cuando las campanadas sonaron puso la
tetera sobre la mesa y pasó la punta de una servilleta por el borde
azucarado del plato del budín. Los tres golpecitos del llamador
la hicieron correr hacia la puerta. Juana Paula cerró el libro y se
puso de pie. Se acercó a la ventana y vio caminar a Sarmiento a
la par de Zunilda, que sonreía y se tapaba un poco la cara con el
sombrero y el capote del senador que llevaba en la mano. Mientras,
él continuaba con alguna broma que provocaba otra carcajada de la
muchacha. Juana Paula observó el andar del hombre. Sus botas
espantaban los pájaros que alternaban entre las madreselvas de la
cerca y los canteros de geranios.
No lo conocía aún personalmente, pero Juana Paula había
leído mucho acerca de Sarmiento. Lo más inmediato era que en
1858 Sarmiento había comenzado a editar los Anales de la Educa-
ción Común, donde explicaba: “...esta publicación tiene por objeto
difundir entre los que se sienten ya amigos de la educación, un
cuerpo de doctrina, de hechos, de datos que han de convertirse en
leyes, en instituciones, en monumentos, en hábitos y prácticas de
la sociedad, y es a ellos a quienes se dirigirán las observaciones
que estas páginas contengan”. Seguramente eran algunos de esos
ejemplares los que ahora el senador traía bajo el brazo y también
su invitación a participar de la creación de un primer colegio mixto,
según José Mármol le había anticipado.
La curiosidad de Sarmiento no era menor; Mármol había
proporcionado al senador datos y chismes de la curiosa vida de
Juana Paula Manso de Noronha, sus viajes, escritos y pesares.
La separación de su esposo. Su afición a la música y aquella otra
de componer óperas y zarzuelas, más sus condiciones de actriz,
conferencista y poeta. Sarmiento se detuvo a una distancia que les
permitió observarse con atención y cuidado. Ella había cumplido
cuarenta años y él contaba apenas algunos más. Compartían, ade-
más, ese aire tan común a los que han vivido largo tiempo fuera
del terruño.
—Al fin... —dijo Sarmiento intentando besar la mano a Juana
Paula.
Ella extendió la mano, pero tomó la de Sarmiento como si
ambos fuesen ya viejos amigos. Sarmiento dejó que Juana Paula
las estrechase, pero sólo dio por cumplimentado el saludo después

213
de besarle la mano.
—Así quedaremos los dos conformes... —dijo asintiendo a su
vez a Zunilda, que le señalaba su silla.
Zunilda acercó un trozo de budín y una taza de té. Juana Paula
le hizo apenas un gesto:
—Gracias, Zunilda. Yo me ocupo... —dijo y prosiguió—: ¿Y
qué tal el regreso a la Santa María, senador?
Sarmiento observó de reojo a su interlocutora mientras se
llevaba un trozo de budín a la boca.
—Señora, por fin mi espíritu está libre del ennui que lo abru-
maba...
—¿Cuáles ennuis?
—Tantos atractivos de la Italia, la Suiza y París que nos
mantienen con los ojos siempre lejos y al mismo tiempo mi vuelta
a América cómo único pensamiento. Pues bien, ya he regresado
a la América. Ya tengo lo que quería. Estoy contento... ¿Y usted?
—No he tenido la suerte de conocer Europa, senador, quizá por
eso siempre ansié volver a mi tierra... nunca olvidé el sonar de los
hierros de las puertas cancel ni el cadenaje del brocal, nunca olvidé
los jazmines, los malvones, ni esa pintura rosada en el muro que
alguna vez tuvo que ser punzó; tampoco la resolana ni la penumbra
de los cuartos a la hora de la siesta, siesta interrumpida apenas
con el siseo de las cigarras o con el golpe seco de la cuchara de
madera dándole vueltas pacientemente al chocolate; cómo olvidar
ese tiempo generoso de las interminables tardes de verano y las
más breves del invierno, con toda esa gente que llegaba sin avisar,
amigos nunca esperados pero siempre bienvenidos. Imposible de
olvidar tanto visto y tanto más contado... Nunca, senador, nunca
podría... Sin embargo, debo confesar también que extraño Río de
Janeyro a veces.
—Cómo no extrañarlo todo, este Buenos Aires, Río de Janeyro,
Cuba, Nueva York... Me han hablado mucho de usted y también
de toda su actividad en la ciudad carioca: el periódico, el teatro...
—Y a mí de usted, senador. Nuestro común amigo Mármol ha
logrado interesarnos al uno con el otro...
Sarmiento bebió su taza de té y en silencio acercó el plato por
más budín.
—Hay una casa en la calle de Buen Orden, entre Venezuela y
México; quisiera que la veamos juntos...
—Usted dirá cuándo...
Juana Paula cortó otro trozo de budín que colocó en el plato

214
y acercó al senador.
—La idea es un colegio, uno para niños y niñas; con Mitre
pensamos que usted era la persona adecuada para este empren-
dimiento...
—Estoy al tanto, senador. Gracias por tenerme en cuenta.
Prometo pensarlo.
El senador se puso de pie y se acercó a la ventana, la abrió y
volvió a su silla.
—Sabemos que no será tarea fácil... ni los Anales de la Edu-
cación... Me será de gran utilidad y placer tenerla cerca, señora
Manso.
Laboralmente habían quedado establecidas las bases y las
condiciones. En cuanto a la amistad, se fue dando como si conti-
nuasen un diálogo iniciado tiempo atrás:
—Usted dirá, señora...
Mil ideas pasaron por la cabeza de Juana Paula. Ese hombre
difícil, rudo, despiadado, no obstante, no le inspiraba miedo sino
curiosidad y no lograba ocultarlo.
—Una verdadera torpeza de su parte, senador.
—¿Torpeza? No cabe duda de que soy de los que cometen
muchas, ¿pero a cuál se refiere?
—No debería olvidar las consecuencias de sus palabras...
Sarmiento estalló en una carcajada y con el dorso del dedo
índice, y a modo de caricia, quitó una miguita de budín del mentón
de su interlocutora.
—¡Y usted lo dice...! ¡Nada menos que usted! —exclamó ale-
jándose y abriendo la puerta que daba al patio.
—¿Me llamaba, senador? —se asomó Zunilda secándose las
manos en el delantal.
—¿Será posible una bebida? ¿Cerveza, quizá?
—¿Cerveza? No. No sé... —murmuró mirando a Juana Paula.
—Eres la que decide Zunilda. Ya sabes...
—Cómo no, senador, si usted lo dice... ¿Algo más?
—Sólo cerveza.
Zunilda corrió por el patio y cuando se oyó el portazo de la reja
el senador se acercó a la ventana y la vio pasar por delante, cruzar
la calle y entrar corriendo a la esquina de don Cosme. Sarmiento
sonrió y Juana Paula se acercó también a la ventana. Cuando salió
de la fonda, Zunilda traía entre las manos una jarra. Caminaba
despacio y sin quitar la vista de la espuma. Cada tanto acercaba los
ojos a la cerveza y caminaba aun más lentamente. Una americana

215
pasó rápidamente y, al chasquido del rebenque de cochero sobre el
anca de la yegüita parda, Zunilda alzó los hombros, cerró los ojos y
se detuvo. Cuando la americana dio la vuelta en la esquina, abrió
los ojos y viendo que la espuma aún estaba ahí, alzó la cabeza y
sonrió hacia la ventana.
Cuando Sarmiento y Juana Paula volvieron a sus asientos,
Zunilda entraba en la sala. Satisfecha, puso la jarra encima de la
mesa y buscó dos copas en el cristalero.
—Y pancitos con queso —murmuró volviendo a la cocina.
—Aún no me ha dicho por qué la torpeza...
—Aquel anochecer, en el Janeyro, senador, no fue buena idea
entrar en la ópera con los Mansilla.
—¿Los Mansilla?
—Yo estaba aún ahí —dijo Juana Paula sirviendo más cerveza
en la copa del senador.
—¿Entre los que nos abuchearon?
—Pero no por los Mansilla, bastante tienen los Mansilla con
ser de la familia de los Rosas-Ezcurra.
Sarmiento observó atentamente el semblante de Juana Pau-
la...
—Me siento en desventaja, señora. Yo nunca la he visto antes,
ni siquiera la supe en aquel teatro...
—Es que yo estaba aún en la trastienda...
Sarmiento rió fuerte y se puso de pie.
—Interesante la metáfora, señora mía, muy buena metáfora.
Juana Paula desestimó el comentario de Sarmiento, aunque
sólo frunció el ceño e inspiró profundo:
—No había sitio para el piano en el escenario ni abajo, de modo
que tuve que quedarme, en efecto, del otro lado de la cortina...
El senador intentó balbucear unas palabras que finalmente
no dijo.
—Cuando la ópera finalizó y con toda la compañía salu-damos
desde el escenario, usted y los Mansilla ya no estaban ahí...
—¿Y el abucheo...?
—Ya había terminado...
—El suyo, digo... ¿Cuál fue entonces el motivo de su abucheo
para esta torpe persona que soy?
Juana Paula lo miró a los ojos y con cierta complacencia se
acercó a Sarmiento, le tomó las manos y las observó bien de cerca.
—Sus manos son un arma peligrosa, senador. Sus manos,
como hacedoras de palabras...

216
—¿Las mías o las suyas?
Aunque con cierta amargura, Juana Paula sonrió.
—¿Debemos acaso maniatarlas? —preguntó Juana Paula.
—Siempre y cuando logremos o logren maniatarnos primero
las ideas... Pero sigo sin entender...
—Seguro que a usted, igual que a Rosas, nadie le advirtió de
no hacerlo.
—No entiendo...
—Claro, senador. Cómo puede entender si no sabe de qué estoy
hablando... y quizá tampoco recuerde.
Sarmiento había comenzando a fastidiarse; bebió las últimas
gotas de su copa, cuando Juana Paula bebía el primer trago de la
suya, y dijo:
—Si me dice, podré recordar o lamentarme, justificar, defen-
derme o no, hasta podría pedir perdón. Pero si no me dice de qué
se trata...
—Camila O’Gorman y el padre Ladislao Gutiérrez fueron fu-
silados a consecuencia de un simple duelo de palabras entre usted
y Rosas, senador. Murieron a causa de una lucha de poderes entre
usted y el Gobernador... Claro que muchos me dirán que, de todos
modos, ellos estaban en falta, y hasta les parecería de mal gusto
si me escucharan: un comentario fuera de tiempo y lugar, dirían
sin duda. De todos modos, tanto a usted como a mí nos caracteriza
esta costumbre de hacer comentarios fuera de tiempo y lugar...
—Una verdadera torpeza... —concedió Sarmiento besando una
vez más la mano de Juana Paula—. De todos modos, le agradezco
por no ocultarme el verdadero motivo de su abucheo...
—Disculpe, senador, pero no me permitiría aceptar ninguna
propuesta suya sin haberlo prevenido acerca de mi sentimiento.
Juana Paula se sintió inquieta. La acometió cierta desazón.
Nada dijo que no fuera cierto. Mucho menos aquello de su imposi-
bilidad de avanzar con la propuesta de Sarmiento sin antes, y para
empezar, confesar sus resquemores.
Sarmiento se tocó el ala del sombrero a modo de saludo y se
alejó por el patio, tal vez no tan erguido como al llegar, pero siempre
firme. Por esos tiempos la Confederación había vencido a Buenos
Aires y se había firmado el Pacto de San José de Flores. Indiferente
a todo, un colibrí libaba de unas varas de flores azules, mientras
al paso del futuro presidente de los argentinos un par de palomas
se arrullaban al pie del brocal.
Minutos antes, a punto de colocarse el sombrero y a modo de

217
disculpa, el hombre había puesto un beso en el pómulo aún arre-
batado de Juana Paula y le susurró al oído:
—... También me he cuestionado ese crimen y habré de
cuestionarme sin duda tantos otros. La realidad suele pasarnos
por encima sin que nos demos cuenta... y aunque nos abrume la
conciencia, el tiempo y el olvido se vuelven el mejor aliado de la
memoria. También sabrá algo de esto seguramente... y si no lo sabe,
es imprescindible que aprenda, amiga; de otro modo, cómo seguir
viviendo en la Santa María, en esta Buenos Aires que se nos viene
con tanta fuerza y a empellones...

218
Estimada amiga, Juana Paula,

Continúe usted y no vaya en vano a tocar las puertas de los


que gobiernan.
Diríjase al pueblo, a los vecinos de las campañas, a esos nobles
jueces de paz que de tan noble espíritu se hallan animados. No se
arredre de ello. La hora ha sonado.
Y ya que está usted confortada y robustecida para llevar adelan-
te su cruz hasta el calvario, direle a usted que por un motivo igual,
acaso por algún renglón feliz que cayó en mis manos, supe desde
temprano estimarla y en Buenos Aires en 1857 me dolió realmente
la situación de una mujer de talento y con instrucción a quien otras
mujeres le negaron una pobre escuela para vivir honorablemente
de su trabajo.
No le disimularé que cuando hube dirigido a usted mi primera
carta sobre educación, personas que no la desestiman me escribie-
ron aconsejándome en adelante cambiar la dirección por temor de
que la humildad de la persona disminuyese el efecto del escrito. Mi
persistencia en dirigirme a usted en adelante, le habrá mostrado
que no reputo humilde sino a los que hallándose en situación en-
cumbrada son incapaces de ejecutar el bien.

Domingo Faustino Sarmiento

219
CAPÍTULO 20
De qué servirían los ferrocarriles si no tuviesen por misión,
además del desarrollo del comercio, de la industria,
el contacto de las ideas, el intercambio de las conquistas
del pensamiento. ¿Cómo pueden los hombres que no leen
seguir el rápido curso del movimiento intelectual del siglo?
¿Para qué quieren los que no saben leer o no leen jamás libros
y diarios, ferrocarriles ni teléfonos?
JUANA PAULA MANSO

La tarea solicitada por Sarmiento a la Manso se llevó a cabo


durante seis años, con el resentimiento y la oposición de buena
parte de la sociedad, hasta que se tuvo que cerrar el colegio por
falta de alumnos. Los últimos alumnos debieron abandonar la
escuela y también Juana Paula, luego de elevar su renuncia a las
autoridades de turno. Sin embargo, continuó su tarea desde los
Anales: “¿Juzgáis que sin educar al pueblo podréis moralizaros...?”,
aunque también fue detractada y rechazada cuando habló acerca
de la reforma luterana en Europa. La escuela de la Catedral del
Norte la rechazó pese a esta magistral conferencia. El director de
la escuela, Enrique de Santa Olalla, no sólo había propiciado el
abucheo durante el discurso sino que publicó una solicitada con
insultos en la que sugería una posible desorganización cerebral de
la conferencista y maestra, motivo por el que fue citado a juicio.
“La única de su sexo —sostuvo Sarmiento al conocer el epi-sodio—
que ha comprendido que bajo el humilde empleo de maestra está
el sacerdocio de la libertad y la civilización, ha tenido que ocultar
su nombre de mujer y poeta para acometer la continuación de los
Anales. (...) en la escuela de la Ca-tedral del Norte se trataba de oír
un discurso sobre histo-ria, pronunciado por la única mujer que

220
entre un millón de ha-bitantes rinde culto a la inteligencia ante
centenares de personas y ese discurso era, sin embargo, ¡digno de
ponerse al lado de los oradores primeros del mundo! Una revolu-
ción se ha operado entre nosotros. El compadrito se ha puesto
levita...”
Lo cierto es que Juana Paula no se amedrentó. Siguió aren-
gando públicamente y escribiendo no sólo para sí y en la intimi-
dad sino que colaboró en el periódico Flor del Aire y dirigió La
Siempreviva. Por esos tiempos, finalmente, trabó amistad con
Mary Mann, educadora norteamericana que había manifestado
a Sarmiento su imperiosa curiosidad por conocer a Juana Paula
Manso, a quien ambos reconocían tan desatinada como fuera de
tiempo y lugar siempre.
No sólo no se amedrentó, sino que emprendió junto con sus
hijas el viaje a Chivilcoy. Nunca olvidarían el golpe de los cascos
en la pampa ni tantas otras cosas. Herminia, sentada al lado del
postillón, marcaba con una varilla el ritmo en el pescante, incitando
al hombre a cantar. Eulalia golpeteaba, como si fuese un atabal,
un ejemplar de Romeo y Julieta que llevaba sobre su regazo. Con
voz de barítono, el hombre entonaba uno de esos aires del sur
que, de haber estado en cualquier otra parte, hubiesen provocado
añoranzas en Juana Paula, quien los repetía como en una letanía.
Llevaban cuatro días de viaje desde Buenos Aires y con destino a
Chivilcoy. Cuatro días con sus tres noches colmadas de estrellas
más un cometa, según Eulalia, y la luz mala a poca distancia.
Cruzaron el Luján, con sus orillas planas y los sauces serpen-
teando a la par del río hasta convertirse en una pincelada oscura
bajo la bruma. Vadearon riachos, arroyos, y cada tanto encontraban
una tapera que servía de amparo a mujeres en cuclillas que revol-
vían dentro de una tina humeante o atizaban el fuego con un niño
colgado a la espalda o macheteaban ramas y pastos secos para el
fogón. En una de las escasas vueltas del camino vieron una de las
taperas con su olla humeante, pero la mujer corría por detrás de
un ratón, al tiempo que las piernitas de un niño se ladeaban por
debajo del atado de trapos.
A legua y media vieron otras taperas dispersas y ocupadas sólo
por hombres, hombres que también iban y venían por los alrede-
dores cargando picos y palas. Eran un centenar y hormigueaban
cavando, hachando, hombreando durmientes que alineaban sobre
el canto rodado. Juana Paula dio orden al cochero de detenerse.
—¿Nos puede acompañar, Arturo?

221
—Como diga la señora...
—Quiero saber qué hacen...
—El ferrocarril dicen... y quién sabe para qué, viniendo de los
gringos... Pero si usted quiere, usted manda...
—Sólo le he pedido que me acompañe, Arturo, no es una orden.
—No puedo decirle que no... y es peligroso para la señora con
tanto hombre por ahí.
—Son trabajadores, Arturo.
—Nada se les entiende a los gringos, ni hablar como nosotros
saben... Seguro que volvieron para llevarse más...
—Sin embargo, esto es una fuente de trabajo...
—¿A cambio de unas pocas monedas y un plato de comida?
Dejan la poca tierra que se han ganado y a sus mujeres...
—Pero están trabajando...
—Trabajar es trabajar la tierra de uno, señora... qué comerán
las mujeres y los hijos, si ellos se van donde los gringos...
—Pero les pagan... —acotó Juana Paula mientras Herminia
y Eulalia iban por delante riendo y cuchicheando.
—Les pagan de día con unas monedas que se gastan de noche...
—Yo he visto el ferrocarril y eso siempre trae el progreso.
—A unos será, porque a otros... Qué les va a quedar a éstos
después —dijo Arturo señalando con la cabeza al hombre en cueros
y bombachas que macheteaba unos durmientes.
Juana Paula no hizo ningún comentario más, observó el torso
desnudo del hombre marcado a navajazo seguramente en algu-
na de esas noches en que se bebía las monedas del día mientras
arrojaba la taba hasta el duelo. El sudor, la ventolina y el polvo
lo negreaban y el pasto seco se le arremolinaba entre las botas
de potro. El hombre alzó la cabeza pasándose el dorso del brazo
por la frente, se quedó mirando a Juana Paula, con ojos veloces
en la apreciación y no menos veloces en el juicio. Se restregó las
manos, volvió a tomar el machete y de un golpe partió en dos el
durmiente; los ató con una soga, los arrastró hasta la trocha y sin
volver a mirar a las mujeres regresó por más. Herminia y Eulalia
se habían sentado sobre los troncos. El hombre bajó con el pie un
tronco y siguió con su trabajo.
Arturo curioseaba por los alrededores. Observó muy de cerca
la trocha y los tirantes, dio un golpecito con la punta de la bota
en alguno de ellos para ubicar los durmientes aun más a la par uno
del otro. Se quitó la boina y se rascó la cabeza.
—¿Y usted qué...? —preguntó acercándose al hombre.

222
—Lo mismo que usted, paisano... —respondió el hachero.
—Vamos viendo con mi patrona de hacer posta por acá...
—No creo que nadie se les niegue...
—No. Es que son muchachas...
El hombre no dijo nada, sólo arrastró dos durmientes más
hacia la trocha y se acercó de nuevo al montón de troncos. Comenzó
a hachar otro. Se detuvo, se quitó el sombrero, volvió a pasar el
dorso de la mano por la frente y miró a Eulalia y Herminia. Se les
acercó, sólo entonces pudieron ver que los ojos del hombre eran
claros aunque no tanto por el color.
El hombre se pasó la mano por los costados del pantalón y la
tendió a Juana Paula.
—¿Sabrá disculpar tanta tierra la señora...?
—Juana Manso... de Noronha.
—Mucho gusto, señora. Olascoaga, a sus órdenes.
—Mis hijas, Herminia y Eulalia —dijo y las muchachas ex-
tendieron la mano sin bajar la mirada.
El postillón carraspeó, se sacó una vez más la boina y saludó
a Olascoaga:
—Ibarguren...
—¿Acaso conoce al ingeniero Manso...? —preguntó el hombre
mientras caminaban hacia el rancho más cercano.
—Era mi padre...
—Trabajé con él en la Comisión Topográfica y fue mi maestro,
bromista y zumbón sin duda. Le debo todo —respondió el hombre,
que se dio vuelta y percibió la emoción en los ojos de Juana Pau-
la—, me tocó presenciar y hacer parte de sus peleas con los de la
Comisión y ese proyecto de la Sociedad Científica; años después, de
paso por Montevideo, intercambiamos propuestas... para La Casa
del Catedrático, ¿no?
—Mi casa, en realidad...
—En la calle San Pedro...
—Vivíamos y trabajábamos, en realidad. También yo tenía
una escuela en la casa... Quizá nos hayamos visto...
—Tan pequeño es el mundo... ¿Y qué se hizo del ingeniero?
—Murió en Río de Janeyro.
—Gran persona... una verdadera pena.
—De modo que alumno de mi padre... Qué extraño...
El hombre sonrió.
—¿Acaso un ingeniero no puede trabajar como obrero del
ferrocarril? Nada ha aprendido de su padre, entonces....

223
—Cómo se le ocurre... La sorpresa es por la casualidad...
—Es usted la que anda lejos de casa, señora, yo nací por estos
pagos.
—Y ahora el ferrocarril...
—Así es... —dijo tan parcamente que Juana Paula no pu-do
saber del sentir del hombre ante semejante advenimiento.
Habían llegado al pequeño almacén improvisado en el obraje.
Algunos parroquianos descansaban a la sombra de las enramadas y
mateaban mientras echaban una mirada al asador. Eran varios los
crucificados y al fuego: dos liebres, un capón, tres pajarracos flacos.
—No me ha dicho aún qué es lo que hace por estos pagos sola
y con dos niñas.
—Voy a Chivilcoy.
—Pero no dijo a qué.
—Venga... —ordenó llegándose al coche y ofreciendo la mano al
hombre para que la ayudase a subir. Una vez arriba los dos, Juana
Paula levantó la tapa de uno de los baúles como si fuese un cofre
que encerrara un tesoro—. Daremos un primer paso importante
la semana próxima. Una biblioteca pública... y si no me equivoco,
se inaugura el mismo día que este ramal del ferrocarril...
—Entonces nos volveremos a ver... —dijo el vasco Olascoaga
a modo de sugerencia.
—Seguramente... —respondió Juana Paula pasando el extre-
mo de su chal por uno de los libros.
El hombre tomó otro, lo abrió al azar y leyó. Tenía renglones
marcados con una pequeña cruz al costado. Se detuvo a leer una
anotación al margen: “Nuestro país sufre una derrota económica y,
lo que sin duda es más grave, una derrota ética”, leyó en voz alta.
—¿Es su pluma?
Juana le quitó el libro, limpió el polvo y lo guardó...
—Tantas veces se dirá lo mismo... un político, puede que un
maestro, seguramente un poeta...
—Le gusta la poesía... —convino el hombre mientras saltaba
del coche.
—Mucho más los poetas. La mirada del poeta... su percepción
de la realidad, su ternura, su ironía despiadada...
Olascoaga alzó las manos y Juana Paula se dejó tomar por
él. Permanecieron por un momento uno en brazos del otro. Tal
vez por la fuerza con que él la apretó contra su cuerpo, tal vez
porque necesitaba ser besada una vez más, tal vez por ese calor
tan necesario, siempre; tal vez porque el hombre no pudo evitar

224
hundir la cara en el pelo de la mujer, tal vez por la fuerza con que
ella se abrigó contra su cuerpo, tal vez por ese calor tan necesario,
siempre, qué importa entonces la vejez.

El 11 de setiembre de 1866 finalmente llegaron a Chivilcoy.


El caserío chato, los tejados, las galerías y recovas, con escarape-
las y banderines. Guirnaldas, liláceas y glicinas, todo el pueblo se
había vestido para la ocasión. La marcha del tren, el primero, y la
humareda desorbitaron los ojos de los niños y de los no tan niños;
los gallos cantaron fuera de hora, se alborotaron los pájaros, las
gallinas y todas las gentes que desde las calles y las ventanas, o los
tejados, vivaron el vagón engalanado con banderas y florones de
papel pintado. Alsina, Avellaneda, Rawson y Varela saludaban bajo
una lluvia de flores durante el brindis. Los manteles levantaban sus
faldones mientras las mujeres, resistiéndose al viento y al polvo,
ponían sobre la mesa platos de pasteles, empanadas y entremeses,
dulces y pancitos, pollitos rellenos y perdices en escabeche; cham-
pagne, por supuesto, y limonada, horchata y sangría. Al tiempo
que los cronistas de El Nacional tomaban notas y corrían tras los
pioneros del ferrocarril.
Juana Paula y sus hijas caminaban en medio del jolgorio cier-
tamente ajenas, aunque más desapercibidas que ajenas. Erguidas
las tres y atentas a su entorno, un poco grises quizás, a no ser por
el brillo en los ojos y las capas claras sobre los hombros. La inaugu-
ración de la biblioteca aún no estaba prevista. Cuando Juana Paula
había comentado a Sarmiento su voluntad de crear las bibliotecas,
recorrer distintos poblados con esa propuesta y comenzar por
Chivilcoy, él le había quitado un mechón de pelo de la frente y,
dándole una palmadita en el hombro, le dijo:
—Usted sabe lo que hace... siempre y cuando aún le queden
ganas de luchar...
—¿Acaso usted las ha perdido?
—También seguirá con las conferencias, seguramente. ¿Cómo
se atreve a tanto, señora?
Sarmiento había esbozado una sonrisa al tiempo que inspi-
raba profundamente mientras ordenaba unos papeles. Se lo veía
cansado por aquellos días, pero el cansancio era una cuestión que
ninguno de los dos se permitía. Largo tiempo habían quedado en
silencio contemplando un gorrión que picoteaba el muro mientras
una muchacha silenciosa dejó un plato con bizcochos de miel y dos

225
tazas con chocolate sobre la mesa; luego de comprobar que hubiera
servilletas, pasó el dedo meñique sobre el mantel. Ambos la obser-
varon en silencio, no tanto por prudencia sino por el simple hecho
de verla tan pendiente de cada detalle y tan linda.
Tan linda como Juana Paula veía ahora, en Chivilcoy, a Eulalia
y Herminia sonriendo a alguna broma de los hijos de Krausse y de
Carlos Fajardo, que las habían ido a buscar.
Avellaneda puso énfasis a las últimas palabras de su discurso
y, en medio de los aplausos, Augusto Krausse presentaba a Juana
Paula Manso. La gente se había congregado desde el estrado hasta
las puertas mismas de la Municipalidad. Juana se llevó la mano al
estómago, luego al rodete y al mantoncito encarnado. Finalmente
habló: “Señores: Donde hoy se levanta el teatro Chivilcoy, cuyo
propietario es el señor Krausse, hace años existía un pajonal en
el desierto, y aquí plantó el primer ‘pioneer’ europeo que vino
llamado por el hombre modesto que, como Franklin fue el alma
modelo de Estados Unidos, es hoy el alma de Chivilcoy; todos lo
conocéis, hablo del ciudadano Manuel Villarino. Augusto Krausse
vino aquí con su familia sujetándose a toda clase de privaciones;
él ha dotado a Chivilcoy de un teatro como éste, como el hermoso
piano de ‘Érard’, (...) ha cedido su sala iluminada y su piano sin
retribución alguna. (...) Voy a consignar un hecho nuevo en la vida
intelectual de la mujer argentina. Chivilcoy es el primer pueblo
de Sudamérica donde tiene lugar una lectura sobre educación y,
lejos de dispersarse a su anuncio, ha pagado por oír. Es también
la primera vez que las mujeres rinden culto público al saber (...).
Esta noche las mujeres de este humilde pueblo de nuestra cam-
paña acaban de inaugurar la aparición de la capacidad intelectual
de la mujer, siendo las primeras argentinas que levantan tan alto
sus nombres en la iniciativa de la educación en Sudamérica. He-
cho nuevo y honroso que consigno en los Anales de la Educación
(...). La lectura es un arte de ornato, es la ciencia de persuadir, el
magnetismo de la entonación y la pureza de dicción, ciencia para
la cual el primer colegio del mundo, Harward College, ha estable-
cido un premio público anual al que concurren viejos profesores y
jóvenes señoritas...”.
Durante el resto del discurso, Juana Paula las arengó, además,
a continuar el camino, a organizar sociedades de lecturas públicas
dominicales y les anunció un porvenir de gratificaciones. “Desde
sus tempranos años la mujer —convino en un momento— es un
chiche expuesto a las miradas de los curiosos... si hay quien se fije en

226
ella como chiche y pregunte su precio estará bien; si a nadie llama
la atención, entonces paciencia, esa pobre no tendrá ni porvenir
ni familia... Nos está vedado amar por nosotras mismas, señoras,
nuestra preferencia sólo se pronuncia cuando ha sido solicitada...
¡Pero ay de la mujer que fija sus miradas en un hombre distinguido
y amable! ¡Ay de aquella que sin recordar su condición de chiche
se permite el derecho de amar!”
Con estas últimas palabras estallaron los vivas y los aplausos
y siguieron la fascinación en algunas señoras y la desconfianza
en otras. Una mano le fue tendida desde abajo. Era el ingeniero
Olascoaga. Juana Paula nuevamente tomó la mano y bajó los tres
escaloncitos.
—Ahora, la señora tiene otro compromiso... —dijo Olascoa-ga
a las damas que se le acercaron más por curiosidad que por con-
vicción y, tomándola suavemente del brazo, la llevó hasta la mesa
y le ofreció una copa de champagne. Luego de brindar, la invitó a
subir al coche.
Ibarguren sonrió y pegó un latigazo leve en las ancas del moro.
—¿No va a preguntar adónde la llevo?
—Un alumno de José María Manso sabe sin duda el mejor
lugar para la hija de José María Manso...
El hombre tomó la mano de Juana Paula y la besó.
—¿Acaso me propone un romance?
—¿Acaso coquetea conmigo?
Los dos rieron sin soltarse de la mano.
El coche se detuvo, Ibarguren bajó y abrió la tranquera,
tiró al animal del cabestro, volvió a cerrar la tranquera y subió.
Pegó un latigazo y marcharon al trotecito. Los sauces mecían su
melena rozando el coche. Al final del camino se elevaba la casa,
rodeada de casuarinas. Republicana, descoloridas las paredes y las
aberturas, sin flores, sin pájaros, sin enredaderas, sin perros ni
gatos, mucho menos faisanes, pavos reales o marti-netas; apenas
un puma asoleándose en la galería y un coy de lado a lado del hall
y, encima del dintel, unas letras borroneadas donde se alcanzaba
a leer “Don Pedro”.
—No hay nada que temer mientras sonría...
Enmudecida, Juana Paula sonrió. El puma se rascó la cabeza,
fijó por un momento su mirada en ellos y se estiró al sol como un
simple gato mientras entraban.
—Ve cómo tengo razón y hasta dónde va el poder de su son-
risa...

227
—Veo que esto es un gran disparate... —replicó Juana Paula
sin quitar la mirada del animal.
Olascoaga rió, la tomó de la mano y la condujo al interior de
la casa: un gran salón vacío de muebles, cuadros o tapices y de
una notable frescura; los postigones entrecerrados y las ventanas
cubiertas con unas esteras de juncos cuadriculaban de sol el enta-
blado del piso. Dos hamacas de algodón arrastraban sus blondas
en la única alfombra, una piel de puma al pie de dos anaqueles con
cientos de libros de lomos morados y azules. Si no hubiera sido por
la bandeja de peltre con las dos copas, el botellón de licor, la pipa,
el yesquero, los restos de tabaco en el cenicero y la lámpara, pero
muy especialmente por la rosa sobre una de las hamacas, Juana
Paula hubiese jurado que la casa había sido abandonada.
—Aquí, por favor... —invitó Olascoaga.
Juana Paula dudó; sin embargo, se sentó en uno de los al-
mohadones. Recorrió la piel de puma con su mano y tomó la rosa.
El vasco sirvió brandy en las copas, eligió unos libros al azar y se
sentó a su lado.
—Tal vez le sean útiles, señora...
—Y se desprenderá de ellos tan fácilmente...
—No tan fácilmente... —dijo empinándose de un solo trago la
copa, que volvió a llenar.
—¿Cómo agradecerle?
—Bebamos a la buena salud de estos libros que tanto han
viajado y desconocen su destino.
—... Es verdad, quien sabe qué rumbo tomarán y en cuáles
manos. ¿Y usted?
—¿Yo?
—No sé, esta casa... ese puma afuera y este otro acá... conven-
gamos que no son cosas comunes de ver por estos lares...
—Tampoco lo es usted en este rincón de la pampa y no habrá
sido común su presencia en Cuba o Río de Janeyro, ni en Nueva
York, señora mía, en Puerto Príncipe hasta en Cartagena de In-
dias...
—Es verdad. Sin embargo, no me negará que su casa y estos
pumas son algo más que extraños, más aún cuando también usted
parece venir de lejos...
—Esta casa ha sido de mi familia siempre... Estoy regresando,
sí, y tenía nueve cuando comencé a viajar... —continuó Olascoaga
con ganas de contar, por suerte para Juana Paula—. ¿Realmente
quiere conocer esa historia? ¿Acaso no la saca de sus propósitos

228
del día...?
Juana Paula tomó la rosa y la guardó como señalador en el
libro que había abierto minutos antes, bebió su brandy, se recostó
en la hamaca y se dispuso a escuchar.
—Muy bien. Alrededor de los nueve tuve que irme con sólo una
pequeña maleta de correo, algo de ropa y una carta breve. “La tía
Lorenza te va a ayudar en la Santa María...”, dijo mi madre y, luego
de guardar la carta en el morralito, me dio un beso en la frente.
Luis Olascoaga no había llorado porque su madre le decía que
los hombres no lloran y él aceptó como aceptan todos los hombres
y casi todos los niños, no importa la edad. Nunca había sa-bido el
porqué, lo cierto es que aquella mañana su madre con la li-turgia
cotidiana del mate, para comenzar, el pelo atado con la cinta de
siempre, el hipo infaltable a la hora del desayuno y la voz un poco
ronca, le dijo: “Hoy te vas a la Santa María de los Bue-nos Aires...”
y Luis sólo había preguntado: “¿Y eso, dónde es?”.
—“Usted bien sabe dónde queda la Santa María”, fue la res-
puesta de mi madre, “podrá engañar a su maestro y al abuelo pero
nunca a mí; la Santa María es este pueblo pero más... es como este
pueblo pero muchos... ¿acaso no ha entendido aún?”.
—Una buena definición de la Santa María, por cierto... —
acotó Juana Paula.
—“¿Y por qué nos vamos...?”, pregunté, pero ella, inflexible y
con esa certeza que siempre anida en los ojos de las madres, con los
dedos girando la bombilla entre los palitos de la yerba, dijo: “Sólo
usted irá, m’hijito... Ahora a lavarse la cara, a mojarse el pelo y no
pregunte más...”.
Luis se había ido de la cocina sin correr en aquella ocasión;
cruzando el cerco de cañas que circundaba el patio rosado, entró al
baño y cerró la puerta. Echó agua en la jofaina y jugó con la espuma
de ese jabón con olor a la vainilla del arroz con leche, jabón que el
abuelo Pedro había traído de uno de sus viajes de la costa una de
aquellas veces que llegaban los grandes buques con inmigrantes.
Si hubiese sido alto, Luis hubiera podido verse en el espejo para
peinarse solo, pero bien sabía que el espejo era sólo para los grandes.
Por eso se acercó a la madre con el pelo mojado y, mientras ella lo
peinaba, le preguntó: “¿...Y usted cuándo va, mamita...?”, pero la
mujer en silencio le pasó el delantal limpiándole aquel desorden
de mocos y lágrimas de la cara.
—“No debe tener miedo”, me advirtió mi madre entonces y,
tocándome la boca del estómago con el peine, agregó—: “Sólo si le

229
duele mucho acá puede llorar, ¿me oyó? Llore un poquito nomás,
pero que nadie lo vea”, y nada más dijo, ni siquiera una mentira.
Más tarde el abuelo Pedro vio que Luis abandonaba la mirada
entristecida sobre la cama del rincón, sobre la pequeña almohada
donde la noche anterior había soñado con ese petiso con el recado
con sobrepuesto de carpincho, afirmando en los estribos las botas
altas y sintiendo en la mano cómo el animal pedía rienda mientras
se escuchaba el tintinear del freno y las espuelas.
—Recuerdo siempre aquel sueño y el temblor de la oreja del
petiso con el ojo fijo en el sendero que se abría paso entre las ca-
suarinas. Recuerdo siempre aquel último sueño en esa almohada
pequeña y la cama del rincón, donde el abuelo Pedro se había
sentado esperando que me le acercara para colocarme su boina.
“—Pero mi madre no quiere que use boina, abuelo —le ad-
vertí y él:
“—¿Y por qué no ha de querer?
“—Porque es cosa de vascos...
“—¿Y eso es malo?
“—No sé, abuelo, pero si ella lo dice...
“—Claro, si ella lo dice —había repetido el abuelo Pedro vol-
viendo a colocarme la boina.
“—Debe ser por eso que cuando se enoja con usted le dice
‘vasco bruto, vea lo que hace...’.
“—Claro —dijo el abuelo—, y a tu padre además le decía
‘vasco duro’...
“—Vasco duro no, sino vasco bruto, le decía mi madre, igual
que a usted, abuelo...”
Juana Paula rió de buena gana por aquellos comentarios del
hombre, un tanto infantiles en esos parajes, comentarios que hacía
tanto tiempo no compartía con nadie. Y puede que por el mismo
motivo, Luis Olascoaga rió con idéntico entusiasmo mientras lo
contaba, mientras decía haberse aferrado a ese morral que, según
el abuelo, había pertenecido a un estafeta del coronel Suárez, aun-
que Olascoaga no le había creído porque mal podía haber conocido
al coronel Suárez su abuelo mientras ordeñaba las vacas, mucho
menos a uno de sus estafetas.
—El abuelo Pedro no era de esos abuelos que han vivido
muchas historias, por eso raramente contaba nada, para no tener
que inventar.
—Como usted ahora... —dijo Juana Paula algo incrédula.
—El abuelo sólo había contado que su origen no se remontaba

230
mucho más allá que a alguno de esos barcos cualesquiera fondeados
en el puerto de la Santa María, ese puerto que yo estaba a punto
de conocer, donde recalan barcos en los que las nacionalidades se
confunden y donde las muchachas que habían embarcado embara-
zadas parían o se embarazaban apenas al embarcar y parían casi
recién llegadas. También contó acerca de una de esas dos chiqui-
linas que luego de bajar del barco tomadas ambas de la mano, se
habían separado porque una de ellas quiso salir de la Santa María
trepándose al carro de un lecherito de ojos verdes con destino al
Oeste, mientras la otra prefirió quedarse en la Santa María. “...
Tan duras las vascas como brutos los vascos”, había dicho el abuelo
Pedro cuando las recordaba. Cuando partí, una maraña de espini-
llos grises se enredaba en las ruedas del carro y atrás quedaban el
sauce quemado junto a la aguada. Por delante se veía campo y más
campo, campos idénticos todos. Ondulados algunos, planos otros,
bajo azules claros fosforescentes o azules índigos y estrellados,
según la hora.
Días después, Luis llegó a los alrededores de la Santa María,
hasta las barracas de Plaza Miserere, donde vio hombres sin dor-
mir o mal dormidos, restregándose las manos junto a una fogata
donde se asaba algún animalito que no logró reco-nocer. Él se había
acuclillado en un rincón, también al calorci-to de las fogatas y así
se durmió hasta que a la mañana siguiente alguien lo cargó en
brazos y, luego de hacer leer al boticario la carta que Luis llevaba
en el bolsillo del abrigo, lo llevó don-de una mujer le dio abundante
ensopado de pan en leche tibia y una cama pequeñita en un rincón
del último cuarto de la fonda. “Vasca bruta”, hubiera dicho también
el abuelo Pedro de haber conocido a aquella mujer que se llamaba
Lorenza y se decía hermana de la abuela Martina porque ambas
habían dormido juntas en el gran barco que desde la Guipúzcoa
las había traído a la Santa María. A la mañana siguiente Lorenza,
cumpliendo con lo solicitado por la madre de Luis, le puso el pan-
talón café y el saco marrón, un moño en el cuello de la camisa y lo
peinó pese a la terquedad de Luis de encasquetarse la gran boina
del abuelo Pedro. Caminaron entonces hasta La Piedad y allí lo
dejó con su morralito del coronel Suárez en el colegio parroquial.
—Mi primer destino... por aquellos días —dijo Luis Olas-coaga
demorando la mirada en la cabeza del puma con la bocaza abierta
hacia sus pies.
Juana Paula, que lo observaba atentamente, sólo al final del
cuento reparó en la boina del ingeniero y en su barba profusa y

231
gris como si lo hubiese visto por primera vez.
—¿Y el segundo...?
—El segundo destino fue una de esas tantas familias conde-
nadas al destierro, pobres unitarios sin futuro recluidos en Mon-
tevideo, aunque al menos pude continuar algunos estudios y más
tarde conocer a su padre.
—Imagino que ésa no será la misma boina...
—Claro que es la misma boina y sin duda soy el mismo vasco
bruto que mi abuelo...
Juana volvió a reír, acarició la mano del hombre y afuera el
tigre gruñó como en un susurro. Y aunque nada parecía real en
esos momentos y mucho menos venir al caso, preguntó:
—¿Y su apego a los pumas?
—No es apego. Cuando volví, no hace tanto por cierto, sólo
encontré la casa en ruinas y una maraña de plantas que la cubría
por dentro y por fuera, y este pequeño puma a punto de comerse
a su madre muerta...
—No sabía que hubiese pumas por estos lados...
—Tampoco yo, pero ahí estaban madre e hijo y aún están. Tal
vez el cachorro no se resigna del todo; tal vez algún día siga otro
camino, tal vez finalmente deberé sacrificarlo, pero por ahora aquí
estamos los dos...
—Extraña historia... —dijo Juana Paula acariciando la cabeza
de la puma descuerada mientras bebía el último sorbo de su copa—.
¿Y su madre, qué...?
—Y cuál historia no lo es; querida amiga, cuál no lo es entre
tanto que hemos vivido y en tan distintos lugares... —dijo sin respon-
der nada acerca de su madre—, y vamos ya, que deben de extrañar
su ausencia... —insistió Olascoaga poniendo un beso apenitas
insinuante en la boca de Juana Paula y repitiendo una caricia en
su pómulo encendido. Le entregó unos libros y cargó un canasto
con algunos más para llevar a la biblioteca... Sin embargo, viendo
la serenidad de ella y su quietud, se animó a decir:
—A menos que prefiera quedarse esta noche conmigo...
Juana Paula intentó una sonrisa, pero aquella serenidad y el
comentario de Luis la dejaron sin palabras por un rato.
Rato que finalmente Luis interrumpió:
—Perdón, no quise ofenderla, es sólo que...
—No me ha ofendido, Luis. Es sólo que ya no esperaba este
tipo de invitaciones...
Se bajó de la hamaca, volvió a abrir el libro donde había dejado

232
la rosa que Luis le había regalado y leyó en voz alta unos versos
subrayados:
—“El que ama a una mujer es Adán. La mujer es Eva. Todo
sucede por primera vez”... ¿Y por qué el subrayado?
—Ya le dije que amo la poesía...
—Pero ese poema es raro; además, no está firmado...
Luis cerró el libro y lo guardó en el estante más alto del ana-
quel.
—Algún día alguien lo firmará... por ahora nos pertenece
como Eva a Adán...
—O como a Eva y a Adán...
—Sólo importa que es una verdad que un poeta ha vislum-
brado o vislumbrará en algún tiempo próximo. ¿Acaso si le dijera
el nombre del poeta aceptaría dormir con nosotros? —dijo Luis
señalando la puma extendida a sus pies.
—No. Claro que no importa.
—¿Se quedará entonces?
—Bien sabe que no es una decisión fácil de tomar...
—No. No lo sé. No conozco qué límites se imponen las mujeres
que recorren el mundo en pos de la libertad, de la literatura como
un derecho de las mujeres a ser y hacer... Todo lo que usted hace
y lo que muestra de sí, todo es tan extraño como este encuentro
en medio de la pampa, como mi boina y los pumas... ¿o no? Tan
inverosímil como ver a una mujer ofreciendo charlas y hablando
acerca de libros y la emancipación de la mujer en Chivilcoy. O una
mujer de la Santa María tocando al piano El carnaval de Venezia en
Cuba como sostén de un concertista de violín. O en Río de Janeyro
declamando a Shakes-peare, escribiendo óperas y zarzuelas o alter-
nando con esas mujeres de la alta sociedad porteña que, ahora, de
regreso a esa aldea que es aún la Santa María de los Buenos Aires,
la obligan a enfrentarse a ellas a menos que, para granjearse sus
favores, renuncie a sus propuestas. Esas señoras de la Sociedad
de Beneficencia demasiado viejas para que les sugieran cambios y
usted, señora, insistiendo con que deberían leer o qué cosas deben
enseñar a sus hijas y nietas para que con el tiempo no se conviertan
en otro grupo de pacatas orgullosas de su estirpe para lograr ese
ansiado puesto de primera dama y presidir o al menos ser parte
de la Sociedad de Beneficencia... Mi querida, cómo quiere que un
simple hombre como yo pueda imaginar cuál es una decisión difícil
de tomar para una mujer como usted.
Juana Paula hizo un mohín de niña que solía hacerle a su padre

233
cuando la atrapaba en una travesura. Un gesto que no recordaba
en sí misma desde tanto tiempo atrás, uno que había olvidado por
completo, como tantas cosas que creía olvidadas y que, sin embar-
go, seguían intactas en su memoria, latentes, fieles a ella misma,
adormecidas pero a la espera de la ocasión adecuada.
Luis tomó la rosa y la pasó con suavidad por el rostro encendi-
do de Juana Paula. La besó con ternura, no tanto con pasión como
con una ternura infinita, y, pese a que no hubiese querido que eso
le sucediese en ese momento, por un instante, apenas durante un
brevísimo instante, recordó a Noronha. Recordó la pasión con que
Noronha la había amado en ocasiones, pero no recordó de Noronha
una sola vez de esa ternura con que Luis volvía a besarla y con cui-
dado le quitaba la ropa y la recostaba encima de la piel de puma, y
le entrecerraba los ojos con aquel beso que le recorrió lentamente el
cuerpo casi más con la fragancia de la rosa que con la rosa misma.
Fue verdad, sin duda, que durante aquel atardecer se amaron
con una pasión que a ambos les había resultado tan imprescindible
como natural. Una pasión intensa y al mismo tiempo serena. Luego
del inevitable reposo, Luis la ayudó a ponerse la ropa con la mis-
ma ternura que había empleado al quitársela y se vistió mientras
Juana Paula ataba los lacitos de la falda. Pasaron de nuevo cerca
del puma, perezoso aún bajo el último rayo de sol, el arrullo de las
torcazas y el chirrido de los grillos. Subieron al coche y luego del
discreto chistido con que Ibarguren hizo mover el alazán, al trote
emprendieron el regreso a Chi-vilcoy. En el pueblo aún eran muchas
las personas que deam-bulaban su jolgorio en torno a la reciente
inauguración del ferrocarril. Luis la ayudó a bajar y retuvo por un
rato las manos de Juana Paula entre las suyas:
—Quizá nos volvamos a ver...
—Quizá.
Sin embargo, ambos se sabían caminantes, no sólo de paso por
esas tierras sino de paso por el amor y por el mundo. El cochero bajó
los libros y los fue entregando a Herminia y Eulalia que los habían
estado esperando. Juana Paula entró en la casa de los Krausse y,
antes de cerrar la puerta, alzó la mano a Luis Olascoaga, que tocó su
boina como si fuese un sombrero alón y cruzó a la pulpería, donde
su caballo había permanecido quieto como si estuviese sujeto del
cabestro desde mucho antes de oficiarse el acto de inauguración; se
lanzó entonces una vez más a gauchear, a caracolear al trote con su
alazán de oreja cortada, rasgando a su paso el aire ya húmedo de la
llanura mientras anochecía y entre Juana Paula y las muchachas

234
bajaban los libros.
Más o menos de aquel modo había resultado la primera incur-
sión de Juana Paula en Chivilcoy. Volvieron las tres a Buenos Aires
y no tardaron mucho tiempo en regresar a Chivilcoy con mayor
entusiasmo y muchos libros más, deseosas de continuar la tarea.
Las autoridades habían organizado junto con un buen número
de mujeres otro encuentro para iniciar, las muchas actividades
previstas en la biblioteca, comenzando por conferencias acerca de
educación, además de una cuidada programación de lecturas. Las
mujeres del lugar se organizaron y hasta pagaron para escuchar,
ya que para dar justo valor al emprendimiento, las mismas organi-
zadoras decidieron cobrar entrada para costear no sólo los pasajes
de las tres mujeres sino también una pequeña remuneración a la
conferencista y a sus lectoras. La exaltación del viaje, el vértigo y
la conmoción que le produjo a Juana Paula su primer viaje en tren
no podían compararse, de todos modos, con la agitación y el vértigo
provocados por el regreso a Chivilcoy. Aquel Chivilcoy de las con-
ferencias, de las primeras lecturas de los Anales de la Educación,
donde no hacía tanto había disfrutado del arrullo de las palomas,
una rosa roja de intenso perfume y pumas y amores tan tiernos
como un gato adormilado en su regazo aunque siempre al acecho.
Las recibió una pequeña banda pueblerina y un grupo de mu-
jeres tras una pancarta donde se leía: “Sociedad Propagadora de la
Lectura”. Bajaron del tren y fueron rodeadas. Las acompañaron
luego al sitio previsto para su estadía. Por la noche, el encuentro
se llevaría a cabo en el teatro. Sin embargo, a último momento se
supo que aquel 28 de abril estaba prevista en el teatro una función
de la que no habían tenido noticias los organizadores.
—¿Magos, prestidigitadores, contorsionistas...? ¡Qué pena no
asistir a la función! —expresó risueña Juana Paula—. Me harían
revivir, sin duda, tan buenos momentos en el Janeyro. No queda
más que hacer nuestras lecturas en otro lugar, sólo hará falta un
piano y un taburete, una mesa, dos sillas y una lámpara, además
de sillas para los asistentes, claro está...
Así se organizó finalmente en un gran barracón, que pese a
mostrar desde afuera cierto aspecto de abandono, en pocas horas,
fue organizado en condiciones inmejorables. Se limpiaron y blan-
quearon pisos, paredes, techo y vidrios. Varias hileras de asientos
fueron ubicados en dos columnas y, al frente, no sólo un hermoso
piano de cuarta cola, sino una mesa cubierta con un mantón borda-
do con rosas rojas que acariciaba con sus flecos dorados el entablado

235
del piso, dos lámparas con opalinas de cristal y dos butacones de
pana verde.
—¡Será que la gente responde, madre! Tal vez se reparta entre
ambas actividades... no sé...
—No importa, hijita. Es tan distinto un público del otro. Ya
verás, los que no quieran oírnos hoy tampoco molestarán, pues
estarán entretenidos con los magos... Ojalá hubiese sido así aquella
tarde en la Santa María, en la escuela de la Catedral...
—Ay mamita, ni me recuerde aquello —dijo Eulalia per-
signándose.
La gente, en su mayoría mujeres, llegaba y ocupaba los lugares
más cercanos. No más de veinte tomaron asiento, luego se hizo
un espacio de quietud y silencio. Esperaron unos minutos y, por
respeto a los asistentes, decidieron empezar.
—Señoras y señores, esta noche las mujeres de nuestra cam-
paña acaban de inaugurar la aparición de su capacidad intelectual
siendo las primeras argentinas que levantan tan alto sus nombres
en la iniciativa de la educación en Sudamérica... mis hijas y yo agra-
decemos su presencia. A modo de recreo y previo a la conferencia,
mi hija Herminia interpretará un fondo melódico al tiempo que
Eulalia les leerá un hermoso cuento de nuestra querida amiga,
la señora Juana Manuela Gorriti. Luego les tocará escuchar mis
pensamientos acerca de la educación que a cada palabra las inclu-
yen y a ustedes van dirigidos. Y para cerrar habrá otro poco de
música. Prometemos para la próxima reunión la lectura de unos
breves capítulos de “Rosas”, un drama que he escrito recordando
momentos de nuestra historia que tanto nos atañen, a nosotros
porque los hemos vivido y a nuestros hijos para que nunca olviden,
porque la enseñanza de la historia patria constituye una de las
enseñanzas fundamentales a toda buena educación; la historia y
la educación son imprescindibles para el progreso de toda nación,
una necesidad inherente a todas las razas y sexos.
Juana Paula reorganizó silenciosamente sus papeles y Her-
minia comenzó a ejecutar unos aires pampeanos y, al ratito nomás,
tocando aún con mayor suavidad, dio paso a la lectura de Eulalia.
Para esa ocasión habían elegido el cuento “Una hora de coquetería”
de la Gorriti.
El acto se fue desarrollando según lo programado... hasta que
Eulalia llegó al final del cuento:
—“... bella Leonor, ¡has visto alguna vez bajo los anchos aleros
de ese armatoste que usan las santas hijas de Vicente una frente

236
blanca y pura, dos rasgados ojos negros, una boca formada con
perlas y corales, una joven en fin, casi tan linda como tú! Es Ama-
lia, que expía con cinco años de tinieblas una hora de coquetería”.
Durante los aplausos, Juana Paula bebió un poco de agua y
cuando la sala volvió a silenciarse introdujo a los presentes en el
espíritu de su conferencia:
—El hogar, la madre, la mujer ilustrada y preparada para un
destino superior que los quehaceres domésticos, no estorban ni
encadenan, sino que poetizan y subliman... ¿Qué hemos venido a
hacer al mundo? ¿Qué objeto tiene la vida, que por tan limitado
espacio de tiempo nos concede el Altísimo? ¿Hemos reflexionado
alguna vez sobre esto? El primer hombre que encaró la vida desde
este punto vista fue Horacio Mann, otro humilde niño, hijo de un
labrador y labrador él mismo, educado en los campos por el libro
leído en los momentos de solaz. Sí, ese hombre fue el primero que
se fijó en esa gran cuestión, el carácter progresivo de la raza hu-
mana. Un niño que nace en la ignorancia y en ella crece, cuando
llega a ser hombre ¿cómo habrá contribuido al progreso de esa
especie ni de su raza? Planta agreste, su fruto será amargo. El
hombre iletrado que nada sabe, nada puede producir tampoco, es
menester en-señarle, educar sus facultades intelectuales, educar
sus sen-timientos para que después él, a su vez, también eduque
la tierra que produce mejor, eduque sus animales para sacar de
ellos el mejor partido; del caballo, el manejo del arado; de la vaca, la
lechería modelo... Pero repito, sin previa educación no hay más que
barbarie, progreso negativo, y los propios ferrocarriles y telégrafos
se esterilizan por la falta de una buena dirección dada al espíritu
humano... Sé que vuestros campos están bien cultivados, que po-
seéis ganadería numerosa y máquinas de las que libertando el brazo
del hombre del trabajo anual centuplican la fuerza productora del
pensamiento... ¿Qué cantidad de cerebros cultivados posee Chivil-
coy? ¿Cuántos hombres saben leer en este partido?... ¿Cuántos se
educan?... La libertad, ese bello ideal de las almas generosas, esa
aspiración ingénita de la humanidad, ¿cómo se alcanza? (...) La
libertad no es ni el estridor de las armas, ni el himno de la victoria,
ni el rapto del espíritu impulsado por la libertad. La libertad en
el pueblo es la soberanía... y la soberanía, señoras y señores, es el
conocimiento de los derechos de cada uno y su ejercicio... Para eso
es necesario comenzar por el saber. Sin el saber no hay modo de
llegar al porqué ni al cómo, para exigir los derechos que a cada uno
pertenecen, mucho menos cambiar la ley y legislar esos derechos

237
que son inherentes al ser humano, tan inherentes como el aire que
respira y aún no han sido contemplados...
Por dos veces estalló en el techo del barracón un ruido extra-
ño que la hizo interrumpir su vehemente disertación. Tomó aire
y bebió un sorbo de agua. Y luego fue otro golpe y estallido, más
una piedra que hizo pedazos uno de los vidrios mientras un grupo
de personas enardecidas y burlonas se lanzaron al centro del salón
profiriendo insultos y risotadas. Uno de ellos arrojó a Juana Paula
una bolsa con basura nauseabunda. Furiosas, Eulalia y Herminia
juntaron los papeles mientras Juana Paula exclamó:
—¡Veo que estamos en la pampa, señores y señoras, y con estas
maneras no hacen sino darme la razón de su falta de educación y
barbarie...!

Más tarde, cuando el silbato del tren irrumpió en la soledad


de la estación y el silencio aún embargaba los ánimos de Juana
Paula y las muchachas, los cascos de un caballo fueron acercán-
dose desbaratando el pedregullo a los lados de la trocha. Juana
Paula se asomó y por la puerta trasera del último vagón vio a Luis
Olascoaga, que al galope trataba de alcanzar el tren o al menos
seguirlo buena parte del trayecto y esto sí lo consiguió hasta que
Juana Paula lo perdió de vista. Regresó a su asiento y encontró el
libro de Luis Olascoaga con una rosa roja marcando una página
con unos párrafos subrayados: “Loado sea el amor en el que no hay
poseedor ni poseída, pero los dos se entregan”, leyó Juana Paula,
recorrió el resto de páginas del libro en blanco, sin firma, sin título,
sin indicio de poeta alguno.
—¿Y eso, mamá?
—Nada hija, una broma del ingeniero Olascoaga, seguramen-
te; él fue alumno de tu abuelo, ¿recuerdas que te hablé de él en el
viaje anterior?
—No, mamita. No recuerdo.

Meses después, Sarmiento escribió a Juana Paula: “Lo que ha


sucedido en Chivilcoy (y siento a fe que haya sucedido en Chivil-
coy, ¿por qué no fue en otra parte?), lo que allí sucedió tiene otras
causas que las aparentes. Son las lecturas las que irritan. Es la
primera vez que se introduce la práctica de hablar al público sobre
cualquiera materia. Cuando usted reciba asa fétida en sus vestidos,

238
no culpe de ello al pueblo. El que lo hizo es el mismo que acude
a las puertas de los templos a estrechar el paso a las mujeres con
codicias torpes. Cuando usted reciba el bautismo de San Esteban,
el primero de la larga lista de lapidados, no era a la escritora, a la
lectora, a la educacio-nista. ¿Qué importa todo eso, para excitar
pasiones de ese género?
”Era, ¿lo creerá usted?, a la ‘mujer inteligente’. ¿Sabe usted
de otra argentina que ahora o antes haya escrito, hablado o publi-
cado, trabajado por una idea útil, compuesto versos, redactado un
diario? Una mujer pensadora es un escándalo”.
—... E imposible de detener —le había comentado por aquellos
días Juana Manuela Gorriti, en una de sus tertulias, al conocer las
palabras que Sarmiento le dedicaba a su amiga.
—¿Imposible de detener la inteligencia o el escándalo? —bro-
meó Juana Paula—. Quién sino la Gorriti para certificarlo, ¿no?
—Ni la una ni el otro son posibles de detener, bien que lo sa-
bes. Pero no sé si es bueno que sigas exponiéndote al cacheta-zo,
mi querida...
—El cachetazo no hace sino poner en evidencia la ignorancia
y la debilidad del que lo propina... ¿Acaso nunca lo has pensado
de ese modo?
—¿De verdad piensas así?
—¿Me ves cara de que no...? —dijo Juana Paula levantándose
por más budín del cielo—. Muchas veces me dan ganas de ir e ir,
pedir y volver a pedir, desafiar una y otra vez a que se atrevan a
decirme que no... y si se atreven aun sabiendo ellos mismos que
sólo los mueve la sinrazón, la envidia o el ansia de poder, al menos
siento la satisfacción de provocar que por un rato se les retuerzan
las tripas por saberse a sí mismos de esa calaña.
Juana Manuela dejó escapar una sincera carcajada. Luego
bebió hasta la última gota de su copita y, luego de paladear golo-
samente el licorcito de naranjas, murmuró:
—No dudo de tus intenciones... Sí dudo de que les dé retor-
tijón... Al fin eres bastante generosa para con tus adversarios...

239
Misia Mariquita Mendeville:

Recuerdo que la última vez que le escribí fue para pedirle una
entrevista que no ha tenido lugar.
Le diré por escrito lo que tuve en cuenta decirle entonces: le
falta a la Escuela Normal de la Merced un reglamento, como por
ejemplo el que tiene la Escuela Normal de Mujeres de Filadelfia,
una de las más fáciles que conozco.
Fáltales también a ustedes una clase de Pedagogía teórica que
no hay en el país quien pueda darla excepto yo, por la sencilla razón
que el Arte de Enseñar es desconocido entre nosotros, a la vez que
es el fin y objeto primordial de las Escuelas Normales e Institutos
de Maestras.
Ofrézcome, pues, gratuitamente para dar este año en la Nor-
mal de Mujeres, bien lecturas, bien cursos teóricos de la ciencia
pedagógica a que podrá asistir una comisión de la Sociedad de
Beneficencia y como ésta será de aquellas cosas que basta el buen
sentido para avalarlas cuando se oyen, a la primer sesión quedará
o no comprobada la eficacia de mi proyecto y oficiosa oferta.
Ahora, por lo que respecta al informe que está usted encargada
de pasar sobre mis Anales, sería dudar de usted no creerla desde
ya favorable a mis intereses: usted sabe si he sufrido, si he luchado
y qué nobles propósitos me guían. Mis hijas son ya unas señoritas,
eso lo dice todo; usted es madre. Estamos algo vecinas, vivo en la
calle de San Martín 299, a sus órdenes.
Mi querida señora, soy de usted siempre afectuosa.

Juana Paula Manso

240
CAPÍTULO 21
Rodéame la indiferencia y persisto;
brisas glaciales se ciernen sobre mi cabeza y persisto;
acaso la perseverancia de un apostolado que se desecha por inútil
será la sola memoria que dejaré a mi patria.
JUANA PAULA MANSO

—¿Y, no obstante, tampoco contestó...? —preguntó Her-minia.


—Supongo que para no tener que repetirse...
—Nada hay más hiriente que el silencio, mamita.
—Pero no provoca resistencia.
—¿Y un poquito de odio?
—Sólo como para despuntar el vicio... No te mortifiques,
tantas veces la supe en mi contra. Es como si se hubiese limitado
su trabajo a recorrer escuelas solicitando firmas contra la Manso
y sus controvertidas conferencias; si hasta la municipalidad me
condenó a no interferir en sus escuelas y decretó que esas confe-
rencias eran inoficiosas.
—Pero no te han callado...
—Y eso me valió un halo de locura, según Santa Olalla...
—Sólo puso de manifiesto que el loco es él...
—Ese hombre carece de valores... o por lo menos va por la
vida esgrimiendo valores equivocados; pero en su caso no es una
competencia de poderes, hija, es sólo que no cree en la mujer
como ser a la par del hombre, tampoco tiene por qué. Allá él...
Pero ellas, ¿cuántos besos de Judas comparten y me han dado,
cuántos abrazos pérfidos? Ellas saben, igual que la Mendeville al
no dar una respuesta, que la Manso no renuncia; saben que no
pertenezco al gremio de los cobardes que se suicidan; que cumpla
el Departamento de Escuelas con lo que le compete, que me acuse

241
ante el gobierno y pidan mi destitución. Es su tarea. La mía seguirá
siendo confundirlas.
—¿No obstante la has invitado también hoy?
—Hay momentos en que no se puede elegir. A todas nos toca
alzar las mangas y trabajar. Mariquita no puede faltar. ¿Por qué no
invitarla? ¿Para demostrarle qué ofensas, cuáles resentimientos?
La Mendeville y yo andamos en tantas otras cosas; no son épocas
de enfrentamientos personales...
—¿Aun cuando ella insista en ignorarte? —replicó Her-minia.
—También yo la ignoro al invitarla y ella lo sabe. Así debe ser.
Si llega será bienvenida y si no llega será igual. Hay tantas otras
cosas que resolver.
—A veces no te reconozco, mamita, serán los años... —replicó
Herminia—. Mejor, ayudo en la cocina... —pero no se fue.
—Es que estás creciendo y con los años los valores suelen
confundirse un poco hasta que se hace necesario ponerse al día...
y reconsiderar —bromeó Juana Paula, dispuesta a retomar la
escritura.
—Reconsiderar cuáles valores... —preguntó Herminia.
—Ya sabes, mi querida, deberás negarte y luchar serenamente
para no aceptar lo que no quieras hacer ni tomar esas virtudes
que tratarán de inculcarte hasta el cansancio... pues no son sino
virtudes negativas...
—¿Cuáles virtudes, mamita?
—Callar, ignorar y obedecer... Nunca debes aceptar.
—Acaso esta vez no estás ignorando y acatando los desplantes
o la voluntad de la señora de Mendeville, entre otras...
—Es el precio. La palabra, especialmente la palabra escrita,
es un impulso al que me debo y no puedo reprimirlo aun cuando
sepa cuál será la respuesta...
—Sin embargo, has acatado como a cualquier mujer toca...
Juana Paula dejó la pluma en el tintero: estaba claro que
Herminia se había propuesto no dejar que volviera a ensimismarse
en el insondable y mullido mundo de la escritura. Hermi-nia sabía
que escribir había significado a su madre ordenar el pensamiento
y la supervivencia, y por supervivencia no sólo se refería a los
magros recursos que escribir le proporcionaba sino a una manera
de estarse quieta y pensando, amparada por un salvoconducto,
introspectivamente ensimismada en sus recuerdos y proyectos,
no más que sueños tal vez. Cuando escribía, Juana Paula no ha-
cía sino ponerse a distancia de aquellos que pretendían dañarla,

242
entonces podía rodearse una vez más del aire de sol y mar que
solía circundarla en La Habana o en Río de Janeyro oyendo aún
los atabales, los tiples y las guitarras o alguna pianola celebrando
sones y habaneras, regresar a las noches calientes descalza en la
arena y el murmullo cercano del oleaje y apenas la luna, o podía
volver a aquella excitante inquietud de la ciudad de Nueva York y
los secretos casi a viva voz de la Vieja Sarah y aquellos cantos de las
voces negras cuando solía llevarla a alguno de sus templos. Algunas
veces había optado también por la poesía... “¡Yo sé que todo acaba
y todo pasa!/ Y sé que la estación de los amores/ es más fugaz que
esas pintadas flores/ que deshojan los vientos sin piedad...”. Fue
su propia impiedad consigo misma la que hizo que abandonara.
Empezó entonces novelas y ensayos. Luego con Noronha, de vez
en cuando y como un ardid para no perderlo del todo o tan pronto,
logró que compusieran juntos alguna zarzuela, Elvira la Saboyarda,
por ejemplo, y unas óperas o escribió algunas piezas de teatro que
él pudo musicalizar, como La familia Morel y tantas otras. Luego
fueron los comienzos de La familia del Comendador, de la cual las
gentes, mostrando un profundo desconocimiento de la historia y
los tiempos, dijeron que era una burda imitación de La cabaña del
tío Tom... Qué brutos fueron. Luego las cartas a sus hijas, los pe-
riódicos para sus pares, las mujeres, tanto en Río como en Buenos
Aires; finalmente los Anales de la Educación y tanto más.
—¿Tan segura estás de que no haber acatado nada ni a nadie,
mamita? —insistió Herminia, algo burlona.
—¿Tu padre...?
Herminia bajó la cabeza y no contestó.
—Aquello no fue acatar ni obedecer. Es sólo que lo amaba.
—Sin embargo...
—¿Te refieres a esa otra mujer? Nunca lo acepté, aún hoy no lo
aceptaría si él hubiese tenido la valentía de enfrentarme; si ahora
estuviese acá, delante de nosotras, pelearía aún por su amor, le haría
saber de mi amor incondicional. Sólo he sobrevivido dignamente
a mi pena. He sobrevivido a su desamor siendo fiel, por lo menos
a mis sentimientos. He sido fiel a mi amor, no a Noronha sino a
mi amor, eso te da una paz que no puedes imaginar aún. Nunca
he engañado a mi corazón. Nunca lo he olvidado, no he dejado de
amarlo, él no logró hacer que lo odie pese a que eso buscaba, como
para lavar un poco su culpa. Nunca olvidaré sus amores conmigo,
tampoco sus desamores; tu padre nunca logró aquello a lo que me
indujo y finalmente quiso imponerme, y aún lo amo, nunca cedí.

243
Él abandonó nuestro amor. Yo no.
Herminia no pudo sino reír de las maneras de mirar las cosas
de su madre...
—Hubiese acatado de haber aceptado que viviera conmigo y
con ustedes, sus hijas, mientras continuaba sus encuentros con
otras mujeres, como tantas hoy en día aceptan con tal de tener un
hombre en la casa. ¿Cuál crees que podría arrojar la primera piedra
entre esas señoras que ves junto con sus maridos de paso por la
alameda o en las tertulias? ¿Cuál de las que llegarán de un momen-
to a otro piensas que puede arrojar esa primera piedra? Hubiese
sido más fácil para tu padre que yo aceptase sus amores rogándole
que se quedara con nosotras y saliera de la casa con cualquier otra
que le provocase deseos cuantas veces lo hubiera querido... Ya ves,
hija, tu padre sabía que yo no aceptaría... Ni siquiera he acatado
su deseo de que por lo menos me hubiese vengado de algún modo.
Tampoco lo odié cuando imponía su mal carácter o su manía de
meterse dentro de sí mismo sin permitirse vernos ni gozarnos,
tampoco entonces me quedé silenciosa.
—Eso no lo dudo, nunca puedes.
—Le di batalla; hasta el último día traté de romper su capa-
razón con el mismo amor y ternura, con paciencia y con regaños...
Nunca abandoné la lucha en esa nuestra batalla del amor. Nunca di
un paso atrás frente a su desamor... el amor, cuando es verdadero,
debe primar al orgullo. Sólo a veces me he dejado acosar por el
dolor de no verlo cerca de mí, ni de sentir sus manos un poco frías
de tan desvalidas... Pero hay tantas otras cosas, hijas.
—¿Cómo cuáles?
—La escritura, trabajar, ver, aprender. Vivir abiertas a todo lo
que nos rodea, transparentes, absorbiendo todo el sol y el entorno.
Leer atentamente pero no sólo libros o periódicos sino leer el en-
torno, estar abierta a leer a quienes nos rodean, nunca perder el
entusiasmo... Hacer historia, vivir la historia, la historia también
es nuestra desde el mínimo espacio que nos ha sido asignado, el
que nos rodea, aun si no va más allá del círculo que trazamos con
los brazos abiertos girando sobre nuestros pies. ¿Nos recuerdas,
Eulalia, junto al mar dando vueltas y más vueltas? Esos momentos
no han quedado escritos en la historia de La Habana, ni en la de
Puerto Príncipe, ni en la de Río de Janeyro, hija, pero tú sabes que
así fue, que nuestra risa, nuestra respiración, nuestro sudor y la
espuma impregnando de sal nuestros vestidos, nuestros pasos y
giros por esas latitudes tan distantes no han sido escritos por los

244
historiadores, y sin embargo, hicimos parte de la historia. Depende
de nosotras ahora que nada de eso se pierda...
—¿Entonces no es tan cierto que sólo escribas para olvidar,
para ocupar el tiempo y olvidar?
—Se escribe para olvidar y se escribe para no olvidar... Qué im-
porta el porqué, importa que nunca dejé de escribir, ni de moverme,
hija. Cuando una escribe se muestra como quieta, pero nunca estoy
quieta, tampoco aunque siga en el mismo lugar. Escucha: “Antes de
irme de Río quería volver a contemplar uno por uno los lugares de
mis memorias. Aquella casa que habité con toda mi familia reuni-
da, allí donde tenía veinte años y donde mi alma había bebido sin
saciarse un minuto la infinita poesía de la creación. Allí me había
sentido poeta en esa edad en que tampoco sabemos darnos cuenta
qué sentimos. En aquella casita blanca, abrigada en una cavidad de
la montaña, suspendida entre el cielo y el mar, tuve cinco meses de
paz, acaso los únicos de toda mi vida. Allí acabé mi drama Rosas”.
”Hasta puede parecer una tontería haberle dedicado mis últi-
mos días en el Janeyro nada menos que a Rosas, pero qué importa
si tal vez sólo lo escribí a modo de exorcismo... Quién sabe de cuáles
odios personales me he nutrido para escribir acerca de Rosas.
—No sé, mamita, no sé si entiendo...
—Que sólo debes ser fiel a tu sentir... Aun si tus sentimientos
fuesen de odio o, como en este caso, protegiendo hasta las últimas
circunstancias aquel amor no correspondido de tu padre...
—Quizás alguna vez papá se haya arrepentido...
—Si fuera así y no ha regresado, es porque su orgullo fue
mayor que su amor.
—No sé, no sé…
Juana Paula sonrió y luego de abrazarla advirtió:
—¿Ves como sí comprendes? No estás callando ni obedeciendo,
tampoco ignorando. Así de simple tendrá que ser siempre.
—Pero y ¿aquel encuentro con ese tal Luis Olascoaga... y ese
libro en blanco que te dedicó con un solo verso de un poeta desco-
nocido y esa rosa roja...?
—Apenas un solaz, hija, la ternura sí es algo de lo que no
podemos prescindir... ¿comprendes?
—No mucho.
—Entenderás cuando haga falta...
Estallaron tres campanadas en la iglesia que se alzaba a dos
cuadras y al mismo tiempo sonó el llamador de la puerta. El trote
de cascos y las ruedas de los coches parando y avanzando de nuevo,

245
hasta dar vuelta la esquina o calle arriba y luego otro y otro más
y voces y más coches y el chasquido de algún rebenque sobre el
anca de un caballo.
—Ay, mi niña, ya llegan y nosotras estamos demoradas con
tanta charla.
—Todo está listo, mamita. Sólo queda poner en orden tus
papeles y avisar para que se dé comienzo a todo...
—¿Abro? —preguntó Eulalia, que acababa de entrar con un
pequeño cepillo que pasó por el pelo de su madre y luego de pelliz-
carle los pómulos, le acomodó un poco la ropa.
—Ay, deja ya... Soy sólo una escritora y tengo cierta edad...
Deja eso para las coquetas.
—¿Es que una escritora no debe ser también coqueta...?
—Yo prefiero coquetear con palabras... De todos modos, aun-
que me vista de seda pondrán mala cara a mis ideas —replicó, mien-
tras se echaba, no obstante, una ojeada en el espejo de la antesala.
Varias de las señoras saludaron y fueron ocupando sus sitios.
Los muebles habían sido trasladados hacia los otros cuartos y las
sillas, puestas de tal manera que cada una tuvo un lugar. Eulalia
se ocupó de los abrigos y sombreros y los pasaba a Hermi-nia, que
cuidadosamente fue colgando los abrigos en el perchero y alistó
sobre una mesa sombreros, guantes y manguitos.
—¿Crees que misia Mendeville vendrá...? —preguntó Juana
Manuela Gorriti a Juana Paula rozándole apenas la mejilla con
un beso.
—La invitación fue entregada a toda la Sociedad de Beneficen-
cia y al Departamento de Escuelas, a las madres en la Piedad y la
Merced, en la Normal y en cada una de las escuelas y los barrios.
—Es que el domingo no ha ido a misa en la Merced. Creo que
no se siente bien. Es una anciana, después de todo.
Juana Paula rió:
—Pero antes que todo es mujer. Comencemos con lo nuestro...
Herminia, por favor, entrega papel y lápiz para que las señoras
tomen nota.
Así fueron escuchando y, algunas pocas, escribiendo las pro-
puestas de Juana Paula Manso acerca de complementar las clases
habituales con gimnasia y juegos, propuesta que no fue sencilla de
argumentar. Una vez más, como sucedía en cada una de sus confe-
rencias, las puso a pensar y al mismo tiempo a observarse las unas
a las otras viéndose a sí mismas faltas de vuelo social y político.
—La ley suprema de la naturaleza es el placer. Lo buscamos

246
en todo lo que nos es grato, porque el placer nos es simpático, nos
aleja de todo lo que nos es penoso. ¿Por qué violentar esta ley en
la educación de los niños imponiéndoles tareas que los fastidian e
irritan? Hagamos más llevadero y divertido el aprendizaje a nues-
tros hijos. También es necesario que reciban nociones de medicina:
cómo atender un parto, una herida grave o algunas dolencias. En
especial en estos días con lo que sucede a causa de la guerra de la
Triple Alianza. Sabrán, imagino, que el cólera no tardará en llegar,
se han dado muchos casos en el Paraguay. Debemos proteger sobre
todo a nuestros niños.
—Señora Manso, ¿acaso no estamos reunidas para preparar
el homenaje al presidente Sarmiento?
—Iremos por parte... —dijo Eulalia.
—Aunque nos dé miedo hablar de la peste, tocará hacerse car-
go. Las enfermedades son más veloces que las noticias. ¿Estamos
preparadas para cuidar a nuestros enfermos, señoras...? ¿Sabremos
cómo hacerlo? No sólo es tarea de las maestras o de la Sociedad de
Beneficencia, o de la Dirección de Escuelas. Las madres somos sus
primeras maestras, las primeras a quien se nos impone no sólo la
educación de nuestros hijos, sino la salud, la higiene. ¿Qué sucederá
cuando muera el primero de nuestros niños? ¿Creen acaso que el
cólera va a tocar a nuestra puerta antes de entrar? O peor aún,
¿creen que atacará sólo a los barrios bajos?... Imagino que muchas
de ustedes ya habrán dispuesto un destino para sí y su familia, hay
una especie de éxodo hacia el campo con esta amenaza... pero ¿cómo
pueden ignorar a los que no pueden irse?... Cuando estén huyendo,
puede que muchos de sus hijos hayan enfermado.
Todas intentaron sonreír aunque se mostraron inquietas en
sus asientos. Herminia y Eulalia aparecieron con un canasto re-
bosante de vendas y pastillas de jabón, ungüentos y manuales de
medicina práctica y primeros auxilios.
—El doctor Muñiz me ha enviado estas cosas pero debemos
recurrir también a nuestros viejos baúles y buscar sábanas y hacer
tiras y arrollarlas, alistarlas como vendajes. Habrá que hervirlas,
asolearlas muy bien, buscar leña y mantenerse no sólo alertas sino
especialmente abiertas, solidarias, generosas. Las que decidan irse,
por favor, dejen su casa en condiciones de ser ocupada por aquellos
que no se pueden ir, pues se necesitarán camas y alimentos.
Las mujeres se inquietaron aun más. Algunas murmuraban
con sus vecinas de silla. Otras comenzaban a ponerse de pie con
intenciones de irse. Eulalia y Herminia intentaron atenuar la con-

247
fusión ofreciendo cocoa y bizcochos, o algo fuerte a la que hubiese
palidecido.
Nuevamente se escuchó el llamador. Una de las muchachas
más jóvenes, Carmencita Campero, corrió a la puerta y entró mi-
nutos más tarde acompañando del brazo a Mariquita Mendeville.
—Disculpen la demora, señoras, pero estoy un poco cansada
por estos días. De todos modos, sé que mis señoras de la Sociedad
de Beneficencia se habrán puesto de acuerdo con las tareas hospita-
larias. ¿Han recibido las donaciones y directivas del doctor Muñiz?
—Justamente hablábamos de eso, misia Mariquita... —dijo
Juana Paula casi con la misma lejanía de la Mendeville, aunque
impresionada por el deterioro físico que por esos tiempos ostentaba
su eterna adversaria.
—Mi cansancio hará que me aleje de estas tareas. No me será
posible esta vez acudir con mi ayuda personal. Colabora-ré, sin
embargo, con sábanas y esas otras cuestiones necesarias... —se
disculpó, y ante el silencio del auditorio alzó la cabeza, irguió un
poco la espalda e increpó a Juana Paula—: ¿Es que nadie me va a
invitar a sentarme? ¿Nadie ofrece chocolate ya...?
Carmencita la guió hasta uno de los sillones y Eulalia le al-
canzó una taza de cocoa.
—Puedo ocuparme mientras tanto de la recepción al presi-
dente Sarmiento, aunque, como sabrán, andamos un poco enemis-
tados... Ese hombre no respeta ni mis canas. Me ha tocado recibir
sus regaños. Quién diría que a mi edad... Pero ¿quién no anda
enemistado en esta bolsa de gatos que es Buenos Aires? Saben que
nunca he sido condescendiente: con más razón puedo permitirme
ahora ese lujo...
—¿Qué nos sugiere, misia Mariquita...? —preguntó Juana
Paula sonriendo.
—Con esta amenaza del cólera por sobre nuestras cabezas,
me parece doblemente útil realizar un concierto en honor del
Presidente pero cobrando una entrada a beneficio de las víctimas.
El cólera caerá sobre nuestros hijos, nuestros nietos, y el doctor
Muñiz necesita fondos. Tal vez hasta será necesario construir un
hospital a la brevedad, no hay camas suficientes.
—Así se hará... —confirmó Juana Paula, sin esperar ningún
otro comentario.
—Hace unos días acaba de llegar una familia de La Habana,
el barón D’Herbil, su esposa y su pequeña hija Eloísa; dicen que
tiene 16 años, aunque cuesta creerlo siendo tan eximia concertista.

248
Ya la he convocado. Y muy especialmente al maestro Gottschalk
—acotó Mariquita—, pero nos harán falta más músicos, quizá para
la ópera, o mejor alguna opereta, algo más ligero para reconfortar
a los pobladores. Seguramente la señora de Noronha sabrá cómo
encararlo, conoce bien el ambiente de los artistas y podrá enten-
derse con el barón D’Herbil; según tengo entendido, usted misma
ha participado con éxito en muchos conciertos en La Habana y
Puerto Príncipe... Será hora de devolverles la gentileza.
Cuando oyó la noticia, los ojos de Juana Paula adquirieron un
brillo especial, producto quizá no tanto del recuerdo de sus días en
La Habana sino del escueto y tardío reconocimiento de Mariquita.
Por un momento, aunque sólo a nivel de sus miradas, creyó cru-
zar con Mariquita cierta afabilidad o ternura. Pero fue apenas un
instante, pues la señora de Spano interrumpió refiriendo que su
hijo también podría participar y algunas más hicieron el consabido
ofrecimiento, por lo que se dio por sentado que todas estaban de
acuerdo con la propuesta de la señora de Mendeville.
—De más está decir que son épocas de pulir asperezas; de lo
contrario, nada será posible ya que se avecinan días complicados
y tristes, sin duda... —acotó Juana Paula compartiendo una leve
sonrisa con misia Mariquita Mendeville.

249
Sra. Marica Sánchez de Mendeville:

Mi estimada amiga, he recibido con gusto su ofendida cartita,


que me la muestra amiga regañándome por mi brusquedad. (...)
Sobre lo áspero de mi modo de tratarla que teme la Sociedad, crea
usted que hay algo de más serio que lo que el carácter o manera de
un individuo puede hacer. Toda corporación irresponsable, vita-
licia, el clero, la Iglesia, las noblezas, tiene siempre la pretensión
de ser tratada con la mayor deferencia. Así, cuando una ley de
don Valentín Alsina dispuso que la Sociedad se entendiese con la
Municipalidad, la Sociedad hizo con Nicolás Calvo echar abajo la
ley por creerse tratada duramente.
Quería depender del ministro de Gobierno, pero cuando un
ministro quiso hacer de un simulacro (perdone la palabra) de
Escuela Normal, una verdadera Escuela Normal, la So-ciedad
desobedeció al ministro y lo embrolló todo, citando al gobierno el
reglamento como si el gobierno no pudiese dar reglamentos nuevos;
y siempre harán lo que les dé la gana pretendiendo que deben sus
pobres obras guiar al gobierno mismo.
Al aplaudir al quimagogo no he podido hacer alusiones per-
sonales ni menos a usted, que sirve con sus luces, de decoración de
la Sociedad, que tiene buen cuidado de prescindir de la secretaria,
cuando quiere hacer de las suyas, haciendo firmar las notas por
la camarera de la tesorera, o la tesorera, según he sido muy bien
informado.
Pero usted me decía en su carta, su escuela modelo es mala,
mientras que las nuestras son buenas; (...) No entraré con usted en
polémica. La delicadeza de los sentimientos de una dama no debe ser
puesta a esta prueba. Cuando me haya separado del departamento
por la imposibilidad de organizar un sistema de educación, me
propongo exponer por la prensa mis ideas sobre la injerencia en la
dirección (no más que en la dirección) de una reunión de señoras,

250
ignorantes de los fundamentos políticos de la educación común
universal. Yo quiero que la mayor parte de la educación esté con-
finada a mujeres. Usted sabe que la Sociedad me estorba dirigiendo
una Escuela Normal de mujeres, bajo la tutela de la Sociedad,
pero quiero que esté aquí, como en todo el mundo, inspeccionada y
legislada por varones. Vea en los Anales de la Educación el Informe
que pasan los lores al Parlamento sobre escuelas. La Sociedad no
puede legislar ni dirigir la enseñanza, sino coadyuvar y prestar
su auxilio. (...) Siento tener que ocuparme de estas miserias; pero
usted comprenderá que lo que menos deseo es ser ni aparecer ni el
rival ni el enemigo de la Sociedad de Beneficencia, en materia de
educación. Su amigo

Sarmiento

251
CAPÍTULO 22
La mujer es un mito en la humanidad;
Dios ha puesto en su corazón el ideal del amor
que no existe sobre la Tierra. Madre, hermana, (...) novia,
ella ofrece la esencia divina de su alma al hombre;
esposa, ¡cuántas decepciones le esperan!
¿Qué hombre la elevará tanto en su respeto y será sincero
y sin límites en su amor?
JUANA PAULA MANSO

El viejo teatro Colón, ubicado frente a la plaza que recordaba


a los héroes de Mayo, había sido levantado en 1857, poco antes de
que Juana Paula retornara de su exilio. Este edificio fue el primero
en el país en construirse con tiranterías y vigas de hierro; podía
albergar unas 2.500 almas y fue inaugurado con una velada inol-
vidable y solemne con la ópera La Traviata a sala llena.
Repetir aquel concierto fue la intención de las señoras para el
recibimiento al nuevo Presidente, y con ello perseguían, además,
el afán de recaudar la mayor cantidad de fondos para combatir la
peste que azotaba la ciudad y cuyas víctimas aumentaban a pasos
agigantados.
Cientos de flores fueron cuidadosamente puestas a los costados
del escenario y en preciosos jarrones en el hall del teatro. Fueron
afinados los pianos y puestos sobre tapetes para amortiguar aun
cualquier posible sonido ambiental. La tarde del último ensayo
Juana Paula daba instrucciones a unas niñas que con sus danzas
abrirían el espectáculo y al finalizar su actuación correrían el
cortinado.
Eso estaban ensayando las niñas, una mejor manera de sus
pasos y reverencias hasta casi rozar el piso con sus cabellos, que,

252
aunque sujetos con una cola de caballo, les caían hacia un costado
mientras ellas abrían y cerraban graciosamente los brazos a los
supuestos vivas y aplausos. Pero uno de los números especiales sin
duda, al menos el de mayor curiosidad para Juana Paula, era la
participación de aquella baronesa cubana Eloísa D’Herbil.
Cuando la muchacha subió al escenario, pese a ser sólo parte
del ensayo general, Juana Paula pidió silencio. Suspendió cual-
quier otra tarea capaz de interrumpir a la niña. No era su primer
concierto, la muchacha era una experta ya, agradeció al supuesto
público compuesto ese día y a esa hora por un grupito suelto de
músicos y albañiles y personal de limpieza del teatro.
Luego de saludar como si el teatro estuviese a sala llena, se
sentó al piano dispuesto en medio del escenario. Se miró por un
instante las manos que mantuvo apretadas unos minutos una
contra la otra quizá para dar calor a los dedos y las dejó ir sobre
el teclado con tanta suavidad que daba la sensación de no estar
tocándolo sino apenas transmitiendo la energía necesaria. Los
acordes al principio eran algo desorganizados, apenas un ejercicio
de escalas que ponía en práctica con cierto desdén. Finalmente,
ante el silencio de la sala, se detuvo y miró a los pocos asistentes.
Sonrió a Juana Paula y comenzó con el “Sueño de amor”, de Franz
Liszt, uno de sus maestros; continuó con unos aires del virreinato:
“Luz de luces”, de Don Josef de Torres, y “Cuando la Primavera”,
de Ignacio Jerusalem y Stella, que ella misma fue entonando con
su voz perfectamente afinada. El cabello rubio de Eloísa sujeto con
dos lazos a los lados llegaba hasta la cintura.
Cuando terminó su canto y la música, cubrió el teclado con el
paño verde, bajó la tapa y volvió a saludar agradeciendo los enfer-
vorizados aplausos de los asistentes que, de inmediato, volvieron
cada uno a sus tareas: Don Braulio, a limpiar una por una las me-
chas de las lámparas y a reponer el aceite; Mama Rosa y su hija la
negrita Pancha, a trapear la alfombra que desde la puerta principal
llegaba hasta el pie del escenario; Mano-lita, a pasar la gamuza en
cada intersticio del piano, y Juancho, de pie sobre los hombros de
Don Pietro, azotaba con un palo la pana azul de los cortinados.
Eloísa se acercó a Juana Paula.
—¡Eres un verdadero prodigio, muchacha...!
—Gracias, señora —respondió la niña—. Mi padre ha dicho
que también usted lo es.
—¿Tu padre?
—Él dice haberla oído hace unos años en casa de los Quesada

253
Loynás acompañando a su esposo, otro virtuoso, aunque del violín.
—No puedo creerlo, niña, hace tanto tiempo de aquello...
—Si usted aceptase acompañarme a la casa, mis padres es-
tarían muy contentos de volver a verla... antes del concierto, me
han pedido le sugiera...
—Encantada, hija... —respondió Juana Paula y después de
dar unas directivas a los que quedaban salió con la joven.
Un coche esperaba a Eloísa D’Herbil, y marcharon un buen
rato antes de llegar a la residencia del barón Joseph y su esposa la
duquesa María Raquel, apenas de paso por Buenos Aires. Cuando
entró en la casa, Juana Paula respiró aires que le resultaron fami-
liares o al menos acogedores. Los cuartos habían sido decorados
y amoblados a la francesa pues el barón era un francés de Saint
Thomas, aunque su semblante, su porte de aventurero le daban
un aire de nacionalidad incierta, una especie de nómade, viajero
incansable, condición que seguramente había heredado Eloísa.
A pesar de la familiaridad, el gran salón que vislumbró ape-
nas atravesaron la puerta principal transmitía un cierto aire a La
Habana: paredes en extremo claras, cortinados igualmente claros,
los sillones de caña malaca y las pequeñas mesas de los rincones
con carpetas de macramé crudo que rozaban la al-fombra de yute
trenzado a mano. En cada mesa, un canasto con frutas y flores.
En la galería de cristales, matas y matas de grandes hojas y flores
que invadían la sala reproduciéndose en ma-cetones de porcelana:
arecas, malvones simples y dobles, helechos y más helechos de
tantas variedades que Juana Paula no recordaba haber visto en la
isla, tampoco en Río. La habitación era cálida y olía a jazmín del
cabo. El piano de Eloísa estaba en un cuarto rodeado de puertas
vidriadas y tapices que protegían de la humedad que provocaba tanto
planterío en los alrededores.
El barón besó la mano de Juana Paula.
—Es bueno que nuestra niña haya encontrado una maestra
en tierras tan lejanas.
—Soy yo la que debo agradecer la oportunidad de conocer a
Eloísa, además de ser invitada a este sitio que parece trasladado
desde Cuba y me trae tantos recuerdos, pues han de saber que una
de mis hijas nació en La Habana.
—Lo sabemos. Es que la señora no recuerda porque fue su
marido con quien habíamos convenido uno de sus conciertos que
se postergó justamente cuando su hija nació... y al fin nada más se
hizo después, porque viajamos.

254
—No. No recuerdo.
—La hemos escuchado junto con su marido en casa de los
Quesada Loynás... Acabábamos de llegar a La Habana, también
nosotros tuvimos que irnos a Matanzas por esos días...
—La verdad, no recuerdo... De La Habana recuerdo el mar
y mis días de embarazo caminando a la par de mi niña mayor...
Especialmente recuerdo el haberme sentido feliz...
—Entiendo —dijo la duquesa—, tan jóvenes éramos todos...
—Recuerdo anécdotas de uno de los Quesada Loynás...
—¿Alguna vez lo ha visto? —preguntó el barón ofreciéndole
asiento.
—Sólo escuché hablar de él... ¿Manuel se llama? Un joven
inteligente, decían, pese a que había crecido guajiro y que desde
muy niño andaba a lomo de potros salvajes recorriendo los mon-
tes del antiguo cacicazgo con su perro y enlazando toros bravíos,
domando caballos cerreros a la par de sus peones, acercando los
rebaños al atardecer hacia los corrales de quebracho... ¿Qué se hizo
de él desde entonces?
La duquesa observó a su marido y el barón carraspeó:
—Se casó y se fue a la finca. Hubo un tiempo que visitaba
la ciudad por asuntos de negocios vestido de guayabera de hilo y
sombrero tejano; un buen jinete, sin duda, que se imponía con sus
espuelas a los potros salvajes, es verdad... Sin embargo, no eran sólo
los negocios el motivo que lo llevaba a la ciudad sino sus reuniones
en la Sociedad Libertadora...
—Imagino… —se excusó Juana Paula sonriendo.
—Se hizo masón, finalmente, y participó de la conjura de
Joaquín de Agüero, a quien fusilaron junto con tres de sus segui-
dores. Se convirtió en uno de los más vigilados por los españoles...
Huyó al fin a los Estados Unidos, luego a México en ple-na lucha
de clericales y liberales, usted debe imaginar el resto... Quesada
hizo suya la causa y se alistó en el ejército, no hace tanto, cuando
Francia invadió México, ahorita nomás en 1862; se unió a Benito
Juárez creando los Lanceros de Quesada... a partir de entonces se
ha convertido en uno de los generales más temidos, el más famoso:
vence en Veracruz, Puebla, Durango, un hombre de increíble saga-
cidad y don de mando, temido hasta por sus pares. Un día recibió
la visita de unos amigos que le contaron acerca de la situación de
Cuba... y se largó en un bote, pese a que el mismito Arnao lo ha
recibido fríamente porque parece que aún no es momento de quitar
a los españoles... La verdad es que, el mismo Quesada lo sostiene,

255
aquello es un hervidero, se juega a la conspiración y eso es casi peor
que la guerra... Sin embargo, nunca se amedrentó. Por qué iba a
hacerlo, acaba de ser nombrado jefe militar interino en Camagüey...
organiza las partidas hasta ahora dispersas por el territorio...
—Y eso fue lo que los trajo hasta acá...
—No exactamente… —dudó el barón.
—Nuestra muchacha merece otra vida —acotó su esposa—;
hemos estado en Río de Janeyro también y hemos conocido al que
pronto será su esposo, un importante terrateniente...
Eloísa reapareció en la sala con una caramelera.
—¿Un dulce, profesora? —los ojos de la niña brillaban inten-
samente y, como al pasar, murmuró—: La revolución seguirá en
marcha, de todos modos...
—Eloísa...
Juana Paula la tomó de la mano y se sentó con ella.
—¿Miedo?
—No.
—¿Allá tampoco tenías miedo?
—¿En Cuba? ¿Por qué habría de tenerlo?
—Deberás ser valiente también acá.
—Lo soy, profesora.
—Esta ciudad mantiene una ebullición tal que ha socavado
la antigua calma chicha de sus callecitas.
—Sólo queremos que la niña se ocupe de sus conciertos, profe-
sora... Deberemos viajar con ella y esta historia no nos pertenece...
—manifestó la duquesa.
—Además, no tardará en casarse... Le hemos conseguido un
buen partido, viudo y adinerado que velará por ella como si fuese
su propia hija y la hará llegar a los mejores sitios para sus concier-
tos... —dijo el barón acariciando la cabellera rubia de su hija—. Mi
reina, dile a Matilda que traiga un licorcito o tal vez la señora de
Noronha prefiere un roncito...
Eloísa y Juana Paula se miraron por encima del hombro del
barón Joseph. Juana sólo agradeció la hospitalidad.
Cuando Eloísa la acompañó hasta la puerta, Juana Paula
recordó a Nísia Floresta y sus consejos:
—Más temprano que tarde deberás pasar por esas cosas del
amor, el matrimonio y los hijos...
—Sin embargo, para mí sólo existen mi piano y la música...
—No dejarás que nada te aleje del camino.
Eloísa sonrió condescendiente:

256
—Nadie lo hará, maestra. Siempre habrá quien se ocupe del
resto...
—Así será, seguramente.
—Me han dicho que habrá más pianos...
—El maestro Gottschalk; es un gran pianista...
En Eloísa se intensificó el brillo de los ojos:
—Ha sido uno de mis maestros, profesora. He tocado con él en
el teatro Tascón de La Habana, con unos cien músicos, cómo ama
dar sus conciertos... Extraordinaria experiencia participar y verlo
saludar envuelto en su capa, a la que deja caer con los primeros
acordes para darnos entrada. Maravilloso. El piano es lo único que
amo, maestra Manso, la música, el arpa. ¿Es verdad que el arte es
una de las tantas formas de lucha?

257
Estimado Sarmiento:
Deseo para el próximo 12 del corriente enviarle mis sinceras
felicitaciones por las manifestaciones de la opinión a su favor. (...)
Es altamente glorioso para Usted a la distancia, pobre de
fortuna, sin partido organizado, atraer a sí como un reflector mag-
nético y concertar en su personalidad lejana todas las simpatías,
como todas las esperanzas de un pueblo infeliz, pero palpitando
de impaciencia por entrar a la vida de las nacio-nes civilizadas,
regenerándose en el bautismo santo de la educación.
¡Qué triunfo para mí, que en el silencio de mi humilde hogar
concebía la esperanza de que llegase este día! (...) La primera vez
que me atreví a insinuarle esta idea me respondió Usted, hace dos
años: “Sólo en una cabeza como la suya puede entrar la idea de
que un hombre que se ocupa de escuelas llegue a ser Presidente”.
¡No creía Usted en su popularidad, ni en que las escuelas fuesen
aún la íntima y santa inspiración de estos pueblos despedazándose
ha tantos años en luchas estériles para alcanzar la libertad! ¡Qué
hermoso desengaño le reserva el porvenir! (...)
Es también porque Usted es hoy, para estos pueblos, un pro-
pósito vivo, un programa nacional, más que un hombre, porque a
Usted, a su nombre, a su advenimiento a la presidencia se vincula
una esperanza ardiente: la de cerrar para siempre una época de
horrores y borrascas, abriendo otra de reparaciones y de empresas
útiles.
Esa benevolencia en recordarme a mí en medio de una agita-
ción febril electoral es la aquiescencia a la propaganda de la edu-
cación del pueblo como base inconmovible de la República. Si su
corazón hondamente herido por una pérdida irreparable no puede
alegrarse con aquel júbilo de otros días, consuélese al menos con
la estruendosa justicia que le hacen sus paisanos.

Juana Paula Manso

258
CAPÍTULO 23
Sólo a una persona como usted podría ocurrírsele semejante desatino.
Quién sino usted imaginaría un maestro en la presidencia.
DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO

“Estimado amigo —escribía Juana Paula una vez más a


Sarmiento—, me toca estar sola en mi época. La emancipación
moral e intelectual de la mujer está lejana, aun cuando existan
mujeres que se ocupan de este asunto. Leo con interés los libros
que usted tuvo a bien enviarme, estoy de tiempo atrás penetrada
de la verdad que se quiere probar, pero temo que usted, yo y varias
generaciones que vendrán después concluyan sin ver el principio de
una emancipación que de manera alguna conviene a los hombres.
El principio del fin está en la educación. Así, mientras en Francia
se adjudica la Legión de Honor a Rosa Bonheur, mientras Stuart
Mill proclama los derechos de la mujer en el Parlamento inglés
y en las universidades de Alemania y los Estados Unidos se dan
títulos a las mujeres, nosotras continuamos en la función anual
del Colón no concediendo a la mujer otro papel que el de reina del
baile. La ilustración femenina no alejará a la mujer del hombre.
Por el contrario, el hombre encontrará en ella no sólo la madre de
sus hijos, sino la compañera capaz de compartir sus inquietudes,
sus problemas y comprender sus aspiraciones.”
Juana Paula firmó, dobló la carta y la sumó a los otros tantos
mensajes por despachar. Entre otros, uno de felicitación a Mary
Mann por la excelente traducción que había realizado del Facundo,
de Sarmiento (Juana Paula había recibido algún comentario del
mismito Sarmiento).
Últimamente los días se sucedían entre las cartas y los recuer-
dos. Qué más quedaba por hacer. A Sarmiento recordaba haberlo

259
conocido luego de aquel destierro voluntario al que él se había obli-
gado en Chile. Sólo después de Pavón, Sarmiento entró de nuevo
en su provincia natal, San Juan, el 7 de ene-ro de 1862; allí, tres
días después, fue elegido gobernador de su provincia, funciones
que lo mantuvieron ocupado hasta 1864, cuando pasó a los Estados
Unidos como representante del gobierno del general Mitre, para
ser elegido presidente de la República y llegar a Buenos Aires el
29 de agosto de 1868. Juana Paula pensaba en sus antiguas profe-
cías con respecto a Sarmiento, profecías en las que ni el mismo
Sarmiento había creído.
Pero no sólo ese tipo de profecías había sugerido Juana Pau-
la, también había bregado insistentemente con respecto a tantas
otras profecías sobre la salud, la higiene de la ciudad, la necesidad
de enseñar a todos, pero en especial a niñas y mujeres, nociones
elementales de medicina, salud y gimnasia, solicitud que hizo a las
autoridades de turno causando evidentemente burlas y fastidio en
buena parte de los ámbitos donde había ofrecido sus conferencias
y horror a las madres que no toleraban la idea de que sus niñas
tuviesen que aprender aquellas cuestiones para ser mejores esposas
y madres. Tal vez muchos supieron de sus palabras por esos días con
las víctimas de la Guerra de la Triple Alianza y sus consecuencias;
tal vez las recordarían aún en 1871, con el brote de fiebre amarilla
que acabaría con veinte mil vidas y hasta con quinientos muertos
por día. Fue necesario habilitar otro cementerio, el de Chaca-rita;
fueron clausuradas escuelas, oficinas, iglesias y todo sitio donde se
pudiese congregar la gente. Se creó entonces una comisión de ayuda
pública en la que muchos de sus miembros murieron víctimas de
la peste. En esa comisión estaban los médicos Guillermo Rawson,
Manuel Argerich, Eduardo Wil-de, entre otros; algunos de ellos
murieron a la par de sus enfermos, como el doctor Adolfo Señorans,
y murieron también muchas de las mujeres que ayudaban a los
enfermos, mujeres que en su mayoría no conocían sino la sangre de
sus períodos o no sabían nada acerca de cómo bajar una calentura.
Buenos Aires estuvo sumida en el luto aunque no había tiempo ni
para crespones, apenas para entierros en medio de la desolación,
pues muchas familias habían huido y seguían huyendo hacia las
zonas rurales. La familia Campero, entre otras, llevándose consigo
a Carmencita. Ésta, adolescente ya, era más amiga que ex alumna
de Juana Paula y se había convertido para ella en una presencia
indispensable.
Juana Paula alzó la cabeza hacia el sol viendo partir a los

260
Campero. Carmencita, su China, como la llamaba en la intimidad,
abandonó la mirada en la ventana de atrás del coche y puso su mano
contra el vidrio, como si pudiese de ese modo tocar una vez más el
rostro angustiado de Juana Paula, que también pegó sus manos a
la ventana de la casa. No muy lejos del coche una mula arrastraba
el carro con el equipaje de los Campero e impedía a Juana Paula ver
las últimas lágrimas de Carmencita, a quien sus padres alejaban
no sólo de la peste sino de la Manso.
Y en Juana Paula volvió a repetirse aquella sensación de no ser
mujer que pudiera servirle a nadie, porque su cuerpo, sin inclinarse
a uno o a otro, era un cuerpo neutro, abstracto, vacío receptáculo
a veces y apenas del alma que alguno depositara. Viendo partir
a Carmencita, quedó de pie junto a la ventana hasta que alguien
encendió el farol de la esquina. Solía padecer, hacía un tiempo ya,
de aquellos alejamientos temporales u olvidos del tiempo.

El son del péndulo del reloj no era sino un ruido más entre los
habituales de la casa... Los días repetían las horas y los acontece-
res cotidianos diez, cientos o miles de veces; algunos, no obstante,
eran particulares, como el del gallito de riña de los vecinos, que
solía quitarla de su pequeña siesta de las cuatro treinta y ocho de
la tarde, una de las tantas del día; luego, la corneta del vendedor
de helados; al crepúsculo, el organito de la tarde.
Carmencita Campero no había regresado aún o, por lo me-
nos, si la familia Campero había regresado no dejaban aún que la
muchacha se acercara a casa de las Manso.
“... También estoy resignada, pero nuestra súbita separación
de Carmencita me ha producido una crisis moral que a mi edad
puede determinar un cambio radical. Estoy triste, taciturna, callada
y tengo una indiferencia por todo que sólo cede a irritaciones de
humor pasajero pero que no son de mi carácter. Los que mueren
no cambian y dejan en el corazón un recuerdo que nada empaña,
pero la ausencia puede y suele consumar cambios inopinados sin
retorno...”, escribía en su diario recordando a la niña, y pese a lo
escrito sonrió, recordando el empecinamiento de Carmencita en
dibujar las partículas que el polvo y el sol formaban en el aire,
como si fuesen bailarinas. También recordó el día en que había
escapado del convento y el enojo de las monjitas y la familia cuan-
do la encontraron en la pequeña escuela de Juana Paula Manso,
manifestando abiertamente sus motivos para el cambio... Nada

261
quería saber Carmen de monjas y bordados ni de las diarias tareas
a las que la sometían como prueba del amor a Dios y a los suyos,
sumado al deber del sacrificio diario. Sí, en cambio, quería a su
maestra, la lectura y la escritura, las teorías de Pestalozzi y de
Horace y Mary Mann, además de su amor hacia las artes, la ciencia,
la medicina preventiva y, especialmente, la historia, la literatura y
el teatro. Los Campero eran de las tantas familias en la ciudad que
no apreciaban las propuestas o métodos de Juana Paula Manso, ni
su desfavorable influencia en la niña.
No, Carmencita Campero no regresaba aún y Juana Paula
solía retraerse en ese enrarecido entorno, especialmente al caer la
tarde, cuando empezaba a sentir miedo. Miedo del silencio, de la
calma que manaba de entre los papeles viejos apiñados vanamente
en los cajones o entre los libros y la pluma junto al tintero seco.

262
Belgrano, 11 de enero de 1874

La resignación es una virtud, querida Carmencita, pero ella


como toda virtud sólo se adquiere a costa del sacrificio, presupone
un dolor vencido, una herida en curación (...) Sé siempre resignada
porque en este mundo hay mucho que sufrir. Principalmente no-
sotras, las mujeres, que en esta raza latina somos cosas y no seres
dotados por el Creador de un pensamiento, de una razón y de una
voluntad propia sujeta sólo al control de la conciencia.

Destinadas por las bárbaras leyes que nos rigen a pasar de


la potestad paterna al dominio marital y ser blanco de todas las
injusticias y violencias.
Algún día cuando estudies la historia, yo te haré notar las
diferencias que la legislación imprime en el carácter de las razas y
verás que aprendiendo a resignarte has hecho una gran conquista
moral, porque sólo un gran fondo de resignación nos ayuda a llevar
el peso del sufrimiento en los eventos de la vida.

Ayer fui a la ciudad por asunto urgente; más tarde te relataré


todas mis aventuras; ahora voy a lavarme y vestirme; después, al
jardín...
Son las ocho y sigo escribiéndote. En un tranway de las siete y
diez minutos subí. Pero, al querer partir el cochero, se encabritó uno
de los caballos: animal nuevo y no adiestrado. Comenzó el castigo
del noble e inteligente animal hasta que indiqué un cuarteador.
Salimos a galope. Después de un rato sacaron la cuarta y volvió
el caballo a rebelarse, a ejecutar lo que no le habían enseñado. Se
tomó el expediente de empujar el carro, hasta que, en vista de la
obstinación del caballo, un trabajador alzó un pico para descargarlo
sobre el pobre animal.
“¡No haga esa herejía, por el amor de Dios, con ese pobre

263
animal, señor!”, le grité afligida. El hombre largó el pico, y mis
compañeros rieron de la importancia que daba yo a los lomos de
un caballo, ¡aun con ser de carne y hueso!
Yo me quedé pensando que lo mismo que hacen con los caballos
hacen con los hombres, no les enseñan a los animales con paciencia
y luego a golpes les exigen un trabajo que no saben ejecutar. No
enseñan a los niños por el ejemplo ni a temer a Dios y después a
sablazos los quieren corregir cuando son hombres. Y mujeres.

¡Qué triste está nuestro barrio y mi casa! Estuve sola en el


comedor donde tantas horas alegres hemos pasado juntas. Veía la
mesita en que estudiabas, miraba la puerta de hierro donde tantas
veces nos despedíamos. Se me venían las lágrimas, pero las tragaba
para no empeorarme otra vez de los ojos.

Al fin, a las dos de la tarde salí y me fui al centro por el tranway


de la calle Lima, a la diligencia que debía hacer. Terminada ésta,
tomé el tranway de Cinco Esquinas y fui a lo de la señora Hopkins
para avisarle que ya estoy en Belgrano. No la encontré y, esperando
que volviera, me senté junto a la mesa de su marido y tomé el primer
libro que me vino a la mano. ¡Qué lindo libro, mi China! Estaba en
inglés y su título es El genio de la soledad. Me venía a propósito.
Comencé por Beethoven, cuyas sonatas tanto deseo que apren-
das. ¡Cuán desgraciado fue él! Hojeando el libro encontré “la sole-
dad de la ausencia”, y leí esto también para ver cómo la encaraba
el autor. ¡Cuán lindos pensamientos hallé, y que nos cuadran a
nosotras, que tanto nos cuesta vivir separadas! Pasé una hora
leyendo y contenta de que no volviese la señora Hopkins porque su
conversación no podía reservarme las revelaciones del libro.

A las cuatro, sin embargo, me puse en camino y anduve cuatro


cuadras hasta la calle de Santa Fe, donde subí en el tranway de
regreso a Belgrano. A donde llegué a las cinco. En este trayecto las
únicas mujeres que veníamos éramos yo y una sirvienta con un
niño de la edad de Martín. Pobre chiquito, quería dormir y ella no
lo dejaba, pero hice que acostase la cabecita en sus faldas y yo le
acomodé las piernitas sobre el banco. Nada más me sucedió.

La ciudad está animada, pero mucha gente se ha ido al campo.


Belgrano está lleno. Los domingos hay música en la plaza. Felices
de los que se divierten, a mí nunca me ha gustado la bulla, la alga-

264
zara, la risa; ¡me parece tan vulgar todo eso! ¡tan ajeno a los goces
íntimos y serenos del espíritu! He traído conmigo a Victor Hugo,
son libros que me convienen hoy más que nunca. Victor Hugo es
un poeta muy suave y muy feliz en sus comparaciones. ¿Recuerdas
cuántas veces les traducía yo sus versos, mientras la clase dibujaba?
Sin pretender asemejarme a Beethoven, que ha revelado al
mundo las leyes de la melodía, hay puntos de contacto entre su vida
y la mía. Como yo, y más que yo, él era pobre; vivía en la soledad
más absoluta del espíritu. Era sordo, y cojo y mal entrazado. Al
querer dirigir una de sus óperas lo silbaron, como se reían de mí
todas las mujeres de Buenos Aires. Después de esa afrenta no vol-
vió a presentarse en público. Vivía en la soledad más absoluta del
espíritu y lo llamaban “el Oso” por su larga cabellera. Él murió
muy anciano arrastrando una vida de miserias y de indecibles do-
lores, pero reveló antes al mundo en notas inmortales los torrentes
de armonía que estremecían las fibras de su alma gigantesca... A
veces yo también creo que hay algo en mi frente que llevaré conmi-
go a la tumba porque no encuentro la palabra humana que pueda
revelarlo. Enemiga de la rutina, y no puedo, sin embargo, realizar
en la educación lo que Beethoven en la música. Dante y Camoens
en la poesía.
Están tocando música en la plaza. Belgrano está lleno de gente.
Sólo yo tengo ganas de llorar.

Juana Paula Manso

265
CAPÍTULO 24
Hay dos clases de triunfos en el mundo:
uno presente y transitorio debido a la posición del individuo,
a sus relaciones y a su empeño.
El otro triunfo, que desafía el sufrimiento y el tiempo,
es haber tenido el coraje de decir la verdad,
toda la verdad.
JUANA PAULA MANSO

—Mamá, tienes visita... —interrumpió Eulalia a su madre cuando


metía la carta en un sobre en una de esas tardes largas y tediosas.
—¡Es Carmencita...! —exclamó.
—No, mamá. Ya nos han dicho que ella está bien, pero no han de
regresarla aún...
El desánimo volvió a sus ojos. Se quitó los lentes y se desperezó
como un gato, alzó bien alto los brazos y con cierta dificultad se
puso de pie. No tanto por coquetería como por hábito se observó en
el espejo; pensativa, inclinó un poco la cabeza y dio una cepillada
rápida al cabello corto encanecido. Se perfumó con unas gotas de
colonia justo en el huequito que asomaba por el cuellito bordado
de la blusa celeste pálido. Dio unos suaves pellizcos en sus pómu-
los, sacudió unas pelusas del abrigo y la falda, colocó una chalina
sobre sus hombros y se cambió los zapatos. Luego se observó los
pies hinchados por aquello que los médicos le habían diagnosticado
como hidropesía y volvió a calzarse sus zapatones bajos. Eulalia,
que seguía paso a paso los movimientos lentos de su madre, coque-
ta pese a todos los discursos en contra de la coquetería, esperaba
pacientemente algún comentario.
—¿Quién es entonces?
—¡Es una sorpresa, mamita!
—¿Sorpresa...? Qué dices... hay tan poco que me sorprenda ya...

266
—Verás que sí... ¿Querrán mate o té?
—Té con leche, claro. Pero no importa de quién se trate, nos trae-
rás para empezar un licorcito de naranja... Y mientras se hierve el
agua del té, ¿podrías armar unos alfajorcitos con dulce de leche...?
Le van a gustar... Seguramente se trata de alguna golosa...
—¿Y cómo sabe, mamita, que se trata de una golosa, si aún no he
dicho de quién se trata...?
Juana Paula sonrió y besó la mejilla de su hija.
—¿Y qué otro placer nos queda? A mi edad ¿qué más puedo gozar
sino una golosina?
—El médico ha dicho que no debes comer dulces...
—Ese médico es tan joven, cómo pretender que comprenda. Nunca
entienden los médicos, hijita. Para qué morirse sano... a quién le
importa... cuáles otras razones quedan para molestarles... Que me
vean gorda y vieja si eso les complace o les da un tema de conver-
sación... Yo gozo de mis dulces y mi escritura, de mis libros, qué
más queda.
Eulalia no pudo sino reírse, no había modo de tomar en serio a su
madre. Corrió las cortinas a efectos de que el sol de las últimas
horas de la tarde iluminase el cuarto. Quitó unos papeles y unos
libros de la mesa junto a la ventana y puso un pequeño mantel
de macramé. Arrimó los dos sillones, sa-cudió los respaldos y los
cubrió con dos pañolones de encaje crudo.
—Bueno, ya está bien Eulalia... ¡Qué te ha dado por tanto cuidado...!
Dile a quien sea que entre de una vez, no hagas esperar a la gente
por unos manteles. Y luego, nada de interrumpirnos...
—Salvo cuando traiga los alfajores...
—Los alfajores y unos pancitos con queso...
—¡Mamita!
—Vete de una vez, niña... y deja de regañar a tu madre.
Eulalia la besó y salió dejando la puerta entreabierta. Juana Paula
completó aún unas líneas en otra carta para Sarmiento con saludo y
firma y la guardó en un sobre sumándola a un montoncito de otras
cartas pendientes de ser enviadas. Uno por uno recorrió los sobres,
los remitentes y las urgencias. En eso estaba cuando sonaron unos
golpecitos en la puerta...
Juana Manuela Gorriti entró y el abrazo duró unos mi-nutos.
—No vamos a caer en esas tonterías de “estás igualita”.
—¡Qué buen semblante tienes hoy!
Ambas rieron. Se sentaron una a cada lado de la pequeña mesita, se
tomaron de las manos bajo el haz de sol que entibiaba el mármol.

267
—Las pecas de mis manos son más lindas... —dijo Juana Paula.
—Pero las mías son más armónicas...
—Siempre la misma coqueta, Juana Manuela...
—La que lo dice lo es.
—¿Qué otra cosa crees se dirán las señoras de nuestra edad a estas
horas...? Quizá lo del rosario es por no saber qué decirse ya.
—¿Has tejido alguna bufanda últimamente?
—¿Has bordado algún mantel?
—Disculpen la interrupción, señoras, les traigo un licor-cito...
—¿Y eso? —preguntó Juana Paula observando el plato con cuadra-
ditos de hojaldre y membrillo.
—Los trajo Juana Manuela, mamita.
—¿Ves que tu madre no es la única golosa?
—¿Cierro la ventana? ¿No sienten el fresco? —preguntó Eulalia
mientras servía el licor, pero ante el silencio de las mujeres dejó
el botellón al lado de las copas y se alejó cerrando la puerta con
suavidad.
Ambas alzaron la copa y antes de brindar dejaron que el sol dorase
aun más el licor.
—¿Y por qué brindaremos doña Juana Manuela Gorriti? ¿Qué se
te ocurre?
—Este sol que aún nos calienta las manos y el oro que el licor cen-
tellea en nuestro regazo me parecen un gran motivo.
—Excelente propuesta.
—¿Has visto aquella rosa?
—La he visto y también las lilas y los malvones.
Bebieron el licor y ambas estallaron en una carcajada.
—Imposible conversación la nuestra —dijo Juana Paula.
—Imposible.
—Qué más entonces, Juana Manuela. Siento haberme quedado sin
palabras últimamente, ¿no te pasa?
—Muchas veces... ¿Será miedo?
—¿Miedo?... Cómo se te ocurre... Se me ha juzgado por mi perse-
verancia y me debo a ella. Te debes a ella. He escrito sin pereza,
he leído en público sin pudor, me he batido contra los que me han
calumniado; sin embargo, todos esos escritos y discursos temo que
no hayan pasado de un largo monólogo...
—En cambio a mí... —pareció alardear Juana Manuela— me sucede
la misma cosa.
Juana Paula estalló en una gran carcajada y bebió de un solo trago
el licor.

268
—Sabíamos que no era sencillo. Y si no nos importó entonces, por
qué habría de importarnos ahora... —acotó Juana Manuela.
—Tampoco lo será para las que nos siguen... Tal vez no hemos
logrado influencia en las que pueden hacer más...
—Verás que sí, Juanita, verás que sí. No ha sido en vano. Tus hi-
jas, las mías..., y pese a todo aún están Sarmiento, Mármol, Mitre
mismo... No deberíamos ser tan injustas, algunos de ellos nos han
incentivado...
—Qué remedio les queda... Tampoco me inspiran tanta fe... ¿Has
visto lo de Gutiérrez? Negándose a publicar mi compendio de
historia, y finalmente era que andaba con su propio compendio de
historia bajo el brazo...
—Pero ya ves cómo Mitre te ha ayudado...
—No hablaba de ayuda, Juana Manuela, hablo de equidad... No
creo que hayamos logrado imponer aquello de la equidad entre
hombres y mujeres. ¿Cuándo lo entenderán...?
Sabían que ambas habían hecho historia y sentado un prece-
dente. Habían escrito acerca de casi todo, cientos de discursos no
sólo en arengas públicas sino cada una y a su mane-ra en cuentos,
novelas, magacines, periódicos, compendios. Juana Paula Manso y
Juana Manuela Gorriti habían nacido en la misma época; se debían,
por lo tanto, a la misma causa, causa que impregnaba el aire de
todo el continente americano, puede que como consecuencia de los
sucesos que se daban en Europa, puede que sencillamente como un
paso más e inevitable en ese transcurrir de mono a humano... un
avance natural en ese devenir de la evolución, ya no del hombre
sino del ser humano.
—Qué remedio les queda, por otro lado... —dijo Juana Manuela—.
La mujer trabajadora, la obrera, no es sino una realidad... Ya lo dijo
Florita Tristán: “A vosotros, obreros, os toca establecer al fin sobre
la Tierra el reino de la justicia y de la igualdad absoluta entre la
mujer y el hombre...”.
—Pero quién recuerda a Florita Tristán... Sí recordarán segura-
mente a Marx, a Engels... Has oído de ellos, claro, y ni que hablar
de Sarmiento o Echeverría y tantos otros que han de dictar leyes
y gobernarán sin haber leído ni a los unos ni a los otros...
—Ni a las otras… Nos toca a las mujeres seguir esa lucha sin cuar-
tel. No quisiera creer que a la vejez coincidirás con la Mendeville
cuando sostenía que si no se educa a los hombres de nada sirve
educar a las mujeres...
Juana Paula lanzó una carcajada.

269
—Ni ebria por este licorcito de naranjas ni dormida por el tedio de
la vejez pensaré que si no se educa al hombre nada se logrará con
educar a la mujer. Pero hay una realidad inexorable, Juana Manuela
querida, el hombre ha concedido apenas a Dios el atributo de la
creación del hombre a su propia imagen y semejanza, según nos
han contado los mismos hombres; por ende, es el hombre quien ha
concebido a Dios a su propia imagen y semejanza. Uno que no sólo
se le parece sino que lo abarca todo. Las mujeres somos apenas una
costilla entre sus tantas otras costillas; una costilla a la que ape-
nas han otorgado la sola capacidad de procrearnos en su nombre.
Sin embargo, es peor aún que nosotras mismas nos hayamos ido
creando a imagen y semejanza del hombre... y a su deseo, siempre.
Sin duda, lo lograremos. Puede que también logremos cierta equi-
dad, igualdad de derechos y obligaciones en cuanto a ciudadanas
y trabajadoras, bienvenido sea. No obstante, siempre y a la larga,
lucha y reivindicación serán para conseguirnos a nosotras mismas
a imagen y semejanza del hombre. Las mismas mujeres nos com-
portamos como ese dios a quien el hombre ha concedido apenas la
prioridad de su procreación...
—Creo que el licorcito te hace ver las cosas a la tremenda. No sé
si entiendo… ¿Realmente crees que así será?
—¿Acaso no lo es?
—Puede que tengas razón. Es nuestro propio amor hacia ellos el
que nos traiciona, porque nos mostramos ante los ojos del hombre
como espejos capaces de reflejarlos al doble de su tamaño natural.
Quizá tú misma, Juana Paula Manso, lo haces en este momento
concediéndole al hombre semejantes poderes por encima de los
dioses...
Juana Paula rió francamente como quien ha sido descubierta en
falta.
—Tal vez exagero un poquito, es verdad. Pero no creo equivocarme
tanto, claro que no llegaremos a verlo. Sabes, sin embargo, que no
nos recordarán como a tantos de nuestros pares contemporáneos.
En verdad no podrían comprobarlo, pero intuían que nadie ig-
noraría u olvidaría, al menos no del todo, la particularidad del
carácter de ambas mujeres; en el caso de la Gorriti y la Manso, su
condición de mujeres solas, sin marido, traicionadas en sus amores
y su dignidad, con alguno que otro amor de aquellos considerados
clandestinos o vergonzantes, traicionadas tantas otras veces por su
entorno, por sus mismas congéneres, trabajadoras a sueldo, escrito-
ras a sueldo, periodistas a sueldo; irreverentes, díscolas, propensas

270
a cuestionar no sólo la condición de la mujer sino, y por ende, la
condición del hombre y todo marginado social. En el caso de Juana
Paula, ella no sólo había cultivado esos llamados “malos hábitos”
en el espacio privado, a través del papel y la pluma y las tertulias
como había hecho Juana Manuela Gorriti, sino que, además, para
bien y para mal, se le reconocía la habilidad de ocupar el espacio
público, espacio ganado a los hombres gracias a estar empecinada
en sus conferencias, lecturas públicas y populares.
—Quizá no lo hayamos logrado del todo, pero muchas de esas ta-
reas, tanto las del decir como las del ser y el hacer, no habrán sido
en vano si al menos en algunas mujeres se hubiesen convertido en
hábito, incluso sin que las mismas mujeres se hayan dado cuenta
mientras nos llevaban la contra. Si hasta has logrado, Juanita, que
tu compendio de historia llegue a las escuelas...
—Pero no gracias a las gentilezas de nuestro común amigo Gu-
tiérrez...
—Olvídate ya de Gutiérrez, ya ves cómo el apoyo de Mitre ha
sido incondicional para tu compendio, ha elegido el tuyo, no el de
Gutiérrez.
—De todos modos, no creo que hagamos parte valiosa... si ni siquie-
ra yo he contemplado a las mujeres en mi manual de historia... —se
cuestionó a sí misma Juana Paula.
—Tampoco se ha hablado de los hombres, querida. De cuántos y de
cuáles hombres has hablado en tu manual, apenas si has menciona-
do unos pocos. No están los que han hecho parte de la historia del
mundo, sólo se menciona a los que han pertenecido a ciertas clases
dirigentes, sus batallas, sus negociados, sus derrotas y conquistas,
su valor, su cobardía. Muy poco sabemos del hombre común.
—Es verdad, apenas si les hemos mostrado un poco en las novelas,
apenas como telón de fondo.
Ambas callaron. Juana Manuela acercó el plato con los dulcecitos
de membrillo a Juana Paula, que, luego de servirse uno, lo observó
bien de cerca comprobando la textura del hojaldre mientras des-
hacía unas migas en el mantel.
—De todos modos —continuó Juana Manuela mientras servía más
licor—, nuestro parecer, nuestra palabra escrita, nuestra mirada
tan distinta sobre las cosas no serán en vano. ¿Acaso crees que
nada de eso quedará en la cabecita loca de nuestras mujeres, de
nuestras hijas, de las hijas de nuestras hijas? Esta batalla apenas
comienza y a nosotras nos ha tocado dar el paso inicial.
—El tiempo dirá. Escucha —dijo Juana Paula tomando una hoja

271
entre sus papeles—: “Las mujeres no hemos salido de aquella esfera
en que una envejecida costumbre nos tiene prefijadas...”.
—De Rosita Guerra. Y a cuento del estado de indigencia intelectual
en que Rosas sumió a nuestra sociedad, hablando de las mujeres
(además ya conoces el humor de Rosita...), ¿acaso crees que no ha
cambiado nada desde entonces? Pero no puedes negar que tanto
federales como unitarios nos han tenido en cuenta a la par. Hemos
sido peligrosas para Rosas por nuestras capacidades y utilizadas por
los unitarios por las mismas capacidades... Han coincidido en algo,
ya ves, y de algún modo ha sido un reconocimiento en ambos casos.
—Viéndolo de ese modo, vamos por buen camino. En verdad, nunca
lo había pensado de ese modo, hemos sido de temer tanto para los
unos como para los otros. No es poca cosa a tener en cuenta, ¿no?
—Tal vez cuando uno teme a sus opuestos sólo los está observando
en su justa medida... Si hasta han utilizado pa-labras e ideas en
sus discursos que nos pertenecían. Sin embargo…
—... Una vez alguien me dijo que el despotismo no era un invento
de Rosas y que él no sería el único ni el último... —murmuró Juana
Paula mientras volvía a buscar entre sus papeles.
Juana Manuela bebió un traguito más de licor, que paladeó gustosa
viendo el empeño de su amiga que hurgaba en el desorden de sus
papeles:
—Parece que no estás dispuesta a pasar nada por alto... ni a nadie.
—Es un derecho bien ganado, querida amiga. Hemos pagado bien
caro por cada una de nuestras arrugas adquiridas cada día de
nuestras vidas. Nada nos han perdonado, aun así hemos puesto la
otra mejilla y tampoco ha sido suficiente. Escucha: “Yo no estoy
con Saint-Simon, en que la mujer necesite emanciparse, demasiado
emancipada está y ojalá no lo estuviera tanto. No solamente se
escapa de nuestras manos, sino que llega muchas veces a perderse
de vista. Saint-Simon dice que la mujer carece de palabra en la
sociedad actual... Pero comete un absurdo si pretende decir que la
mujer no habla, es decir que se está callada la boca; porque todos
vemos que la mujer no hace otra cosa que hablar día y noche...”.
Juana Manuela estalló esta vez en una estrepitosa carcajada...
—¿Y eso?
—Juan Bautista Alberdi. ¿Te imaginas? Nada menos que Alberdi...
—Apenas producto de unas copas de más, seguramente… ¿No será
que siempre hemos sido de temer?
—Y que nadie lo dude... —dijo Eulalia riendo al tiempo que tin-
tineaban las tazas de té con leche en la bandeja—. Po-brecito el

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que caiga entre los comentarios de dos señoronas como ustedes...
o aquella otra que arrojen sobre esta mesa para ser destripada...
—Señoras que sin ser niñas ni bonitas, no somos ni viejas ni feas...
—bromeó Juana Manuela.
—Me preocupa ese comentario frívolo de tu parte...
—Es una broma. Aunque tampoco podemos negar la mo-da... Ni
esta moda de exacerbar la moda... Nunca se podrá con eso de la
frivolidad, Juanita, porque es otra de las formas de lucha...
Y en esa ocasión fue Juana Paula la que estalló en una carcajada.
—Es verdad. Pero cómo y por qué seguir vistiéndonos a la europea...
—Porque las europeas han comenzado a llegar de nuevo por estos
puertos. Cientos de ellas emigran de una Europa que se muere de
hambre... No nos será fácil ser distintas, y qué más da. De a miles
invaden nuestras calles los talleres de costura... Además traen
ideas nuevas, literatura, agallas, nuevas palabras para echar al
hervidero, Juanita. Bienvenidas sean.
—Es verdad.
—Si me mostraras lo que atesoras en esos baúles... Estoy segura de
que conservas aún esas ropas encantadoras que usan las mujeres
del Caribe...
—Me sentía a gusto vestida no tanto de faldas y blusas sino ape-
nas con unas batas de ligero algodón bordado. Son ropas para ser
miradas por hombres de bucólicas miradas y deseo alegre, Juana
Manuela. Ya sabes que nada de eso abunda por las márgenes del
Plata... Era tan distinto todo por aquellos tiempos... Y es verdad:
también yo fui coqueta, joven y bonita, hasta quizas utilicé aquello
como arma en algún momento…
—Ni lo dudes. Hemos vivido intensamente y eso no debemos olvi-
darlo. No son tantas las mujeres que pueden recordarse a sí mismas
viviendo con vehemencia.
—Quizá no somos más que la repercusión de un eco...
—Pero no debemos olvidar que vivimos, ni dejar de contarlo…
Juana Paula rió como si de nuevo tuviese aquellos años cuando
vivía en Río de Janeyro o La Habana, durantes noches cálidas a la
luz de la luna, entrecerrados los ojos y meciéndose en una hamaca
al arrullo de las olas y las gentes romanceando por el malecón o
haciendo sonar sus tamboras. Ambas bebieron como niñas obe-
dientes aferrándose a la taza de té con las dos manos y de una vez
hasta la última gota...
—¿Y por casa cómo andamos...? —preguntó Juana Paula Manso
y Juana Manuela Gorriti, extraviada en alguna de sus añoranzas,

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no respondió.
En silencio las dos contemplaron el alto de papeles, la pluma des-
cansando al pie del tintero, la biblioteca rebosante de libros, el
cuarto en un orden relativo pero adecuado. Observaron a Eulalia,
que entraba con las manos vacías y volvía a salir con la bandeja y
los platos, comentando al pasar el noviazgo de Herminia o hacien-
do alguna broma. Afuera, el rosal auguraba rosas a montones esa
primavera, y también el jazmín. Juana Paula echó al descansillo de
la ventana un trocito de pan. Se quedaron calladas, quietas y pen-
dientes de los gorriones. Pero no fue un gorrión sino una torcacita
con un collar de plumitas doradas la que picoteó el pan estirando
bien alto el cuello para observarlas y largarse una vez más a volar.
—No obstante, deberíamos reconocernos algo...
—¿Sólo algo...?
—El tedio de la mujer en el hogar es grande; también lo es para
aquella que trabaja fuera de la casa, sabemos que también las hay
aunque no se hable mucho de ellas todavía, pero nadie puede privar
a mujer alguna de utilizar la escritura y la lectura para atenuar la
locura y el desencanto. A lo sumo dirán: “Déjenla que escriba, así
no molesta en los ratos libres”.
—¿Qué sabes del pastor Junor...?
—No anda bien de salud... Tanto hemos luchado cuando me convir-
tió. Claro que mucho de esa decisión fue por la Vieja Sarah. Nunca
olvido esas reuniones religiosas a las que me llevaba ni los coros.
No sabes qué maravilla de voces... Debe-ré ver al pastor uno de
estos días, aunque no me siento con fuerzas.
—Si a ti te faltan fuerzas, qué queda para mí... —dijo Juana Ma-
nuela.
—No me arrepiento de nada.
—Eso es lo que no perdonan: la falta de arrepentimiento. Este
negarnos a arrepentirnos ni siquiera en la vejez.
—De mí no tendrán ni siquiera el arrepentimiento del orgullo que
me impide retractarme... Nos lanzarán las fieras cuando ya no
podamos defendernos...
—Serán inflexibles hasta con nuestro cadáver. ¿Cómo se arreglará
la que muera después que la otra?
—Nadie será duro contigo, Juana Manuela, y es mi pellejo el que
tendrán primero, el que más habrán de mancillar.
—¿Te imaginas cuando quieran mandarte al cura y te les niegues…?
—advirtió Juana Manuela.
—Ya lo hice, querida…

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—Hasta que al fin… Bueno, por lo menos muchas ya se han muer-
to...
—Qué pereza reencontrarlas en el más allá.
Juana Manuela rió hasta caer en un acceso de tos que la dejó algo
fatigada aunque finalmente alegre.
—¿Y desde cuándo crees en el más allá?
—No, si no creo. Pero ellas sí creen y nada les impedirá que inten-
ten molestarnos desde ese más allá que habrán inventado de ser
necesario para darnos sus quejas y regaños...
Las dos volvieron a reír. Se quedaron tomadas de la mano viendo
caer la tarde.
Casi todo había sido dicho por ambas mujeres y lo que no fue dicho
lo escribieron con delicadeza, con furia y con tesón, con bravura y,
por qué no, con necedad, pues ni siquiera la necedad o la arrogan-
cia son inherentes sólo a los hombres, solían bromearse la una a
la otra. Pero por sobre todos estos placeres, gozaron el vértigo de
la lucha, vivieron intensamente, atrevidas, al borde del éxtasis y
el escándalo. ¿Qué más puede pedirse a la vida? ¿Cuál otro logro o
victoria? Con eso basta.

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