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La aventura del agua

Un día que el agua se encontraba en el soberbio mar sintió el


caprichoso deseo de subir al cielo. Entonces se dirigió al fuego y
le dijo:

– “¿Podrías ayudarme a subir más alto?”.

El fuego aceptó y con su calor, la volvió más ligera que el aire,


transformándola en un sutil vapor. El vapor subió más y más en
el cielo, voló muy alto, hasta los estratos más ligeros y fríos del
aire, donde ya el fuego no podía seguirlo. Entonces las partículas
de vapor, ateridas de frío, se vieron obligadas a juntarse, se volvieron más pesadas que el aire y
cayeron en forma de lluvia. Habían subido al cielo invadidas de soberbia y recibieron su
merecido. La tierra sedienta absorbió la lluvia y, de esta forma, el agua estuvo durante mucho
tiempo prisionera en el suelo, purgando su pecado con una larga
penitencia.

Secreto a voces
Gretel, la hija del Alcalde, era muy curiosa. Quería saberlo todo, pero
no sabía guardar un secreto.
– “¿Qué hablabas con el Gobernador?”, le preguntó a su padre,
después de intentar escuchar una larga conversación entre los dos
hombres.
– “Estábamos hablando sobre el gran reloj que mañana, a las doce,
vamos a colocar en el Ayuntamiento. Pero es un secreto y no debes
divulgarlo”.
Gretel prometió callar, pero a las doce del día siguiente estaba en la
plaza con todas sus compañeras de la escuela para ver cómo
colocaban el reloj en el ayuntamiento. Sin embargo, grande fue su sorpresa al ver que tal reloj no
existía. El Alcalde quiso dar una lección a su hija y en verdad fue dura, pues las niñas del pueblo
estuvieron mofándose de ella durante varios años. Eso sí, le sirvió para saber callar a tiempo.
 
El papel y la tinta
Había una hoja de papel sobre una mesa, junto a otras hojas
iguales a ella, cuando una pluma, bañada en negrísima tinta,
la manchó completa y la llenó de palabras.
– “¿No podrías haberme ahorrado esta humillación?”, dijo
enojada la hoja de papel a la tinta. “Tu negro infernal me ha
arruinado para siempre”.
– “No te he ensuciado”, repuso la tinta. “Te he vestido de
palabras. Desde ahora ya no eres una hoja de papel sino un
mensaje. Custodias el pensamiento del hombre. Te has
convertido en algo precioso”.
En ese momento, alguien que estaba ordenando el despacho, vio aquellas hojas esparcidas y las
juntó para arrojarlas al fuego. Sin embargo, reparó en la hoja “sucia” de tinta y la devolvió a su
lugar porque llevaba, bien visible, el mensaje de la palabra. Luego, arrojó el resto al fuego.

El ángel de los niños


Cuenta una leyenda que a un angelito que estaba
en el cielo, le tocó su turno de nacer como niño y le
dijo un día a Dios:
- Me dicen que me vas a enviar mañana a la tierra.
¿Pero, cómo vivir? tan pequeño e indefenso como
soy...
- Entre muchos ángeles escogí uno para ti, que te
está esperando en la Tierra y que te cuidara.
- Pero dime, aquí en el cielo no hago más que cantar y sonreír, eso basta para ser feliz.
- Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tú sentirás su amor y serás feliz.
- ¿Y cómo entender lo que la gente me hable, si no conozco el extraño idioma que hablan
los hombres?
- Tu ángel te dirá las palabras más dulces y más tiernas que puedas escuchar y con mucha
paciencia y con cariño te enseñará a hablar.
- He oído que en la tierra hay hombres malos. ¿Quién me defenderá?
- Tu ángel te defenderá más aún a costa de su propia vida.
En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo pero ya se oían voces terrestres, y el niño
presuroso repetía con lágrimas en sus ojitos sollozando...
- ¡¡Dios mío, si ya me voy dime su nombre!!. ¿Cómo se llama mi ángel?
- Su nombre no importa, tú le dirás: MAMÁ.

Los tres perezosos


Érase una vez un padre que tenía tres hijos muy perezosos. Se puso
enfermo y mandó llamar al notario para hacer testamento:
- Señor notario -le dijo- lo único que tengo es un burro y
quisiera que fuera para el más perezoso de mis hijos.
Al poco tiempo el hombre murió y el notario los mandó llamar
para leerles el testamento y a continuación les explicó:
- Ahora tengo que saber cuál de los tres es el más perezoso.
Y dirigiéndose al hermano mayor le dijo:
- Empieza tú a darme pruebas de tu pereza.
- Yo, -contestó el mayor- no tengo ganas de contar nada.
- ¡Habla y rápido! si no quieres que te meta en la cárcel.
- Una vez -explicó el mayor- se me metió una brasa ardiendo dentro del zapato y aunque me
estaba quemando me dio mucha pereza moverme, menos mal que unos amigos se dieron
cuenta y la apagaron.
- Sí que eres perezoso -dijo el notario- yo habría dejado que te quemaras para saber cuánto
tiempo aguantabas la brasa dentro del zapato.
A continuación se volvió al segundo hermano:
- Es tu turno cuéntanos algo.
- ¿A mí también me meterá en la cárcel si no hablo?
- Puedes estar seguro.
- Una vez me caí al mar y, aunque sé nadar, me entró tal pereza que no tenía ganas de mover
los brazos ni las piernas. Menos mal que un barco de pescadores me recogió cuando ya estaba a
punto de ahogarme.
- Otro perezoso -dijo el notario- yo te habría dejado en el agua hasta que hubieras hecho algún
esfuerzo para salvarte.
Por último se dirigió al más pequeño de los tres hermanos:
- Te toca hablar, a ver qué pruebas nos das de tu pereza.
- Señor notario, a mí lléveme a la cárcel y quédese con el burro porque yo no tengo ninguna
gana de hablar.
Y exclamó el notario:
- Para tí es el burro porque no hay duda que tú eres el más perezoso de los tres.

El árbol mágico
Hace mucho mucho tiempo, un niño paseaba por un prado en
cuyo centro encontró un árbol con un cartel que decía: soy un
árbol encantado, si dices las palabras mágicas, lo verás.
El niño trató de acertar el hechizo, y probó
con abracadabra, supercalifragilisticoespialidoso, tan-ta-ta-
chán, y muchas otras, pero nada. Rendido, se tiró suplicante,
diciendo: "¡¡por favor, arbolito!!", y entonces, se abrió una
gran puerta en el árbol. Todo estaba oscuro, menos un cartel
que decía: "sigue haciendo magia". Entonces el niño dijo "¡¡Gracias, arbolito!!", y se encendió
dentro del árbol una luz que alumbraba un camino hacia una gran montaña de juguetes y
chocolate.

La princesa de fuego
Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y
sabia. Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a
ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría
con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a
la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los
tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas
enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos,
descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada,
hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su
curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:
- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi corazón. Y también
es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor
se ablandará y será más tierno que ningún otro.
El cohete de papel
Había una vez un niño cuya mayor ilusión era tener un cohete y
dispararlo hacia la luna, pero tenía tan poco dinero que no
podía comprar ninguno. Un día, junto a la acera descubrió la
caja de uno de sus cohetes favoritos, pero al abrirla descubrió
que sólo contenía un pequeño cohete de papel averiado,
resultado de un error en la fábrica.
El niño se apenó mucho, pero pensando que por fin tenía un
cohete, comenzó a preparar un escenario para lanzarlo. Durante muchos días recogió papeles
de todas las formas y colores, y se dedicó con toda su alma a dibujar, recortar, pegar y
colorear todas las estrellas y planetas para crear un espacio de papel. Fue un trabajo
dificilísimo, pero el resultado final fue tan magnífico que la pared de su habitación parecía una
ventana abierta al espacio sideral.
Desde entonces el niño disfrutaba cada día jugando con su cohete de papel, hasta que un
compañero visitó su habitación y al ver aquel espectacular escenario, le propuso cambiárselo
por un cohete auténtico que tenía en casa. Aquello casi le volvió loco de alegría, y aceptó el
cambio encantado.

El elefante fotógrafo
Había una vez un elefante que quería ser fotógrafo. Sus
amigos se reían cada vez que le oían decir aquello:
- Qué tontería - decían unos- ¡no hay cámaras de fotos
para elefantes!
- Qué pérdida de tiempo -decían los otros- si aquí no hay
nada que fotografíar...
Pero el elefante seguía con su ilusión, y poco a poco fue
reuniendo trastos y aparatos con los que fabricar una
gran cámara de fotos. Tuvo que hacerlo prácticamente
todo: desde un botón que se pulsara con la trompa, hasta un objetivo del tamaño del ojo de un
elefante, y finalmente un montón de hierros para poder colgarse la cámara sobre la cabeza.
Así que una vez acabada, pudo hacer sus primeras fotos, pero su cámara para elefantes era tan
grandota y extraña que paracecía una gran y ridícula máscara, y muchos se reían tanto al verle
aparecer, que el elefante comenzó a pensar en abandonar su sueño.. Para más
desgracia, parecían tener razón los que decían que no había nada que fotografiar en aquel
lugar...
Pero no fue así. Resultó que la pinta del elefante con su cámara era tan divertida, que nadie
podía dejar de reir al verle, y usando un montón de buen humor, el elefante consiguió
divertidísimas e increíbles fotos de todos los animales, siempre alegres y contentos, ¡incluso
del malhumorado rino!; de esta forma se convirtió en el fotógrafo oficial de la sabana, y de
todas partes acudían los animales para sacarse una sonriente foto para el pasaporte al zoo.

El Hada fea
Había una vez una aprendiz de hada madrina, mágica y maravillosa, la más lista y amable de las
hadas. Pero era también una hada muy fea, y por mucho que se esforzaba en mostrar sus
muchas cualidades, parecía que todos estaban
empeñados en que lo más importante de una hada
tenía que ser su belleza. En la escuela de hadas no le
hacían caso, y cada vez que volaba a una misión para
ayudar a un niño o cualquier otra persona en
apuros, antes de poder abrir la boca, ya la estaban
chillando y gritando:
- ¡fea! ¡bicho!, ¡lárgate de aquí!.
Aunque pequeña, su magia era muy poderosa, y
más de una vez había pensado hacer un encantamiento para volverse bella; pero luego
pensaba en lo que le contaba su mamá de pequeña:
- tu eres como eres, con cada uno de tus granos y tus arrugas; y seguro que es así por
alguna razón especial...
Pero un día, las brujas del país vecino arrasaron el país, haciendo prisioneras a
todas las hadas y magos. Nuestra hada, poco antes de ser atacada, hechizó sus
propios vestidos, y ayudada por su fea cara, se hizo pasar por bruja. Así, pudo
seguirlas hasta su guarida, y una vez allí, con su magia preparó una gran fiesta
para todas, adornando la cueva con murciélagos, sapos y arañas, y música de
lobos aullando.
Durante la fiesta, corrió a liberar a todas las hadas y magos, que con un gran
hechizo consiguieron encerrar a todas las brujas en la montaña durante los
siguientes 100 años.
Y durante esos 100 años, y muchos más, todos recordaron la valentía y la
inteligencia del hada fea. Nunca más se volvió a considerar en aquel país la
fealdad una desgracia, y cada vez que nacía alguien feo, todos se llenaban de
alegría sabiendo que tendría grandes cosas por
hacer.

El pingüino y el canguro
Había una vez un canguro que era un auténtico campeón de
las carreras, pero al que el éxito había vuelto vanidoso, burlón
y antipático. La principal víctima de sus burlas era un pequeño
pingüino, al que su andar lento y torpón impedía siquiera
acabar las carreras.
Un día el zorro, el encargado de organizarlas, publicó en todas
partes que su favorito para la siguiente carrera era el pobre
pingüino. Todos pensaban que era una broma, pero aún así el
vanidoso canguro se enfadó muchísimo, y sus burlas contra el pingüino se intensificaron. Este
no quería participar, pero era costumbre que todos lo hicieran, así que el día de la carrera se
unió al grupo que siguió al zorro hasta el lugar de inicio. El zorro los guió montaña arriba
durante un buen rato, siempre con las mofas sobre el pingüino, sobre que si bajaría rondando
o resbalando sobre su barriga...
Pero cuando llegaron a la cima, todos callaron. La cima de la montaña era un cráter que había
rellenado un gran lago. Entonces el zorro dio la señal de salida diciendo: "La carrera es cruzar
hasta el otro lado". El pingüino, emocionado, corrió torpemente a la orilla, pero una vez en el
agua, su velocidad era insuperable, y ganó con una gran diferencia, mientras el canguro
apenas consiguió llegar a la otra orilla, lloroso, humillado y medio ahogado. Y aunque parecía
que el pingüino le esperaba para devolverle las burlas, este había aprendido de su
sufrimiento, y en lugar de devolvérselas, se ofreció a enseñarle a nadar.
Aquel día todos se divirtieron de lo lindo jugando en el lago. Pero el que más lo hizo fue el
zorro, que con su ingenio había conseguido bajarle los humos al vanidoso canguro.

Los juguetes ordenados


Érase una vez un niño que cambió de casa y al llegar a su
nueva habitación vió que estaba llena de juguetes, cuentos,
libros, lápices... todos perfectamente ordenados. Ese día
jugó todo lo que quiso, pero se acostó sin haberlos recogido.
Misteriosamente, a la mañana siguiente todos los juguetes
aparecieron ordenados y en sus sitios
correspondientes. Estaba seguro de que nadie había entrado
en su habitación, aunque el niño no le dio importancia. Y
ocurrió lo mismo ese día y al otro, pero al cuarto día, cuando
se disponía a coger el primer juguete, éste saltó de su
alcance y dijo "¡No quiero jugar contigo!". El niño creía estar alucinado, pero pasó lo mismo con
cada juguete que intentó tocar, hasta que finalmente uno de los juguetes, un viejo osito de
peluche, dijo: "¿Por qué te sorprende que no queramos jugar contigo? Siempre nos dejas muy
lejos de nuestro sitio especial, que es donde estamos más cómodos y más a gustito ¿sabes lo difícil
que es para los libros subir a las estanterías, o para los lápices saltar al bote? ¡Y no tienes ni idea
de lo incómodo y frío que es el suelo! No jugaremos contigo hasta que prometas dejarnos en
nuestras casitas antes de dormir"
El niño recordó lo a gustito que se estaba en su camita, y lo incómodo que había estado una vez
que se quedó dormido en una silla. Entonces se dio cuenta de lo mal que había tratado a sus
amigos los juguetes, así que les pidió perdón y desde aquel día siempre acostó a sus juguetes en
sus sitios favoritos antes de dormir.

Un agujerito en la luna
Cuenta una antigua leyenda que en una época de gran
calor la gran montaña nevada perdió su manto de nieve, y
con él toda su alegría. Sus riachuelos se secaban, sus pinos
se morían, y la montaña se cubrió de una triste roca gris.
La Luna, entonces siempre llena y brillante, quiso ayudar a
su buena amiga. Y como tenía mucho corazón pero muy
poco cerebro, no se le ocurrió otra cosa que hacer un
agujero en su base y soplar suave, para que una pequeña
parte del mágico polvo blanco que le daba su brillo cayera sobre la montaña en forma de
nieve suave.
Una vez abierto, nadie alcanzaba a tapar ese agujero. Pero a la Luna no le importó. Siguió
soplando y, tras varias noches vaciándose, perdió todo su polvo blanco. Sin él estaba tan vacía
que parecía invisible, y las noches se volvieron completamente oscuras y tristes. La montaña,
apenada, quiso devolver la nieve a su amiga. Pero, como era imposible hacer que nevase hacia
arriba, se incendió por dentro hasta convertirse en un volcán. Su fuego transformó la nieve en
un denso humo blanco que subió hasta la luna, rellenándola un poquito cada noche, hasta que
esta se volvió a ver completamente redonda y brillante. Pero cuando la nieve se acabó, y con
ella el humo, el agujero seguía abierto en la Luna, obligada de nuevo a compartir su magia
hasta vaciarse por completo.
Viajaba con la esperanza de encontrar otra montaña dispuesta a convertirse en volcán,
cuando descubrió un pueblo que necesitaba urgentemente su magia. No tuvo fuerzas para
frenar su generoso corazón, y sopló sobre ellos, llenándolos de felicidad hasta apagarse ella
misma. Parecía que la Luna no volvería a brillar pero, al igual que la montaña, el agradecido
pueblo también encontró la forma de hacer nevar hacia arriba. Igual que hicieron los
siguientes, y los siguientes, y los siguientes…
Y así, cada mes, la Luna se reparte generosamente por el mundo hasta desaparecer, sabiendo
que en unos pocos días sus amigos hallarán la forma de volver a llenarla de luz.

El cuento más rápido del


mundo
El cuento más rápido del mundo había conseguido ser
tan rápido porque muchos papás y mamás andaban
persiguiéndolo.
- Mami, cuéntame un cuento
- No, que ya es muy tarde…
- Solo uno muy rápido, porfi…
Y entonces la mamá se lanzaba a la búsqueda de ese
cuento tan rápido. Pero el cuento no quería que lo
usaran de una forma tan poco respetuosa.
- Soy un cuento como todos los demás. Quiero que me
cuenten con calma.
Y salía corriendo y no se dejaba atrapar. Hasta que
una mamá le puso una trampa.
- Yo te contaré con calma - le dijo. Y el cuento, que tenía infinitas ganas de que lo contaran, no quiso
escapar.
- Uuuuuuuuno - dijo la mamá muy despacio. - Ya está, ya te he contado un cuento. Justo como querías,
uno rápido, y ahora a dormir.
El niño y el cuento se sintieron engañados, y juntos inventaron la forma de compensar aquella injusticia.
- Conseguiremos que mamá me lea tus páginas.
A la mañana siguiente, el niño había desaparecido. Su mamá lo buscó por todas partes, pero solo
encontró un papel que decía:
- Volveré cuando tengas tiempo para leerme un cuento.
La mamá se angustió y se preguntaba dónde habría ido. Se olvidó del trabajo y de todas las demás
cosas, y dedicó todo el día a buscar a su hijo. Al caer la noche, se sentía tan mal por haber hecho que su
hijo se marchara por no haberle querido contar un cuento, que se puso a leer todos los cuentos de la
casa. Pensó que si se los aprendía podría volver a contárselos si algún día volvía. Entonces encontró ese
maldito cuento, “El cuento más rápido del mundo”. Era el único que no se sabía, porque nunca tenía
tiempo para leerlo.
Cuando lo abrió, leyó sorprendida la historia de una madre que engañaba a su hijo para no contarle un
cuento, y lo perdía, y lo buscaba por todas partes… Emocionada, leyó y leyó hasta el final, justo para
descubrir que su niño estaba allí, escondido en la última página del cuento más rápido del mundo,
esperando para darle un grandísimo abrazo, feliz de que su madre por fin hubiera tenido tiempo para
leer un cuento.
****
- Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado ¿Te ha gustado, cariño?
- ¡Claro que sí, mamá! Pero no ha sido el cuento más rápido del mundo.
- Ya, pero será mejor si lo dejamos así, por si lo encuentran alguna mamá o algún papá demasiado
acelerados.
- Es verdad, seguro que les gustará.
- Pues ahora sí. Colorín, colorado, este cuento tan rápido a otra casa se ha marchado.

Las lenguas hechizadas


Hubo una vez un brujo malvado que una noche robó mil lenguas
en una ciudad, y después de aplicarles un hechizo para que sólo
hablaran cosas malas de todo el mundo, se las devolvió a sus
dueños sin que estos se dieran cuenta.
De este modo, en muy poco tiempo, en aquella ciudad sólo se
hablaban cosas malas de todo el mundo: "que si este había
hecho esto, que si aquel lo otro, que si este era un pesado y el otro un torpe", etc... y aquello sólo
llevaba a que todos estuvieran enfadados con todos, para mayor alegría del brujo.

Al ver la situación , el Gran Mago decidió intervenir con sus mismas armas, haciendo un
encantamiento sobre las orejas de todos. Las orejas cobraron vida, y cada vez que alguna de las
lenguas empezaba sus críticas, ellas se cerraban fuertemente, impidiendo que la gente
oyera. Así empezó la batalla terrible entre lenguas y orejas, unas criticando sin parar, y las otras
haciéndose las sordas...
¿Quién ganó la batalla? Pues con el paso del tiempo, las lenguas hechizadas empezaron a
sentirse inútiles: ¿para qué hablar si nadie les escuchaba?, y como eran lenguas, y preferían que
las escuchasen, empezaron a cambiar lo que decían. Y cuando comprobaron que diciendo cosas
buenas y bonitas de todo y de todos, volvían a escucharles, se llenaron de alegría y olvidaron
para siempre su hechizo.
Y aún hoy el brujo malvado sigue hechizando lenguas por el mundo, pero gracias al mago ya
todos saben que lo único que hay que hacer para acabar con las críticas y los criticones, es
cerrar las orejas, y no hacerles caso.

El concurso de belleza
En un precioso jardín vivía la mariposa más bonita del
mundo. Era tan bonita y había ganado tantos concursos de
belleza, que se había vuelto vanidosa. Tanto que un día, la
cucaracha lista se hartó de sus pavoneos y decidió darle
una lección.
Fue a ver a la mariposa, y delante de todos le dijo que no
era tan bonita, que si ganaba los concursos era porque los
jurados estaban comprados, y que todos sabían que la
cucaracha era más bella. Entonces la mariposa se
enfureció, y entre risas y desprecios le dijo a tí te gano un concurso con el jurado que
quieras. "Vale, acepto, nos vemos el sábado", respondió la cucaracha sin darle tiempo. Esos
sábados todos fueron a ver el concurso, y la mariposa iba confiada hasta que vio quiénes
formaban el jurado: cucarachas, lombrices, escarabajos y chinches. Todos ellos preferían el
aspecto rastrero y el mal olor de la cucaracha, que ganó el concurso claramente, dejando a la
mariposa tan llorosa y humillada, que nunca más volvió a participar en un concurso de belleza.

Por suerte, la cucaracha perdonó a la mariposa su vanidad y se hicieron amigas, y algún tiempo
después la mariposa ganó el premio a la humildad.

El Hada y la Sombra
Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los hombres y sus
ciudades llenaran la tierra, antes incluso de que muchas cosas
tuvieran un nombre, existía un lugar misterioso custodiado por
el hada del lago. Justa y generosa, todos sus vasallos siempre
estaban dispuestos a servirle. Y cuando unos malvados seres
amenazaron el lago y sus bosques, muchos se unieron al hada
cuando les pidió que la acompañaran en un peligroso viaje a
través de ríos, pantanos y desiertos en busca de la Piedra de Cristal, la única salvación posible
para todos.
El hada advirtió de los peligros y dificultades, de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero
ninguno se asustó. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo
día, el hada y sus 50 más leales vasallos comenzaron el viaje. El camino fue aún más terrible y
duro que lo había anunciado el hada. Se enfrentaron a bestias terribles, caminaron día y noche
y vagaron perdidos por el desierto sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades
muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo
quedó uno, llamado Sombra. No era el más valiente, ni el mejor luchador, ni siquiera el más
listo o divertido, pero continuó junto al hada hasta el final. Cuando ésta le preguntaba que por
qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Os dije que os
acompañaría a pesar de las dificultades, y éso es lo que hago. No voy a dar media vuelta sólo
porque haya sido verdad que iba a ser duro".
Gracias a su leal Sombra pudo el hada por fin encontrar la Piedra de Cristal, pero el
monstruoso Guardián de la piedra no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un
último gesto de lealtad, se ofreció a cambio de la piedra quedándose al servicio del Guardián
por el resto de sus días...
La poderosa magia de la Piedra de Cristal permitió al hada regresar al lago y expulsar a los
seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues de aquel firme y
generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo,
queriendo mostrar a todos el valor de la lealtad y el compromiso, regaló a cada ser de la tierra
su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago,
donde consuelan y acompañan a su triste hada.

Mirando por la ventana


Había una vez un niño que cayó muy enfermo. Tenía
que estar todo el día en la cama sin poder
moverse. Como además los niños no podían
acercarse, sufría mucho por ello, y empezó a dejar
pasar los días triste y decaido, mirando el cielo a
través de la ventana.
Pasó algún tiempo, cada vez más desanimado, hasta
que un día vio una extraña sombra en la ventana:
era un pingüino comiendo un bocata de chorizo, que
entró a la habitación, le dio las buenas tardes, y se
fue. El niño quedó muy extrañado, y aún no sabía qué habría sido aquello, cuando vio aparecer
por la misma ventana un mono en pañales inflando un globo. Al principio el niño se preguntaba
qué sería aquello, pero al poco, mientras seguían apareciendo personajes locos por aquella
extraña ventana, ya no podía dejar de reír, al ver un cerdo tocando la pandereta, un elefante
saltando en cama elástica, o un perro con gafas que sólo hablaba de política...

Aunque por si no le creían no se lo contó a nadie, aquellos personajes terminaron alegrando el


espíritu y el cuerpo del niño, y en muy poco tiempo este mejoró notablemente y pudo volver
al colegio.
Allí pudo hablar con todos sus amigos, contándoles las cosas tan raras que había visto.
Entonces, mientras hablaba con su mejor amigo, vio asomar algo extraño en su mochila. Le
preguntó qué era, y tanto le insistió, que finalmente pudo ver el contenido de la mochila:
¡¡allí estaban todos los disfraces que había utilizado su buen amigo para intentar alegrarle!!
Y desde entonces, nuestro niño nunca deja que nadie
esté solo y sin sonreír un rato.

Titín, el niño avispa


Titín volvía otra vez a casa sin merienda. Como casi
siempre, uno de los chicos mayores se la había quitado,
amenazándole con pegarle una buena zurra. De camino,
Titín paró en el parque y se sentó en un banco tratando
de controlar su enfado y su rabia. Como era un chico
sensible e inteligente, al poco rato lo había olvidado y
estaba disfrutando de las plantas y las flores. Entonces,
revoloteando por los rosales, vio una avispa y se
asustó.Al quitarse de allí, un pensamiento pasó por su cabeza. ¿Cómo podía ser que alguien
muchísimo más pequeño pudiera hacerle frente y asustarle? ¡Pero si eso era justo lo que él
mismo necesitaba para poder enfrentarse a los niños mayores!
Estuvo un ratito mirando los insectos, y cuando llegó a casa, ya tenía claro el truco de la avispa:
el miedo. Nunca podría luchar con una persona, pero todos tenían tanto miedo a su picadura,
que la dejaban en paz. Así que Titín pasó la noche pensando cuál sería su "picadura", buscando
las cosas que asustaban a aquellos grandullones.
Al día siguiente, Titín parecía otro. Ya no caminaba cabizbajo ni apartaba los ojos. Estaba
confiado, dispuesto a enfrentarse a quien fuera, pensando en su nuevo trabajo de asustador, y
llevaba su mochila cargada de "picaduras".Así, el niño que le quitó el bocadillo se comió un
sandwich de chorizo picantísimo, tan picante que acabó llorando y tosiendo, y nunca más volvió
a querer comer nada de Titín. Otro niño mayor quiso pegarle, pero Titín no salió corriendo:
simplemente le dijo de memoria los teléfonos de sus padres, de su profesor, y de la madre del
propio niño; "si me pegas, todos se van a enterar y te llevarás un buen castigo", le dijo, y
viéndole tan decidido y valiente, el chico mayor le dejó en paz. Y a otro abusón que quiso
quitarle uno de sus juguetes, en lugar de entregarle el juguete con miedo, le dió una tarjetita
escrita por un policía amigo suyo, donde se leía "si robas a este niño, te perseguiré hasta
meterte en la cárcel".
La táctica dió resultado. Igual que Titín tenía miedo de sus palizas, aquellos grandullones
también tenían miedo de muchas cosas. Una sola vez se llevó un par de golpes y
tuvo que ser valiente y cumplir su amenaza: el abusón recibió tal escarmiento
que desde aquel día prefirió proteger a Titín, que así llegó a ser como la valiente
avispita que asustaba a quienes se metían con ella sin siquiera tener que picarles.

Una flor al día


Había una vez dos amigos que vivían en un palacio con sus familias, que trabajaban al servicio
del rey. Uno de ellos conoció una niña que le gustó tanto que quería que pensó hacerle un
regalo. Un día, paseaba con su amigo por el salón
principal y vió un gran jarrón con las flores más bonitas
que pudiera imaginarse, y decidió coger una para
regalársela a la niña, pensando que no se notaría. Lo
mismo hizo al día siguiente, y al otro, y al otro... hasta que
un día faltaron tantas flores que el rey se dió cuenta y se
enfadó tanto que mandó llamar a todo el mundo.
Cuando estaban ante el rey, el niño pensaba que debía
decir que había sido él, pero su amigo le decía que se callara, que el rey se enfadaría
muchísimo con él. Estaba muerto de miedo, pero cuando el rey llegó junto a él, decidió
contárselo todo. En cuanto dijo que había sido él, el rey se puso rojo de cólera, pero al oir lo
que había hecho con las flores, en su cara apareció una gran sonrisa, y dijo "no se me habría
ocurrido un uso mejor para mis flores".

Y desde aquel día, el niño y el rey se hicieron muy amigos, y se acercaban juntos a tomar dos
de aquellas maravillosas flores, una para la niña, y otra para la reina.

La cabeza de colores
Esta es la increíble historia de un niño muy
singular. Siempre quería aquello que no tenía:
los juguetes de sus compañeros, la ropa de sus
primos, los libros de sus papás... y llegó a ser
tan envidioso, que hasta los pelos de su
cabeza eran envidiosos. Un día resultó que
uno de los pelos de la coronilla despertó de
color verde, y los demás pelos, al verlo tan
especial, sintieron tanta envidia que todos ellos
terminaron de color verde. Al día
siguiente, uno de los pelos de la frente se manchó de azul, y al verlo,
nuevamente todos los demás pelos acabaron azules. Y así, un día y otro, el
pelo del niño cambiaba de color, llevado por la envidia que sentían todos
sus pelos.
A todo el mundo le encantaba su pelo de colores, menos a él mismo, que
tenía tanta envidia que quería tener el pelo como los demás niños. Y
un día, estaba tan enfadado por ello, que se tiró de los pelos con rabia. Un
pelo delgadito no pudo aguantar el tirón y se soltó, cayendo hacia al
suelo en un suave vuelo... y entonces, los demás pelos, sintiendo envidia, se
soltaron también, y en un minuto el niño se había quedado calvo, y su
cara de sorpresa parecía un chiste malo.
Tras muchos lloros y rabias, el niño comprendió que todo había sido
resultado de su envidia, y decidió que a partir de entonces trataría de
disfrutar de lo que tenía sin fijarse en lo de los demás. Tratando de
disfrutar lo que tenía, se encontró con su cabeza lisa y brillante, sin
un solo pelo, y aprovechó para convertirla en su lienzo particular.
Desde aquel día comenzó a pintar
hermosos cuadros de colores en su
calva cabeza, que gustaron tantísimo a
todos, que con el tiempo se convirtió en
un original artista famoso en el mundo
entero.

El ladrón de rubíes
El en palacio de Rubilandia había un ladrón de rubíes.
Nadie sabía quién era, y a todos tenía tan engañados el
ladrón, que lo único que se sabía de él era que vivía en
palacio, y que en palacio debía tener ocultas las joyas.
Decidido el rey a descubrir quién era, pidió ayuda a un
enano sabio, famoso por su inteligencia. Estuvo el enano algunos días por allí, mirando y
escuchando, hasta que se volvió a producir un robo. A la mañana siguiente el sabio hizo reunir a
todos los habitantes del palacio en una misma sala. Tras inspeccionarlos a todos durante la
mañana y el almuerzo sin decir palabra, el enano comenzó a preguntar a todos, uno por uno,
qué sabían de las joyas robadas.

Una vez más, nadie parecía haber sido el ladrón. Pero de pronto, uno de los jardineros
comenzó a toser, a retorcerse y a quejarse, y finalmente cayó al suelo.
El enano, con una sonrisa malvada, explicó entonces que la comida que acababan de tomar
estaba envenenada, y que el único antídoto para aquel veneno estaba escondido dentro del
rubí que había desaparecido esa noche. Y explicó cómo él mismo había cambiado los rubíes
aunténticos por unos falsos pocos días antes, y cómo esperaba que sólo el ladrón salvara su
vida, si es que era especialmente rápido...
Las toses y quejidos se extendieron a otras personas, y el terror se apoderó de todos los
presentes. De todos, menos de uno. Un lacayo que al sentir los primeros dolores no tardó en
salir corriendo hacia el escondite en que guardaba las joyas, de donde tomó el último rubí.
Efectivamente, pudo abrirlo y beber el extraño líquido que contenía en su interior, salvando su
vida.
O eso creía él, porque el jardinero era uno de los ayudantes del enano, y el veneno no era más
que un jarabe preparado por el pequeño investigador para provocar unos fuertes dolores
durante un rato, pero nada más. Y el lacayo así descubierto fue detenido por los guardias y
llevado inmediatamente ante la justicia.
El rey, agradecido, premió generosamente a su sabio consejero, y cuando le preguntó cuál era
su secreto, sonrió diciendo:
- Yo sólo trato de conseguir que quien conoce la verdad, la de a conocer.
- ¿Y quién lo sabía? si el ladrón había engañado a todos...
- No, majestad, a todos no. Cualquiera puede engañar a
todo el mundo, pero nadie puede engañarse a sí mismo.
La nube avariciosa
Érase una vez una nube que vivía sobre un país muy bello. Un día, vio pasar otra nube mucho más
grande y sintió tanta envidia, que decidió que para ser más grande nunca más daría su agua a
nadie, y nunca más llovería.
Efectivamente, la nube fue creciendo, al tiempo que su país se secaba. Primero se secaron los ríos,
luego se fueron las personas, después los animales, y finalmente las plantas,  hasta que aquel país se
convirtió en un desierto. A la nube no le importó mucho, pero no se dio cuenta de que al estar sobre
un desierto, ya no había ningún sitio de donde sacar agua para seguir creciendo, y lentamente,  la nube
empezó a perder tamaño, sin poder hacer nada para evitarlo.
La nube comprendió entonces su error, y que su avaricia y egoísmo serían la causa de su desaparición,
pero justo antes de evaporarse, cuando sólo quedaba de ella un suspiro de algodón, apareció una
suave brisa. La nube era tan pequeña y pesaba tan poco, que el viento la llevó consigo mucho tiempo
hasta llegar a un país lejano, precioso, donde volvió a recuperar su tamaño.
Y aprendida la lección, siguió siendo una nube pequeña y modesta, pero dejaba lluvias tan generosas y
cuidadas, que aquel país se convirtió en el más verde, más bonito y con más arcoiris del mundo.

La ley del bosque iluminado


El bosque iluminado era el mejor bosque en que se podía
vivir, donde las fiestas llenaban de luz las noches y todos
disfrutaban. En aquel bosque sólo había una
ley: "perdonar a todos". Y nunca tuvieron problemas con
ella, hasta que un día la abeja picó al conejo por error, y
éste sufrió tanto que no quería perdonarla. Pidió al búho
que reuniera al consejo y revisaran aquella ley. Todos
estuvieron de acuerdo en que no habría problema por
relajarla, así que se permitió una única excepción por
animal; si alguien se enfadaba de verdad con alguien, no
tenía por qué perdonarle si no quería. Y así siguieron hasta
la gran fiesta de la primavera, la mejor del año, que
resultó un grandísimo fracaso: sólo aparecieron el búho y unos pocos animales más. Entonces
el señor búho decidió investigar el asunto, y fue a ver al conejo. Este le dijo que no había ido
por si iba la abeja, a la que aún no había perdonado. Luego la abeja dijo que no había ido por
si iba la ardilla, a la que no había perdonado por tirar su colmena. La ardilla tampoco fue por
si iba el zorro, a quien no había perdonado que robara su comida... y así sucesivamente todos
contaron cómo habían dejado de ir por si se presentaba aquel a quien no habían
perdonado. El búho entonces convocó la asamblea, y mostró a todos cómo aquellla pequeña
excepción a la ley había acabado con la felicidad del bosque.
Unánimemente decidieron recuperar su antigua ley, "perdonar a todos", a la que
añadieron: "sin excepciones"
El camino al cielo
Había una vez un niño caminando por el campo, cuando entre las nubes vio un angelito
cantando una bella canción, que enseguida desapareció.
El niño pensó que por allí debían estar las puertas del cielo, y sería divertido ver qué había. Así
que comenzó a construir una gran torre de madera para llegar a las nubes, pero cuando fue
muy alta, se derrumbó. Lo intentó también con adobe, con ladrillos
y acero, pero su torre siempre se derrumbaba.
Cuando iba a abandonar, volvió a ver al angelito, rodeado de más
ángeles, y al atender a la canción escuchó que su mensaje era que
allí sólo se podía llegar si se quería con el corazón. La curiosidad
desapareció, y deseó con todas sus fuerzas subir con ellos al cielo.

Pero no pudo, y vencido por la impotencia y la pena, se sentó y


comenzó a llorar. Lloró, lloró y lloró tanto, tanto, que al salir el sol
apareció en aquel lugar un magnífico arcoiris, que precisamente fue
a parar a la nube, donde se abrieron las puertas del cielo.
Y el niño recorrió aquel camino sobre el arcoiris lleno de alegría, pues comprendió que sólo
con verdaderos deseos del corazón se puede abrir el camino del cielo.

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