Está en la página 1de 553

KENNETH L.

WOODWARD

LA CANONIZACIÓN DE LOS
SANTOS
Traducción realizada en España por

LUIS BREDLOW
KENNETH L.WOODWARD

LA CANONIZACIÓN DE LOS SANTOS

Cómo la Iglesia Católica decide quién es santo, quién no lo es y por qué

EMECÉ EDITORES
A BETTY, COMPAÑERA DE CONSPIRACIÓN DESDE HACE TREINTA AÑOS, y a
Marie Brady Woodward y Alberta Boss Drey
Pero el efecto que ejercía ella sobre quienes la rodeaban se propagó con una
amplitud incalculable; y es que el creciente bien del mundo depende en parte de
actos ahistóricos; y el que a usted y a mí las cosas no nos vayan tan mal como acaso
pudieran, se debe en gran medida a los que vivieron con verdadera fe una vida
oculta y descansan en tumbas que nadie visita.

George Eliot, Middlemarch

No hay más que una tristeza...


y es la de que no seamos santos.

León Bloy,
La Femme Pauvre

El mundo necesita santos dotados de genio tanto como una ciudad azotada
por una epidemia necesita médicos. Y donde hay una necesidad hay también una
obligación.

SIMONE WEIL, última carta al padre Perrin


AGRADECIMIENTOS

A finales de octubre de 1987, durante la entrevista que mantuve con dos


«hacedores de santos» jesuitas que desempeñan un papel importante en este libro,
se escuchó desde la calle el repulsivo estrépito de un automóvil chocando contra
otro, cuatro pisos más abajo: suceso nada infrecuente en la Roma de hoy. Uno de
los hombres salió inmediatamente, con una leve inclinación de cabeza hacia el otro,
para ver en qué podía ayudar. «Discúlpeme —me dijo, en son de excusa—, es que
nosotros también somos sacerdotes.»

Yo salí pocos minutos después y vi que estaba prestando ayuda en el lugar


del accidente, el concurrido cruce de calles que hay delante de la sede de los
jesuitas en Borgo Santo Spiritu, a una manzana de distancia del Vaticano. Era el
único sacerdote presente.

Recuerdo ese incidente como un modo de reconocer que esos hombres, cuyo
trabajo consiste en «hacer santos», son también sacerdotes, lo cual es decir que
tienen, en virtud de su vocación, unas responsabilidades que rebasan aquellas por
las cuales los consulté a fin de escribir este libro. Mi primer agradecimiento
consiste, por tanto, en reconocer que ellos, como todas las personas, son algo más
que funcionarios de un sistema. Lo que ellos son como personas no se reduce a lo
que hacen.

Me gusta pensar que lo mismo vale para los periodistas. El periodista llega a
donde nadie lo llama, se inmiscuye en las vidas de otra gente, hace preguntas,
busca información, provoca respuestas. El intercambio implica un lazo de
confianza: por un lado, confianza en que se diga la verdad, hasta donde lo
permitan la discreción y las limitaciones humanas; por el otro, que lo dicho sea
reproducido fielmente, dentro de los límites de la concisión necesaria. Para ser
verídico, es preciso respetar no sólo las palabras sino también su contexto. A ese
respecto, estoy convencido de haber respetado no sólo el contexto de mis
preguntas y de las respuestas que recibí, sino de haberlo hecho constar
expresamente. Si he decidido valorar el quehacer de esos hombres a una luz algo
diferente, se debe a que me acerqué a su labor como un lego interesado al que se le
ofreció el privilegio de convertirse en observador participante en la medida en que
lo permite el sistema. Mis intereses no coinciden del todo con los suyos, pero
donde divergen creo haberlo hecho constar explícitamente. Esto es también una
forma de agradecimiento.

Tratándose de un libro como éste, el autor se halla inevitablemente


endeudado con otros: ninguno de nosotros trabaja solo. Aparte de aquellos a
quienes menciono en el texto o cuyas obras he citado, debo la mayor gratitud a
quienes leyeron el manuscrito, conforme iba evolucionando, y me ofrecieron sus
comentarios críticos. Entre estos últimos figura en primer lugar Richard
Kieckhefer, profesor del Departamento de Historia y Literatura de las Religiones
de la Northwestern University; espero que un día de éstos nos encontremos
personalmente. Otro es John Coleman, S. J., profesor de Sociología y Religión en la
Escuela de Teología de los Jesuitas de Berkeley, California, cuya obra publicada
influyó profundamente en mis propias ideas sobre la santidad. El tercero es
Lawrence Cunninghan, profesor de Teología en la Universidad de Notre Dame,
quien ha retratado mejor que nadie, que yo sepa, la sensibilidad católica, incluida
la veneración de los santos. Huelga decir que ellos no son responsables del uso que
hice de sus críticas y sugerencias.

Por lo demás, quiero darles las gracias a una serie de personas que me
asistieron, a lo largo de casi cuatro años de solitaria labor, con sus críticas, su
conversación y los ánimos que me infundieron. James Gollin, escritor, novelista y
amigo, fue mi putativo «lector ideal», generoso con su tiempo y tan pródigo en
palabras alentadoras como tan sólo puede serlo otro atareado escritor. En los
momentos decisivos, Marvin O’Connell, Thomas F. O’Meara, O. P., y James
Tunstead Burtchaell, C. S. C., todos de la facultad de Notre Dame, así como Martin
E. Marty, de la Divinity School de la Universidad de Chicago, tutor de todos
nosotros, y Francis X. Murphy, C. S. S. R., sagaz observador de la Iglesia católica
romana, fueron de gran ayuda. Debo agradecimiento a sor Radegunde Flaxman, S.
H. J. C., por su rigurosa y pormenorizada comprobación de los hechos referidos en
el capítulo 8, y a sor Josephine Koppel, O. C. D., por su inapreciable ayuda, tanto
personal como profesional, en lo relativo a Edith Stein. Gracias también a John
Sullivan, O. C. D., director de Carmelite Studies, por los muchos favores que me
brindó. John Dunne, C. S. C., hallará lo que del contenido de este libro se debe a su
pensamiento; lo propio haría, si estuviera aún entre los vivos, el que fue mi mentor
en Notre Dame, Frank O’Malley.

Debo profunda gratitud a Joseph Whelan, S. J., de la Curia de los Jesuitas en


Roma —él sabe por qué—, y también al padre Thomas Nohilly, de la diócesis de
Brooklyn, por su traducción de la positio sobre el papa Pío IX, de la que trata el
capítulo 9, y al difunto Robert Findley, S. J., quien tradujo numerosos documentos
del italiano. Estoy convencido de que su muerte prematura le habrá proporcionado
un conocimiento más cierto de los santos de cuanto el lector pueda hallar en este
libro. Doy las gracias también a monseñor James McGrath, de la archidiócesis de
Filadelfia, por la ayuda y los sinceros comentarios con que me asistió durante dos
años, y a sor Mary Juliana Haynes, presidenta de las Hermanas del Santísimo
Sacramento para los Indios y la Gente de Color, por su disposición a romper con la
tradición, suministrándome información sobre los costes de la beatificación de su
fundadora, la madre Katharine Drexel.

Muchos bibliotecarios no sólo localizaron algunos libros sino que trataron


con indulgencia mi tardanza en devolverlos. Especialmente agradecido estoy a Jim
O’Halloran, del Maryknoll Seminary de Ossining, Nueva York —los libros que
usted espera están en camino—, a Judith Hausler y a su antecesora, Marilyn
Souders, de la biblioteca de Newsweek, por un servicio que iba más allá del mero
cumplimiento del deber, y a Charles Farkas y sus siempre solícitos colegas de la
Biblioteca Pública de Briarcliff Manor, Nueva York. Por haberme escuchado y
planteado preguntas acerca de santos que no son de su devoción, una palabra de
agradecimiento a los colegas de Newsweek, Jack Kroll y David Gates, quienes saben
más sobre textos que la mayoría de los llamados «revisteros». Gracias a Theresa
Waldrop, de la oficina de Newsweek en Bonn, por localizar en Alemania Occidental
aciertas personas que poseían información sobre el «milagro de las bombas»
descrito en el capítulo 6; y a Aric Press, quien fue durante estos años mi redactor
jefe en Newsweek, mi aprecio por haber sabido comprender los tumultos interiores
por los que atravesé.

Es obvio que este libro no existiría sin Alice Mayhew, mi editora de Simon
and Schuster, guía y animadora, que me instó a realizarlo, ni sin su colaborador
David Shipley, quien no se cansó de espolearme. Amanda Urban ha sido la mejor
agente que un autor puede desear.

Y, finalmente, a mi esposa Betty, a quien dedico este libro, otras mil


disculpas más por tantas fiestas que se perdió y por tantas ausencias que tuvo que
soportar. ¿Quién ha dicho que la paciencia se encuentra sólo en los santos?
INTRODUCCIÓN

¿Es la madre Teresa de Calcuta una santa?

Millones de personas ven en ella una «santa viviente», debido a su abnegado


servicio a los enfermos, los moribundos, los miserables, los que no tienen casa ni
hogar, los marginados. La orden de religiosas que ella fundó en 1949, las
Misioneras de la Caridad, es hoy una red mundial de tres mil miembros que
dispone de refugios, hospitales y conventos en India, África, Asia, América del
Norte y del Sur, Europa Occidental y Oriental: ochenta y siete países, en total. Si
esa diminuta monja albanesa que recibió en 1979 el premio Nobel de la Paz
muriese mañana —como casi ocurrió en 1989—, uno se imagina que el papa y el
mundo entero la llorarían.

Y, sin embargo, no sería una santa; por lo menos, no oficialmente, a los ojos
de su propia Iglesia. Su vida habría de ser investigada por las autoridades
eclesiásticas competentes, se escrutarían sus escritos y su conducta, se citarían
testigos que atestiguasen su virtud «heroica», deberían comprobarse eventuales
milagros obrados póstumamente por medio de su intercesión; y, sólo entonces, el
papa la declararía oficialmente santa\'7b1\'7d.

Los católicos romanos creen en los santos; los invocan en sus oraciones, los
veneran, atesoran sus reliquias, dan sus nombres a sus hijos y a sus iglesias. Pero
los católicos no son los únicos que practican el culto a los personajes sagrados. Los
budistas veneran a sus arahants y bodhisattvas y, en Tibet, a los lamas; los hindúes
reverencian a un impresionante espectro de personajes divinamente humanos y
humanamente divinos, entre ellos sus personales gurus o maestros espirituales; los
musulmanes tienen sus awliyd'Alldh (amigos íntimos de Dios) y sus venerados
maestros sufíes. Incluso en el judaísmo, cuyos dirigentes rabínicos jamás alentaron
la veneración de seres humanos, sean vivos o muertos, se halla la devoción
popular hacia personajes como Abraham o Moisés, así como algunos mártires,
rabinos queridos y otros tsaddikim («hombres justos»).

Entre las otras Iglesias cristianas, la Iglesia rusa ortodoxa mantiene una
vigorosa devoción hacia los santos, especialmente los primeros padres de la Iglesia
y los mártires; en raras ocasiones se introducen nombres nuevos (generalmente, de
monjes u obispos) en el santoral tradicional\'7b2\'7d. Desde la Reforma, el culto
de los santos ha desaparecido prácticamente entre la cristiandad protestante, pero,
incluso entre los evangélicos conservadores, se rinde especial reverencia a los
profetas del Antiguo Testamento y a los apóstoles del Nuevo. Algo parecido al
culto se conserva entre los anglicanos y los luteranos, que mantienen los días de
fiesta y los calendarios de los santos; pero, mientras que los anglicanos no
disponen de ningún mecanismo para el reconocimiento de nuevos santos, los
luteranos recomiendan de vez en cuando nuevos nombres (Dag Hammarskjöld,
Dietrich Bonhoeffer y el papa Juan XXIII están entre los más recientes) a la gratitud
y a la conmemoración de los creyentes.

El santo es, por tanto, una figura familiar a todas las grandes religiones. Pero
únicamente la Iglesia católica romana posee un mecanismo formal, continuo y
altamente racionalizado para «hacer» santos; sólo en la Iglesia de Roma se
encuentra un grupo de profesionales cuyo trabajo consiste en investigar las vidas
de los candidatos a la santidad (y en convalidar los milagros requeridos). En efecto,
durante el pontificado de Juan Pablo II, la Iglesia beatificó (una declaración
penúltima de gracia, que permite un culto público limitado) y canonizó a más
personas que bajo ningún otro papa.

A los ojos del mundo, la canonización se parece bastante al premio Nobel:


nadie sabe realmente por qué se elige a un candidato y no a otro, ni quién —aparte
del papa— se encarga de la selección. Incluso a los católicos romanos el proceso de
hacer santos se les presenta como algo tan lento y tan misterioso como la gestación
de una perla o la formación de un astro. Dentro del Vaticano mismo, el puñado de
hombres más directamente implicados en las causas individuales no son muy
conocidos ni recompensados con distinciones jerárquicas. Entre las nueve
congregaciones o ministerios de la Santa Sede, la Congregación para la Causa de
los Santos no se hallará en ninguna lista de los centros de poder del Vaticano; sus
funcionarios no gobiernan la Iglesia ni deciden sobre la política exterior ni fijan la
ortodoxia doctrinal ni eligen obispos ni mandan sobre el clero; y, sin embargo, su
actividad es la única que requiere, desde su punto de vista al menos, el ejercicio
regular del único y más temible poder del papa: el ejercicio de la infalibilidad.

En rigor, desde luego, la Iglesia no «hace» santos; únicamente Dios otorga la


gracia mediante la cual un Pedro o un Pablo, un Francisco o un Ignacio, una
Catalina, una Clara o una Teresa alcanzan ese nivel de la perfección cristiana que,
en la opinión de los católicos, constituye la santidad; y sólo Dios sabe cuántos
santos existen o han existido. Lo que sí hace la Iglesia es reivindicar la capacidad
de discernir, de vez en cuando y bajo la guía de Dios, que tal o cual persona se
halla entre los elegidos. El propósito de identificar a tales santos o santas es el de
presentarlos a los creyentes para su emulación. En este sentido, sí es cierto que la
Iglesia «hace» santos.
La fabricación de santos es, pues, un proceso intrínsecamente eclesiástico,
realizado por otros para otros\'7b3\'7d. En un principio, esos «otros» no son
obispos ni investigadores profesionales del Vaticano, sino cualquiera que,
mediante oraciones, uso de reliquias, solicitudes de «favores divinos» y devociones
semejantes, contribuye a la reputación de santidad de un candidato. En efecto,
según la tradición y la ley de la Iglesia, toda causa ha de originarse entre «el
pueblo»; en ese sentido, la canonización puede ser considerada el proceso más
democrático que existe dentro de la Iglesia, proceso por el que Dios mismo da a
conocer a través de otros la identidad de los santos auténticos. Este es, por lo
menos, el criterio de Roma. En segundo lugar, los «otros» son, en el sentido más
amplio, las generaciones actuales y futuras de creyentes. Es para su edificación y,
según se espera, su emulación, que la Iglesia hace santos.

Los santos mismos, desde luego, no tienen ninguna necesidad de ser


venerados. Según la metáfora de san Pablo, ellos han corrido ya la carrera y
ganado sus laureles. La canonización es, en otras palabras, un ejercicio
estrictamente póstumo. O, dicho al revés, un «santo viviente» es, canónicamente
hablando, una contradicción de términos.

Canonizar quiere decir declarar que una persona es digna de culto universal.
La canonización se lleva a cabo mediante una solemne declaración papal de que
una persona está, con toda certeza, con Dios. Gracias a tal certeza, el creyente
puede rezar confiadamente al santo en cuestión para que interceda en su favor ante
Dios. El nombre de la persona se inscribe en la lista de los santos de la Iglesia y a la
persona en cuestión se la «eleva a los altares», es decir, se le asigna un día de fiesta
para la veneración litúrgica por parte de la Iglesia entera.

Los papas, sin embargo, canonizan a los santos sólo desde hace unos mil
años. Desde 1234, año en que el derecho de canonización se reservó oficialmente al
papado, ha habido menos de trescientas canonizaciones. Existen, no obstante, unos
diez mil santos cristianos cuyos cultos fueron identificados por los historiadores de
la Iglesia y, sin duda, hay otros miles cuyos nombres se han perdido para la
historia. La canonización papal es, por consiguiente, desde el punto de vista
histórico, sólo una de las maneras de hacer santos que los cristianos han
encontrado. Y, lo que es más, tal vez no sea, ni siquiera hoy y para los católicos
romanos, la más importante.

Lo que trato de decir es que la canonización formal es parte de un proceso


de «hacer santos» mucho más amplio, más antiguo y culturalmente más complejo.
Para hacer un santo, o para establecer comunicación con los santos ya canonizados,
se necesita primero conocer su historia. De hecho, se exagera apenas al decir que
un santo no es sino su historia. Desde ese punto de vista, la fabricación de santos es
un proceso mediante el cual una vida se transforma en texto. En el caso de ciertos
santos del cristianismo primitivo, como Cristóbal, cuya existencia histórica es
dudosa, el texto reviste la forma de leyenda de transmisión oral; en el del grande y
prolífico Agustín de Hipona, por otra parte, disponemos, además de la tradición
oral y los documentos históricos, de sus propias Confesiones, texto autobiográfico al
que durante los últimos dieciséis siglos millones de cristianos han recurrido para
comprender qué significa convertirse en santo. Por lo demás, existen numerosas
biografías fidedignas en las que las historias de los santos clásicos y de los más
recientes han sido rescatadas de las exageraciones de la tradición popular y de la
hagiolatría. Lo decisivo es que, sea a través de leyendas y tradiciones populares,
sea a través de sus propios escritos o de escritos acerca de ellos (la Biblia incluida),
las vidas de los santos constituyen un medio importante —algunos teólogos dirían
que el más importante— para transmitir el significado de la fe cristiana. Incluso
entre los protestantes evangélicos, para quienes el culto de los santos es anatema,
son los Hechos de los Apóstoles, y sobre todo de Pablo, los que proporcionan el
modelo básico de la conducta, la experiencia y la identidad cristianas. Los teólogos
producen teología, las Iglesias propugnan dogmas y doctrinas; pero únicamente
los santos hablan por igual al creyente de a pie que a las elites ilustradas. En sus
historias se mezclan y se funden la fe y la historia, la biografía y las ideas, lo
temporal y lo transcendental.

Desde que existe la cristiandad, la gente ha contado una y otra vez las
historias de los santos. Se los ha celebrado en iconos, en pinturas y en estatuas. Fue
el culto a los santos el que transformó los cementerios en santuarios, los santuarios
en ciudades, e impulsó aquella forma robusta de cohesión y aventura social que es
la peregrinación. Para bien o para mal, como veremos, el culto de los santos ha
sido lo que ensanchó las fronteras de la cristiandad e, incluso después de la
Reforma, continuó mediando entre la fe y la moralidad en los países católicos. Pero
¿qué sucede cuando el santo ya no figura más entre los ideales de la cultura? ¿Qué
sucede cuando las historias de los santos ya no se cuentan ni se conmemoran?
¿Qué sucede cuando se deja de creer en los milagros obrados por los santos o por
mediación de ellos? ¿Qué sucede cuando las pautas heredadas de la santidad, por
las que se reconoce y venera a los santos, ya no convencen a la inmensa mayoría de
los creyentes? Solamente en 1988, por ejemplo, el papa Juan Pablo II canonizó á
ciento veintidós hombres y mujeres y beatificó a otros veintidós. ¿Cuántos católicos
romanos sabían sus nombres? ¿Y a cuántos les importaba saberlos? Y, fuera de la
Iglesia, ¿le importó a alguien? ¿Qué sucede cuando, como lo formula tristemente
un teólogo católico norteamericano, «los procedimientos formales de canonización
ya no nos dan los santos que necesitamos»?\'7b4\'7d

El cristianismo es imposible de pensar sin pecadores e imposible de vivir sin


santos. En fecha tan reciente como la del II Concilio Vaticano, la Iglesia declaró que
«la santidad es para todos» y no sólo para unos pocos elegidos, Y, sin embargo,
año tras año se continúa eligiendo a unos pocos de entre la muchedumbre anónima
para ser invocados, venerados e imitados. Quién lo hace, cómo y por qué; de eso
trata lo que sigue. Mis investigaciones me llevaron, por supuesto, a Roma, pero
también a América Central, a varios países de Europa septentrional y, de un lado a
otro de Estados Unidos, a los sitios en donde se hacen o se están haciendo santos.
Mis viajes me convencieron de que la figura del santo ha perdido relieve, pero no
está en vías de desaparición: está cambiando, y cambiando está el proceso por el
que se hacen los santos. Ese proceso acaba en Roma, aunque no comienza allí;
según he descubierto, puede empezar en cualquier parte.

Día de San Lorenzo, 10 de agosto de 1990.


1

LA POLÍTICA LOCAL

DE LA SANTIDAD

EL CARDENAL COOKE:

LA HERMANDAD DE LA CANCILLERÍA

El día de san Patricio de 1984, Theodore McCarrick, obispo de Metuchen,


Nueva Jersey, escribió una carta a su colega John J. O’Connor, quien dos días más
tarde tomaría posesión de su cargo de arzobispo de Nueva York. En esa carta,
McCarrick recordaba que ambos habían gozado del privilegio de contar, entre sus
colaboradores íntimos, con el antecesor de O’Connor, el cardenal Terence Cooke,
fallecido apenas cinco meses antes. «Es, por tanto, con cierta confianza —escribía
McCarrick— que te ruego inicies en la archidiócesis de Nueva York un proceso que
conduzca, si Dios quiere, a la beatificación y canonización de Terence James
Cooke.»\'7b5\'7d

La confianza de McCarrick estaba bien fundada. Había discutido ya el


asunto con media docena de colegas de O’Connor en la archidiócesis de Nueva
York; todos ellos habían servido como secretarios personales, obispos auxiliares o
monseñores de alto rango a Cooke o a su antecesor, el cardenal Francis Spellman.
El criterio unánime de ese grupo bastaba a O’Connor para poner en marcha los
mecanismos convenientes.

Lo que se inició entonces fue un esfuerzo mancomunado por dotar a los


neoyorquinos de su primer santo canonizado. Dado que se habría de investigar la
vida del cardenal, se creó en el seminario de la archidiócesis el Archivo del
Cardenal Cooke, a fin de catalogar sus papeles y reunir sus efectos personales. Y,
visto que la causa requería asimismo publicidad y financiación, se estableció en un
despacho del edificio de la cancillería de la archidiócesis, sito en el centro de la
ciudad, la Hermandad del Cardenal Cooke. Una de las tareas más importantes de
la Hermandad consistiría en fomentar la oración a Cooke, en la esperanza de que
algunas de esas oraciones fuesen correspondidas con «favores divinos», de modo
que el cardenal quedara acreditado por el sine qua non del santo canonizable: el
poder de intercesión ante Dios. Finalmente, se puso el entero proyecto en manos
del que fuera el confesor de Cooke, el fraile capuchino Benedict Groeschel, a quien
se le asignó el cometido de redactar la biografía espiritual de Cooke y se le envió a
Roma para recibir ulteriores instrucciones. El 9 de octubre, primer aniversario de la
muerte de Cooke, en una misa conmemorativa celebrada en la catedral de St.
Patrick, O’Connor presentó oficialmente a su antecesor como candidato a la
santidad.

Era un gesto extravagante, incluso para un personaje tan extraordinario


como O’Connor. Nunca antes un obispo norteamericano había osado proponer
como santo a su antecesor inmediato. Pero si O’Connor contaba con el entusiasmo
de Roma, no podría haber estado más equivocado. Por un lado, el santoral de la
Iglesia rebosa ya de clérigos; lo que la Iglesia necesita —los funcionarios de Roma
llevaban años insistiendo en ello— son más santos legos. Además, los funcionarios
del Vaticano se sorprendieron de oír que alguien consideraba digno de
canonización al difunto cardenal arzobispo de Nueva York; al parecer, el olor de
santidad de que gozaba Cooke no había llegado al otro lado del Atlántico. En la
Congregación para la Causa de los Santos, el padre Benedict, emisario de
O’Connor, recibió una lección de reticencia romana.

—¿Por qué cree usted que su cardenal es un santo? —le preguntó monseñor
Fabijan Veraja, el imperioso croata que desempeña el cargo de subsecretario de la
Congregación.

—Pensaba que podría serlo —repuso, cauteloso, el fraile de Nueva York.

—Muy bien —dijo Veraja—, porque si usted no pensara que es un santo, no


tendría por qué haber venido aquí. Pero si está convencido de que lo es, entonces
me está quitando el trabajo.

Y, por si no bastara con esa advertencia, Veraja previno a Benedict de lo


traicioneras que eran las aguas espirituales en las que se estaba adentrando.

—Permita que le recuerde —dijo en tono ominoso— que los siervos de Dios
sufren en el camino de la santidad múltiples malentendidos y detracciones. Y
quienes se comprometen a propugnar la causa de los siervos de Dios deben contar
con que les ocurra lo mismo\'7b6\'7d.

Lo que en realidad irritaba a los funcionarios de la Congregación era la


manera precipitada en que O’Connor y sus amigos habían iniciado la causa de
Cooke. Con sus prisas en poner en marcha el proceso, O’Connor violó tanto la letra
como el espíritu de la Ley Canónica, que estipula que la causa no puede iniciarse
oficialmente hasta por lo menos cinco años después de la muerte del candidato a la
santidad. Esa regla no es gratuita. Se basa en la antigua tradición que sostiene que
el proceso encaminado a la canonización debe surgir espontáneamente entre los
creyentes de la Iglesia local y continuar suscitando oraciones y otras muestras de
devoción durante décadas. Además, se basa en una experiencia secular; Veraja
mismo la resume: «Una causa de canonización no es nunca un asunto urgente (...).
[El obispo del lugar] no debe dejarse seducir por un entusiasmo fácil —e incluso
algunas veces no puramente desinteresado— ni condescender con los apremios de
la “opinión pública” —que es algo muy diferente de la verdadera reputación de
santidad—, sobre todo cuando detrás de todo ello está el poderío de los medios de
comunicación.»\'7b7\'7d

En otras palabras, el primer deber del obispo local —en este caso, O’Connor
— es dejar que la reputación de santidad madure por sí sola. Si persiste durante
cinco o diez años, se le permite organizar una investigación oficial de la vida y las
obras del candidato, a fin de decidir si la reputación es justificada. Al tomar la
iniciativa a su propia cuenta y riesgo y, además, tan poco tiempo después de la
muerte del cardenal, O’Connor prestó efectivamente un flaco servicio a la causa de
Cooke: ¿cómo podrían saber en Roma si la reputación de su santidad había surgido
espontáneamente entre la gente o, más bien, gracias al potente esfuerzo de
promoción publicitaria puesto en marcha por O’Connor, McCarrick y otros?

El padre Benedict regresó de Roma severamente castigado, sólo para


descubrir que el rumor de la causa había provocado resistencia también en la
retaguardia. Si bien la Hermandad del Cardenal Cooke reunió pronto una
impresionante lista de correo de unos diez mil simpatizantes, no todos los
neoyorquinos que habían conocido o incluso querido al cardenal estaban
dispuestos a verlo convertido en santo. Katherine, la única de sus hermanos que
aún vivía, así como muchos de los viejos amigos del difunto cardenal se negaban a
prestar testimonio para su biografía espiritual. Para ellos, su muerte seguía aún
demasiado fresca en la memoria, demasiado viva la pena de su pérdida como para
imaginarlo de repente trasladado a la compañía icónica de los santos, cuyas
estatuas de mármol e imágenes labradas en vidrieras de color adornan la catedral
de St. Patrick.

Y, lo que es más importante, muchos sacerdotes de la archidiócesis no


estaban convencidos, sencillamente, de la santidad de Cooke y dudaban, en
consecuencia, de los motivos de O’Connor. En la opinión de los más críticos de
esos clérigos, la iniciativa de O’Connor era otro ejemplo del tráfico de influencias
que, según ellos, caracterizaba desde hacía largo tiempo las usanzas
administrativas de la archidiócesis de Nueva York. Para ellos, la causa era una
presuntuosa campaña, lanzada por unos pocos amigos y protegidos de Spellman,
sin ningún sondeo previo entre el clero y encaminada, según opinaban no pocos de
los críticos, a obtener la bendición póstuma de una era entera de la política
eclesiástica de dicha ciudad. Ésa era comenzó en 1939 con la instalación de
Spellman y concluyó cuarenta y cuatro años después con la muerte de Cooke. Se
entiende que esto nadie se lo dijo a la cara a O’Connor; pero al padre Benedict no le
perdonaron, confirmando así, a los ojos del barbudo fraile, la veracidad de los
contundentes presagios de monseñor Veraja.

Aunque el mayor obstáculo en el camino de la canonización de Cooke era


Cooke mismo. No cabía la menor esperanza para su causa hasta que sus
seguidores no demostrasen a Roma a) que el cardenal había ejercido las virtudes
cristianas (sobre todo la fe, la esperanza y la caridad) en grado heroico, y b) que su
proclamación como santo sería un acto de gran importancia para la Iglesia entera.
Al padre Benedict le incumbía la tarea de escribir una biografía espiritual de Cooke
que pusiese de manifiesto, de manera muy parecida a las biografías de campaña
electoral elaboradas para los candidatos a la presidencia, los méritos del cardenal
en ambos aspectos.

Para evaluar la vida de Cooke, el padre Benedict podía contar con un vago
antecedente: el obispo John Nepomucene Neumann, de Filadelfia, a la sazón el
último ciudadano norteamericano que había sido canonizado (en 1977;
actualmente, la más reciente es sor Rose-Philippine Duchesne, canonizada el 3 de
julio de 1988). A su muerte en 1860, Neumann tenía tan escasas probabilidades de
convertirse en candidato a la santidad como tuvo Cooke cuando murió en 1983.
Aquel inmigrante bohemio de estatura diminuta (medía tan sólo un metro
cincuenta y siete) era considerado un administrador inepto y quizá nunca hubiera
sido propuesto para la canonización (la jerarquía de Filadelfia veía en el antecesor
de Neumann, un erudito clérigo irlandés llamado Francis Patrick Kenrick, a un
candidato más prometedor) de no haber sido miembro también de los Padres
Redentoristas, orden religiosa que acabó finalmente, y tras mucho insistir, por
apoyar la causa. Al igual que a Neumann, a Cooke no se le consideraba
precisamente uno de los pilares de la Iglesia. Era un prelado piadoso, abnegado y
tímido, «el tipo del perfecto número dos»\'7b8\'7d, según un historiador de la
archidiócesis, monseñor Florence Cohalan. Formado como asistente social y
convertido en contable, Cooke llegó de secretario personal de Spellman a vicario
general de la archidiócesis y obispo auxiliar. Además de los deberes de su cargo,
Cooke atendía las necesidades personales de Spellman, mostrando una afabilidad
a la que el autocrático cardenal no estaba acostumbrado. Al morir Spellman en
1968, sorprendió al mundo con 1a elección de Cooke como sucesor. Sin embargo,
Cooke no llegó jamás a ejercer el extraordinario liderazgo nacional e internacional
de Spellman; por el contrario, parecía sentirse más a gusto entreteniendo a los
ancianos y sorprendiendo a los enfermos con sus visitas.

Pero una cosa hizo bien: murió con un coraje y una gracia considerables.
Tres meses antes de su muerte, la oficina del cardenal reveló que éste recibía
secretamente, desde hacía diez años, transfusiones de sangre y quimioterapia para
tratar su leucemia. Ni siquiera sus íntimos, como O’Connor, estaban al corriente de
esa dolorosa condición. La ciudad entera tomó nota cuando él se resignó
tranquilamente a su suerte, citando las palabras de su lema episcopal: «Hágase tu
voluntad.» En una conmovedora carta de despedida, que se leyó públicamente el
domingo 9 de octubre, a los tres días de su muerte, el cardenal recordó a los
católicos de Nueva York que «el don de la vida, especial regalo de Dios, no es
menos hermoso cuando lo acompañan la enfermedad o la debilidad, el hambre o la
pobreza, taras físicas o mentales, la soledad o la vejez. Precisamente en tales
situaciones, la vida humana cobra un esplendor extraordinario en cuanto requiere
una atención, un cuidado y una reverencia especiales. Es en la debilidad de nuestro
cuerpo mortal, y a través de ella, que el Señor continúa revelando el poder de su
amor»\'7b9\'7d. En resumen, fue la estremecedora muerte de Cooke lo que
convenció a sus más íntimos amigos y protegidos de que tal vez hubieran estado
viviendo todos esos años con un santo.

Al preparar la biografía espiritual del cardenal, el padre Benedict decidió


comenzar con la muerte ejemplar de Cooke, para, luego, demostrar que esa muerte
fue la culminación de un proceso de crecimiento espiritual de toda una vida. Era
un enfoque muy ortodoxo, bastante parecido, de hecho, a la manera como los
autores de los cuatro evangelios estructuraron la vida de Cristo: desde la muerte
hacia atrás, hasta el nacimiento\'7b10\'7d. La diferencia, entre otras, estribaba en
que la vida de Cooke ofrecía poca materia para un relato apasionante.

El trabajo de documentar la vida de Cooke recayó en el reverendo Terry


Webber, un pastor luterano que se presentó como voluntario para ayudar a
Benedict y no tardó en ser nombrado archivero del legado de Cooke. Como
luterano y, además, al ser la única persona implicada en la causa que no había
conocido al difunto cardenal, Webber reunía las condiciones óptimas para el papel
del colaborador desinteresado. Incluso, a algunos de los funcionarios de Roma les
causó viva curiosidad el hecho de que un clérigo no católico se empeñara en
apoyar el proyecto.

Cuando conocí personalmente a Webber, él llevaba un año trabajando. Se


había instalado en el Archivo Cooke del seminario, donde, para no complicar las
cosas, lo llamaban padre, igual que a todos los demás clérigos. Webber me mostró
una habitación llena de recuerdos de Cooke: una cama; un guardarropa con
cajones; una mesa de escritorio, proveniente de su residencia de verano; el violín
del cardenal; montones de ropa interior que llevaba impresa, a la usanza militar, el
nombre «T. J. Cooke»; una llave de honor de la ciudad; una pluma que le regaló el
presidente Lyndon Johnson. Un cuarto pequeño contenía una colección de
vestiduras y sotanas, que incluía unos bonetes especialmente diseñados para
prelados aquejados por la calvicie. «Si el cardenal es un santo, todas estas
pertenencias personales serán reliquias —observó Webber, sin emoción—. Habrá
algunas monjas viejas que cortarán sus ropas en pedacitos y los enviarán a la gente
como reliquias.»

Otro almacén, que fue antes dormitorio de un seminarista, estaba repleto


hasta el techo de documentos; entre ellos, cincuenta y un volúmenes de recortes de
periódicos y revistas sobre Cooke. Una parte de su tarea, explicó Webber, consistía
en confeccionar una cronología de la vida de Cooke y de los más importantes
acontecimientos nacionales e internacionales que se habían producido mientras fue
arzobispo de Nueva York. El propósito de ese ejercicio era perfilar la vida de
Cooke proyectada en el horizonte de su tiempo. El día que tomó posesión de su
cargo de arzobispo, por ejemplo, fue asesinado Martin Luther King, Jr., y la misma
semana de su muerte, el avión 007 surcoreano fue misteriosamente derribado sobre
territorio soviético. A lo largo de ese período, el movimiento de los derechos civiles
tuvo su apogeo y decadencia; Estados Unidos perdió en Vietnam su primera
guerra; Richard Nixon sucedió a Johnson en la Casa Blanca; pasaron el escándalo
de Watergate, Jimmy Carter y la revolución de Reagan. Durante todo ese tiempo,
Cooke enviaba y recibía cartas a la Casa Blanca, pero no había en su
correspondencia ninguna revelación, ninguna prueba de que hubiera ejercido
alguna influencia significativa, en lo político o en lo espiritual, sobre ninguno de
los cuatro presidentes. De los cuatro, Nixon fue el que escribió a Cooke con mayor
frecuencia, sobre todo durante las campañas electorales; pero la correspondencia
cesó el día que Nixon renunció a su cargo. Cooke siguió la dimisión por televisión;
a continuación, ordenó retirar de sus aposentos toda fotografía y todo recuerdo de
Nixon.

En cuanto a su vida privada y espiritual, aún se esperaba que los archivos


revelasen algo fresco e interesante... o bien negativo. Con un ojo, Webber
examinaba la correspondencia de Cooke, para ver si contenía algo que no estuviera
conforme con el carácter que se espera de un santo; por ejemplo, si fue
indebidamente crítico o severo con los subalternos. Con el otro ojo, Webber
buscaba «citas citables» que Benedict pudiera entretejer en la biografía espiritual
del cardenal.

—Estamos buscando cosas que sean sobresalientes. Pero —admitió— no son


muy numerosas. Muchas son banalidades piadosas, de las que decimos todos los
que andamos metidos en los asuntos de la Iglesia. Benedict me dice que busque
algo profético, que eso ayudaría a su crédito como santo. Lo más importante de mi
trabajo es la perseverancia; hay que seguir buscando.

—¿Usted cree que el cardenal Cooke era un santo? —pregunté.

—Afortunadamente, eso no es a mí a quien le toca decidirlo.

—Por supuesto.

“Pero creo que las relaciones públicas tienen algo que ver en eso. Quiero
decir, usted podrá encontrar a alguna persona muy santa en algún sitio, en Des
Moines, digamos, pero que está en el lugar equivocado en el momento equivocado.
En cambio, puede haber una persona regular, como el cardenal Cooke, que está en
el sitio justo, y esto significa en la ciudad de Nueva York, y en el momento justo.

—¿Qué quiere decir?

—Cooke parecía un hombre sinceramente preocupado por los demás.


Cuando fue nombrado cardenal, eso le permitió preocuparse de las necesidades
del mundo entero y no sólo de las de Nueva York. No era nada infrecuente en él
que viajara a un sitio y entregara al obispo un cheque de diez mil dólares. El
obispo de Honolulú, al que entrevisté hace poco, me dijo que Cooke nunca iba a
verlo sin llevarle algún regalo en dinero. Así que creo que Cooke tenía mucha
sensibilidad social.

Webber hizo una pausa, miró al techo y, luego, me miró a mí. Hablaba en un
tono sobrio y afable.

—Llamemos las cosas por su nombre —añadió—, Cooke hizo mucho bien,
en términos de dinero, al ayudar a otra gente en todo el mundo, y sólo pudo
hacerlo porque tenía el respaldo de la tesorería de la archidiócesis; podía disponer
libremente de una cantidad enorme de dinero, y así lo hizo. Por supuesto, el dinero
provenía de las bases.

—¿Y eso es razón suficiente para declararlo santo?


—Supongo que, desde el punto de vista teológico, el meollo del asunto está
en que Dios, si en su providencia decide elevar a esa persona, entonces será eso lo
que El quiere. Pero nosotros no podemos decir: «Eso es lo que Dios quiere.» Todo
lo que podemos hacer es cumplir con nuestro trabajo lo mejor que podamos y dejar
que Dios decida.

Si hay alguien en Nueva York que sea capaz de transformar la vida de


Cooke en la historia de un santo, ese hombre es el padre Benedict. Estudioso de las
clásicas vidas de los santos, autor de varios libros populares sobre desarrollo
espiritual, conoce además muy bien, gracias a muchos años dedicados a la
dirección espiritual de sacerdotes, el tipo de pecados a los que son más proclives
los clérigos célibes de la Iglesia: hastío, egoísmo, pereza y, entre los jerarcas, el
ejercicio del poder como un fin en sí mismo. Como confesor personal de Cooke,
insiste en que conoce mejor que nadie los defectos del cardenal. En mis
conversaciones con Benedict, me interesaban especialmente esos defectos, puesto
que, acorde a las instrucciones que el fraile había recibido, cualquiera que apoya la
causa de un santo debe presentar a Roma una exposición equilibrada de la vida y
del carácter del candidato. Pero, en el relato de Benedict, incluso los defectos de
Cooke se parecían sospechosamente a virtudes.

«El mayor defecto de Terry era que no soportaba la controversia. No quería


herir a nadie, Lo más grave que hizo en toda su vida fue que se negó a recibir al
mariscal mayor del desfile del Día de San Patricio. [El incidente ocurrió en 1983,
cuando el mariscal mayor era Michael Flannery, conocido por su apoyo al Ejército
Republicano Irlandés.] Cooke se encontró con Flannery dos días antes del desfile y
se disculpó por no poderlo saludar. Así era él, desde el día que fue ordenado
sacerdote.»

Pregunté por más defectos, pero Benedict había agotado ya su reserva de


ejemplos. Recordó, en cambio, la conversación que mantuvo en Roma con
monseñor Veraja. «Me preguntó si yo pensaba que Cooke era un santo, y le dije
que tal vez pudiera serlo. Si me preguntara ahora, afirmaría que lo es, sin ninguna
duda.»

Me atreví a decir que otros objetarían acaso que Cooke nunca hizo nada
extraordinario, nada por lo cual mereciese verse elevado por encima del resto de la
humanidad como objeto de imitación y, mucho menos, de veneración. Benedict
entornó sus penetrantes ojos azules, como hastiado por lo obvio de lo que iba a
decir. Yo lo conocía desde hacía más de veinte años y sabía reconocer sus pausas
pedagógicas.
«Se supone que la religión tiene algo que ver con la santidad, maldita sea, y
eso es lo que estamos olvidando. Ésta es la historia de un hombre que se convirtió
en un hombre santo. No, no era un gran estadista de la Iglesia, no era un gran
prelado; pero era un héroe. Muéstreme a otro hombre que trabaje dieciocho horas
diarias los siete días de la semana si padece de leucemia. Él fue mucho más allá de
la amabilidad que le exigía el deber. Era capaz de someterse a una transfusión de
sangre por la mañana y quedarse allí para dejarse fotografiar con una anciana.
Asistió a todas las ceremonias de graduación de sus sobrinos y sobrinas. Eso es
muy caritativo. Yo no sería capaz de hacerlo.»

A medida que escuchaba, me di cuenta de que Benedict estaba describiendo


un mundo que yo realmente ignoraba, un mundo clerical en el que las ordinarias
muestras de cortesía hacia amigos y familiares se transforman en virtudes heroicas.
Comencé a entender. Si los amigos íntimos y protegidos de Cooke veían en él algo
sagrado que los demás no habían percibido, la razón estaba quizás en que la
capacidad de Cooke de ser cortés y atento, a pesar de su alto rango eclesiástico, era
efectivamente una novedad para los clérigos cuya carrera los había encumbrado a
las esferas más elevadas de la Iglesia. Pero, seguramente, insistí, debía de haber
algo más que eso para recomendar al cardenal para la canonización.

Lo había. El biógrafo espiritual dejó muy claro lo que él consideraba la


importancia de la causa de Cooke para la Iglesia. «Cooke permaneció leal y
entregado a la Iglesia en tiempos muy difíciles. Representa un catolicismo
tradicional que no sucumbirá. Creo que muchos se opondrán a su causa. Muchos
clérigos y jerarcas pensarán que Cooke era demasiado tradicional, y es por eso por
lo que yo apoyo su causa. Cooke fue católico cuando muchos otros no lo fueron.
No encabezaba movimientos progresistas. Intentó que la Iglesia mantuviera su
rumbo cuando navegaba entre grandes tormentas.»

Benedict hizo otra pausa. Aún le quedaba un as en la manga. «Los milagros.


Cada día recibimos noticias de personas, algunas de tan lejos como el Medio Oeste,
que nos informan de curaciones y de favores que recibieron después de rezar al
cardenal Cooke. Como la causa de santa Teresa de Lisieux, ésta se va a ganar a
golpe de milagros.»

El 6 de octubre de 1988, el cardenal O’Connor recibió el permiso canónico de


iniciar un proceso formal en favor del cardenal Cooke; pero, siguiendo un
advertencia informal de Roma, decidió esperar para no seguir perjudicando la
causa con muestras de precipitación indebida. Y, sin embargo, según le dijo al
padre Benedict, de todo cuanto había hecho como arzobispo de Nueva York, la
propuesta de la canonización de Cooke era la decisión de la que se sentía más
convencido.

DOROTHY DAY:

LA POLÍTICA DEL RECHAZO

Curiosamente, la única persona originaria de Nueva York a la que el


cardenal Cooke mismo consideraba digna de canonización era Dorothy Day,
cofundadora de los Obreros Católicos y, durante medio siglo, una de las
personalidades más fascinantes del catolicismo norteamericano. Conversa,
pacifista, en cierto sentido incluso anarquista, Dorothy Day pertenecía al número
de aquellos raros católicos cuya santidad práctica atraía a la gente tanto dentro
como fuera de la Iglesia.

Los argumentos en favor de declarar santa a Dorothy Day son formidables.


El principal es el ejemplo en que convirtió su vida, que apenas necesita el lustre de
los hagiógrafos. Como escritora, activista política y socialista, Dorothy Day era un
personaje familiar, apasionado y bastante hermoso entre los escritores y radicales
del Greenwich Village de los últimos años veinte y los primeros treinta. Al círculo
de sus amistades pertenecían el dramaturgo Eugene O’Neill, el crítico literario
Malcolm Cowley y su esposa Peggy, y el periodista comunista Mike Gold, director
de la revista mensual izquierdista The Masses. Su conversión, a la edad de treinta
años, le costó no sólo una amplia red de amistades («Estaba sola, terriblemente
sola»\'7b11\'7d, escribiría más tarde sobre su primer año de conversa), sino
también el amor y la amistad de su compañero, Forster Batterham, con quien
compartía la casa y la cama cerca de la playa de Staten Island:

La idea de abandonarlo me destrozaba (...). Cuando se metía en la cama, aún


con el frío del aire de noviembre en el cuerpo, me abrazaba en silencio. Yo lo
amaba en todos los sentidos, como esposa, como madre, incluso lo quería por todo
cuanto sabía, y le tenía compasión por todo lo que ignoraba. Lo amaba por todas
las fruslerías extrañas que tenía que sacarle de los bolsillos del abrigo y por la
arena y las conchas que traía de la pesca. Amaba su cuerpo frío y delgado cuando
se metía en la cama, oliendo a mar, y amaba su integridad y su testarudo
orgullo\'7b12\'7d.

En cambio, Dorothy sentía una profunda ambivalencia hacia la Iglesia en la


que estaba entrando. «El escándalo de los curas, que más parecían hombres de
negocios, la riqueza colectiva, la falta de sentido de responsabilidad hacia el pobre,
el obrero, el negro, el mejicano, el filipino»\'7b13\'7d, la afligían. Pero sentía un
amor abrasador por Cristo, y por ese motivo, aceptaba la Iglesia:

Yo amaba la Iglesia de Cristo hecho visible, no por lo que era y que a


menudo me escandalizaba. Romano Guardini decía que la Iglesia es la cruz en la
que Cristo es crucificado, y que no se puede separar a Cristo de la cruz, hay que
vivir en estado de permanente insatisfacción con la Iglesia\'7b14\'7d.

La nueva vida de Dorothy como católica cobró forma después de conocer a


un católico francés, Peter Maurin, cuyas ideas sobre la construcción de una nueva
sociedad hizo suyas. De la colaboración de ambos surgieron la revista The Catholic
Worker, una red de Casas de Hospitalidad para los pobres y el movimiento de los
Obreros Católicos que todavía hoy existe. El principio que inspiraba ese
movimiento, tal como lo definía Day, era sencillo: el Sermón de la Montaña no es
un ideal que se debe venerar en lo abstracto, sino la manera en que están llamados
a vivir todos los cristianos. Una clave era el servicio directo a los necesitados. Así,
las Casas Obreras de Hospitalidad ofrecían comida, ropa y alojamiento a
cualquiera, por muy agresiva o delirante que fuera su conducta, pues en todo
necesitado se veía a Cristo pidiendo ayuda. Otra clave era el pacifismo: Dorothy
Day se opuso no sólo a la participación norteamericana en la II Guerra Mundial,
sino también a los ejercicios obligatorios para ataques aéreos que se practicaban en
los años cincuenta, al «conflicto» de Corea y a la guerra no declarada de EE.UU. en
Vietnam. Defendía asimismo los movimientos obreros y los derechos de los
trabajadores.

En resumen, Dorothy Day hizo para su época lo que san Francisco de Asís
hiciera para la suya: hacer volver a sus raíces a una cristiandad envanecida. Abrazó
personalmente los votos monásticos de pobreza y castidad y los vivió, en todos los
sentidos, con una libertad y una entrega raras veces alcanzadas por los miembros
de las órdenes religiosas establecidas. Su alimento espiritual lo constituían la
oración, la misa y la lectura diaria de la Biblia, que usaba casi como si fuera un
talismán. La razón de ser de los Obreros Católicos, insistió más de una vez, no era
convertirse en «humanitarios eficientes»\'7b15\'7d, sino imitar a Cristo. A pesar de
que su catolicismo era escrupulosamente ortodoxo, el círculo de servicio y oración
fundado por Day funcionaba de manera independiente de las jerarquías
eclesiásticas y sus prioridades institucionales. A su muerte, en 1980, fue ensalzada
—de modo un poco exuberante— como «el personaje más significativo, interesante
y de mayor influencia en la historia del catolicismo norteamericano»\'7b16\'7d.

En el transcurso de esa historia, sólo tres norteamericanos —dos monjas,


Frances Cabrini y Elizabeth Bayley Seton, y el obispo Neumann— habían sido
canonizados; así que, cuando el arzobispo O’Connor anunció su intención de
recabar la canonización del cardenal Cooke, muchos católicos neoyorquinos
quisieron saber por qué había preferido ese insignificante príncipe de la Iglesia a la
internacionalmente venerada matriarca de los Obreros Católicos. Si el principal
propósito de la canonización es el de ofrecer a los creyentes convincentes ejemplos
contemporáneos de heroica virtud cristiana —argüían—, ¿a quién mejor se podía
elegir que a la lega independiente Dorothy Day?

Entre otros, varias monjas plantearon esa pregunta directamente a O’Connor


en 1984, con ocasión de su gira introductoria de visitas pastorales a los clérigos y
religiosos de la archidiócesis. En la primera semana de enero de 1985, el arzobispo
finalmente respondió. En su columna personal del semanario de la archidiócesis,
Catholic New York, habló de su juvenil admiración por Dorothy Day, y admitió que
figuraba sin duda entre los «humanitarios de pura ley» con que contaba Nueva
York. Pero ¿una santa? Sobre ese punto mantuvo una prudente reserva, y concluía
la columna con la modesta propuesta que sigue:

Poco después de que anuncié el estudio de la vida del cardenal Cooke,


varias personas me escribieron preguntándome: «¿Y por qué no Dorothy Day?»
Hace poco vi la misma pregunta en letra impresa. Es una buena pregunta; de
hecho, es una pregunta estupenda; es casi imposible leer By Little and By Little, The
Selected Writings of Dorothy Day («Poco a poco, Escritos selectos de Dorothy Day»)
sin plantearse esa pregunta, y sobre todo, cuando fue gracias a ella que uno
aprendió a pensar hace más de cuarenta años. Me gustaría conocer lo que opinan
ustedes\'7b17\'7d.

Numerosas personas respondieron al llamamiento de O’Connor, aunque


nunca se llegó a saber públicamente cuántas, y tampoco cuál fue la respuesta de
O’Connor. De todos modos, nunca volvió a mencionar en público la idea.

Quizá fuera mejor así. Como antiguo jefe de capellanes de las Fuerzas
Armadas estadounidenses, contralmirante retirado y uno de los mayores halcones
entre los miembros de la jerarquía católica norteamericana, O’Connor difícilmente
hubiera apadrinado a la empedernida pacifista Dorothy Day. Aparte de cierto
interés distante por «los trabajadores», no había nada en su trayectoria que
permitiera esperar hondas simpatías hacia una mujer entre cuyos íntimos
figuraban conocidos comunistas, socialistas y anarquistas. De hecho, el «ethos»
comunitario de los Obreros Católicos era la antítesis directa de los criterios
jerárquicos de rango, orden y mando que definían la carrera militar y eclesiástica
de O’Connor. Incluso la legendaria indiferencia que Dorothy Day mostraba en el
vestir (usaba siempre ropa de segunda mano) contrastaba vivamente con el
meticulosamente acicalado príncipe eclesiástico. De todos modos, O’Connor no
tardó en dar con un motivo perfectamente válido para lavarse las manos respecto a
Dorothy Day y su causa: ya había alguien que la propugnaba.

En septiembre de 1983, los Padres Claretianos de Chicago, orden misionera


que edita revistas consagradas a la espiritualidad de los legos, a la paz y a la
justicia social, anunciaron una campaña en favor de la canonización de Dorothy
Day como «una santa para nuestro tiempo»\'7b18\'7d. Citando en particular la
«resuelta oposición a la guerra» de Day, los claretianos pidieron cartas de apoyo a
su público, compuesto esencialmente por católicos liberales, y ofrecían las
tradicionales estampas con un retrato de Dorothy y una oración que los católicos
podían rezar para obtener «favores divinos» mediante su intercesión. Dos años
después, habían recibido alrededor de mil quinientas cartas, en muchas de las
cuales se evocaba la influencia espiritual que Dorothy había ejercido sobre la vida
de sus autores.

Y, sin embargo, la causa de Dorothy Day resultó ser no menos problemática


que la de Cooke. Si el principal obstáculo a la causa de Cooke fue la sospecha de
que el candidato era indigno del proceso, en el caso de Dorothy Day la mayor
objeción estaba en que el proceso era indigno de la candidata. La hija y los nietos
de Day, así como la mayoría de sus familiares espirituales, los Obreros Católicos,
respondieron a la idea de su canonización con indiferencia o con franca oposición.
De los nueve nietos de Dorothy, sólo una se tomó la molestia de contestar al
llamamiento de los claretianos. En papel reciclado, que llevaba impresa la
advertencia «¡La fisión y la fusión son fatales!», Maggie Hennessy, de 34 años,
envió desde Culloden, West Virginia, el siguiente mensaje:

Queridos amigos:

Soy una de las nietas de Dorothy, y quería haceros saber lo asqueroso que es
vuestro movimiento de canonización. Lo que estáis haciendo no tiene nada que ver
con las ideas de Dorothy ni con aquello por lo que vivió, porque intentáis colocarla
sobre un pedestal y ella era una persona humilde, que vivía tal como sentía que era
lo mejor para aliviar los males del mundo.

Coged todo el dinero y las energías que pensáis invertir en su canonización


y dádselo a los pobres. Así le demostraríais amor y respeto\'7b19\'7d.
Otros citaban conocidas sentencias de la propia Day en apoyo a las
objeciones a la canonización. Un ejemplo típico es la carta de Diane L. Stier, de
Vestaburg, Michigan:

Muchas veces me han contado que Dorothy Day, cuando alguien aludía a su
condición de santa, decía: «¡No os lo pongáis tan fácil para rechazarme!» Me
parece, por tanto, una verdadera ironía que alguien se empeñe en elevar a la
santidad a una mujer que insistió en que la tomaran en serio como igual entre
iguales.

Mientras Dorothy Day siga siendo una de nosotros, estamos desafiados a ser
tanto como ella; si se convierte en santa, podremos permanecer pasivos en nuestra
condición de pecadores\'7b20\'7d.

Entre aquellos de los Obreros Católicos que conocieron personalmente a


Dorothy Day, había opiniones divergentes acerca de su canonización. Si siempre
rechazó todo culto a las personas, tanto a la suya propia como a la de cualquier
otra, era difícil saber qué hubiera querido ella o qué debían querer ellos en su
lugar.

Por un lado, Dorothy Day fue profundamente devota de los santos; para
ella, eran como una parentela que hubiera heredado con su conversión, unos
familiares con los que se comunicaba sin esfuerzo a través de la oración y de la
reflexión sobre sus escritos. Escribía a menudo y extensamente sobre sus santos
favoritos; sobre todo, sobre santa Catalina de Siena y sobre santa Teresa de Ávila,
dos virtuosas espirituales que no tuvieron reparo en pedir cuentas espirituales a
papas y obispos. Dedicó un libro entero a santa Teresa de Lisieux, singular
personaje del siglo XIX, cuya sencillez Day anhelaba emular. «Si la santidad
dependiese de las calidades extraordinarias —creía ella—, habría muy pocos
santos.»\'7b21\'7d Pero Day podía también ser muy crítica con los santos, y
señalaba las extravagancias de uno o el celo excesivo e inoportuno de otro. «Si
imitamos las imperfecciones de los santos —escribió una vez—, probablemente
iremos al infierno.»\'7b22\'7d

Dorothy Day aceptaba como un axioma de fe que «todos estamos llamados a


ser santos»\'7b23\'7d. Ella misma luchaba por la santidad con gran resolución.
Creía firmemente que el Evangelio era un llamamiento a la revolución, pero a una
revolución que estaba al alcance de todo el mundo. De ahí su impaciencia con
aquellos que la llamaban una santa viviente: no le gustaba que la trataran como
una excepción, y mucho menos como un icono.
A pesar de ello, Dorothy Day era bastante consciente de que después de su
muerte se produciría con toda probabilidad un movimiento en favor de su
canonización. De hecho, esa perspectiva le causaba una angustia considerable y sus
amigos íntimos sabían por qué. En parte arraigaba en la conciencia de su propia
condición de pecadora; se mostraba propensa a los estallidos de cólera, atesoraba
rencores, cedía al orgullo y, a menudo, juzgaba despiadadamente a los demás.
Pero lo que más la acongojaba era la vida que había llevado antes de la conversión,
nunca superó el recuerdo de sus pecados de juventud, durante la cual tuvo
diversos amoríos. El primero, a la edad de veintiún años, acabó después de un
aborto, experiencia que se negaba a comentar incluso en la vejez; otro enredo
amoroso la llevó a un matrimonio que, menos de dos años después, acabó en
divorcio; y de un tercero, nació, fuera del matrimonio, su único hijo,
acontecimiento que precipitó su conversión a los treinta años.

Day temía que, de ser sometida a un proceso de canonización, saliesen a la


luz pública esos antecedentes. Y, lo que era peor desde su punto de vista, si su
causa tuviera éxito, la compleja historia de su vida quedaría condensada en un
cuento del género «de pecadora a santa» para consumo popular. Prefería que su
vida antes de la conversión permaneciese oculta. Efectivamente, una vez
convertida, intentó comprar y destruir todos los ejemplares que quedaban de su
novela de juventud La undécima virgen\'7b24\'7d, trasunto literario de su vida
hasta los veintidós años, aborto incluido. Más tarde, escribió dos autobiografías, en
ninguna de las cuales mencionaba sus experiencias sexuales juveniles, y, al morir,
dejó unas notas para una autobiografía espiritual, con el título de trabajo: «Todo es
gracia.»

Posiblemente hubiera un tercer motivo por el cual Day no estaba ansiosa por
ser propuesta para la canonización: su familia. En un encuentro que tuve con ella,
hablamos durante tres horas sobre la educación de los niños y sobre los placeres y
pesares de la paternidad. A ella le gustaba hablar de asuntos domésticos; en cierta
ocasión, confundió a un auditorio de activistas católicos liberales con la afirmación
de que, en las comunidades obreras católicas, la única persona que ejercía cierta
autoridad era el cocinero. Lo que nunca mencionó fue que, a pesar del gran
consuelo que le suponía su hija Tamar Therese, tanto ésta como todos sus hijos se
habían alejado de la Iglesia. Era una cuita que Dorothy Day se llevó a la tumba.

Poco sorprende entonces que muy pocos de los Obreros Católicos se


pronunciaran a favor de la causa de Day. Hasta donde se puede saber, sólo dos de
ellos, Tom Cornell y Jim Forest, ambos antiguos directores del Catholic Worker,
escribieron cartas en apoyo de la canonización. Ambos estaban convencidos de la
santidad de Day y habían llegado, tras largas reflexiones, a la conclusión de que la
canonización era la única manera de preservar el extraordinario testimonio
cristiano de Day en beneficio de los creyentes de los siglos venideros.

Pero aún quedaba por escuchar al portavoz de la izquierda católica. En una


carta a los claretianos, el jesuita Daniel Berrigan, celebrado activista pacifista,
formuló de manera tajante los argumentos en contra de la canonización:

Os agradezco esa maravillosa propuesta de canonizar a Dorothy. Quisiera


aportar, en ese sentido, algunas sugerencias, basadas en lo que preferiría, según
creo, Dorothy misma si aún estuviera viviendo entre nosotros.

Quitaos de la cabeza la idea de ese proceso costoso y excesivamente jurídico.


Dejad que quienes lo deseen guarden en algún lugar una fotografía de Dorothy
para dirigirle sus rezos y su adoración. En ese sitio, implorad su intercesión en
favor de la paz en el mundo y de pan para las multitudes.

Con el dinero que así se ahorra, y que de otro modo se gastaría en abogados
eclesiásticos, costosas reuniones y viajes de expertos, comenzad aquí y ahora a
alimentar a las multitudes. Enviad un dólar, o cinco, diez, veinte, cien dólares a la
casa más próxima de los Obreros Católicos. O, mejor, pasad por allí y ayudad a
servir la sopa. Mejor todavía: fundad una Casa de Obreros Católicos.

Esas sencillas sugerencias cuentan con un par de ventajas que no son fáciles
de descartar. Restituirían la antigua costumbre por la que la gente de la Iglesia
elegía a sus santos; en este caso, por una especie de modesta aclamación.
Ayudarían además a restablecer la unidad entre la defensa de la paz y las obras de
caridad, unidad tan cruelmente violada por la reaganomía y la megaguerra.

Dorothy es una santa del pueblo, cultivaba con orgullo su dignidad de lega.
Su pobreza de espíritu, un don grandioso para nuestra época, bastaría para
vedarnos la dispendiosa pompa de los santos barrocos. Hoy en día, su espíritu nos
acosa en los rostros humillados de aquellos en Nueva York que no tienen hogar.
¿Vosotros imagináis su retrato emperejilado y desplegado sobre el altar de San
Pedro? Yo diría, dejad que ellos sigan canonizando sus cánones o lo que quieran;
nosotros tenemos aquí a una santa cuya alma no debemos robársela a los suyos: los
miserables de la Tierra\'7b25\'7d.

El problema, pues, tal como lo enfocaba Berrigan, no estaba en la santidad


de Dorothy Day y ni siquiera en la conveniencia o no de venerarla como santa; el
problema residía en el proceso de canonización en sí mismo: costoso, importuno y
burocrático, ese proceso era visto como un ritual de la alienación al que había que
renunciar. Que Roma honre a los suyos con sus costumbres «barrocas», venía a
decir Berrigan, pero dejad que la gente honre a los verdaderos santos imitando su
ejemplo.

Era un argumento devastador, no tanto por lo que afirmaba como por


cuanto daba por supuesto. ¿Quién podía dudar de que la canonización es un
asunto costoso y complicado? Cuán costoso y complicado, lo sabe en realidad muy
poca gente fuera de la Congregación para la Causa de los Santos. ¿Y quién dudaría
de que Day misma preferiría la imitación a la veneración? Por otra parte, san
Francisco de Asís, que indudablemente no era amante de la pompa y del
dispendio, había sobrevivido a los contratiempos de la santidad oficial. ¿No era
posible que Dorothy Day lograse otro tanto? En efecto, si Roma se decidía a
encomendar a Dorothy Day a los creyentes para su imitación, ¿no encontraría, al
declararse solemnemente su santidad, nuevos imitadores aun fuera de los círculos
de los Obreros Católicos?

Pero Berrigan no había escrito su carta con el fin de plantear problemas, ni


siquiera de ofrecer consejos; su intención era expresar lo que él pensaba.
Simplificando, Berrigan insistía en que a alguien como Dorothy Day no se le podía
confiar a los hacedores de santos de Roma. Al proponerla para la canonización,
venía a decir Berrigan, se corría el grave riesgo de convertirla en algo que no era:
una «santa de la Iglesia». En opinión de Berrigan, Dorothy Day era algo
infinitamente más precioso: una «santa del pueblo».

¿No se puede ser al mismo tiempo un santo de la Iglesia y un santo del


pueblo? En el cristianismo primitivo, a nadie se le ocurría plantear esa cuestión,
dado que (como veremos en el capítulo siguiente) la voz de la Iglesia era, en
materia de hacer santos, la voz «del pueblo». Hoy en día, en cambio, es la voz del
papa, hablando en nombre de una Iglesia que ha dejado de ser una secta, la que
decide a quién los católicos pueden venerar oficialmente como santo. La regla es: el
pueblo propone y el papa, después de realizar todas las investigaciones debidas,
dispone. De todos modos, la Iglesia católica ha tenido siempre sus santos no
declarados, los «santos del pueblo»; en especial, allí en donde la Iglesia es
concebida como «Iglesia del pueblo».

ÓSCAR ROMERO:

LA POLÍTICA DEL «SANTO DEL PUEBLO»


Sobre las seis y media de la tarde del 24 de marzo de 1980, el arzobispo de
San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, se encontraba diciendo misa en la capilla al
aire libre del hospital oncológico de las carmelitas, donde vivía. Pocas horas antes,
Romero se había confesado en la vieja casa de los jesuitas en las afueras de la
ciudad, de modo que pudiera, según le dijo al confesor, «sentirse limpio en
presencia del Señor»\'7b26\'7d. Ésta fue su última confesión. En el instante en que
el arzobispo finalizó su breve homilía, alguien disparó con un rifle desde el fondo
de la capilla. La bala atravesó el pecho de Romero y esparció fragmentos en el
interior del tórax. El sacerdote se desplomó detrás del altar, sangrando por la nariz
y la boca. Tres monjas acudieron corriendo y lo pusieron de espaldas, mientras una
de ellas, sor Teresa de Ávila, le tomaba el pulso. El arzobispo estaba ya
inconsciente. Diez minutos después, fue declarado muerto.

El asesino de Romero era un sicario experto. Probablemente disparó por la


ventana de un coche, aparcado directamente frente a la capilla, y partió luego a
gran velocidad. Nunca lo identificaron y, dada la inestable situación política de El
Salvador, parece poco probable que el autor del asesinato tenga que responder un
día ante la justicia.\'7b*\'7d

Durante los días inmediatos al asesinato, algunos salvadoreños afirmaron


que el autor del crimen era un asesino a sueldo de Cuba, en un intento de implicar
a la guerrilla izquierdista. Pero la fuerza de la lógica y la prueba de las
circunstancias señalaban hacia la derecha. Romero estaba considerado como un
claro objetivo de los derechistas «escuadrones de la muerte» y era odiado por los
militares, entre los cuales se reclutaban también los miembros de dichos
escuadrones. En efecto, un día antes de caer asesinado, el arzobispo había
aprovechado la ocasión de su homilía dominical en la catedral de San Salvador
para dirigirse, por encima de las cabezas del Alto Mando militar, directamente a
los soldados del país: «Ningún soldado está obligado a obedecer una orden
contraria a la ley de Dios. Es hora de que entréis en razón y obedezcáis a vuestra
conciencia en vez de cumplir órdenes pecaminosas.»\'7b27\'7d

Desde el asesinato de Thomas Becket, arzobispo de Cantorbery, en el siglo


XII, jamás se había segado la vida de un prelado tan prominente delante del altar.
Romero tenía sólo sesenta y dos años cuando fue asesinado, y llevaba tres como
arzobispo de San Salvador; pero, en tan breve período, se había convertido en el
clérigo más celebrado —y más controvertido— de Centroamérica, cuando no del
hemisferio occidental. Su valiente defensa de los derechos humanos en El Salvador
impulsó a ciento veintitrés miembros del parlamento británico y a dieciséis
congresistas de EE. UU. a proponerlo en 1979 para el premio Nobel de la Paz. Su
asesinato figuró en primera plana de los periódicos en Europa, así como en los dos
continentes americanos. Al entierro asistieron obispos católicos romanos de países
tan lejanos como Inglaterra, Irlanda y Francia, y representaciones protestantes del
Consejo Mundial de Iglesias, de Ginebra (Suiza), y del Consejo Nacional de Iglesias
de Estados Unidos. Pero la presencia de tantas lumbreras de la Iglesia no inhibió a
los enemigos de Romero: antes de terminar la misa funeral, una bomba estalló en
la amplia plaza delante de la catedral, donde se congregó una multitud estimada
en unas ciento cincuenta mil personas, de las que murieron al menos treinta;
alrededor de un tercio de ellas, por los disparos de las fuerzas de seguridad
salvadoreñas.

No cabía duda de que el arzobispo Romero había muerto como mártir, lo


admitió incluso el papa Juan Pablo II cuando visitó El Salvador dos años después;
y no era menos obvio que las masas de El Salvador —y no sólo la mayoría católica
romana— consideraban a Romero un santo, su santo. La tumba, situada en el
crucero oriental de la maltrecha y desconchada catedral de El Salvador, se ha
convertido en un santuario al que acuden peregrinos de toda América Central.
Hasta la fecha, se han reivindicado ya varios centenares de curaciones y otros
«milagros» obrados por su intercesión. Y, sin embargo, a los siete años de su
muerte, la Iglesia salvadoreña aún no había emprendido nada para obtener la
canonización del «santo del pueblo».

¿Por qué?

En marzo de 1987 viajé a El Salvador para averiguarlo. Lo primero que me


impresionó fue lo siguiente: a pesar de que el arzobispo Romero había muerto más
de siete años atrás, el recuerdo de su asesinato seguía igual de fresco en la
memoria que una herida abierta. Y así sigue siendo hasta el día de hoy. Una de las
razones es que El Salvador permanece tan dividido como lo estaba en vida de
Romero, y aún más. Desde 1980, muchos de los «movimientos populares», como se
llama a algunos de los grupos de oposición formados por campesinos,
sindicalistas, profesionales, estudiantes y clérigos, han entablado relaciones con las
fuerzas guerrilleras. Otro motivo es la sospecha, rayana en certidumbre, de que los
mismos que ordenaron el asesinato de Romero —pues no cabe duda de que se
trataba de una conspiración— siguen aún activos y con vida en El Salvador.
Mientras que en la mayoría de las iglesias salvadoreñas se encuentran grandes
fotografías de Romero, cualquiera que se atreva a exhibir su fotografía en público
corre el riesgo de ser interpelado e interrogado por las fuerzas de seguridad. En los
primeros cinco aniversarios de su muerte, las autoridades eclesiásticas no
permitieron que los católicos celebrasen la ocasión con una procesión pública a su
tumba. Cuando se otorgó el permiso en 1986, diez mil personas desfilaron para
asistir a la misa de aniversario celebrada en la catedral.

En el Hospital de la Transfiguración, donde Romero fue asesinado, las


carmelitas le rezan diariamente, pero lo hacen con la palpable sensación de que su
espíritu, todavía en pie de guerra, continúa con ellas. En triste retrospectiva, sor
Teresa, una mujer rolliza y morena de pobladas cejas, me explicó las extrañas
circunstancias que llevaron al arzobispo a su capilla para decir misa aquella tarde
de lunes fatal.

Jorge Pinto, editor del semanario El Independiente, cuyas oficinas habían sido
bombardeadas pocos días antes, le pidió al arzobispo que celebrara la misa
conmemorativa del aniversario de la muerte de su madre. Aparte de la familia y de
los allegados, los presentes eran en su mayoría empleados del hospital y algunos
de los enfermos de cáncer. Por lo general, tales misas semi-privadas no se
anunciaban públicamente; lo extraño es que en aquella ocasión varios periódicos
locales anunciaron cuándo y dónde el arzobispo celebraría la misa aquella tarde.
Dado que el arzobispo había recibido numerosas amenazas de muerte, sus amigos
lo instaron a que se dejara sustituir por otro sacerdote; pero Romero insistió en
cumplir la promesa hecha a Pinto, al que consideraba su amigo. Otra circunstancia
extraña fue la presencia de un reportero gráfico que tomó fotografías de toda la
ceremonia, incluido el momento de la muerte del arzobispo. Poco después del
asesinato, Pinto desapareció de El Salvador y el fotógrafo, temiendo por su vida,
emigró a Suecia.

Como a muchos otros salvadoreños, a las hermanas carmelitas les gustaría


que el martirio de Romero recibiese un mayor reconocimiento público. A ese fin,
propusieron que en la capilla se colocara una placa que señalase el sitio exacto en
donde murió. Pero el sucesor de Romero, el arzobispo Arturo Rivera y Damas, les
aconsejó que esperasen; aun al cabo de siete años, les explicó Rivera a las
hermanas, resulta demasiado peligroso llamar la atención sobre el
asesinato\'7b28\'7d.

Las hermanas tienen otro sueño conmemorativo: convertir en museo el


pequeño chalé de hormigón, a cuarenta y cinco metros de la capilla, en donde
Romero vivió mientras era arzobispo. Se trata de una pequeña casa de tres pulcras
habitaciones, conservadas en el mismo estado en que se encontraban el día de su
muerte. El dormitorio, con una pequeña bañera a un lado, contiene imágenes de la
Virgen y el Niño, de la crucifixión y del papa Pablo VI. Aparte de una estrecha
cama y de una mesita de noche, el único mobiliario es una pequeña mesa de
escritorio con una lámpara que imita la forma de una Pietá de Miguel Angel. En
otro cuarto está todavía tendida la hamaca en que Romero gustaba de dormir la
siesta. La habitación principal, sin muebles, contiene sus sotanas y solideos, la
mitra de obispo y demás accesorios, más una estantería de libros. Fuera, un
pequeño jardín con un altar dedicado a Nuestra Señora de Lourdes; fue allí donde
sor Teresa, que. seguía siendo directora del hospital, me confió un secreto.

Cuando los médicos extrajeron las vísceras del cadáver del arzobispo, el
vicario general de Romero, el padre Ricardo Urioste, insistió en que no se
desecharan los órganos; adujo que eran órganos de un santo, así que los médicos
guardaron las vísceras en una bolsa de plástico, las hermanas encerraron la bolsa
en una caja de cartón y la enterraron en el jardín, medio metro bajo el suelo. Dos
años después, cuando las hermanas decidieron erigir el altar, los obreros
desenterraron la caja accidentalmente. El cartón se encontraba consumido por la
descomposición, pero las vísceras estaban tan blandas como el día en que fueron
extraídas del cuerpo del arzobispo y la sangre seguía aún líquida. Llevaron las
vísceras al arzobispo Rivera, que se mostró de acuerdo con las hermanas en que su
conservación era probablemente un milagro, aunque no del tipo que la
Congregación para la Causa de los Santos aceptaría para la canonización. Aconsejó
a las hermanas, en cambio, que volviesen a enterrar su tesoro y que se cuidaran de
no divulgar lo que habían visto; no sólo el rumor del «milagro» soliviantaría a los
creyentes —las previno el arzobispo—, sino que las poderosas y acaudaladas elites
de la ciudad, para las que Romero no resultaba ser un santo, afirmarían que la
historia era pura invención\'7b29\'7d.

A pesar de tanta cautela oficial, persistieron los rumores de que la Iglesia


estaba preparando discretamente la causa del arzobispo Romero; si bien el padre
Urioste, que continuaba siendo vicario general bajo el arzobispo Rivera, negó que
se hubieran dado pasos en ese sentido de forma oficial. Había varias razones para
tal inactividad, según él, pero el dinero no figuraba entre ellas.

—Personalmente, creo que si pidiéramos el dinero a la gente, nos lo daría.

—¿Incluye a las familias ricas, los miembros de la llamada oligarquía?

—Entre los poderosos, creo que algunos abandonarían la fe sí Romero fuese


declarado santo.

—¿Todos los obispos de El Salvador apoyarían la causa?


—Tenemos seis obispos en El Salvador; tres de ellos están en favor de
Romero y tres en contra. Hay gente que dice que estaba manipulado, ya me
entiende; pero yo lo conocía personalmente y estoy convencido de que no dijo
nada, ni en público ni en privado, que no hubiese consultado primero con Dios. Si
alguien lo manipulaba, era Dios mismo. Para mí es un santo, así que de verdad no
me interesa abogar por un proceso formal de canonización.

»Usted debe comprender que estamos tan contentos con el arzobispo


Romero que no nos hace falta que lo declaren santo. La gente lo recuerda cuando
sufre las persecuciones y las matanzas. Es alguien que les infunde fuerza. ¿Qué
más se le puede pedir a un santo?

—Quizá beneficiaría a la Iglesia —sugerí— y al pueblo de El Salvador si el


papa lo proclamara santo oficialmente.

—Que a alguien lo proclamen santo es algo maravilloso para la gloria de


Dios y para la Iglesia, y por muchísimas razones. Y estoy seguro de que un día será
proclamado santo. Pero no creo que eso suceda hasta dentro de cincuenta años o
más.

Antes de que pudiera preguntarle por qué, el padre Urioste se inclinó sobre
el escritorio, como para asegurarse de que lo había escuchado.

—Debe usted comprender —añadió— que el arzobispo Romero era la


persona más querida del país. Y también la más odiada.

Durante la mayor parte de su carrera eclesiástica, Romero no fue el tipo de


sacerdote que inspira reacciones apasionadas. Según el testimonio de quienes lo
conocieron, era tímido, conservador, tenazmente moralista y «ortodoxo»: un pastor
solitario que parecía más interesado en la salvación de las almas individua les que
en una respuesta a la crisis social cada vez más profunda por la que atravesaba el
país. Ahora parece evidente que el Vaticano veía en él una opción mucho más
«segura» para la sede principal de El Salvador que Rivera, un clérigo mucho más
liberal y políticamente astuto, candidato predilecto del clero activista del país. Sin
duda, el Gobierno salvadoreño, que comunicó al Vaticano su preferencia por un
arzobispo que atendiera a sus asuntos, estaría encantado con el nombramiento de
Romero.

A las tres semanas de que Romero tomara posesión de su cargo, sin


embargo, se produjo un incidente que iba a ocasionar un profundo cambio de su
actitud social. Un sacerdote jesuita a quien Romero admiraba, el padre Rutilio
Grande, fue asesinado, junto con un muchacho joven y un anciano, en las afueras
de Aguilares, una aldea situada a cuarenta kilómetros al norte de la capital. Los
ultraderechistas salvadoreños odiaban a los activistas jesuitas más que a los
comunistas, y algunos interpretaron el asesinato de Grande como la venganza que
se tomó la derecha por la participación de los jesuitas en la organización de una
huelga en un ingenio de la localidad en 1977. Romero, impresionado por la muerte
de Grande, exigió que las autoridades investigaran la matanza, pero el Gobierno se
inhibió y los culpables nunca fueron identificados. No fue ésta la primera
atrocidad cometida contra la Iglesia, ni sería la última, aunque sí fue el incidente
que bastó para impulsar a Romero a adoptar un papel más liberal, profético, como
voz del pueblo salvadoreño.

A los cuatro meses de su nombramiento como arzobispo, Romero desafió


tanto la tradición salvadoreña como la vaticana al negarse a asistir a la
inauguración del general Carlos Humberto Romero como presidente de El
Salvador. El general había ganado las elecciones recurriendo en gran medida al
fraude y a la violencia; el gesto de Romero señalaba su voluntad de encaminar a la
Iglesia salvadoreña por un rumbo independiente.

En sus homilías dominicales en la catedral, en los discursos radiofónicos y,


sobre todo, en cuatro largas cartas pastorales\'7b30\'7d. Romero criticó a los
sucesivos Gobiernos por no haber cumplido con las reformas prometidas; ante
todo, aquellas destinadas a redistribuir tierras de cultivo entre los
campesinos\'7b†\'7d empobrecidos.

Su franqueza le granjeó la enemistad de la oligarquía terrateniente e


industrial, que durante mucho tiempo gobernó El Salvador de un modo
semifeudal. Los medios de comunicación del país lo criticaban continuamente.
Hacia 1978, Romero se pronunciaba una y otra vez abiertamente contra las
matanzas indiscriminadas y otras violaciones de los derechos humanos, con lo cual
atrajo sobre sí la ira de las fuerzas de seguridad nacionales. Los políticos de la
oposición comenzaron a buscar su consejo y los líderes de los «movimientos
populares» acudieron a él en busca de apoyo.

Nunca antes un obispo católico había nombrado de manera tan directa y tan
concreta los abusos que padecían las masas salvadoreñas, nunca antes un obispo
salvadoreño había identificado en tal grado la Iglesia contra la lucha por la justicia;
pero el riesgo que Romero asumía era demasiado grande, y lo acusaron de
inmiscuirse en política, de estar mimando a los curas «comunistas». Los
«escuadrones de la muerte» continuaban torturando y asesinando a clérigos;
muchos sacerdotes fueron obligados a exiliarse. La represión ejercida contra la
Iglesia era palmaria.

Romero tenía oponentes también en el interior de la Iglesia. Entre los seis


obispos salvadoreños, sólo podía contar con el apoyo de Rivera. La ruptura abierta
en las filas de la jerarquía se produjo en verano de 1978, cuando los seis obispos se
reunieron para redactar una pastoral sobre la creciente tendencia política de los
«movimientos populares». Algunos sacerdotes y muchos líderes laicos de las
parroquias habían comenzado a involucrarse en dichos movimientos. En agosto,
Romero publicó una imperiosa carta pastoral, confirmada sólo por Rivera, sobre
«La Iglesia y las organizaciones políticas populares», en la cual ensalzaba, en
general, los movimientos populares, aunque sin ahorrar las críticas. Junto a
denuncias del terrorismo, la carta condenaba la «violencia institucionalizada»
ejercida por la elite mediante la opresión económica de las masas. Dos días
después, los cuatro obispos restantes publicaron un documento disidente, en el
que denunciaban los movimientos populares como organizaciones virtualmente
marxistas.

Durante los tres años de su ejercicio como arzobispo, las decisiones de


Romero fueron repetidamente criticadas por el nuncio papal en El Salvador, el
arzobispo Emmanuele Gerarda. Los informes que Gerarda remitía al Vaticano
influyeron también en la postura que Roma adoptó frente al aguerrido arzobispo.
En 1978, cuando algunos funcionarios de la Universidad de Georgetown
anunciaron que se trasladarían a El Salvador para otorgar a Romero el doctorado
honorario por su defensa de los derechos humanos, el cardenal Gabriel Garrone,
jefe de la Santa Congregación para la Educación Católica del Vaticano, trató en
vano de impedir la ceremonia. En 1979, la franqueza de Romero y las divisiones
internas de la jerarquía salvadoreña acabaron por airar a los funcionarios vaticanos
en tal grado que recomendaron que las principales atribuciones arzobispales de
Romero fuesen delegadas en manos de un administrador apostólico. La
recomendación nunca se llevó a la práctica, pero Romero, en dos audiencias
privadas con el papa Juan Pablo II, fue sometido a un interrogatorio implacable y
recibió repetidas amonestaciones. Hay testimonios de que Juan Pablo II lo trató con
gran severidad, durante su última audiencia en 1980, porque había recibido un
informe según el cual Romero, antes de llegar a Roma, mantuvo una entrevista en
España con una periodista y cometió la indiscreción de revelarle los temas que
pensaba tocar en la audiencia papal\'7b31\'7d.

En opinión de muchos funcionarios y diplomáticos influyentes del Vaticano,


por consiguiente, la conducta de Romero como arzobispo de El Salvador era, en el
mejor de los casos, ingenua y, en el peor, destructiva y, posiblemente, aceleraba el
triunfo de la guerrilla marxista del país. Cuando Romero fue asesinado, ningún
representante del Vaticano asistió a su entierro.

Cabía imaginar, pues, numerosos motivos por los que a los siete años de su
muerte aún nadie en El Salvador había propuesto a Romero para la canonización.
Uno era que los obispos salvadoreños estaban divididos\'7b32\'7d ellos mismos
en cuanto a la conveniencia de declararlo santo. Otro, el temor de soliviantar al
pueblo y disgustar a los militares.— También cabía la posibilidad de que alguien
del Vaticano hubiera pedido que no se iniciara la causa. ¿O había acaso algún
secreto relativo a Romero, desconocido para el público, que impedía su
canonización? Pero ¿cuáles eran realmente los motivos? Dado que el arzobispo
Rivera era el único dignatario eclesiástico que podía iniciar la causa de Romero, le
planteé la pregunta a él.

Nos encontramos en el despacho de la cancillería de Rivera, donde el


arzobispo, vestido de gris con una camisa celeste de clérigo, fue directamente al
grano.

—El problema es que sigue habiendo gente que usa su nombre para fines
políticos —dijo—. Ahí está la dificultad. Sería fácil demostrar que fue un mártir de
la Iglesia. Pero ahora hay varios grupos de la izquierda que lo reclaman como un
mártir de su causa política particular, y eso hace más difícil demostrar que era un
mártir de la Iglesia.

En orden descendente de importancia política, Rivera enumeró con los


dedos de la mano izquierda las cuatro tendencias que, en su opinión, tratarían de
sacar capital político de la canonización de Romero: el Frente Farabundo Martí
para la Liberación Nacional (FMLN), un movimiento guerrillero marxista; el Frente
Democrático Revolucionario (FDR), una coalición de organizaciones políticas
izquierdistas; varios otros grupos opositores legales, y la red de las comunidades de
base\'7b‡\'7d cristianas, activas en el interior de la Iglesia misma.

—Si la causa se iniciase mañana —observó Rivera—, ellos saldrían a


manifestarse en la calle.

Para Rivera, por ende, no habría ningún intento de obtener la canonización


de Romero mientras su memoria y su martirio pudieran ser maniobrados
políticamente por varias fracciones opositoras al Gobierno. Tal política, me
aseguró, no perseguía el fin de aplacar a la derecha salvadoreña, que todavía
consideraba a Romero un personaje subversivo; más bien se trataba de despolitizar
a Romero. En otras palabras, antes de ser reconocido como santo, Romero deberá
sufrir una especie de transformación: de «santo del pueblo» a «mártir de la
Iglesia».

Pregunté a Rivera si había discutido su política con funcionarios de la


Congregación para la Causa de los Santos, del Vaticano. No lo había hecho. Le
pregunté si había hablado de ello con el papa Juan Pablo II. Recordaba que,
durante su visita a El Salvador en 1982, el papa decepcionó a muchos católicos al
no visitar la capilla en donde Romero fue asesinado, limitándose a una visita
privada a la tumba del mártir. ¿No era ésa una señal a la Iglesia salvadoreña de
apaciguar la veneración popular hacia Romero? Rivera me dijo que él no habló de
la canonización de Rivera con el papa, pero que sí lo hizo uno de sus sacerdotes, el
padre Jesús Delgado.

—Le podría contar lo que el papa le dijo al padre Delgado —manifestó con
una sonrisa—, pero, para ser exactos, más vale que hable usted con él.

El padre Delgado es un cura salvadoreño flaco y nervudo que, en la década


de los cincuenta, estudió Historia en la universidad belga de Lovaina, credencial
que le valió de parte de Rivera el encargo de reunir los materiales para el día en
que la causa de Romero pueda ser presentada sin riesgo. La conversación de
Delgado con Juan Pablo II tuvo lugar en 1983 en el Vaticano; Delgado aprovechó la
ocasión para romper una lanza por el reconocimiento de la santidad de Romero.
Como prueba de aprobación sobrenatural, entregó al papa una muestra de la
sangre del arzobispo, desenterrada el año anterior junto con las vísceras
«milagrosamente» conservadas.

La respuesta del papa, según Delgado, fue recordarle que no hacía falta
ningún milagro para demostrar que Romero murió como mártir.

—El papa comentó: «Romero es realmente un mártir.» Lo dijo dos veces, así
que yo observé: «Santo Padre, espero que sea canonizado dentro de pocos años.»
Entonces, dijo: «Purtroppo —éstas fueron sus palabras exactas en italiano—,
quisiera que así fuese. Lástima que el arzobispo Romero se haya convertido en
bandera [política], pues dicen que era guerrillero.» Mientras eso siguiera así,
añadió después, sería mejor que nos quitáramos de la cabeza el canonizarlo. Ésa es
la obsesión del papa. Y por eso el arzobispo Rivera aún no ha iniciado un proceso
en favor de Romero.
Delgado me dijo que otra «obsesión» del papa era el asesinato de Romero.

—El papa siempre pregunta quién mató al arzobispo Romero. No lo sabía en


1983, pero el arzobispo Rivera dice que ahora lo sabe. No sé a qué conclusión habrá
llegado el papa; lo que sí sé es que hay gente que afirma que Romero era un
político y que hablaba como tal en sus misas dominicales en la catedral. Pero no
murió celebrando la misa dominical, donde dicen que se entregaba a la
provocación política; murió mientras decía una misa conmemorativa por una
mujer que había muerto. No estaba hablando de la situación de El Salvador, sino
de la persona que murió en la vida de Cristo, del misterio de nuestra fe. Eso está
claro. Y es por eso por lo que el Santo Padre dice que Romero es realmente un
mártir.

—¿Indicó el papa cuándo piensa que sería prudente iniciar el proceso de


canonización de Romero? —pregunté.

—Él piensa que, una vez empiece, irá muy rápido. Por eso dijo: «Por ahora,
no quiero ningún proceso.» Quiere que esperemos hasta dentro de veinte o
veinticinco años, cuando haya cesado el conflicto con la guerrilla. Pero el conflicto
con las guerrillas no tiene trazas de acabar pronto, así que tendremos que esperar a
la próxima generación; una nueva generación.

Tal vez el padre Delgado fuese más cándido de lo que se daba cuenta al
referirme su conversación con Juan Pablo II. Si reproducía fielmente las palabras
del papa, es evidente entonces que Juan Pablo II había vedado personalmente, por
el momento, todo esfuerzo por parte de los funcionarios de la Iglesia salvadoreña
de iniciar un proceso de canonización en favor del arzobispo Romero. Semejante
intervención directa del papa es muy poco usual, aunque cuenta con algún
precedente. Lo que es más, la actitud papal parece obedecer a motivos de índole
política antes que teológica: no desea que la figura de Romero favorezca a los
movimientos de oposición izquierdista en sus esfuerzos de ganar apoyo popular.
Quizá cree también que Romero actuó de manera irresponsable como arzobispo y
que, por tanto, no es digno de canonización. Es bastante posible que incluso tema
la visión de unidades guerrilleras marchando a la batalla bajo enormes banderas
del «santo del pueblo». Sean cuales sean sus razones, lo cierto es que el papa no
declarará mártir y santo a Romero mientras siga siendo motivo de discordia dentro
de la jerarquía salvadoreña misma.

La postura de Juan Pablo II tiene, sin embargo, también un fundamento


teológico. Según los criterios de la Iglesia, sólo cuentan como mártires cristianos
quienes fueron muertos por «el odio a la fe». Para los cristianos primitivos, eso era
fácil de comprobar; pero, en el siglo XX, cuando la mayoría de los mártires fueron
víctimas de movimientos políticos, como es el caso de la Alemania nazi o el de los
países comunistas, la obligación de demostrar el «odio a la fe» se ha vuelto más
difícil. Efectivamente, si Martin Luther King, Jr., hubiera sido un sacerdote católico
romano, no es muy seguro que su asesinato en Memphis fuese reconocido como
martirio por la fe. En la terminología católica romana, un personaje como King
bien puede ser un «mártir de la justicia», pero no necesariamente un «mártir de la
Iglesia». Por consiguiente, aun en el supuesto de que Roma se ocupara de la causa
de Romero, sus seguidores tendrán que demostrar que no fue simplemente una
víctima de su abierta crítica a la política gubernamental. Por el contrario, deberán
aportar pruebas de que, como dijo Delgado, fue asesinado «como hombre de la
Iglesia».

Romero estudió en Roma y estaba enterado de esas distinciones teológicas.


Por ejemplo, reconocía que el padre Grande, el jesuita, asesinado, era un mártir del
pueblo, pero no necesariamente un mártir de la Iglesia. Hacia el final de su vida,
sin embargo, llegó a identificar a la Iglesia con el pueblo salvadoreño e intuyó lo
que su propio martirio, en caso de producirse, significaría para ellos. Dos semanas
antes de su muerte, declaró en una entrevista telefónica concedida a un periódico
mexicano:

He recibido muchas amenazas de muerte. Y, sin embargo, como cristiano no


creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo
salvadoreño. Lo digo sin jactancia, con la mayor humildad del mundo.

Como sacerdote, estoy obligado por el mandamiento divino a dar mi vida


por los que amo; por todos los salvadoreños, incluso por los que acaso me vayan a
matar. Si las amenazas se llegan a cumplir, desde este instante ofrezco mi sangre a
Dios para la redención y la resurrección de El Salvador.

El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el
sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y señal de que la
esperanza pronto se hará realidad. Que mi muerte sea, si Dios la acepta, por la
liberación de mi pueblo y como testimonio de la esperanza en el futuro.

Digan ustedes que, si consiguen matarme, perdono y bendigo a quienes lo


hicieran. En ese caso, tal vez se convenzan de que están perdiendo el tiempo.
Morirá un obispo, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no sucumbirá
jamás\'7b33\'7d.»
No cabe duda de que Romero se consideraba un «hombre de la Iglesia»; al
hacerse arzobispo, eligió como lema: «Ser un alma y un corazón con la Iglesia.»
Tampoco hay duda de que asumía el papel más amplio de un profeta del pueblo,
con todos los riesgos que implicaba. Seguramente no habría muerto asesinado de
no haberse pronunciado con tamaña franqueza sobre cuestiones políticas. Por
tanto, negar o disminuir el papel político que cumplió en un momento en que se
mataba como promedio a unos diez mil salvadoreños al año, sería falsear el
significado central de su vida y de su muerte. Por otro lado, reconocer que Romero
fue un mártir de la Iglesia, precisamente porque era, ante todo, un mártir de la
justicia social, exigiría que los funcionarios de la Iglesia conciban de una nueva
manera —o, cuando menos, de una manera diferente— los requisitos del martirio
cristiano. En el fondo, el problema es el siguiente: un mártir es alguien que muere
en defensa de la moral o de las creencias cristianas. Pero aún falta que la Iglesia
reconozca la justicia social —por lo menos, en el contexto de la explotación política
y económica de una clase social por otra— como uno de los valores morales por los
que un santo canonizable puede dar la vida.

Tal es, por lo menos, el punto de vista que adopta la comunidad de los
jesuitas en El Salvador. Como sus colegas en Nicaragua, los jesuitas funcionan de
forma independiente de las jerarquías del país y, como exponentes de la «teología
de la liberación», se oponen abiertamente al ala conservadora de la jerarquía
salvadoreña. Varios jesuitas de la facultad de su Universidad Centroamericana de
San Salvador asistieron a Romero en la redacción de sus ahora célebres cartas
pastorales. Durante una larga visita posmeridiana a la universidad, el teólogo Jon
Sobrino, uno de los varios fogosos vascos de la facultad y antiguo consejero de
Romero, resumió los argumentos que esgrimen los jesuitas en favor del
reconocimiento del difunto arzobispo como santo.

—Si buscamos un modelo del tipo de santo que era Romero —comenzó
Sobrino—, ese modelo es Jesucristo; además de porque al final lo crucificaron,
como a Jesucristo, también porqué estaba con el pueblo. Romero se convirtió en un
santo dentro de la sociedad, no sólo en la sinagoga, por así decir, o dentro de los
confines de Jerusalén. La mayoría de los santos no entran en contacto directo con la
gente como hizo Jesucristo. No fue éste, el caso de Romero.

»El arzobispo Romero daba a la gente esperanza en un tiempo en que no


había esperanza. Les devolvió su dignidad, el sentido de su propio valor; por todas
esas razones, es un santo cristiano a la vez que un héroe salvadoreño. Lo hermoso
que simboliza Romero —y él no es el único— es que, por primera vez en cinco
siglos, ser salvadoreño y ser cristiano convergen.
Sobrino hizo una larga pausa para encender un cigarrillo —el primero de
muchos—; luego, precisó, a mis instancias, las cualidades que, en su opinión,
destacaban a Romero como santo y héroe salvadoreño.

—El arzobispo Romero era un hombre que decía la verdad y que amaba al
pueblo. En los países del Tercer Mundo, como El Salvador, decir la verdad es algo
absolutamente explosivo. Hasta que el arzobispo Romero comenzó a hablar sin
tapujos, el pueblo salvadoreño no creía que fuese posible escuchar la verdad. La
verdad fundamental en este país es que no hay justicia, no hay libertad, no hay
soberanía. Por ejemplo, en El Salvador han sido asesinadas sesenta mil personas, y
a estos muertos se les llama criminales, asesinos, comunistas, etcétera. Romero los
llamaría mártires. Para los pobres era algo extraordinario ir a misa a la catedral y
oír decir al arzobispo: «En este país tenemos mártires.»

»En segundo lugar, amaba al pueblo. Los partidos políticos en general no


aman al pueblo. Pero el pueblo salvadoreño comprendió que Romero los amaba
sin ningún motivo oculto. Incluso arriesgó la institución de la Iglesia por ese amor.
Lo que digo no es ninguna metáfora. Arriesgaba que se matara a sacerdotes. Aquí,
en esta universidad, han estallado bombas. Recuerdo que una vez dijo que todos
esos crímenes eran señales de que la Iglesia está con el pueblo, y que sería muy
triste que muriesen asesinados tantos campesinos y ningún sacerdote. La Iglesia
que no sufre persecuciones no es la Iglesia de Jesucristo. Esto venía a ser su
mensaje. Como usted podrá imaginar, eso es raro en la Iglesia y en el mundo.

—Lo que yo me imagino —respondí— es que al papa le preocupa la


discordia que la conducta de Romero ha introducido en la Iglesia salvadoreña, una
tensión que, según estoy notando, todavía persiste. Romero era, a todas luces, un
personaje sumamente conflictivo.

Sobrino rechazó esas objeciones:

—El santo conflictivo simboliza un mundo conflictivo. El Tercer Mundo no


es simplemente un mundo hacia el que los cristianos deberían reaccionar con
caridad. La madre Teresa de Calcuta, por ejemplo, muestra caridad y amor.
Probablemente sea éste el tipo de respuesta que el Vaticano quisiera fomentar.

Pero con la madre Teresa no basta. Si canonizaran a Romero, saldrían a luz


ciertas cuestiones; al menos, eso sería lo lógico. Por ejemplo, si una Iglesia católica
que canonizara a Romero estaría dispuesta, en último análisis, a seguir su ejemplo.
No creo que, hoy por hoy, el Vaticano quiera eso; no sólo de hecho sino por
principio. Hoy la postura es que la mejor manera de tratar los problemas del Tercer
Mundo no es la de Romero, que es mucho mejor evitar el conflicto con los que
detentan el poder. Y eso no es lo que hacía Romero.

Expliqué las razones por las que el arzobispo Rivera no pedía, por ahora, la
canonización de Romero, y sus temores —y los del papa— de que fuese utilizado
políticamente por la izquierda salvadoreña. Sobrino admitió que eso era probable,
pero descartó tal posibilidad como carente de importancia.

—Eso no es ninguna excusa para mantener a Romero en cuarentena como


«hombre de la Iglesia». No creo que así se haga justicia al fenómeno Romero.

—¿A usted realmente le importa que el papa canonice a Romero?

—Si lo canonizasen dentro de cincuenta años, se perdería mucha perspectiva


histórica; en cambio, si lo canonizasen en los próximos diez años, en este siglo,
sería explosivo. Si se canoniza a Romero, por ese acto mismo se está diciendo que
un obispo debe ser como Romero. Y, por analogía, que también los sacerdotes y las
religiosas deberían ser como él. Pero, por principio, ellos (los funcionarios del
Vaticano) no quieren a esa clase de personas como obispos y, como todo el mundo
puede ver, los hombres que son nombrados obispos no son como Romero.

»Lo que está en juego es el rumbo que tomará la fe en este país. Este pueblo
es, en general, un pueblo crucificado. Nosotros esperamos que la Iglesia lo saque
de la cruz. Dentro de un siglo o dos, la gente preguntará: ¿quién nos sacó de la
cruz?, ¿fueron los creyentes cristianos, o fueron los no creyentes? La canonización
de Romero tendría este significado. Romero es un símbolo que encamina a esta
gente hacia un futuro de fe.

El 24 de marzo de 1990, décimo aniversario de la muerte de Romero, estuvo


marcado por una serie de manifestaciones de protesta y solidaridad de índole
política. El Salvador no se hallaba más cerca de la paz que en los días de Romero.
El 6 de noviembre del año anterior, habían sido brutalmente asesinados seis de los
colegas jesuitas de la universidad de Sobrino, así como su ama salvadoreña y su
hijo de corta edad. Una vez más, como en el caso de Romero, el Gobierno no creía
estar en condiciones —o no estaba dispuesto, según los críticos— de entregar a los
responsables del crimen a la justicia.

Sin embargo, el arzobispo Rivera y Damas aprovechó la ocasión para


anunciar, en una misa conmemorativa por Romero, que estaba iniciando una
investigación formal sobre la vida, las virtudes y la muerte de su antecesor: el
primer paso hacia la canonización. Estaba claro que lo que el arzobispo tenía en
mente era una investigación encaminada a demostrar la personal santidad de
Romero y asegurar su reputación como pastor martirizado que, en las alusivas
palabras de Juan Pablo II, «se sacrificó por su grey». El anuncio del obispo
coincidió con la publicación del diario personal de Romero, que, en opinión del
obispo auxiliar de San Salvador, Gregorio Rosa Chávez, revelaba no sólo su
postura crítica frente al Gobierno, sino también su «severa condena de la rigidez,
del dogmatismo y de los abusos cometidos por los grupos de la
izquierda»\'7b34\'7d. Tal como era de esperar, el mártir «del pueblo» estaba en
camino de convertirse en mártir «de la Iglesia».

Hemos visto, hasta aquí, tres personajes católicos contemporáneos que


proceden de ambientes socioculturales sumamente distintos. Cada uno de ellos
refleja una interpretación diferente de lo que significa imitar a Jesucristo a finales
del siglo XX; cada uno encarna un modelo diferente de santidad; cada uno
simboliza una opción diferente para el futuro del catolicismo; cada uno se enfrenta
a obstáculos diferentes en el camino hacia la canonización formal; y es posible que
ninguno de ellos sea oficialmente declarado santo. Pero, a pesar de las diferencias,
los tres plantean el mismo interrogante: ¿qué es un santo?
2

LOS SANTOS, SU CULTO

Y SU CANONIZACIÓN

¿QUÉ ES UN SANTO?

En la tradición cristiana, un santo es alguien cuya santidad es reconocida


como excepcional por otros cristianos. En ese sentido, es necesario que alguien
determine que lo es; lo cual no es decir que los hacedores de santos tengan que ser
santos ellos mismos, sólo que los cristianos deben ser capaces de reconocer la
santidad.

De un modo o de otro, los cristianos han «hecho santos» desde que existe la
Iglesia. Al principio, hacer santos era un acto espontáneo de la comunidad
cristiana local; hoy en día, se presenta para los católicos romanos como un largo y
dificultoso proceso, conducido por funcionarios del Vaticano y regido por normas
y procedimientos legales. Cómo y por qué se ha llegado a este estado de cosas es el
tema del presente capítulo.

No se puede preguntar «¿Qué es un santo?» sin tener conocimiento de los


personajes ya reconocidos como tales. Durante los primeros mil quinientos años y
más de la Iglesia, los santos eran personajes difuntos, en torno a los cuales se había
formado un culto popular. Por desgracia, en el ámbito occidental la palabra «culto»
ha adquirido connotaciones peyorativas, que sugieren un apego irracional,
idolátrico y, a menudo, totalitario a algún energúmeno carismático. A ese respecto,
vale la pena recordar que el propio cristianismo empezó como un despreciado
movimiento «idolátrico» que rendía «culto» o adoración al crucificado Jesús. En
efecto, si Jesucristo no hubiese muerto como mártir, tal vez nunca hubiera habido
un culto cristiano a los santos.

Para los cristianos primitivos, la extensión del culto a otros personajes


además de Jesucristo fue una evolución orgánica de su propia fe y de sus
experiencias. Venerados por su santidad, a los santos se los invocaba también por
su poder, sobre todo en forma y a través de sus restos mortales. La historia de la
producción de santos está, por tanto, íntimamente vinculada a la historia del culto
a los santos y sus reliquias. Incluso en su actual forma burocrática, la producción
de santos es, como veremos, esencialmente una serie de actos oficiales de la Iglesia
por los cuales el papa permite el culto o la veneración pública de los candidatos
que han sido propuestos a su juicio. Cómo y por qué el papado consiguió el control
del culto a los santos es otro tema de este capítulo.

Incluso de estas breves observaciones se desprende que la canonización


implica mucho más que una declaración solemne por parte del papa. En el sentido
literal, canonizar significa incluir un nombre en el canon o lista de los santos. A lo
largo de los siglos, las comunidades cristianas han compilado numerosas listas de
sus santos y mártires. Muchos de esos nombres se han perdido para la historia. La
obra más completa que existe sobre los santos, la Biblioteca Sanctorum\'7b35\'7d,
abarca actualmente (en 1989) dieciocho volúmenes y menciona a más de diez mil
santos; es decir, muchas veces más que los cuatrocientos que han sido canonizados
por los papas. De todos modos, los elencos de santos no eran solamente un método
de seguir la pista de los héroes más sagrados de la Iglesia. También cumplían una
función litúrgica: ser canonizado significaba ser incluido entre aquellos que se
mencionaba de vez en cuando durante la celebración de la misa; y significaba
también tener una fiesta en el santoral de la Iglesia, al lado de los días de fiesta de
Cristo y de su madre, la más distinguida de todos los santos.

Es imposible tratar en un capítulo —ni siquiera en un libro— la historia y las


infinitas dimensiones del tema de los santos. Efectivamente, en los últimos años se
ha observado un verdadero renacimiento de los estudios eruditos sobre los santos
y sus enseñanzas, dedicados en gran parte a la investigación de las mentalidades y
estructuras sociales de las culturas antiguas, y medievales. Sin alguna noción de lo
que significaban en el pasado los santos para la Iglesia y su gente, es imposible
entender los problemas y los procedimientos actuales de la producción de santos.

Lo que sigue es un resumen, necesariamente escueto, de los principales


temas, controversias e hitos en la historia de la evolución de los santos y sus cultos.
De ningún modo se pretende agotar el tema; se trata tan sólo de mostrar cómo y
por qué la producción de santos ha acabado transformándose en un proceso
burocrático y altamente racionalizado. De paso, veremos surgir ciertas tensiones;
ante todo, entre el santo como ejemplo de virtudes heroicas y el santo como
taumaturgo u obrador de milagros. De modo semejante, describiremos la tensión
entre la creación popular de santos y los esfuerzos de las autoridades eclesiásticas
por encauzar y controlar la proliferación de los santos y los cultos. Tales tensiones
continúan existiendo, como demuestra el caso del arzobispo Romero de El
Salvador, y su presencia sugiere que a Roma aún le queda por resolver de un
modo completamente satisfactorio la cuestión de «quién es un santo».

Entre los críticos del proceso moderno de hacer santos hay cierta tendencia a
rechazar ese proceso por demasiado largo y demasiado alejado\'7b36\'7d de las
preocupaciones de los católicos de a pie. Tal vez sea cierto; pero las razones de tal
estado de cosas hay que buscarlas en la historia. Lo que hallamos en sus orígenes
no es un conjunto de fórmulas para decidir a priori qué es un santo, sino una
proliferación de personas cuya vida y muerte eran recordadas y veneradas por
quienes los conocieron. Y lo que descubrimos es que los procedimientos
encaminados a la creación de santos, por muy apriorísticos que hayan llegado a
ser, son esfuerzos por prolongar el impulso de los cristianos primitivos de elevar a
algunos de entre sus hermanos y hermanas para que gozasen de un
reconocimiento y una veneración especiales. En teoría, por lo menos, y en un grado
sorprendente también en la práctica, la santidad continúa produciéndose «a los
ojos del espectador; y el espectador primordial es la comunidad de los
creyentes»\'7b37\'7d.

Y es que la historia de la Iglesia es, en gran medida, la historia de sus santos.


Incluso se podría decir que la finalidad de la Iglesia es convertir en santos a todos
sus miembros, si por santos entendemos aquellos que llegan a ser verdaderos
imitadores de Cristo. Así, al menos, lo entendían los primeros cristianos. Y con
ellos debemos comenzar.

LOS ORIGENES:

LA MUERTE EN LA VIDA DE LOS SANTOS

Inicialmente, los cristianos del Nuevo Testamento consideraban «santos» (en


griego, hagioi) a todos los creyentes bautizados. Dado que la mayoría de ellos eran
judíos, conceptuaban la santidad como una calidad compartida por la comunidad,
no como algo propio de los individuos. Pero, incluso ya entre la primera
generación de cristianos, ciertos individuos eran seleccionados para recibir una
aclamación especial y no por su piedad o su predicación, sino porque dieron
testimonio de su fe al morir por ella. Así fue que, antes de finales del siglo primero,
el término «santo» quedó reservado exclusivamente a los mártires (en griego,
martys significa «testigo»), y el martirio sigue siendo, hasta el día de hoy, el camino
más seguro hacia la canonización.

Se podría afirmar con cierta seguridad que el primer santo «canonizado» de


la Iglesia fue Esteban, judío converso y diácono que es, según el Nuevo
Testamento, el primer mártir del cristianismo. El relato de Lucas, en los Hechos de
los Apóstoles (6-7), sobre el martirio de Esteban es de extrema importancia para
entender cómo, en esa fase infantil de la vida de la Iglesia, los demás cristianos de
la comunidad de Estaban reconocieron su santidad. El relato está construido de tal
manera que la detención, el testimonio de la fe y la muerte de Esteban muestran un
paralelo directo con la detención, el testimonio y la muerte de Jesucristo. Igual que
Él, Esteban es descrito como autor de milagros y predicador de gran fuerza y,
como Jesucristo, suscita la enemistad de los dignatarios y los escribas judíos.
Arrestado y llevado ante un tribunal, expone sus creencias en un largo y elocuente
discurso. Al final, es conducido a las afueras de la ciudad y lapidado. Muere
pidiendo a Dios que perdone a sus verdugos.

La finalidad de ese relato es demostrar que Esteban imitó la pasión y la


muerte de Cristo. Puesto que carecemos de otros testimonios de su martirio, no
podemos saber hasta qué grado el relato de Lucas es exacto. Pero la exactitud no es
lo que importa; lo decisivo es que la comunidad cristiana pudo reconocer como
santo a Esteban tan sólo por analogía con la pasión y muerte de Jesucristo. La
historia de Esteban es una repetición de la historia de Cristo. Ser un santo
significaba, por tanto, no solamente morir por Cristo, sino morir como él. O, lo que
viene a ser lo mismo, ser un santo significaba que la historia de la propia muerte
era recordada y referida igual que lo era la de Cristo.

Se puede decir, pues, que la santidad y el martirio fueron inseparables en la


conciencia cristiana desde el principio. Así como Jesucristo obedeció al Padre
«hasta la muerte»\'7b38\'7d, así el santo era alguien que moría por Cristo; así
como el bautismo significaba la incorporación al cuerpo de Cristo, así el martirio
significaba morir con Cristo y resucitar a la plenitud de la vida eterna. El martirio
sellaba la conformidad total del santo con Cristo. En ese sentido, vale la pena
anotar que los dos pilares gemelos de la Iglesia apostólica, los apóstoles Pedro y
Pablo, eran venerados como santos no por el liderazgo que ejercieron en las
comunidades cristianas, sino porque acabaron muriendo como mártires. Puede
que por la misma razón algunos otros de los doce apóstoles primitivos, de cuya
muerte no sabemos nada, fuesen recordados también como mártires\'7b39\'7d.

Durante los primeros cuatro siglos de la era cristiana, la persecución por


parte de los romanos fue tan intensa que la conversión al cristianismo implicaba
efectivamente el riesgo del martirio. En efecto, sufrir y morir como Cristo era una
gracia ardorosamente deseada; era el premio codiciado. A principios del siglo II,
por ejemplo, el obispo de Antioquía, Ignacio, escribió a cierta gente influyente en
Roma, adonde lo llevaban para su ejecución, implorando que no intercedieran por
su vida: «Os suplico no me tratéis con inoportuna amabilidad. Dejad que me
devoren las fieras, gracias a las cuales llegaré a la presencia de Dios. Yo soy trigo
de Dios, y seré molido por los dientes de las fieras para transformarme en el puro
pan de Cristo.»\'7b40\'7d

Sin embargo, no todos los cristianos que fueron encarcelados, torturados o


deportados a las minas imperiales perecieron.

A algunos se les negó el martirio a pesar de haber hecho confesión pública


de su fe. Aunque sobrevivieran, esos «confesores», como se dio en llamarlos, eran
reverenciados por su público testimonio de la fe y por su disposición a morir por
ella. Si se trataba de catecúmenos (es decir, personas que recibían instrucción en la
fe, pero que todavía no estaban bautizadas), se los consideraba bautizados «de
sangre», en virtud de su disposición a sufrir el martirio por Cristo; si estaban ya
bautizados, se les ofrecía los privilegios (incluida la renta) y el rango de clérigos.
Algunos confesores eran venerados como santos incluso después de su muerte, a
consecuencia de su semejanza con los mártires.

Pero, con la entronización de Constantino como primer emperador cristiano,


a principios del siglo IV, la Iglesia entró en una nueva era de relaciones pacíficas
con el Estado romano. La era clásica de los mártires tocaba a su fin; nuevos
modelos de santidad comenzaron a emerger al lado de los antiguos. Entre
aquéllos, el predominante fue el de los solitarios que vivían en ermitas (los
llamados «anacoretas») y monjes que iniciaron una nueva forma de imitar a Cristo.
Así como él ayunó cuarenta días y cuarenta noches en el desierto, así estos ascetas
abandonaron el «mundo» y sus más inocentes placeres, refugiándose en los
desiertos de Siria y Egipto. Más precisamente, los ascetas se sometían a un régimen
de mortificación de la propia persona y renunciaban voluntariamente a comida,
sexo, dinero, ropa y alojamiento cómodos, y a toda forma de compañía humana;
especialmente, al matrimonio. Para la Iglesia, el lento «martirio blanco» de los
ascetas equivalía virtualmente al inmediato «martirio rojo» de quienes vertían su
sangre de hecho.

En resumen, a la pregunta «¿Quién es un santo?», los cristianos de la


Antigüedad grecorromana contestaban señalando ejemplos de sufrimiento
excepcional. Santos eran aquellos que habían muerto o estaban dispuestos a morir,
o bregaban por una muerte lenta «para el mundo» como manera de imitar a Cristo.
De todos ellos, era el mártir quien recibía los mayores honores; así sigue siendo, de
hecho, hasta el día de hoy. Pero, al hacer extensiva a los vivos la idea de santidad,
la Iglesia llegó gradualmente a venerar a las personas por la ejemplaridad de sus
vidas no menos que por su muerte.

Con el transcurso del tiempo, los ejemplos de santos reconocidos incluyeron


también a misioneros y a obispos que habían dado pruebas de un celo pastoral
extraordinario (sobre todo, hacia los pobres), a monarcas cristianos que mostraron
extraordinaria solicitud para con sus súbditos, y a apologetas célebres tanto por su
defensa intelectual de la fe como por su ascetismo personal. En la Edad Media, la
lista se amplió mucho con nombres de fundadores de órdenes religiosas, tanto
hombres como mujeres, cuyos votos de pobreza, castidad y obediencia se
insertaban en la tradición espiritual de los primitivos ascetas del desierto.

Pero, a pesar de que el número iba en aumento y los tipos se diversificaban,


el modo en que se categorizaba a los santos se mantuvo sorprendentemente
estático. Hasta este siglo, se identificaba a los santos conforme a unas categorías
formadas durante los cuatro primeros siglos de la Iglesia. Los santos eran o
mártires o confesores. A los confesores, a su vez, se los catalogaba por sexo y
estado civil: obispo, sacerdote o monje para los hombres; virgen o viuda para las
mujeres. Todos los demás santos (los casados, de hecho) figuraban bajo «Ni virgen
ni mártir», rúbrica equivalente a «Ninguno de los mencionados». En la actualidad,
los casados se mencionan como tales, pero aún no hay categorías oficiales para los
heroicos comerciantes, artistas, eruditos, científicos o políticos cristianos. Lo que
sugiere esta tipología no es que la Iglesia, en el proceso de hacer santos,
permanezca ciega ante la vocación del candidato en la vida real, pero sí que la idea
de santidad continúa identificándose en su raíz con ciertas formas de renuncia que
expresan el amor a Cristo. El mártir renuncia a su vida antes que renegar de Cristo;
el confesor se proclama dispuesto a morir, y la virgen renuncia a los normales
placeres de la vida, especialmente al sexo y a la compañía matrimonial.

Pero, incluso en los siglos de formación de la Iglesia, los cristianos veían en


sus santos mucho más que la mera renuncia. Ellos creían que Jesucristo, a través de
su vida, muerte y resurrección, había inaugurado una nueva era del reino de Dios.
Desde este punto de vista, los santos —y en especial los mártires— eran testigos
del surgimiento de ese reino, en el aquí y ahora, contra el cual los poderes de este
mundo resultaban operativos. Más aún, el poder del incipiente reino de Cristo se
manifestaba en ellos a través de la realización de hazañas milagrosas, la menor de
las cuales no era el valor de arrostrar el martirio. En resumen, los santos se
distinguían no solamente por su ejemplar imitación de Cristo, sino también por sus
poderes taumatúrgicos o milagrosos. Así fue que, desde el semillero del martirio
cristiano, brotó a la vida algo que era nuevo en el cuerpo de la Iglesia: el culto de
los santos.

EL CULTO DE LOS SANTOS


Una de las creencias de los cristianos primitivos fue la «comunión de los
santos». Puesto que su testimonio era perfecto, y por su renuncia total, se creía que
los mártires en el instante de su muerte «renacían» a la vida eterna. En ese aspecto,
los cristianos eran únicos en cuanto el dies natalis en que conmemoraban a sus
héroes, martirizados no celebraba el natalicio, sino el día de su muerte y
renacimiento. Pero los santos en su gloria, según creían los cristianos, no se
olvidaban de quienes seguían bregando en la Tierra: entre ellos había una
camaradería o comunión que vinculaba a los vivos y a los muertos. Desde el cielo,
los mártires, como «amigos de Dios», podían actuar como intermediarios en favor
de los suplicantes en la Tierra y, en el transcurso de los primeros tres siglos, los
cristianos se dirigían a ellos con creciente frecuencia para implorar protección,
valentía, curaciones y otras formas de ayuda material o espiritual. A través de esos
milagros de intercesión, la adoración de Cristo llegó a incluir un culto subalterno
—y, a veces, competitivo— a los santos.

Al cabo de dos milenios, resulta difícil apreciar la novedad que presentaba el


culto cristiano a los mártires muertos y el impacto que causó en la concepción del
mundo que tenía la sociedad grecorromana. En palabras de Ernst Bloch, filósofo
marxista heterodoxo, «no fue la ética del Sermón de la Montaña lo que capacitó al
cristianismo para triunfar sobre el paganismo romano, sino la creencia de que
Cristo resucitó de entre los muertos. En una época en que los senadores romanos
competían por quién se empapaba la toga con la mayor cantidad de sangre de
novillo, creyendo prevenir así la muerte, el cristianismo era competitivo por la vida
eterna, no por su moralidad»\'7b41\'7d.

Si los cristianos se hubieran limitado a afirmar que sólo Cristo había


sobrevivido a la muerte, tal vez su fe no hubiera desplazado al paganismo romano.
Lo que impresionaba a los no cristianos, lo que atraía a unos y repelía a otros, era el
vibrante culto que la nueva religión rendía a los mártires. En fecha reciente, el
historiador Peter Brown dilucidó de manera pormenorizada en qué grado el culto
cristiano de los mártires desafiaba los «límites aceptados» que en el mundo
grecorromano separaban los ámbitos y los papeles respectivos de los vivos y de los
muertos. «De la manera más fidedigna, podemos comprender la notoriedad
alcanzada por la Iglesia cristiana —escribe Brown— al escuchar las reacciones
paganas ante el culto de los mártires.»\'7b42\'7d. Como caso paradigmático, cita
Brown las fulminaciones del emperador Juliano el Apóstata en el siglo IV:
«Vosotros continuáis agregando cada vez más cadáveres nuevos a aquel cadáver
viejo (Cristo). Habéis llenado el mundo entero de tumbas y de
sepulcros.»\'7b43\'7d
El principal lugar de culto de los mártires eran sus tumbas. Después de
presenciar la ejecución, los creyentes recogían los restos del mártir, los guardaban
en recipientes sellados y los depositaban en las catacumbas o en otras tumbas
secretas. Más tarde, en el aniversario de la muerte/renacimiento del mártir, los
amigos y familiares celebraban una reunión litúrgica en torno a los restos. De esa
manera, observa Brown, «la tumba y el altar estaban unidos»\'7b44\'7d en un
ritual que ofendía en igual grado a judíos devotos y a piadosos paganos.

Hay en ello, desde luego, una paradoja. Los mismos cuerpos que los
mártires de tan buena gana sacrificaban —y que los ascetas trataban con
disciplinado desprecio— para las comunidades sobrevivientes de cristianos
llegaron a ser «más queridos que las piedras preciosas y más finos que el
oro»\'7b45\'7d. Su creencia era que el espíritu del santo muerto, aunque se hallaba
en el cielo, estaba de algún modo especial presente en sus despojos. Por
dondequiera que se veneraban las reliquias de un santo, el cielo y la tierra se
encontraban y se entremezclaban de una. manera enteramente novedosa para las
sociedades occidentales, como atestigua la inscripción en la tumba de san Martín
de Tours:

Aquí yace Martín el obispo, de santa memoria,

Cuya alma está en manos de Dios, mas él está todo aquí,

Presente y manifiesto en milagros de todas clases\'7b46\'7d.

Para los cristianos primitivos, así como más tarde para sus seguidores
medievales, los milagros eran acontecimientos cotidianos; formaban parte de una
realidad que, aunque distinta de la moderna, no por ello era menos compleja. Para
el erudito Agustín, «todas las cosas naturales [estaban] llenas de lo milagroso», y el
mundo mismo era «el milagro de los milagros»\'7b47\'7d. Resultaba, por tanto,
enteramente «natural» que Dios manifestara lo inusual a través de las oraciones
dirigidas a los santos o realizadas por éstos. En la actualidad, por el contrario, la
Iglesia se muestra mucho más cautelosa en su actitud hacia lo milagroso. Como
veremos, el proceso moderno de hacer santos requiere todavía los milagros como
señales del «favor divino»; pero no obliga a los católicos a aceptar como materia de
fe «sobrenatural» cualquier milagro supuesto como tal, ni siquiera aquellos que se
producen en santuarios como Lourdes o que fueron aceptados en apoyo de la
causa de un santo. Sin embargo, la «creencia humana» en los milagros continúa
siendo característica del catolicismo romano, inclusive el «milagro» de la fe misma.
Lo que aquí nos importa comprender es cómo la atribución de sucesos milagrosos,
sobre todo en santuarios y en sepulcros de santos, quedó entretejida entre los
requisitos de la canonización.

Con el transcurso del tiempo, la unidad de tumba y altar se fue haciendo


aún más explícita. A medida que las tumbas de los santos iban convirtiéndose en
lugares de peregrinación —y de grandes fiestas—, se construían iglesias sobre ellas
para albergar las reliquias y asegurar una celebración más digna de los santos
«patronos» de la localidad. De esa manera, las murallas de las ciudades
grecorromanas se ensancharon a fin de incorporar los cementerios y los cada vez
más elaborados sepulcros de los santos. Un ejemplo notorio es el monte Vaticano,
antaño un cementerio de las afueras de Roma, donde se erigió la Basílica de San
Pedro sobre la tumba del apóstol. Era inevitable que se produjeran conflictos entre
los patrocinadores particulares de los santuarios —que, a menudo, eran mujeres de
la nobleza romana convertidas al cristianismo— y los obispos locales. El poder del
obispo como autoridad de la Iglesia local sufría, en aquel estadio temprano de la
evolución de la Iglesia, la competencia del poder de intercesión del santo sepultado
en la localidad. Como ha demostrado Brown, los obispos locales luchaban por
asegurarse el control de los santuarios locales y, donde les fue posible, los
convirtieron en pilares de su poder eclesiástico. La influencia popular de los santos
y de sus tumbas era tal que Brown llega poco menos que a afirmar que la difusión
del culto a los santos durante el primer milenio amenazó con transformar la
cristiandad en una especie de hinduismo occidental. Lo que sí afirma es lo
siguiente:

Por dondequiera que llegaba el cristianismo durante la Baja Edad Media,


llevaba consigo la «presencia» de los santos. Sea en las inimaginables lejanías del
norte, en Escocia [...], o en la orilla del desierto, donde Roma, Persia y los árabes se
encontraban ante el sepulcro de san Sergio en Resafa [...], o todavía más al este,
entre los cristianos nestorianos de Irak, Irán y Asia central, el cristianismo de la
antigüedad tardía, en su encuentro con el mundo exterior, era idéntico con sus
reliquias y relicarios\'7b48\'7d.

Parecía inevitable que el culto que se rendía a los santos entrara en


competencia con la adoración tributada a Dios. En fecha tan temprana como
mediados del siglo II, los cristianos eran plenamente conscientes de que la
veneración de los santos se exponía a la acusación de idolatría. En el «Martirio de
Policarpio», una carta de los cristianos de Esmirna, en el Asia Menor, a los de
Filomelión, en Frigia, el autor refiere que el magistrado se negó a entregar los
restos calcinados del obispo a los fieles hasta que éstos no «renegaran del
Crucificado y adoraran a este hombre»\'7b49\'7d en su lugar. Lo que menos
quería alentar el magistrado era la creación de un segundo Cristo. De hecho, es así
cómo, por analogía, los cristianos de Esmirna veían a su obispo, y al final lograron
rescatar sus huesos de la tumba. Pero la carta que refiere el episodio es de gran
interés histórico, entre otros motivos, por el cuidado con que se distingue entre la
adoración debida a Cristo y el amor a los mártires como «discípulos e imitadores
del Señor»\'7b50\'7d.

Como los cristianos de Esmirna, los padres de la Iglesia de los siglos III y IV
establecían una. distinción rigurosa entre la latría o adoración debida a Cristo y la
dulía o veneración propia de los santos. Pero esa distinción, aunque bastante
plausible en lo abstracto, resultaba a menudo difícil de mantener en la práctica. Los
santos eran, después de todo, objeto de devoción popular, y se trabó una viva
controversia intelectual sobre la manera adecuada de venerarlos. Por ejemplo, si
bien se creía que el cuerpo y la sangre de Cristo estaban materialmente presentes
en el vino y en el pan eucarísticos, la imaginación popular atribuía a veces a los
santos una presencia más poderosa todavía en sus tumbas y reliquias. Así los
relicarios y las tumbas de los santos se convirtieron en lugares de unas prácticas de
culto muy parecidas a aquellas que los paganos tributaran a sus sepulcros
sagrados, como es el caso del de Asclepio. Familias cristianas realizaban ayunos
ante las tumbas de los santos; algunos practicaban incluso la «incubación», pues
pasaban la noche en los santuarios para obtener la protección del santo. Así se
inició otra tradición que se prolongaría a través de la Edad Media, la del entierro ad
sonetos o cerca de las tumbas de los santos; de esa manera, se esperaba que los
difuntos gozasen de la protección del santo cuando fuesen llamados ante el
tribunal de Dios.

No sólo los cuerpos de los santos, sino también sus prendas de vestir y hasta
los instrumentos de su tortura se veneraban como objetos sagrados. Según un
testimonio de la época, antes del entierro de san Ambrosio, obispo de Milán, en
397, «una multitud de hombres y mujeres arrojaba sus pañuelos y delantales hacia
el cuerpo del santo, en la esperanza de que lo tocaran»\'7b51\'7d. Tales branden
como se llamaban, eran apreciados como reliquias milagrosas. Desgajadas del
cuerpo y guardadas en relicarios ricamente adornados, las reliquias se convirtieron
efectivamente en santuarios portátiles para uso tanto público como privado.

Varios de los padres de la Iglesia se opusieron a la veneración de tales


reliquias, alegando que suscitaban un tipo de reverencia que debía ser tributado
únicamente a Dios. Otros defendían esas prácticas, arguyendo que los cuerpos de
los santos estaban santificados y, por extensión, también los objetos que habían
tocado. Otros más justificaban el culto de los santos y la veneración de sus reliquias
por razones pedagógicas: contribuían a la edificación y elevación espiritual de los
creyentes. Finalmente, se impuso la opinión favorable a las reliquias. En 410, el
Concilio de Cartago decidió que los obispos locales destruyesen todos los altares
erigidos en memoria de los mártires y que no permitiesen la construcción de
nuevos santuarios, a menos que contuvieran reliquias o estuvieran situados en
lugares notoriamente santificados por la vida o la muerte del santo. Hasta el año
767, el culto de los santos había llegado a ser parte tan esencial del culto cristiano
que el Concilio de Nicea decretó que todo altar de iglesia debía contener una
«piedra del altar» que albergara las reliquias de un santo. Aún hoy, el Código del
Derecho Canónico define un altar como «una tumba que contiene las reliquias de
un santo»\'7b52\'7d.

Si por una parte los santos estaban presentes en sus restos, por otra eran
recordados a través de sus historias. Aparte de la Escritura, la literatura cristiana
más popular durante los siglos de formación de la Iglesia fueron los relatos de la
pasión y muerte de los mártires. En contadas ocasiones, como el martirio de santa
Perpetua y de santa Felicitas, en el siglo III, las Iglesias locales lograron
efectivamente conservar e incluir en sus acta de los santos la transcripción directa,
efectuada por los escribas romanos, del diálogo entre el tribunal y los acusados.
Con mayor frecuencia, la comunidad local de creyentes componía las «pasiones»
de sus propios mártires, que eran relatos piadosos y altamente estilizados de la
pasión y muerte del mártir. Dado que la finalidad de tales historias era la
edificación de los creyentes, no menos que la exaltación del santo, se entrelazaban
en ellas leyendas y anécdotas milagrosas que dramatizaban la valentía moral y el
poder espiritual del santo. Lo que habían sido en realidad, por ejemplo,
sumarísimos interrogatorios reglamentarios por parte del tribunal, se transformaba
en largos diálogos apócrifos entre el acusado y los acusadores, confeccionados a la
manera del relato de Lucas sobre san Esteban. A esos relatos de pasión se
agregaban los libelli o historias de milagros.

La literatura sobre los santos llegó a incluir también verdaderas biografías


completas, aunque éstas eran, medidas con los criterios de la historiografía
moderna, meros ejercicios de hagiografía. Entre las más leídas e imitadas contaba
la Vida de Martín de Tours, de Sulpicio Severo, publicada por primera vez en el siglo
IV en latín y que contiene una extensa enumeración de curaciones milagrosas y
otros prodigios obrados tanto en vida del santo como a título póstumo en el lugar
de su tumba. En la actualidad, esos textos se valoran menos por lo que nos cuentan
acerca de los temas que tratan —en ese aspecto son históricamente poco fiables—
que por cuanto revelan de la actitud de la Iglesia hacia los santos y de las maneras
en que la santidad fue percibida, imaginada y transmitida a la posteridad. «Decir
que la leyenda ha brotado frondosamente en torno de los santuarios es subrayar
simplemente la importancia que el culto de los santos tenía en la vida de los
pueblos», observa Hippolyte Delehaye, el mejor estudioso de la hagiografía
cristiana que ha tenido este siglo. «La leyenda es el homenaje que la comunidad
cristiana rinde a sus santos patronos.»\'7b53\'7d

Cabe anotar que no todos los santos eran cristianos; en algunos casos, fueron
personajes sacados de los textos. Juan Bautista era sólo uno de los personajes
bíblicos precristianos, investidos retroactivamente con la condición de santos (otro
fue el anónimo «buen ladrón» que murió con Cristo). Otros, como san Cristóbal (el
nombre significa «portador de Cristo»), eran personajes de antiguas leyendas o,
como santa Verónica («verdadera imagen»), fueron confeccionados a partir de la
meditación sobre los Evangelios: en este caso, el episodio, narrado por Lucas, de la
mujer que, en el camino del Calvario, seca la cara de Cristo con un lienzo en el cual
queda impreso, en señal de gratitud, el rostro sangriento. Otros aun, como el
arcángel Miguel, ni siquiera eran seres humanos.

En suma, el culto de los santos hacía revivir a los muertos, infundía vida a la
leyenda y proporcionaba a cada comunidad de cristianos sus propios santos
patronos. Con su crecimiento exuberante, el culto de los santos arraigó por
dondequiera que llegara la cristiandad. Al final, los obispos comprendieron que
era preciso podar esas vidas, porque saber a quién rezaba la gente era un asunto de
gran importancia. No había nada malo en la aclamación popular, pero se
comenzaba a entender que el entusiasmo de los creyentes por sus patronos
celestiales podía sufrir desengaños. ¿Cómo podían asegurarse las autoridades de la
Iglesia de que los santos invocados por la gente eran realmente «amigos de Dios»?

Los mártires no presentaban ningún problema. Su autenticidad como santos


se basaba en el hecho de que la comunidad había presenciado su muerte ejemplar.
Se creía que el martirio era algo más que un acto de valentía humana; a fin de
cuentas, también había no cristianos que morían por nobles causas. Morir por
Cristo, en cambio, requería un apoyo sobrenatural. Se creía que sólo el poder de
Cristo conseguía, obrando en el mártir, sostenerlo hasta el sangriento final. Incluso
los pecados que el santo hubiera cometido quedaban borrados por el martirio,
siendo éste lo más elevado que se le podía pedir a un cristiano piadoso. El martirio
constituía, en suma, el sacrificio perfecto e implicaba la consecución de la
perfección espiritual. Una cosa era, sin embargo, reconocer la santidad de los
mártires y otra hacer lo propio para los que no lo eran. ¿Cómo podía saber la
Iglesia si alguien que no había sufrido el martirio había perseverado en la fe hasta
el final de su vida?
El interrogante se planteó por primera vez, según parece, en relación con los
confesores. Como los mártires, los confesores eran reverenciados incluso cuando se
hallaban en prisión. Otros cristianos acudían, a veces con gran riesgo para ellos
mismos, a socorrerlos. Después se otorgaba a menudo a los supervivientes, como
hemos visto, privilegios y posiciones de honor en la comunidad. Pero, al ser
humanos, no todos los confesores sobrevivieron a la adulación de la comunidad ni
mantuvieron intacta su humildad; en algunos casos, ni siquiera la fe.

Con frecuencia, también a los ascetas se los trataba, mucho antes de morir,
con la misma deferencia que solía concederse a los mártires. Del mismo modo que
éstos se purificaban por el sufrimiento y la muerte, así, se pensaba que los ascetas
se purificaban mediante el rigor de su disciplina espiritual. La analogía es bastante
explícita en la Vida de Antonio atribuida a Atanasio, que se publicó inmediatamente
después de la muerte del santo, en 355, y que permanecería durante siglos como
uno de los principales modelos de los textos hagiográficos. En dicha obra, Atanasio
describe con gran lujo de detalles los prolongados ayunos, silencios y otros
sufrimientos que el ermitaño del desierto soportó voluntariamente. En su celda,
escribe Atanasio, Antonio «era martirizado a diario por su conciencia en los
conflictos de la fe»\'7b54\'7d.

Al huir de la sociedad de ciudades y aldeas en busca de la fría soledad de los


desiertos, los ascetas bregaban por aquella pureza del corazón que conocieron,
según se creía, Adán y Eva en el Paraíso antes del pecado original. Y como Adán,
los ascetas experimentaban las tentaciones de Satanás, a menudo en forma de
tentaciones de la carne, y libraban así batallas contra las fuerzas del mal que, se
pensaba, dominaban este mundo caído. Pero esos ascetas tampoco estaban tan
lejos de la sociedad como para que los creyentes no pudieran dirigirse a ellos en
busca de asistencia espiritual o de curación. En una palabra, eran considerados,
como los confesores, «santos vivientes», y las historias de sus vidas comenzaron a
competir con las de los mártires. La Vida de Antonio conmovió tanto a Agustín de
Hipona\'7b55\'7d que, al conocerla a través del relato de su amigo Ponticiano,
renunció a su deseo de casarse, se convirtió al cristianismo y terminó por vivir en
carne propia la santidad.

Pero otra vez se planteaba la pregunta de cómo los creyentes podían saber
que el asceta, en la soledad de su celda, no había sucumbido a la tentación. ¿Podían
estar seguros de que un «santo viviente» había muerto en perfecta amistad con
Dios y era, por tanto, capaz de interceder por ellos?

Resultó que la prueba se hallaba en sus milagros. Aparte de su reputación


personal de santidad, los confesores y los ascetas eran juzgados dignos de culto
por el número de milagros que obraban póstumamente por intermedio de sus
tumbas o de sus reliquias. Agustín tuvo gran influencia al defender la idea de que
los milagros eran señales del poder de Dios y pruebas de la santidad de aquéllos
en cuyo nombre se obraban. Su convicción se vio reforzada tras el descubrimiento,
en 415, de los restos de san Esteban en Tierra Santa y su posterior dispersión entre
varios santuarios occidentales. Los milagros no tardaron en producirse, y Agustín,
deseoso de reafirmar en la fe a los creyentes, tomó nota de ellos. En una ocasión
llevó a dar testimonio en la iglesia a un joven que había sido curado poco tiempo
atrás por una reliquia de san Esteban y, a continuación, presentó a su hermana, que
continuaba padeciendo la misma enfermedad. Éstos y otros ejemplos se citan
extensamente en el capítulo final de su obra monumental La ciudad de Dios,
entretejidos en un diálogo de altos vuelos con Platón, Cicerón y Porfirio, como
pruebas irrefutables de la resurrección de la carne.

En el siglo V existían, por tanto, varios de los elementos que, finalmente,


serían codificados en el procedimiento formal que sigue la Iglesia para la
canonización. A los santos se los identificaba como tales en función de 1) su
reputación entre la gente, sobre todo la del martirio, 2) las historias y leyendas en
que se habían transformado sus vidas, como ejemplos de virtud heroica, y 3) la
reputación de obrar milagros, en especial aquellos que se producían
póstumamente sobre las tumbas o a través de las reliquias. Aunque no todas las
historias se aceptaban sin crítica, habrían de pasar varios siglos más hasta que la
Iglesia insistiera en que tales elementos fuesen verificados mediante una
investigación sobre la vida y muerte de los santos. Mientras tanto, éstos
continuaban siendo objeto de culto, no de investigación. Para la santidad bastaba
con que el fallecido fuera recordado, venerado y, ante todo, invocado.

Del siglo VI al X, el culto de los santos se expandió en progresión


geométrica. A medida que la fe se difundió entre los godos y los francos y, luego,
entre los celtas de las islas Británicas y los eslavos de Europa oriental, los cristianos
recién convertidos exigían el reconocimiento de sus propios santos y mártires, que
a menudo eran los mismos misioneros a quienes ellos habían dado muerte por
predicar la fe. La Iglesia estimulaba a su vez la veneración de reliquias entre los
recién bautizados, a fin de fortalecer su fe y prevenirlos de la recaída en la
adoración de los antiguos ídolos. Los papas se mostraban generosos con los restos
de los santos enterrados en los cementerios de Roma, que trataban como tesorería
espiritual; muchos visitantes destacados volvían de Roma con el cuerpo de un
santo como regalo.
En Oriente, el culto de los santos proliferaba de manera diferente. Puesto
que Constantinopla, la «nueva Roma», no podía preciarse de tener mártires
propios con los que hacer competencia a Roma, la Iglesia los importaba, tal como
sucedió a partir de 356 con los cuerpos de los santos Timoteo, Andrés y Lucas. Así
se inició la práctica de la traslación o traslado de las reliquias desde sus tumbas a
las iglesias de todo el orbe cristiano. Otra práctica nueva fue la «invención»: el
descubrimiento y la veneración de reliquias hasta entonces desconocidas, como en
el caso antes mencionado del descubrimiento de los huesos de san Esteban en
Jerusalén. Primero, en Oriente y, luego, a regañadientes, en Occidente, el traslado y
la invención de los cuerpos fueron acompañados del desmembramiento y la
distribución de las reliquias. Así como el alma se encontraba totalmente presente
en cada parte del cuerpo, así el espíritu del santo estaba, según la creencia popular,
poderosamente presente en cada reliquia. Así fue que las reliquias, desgajadas del
cuerpo entero y separadas de la tumba, adquirieron poderes mágicos propios.

Inevitablemente, ese tráfico de reliquias alentaba los abusos. Las reliquias


eran objeto de venta, falsificación y de luchas cruentas por su posesión, lo cual hizo
necesaria la intervención de las autoridades eclesiásticas. Desde el siglo VIII, los
papas ordenaron que los restos de los mártires romanos fuesen retirados de las
catacumbas y colocados en las iglesias de la ciudad para evitar ulteriores
profanaciones y descuidos. Pero el proceso fue lento y carecía de control efectivo.
En el siglo siguiente existió incluso una asociación comercial especializada en la
localización, venta y exportación de reliquias a todas partes de Europa\'7b56\'7d.
Muchos monjes dieron en robar reliquias de otros monasterios: cuanto mejores
eran las reliquias guardadas en la tesorería, tanto mayor la fama del
convento\'7b57\'7d. En el siglo XII, el comercio de reliquias alcanzó su apogeo
cuando los cruzados despojaron Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Edesa de
sus más veneradas reliquias y las trasladaron a las iglesias de Occidente. La
demanda de reliquias nunca cesó, y los abusos y el tráfico continuaron hasta que
Martín Lutero convirtió las reliquias —y a los santos— en uno de los temas de
controversia de la Reforma protestante.

Obviamente, el culto de los santos, no se limitaba al de sus reliquias. Pero lo


que la preocupación por éstas confirma es el triunfo del santo considerado como
fuente de poderes milagrosos sobre el santo entendido como ejemplo de la
imitación de Cristo. Aunque a los santos se los veneraba por su santidad, se los
invocaba por sus poderes. En efecto, a la hora de reconocer a nuevos santos,
durante el primer milenio de la cristiandad, los relatos de curaciones milagrosas y
de otros poderes taumatúrgicos pesaban más que los testimonios de virtud
heroica. Además, los milagros que más se tenían en cuenta eran aquellos que se
obraban póstumamente a través de sepulcros y de reliquias, puesto que, en fin de
cuentas, también los brujos podían obrar milagros mediante el poder de Satanás,
pero solamente los «amigos de Dios» podían interceder en el cielo por los
creyentes en la tierra.

En retrospectiva, podemos ver que la conjunción de altar y tumba, como lo


llama Brown, fue un proceso de unificación del poder eclesiástico de los obispos
locales con el poder carismático de los santos. La presencia del cuerpo o de los
huesos de un santo popular aumentaba enormemente el prestigio de una iglesia
local; y, para las diócesis, la presencia de un santuario mayor, sobre todo cuando
atraía multitudes de peregrinos, era una bendición para el obispo. No es
sorprendente, por tanto, que la historia de la canonización, tal como entendemos
ahora este proceso, comenzara con la necesidad de establecer una supervisión de
las reliquias y de los santuarios. Sólo una vez asegurado tal control, los obispos
empezaron, en un proceso gradual y accidentado, a encarar el problema de la
convalidación del culto de nuevos santos.
EL DESARROLLO DE LA CANONIZACIÓN

Conforme a un antiguo axioma de la Iglesia, la regla de la oración es la regla


de la fe (lex orandi, lex credendi) o, dicho en otras palabras: para saber en qué creen
los cristianos hay que escuchar sus oraciones. Aparte de todo lo demás, la
veneración de los santos era un acto litúrgico. A los santos se los recordaba e
invocaba, y a ellos se rezaba por dondequiera que se reunieran cristianos en
adoración. En tales ocasiones, sus nombres eran leídos en voz alta, como una lista
de honor de los bienaventurados. De ahí deriva el significado originario de
«canonización»: inscribir el nombre de alguien en un canon o lista de santos.

Durante los primeros siglos de nuestra era, tales listas eran numerosas. A las
listas de mártires, los llamados «martirologios», siguieron diversos calendarios
ordenados que indicaban el nombre y el lugar de entierro de cada santo. Las
iglesias locales poseían sus propios calendarios, que reflejaban el canon de la
región y a veces eran intercambiados con los de otras iglesias locales. También los
monasterios e incluso las naciones tenían santorales propios. No fue hasta el siglo
XVII, después de la Reforma protestante, que se estableció un canon universal para
la Iglesia entera.

Pero el proceso efectivo de la creación de santos era, como hemos visto,


mucho más complejo, imprevisible y, sin duda, más difícil de controlar que la mera
compilación de listas. Del siglo V al siglo X, los obispos fueron desempeñando un
papel mucho más directo en la supervisión de los cultos emergentes. Antes de
agregar un nuevo nombre al calendario local, los obispos insistían en que los
solicitantes presentaran informes escritos (las llamadas vitae) sobre vida, virtudes y
muerte del candidato, así como informaciones sobre sus milagros y, en su caso,
acerca de su martirio. Los prelados más exigentes pedían además testimonios
presenciales, sobre todo tratándose de milagros. Hay que anotar, sin embargo, que
esos procedimientos rudimentarios servían más para asegurarse de la reputación
de santidad del candidato que para examinar su dignidad o virtud personal. En
consecuencia, las vitae leídas a los obispos tendían a ser relatos estereotipados y
enriquecidos con leyendas y excesos hagiográficos, y los testimonios eran a
menudo de tercera mano o meros rumores» (Avanzada ya la Edad Media, la lista
de milagros atribuidos a los santos incluía, por ejemplo, varias resurrecciones de
muertos.) Una vez obtenida la aprobación del obispo o del sínodo regional, el
cuerpo era exhumado y trasladado (la «traslación») a un altar, acto que venía a
simbolizar la canonización oficial. Por último, se le asignaba al nuevo santo un día
para la celebración litúrgica de su fiesta y se inscribía su nombre en el santoral
local. De esa manera informal la canonización se convirtió gradualmente en una
función eclesiástica.

Poco a poco, sin embargo, los obispos iban cayendo en la cuenta de que
había serias razones para escudriñar con mayor cuidado las vidas de los
candidatos antes de otorgarles el beneplácito episcopal. Incluso san Agustín había
reconocido el peligro de permitir el culto a los herejes: en su época, los donatistas,
que más tarde acabarían condenados por herejes, eran notorios por su pasión por
el martirio, llegando en ocasiones a pedir a otros que los mataran. ¿Cómo podía la
Iglesia venerar a unos santos cuyo martirio no era auténtico o que renegaban de la
fe ortodoxa? Y, en cuanto a los milagros, ¿quién podía saber si no fueron realizados
con la ayuda del diablo? Era evidente que hacía falta alguna forma de control de
calidad.

Hacia finales del siglo X, había una creciente tendencia a encargar los
honores de la canonización a los papas, en virtud de su autoridad suprema. De esa
manera, al agregar al culto una especie dé sello oficial, se esperaba una mayor
probabilidad de que el santo fuese reconocido más allá de la comunidad local. Este
parece haber sido el modesto motivo detrás de la canonización del obispo Udalrico
(Ulrich) de Augsburgo, en 993, el primer caso autentificado de convalidación papal
de un culto. A instancias del sucesor de Udalrico, el papa Juan XV escuchó el
informe sobre la vida y milagros del obispo y autorizó el traslado de sus restos.
Habrían de pasar, sin embargo, siete siglos más hasta que el entero proceso de
creación de santos quedara firmemente sometido al control papal. Para que ello
sucediera, debían realizarse previamente dos condiciones históricas: un
extraordinario refinamiento de los procedimientos de creación de santos y, por otra
parte, la consolidación de la autoridad que el papa ejercía sobre la Iglesia.

Ninguna de las dos se cumplió instantáneamente ni sin conflictos. Como era


de esperar, la extensión del control papal sobre el proceso de creación de santos,
aun siendo gradual, no fue siempre recibida con entusiasmo al norte de los Alpes.
En primer lugar, muchos santos habían muerto hacía largo tiempo y eran objeto de
vigorosos cultos locales. ¿Quién era el papa, después de tantos años, para negarles
validez? ¿Y cómo podían él o sus legados llevar a cabo una investigación
retrospectiva sobre la vida de un santo para decidir si realmente merecía la
veneración del pueblo? Y, finalmente, había la inevitable tensión entre la Iglesia del
centro —Roma— y las Iglesias de la periferia, que ilustra muy bien un famoso
incidente que se produjo en Inglaterra después de la conquista normanda.

En efecto, en 1078 ocupó la sede de Canterbury el arzobispo Lanfranc, un


puntilloso italiano enamorado de las costumbres normandas. Lanfranc tendía a
tomar a los anglosajones que estaban a su cargo por cristianos rústicos cuyos
santos locales eran de dudosa calidad. Conversando con el monje inglés Anselmo,
Lanfranc le preguntó que si pensaba que la Santa Sede debía convalidar el culto de
un arzobispo anterior de Canterbury, Alphege. Éste era un monje anglosajón,
ampliamente venerado como mártir y héroe nacional. En 1011, una horda de
daneses merodeadores había ocupado Canterbury y aprisionado a Alphege,
exigiendo acto seguido una suma exorbitante de rescate. Alphege se negó y
prohibió a la gente que pagara por él. Por ese motivo fue muerto en 1012 a manos
de daneses borrachos que blandían los huesos de un buey, con lo cual se convirtió
en el primero, aunque no en el último, arzobispo mártir de Canterbury\'7b58\'7d.

A Lanfranc no lo convencían las pruebas de que Alphege hubiera sido


asesinado por negarse a abjurar de Cristo, como requería la tradición, y no por
motivos puramente políticos. Anselmo, que más tarde sería él mismo canonizado,
contestó con la observación de que Juan Bautista tampoco fue asesinado por
negarse a abjurar de Cristo y, sin embargo, era considerado un santo de la Iglesia.
Lanfranc se rindió inmediatamente ante la evidencia de tal analogía y autorizó el
culto de Alphege sin más investigación.

En el transcurso de las décadas siguientes, la intervención papal en la


creación de santos fue haciéndose más pronunciada. Con cada vez mayor
frecuencia, los papas exigían pruebas de milagros y virtudes en forma de
declaraciones de testigos fiables. En un caso memorable\'7b59\'7d, el papa Urbano
II (1088-1099) se negó a canonizar a un abad (Gurloes) hasta que los monjes no le
presentaran testigos oculares que atestiguaran haber presenciado los milagros
atribuidos al abad. En el siglo siguiente, el papa Alejandro III (1159-1181)
reprendió, en una carta al rey Kol de Suecia, a un obispo local\'7b60\'7d por
tolerar el culto a un monje que resultó muerto en una pendencia de borrachos, a
pesar de que los habitantes del lugar aseguraban que se habían obrado milagros a
través de su intercesión. Alejandro observó que los monjes pendencieros no eran el
tipo de ejemplo de santidad que la Iglesia deseaba ver imitada por sus fieles.

Alejandro fue el primero de lo que llegaría a ser, con algunas interrupciones,


una larga línea de grandes papas juristas medievales que convertirían a la Iglesia
católica romana en el primer Estado europeo regido por leyes. Al igual que otras
dimensiones de la actividad eclesiástica, la creación de santos vino a colocarse
gradualmente bajo la jurisdicción de la Santa Sede y sus juristas. En 1170,
Alejandro decretó que nadie podía recibir veneración local sin la autorización
papal, cualesquiera fuesen su reputación de santidad o sus milagros. Dicho
decreto, sin embargo, no puso fin inmediato a las canonizaciones episcopales ni
eliminó la sed popular de nuevos cultos. En 1234, el papa Gregorio IX publicó sus
Decretales, colección de leyes pontificias, en las que afirmó la jurisdicción absoluta
del pontífice romano sobre todas las causas de santos, declarándola obligatoria
para la Iglesia universal. Dado que los santos eran objeto de devoción de la Iglesia
entera, razonaba Gregorio, sólo el papa, con su jurisdicción universal, tenía el
derecho de canonizar.

A partir de entonces, el proceso de canonización se volvió cada vez más


meticuloso. El reglamento exigía esencialmente la creación de tribunales locales
con delegados papales que escuchaban las declaraciones de los testigos que
estaban allí para confirmar las virtudes y los milagros del candidato. Estos últimos
eran sometidos a un escrutinio particularmente severo. En 1247, por ejemplo, unos
cardenales delegados por el papa para informar sobre los milagros de san
Edmundo de Abingdon comentaron sardónicamente que, de los santos antiguos,
muy pocos habrían llegado a ser canonizados de haber tenido que someterse a
examen tan estricto. Al mismo tiempo, la Santa Sede trataba de cortar de raíz los
nuevos cultos que brotaban espontáneamente, al prohibir la publicación de libros
sobre los milagros o las revelaciones de los santos locales no oficiales, así como la
exposición pública de sus imágenes con halo o rayos de luz alrededor de la
cabeza\'7b61\'7d.

Aun así, no fue hasta el siglo XIV, con el traslado de la corte papal a Aviñón,
que los papas lograron instituir unos métodos bien reglamentados para investigar
las vidas de los nuevos candidatos a la santidad. Por muy «prisioneros» que fuesen
del puño de terciopelo de los monarcas franceses, los papas de Aviñón (1309-1377)
transformaron la curia romana en una burocracia eficiente. Gracias a sus reformas
canónicas, los procedimientos de canonización adquirieron la forma explícita de
un proceso legal en toda regla entre los solicitantes, a los que representaba un
procurador oficial o defensor de la causa, y el papa, representado por una nueva
especie de funcionario de la curia, el «promotor de la fe», más conocido
popularmente como «abogado del diablo». Además, la Santa Sede exigía, antes de
tomar en consideración una causa, que el proceso en favor del candidato fuese
solicitado mediante cartas de «reyes, príncipes y otras personas prominentes y
honradas»\'7b62\'7d (lo cual incluía, obviamente, a los obispos). En otras palabras,
la vox populi no bastaba para comprobar la reputación de santidad si no recibía el
apoyo de las elites de la Iglesia. Los procesos se prolongaban a menudo durante
meses y se celebraban localmente. El proceso del ermitaño agustino san Nicolás de
Tolentino, por ejemplo, duró desde el 7 de julio hasta el 28 de septiembre de 1325;
declararon en él trescientos setenta y un testigos. Resulta poco sorprendente, pues,
que entre los años 1200 y 1334 se produjeran sólo veintiséis canonizaciones
papales.

A pesar de esas medidas, el período comprendido entre 1200 y 1500 asistió a


la más amplia difusión del culto de los santos en toda la historia de la Iglesia
occidental. Cada ciudad y cada pueblo veneraba a su propio santo patrón, y el
ascenso de las órdenes mendicantes agregaba nuevos nombres a las listas. Frente a
una situación cada vez más anárquica, el papado introdujo una nueva distinción:
de entonces en adelante, tenían derecho a ser llamados sancti (santos) solamente
aquellos que hubieran sido canonizados por el papa, mientras que los que eran
venerados sólo localmente o por determinadas órdenes religiosas recibían el
nombre de beati (beatos). Se toleraban así los cultos locales y se reservaba, sin
embargo, el reconocimiento oficial a aquellos siervos de Dios cuyas vidas y
virtudes ofrecían, a los ojos de los hacedores de santos pontificios, los mejores
ejemplos a la cristiandad entera. Esta distinción, que parece haber sido motivada,
en su origen, por consideraciones prácticas, suscitó pronto un debate teológico de
cierta envergadura y que continúa hasta el día de hoy: ¿es la solemne declaración
de santidad —la canonización— un acto infalible del papa? Los juristas canónicos
tienden a negarlo, mientras que los teólogos, en general, responden
afirmativamente. Más adelante, volveremos sobre el tema con mayor detalle; pero
en un punto reinaba unanimidad entre los teólogos medievales. La beatificación no
incluía ninguna garantía de que el siervo de Dios se hallaba realmente en el
Paraíso, mientras que la canonización sí lo implicaba, con cierta probabilidad o con
toda certeza, según el parecer de cada teólogo. Al final, la beatificación fue
incorporada en el procedimiento de canonización, y comenzó el debate teológico
acerca de la infalibilidad de las decisiones de beatificación.
LOS SANTOS Y LO SOBRENATURAL:

LAS TRANSFORMACIONES MEDIEVALES

El poder de canonizar implicaba inevitablemente el poder de decidir el


significado de la santidad. A medida que la canonización se convertía en
prerrogativa papal, surgieron nuevos modelos de santidad que no sólo reflejaban
los valores y las prioridades de Roma, sino que también transformaban la imagen
del santo. Basándose en un examen riguroso de todos los procesos de canonización
realizados entre 1181 y 1431, incluidos muchos que fueron rechazados, el
medievalista francés André Vauchez ha logrado establecer las siguientes líneas
generales del cambio de los modelos de santidad oficialmente aprobados.

Antes de 1270, la santidad se concedía a una amplia y variopinta gama de


candidatos: obispos que ejemplificaron el empleo justo de la autoridad y de la
riqueza; legos que trabajaron en pro de la justicia social; penitentes cuya
conversión y arrepentimiento de su anterior vida pecaminosa suministraban a los
creyentes de a pie ejemplos listos para emular; reformadores monásticos y, ante
todo, los mediterráneos fundadores de nuevas órdenes mendicantes, como
Domingo de Guzmán y Francisco de Asís.

Hacia finales del siglo, sin embargo, el número y la variedad de personas


aceptadas para la investigación formal por parte de la curia romana empezó a
decrecer, proceso que reflejaba tanto las prerrogativas del papado como los
intereses de sus clientes, particularmente las órdenes religiosas y las casas reales
predilectas de los pontífices. Vauchez descubrió que, en el transcurso de la Edad
Media, los reyes piadosos y los obispos dotados de sensibilidad pastoral, «que
habían monopolizado la atención de los creyentes, no ofrecían ya, a los ojos de los
papas y de los “grandes clérigos” de su entorno, los modelos idóneos que había
que proponer a la Iglesia universal»\'7b63\'7d. También los mártires perdieron el
favor de Roma. Aunque a la Iglesia no le faltaban príncipes y misioneros,
peregrinos e incluso niños que vertieron su sangre durante los siglos XIII y XIV,
muy pocos de ellos fueron canonizados. Esos pocos, como el arzobispo Thomas
Becket de Canterbury (canonizado en 1173) y el arzobispo Estanislao de Cracovia
(canonizado en 1253), recibieron tal honor por haber muerto en defensa de los
derechos de la Iglesia. Vauchez conjetura que los candidatos posteriores fueron
rechazados por los papas porque sus cultos populares estaban viciados por
pasiones de índole más bien política y secular; como en el caso del arzobispo
Alphege, no estaba claro a los ojos de Roma que las víctimas hubieran muerto
exclusivamente por. su fe.. En efecto, Vauchez observa que, «entre 1254 y 1481, no
se canonizó a ningún siervo de Dios que hubiera sufrido una muerte
violenta»\'7b64\'7d, y concluye que, hacia finales de la Edad Media, «de la
identificación de santidad y martirio no quedaba ya sino el recuerdo»\'7b65\'7d.

Según se infiere a partir de las causas que tuvieron éxito, lo que interesaba a
los hacedores de santos papales eran candidatos cuya virtud no se prestara a
ninguna confusión con los logros meramente humanos. En general, favorecieron a
aquellos siervos de Dios que abrazaron formas radicales de pobreza, castidad y
obediencia: sendas de renuncia que distinguían la vida «religiosa» de la de los
legos. Varios de los canonizados eran fundadores de órdenes o de movimientos
religiosos, a través de los cuales sus ideales personales se institucionalizaron y se
perpetuaron; no pocos de ellos fueron, además, místicos y visionarios. El santo
paradigmático del siglo XII era, por consiguiente, según observa Vauchez,
Francisco de Asís, ampliamente venerado como un alter Christus, entre otras
razones porque fue la primera persona que recibió en su cuerpo los stigmata
(estigmas) o heridas cruciformes de Cristo. Francisco fue canonizado rápidamente,
a los dos años de su muerte, en 1228\'7b§\'7d. Su hermana espiritual, Clara de
Asís, monja contemplativa y fundadora de las Hermanas Menores o Clarisas
Pobres, impresionó a Inocencio IV de tal manera que por poco la canonizó en su
lecho de muerte en 1253; fue preciso disuadirlo de permitir que en su entierro se
cantara el Oficio de Vírgenes, como si estuviera ya canonizada. Dos años después,
Clara fue debidamente declarada santa por el sucesor de Inocencio.

Otro modelo favorito era el clérigo erudito, como santo Domingo,


canonizado en 1234, y su ilustre descendiente espiritual santo Tomás de Aquino,
canonizado en 1323, a los cuarenta y nueve años de su muerte. (Es típico que los
eruditos, incluso los teólogos, tardan más en ser canonizados, como tendremos
ocasión de precisar en el capítulo 12.) Este modelo reflejaba en parte el ascenso y la
creciente influencia de las grandes universidades medievales y de los dominicos
mismos; en parte, reflejaba también la preferencia de los papas por los clérigos de
noble origen que se distinguían por su devoción a la vida intelectual y espiritual.
En resumen, la tendencia principal de las canonizaciones era el abandono de los
bienhechores públicos (reyes y obispos amables) en favor de los ascetas que
renunciaban al mundo y de los defensores intelectuales de la fe; muchos de ellos,
gratificados también con extraordinarias experiencias místicas.

Pero, si hemos de creer a Vauchez, los santos predilectos de Roma no


gozaban de mucha popularidad entre los cristianos de a pie (en este punto, como
en todos los demás, san Francisco de Asís constituye la excepción). En primer
lugar, a la gran masa de los creyentes no les interesaban los santos como ejemplos
morales, sino como patronos espirituales que protegían a la población de plagas y
de tormentas. En segundo lugar, las virtudes morales, ascéticas e intelectuales,
ejemplificadas por los santos canonizados por el papa, no eran fáciles de cultivar
fuera de monasterios y conventos. El hecho de que muchos de esos nuevos santos
hubieran fundado órdenes religiosas sólo subrayaba la creciente convicción de las
altas esferas eclesiásticas de que la vida religiosa era la vía privilegiada, si no la
única, a la santidad. No sorprende en absoluto, pues, el extraordinario éxito que
tuvieron las órdenes religiosas, al promover a sus propios miembros como
candidatos a la canonización. Para ser exactos, desde la Edad Media hasta la
actualidad han sido canonizados relativamente pocos católicos que no hubieran
hecho votos públicos o privados\'7b**\'7d de pobreza y castidad, y casi ninguno,
salvo los mártires, que no contara con el apoyo de órdenes religiosas.

La dinámica subyacente a las canonizaciones papales apuntaba a presentar a


los creyentes unas vidas dignas de ser imitadas, no a unos santos que se invocaran
para pedir milagros y otros favores. A ese respecto, la división entre los santos
oficiales y los santos locales o populares reflejaba la creciente tensión que existía
dentro de la Iglesia entre el santo como ejemplo de virtudes y el santo como
taumaturgo o milagrero. A partir de la década de 1230, escribe Vauchez, «los
predicadores difundían la idea de que la gloria de los santos residía en sus vidas y
no en sus milagros»\'7b66\'7d. El problema no estaba en que las elites ilustradas
de la cristiandad no creyesen en los milagros. «Cuando un dolor de muelas lo
hacía sufrir o una enfermedad grave amenazaba su vida, hasta el más sobrio
teólogo invocaba a sus protectores celestiales —observa Vauchez—, igual que el
campesino preocupado por su cosecha o el pescador en peligro en alta
mar.»\'7b67\'7d. El punto en que las elites discrepaban de las masas era la
importancia de los milagros para la santidad. Donde éstas consideraban los
milagros signos privilegiados de la presencia de la santidad, aquéllas los
contemplaban como «efectos de una conducta moral y una vida espiritual que sólo
a la Iglesia incumbía juzgar»\'7b68\'7d.

En suma, el desarrollo de la canonización como proceso papal implicó un


desplazamiento del acento desde la preocupación popular por los milagros hacia la
preocupación de las elites por la virtud. Las pruebas de milagros continuaban
ciertamente siendo necesarias para verificar la reputación de santidad del
candidato, pero sólo un riguroso examen de su vida podía demostrar la presencia
de la virtud. En el transcurso de la Edad Media, sin embargo, la mera «presencia»
de la virtud dejó de ser suficiente. El papa Inocencio IV (1243-1259) declaró que la
santidad requería una vida de «virtud continua e ininterrumpida»\'7b69\'7d, o
sea, la perfección. Si bien los pecadores reformados seguían siendo canonizables, se
prefería a los candidatos cuyas vidas enteras se aproximaban a lo impecable. A los
funcionarios que compilaban los informes sobre los candidatos a la canonización
no les bastaba, por tanto, la demostración de la virtud, a menos que ésta fuese
además «heroica». Así, los criterios papales de santidad se hicieron cada vez más
exigentes, y las vitae de los siervos de Dios se volvieron cada vez más idealizadas y
estilizadas. Por un lado, desaparecían los defectos; por el otro, las virtudes de fe,
esperanza y caridad se acrecentaban con relatos de dones sobrenaturales y de
prodigios de disciplina moral. De esa manera se restituyó a la santidad,
paradójicamente, lo milagroso; sólo que no eran ya las historias de curaciones
póstumas lo que contaba, sino las asombrosas hazañas de «atletismo» moral y
espiritual que el santo hubiera realizado durante su vida. De este modo, observa
Vauchez, el estudio de los procedimientos canónicos «nos permite ver cómo una
vida humana se transformaba en la vita de un santo»\'7b70\'7d.

Tales transformaciones eran ya evidentes en el siglo XIII. Al defender la


causa de san Antonio de Padua (1195-1231), cada uno de los sucesivos biógrafos se
sentía autorizado a superar a sus precursores mediante la atribución de nuevos
milagros o de ulteriores perfecciones al célebre predicador italiano. Como
documenta Vauchez, la transformación de las vidas en textos hagiográficos revela
un énfasis creciente en la vida contemplativa frente a la vida práctica, en el
recogimiento frente al compromiso con el mundo y en la vida interior frente a la
exterior; todo ello condujo a que se terminara por redefinir la santidad como «un
estado de vacío interior tan grande que el alma puede recibir el don de Dios y la
infusión del Espíritu Santo»\'7b71\'7d. Incluso las vidas de obispos activistas eran
transformadas en vitae de monjes, como fue el caso de santo Tomás de
Cantalupo\'7b72\'7d (canonizado en 1320), al que las biografías atribuyen un
amor tan profundo a la pobreza y la castidad que, siendo obispo de Hereford, se
negaba a bañarse o a abrazar a sus hermanas carnales.

Los relativamente pocos legos y legas que obtuvieron la canonización eran


adaptados a las pautas monásticas y místicas por procedimientos semejantes. San
Elzear de Sabran, por ejemplo, fue un conde provenzal y el único varón lego
canonizado en el siglo XIV. Además de sus visiones y revelaciones, su espíritu
contemplativo descollaba por su matrimonio, que renunció deliberadamente a
consumar durante veinticinco años. La virtud de Elzear era más que igualada por
la de su esposa, la beata Delfina de Puimichel, santa Brígida de Suecia y santa
Catalina de Siena, todas ellas célebres vírgenes y místicas, y las únicas mujeres
legas\'7b††\'7d canonizadas durante los siglos XIV y XV.

Sería difícil sobrevalorar el impacto que esos nuevos modelos aprobados por
los papas tuvieron sobre las nociones posteriores de santidad. A través de ellos,
ésta llegó a identificarse permanentemente, aunque no de modo exclusivo, con la
intensidad y la interioridad de la vida espiritual, unidas al rechazo del matrimonio y
de la vida doméstica. Así fue que, si bien un Francisco, un Domingo o una Clara
eran considerados inimitables en su particularidad, a través de la canonización
esos personajes se convertían en los modelos conformes a los cuales otros santos
modelaban conscientemente sus vidas, o bien, lo cual a menudo venía a ser lo
mismo, en los modelos en que se apoyaban los biógrafos para construir sus vitae.
En los siglos siguientes, más de una vita de un siervo de Dios estaba escrita de
forma que se reconociera al candidato como otro Francisco, otra Brígida u otra
Catalina de Siena.

A finales de la Edad Media, el culto de los santos se caracterizaba, en


consecuencia, por una paradoja. Por un lado, se amplió la brecha entre los santos
oficiales, canonizados por el papa, y los santos locales y populares, no oficiales; por
el otro lado, había una convergencia entre las representaciones populares de la
santidad y las de las elites: ambos veían en las señales de lo sobrenatural pruebas
de santidad, aunque interpretaban esas señales de manera muy diferente. De todos
modos, el santo era visto como alguien a quien Dios había predestinado a una vida
que rebasaba las capacidades de los mortales, salvo de unas pocas almas cristianas.
Aun así los humildes pecadores tenían motivos de esperanza: según la enseñanza
de la Iglesia, los pocos perfectos habían producido, con su tenaz abnegación, un
«tesoro» o unos méritos vicarios\'7b73\'7d de los cuales podían beneficiarse las
masas espiritualmente débiles. Era esa economía espiritual la que desafió, en su
momento debido, un monje alemán atormentado por la conciencia. En nombre de
un Evangelio más puro, Martín Lutero rechazó tanto a los «atletas» espirituales
favorecidos por Roma como a los patronos espirituales milagreros invocados por el
creyente común.
LA REFORMA Y LA VICTORIA DE LOS JURISTAS

En retrospectiva, la «burocratización de la santidad»\'7b74\'7d, como la


llamó un estudioso católico contemporáneo, era inevitable y necesaria. El impulso
de multiplicar el número de santos no surgía de la jerarquía, sino de los creyentes,
que recurrían a sus patronos celestiales en busca de ayuda para la satisfacción de
una amplia variedad de necesidades. La cristiandad medieval era efectivamente en
gran medida una cultura de los santos. Cada ciudad y cada pueblo tenía su santo
patrono y cada iglesia, sus reliquias. Los países tenían también sus patronos, como
san Jorge para Inglaterra o san Patricio para Irlanda. Cada oficio veneraba a un
patrono y, al adoptar con el bautismo el nombre de un santo, todo cristiano tenía
un abogado en el Paraíso\'7b75\'7d. Los santos curaban enfermedades y protegían
a los creyentes contra desgracias y espíritus malignos; también castigaban a los
pecadores. Los creyentes no sólo rezaban a los santos, sino que además juraban por
ellos. A medida que se multiplicaba el número de santos, lo hacían también las
fiestas en su honor y las peregrinaciones a sus santuarios. Para quienes sabían leer,
las vidas de los santos eran los bestsellers medievales, pleno equivalente de la
narrativa de ficción moderna; para los analfabetos, había imágenes y estatuas e
iconografía de todas clases.

En resumen, en vísperas de la Reforma protestante, Europa era una sociedad


empapada de santos, de sus pertrechos y doctrinas. Era, según nos recuerda el
historiador holandés Johan Huizinga, una sociedad en la que «los excesos y abusos
eran resultado de una extrema familiaridad con lo sagrado\'7b76\'7d (...). Una
parte demasiado grande de la fe viva se había cristalizado en la veneración de los
santos, lo cual hizo brotar un anhelo vehemente de algo más espiritual»\'7b77\'7d.
Desde principios del siglo XIV se habían levantado ya las voces de reformadores
fracasados, como el checo Juan Hus, contra el promiscuo culto de los santos; ahora,
se escuchaban las mismas críticas de boca de Martín Lutero y de Juan Calvino:
toda la Europa protestante les prestó atención.

Las causas de la Reforma protestante fueron ciertamente múltiples, pero el


efecto más palpable que tuvo sobre los creyentes comunes fue el colapso de las
estructuras espirituales mediadoras que representaba el culto de los santos. De un
día para otro, las reliquias y las estatuas desaparecieron de los santuarios
reformados. El púlpito reemplazó el altar, las palabras a las imágenes, el oído a la
vista, el símbolo se limitó a ser meramente símbolo\'7b78\'7d. Escribe Huizinga;
«La Reforma atacaba el culto de los santos, y en ninguna parte de los territorios en
litigio halló la menor resistencia. En fuerte contraste con la creencia en la brujería y
en la demonología, que conservaron plenamente su terreno en los países
protestantes, tanto en el clero como entre los legos, los santos cayeron sin que
nadie diera un golpe en su defensa.»\'7b79\'7d

De todos los reformadores protestantes, la reacción de Lutero frente a los


santos era la más interesante y la más complicada. Su decisión de hacerse monje
fue precipitada por una tempestad, durante la cual rezó a santa Ana e hizo votos
de entrar en un convento si sobrevivía. Pero, finalmente, perdió la fe en el poder de
los santos... y en sus reliquias. En 1520 publicó un panfleto anónimo en el que
parodiaba la colección de reliquias del arzobispo de Maguncia, entre las cuales
enumeraba «un pedacito del cuerno izquierdo de Moisés, tres llamas de la zarza de
Moisés del monte Sinaí, dos plumas y un huevo del Espíritu Santo»\'7b80\'7d y
cosas por el estilo. Pero el catálogo auténtico de las reliquias del arzobispo era ya
de por sí su propia parodia: entre otros objetos sagrados incluía un pedazo de
tierra del sitio en donde Cristo enseñó el padrenuestro, una de las monedas de
plata que cobró Judas por traicionar a Jesucristo y restos del maná que recibieron
los israelitas en el desierto.

Lutero tenía también objeciones teológicas más serias. Como algunos de los
primeros padres de la Iglesia, consideraba el culto de los santos pagano e
idolátrico; rechazaba la mediación de los santos al igual que rechazaba la
mediación de los sacerdotes; creía que un santo no poseía más gracia que cualquier
otro cristiano; argumentó que, puesto que los cristianos se justifican sólo por la fe,
no podían salvarse por méritos propios, ni mucho menos por los que recibían
mediante oraciones de la «tesorería» de los santos; y, finalmente, protestaba contra
la magnificación legendaria de las historias de santos, tal como habían sido
transmitidas por la tradición, aunque apreciaba aquellas que le parecían auténticas.
«Después de la Sagrada Escritura, no hay ciertamente ningún libro más
provechoso para los cristianos que las vidas de los santos, sobre todo cuando son
auténticas y no han sido adulteradas», escribió\'7b81\'7d.

La respuesta de Roma fue ambigua. Por un lado, el Concilio de Trento (1545-


1563) reafirmó vigorosamente el culto de los santos y de sus reliquias, declarando
que «sólo hombres de mentalidad irreligiosa niegan que los santos, que gozan de
eterna bienaventuranza en el Paraíso, deban ser invocados»\'7b82\'7d. Por otro
lado, empujó a la Iglesia hacia la reforma. Numerosos nombres fueron eliminados
de los rebosantes santorales, dejando sitio para adiciones posteriores. La reforma
detallada de los procedimientos llegó en 1588, cuando el papa Sixto V creó la
Congregación de Ritos y encargó a sus funcionarios la responsabilidad de preparar
las canonizaciones papales y de verificar la autenticidad de las reliquias. Pero no
fue hasta el pontificado de Urbano VIII (1623-1644) que el papado obtuvo por fin el
control completo de la creación de santos. En una serie de decretos papales,
Urbano definió los procedimientos canónicos por los que habían de regirse las
beatificaciones y las canonizaciones. Una de esas decisiones merece especial
atención. El papa prohibió estrictamente cualquier forma de veneración pública —
incluida la publicación de libros de milagros o revelaciones, atribuidos a un
supuesto santo— hasta que la persona en cuestión no hubiera sido beatificada o
canonizada por solemne declaración papal. Hizo, sin embargo, una excepción
importante para los casos de aquellos santos de cuyos cultos era demostrable que
habían existido «desde tiempos inmemoriales» o que podían justificarse «por la
fuerza de cuanto los padres o santos han escrito, con la antigua y consciente
aquiescencia de la Sede Apostólica (Roma) o de los obispos locales\'7b83\'7d.

En consecuencia, quedaron sólo dos caminos hacia la santidad: uno, la


estrecha puerta delantera del procedimiento formal y papal, y otro, la puerta
trasera, aún más angosta, de la beatificación o la canonización «equipolentes»
(equivalentes) para aquellos cultos que, en el momento del decreto de Urbano,
tenían ya por lo menos un siglo de práctica. El segundo camino era, de hecho, una
especie de edicto de tolerancia para los cultos locales populares y de antigua
raigambre, con lo cual se paliaba un poco el impacto del decreto. Desde entonces,
cualquier exhibición no autorizada del culto a una persona, previo a su
beatificación o canonización, descalificaba automáticamente al candidato para la
canonización. Los creyentes todavía podían reunirse ante la tumba del difunto y
rezar por favores divinos, y también podían ofrecerle devociones privadas en sus
casas; pero ya no podían invocar o venerar al difunto en las iglesias sin perjudicar
seriamente sus posibilidades de canonización.

Había hablado Roma, y todo lo que quedaba por hacer era organizar y
codificar los reglamentos romanos para la creación de santos. Lo que había sido un
reconocimiento espontáneo por parte de la comunidad local se convirtió en una
investigación retroactiva, conducida por hombres que no conocieron
personalmente al siervo de Dios. Lo que antaño había sido un proceso populista
quedó en manos de los juristas canónicos residentes en Roma. Pero el derecho
canónico se parece, como veremos, al derecho consuetudinario (common law)
británico y estadounidense, en cuanto se basa en antecedentes, no en deducciones
derivadas de principios abstractos. En materia de creación de santos, este breve
resumen atestigua que los antecedentes se remontan, de una u otra forma, al
Nuevo Testamento. Hubo de pasar otro siglo hasta que Prospero Lambertini, un
brillante especialista en derecho canónico, que ascendió desde las filas de la
Congregación de Ritos hasta convertirse en el papa Benedicto XIV, se propuso la
tarea de revisar y clarificar la teoría y práctica eclesiásticas de la creación de santos.
Los cinco volúmenes de su extensa y magistral obra De Servorum Dei beatificatione et
Beatorum canonizatione («Sobre la beatificación de los siervos de Dios y la
canonización de los beatos»), publicados entre 1734 y 1738, son aún en la
actualidad el texto básico sobre el tema.

En los siglos siguientes, los refinamientos del proceso de creación de santos


se debieron mayormente a influencias exteriores. La evolución de la historia como
ciencia crítica, por ejemplo, afectó gradualmente la manera en que la Congregación
manejaba los textos, aunque tuvo, como veremos, un efecto menos visible sobre la
redacción de las vitae. Y, lo que es más importante, la evolución de la medicina
científica redujo en grado considerable el número y la variedad de «favores
divinos» aceptables como milagros. Pero la «ciencia» decisiva seguía siendo el
derecho canónico con sus exigencias. La prueba fundamental la seguían
constituyendo los testimonios presenciales; el objetivo principal era comprobar el
martirio o las virtudes heroicas. Incluso el término técnico usado por la Iglesia,
processus o proceso, tiene claras connotaciones jurídicas. En consecuencia, si el
propósito de la canonización papal, tal como se formó en la era moderna, fue el de
alcanzar la verdad teológica —de saber si el candidato estaba realmente con Dios
en el Paraíso— tanto la forma como, lo cual es más importante, el espíritu del
proceso eran judiciales.
EL PROCESO MODERNO:

EL SANTO COMO PRODUCTO DE UN SISTEMA

En 1917, el reglamento formal para la creación de santos fue incorporado al


Código de Derecho Canónico. Para quienes no eran estudiosos del derecho
canónico o no leían latín, el entero

proceso fue expuesto pormenorizadamente por un clérigo católico británico,


Canon Macken, en un libro publicado en 1910. Como los santos que produce, el
sistema había adquirido, á lo largo de cuatro siglos de refinamiento, una cierta
reputación hagiográfica propia por la precisión jurídica que mostraba en el
descubrimiento y la verificación de los santos auténticos. Macken declara:

La «fiera luz que bate un trono» no es nada en comparación con esta


investigación sumamente cuidadosa y elaborada. Todos los procedimientos se
llevan a cabo con un esmero y una formalidad mucho mayores que en los más
importantes pleitos judiciales. La historia de una jurisprudencia secular no puede
ofrecernos nada que se parezca ni aproximadamente a la extremada circunspección
que se observa en esas investigaciones (…)\'7b84\'7d.

En los procesos de canonización, todo se reduce a ciencia exacta. Los


procedimientos legales de las naciones civilizadas se basan en gran medida en los
métodos establecidos de la Iglesia. Pero en ninguna otra parte hallamos la misma
severa regularidad y estricta disciplina que se practica en esos exámenes. En todas
las fases se observa un máximo de diligencia y precisión, y, mirando el asunto
desde un punto de vista puramente humano, es preciso admitir que, si existe
alguna institución, algún método de investigación conocido que sea capaz de
alcanzar el pleno conocimiento de la verdad, entonces el procedimiento sereno y
reflexivo de la Iglesia es el que con mayor derecho puede aspirar a tal distinción. El
gran objetivo de todas las investigaciones, desde el principio hasta el fin, es excluir
toda posibilidad de error o engaño y asegurar que la verdad reluzca en todo su
esplendor\'7b85\'7d.

Actualmente, el proceso de creación de santos continúa inspirando un temor


reverencial, debido ante todo al hecho de que es poco comprendido. Así, en fecha
tan reciente como 1985, el autor de un estudio popular sobre el Vaticano pudo
escribir: «El misterio de la santidad y el proceso canónico, con todas sus
dimensiones espirituales de intercesión divina, reliquias y milagros, es
probablemente el mayor enigma de la Iglesia aparte de la misa misma.»\'7b86\'7d
Por desgracia, el «enigma» que describe a continuación no correspondía ya al
sistema utilizado por la Iglesia. Dos años antes, los procedimientos por los que se
hacen los santos habían cambiado drásticamente. Algunas de las formalidades
jurídicas continuaban siendo ciertamente las mismas, pero la dinámica subyacente
había sufrido un cambio de orientación.

A fin de apreciar la importancia de ese giro, es preciso comprender el


contexto jurídico en que se produjo. En la Iglesia de Roma, nada cambia jamás por
entero y, así, muchas de aquellas estructuras y prácticas jurídicas permanecen
intactas. Lo que sigue es una descripción del sistema de creación de santos, con
toda su «circunspección», tal como existía aún en fecha tan reciente como 1982.
Sólo después de ver cómo el sistema había funcionado durante la mayor parte del
siglo XX podremos apreciar la profunda y poco comprendida revolución que se ha
producido en la creación de santos durante lo que va del pontificado de Juan Pablo
II.

Durante el antiguo régimen canónico, al igual que en el curso del nuevo, el


sistema apuntaba a hallar respuestas a los siguientes interrogantes generales:

¿Goza el candidato de la reputación de haber muerto como mártir o de


haber practicado las virtudes cristianas en grado heroico?

Como prueba de tal reputación, ¿invoca la gente la intercesión del candidato


ante Dios al rezar por favores divinos?

¿Qué mensaje o ejemplo particular aportaría a la Iglesia la canonización del


candidato?

¿Está la reputación de martirio o de virtudes extraordinarias del candidato


basada en hechos?

Por el contrario, ¿hay algo en la vida o en los escritos del candidato que
presente un obstáculo a su canonización? Específicamente, ¿ha escrito, enseñado o
defendido opiniones heterodoxas o contrarias a la fe o a la moral católicas?

¿Hay entre los signos divinos atribuidos a la intercesión del candidato


algunos que sean inexplicables para la razón humana y que constituyan, por tanto,
potenciales milagros?

¿Hay alguna razón pastoral por la que el candidato no debiera ser


beatificado en este momento?
¿Después de la beatificación del candidato, se han producido gracias a su
intercesión otros milagros que pudieran ser interpretados como señales divinas de
que el beato es digno de canonización?

¿Hay alguna razón pastoral por la que el beato no debiera ser canonizado, o
no en el momento presente?

En la práctica, el proceso de creación de santos involucraba —y todavía


involucra— una gran variedad de procedimientos, destrezas y participantes:
promoción, financiación y publicidad por parte de quienes consideran santo al
candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales;
procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación;
estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe (el
«abogado del diablo») y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la
congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del papa tienen
fuerza de obligación; él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor
de beatificación o canonización.

Bajo el antiguo sistema jurídico, una causa de éxito pasaba por las siguientes
fases típicas:

1. Fase prejurídica. Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por lo
menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o
martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar que
la reputación de santidad de que gozaba el candidato era duradera y no
meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de
los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado entre
una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos
devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios de
comunicación y la «opinión pública». (Esa cautela frente a la prensa no es
precisamente nueva: la primera advertencia, por parte de la congregación de no
tomarse demasiado en serio las reputaciones divulgadas por los medios de
comunicación, data dé 1878.)\'7b87\'7d

Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades


extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido por la Iglesia puede
anticiparse al proceso con la organización de una campaña de apoyo económico y
espiritual al candidato potencial, como hemos visto ya en el caso del cardenal
Cooke. En la práctica, esos «impulsores» de una causa suelen ser miembros de
alguna orden religiosa, dado que sólo ellos tienen los recursos, los conocimientos
necesarios y, a menudo, un interés institucional en llevar el proceso hasta el final.
Normalmente se forma una hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan
informaciones sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen tarjetas de
oraciones y, con no poca frecuencia, se publica una biografía piadosa. Esa es, en
efecto, una fase de promoción, encaminada a alentar la devoción privada y a
convencer al obispo o al juez eclesiástico responsable de la diócesis, en donde
murió el candidato, de la existencia de una genuina y persistente reputación de
santidad. Por último, los iniciadores se convierten en «el solicitante» del proceso
cuando piden formalmente al obispo la apertura de un proceso oficial.

2. Fase informativa. Si el obispo local decide que el candidato posee los


méritos suficientes, inicia el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso es
suministrar a la congregación los materiales suficientes para que sus funcionarios
puedan determinar si el candidato merece un proceso formal. A tal fin, el obispo
convoca un tribunal o corte de investigación. Los jueces citan a testigos que
declaren tanto en favor como en contra del candidato, que de ahí en adelante es
llamado «el siervo de Dios». En caso de ser necesario, las sesiones se celebran en
cualquier sitio en donde haya vivido el siervo de Dios. El fin de ese procedimiento
de investigación es doble: primero, establecer si el candidato goza de una sólida
reputación de santidad y, segundo, reunir los testimonios preliminares aptos para
comprobar si tal reputación se halla corroborada por los hechos. El testimonio
original es transcrito por acta notarial, sellada y conservada en el archivo de la
diócesis. Unas copias selladas (hasta 1982 se necesitaba todavía un permiso
especial de la congregación para presentar copias mecanografiadas en lugar de
copias escritas a mano\'7b88\'7d) se remiten a Roma por un mensajero especial del
Vaticano.

El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es objeto de culto


público; esto es, hay que comprobar que el candidato no se ha convertido, con el
paso del tiempo, en objeto de veneración pública. Esa exigencia, formal, pero
necesaria, se remonta a las reformas del papa Urbano VIII, que prohibió, como
hemos visto, el culto de los santos no oficialmente canonizados por el papa.

3. Juicio de ortodoxia. Es un proceso concomitante, el obispo nombra unos


funcionarios encargados de recoger los escritos publicados del candidato; al final,
se reúnen también cartas y otros escritos inéditos. Los documentos se envían a
Roma, donde en el pasado eran examinados por censores teológicos, que
rastreaban eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy, los censores no
intervienen ya, pero los exámenes continúan realizándose. Obviamente, cuanto
más haya escrito el candidato, tanto más se prolonga el examen. Y no menos obvio
es que, cuanto más osado haya, sido su intelecto en materia de fe, con tanto más
rigor serán escudriñadas sus obras. Como regla general, los disidentes de la
enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados sin más rodeos. Aunque la
congregación no cuenta con ninguna estadística sobre los motivos de rechazo de
las causas, los que trabajan allí confirman que el hecho de no haber superado ese
examen de pureza doctrinaria es la razón más frecuente por la que ciertas causas
han sido canceladas o suspendidas indefinidamente.

Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo, una


oportunidad de refutar los cargos de heterodoxia imputados a su candidato. La
Compañía de San Sulpicio, por ejemplo, logró desmentir hace poco la acusación de
herejía que pesaba sobre su fundador, el padre Jean-Jacques Olier, fallecido en
1657. Los sulpicianos, como se llaman, son especialistas en organizar seminarios en
todo el mundo y, a través de ellos, los escritos de Olier sobre lo espiritual han
adquirido influencia internacional. Pero, en el siglo XIX un jesuita descubrió un
libro, atribuido a Olier, que contenía opiniones heterodoxas acerca de la Virgen
María. Se añadió el volumen al Índice de Libros Prohibidos del Vaticano y se
suspendió la causa de Olier. Más tarde, en los años cincuenta, unos estudiosos
sulpicianos descubrieron que Olier no era el autor del volumen ofensivo y
presentaron pruebas de que sus enseñanzas respecto de la Virgen eran ortodoxas.
El proceso se ha reabierto hace poco\'7b89\'7d.

Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de
revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el nihil obstat,
la declaración de que no hay «nada reprochable» acerca de ellos en las actas del
Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la moral, o de otra cualquiera
de las nueve congregaciones (la Congregación para los Obispos, para el Clero,
etcétera) que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato. La
razón de ese procedimiento reside en la posibilidad de que una o varias
congregaciones puedan hallarse en posesión de informaciones privilegiadas
relativas a los escritos o a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran
influir sobre el seguimiento de la causa. En un caso famoso, la causa fue
suspendida inmediatamente cuando se descubrió que el Vaticano tenía pruebas
concluyentes de que el candidato, sacerdote y fundador de una orden religiosa,
contaba con todo un historial de acoso sexual a niños, y por lo visto, jamás se
arrepintió de sus actos. De todas formas, raras veces se encuentra algo objetable;
desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa que no obtuvo el nihil
obstad\'7b90\'7d.
4. La fase romana. Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En
cuanto los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la
responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos
doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de ellos,
sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador consiste en
representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien le paga, a menos
que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga también los servicios de un
abogado defensor, elegido por el postulador entre una docena aproximada de
juristas canónicos, clérigos y legos, especializados y en posesión de un permiso de
la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos.

A partir de los materiales suministrados por el obispo local, el abogado


prepara un resumen, encaminado a demostrar a los jueces de la congregación que
la causa debe ser iniciada oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que
existe una verdadera reputación de santidad y que la causa ofrece pruebas
suficientes para justificar un examen más detenido de las virtudes o del martirio
del siervo de Dios.

A continuación, se entabla una dialéctica escrita en la que el promotor de la


fe, o «abogado del diablo», propone objeciones al resumen del abogado defensor y
éste replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a menudo, transcurren
años o incluso décadas antes que todas las diferencias entre el abogado de la causa
y el promotor de la fe hayan quedado satisfactoriamente resueltas. Finalmente, se
prepara un volumen impreso, llamado positio, que contiene todo el material
desarrollado hasta el momento, incluidos los argumentos del promotor de la fe y
del abogado. La positio la estudian los cardenales y los prelados oficiales (el
prefecto, el secretario, el subsecretario y, si es necesario, el jefe de la sección
histórica) de la congregación, que pronuncian su sentencia en una reunión formal
celebrada en el Palacio Apostólico. Como en el veredicto de un jurado de
instrucción, un juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar el
proceso (processus).

Una vez aceptado el veredicto por la congregación, se le notifica al papa,


quien emite un decreto de introducción, salvo que tenga a su vez razones para
denegarlo. La manera en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa ha
resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas posibilidades de éxito;
pero, aun así, muchas fracasan. En consecuencia, para subrayar el hecho de que en
esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación administrativa del papa,
éste no firma el decreto con su nombre pontificio, papa Juan Pablo II, sino que
emplea solamente su nombre de pila: Placet Carolos («Karol acepta»).
Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción de la Santa Sede; se la
llama entonces un «proceso apostólico». El promotor de la fe o sus asistentes
elaboran otra serie de preguntas, destinadas a obtener informaciones específicas
sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas preguntas se remiten a la
diócesis local, donde un nuevo tribunal, esta vez integrado por jueces delegados
por la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún vivos. Los jueces tienen
también la posibilidad de requerir declaraciones de testigos nuevos y, en caso de
necesidad, éstos pueden incluso ser trasladados a Roma para contestar a las
preguntas.

De hecho, el proceso apostólico es una versión más estricta del proceso


ordinario. Su objetivo es demostrar que la reputación de santidad o de martirio del
candidato está basada en hechos reales. Cuando los testimonios están completos, la
documentación se envía a la congregación, donde se traduce el material a una de
las lenguas oficiales. (Hasta este siglo, sólo había una lengua oficial, el latín.
Gradualmente, se añadieron el italiano, el español, el francés y el inglés, conforme
al creciente número de causas provenientes de países en donde se hablan dichas
lenguas.) Después, los documentos los examinan el subsecretario y su equipo, para
comprobar que todas las formalidades y los protocolos jurídicos han sido
observados con precisión. Al concluir este proceso, la Santa Sede emite un decreto
sobre la validez del mismo, con lo que garantiza su uso legítimo.

Como paso siguiente, el postulador y su abogado preparan otro documento,


llamado informativo, que resume de manera sistemática los argumentos en favor de
la virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario de las
declaraciones de los testigos, especificadas con relación a los argumentos que se
trata de demostrar. Tras estudiarlo, el promotor de la fe hace sus objeciones a la
causa y el abogado le contesta con la ayuda del postulador. Ese intercambio de
argumentos se imprime, y la entera colección de documentos se somete al estudio
y al juicio de los funcionarios de la congregación y al de sus asesores teológicos.
Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión son recogidas como nuevas
objeciones del promotor de la fe y, por segunda vez, le responde el abogado
defensor. Este intercambio forma la base de una segunda reunión y de un segundo
juicio, que incluye esta vez a los cardenales de la congregación. El mismo proceso
se repite después por tercera vez, pero en presencia del papa. Si se dictamina que
el siervo de Dios practicó las virtudes cristianas en grado heroico o que murió
como mártir, se le otorga entonces el título de «venerable».

5. La sección histórica. En 1930, el papa Pío XI instituyó una sección histórica,


especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que el proceso puramente
jurídico no era capaz de resolver. En primer lugar, las causas para las cuales no
quedan ya testigos presenciales vivos se asignan a esa sección para su examen
histórico; las decisiones sobre la virtud o el martirio se toman en esos casos
mayormente a partir de pruebas históricas. En segundo lugar, muchas otras causas
se remiten a la sección histórica cuando algún punto controvertido requiere un
examen de archivos u otra clase de investigación histórica. En tercer lugar, los
miembros de la sección histórica investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas
causas antiguas para verificar la existencia, origen y continuidad del culto a ciertos
personajes considerados santos, la mayoría de los cuales vivieron mucho antes de
que se instituyera la canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir, a
discreción del papa, un decreto de beatificación o de canonización
«equivalentes»\'7b‡‡\'7d.

6. Examen del cadáver. A veces se exhuma, previamente a la beatificación, el


cadáver del candidato para su identificación por el obispo local. Si se descubre que
el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa continúa, pero deben cesar las
oraciones y otras muestras privadas de devoción ante la tumba. El examen se
realiza únicamente para fines de identificación, aunque, si resulta que el cuerpo no
se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el interés y el apoyo que
recibe la causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en 1860 al obispo John Neumann,
el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se abrió subrepticiamente la
tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia se difundió por toda Filadelfia.
Su sepulcro se convirtió en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se
multiplicaron, y de esa manera, se divulgó la reputación de su santidad.

A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo la Rusa ortodoxa,


la Iglesia católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal de
santidad. Los funcionarios de la Iglesia creen que los factores ambientales bastan
para explicar tales anomalías. Pero eso no ha sido siempre el caso. Durante siglos,
se creyó que los cadáveres de los santos despedían un aroma dulce —el llamado
«olor de santidad»— y la incorrupción se tomaba por indicio de favor divino. Esta
tradición continúa influyendo en los creyentes, aunque no en los funcionarios de la
congregación. Hay, por ejemplo, el caso de Pier Giorgio Frassati, un atlético joven
de Turín que murió de poliomielitis en 1925, a la edad de sólo veinticuatro años.
Era graduado universitario, excelente esquiador y montañista, y, como hijo del
fundador de La Stampa, uno de los periódicos más poderosos de Italia, tenía
dinero. Su reputación de santo se basaba en la caridad: Pier Giorgio decidió dar
calladamente su dinero a los pobres. Lo que hizo su causa todavía más intrigante
eran los rumores que comenzaron a circular después de su muerte, divulgados
principalmente por fascistas hostiles a la reputación antifascista de la familia
Frassati. Algunos afirmaban que el joven Pier Giorgio había mantenido relaciones
ilícitas con una mujer; otros decían que fue enterrado vivo. Las habladurías eran
tan persistentes que la causa quedó suspendida durante varias décadas. Pero
cuando se realizó finalmente la autopsia —por motivos médicos, se dijo—, su
rostro, asombrosamente bien conservado, apareció en perfecta serenidad. Incluso
los ojos estaban, según los observadores, intactos, claros y luminosos. Poco
después, la causa se reactivó y Frassati fue finalmente beatificado el 20 de mayo de
1990\'7b91\'7d.

7. Procesos de milagros. Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los ojos
de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos, rigurosos pero
no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y la canonización son
«señales divinas» que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud o el
martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal señal divina un milagro obrado
por intercesión del candidato. Pero el proceso por el cual se comprueban los
milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones sobre el martirio y
las virtudes heroicas.

El proceso de milagros debe establecer: a) que Dios ha realizado


verdaderamente un milagro —casi siempre la curación de una enfermedad— y b)
que el milagro se obró por intercesión del siervo de Dios.

De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la diócesis, en donde


ocurrió el milagro alegado, reúne las pruebas y toma acta notarial de los
testimonios; si los datos lo justifican, envía dichos materiales a Roma, donde se
imprimen como positio. En la congregación se celebran varias reuniones para
discutir, refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información adicional.
Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos especialistas, cuya tarea consiste
en determinar que la curación no ha podido producirse por medios naturales. Una
vez emitido el juicio correspondiente, se traspasa la documentación a un equipo de
asesores teológicos para que decidan si el milagro alegado se realizó efectivamente
mediante oraciones al siervo de Dios y no, por ejemplo, mediante oraciones
simultáneas dirigidas a otro santo ya establecido. Al final, los dictámenes de los
asesores circulan a través de la congregación y, en caso de decisión favorable de los
cardenales, el papa certifica la aceptación del milagro mediante un decreto formal.

Como veremos en el capítulo 8, el número de milagros requeridos para la


beatificación y la canonización ha disminuido con el transcurso de los años. Hasta
hace poco, la regla eran dos milagros para la beatificación y otros dos, obrados
después de la beatificación, para la canonización, si la causa se basaba en la virtud.
En el caso de los mártires, los últimos papas han eximido generalmente las causas
de la obligación de comprobar milagros para la beatificación, considerando que el
último sacrificio es de por sí suficiente para merecer el título de beato. A los no
mártires se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la canonización.
Evidentemente, el proceso debe repetirse para cada milagro.

8. Beatificación. Previamente a la beatificación, se celebra una reunión general


de los cardenales de la congregación con el papa, a fin de decidir si es posible
iniciar sin riesgo la beatificación del siervo de Dios. La reunión guarda una forma
altamente ceremoniosa, pero su objetivo es real. En los casos de personajes
controvertidos, tales como ciertos papas (véase capítulo 10) o mártires que
murieron a manos de Gobiernos que aún siguen en el, poder (véase capítulo 4), el
papa puede efectivamente decidir que, pese a los méritos del siervo de Dios, la
beatificación es, por el momento, «inoportuna». Si el dictamen es positivo, el papa
emite un decreto a tal efecto y se fija un día para la ceremonia.

Durante la ceremonia de beatificación se promulga un auto apostólico, en el


cual el papa declara que el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los
beatos de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo, a una diócesis local, a un
región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada orden religiosa.
A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial para el beato y una
misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más
difícil del camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por
alcanzar. El papa simboliza ese hecho al no oficiar personalmente en la solemne
misa pontificia con que concluye la ceremonia de beatificación, sino que, después
de la misa, se dirige a la basílica para venerar al recién beatificado.

9. Canonización. Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que


se presenten —si es que se presentan— adicionales señales divinas, en cuyo caso
todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas de la congregación
contienen a varios centenares de beatos, algunos de ellos muertos hace siglos, a
quienes les faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que la Iglesia exige como
signos necesarios de que Dios sigue obrando a través de la intercesión del
candidato. Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el
papa emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser
venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia
universal. Esta vez el papa preside personalmente la solemne ceremonia en la
basílica de San Pedro, expresando con ello que la declaración de santidad se halla
respaldada por la plena autoridad del pontificado. En dicha declaración, el papa
resume la vida del santo y explica brevemente qué ejemplo y qué mensaje aporta
aquél a la Iglesia.

Éste es, en esencia, el proceso por el cual la Iglesia católica romana ha hecho
santos durante los últimos cuatro siglos. Desde la preparación de las tarjetas de
oraciones hasta la declaración final del papa, todas las investigaciones se llevan a
cabo bajo la guía de la «ciencia exacta» de un sistema legal, del que «se puede
afirmar con cierto grado de certeza que es el más antiguo y, con toda seguridad, el
más universal que existe en el mundo»\'7b92\'7d. Era el sistema que yo esperaba
encontrar cuando me dirigí, en otoño de 1987, por primera vez a Roma para
observar cómo los hacedores de santos llegan, en las palabras de Canon Macken,
«al pleno conocimiento de la verdad». Lo que encontré fue algo diferente.
3

LOS HACEDORES DE SANTOS

EN EL INTERIOR DE LA

CONGREGACIÓN

La Congregación para la Causa de los Santos ocupa el tercer piso del Palacio
de las Congregaciones, un edificio en forma de L, de ladrillo reluciente y pálido
travertino, situado en el lado oriental de la plaza de Pío XII, casi tocando los
amplios brazos ovales de la plaza de San Pedro. Dentro del Vaticano es un edificio
moderno, construido en tiempos de Mussolini, con cierta atención a una modesta
dignidad eclesiástica. Los pasillos de la congregación, desnudos y sin adornos,
están sombreados al atardecer y resuenan con eco apagado cada vez que pasan,
apresurados, los monseñores sumidos en la disputa. La mayoría de los despachos
son pequeños, como los de los profesores universitarios, y cuentan con un mínimo
de equipo técnico. Hasta 1985 no había, por ejemplo, otra manera de copiar los
documentos que con papel carbón; ahora, la congregación dispone de dos
fotocopiadoras regalo de benefactores estadounidenses.

Desde sus aposentos en una esquina del edificio, el cardenal prefecto de la


congregación mira sobre la plaza de San Pedro a las ventanas del Palacio
Apostólico, donde los muros están adornados con tapices, la Guardia Suiza se
cuadra con rápido movimiento... y las fotocopiadoras están a mano, listas para
usar. En 1988, en el cuarto centenario de la fundación de la congregación, el
hombre que está a cargo de la misma es el cardenal Pietro Palazzini, un prelado
elegante, ligeramente encorvado y medio calvo bajo el solideo escarlata. Palazzini
entró en el seminario a la edad de once años y, en medio siglo de servicio a la
Iglesia, no ha trabajado nunca fuera del Vaticano ni ha ejercido mucha influencia
en su interior. Pero es un superviviente.

Cuando el papa Juan XXIII ocupó el Palacio Apostólico, se quejó de ciertos


tradicionalistas dentro de la curia romana —«profetas de mal agüero», los llamaba
— que no se sentían muy contentos con su decisión de convocar el II Concilio
Vaticano. Palazzini, autor de diversos libros sobre teología y asiduo colaborador de
L'Osservartore Romano, el diario del Vaticano, era uno de aquellos que el papa tenía
en mente. Entre otros factores, la estrecha vinculación de Palazzini con el Opus
Dei, silencioso movimiento tradicionalista de creciente influencia, no mejoró sus
relaciones con el papa Juan. El liberal sucesor de Juan, Pablo VI, mantuvo a
Palazzini a cierta distancia, aunque lo nombró cardenal, mayormente por cortesía,
en 1973. Hacia finales de los setenta, la carrera de Palazzini dentro del Vaticano
parecía haber llegado a su término.

En 1980, sin embargo, hubo un nuevo papa, originario de Polonia, y Juan


Pablo II reconoció en Palazzini un experto burócrata del Vaticano cuyos instintos
conservadores se complementaban con los suyos. A diferencia de muchos otros
cardenales de la curia, Palazzini aportaba para su cargo unas credenciales
relacionadas con el trabajo de la congregación. Además de la teología moral, poseía
títulos superiores en administración de bibliotecas y custodia de archivos. Y, sobre
todo, tenía fama de ser un funcionario eficiente. Uno de sus predecesores al timón
de la congregación, el cardenal Paolo Bertoli, acabó tan frustrado por la falta de
apoyo de parte de las autoridades superiores que renunció cuando le fue cancelada
una cita que había solicitado. Palazzini no era el tipo de hombre que se arredraba
ante las batallas burocráticas. A sus sesenta y ocho años, sólo siete le faltaban para
el retiro reglamentario, y ahora que por lo menos había llegado a jefe de una
congregación se haría cargo de todo personalmente, si era preciso.

Palazzini tuvo que aprender muy pronto que incluso el prefecto de una
congregación vaticana no es siempre el que manda en su casa. Juan Pablo II insistió
en que el cardenal nombrara secretario de la congregación —el número dos de la
jerarquía interna— al arzobispo Traian Crisan, un emigrante rumano de escasa
estatura que había pasado los treinta y cinco años de su carrera en el Vaticano
dentro de la congregación. Se lo consideraba un técnico capaz aunque carente de
imaginación. Por otro lado, el candidato propuesto por Palazzini para el puesto de
subsecretario, el teólogo monseñor Fabijan Veraja, era rechazado por las
autoridades superiores, y sólo una instancia dirigida personalmente al papa venció
la oposición. Veraja es un croata alto y ligeramente jorobado, cuya incapacidad de
relacionarse con los colaboradores acabó finalmente por distanciarlo también de
Palazzini.

Estos tres hombres, más monseñor Anton Petti, un diplomático amable, pero
faltó de experiencia, tomaron posesión, en 1982, de sus cargos de funcionarios de la
congregación responsable de la creación de santos. Establecieron una agenda
semanal y participaban en la mayoría de las reuniones importantes. Entre los
cuatro mandaban sobre un equipo compuesto por unas dos docenas aproximadas
de monseñores, sacerdotes y legos, más veintitrés abogados y dos monjas que
cumplían funciones de mecanógrafas. Era un triunvirato explosivo.

En cuanto a su estructura y función, las congregaciones del Vaticano


trabajan de manera muy parecida a los comités del Senado de Estados Unidos.
Técnicamente, los únicos miembros de una congregación vaticana son sus prelados
oficiales, los cardenales y obispos designados por el papa para asistirlo y asesorarlo
en la administración de la Santa Sede. En cada fase crucial del desarrollo de una
causa, esos prelados reservan una sala del Palacio Apostólico en donde pronuncian
su veredicto y notifican su decisión al papa. En la práctica, sin embargo, asisten a
las reuniones regulares únicamente aquellos cardenales y obispos que gozan de
buena salud y residen en Roma, que son actualmente unos diecinueve de los
treinta miembros de la congregación. (El cardenal James Hickey, de Washington,
D.C., por ejemplo, no asistió a casi ninguna reunión en los trece años que fue
miembro de la congregación.) Además, dado que los cardenales prefectos de las
congregaciones romanas forman parte mutuamente de sus juntas directivas, una
dirección común integrada por una docena aproximada de prelados ejerce el
control efectivo de la curia romana, incluida la Congregación para la Causa de los
Santos.

Pero en el Vaticano, igual que en otras sedes de gobierno, los criterios que se
imponen no son siempre los de las personas investidas de autoridad. Más aún que
los ministerios de los Gobiernos seculares, las congregaciones vaticanas dependen
de asesores. En el largo y trabajoso proceso de la creación de santos, por ejemplo, el
criterio decisivo es el de los asesores, nombrados por el Vaticano, de teología,
historia y medicina, especialistas de las universidades de Roma que reciben sus
honorarios por cada peritaje. En la actualidad hay en la congregación unos ciento
veintiocho asesores, muchos más que en ningún otro departamento del Vaticano.

Cuando el cardenal Palazzini asumió la dirección de la congregación, heredó


un procedimiento jurídico que se había convertido en el más largo y el más
complicado de toda la Iglesia y, probablemente, del mundo entero. Pero lo que
ignoraban los católicos romanos fuera del Vaticano —y la mayoría de los
funcionarios empleados en su interior— es que heredó también un mandato
pontificio de reformar el sistema.

Una década antes, el papa Pablo VI formó una comisión confidencial de


canonistas, teólogos y prelados de las congregaciones, con el fin de estudiar la
manera en que se podía modernizar y simplificar el proceso de canonización.
Inicialmente, Pablo VI tenía en mente dos objetivos: primero, pensaba que el
examen y la verificación de la santidad debía apoyarse menos en el derecho
canónico y más en las ciencias humanas, sobre todo en la historia y en la
psicología; y segundo, deseaba que el proceso de creación de santos fuera
repensado y revisado conforme al principio de colegialidad enunciado por el II
Concilio Vaticano. A la luz de ese principio, había que ver en los obispos locales no
meros delegados del papa, sino sucesores del colegio originario de los doce
apóstoles y corresponsables, por tanto, junto con el papa, del gobierno de la Iglesia.

Durante el concilio, el cardenal Joseph Suenens, de Bélgica, uno de los


líderes del ala progresista de la Iglesia, se lamentó de que el proceso de la creación
de santos se había vuelto excesivamente largo y demasiado centralizado en Roma.
Como antídoto, propuso que por lo menos el derecho y la autoridad de beatificar
fueran restituidos a los obispos locales y a sus conferencias episcopales nacionales.
En su opinión, tal medida aceleraría el proceso y, lo que es más importante,
proporcionaría una selección más diversificada —y por consiguiente más
representativa— de hombres y mujeres santos para ser imitados por los creyentes.
Además, se recuperaría así la antigua práctica de la Iglesia, tal como existió antes
de que el pontificado asumiera el pleno control de la beatificación y la
canonización de los santos\'7b93\'7d.

Las propuestas concretas de Suenens no obtuvieron ningún apoyo entre los


otros padres del concilio. Había expresado, sin embargo, la preocupación de
muchos obispos, que se inclinaban a pensar que el proceso de creación de santos
estaba secuestrado por la burocracia vaticana. Fue debido a esas preocupaciones
que Pablo VI formó la mencionada comisión. Pero, a medida que los trabajos de la
comisión se dilataban, resultaba evidente que la respuesta no se encontraba en las
reformas limitadas. Las propuestas preparadas por los juristas canónicos fueron
desechadas y se inició un nuevo proyecto de reforma, más profundo que el
anterior. Cuando llegó a papa, Juan Pablo II le ordenó a Palazzini que pusiera
término a las dilatadas y a menudo rencorosas deliberaciones de la comisión.
Ninguno de los miembros de ésta quedó enteramente satisfecho con el resultado;
pero, hoy por hoy, pocas personas fuera del Vaticano y no muchos de los
funcionarios empleados en su interior son conscientes de la revolución que se
produjo ni de las rupturas que causó entre colegas.

HISTORIADORES CONTRA JURISTAS:

EL CONFLICTO INTERNO

El 25 de enero de 1983 se cambió oficialmente el sistema. Ese día, el papa


Juan Pablo II emitió una Constitución Apostólica titulada Divinas perfectionis
magister, en la que ordenó la reforma más radical del proceso de creación de santos
desde los decretos de Urbano VIII. El objetivo declarado de la reforma era lograr
un proceso de canonización más sencillo, más rápido, más barato, más «colegial» y,
finalmente, más productivo. Eso se conseguía fundamentalmente de dos maneras.
Primero, la entera responsabilidad de reunir las pruebas en favor de la causa
quedó en manos del obispo local: en lugar de los dos procesos canónicos, el
ordinario y el apostólico, sólo habría uno, dirigido por el obispo local. La segunda
medida —mucho más drástica— abolió toda la serie de disputas entre los
abogados defensores y el promotor de la fe. Enrico Venanzi, un lego y el avvocato
más reciente de los adscritos a la congregación, se sobresaltó al leer la nueva
legislación. Aquella noche, le faltó poco para estallar en lágrimas cuando le dijo a
su mujer: «Los abogados han perdido su trabajo.»

De hecho, quedaron despojados de sus poderes no sólo los abogados, sino


también el promotor de la fe y su equipo de juristas. Al cabo de casi seis siglos, se
había eliminado el oficio de «abogado del diablo». En su lugar, el promotor de la fe
recibió el nuevo título de «prelado teólogo», y se le asignó la tarea, principalmente
administrativa, de elegir a los asesores teológicos para cada causa y de presidir sus
reuniones. La responsabilidad de demostrar la verdad sobre la vida y la muerte del
candidato recae ahora en un nuevo grupo de funcionarios, el colegio de relatores,
que supervisa la redacción de un informe histórico crítico sobre la vida, las
virtudes y, en su caso, el martirio del candidato. Todavía se cita a testigos para que
declaren sobre el siervo de Dios, pero las fuentes principales de información son de
carácter histórico y el medio por el que se juzga cada causa es una bien
documentada biografía crítica.

En el fondo de la reforma había, pues, un contundente giro paradigmático:


la Iglesia dejaba de ver en la sala del tribunal el modelo para alcanzar la verdad
sobre la vida de un santo; en su lugar, emplearía en adelante el modelo académico
de investigación y redacción dé las disertaciones doctorales. Las causas serían
aceptadas o rechazadas conforme a los cánones de la historiografía crítica y no en
función de un litigio de abogados. El relator reemplazó en consecuencia, tanto al
«abogado del diablo» como al abogado defensor. Él solo era responsable de
comprobar martirios y virtudes heroicas, y serían los asesores teológicos e
históricos quienes otorgarían a su trabajo el aprobado o el suspenso.

La nueva legislación fue el clímax de un debate prolongado, a menudo


amargo y —dado que la canonización se había convertido en un procedimiento tan
especializado— inadvertido en el seno de la congregación. Durante más de dos
décadas los partidarios del cambio habían lamentado que los métodos establecidos
de hacer santos se hubieran vuelto demasiado complejos y engorrosos, que la
«ciencia exacta» que Canon Macken ensalzara en 1910 resultara ser un instrumento
demasiado torpe para juzgar las sutilezas de la santidad. Por una parte, la
experiencia había demostrado que las declaraciones de los testigos eran,
demasiado a menudo, de limitado o nulo valor. Dado que una reputación de
santidad tarda normalmente varias décadas en madurar, los únicos testigos
oculares disponibles eran con frecuencia personas que conocieron al siervo de Dios
sólo durante los últimos años de la vida de éste. Con casi la misma frecuencia
resultaba que esos testigos eran ellos mismos ancianos, a quienes les causaba
mucha dificultad proporcionar información exacta sobre un candidato al que
habían conocido en su propia infancia o primera juventud. Por ejemplo, en la causa
de Frédéric Ozanam, el célebre lego francés que fundó la congregación de los
Hermanos de San Vicente de Paúl, organización caritativa católica de difusión
mundial, el postulador logró hallar sólo a una testigo que conoció realmente al
candidato, una mujer de setenta y dos años que había visto a Ozanam cuando ella
contaba diez años\'7b94\'7d.

La dificultad de encontrar testigos fiables era especialmente grave en los


procesos relativos a las fundadoras de órdenes religiosas, categoría que había ido
en continuo aumento desde hacía ciento cincuenta años. Esas fundadoras eran a
menudo viudas que hicieron los votos monásticos en una fase ya avanzada de sus
vidas. Pero los únicos testimonios accesibles a la congregación provenían
normalmente de testigos que conocieron a la candidata sólo durante sus años de
vida religiosa. En consecuencia, toda la discusión sobre las virtudes heroicas de
tales mujeres se limitaba frecuentemente a determinar en qué grado habían
cumplido los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia. Hasta dónde
cumplieron sus votos maritales o qué clase de madres habían sido resultaban
aspectos que, muy a menudo, no se trataban en absoluto.

Los críticos podían demostrar que en la congregación se había desarrollado


una tendencia desconcertante. Por falta de información histórica completa, cada
vez más casos eran o bien archivados —a veces durante años, a veces para siempre
— o bien remitidos al equipo de cuatro personas de la sección histórica. Los
historiadores intentaban a su vez rellenar las lagunas con la devolución de las
causas a los funcionarios de las diócesis, animándolos a buscar actas, cartas y otros
documentos históricos, a partir de los cuales poder reconstruir la vida del
candidato. De esa manera, estos cuatro hombres podían acabar, en el mejor de los
casos, cuatro o cinco positiones cada año. Por consiguiente, cada vez que la
congregación publicaba su índice de causas pendientes, la lista se hacía más larga.
Hacia 1980 se registraba un atraso de más de mil causas.

No es sorprendente que el impulso hacia un cambio radical de método


proviniese en gran parte de los cuatro sacerdotes de la sección histórica. Entre los
más enérgicos protagonistas del cambio se contaba Augustino Amore, un fraile
conventual franciscano que se convertiría en uno de los principales artífices de la
nueva legislación. Como presidente de la sección histórica, Amore solía
interrumpir las sesiones de la congregación insistiendo en que «no sabemos nada
acerca de la juventud de esta persona»\'7b95\'7d cuando una causa en litigio no
había pasado por las manos de los historiadores. En sus ensayos y presentaciones
ante la comisión, Amore fue todavía más lejos, arguyendo que la congregación
debería eliminar de su vocabulario la palabra processus y, con ella, el proceso
jurídico mismo.

Objeto de particular enojo de los reformadores eran los repetidos debates


entre el «abogado del diablo» y el abogado que representaba la causa. Como
hemos visto, la disputa era obligatoria antes de que la congregación pudiera
aceptar la causa propuesta por la diócesis, y se repetía tres veces antes de que el
siervo de Dios pudiera ser tomado en cuenta para la beatificación. Las relaciones
entre el «abogado del diablo» y el abogado de la causa eran relaciones entre
adversarios, tal como debían ser. A juicio de muchos de los hacedores de santos,
sin embargo, las causas tardaban décadas —a veces, siglos— porque los abogados
de ambos bandos dilataban lo que era esencialmente un proceso artificial.

«La tarea del abogado era tomar lo que había de positivo en los testimonios
y preparar una argumentación en favor de la santidad», explica el padre Yvon
Beaudoin, un archivista franco— canadiense que trabajó durante quince años en la
sección histórica. «A veces ocurría que ocultaba pruebas contrarias. El trabajo del
abogado del diablo consistía en detectar lo que había de negativo, y si pensaba que
el abogado le estaba ocultando algo, le pedía que lo dejara examinar el testimonio
original. Muchas veces, sin embargo, entresacaba arbitrariamente una palabra
aquí, una frase allá, fuera de contexto, porque su trabajo era encontrar algo,
cualquier cosa en contra de la causa.»

También muchos de los postuladores criticaban el sistema jurídico. En


teoría, los postuladores eran responsables de la causa una vez aceptada ésta por
Roma; pero, en la práctica, eran esencialmente espectadores mientras la causa
permanecía en manos de los abogados. Casi todos éstos eran italianos, excepto un
puñado de españoles, y pocos entendían lenguas extranjeras. Sin embargo,
discutían habitualmente cuestiones que ellos, en los casos de candidatos no
italianos, no siempre comprendían. «Exigían respuestas sobre asuntos que no eran
en absoluto necesarios», dice el jesuita Paul Molinari, un teólogo italiano educado
en Oxford que ocupa desde 1957 el cargo de postulador general de los jesuitas.
«Tuve la impresión de que se sentían obligados a producir treinta o cuarenta
páginas de objeciones. Si esas objeciones eran reales o más o menos fabricadas, era
otra cuestión. Se trataba del trabajo por el trabajo.»

«Era como un partido de ping-pong», recuerda el padre Ambrose Eszer, un


fraile dominico que en 1979 entró en la congregación como asesor histórico. «El
promotor de la fe lanzaba la pelota y el avvocato le devolvía la respuesta.
Intercambiaban unos argumentos tremendos y no había manera de pararlos.
Incluso había un funcionario de la congregación cuyo trabajo era limpiar las
intervenciones de los abogados de todas las maldiciones e impiedades que
contenían.»

En el interior de la comisión, los abogados hallaron pocos defensores. Como


les sucede a los abogados en todas partes, eran desde hacía tiempo objeto de
sospechas y hasta de burla. Hasta cierto grado, tales resentimientos se nutrían del
perpetuo antagonismo entre los clérigos, a quienes la ganancia les importaba
relativamente poco (pero no así la carrera), y los legos, que buscaban ambas cosas.
Durante siglos, las filas de los juristas de la Santa Sede se habían llenado de legos.
Para algunos de ellos, el ejercicio de la abogacía ante las cortes vaticanas «era una
carrera hereditaria; esas familias no sólo prosperaban, sino que adquirían rango de
nobleza pontificia. Entre los que trabajaban en la congregación había un puñado de
abogados establecidos que se consideraban «patrones»\'7b§§\'7d de sus causas.
Ellos funcionaban, en efecto, como empresas jurídicas internacionales
especializadas en representar a los forasteros ante el Vaticano. De esos «patrones»
se sospechaba ampliamente que sacaban a sus clientes un ojo de la cara, no sólo
por los honorarios que cobraban, sino además al dilatar innecesariamente las
causas mientras sus ingresos les permitían una vida regalada. Si se eliminaba a los
«patrones», argumentaban los reformadores, la Iglesia podría reducir los costes de
la creación de santos.

El oficio del promotor de la fe o «abogado del diablo» fue también blanco de


críticas severas. «Si usted mira cómo los promotores de la fe han hecho su trabajo
durante los últimos cuarenta años, verá que lo delegaban a otras personas menos
competentes», dice el jesuita Kurt Peter Gumpel, que trabaja con la congregación
desde 1960. «Era necesario detener eso, y había varias maneras de hacerlo. O bien
se dotaba el despacho del “abogado del diablo” de personal competente para
acabar con esa mutilación infantil de los textos, o bien se permitía que un solo
hombre competente e imparcial —el relator— se hiciera cargo de la causa desde el
principio. Ambos procedimientos ofrecían ventajas.»

Los abogados reconocían que algunas de esas críticas eran ciertas. Sí, los
juristas del equipo del «abogado del diablo» hacían a veces objeciones
superficiales; sí, había un puñado de «patrones» que abusaban de su posición;
pero, al eliminar en bloque a los abogados, insistían éstos, se transformaría
radicalmente un procedimiento que había estado en el corazón del proceso de
creación de santos durante medio milenio. En opinión de monseñor Luigi Porsi, un
veterano con veinte años de experiencia en el sistema legal de la Iglesia, las
reformas propuestas fueron demasiado lejos: «Ya no queda lugar para una función
adversaria», se lamenta a Juan Pablo II en una carta que no recibió respuesta. En la
lectura de Porsi\'7b96\'7d, las nuevas leyes conservan algunos vestigios del
proceso jurídico. En el nivel de diócesis, continúan existiendo tribunales locales
que interrogan a los testigos, y se siguen observando las formas y los
procedimientos canónicos; pero el espíritu es más de cooperación que de
controversia. Todos los participantes en la preparación de una causa están ahora
interesados en verla triunfar y nadie más que el relator asume la responsabilidad
del éxito de la causa una vez ésta ha llegado a Roma. «Usted me dirá —desafiaba
Porsi—, ¿quién es ahora el patrón?»

En el nivel más profundo, el conflicto en el seno de la congregación no era


un conflicto entre dos categorías de funcionarios, ni siquiera entre dos sistemas de
procedimiento; se trataba de un conflicto entre dos mentalidades diferentes, dos
hábitos diferentes de trabajo y de conciencia, dos métodos de descubrir la verdad
sobre la vida de una persona y el espíritu que la informa. La fuerza de la
mentalidad jurídica residía en el respeto que mostraba para con el orden de la
Iglesia como comunidad de creyentes que tienen derecho a no ser engañados con
falsos entusiasmos y milagros fingidos. Pero la mentalidad jurídica estaba también
imbuida de una visión ahistórica de la Iglesia como institución universal que en
todas partes permanece esencialmente la misma y sigue las mismas reglas. Era una
mentalidad educada en la lengua de lo incambiable, el latín, y la autoridad que
conservaba dependía en última instancia de la jurisdicción universal del papa. En
la práctica, la mentalidad jurídica tendía a buscar semejanzas entre los santos, a
reproducir las pautas de conducta esperadas y a amoldar a los candidatos nuevos
al esquema de sus predecesores. Había, por cierto, una precisión admirable en el
tratamiento jurídico de hechos y asertos específicos; pero era una presión que, en el
fondo, prejuzgaba a los candidatos culpables de humanidad ordinaria ante una
corte donde sólo se aceptaba la virtud extraordinaria.

La mentalidad histórica, por otra parte, valoraba las limitaciones. En esa


perspectiva, los santos eran individuos que por gracia divina respondían a los
retos particulares de su tiempo y lugar. Eran, en las profundidades del Espíritu,
creaciones enteramente nuevas, iniciadores a la vida de fe, esperanza y caridad,
tradicionales en el sentido (el mejor) de que reinterpretaban para su propia época
el significado de Cristo. La mentalidad histórica buscaba, por tanto, lo original y
raro, la diferencia precisa. Sus pruebas de santidad se basaban en pormenores
documentados. En su forma madura, era crítica, escéptica ante los heroísmos
espirituales exagerados y poco amante de las leyendas. Fue, por tanto, una
adquisición tardía, pero pendiente desde hacía mucho tiempo, para el proceso de
reconocer y hacer santos.
EL IMPACTO DE LOS BOLANDISTAS

En retrospectiva, los verdaderos protagonistas del cambio dentro de la


congregación no estaban entre los participantes del debate; ni siquiera residían en
Roma. Era la Sociedad de los Bolandistas, una hermandad de hagiógrafos jesuitas,
de número nunca superior a seis, que hace tres siglos inició la audaz tarea de
publicar todo cuanto se podía saber, y verificar, acerca de cada uno de los mártires
y santos venerados por la cristiandad. El proyecto original de los bolandistas,
vigente hasta el día de hoy, era ofrecer una edición crítica de las vidas de los
santos, distinguiendo en cada caso entre la leyenda y la invención literaria, por un
lado, y el núcleo de autenticidad histórica, si lo hay, por el otro. Guiándose por los
calendarios litúrgicos y partiendo de enero, investigaron todo el material accesible
sobre cada santo que, en cada fecha del año, había sido conmemorado cuando
menos por algunas Iglesias cristianas en alguna parte del mundo. Para su tiempo
era, y lo sigue siendo en la actualidad, una de las «grandes empresas
históricas»\'7b97\'7d.

Inicialmente, los bolandistas estaban inspirados en parte por el deseo de


defender el culto de los santos contra las críticas de los protestantes y el
escepticismo de la Ilustración. Pero desde el principio hallaron mucha oposición
dentro de la Iglesia. El erudito cardenal Roberto Bellarmino, más tarde también
canonizado, negó su apoyo a sus colegas jesuitas, observando que las antiguas
vidas de los santos estaban en tal grado incrustadas de los embellecimientos más
increíbles que más valía que no salieran a la luz. Los bolandistas continuaron, no
obstante, examinando las vidas tanto de los santos antiguos como de los más
recientes. Pero, cuando habían llegado ya hasta el mes de abril, tropezaron con la
Inquisición española. Los investigadores jesuitas habían osado insinuar que
ninguna prueba histórica sustentaba la tradición según la cual el origen de los
frailes carmelitas, orden religiosa fundada en el siglo XIII, se remontaba en última
instancia a unos discípulos del profeta Elías. Los carmelitas denunciaron a los
bolandistas ante la Inquisición, que los colocó bajo censura durante veinte años por
herejes y cismáticos.

Con su fidelidad a la investigación escrupulosa y con sus criterios exigentes,


los bolandistas anticiparon el gran florecimiento de la historiografía secular en la
segunda mitad del siglo XIX. La serie continuada de sus escritos sobre los santos,
las Acta Sanctorum Bolandistarum, que comprende en 1988, sesenta y dos
volúmenes, se ha convertido en un hito con el que debe medirse toda obra
hagiográfica. En resumen, los bolandistas demostraron que la Iglesia no tiene nada
que temer de la documentación cuidadosa ni de la investigación histórica critica;
pero, al hacerlo, también destruyeron las convenciones\'7b98\'7d de la hagiografía
clásica conforme a las cuales tanto las elites como las masas habían representado a
los santos como tales.

Entre aquellos que fueron impresionados por los bolandistas estaba el padre
Ambrogio Damiano Achille Ratti, un brillante profesor italiano con tres doctorados
de la Universidad Gregoriana de los jesuitas de Roma, quien llegaría a ser, con el
nombre de Pío XI, el primer papa erudito desde Benedicto XIV. En 1930 estableció,
tomando a los bolandistas como modelo, la sección histórica de la Congregación de
Ritos, e instó a los obispos locales a que condujeran sus investigaciones sobre las
causas antiguas conforme a los criterios más elevados y más exigentes de la
historiografía crítica.

A pesar de tal directriz pontificia, las canonizaciones continuaron basándose


principalmente en los testimonios acerca de la vida, las virtudes y los milagros
póstumos del candidato. En los años setenta, algunos postuladores, como Molinari,
lograron producir materiales históricamente matizados para los juicios de la
congregación, pero, en general, la calidad de los trabajos de la congregación era
muy desigual. Beaudoin recuerda que las bibliotecas y los archivos fuera del
Vaticano no aceptaban ya las posiciones producidas por la congregación, salvo las
pocas que habían pasado por la sección histórica.

Hacia 1981, sin embargo, los partidarios de la historia iban en ascenso. Su


punto de vista terminó por prevalecer porque el sistema necesitaba urgentemente
una reforma y, también, porque podían presentar algo que se requiere para
cualquier cambio de cierta envergadura dentro del Vaticano: unos precedentes de
peso. Mediante un pequeño rastreo histórico lograron demostrar que toda una
serie de papas modernos, comenzando por Pío X, habían refrendado el método
histórico—crítico. En apoyo de sus tesis, incluso descubrieron un
discurso\'7b99\'7d escrito en 1958 por Pío XII, quien murió antes de poder
pronunciarlo, en el cual

llamaba a la integración del derecho canónico, la teología y los más recientes


desarrollos de las ciencias sociales. Así fue que, en su primer comentario oficial de
la nueva legislación, monseñor Veraja elogió la presciencia papal «por haber
contribuido a un cambio de mentalidades, en el sentido de una creciente conciencia
histórica en todos los niveles»\'7b100\'7d. Al mismo tiempo, el subsecretario trató
de disimular el hecho, obvio y particularmente doloroso para los juristas, de que se
había producido un cambio radical: «Con la nueva legislación nos hallamos, por
tanto, en presencia de una evolución de los procedimientos que se ha producido
con continuidad. No es una revolución, como tal vez alguien pudiera dejarse llevar
a pensar por el hecho de que ciertas formalidades que han quedado obsoletas han
sido eliminadas.»\'7b101\'7d

LOS NUEVOS PROCEDIMIENTOS

Sea cual fuere, una nueva senda se ha sobrepuesto al viejo camino que en la
Iglesia católica romana conduce a la canonización. Es una senda que mantiene el
aspecto jurídico del viejo sistema —esencialmente, la celebración de tribunales
locales ante los que declaran los testigos—, pero que aspira a comprender y valorar
la forma específica de santidad del candidato en su contexto histórico preciso. A
grandes rasgos, funciona como sigue:

La investigación y la recogida de pruebas están ahora bajo la autoridad del


obispo local. Antes de iniciar una causa, éste debe consultar, sin embargo, a los
otros obispos de la región para decidir si tiene sentido pedir la canonización del
candidato; obviamente, en la moderna era de las comunicaciones instantáneas, un
santo cuya reputación de santidad no trasciende los confines del vecindario es
difícil de justificar. Luego, el obispo designa a los funcionarios necesarios para
investigar la vida, las virtudes y/o el martirio del candidato. Una parte de la
investigación incluye todavía las declaraciones de testigos oculares; pero lo que
más importa es que la vida y el trasfondo histórico del candidato sean
rigurosamente investigados por expertos entrenados en los métodos histórico—
críticos. Se reúnen los escritos publicados e inéditos del candidato o relacionados
con él, y unos censores locales los evalúan para comprobar la ortodoxia del
candidato. En otras palabras, esa decisión ya no se toma en Roma. Aun así, el
candidato debe pasar todavía una prueba de control de las congregaciones
vaticanas interesadas y recibir el nihil obstat de la Santa Sede. Si el obispo queda
satisfecho con los resultados de la investigación, envía los materiales a Roma.

Desde la reforma, el objetivo principal de la congregación es facilitar la


confección de una positio convincente. Una vez aceptada la causa, la congregación
designa un postulador y un relator. A partir de ahí, corre a cargo del relator
supervisar la redacción de la positio. Ésta debe contener todo lo que los asesores y
prelados de la congregación necesitan para juzgar la aptitud del siervo de Dios
para la beatificación y la canonización. Debe contener, pues, un nuevo tipo de
biografía, una que describa y defina sinceramente la vida y las virtudes o el
martirio del candidato, teniendo en cuenta también todas las pruebas contrarias.
Después, el relator elige a un colaborador para que redacte la positio. En el caso
ideal, ese colaborador es un erudito originario de la misma diócesis o, cuando
menos, del mismo país del candidato, e instruido tanto en teología como en el
método histórico-crítico. En los casos más complejos, el relator puede recurrir a
colaboradores adicionales, incluidos los seglares especialistas en la historia del
período o del país particular en que vivió el candidato.

Una vez terminada la positio, ésta es estudiada por los expertos. Si es


necesario, pasa antes por los asesores históricos. Luego, la examina un equipo de
ocho teólogos elegidos por el prelado teólogo; si seis o más de ellos la aprueban, va
a la junta de cardenales y obispos para que emitan su juicio. Si éstos la aprueban, la
causa pasa al papa para que tome su decisión.

Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de milagros, que se
juzgan de la misma manera que antes. La diferencia reside en que, desde la
reforma, el número de milagros requeridos ha sido reducido a la mitad: uno para
la beatificación de los no mártires, ninguno para los mártires. Después de la
beatificación, tanto mártires como no mártires sólo necesitan un milagro para
obtener la canonización.

Vista en perspectiva histórica, la reforma representa una nueva fase en la


evolución de la creación de santos. En rigor, la congregación se ocupa ahora en
primer lugar de la beatificación, no de la canonización; es decir, la congregación es
esencialmente un mecanismo dedicado a estudiar la vida, las virtudes y el martirio
de los candidatos propuestos por los obispos locales. Como veremos, incluso a los
mártires se los examina ahora en cuanto a sus virtudes, con el fin de comprobar si
sus vidas encierran algún mensaje valioso para la Iglesia. Aunque la canonización
sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata, funcionalmente hablando, de un
ejercicio auxiliar y a plazo indefinido, consistente en comprobar un milagro de
intercesión que no agrega nada a la importancia del beato o la beata ni al
significado que tiene para la Iglesia.

Una cosa es reformar el sistema y otra muy diferente hacerlo funcionar.


Anticipando el cambio, todas las causas nuevas se suspendieron por un año, y
muchas de las iniciadas bajo el viejo sistema fueron devueltas a la diócesis para
obtener una documentación histórica más completa. De hecho, tendrán que pasar
todavía varios años hasta que el papa canonice a un santo cuya causa haya sido
iniciada y terminada bajo el nuevo sistema. Y, sin embargo, ha comenzado una
nueva era en la creación de santos, una era cuyos problemas y personajes tuve
ocasión de conocer de primera mano.

LOS NUEVOS HACEDORES DE SANTOS


Y SUS PROBLEMAS

Al Vaticano no le faltan expertos en derecho canónico; pero ¿dónde podría


encontrar la congregación a unos hombres que reunieran las calificaciones
requeridas en historia para ocupar el cargo, ahora decisivo, del relator?
Inicialmente, la reforma preveía en principio un equipo de ocho relatores, y varios
más una vez los nuevos procedimientos hayan quedado bien establecidos. Según
las características requeridas para el cargo, un relator debería poseer un doctorado
en teología —no en historia, curiosamente— y unos conocimientos básicos,
susceptibles de ampliación, del derecho canónico en su aplicación a los
procedimientos de la congregación. Es esencial el dominio de varias lenguas,
puesto que uno de los objetivos de la reforma es estudiar al siervo de Dios en
relación con su entorno histórico. Aparte del italiano y del latín, el relator debería
hablar fluidamente por lo menos tres idiomas modernos más.

En teoría, el relator puede ser hombre o mujer, clérigo o lego. En resumen, el


cargo es accesible a cualquier persona calificada que pertenezca a la religión
católica romana. Pero, en realidad, las reservas de talentos disponibles están
rigurosamente limitadas. Como la congregación descubrió muy pronto, muy pocos
profesores universitarios, y menos tratándose de legos con familias a su cargo,
están dispuestos a abandonar su país y su trabajo en aras de una precaria carrera
en el Vaticano, donde quienes no son clérigos ocupan aproximadamente el mismo
rango de personas de segunda clase que los civiles empleados por un ejército. Los
obispos y demás jerarcas de la Iglesia oponen a su vez fuertes resistencias a que la
congregación saquee las facultades universitarias católicas fuera de Roma. La
congregación fracasó estrepitosamente, por ejemplo, en sus esfuerzos de contratar
un relator de algún país anglófono. Así pues, dados el limitado presupuesto y la
labor altamente especializada de la congregación, así como los exiguos honorarios
que paga el Vaticano y su tradicional preferencia por los clérigos, era evidente
desde el principio que por lo menos la primera generación de .relatores se
reclutaría forzosamente del grupo bastante reducido de asesores veteranos de la
congregación.

Cuando comenzó a aplicarse la reforma, el primer colegio de relatores se


componía de siete sacerdotes, todos ellos miembros de órdenes religiosas: tres
italianos, dos alemanes, un polaco y un francocanadiense. Los encabezaba
monseñor Giovanni Papa, un antiguo miembro de la sección histórica y,
paradójicamente, un hombre cuyo entusiasmo por el nuevo sistema era bastante
tibio. Lo asistía Beaudoin, aparte de él el único hombre disponible de la ahora
disuelta sección histórica. En el despacho al lado del de Beaudoin trabajaba
Ambrose Eszer, un fraile dominico alemán, locuaz y de cabello rojo entrecano, que
había servido bajo el viejo sistema como asesor histórico y juez teológico de causas.
Descubrí pronto que a esos tres hombres uno los encontraba cada mañana en sus
despachos, mientras que los otros cuatro raras veces se dejaban ver en la
congregación, salvo para asistir a las reuniones.

Valentino Macca, carmelita italiano y durante largo tiempo el especialista de


la congregación en causas relacionadas con experiencias místicas, fue asignado al
colegio a pesar del hecho de que estaba recuperándose de un grave ataque
cardíaco. Murió en 1988 y fue sustituido finalmente por Luis José Gómez
Gutiérrez, español y miembro del Opus Dei. El tercer italiano era Francesco
Moccia, un padre palotino que más tarde sufriría dos ataques cardíacos. El polaco,
Michael Machejek, un carmelita paralítico del brazo izquierdo, se estaba
recuperando también de un ataque cardíaco y se hallaba, por tanto, limitado en su
capacidad laboral. Y, finalmente, estaba Peter Gumpel, ampliamente considerado
como uno de los jesuitas más brillantes que hay en Roma. Gumpel había servido
como asistente al postulador general de los jesuitas, el padre Molinari, durante
veintitrés años, e incluso, después de la reforma de 1983, los dos han seguido
trabajando como un equipo inseparable en dos despachos contiguos de la
residencia jesuita del Borgo Santo Spirito, a dos manzanas del Vaticano.

Éstos son, pues, los nuevos hacedores de santos, los poco conocidos
funcionarios cuyas opiniones cuentan más que ninguna otra a la hora de decidir la
suerte de una causa. De los siete, Beaudoin, Eszer y Gumpel cargaban con la mayor
parte de las obligaciones durante los años que me fue permitido observar el trabajo
de la congregación. Son ellos, en consecuencia, a quienes llegué a conocer mejor.
Como la mayoría de los ejecutivos vaticanos de nivel medio, estos tres sacerdotes
han llegado a sus cargos actuales a través de muchos rodeos y casualidades. Los
tres pasaron la mayor parte de su vida adulta en Roma, ninguno de ellos aspiraba
a hacer carrera como creador de santos, y cada uno aporta a su trabajo de relator
un temperamento, unas capacidades lingüísticas y unos hábitos de trabajo
diferentes. Como todos los trabajadores intelectuales, comparten, desde luego, una
cierta actitud profesional. Pero lo que a mí me intrigaba en nuestro primer
encuentro era cómo se sentía personalmente cada uno de ellos en ese trabajo de
creador de santos y si habían encontrado alguna vez a alguien fuera de la
congregación a quien realmente le interesara ese tema.

De los tres, Yvon Beaudoin lleva la vida más circunscrita.

Llegó a Roma como seminarista a los veintiocho años y, desde entonces, ha


residido allí sin interrupción. Tras seguir los usuales estudios clericales de teología
y filosofía, se graduó en el Vaticano en administración de archivos y bibliotecas y
se convirtió en archivista e historiador oficial de su orden, los Oblatos de María
Inmaculada. A finales de los sesenta, Beaudoin fue asignado a la sección histórica
de la congregación, de la que más tarde llegó a ser también el archivista. Es
responsable de unas sesenta y cinco causas; la mayoría, de Francia y de Canadá,
junto con unas pocas de sitios diversos de América Latina y de Estados Unidos.

Beaudoin sigue un horario tan preciso como su letra. Por las mañanas,
siempre, lo encontré sentado tras su mesa de escritorio en la congregación,
recibiendo a monjas y a otros colaboradores que estaban preparando positiones. Por
las tardes, pasa de cuatro a cinco horas trabajando para los oblatos en su instituto
escolástico internacional de la Via Aurelia, una residencia que se construyó para
unos cien estudiantes, pero donde ahora, con el declive mundial de las vocaciones,
resuena el eco de las voces de unos veinte jóvenes que se preparan para el
sacerdocio. Cuatro noches por semana, se encuentra con grupos de scouts
adolescentes y les enseña el catecismo. Los fines de semana, celebra misa en
algunas parroquias del extrarradio. Viaja poco, salvo dos veces cada verano,
cuando visita a su madre nonagenaria en Canadá.

—¿Los jóvenes —le pregunté una mañana, cuando hizo una pausa para
encender el tercero de una serie ininterrumpida de cigarrillos— ven a los santos
como héroes?

Habíamos estado discutiendo varias de sus causas, monjas y curas en su


mayoría, y me intrigaba saber si esos personajes, cuyas vidas él transformaba en
modelos de virtudes heroicas, tenían algún impacto sobre los scouts con los que
había estado trabajando durante los últimos treinta años y que eran, a todas luces,
su único contacto regular con el mundo fuera de la Iglesia.

—En absoluto —respondió con sobriedad—. Para los jóvenes italianos hay
un solo santo vivo: san Francisco de Asís. A partir de 1968, se convirtió en una
especie de modelo de una vida antiburguesa, por su sencillez. Y, desde la
explosión nuclear de Chernóbil, que en Italia afectó gravemente las cosechas, lo
ven como un modelo del movimiento ecologista. Pero, aparte de Francisco, ya no
hay otro. —Hizo una pausa—. Los jóvenes no tienen verdaderos modelos, salvo
quizá los de la televisión. Ni siquiera se conocen a sí mismos. Quieren ser ellos
mismos, pero, de hecho, llevan todos el mismo tipo de ropa y se conducen de la
misma manera. La Iglesia no tiene mucha influencia sobre ellos y los santos,
mucho menos.
Le sugerí que tal vez la Iglesia tendría más influencia sobre los jóvenes si
hubiese más santos legos y menos fundadores de órdenes religiosas.

—¿Cómo se siente uno —proseguí— dedicando tanto tiempo y tantas


energías a las causas de unas personas que, por lo visto, para muchos católicos no
representan un modelo realista?

Beaudoin admitió que el reconocimiento de frailes y de monjas no tiene


mucho impacto sobre los católicos legos.

—Y, sin embargo —añadió—, para las órdenes religiosas significa mucho.

Citó la beatificación, en 1975, del fundador de su propia orden, Charles


Joseph Eugene Mazenod, un obispo de Marsella del siglo XIX, y afirmó que ello
estimuló un espíritu de renovada dedicación a los pobres entre el menguante
número de sus cofrades, y que idéntico efecto se advertía entre las monjas. A raíz
del II Concilio Vaticano, observó, se dio instrucciones a todas las órdenes religiosas
de que renovasen su sentido de identidad y dedicación a la luz de las intenciones
originarias de sus fundadores. Como resultado, la congregación se había visto
asediada por causas de fundadores y, ante todo, de fundadoras de órdenes.

—A partir de 1850 hubo una proliferación tremenda de nuevas órdenes de


religiosas —dijo—; en países como España, hasta seis en un solo año. Llevamos
mucho tiempo recibiendo las causas de esas fundadoras y, probablemente,
seguirán inundándonos durante cincuenta años más.

A Eszer lo vi por primera vez sentado a horcajadas en un pequeño taburete,


con su sotana blanca de fraile, aporreando con sus gruesos dedos una vieja
máquina de escribir italiana. Ingresó en la orden de los dominicos en 1952 en
Alemania y se doctoró en teología, especializado en el siglo XVII, en el Angelicum,
la universidad pontificia de los dominicos en Roma. Eszer era profesor del
Angelicum cuando lo invitaron a ser asesor de la congregación. Insistió en que su
nombramiento como relator había sido para él un gran alivio.

—Era demasiado trabajo aquello de asesor. Como otros asesores, tenía


además que dar ciases en la universidad toda la semana. Ahora bien, alguien dirá
que dieciocho horas a la semana no es mucho trabajo, pero recuerde que estamos
enseñando en una lengua extranjera. Y, aparte de todo eso, la congregación me
daba ochenta y cuatro documentos diferentes para estudiar, miles de páginas, y
eso lo tenía que hacer mientras andaba atareadísimo con la facultad, los
estudiantes y otras reuniones. —Sacó de un estante un grueso volumen
encuadernado—. Esto me costó quince semanas de trabajo o más, y por mi voto me
pagaron trescientas mil liras (250 dólares). Y fue un caso excepcional; normalmente
nos pagaban la mitad de eso.

Yo no esperaba una lección de economía clerical, y menos de un fraile que


había hecho votos de pobreza; pero Eszer quiso hacerme comprender que también
lo que la Iglesia debería esperar de sus siervos, y particularmente de los profesores
universitarios, tiene un límite.

—Mire —continuó—, si uno trabaja para el Angelicum, cobra unos cuarenta


y dos dólares mensuales, más alojamiento y comida. Pero una tarjeta multiviaje de
autobús cuesta veintiún dólares al mes, con lo que apenas queda para comprar
tabaco. En Alemania, en las casas de los dominicos tenían siempre cigarrillos.
Ahora, por las mañanas, en el despacho no fumo. Eso lo aprendí trabajando en los
archivos, porque en los archivos no se puede fumar. Pero por lo menos deberían
darnos cigarrillos gratis, y aquí no lo hacen.

Ahora que era relator, continuó Eszer, su situación económica no había


mejorado mucho, pero disponía de más tiempo para su trabajo. Traía entre manos
unas setenta y cinco causas; en su mayoría, de Alemania y de Austria. Entre las
más intrigantes se encontraban la de Carlos I, el último emperador austrohúngaro,
y la del padre José María Escrivá de Balaguer, el controvertido fundador del Opus
Dei, fallecido en 1975. A pesar del viaje en autobús de un extremo a otro de la
ciudad, Eszer prefiere pasar las mañanas en el despacho.

—Antes que nada —explicó—, no me gusta que la gente venga a mi


habitación a discutir las causas. Entre la gente que viene hay muchas monjas, y en
Roma no es muy recomendable que a uno lo vean con las hermanas en su
habitación; así que el mejor lugar para encontrarse es la congregación. En segundo
lugar, quiero estar en la congregación porque quiero estar al corriente de lo que
pasa aquí, pues, si no, uno se encuentra de repente con que han nombrado a un
nuevo prefecto o a un nuevo secretario sin avisar a nadie. A mí me gusta estar en
contacto con la gente, ya sabe usted que a muchos no les gustó nada que el papa
nos impusiera a la congregación como relatores. Vengo aquí y establezco buenas
relaciones con todo el mundo; es mejor así.

Por mucho que le preocupen las condiciones laborales y la política de


oficina, Eszer se toma muy en serio la importancia de la creación de santos. En
verano de 1987, por ejemplo, dedicó un mes entero de vacaciones a recorrer en un
verdadero maratón Alemania, Austria, Hungría y los Países Bajos, en relación con
sus causas; tres de ellas, solamente en Viena; Me sorprendieron sus relatos de
reuniones y de conferencias dedicadas a la promoción de lo$ santos. A decir
verdad, fui abiertamente escéptico.

—¿A los europeos del norte realmente les interesan los santos? —pregunté.

—Eso está cambiando. Debe usted recordar que en Alemania, en los Países
Bajos, en Escandinavia, en todas partes donde había una civilización protestante,
apenas tienen santos recientes. En los siglos XVIII y XIX, muchos obispos alemanes
no se atrevían a iniciar causas de canonización porque temían hacer el ridículo. En
Polonia tampoco hemos tenido santos durante largo tiempo, aunque por razones
muy diferentes; el país estaba dividido en tres partes y la Iglesia tenía tantos
problemas que no comenzó a ocuparse de las causas de los santos hasta después de
la II Guerra Mundial.

A diferencia de Beaudoin, Eszer se ve a sí mismo como un timonel de la


santidad que usa el proceso de creación de santos para encaminar a una Iglesia
errante hacia la recuperación de sus raíces ortodoxas.

—La moral católica está hecha añicos —opina Eszer, y la culpa la tienen,
según él, los teólogos liberales europeos—. Como apenas quedan ya teólogos
morales que acaten la doctrina de la Iglesia, el papa trata de popularizar esa
doctrina creando más santos.

Los años inmediatamente posteriores al II Concilio Vaticano fueron, en


opinión de Eszer, «una travesía del desierto para esta congregación». Eszer culpa a
los clérigos liberales de denigrar el culto de los santos y negar la realidad de los
milagros. Tampoco sirvió, en su opinión, que el papa Pablo VI retirara del
calendario litúrgico algunos de los nombres más antiguos y más conocidos, como
san Cristóbal.

—Los creyentes se indignaron mucho —cree Eszer— y, en consecuencia,


muchas causas colapsaron. Pero ahora están volviendo.

—Pero —insistí— los candidatos que usted está estudiando, ¿son realmente
interesantes?

—Casi siempre lo son —contestó—, porque siempre es interesante estudiar


el interior de las almas humanas.
Más que la mayoría de los jesuitas, Peter Gumpel es reacio a hablar de sí
mismo. Tímido con los desconocidos, más bien formal y siempre afable, pero
también notablemente franco y reflexivo, es, de todos los hacedores de santos, del
que llegué a conocer mejor sus ideas. Dos veces exiliado de Alemania en su
juventud (en París y, después, en los Países Bajos), entró en la Orden de los jesuitas
en 1944, a la edad de veinte años. Estudió cuatro años en Inglaterra y acabó
doctorándose en historia del dogma. Mientras enseñaba teología espiritual en la
Universidad Gregoriana, la universidad pontificia de los jesuitas en Roma, fue
asignado en 1960 como asistente de Paul Molinari, el postulador general de los
jesuitas, para ayudarlo en la preparación de las causas de los santos. En 1971,
Gumpel fue nombrado asesor de la congregación, posición desde la cual ejerció
una enorme influencia en el abandono del enfoque jurídico en la creación de
santos. Como relator ahora es responsable de unas ochenta causas. Por su fluido
dominio del inglés, se ocupa de la mayor parte de las causas de los países que
hablan esa lengua; pero con la misma fluidez habla también alemán, holandés,
francés, italiano y, en grado un poco menor, español; además, lee danés y
portugués, así como latín, griego antiguo y hebreo.

En opinión de Gumpel, una de las grandes debilidades del viejo sistema era
que dependía de juristas que raramente entendían la historia, la cultura y ni tan
siquiera la lengua del candidato al que defendían. En consecuencia, la clave para
hacer funcionar el sistema nuevo reside en hallar el tipo adecuado de
colaboradores externos. Sus ojos brillan de satisfacción cada vez que describe cómo
encontró a un historiador de formación universitaria de este o de aquel país,
dispuesto a escribir una positio bajo su dirección. Me dio la impresión de que para
Gumpel uno de los placeres de ser relator consiste en el derecho de encargar a
científicos del mundo entero la documentación de las manifestaciones de la
santidad.

Pero fue por Gumpel por quien supe primero de las dificultades. que tienen
los relatores para encontrar colaboradores y —lo cual es mucho más significativo—
obispos y superiores religiosos dispuestos a desprenderse de alguno de sus
estudiosos de primera fila para mandarlo a trabajar en las causas de los santos.

—¿Y eso no le dice nada? —pregunté—. Si las mismas autoridades de la


Iglesia son reacias a colaborar con esta congregación, yo concluiría que la
canonización de los santos para ellos no tiene mucha prioridad. O quizá
simplemente no les interesen los candidatos que usted les propone. ¿No es posible
—continué, yendo al grano— que lo que ustedes hacen aquí en Roma sea
simplemente cavar nuevas fosas en una catacumba cultural agotada?
—Quiero que sepa —respondió Gumpel— que yo estoy bastante
entusiasmado con mi trabajo. Sí, es cierto que ha habido un descenso del interés
por los santos en algunos países, pero en otros estamos asistiendo a un
renacimiento. Tome usted su país, por ejemplo. Tengo la fuerte impresión de que
los norteamericanos no entendieron nunca realmente qué es lo que se exige para la
canonización. Parece que siguen trabajando bajo los efectos de una hagiografía al
viejo estilo, para la cual los santos son personas que obran milagros o que
experimentan unos fenómenos espirituales extraordinarios. Pero estamos viviendo
en una época diferente y lo que nosotros buscamos son santos de lo ordinario.
Intentamos difundir el mensaje —que es lo que dijo el II Concilio Vaticano— de
que todos estamos llamados a la santidad, aunque no sea la misma para todos y
cada uno de nosotros.

LOS POSTULADORES:

LOS EJECUTIVOS DEL SISTEMA

Después del relator, el personaje más importante para la creación de santos


es el postulador. También a ese puesto puede acceder ahora cualquier católico
romano capacitado, aunque en realidad la mayoría son miembros de órdenes
religiosas masculinas, excepto un puñado de monjas y unos pocos antiguos
avvocati legos, que están siendo readaptados como postuladores. Actualmente, el
colegio de postuladores tiene doscientos veintisiete miembros, pero de ellos sólo
diez son verdaderos productores que velan por unas treinta causas o más.

El postulador que atiende el mayor número de causas —cerca de un


centenar— es Molinari, hombre de cabello plateado y postulador general de los
jesuitas desde 1957. Nacido en Turín como hijo de una familia distinguida,
graduado en Oxford y competente lingüista, Molinari se ha convertido, a fuerza de
interés y habilidad, en el extraoficial apologista de la creación de santos dentro de
la congregación. En su opinión, la creación de santos recibe ataques desde dos
lados, ambos equivocados: los teólogos progresistas que «subestiman a los santos»,
especialmente aquellos que insisten en que la veneración de los santos distrae a los
fieles de la adoración de Jesucristo, y, por otra parte, aquellos exponentes de la
derecha teológica de la Iglesia que realzan lo milagroso, lo místico y otros
fenómenos extraordinarios asociados a ciertos santos. Para Molinari, la Iglesia es,
en su dimensión más oculta, una «comunión de los santos».

Molinari es además, de hecho, el alter ego de Gumpel. Los dos sacerdotes son
colaboradores íntimos desde hace casi treinta años; firman sus artículos juntos,
contestan mutuamente las llamadas telefónicas del otro y, en la conversación,
responden por turno, completando cada uno los pensamientos del otro. Pero,
mientras que Gumpel es preciso y profesoral en su manera de hablar, Molinari es
espontáneo y entusiasta. Como equipo, los dos jesuitas son insuperables en su
capacidad de llevar a buen puerto cuanto se proponen. Gumpel es Mr. Inside, el
hombre «interior» que maneja textos, busca los colaboradores ideales y los entrena
para barruntar en los documentos la materia de la que se hacen las virtudes
heroicas; Molinari es un Mr. Outside, un hombre «exterior» de pura cepa, que viaja
mucho y pronuncia a menudo conferencias sobre el significado y el valor de los
santos. En Roma, los dos trabajan en despachos contiguos y conversan
frecuentemente a través de la puerta abierta. Durante las comidas, raras veces se
toman el tiempo de sentarse. Cultivan poco la vida social, a menos que así lo
requiera el deber, y tampoco ven la televisión. Las noches las reservan a las
lecturas serias. Ninguno de los dos necesita dormir mucho.

Ser postulador de plena dedicación es vivir en la inconstancia perpetua. El


postulador dirige la causa, paga las facturas, decide qué «favores divinos» cuentan
con alguna posibilidad de ser aceptados como milagros. Igual que el relator, el
postulador se ocupa de varias causas simultáneamente. Puede que presida una
causa coronada por el éxito desde el principio hasta el fin; pero, en los últimos
cuatrocientos años, ningún postulador ha vivido lo bastante como para presenciar
la muerte de un santo y su canonización (aunque, en teoría, sería posible: la
canonización más rápida desde 1588 fue la de santa Teresa de Lisieux, muerta en
1897 y canonizada veintiocho años después).

El fuerte de Molinari es el manejo de los detalles. A lo largo de los años tuve


ocasión de observarlo. Viajó al Extremo Oriente en busca de estudiosos jesuitas
capaces de reunir, dado el clima político adecuado, los documentos relativos a
Matteo Ricci, el famoso misionero jesuita de China del siglo XVI. Estuvo en
Madagascar, para preparar una beatificación prevista coincidiendo con la visita
papal a ese país en 1988. A diferencia del relator, cuyas responsabilidades terminan
una vez aceptada la positio, el postulador sigue la causa hasta la ceremonia final.
Esboza los textos para las homilías pontificias de beatificación y de canonización, y
se ocupa de la música. Cuando los católicos ingleses se empeñaron en enviar su
propio coro a Roma en 1970 para la canonización de cuarenta mártires ingleses,
Molinari emprendió la imposible tarea de convencer al director del coro de la
Capilla Sixtina para que renunciase a la función. El postulador debe consultar
también a meteorólogos antes de decidir si la canonización se celebra en el interior
de la basílica de San Pedro o al aire libre; la basílica da cabida a diez mil personas,
pero un santo popular puede llegar a congregar en Roma a un número de personas
diez veces mayor. Para la beatificación de su cofrade jesuita Rupert Mayer,
celebrada en 1987 en Munich, Molinari ayudó a rodar una película para la ocasión
y concedió varias entrevistas a la televisión germanooccidental. Pero su mayor
éxito fue la ayuda que prestó para persuadir al papa a que presidiera en persona la
ceremonia. En consecuencia, recuerda Molinari, «en lugar de cinco mil alemanes,
vinieron centenares de miles de creyentes de las más diversas partes de Europa».

En resumen, el postulador es el único ejecutivo del sistema, y la


congregación ha hallado en Molinari su práctico más perfecto.

Es un entusiasta incorregible; al escucharlo, uno jamás creería que dirigir


una causa a través de la congregación supone arrostrar repetidos fracasos y
frustraciones. Pero, para la mayoría de los postuladores de Roma, la vida es así.

Cuando encontré por primera vez al padre Redemptus Valabek, un fraile


carmelita de desarmante humildad, su franco rostro norteamericano, la fácil
sonrisa y su tolerancia frente a lo absurdo me recordaron al difunto monje trapense
Thomas Merton. Valabek trabaja en Roma desde hace más de treinta años, pero no
fue nombrado postulador general de los carmelitas hasta 1980. Los carmelitas
tienen origen español y son conocidos por su ascetismo y por su competencia en la
dirección espiritual. Aparte de los sacerdotes de la orden, Valabek se ocupa de las
causas de las hermanas carmelitas y de los legos —en su mayoría, mujeres—
adscritos a la orden como terciarios. Pero, durante los últimos trescientos años, los
carmelitas sólo han conseguido la beatificación de uno de sus sacerdotes y han
perdido la mayoría de sus causas.

—¿Qué problema tienen? —le pregunté en el primero de una serie de


encuentros que tuvimos en su convento, situado a diez manzanas del Vaticano.

—Han sido bloqueadas —respondió sobriamente—. Pero yo no lo lamento,


siempre que haya buenas razones para ello.

Como pescador experto, Valabek recuerda bien los que se escaparon. A


continuación, citó un ejemplo de lo que él considera una decisión equivocada de
los funcionarios del Vaticano. Desde hace tiempo, tiene entre manos una causa de
Ronciglione, una pequeña ciudad al norte de Roma, cuyos habitantes, incluidos los
comunistas, celebraron recientemente el doscientos cincuenta aniversario de la
muerte de Maria Angela Virgili, terciaria carmelita y santa patrona de la región.
Hay una escuela denominada en su honor, y su casa ha sido conservada como
santuario cívico. La continuada reputación de santidad de que goza Maria se basa
en sus buenas obras y en una vida profundamente devota. La ciudad recuerda
todavía que se llevaba a los enfermos pobres a su propia casa siempre que en el
hospital faltaba sitio. En cuanto a su vida espiritual, es notorio que Maria pasaba
las noches arrodillada en la iglesia cuando, durante el día, había faltado a su
régimen de ayuno. Y, sin embargo, su causa fue suspendida en los años veinte por
el Santo Oficio del Vaticano, después de que el obispo local lamentara que la gente
la hubiese convertido en objeto de un culto no autorizado. Valabek sigue
intentando obtener el levantamiento de esa suspensión para poder reactivar la
causa.

—He leído los documentos —dijo—. El obispo era alemán, y es obvio que
interpretó erróneamente las exuberantes manifestaciones italianas de veneración,
tomándolas por un culto público.

Lo que irrita a Valabek es que se trata, en el caso de Maria, de una causa que
tiene un profundo arraigo y que goza de amplio apoyo entre la gente de la
comunidad; lo cual no es el caso, en su opinión, de muchas de las fundadoras de
órdenes carmelitas cuyas causas le han sido encomendadas.

—Una vez un grupo de monjas decide pedir la beatificación de su


fundadora, todas quieren ver beatificadas a las suyas. Pero yo les digo a las
hermanas que debe haber una oleada de interés entre la gente, la gente corriente, y
no solamente entre quienes llevan hábito. Mis superiores me dicen: «Redemptus,
no estás haciendo mucho por nuestra madre fundadora.» Y yo les digo: «Bueno, es
que mi corazón no está en ello, de verdad.» Y ellos dicen: «¿Y qué pasaría si le
pidiesen a otra orden que hiciese el trabajo? ¿Qué impresión daríamos? Nos
pertenecen a nosotros, pero estarían usando a otro postulador. Sería como una
bofetada.» ¿Y qué quiere que les diga? Mire, yo creo que esas mujeres son santas y
están en el cielo; pero pienso que a la Iglesia no le hace falta ese modelo de
santidad.

Cerca de la mitad de las causas de Valabek son de católicos legos. La


mayoría de ellos son desconocidos fuera de su entorno local inmediato; aun así,
unos pocos le parecen verdaderamente prometedores. Pero la mala suerte lo
persigue. En algunos casos, no logra hallar funcionarios eclesiásticos locales
dispuestos o capaces de hacer el trabajo. En Zaire, por ejemplo, tiene la causa de
Isidor Bankanja, un converso negro y catequista lego que murió en 1909 apaleado
por un grupo de anticatólicos al negarse a desprenderse del escapulario que
llevaba alrededor del cuello en señal de su conversión a Cristo. Es una clásica
historia de martirio de los territorios de misión, y Valabek se siente alentado por el
hecho de que Juan Pablo II mencionó a Isidor durante una visita a Zaire en 1985.
Pero no consiguió poner en marcha la causa porque en la diócesis no hay nadie
que sea capaz de actuar como postulador local. En Checoslovaquia tiene otra causa
prometedora, pero el sacerdote que estaba trabajando en el caso pertenecía al
Comité de la Paz, dirigido por los comunistas, hecho que provocó la suspicacia de
Roma.

Lo que más me interesó, sin embargo, fueron los repetidos contratiempos


que experimentó Valabek con clérigos occidentales, incluso dentro de su propia
Orden de los Carmelitas, a quienes la creación de santos no les interesa. En 1985,
por ejemplo, visitó Olot, localidad catalana cerca de los Pirineos, en busca de apoyo
para la beatificación de la santa patrona local, Liberata Ferrarons, fallecida en 1832
a la edad de treinta y nueve años. Por lo visto, Liberata había trabajado en fábricas
del textil durante nueve años cuando sufrió un tumor que la incapacitó para el
trabajo y pasó los últimos trece años de su vida postrada en la cama. Aprendió a
leer, se volvió extremadamente devota y soportó sus sufrimientos para bien de su
gente. En ese aspecto, fue como muchos otros personajes de santas en las culturas
latinas: la sufridora vicaria. La gente la reconocía como tal y recurría a ella con
frecuencia en busca de consejo espiritual. Su entierro, decía Valabek, fue una
celebración triunfal y, un siglo después, la fiesta de su centenario se celebró como
una beatificación popular al viejo estilo.

La misión de Valabek era convencer al clero local para llevar su causa a


Roma. Allí había una mujer, les dijo, que se hizo santa a través del trabajo, y eso
ejemplificaba el énfasis que ponía el papa polaco en la dignidad del trabajo. Pero la
mayoría de los clérigos no habían leído las encíclicas laborales del papa y no lo
comprendieron. Me di cuenta de que se trataba de un caso típico del postulador
que intenta promover una causa, tratando de proyectar un mensaje
contemporáneo del papa sobre la vida de una mujer venerada principalmente por
su entrega al sufrimiento vicario. No consiguió nada.

—Tuve que presentarme ante el obispo y los sacerdotes de la diócesis —dice


Valabek, recordando con una sonrisa su fracaso—. Me dijeron: «Padre, no lo
queremos ofender, pero no alcanzamos a ver el propósito de esa beatificación.»

Valabek expuso su punto de vista y los clérigos lo escucharon con


respetuoso silencio.

—El dinero era parte del problema —es la conclusión que ha sacado desde
entonces—. Ellos pensaron: ¿para qué mandar dinero a las arcas del Vaticano? Es
un poco crudo, pero ésa es la razón. Tuve la impresión de que pensaban que,
costara lo que costara la beatificación, de todos modos era demasiado. Y esa actitud
no es nada excepcional.

—¿Usted cree que habría más santos si los costes fueran menos elevados? —
pregunté.

—Lo que digo es que mucha gente no le ve ningún sentido y, en


consecuencia, no puede justificar el gasto.

Un año más tarde, Valabek tuvo la rara satisfacción de ver triunfar una de
sus causas. Un carmelita holandés, Titus Brandsma, cuya intrincada causa yo
estaba investigando ya, fue beatificado en la basílica de San Pedro. Había sido el
único triunfo de Valabek como postulador. Lo que yo no sabía era que la mayoría
de los carmelitas holandeses se negaron a asistir a la ceremonia.

—No querían saber nada de ello porque decían que era demasiado caro —
me contó Valabek—. Uno de los curas más jóvenes lo expresó de forma bastante
cruda, dijo que si hubiera dependido de los carmelitas jóvenes iniciar el proceso, se
habrían negado. Consideran que la orden no debería tomarse tamaña molestia
para recomendar a uno de sus cofrades para imitación de los fieles. Pero, dado que
la generación mayor lo había iniciado, ellos lo continuarían. «Nos veremos en
Roma», le dije al salir. «¿Para qué?», me preguntó. «Para la beatificación», contesté.
Y él replicó: «Yo no iré.» Fue duro tener que encajar eso.
ECONOMIA:

EL COSTE DE HACER SANTOS

A cada postulador se le exige llevar las cuentas exactas de los gastos que
ocasionan sus causas y comunicarlas al Vaticano. Pero los funcionarios del
Vaticano, como la mayoría de los italianos, antes preferirían hablar de sexo que de
dinero. Pese a la terca sospecha de que la creación de santos tiene un coste
prohibitivo, la congregación no ha publicado jamás las cuentas de una beatificación
o de una canonización. Los promotores de la causa, que, por lo general, son los que
pagan las facturas, tienen derecho a publicarlas si quieren, pero ellos también son
reacios a revelar lo que cuesta hacer un santo. A consecuencia de tal silencio,
abundan los mitos sobre el elevado coste del acceso a la santidad.

En el verano de 1975, por ejemplo, The Wall Street Journal publicó un artículo
sobre la incipiente canonización de la madre Elizabeth Bayley Seton. En dicho
artículo, un sacerdote no relacionado con la causa estimó el coste de la misma en
«unos cuantos millones de dólares»\'7b102\'7d. El padre vicentino Joseph Dirvon,
autor de una biografía de Seton, escribió al Journal protestando que esa estimación
era enormemente exagerada; pero, cuando el periódico se empeñó en saber los
verdaderos costes, ninguno de los vicentinos relacionados con la causa se mostró
dispuesto a revelar la cifra exacta\'7b103\'7d. Una razón legítima era que todavía
no habían recibido todas las facturas de la ceremonia de canonización celebrada en
Roma; otra tenía que ver con las relaciones públicas: los redentoristas estaban
preparando la canonización del obispo John Neumann, de Filadelfia, y los
vicentinos no querían incitar a una comparación pública de los costes.

Doce años después, el postulador general de los vicentinos, el padre William


Sheldon, se mostró más comunicativo. Urgido por el entrevistador, estimó que,
desde que la causa fue introducida en 1929 hasta la canonización, el 14 de
septiembre de 1975, la postulación había gastado 225.000 dólares; cifra que no
incluía los pagos adicionales al Vaticano, tales como los 7.500 dólares del alquiler
de quince mil asientos, otros 12.000 dólares para la impresión de otros tantos
devocionarios que se regalaban como recuerdo, más los gastos concomitantes
como los sueldos de enfermeras y aposentadores, la impresión de billetes, las flores
y la confección de un enorme cuadro oficial que se colgó en la basílica de San
Pedro, mostrando a la madre Seton en gloria. La cuenta llegaba, finalmente, a más
de doscientos cincuenta mil dólares.

Los funcionarios de la congregación prefieren hablar, cuando se los


presiona, de entre cincuenta y cien mil dólares aproximadamente, refiriéndose
únicamente a la ceremonia final. Pero la verdad es que no hay manera de
establecer el coste «medio» de la creación de un santo. Obviamente, las causas de
papas, las de personajes importantes y conocidos o la de cualquier otro que haya
dejado una extensa obra escrita o de quien se haya escrito mucho, cuestan más que
la de una simple monja de convento. Y, lo que es más, una vez que se ha lanzado
una causa, resulta casi imposible calcular lo que costará financiarla hasta el final.
Los funcionarios de la congregación insisten en que ni siquiera retrospectivamente
es posible establecer una cuenta exacta.

En primer lugar, los procesos suelen tardar varias décadas y, a veces, siglos.
En muchos casos, se celebran juicios en más de un país; de manera que un contable
escrupuloso debería contabilizar las fluctuaciones del valor monetario en los
diversos períodos y países.

En segundo lugar, la creación de santos es una industria de empleo


intensivo del trabajo, realizado en gran parte por voluntarios o asignado a curas y
a monjas cuyo mayor gasto —su tiempo— no encarece en nada la postulación.
Cada año hay en Roma varias docenas de tales «colaboradores», que trabajan en
las causas de sus fundadores y son mantenidos por sus órdenes religiosas. Así que,
para establecer el verdadero coste de una causa, sería preciso asignar un valor
monetario arbitrario al trabajo de personas que trabajan por amor o, en todo caso,
obligadas por el voto de pobreza. El verdadero gasto de una orden religiosa o de
una diócesis es, por tanto, la pérdida de los servicios de quienes abandonan su
puesto para trabajar en un proceso.

En tercer lugar, el proceso de creación de santos involucra a tantas


instituciones de la Iglesia que hasta el mejor contable tendría gran dificultad en
registrarlas todas. Los tribunales, por ejemplo, se componen de juristas canónicos y
de notarios empleados por la diócesis. Ellos y el vicepostulador, que puede ser el
párroco de una iglesia, tienen derecho a un honorario y a la restitución de sus
gastos. El trabajo de archivo es realizado por otros, generalmente clérigos,
empleados por sus superiores. Los testigos y los médicos tienen derecho a cobrar
los gastos de viajes y a la recompensa de las pérdidas de ingresos que les pueda
ocasionar el testimonio. Todo ello forma parte de los gastos que una causa implica
antes de llegar a Roma, pero son lo bastante elevados como para que los obispos
sometidos a presiones económicas no siempre estén dispuestos a tolerarlos.

Ahora bien, ¿qué sucede con esas «arcas del Vaticano»? La historia de la
creación de santos ofrece ejemplos de príncipes y de familias acaudaladas que
agasajaban a Roma con incentivos. Hasta el siglo XX, los asesores de la
congregación no eran pagados en dinero, sino en especie. Las actas de una causa
del siglo XIX refieren, por ejemplo, que a los asesores se les suministraban especias,
azúcar, chocolate\'7b104\'7d y otras exquisiteces que escaseaban por el bloqueo
continental.

Es bastante natural que esas historias enfaden a los hacedores de santos


contemporáneos, ninguno de los cuales me dio la impresión de vivir en la
abundancia. «La congregación no es una empresa comercial», dice Gumpel, que
enseña economía en el studium que la congregación ofrece a los postuladores y a
sus colaboradores. De hecho, tras la eliminación de los abogados y sus honorarios,
la fase romana del proceso de creación de santos parece relativamente barata. Los
postuladores trabajan gratis, excepto los pocos clérigos seglares o un lego como
Venanzi, a quienes los promotores de la causa les pagan un honorario convenido.
Los relatores cobran poco menos de dos millones de liras mensuales (unos 1.650
dólares) de la congregación. El postulador pasa cada mes la factura de sus gastos a
los promotores. Con frecuencia, las causas de legos y de otras personas de fuera, de
las que se hacen cargo los postuladores generales de las grandes órdenes religiosas,
tales como los jesuitas, los franciscanos o los carmelitas, se atienden gratis o por
poco dinero.

Los viajes ocasionan una gran parte de los gastos; sobre todo, a los
postuladores, que deben verificar los posibles milagros en donde sea que se
produzcan. También las facturas de teléfono se pueden acumular. La impresión y
encuadernación de una positio de mil quinientas páginas, que es la extensión media
de las que tratan de vidas y virtudes, cuestan unos trece mil dólares para una
tirada aproximada de cien ejemplares. Las positiones sobre milagros suelen ser más
breves y cuestan unos cuatro mil dólares\'7b***\'7d. Un decreto reciente del
Vaticano, que permite el uso de fotocopias, ha reducido en cierto grado esos
gastos. Los honorarios de los asesores históricos, teológicos y médicos se acercan al
salario mínimo de un país tercermundista. En la actualidad, los historiadores y
teólogos cobran 500.000 liras (alrededor de cuatrocientos quince dólares) por cada
positio que estudian; los médicos, unos veinticinco dólares más. Los promotores de
una causa deben contar, por tanto, con un gasto mínimo de 6.400 dólares en
honorarios de asesores por juzgar una positio sobre virtudes o martirio, más otras
dos positiones sobre milagros.

Como en las bodas, el coste de una ceremonia de beatificación o de


canonización depende de lo complicada que sea la celebración. Aparte de los
honorarios mencionados, los viajes, el alojamiento y las comidas para los invitados
suman la mayor parte de los gastos. Si los promotores están dispuestos a compartir
el momento triunfal de su santo, el Vaticano se muestra bastante proclive a
beatificar o canonizar a más de un siervo de Dios a la vez, posibilitando así que se
compartan los gastos.

Averiguar quién paga las facturas es casi tan difícil como determinar los
costes. En raras ocasiones, sucede que una diócesis o una orden religiosa se hace
cargo de la mayor parte de los gastos. Pero, como la mayoría de las cosas que hace
la Iglesia, los gastos de la creación de un santo los sufragan en última instancia los
creyentes en forma de contribuciones pagadas a los promotores, ya sea
directamente —que es lo más común—, ya indirectamente, mediante la
participación en los gastos. Algunas causas populares, como la del papa Juan
XXIII, generan muchos más ingresos de lo que la postulación puede gastar jamás.
Cuando sucede esto, el dinero se invierte con asesoramiento de los banqueros. Una
vez pagados los gastos, el papa mismo decide cómo disponer del excedente. La
práctica corriente es dedicarlo a «obras apostólicas» en favor de los pobres, de ser
posible relacionadas con la obra del siervo de Dios. Con Palazzini, la congregación
ha instituido un fondo de ayuda a las causas de países pobres. A las causas que
tienen más de lo que necesitan se les pide que contribuyan al fondo para que las
Iglesias del Tercer Mundo, sobre todo, no tengan que preocuparse de los gastos
cuando tienen un santo que promover.

Pese a la renuencia casi universal de las órdenes religiosas a publicar los


gastos de la creación de santos, las Hermanas del Santísimo Sacramento para los
Indios y la Gente de Color me proporcionaron en la primavera de 1990 el balance,
lo más exacto que se pueda desear, de una beatificación; en este caso, la de su
fundadora, Katharine Drexel, beatificada en 1988 (véase capítulo 6). Desde 1965, las
hermanas han gastado, en total, 123.983 dólares en el proceso. De esta cifra, los
gastos de los tres postuladores locales, en viajes, microfilmes y otras exigencias de
los procesos ordinario y apostólico, sumaban 64.657 dólares. La factura del padre
Molinari, como postulador en Roma, ascendía a 33.975 dólares, incluidos los
honorarios de asesores, los viajes y la imprenta. El padre Joseph Martino, autor de
la positio, ocasionó un gasto de 5.351 dólares.

La ceremonia de beatificación en Roma costó más que el proceso de


veintitrés años que la precedió. Las hermanas aportaron 8.296 dólares, más otros
30.587 para el viaje y alojamiento de treinta de sus miembros y un regalo adicional
de 10.000 dólares «al Santo Padre para los pobres». La archidiócesis de Filadelfia
registra un gasto total de 143.000 dólares; en su mayor parte, viajes, alojamiento y
otros gastos relacionados con la ceremonia.
Además, las hermanas gastaron otros 90.971 dólares en servicios diversos.
Pagaron 14.768 dólares a los negros y a los indígenas norteamericanos invitados a
asistir a las ceremonias de Roma y de Filadelfia. Banquetes, autobuses y gastos
relacionados con la celebración de Filadelfia sumaron otros 16.533 dólares. En
publicidad gastaron 22.089 dólares. En resumen la beatificación de Katharine
Drexel costó en total 333.250 dólares de gastos verificables.

Para pagar el proceso y su aportación a las festividades, las hermanas


recibieron 26.575 dólares como contribución a los gastos de su viaje a Roma. El
resto de los gastos se pagó con los intereses de un fondo establecido en 1927 por la
hermana de Katharine Drexel, Louise Morrell. La señora Morrell estipuló que el
dinero había de ser empleado para algún «trabajo extraordinario» que las
hermanas decidieran emprender, y ellas supusieron que la beatificación de
Katharine Drexel era algo extraordinario. Así pues, en última instancia, la familia
Drexel —como muchas familias reales de la vieja Europa— sufragó ella misma los
gastos de la beatificación de uno de sus miembros.

LAS PRIORIDADES:

¿TIENEN LOS PAPAS SUS FAVORITOS?

Mucha gente supone que Roma no sólo consigue los santos que quiere, sino
que quiere a algunos santos más que a otros. La primera suposición es falsa y la
segunda, como la historia demuestra ampliamente, decididamente
verdadera\'7b†††\'7d \'7b105\'7d. Igual que sus predecesores, Juan Pablo II tiene
prioridades; pero ni Dios ni el sistema están siempre dispuestos a complacerlo.

Cuando Juan Pablo II eligió a Palazzini como jefe de la congregación, los


críticos liberales del papa interpretaron ese nombramiento como una señal dé que
el pontífice polaco se estaba apoderando de la maquinaria de creación de santos de
la Iglesia a fin de asegurar que únicamente los candidatos «seguros» fuesen
beatificados o canonizados. «La tarea de Palazzini consiste, por tanto, en ocuparse
de que no pase ningún santo molesto», escribe Peter Hebblethwaite, veterano
corresponsal vaticano, en su reciente estudio sobre la Santa Sede. «... No estoy
insinuando que la C.C.S. (Congregación para la Causa de los Santos) actual carezca
de integridad ni que su historia no sea digna de confianza. Simplemente, se la está
invitando a centrar su atención más en unas direcciones que en otras.»\'7b106\'7d

En realidad, ni el papa ni el cardenal prefecto de la congregación ejercen


algo parecido a un control sobre el proceso de creación de santos que acaso se
pueda inferir de esa observación. Por un lado, todas las causas, salvo las de los
papas, las inician los obispos locales; por otro, suelen pasar varios decenios y, a
veces, siglos antes de que una causa quede lista para la decisión papal; en
consecuencia, los papas beatifican y canonizan casi siempre a unos candidatos
cuyos procesos se iniciaron durante el pontificado de sus antecesores. Los papas
pueden bloquear ciertas causas, y así lo han hecho, por diversas razones; pero lo
mismo hicieron muchos obispos y, en algunos casos, los promotores mismos
retiraron su apoyo a la causa. El hecho decisivo es que el papa no puede ordenar
un proceso porque sí ni puede declarar santo (o beato) a nadie hasta que la
congregación no haya concluido sus trabajos.

Juan Pablo II, por ejemplo, introdujo, cuando todavía era arzobispo de
Cracovia, la causa de una monja polaca, Faustina Kowolska. En 1983 esperaba
poder beatificarla durante su segunda visita pastoral a Polonia; pero la
congregación no había terminado todavía el estudio de la causa, de modo que el
papa tuvo que conformarse con beatificar a otros tres paisanos suyos, una monja,
un sacerdote y un fraile, cuyos procesos estaban completos.

Sería ingenuo, sin embargo, afirmar que los papas jamás influyen en el
proceso de creación de santos. Al contrario, los candidatos controvertidos son
siempre cuidadosamente vigilados por los papas y, a menudo, también por el
secretario de Estado. En el caso del salvadoreño Óscar Romero, Juan Pablo II
demostró que no tiene reparo en influir en una causa aun antes de que se haya
iniciado. De modo semejante, como veremos, él y sus consejeros políticos
opusieron fuertes objeciones pastorales a la solicitud, presentada en 1988 por los
obispos de Vietnam, de canonizar a un grupo de mártires. Asimismo, en el
discutido caso de su paisano el padre Maximilian Kolbe (capítulo 4), Juan Pablo II
se alineó con las jerarquías alemana y polaca al exigir que el candidato fuese
reconocido como mártir. Además, el papa tiene el derecho —y a veces hace uso del
mismo— de negarse, por una variedad de razones que no está obligado a explicar,
a aceptar una causa que haya sido juzgada aceptable por la congregación.

Como todos los departamentos del Vaticano, la Congregación para la Causa


de los Santos existe gracias a la autoridad del papa y está a su servicio. Pero existe
también para servir a las Iglesias locales —más quizá que ningún otro órgano del
Vaticano— y, a la luz de su propia experiencia en la creación de santos, la
congregación ha desarrollado ciertas prioridades administrativas.

En una reunión que se celebra cada año en noviembre o diciembre, los


funcionarios de la congregación eligen a los siervos de Dios cuyas virtudes serán
discutidas durante el año siguiente. En teoría, las causas se asignan por rotación,
según el número de acta asignado a cada causa el día que la congregación recibe
del obispo local la solicitud del nihil obstat; en la práctica, el orden sé ajusta a
diversas prioridades burocráticas; por ejemplo, cuanto más cerca esté una causa de
su término, tanto mayor prioridad se le otorga. Dado que para la beatificación de
un mártir no se requieren milagros, normalmente se da preferencia a los mártires
frente a los que no lo son. De modo análogo, cuando alguien que no es mártir
puede acreditar algún milagro prometedor, es probable que su causa sea discutida
antes que la de otro que no tiene nada equivalente que presentar.

Tardé varios meses en captar el desigual ritmo burocrático de la


congregación. Los asesores teológicos se reúnen normalmente cada jueves, excepto
durante los meses de vacaciones, julio y agosto. En estas reuniones programadas,
sólo discuten las causas basadas en martirio o en virtudes heroicas; las
relacionadas con milagros se insertan en el programa —generalmente, los jueves o
los viernes— en cuanto están listas para ser tratadas. En un buen año, la
congregación puede despachar, por tanto, unas veinte positiones, pero el orden en
que son tratadas está sujeto a múltiples presiones y consideraciones por parte del
papa.

Mucho más que ninguno de sus predecesores, Juan Pablo II es un papa


viajero. En sus viajes, le gusta presentar nuevos beatos a las Iglesias locales; sobre
todo, a las Iglesias relativamente nuevas de África y de Asia. De esa manera, Juan
Pablo II usa la beatificación de personajes locales para vincular esas jóvenes y
culturalmente diversas comunidades católicas a la Iglesia universal y, por
supuesto, al Santo Padre de Roma. Una vez establecidos sus proyectos de viaje, los
funcionarios de la congregación solicitan de sus relatores y postuladores
información sobre qué candidatos de los países en cuestión están listos para una
beatificación a corto plazo. (Los santos, porque se supone que han de ser modelos
para la Iglesia entera, son canonizados generalmente en la basílica de San Pedro, en
Roma.) Así pues, la positio ya terminada sobre un candidato poco prioritario u
originario del país «equivocado» puede esperar durante años, mientras otras se
juzgan con celeridad.

Aparte de los viajes pontificios, surgen situaciones especiales cuando el papa


debe elegir entre candidatos rivales a una beatificación o canonización relacionada
con ciertas reuniones celebradas en Roma. El caso más reciente ocurrió en 1987,
cuando se celebraron en San Pedro cinco beatificaciones y canonizaciones en
relación con el Sínodo Mundial de los Obispos. El tema del sínodo eran los legos, y
a lo largo de los tres años anteriores a la reunión, promotores, postuladores,
relatores, obispos locales y diplomáticos pontificios se esforzaron por promover a
sus candidatos favoritos.

Y, no obstante, persiste la sensación —en Roma y en la Iglesia entera— de


que los papas tienen sus favoritos. Aunque algunos de los funcionarios de la
congregación lo niegan, hay otros que afirman que Juan Pablo II les ha hecho saber,
a través de Palazzini, que ciertos tipos de santos son más importantes que otros.
Sea cual sea la fuente, las prioridades de la congregación durante el papado de
Juan Pablo II son bastante predecibles.

Ante todo, la congregación quiere más santos legos. Esa prioridad refleja en
parte los deseos de muchos obispos, que han criticado repetidamente a Palazzini
por no ofrecer a la Iglesia más modelos de santidad para un grupo que constituye,
de hecho, la inmensa mayoría de la cristiandad. En consecuencia, algunas positiones
de monjas, como la de la canadiense sor María Anna Blondin, cuya causa está lista
para sentencia desde hace cinco años, se posponen rutinariamente en beneficio de
otras, relativas a legos y legas. De todos modos, las mujeres como tales no tienen
prioridad. Aunque solamente el veinte por ciento de los santos canonizados hasta
el siglo XX han sido del sexo femenino, desde entonces el número de mujeres
canonizadas se ha quintuplicado. Pero las mujeres casadas siguen siendo, sin
duda, como veremos en el capítulo 11, la clase más rara de santos.

La congregación concede prioridad también a las causas provenientes de


países que aún no tienen santos o que tienen muy pocos. A primera vista, eso
parece bastante plausible; pero, a la hora de la verdad, esta última categoría
incluye todos los países del mundo menos Italia, España y, en menor grado,
Francia. Incluye hasta Irlanda, la legendaria Isla de los Santos, la mayoría de los
cuales murieron mucho antes de que hubiera un proceso formal de canonización.

Finalmente, la congregación otorga prioridad a los candidatos que


representan a oficios o pueblos —a menudo, inmigrantes— que no tienen ningún
santo que celebrar. Fue esa prioridad «pastoral» la que persuadió en 1980 a Juan
Pablo II a beatificar a Kateri Tekakwitha, una india mohawk muerta en 1680 y
primer indígena estadounidense que recibió tal honor, a pesar de que ninguno de
los milagros que se atribuyen a su intercesión pudo ser verificado.\'7b‡‡‡\'7d

De hecho, las prioridades de la congregación vienen a ser un esfuerzo de


invertir los esquemas del pasado, haciendo que la comunidad de beatos y santos
sea más representativa de la Iglesia mundial emergente. Como demuestran las
estadísticas, el grupo menos representado en proporción es el de los laicos. Desde
993, fecha de la primera canonización papal, hasta 1978, inicio del pontificado de
Karol Wojtyla, hubo doscientas noventa y tres canonizaciones; sólo el diecinueve
por ciento de los afectados eran seglares. De las mil doscientas sesenta personas
beatificadas desde el siglo XVII hasta la elección de Wojtyla, el treinta y cinco por
ciento eran seglares. Esa falta de representación de los legos católicos resulta tanto
más chocante si observamos que la mayoría de los santos legos no fueron
canonizados como ejemplos individuales de virtud cristiana, sino como miembros
relativamente anónimos de grupos perseguidos, asesinados por la fe y, por lo
general, mezclados con clérigos y con religiosas\'7b107\'7d.

Durante el pontificado de Juan Pablo II, esa proporción no ha


experimentado ningún cambio significativo, pese a las prioridades de la
congregación. Hasta 1987, cuando la Iglesia celebró el «Año del Estado Seglar», no
había canonizado ni un solo laico por virtudes heroicas. Los únicos santos legos
eran miembros relativamente anónimos de grandes casos de martirio colectivo; tal
es el caso de los mártires japoneses del siglo XVII, de los vietnamitas asesinados en
los siglos XVIII y XIX y de los coreanos muertos en el XIX. Como era de esperar,
durante el pontificado del papa viajero de Polonia se ha ampliado la
representación geográfica; sobre todo, en cuanto al número de santos y de beatos
originarios de Asia, África y otras regiones que ha visitado.

A la luz de sus prioridades, podría suponerse que la congregación estuviera


controlando de alguna manera hasta qué grado aquéllas se cumplen. Pero el hecho
es que la congregación ha considerado tradicionalmente los estudios sociológicos
sobre la santidad como ejercicios profanos; desde el punto de vista del Vaticano, a
los santos los hace Dios, no la Iglesia, y toda insinuación de que las motivaciones o
las instituciones humanas puedan jugar en ello un papel decisivo está mal vista. En
consecuencia, nadie en la congregación sabe cuántas causas han llegado a qué fase
del proceso ni de dónde proceden los candidatos, ni cuántos de ellos son
sacerdotes, clérigos, laicos, etcétera. En 1987, un anónimo católico estadounidense
donó un ordenador a la congregación para que los funcionarios pudieran seguir
mejor las causas que tenían en sus libros. Pero aún faltaba el permiso de la oficina
de personal del Vaticano para contratar a un técnico competente que programase
el ordenador. Aun así, los datos disponibles sugieren que los santos del futuro no
serán muy diferentes de los del pasado.

Si echamos una ojeada, por ejemplo, a la última edición (1988) del Index ac
Status Causarum («Indice y estado de las causas»), publicación periódica —en latín
— de la congregación, hallaremos listadas mil trescientas sesenta y nueve causas
activas, algunas de las cuales datan del siglo XV. El padre Beaudoin, compilador
del Index, calcula que no más del veinte por ciento de las mismas son de legos.
Igual que en el pasado, Italia, España y Francia tienen más candidatos que otros
países. Solamente Roma tiene ochenta y cinco causas pendientes y Nápoles, setenta
y cinco: muchas más que la mayor parte de los países del mundo.

Informaciones más precisas se hallan en un informe preparado por Palazzini


en 1987 para el Sínodo de Seglares. El informe abarca las doscientas setenta y cinco
causas introducidas en Roma de 1972 a 1983; el objetivo declarado era recordar a
los obispos que, si a la Iglesia le faltaban candidatos laicos, la culpa la tenían ellos,
no la congregación. El informe incluía las siguientes categorías:

Seglares: 50

Hombres: 18

Mujeres: 17

Niños menores de 18 años, de ambos sexos: 15

Jerarquía: 22

Cardenales: 2

Arzobispos: 5

Obispos: 14

Abades: 1

Clero secular: 55

Religiosos: 156

Hombres: 67

Mujeres: 87

Ermitaños (sin indicación de sexo): 2

Distribución geográfica: 33 países

Europa: 236 (Italia, 123; España, 62)


Las dos Américas: 29

Asia: 8 (Japón, 4)

Océano Pacífico: 3

En suma, de los doscientos sesenta y ocho candidatos adultos, cerca del trece
por ciento son legos y el sesenta y dos por ciento, varones. En el futuro, igual que
en el pasado, Italia y España tendrán el mayor número de causas. Para 1990, la
congregación tiene programadas veintiséis causas de martirio y virtudes heroicas
para ser discutidas por los asesores; de éstas, veintitrés son de Europa Occidental,
dos del Canadá y una de Méjico. Plus ça change...

Pero, en un aspecto importante, Juan Pablo II ha introducido un cambio. El


papa desea tener más candidatos entre los que elegir y, con Palazzini, la
congregación ha incrementado su producción en varios niveles. Palazzini amplió la
lista de asesores, tanto médicos como teólogos, y obtuvo la aprobación papal para
dividir a los cardenales y obispos de la congregación en dos grupos, duplicando así
el número de causas que pueden juzgar cada año. «Nos estamos convirtiendo en
una fábrica», dice Eszer, y Beaudoin se pregunta si la congregación no está
inundando el mercado.

Como demuestra el cuadro reproducido a continuación, Juan Pablo II ha


celebrado, durante los primeros once años de su pontificado, más beatificaciones
que todos sus antecesores de este siglo juntos. En lo tocante a canonizaciones» no
queda a la zaga del récord establecido por Pío XII en sus diecinueve años de
pontificado. (Las cifras incluyen causas de grupo, tales como los ciento dieciocho
mártires vietnamitas canonizados en 1988, que cuentan como una sola; de otro
modo, las cifras dadas para Juan Pablo II llegarían a más de doscientos cincuenta
santos y a un número mucho mayor de beatos.)

Papa Pontificado Beatificaciones Canonizaciones

Pío X 1903-1914 7 4

Benedicto XV 1914-1922 3 4

Pío XI 1922-1939 11 26

Pío XII 1939-1958 23 33


Juan XXIII 1958-1963 4 10

Pablo VI 1963-1978 31 21

Juan Pablo I 1978 (33 días) 0 0

Total 79 98

Juan Pablo II 1978-1989 123 23

Si Juan Pablo II tiene alguna prioridad particular, semejante récord sugiere


que es simplemente la de hacer más santos, a fin de multiplicar y completar los
ejemplos de santidad de la Iglesia. En ese sentido, sólo está acelerando una
tendencia a incrementar el número de beatificaciones y canonizaciones que se ha
podido observar en cada uno de los cuatro últimos siglos. Pero el verdadero
cambio que se ha producido con Juan Pablo II es, como demuestran las cifras, el
enorme aumento del número de beatificaciones. Tal vez tenga razón Eszer cuando
afirma que el papa actual utiliza el proceso de creación de santos como una manera
de contrarrestar la influencia de los teólogos morales que están en desacuerdo con
sus enseñanzas. Pero, sean cuales sean sus intenciones personales, una cosa está
clara: aunque la finalidad última de toda causa sigue siendo la canonización, el
trabajo esencial de los hacedores de santos consiste en demostrar la virtud heroica
—o el martirio— y allanar así el camino hacia la beatificación.

Teológicamente hablando, de todos modos, la beatificación no ofrece a los


creyentes ninguna garantía de que el beato a quien se les permite venerar esté
realmente con Dios en el Paraíso. Es precisamente debido a esa incertidumbre que
la Iglesia exige un milagro de intercesión adicional, además del necesario para las
beatificación, antes de que el beato pueda ser canonizado. Pero un milagro es
solamente una señal de Dios. Lo que hace «teológicamente cierto» que un santo
está con Dios es la solemne declaración papal de canonización. Así pues, lo que
distingue la canonización de la beatificación es, según la congregación, un acto del
infalibilidad del papa. En otras palabras, un papa se puede equivocar al declarar
beato a alguien; pero, según la teología operativa de los hacedores de santos, no se
puede equivocar —ellos insisten efectivamente en que ningún papa se ha
equivocado jamás— cuando canoniza solemnemente a un santo. A los hacedores
de santos no les cabe ninguna duda de que eso es así; pero por qué es así sigue
siendo materia de debate teológico. Lo que nunca se ha explicado
satisfactoriamente es, sin embargo, de qué manera esa creencia en la infalibilidad
de la canonización se relaciona con las pruebas de santidad establecidas por la
congregación.
LA CANONIZACIÓN Y LA INFALIBILIDAD PAPAL

Durante por lo menos siete siglos, los teólogos católicos romanos han
debatido la cuestión de si la Iglesia —y, particularmente, el papa— puede
equivocarse al declarar la santidad de una persona. Tomás de Aquino, que fue, al
parecer, el primero en plantear la cuestión, opinaba que «los honores que rendimos
a los santos son una cierta profesión de fe por la cual creemos en su gloria, y se ha
de creer piadosamente que incluso en ese punto el juicio de la Iglesia no es capaz de
errar»\'7b108\'7d. (El subrayado es mío, K.L.W») Una vez que la canonización
estuvo firmemente en manos de los papas, los argumentos esgrimidos en favor de
la infalibilidad de la canonización se centraron en la convicción de que el papa,
como sucesor de san Pedro, es guiado en esa decisión, como en otras materias de la
fe y de la moral, por el Espíritu Santo.

No deja de ser interesante que la Iglesia no ha sido nunca capaz de


establecer como doctrina la infalibilidad de las canonizaciones, ni tan siquiera en el
I Concilio Vaticano (1869-1870), que definió el dogma de la infalibilidad papal. En
consecuencia, muchos teólogos no consideran la canonización un ejercicio de la
infalibilidad del papa. Pero los funcionarios de la congregación no tienen la menor
duda de que cada canonización es una decisión infalible e irrevocable del pontífice
supremo, y aducen una larga tradición de opiniones teológicas para justificar su
posición.

El argumento principal se basa en la coherencia lógica y la necesidad


teológica. Molinari subraya que, en el Concilio de Trento, los padres del concilio
declararon que los santos deben ser venerados por la Iglesia; por consiguiente,
razona él, esa doctrina «implica como su correlato el poder de canonizar, porque
de otro modo los creyentes no sabrían a quién invocar como intercesor ni a quién
tomar como modelo de virtud cristiana». Una segunda línea de argumentación
emana de la fórmula verbal que el papa emplea en la canonización de los santos,
que dice literalmente: «Decidimos y definimos solemnemente que... (nombre) es un
santo y lo inscribimos en el registro de los santos, declarando que su memoria será
guardada con piadosa devoción por la Iglesia universal.» La formulación decisiva
es «decidimos y definimos solemnemente», las mismas palabras que usan los
papas y los concilios de la Iglesia al definir los dogmas de fe. Por tanto, concluye
otro teólogo, «el papa no puede, mediante una solemne definición, introducir en la
enseñanza de la Iglesia universal errores relativos a la fe y a la moral»\'7b109\'7d.
Un tercer argumento considera la siguiente alternativa: ¿qué pasaría si la
canonización no estuviera protegida por la infalibilidad? «Si la Iglesia recomendase
a la veneración universal de los fieles la vida y la conducta de un hombre que, en
realidad, conducen a la condenación, induciría entonces a error a los
creyentes.»\'7b110\'7d

Una cosa es argüir que la canonización es algo tan importante que debe ser
amparada por la infalibilidad papal; pero parece un poco precipitado afirmar —
como han hecho algunos teólogos durante siglos— que ningún papa ha sido jamás
convicto de error\'7b111\'7d al declarar santo a alguien. Hasta los mejores
historiadores admiten que su trabajo está expuesto a error, y ningún abogado o
juez pretende que las decisiones de los tribunales sean siempre justas. ¿Cómo
reacciona la congregación cuando se descubren pruebas indicativas de que un
papa se ha equivocado? Eso fue exactamente lo que sucedió a mediados de los
años ochenta, cuando la congregación se vio envuelta en Un singular debate
público.

En marzo de 1985, un periodista italiano de izquierdas, Giordano Bruno


Guerri, publicó un libro sensacionalista titulado Pobre asesino, pobre santa; la
verdadera historia de Maria Goretti\'7b112\'7d, en el que afirmaba que la Iglesia y el
régimen de Mussolini habían conspirado para inventar el martirio de una de las
santas modernas más queridas de Italia. El libro provocó grandes titulares en la
prensa anticlerical italiana, lo que obligó a la congregación a salir en defensa de la
integridad del proceso de creación de santos.

Maria Goretti era una de los cinco hijos de una campesina viuda que vivía en
una pequeña aldea de la Campagna romana. Tenía apenas doce años cuando, el 2
de julio de 1902, Alessandro, un vecino de unos dieciocho años, irrumpió en la casa
e intentó violarla. Ella se resistió, y el joven le asestó varias puñaladas. La niña
sobrevivió lo bastante como para perdonar al agresor y recibir la última eucaristía.

Alessandro fue condenado a treinta años de prisión y se mantuvo


impenitente hasta que su víctima se le apareció en un sueño, recogiendo flores y
ofreciéndoselas a él. De ahí en adelante, se cuenta que se convirtió en un
presidiario ejemplar y se le perdonaron los tres últimos años de la condena. Se
dirigió inmediatamente a la madre de Maria y solicitó su perdón. Mientras tanto, la
historia de Maria se había apoderado de la imaginación de los italianos; miles de
ellos buscaron su intercesión, y centenares afirmaban haber recibido milagros. En
poco tiempo, la niña campesina se convirtió en un poderoso símbolo de pureza
sexual. Cuando el papa Pío XII la declaró beata en 1947, salió al balcón de San
Pedro acompañado por la madre de Maria y dos de sus hermanos. En un discurso
que sería reproducido por los periódicos de toda Europa, el papa aprovechó la
ocasión para denunciar a aquellos que, desde la industria del cine y de la moda,
desde la prensa, el teatro e, incluso, desde el ejército, que poco antes había
reclutado a mujeres, corrompían la castidad de la juventud. Tres años más tarde, el
mismo papa declaró santa a Maria Goretti, ante la mayor multitud jamás reunida
para asistir a una canonización.

En las cuatro décadas que siguieron a su canonización, Maria Goretti se


había convertido en el icono más popular de la santa virginidad, después de la
Virgen María misma. En efecto, en dondequiera que haya escuelas católicas se
continúa ensalzando a Maria Goretti como encarnación heroica de la ética sexual
de la Iglesia. Pero ella es también importante para la historia de la creación de
santos; técnicamente hablando, no murió por la fe, sino más bien en defensa de la
virtud cristiana: una ampliación significativa, aunque hoy ya rutinaria, de los
motivos por los que un candidato puede ser declarado mártir.

Al atacar a Maria Goretti, por tanto, Guerri eligió como blanco a una santa
cuya historia había venido a identificarse con las enseñanzas de la Iglesia sobre la
pureza sexual. Y, lo que es más, el libro se publicó en un momento en que las
feministas y otros italianos clamaban por la legalización del aborto. Basándose en
un examen del proceso canónico y del juicio estatal contra Alessandro, Guerri llegó
a la conclusión de que las pruebas no demostraban la culpabilidad del joven;
incluso insinuó que Maria había tenido finalmente la intención de ceder a los
requerimientos de Alessandro. Guerri afirmaba además que Pío XII había aspirado
deliberadamente a convertir en santa a Maria Goretti a fin de contrarrestar la
inmoralidad sexual de las tropas norteamericanas, en su mayoría protestantes, que
liberaron Italia en 1944.

El efecto del libro de Guerri fue el de cuestionar la integridad y los métodos


de todo el proceso de creación de santos. Por primera vez en su historia, la poco
conocida congregación se vio confrontada con un escándalo de gran envergadura.
Palazzini respondió con el nombramiento de una comisión de nueve expertos de
los campos de la historia, la jurisprudencia secular, la teología y el derecho
canónico, para que examinaran las acusaciones de Guerri. Meses después, la
comisión publicó un «libro blanco»\'7b113\'7d en el que se atacaba la credibilidad
del libro de Guerri, argumentando que éste había cometido varios centenares de
errores, tanto en lo relativo a los hechos como en cuanto a la interpretación de los
mismos. Guerri respondió amenazando con demandar por difamación a los
autores del documento vaticano. Eszer, a quien le encanta la polémica verbal, se
presentó a un debate público con Guerri en la televisión romana; el periodista no
supo refutar las críticas del Vaticano y, finalmente, retiró su amenaza.
Lo que me interesó en el escándalo Guerri fue que la congregación en
ningún momento consideró la posibilidad de reabrir la causa. De haberlo hecho, se
me explicó, la congregación se hubiera colocado en la posición insostenible de
querer revisar una declaración infalible del papa. Es éste, por consiguiente, un
importante efecto de la infalibilidad papal sobre la creación de santos: la decisión
del pontífice es definitiva e irrevocable, y a los católicos romanos no les está
permitido cuestionar la santidad de ningún santo canonizado por el
papa\'7b114\'7d, por muy controvertida que sea la infalibilidad de las
canonizaciones pontificias.

Un examen más detenido revela, sin embargo, que la infalibilidad del papa
no ofrece una garantía ilimitada. En primer lugar, no se aplica a la inmensa
mayoría de los santos de la Iglesia, sino únicamente a aquellos que, según Gumpel,
fueron canonizados «después de llevarse a cabo todas las investigaciones
científicas debidas, tal como fue la práctica desde 1588, año en que el papa Sixto V
fundó la Congregación de Ritos». Ello no quiere decir que los personajes bíblicos,
como Pedro y Pablo, o los patronos medievales, como Bernardo y Francisco de
Asís, sean santos cuestionables; sino únicamente que la certeza de su destino
espiritual no se halla garantizada por la infalibilidad papal.

Pero lo que quiere decir también es que el horizonte mental particular de la


congregación, su universo operativo, se origina con su propia fundación
institucional en 1588. Por ejemplo, el primer santo mencionado en la lista de la
congregación, el Index ac Status Causarum, no es el protomártir Esteban, sino
Jacinto, un misionero dominico, nacido cerca de Cracovia en 1185, muerto el día de
la Asunción del año 1257 y canonizado por el papa Clemente VIII en 1594, casi tres
siglos y medio después. Esa perspectiva institucional parece sugerir que Jacinto es
el primer santo cuya canonización estuvo amparada por la infalibilidad papal,
precisamente porque su canonización fue la primera que se celebró desde la fecha
en que la congregación estableció su método «científico» para investigar las vidas
de los santos potenciales. Y, sin embargo, los hechos relativos a la vida de Jacinto y
los milagros que se le atribuyen son, como los bolandistas y otros han
demostrado\'7b115\'7d, notoriamente poco fiables\'7b§§§\'7d. ¿Qué significa,
entonces, la afirmación de que el papa no se puede equivocar al canonizar a un
santo, cuando las subsiguientes investigaciones históricas demuestran, como en el
caso de Jacinto, que no estaban en posesión de los hechos históricos?

La respuesta es que la infalibilidad papal no se aplica, en segundo lugar, a


las afirmaciones de hechos históricos ni a las reivindicaciones de milagros que los
hacedores de santos puedan enunciar en favor de su candidato. De hecho, no
garantiza ni siquiera la veracidad de los hechos que el papa mismo pueda
incorporar a su solemne declaración de canonización. En una palabra, la
infalibilidad papal se aplica únicamente a aquello que no puede ser comprobado
por la indagación humana, es decir, al hecho de que el candidato está con Dios en
el Paraíso, y a nada más de todo lo relativo a la vida, las virtudes o los milagros de
intercesión del candidato.

La paradoja es evidente: la infalibilidad papal se aplica únicamente a los


santos cuyas causas son productos de la congregación desde que sus actividades
fueron sistematizadas en 1588, pero la integridad de dicho sistema no afecta de
ninguna manera la infalibilidad de la decisión pontificia. En resumidas cuentas, la
decisión del papa es infalible porque es el papa quien la toma, pero el sistema por
el cual se hacen los santos no lo es. Efectivamente, de no haber sido así, tampoco
habría habido necesidad alguna de reformar el sistema.

Si la creación de santos requiere la protección de la infalibilidad papal o no,


sigue siendo una cuestión discutible\'7b116\'7d, lo no discutible es la postura de
los propios hacedores de santos. Éstos están convencidos de ser los únicos
estudiosos en el mundo cuyas indagaciones se encaminan a una conclusión
definitiva protegida por obra del Espíritu Santo. No por ello se preocupan menos
de averiguar la verdad acerca de las vidas que estudian; por el contrario, como
demostró el escándalo Guerri, son muy conscientes de la necesidad imperiosa de
demostrar la santidad del candidato más allá de toda duda razonable; y pese a que
sus trabajos son muy raramente cuestionados —ni aun leídos— por personas
ajenas a la congregación, de sus documentos se espera que resistan el más severo
escrutinio. Finalmente, se me permitió examinar personalmente varias causas y
sacar mis propias conclusiones.

Hasta cierto punto, los nuevos hacedores de santos de Roma son como
universitarios seculares, libres de buscar la verdad. Pero no trabajan en nada
parecido a un ambiente universitario moderno; no pueden elegir el tema sobre el
que trabajan ni controlar la disposición final de sus trabajos, e incluso, después de
la reforma de 1983, los relatores y postuladores deben respetar las categorías
heredadas por las que la Iglesia ha venido a identificar a los santos como tales.
¿Hasta qué grado son flexibles esas categorías? La primera prueba y la más
interesante fue, a mi entender, el martirio. ¿Qué significa, en un contexto de la
moderna guerra «total», morir por Cristo?

Para los hacedores de santos no se trata de una cuestión meramente


abstracta. Desde el comienzo de la II Guerra Mundial han transcurrido cincuenta
años, el plazo mínimo que Roma suele dejar pasar antes de iniciar una causa. Juan
Pablo II es un hombre que se ha formado bajo la experiencia de dicha guerra, y lo
mismo vale para varios de los hacedores de santos, sobre todo Eszer y Gumpel,
que también vivieron su infancia y juventud bajo el nazismo. Por un capricho de la
historia, a estos hombres les toca juzgar si algunos prominentes católicos,
asesinados por los nazis, murieron verdaderamente por la fe.
4

EL TESTIMONIO DE

LOS MÁRTIRES

La mañana del 1 de agosto de 1987, el pequeño vestíbulo del hotel Gülich, de


Colonia (Alemania Occidental), se había llenado de judíos. Eran miembros de un
clan familiar, unas dos docenas en total, cuyos padres y abuelos alemanes fueron
dispersados por los pogromos de Hitler entre Estados Unidos, América del Sur y
Canadá. Cuatro de ellos habían muerto en los campos de exterminio de los nazis.
Una de las víctimas era Edith Stein —Tante Edith, para las sobrinas—, quien
aquella misma tarde había de ser declarada mártir por Juan Pablo II, bajo el
nombre de sor Teresa Benedicta de la Cruz. Pero, una mártir ¿de quiénes? Para los
judíos de todo el mundo, Edith Stein era una de los seis millones de judíos
asesinados en el holocausto; para el papa, ella era también, y ante todo, una mártir
de la Iglesia.

La beatificación de Edith Stein indignó a muchos israelíes y otros judíos.


¿Por qué, preguntaban los críticos, la Iglesia colocaba la corona del martirio en la
cabeza de una sola judía apóstata cuando millones de otros judíos —niños,
abuelos, madres y padres— habían perecido a manos de los nazis? Una vez más, se
decía, el primer papa polaco intentaba despojar el holocausto de su significado
específico —el genocidio de los judíos europeos—, centrando la atención en
aquellos cristianos que fueron también víctimas de los nazis. ¿No era ése —se
insinuó— un intento de usar el proceso de creación de santos para distraer la
atención de la complicidad en que la propia Iglesia incurrió con su silencio ante la
guerra de los nazis contra los judíos? ¿Por qué la Iglesia había elegido, entre todos
los cristianos asesinados por los nazis, a una conversa que, en pleno holocausto, le
pidió a Dios que aceptara su vida como sacrificio expiatorio de la «impiedad» de
los judíos? «Esa propuesta santidad los judíos no la tragan», escribió la novelista
norteamericana Anne Roiphe en sus reflexiones sobre el holocausto. «... Si molesta
no es porque Edith Stein haya elegido otra religión, sino porque ella no pudo
escapar a su certificado de nacimiento. Su consagración religiosa fue un asunto
privado y, a todas luces, la decisión sincera de un intelecto extraordinario; pero no
murió porque lo hubiese elegido, con honor, con dignidad, con algún propósito,
religioso o de otro tipo. Simplemente, murió como todos los demás.»\'7b117\'7d

El Vaticano había esperado críticas de parte de los judíos, aunque no el


apasionado grito de protesta que el nombre de Edith Stein continúa evocando.
Efectivamente, durante los meses anteriores al viaje pontificio a Colonia, los
cardenales de la Congregación para la Causa de los Santos habían discutido
incluso si no sería «pastoralmente oportuno» posponer la beatificación hasta que el
Vaticano lograse apaciguar a los críticos. Pero los obispos de Alemania y de
Polonia apoyaban enérgicamente la idea de proclamar mártir a Stein, y hay que
concluir que lo mismo hizo Juan Pablo II. Como arzobispo de Cracovia y como
papa, en más de una ocasión había invocado en público el nombre de Edith Stein
como víctima propiciatoria del holocausto. Además, su propia evolución
intelectual como filósofo había recibido la influencia de la vida y del pensamiento
de Edith Stein.

La beatificación de Edith Stein, que examinaremos más adelante, es uno de


los episodios más controvertidos del pontificado de Juan Pablo II. Más que
ninguna otra causa reciente, centró la atención del público en las finalidades y los
métodos del proceso de creación de santos. Pero la decisión papal de beatificar a
Stein no tenía nada que ver con la cuestión de si ella merecía o no el título de
mártir de la fe; esa cuestión debían resolverla los hacedores de santos. Desde su
punto de vista, la causa de Edith Stein era uno de tres procesos importantes —el
primero que. se debatió de la época nazi— que permitieron a la congregación
ampliar y, hasta cierto grado, redefinir sus criterios tradicionales de las pruebas de
martirio. En su conjunto, esas tres causas abrieron un nuevo capítulo en la
evolución del concepto del martirio que tiene la Iglesia y, como veremos,
plantearon nuevos interrogantes acerca de la relación entre la fe religiosa y la
acción política.

EL NAZI COMO «TIRANO» MODERNO

La Iglesia católica romana nunca ha enunciado una definición dogmática del


martirio. La Iglesia primitiva desarrolló un modelo clásico del mártir —y de las
condiciones del martirio—, por el cual, desde entonces, se ha reconocido a ciertos
individuos como mártires de la fe. Como ya hemos visto, los primeros mártires
cristianos fueron aceptados y celebrados como imitadores de la pasión y muerte de
Cristo. El clásico mártir cristiano es, por tanto, una víctima inocente que muere por
la fe a manos de un tirano que se opone a la fe. Como Jesucristo, el mártir clásico
no busca la muerte, pero la acepta libremente cuando se lo desafía a renunciar a su
fe o a cometer otros actos contrarios a los valores cristianos. Y, también como
Jesucristo, el mártir clásico perdona a sus enemigos.

Del mismo modo, el juicio de Jesucristo ofrece el paradigma por el cual se


establecen las condiciones clásicas del martirio cristiano: en el caso ideal, el mártir
es interrogado ante un tribunal y, con su fidelidad, «provoca al tirano» mediante
una confesión de fe. Así pues, la preocupación de los romanos por los
procedimientos legales, tal como se desprende de los informes de los procónsules
sobre los interrogatorios a los que sometieron a los antiguos mártires cristianos,
tuvo una importancia fundamental para la evolución de la concepción jurídica de
la creación de santos. Sin esa documentación o sin las declaraciones de testigos,
¿cómo se podría verificar el martirio?

En la mayoría de los casos, el martirio es también un acto político. Jesucristo


mismo fue perseguido por atacar a las autoridades de la sinagoga. Los cristianos
primitivos desafiaron la base sacrosanta de la autoridad romana al negarse a
venerar al emperador como a un ser divino. Una vez la Iglesia misma adquirió una
autoridad temporal sobre sus súbditos, además de la espiritual, la línea divisoria
entre el martirio político y el religioso se hizo más difícil de discernir. A partir de
entonces, podía ser un mártir de fe quien muriese en defensa de los derechos de la
Iglesia: en el] siglo XII, por ejemplo, el arzobispo Thomas Becket fue canonizado al
poco tiempo de su muerte, por haber defendido las prerrogativas de la Iglesia
inglesa contra el rey Enrique II. Más tarde, en la época de los descubridores
europeos, los misioneros que seguían las banderas de diferentes países murieron
con frecuencia porque, a los ojos de aquellos a quienes iban a convertir, sus
intenciones resultaban a menudo imposibles de distinguir de las de los soldados,
que pretendían conquistar y explotar. Incluso, cuando cristianos mataban a otros
cristianos, como en las guerras de religión de la era de la Reforma, los motivos
políticos se hallaban íntimamente ligados a las confesiones religiosas.

Ante tal trasfondo, Benedicto XIV estableció unos criterios estrictos que
continúan guiando hasta hoy a quienes tratan de demostrar que un candidato
murió como mártir cristiano. En esencia, los abogados de la causa deben demostrar
que la víctima murió por la fe. Más precisamente, han de aportar pruebas de que el
«tirano» fue provocado a matar a la víctima por una clara e inequívoca profesión
de fe de ésta. Los abogados de la causa deben presentar, por tanto, testimonios o
documentos que atestigüen que tuvo lugar una profesión de fe, que el tirano actuó
movido por el odium fidei (odio a la fe) y que los motivos de la víctima fueron
claramente, cuando no exclusivamente, religiosos. Además, se exigen testimonios
fidedignos de que la víctima perseveró en la voluntad de morir por la fe hasta el
último momento.

Los nazis representaban, sin embargo, una nueva especie de tiranos. No hay
duda de que mataron por varios motivos a millones de cristianos\'7b118\'7d, pero
la manera como lo hicieron confundió las categorías y las reglas heredadas por las
que los profesionales de la creación de santos han juzgado tradicionalmente las
causas de martirio.

Para empezar, los nazis, a diferencia de los líderes de la Revolución


Francesa, no proclamaron públicamente su odio a la fe cristiana. Al contrario,
Adolf Hitler era católico bautizado y nunca renegó de la fe. Cuando llegó al poder
en marzo de 1933, prometió, en su primer discurso pronunciado ante el Reichstag,

que el Gobierno protegería la religión cristiana. En 1933 firmó incluso un


concordato con el papa Pío XI, en el cual se aseguraba «la irrestringible libertad de
acción para todas las organizaciones, asociaciones y federaciones religiosas,
culturales y educativas católicas»\'7b119\'7d. Además, hubo alemanes católicos y
protestantes que apoyaron a Hitler, se afiliaron al movimiento nazi y militaron en
las huestes del führer. Teniendo en cuenta todo eso, resultaba difícil, aunque no
imposible, demostrar con los criterios tradicionales que los católicos víctimas de los
nazis habían muerto por su fe. A los judíos se los arrestaba y mataba porque eran
judíos; pero los católicos que se oponían a los nazis eran acusados de sedición, de
traición o de otros crímenes políticos. En resumen, los nazis sabían qué es lo que la
Iglesia entiende por martirio y no estaban interesados en prestarse al papel del
tirano convencional.

La manera como los nazis trataban a sus víctimas causó también problemas
a los hacedores de santos de la Iglesia. A veces, las víctimas simplemente
desaparecieron; más frecuentemente, fueron deportadas a los campos de
exterminio, en donde se los asesinaba en masa sin dejar testigos capaces de dejar
constancia de su perseverancia en la fe. ¿Cómo podían saber los hacedores de
santos si un mártir potencial no desesperó de Dios en el último instante o si, lo que
viene a ser casi lo mismo, llegó a odiar a sus perseguidores? Y, por último, había
entre los asesores de la congregación unos cuantos legalistas rigurosos que se
sentían canónicamente obligados por la noción tradicional de que los mártires
deben derramar su sangre. Si bien la mayoría de esos asesores —aunque no todos
— no tenían escrúpulos en aceptar a los candidatos que murieron en las cámaras
de gas o mediante inyecciones, sí cuestionaban seriamente si se podía calificar de
mártir a alguien que, simplemente, acabó consumiéndose en un campo de
concentración. Finalmente, sus objeciones fueron superadas por otros asesores,
quienes señalaron que muchos de los primeros mártires de la Iglesia murieron
también de hambre, enfermedad o agotamiento en los campos de internamiento de
los romanos.

Quedaban por resolver además ciertos problemas de conceptos y de


procedimiento antes de que algún católico víctima de los nazis pudiera ser
beatificado o canonizado como mártir. Pero esos problemas no se resolvieron por
razonamientos abstractos ni a través de la dialéctica de los debates teológicos.
Como en el derecho consuetudinario de Inglaterra y en el de Estados Unidos, esos
puntos se encararon y se resolvieron causa por causa.

TITUS BRANDSMA:

EL PRIMER MÁRTIR CATÓLICO DE LA ERA NAZI

La primera víctima de los nazis propuesta como mártir fue Titus Brandsma,
sacerdote carmelita, profesor y periodista, que murió en 1942 en Dachau y fue
beatificado por Juan Pablo II en 1985 en Roma. Brandsma era un hombre inclinado
a la contemplación. Cuando los franciscanos lo rechazaron porque temían que su
salud fuese demasiado frágil para soportar el régimen activista de los frailes,
Brandsma se hizo carmelita y consagró su vida a comentar los escritos de los
grandes místicos de la orden, santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz. Pero el
joven Brandsma no era un estudiante pasivo. Sus continuas objeciones al
dogmatismo de sus profesores neerlandeses hicieron que éstos retrasaran su
marcha a Roma, en donde debía terminar sus estudios de teología. A su regreso de
Roma, lo nombraron profesor de teología y misticismo y, más tarde, fue uno de los
fundadores de la Universidad Católica de Nijmegen.

Como profesor, Brandsma tendía a aburrir a los estudiantes; durante un


semestre, su auditorio se compuso de una sola alumna\'7b120\'7d, una mujer que
sentía compasión por él porque, según decía, tenía muy poco atractivo físico y era
muy tedioso en la cátedra. Con el tiempo, sin embargo, desarrolló un tema que
despertó la atención de los estudiantes: el «nuevo paganismo», como él lo llamaba,
del partido nazi alemán. A lo largo de la década de los treinta, Brandsma denunció
en sus discursos y escritos los peligros del nazismo, incluido lo que él llamaba la
«cobardía» de los nazis, manifiesta en sus esfuerzos por eliminar a los judíos en
Alemania. En 1940, también Holanda estaba bajo control nazi. En agosto del año
siguiente, el gobernador civil de Holanda emitió una orden que prohibía la
admisión de niños de origen judío en las escuelas católicas. Como presidente de la
Asociación de Escuelas Secundarias Católicas, Brandsma protestó ante las
autoridades en La Haya y obtuvo un aplazamiento provisional de dicha orden.

Brandsma era, además, por encargo de los obispos católicos, el director


espiritual de las tres docenas aproximadas de periódicos católicos que se
publicaban en los Países Bajos. Durante un tiempo fue editor de uno de los
periódicos que —a diferencia de los semanarios diocesanos de hoy— competían
con los diarios seculares del país. En diciembre de 1941, el secretariado de prensa
nacionalsocialista cursó un aviso a todos los periódicos de Holanda, notificando
que la prensa neerlandesa estaba obligada a publicar los anuncios y las proclamas
del partido nazi y de cualquiera de sus organizaciones. La jerarquía católica
holandesa respondió denunciando a los nazis y afirmando el derecho de negarse a
reproducir escritos de propaganda nazi. El día de Año Nuevo, se le encargó a
Brandsma que se entrevistara con todos los obispos y los jefes de redacción para
explicarles por qué había que hacer caso omiso del decreto y advertirlos de la
urgencia de estar preparados contra la venganza de los nazis.

Dieciocho días más tarde, Brandsma fue detenido en su convento, bajo la


acusación de que «sus actividades amenazaban el prestigio del Imperio Alemán y
de las ideas nacionalsocialistas y perseguían el fin de socavar la unidad del pueblo
neerlandés»\'7b121\'7d. El oficial que redactó el parte agregó que «su actitud
hostil está demostrada por sus escritos contra la política alemana hacia los judíos».
En marzo, Brandsma fue internado en el campo de prisioneros de Armersfoort, en
el centro de Holanda, donde encabezó grupos de oración y recibió confesiones, a
pesar de la dura penalización de las actividades religiosas. En junio lo trasladaron
al campo de concentración de Dachau, en donde se unió a otros dos mil setecientos
clérigos deportados; en su mayoría, sacerdotes católicos. Según testigos, fue
repetidamente apaleado, hasta quedar inconsciente. Al mes siguiente, lo internaron
en el hospital del campo, donde fue sometido a experimentos médicos. El
domingo, día veintiséis, murió de una inyección letal de ácido fénico.

Titus Brandsma no fue el primer católico de la época nazi propuesto para la


santidad, pero sí el primero presentado como mártir. A sus promotores, los
carmelitas, se les advirtió que cometían un error y que sería excesivamente difícil
demostrar que Brandsma fue asesinado por motivos religiosos y no por motivos
políticos. Sería mejor, se les previno, basar la argumentación en sus virtudes y
esperar la confirmación de algún milagro.

Había también otro aspecto más práctico. En 1962, a menos de diez años de
iniciarse el proceso ordinario en favor de Brandsma, Pablo VI ordenó parar todos
los procesos relativos a víctimas de la Guerra Civil española. La mayoría de los
candidatos al martirio de aquella guerra habían muerto a manos de las fuerzas
republicanas (en parte, comunistas), y el vencedor, el general Francisco Franco,
seguía aún detentando el poder. Pablo VI no simpatizaba con el régimen
franquista, y el ala liberal del clero español compartía su actitud, a pesar del apoyo
que el general prestaba a la Iglesia. El papa temía, pues, que el nombramiento de
mártires reavivara viejas pasiones políticas y causara una división indeseable en la
Iglesia. Pero su interdicto disgustó a muchos funcionarios españoles conservadores
en el Vaticano. Entre éstos, se encontraba monseñor Rafael Pérez, que había
servido como vicario a un obispo español durante la Guerra Civil y ocupaba ahora
el importante cargo de promotor de la fe. Desde tal posición, juró que Titus
Brandsma jamás sería declarado mártir antes que sus beneméritos paisanos
españoles.

Finalmente, se levantó las suspensión de las causas españolas y monseñor


Pérez abandonó el cargo. En 1980, la responsabilidad de la causa de Brandsma fue
a dar en manos del padre Redemptus Valabek, el nuevo postulador general de los
carmelitas. Mientras tanto, la mayoría de los carmelitas holandeses habían perdido
el interés en la causa. (Los frailes jóvenes consideraban un gasto económico inútil
promover a nuevos santos y, posiblemente, hubieran abandonado, de no haber
insistido los mayores en su empeño beatificador.) El predecesor de Valabek había
reunido ya las pruebas suficientes para demostrar que Brandsma había aceptado
obedientemente el martirio en el espíritu de Cristo. Testigos del campo de Dachau
declararon que instó a sus compañeros de cautiverio a rezar por sus sádicos
guardianes, y así lo hizo él mismo. Incluso, la enfermera que le inyectó el ácido
fénico se presentó —tras recibir garantías de anonimato por parte del tribunal
eclesiástico— para atestiguar que Brandsma había rezado también por ella.

«Nuestro verdadero problema estaba en demostrar que Titus no fue


deportado y asesinado por motivos políticos; en este caso, su oposición al nazismo
—recordó Valabek una tarde, en el transcurso de una larga conversación que
mantuvimos en el convento de los carmelitas de Roma—. Por supuesto que era
adversario del nazismo, pero nosotros tuvimos que demostrar que su martirio se
basaba en otros motivos. Afortunadamente, se había salvado, casi por milagro, la
transcripción del interrogatorio al que lo sometieron los jueces nazis en Holanda.
Gracias a ese documento hemos podido demostrar dos motivos por los que los
nazis lo condenaron. El primero era que se había negado a expulsar a los niños
judíos de las escuelas católicas, alegando explícitamente que tal acto sería contrario
a los principios católicos. Pudimos así demostrar que Brandsma estaba
defendiendo el derecho de la Iglesia a educar a los niños que los padres envían a
las escuelas católicas, incluidos los niños no católicos. El segundo motivo era que,
como consejero eclesiástico de los periodistas católicos, había dirigido a éstos un
llamamiento personal para que no aceptaran propaganda nazi en sus periódicos.
Éste fue el motivo más inmediato por el que lo arrestaron y, finalmente, lo
mataron. Los nazis estaban muy enfadados con él, y eso se nota en las sesiones del
interrogatorio ante los jueces.
En suma, dados los criterios exigidos por la Iglesia, Brandsma logró
convertirse en el primer mártir de la era nazi no sólo porque rechazó la ideología
nazi como anticristiana —argumento que, por sí solo, habría suscitado la objeción
rutinaria de que no era más que un mártir político—, sino también porque sus
abogados pudieron demostrar que fue asesinado por defender ciertos principios
católicos\'7b****\'7d. Es cierto que los principios en cuestión —la libertad de
educación y la libertad de prensa— no son en absoluto inherentes a la fe y la moral
católicas; pero eran derechos que la Iglesia reivindicaba como institución, y
Brandsma, según demostraron sus abogados, los hizo suyos.

No fue con estos argumentos, por cierto, como se presentaba al beato Titus
Brandsma a los creyentes para su veneración. Valabek lo proponía como santo
patrono de los periodistas, a quienes, Dios lo sabe, mucha falta les hace tener un
santo propio de su oficio\'7b††††\'7d; pero establecer el significado del nuevo
mártir de la Iglesia es prerrogativa papal. En la ceremonia de beatificación
celebrada el 3 de noviembre de 1985, Juan Pablo II declaró: «Elevamos a la gloria
de los altares a un hombre que sufrió los tormentos de un campo de concentración,
el de Dachau. En medio de ese tormento, en medio del campo de concentración,
que sigue siendo una marca infame de nuestro siglo, Dios halló digno de Él a Titus
Brandsma.» El papa comentó que había un texto adecuado del Antiguo
Testamento: «Dios los puso a prueba (...), como oro en el hornillo los puso a prueba
y recibióles como víctimas de holocausto.»\'7b122\'7d

Para los hacedores de santos, sin embargo, el éxito de la causa de Brandsma


tuvo otro significado más preciso: ahora tenían un precedente para argüir que los
católicos víctimas de los nazis podían ser declarados oficialmente mártires, en
circunstancias en las que pudiera demostrarse que la jerarquía había provocado al
tirano a proceder contra la Iglesia, denunciando sus actos injustos. Este precedente
fue decisivo para la nueva argumentación empleada en la causa, más
controvertida, de Edith Stein.

EDITH STEIN

Y LA TRANSFORMACIÓN DE UNA SANTA

El mismo domingo de julio de 1942 que fue asesinado Titus Brandsma, los
obispos católicos de Holanda publicaron una carta en la que denunciaban el último
proyecto nazi de deportar a los judíos neerlandeses «al Este»: eufemismo de los
nazis para los campos de la muerte situados en Polonia. Para vengarse, los nazis
ordenaron el arresto inmediato de todos los católicos de origen judío. El jueves
siguiente, Edith Stein y su hermana Rosa, que era lega, fueron detenidas en el
convento carmelita de Echt. Siete días después, las enviaron a las cámaras de gas
de Auschwitz, junto con otros trescientos judíos bautizados de los Países Bajos.

¿Quién era Edith Stein? Nació como la última de once hijos de una
acaudalada familia judía de Breslau, Alemania —ahora Wroclaw, Polonia—, el día
de Yom Kipur, el Día de Expiación de los judíos, en 1891. Su madre, que quedó
viuda veintiún meses t después, era religiosamente ortodoxa, pero ninguno de sus
hijos, de los siete que sobrevivieron, se hizo judío practicante. A la edad de quince
años, Edith había dejado de rezar. Se consideraba, en declaración propia, atea y
feminista. La filosofía era su pasión y, en 1913, a la edad de veintitrés años, entró
en la Universidad de Gotinga a estudiar con el padre de la fenomenología,
Edmund Husserl. Se sintió atraída por la Sociedad Filosófica, un círculo informal
de intelectuales con talento que se reunían en torno a Husserl durante los años
inmediatamente anteriores al estallido de la I Guerra Mundial. Edith se convirtió
en una estudiante tan capacitada que, en 1916, Husserl la invitó a ser su asistente
en la Universidad de Friburgo, donde al año siguiente obtuvo el doctorado con
una disertación titulada «El problema de la empatía».

Según enseñaba Husserl, el método fenomenológico implicaba una fuerte


confianza ética. El maestro era luterano, y varios de los otros fenomenólogos que
impresionaron a Edith Stein, como Max Scheler y Roman Ingarden, eran católicos
romanos. Bajo su influencia, Stein comenzó a cuestionar lo que ella llamaba su
«prejuicio racionalista»\'7b123\'7d y a interesarse por el cristianismo. En 1917, la
viuda de su antiguo profesor Adolf Reinach, que había muerto en el frente de
Bélgica, le pidió ayuda para ordenar los papeles de su marido. Fue la
impresionante paciencia que mostró la señora Reinach en ese período lo que acercó
emocionalmente a Edith Stein a la fe cristiana. Durante sus años de estudiante, se
enamoró de por lo menos uno de los miembros de la Sociedad Filosófica, Hans
Lipps. En 1921, sin embargo, estaba comenzando a experimentar una atracción de
índole muy diferente. En el verano de ese año leyó la autobiografía de santa Teresa
de Ávila, la gran mística carmelita del siglo XVI. «Ésta es la verdad»\'7b124\'7d,
concluyó. El siguiente día de Año Nuevo, recibió el bautismo de la Iglesia católica.

Durante los diez años posteriores, Edith continuó sus intereses filosóficos lo
mejor que pudo y escribió un estudio en dos volúmenes sobre la filosofía de santo
Tomás de Aquino. Pero, por ser mujer y pese a una generosa recomendación del
propio Husserl, no obtuvo el profesorado en Friburgo. En lugar de ello, enseñó en
la Escuela Superior Femenina de las hermanas dominicas en Speyer, donde hizo
también los votos religiosos privados. En 1932, aceptó un puesto de profesora en el
Instituto Alemán de Pedagogía científica de Münster. Al año siguiente fue
expulsada del profesorado a raíz de un decreto nazi contra los judíos y, en octubre,
el día de santa Teresa, entró en la Orden de las Carmelitas. A la señora Stein se le
rompió el corazón: su hija más joven, la que nació el día de Yom Kipur, no sólo se
había convertido al cristianismo, sino que incluso había elegido una vida de
clausura que la aislaría de la familia.

A pesar de su aislamiento —o quizá a causa del mismo—, Edith Stein


desarrolló un sentimiento explícito de su identidad como judía. «Mi retorno a Dios
me hizo sentir judía de nuevo»\'7b125\'7d, dijo de su conversión, y pensaba que
su relación con Cristo existía «no sólo en un sentido espiritual, sino en términos de
sangre»\'7b126\'7d. Era plenamente consciente de lo que les estaba pasando fuera
a los judíos; en vano dirigió en 1933 una impulsiva carta a Pío XII en la que lo
instaba a «deplorar el odio, la persecución y las muestras de antisemitismo
dirigidos contra los judíos en cualquier tiempo y vengan de quien
vengan»\'7b127\'7d. En sus cartas y otros escritos explicó con precisión cómo veía
ella la relación entre sus orígenes judíos y sus creencias cristianas. Comparaba su
decisión de convertirse al cristianismo y hacerse monja de convento con el
personaje bíblico de la reina Ester, que se sacrificó para ayudar a salvar a los
israelitas; en este sentido, escribió en una de sus cartas: «Tengo la seguridad de que
el Señor ha aceptado mi vida por todos los judíos. Siempre tengo que pensar en la
reina Ester, que fue alejada de su pueblo con el propósito expreso de responder en
nombre de su pueblo ante el rey. Yo soy Ester, la muy pobre, pequeña y débil; pero
el Rey que me eligió es infinitamente grande y bondadoso.»\'7b128\'7d

Posteriormente, al redactar su testamento y última voluntad espiritual, como


se les exige a las carmelitas, rogó a Dios que aceptara su vida «en expiación de la
impiedad del pueblo judío y por lo siguiente: que el Señor sea aceptado por Su
propio pueblo y que Su reino venga en gloria, para la salvación de Alemania y la
paz en el mundo»\'7b129\'7d.

Dentro del convento, Edith Stein era una anomalía por partida doble: una
judía entre arios y una intelectual entre personas que no lo eran. En la tradición, de
la espiritualidad carmelita, se consagró al Cristo crucificado; de ahí el nombre que
eligió como religiosa: Benedicta de la Cruz. Es significativo que su última obra
mayor fuese un tratado sobre otro místico carmelita, san Juan de la Cruz, titulada
La ciencia de la Cruz. Todo ese material sería más tarde de gran importancia para su
proceso ante el Vaticano. Sin embargo, desde la Kiristallnacht (9 de noviembre de
1938) era obvio que los muros del convento no la protegerían de la determinación
de los nazis de eliminar a los judíos. Por su propia seguridad y la del convento,
Edith Stein abandonó Colonia la víspera de Año Nuevo y se trasladó al convento
de las carmelitas de Echt, en Holanda, llevando consigo a su hermana Rosa,
también convertida al catolicismo.

Pero los Países Bajos resultaron ser un precario refugio para una monja
judía. Como a los otros judíos, se le exigía que llevara la estrella de David. Y
cuando salió la orden de detener a todos los judíos conversos, la SS supo dónde
encontrarla. «Ven, vamos a por la gente»\'7b130\'7d, le dijo Edith a su hermana. A
lo largo del trayecto en tren hasta Auschwitz, Edith Stein dejó notas en las paradas
donde había vivido. La última, dirigida a las carmelitas de Echt, contenía el simple
ruego: «Avisad urgentemente al consulado suizo que tomen todas las medidas
necesarias para que podamos cruzar la frontera. Nuestro convento se hará cargo de
los gastos del viaje.»\'7b131\'7d

Durante los primeros años de la posguerra, Edith Stein fue esencialmente un


personaje desconocido, ni siquiera se conocían las circunstancias de su muerte;
poco a poco, se reunieron sus escritos y, a través de las carmelitas descalzas, su
historia se divulgó. No deja de ser interesante que las carmelitas la citaran con su
nombre judío: en la universidad belga de Lovaina se fundó el Archivo Edith Stein,
y la causa fue propugnada internacionalmente por la Hermandad Edith Stein. Eso
reflejaba en parte el interés que ella había suscitado, bajo su propio nombre, como
filósofa y pensadora religiosa; en parte reflejaba también el interés que provocó
como católica que murió junto con otros judíos en el holocausto.

Transcurrieron veinte años hasta que el cardenal de Colonia, Joseph Frings,


abriera un proceso ordinario en favor de Edith Stein. Lo significativo es que el
proceso no se basó en el martirio, sino en la demostración de su virtud heroica. Se
daba por sentado que fue asesinada por ser judía. Se celebraron juicios en Colonia,
en Echt y en Speyer. De los ciento tres testigos interrogados, sólo tres dieron
testimonios negativos y sus objeciones fueron rechazadas con facilidad. Un testigo,
que había conocido a Stein antes de su conversión, declaró que ella era arrogante;
pero eso fue descartado por irrelevante, dado que la Iglesia valora la vida de los
conversos solamente desde el momento del bautismo. Una monja de la escuela
católica de Speyer, en la que Stein había enseñado de lega, recordaba que había
mostrado un exceso de devoción religiosa; pero esa crítica se explicaba como el
celo normal en los conversos y se contrastó favorablemente con las más bien tibias
prácticas religiosas de las monjas mismas. Otra monja del convento de Colonia
declaró que sor Benedicta defendía constantemente a los judíos y molestaba a las
otras hermanas, pero se pudo demostrar que se trataba de meras
habladurías\'7b132\'7d.
Por el lado positivo, el postulador y el abogado defensor esgrimieron
argumentos convincentes en favor de la virtud heroica, basándose no sólo en las
declaraciones de los testigos presenciales, sino también en los escritos de Stein
publicados y en su correspondencia personal. Arguyeron que el ejemplo o mensaje
particular para el mundo era su identificación personal, casi mística, con el Cristo
crucificado y sufriente en uno de los períodos más brutales de la historia humana,
identificación que le permitió aceptar la muerte como acto final de una entrega
total a la imitación de Cristo.

En 1983, la positio sobre Edith Stein estuvo lista para ser discutida por la
congregación. No había muchas dudas de que sería juzgada heroicamente virtuosa
y declarada «venerable»; pero sí había dudas considerables de que fuera
beatificada muy pronto y, mucho menos, declarada santa. La razón: faltaba el
milagro necesario. El problema era que los campos de exterminio nazis no dejaban
cadáveres distinguibles entre los montones de huesos y cráneos enterrados en
fosas comunes. Y sin cadáver no hay tumba adonde los creyentes puedan dirigirse
para solicitar favores divinos a través de la intercesión del candidato. Sin cadáver,
tampoco hay reliquias. En el caso de Edith Stein, incluso las reliquias de segunda
categoría, como los rosarios y los crucifijos que usó, la ropa que llevaba, fueron
destruidas cuando los nazis quemaron el convento de las carmelitas de Echt. Así
pues, sin esos medios sumamente tangibles, mediante los cuales los católicos han
invocado durante milenios la intercesión de los santos, la causa de Stein parecía
destinada a una prolongada espera en el limbo reservado a los venerables que
carecen de los milagros requeridos para los beatos y los santos.

Pero, el 3 de marzo de 1983, la causa de Edith Stein se encauzó por otro


rumbo. Ese día, el sucesor de Frings, el cardenal Joseph Hoeffner, firmó una
petición, dirigida a Juan Pablo II en nombre de la jerarquía alemana, con la
solicitud formal de que la causa de Edith Stein se tratase como proceso de martirio.
Esta solicitud la secundó una carta del primado de Polonia, el cardenal de Varsovia
Jozef Glemp, en nombre de los obispos polacos. En sus cartas, los cardenales
argüían que la muerte de Edith Stein podía considerarse un acto de venganza
contra los obispos católicos de Holanda, por su protesta pública contra la
deportación de los judíos holandeses; por consiguiente, concluían que había
razones para reconocer a Edith Stein como mártir de la Iglesia\'7b133\'7d.

Se podían suponer por lo menos tres buenos motivos por los cuales los
obispos querían que Edith Stein fuese declarada mártir. Primero, se eludiría la
necesidad de un milagro: como mártir, podía ser beatificada (si bien no
canonizada) sin milagro. Segundo, en la opinión popular (aunque no en opinión de
los expertos), la reputación de santidad de Edith Stein se basaba en la historia de
su martirio; de declararla confesora, pero no mártir, la Iglesia se colocaría en la
posición de cuestionar la significación no sólo de su muerte, sino también de las
muertes de las decenas de miles de otros sacerdotes, religiosas y legos católicos.
que fueron víctimas de los nazis. Tercero, proclamarla santa, pero no mártir,
sugeriría que la Iglesia católica, como tal Iglesia, no había aportado testigos de
sangre a los crímenes y horrores de los nazis. Para los obispos de Alemania y de
Polonia, eso era una distorsión de la historia que la Iglesia tenía el deber de
corregir.

También para Juan Pablo II la causa de Edith Stein poseía uní interés
especial. Por un lado, compartía su interés en la fenomenología y su relación con la
ética cristiana. Para su propia tesis doctoral de filosofía, Wojtyla eligió el tema de la
fenomenología de Max Scheler y su relación con el pensamiento
tomista\'7b134\'7d. Lo que es más, el papa había conocido muy bien a Roman
Ingarden,| que enseñaba filosofía en la Universidad de Cracovia cuando! Wojtyla
era arzobispo de la ciudad. Aparte de esas relaciones personales, Juan Pablo II se
sentía sinceramente conmovido por el ejemplo de una intelectual moderna que
había llegado a la fe personificada en Jesucristo a través de la búsqueda
desinteresada de la verdad. Pocos candidatos a la santidad de nuestro siglo
ofrecían un ejemplo comparable para los intelectuales dentro y fuera de la Iglesia.

Aun así, la congregación no reaccionó inmediatamente ante la extraordinaria


petición de los obispos. Sucedió que la carta llegó en un período en que la
congregación atravesaba momentos agitados: la reforma de los procedimientos de
canonización acababa de entrar en vigor y, por consiguiente pasaron catorce meses
antes de que la causa se le asignara a Eszer, en su nueva función de relator.

Esencialmente, la tarea de Eszer era demostrar la afirmación de los obispos


de que Edith Stein había muerto por la Iglesia —y, en consecuencia, por la fe— y
no sólo por su origen judío. La clave para ese argumento la constituían una
colección de documentos descubiertos en 1980 en el Instituto Real de
Documentación sobre la Guerra, de Ámsterdam. Según se desprendía de los
documentos, los nazis se habían declarado dispuestos a no perseguir a los judíos
conversos neerlandeses, bajo la condición de que los obispos católicos consintieran
en no hacer pública su oposición a la orden de deportación. Cuando los obispos se
negaron a obedecer, los nazis ordenaron el arresto inmediato de todos los católicos
de origen judío. Por tanto, argumentaba Eszer, los nazis habían sido provocados
por el desafío de los obispos a cometer un acto específico motivado por el odio a la
fe.
Hasta aquí, la argumentación se parecía a la esgrimida en favor de Titus
Brandsma. La diferencia crucial estaba en que Stein, a diferencia de Brandsma, no
se encontraba personalmente vinculada a la decisión de los obispos, por lo que no
se podía alegar que provocó al tirano con sus propios actos; y tampoco había
prueba alguna de que, tras su detención, hubiese efectuado alguna profesión de fe
ni de que se la hubiesen exigido. En efecto, en la única ocasión en que se identificó
como católica (condición, por lo demás, evidenciada por el hábito que llevaba), el
guardián del campo de concentración que la interrogaba rechazó la respuesta,
gritando: «¡Maldita judía, quédate donde estás!»\'7b135\'7d

Para hacer frente a las objeciones que esperaba oír por parte de los
examinadores de la congregación, Eszer propuso una respuesta novedosa: «La
provocación del “tirano” fue realizada por la acción de los obispos holandeses; a la
cual, sor Teresa Benedicta se adhirió de un modo explícito, dado el hecho de que
siempre criticó radicalmente cualquier conducta que pudiera considerarse muestra
de excesiva condescendencia con el nazismo.» El acto provocador de los obispos
fue, por tanto, una especie de acción Colectiva, en nombre de todos los judíos
conversos que murieron en consecuencia. Además, añadía Eszer, el hecho de que
no hubiera testigos no era motivo para suponer que ella no había perseverado en la
fe; mediante su voluntad espiritual se había ofrecido ya a Dios como víctima
expiatoria «por la paz» y por «la impiedad del pueblo judío». En otras palabras,
Eszer argüía que la vida entera de Edith Stein como católica, y así lo demostraban
sus heroicas virtudes, constituían una prueba suficiente de su disposición a aceptar
el martirio por el motivo y en el momento que fuera necesario.

Éste fue, pues, el estrecho jurídico que la causa del martirio de Edith Stein
logró finalmente atravesar. Pero al defender esta causa, Eszer hizo algo más:
también propuso argumentos por los cuales se podía demostrar que los nazis, en
realidad, no fueron diferentes de ninguno de los otros tiranos que habían
perseguido a los cristianos. Era una perspectiva fascinante; sobre todo, para un
hacedor de santos que era de origen alemán.

La primera vez que hablé con Eszer sobre Edith Stein fue en octubre de 1986.
El jurado de teólogos acababa de entregar su position y sólo faltaba que ésta
obtuviera la aprobación de los cardenales y obispos de la congregación. Nos
encontramos en la residencia dominicana de la Universidad del Angelicum, a
veinte minutos en autobús desde el Vaticano. El cuarto de Eszer se hallaba
dividido por una estantería que se doblaba bajo el peso de los libros, a un lado la
cama y, al otro, por dos escritorios del madera sobre los que se amontonaban
carpetas, libros abiertos y ceniceros rebosantes. La de Edith Stein era una de las
sesenta causas en las que estaba trabajando como relator, pero era la que más lo
inquietaba; al fin y al cabo, me dijo, él también era alemán, y había desarrollado el
concepto del tirano moderno como una manera de privar a los nazis de la ventaja
de que gozaban, si se partía de las reglas tradicionales para el reconocimiento de
los mártires.

—El tirano moderno es muy sofisticado —afirmó—. Pretende no estar en


contra de la religión y ni siquiera interesado en ella, así que no pregunta a sus
víctimas qué creencias tienen. Pero, en realidad, o bien no tiene religión o bien
convierte una ideología en sustituto de la religión. Esto lo vemos en los comunistas
y lo vimos en los nazis. En mi positio sobre Edith Stein, mi principal argumento es
que la Iglesia no puede aceptar argumentos de criminales y perseguidores de la
religión. En el proceso [de la creación de santos] no podemos conceder ventajas a
los mentirosos sólo porque ellos dicen que no están en contra de la religión.

Le pedí que me dejara ver un ejemplar de la positio, pero Eszer se negó: hasta
que el papa tomara su decisión sobre la causa, se trataba de información reservada.
Estuvo dispuesto, sin embargo, a hablar del marco más amplio del argumento que
presentó a la congregación. Aseguró que Hitler no sólo quería exterminar a los
judíos, sino que también proyectaba eliminar la Iglesia católica, transformándola
desde dentro, una vez terminada la guerra.

—Está absolutamente claro que Hitler quería fundar una nueva religión y
aprovechar el ropaje exterior del catolicismo. Esa idea la sacó del Parsifal de
Richard Wagner. Hitler consideraba a Wagner como su único precursor digno. Ya
sabe usted que no hay nadie que conozca el nacionalsocialismo y no conozca a
Wagner. En todo caso, debido a las preponderantes preocupaciones bélicas, Hitler
pensó que la «solución final» del problema católico debía aplazarse hasta después
del final de la guerra. Pero el odio que los nazis le tenían a la Iglesia salió a la luz
espontáneamente cuando los obispos holandeses protestaron contra la deportación
de judíos, lo que prueba que el asesinato de Edith Stein fue un acto motivado por
el odio a la fe.

A medida que hablaba, comprendí que la causa de Edith Stein era para
Eszer algo más que otro trabajo entre muchos. Eszer tenía nueve años cuando
murió Edith Stein y once cuando los nazis capitularon, de modo que pertenece a la
primera generación de alemanes que pueden afirmar no haber sido nazis. Para él,
Hitler era un energúmeno venido de fuera, que infectó Alemania con el virulento
antisemitismo racial de los austríacos. Al juzgar a los alemanes de la era de Hitler
—la generación de sus padres—, había que, según él, hacer distinciones y tener
debidamente en cuenta los hechos históricos.

—Cuando Hitler llegó al poder, prometió proteger a la cristiandad. El punto


catorce del programa del Partido [nazi] declaraba que el Partido se basaba
ideológicamente en el cristianismo positivo. Por supuesto que todo eso era
mentira. Pero debemos recordar que en Alemania había seis millones de obreros en
paro. Los obispos católicos no podían sostener una lucha prolongada contra Hitler
sin que los creyentes se lo reprocharan. Y, además, hay que distinguir entre los
campos de concentración y los campos de exterminio. Los campos de exterminio
estaban todos fuera de Alemania. Y había pocos católicos verdaderos implicados
en ellos, porque la SS no quería a católicos convencidos; los expulsaban incluso.
Sabían que los católicos convencidos no sólo les causarían problemas, sino que
acabarían por contarle a otra gente lo de esos campos de exterminio, pues se
mantenían evidentemente en secreto.

Eszer se interrumpió para encender un cigarrillo y se dio media vuelta en la


silla, que crujió bajo su peso. Nuestra conversación había llegado a un punto
delicado.

—Los norteamericanos —continuó— no entienden el carácter diabólico de


los sistemas totalitarios modernos porque nunca tuvieron la experiencia. Siempre
están acusando a los alemanes por haber aceptado el nacionalsocialismo, pero era
imposible prever lo que harían los nazis. Mi padre, por ejemplo, estuvo en el SA, el
ejército político, no en la SS. Un jesuita le aconsejó que se afiliara e intentara
cristianizar la organización. Pero era imposible. En una ocasión, cantaron una
canción en que se criticaba al papa, y él se levantó y se negó a cantar. Lo llevaron a
juicio por eso. El juez lo absolvió, pero, desde entonces, quedó excluido de la
promoción. Cien mil alemanes fueron asesinados por los nazis, y de eso no habla
nadie ahora.

También hubo muchísimos católicos que ayudaron a los judíos hasta donde
pudieron. En mi familia estaba prohibido hablar mal de los judíos. Mi madre
siempre decía que son personas como nosotros y que no se les puede reprochar
nada. Cuando otros niños llevaban a sus casas libros infantiles que mostraban a los
judíos con grandes narices y panzas gordas, como unos tipos que siempre
cometían maldades, mi madre decía que nos pegaría si los llevábamos nosotros a la
nuestra. Pero nadie escribe libros sobre esas cosas. Actualmente, muchos autores
judíos no admiten que los católicos hayan hecho algo por los judíos. Pero yo sé
que, en el caso de Edith Stein, ella fue asesinada porque la Iglesia católica hizo algo
por los judíos. Nuestros críticos dicen que debe ser venerada como una mártir
judía, y eso no lo podemos aceptar.

Eszer se tomaba tan en serio la causa de Edith Stein que, cuando James
Baaden, un judío norteamericano que estaba trabajando en Londres en una
biografía de Stein, escribió a la congregación explicando por qué él pensaba que
ella fue asesinada exclusivamente por su origen judío, el dominico cometió la
imprudencia de contestarle personalmente —cosa que los funcionarios del
Vaticano hacen muy raras veces con personas de fuera— y con considerable
extensión. Como relator de la causa, le explicó a Baaden que no le cabía la menor
duda de que Edith Stein abandonó el judaísmo cuando era estudiante y de que no
llego a valorarlo hasta después de su conversión al catolicismo. Y, lo que era más
importante, tampoco había duda alguna de que quiso decir lo que dijo cuando
escribió que ofrecía su vida por la «impiedad» de su pueblo, los judíos. En opinión
de Eszer, eso significaba que ella quería sacrificarse, como lo formulaba él, «por la
conversión de todos los judíos a la Iglesia católica». Para concluir, Eszer le recordó
a Baaden, en términos provocativos, que se estaba entremetiendo en asuntos que
no eran de su incumbencia: «Por supuesto que usted es muy libre de defender sus
opiniones, pero la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos se apoya en
unos criterios muy diferentes de los de usted. La Iglesia católica es soberana en
materia de fe y de moral y no necesita interferencias desde el exterior.»\'7b136\'7d

Baaden se apresuró a hacer públicos los comentarios de Eszer. En un artículo


publicado en The Tablet, un influyente semanario católico de difusión internacional
y editado en Londres, Baaden contraatacó con la afirmación de que «el proceso
supuestamente tan escrupuloso de escrutinio [de la congregación] (...) parece que,
en realidad, apenas existe»\'7b137\'7d. Algunos funcionarios de la congregación
se indignaron con Eszer por no haber dejado a su cuidado las relaciones públicas
de la congregación. Los líderes judíos de Alemania pidieron aclaraciones a los
obispos alemanes, temiendo que Juan Pablo II tuviera la intención de usar la
beatificación de Edith Stein para predicar a los judíos un mensaje de conversión.
Finalmente, un grupo de portavoces judíos del mundo entero se fueron al Vaticano
para hacer públicas sus preocupaciones ante el papa en persona.

Mientras tanto, la causa de Edith Stein pasó rápidamente los trámites de la


congregación. A instancias del postulador general de las carmelitas descalzas —y,
sin duda, con el apoyo de Eszer—, la congregación consintió en basar el proceso
tanto en las virtudes como en el martirio de la candidata. De esa manera, los
argumentos en favor de sus virtudes podían servir para reforzar la reivindicación
del martirio; sobre todo, si se tenía en cuenta que no había testigos de su muerte.
Este enfoque no tenía precedentes, pero el 13 de enero de 1987 el proceso fue
aprobado por los cardenales y obispos de la congregación. Doce días después y en
presencia del papa, Edith Stein se convirtió en la primera persona, en los cuatro
siglos de historia de la congregación, confirmada como confesora y mártir a la vez.
Sean cuales fueren las implicaciones teóricas de tan novedosa decisión, en términos
prácticos significaba que ella no necesitaba ya ningún milagro para obtener la
beatificación.

Lo único que necesitaba el papa era encontrar una manera de beatificar


formalmente a Edith Stein sin ofender a los judíos ni negar la lógica de los
argumentos por los que la causa había triunfado. Así pues, en la homilía de la
ceremonia de beatificación\'7b138\'7d, Juan Pablo II declaró que Stein «murió en
el campo de exterminio como hija de Israel “por la gloria del nombre más sagrado”
y, al mismo tiempo, como sor Teresa Benedicta de la Cruz». El «motivo» de su
martirio era, dijo el papa, la carta de protesta de los obispos holandeses en contra
de la deportación de los judíos; pero, agregó, por su gran deseo de unirse a los
sufrimientos de Cristo crucificado, «dio su vida por “la paz genuina” y “por el
pueblo”». Omitió prudentemente, sin embargo, su deseo de expiar la «impiedad»
de los judíos.

MAXIMILIAN KOLBE:

MÁRTIR DE LA CARIDAD

El Evangelio de Juan declara que «no hay amor mayor que éste, que un
hombre dé la vida por los amigos»\'7b139\'7d. Según la doctrina cristiana,
Jesucristo mismo sacrificó su vida por los pecados de la humanidad entera. Y, en
cambio, conforme a los criterios de la creación de santos, el hecho de dar la vida
por otro no es en sí mismo una prueba de martirio. Para que sea declarado mártir,
como hemos visto, debe demostrarse que el siervo de Dios murió, bajo una rúbrica
u otra, por la fe. En uno de los casos más controvertidos que jamás se trataron en la
congregación, la causa del padre Maximilian Kolbe, un fraile conventual polaco
(de los franciscanos negros) que dio su vida por otro prisionero en Auschwitz, esa
exigencia fue verificada no una, sino dos veces.

Los hechos esenciales del heroico gesto de Kolbe están por encima de toda
discusión. A las seis de la tarde del 30 de julio de 1941, se ordenó a los prisioneros
del pabellón 14 salir de la barraca y cuadrarse ante el Kommandant Fritsch. Uno de
los prisioneros del pabellón se había evadido, y por ello, se elegiría a diez hombres
y se los dejaría morir de hambre. Entre los elegidos se encontraba Francis
Gajownicezek, que rompió a lloran «Mi pobre mujer y mis hijos», repetía entre
sollozos. Cuando estuvieron seleccionados los diez, Kolbe dio un paso adelante y
pidió ocupar el lugar de Gajownicezek.

Fritsch lo miró fijamente.

—¿Y tú quién eres? —preguntó.

—Un sacerdote católico —respondió Kolbe\'7b140\'7d.

Su petición le fue concedida. Obligaron a los diez a entrar en las celdas


subterráneas del Bunker II y a desnudarse. No tenían muebles ni sábanas,
solamente un cubo para orinar. Pero, según Bruno Borgowiec, un prisionero
encargado de retirar los cadáveres de las celdas de muerte, los cubos estaban
siempre secos. «Los prisioneros bebían su contenido para apagar la
sed»\'7b141\'7d, declaró en el juicio eclesiástico de Kolbe. Durante dieciséis días,
Kolbe dirigió las oraciones y los himnos de los condenados, mientras iban
muriendo uno tras otro. El 14 de agosto, se les puso una inyección letal a los
últimos cuatro, entre los que estaba Kolbe.

Ese heroico acto de amor —por un hombre a quien apenas conocía— agregó
esplendor a una reputación de santidad ya de por sí considerable. Kolbe fue el
fundador de los Caballeros de la Inmaculada, un movimiento religioso
internacional que surgió de su intensa, casi fanática, devoción a la Virgen María. A
través de ese movimiento, Kolbe inició una serie de publicaciones piadosas, entre
ellas la revista mensual Los caballeros de la Inmaculada, que en 1939 alcanzó una
tirada de ochocientos mil ejemplares solamente en Polonia. También fundó la
Ciudad de la Inmaculada, que se convertiría en la mayor comunidad masculina de
franciscanos en todo el mundo, y una comunidad parecida, el Jardín de la
Inmaculada, en Nagasaki, Japón. Kolbe, propenso a las visiones, gozaba entre los
frailes de una reputación de presciencia espiritual: mucho antes de ser detenido,
reveló a un grupo de cofrades que se le había garantizado «la seguridad del
Paraíso». No sorprende que, tras su muerte, su intercesión fuera invocada por
muchos polacos, conventuales y miembros de los Caballeros de la Inmaculada.
Cuando la congregación aceptó la causa, Kolbe tenía en su haber dos milagros de
curación.

Aunque el proceso de Kolbe se basaba en sus virtudes heroicas, había


quienes insistían en que debía ser declarado mártir. La mayoría de los jueces
concluyó que las pruebas no avalaban un decreto de martirio, y el papa Pablo VI se
adhirió a este criterio. No obstante, tan extraordinario acto de abnegación y
sacrificio merecía alguna clase de atención. Tras la beatificación de Kolbe en 1971,
Pablo VI recibió en el Vaticano a una delegación de polacos, entre los que se
encontraba el arzobispo Karol Wojtyla. En el discurso que les dirigió el papa,
permitió que Kolbe pudiese ser considerado como un «mártir de la
caridad»\'7b142\'7d.

Por muy justo que fuera, el término «mártir de la caridad» no poseía ningún
significado teológico ni canónico. En rigor, Kolbe no podía ser venerado, por tanto,
como mártir. La distinción, aunque fuera sólo de matiz, irritó a muchos polacos y,
sobre todo, a los cofrades de Kolbe. En 1982, cuando una delegación de obispos
alemanes viajó a Polonia, se les presentó, durante una visita a la celda de muerte
de Kolbe, una petición de canonizarlo como mártir. Los alemanes habían apoyado
oficialmente el proceso original de Kolbe, y dadas las circunstancias, les era difícil
negarse. Así sucedió que los alemanes se sumaron a la jerarquía, polaca en su
solicitud formal de reconsiderar la cuestión del martirio de Kolbe.

Poca duda cabía de que Juan Pablo II aceptaría de buena gana canonizar a
Kolbe como mártir; Auschwitz estaba dentro de su jurisdicción como arzobispo de
Cracovia, y en la primera visita a Polonia que hizo como papa, rezó arrodillado,
como hiciera muchas veces antes, en el suelo de hormigón de la celda de muerte de
Kolbe. Aun así, lo que pedían los obispos polacos y alemanes requería unos
procedimientos de excepción. El papa, como tal, tenía el derecho de eximir a Kolbe
de la exigencia de un milagro de intercesión adicional; especialmente si se tenía en
cuenta que tenía ya dos. Pero la cuestión de si Kolbe podía ser calificado de mártir
era algo que había que discutir exhaustivamente.

A fin de resolver tal cuestión, el papa pasó por encima de la congregación y


nombró a dos jueces para que revisaran las pruebas y los argumentos: uno, desde
el punto de vista filosófico; otro, desde el histórico. Estos informes fueron
escuchados ante una comisión especial de veinticinco miembros, entre ellos los
cardenales Palazzini y Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, en cuyo salón se reunieron los miembros de la comisión para
efectuar la votación. El padre Gumpel fue el juez histórico; con la precisión que lo
caracteriza, refirió lo sucedido:

—La cuestión era si Kolbe había muerto como mártir de la fe. Yo


personalmente nunca dije que no era mártir; lo que sí dije es que no tenemos
ninguna prueba absolutamente segura de que fue un mártir en el sentido clásico, y
en tales casos, hay que estar absolutamente seguros. Alguna gente decía, por
ejemplo, que el hecho mismo de ser detenido por los nazis y enviado a Auschwitz
equivalía ya a una sentencia de muerte. Pero Auschwitz sólo se convirtió en un
campo de muerte mucho más tarde y, en realidad, algunos de los internados
sobrevivieron. —Hizo Una pausa—. Además, debíamos tener en consideración las
circunstancias de la detención, que fue parte de una gran operación, un gran
barrido. Los nazis se estaban preparando para invadir Rusia, y como parte de esa
operación, tenían que procurar, desde el punto de vista logístico, que las líneas de
suministro estuviesen seguras para el transporte de municiones, alimentos,
gasolina, piezas de repuesto para los tanques, etcétera. Así pues, con el fin de
garantizar la seguridad de todo eso, detuvieron a todos los intelectuales que
pudieran causarles problemas: ateos, comunistas, católicos. Así que a Kolbe no lo
detuvieron por sus creencias religiosas.

El odio de los nazis a los sacerdotes era notorio. Surgió, entonces, el


interrogante de si era posible que el comandante Fritsch deseara matar a Kolbe por
el hecho de ser sacerdote. Gumpel respondió, con bastante sensatez, que de haber
sido ése el caso, Fritsch habría seleccionado a Kolbe desde el principio.

—Además —agregó—, Kolbe se arriesgó. Salió de la fila y se acercó al


comandante, y, sólo por eso, podrían haberlo matado en seguida. Ahora bien, se ha
interrogado escrupulosamente a los supervivientes que vieron y escucharon lo que
pasó. Les preguntamos si hablan escuchado o si habían visto —en la cara del
comandante o de alguno de los guardias alguna muestra de satisfacción o de
regocijo ante la posibilidad de matar a un sacerdote. No había nada de eso. El
comandante le dijo simplemente a Kolbe que, bien, que si quería ir, pues adelante.

El argumento de Gumpel convenció. A pesar de los llamamientos de los


obispos alemanes y polacos, la inmensa mayoría de los miembros de la comisión
decidió por voto qué el gesto indudablemente heroico de Kolbe no satisfacía los
criterios necesarios para un mártir de la fe. Pero este juicio era meramente
consultativo. El 9 de noviembre de 1982, Juan Pablo II proclamó en la basílica de
San Pedro, ante doscientos cincuenta mil creyentes, una de las mayores multitudes
que jamás se habían juntado para una canonización: «Y, así, en virtud de mi
autoridad apostólica, he decretado que Maximilian Maria Kolbe, que desde su
beatificación ha sido venerado como confesor, sea venerado también como mártir
de ahora en adelante.»\'7b143\'7d

Pero ¿qué clase de mártir? En ningún pasaje de su declamación de


canonización, el papa se refería a Kolbe como a un mártir de la fe ni lo llamaba
«mártir de la caridad», como hiciera su predecesor. Recordó, sin embargo, las
palabras del Evangelio de Juan: «No hay amor mayor que éste, que un hombre dé
su vida por los amigos.» Algunos de los hacedores de santos afirman que al usar
ese texto en una solemne declaración de canonización, Juan Pablo II sancionó el
concepto de mártir de la caridad como una nueva categoría de santo; y, con ello, la
posibilidad de conceder el título de mártir a un grupo más amplio de candidatos.

EL FUTURO DEL MARTIRIO

De 1982 a 1987 fueron, por tanto, años decisivos para la creación de mártires;
años en los que la congregación comenzó a ocuparse de las primeras causas de
martirio de la era nazi, y al resolverlas, sentó precedentes importantes. En
adelante, los relatores y los postuladores no tendrían ya que demostrar que los
nazis estaban ideológicamente opuestos a la fe católica; se daba por sentado. En
consecuencia, las causas de víctimas de los nazis que habían empezado como
procesos basados en virtudes heroicas podían transformarse, si los promotores así
lo deseaban, en procesos de martirio. Y, con cada nuevo mártir, la Iglesia añadía
nuevas pruebas de que también los católicos, y no sólo los judíos, fueron
perseguidos por los nazis.

El primer proceso que se benefició del cambio fue el de Marcel Callo, un


joven francés que en 1945 murió de enfermedad y desnutrición en el campo de
concentración nazi de Mauthausen. No había, sin embargo, ningún milagro
atribuido a su intercesión, así que parecía que habrían de pasar muchos años hasta
que pudiera ser beatificado. Pero el papa Juan Pablo II había convocado, para el
otoño de 1987, un sínodo mundial de obispos con el fin de que discutieran el papel
de los legos católicos, sobre todo, en las esferas política y social; y quería una
selección de jóvenes y convincentes siervos de Dios, entre los que elegir a algunos
para las ceremonias de beatificación y de canonización que se celebrarían durante
el sínodo. Callo era el candidato ideal... con tal que se lo pudiera considerar mártir.

Callo nació en 1921, en Rennes, y en su adolescencia militó en el movimiento


de las Juventudes Obreras Católicas. Durante la ocupación nazi de Francia se
ofreció voluntario para trabajar de misionero entre los obreros franceses proscritos
a los campos de trabajos forzados de Alemania. En 1944, Callo y sus colaboradores
católicos fueron detenidos por los nazis por realizar actividades religiosas «nocivas
para el pueblo alemán». Testigos supervivientes declararon que, aun en el
cautiverio, Callo siguió encabezando a los prisioneros en las oraciones y la
instrucción religiosa. Igual que a los otros, lo obligaron a trabajar y a alimentarse
de patatas mohosas y agua arenosa. Durante los seis últimos meses de su vida, se
encontraba a menudo tan débil que lo dejaban en una cama, que compartía con
varios cadáveres. Finalmente, murió de agotamiento a la edad de veintitrés años.
Después de la guerra, un sacerdote francés escribió un libro sobre Callo, que se
hizo popular entre los jóvenes trabajadores alemanes. Erigieron un monumento en
su honor en Mauthausen, pidieron a Roma su canonización y obtuvieron el apoyo
del obispo de Rennes, quien inició el proceso ordinario.

En enero de 1987, el mismo mes en que el proceso revisado de Stein llegó a


los cardenales, Beaudoin acabo su positio sobre Callo. En el escrito, documentó la
evolución del compromiso espiritual del joven y sus extraordinarias virtudes
heroicas. Pero, considerando las causas de Brandsma y de Stein, los funcionarios
de la congregación decidieron que Callo contaba con buenas posibilidades de ser
beatificado como mártir. En efecto, era precisamente el tipo de ejemplo que el papa
deseaba presentar a los obispos en el sínodo de otoño. El cardenal Palazzini le
otorgó preferencia ante otras causas y fijó para marzo la fecha del examen
teológico de Callo, basándose tanto en sus virtudes como en su martirio. No cabía
duda de que Callo llevó una vida virtuosa ni de que verdaderamente había
«provocado al tirano». Pero no había ninguna prueba conclusiva de que estuviera
dispuesto a aceptar el martirio; por el contrario, en unas ciento cincuenta cartas
que Callo escribió a sus padres y a su novia, les dijo repetidamente que no se
preocuparan, que estaba convencido de que, después de la guerra, lo esperaban el
matrimonio y la buena vida. Durante los seis últimos meses de su vida no escribió
ninguna carta. Sin testigos presenciales, ¿cómo podía la Iglesia estar segura de que
no se había derrumbado bajo la tortura, como les sucedió a otros? Beaudoin
consiguió presentar, sin embargo, el testimonio de dos supervivientes del campo,
quienes juraron que Callo aceptó serenamente su destino; declaró incluso un
coronel que afirmaba que, el día de su muerte, a Callo «se le apareció un
santo»\'7b144\'7d. La prueba era convincente y el tribunal renunció a exigir un
testimonio ocular de la muerte. El 4 del octubre, Juan Pablo II beatificó a Callo
como mártir y lo alabó ante el sínodo de obispos como «un signo profético de la
Iglesia del tercer milenio»\'7b145\'7d.

El legado de Kolbe como primer «mártir de la caridad» aún deja lugar a


dudas. Algunos de los hacedores de santos no están convencidos de que el papa
pretendiera establecer una nueva categoría en la que los candidatos puedan ser
declarados mártires. La única manera de saberlo es, pues, presentarle al papa un
caso parecido.

Molinari está preparando una causa que él cree que cumple esa condición.
Se trata de un joven policía nacional (carabiniere) italiano que, como Kolbe, dio su
vida para salvar a otros. El incidente ocurrió el 23 de septiembre de 1943, cuando
los soldados alemanes retrocedían desde Roma hacia el norte: Mussolini había sido
capturado, las tropas estadounidenses habían tomado Sicilia, y las autoridades
italianas habían iniciado negociaciones secretas de paz con los aliados. A unas
treinta millas al norte de Roma, un grupo de soldados alemanes en retirada entró
en una torre para pasar la noche. De repente, se produjo una explosión. Hubo un
soldado muerto y varios otros, heridos. Los alemanes, suponiendo que se trataba
de un atentado, tomaron veintidós rehenes del pueblo más cercano y amenazaron
con fusilarlos si no se les entregaba el culpable. Los cautivos estaban ya cavando
sus tumbas cuando el policía, al enterarse de lo sucedido, se dirigió en su
motocicleta a los soldados. Aunque no tenía nada que ver con la explosión —hecho
que se cuidó de no mencionarles a los alemanes—, asumió la responsabilidad del
acto. Sin hacer más preguntas, los alemanes lo fusilaron de inmediato.

—Lo presentaremos como mártir de la caridad, ahora que el concepto de


martirio ha sido ampliado —dice Molinari, el postulador de la causa—. Es un caso
hermoso. Posteriormente, le concedieron la medalla de oro, la más alta
condecoración militar del Estado. Era muy buen católico, un buen servidor del
pueblo, muy amable y muy solícito. ¿Por qué no presentarlo, pues, como un
ejemplo de cómo se puede vivir en esa profesión como un auténtico cristiano?

Como uno de los pocos teólogos católicos en todo el mundo que han escrito
sobre el significado de los santos, Molinari ve con auténtico entusiasmo la
perspectiva de establecer una nueva categoría de mártires.

—Es como un abanico que se abre: por una cara, tenemos el mártir clásico,
que da su vida por la fe; por la otra, gente que ha vivido una vida cristiana
ejemplar de virtud heroica. Ahora nos estamos preguntando: ¿no hay una tercera
categoría de personas que, suponiendo que hayan llevado una vida justa, en un
momento dado, por heroísmo, se sacrifican por otros? Al fin y al cabo, ¿es que hay
alguna diferencia esencial entre las personas que han vivido una vida ejemplar
hasta la muerte y que son declaradas beatos y santos por sus virtudes, y un caso
como el de ese hombre, en el que ha sido difícil demostrar que haya cumplido los
criterios de heroísmo que se les exigen a los santos, pero que, en un solo acto, llega
al extremo de sacrificar su vida? ¿No es ésta una categoría propia de pleno
derecho, de modo que en el futuro deberíamos considerar estos casos conforme a
unas pautas especiales que les son propias? Si hacemos eso abriremos una puerta.

En teoría, la puerta ha existido desde hace mucho tiempo, en espera de que


alguien la abriera. En el siglo XIII, Tomás de Aquino se preguntó si una muerte por
el bien común podía considerarse martirio, desde un punto de vista teológico. Y
contestó: «El bien humano puede transformarse en bien divino si se refiere a Dios;
por tanto, cualquier bien humano puede ser causa de martirio con tal que se refiera
a Dios.»\'7b146\'7d En menor grado, la Iglesia ha hecho ya extensivos los motivos
de martirio a individuos que murieron en defensa de ciertas virtudes «cristianas».
La más célebre de esas causas es la de María Goretti, la niña italiana de once años
que murió asesinada en 1902 al resistirse a ser violada por un vecino. En la
ceremonia de beatificación en 1947, el papa Pío XII la calificó de «mártir de la
castidad».

Surge así obvia la cuestión: si alguien puede ser declarado mártir de la


castidad, ¿por qué no se puede ser mártir de la justicia, de la compasión o de la
paz, virtudes en las que Jesucristo mismo puso un énfasis mucho mayor que en la
pureza sexual? A ese respecto, es significativo que ningún católico ha sido
declarado mártir, hasta ahora, por el solo hecho de haberse resistido al régimen,
obviamente injusto, de los nazis o, por ejemplo, por proteger a judíos perseguidos,
a pesar de que muchos católicos hicieron ambas cosas. Y es también significativo
que, al cabo de varias décadas de debate sobre la vida y la muerte de Franz
Jägerstätter, un devoto católico austríaco y objetor de conciencia, decapitado por
los nazis en Berlín en 1943 por negarse a servir en el ejército alemán, no se haya
iniciado aún ningún proceso en su favor. Hay pruebas más que suficientes de que
Jägerstätter, que era sacristán de la iglesia de su pueblo, se opuso a los nazis por
motivos cristianos; ¿por qué, entonces, se han negado hasta ahora los obispos
austríacos a proponer su causa, a pesar del considerable interés local e
internacional en el caso? , ¿Será porque Jägerstätter fue un «testigo
solitario»\'7b147\'7d, cuya negativa a apoyar la causa de los nazis no recibió
ningún apoyo de su propio obispo austríaco? ¿Será porque muchos austríacos, la
mayoría de ellos católicos, siguen considerando a Jägerstätter un traidor a su país,
al haberse negado a luchar por los nazis? ¿O es porque esa beatificación, como
sugiere un funcionario de la congregación, «podría trascender la declaración de
santidad de un individuo particular, implicando una preferencia por el pacifismo,
lo cual tendría una seria repercusión en la teoría [defendida por la Iglesia] de la
guerra justa»?\'7b148\'7d Esto último parece lo más probable. Los obispos
austríacos, me dijeron en Roma, no quieren alentar el pacifismo y consideran que
tal seria el efecto de la canonización de Jägerstätter.

Sean cuales sean las razones, es patente que los obispos locales desempeñan
un papel decisivo a la hora de determinar quién ha de ser nombrado mártir. Como
ya hemos visto, fue a instancias de los obispos polacos y alemanes que los
hacedores de santos asumieron la tarea de transformar a Edith Stein y a
Maximilian Kolbe de confesores en mártires. Lo cual no es decir que los hacedores
de santos carezcan de independencia al investigar y evaluar las causas; por el
contrario, el caso de Maximilian Kolbe evidenció el alto grado de independencia
que pueden llegar a tener. Pero sí se sugiere que la creación de mártires es, como el
martirio mismo, un acto «político», entre otras cosas. Incluso después de que los
hacedores de santos hayan examinado la causa de un mártir, le incumbe al papa
calcular las consecuencias que pueda tener una declaración de martirio, tras
consultar con los obispos locales y con el Secretariado del Estado Vaticano. Dos
decisiones recientes ilustran lo delicados que pueden llegar a ser esos cálculos
internos de la Iglesia.

En 1952, la congregación aceptó la causa del padre Miguel Agustín Pro, un


jesuita mejicano de veintiocho años que, en 1927, fue ejecutado por el Gobierno de
México en el momento culminante de la sublevación cristera. El padre Pro y su
hermano Humberto formaban parte de la clandestina Liga Nacional para la
Defensa de la Libertad Religiosa, un grupo militante de la oposición católica, que
participó en la revuelta armada contra la supresión gubernamental de la Iglesia. El
padre Pro negó estar involucrado en la conjura, pero, no obstante, fue ejecutado
junto con Humberto y otros dos católicos convictos de conspiración. El padre Pro
murió a la manera clásica, gritando «Viva Cristo Rey»\'7b‡‡‡‡\'7d cuando los
soldados dispararon sus rifles, y fue aclamado inmediatamente como mártir por la
mayor parte de los católicos mejicanos.

Hacia finales de los años sesenta, Molinari había conseguido un documento


oficial escrito a mano que demostraba que la policía secreta había hallado al padre
Pro inocente, pero que el Gobierno ordenó fusilarlo de todos modos. Molinari
retrasó, sin embargo, la presentación de la causa ante la congregación, dado que el
mismo partido, el actualmente llamado Partido Revolucionario Institucional,
seguía gobernando México y, a juicio de los jesuitas mejicanos y de otros
funcionarios de la Iglesia local, el Gobierno podría responder a la beatificación de
Pro continuando la persecución de la Iglesia. En 1986, Juan Pablo II decidió que la
Iglesia había esperado ya bastante. En noviembre de ese mismo año, aprobó un
decreto para la beatificación del padre Pro como mártir. La noticia de la decisión
papal llegó a México en un momento en que los obispos católicos acusaban al
gobernante Partido Revolucionario Institucional de fraude electoral en el estado de
Chihuahua. Funcionarios del partido advirtieron a la Iglesia que no procediera a la
ceremonia de beatificación, porque se enfrentaban a unas elecciones difíciles en
1987 —que, efectivamente, ganaron con un escaso y duramente disputado margen
— y consideraban que la beatificación podría ser interpretada como un gesto de
apoyo de la Iglesia a la oposición. Temiendo represalias contra la Iglesia mejicana,
el Vaticano aplazó la beatificación de Pro hasta el 25 de septiembre de
1988\'7b§§§§\'7d.
En cambio, el 19 de junio de 1988, Juan Pablo II canonizó a ciento diecisiete
mártires del Vietnam, entre ellos veintiún misioneros franceses y españoles, a pesar
de las repetidas quejas y amenazas de las autoridades comunistas de Hanói.
Aunque los mártires en cuestión habían muerto en los siglos XVII y XVIII, el
Gobierno comunista de Vietnam se quejó de que la atención concedida a los
mártires glorificaría un período de dominación extranjera y, lo que era peor,
sembraría discordia entre el pueblo vietnamita en un período de grave crisis
económica. Tres meses antes de celebrarse la ceremonia en Roma, el director de la
Comisión Estatal de Asuntos Religiosos vietnamita convocó a Hanói a los obispos
católicos del país y les comunicó: «Esto no es meramente un asunto interno de la
Iglesia católica, sino un asunto que toca cuestiones históricas de nuestra nación, de
nuestra soberanía nacional y de nuestro prestigio nacional.»\'7b149\'7d

Normalmente, tales advertencias bastarían para persuadir al papa y a su


secretario de Estado a reconsiderar y, posiblemente, postergar una canonización; al
fin y al cabo, los cuatro millones de católicos vietnamitas eran ya sospechosos a los
ojos de los comunistas y funcionaban sometidos a severas restricciones
gubernamentales. Pero los obispos vietnamitas insistieron. De 1979 a 1987,
enviaron a la congregación treinta y seis cartas separadas, reclamando
urgentemente la canonización de los mártires. Pese a las amenazas del Gobierno,
insistieron en que la Iglesia del Vietnam necesitaba el ejemplo de sus propios
mártires oficiales. El papa se mostró de acuerdo.

Por valiente que haya sido la decisión de los vietnamitas, es políticamente


muy poco probable que la Iglesia llegue a beatificar o a canonizar, por lo pronto, a
un mártir que haya muerto a manos de un «tirano» comunista, a pesar del reciente
rechazo del comunismo en Europa Oriental. De todos modos, en los dos países
comunistas más grandes, la Unión Soviética y la República Popular de China, la
Iglesia no está en condiciones de conducir un proceso formal y, mucho menos, de
proponer a alguien para el martirio. Pero, aun en el supuesto de que las Iglesias de
los países comunistas tuviesen libertad para promover las causas de su mártires,
las causas mismas no agregarían probablemente nada nuevo al significado
tradicional del martirio.

Es diferente, en cambio, el caso de las Iglesias latinoamericanas. Si algún día


hay una genuina expansión del concepto católico de martirio, el ímpetu de tal
evolución nacerá, casi sin lugar a dudas, de la lucha de las Iglesias latinas por la
justicia social. Las iglesias de Centroamérica y de Sudamérica, más los misioneros
extranjeros que trabajan en ellas, poseen ya una larga lista de hombres y de
mujeres considerados popularmente como santos; monjas, sacerdotes, obispos y
trabajadores legos de la Iglesia, sin mencionar a los miles de anónimos
campesinos\'7b*****\'7d y de habitantes de los barrios bajos urbanos. Sus historias,
contadas una y otra vez, constituyen ya unas modernas Acta Martyrum: en algunos
países, sus nombres se insertan entre los de los mártires cristianos primitivos para
conmemorarlos durante la misa. Es cierto, en efecto, que muchos católicos
latinoamericanos están venerando a mártires que no han sido formalmente
declarados santos por la Iglesia. No es que sea un fenómeno nuevo, pero sí algo
que la formalización de los procedimientos de beatificación y de canonización
estaba destinada a cortar. Los obispos pueden deplorar tal fenómeno o pasarlo por
alto, como han hecho algunos prelados conservadores, o bien pueden tratarlo
como un reto para la concepción que la Iglesia tiene de lo que constituye el
martirio cristiano.

Este reto es, al mismo tiempo, de naturaleza formal, política y teológica. En


apariencia, la mayoría de esos mártires modernos no satisfacen las pautas
tradicionales del martirio por la fe. Los «tiranos» a quienes ellos provocan, a
diferencia de los nazis o los comunistas, no se oponen ideológicamente a la fe
católica; por el contrario, en la mayoría de los casos son católicos que matan a otros
católicos en países que son culturalmente y, en algunos casos, oficialmente
católicos. Es una situación sin precedentes en los cuatrocientos años de historia de
la congregación. Tampoco sería fácil justificar a los nuevos mártires de América
Latina como «mártires de la caridad», pues ninguno de ellos se ajusta al modelo de
un Kolbe, que dio su vida por otro individuo; en la mayor parte de los casos, los
«otros», por los que los latinoamericanos sacrificaron sus vidas, fueron los pobres
en general o «los oprimidos». Una investigación de sus vidas demostraría sin duda
que estaban comprometidos como cristianos en el proceso, en gran medida
político, de cambiar unas estructuras económicas y sociales que ellos consideraban
injustas. En cualquier caso, la mayoría de ellos fueron muertos porque se los
consideraba políticamente subversivos; posiblemente, incluso agentes de fuerzas
guerrilleras ilegales.

Por último, es cuestionable, desde una perspectiva tradicional, si de los


nuevos mártires latinoamericanos se puede afirmar que murieron «por la Iglesia».
En primer lugar, las Iglesias latinoamericanas están divididas en sí mismas en
cuanto a los métodos y los objetivos de los diversos movimientos de liberación
política y social. Como descubrí al investigar la reputación póstuma del arzobispo
Romero, indudablemente el personaje más reverenciado del nuevo martirologio
latinoamericano, incluso sus propios colegas obispos de El Salvador están
profundamente divididos sobre la sabiduría de su liderazgo, por no mencionar el
significado de su vida y de su muerte. Además, Romero identificaba la Iglesia con
«el pueblo» en tal grado que sería falsear sus convicciones insinuar que fuera
asesinado por odio a la Iglesia. Lo que convirtió a Romero en blanco de los
asesinos no fue «la Iglesia», sino, antes bien, su personal, aunque no exclusiva,
identificación de la causa de Cristo con la causa de la liberación del pueblo
salvadoreño.

De todos modos, si el papa y los obispos de la Iglesia creen verdaderamente


que Dios mismo da a conocer la identidad de sus santos a través de su reputación
de santidad, no pueden pasar por alto a los nuevos mártires latinoamericanos. En
otras palabras, el problema que esos mártires plantean al sistema de creación de
santos de la Iglesia no es, en primer lugar, un problema político ni legal, sino un
problema teológico; un problema, además, que, en la insistente opinión de una
serie de teólogos católicos, y no solamente latinoamericanos, la Iglesia debe encarar
si el compromiso con la paz y la justicia, enunciado por el II Concilio Vaticano, ha
de ser creíble.

Sus argumentos se pueden resumir en lo siguiente: Jesucristo es el modelo


del martirio cristiano; aceptó la muerte por fidelidad al Padre y a su Reino
venidero. Los cristianos primitivos identificaron ese reino escatológico con la
comunidad cristiana; así, morir por la Iglesia significaba dar la vida por el Reino de
Dios y por la misma fidelidad que Cristo manifestó al Padre. Pero la Iglesia actual
considera que el Reino de Dios no se limita a la comunidad cristiana, sino que la
Iglesia es la comunidad de Cristo, llamada a servir y a extender el Reino de Dios.
Los santos son quienes con sus propias vidas dan testimonio de la realidad del
Reino de Dios; los mártires, al aceptar el sacrificio supremo, atestiguan la
reivindicación absoluta del Reino, por encima de todos los demás valores, incluido
el valor de la vida misma.

Los signos del Reino de Dios, sostiene el argumento, se revelan por el


testimonio de Cristo. Los más importantes de esos signos son la justicia y la paz, y
la vocación del cristiano es dar testimonio en Cristo de esos valores; morir por ellos
es sufrir el martirio por el Reino. En la época presente, dar testimonio de la justicia
y de la paz es comprometerse políticamente en favor de los demás; no
simplemente de los demás miembros de la comunidad cristiana, sino, y ante todo,
de los pobres y de los oprimidos, que, como enseñó Cristo, son los «primeros» en
el Reino de Dios. Morir por tal compromiso es —o, cuando menos, puede ser—
morir como mártir. «Seria estúpido negarse a hacer extensiva la noción de martirio
cristiano a aquellos que sacrifican sus vidas por el prójimo en un contexto político
—escribe el teólogo irlandés Enda McDonagh; pero agrega—: Igualmente estúpido
sería interpretar todas las muertes por causas políticas como ejemplos inequívocos
de martirio cristiano.»\'7b150\'7d

Es cierto. Para el teólogo Jon Sobrino, de El Salvador, lo que la Iglesia


necesita es un nuevo concepto, el «santo político», que habría de colocarse al lado
del místico, del asceta y de otros modelos tradicionales. Pero, así como el santo
tradicional sufre las tentaciones del orgullo, de la apetencia de poder espiritual y
de otras ilusiones de santidad, Sobrino advierte con sensatez que el santo político
debe cuidarse de que su «amor político» hacia los demás no acabe corrompido por
la concupiscencia política:

Por su misma naturaleza, la acción política conlleva, en mayor o menor


grado, la tentación de sustituir la liberación de los pobres por lo que nosotros
hemos convertido en nuestra causa personal o colectiva, el dolor de los pobres por
la pasión que genera la política, el servicio por la hegemonía, la verdad por la
propaganda, la humildad por el dominio, la gratitud por la superioridad moral.
Existe el peligro de convertir en absoluta la esfera de la realidad en la que se
desarrolla la lucha pon la liberación —social, política o militar— y de abandonar
así otras esferas importantes de la realidad —[particularmente] la realidad de los
pobres— que, tarde o temprano, se vengarán de ese carácter de
absoluto.\'7b151\'7d

En suma, Sobrino reivindica una nueva clase de santidad, una «santidad


política», que distinguiría a un nuevo tipo de santo. Las virtudes necesarias para
tal santidad no difieren esencialmente de las que la Iglesia ha buscado
tradicionalmente en los santos. Para distinguirlas, sin embargo, de las virtudes tal
como han sido concebidas clásicamente, los hacedores de santos deberían cambiar
sus esquemas de pensamiento. ¿Serán capaces de ello? Antes de responder a esa
pregunta, debemos considerar otro tipo de santos. Desde la Edad Media, el signo
principal de la santidad ha sido una profunda vida interior de comunión con Dios;
y, por lo menos en la imaginación popular —la más inclinada a invocar a los santos
—, el santo por excelencia ha sido el místico. Es sorprendente que, aun en nuestra
época secular, haya muchas más causas de místicos de lo que uno imaginaría. Pero
lo que más sorprende, según he descubierto, es que los místicos causan a los
hacedores de santos no menos problemas, aunque de índole muy distinta, que los
mártires.
5

MÍSTICOS, VISIONARIOS

Y MILAGREROS

La causa que mayor expectativa ha suscitado es, sin duda, la de Francesco


Forgione (1887-1968), un barbudo fraile capuchino popularmente conocido como
padre Pío. Aunque jamás se alejó mucho de la región de Apulia, en el sur de Italia,
él fue hasta el advenimiento de la madre Teresa de Calcuta, el «santo viviente» más
famoso del catolicismo romano. Pero, a diferencia del ángel trotamundos de la
caridad, padre Pío no era conocido en primer lugar por su labor caritativa en favor
de los enfermos y los moribundos; su reputación de santo se basaba en obras de
índole más milagrosa.

Como Francisco de Asís, padre Pío llevaba en las manos, en los pies y en los
costados las heridas de Cristo crucificado, los estigmas; que, durante los últimos
cincuenta años de su vida, sangraron con frecuencia regular. Desde su primera
adolescencia, habló frecuentemente de visiones con Jesucristo, con la Virgen María
y con su propio ángel de la guarda. Eso era en los tiempos buenos; pues también
pasaba muchas noches, según decía, librando batallas titánicas contra el diablo, y,
tras ellas, amanecía magullado, sangrando y agotado.

Padre Pío dedicaba la mayor parte de sus energías a intensas oraciones, a


oficiar misas y, sobre todo, a escuchar confesiones. Como san Juan Bautista María
Vianney, el célebre cura de Ars, padre Pío tenía fama de poseer el don de leer los
pensamientos, es decir, la capacidad de ver el interior de las almas ajenas y conocer
sus pecados sin escuchar ni una palabra del penitente. Al mismo paso que su
reputación, crecían las colas delante de su confesionario, hasta tal punto que,
durante un tiempo, sus cofrades capuchinos expendieron billetes de entrada para
quienes querían gozar del privilegio de confesarse con él. A veces, cuando un
pecador no podía ir a verlo, él mismo acudía al pecador, aunque, según dicen, no
por los procedimientos corrientes. Sin salir de su cuarto, el fraile aparecía, en
lugares tan alejados como Roma, para escuchar una confesión o consolar a un
enfermo. En otras palabras, poseía el poder de la bilocación, la capacidad de estar
presente en dos lugares distintos a la vez.

Pero había más. Cuando murió, sus cofrades de la orden le atribuían más de
mil curaciones milagrosas, incluida la rara hazaña de sanar el globo del ojo
destrozado de un obrero. Sus profecías fueron menos frecuentes, aunque no menos
impresionantes en sus aciertos. Se dice que una de éstas la pronunció tras escuchar
la confesión de un sacerdote polaco recién ordenado, que llegó desde Roma para
verlo. «Un día serás papa», le vaticinó al joven Karol Wojtyla en 1947.

En resumen, padre Pío ostentaba todos los dones carismáticos y los poderes
taumatúrgicos que, en la tradición popular, distinguen al místico de un santo
común y corriente. Era, y sigue siendo, el hombre santo más popular de Italia
después del mismo san Francisco de Asís. Pero la devoción hacia él no se limita a
Italia o a los italianos. El convento capuchino en San Giovanni Rotondo, ciudad
situada en la cumbre de una colina, donde está enterrado padre Pío, es un imán
poderoso que atrae a los peregrinos y, a la vez, es sede de un culto de difusión
mundial. Más de doscientas mil personas integran la red mundial de los Grupos de
Oración de padre Pío. Libros, folletos y cintas de vídeo —éstas últimas abundan en
primeros planos de sus manos sangrantes, elevando la hostia durante la misa—
circulan por las parroquias de todo el mundo occidental.

Tampoco se trata de un culto exclusivamente póstumo. Ya en vida, políticos


y dignatarios estatales y eclesiásticos recurrieron a padre Pío. Mientras vivió hubo
seis papas, y cuatro de ellos (Pío XI es la excepción principal) reconocieron
personalmente en algún momento su santidad. Juan Pablo II le ha manifestado una
particular devoción. Siendo arzobispo de Cracovia, escribió en 1962 al fraile
capuchino, rogándole que rezara por una mujer polaca que habla sobrevivido a un
campo de concentración nazi, pero que se estaba muriendo de cáncer. Padre Pío
hizo lo que se le pedía y, al cabo de menos de una semana, el arzobispo le volvió a
escribir para informarlo de que la mujer estaba curada. En 1972, el arzobispo
Wojtyla se sumó a los demás miembros de la jerarquía polaca en la firma de una
carta con una solicitud de apoyo para la causa de padre Pío. En 1974 y, siendo ya
papa, en 1987, peregrinó a San Giovanni Rotondo, donde ofició la misa ante la
tumba del fraile. Aunque este último gesto era un acto de homenaje personal más
que oficial, la visita del papa fue ampliamente interpretada por los devotos de
padre Pío como señal de que su viaje hacia la santidad oficial sería breve.

En realidad, sin embargo, parece poco probable que la canonización se


produzca muy pronto. Una de las razones, que discutiremos más adelante, está
relacionada con la política interna de la Iglesia, Pero otra, mucho más llamativa, es
la ambivalencia intrínseca, casi rayana en el disgusto, de los hacedores de santos
cuando se ven confrontados con causas relacionadas con visiones, estigmas y otros
fenómenos «místicos». Era una actitud que yo no había esperado.

Por regia general, las culturas católicas han acogido siempre con mayor
benevolencia que las protestantes lo místico, lo milagroso y lo sobrenatural. De
hecho, el culto de los santos presupone la experiencia personal de lo divino. Y, en
cambio, precisamente porque la Iglesia católica acepta la realidad de lo
sobrenatural (incluido lo diabólico), sus hacedores de santos oficiales se muestran
escépticos ante ciertas afirmaciones de experiencias místicas. En efecto, en ningún
otro aspecto de la santidad la distancia entre las ideas oficiales y las populares es
más pronunciada que en las causas de místicos, visionarios y taumaturgos de la fe;
en ningún otro caso, la devoción popular a los santos se halla más reñida con las
pautas de la creación de santos que en los casos de fenómenos místicos; en ninguna
otra situación, en fin, la insistencia de la Iglesia en realizar un proceso escrupuloso
parece más inadecuada —y, sin embargo, más necesaria, según he llevado a
convencerme— que al juzgar las vidas de los místicos.
LOS MÍSTICOS,

COMO EXCEPCIONALES AMANTES DE DIOS

La teología católica romana lo dice con bastante claridad: los místicos son,
efectivamente, distintos de otros santos. Si todos los santos pueden llamarse
«amigos de Dios», los místicos son aquellos individuos excepcionales que alcanzan
un grado de intimidad espiritual que los distingue como extraordinarios «amantes
de Dios»; hombres o mujeres que experimentan, aunque sea solamente en los
instantes del éxtasis espiritual, un goce anticipado del amor divino al que todo
cristiano serio aspira, si no en esta vida, seguramente en la venidera. Los místicos,
escribe un teólogo católico contemporáneo, son vivientes «iconos del amor
agápico»\'7b152\'7d. Para la mayoría de los estudiosos, el místico es el personaje
religioso paradigmático, el que reconoce que la realidad permanece incompleta
hasta que se reúna con su fuente.

Para los místicos, igual que para todos los santos, Jesucristo es el modelo
definitivo. La familiaridad con la que Jesús se dirigía al Padre, llamándolo abba o
«papá», su convicción de que «yo y el Padre uno somos»\'7b153\'7d y su
afirmación de que «y el que me ve, ve al que me envió»\'7b154\'7d atestiguan la
intimidad con Dios que resume en la tradición cristiana el estado místico. Para la
mayoría de los místicos cristianos, sin embargo, el objeto de la unión mística no es
tanto el Padre como el Hijo. El místico proclama, como el apóstol san Pablo: «Ya no
vivo yo, mas vive Cristo en mí.»\'7b155\'7d

Aunque la experiencia mística apela al anhelo humano de conocer y amar a


Dios, ciertos motivos afectivos sobresalen en los escritos de los místicos cristianos.
Muchos de ellos hablan de un sobrecogedor abrazo divino, para el cual la unión
conyugal ofrece la única analogía adecuada. Santa Teresa de Ávila, por ejemplo,
escribe que en los «arrobamientos que lo sean (...) roba Dios toda el alma para sí y
que, como a cosa suya propia y ya esposa suya, la va mostrando alguna partecita
del reino que ha ganado por serlo»\'7b156\'7d. Juliana de Norwich dice de
Jesucristo: «Él es nuestro esposo verdadero, y nos somos su bienamada esposa, su
moza galana, su mujer con la que no se enoja jamás.»\'7b157\'7d Y Catalina de
Siena describe cómo Cristo le reveló la intención de «desposar su alma en la
fe»\'7b158\'7d colocándole en el dedo una anillo místico en una ceremonia a la
que asistió la Virgen María.

Tales metáforas conyugales no se limitan a las mujeres. También los místicos


masculinos hablan de los arrebatos del eros divino. En su Cántico espiritual, ciclo de
exquisitos poemas amorosos en la tradición del Cantar de los Cantares bíblico, san
Juan de la Cruz evoca el ansia del alma herida por el amor de Dios:

¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido?

Como el ciervo huiste Habiéndome herido;

Salí tras ti, clamando, y eras ido.\'7b159\'7d

Podría decirse, por tanto, que lo que distingue a los místicos de otros santos
no es el heroísmo de la virtud, sino su experiencia personal de Dios o, más
precisamente, la experiencia de transformación personal que se opera en ellos
mediante la acción amatoria de la gracia de Dios. Leer sus escritos autobiográficos
es seguir al alma en su recorrido de la senda mística (si bien, esa senda no es
siempre exactamente la misma) a través de la luz y las tinieblas, la purgación y la
iluminación, los desiertos espirituales y los goces del éxtasis. Lo que comienza con
la disciplina ascética y la oración contemplativa culmina en la unión o, como
prefieren llamarlo algunos teólogos, la comunión mística con lo divino.

Aunque la unión mística es espiritual e interior, algunos místicos


experimentan también efectos psicosomáticos concomitantes: lo que los hacedores
de santos llaman «fenómenos místicos secundarios»\'7b160\'7d. Entre los más
frecuentes se hallan los éxtasis, las visiones, las revelaciones, las profecías, los
estigmas y otras heridas de la pasión de Cristo, la capacidad de leer los
pensamientos y los pecados secretos de los demás (clarividencia mística), la
levitación, la bilocación y la inedia, que es la capacidad de vivir meses o años
enteros sin ingerir alimentos y sin que ello dañe el cuerpo o el cerebro. Huelga
decir que es esta dimensión de la vida mística la que más atrae la atención popular
y, también, la que más desconcierta a los hacedores de santos.

Muchos de los santos cristianos clásicos eran místicos; para citar sólo a los
más famosos: Pablo, el apóstol de los gentiles; el evangelista Juan, cuyos cuarto
Evangelio y el libro del Apocalipsis son los escritos más «místicos» del Nuevo
Testamento; Agustín, obispo de Hipona y el pensador más influyente de la Iglesia
occidental; Francisco de Asís, fundador de los franciscanos y el santo más popular
de la cristiandad occidental; Tomás de Aquino, principal filósofo y teólogo del
catolicismo; Ignacio de Loyola, santo soldado que fundó la Orden de los Jesuitas;
Juan de la Cruz, el más grande poeta de la vida mística; y Catalina de Siena y
Teresa de Ávila, dos mujeres cuyos escritos sobre el sendero místico del alma les
merecieron el título de doctoras de la Iglesia\'7b†††††\'7d.

Pero, así como no todo santo es místico, tampoco todo místico es santo. Los
personajes del siglo XIV como Johann Eckhart, Jan van Ruysbroeck, Richard Rolle,
Heinrich Suso o Julián de Norwich y, en nuestro siglo, Teilhard de Chardin y
Thomas Merton, son sólo unos pocos de los místicos cristianos reconocidos que,
por diversas razones, aún no han sido canonizados por la Iglesia. Además, la
Iglesia católica romana ha llegado a reconocer poco a poco que cada tradición
religiosa —el budismo, el hinduismo, el judaísmo y el islam no menos que el
cristianismo— ha producido sus propios místicos auténticos. Efectivamente, igual
que algunos místicos cristianos manifestaron en sus cuerpos las heridas de Cristo
crucificado, así ciertos místicos musulmanes exhibieron heridas semejantes a las
que el profeta Mahoma recibió en la batalla.

Aun así, no he hallado, en las conversaciones que mantuve en el Vaticano,


ningún indicio que apoye la difundida opinión, popularizada sobre todo por el
difunto Joseph Campbell y otros fenomenólogos de la religión, de que los místicos
constituyen algo así como una elite espiritual autónoma en el interior de las varias
religiones universales. Según esa opinión, la experiencia mística es esencialmente
la misma en todas partes; lo que difiere es solamente la manera como se expresa.
La implicación teológica es obvia: lo que el místico cristiano experimenta como
Dios es la misma realidad última que el hindú experimenta como Brahma, el
musulmán como Alá, etcétera; tan sólo las etiquetas son diferentes.

El criterio de los hacedores de santos del Vaticano se acerca más al punto de


vista de Steven T. Katz y otros estudiosos contemporáneos del misticismo, para
quienes es verdadero precisamente también lo contrario. Su argumento —a mi
juicio, convincente— es que la experiencia mística, por muy innovadora que sea, se
halla inevitablemente predeterminada por la tradición, el lenguaje y los conceptos
propios del místico que éste ha desarrollado en el estado premístico. En otras
palabras, «el instante místico es el fin de un viaje místico»\'7b161\'7d, y éste está
determinado más por el patrimonio religioso específico del místico y su
comunidad espiritual que por su sensibilidad individual. Lejos de ser un
transeúnte espiritual autónomo, que trasciende las constricciones de dogmas y
sectas, el místico tiende a confirmar, mediante su experiencia personal, aquello que
la comunidad religiosa tiene por verdadero en virtud de revelaciones originales,
escrituras sagradas y otros elementos de la tradición recibida. Así pues, si santa
Teresa experimenta a Cristo como el novio de su alma, lo hace porque eso es lo que
la formación de las carmelitas españolas del siglo XVI le enseñó a esperar; se trata
de lo que Katz llama «el carácter “conservador” de la experiencia
mística»\'7b162\'7d, y es la cualidad que los hacedores de santos del Vaticano
buscan en las causas de los místicos.

A pesar de que el catolicismo acepta el misticismo en mucho mayor grado


que las Iglesias reformadas, los teólogos católicos siempre han visto a los místicos
con decidida ambivalencia. Por un lado, la teología católica identifica la unión
mística con Cristo como la perfección culminante de la vida cristiana; por el otro, la
Iglesia reconoce que quienes aspiran a la unión mística corren graves riesgos
espirituales, y no siempre los superan con éxito. La experiencia de los místicos
demuestra que el alma nunca se encuentra tan expuesta a las influencias
«demoníacas» como cuando busca lo absoluto; nunca está tan cerca de la
desesperación como cuando se adentra en lo que Juan de la Cruz llamó «la noche
oscura» de la aridez espiritual; nunca sufre en tal grado la tentación del orgullo
como cuando manifiesta dones espirituales extraordinarios y poderosos carismas
evocativos.

Por lo demás, por mucho que los místicos avalen y confirmen las creencias
aceptadas, a fuerza de su propia experiencia personal, tienden también a
individuar y a ramificar aspectos particulares de la fe; a veces, hasta el punto de
desafiar la ortodoxia predominante. Muy a menudo, la mera reivindicación de una
experiencia directa de Dios ha bastado para colocar a los místicos bajo sospecha de
heterodoxia, y muchos fueron efectivamente acusados de ser clientes del diablo.
Teresa de Ávila fue considerada en cierto momento sospechosa de herejía; Juan de
la Cruz escribió algunos de sus clásicos poemas religiosos mientras languidecía en
una prisión, castigado por sus superiores religiosos; Juana de Arco, cuyas
experiencias místicas revestían la forma de voces celestiales, fue condenada a
muerte como bruja por la jerarquía francesa. ¿Cómo juzgan, pues, los hacedores de
santos oficiales de la Iglesia quién es un místico auténtico y quién un embustero?

Cuando inicié mis investigaciones en Roma, suponía que los hacedores de


santos trataban las causas de los místicos como una categoría aparte, igual que en
el caso de los mártires. Si es el don del amor divino lo que distingue al santo de los
cristianos ordinarios, entonces, me parecía que esos excepcionales amantes de Dios
representaban una especie de santidad distinta, que requería unos criterios
diferentes para la canonización. Al fin y al cabo, los más grandes místicos fueron
perspicaces psicólogos de la vida espiritual y reporteros de sus propias
experiencias, maestros del ascenso del espíritu hacia lo divino que dejaron
delimitados unos senderos, gracias a los cuales otros podrían aprender a discernir
la genuina experiencia de Dios, por un lado, de los engaños del yo y las asechanzas
del diablo, por el otro. Parecía lógico, por tanto, que los hacedores de santos
recurriesen a esa biblioteca de la sabiduría espiritual a la hora de sopesar las causas
de supuestos místicos.

Descubrí, sin embargo, que los hacedores de santos no consideran la


experiencia mística en sí misma como una prueba de santidad; tampoco tienen en
cuenta al juzgar una causa, según se me dijo, las informaciones sobre gracias
místicas especiales. Antes lo contrario, los hacedores de santos parecen sospechar
abiertamente de toda causa relacionada con fenómenos místicos, y ansiosos de
desechar toda noción de que los místicos sean intrínsecamente distintos de otros
santos.

Como cuestión de principios teológicos, los hacedores de santos distinguen


rigurosamente entre la vida interior de la oración mística —lo que algunos teólogos
llaman la gracia de la «contemplación infusa»\'7b163\'7d— y sus efectos
psicosomáticos secundarios, tales como el éxtasis, las visiones y los estigmas. «El
misticismo, en el sentido estricto, es simplemente una conciencia interior/honda e
irrebatible de la presencia de Dios», me dijo el padre Gumpel. No menos conciso
fue el padre Eszer: «El misticismo no es otra cosa que la conciencia que tiene una
persona de la fe, la esperanza y la caridad que obran en su alma.» Dado que tal
conciencia es intrínsecamente subjetiva y que, además, el candidato ya no está,
entre los vivos, los hacedores de santos no pueden pronunciarse acerca de la
autenticidad de las gracias místicas interiores que se le atribuyen a un candidato,
como podría hacerlo, por ejemplo, un psiquiatra con su paciente; a lo sumo, la
presencia de tales gracias pueden deducirla de los frutos que produjeron en la vida
del místico y del impacto espiritual que el siervo de Dios causa en otros. Siguiendo
en la línea del dictamen pronunciado por san Pablo acerca de los carismas
espirituales, Roma continúa considerando todos los dones místicos —lo mismo los
transportes espirituales más privados que las más públicas exhibiciones milagrosas
— como gracias concedidas para beneficio de la comunidad cristiana, no para
deleite del místico individual; así que, si bien las pruebas de gracias místicas
pueden ser aducidas en ocasiones en apoyo de una causa, no dejan de ser
esencialmente irrelevantes. En otras palabras, los místicos deben demostrar la
misma conducta de virtud heroica que se les exige a todos los demás candidatos,
menos a los mártires.

No obstante, aquellos siervos de Dios que exhiben, como padre Pío, unos
poderes físicos o psíquicos excepcionales requieren una atención especial.

—Primero, tenemos que abrirnos paso entre los desvaríos piadosos de los
creyentes para llegar a la verdad de los hechos —explicó el padre Samo; en la voz
se le notaba cierta impaciencia—. Luego, si las informaciones sobre poderes
extraordinarios resultan fidedignas, debemos preguntarnos si son de origen
divino, de origen diabólico o simplemente efectos de una personalidad
emocionalmente desequilibrada. Puede que mucha gente considere santo o santa a
la persona en cuestión; la Iglesia, en cambio, ha de estar segura. Hacen falta,
además, una sólida reputación de santidad, pruebas de virtud heroica y milagros
de intercesión; así que la Iglesia adopta una actitud reservada, espera y exige una
documentación rigurosa. La respuesta de los relatores fue más áspera. Consideran
que el problema fundamental es que la piedad popular católica tiende a confundir
el misticismo genuino con experiencias extraordinarias y poderes
«sobrenaturales», confusión esta que, en opinión de los hacedores de santos, ha
dado mala reputación a la santidad.

—Muchos creyentes no entienden que cuando hablamos del misticismo no


nos referimos a los estigmas, las visiones, levitaciones, bilocaciones y fenómenos
por el estilo —me dijo Gumpel—. Desde luego que no excluimos estas causas, pero
no nos inclinamos a proponer esos casos para la canonización. Comprenda que
nosotros estamos buscando la santidad ordinaria; tratamos de refutar la idea de
que los santos son personas que tuvieron experiencias excepcionales.
Desafortunadamente, esa idea está muy arraigada entre la gente de poca cultura,
sobre todo en sitios como el sur de Italia o Suramérica, donde creen que uno no
puede ser santo si no ha tenido tales experiencias. Aquí, en Roma, combatimos esa
idea con todas nuestras fuerzas. Pero las historias de sucesos extraordinarios se
difunden con mucha facilidad.

Sin embargo, desde los principios del cristianismo las historias de hazañas y
experiencias milagrosas han formado parte integrante del culto de los santos.
Jesucristo mismo obraba milagros, y lo propio hicieron sus apóstoles. A los santos
posteriores se los creía no menos dotados, y las historias de sus hazañas milagrosas
se consideraban señales normales del poder y el favor divinos. Tampoco es que
tales historias se limiten a épocas distantes y más «crédulas» de la Iglesia. Las
pruebas de tales fenómenos«extraordinarios se pueden encontrar en las vitae, en
los testimonios y en otros documentos que se guardan en los archivos de la
congregación. El mismo papa Benedicto XIV dedicó, en plena época de la
Ilustración, más de cuatrocientas páginas de su magnum opus, titulado Sobre la
beatificación y la canonización de los siervos de Dios, a la investigación correcta de los
casos de visiones, levitaciones y otros fenómenos místicos atribuidos a los siervos
de Dios. Según algunos cálculos\'7b164\'7d, se han registrado trescientos
veinticinco casos solamente de estigmas (la mayoría, en mujeres) desde la muerte
de san Francisco de Asís, que es considerado generalmente por los historiadores el
primer estigmatizado auténtico. Sesenta y dos de esos trescientos veinticinco han
sido canonizados.

Pero hay otra razón de por qué el catolicismo popular tiende aún hoy a
identificar el misticismo con poderes sobrenaturales. Desde finales de siglo XVIII
hasta el II Concilio Vaticano, la Iglesia fomentó las historias milagrosas como una
manera de defender lo sobrenatural contra el escepticismo de la Ilustración. Fue en
ese periodo, por ejemplo, cuando la Iglesia aceptó nada menos que tres apariciones
milagrosas de la Virgen María (Lourdes, 1858; La Salette, 1846; Fátima, 1917), entre
varias docenas que otros católicos pretendían haber contemplado. Coincidió que el
mismo periodo produjo por lo menos quince místicas, la mayoría iletradas (como
los niños visionarios de las apariciones de Fátima), campesinas enfermizas cuyos
estigmas confundieron a los médicos de la época y que atrajeron vastas multitudes
de seguidores gracias a sus visiones y profecías y, sobre todo, por las heridas,
parecidas a las de Cristo, que mostraban en el cuerpo; que algunas de ellas, como
Louise Lateau (1850-1883) y Theresa Neumann (1898-1962), afirmaran no
alimentarse más que de la eucaristía, formaba también parte de su mística.

Hay que señalar que, de esas mujeres, menos de la mitad fueron propuestas
para la santidad y sólo una ha sido canonizada; y, en este caso, el de santa Gemma
Galgani (1878-1903), la Iglesia mantuvo un prudente silencio acerca de sus
supuestas visiones, en las que pretendía haber conversado con Jesucristo. Además,
en ninguno de esos casos las iluminaciones espirituales de dichas mujeres son
comparables a las de Catalina de Génova, iletrada también ella, y mucho menos a
las de Teresa de Ávila. En resumen, la confusión actual acerca de lo que constituye
el misticismo no puede explicarse únicamente por la existencia de dos culturas en
el interior del catolicismo: una, oficial y con matices teológicos, y la otra, popular y
excesivamente crédula. La historia de los dos últimos siglos demuestra que
también obispos y predicadores aceptaban y alentaban la devoción hacia esos
personajes más bien pintorescos, a algunos de los cuales se los sigue proponiendo
para la santidad.

EL MÍSTICO COMO VÍCTIMA:

TERESA MUSCO

Una semana después de mi conversación con Gumpel, Enrico Venanzi me


llamó a su despacho, situado en la parte trasera de la congregación. Había oído
hablar de mi interés en las causas místicas y quería mostrarme una serie de
documentos que había recibido de Caserta, una pequeña ciudad al norte de
Nápoles. Entre esos documentos había unas fotografías en color que mostraban
estatuas, crucifijos e imágenes de Jesucristo y de la Virgen María. Todas las
imágenes estaban cubiertas de sangre, que en algunos casos brotaba de los ojos y,
en otros, de las manos y de los costados. En una secuencia de siete fotografías se
veía manar la sangre, seguida de lágrimas, de los ojos de una estatua barata de
yeso de la Virgen. En total, unas dos docenas de imágenes y estatuas resultaron
afectadas por esos fenómenos; todos habían sido registrados y examinados por las
autoridades eclesiásticas locales, según me dijo Enrico, y, en algunos casos, la
sangre fue analizada por un biólogo.

Las fotografías estaban tomadas en la casa de Teresa Musco, una mujer que
murió en 1976 a la edad de treinta y tres años. Según los documentos, Teresa había
experimentado visiones de Jesucristo, de la Virgen María y de su ángel de la
guarda desde los cinco años. Desde los nueve, llevaba los estigmas en las manos y
en los pies. Además, había sabido leer varias veces los pensamientos de otros y, en
una ocasión, se le atribuyó una curación milagrosa —la víctima padecía leucemia—
a través de sus oraciones. En Caserta se formó un comité que reunió la
documentación acerca de esos prodigios y la envió a Enrico, con la esperanza de
que estuviera dispuesto a actuar como postulador de la causa. El joven jurista
sonreía mientras ponía las estremecedoras fotografías sobre el escritorio.

—Es muy típico del sur de Italia —murmuró.

—¿Aceptará el caso? —pregunté.

Levantó la cabeza y me miró.

—Creo que sí —dijo.

Siguiendo la sugerencia de Enrico, me dirigí en automóvil a Caserta para


visitar la casa de Teresa, que se había convertido en una especie de santuario.
Pregunté por la causa en la oficina del obispo, y el vicario general de la diócesis me
dijo que, oficialmente, el obispo no tenía nada que ver con el asunto. Sacó de sus
archivos un expediente y me explicó que una investigación preliminar, llevada a
cabo por la archidiócesis de Nápoles, demostró que Teresa sufría ciertas
enfermedades frecuentes en su familia. No dijo de que enfermedades se trataba,
pero agregó que también su hermano había sido víctima de las mismas. De todos
modos, daba a entender que, fuese lo que fuese lo que padecía Teresa, de alguna
manera ponía en tela de juicio sus experiencias extraordinarias.
Pese a tal reserva oficial, muchos católicos de Caserta y de otros lugares del
sur de Italia, así como sus parientes en Estados Unidos, creen firmemente en la
santidad de Teresa y propugnan su canonización. Según una biografía popular de
ochenta páginas, Breve historia de una víctima, editada por el Comité Teresa Musco,
ella padeció tal variedad de enfermedades internas y externas que toda su vida
estuvo marcada por dolores constantes y visitas a los hospitales; y, lo que es peor,
su diario de más de dos mil páginas revela que, durante toda su vida, sostuvo una
permanente batalla emocional contra un padre tiránico que, a menudo, la
maltrataba a ella, así como a su madre y que, finalmente, expulsó de la casa a
Teresa. Según el diario, a la edad de seis años Teresa se ató una soga alrededor de
la cintura como penitencia y se prometió a sí misma llevar una vida de sufrimiento
por los pecados de los otros. Inicialmente, trató de desagraviar a Jesucristo de las
blasfemias habituales de su padre. Más tarde, y a instancias de Jesucristo, ofreció
sus aflicciones por los sacerdotes indóciles e indisciplinados. Al final, no deseaba
ya otra cosa que padecer en su propia carne nada menos que los sufrimientos de
Cristo crucificado. En una oración que le enseñó su ángel de la guarda escribió:

¡Ciñe mi cabeza con tu corona de espinas! ¡Padre, atraviésame las manos y


los pies con tus clavos y atraviesa mi corazón con tu lanza! Me arrodillo ante ti
para poder sentir tu tormento y la amargura de tu traición por Judas. Acepta el
sacrificio de mi humilde persona\'7b165\'7d.

Las fotografías muestran a Teresa como una mujer gruesa y de baja estatura,
nariguda y con gafas. Su biógrafo refiere que a los trece años tuvo una visión en la
que se le ordenó consagrarse a una virginidad vitalicia. Según la misma fuente,
posteriormente tuvo que resistir los requerimientos «impúdicos» de un médico que
la atendía en el hospital. Otra fotografía, sin fecha, la muestra ataviada con un
vestido blanco de novia y velo, llevando en la mano un ramillete de flores. Aunque
Teresa no entró nunca en un convento, su forma de vestir se parece mucho a la que
usan las monjas el día de su solemne profesión. El pie de la fotografía dice
simplemente: «Teresa consagra su vida entera a la Iglesia, al Santo Padre y a la
conversión de los pecadores.»\'7b166\'7d

Según el diario, Teresa recibió los estigmas por primera vez el 1 de agosto de
1952, tras un sueño en el cual fue clavada a una cruz; pero parece que no sangraron
con regularidad hasta el Jueves Santo (marzo) de 1969. Durante los años siguientes,
sintió también azotes en la espalda tres días a la semana. Pero el fenómeno que
atrajo la atención del público fue el de las estatuas e imágenes de las que comenzó
a gotear sangre el 25 de febrero de 1975. El obispo de Caserta inspeccionó
personalmente el primero de esos milagros y, más tarde, le dio permiso para
exhibir la imagen sangrante de Jesucristo en un pequeño altar que tenía en su casa.
A veces, sus iconos caseros sangraban durante un cuarto de hora, mientras Teresa
derramaba lágrimas por los sufrimientos de Jesucristo y de la Virgen. Por entonces,
había aceptado la dirección espiritual de dos sacerdotes de Caserta: Giuseppe
Borra, un salesiano, y Franco Amico, un fraile franciscano que encabeza ahora el
comité en favor de su beatificación.

Tras su muerte —Teresa estaba siendo sometida a diálisis y parece ser que
murió con muchos sufrimientos—, el obispo de Caserta presidió los funerales en la
catedral, unas dos mil personas asistieron a las exequias y nada menos que un
prelado del rango del difunto cardenal Joseph Siri, de Génova, respaldó la causa.
En una carta al padre Amico, Siri escribió en 1979: «El caso Musco posee una
documentación que nunca encontré en ninguno de los que había examinado antes.
Los hechos son los hechos, y no se los puede deshacer con burlas o pasándolos por
alto.»\'7b167\'7d

Sean cuales sean los hechos, está claro que Teresa Musco no corresponde al
modelo de santidad que están buscando los hacedores de santos de la Iglesia
posterior al II Concilio Vaticano. Enfermiza y casi masoquista en su deseo de
sufrir, a muchos católicos cultos y modernos Teresa Musco no debe de parecerles
más atractiva que las estatuas que sangraban en su presencia; pero, para unos
cuantos millones de católicos» las personas como ella representan la esencia misma
de lo que se supone que son los místicos: una figura de expiación» cuyos estigmas
y visiones ofrecen una prueba irrefutable de lo sobrenatural en un mundo que» a
su entender» ya no cree en milagros, Y» mientras la Iglesia insista en que las causas
deben basarse en la reputación de santidad del candidato, la congregación tendrá
que atender semejantes casos, por muy desagradables que resulten para los
hacedores oficiales de santos. ¿Cómo lo hacen?

LOS PROCESOS DE LAS CAUSAS MISTICAS

Como en todos los demás ámbitos, la congregación sigue también en éste las
directrices estrictas establecidas hace más de dos siglos por el papa Benedicto XIV.
En su magnum opus sobre la beatificación y la canonización de los siervos de Dios,
Benedicto discute los problemas que plantean los fenómenos místicos, basándose a
un mismo tiempo en su propia experiencia como promotor de la fe y en los
documentos y las discusiones de los seis siglos anteriores a la creación de santos.
Desde el comienzo, Benedicto insiste en una fundamental distinción de dos clases
de gracia sobrenatural: aquellas que hacen a quien las recibe grato a Dios (gratia
gratum faciens) y son necesarias para la salvación del individuo, y las gracias
especiales que se dan libremente a los individuos (gratia gratis data) sobre todo para
beneficio y edificación de la comunidad de los creyentes. Entre estas últimas
figuran las experiencias místicas como visiones, profecías, éxtasis, estigmas,
levitaciones y cosas por el estilo. Dado que esas gracias especiales pueden ser y han
sido otorgadas tanto a los justos como a los malvados, arguye Benedicto, no
pueden constituir ninguna prueba de santidad personal en un proceso canónico.

Pero el asunto no acaba ahí. Dado que algunos candidatos a la beatificación


o la canonización exhiben gracias místicas, Benedicto aconseja qué tales
experiencias sean rigurosamente examinadas por la congregación, antes de
ocuparse de la cuestión de las virtudes heroicas, y que se dictamine un juicio
preliminar para establecer si son de origen sobrenatural, obra del diablo o efecto de
causas naturales.

En las investigaciones de fenómenos físicos extraordinarios, escribe


Benedicto, importa contar con testigos fidedignos. Como ejemplo, cita un caso del
que él mismo se ocupó primero como «abogado del diablo» y, después, tras su
ascenso al pontificado, como el papa que declaró santo al candidato:

Cuando yo era promotor de la fe, se debatió en la Congregación de Ritos


Sagrados la causa del venerable siervo de Dios José de Cupertino, por las dudas
que había acerca de sus virtudes y que, tras mi resignación del cargo, fueron
felizmente resueltas; en dicho debate, varios testigos presenciales, gente común y
corriente, atestiguaron las muy frecuentes elevaciones y los grandes vuelos de
aquel arrobado y extático siervo de Dios\'7b168\'7d.

Conviene precisar que José de Cupertino no fue un levitador ordinario. Sus


prolongados vuelos eran tan frecuentes que fue conocido en vida como «el fraile
volador». Según sus biógrafos, José levitó en más de cien ocasiones. Uno de los
incidentes más documentados ocurrió en 1645 y fue presenciado por el embajador
español ante la corte pontificia y su esposa. Tras una visita a la celda del fraile en
Asís, el embajador quedó tan impresionado por José que su mujer suplicó se le
concediera una oportunidad de hablar con él. A la orden expresa de su superior,
José consintió a regañadientes en salir de su celda para ver a la distinguida señora,
que lo esperaba con su marido y la servidumbre en una iglesia adyacente.
«Obedeceré —dijo el fraile, según los testigos—, pero no sé si lograré hablar con
ella.» Efectivamente, no lo logró: apenas entró en la iglesia, fijó sus ojos en una
estatua de la Virgen Inmaculada que había encima del altar y, de repente, voló
«unos doce pasos», sobre las cabezas del séquito reunido, hasta el pie de la estatua;
allí, tras rendir homenaje a la Virgen y «profiriendo su acostumbrado grito agudo»,
voló el mismo camino de vuelta, por encima de los asombrados observadores, y
regresó, sin pronunciar una palabra, a su celda. En otras ocasiones, se vio a José
transportando por el aire a uno de sus cofrades a través de la sala. En su última
misa, celebrada el día de la Asunción, un mes antes de su muerte, se elevó en un
arrebato más prolongado de lo habitual, confirmado por testigos oculares en
declaraciones efectuadas menos de cinco años después del suceso\'7b169\'7d.

En general, a Benedicto le interesa mucho menos convalidar fenómenos


físicos extraordinarios —sólo dedica, por ejemplo, unos pocos y breves párrafos a
los estigmas— que sugerir criterios para el examen de las iluminaciones divinas
que pretenden haber experimentado los siervos de Dios. Aquellas visiones y
profecías que contradicen la Sagrada Escritura, la doctrina de la Iglesia o la sana
moral, no pueden obviamente atribuirse a Dios. Pero Benedicto se muestra
dispuesto a conceder un cierto margen de error a la fantasía humana; sobre todo, si
se trata de mujeres. «Las visiones y las apariciones no deben ser rechazadas porque
se hayan presentado a mujeres», advierte, y sugiere que, al juzgar tales casos, los
investigadores recurran al testimonio del director espiritual (que suele ser un
sacerdote) o del confesor de la visionaria o de otros hombres eruditos y piadosos.
En el caso de santa Catalina Ricci (1522-1590), él mismo se dejó persuadir por la
postulación para pasar por alto el hecho de que esta mística, por lo demás
admirable (y característicamente excéntrica), tuvo frecuentes visiones de Girolamo
Savonarola, el reformador dominico de Florencia, del siglo XV, que, por su
apasionada prédica apocalíptica, acabó quemado en la hoguera. Catalina atribuía a
Savonarola su extraordinaria recuperación, en 1540, de la mala salud que tenía y
no cesó jamás de rezar por su reconocimiento como santo, hecho este que no
impidió finalmente su propia canonización.

Lo que más impresiona al lector moderno es el esfuerzo que hace Benedicto


XIV por ofrecer a la congregación una psicología práctica de la experiencia mística.
Dado que la mayoría de las visiones\'7b170\'7d, apariciones y profecías se
producen durante los estados extáticos, Benedicto aconseja a los investigadores
que busquen ciertas señales que les permitan decidir si esos fenómenos provienen
de Dios, del diablo o de una mente desequilibrada. La presencia de causas
naturales se pueden inferir cuando el extático tiene antecedentes patológicos o «el
éxtasis es seguido de fatiga, flaqueza de los miembros, obnubilación de la mente y
del entendimiento, olvido de sucesos pasados, palidez del rostro y tristeza del
ánimo»\'7b171\'7d. Un éxtasis de origen diabólico es probable «en los casos en
que un hombre accede a él siempre y cuando le plazca, [puesto que] la gracia
divina atrae el alma hacía sí cuando y como le place a ella»\'7b172\'7d. La obra del
diablo debe sospecharse también si los éxtasis se hallan acompañados de
movimientos «indecentes», «grandes contorsiones del cuerpo» y, sobre todo,
cuando el extático incita a otros a cometer actos inmorales.

Por el contrario, Benedicto afirma que «el éxtasis divino se realiza con la
mayor tranquilidad, tanto interior como exterior, de la persona entera. Quien está
en un éxtasis divino habla solamente de cosas celestiales, que inclinan a los
presentes al amor de Dios; al volver en sí, se presenta humilde y como
avergonzado; rebosante de consolaciones celestiales, muestra el rostro alegre y el
ánimo sereno; y en absoluto se deleita con la presencia de otros, temiendo que por
causa de ello obtenga la reputación de santidad»\'7b173\'7d. En una palabra, el
éxtasis divino se caracteriza por un aumento de las virtudes de la humildad y la
caridad.

Resumiendo lo dicho por Benedicto: aunque las experiencias místicas no son


prueba de santidad, hay que investigarlas. Si la investigación demuestra que esas
experiencias pueden atribuirse a poderes diabólicos, el proceso ha terminado; si se
encuentra que los fenómenos místicos tienen un origen puramente psicológico, tal
descubrimiento puede impedir o no que la causa pase a la investigación de las
virtudes heroicas del candidato.

De todos modos, el principio fundamental está claro: sólo una vez


demostradas las virtudes heroicas del candidato puede suponerse que los
fenómenos místicos sean de origen divino. Aun así, advierte Benedicto, la
suposición no es más que eso; la aserción de fenómenos sobrenaturales, incluso
cuando se halle enunciada en una solemne declaración de canonización por el
papa, no manda sino en las creencias humanas y jamás debe tomarse por doctrina
de fe.

Aunque los principios generales de Benedicto sigan vigentes, sus


observaciones psicológicas sobre los fenómenos místicos resultan, como es
comprensible, irremediablemente desfasadas. Parece obvio que, a la luz del
descubrimiento, realizado por Sigmund Freud, del inconsciente y los poderosos
efectos que ejerce sobre la mente y el cuerpo, los hacedores de santos de hoy tienen
un espectro mucho más amplio de explicaciones psicológicas que considerar
cuando investigan los orígenes de las experiencias místicas de un candidato. ¿Qué
efecto ha tenido, quise saber, la revolución freudiana —y la psicología moderna en
general— sobre la investigación de los fenómenos místicos?

En el Vaticano, todos los cambios se producen con gran lentitud. No


obstante, me sorprendió descubrir que la Congregación para la Causa de los Santos
no cuenta con ningún colaborador que posea una preparación psicoanalítica o
psicológica. Cuando llegan a Roma causas relacionadas con místicos, los escritos
personales del candidato se someten, junto con los documentos de los directores
espirituales y los médicos que lo trataron, al juicio preliminar de expertos externos.
La mayor parte de esos asesores son sacerdotes y todos son católicos. La mayoría
poseen doctorados en teología espiritual y, en los últimos años, unos pocos se han
graduado también en psicología. Pero no hay ninguno, se me informó, que tenga
formación psicoanalítica. «No se puede mencionar a Sigmund Freud en el Vaticano
—me dijo un asesor clérigo— ni a Carl Gustav Jung, tampoco, porque se los
considera ateos. Por supuesto que se puede nacer uso de sus teorías, pero hay que
tener cuidado con lo que se escribe».

LOS «ÉXTASIS DE PASIÓN»

DE ALEXANDRINA DA COSTA

Aunque las causas místicas son poco frecuentes, se me permitió examinar la


evaluación preliminar, realizada por dos asesores, de las experiencias místicas y los
escritos de Alexandria da Costa, una lega portuguesa que murió en 1955 a la edad
de cincuenta y un años. Según una biografía popular, Alexandrina nació como hija
de un matrimonio campesino en la aldea de Balasar, a unos sesenta y cinco
kilómetros al norte de Oporto. Al poco tiempo de su nacimiento murió el padre.
Según su autobiografía, que comenzó a dictar en 1940 a instancias de su director
espiritual, Alexandrina fue una niña traviesa. Su recuerdo más temprano se refiere
a un incidente que se produjo cuando tenía sólo tres años: la niña trató de agarrar
un tarro de pomada de su madre; la madre dio un grito, el tarro cayó al suelo y se
rompió en pedazos cortantes; Alexandrina sufrió un corte profundo en la boca, del
cual le quedó una cicatriz que llevaría el resto de su vida. Como veremos, la
pomada no fue olvidada.

A los nueve años, Alexandrina se confesó por primera vez tras escuchar el
sermón de un predicador local, el padre Edmundo de las Sagradas Heridas, cuyo
sermón sobre el infierno le impresionó hondamente. Ese mismo año, después de
asistir a la escuela durante sólo dieciocho meses, se la envió a trabajar en una
granja. El empleo le duró tres años; cuando el patrón intentó seducirla,
Alexandrina regresó a la casa paterna. Unos meses más tarde, sufrió un ataque de
fiebre tifoidea y casi murió. Prácticamente inválida, se dedicó a coser en casa.
Durante su adolescencia, su antiguo patrón intentó violarla, sin éxito, dos veces
más. En la segunda ocasión, Alexandrina tuvo que resistirse por la fuerza al
asaltante y escapó saltando por la ventana de un piso superior; aunque cayó de
una altura de sólo cuatro metros, sufrió graves lesiones de la columna vertebral y
acabó enteramente paralítica. Desde el 14 de abril de 1924 ya no volvió a
abandonar la cama.

Durante los seis años siguientes, Alexandrina se entregó a la religión. Estaba


particularmente impresionada por las historial sobre las apariciones de la Virgen
María a tres niños pequeños en Fátima. En 1931, experimentó su primer éxtasis,
durante el cual según relató después, se le apareció Jesucristo y le asignó un
cometido vitalicio: «Ama, sufre y expía»\'7b174\'7d los pecados del mundo,
especialmente los pecados contra la castidad y, en particular, los cometidos por
sacerdotes. Siguió un período extremadamente tortuoso de diez años, durante el
cual dijo sufrir repetidos hostigamientos del diablo. Satanás se le aparecía con
aspecto de perro, de serpiente o de simio, y la tentaba a blasfemar y a cometer
actos eróticos y obscenos. A veces, Alexandrina gritaba obscenidades como si
estuviera poseída. En varias ocasiones afirmó que el diablo la había arrojado
violentamente de la cama. Durante todos esos tormentos, Alexandrina reveló sus
experiencias únicamente a su hermana y a su director espiritual, el padre Mariano
Pinho, un jesuita que le llevaba la comunión.

Al mismo tiempo, experimentaba frecuentes visiones y recibía mensajes de


Jesucristo. El 6 de septiembre de 1934, refirió una visión decisiva; en la cual, según
ella Jesucristo le dijo:

Dame tus manos, porque quiero clavarlas con las mías. Dame tus pies,
porque quiero clavarlos con los míos. Dame tu cabeza, porque quiero coronarla
con espinas como me hicieron a mí. Dame tu corazón, porque quiero atravesarlo
con una lanza como atravesaron el mío. Conságrame tu cuerpo, ofrécete a mí por
entero (...). Ayúdame a redimir a la humanidad\'7b175\'7d.

Aunque no mostraba estigmas, Alexandrina experimentaba una


identificación sumamente extraordinaria con la pasión de Cristo. Desde 1938,
cuando tenía treinta y cuatro años, caía regularmente en éxtasis de tres horas y
media que comenzaban los viernes al mediodía. Según los informes de testigos
oculares —la mayoría, médicos y sacerdotes que habían recibido permiso del
obispo local para estar presentes—, durante esos éxtasis Alexandrina recobraba de
manera inexplicable el control de sus miembros; su cuerpo se elevaba como por
levitación y caía al suelo; allí se desmayaba, se retorcía dolorosamente y se movía
de rodillas en un horripilante remedo de las estaciones del Calvario; se arrastraba
por el suelo y pronunciaba las palabras que los Evangelios atribuyen a Cristo hasta
que, terminada la crucifixión, caía exhausta.
Estos «éxtasis de pasión», como se dio en llamarlos, continuaron hasta 1942;
se repitieron en total unas ciento ochenta veces. Naturalmente, la noticia de tales
sucesos extraordinarios trascendió y los peregrinos asediaron la casa. A pesar de
que Alexandrina declaró que la molestaba exhibirse, los funcionarios eclesiásticos
continuaron permitiendo a individuos Seleccionados presenciar su ritual de los
viernes; incluso dieron permiso de filmar la dolorosa secuencia, en previsión del
día en que su causa se presentara ante la congregación.

Y hubo algo más. El Viernes Santo de 1942, Alexandrina revivió la pasión


por última vez; aunque los éxtasis de los viernes continuaron, no volvió a
abandonar la cama, pero, a partir de ese día, se negó a ingerir alimento ni bebida,
excepto la eucaristía. El 10 de junio de 1943 la trasladaron al hospital de Oporto, en
donde durante cuarenta días un equipo de médicos y enfermeras la mantuvieron
vigilada las veinticuatro horas del día. Según su propio testimonio) las enfermeras
trataron repetidas veces de persuadirla de que comiera y los médicos intentaron
inyectarla medicaciones. Ella lo rechazó todo.

Al final de su confinamiento, el doctor Gómez de Arayjo, especialista en


enfermedades nerviosas y miembro de la Real Academia de Medicina de Madrid,
atestiguó que la capacidad de supervivencia mostrada por Alexandrina durante
cuarenta día sin comer era «científicamente inexplicable».\'7b176\'7d Otros dos
médicos especialistas que la atendieron declararon que «conservó su peso, y su
temperatura, respiración, presión sanguínea, pulso y sangre eran normales,
mientras sus facultades mentales funcionaban de manera lúcida y constante (...).
Las leyes de la fisiología y de la bioquímica no ofrecen explicación alguna de la
supervivencia, durante cuarenta días de ayuno absoluto, de esa mujer enferma,
más aún si tenemos en cuenta que ella respondía diariamente a múltiples
preguntas y que mantuvo numerosas conversaciones, mostrando siempre una
excelente disposición y lucidez del espíritu. En cuanto a los fenómenos observados
todos los viernes alrededor de las tres de la tarde [es decir, sus éxtasis], creemos
que son de orden místico»\'7b177\'7d.

Alexandrina sobrevivió doce años más. Las visiones y los éxtasis se


volvieron más intensos. En el transcurso de uno de sus éxtasis, describió cómo
Jesucristo hacía una pomada de su corazón y ungía con la misma el corazón de
ella; una variación, cabe anotarlo, del intercambio de corazones experimentado dos
siglos antes por santa Margarita María Alacoque. En otra visión, manifestó que
Jesucristo le había clavado en el corazón un tubo de oro que comunicaba su cuerpo
(el corazón) con el de ella. Además de la Pasión, durante los raptos, según ella,
había experimentado también la Resurrección y la Ascensión de Cristo. Todo eso y
más se halla registrado en su autobiografía dictada, que abarca unas cinco mil
páginas mecanografiadas.

En el momento de su muerte, Alexandrina era el personaje religioso más


conocido de Portugal, con la excepción tal vez de los niños de Fátima. En ciertos
días, varios millares de peregrinos intentaban verla, le rezaban oraciones y le
pedían favores divinos. Tras su muerte fue celebrada como «la madre de los
pobres», «el amparo de los tristes» y «la consoladora de los afligidos»\'7b178\'7d.
Según su biografía, su cuerpo no se corrompió, sino que se convirtió
misteriosamente en ceniza, tal como Alexandrina predijera. Y, como golpe de
gracia final, se dice que las cenizas desprendían un dulce aroma: el olor de la
santidad.

Cabe anotar que ésta no es una historia de la Edad Media; sucedió en pleno
siglo XX y en un país notoriamente anticlerical, a pesar de su piedad rural. Pero lo
que me interesaba no era tanto la vida de Alexandrina como el análisis que de ella
hicieran los hacedores de santos. El 10 de abril de 1973, concluyó el proceso
diocesano y pasó a Roma. Entre los documentos se hallaban cerca de tres mil
seiscientas cincuenta páginas de los escritos de Alexandrina: su diario, la
autobiografía, cartas y varios volúmenes de pensamientos, revelaciones, etcétera.
Hasta la fecha, la única positio relativa a su causa es el informe espiritual y
psicológico preliminar, redactado anónimamente por dos asesores.

Dado que se ocuparon únicamente de los escritos, los asesores se


pronuncian con suma cautela al juzgarlos\'7b179\'7d. Dejan al cuidado de los
funcionarios de la congregación cualquier decisión relativa a la extraordinaria
capacidad de la candidata para vivir sin comida ni agua durante los últimos trece
años de su vida; señalan, no obstante, que ella raras veces menciona tan
excepcional condición en sus cartas. Tampoco ofrecen opinión alguna para explicar
por qué estaba libre de parálisis durante los éxtasis de pasión. En cuanto a las
visiones y los mensajes revelados que contienen sus escritos, los asesores
concluyen —con mucha cautela— que «pueden ser de origen divino».
Alexandrina, continúan, «no parece hallarse aquejada de ninguna enfermedad
mental a la que puedan atribuirse sus manifestaciones extraordinarias»; aunque
agregan que «esa opinión habrá de subordinarse a otros argumentos que
posiblemente puedan derivarse de un examen directo de la persona en cuestión».

En otras palabras, en lo que a los asesores concierne, no hay en los escritos


nada que impida que la causa continúe. De todos modos, los autores apuntan
ciertas reservas y preocupaciones. El primero observa que la espiritualidad de
Alexandrina es del tipo expiatorio, en el cual el sujeto busca el sufrimiento para
reparar los pecados de otros. El asesor desaprueba ciertos pasajes de los escritos de
Alexandrina, en los que Jesucristo le dice: «En ti he de vengarme de aquellos
[pecadores] cuyos pecados tú deseas expiar», y señala que parece que Cristo la
estuviera sometiendo a chantaje al exigir: «Ó sufres o pierdo las almas.» El autor
observa a continuación que esa actitud amenazadora y vengativa, aunque
inaceptable desde el punto de vista teológico, no era infrecuente en los sermones
de las misiones populares de la época; y, además, agrega, ese motivo de venganza
desaparece de los escritos de Alexandrina desde 1940.

Al primer asesor le preocupan también los prolongados forcejeos que


sostuvo Alexandrina con el diablo y, en particular, su poderosa sensación de que
éste había convertido su cuerpo en un instrumento de la lujuria. «Pensamos que es
preciso decir que, si bien las vidas de los santos abundan en luchas por la castidad,
no conocemos en toda la hagiografía ningún otro ejemplo de algo que se parezca a
las experiencias sufridas por Alexandrina.» Pero el hecho de que ella no las
consintiera voluntariamente, concluye, es prueba de su castidad heroica.

El segundo asesor se ocupa sobre todo de los aspectos psicológicos. Respecto


de los agotadores rituales en que Alexandrina revivía durante tres horas la pasión
de Cristo, declara que «el examen de sus escritos por sí solo no parece suficiente
para determinar la naturaleza de esos fenómenos». Sea cual fuere el origen de las
visiones, no le cabe ninguna duda de que Alexandrina era «subjetivamente sincera
en su creencia de que venían de Dios». Excluye la esquizofrenia como explicación
de su conducta y señala que, los mismos días en que anotaba sus visiones en el
diario, era también capaz de escribir cartas sobre éstas en las que daba muestras de
buen humor, sentido práctico e incluso ironía; y concluye: «En nuestra opinión, no
era una persona psíquicamente enferma, sino de viva inteligencia, considerable
fortaleza de ánimo (...) y notable imaginación.»

Aun así, también este asesor encuentra ciertos «detalles desconcertantes».


Indica que, al final de sus representaciones de la pasión de Cristo, Alexandrina
experimenta repetidamente una forma peculiar de consolación. Tal consolación
toma la forma de una transfusión de sangre desde el Sagrado Corazón de Cristo
hacia su propio corazón. Alexandrina describe esa transfusión, en varias ocasiones,
como realizándose por medio de un «tubo de amor» o «un tubo que derrama
amor» desde el cuerpo de Cristo. En otros momentos describe que Cristo
confecciona una pomada con la materia de su corazón y la usa como bálsamo,
ahuyentando mediante masajes el dolor que ella siente en el pecho. En un pasaje
de enorme eufemismo, el asesor observa: «Esas visiones tienen connotaciones
bastante extrañas, hasta el punto de parecer, cuando menos, equívocas en su
descripción.»

A pesar de esas reservas, la positio del consultor concluye que «los escritos
de Alexandrina María da Costa se presentan en su conjunto como una prueba de
virtud descomunal y de entrega a menudo heroica a la fidelidad y el amor de
Dios». Lo que impresionó particularmente a los asesores fue la humildad de la
candidata y su obediencia a las órdenes del director espiritual, incluso en medio de
las más agotadoras visiones de la pasión. En resumen, piénsese lo que se piense de
sus visiones y obsesiones, Alexandrina dio prueba de poseer las virtudes de la
humildad y la obediencia en grado heroico.

Habitualmente, los asesores no firman sus informes; sin embargo, en 1988


logré localizar en Chicago al asesor psicológico, el segundo, y lo entrevisté acerca
de sus conclusiones. Juan Lozano, un sacerdote español de la Orden de los
Claretianos, tiene cincuenta y tres años y es asesor de la congregación desde 1970.
Es doctor en teología espiritual y, como la mayoría de los españoles, adora a los
místicos de su país natal: Juan de la Cruz, Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola.
También ha cursado estudios avanzados de psicología, pero sus conocimientos de
Freud, Jung y otros «modernos» los adquirió,, según él, por su cuenta.

Le dije que a mí me parecía que un experto con formación psicoanalítica —


aunque fuese un psiquiatra católico romano— habría valorado a Alexandrina de
un modo diferente. Como mínimo, un psiquiatra hubiera llamado la atención sobre
el evidente contenido sexual de algunas de sus visiones y habría visto una relación
entre el intento de violación por parte del patrón y la subsiguiente parálisis.

—¿Qué podría ser ese tubo que salía del cuerpo de Jesucristo —pregunté—
sino una imagen fálica?

—Desde luego, todos los perros freudianos estaban ladrando.

Es muy posible que la parálisis fuese una manera de protegerse de los


hombres. Y fíjese en sus obsesiones con el diablo; se le aparecía como perro, como
serpiente, como mono: todo eso son símbolos freudianos.

—¿Por qué, entonces, usted no mencionó eso en su informe?

—Ya habrá visto que en mi informe doy varias respuestas. Dije que quedan
muchos problemas psicológicos por estudiar. La dificultad es que en Roma no
saben qué hacer con la psicología freudiana. La mayoría de los asesores no han
asimilado todavía su teoría del inconsciente. Tienen miedo de que, si los escritos de
los místicos se envían a los psiquiatras, lo atribuyan todo al sexo. Pues sí, yo digo
que ese peligro existe, pero el otro peligro es la tendencia de los teólogos
espirituales a atribuirlo todo a Dios. El problema es que hay muy poco diálogo
entre la psicología y la religión.

—Pero, si usted piensa que las experiencias de un místico pueden explicarse


enteramente a partir de causas psicológica ¿lo puede decir en su informe?

—Lo he hecho. Tuve un caso de una monja italiana acosada por el diablo.
Las otras hermanas no sabían nada de ello. Murió joven y, tras su muerte,
encontraron su diario y pensaron que podría haber sido una santa porque luchaba
con el diablo. Para mí era claramente una personalidad psicopática. No encontré
nada positivo en sus experiencias, y sobre la base de lo que escribí, según me
dijeron, eliminaron la causa.

Hizo una pausa. Daba vueltas alrededor de una larga mesa en el refectorio
de la sede de los claretianos, situada en el suburbio de Oak Park, y hablaba al aire
como si estuviera en un aula.

—Es cuestión de intuición —dijo, retomando el hilo de sus pensamientos—.


Yo no aplico las normas mecánicamente; miro el cuadro en su conjunto.

—¿Y Alexandrina?

—Alexandrina tenía muchos problemas, por supuesto, sobre todo su


obsesión con el diablo; pero siguió rezando y, al final desarrolló una hermosa
relación con Cristo que le curó la obsesión. Psicológicamente fue una persona
enferma que recobró la entereza.

Se interrumpió de nuevo, dio otra vuelta alrededor de la mesa.

—Ya sabe, la Iglesia no propone como santos a unos modelos perfectos de


normalidad; tratamos con fenómenos que pueden ser la resonancia de experiencias
místicas o la de desequilibrios psíquicos. Alexandrina desarrolla poco a poco una
hermosa relación con Cristo, y lo otro desaparece. Los problemas psicológicos
graves pueden ayudar a una persona a centrarse en Cristo.

—¿Cómo distingue usted una solución espiritual de un problema de otra


puramente psicológica?
—Con la experiencia se consigue un olfato para eso. Por ejemplo, el éxtasis
religioso se parece a los traumas psicológicos: en ambos casos se rompe el vínculo
entre la conciencia y el cuerpo. Pero, detrás del éxtasis, hay una experiencia de
Dios, y detrás del trauma, no la hay. En el trauma, la persona no recuerda lo que
sucedió durante el estado de trance, mientras que la persona extática se siente
extremadamente activa y despierta, aunque el cuerpo cae en una especie de
letargo.

—¿Cómo juzga usted lo que sucede durante el éxtasis? —insistí—. ¿Cómo


sabe que la experiencia viene de Dios?

—Sólo puedo decirle cómo juzgo yo esas cosas; los otros asesores son
diferentes. Yo siempre distingo entre la verdadera experiencia mística y los efectos
colaterales que produce en la fantasía y en el cuerpo. En la verdadera experiencia
mística, la presencia de la fe, de la esperanza y de la caridad se hace tan intensa
que uno cobra conciencia de ello, se siente uno impulsado a realizar actos de
adoración. El núcleo de esa experiencia no es, por tanto, una visión, sino una
percepción de Dios. Al ojo contemplativo, todo se le aparece como resplandeciente;
no ve los objetos, se siente inundado de luz. Así que las gracias místicas más
elevadas son percepciones intelectuales: de la Trinidad, de la Encarnación, de la
Resurrección. No hay imágenes en las visiones intelectuales, se dan al intelecto en
sí mismo, cuando el espíritu está purificado; y son tan elevadas que la fantasía no
puede seguir. Cuanto más participa la fantasía, tanto más baja es la experiencia.

—Entonces, ¿los visionarios no son necesariamente místicos?

—Otros asesores consideran místicos a todos los visionarios, yo no. Algunos


visionarios son místicos y algunos místicos son visionarios; pero el visionario, de
por sí, no es un místico. Los visionarios son personas que tienen preferencia por la
sugestión. Un psicópata, por ejemplo, puede ver serpientes; pero, si es una persona
religiosa o, simplemente, vive en una atmósfera religiosa, es posible que, en vez de
serpientes, vea santos. El hecho de que vea a Cristo o a la Virgen o a cualquier otro
personaje sagrado no convierte al visionario en un santo.

—Pero ¿cómo distingue usted las visiones místicas de las meramente


patológicas?

—Mi regla es que las gracias que se dan al cuerpo y a la fantasía son las
gracias que se dan primero al espíritu. En un místico genuino puede haber
resonancias en la fantasía y en el cuerpo, tales como los estigmas. Si un místico
recibe la gracia especial de la transformación total en Cristo crucificado —como san
Francisco de Asís, por ejemplo—, esa gracia se refleja a través de la fantasía en el
cuerpo.

—¿A través de la fantasía?

—Sí. Sabemos que los místicos que tienen estigmas copian los crucifijos que
ellos ven. Si en el crucifijo las heridas están en un sitio equivocado, así aparecerán
en el cuerpo. De modo semejante, si han visto a la Virgen María vestida de rosa y
azul, como la representan las estatuas de Cataluña, en vez del habitual azul y
blanco, así se les aparecerá en las visiones.

—Entonces, entiendo que usted no considera que las visiones y los estigmas
sean pruebas de experiencias sobrenaturales. ¿Es eso lo que quiere decir?

—La Iglesia no se pronuncia jamás sobre la autenticidad de la experiencia


mística, sabe que es un terreno arenoso. La Iglesia nos pide sólo que determinemos
si las experiencias tienen aspecto de ser auténticas; o bien, si los fenómenos
plantean interrogantes acerca de la salud psíquica del individuo. Los asesores no
emitimos el juicio definitivo sobre la calidad de las virtudes heroicas, de la
persona. Y a la Iglesia solamente le interesan las virtudes.

En el momento en que escribo estas líneas, la causa de Alexandria da Costa


sigue aún en proceso. El postulador está preparando su vita y prevé que tardará
varios años en completarla.\'7b180\'7d Hasta entonces habrán transcurrido más
de cuatro décadas de la muerte de Alexandrina. Probablemente, su «reputación de
santidad» permanece aún intacta. Lo que me impresionó, sin embargo, fue la
enorme discrepancia entre la percepción popular de Alexandrina, como
participante privilegiada en la pasión de Cristo, y la opinión moderada del asesor
Lozano, para quien Alexandrina fue una mujer aquejada de desequilibrios
psíquicos que se curó gracias al amor de Cristo. ¿Cuál de las dos imágenes
presentará el papa, me pregunté, en el caso de que los hacedores de santos decidan
que Alexandrina merece la canonización? ¿La de la enferma que fue curada, o la de
la mística?

En una palabra: ¿cuál es la verdad de la fe cristiana que, se supone,


expresará su elevación a la santidad?

LAS VISIONES DE

ANA CATALINA EMMERICH


Los mismos interrogantes me condujeron a estudiar la causa de otra mujer,
cuya reputación de mística es mucho más antigua y más difundida que la de
Alexandrina da Costa. Ana Catalina Emmerich (1771824), conocida en su tiempo
como «la vidente de Dülmen», fue una de las visionarias más ampliamente
discutidas del siglo XIX. De origen pobre, nació en la aldea de Flamsche, en
Westfalia; era una niña enfermiza que, desde muy temprana edad, experimentó
frecuentes visiones y mensajes de su ángel de la guarda, de Jesucristo y de la
Virgen. Las visiones continuaron cuando entró, en 1802, en el convento agustino de
Dülmen, pero parece que las otras monjas no las tomaron en serio. En 1811, el
convento fue secularizado por el Gobierno anticatólico de Jerónimo Bonaparte, rey
de Westfalia. Catalina, que por entonces ya raras veces se levantaba de la cama, fue
asignada como caso de caridad a un cura francés emigrado. Un año más tarde,
comenzó a sangrar de un anillo de diminutas heridas en torno de la cabeza, y poco
a poco, le aparecieron los estigmas en las manos, en los pies y en el costado, así
como una misteriosa doble cruz de unos 25 milímetros de ancho en el esternón.

La noticia de los estigmas causó considerable excitación entre los piadosos


habitantes de Dülmen. Algunos vieron en ella la refutación viviente del
racionalismo que predominaba en Francia y en gran parte de Alemania. Otros
sospechaban que se trataba de un fraude. Finalmente, la controversia condujo a
una serie de investigaciones formales. La primera, llevada a cabo por las
autoridades eclesiásticas, dio por resultado un informe cauteloso en el cual ni se
afirmaba ni se negaba el carácter sobrenatural de los estigmas. La segunda, que
duró del 7 al 28 de agosto de 1818, la realizó una comisión civil, compuesta en su
mayoría por médicos y científicos protestantes y agnósticos. Catalina fue
trasladada a otra casa y sometida a numerosas pruebas dolorosas y embarazosas.
Al concluir, la comisión declaró que no había hallado prueba alguna de fraude. En
suma, los médicos no sabían explicar las heridas y los eclesiásticos vacilaban
prudentemente en hablar de un milagro.

Aunque los estigmas cesaron de sangrar regularmente, los éxtasis y las


visiones de Catalina continuaron. Desde la cama predecía cosas que provocaban el
asombro de sus frecuentes visitas. También se la puso a prueba numerosas veces
para ver si sabia distinguir las reliquias auténticas de las falsas; en una ocasión, por
ejemplo, discernió «correctamente» que unos mechones de cabello, guardados en
un relicario traído de Colonia, pertenecían realmente a la Virgen María. Además,
fue atestiguado de modo fidedigno por cuantos la conocieron que, durante los
últimos diez años de su vida, Catalina se abstuvo de ingerir alimentos sólidos —
incluso una cucharada de sopa le provocaba náuseas— y se nutría únicamente con
agua y con la eucaristía. Tras su muerte, el cuerpo no se tornó rígido durante los
tres días previos al entierro y, al ser exhumado seis semanas después para
comprobar que los devotos no lo habían robado, se halló libre de corrupción y de
hedor.

Hasta aquí, la vida de Ana Catalina Emmerich difiere poco de la de muchas


otras mujeres estigmatizadas que eran pobres, iletradas, enfermas y que pasaron
gran parte de su tiempo en éxtasis. El esquema nos es familiar, salvo en un aspecto
importante: durante sus trances extáticos, Catalina viajaba hacia atrás en el tiempo
y se convertía en contemporánea de Jesucristo, de la Virgen María y de otros
personajes bíblicos. Más precisamente, afirmaba presenciar la vida y la pasión de
Jesucristo como observadora participante, completando algunos detalles que no
registra la Sagrada Escritura.

Ninguna de esas visiones habría llegado, sin embargo, al público de no


haber sido por Clemens Brentano (1778-1842), poeta romántico alemán, cuya
colección pionera de canciones y poemas medievales El cuerno encantado del niño le
granjeó los elogios de Goethe, de Longfellow y de Heine. Menos éxito tuvo en su
vida privada: dos veces casado, se alejó de la religión católica en su juventud y
regresó a la misma tras verse rechazado por una mujer protestante, Louise Hensel,
quien le instó a reformar su vida y volver a la Iglesia católica. En 1818, siguiendo
una sugerencia del profesor Johann Michael Sailer, posterior obispo de Ratisbona y
en su día el personaje eclesiástico más importante de la Alemania católica,
Brentano se dirigió a Dülmen para visitar a la célebre estigmática. Catalina lo
reconoció inmediatamente como el personaje prometido por Dios —«el Peregrino»,
lo llamaba ella— que transcribiría las revelaciones que ella recibía. Durante los
cinco años siguientes hasta la muerte de Catalina,

Brentano permaneció sentado al lado de su cama, apuntando en hojas


sueltas las palabras que Catalina pronunciaba durante sus transportes extáticos.

En 1833, a los nueve años de la muerte de Catalina, Brentano publicó La


Pasión dolorosa de Nuestro Señor Jesucristo según las meditaciones de Ana Catalina
Emmerich, libro en el que narra con minucioso detalle los acontecimientos que se
desarrollaron desde la Última Cena hasta la Resurrección, tal como Catalina los
contemplaba en sus visiones. En un ensayo introductorio sobre la vida de Catalina,
Brentano escribe que, a pesar de no haber leído nunca la Biblia, «su característica
distintiva y privilegio especial fue un conocimiento intuitivo de la historia del
Antiguo y del Nuevo Testamento, de la Sagrada Familia y de todos los santos a
quienes había contemplado en el espíritu»\'7b181\'7d. En otras palabras, Brentano
presentaba a Catalina como una mística cuyo conocimiento de la pasión y muerte
de Cristo le había sido infundido directamente por el Espíritu Santo para
edificación de los creyentes. Y, aunque inserta, siguiendo la sugerencia de un
obispo, una cláusula de salvedad en la que desmiente toda «pretensión» de tomar
por «históricas»\'7b182\'7d las meditaciones de Catalina, es evidente en el texto
que lo que se espera del lector es que las considere auténticas revelaciones de lo
que sucedió verdaderamente.

El texto seduce tanto por su calidad literaria como por la riqueza de detalles
desconocidos en los autores de los cuatro Evangelios. Por ejemplo, en un pasaje
típico, Catalina revela el efecto espiritual que causó Jesucristo en la mujer del
procurador romano Poncio Pilato:

Al mismo tiempo que Pilato estaba dictando la inicua sentencia, vi a su


mujer, Claudia Proeles, devolverle la prenda que él le había dado y, por la noche,
abandonó el palacio y se unió a los amigos de Nuestro Señor, que la escondieron
en una bodega subterránea de la casa de Lázaro en Jerusalén. Ese mismo día vi
más tarde a un amigo de Nuestro Señor grabar las palabras ludex iniustus y el
nombre de Claudia Proeles en una piedra de aspecto verdoso que se hallaba detrás
de la terraza llamada Gabbatha. Dicha piedra se encuentra aún en el fundamento
de una iglesia o casa de Jerusalén, construida en el lugar que antiguamente se
llamaba Gabbatha. Claudia Proeles se hizo cristiana, siguió a san Pablo y se
convirtió en su amiga\'7b183\'7d».

De la primera edición alemana de La Pasión dolorosa se vendieron unos


cuatro mil ejemplares, y la siguieron otras veintinueve ediciones. El libro ha sido
traducido al inglés, al francés, al español y al italiano y todavía hoy se vende en
librerías católicas de Europa y de Estados Unidos. Pero La Pasión dolorosa contiene
sólo una parte de las revelaciones de Catalina; de las notas de Brentano se
desprende que proyectaba editar toda una serie de libros basados en las visiones
de Catalina. En 1852, a los diez años de la muerte del poeta, sus albaceas literarios
publicaron su incompleta Vida de la Virgen Santísima, que ofrece abundantes
detalles sobre el nacimiento de Cristo y sobre los últimos días de la Virgen, como,
por ejemplo, la identificación de la casa en donde murió y la revelación de que su
cuerpo permaneció tres días en la tumba antes de ser ascendido a los cielos.

Y aún hubo más. De 1858 a 1860, un redentorista alemán, el padre C. E.


Schmoger, publicó La vida humilde y amargas pasiones de Nuestro Señor Jesucristo y Su
Santísima Madre, con los misterios del Antiguo Testamento, según las visiones de Ana
Catalina Emmerich anotadas en el diario de Clemens Brentano, en cuatro volúmenes de
dos mil ciento cuatro páginas en total. Esa versión, muy difundida, de las visiones
comienza con la caída de los ángeles del Paraíso y continúa narrando la caída de
Adán y Eva, la vida de Abraham, la de Isaac y la de Jacob, antes de llegar a la vida
de Cristo. El lector de esos volúmenes aprende que Jesucristo hizo un viaje de tres
semanas a Chipre con un grupo de colonos judíos y otro, hasta entonces
desconocido, al país de los Reyes Magos que aparecieron en su nacimiento; y
también llega a saber que Judas era hijo ilegítimo de una bailarina y que la pareja,
en cuyas bodas de Caná Jesucristo realizó su primer milagro público, hizo
inmediatamente votos de castidad vitalicia.

Schmoger publicó además una biografía de Catalina en dos volúmenes, con


revelaciones todavía más sorprendentes. Catalina describe, por ejemplo, el día de
su bautismo —el mismo día en que nació— y afirma que era «plenamente
consciente de todo cuanto pasaba a mi alrededor»\'7b184\'7d. En una biografía
posterior, escrita por el padre Thomas Wegener, el postulador alemán de su causa,
y publicada en 1898, hallamos una elaboración ulterior de tan notable aserto: «En
su bautismo —escribe Wegener, sin el menor asomo de escepticismo—, tuvo la
plena prueba de la presencia de Dios en el Santísimo Sacramento, vio a su ángel de
la guarda y a sus santas patronas, santa Ana y santa Catalina, que asistían a la
ceremonia.»\'7b185\'7d

Considerada en su contexto histórico, la publicación de las visiones de Ana


Catalina Emmerich brindaba a los católicos devotos un arma poderosa contra el
racionalismo y el antisobrenaturalismo de la Aufklärung (Ilustración). Era la época
de las desmitificadoras «Vidas de Jesús» de David Friedrich Strauss y Bruno Bauer.
A los ojos de muchos católicos, las reconstrucciones eruditas de la vida de
Jesucristo realizadas por los escépticos no podían competir con las verdades
reveladas por vía sobrenatural a la humilde estigmática de Dülmen; y, lo que es
más, los lectores que visitaban Tierra Santa con sus libros en la mano se
maravillaban de la precisión con que describía la geografía de Palestina y los
rituales de los antiguos hebreos. El poeta y jesuita Victoriano Gerard Manley
Hopkins lloraba cuando en el retiro espiritual se leía en voz alta el relato de
Emmerich sobre la pasión de Cristo; en el siglo siguiente, prominentes conversos al
catolicismo, como los poetas franceses Paul Claudel y Raissa Maritain,
proclamaron el poder de la visionaria para conmover los espíritus, e incluso,
Albert Schweitzer menciona favorablemente la vida de Cristo, revelada a Catalina,
en su monumental volumen En busca del Jesús histórico\'7b186\'7d. Un siglo
después de la muerte de Catalina, un miembro de la ilustre Académie Française,
Georges Goyau, recordó la colaboración entre la visionaria y el poeta y bendijo a
ambos por haber «aportado una nueva fuente de sustento a la curiosidad piadosa
de las almas creyentes»\'7b187\'7d.
De no ser por la infatigable devoción del padre Schmoger, resultaría difícil
hoy apreciar la seriedad con que los eclesiásticos cultos aceptaron la autenticidad
de las visiones de Ana Catalina... y de su santidad. En la cuarta edición alemana de
las voluminosas visiones, Schmoger incluye un tratado de doscientas cuarenta y
dos páginas sobre las enseñanzas de la Iglesia con respecto a las revelaciones
privadas y su aplicación a Ana Catalina Emmerich. Dicho escrito es, de hecho, un
alegato en favor de la «autenticidad» y del «carácter sobrenatural» de las visiones
de Emmerich, así como una prolija defensa de su santidad.

En Roma, sin embargo, las visiones de Ana Catalina Emmerich no fueron


tan bien recibidas. Para empezar, la Iglesia nunca ha visto con mucho agrado las
revelaciones privadas, y menos aún aquellas que pretenden suministrar
informaciones que se les escaparon a los inspirados autores de los cuatro
Evangelios. Estaba además la cuestión de cuánto, en las visiones publicadas, debía
atribuirse a Catalina y cuánto al trabajo de Brentano. El 22 de noviembre de 1928,
el Santo Oficio emitió un decreto poco común por el que se declaraba suspendida
la causa de beatificación y canonización de Emmerich. Algunos de los asesores la
consideraban hereje; a otros les preocupaba simplemente que sus relatos en
primera persona sobre la vida y muerte de Cristo pudieran inducir a error a los
creyentes. Se les permitió, sin embargo, a los promotores de la causa reexaminar la
documentación y los testimonios reunidos, en vistas a una revisión del caso.

En Alemania, los expertos pusieron manos a la obra. Descubrieron que


Brentano había dejado cerca de veinte mil páginas de notas sobre Ana Catalina
Emmerich, de las cuales sólo una ínfima parte podían atribuirse con seguridad a la
mística misma. En su biblioteca se encontraron mapas y libros de viajes de Tierra
Santa que explicaban la exactitud geográfica de las visiones publicadas. Y, lo que es
más importante, era evidente que Brentano había completado las visiones con
materiales tomados del Evangelio de Santiago y de otros textos apócrifos. Los
relativamente pocos fragmentos que podían identificarse con seguridad como
palabras textuales de Catalina a Brentano parecían bastante ortodoxos.

Basándose en esa información, el papa Pablo VI levantó el 18 de mayo de


1973 la suspensión de la causa de Catalina. Seis años más tarde, la Conferencia
Episcopal de Alemania solicitó formalmente la reapertura del proceso. Se celebró
una reunión en Roma, en la que varios expertos declararon que sería imposible
discernir de las elaboraciones de Brentano las visiones auténticas de Catalina. Fue
decisivo el argumento del padre Gumpel y de otros, que propusieron hacer caso
omiso de los volúmenes visionarios sobre la vida y muerte de Cristo al juzgar la
santidad de Ana Catalina Emmerich; éste era el cambio que los promotores de la
causa habían esperado. Liberados del estorbo de las visiones elaboradas, podían
pasar a preparar una positio que se centraba estrictamente en las pruebas de las
virtudes heroicas de la mística. Con el respaldo de los agustinos y de la jerarquía
alemana, la causa fue canónicamente introducida en 1981, designándose como
relator al padre Eszer.

En la primavera de 1989, la rehabilitación de Ana Catalina Emmerich se


encontraba en pleno curso. La positio original era «muy desordenada», según decía
Eszer, y un colaborador suyo, historiador y sacerdote alemán, estaba preparando
otra nueva. Respecto a la extraordinaria capacidad de Ana Catalina Emmerich para
sobrevivir durante diez años sin ingerir alimentos sólidos, Eszer se mostraba
convencido de que las historias acerca de su inedia eran verídicas. «Podemos decir
que vivió exclusivamente de la Santa Comunión, más o menos durante la última
década de su vida, porque los informes demuestran que todas aquéllas monjas y
todos aquellos doctores anticatólicos tuvieron que aceptar el hecho de que
realmente no podía comer.» También le causó impresión la capacidad de Catalina
para distinguir las reliquias auténticas de las falsas; si se trataba de un don
sobrenatural o meramente psíquico, era, en su opinión, irrelevante: «Es una señal
de que ella era prudente y de que su deseo era buscar solamente la verdad.» En
cuanto a los estigmas, bastaba demostrar que Catalina sufría mucho y que aceptó
el sufrimiento humilde y «cristianamente».

—¿Pero qué sucede con su reputación de santidad? “le pregunté—. ¿Acaso


no se debe a la publicación de sus visiones? ¿No fue ésa la razón principal para
reconocerla como santa?

—Fue la razón principal para reconocerla como mística —me corrigió Eszer
—. Su reputación de santidad se basa en otras cosas. Gracias a ella, en Westfalia se
convirtieron a la Iglesia muchas personas; entre ellas, Louise Hensel, que fundó
luego varios conventos de monjas.

La «vidente de Dülmen» es, por tanto, una probable candidata a la


beatificación porque, más de un siglo y medio después de su muerte, los obispos
alemanes y algunos miembros de la orden agustina a la que ella perteneció
continúan apoyando su causa. Sus virtudes heroicas están todavía por demostrar.
En el caso de que su causa tenga éxito, se supone que su importancia no se medirá
por los millones de lectores que aceptaron las visiones falseadas por Brentano
como verdad revelada ni por la lista de obispos e intelectuales católicos que en su
tiempo la consideraron una mística inspirada, sino por los efectos saludables que
ejerció sobre un círculo relativamente reducido de devotos. Los piadosos, sin
embargo, la venerarán sin duda como una mística que llevó los estigmas, que
habló con personajes celestiales y que fue capaz de sobrevivir milagrosamente sin
comer durante más de doce años.
PADRE PÍO

Y LOS SUFRIMIENTOS DE UN MÍSTICO

La causa de padre Pío es, a todas luces, la causa mística más importante que
se ha presentado a la congregación en los dos últimos siglos. Hasta donde alcanzan
los conocimientos de los historiadores, fue el primer sacerdote católico que llevó
las heridas de Cristo y, con toda probabilidad, el estigmatista masculino más
famoso desde san Francisco de Asís. Pero, si Francisco llevé los estigmas —
solamente durante los dos últimos años de su vida, padre Pío los soportó por más
de medio siglo. Esas heridas unidas a los numerosos testimonios de sus dones de
profecía, clarividencia espiritual, visiones, bilocaciones y curaciones milagrosas, lo
convirtieron en una celebridad internacional.

En el apogeo de su fama, padre Pío recibía diariamente unas seiscientas


cartas de todas las partes del mundo y, aún hoy, a los veinte años de su muerte,
sigue siendo objeto de un culto superado en número únicamente por quienes se
concentran en los santuarios de la Virgen María; e igualmente importante, desde el
punto de vista de la congregación, es que la causa se halla refrendada por cartas
postulatorias de nada menos que ocho cardenales, treinta y un arzobispos y setenta
y dos obispos. Me pareció que se trataba de una causa en la que los fenómenos
místicos no pueden tratarse como meros incidentes secundarios con relación a las
virtudes heroicas del candidato. al fin y al cabo, ¿quién habría rezado a padre Pío
—o concebido su vida como «corredentora» con Cristo, que es lo que hacen
algunos de sus cofrades\'7b188\'7d— si no hubiera impresionado a los creyentes
con sus dones milagrosos?

Como es fácil imaginar, los capuchinos comenzaron de manera informal a


reunir datos sobre su célebre hermano el año siguiente de su muerte en 1968. Pero
entonces sucedió algo misterioso: alguien de Roma decretó, seguramente con la
autorización del papa Pablo VI, que el proceso local de padre Pío no se podía abrir.
Los capuchinos no me quisieron decir quién dio la orden, aunque confirmaron que
permaneció vigente hasta 1982, cuando los funcionarios de la congregación
discutieron el asunto y, a sus instancias, Juan Pablo II permitió al arzobispo de
Manfredonia iniciar el proceso local.

Tampoco quisieron decirme los frailes por qué Roma actuó como lo hizo;
pero hay, por supuesto, especulaciones considerables. Algunos miembros de la
congregación suponen que la suspensión del proceso estuvo relacionada con
ciertos escándalos financieros que rodearon a los capuchinos en la década de los
cincuenta y con un conflicto, vinculado a dichos escándalos, en tomo a la Casa de
Amparo de los Sufrientes, un hospital moderno que padre Pío hizo construir en
gran parte con las donaciones que recibía de los devotos. A fin de ayudar a pagar
las deudas que la orden contrajo por invertir dinero con un banquero sin
escrúpulos, la Santa Sede trató de obtener el control financiero del hospital, medida
contra la cual los seguidores de padre Pío llevaron su protesta hasta las Naciones
Unidas. Dado que algunos obispos involucrados en esos asuntos siguen aún vivos
—y, posiblemente, sean culpables de avaricia ellos mismos—, se pensó que Roma
esperaba poder proteger su reputación al postergar la investigación de las
actividades de padre Pío hasta después de la muerte de los obispos.

Otra conjetura es la de que los funcionarios del Vaticano quieren desalentar


las expectativas de una canonización rápida e impedir, de paso, que los capuchinos
u otras personas vinculadas a las empresas de padre Pío saquen beneficios
económicos del éxito de la causa. Una razón que me parece más verosímil es que a
Pablo VI y a otras personalidades de Roma les preocupaba el desmesurado culto
de que se hacía objeto a padre Pío, y esperaban calmar el entusiasmo si ponían
cierta distancia entre su muerte y el inicio del proceso.

Sean cuales sean las razones, hacía falta tiempo para distinguir entre padre
Pío taumaturgo y Francesco Forgione, el heroicamente virtuoso siervo de Dios. Y si
realmente es cierto que los estigmas y cosas por el estilo no pueden considerarse
pruebas de santidad, había que esperar también a que su reputación de santidad
madurase conforme a unas pautas más aceptables. Con ese fin, los capuchinos han
publicado varios volúmenes de sus cartas, y en 1972, celebraron un congreso
dedicado a «La espiritualidad de padre Pío».

En todo caso, está claro que el famoso fraile tuvo que sufrir algo más que las
heridas en su cuerpo o los golpes que le asestó el diablo. Hubo, por ejemplo, un
período de su vida en que los funcionarios del Vaticano sospechaban que los
estigmas de padre Pío se los había infligido él mismo. En otros momentos, los
rechazaban como productos de autosugestión psicológica, causados por la
insistente concentración del fraile en la pasión de Cristo; a lo cual, padre Pío solía
responder: «Salgan al campo y miren muy de cerca un toro. Concéntrense en él
todo lo que puedan, y comprueben si le crecen cuernos.»\'7b189\'7d

La fama le acarreó la hostilidad y los celos de los clérigos de la parroquia


local e, incluso, del arzobispo de Manfredonia, Pasquale Gagliardi, quien lo
denunció ante el Santo Oficio. Se le prohibió repetidamente oficiar la misa, salvo en
privado, y hablar con mujeres: a la edad de setenta y tres años, se llegó a sospechar
que se aprovechaba sexualmente de las penitentes de sexo femenino. Un cofrade
suyo, el padre Emilio, llegó al extremo de instalarle un micrófono en el
confesionario\'7b190\'7d, con la esperanza de rebatir tales acusaciones, pero
violando así el sacrosanto secreto de la confesión.

En fecha tan tardía como 1960, tan sólo ocho años antes de su muerte, el
Santo Oficio sometió a severas restricciones sus contactos con el público, a fin de
poner coto a lo que el prefecto de la congregación, el cardenal Alfredo Ottaviani,
consideraba «actos que tienen el carácter de un culto hacia la persona del
padre»\'7b191\'7d. Ottaviani, defensor conservador de la ortodoxia católica, no
era el único de esa opinión. Ese mismo año, Albino Luciani, obispo de Vittorio
Veneto y, posteriormente, papa Juan Pablo I, descalificó el ministerio de padre Pío
como «una golosina indigerible» que respondía a un «anhelo de cosas
sobrenaturales e insólitas»\'7b192\'7d. Luciani hablaba en nombre de muchos
obispos y sacerdotes al argumentar que los creyentes necesitan la misa, los
sacramentos y el catequismo, «sólido pan que los alimenta; no chocolates, pasteles
y dulces que los abruman y engañan».

¿Cuál es la verdad sobre padre Pío? —Hay muchas cosas acerca de padre
Pío que todavía se mantienen en secreto —se me informó.

Quien dijo esto fue Paolo Rossi, un fraile italiano que desempeña desde 1980
el cargo de postulador general de los capuchinos. A pesar de las reticencias que
muestra casi todo el mundo en Roma, en lo tocante a la causa de padre Pío, Rossi
tuvo la amabilidad de recibirme en la sede de los capuchinos. Aunque la causa
estaba técnicamente todavía en manos del arzobispo de Manfredonia, el barbado
fraile se mostró dispuesto a contarme cuanto podía.

De las cerca de doscientas causas que llevaba, Rossi admitió que la de padre
Pío era probablemente la más difícil; pero —se apresuró a agregar— no sólo por
los fenómenos místicos. En cuanto a los estigmas, Rossi confiaba en que los
asesores de la congregación confirmarían lo que numerosos médicos atestiguaron
ya en vida del padre, a saber, que las heridas no se las había causado él mismo.

—Poca gente sabe —añadió— que, unos meses antes de su muerte, los
estigmas desaparecieron. Para el entierro, los frailes le cubrieron las manos y los
pies, porque, de otro modo, la gente habría preguntado por qué las heridas no eran
ya visibles. Ni siquiera tenía cicatrices en el cuerpo.

—¿Qué significado ve usted en eso?


—Sólo éste: si él mismo se hubiese provocado los estigmas, las heridas
habrían tardado mucho en curarse y hubieran dejado cicatrices. Pero le había
llegado la hora, los estigmas ya no le hacían falta y desaparecieron. Es el principio
de san Pablo: los dones del Espíritu Santo se otorgan en beneficio de los demás. Lo
mismo vale decir de sus otros dones místicos. Mucha gente ha atestiguado que
padre Pío era capaz de leer los pensamientos de otros, sobre todo en la confesión,
cuando él les veía en la mente lo que venían a confesar. La bilocación era también
un don para la gente, de modo que, por esas manifestaciones, otros pudieran
reconocer la presencia de lo divino y cambiar sus vidas.

—Entonces, ¿usted cree que esos dones le fueron concedidos por Dios?

—Sí, pero recuerde que no es eso lo que está buscando la Iglesia. Primero,
debemos comprobar sus virtudes heroicas y, luego, podremos verificar si sus
dones provenían de una causa superior.

—¿Y ve usted algo en la biografía de padre Pío que pueda sugerir que no
llevó una vida heroicamente virtuosa?

El padre Rossi calló unos instantes, considerando su respuesta. Yo sabía que,


en la familia mundial de los capuchinos, había considerables diferencias de
opinión acerca del sentido y la conveniencia de la causa de padre Pío. Los frailes
de San Giovanni Rotondo, y en especial aquellos que lo conocieron personalmente,
lo veneran ya como santo. También la gente de la región lo considera un santo
propio, el último en una larga tradición italiana de «santos locales», que incluye a
Francisco de Asís, a Margarita de Cortona y a centenares de místicos locales y de
patronos espirituales menos conocidos. Pero hay muchos otros capuchinos,
especialmente en Estados Unidos, que consideran a padre Pío un personaje de la
«vieja» cultura de la Iglesia, la que identifica la santidad con lo sobrenatural y no
con las buenas obras y la protesta política. Muchos de esos capuchinos ven la causa
de padre Pío con indiferencia y aun hostilidad, debido precisamente a sus dones
místicos. Como postulador general de la orden, Rossi no podía tomar partido.
Comprendí su posición.

—Bueno, padre Pío era un hombre de genio áspero —respondió finalmente


—. Aunque no creo que fuese algo que creara él mismo, le venía de sus orígenes
campesinos. En el pasado, supongo que un defecto como ése habría bastado para
parar la causa; pero, hoy en día, cuando descubren a algún candidato un defecto
de carácter, más bien lo estudian con mayor profundidad en vez de rechazarlo.
Tratan de demostrar que el siervo de Dios logró superar sus defectos o, por lo
menos, que trabajó con ellos sin superarlos necesariamente.

—¿Cómo piensa usted demostrar sus virtudes heroicas?

En lugar de contestarme directamente, me invitó a entrar en otra habitación


en donde se alineaban las positiones de varias causas. Entre ellas había cinco
volúmenes de cartas de padre Pío, más catorce volúmenes adicionales relativos a
su vida. Estaban incluidos los documentos preparados en 1982 por dos teólogos
capuchinos para obtener el levantamiento de la suspensión de la causa. Rossi pasó
la mano sobre los lomos.

—No se podrá dar la imagen completa de su vida hasta que no esté escrita la
positio —dijo—, y eso tardará años. Hay muchas cosas que la gente no entiende ni
puede entender porque no ha visto la documentación que tenemos nosotros. Pero
una cosa le puedo decir: la gente entendería mejor las virtudes del hombre si
supiera con qué hostilidad era tratado por la Iglesia e, incluso, por su propia
familia de frailes. Estoy intentando encontrar la fuente de esa hostilidad. Debemos
descubrir cuál fue su actitud y su conducta en medio de todo eso.

—Supongo que se refiere a aquel período en que se le prohibió celebrar misa


en público y escuchar confesiones.

—Sí, aquello fue un castigo muy severo. A la orden misma se le mandó


comportarse con él de una determinada manera. Así que la hostilidad trascendió
hasta al Santo Oficio (la ahora llamada Congregación para la Doctrina de la Fe) y a
la Secretaría de Estado del Vaticano. Se dieron falsas informaciones a las
autoridades de la Iglesia y éstas actuaron en consecuencia. Al final, la positio
explicará qué se decía de él y cuál fue su respuesta. Eso demostrará su virtud.

Una vez más se me decía que la experiencia mística no tenía importancia


alguna para comprobar la santidad. Aunque hubiese luchado con el diablo y
hablado con los ángeles, padre Pío, el estigmatizado, sería juzgado por su
respuesta ante pruebas más terrenales, infligidas, en ese caso, por sus propios
hermanos de la Iglesia. Una vez más me impresionó la enorme discrepancia entre
la imagen popular del místico y las exigencias del proceso de creación de santos.

Confesé mis dudas a Rossi. ¿Cómo era posible separar enteramente las
virtudes de padre Pío de sus extraordinarias pruebas espirituales?

Rossi sonrió.
—Usted debe entender que la congregación es una entidad jurídica y
burocrática que aún continúa beatificando y canonizando conforme a las pautas
establecidas por Benedicto XIV. Yo soy de los que preferirían abandonar ese
enfoque. Un procedimiento mejor sería tomar la vida de Cristo y presentar a padre
Pío en comparación, para ver cómo vivió la vida de un santo y cómo hizo revivir a
Cristo en su propia vida. Eso de las virtudes heroicas suena demasiado griego,
demasiado pagano. Necesitamos guiarnos por una teología orientada en el
Evangelio.

Rossi intuyó que todavía no me conformaba con el planteamiento.

—Venga conmigo —dijo—. Quiero mostrarle algo.

Me condujo a otra habitación, abrió la puerta y entramos en una pequeña


capilla. Las paredes, el altar, todas las superficies de la sala estaban cubiertas de
pequeños relicarios redondos, del tamaño del platito de una taza de café, y
diminutos crucifijos taraceados. Eran unos trescientos en total y cada uno contenía
cabellos o cenizas de alguno de los capuchinos que habían sido beatificados o
canonizados por la Iglesia. La capilla había sido construida en 1956, antes del II
Concilio Vaticano, por el predecesor de Rossi, el anciano padre Bernardo de Siena,
uno de los más experimentados postuladores de la Iglesia.

—Reliquias —observé—. ¿Ustedes deben guardar reliquias de los santos?

—Por ahora, ésta es la práctica. Personalmente estoy en contra; pero es una


necesidad creada por las exigencias de la gente.

Se interrumpió y, en ese instante, imaginé otra habitación parecida,


consagrada enteramente a las reliquias de padre Pío. Sabía que existía una
colección de los guantes que usaba para cubrirse las manos, manchados de su
sangre, y más que suficientes para decorar una capilla del doble de tamaño de ésta
en donde estábamos.

—En el II Concilio Vaticano —continuó Rossi— se reconoció que la devoción


hacia los santos había llegado a reemplazar la devoción a Jesucristo, el misterio
central de nuestra fe. En Italia, hoy en día se puede observar que la gente, cuando
entra en una iglesia, ya no se dirige al Santísimo Sacramento para hacer la
genuflexión, sino que se arrodilla ante la estatua de un santo. Al ver eso, se da uno
cuenta de que estamos perdiendo el concepto de quién es quién.

Aunque no lo dijo explícitamente, entendí que Rossi se refería también a la


extrema devoción de que era objeto padre Pío: las estatuas del encapuchado fraile
que se ven en una docena de países; los grupos de oración y las peregrinaciones;
las conferencias internacionales sobre la espiritualidad del padre y, por supuesto,
los millones de dólares que llegan cada año a la sede de padre Pío en San Giovanni
Rotondo. Todo eso, porque fue, ante todo, un estigmatizado, un visionario y un
taumaturgo. Del padre Rossi dependerá demostrar que, aparte de todo eso, fue
también un santo.

El místico no ocupa, por tanto, ningún lugar de privilegio entre los


hacedores de santos, a pesar de que representa la vocación más elevada y el
alcance extremo de la oración. De todos modos, la palabra no parece ya connotar la
perfección de vida interior que convierte a Teresa de Ávila o a Juan de la Cruz en
fuente perpetua de iluminación espiritual. Los hacedores de santos tienen razón: el
misticismo ha llegado a confundirse con lo milagroso. Pero esa confusión no tiene
visos de acabar mientras la Iglesia siga exigiéndoles milagros a los santos. Y los
exige. Lo que no vale nada en esta vida, todavía sigue siendo obligatorio para los
santos en la otra. En efecto, sin milagros no habría creación de santos.
6

LA CIENCIA DE LOS MILAGROS

Y LOS MILAGROS

DE LA CIENCIA

LOS MILAGROS COMO SEÑALES DIVINAS

En la cripta de los papas, situada debajo del altar de Bernini en la basílica de


San Pedro, yacen los restos mortales de Inocencio XI (1611-1689, papa desde 1676),
un papa reformador y adversario del monarca absolutista de Francia, el rey Luis
XIV. Aunque su proceso de canonización se inició en 1741, el Estado francés se
oponía a la causa en tal medida que Inocencio no fue beatificado hasta el 7 de
octubre de 1956, más de dos siglos y medio después de su muerte.
Afortunadamente, la creación de santos no tiene límite de plazos. De todos modos,
parece poco probable que Inocencio consiga obrar el milagro final, posterior a la
beatificación, que se exige para la canonización. La razón: nadie le tributa ya el
culto que produce los milagros de intercesión.

Inocencio no está solo en este estado de vida procesal. La lista de gente


beatificada por los papas, pero que carece del milagro final abarca varios
centenares de nombres; la mayoría son, como Inocencio, personajes olvidados que
ya no atraen las oraciones de quienes buscan «favores divinos». A ellos se agregan
centenares de otros venerables, cuyo ejercicio de las virtudes cristianas ha sido
juzgado heroico, pero que aún están a la espera de que el juicio de los hacedores de
santos sea confirmado por un milagro Por el contrario, el papa Juan XXIII, fallecido
en 1963, ya tiene en su haber más de veinte curaciones inexplicables atribuidas a su
intercesión, incluidas dos de las que su postulador está convencido de que
soportarán el riguroso examen del equipo de asesor médicos de la congregación.
Diríase que, a la hora de otorgar milagros confirmatorios, Dios tiene sus favoritos.

En teoría, por supuesto, Dios obra los milagros; pero, en la creación de


santos, son los creyentes quienes deben tomar a iniciativa, pidiendo Su
intervención en nombre del siervo de Dios. A los asesores médicos de la
congregación les incumba decidir si las curaciones insólitas —hoy en día, casi
todos los milagros aceptados son curaciones de enfermedades— pueden no ser
explicadas por la ciencia. En las palabras de Juan Pablo II, tales curaciones,
debidamente verificadas y reconocidas por las autoridades eclesiásticas, «son como
un sello divino que confirma la santidad de un siervo de Dios cuya intercesión ha
sido invocada, una señal de Dios que inspira y legitima el culto rendido [al
candidato] y da certeza a las enseñanzas que la vida, el testimonio y las acciones
[del candidato] encarnan»\'7b193\'7d.

Como ya decíamos, ninguna causa puede desarrollarse sin una demostrable


reputación de santidad. Esa reputación depende en parte de la existencia de
pruebas de que hay gente que reza al siervo de Dios en tiempos de necesidad y
que, en su convicción, algunas de esas oraciones son atendidas. Una función
esencial del promotor local es alentar la oración al candidato, con la esperanza de
que algunos de los divinos favores recibidos resulten ser milagros demostrables.
En el caso ideal, en el momento en que las positiones sobre la vida y las virtudes del
candidato han sido aprobadas, el postulador tiene una serie de posibles milagros
listos para ser discutidos por los asesores médicos de la congregación.

Pero no todos los postuladores tienen esa suerte. Algunos siervos de Dios
adquieren una reputación casi instantánea de obrar milagros. Santa Teresa de
Lisieux, por ejemplo, era casi desconocida fuera de su pequeño convento de
carmelitas, cerca de los Alpes franceses, cuando murió en 1897 a la edad de
veinticuatro años. Pero, en cuanto se divulgó (principalmente, a través de su libro
póstumo y muy popular Historia de un alma) la noticia de que había prometido
«dedicar mi tiempo en el Paraíso a hacer el bien en la Tierra»\'7b194\'7d, se
refirieron milagros, atribuidos a su intercesión, desde lugares tan alejados como
Alaska o Perú. Por otro lado, como hemos visto en el caso de la filósofa Edith Stein,
la falta de una tumba o de reliquias puede constituir un serio obstáculo a la
devoción popular que produce los favores divinos. En resumen, obtener milagros
en apoyo de una causa es un asunto incierto, y los postuladores de Roma no tienen
reparo en admitirlo.

Obviamente, no hay manera de saber de antemano dónde o cuándo se


producirá un milagro verificable. Hay, sin embargo, algo como una sociología de
lo milagroso. Dado que la mayoría de los santos canonizados son europeos, la
mayoría de los milagros vienen de Europa. Pero ciertas regiones de Europa
muestran una mayor productividad de milagros que otras. El sur de Italia tiene
entre los postuladores la reputación de ser un territorio especialmente fértil. Una
razón de ello es que los italianos meridionales tratan a los personajes sagrados
como a miembros de la familia: recurren a ellos con sus penas y no tienen reparo
en pedir favores divinos cuando un niño está enfermo, un matrimonio tiene
problemas o el marido bebe demasiado. Otra razón igualmente importante es que
los médicos del sur de Italia creen firmemente en las curaciones milagrosas, y es
notorio que se prestan de buena gana a colaborar en las causas.

Por el contrario, Europa Oriental es un terreno pedregoso para la cosecha de


milagros. Y no es que los católicos del este de Europa no recen a los santos, Dios lo
sabe, pidiendo milagros; antes bien, el problema es que, en Checoslovaquia, en
Albania y en otros países comunistas, los médicos se negaban —y, a veces, se les
prohibía— a colaborar con la Iglesia en la creación de santos, aunque lo más
probable es que esos obstáculos desaparecerán con la derrota del comunismo.
También algunos Gobiernos marxistas de África prohíben a los médicos certificar
pruebas de milagros. En otros países del Tercer Mundo el problema principal suele
ser la falta de asistencia médica. Como el noventa y nueve por ciento de los
milagros aceptados\'7b195\'7d son curaciones inexplicables, la Iglesia depende de
informes médicos que aseguren que la ciencia no es capaz de explicar la
recuperación del paciente.

Hay también, como he mencionado ya, una historia de lo milagroso.


Durante los primeros siglos del cristianismo y a lo largo de la Edad Media, se veían
milagros\'7b196\'7d en una amplia gama de fenómenos, lo cual suponía una
relación entre Dios, el hombre y el mundo físico muy diferente del universo de
causas y efectos cuya existencia intelectual comenzó en el siglo XVI. Per citar un
ejemplo bien documentado: en la causa de san Luis de Anjou (1274-
1297)\'7b197\'7d, el joven obispo de Toulouse, los testigos confirmaron sesenta y
seis curaciones milagrosas; entre los curados figuraban ocho personas que habían
sido sordas, mudas, ciegas; seis que tenían miembros torcidos o atrofiados; cinco
enfermos mentales, tres epilépticos y doce que, supuestamente habían resucitado
de entre los muertos.

No es simplemente que los europeos del siglo XIII fueran más crédulos que
los de ahora; también tenían una noción diferente de la realidad. Así, mientras la
Iglesia sigue exigiendo milagros como confirmación divina de la santidad de un
candidato, el tipo de pruebas requeridas ha cambiado, porque el concepto
moderno del milagro, como intervención divina en el decurso normal de los
acontecimientos, es más estrecho que la noción primitiva de lo milagroso. Huelga
decir que muchos de los supuestos milagros de siglos pasados no se aceptarían
hoy. Aun así, se ha conservado la preferencia por las curaciones; en parte, porque
muchos de los milagros de Jesucristo fueron de esa naturaleza. La principal
diferencia es que, actualmente, la «ciencia divina» de la teología depende más que
nunca de la ciencia humana de la medicina.

La ironía es evidente: sin la ciencia moderna y la tecnología médica es


prácticamente imposible comprobar un milagro; y sin milagros no hay santos
verificados. Los asesores médicos de la congregación, como veremos, se sienten
orgullosos de poder ser útiles a los hacedores de santos de la Iglesia. Pero también
descubrí que algunos de los hacedores de santos están insatisfechos con la
dependencia en que se halla la Iglesia frente a la ciencia médica a la hora de
discernir la voluntad de Dios en el proceso de verificación de la santidad. Así como
en lo milagroso hay algo más que medicina y curación de enfermedades, ellos
insisten en que debería haber más de un método para interpretar las señales
divinas de la santidad de un candidato.

LA CONSULTA MÉDICA

Desde mediados de octubre hasta mediados de julio, un equipo de cinco


médicos se reúne cada dos semanas en una sala de la congregación para examinar
dos milagros potenciales. Los equipos se reclutan entre los más de sesenta médicos
residentes en Roma que integran la Consulta Medica\'7b‡‡‡‡‡\'7d de la
congregación. A juzgar por su reputación y por sus logros profesionales, estos
médicos parecen ser unos exponentes más destacados en su especialidad de lo que
los asesores teológicos lo son en la suya. Más de la mitad de ellos son profesores o
jefes de departamento de una de las facultades de medicina de Roma; los demás
son, con pocas excepciones, directores de hospitales. En su conjunto, Consulta
Medica representa todas las especialidades de la medicina, desde la cirugía hasta
las enfermedades tropicales. Todos los miembros son italianos, varones y católicos
romanos; si bien, con todo y aun hallándonos en Italia, se me aseguró que a
ninguno de ellos se le pregunta por la regularidad de sus prácticas religiosas. Lo
que cuenta es la competencia profesional.

Una invitación a participar en la Consulta se considera, entre los médicos


católicos romanos, un honor; algo así como que a uno lo nombren miembro de los
Caballeros de Malta. A los invitados no se les dice quién los propuso como
miembros y, por regla general, los nombres de los asesores médicos no se publican
fuera del Vaticano. Por cada caso que estudia, el asesor médico cobra un honorario
fijo de quinientas mil liras (unos cuatrocientos dólares en los tipos de cambio de
1990), que es más o menos los que un médico de primera categoría en Roma le
cobra a un paciente por dos visitas. Dado que la documentación sobre un milagro
puede abarcar hasta mil quinientas páginas, lo cual requiere un mes de lecturas y
evaluaciones durante los fines de semana, su trabajo es prácticamente honorífico y,
a menudo, los asesores donan sus honorarios a la caridad.

Los médicos se declaran a su vez de acuerdo en no discutir los casos de


milagros con personas ajenas a la congregación. Se les permite escribir sobre los
mismos en revistas de medicina, pero no antes de que la causa esté concluida y el
papa haya tomado su decisión al respecto. Puesto que eso puede tardar un año o
más los asesores muy raras veces llegan a publicar algo. A pesar de estas
restricciones, encontré a varios miembros de la Consulta dispuestos a hablar de su
trabajo.

La Consulta funciona de modo muy parecido a un equipo de


reconocimiento médico. Cuando les llega un caso, las posibilidades de éxito
normalmente han sido evaluadas ya en un nivel local y a título extraoficial por uno
o por varios expertos médicos elegidos por el postulador de Roma. La típica positio
super míraculo incluye un historial médico del paciente y las declaraciones de todos
los hospitales, médicos y enfermeras que tuvieron que ver en el tratamiento del
paciente. Además están las declaraciones escritas de los testigos: el personal
médico y el paciente mismo, así como los testimonios de todos cuantos hayan
invocado al siervo de Dios. Los rayos X, las muestras de biopsia y otras pruebas
médicas son de crucial importancia y, en muchos casos, el equipo exige pruebas
adicionales antes de pronunciar su dictamen.

En cuanto al procedimiento, cada caso se presenta a dos miembros de la


Consulta, que estudian los materiales y redactan sendos informes de cuatro a cinco
páginas. Ninguno de los dos conoce la identidad del otro. Si uno de los informes o
ambos resultan positivos, se presenta el caso a otros dos médicos y al presidente de
la Consulta, y la decisión se toma por votación de los cinco miembros del equipo.
Más de la mitad de los casos son rechazados. En un año normal, por tanto,
Consulta Médica examina unos cuarenta casos; de los cuales, incluidos los que se
remiten al lugar de origen pidiendo informaciones adicionales, sólo unos quince
sobreviven al escrutinio de los médicos.

Es fácil comprender por qué. Cada asesor ha de pronunciar un dictamen


sobre el diagnóstico, el pronóstico y la conveniencia de la terapia empleada. La
curación debe ser completa y duradera y, además, tiene que resultar inexplicable
según todos los criterios científicos conocidos. Se excluyen los linfomas, los
cánceres de células renales, los de piel y los mamarios, que tienen un elevado
índice estadístico de curación natural. Lo mismo sucede con las enfermedades
mentales, ya que el concepto de curación en tales casos es difícil de definir. Al final,
en el pleno del equipo, cada médico tiene la opción entre dos votos: «natural» o
«inexplicable». La congregación prefiere la unanimidad; pero, como puede
atestiguar cualquier paciente que haya consultado a un segundo o a un tercer
médico, alcanzar un acuerdo entre cinco médicos, y aun entre cinco especialistas
diferentes, resulta excesivamente difícil; de modo que, por lo general, una mayoría
simple es suficiente para que un milagro sea aceptado como tal.

—Es un buen método, pero es muy riguroso —dice el doctor Franco de


Rosa, profesor de medicina interna en la Universidad de la República Italiana, de
Roma, y especialista en enfermedades infecciosas—. Recuerde que, cuando yo
estudio una causa, no sé qué piensan los otros. Sólo cuando nos reunimos
podemos descubrir que los otros han hecho un diagnóstico diferente; y, a veces, al
escuchar a los otros cambio de opinión.

Estamos sentados en el despacho de De Rosa, que da a la concurrida Piazza


di Risorgimento, a dos manzanas de la Ciudad del Vaticano. Hace una tarde
soleada de sábado y el resplandor de la catedral de San Pedro se refleja en las
ventanas del cuarto piso. El doctor De Rosa es un hombre delgado y de baja
estatura, asesor desde 1982. De los treinta milagros potenciales que ha estudiado
hasta ahora —él calcula un promedio de cinco por año—, la mayoría han sido
rechazados.

Insiste en que no hay dos casos iguales. En una ocasión, a un paciente se le


diagnosticó tuberculosis, y la recuperación se produjo sin antibióticos ni terapia
alguna; pero, en su informe, De Rosa argumentó que el diagnóstico estaba
equivocado y el caso fue rechazado. En otra ocasión, un paciente se recuperó de
manera inexplicable de algo que los médicos habían diagnosticado como un cáncer
de piel progresivo; al examinar muestras de tejido, De Rosa logró demostrar que la
piel no estaba carcinomatosa, sino inflamada por otra enfermedad; y, como el
paciente había sido tratado con esteroides, De Rosa llegó a la conclusión de que la
terapia ofrecía una explicación suficiente para la inesperada recuperación del
paciente.

Luego, me muestra un expediente médico que acaba de analizar.

—Aquí hay un caso —dice, mientras pasa las páginas— en que el paciente
fue despedido del hospital con una grave enfermedad del abdomen; parecía
seguro que moriría. Y, sin embargo, en su casa se curó de manera completa e
instantánea.

—En otras palabras —interrumpí—, fue un milagro.

—Eso lo decidirán los teólogos. Nuestra tarea como médicos es decidir si la


curación tiene una explicación natural o no. En este caso, encontré que no había
ninguna; pero está por ver qué dice el otro médico.

—¿No es posible que ustedes se equivoquen en su juicio como médicos?

—En general, los errores son de dos clases: o bien yo no tengo todos los
hechos en que basar mi juicio, o bien hay un error en el informe del médico que
atendió al paciente. En tales casos, se le pide al postulador que envíe más
información. Los documentos deben ser muy precisos; de otro modo, no puede
haber discusión.

—¿Usted contacta alguna vez con los médicos originales para aclarar algún
punto impreciso?

—Hace poco la congregación trajo a Roma, a expensas del postulador, a


cinco médicos de México para que contestaran a una serie de preguntas que yo
había planteado. Fue una situación insólita. Pero no los entrevisté yo
personalmente. Los asesores médicos no vemos nunca a los médicos implicados en
los casos que estamos juzgando, trabajamos exclusivamente sobre los datos.

—Cuando usted lee esos documentos, ¿se siente alguna vez impresionado
por la talla de la personalidad del venerable invocado para la curación? ¿Le
preocupa el hecho de que de su juicio puede depender la beatificación o la
canonización de esa persona?

—No, jamás. No quiero saber nada acerca del posible santo. Por lo general,
no conozco más que el nombre, que las más de las veces no me dice nada. Estudio
solamente el material técnico, y eso es todo lo que quiero ver, el resto depende de
la Iglesia. —Se levanta del escritorio y echa a caminar por la habitación—. Es un
proceso muy serio en la Iglesia, eso de la creación de santos; mucho más serio que
el proceso que usan los Estados para erigir un monumento a un conquistador que
mató a miles de personas.

Me muestro de acuerdo.

—¿Y ha tenido noticias alguna vez de un médico cuyo diagnóstico usted


encontró equivocado? ¿No tienen ellos ninguna posibilidad de defenderse de su
revisión?

—Bueno, todo lo que le puedo decir es que a mí eso no me ha pasado nunca.


Tenga en cuenta que la congregación no comunica los resultados de nuestras
deliberaciones a los médicos que trataron al paciente, suponiendo que estén vivos.
Pero, ya sabe, trabajamos con mucha precisión porque sabemos que nuestro
trabajo quedará en los archivos; y en los archivos del Vaticano no se pierde nada.

En eso no había pensado. Los médicos, obviamente, sí. Comencé a entender


que son muy conscientes de estar escribiendo no sólo para el momento, sino para
la historia. Saben que sus decisiones pueden ser cuestionadas. En realidad, muy
raras veces un equipo médico ha rechazado el juicio de otro equipo anterior; y esto,
sólo en casos en que la curación había sido rechazada inicialmente. Una vez una
curación resulta aceptada por la Iglesia como milagrosa, el asunto se considera
zanjado, no importa lo que la ciencia médica pueda descubrir después.

—¿Y no le preocupa que los milagros de hoy puedan ser los conocimientos
médicos corrientes de mañana?

—Lo que pasa es que hoy disponemos de métodos más perfeccionados para
estudiar a los pacientes. Pero usted le da demasiado crédito a la ciencia médica.
Incluso ahora no sabemos siempre por qué alguien se cura, aunque para algunas
enfermedades tenemos más medios de curación. Y, en comparación con el pasado,
tenemos medios mucho mejores para entender lo que está pasando. En lo que a mí
me concierne, en el futuro habrá siempre, como las hay ahora, ciertas curaciones
que la ciencia no sabrá explicar.

El doctor Rafaello Cortesini, un hombre que ha sido testigo de numerosos


milagros, tanto de tipo médico como religioso, es especialista en trasplantes de
corazón e hígado, intervenciones que se consideraban imposibles cuando él
comenzó a realizarlas hace dos décadas. Se graduó en 1956 en la Facultad de
Medicina de la Universidad de Roma, donde ahora es jefe de cirugía y uno de los
pocos especialistas en trasplantes de corazón que hay en el mundo. Lo que ignora
la mayoría de sus colegas médicos es que Cortesini es también, desde 1983,
presidente de Consulta Médica y, como tal, el hombre responsable de estudiar
todo milagro potencial que se le presente al equipo médico de la congregación.
Debido a su posición, el doctor Cortesini puso inicialmente reparos a mi solicitud
de entrevistarlo; pero nos encontramos finalmente en varias sesiones en su
consulta privada, situada en un suburbio de Roma, enfrente de la casa del
embajador de Estados Unidos en Italia, y en un pequeño despacho dentro del
complejo médico de la universidad. Cortesini es un italiano alto y afable que
conversa fluidamente en varios idiomas.

Como presidente, el doctor Cortesini examina cada proceso milagroso en sus


dimensiones tanto médicas como teológicas. Es él quien asigna cada caso a los
médicos, preside todos los equipos y firma las decisiones. Dice que, en cerca de la
mitad de las curaciones que se declaran inexplicables, el voto es unánime. No
sorprende que la parte más ardua de su tarea consista en emitir el voto decisivo
cuando los otros cuatro asesores se hallan divididos con igualdad de votos.

—A veces, las sesiones se prolongan durante tres o cuatro horas; otras,


necesitamos una sesión extraordinaria, cuando se tratan casos especialmente
difíciles —me explica—. Estas últimas son decisiones que no tomo nunca sin haber
rezado antes.

Puesto que la medicina no es igual en todo el mundo, preguntó: ¿por qué la


composición de Consulta Médica no es internacional?

—La medicina moderna es, efectivamente, la misma en todas partes —


contesta Cortesini—. Algunas veces, usamos ordenadores para cerciorarnos de los
últimos descubrimientos en varios campos; así, nos mantenemos al día. A través de
la congregación, estudiamos casos de Canadá, de África, dé Japón; de todas partes.
Por los documentos qué nos llegan sabemos qué está pasando en medicina en el
mundo entero y estamos en condiciones de aplicar las técnicas científicas más
recientes.

—Pero ¿qué sucede con los casos que no están relacionados con la medicina
moderna? Supongamos que tienen un caso en que se aplicó medicina popular o en
el que los informes de los hospitales no corresponden a los criterios clínicos
modernos; ¿pueden pronunciar ustedes un juicio inteligente en esas
circunstancias?

—Nosotros recibimos casos no sólo de todas las partes del mundo, sino
también de siglos pasados. Hace poco hemos estudiado uno del siglo XVII. Es
impresionante. Los médicos no disponían entonces de las avanzadas técnicas de
diagnóstico de que disponemos nosotros; pero tenían talento, y un talento mucho
mayor que los médicos de hoy para describir lo que veían. Además, aquí en la
Universidad de Roma, contamos con un gran departamento, muy importante,
dedicado a la historia de la medicina, que abarca hasta los tiempos romanos más
antiguos. Así que ya ve usted que tenemos muchos recursos para determinar cuál
era el problema.

Durante las semanas siguientes, Consulta Médica se ocupó de un caso de


África del Sur, que llegó a la congregación sin ninguna clase de documentación
científica. La curación se atribuía a un sacerdote francés, el padre Joseph Gérard,
que vivió durante sesenta años como misionero entre las tribus zulúes y basoto del
actual Lesoto. Gérard murió en 1914, y como anticipo del viaje papal a Lesoto en
1988, la congregación estaba revisando un posible milagro ocurrido en 1928. Según
la escueta positio de cuarenta páginas\'7b198\'7d, a una niña negra de seis años se
le desarrolló una costra en la cabeza, se extendió sobre los ojos y le causó ceguera;
se formaron úlceras en las cuencas de los ojos, que le colgaban de los párpados
como diminutos anillos deformes. Un misionero protestante y médico itinerante la
examinó cuatro veces y, finalmente, le dijo a la madre que la infección era
incurable. La madre, desconcertada, acudió a la iglesia católica local, donde le
dieron una reliquia de Gérard —un pedazo de tierra de su tumba— y la alentaron
a pedir su intercesión. Las hermanas misioneras comenzaron a rezar una novena a
Gérard. Al día siguiente, un sábado, el párroco le entregó a la madre otra reliquia.
Esa noche, la niña manifestó haber tenido una visión en la que un anciano
sacerdote le aseguró que se curaría. A la mañana siguiente, las costras habían
desaparecido y la niña podía ver. Lo único que quedó, según un examen médico
realizado cuarenta y ocho años después, fue una cicatriz en una córnea, indicativa
de una horadación.

Los asesores médicos no tenían nada a que atenerse, salvo las declaraciones
de los testigos; entre ellos, el pastor, quien dejó constancia escrita de lo que vio.
Además, había un examen del ojo, realizado por un oftalmólogo cuando la mujer
tenía cincuenta y cuatro años. A partir de tan escasas pruebas, parecía que la niña
había contraído una forma de impétigo; pero los asesores coincidían en que eso
solo no explicaba la perforación de la córnea. Pese a la escasez de datos médicos, el
doctor Camillo Pasquinangeli, especialista en enfermedades de los ojos, se empeñó
en estudiar el caso, y finalmente, encontró una— enfermedad llamada penthius que
correspondía a los síntomas observados y, en su opinión, podía explicar la
perforación de la córnea. Cuando se reunió el 1 de septiembre de 1987 el pleno del
equipo de cinco asesores, presidido por Cortesini, el doctor Pasquinangeli logró
convencer a los otros de la plausibilidad de su diagnóstico.

Dado ese diagnóstico y la gravedad del caso, el equipo estuvo di acuerdo en


que no había ninguna manera científica de explicar la completa e instantánea
recuperación de la vista que experimentó la niña. Al año siguiente, el papa Juan
Pablo II beatificó a Gérard ante diez mil católicos en Lesoto.

Cuando volví a visitar al doctor Cortesini, éste acababa d« salir del


quirófano y llevaba todavía la bata blanca de cirujano. Estaba de humor jovial y me
invitó a mirar varias positiones encuadernadas en rojo, que había estudiado él.
—Nos llegan de antes de la guerra, de durante y de después de la guerra —
dijo, refiriéndose a la II Guerra Mundial—. Vaya hacia atrás en la historia de la
cristiandad y ya verá, siempre ha habido milagros.

—¿No le importa que mucha gente no crea en los milagro?

—Hay un cierto escepticismo, lo sé, incluso dentro de la Iglesia católica. Yo


mismo, si no realizara este trabajo, jamás creería las cosas que leo. No se imagina
usted lo fantásticos, lo increíbles que son esos casos; y lo bien documentados que
están, Son más increíbles que las novelas históricas. La ficción científica no es nada
en comparación.

—¿Se siente alguna vez presionado cuando el papa muestra un interés


especial en un caso?

—Sí, se nota cuando se entusiasma. Normalmente es cuando quiere viajar a


alguna parte y hay prisas por completar una causa. Pero nosotros debemos ser
objetivos; y tenemos el poder de parar una causa.

Cortesini proyecta escribir un libro sobre las curaciones inexplicables que ha


estudiado y juzgado. Espero que lo haga. Él sabe que, de entre todos los
profesionales, no se espera que sean los científicos quienes crean en milagros; que
se los supone convencidos de que todo cuanto sucede tiene, en última instancia,
una explicación racional. Pero Cortesini y los otros médicos de la congregación se
hallan en una posición privilegiada: manejan continuamente unos datos que
desafían la explicación científica; pero, como médicos y científicos, trabajan en un
mundo que se basa en la aplicación rigurosa de los métodos científicos. Su
experiencia, su inteligencia y su testimonio deben ser respetados; decir que creen
en milagros porque son católicos romanos es probablemente verdad, pero también
está fuera de lugar. Afirmar que los milagros no pueden ocurrir no es más racional
—ni es menos un acto de fe— que afirmar que pueden ocurrir y ocurren
efectivamente. Todo depende de la actitud que uno tenga hacia la realidad. Se
puede creer en milagros sin creer en Dios, desde luego, aunque es difícil reconciliar
esos dos puntos de vista; y se puede creer en Dios y no en los milagros, pero
también esta posición es difícil de sostener: un Dios que no se compromete con su
creación —como el que imaginó James Joyce, retirado y cortándose las uñas— no
es el del cristianismo.

Como católico romano, no me causa ningún problema aceptar los milagros


porque creo en Dios, «el Padre», como llegó a entenderlo Jesucristo, y, por tanto, en
la gracia divina. En más de una ocasión he experimentado instantes de gracia, en
mi propia vida y en las de otros, que venían como regalos. Para creer en milagros,
hay que ser capaz de aceptar regalos, libremente dados y jamás merecidos.
Tampoco encuentro difícil suponer que tales regalos me han tocado porque
alguien —padres, hijos, esposa, amigo o enemigo— ha rezado a Dios por mí. En un
mundo de gracia, estas cosas suceden continuamente; pese a nuestra inclinación a
atribuirnos a nosotros mismos la «suerte» que hayamos tenido, «la gracia está por
doquier». Pero, si se parte del supuesto de que no hay gracia en el mundo,
entonces, los regalos no tienen sentido y, menos que nada, los regalos que vienen
por oración. Las cosas simplemente «suceden» y uno atribuye la causa al hado o al
azar, a la naturaleza o a la historia, a nuestros propios méritos o a nuestros bien
calculados planes. La «comunión de los santos», por el contrario, presupone que en
Dios estamos todos vinculados unos a otros, que damos y recibimos inesperados e
inmerecidos actos de gracia.

En el proceso de creación de santos, sin embargo, esa comunión no sólo se


presupone, sino que se utiliza para un fin específico. Las «gracias» recibidas y
atribuidas a un siervo de Dios son coleccionadas, escudriñadas, examinadas y
autentificadas como pruebas de la santidad del candidato ofrecidas por Dios
mismo. Es ese uso sistemático —y el posible abuso— de los regalos divinos lo que
traté de entender.

DOS MILAGROS «MADE IN AMERICA»

Durante los primeros seis meses del año 1987, reinaba algo más que la prisa
habitual en el tercer piso del número 10 de la Piazza di Pio XII. Estaba previsto
para septiembre el segundo viaje de Juan Pablo II a Estados Unidos; en vistas de lo
cual, consultó un año antes al cardenal Palazzini si la congregación tenía algún
siervo de Dios norteamericano al que pudiera beatificar o canonizar con motivo del
viaje. Había dos causas ya antiguas que solamente requerían de un milagro
confirmador. El tiempo escaseaba y, en los afanosos trajines que se desataron por
cumplir los deseos del papa, pude observar cómo la congregados trabaja bajo la
presión de un plazo fijado por el sumo pontífice.

El primer caso era una curación inexplicable, atribuida a la intercesión del


principal candidato a la santidad de California, fray Junípero Serra. El postulador
de Serra había presentado ya en dos ocasiones unos milagros potenciales a
Consulta Médica, las dos veces fueron rechazados. Ahora tenía un tercero, y en
vista del inminente viaje papal, Palazzini le otorgó prioridad absoluta.
Según los documentos, el milagro potencial se produjo en la primavera de
1960 en Saint Louis, y la persona afectada fue Boniface Dyrda, una monja
franciscana que tenía entonces cuarenta y cinco años. Desde el mes de octubre del
año anterior, Boniface sufría fiebres y un sarpullido cutáneo. Al principio, los
médicos pensaron que padecía un catarro y le aplicaron los tratamientos
correspondientes. Cuando su estado empeoró, se la sometió a una intervención
quirúrgica para extirparle un bazo alargado. Durante un tiempo su estado mejoró,
pero en enero del año siguiente volvieron la fiebre y el sarpullido. Reingresó en el
hospital, donde los médicos le extrajeron muestras de tejido y las enviaron a un
laboratorio de Washington para que las analizaran. Pero ni siquiera allí supo nadie
indicar la causa de la enfermedad. Tras regresar al convento, la madre Boniface
empeoró aún más bajó de peso hasta los cuarenta y dos kilos, y no podía comer
sino pequeñas cantidades de sopa. La víspera del Domingo de Ramos de 1960,
recibió los últimos sacramentos e ingresó en el hospital. El médico que la atendió le
dijo que no veía ninguna esperanza de recuperación. Aun sin saber qué era lo que
tenía, la enfermedad le estaba amenazando los riñones; a menos que se produjera
un milagro, no se esperaba que saliese del hospital con vida.

Ante la perspectiva de la muerte inminente de la religiosa, el capellán del


convento sugirió que las hermanas comenzasen a rezar una novena al padre Serra;
el capellán, Marion Habig, era un sacerdote franciscano de California y afecto a la
causa de Serra. El Viernes Santo, exactamente una semana después de su ingreso,
Boniface se sintió mejor de repente. Por primera vez desde hacía semanas, pidió
comida y, un mes después, fue dada de alta del hospital y la misteriosa
enfermedad nunca volvió a aparecer.

¿Fue un milagro? Para los miembros de Consulta Médica, el mayor


problema estaba en que ni los médicos que la trataron ni los analistas de
Washington lograron ponerse de acuerdo sobre el diagnóstico. Pero, sin una clara
comprensión de lo que amenazó la vida de la religiosa, al equipo médico de la
congregación le resultaría difícil estar seguro de que la recuperación fue
inexplicable. Además, el hecho de que la paciente seguía viva complicaba todavía
más el caso: en teoría, aún era posible que sufriera una recaída, aunque no se
hubiera producido durante veintisiete años.

En un insólito esfuerzo por aclarar el misterio, los asesores médicos pidieron


que la madre Boniface se trasladase a Roma para examinarla
personalmente\'7b199\'7d. Los dos miembros primitivos de Consulta Médica a
quienes se asignó el estudio del caso, los doctores De Rosa y Vincenzo Giulio
Bilotta, así como el presidente del equipo, la examinaron durante tres días y la
interrogaron personalmente acerca de los síntomas y las circunstancias de su
recuperación. También la sometieron a varias pruebas médicas. Por la descripción
de los síntomas, parecía posible que padeciera el lupus erythematosus, enfermedad
crónica de los tejidos conectivos que todavía no tiene curación, causa conocida ni
indicador diagnóstico individual. Otros síntomas sugerían que no era eso. Los
asesores médicos querían estar seguros.

Normalmente, los médicos tardan sólo de seis a ocho semanas en llegar a


una conclusión; pero, en esta ocasión, las deliberaciones se prolongaron durante
más de seis meses. Mientras tanto, crecía la presión que pesaba sobre la
congregación; los franciscanos de California abrigaban esperanzas de que la causa
pudiera concluir a tiempo para la visita del papa, y en los periódicos californianos
aparecieron rumores de que el veredicto era inminente. Sarno, por ser el único
norteamericano en la congregación, se vio asediado con llamadas telefónicas desde
Estados Unidos.

—Nos estamos matando para sacar adelante el milagro de Serra —me confió
una mañana de mayo, en una breve visita que le hice para felicitarlo por su ascenso
a monseñor—, Y nos falta! tiempo, porque el milagro sobre el que estamos
trabajando es muy complicado.

—Quizá deberían intentarlo con otro —sugerí, suponiendo que el


postulador del padre Serra tenía bastantes para elegir.

—Es que se elige el que más promete —dijo, y me despidió cortésmente para
volver a su trabajo.

La positio super miraculo\'7b200\'7d final tenía cuatrocientas cuarenta y cinco


páginas, y el 17 de junio los dos primeros asesores médicos presentaron sus
informes a la congregación. Al leerla, me di cuenta de por qué las deliberaciones se
habían alargado tanto. En una decisión insólita, pero no sin precedentes, los
médicos sostuvieron que la ciencia médica no podía explicar la curación de
Boniface Dyrda, aunque ninguno de ellos sabía decir exactamente cual había sido
la enfermedad. En resumen, aprendí que los asesores médicos no necesitan llegar a
un diagnóstico claro para concluir que se ha producido una curación inexplicable.
En tales casos, el criterio decisivo es que el estado del paciente había empeorado
tanto que debería haber muerto. El hecho de que Boniface no muriese, sino que,
por el contrario, experimentó una recuperación completa y relativamente
instantánea que se mantuvo durante veintisiete años, bastaba para considerar su
curación más allá de toda causalidad natural o explicación científica. Tres semanas
después, se reunió en pleno el equipo de cinco médicos.

El segundo milagro norteamericano era insólito por otras razones. Se trataba


de una curación atribuida a la intercesión de Rose—Philippine Duchesne (1769-
1852), una monja francesa que llegó a Missouri con otras cuatro hermanas de la
Congregación del Sagrado Corazón y se convirtió en líder y pionera de la
asistencia social y la educación católicas. Su sueño era trabajar con los indios
norteamericanos, cosa que logró realizar finalmente a la edad de setenta y dos
años. Cuando murió, amplios círculos católicos la consideraban una santa. Las
Hermanas del Sagrado Corazón propugnaron su causa. Fue declarada venerable
en 1909 y, con dos curaciones milagrosas atribuidas a su intercesión, beatificada
por el papa Pío XII en 1940.

Durante los años siguientes, el postulador presentó otros dos milagros


potenciales para la canonización de la madre Duchesne. Uno fue rechazado con
unanimidad por los dos primeros asesores médicos y el segundo recibió igualdad
de votos. Entonces, las Hermanas del Sagrado Corazón abandonaron la causa. Era
la época del II Concilio Vaticano y, como otras órdenes religiosas femeninas de
Estados Unidos, las hermanas cuestionaban el sentido —y el coste— de la
canonización. En cuanto a ellas concernía, la madre Duchesne podía seguir siendo
beata.

Aparece el padre Samo. Como único funcionario norteamericano de. la


congregación, aunque de poca antigüedad, Samo se mostró especialmente sensible
a la alerta roja declarada por el papa en 1987. Tras revisar las actas sobre la madre
Duchesne, llegó a la conclusión de que la segunda curación contaba con buenas
posibilidades de ser aprobada. «De mi hermano, que es médico —me dijo—, sabía
lo bastante de medicina para ver que aquello prometía.»

El paso siguiente fue convencer a las Hermanas del Sagrado Corazón de


reabrir la causa. Samo telefoneó al arzobispo de Saint Louis, John May, y lo instó a
persuadir a la madre general de las Hermanas del Sagrado Corazón, Helen
MacLaughlin, una norteamericana residente en Roma, para que reconsiderara la
decisión de la orden. Al mismo tiempo, contactó con las hermanas mismas, poco
dispuestas a hacerle caso, con la argumentación de que las monjas estadounidenses
necesitaban modelos de santidad, y en la madre Duchesne tenían un gran
personaje de un período muy difícil de la historia de la Iglesia norteamericana.
También apaciguó su preocupación por los gastos.

Su argumento era: ¿por qué gastar tanto dinero en el proceso, cuando sería
mejor dárselo a los pobres? —recordó Samo—. Les dije que respetaba su principio,
pero que no estaba de acuerdo. Calculaba que, desde el estudio médico del milagro
hasta el día de la canonización, a lo sumo les costaría diez mil dólares; quizá
podrían llegar a ser quince mil, que tampoco es mucho.

Las ex alumnas graduadas que tenían la orden en Suramérica se declararon


dispuestas a sufragar los gastos, y la causa se reabrió. Quedaba poco tiempo si se
querían ultimar los preparativos de la canonización antes del viaje del papa a
Estados Unidos.

Dada la urgencia del caso, Molinari consintió en postergar otras


responsabilidades para llevar a buen puerto el milagro. Su primer] paso fue
solicitar un peritaje preliminar e informal a varios especialistas ajenos a Consulta
Médica. A juicio de dichos especialistas, el caso contaba con buenas posibilidades
de pasar.

Se trataba de una misionera del Sagrado Corazón en Japón; Marie Bernard,


de sesenta años, que sufrió una hinchazón en la nuca y fue enviada a tratamiento al
hospital de San José, de San Francisco, en 1951, después de que una biopsia
demostrara que la hinchazón era maligna. Los cirujanos declararon que el tumor
era demasiado grande para extirparlo y que estaba demasiado avanzado para
proporcionar algo más que paliativos. Lo más que podían hacer los doctores era
aplicar una terapia de radiación a bajo nivel, para hacer más lento el crecimiento
del cáncer, y despedirla del hospital. Su pronóstico: le quedaban seis meses de
vida; a lo sumo, quizá dos años.

Mientras tanto, las hermanas ofrecieron una novena de oraciones a


Philippine Duchesne, implorando la curación. La novena se convirtió en una
cruzada que involucró a la orden entera, así como a las estudiantes del colegio que
las hermanas tenían en San Francisco. Marie Bernard misma participó hasta donde
podía, llevando un collar con una reliquia de Duchesne. Por lo visto, las plegarias
fueron atendidas. La madre Bernard regresó a Japón y, en 1960, cuando se inició el
proceso de milagros, el cáncer había desaparecido. Diez años después, Bernard
murió de un infarto.

En junio de 1987, él doctor De Rosa y otro miembro de Consulta Médica


revisaron el caso y no hallaron ninguna explicación científica satisfactoria de la
curación. Su diagnóstico fue que la religiosa sufría una «neoplasia indiferenciada
que infiltró la glándula tiroides y los tejidos adyacentes»\'7b201\'7d. Si bien no se
podía decir que la recuperación hubiese sido instantánea, se conformaron con que
fue relativamente rápida, y también completa e inexplicable. El pleno del equipo
médico se mostró de acuerdo y agregó el insólito comentario de que la curación
debería haber sido aprobada veinte años antes, cuando se presentó por primera
vez.

LOS MÉDICOS Y LOS TEÓLOGOS

La tarea de Consulta Médica es decidir si una curación es científicamente


inexplicable o no. Los médicos no pueden decidir si se trata de un milagro; ese
juicio queda reservado a los asesores teológicos, cuyas opiniones deben luego ser
secundadas por los cardenales de la congregación y, al final, por el papa. La teoría
es que el reconocimiento de los milagros es materia del entendimiento teológico y
eclesiástico; dejar esa decisión al cuidado de los médicos sería ceder a la medicina
una prerrogativa que la Iglesia siempre ha reclamado para sí misma.

Tras haber estudiado varias positiones sobre milagros, sin embargo, me dio la
impresión de que el papel de los teólogos es esencialmente secundario. Hay en la
congregación sesenta y seis asesores teológicos, de los que sólo unos cuantos son
convocados con regularidad a reunirse, en equipos de siete miembros, para revisar
los procesos de milagros y determinar que la curación se produjo únicamente
mediante la intercesión del siervo de Dios. Las pruebas principales las constituyen
las declaraciones de los testigos. ¿Quién invocó al siervo de Dios? ¿Fue mediante
oraciones, uso de reliquias, etcétera? Los elementos clave son el tiempo y la
causalidad. Debe quedar claro que la recuperación del paciente no se produjo sino
después de que se invocara la ayuda del siervo de Dios, e igualmente claro que la
curación se consiguió por medio de la intercesión del siervo de Dios y de nadie
más.

Esas decisiones, obviamente, no requieren mucha pericia teológica, pero sí


una cierta familiaridad con la teología de la intercesión operativa en la
congregación. Si un paciente reza, por ejemplo, simultáneamente a Jesucristo y al
siervo de Dios, el milagro puede atribuirse a este último por la razón de que
Jesucristo está necesariamente presente en todas las gracias otorgadas por Dios.
Por otra parte, cuando se invoca simultáneamente a más de un santo o siervo de
Dios, la curación será rechazada porque no hay manera de saber a quién atribuir la
intercesión divina.

En el caso del milagro, atribuido al padre Serra, por ejemplo, la madre


Boniface declaró que había buscado ayuda a través de la intercesión de varios de
sus santos favoritos: san Judas, patrono tradicional de los casos desesperados;
santa Frances Cabrini, la primera santa estadounidense; y san Martín de Porres, un
mulato peruano del siglo XVII, conocido por su trabajo en favor de los enfermos y
canonizado en 1962. Sin embargo, y aquí está lo decisivo, fue sólo después de que
esas invocaciones resultaran) infructuosas cuando la religiosa se dirigió, siguiendo
la sugerencia del capellán, al padre Serra. En ese momento, Boniface Dyrda no
sabía prácticamente nada del siervo de Dios franciscano; pero, después de su
curación, escribió: «Parece que ellos [los otros santos, ya convalidados] estaban
esperando para darle una oportunidad al padre Junípero Serra.»\'7b202\'7d

Dadas las exigencias de la congregación, ese ejercicio de demostrar que el


milagro se produjo únicamente mediante la intercesión del candidato es
plenamente necesario y lógico. En el caso ideal, la prueba refleja la bien establecida
reputación del candidato como intercesor ante Dios; pero, en la práctica, la entera
concepción de atribuir los milagros a una vía de intercesión en detrimento de otra
plantea serios interrogantes teológicos. ¿Es que Dios realmente espera con sus
milagros hasta que se invoque a la persona adecuada? ¿Qué importa más, la
curación o la intercesión? Además, desde un punto de vista práctico, el sistema
alienta la oración como forma de manipulación espiritual e, incluso, de rivalidad
por los milagros. La principal forma de abuso, implicada en todo el sistema de
creación de santos, es la de fomentar las oraciones hacia un candidato con el fin
exclusivo de obtener un milagro, necesario para continuar o concluir un proceso.

—Uno oye historias —me dijo el padre Valabek, postulador general de los
carmelitas— de monjas apostadas ante las salas de emergencia de los hospitales y
rezando a sus madres fundadoras para conseguir un milagro cada vez que llega
una ambulancia. —Se rió entre dientes—. Es puro cuento, no lo olvide, pero ya ve
usted que podría suceder y hasta es posible que haya sucedido. Dios no es tonto,
desde luego; pero, de todas formas, al insistir nosotros en que los milagros pueden
atribuirse claramente a tal persona y no a tal otra, no hay nada que prevenga esa
clase de prácticas supersticiosas.

Y nada, podría agregarse, demuestra más claramente el papel secundario de


los teólogos, en comparación con el juicio de los médicos.

ALTERNATIVAS A LOS MILAGROS MÉDICOS

El 19 de noviembre de 1988, la Congregación para la Causa de los Santos


abrió un simposio, sobre la convalidación de las curaciones milagrosas, que unió a
miembros de Consulta Médica con integrantes del Comité Médico internacional de
Lourdes, que investiga los testimonios de las curaciones milagrosas que se
producen en el célebre santuario mariano del sur de Francia. Los visitantes eran
quienes más larga experiencia tenían en la ciencia de verificar las curaciones
milagrosas, ya que su comité —el primero de su género dentro de la Iglesia— se
fundó en 1882, mientras que Consulta Médica no llegó a instituirse hasta el 22 de
octubre de 1948.

Los médicos de Lourdes afirmaron con bastante franqueza que los avances
de la medicina científica hacían cada vez más difícil la comprobación de los
milagros.

Más notables aún fueron las palabras que Juan Pablo II dirigió a los
participantes:

Desde hace mucho tiempo, la colaboración de los médicos ha sido de un


valor inapreciable por los conocimientos que aportan conforme a su propio nivel
de competencia. A medida que la ciencia progresa, ciertos casos se comprenden
mejor; y, sin embargo, sigue siendo cierto que numerosas curaciones constituyen
hechos que hallan su explicación únicamente en el orden de la fe, hechos que el
examen científico más riguroso no puede negar a priori y que debe respetar, en el
orden preciso que le es propio.\'7b203\'7d

Dicho esto, el papa continuó, insinuando que tal vez estén cambiando las
manifestaciones de lo milagroso.

Hoy en día, hay indicios de que la pedagogía divina ilumina a la humanidad


mediante revelaciones más espirituales y más íntimas, y de que los casos de
curaciones físicas son cada vez más raros. Sigue siendo verdad que Dios concede
todavía dones inesperados y profundos, respondiendo a las súplicas elevadas con
fe y caridad, con confianza en el poder de su amor que es lo más grande de
todo.\'7b204\'7d (El subrayado es mío, K. L. W.)

Era la primera vez que un papa reconocía que la Iglesia encontraba


dificultades a la hora de satisfacer las exigencias de los médicos para los milagros
de curación. Pero la tendencia ya se hacía notar. La reforma de 1983 redujo a la
mitad el número de milagros requeridos, de modo que ahora hace falta sólo uno
para la beatificación de los no mártires y uno más para la canonización. Pero,
incluso antes de la reforma, los papas anteriores se habían mostrado ya cada vez
más dispuestos, a eximir a los candidatos de alguno de los cuatro milagros
requeridos. Además, en 1980, Juan Pablo II beatificó a la iroquesa conversa Kateri
Tekakwitha (1656-1680) sin ninguna prueba de milagros. Aunque a Kateri se le
atribuían numerosos milagros, la incipiente Iglesia norteamericana del siglo XVII
carecía de medios para llevar a cabo un proceso formal de investigación y
corroborar así su validez. El papa decidió que bastaba con la reputación que Kateri
tenía de haber obrado muchos milagros mediante su intercesión.

En teoría, este o cualquier otro papa tiene el poder jurídico de abolir el


requerimiento de milagros para la creación de santos; pero ¿debería hacerlo? Poco
a poco descubrí que ésa era una cuestión que llevaba tiempo hirviendo a fuego
lento en las cocinas de la congregación y que los hacedores de santos se mostraban
reacios a discutir, pues ellos mismos estaban profundamente divididos. Gumpel
fue el primero que me habló sobre el tema: «La cuestión de los milagros se está
discutiendo en la congregación; e incluso en el más alto nivel.» Tal como planteó
inicialmente el asunto, se trataba de una cuestión de conveniencia práctica y de
justicia. Había una gravedad insólita en su voz cuando reflexionó, una tarde, sobre
lo que él veía como la indecorosa dependencia en que se hallaba la Iglesia frente a
la profesión médica:

Por un lado, la exigencia de alguna señal divina es muy razonable. Aunque


nuestras investigaciones sobre él martirio o el heroísmo de las virtudes se lleven a
cabo con toda la seriedad humana posible y nosotros tratemos sinceramente de
alcanzar la certeza moral sobre la santidad del candidato, todas esas
investigaciones no dejan de ser humanas y, por consiguiente, falibles. Es
comprensible, pues, que el Santo Padre, antes de hacer uso de su poder supremo
como doctor de la Iglesia, desee disponer de una confirmación que vaya más allá
del nivel puramente humano. Eso es lo que está en la raíz de aquella exigencia, que
sigue vigente en la legislación de la Iglesia: antes de que pueda tener lugar una
solemne canonización, se requiere alguna clase de señal divina.

Sin embargo, uno puede preguntarse si esas señales deben ser milagros en el
sentido teológico estricto o si deberíamos buscarlas en un nivel distinto. Por ahora,
cerca del noventa y nueve por ciento de las señales que se piden son milagros de
índole médica. Respecto a ese tema, han surgido una serie de interrogantes.

Esos interrogantes, tal como los resumió Gumpel, eran cuestiones por las
que él y su cofrade jesuita Molinari han estado presionando durante más de una
década dentro de la congregación.

En primer lugar, a medida que progresan los conocimientos en medicina,


mengua el terreno de lo que la medicina no sabe explicar. Así, podría ocurrir que
algunas curaciones que hoy no tienen explicación la tengan algún día. Como dice
Gumpel, «se está haciendo cada vez más difícil asegurar con precisión qué es un
hecho que va más allá de las leyes de la naturaleza».

En segundo lugar, la creciente medicación de las sociedades occidentales


hace más difícil juzgar con certeza que ninguna de las terapias, aplicadas en un
caso determinado, ha sido la responsable de la curación. Si un paciente ha tomado
varias clases de medicamentos, se debe demostrar que todos han fracasado en el
intento de sanar al paciente. De modo análogo, en los casos en que han intervenido
varios especialistas, cada uno de ellos debe atestiguar que no fue su intervención lo
que produjo el imprevisto resultado. Valabek está trabajando en un potencial
milagro de Holanda, atribuido a Titus Brandsma; pero el proceso se ha detenido en
el nivel local porque uno de los médicos involucrados no se adhirió a la opinión de
los otros, en el sentido de que la curación sea efectivamente inexplicable por la
medicina.

En tercer lugar, la propia Consulta Médica se está volviendo más exigente en


sus criterios. Sus exigencias en cuanto a equipos médicos, técnicas e informes
exceden a menudo las posibilidades de los profesionales médicos de los países en
vías de desarrollé Así, como ya mencionamos antes, la Iglesia del Tercer Mundo
encuentra en desventaja a la hora de ofrecer unos milagros de curación
verificables.

¿Qué debería hacer, entonces, la Iglesia?

Una solución parcial, propugnada desde hace tiempo por Molinari y


Gumpel, es la de hacer extensivo el concepto de lo milagroso a los milagros físicos
de naturaleza no médica. Un milagro de esa índole\'7b205\'7d fue aprobado en
1975 para la canonización de Juan Macías (1585-1645), un fraile español de la
Orden de los Dominicos, que murió en el Perú y fue beatificado en 1837 El milagro
se produjo 309 años después de su muerte en su localidad natal, Ribera del Fresno,
donde Macías era conocido como el Beato y considerado el santo patrono del lugar.

Las circunstancias fueron las siguientes: en la sala de la parroquia se servía


cada noche la cena a los niños de un orfanato cercano y se invitaba también a las
familias pobres a recibir una comida en la puerta; pero, la noche del 25 de enero de
1949, la cocinera descubrió que le quedaban sólo arroz y carne (setecientos
cincuenta gramos de cada cosa) suficientes para la cena de los niños, aunque no
para dar de comer a los pobres, y, ante esta situación imploró ayuda al Beato y
siguió cumpliendo con sus deberes.
De repente, advirtió que el arroz hirviendo se salía de la olla, de modo que
puso una parte en una segunda olla y, luego, en una tercera. Durante cuatro horas
siguió al lado de la cocina, mientras la olla continuaba multiplicando el arroz. Se
llamó a la madre del cura y también al cura mismo para que fueran testigos del
fenómeno. Por la noche, hubo arroz y carne en cantidad más que suficiente para
dar de comer a todos los cincuenta y nueve niños y aún quedaron sobras
abundantes para los pobres. En total, veintidós personas presenciaron la milagrosa
multiplicación; y, a pesar de haber estado hirviendo durante horas, la última
cucharada de arroz estaba tan buena como la primera. Como la bíblica
multiplicación de los panes y los peces, todos comieron cuanto quisieron.
Afortunadamente para la causa, algunos de los convidados guardaron una parte
del arroz, de modo que la congregación pudo examinarlo once años después. Los
asesores no hallaron ninguna explicación natural del insólito fenómeno; lo, cual,
unido al tradicional milagro de curación, fue suficiente para canonizar a Macías.

Una dificultad obvia de los milagros no médicos es de orden técnico: el


postulador debe encontrar en cada caso los expertos que confirmen a la
congregación que se produjo un suceso extraordinario e inexplicable. Ésa fue la
situación a la que se enfrentó Molinari en la causa de Victoria Rasoamanarvio
(1848-1894), una mujer casada, venerada en Madagascar por haber conservado y
enseñado el catolicismo en un período en que todos los misioneros habían sido
expulsados del país\'7b206\'7d. El milagro atribuido a su intercesión ocurrió en
1934 durante la estación seca. Una mujer incendió por descuido la alta hierba que
crecía en los alrededores de su aldea; el fuerte viento propagó las llamas y ocasionó
un incendio que amenazaba con destruir la comunidad entera. Un techo de paja
estaba ya ardiendo cuando salió un joven catequista, alzando una imagen de
Victoria e implorándola que salvara del fuego la aldea. En ese instante, cambió el
viento y el incendio se extinguió.

Se hicieron fotografías del episodio, se recogieron los testimonios y, medio


siglo después, se presentó la documentación a Molinari como prueba de un posible
milagro. Molinari aprovechó la oportunidad como un experimento para demostrar
un milagro físico de tipo no médico. Su mayor preocupación era la de encontrar a
un experto que le proporcionara una opinión científica preliminar sobre la cuestión
de si el cambio repentino de la dirección del viento contravenía las leyes de la
naturaleza. Finalmente, se decidió por el jefe del cuerpo de bomberos italiano, un
meteorólogo, que llegó a la conclusión de que, en su opinión, no había explicación
natural de lo sucedido y presentó a su vez los documentos, en un encuentro
internacional de bomberos, a un comité de expertos africanos y europeos. Ellos
también consideraron que no existía ninguna explicación científica del incidente.
Pero en la congregación no había ningún precedente de algo como la creación de
un comité de bomberos y meteorólogos que pudiera funcionar de modo análogo a
Consulta Médica. Más tarde, resultó que tampoco se necesitaba el milagro; desde
la reforma de 1983, bastaba con un solo milagro, y Molinari, cuya principal
responsabilidad era garantizar el éxito de la causa, propuso otro más convencional,
de tipo médico. E1 30 de abril de 1989, Victoria Rasoamanarvio fue beatificada en
Madagascar por el papa Juan Pablo II.

En teoría, cualquier suceso inexplicable puede servir de material para un


milagro no médico. El padre Eszer, por ejemplo, me llamó la atención sobre un
milagro potencial atribuido a la beata Maria Crescentia Höss (1682-1744), una
monja franciscana de Kaufbeuren (Alemania Occidental) que tenía reputación de
mística y sirvió de consejera espiritual tanto a los humildes como los poderosos,
incluidos el káiser Carlos VII y su esposa, Maria Teresa. Crescentia fue declarada
venerable en 1801 y beatificada en 1900 por el papa León XIII. Habría de
transcurrir, sin embargo, medio siglo más hasta que su postulador pudo presentar
otro supuesto milagro para la canonización. El milagro fue el siguiente:

Durante la II Guerra Mundial, unos bombarderos aliados sobrevolaron en


misión de guerra la ciudad de Kaufbeuren, una pequeña localidad al sur de
Augsburgo. Su objetivo era trazar una línea de destrucción que incluía varias
ciudades e instalaciones militares; entre éstas, una fábrica de dinamita y una pista
de aterrizaje en los alrededores de Kaufbeuren. Hacía un día claro y sin nubes. Los
ciudadanos podían ver las bombas asomando de los vientres de las fortalezas
volantes. Rezaron a la beata Crescentia, cuyo cuerpo yace en un ataúd de vidrio
bajo el altar mayor de la iglesia del convento, por la salvación de la ciudad. Sor
Ancilla Hinterberger, sucesora lejana de Crescentia como madre superiora, me
describió lo que ella y otros presenciaron:

Los bombarderos sobrevolaban la ciudad con los portillos abiertos.


Intentaban bombardear Kaufbeuren, pero no lo lograron. No podían ver la ciudad
a pesar de estar directamente encima de ella. Desde abajo se veían claramente las
bombas colgando de los aviones. Pero ninguna cayó. No sucedió nada. Kaufbeuren
se salvó\'7b207\'7d.

Se recogieron las declaraciones de los testigos, aunque no se pudo reunir la


documentación necesaria hasta 1983, cuando se abrieron los archivos militares de
Estados Unidos y de Alemania Occidental. De los americanos, el postulador
recogió los informes de pilotos y tripulantes y verificó la finalidad de la misión; de
los alemanes obtuvo informes que corroboraron aquéllos. Esa información se
presentó a su vez por separado a la sección histórica del Ministerio de Defensa
alemán y a expertos de las fuerzas aéreas alemanas. Entre otras cosas, estos
expertos recabaron opiniones de meteorólogos sobre la posibilidad de un
espejismo, y de militares sobre la posibilidad de que los giroscopios funcionasen
mal. Entrevistaron incluso a algunos de los pilotos supervivientes de bombarderos
estadounidenses. En el otoño de 1988, Wilhelm Imcamp, el vicepostulador local,
recibió la respuesta. «Hicimos investigar ese hecho y no es ningún milagro —dijo
—. Los expertos nos dijeron que puede explicarse por causas naturales, así que no
se lo tiene ya en consideración.»\'7b208\'7d

Eszer quedó decepcionado. Pero tenía otro milagro prometedor de tipo no


médico, relacionado con una causa suiza. El milagro potencial le había sucedido a
un montañista que sobrevivió a una caída en la que todos sus camaradas
perecieron. Se rompieron todas las cuerdas, menos la suya tras invocar al siervo de
Dios. El postulador ha solicitado opiniones de geólogos y de expertos guías de
montaña: «Si ellos están de acuerdo en que fue algo milagroso, tal vez tengamos
un proceso de milagros.»

El milagro ¿debe ser de naturaleza física? Sobre ese punto, los hacedores de
santos se encuentran divididos. Molinari opina que, en la búsqueda de señales
divinas en apoyo de beatificaciones y canonizaciones, la Iglesia debería aceptar
también los «milagros morales», es decir, las gracias extraordinarias que producen
una transformación moral o espiritual.

El argumento en favor de los milagros morales es particularmente adecuado


para el caso de Matt Talbot (1856-1925), personaje muy conocido entre los católicos
irlandeses y los estadounidenses de origen irlandés. Talbot era un obrero portuario
iletrado de Dublín que, antes de cumplir los treinta años, se liberó del alcoholismo
y se convirtió a continuación en una especie de asceta obrero; ayunaba, rezaba y —
cosa que ignoraban incluso los pocos amigos que tenía— llevaba cilicios debajo de
la ropa de trabajo. Cuando murió, era un desconocido; pero su historia cautivó la
imaginación irlandesa (excepto lo de los cilicios, que los irlandeses siguen
considerando un poco excesivo) y, en 1975, el papa Pablo VI lo declaró
heroicamente virtuoso.

Al igual que Pablo VI, el papa polaco ha declarado que desea beatificar a
Talbot como santo de la clase obrera y, lo que no es menos importante, como un
ejemplo de cómo la oración y la mortificación de la carne pueden vencer la
dependencia del alcohol. Talbot es un personaje popular en Irlanda y en Polonia,
donde el alcoholismo es un problema social importante. En Estados Unidos existen
varios clubes de Matt Talbot y centros de rehabilitación de alcohólicos. El
postulador romano de Talbot, Dermot Martin, me dijo que tiene más de mil
testimonios; según los cuales, la intercesión de Talbot logró ayudar a maridos
alcohólicos a renunciar a la bebida, salvando así familias y matrimonios.

Hay, por tanto, pruebas abundantes de los poderes intercesorios de Talbot.


Pero, hasta ahora, Martin no ha logrado convencer a la congregación de que acepte
tales pruebas como milagrosas. El problema es, desde luego, que el alcoholismo es
cuestión de perseverancia y fuerza de voluntad más que de curación física.
«Suponga que los consideramos milagros —le argumentó a Martin uno de los más
altos funcionarios de la congregación— y suponga que invitamos a la ceremonia de
beatificación a uno de esos alcohólicos rehabilitados, y suponga luego que, la
noche después, — emocionado de tanta atención, el hombre sale por ahí y se
emborracha; ¿dónde queda, entonces, el milagro?»\'7b209\'7d

Eszer comparte la misma opinión.

—Si hay una recaída no hay curación. Es sabido que un alcohólico puede
emborracharse con un solo vaso de cerveza o con una copa de coñac. Pero, si un
hombre se curase de tal manera que pudiera tomar un vaso de vino o de cerveza
sin emborracharse, eso sí que sería un milagro.

—Sí, pero no sería un milagro moral, sino físico —objeté.

—Por supuesto. En ese punto somos muy rigurosos, pero es necesario.


Incluso ahora los críticos de la congregación dicen que somos una fábrica de
milagros. ¿Qué dirían si admitiésemos los llamados milagros morales?

—O sea que está usted en contra de los milagros morales.

—Por varios motivos. Primero, en los milagros morales no hay más que un
testigo, el individuo que afirma que ha experimentado un cambio. ¿Y si miente?
No conozco ningún sistema legal en el mundo que acepte como prueba conclusiva
la declaración de un solo testigo. Segundo, estoy en contra de los milagros morales
porque los que realizó Jesucristo no son solamente morales, sino milagros físicos.
No encontrará ni un solo milagro, en todo el Nuevo Testamento, que pueda
llamarse un milagro moral. El verdadero milagro es que una persona recupere la
salud, o cualquier otra señal física.

También los asesores médicos están en contra de los milagros morales; se


sienten muy orgullosos de suministrar a la Iglesia pruebas de lo milagroso y creen
firmemente que los milagros de curación no cesarán nunca de producirse, no
importa cuán lejos lleguen los avances de la ciencia. En particular, el doctor
Cortesini ve las curaciones milagrosas como una continuación en los santos de los
milagros de curación obrados por Jesucristo mismo: «Lo que vemos son los
mismos milagros que los que leemos en el Nuevo Testamento; la gente se cura de
padecimientos físicos. Yo siempre recuerdo esos precedentes bíblicos cuando estoy
juzgando una causa. Hay que remontarse a la Biblia para encontrar algo
comparable.»

El padre Gumpel admite que el sistema actual tiene ciertos méritos, y


reconoce: «En el nivel puramente jurídico y administrativo, es más fácil obtener un
juicio de expertos, en los campos de la medicina o de otras ciencias naturales, que
puedan declarar que un determinado fenómeno—atribuido a un candidato no
tiene explicación natural. Confirmar la existencia de los llamados milagros
morales, en cambio, es muy difícil.»

Insiste, sin embargo, en que la Iglesia «podría y debería abandonar las


pruebas de milagros físicos y confiar más en la ciencia divina, expresada en la
opinión de que muchas gracias se conceden a través de la intercesión del siervo de
Dios. Si los obispos de un país declarasen que hay docenas o centenares de
testimonios de personas serias que afirman que, tras invocar al siervo de Dios, sus
oraciones han sido atendidas, una declaración tal sería directamente de la
competencia de la Iglesia y podría considerarse una señal de la obra divina,
suficiente para permitirnos beatificar o canonizar al candidato».

En suma, para Gumpel lo fundamental es más una cuestión de principios


que de conveniencia práctica. Limitando la noción de milagro a las curaciones
inexplicables, la Iglesia permite efectivamente que la medicina científica usurpe su
propia competencia de interpretar las señales divinas; y, con ello, pierde de vista
las dimensiones morales y espirituales de lo milagroso, que son mucho más
amplias que las de los milagros físicos. La solución que propone Gumpel es, en
consecuencia, reafirmar las prerrogativas de la Iglesia revitalizando la noción de
«ciencia divina».

LA NECESIDAD DE LOS MILAGROS:

EL DEBATE INTERNO

Más de setecientos cincuenta años han transcurrido desde que el papa


Gregorio IX estableciera, con motivo de la canonización de san Antonio de Padua,
el principio de que ni las virtudes sin milagros ni los milagros sin virtudes
representan una base suficiente para canonizar; y la Iglesia había de ser juez de
ambos, Pero, en los debates internos que condujeron a la reforma de 1983, se volvió
a plantear la cuestión de la necesidad de los milagros.

Para Molinari, la cuestión inmediata estaba en si la Iglesia retrasaba


innecesariamente el acabamiento de las causas, privando así a los creyentes de
ejemplos contemporáneos de santidad cristiana, al insistir en la exigencia de varios
milagros demostrables. «Esos asesores médicos y especialistas que ofrecen sus
servicios profesionales se asombran igualmente cuando han alcanzado, tras el
examen más exigente y riguroso, un veredicto favorable y se les dice luego que aún
hacen falta pruebas semejantes de otras curaciones.» Parece que este argumento de
Molinari fue convincente, dado que la reforma redujo a la mitad el número de
milagros requeridos.

Pero Molinari y Gumpel quieren ir más lejos: no ven ningún motivo de por
qué la Iglesia ha de continuar exigiendo milagros médicos o tan siquiera físicos
para beatificar o canonizar a un siervo de Dios. Ellos creen que sería suficiente que
el candidato goce de una sólida reputación de santidad, debidamente investigada
por la congregación, verificada por pruebas de martirio o de virtudes heroicas y
ratificada por una solemne declaración papal.

Esa posición se halla desarrollada en un largo y apasionado


ensayo\'7b210\'7d, en el cual Molinari revisa la historia y la teología de la creación
de santos, con vistas a la posibilidad de acabar con la dependencia de los milagros
como señales divinas confirmatorias para la beatificación y la canonización. En la
Iglesia primitiva, arguye Molinari, los milagros «no estaban relacionados de
ninguna manera con el culto de los santos»\'7b211\'7d. Sólo en la época de los
merovingios y carolingios (415-928), cuando «todos, tanto los clérigos como los
creyentes ordinarios, mostraban una notoria credulidad y avidez de historias
milagrosas», comenzó la Iglesia a dar importancia a lo milagroso. «Era, por lo
demás, una época en que la historiografía no se regía en absoluto por criterios
críticos ni científicos; mientras que la calidad de la investigación médica no sólo era
rudimentaria, sino que apenas podría decirse que existiese.»\'7b212\'7d Pero,
incluso entonces, y a lo largo dé los siglos siguientes, insiste Molinari, lo que más
interesaba «no eran, de hecho, los milagros como tales, sino la reputación de obrar
milagros»\'7b213\'7d. Sólo en los últimos cuatro siglos, con la evolución de los
procedimientos formales de canonización, el criterio de los milagros demostrados
llegó a formar parte del proceso de creación de santos.
Sólo que no es necesario que se continúe así, arguye Molinari. Desde el
punto de vista teológico, la verdadera «señal divina» es, en cada causa, la
reputación de santidad implantada en los creyentes y manifiesta en la admiración,
devoción e invocación al santo en solicitud de favores. Molinari se apresura a
añadir que no se trata de un fenómeno meramente natural. Una vez que la
«investigación científica» haya establecido el hecho del martirio o de la virtud
heroica, el siervo de Dios debería ser beatificado o canonizado sin exigir
adicionales intervenciones de Dios en forma de milagros. Si pueden presentarse
milagros obrados por la intercesión del candidato, muy bien, habrá que
investigarlos y verificarlos; pero exigir tales milagros es «excesivo y carente de
justificación», sobre todo a la luz del «desarrollo de la historia como ciencia a lo
largo de los dos últimos siglos». Así pues, concluye, la congregación debería volver
a la actitud de la Iglesia primitiva hacia los milagros y reformar sus
procedimientos en consecuencia:

No creemos que sea necesario ni conveniente exigir una señal divina


especial aparte de la reputación de santidad de un siervo de Dios (...). Una
reputación de santidad verdaderamente extraordinaria debería ser también prueba
suficiente de la intervención divina en favor de la beatificación o la canonización
de un siervo de Dios cuyo martirio o virtudes heroicas están ya lo suficientemente
demostradas\'7b214\'7d.

En otras palabras, las únicas ciencias necesarias para la creación de santos


son la teología y la historia, y la reputación de santidad es la única confirmación
que se necesita de parte de Dios.

Dado que Molinari es uno de los más influyentes entre los hacedores de
santos, su ensayo, publicado por primera vez en 1978, causó profunda impresión;
en especial, entre su cofrades jesuitas. La publicación del artículo coadyuvó a un
malentendida ampliamente difundido, según el cual por lo menos «los jesuitas» no
consideran ya necesaria la prueba de milagros para concluir un proceso;
malentendido que, en cierta ocasión, estuvo a punto de impedir la beatificación de
uno de los héroes jesuitas más populares de los tiempos de la guerra.

Rupert Mayer (1897-1945) podría haber muerto como mártir si los nazis se lo
hubieran permitido. En su juventud se hizo jesuita, en un período en que la orden
había sido puesta fuera de la ley por el Estado anticlerical prusiano. Participó como
capellán en la I Guerra Mundial, perdió la pierna izquierda y fue el primer
sacerdote católico romano condecorado con la Cruz de Hierro. En los años veinte y
treinta, trabajó en Munich como párroco del centro urbano, predicando,
bautizando y ocupándose del Movimiento de Vida Cristiana, enormemente
popular en la ciudad. Extendió su labor también a las cervecerías, encontró una
vez a Adolf Hitler y, de ahí en adelante, denunció el movimiento nazi como
anticristiano, en parte, según decía, por su carácter antisemita; fue detenido dos
veces por sus sermones subversivos y, finalmente, lo internaron en el campo de
concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín. Sin embargo, cuando empezó a
declinar su salud, los nazis lo confinaron en un convento benedictino de Baviera y
le ordenaron guardar silencio: preferían un adversario silencioso a un mártir
molesto. Mayer vivió aún lo bastante para encabezar la primera procesión de
Corpus Christi de la posguerra por las calles de Munich. «Así, un jesuita abatido y
exhausto, un viejo jesuita de una sola pierna, ha sobrevivido al milenio nazi»,
comentó\'7b215\'7d.

Durante los años siguientes a su muerte, la grey de Mayer no lo olvidó.


Cada día, entre seis mil y diez mil personas visitaban su tumba en el centro de
Munich, y tal afluencia no menguó a lo largo de cuarenta años. Fue declarado
venerable en 1983 y, en 1985, la causa de Mayer contaba con una lista de ciento
cuatro milagros potenciales atribuidos a su intercesión. Y al menos uno iba a
hacerle falta: Juan Pablo II tenía previsto para dos años después un viaje a
Alemania, el mismo que lo llevaría a Colonia para beatificar a Edith Stein. Pero,
cuando Molinari le pidió al vicepostulador jesuita de Munich los documentos
comprobatorios de alguno de los milagros de Mayer, resultó que no existían. El
vicepostulador había pensado que el debate sobre la necesidad de los milagros era
algo más que eso; así que supuso que sólo se necesitaría ya la reputación de obrar
milagros, y a sabiendas de que ésa era también la opinión del propio Molinari,
decidió que no hacía falta investigar los casos prometedores. «Yo le había dicho
muchas veces que la ley que exige milagros seguía aún en vigor —recordó
Molinari—, pero él se basó en la suposición de que el cambio era inminente. O sea
que no teníamos milagro.»

Había, sin embargo, unas veinte mil plegarias atendidas; ¿no podían
considerarse éstas, se pensó, prueba suficiente de la intervención divina? En otras
palabras, ¿no podía el papa dispensar a Mayer de la exigencia de un milagro
demostrado, como ocurrió con Kateri Tekakwitha? Eszer, entre otros, se opuso
resueltamente a toda dispensación. «La gente diría que los alemanes compraron la
beatificación con su dinero», argumentó.

Se envió a Gumpel a Munich para ver qué se podía hacer. Un médico


italiano revisó los posibles milagros y halló uno de Alemania del que se podía
conseguir la documentación médica. Dado que se trataba de un prominente
ciudadano de una región protestante en su mayoría, lo trasladaron en avión a
Roma, por petición propia, para someterlo a una investigación médica
confidencial. Como el tiempo escaseaba, se formó una comisión de emergencia,
integrada por tres teólogos —entre ellos, Eszer—, para juzgar el milagro.
Finalmente, éste fue aceptado, y el 3 de mayo de 1987, cien mil alemanes asistieron
en el Estadio Olímpico de Munich a la beatificación de Mayer por el papa.

Para Eszer, el incidente no es más que otra confirmación de que los milagros
médicos no sólo son posibles, sino necesarios para la creación de santos. Eszer
rechaza el argumento de que los asesores teológicos han llegado a depender
excesivamente de Consulta Médica. «El problema es que muchos católicos no creen
ya en la posibilidad de obtener favores de los santos o de los siervos de Dios; los
milagros se han convertido en un estorbo para los católicos de muchos países,
como Alemania o Francia y, también, Estados Unidos, de donde viene usted. Pero
yo creo que el verdadero problema está en que muchos teólogos no creen ya en los
milagros de Jesucristo. Siempre andan escribiendo esas sandeces.»

En 1987, Eszer entró oficialmente en el debate sobre los milagros con un no


menos apasionado ensayo suyo\'7b216\'7d, publicado en un volumen colectivo
recopilatorio de artículos y ensayos en honor del cardenal Palazzini y editado,
casualmente, por Gumpel. Su propósito no sólo era refutar a Gumpel y a Molinari,
sino defender la idea misma del milagro contra cualquier tipo de incredulidad.

Poner en cuestión los milagros, argumenta en el texto, no es sólo poner en


cuestión a los santos, sino a Jesucristo mismo. Ciertos exegetas bíblicos (a quienes
no nombra) quisieran reducirlo a «una especie de psicoanalista que se dedicaba
exclusivamente a curar afecciones psicogénicas»; ¿hemos de concluir, por tanto,
que Jesucristo «pretendía poseer unos poderes que no existían y que en épocas
posteriores no se considerarían extraordinarios»?\'7b217\'7d

Eszer, a continuación, cita el dicho de que «Dios hace milagros para ayudar
a los hombres, no para ofrecer pruebas en las causas de beatificación y de
canonización», y añade: «Es un comentario ingenioso. Pero Dios Todopoderoso
puede muy bien conciliar el fin primario de un milagro con el secundario,
considerando el hecho de que Él es también infinitamente sabio. La Divina
Providencia no se limita en su acción a un solo fin.»\'7b218\'7d

En relación con los testimonios de la ciencia, dice que quienes afirman que, a
la luz de la ciencia moderna, los milagros son imposibles, sólo se hacen eco de las
opiniones desfasadas de Newton y de Karl Marx. La física moderna ha demostrado
que las leyes de la naturaleza no son deterministas, sino que funcionan conforme a
las leyes de la probabilidad matemática. En la nueva física, desde Max Planck en
adelante, la indeterminación del universo deja un amplísimo margen tanto a la
libertad humana como a la intervención divina.

Como contestación a los argumentos históricos del Molinari, Eszer


argumenta que san Agustín, entre otros cristianos notables de los últimos años de
la antigüedad romana, desconfiaba de los milagros sin pruebas. Además, los
médicos de los siglos III y IV «eran perfectamente capaces de distinguir entre una
curación normal y un verdadero gran milagro»\'7b219\'7d. Más adecuadamente,
arguye que los no mártires no habrían gozado de una veneración duradera por
parte de los creyentes si no hubiera sido por los milagros producidos gracias a las
plegarias oradas ante sus tumbas. Si la Iglesia ha de volver a sus orígenes, debe
reafirmar la necesidad de los milagros como señales divinas de los poderes
intercesorios del candidato.

En apoyo de sus argumentaciones, cita a Benedicto XIV sobre la necesidad


de los milagros, especialmente para los no mártires. Reitera que los testigos
contemporáneos que atestiguan las virtudes del candidato pueden desconocer el
relajamiento de éste en lo privado. Es precisa, por tanto, la confirmación en forma
de milagros, porque «únicamente a Dios no engaña nadie»\'7b220\'7d.

Eszer no se deja impresionar por el argumento de Molinari respecto a que la


Iglesia debería conformarse con que el candidato tenga reputación de haber obrado
muchos milagros. Tal reputación puede efectivamente revelar la mano de Dios,
pues, sin tal fama de divinos favores, «un creyente en grave peligro no recurriría a
la intercesión del siervo de Dios»; pero la reputación por sí sola no es prueba
suficiente de santidad, ya que lo que se comprueba en cada caso es meramente un
favor divino otorgado al individuo y los milagros, en cambio, añade Eszer, son
señales divinas destinadas a toda la comunidad de la Iglesia y no al beneficio de
particulares, por lo que deben ser «confirmados por la autoridad que guía a la
comunidad [el papa] y disfruta de la protección del Espíritu Santo, que lo salva de
incurrir en error»\'7b221\'7d.

En cualquier otra institución, un desacuerdo de esta magnitud sobre


cuestiones fundamentales de teoría y práctica se trataría de manera oficial, se
estudiaría y se resolvería; pero la Congregación para la Causa de los Santos no
dispone de ningún comité permanente de estudios, de modo que el debate sobre
los milagros continúa sin resolver. Gumpel vaticina que, tarde o temprano, los
cardenales y obispos de la congregación llamarán a una revisión formal, y es
probable que recaben las opiniones de las conferencias nacionales de obispos del
mundo entero. Pero sólo el papa puede autorizar tal revisión, y a juicio de los
hacedores de santos, Juan Pablo II no está muy inclinado personalmente a iniciar
ese referéndum histórico. El papa ha autorizado ya una reducción del número de
milagros exigidos, y en parte es gracias a ello que ahora está beatificando y
canonizando a un ritmo de récord.

También está la cuestión de los precedentes. La creencia en los milagros de


intercesión —«los milagros fingidos de los papistas»— fue uno de los principales
blancos de los ataques de los reformadores protestantes, en tal grado que la
Contrarreforma anatemizó, en el Concilio de Trento, a cualquiera que osara negar
que los milagros existen y que «pueden verificarse con toda certeza». Como hemos
apuntado en el capítulo anterior, los milagros fueron, una importante arma
apologética de la Iglesia católica en el siglo XIX y, a principios del siglo XX, el papa
Pío X, canonizado él mismo en 1954, incluyó la incredulidad ante los milagros
entre los males de las ideas que denunciaba colectivamente como «modernismo».
El problema al que deberá enfrentarse cualquier papa será, pues, el de hallar la
manera de reafirmar lo milagroso, decretando al mismo tiempo que los milagros
dejen de exigirse para la creación de santos. Desde el punto de vista teológico, eso
no sería difícil; pero la creación de santos no es un ejercicio de teología, sino que
depende de la respuesta de los creyentes y, sobre todo, de su disposición a solicitar
la intercesión del candidato ante Dios. ¿Rezarían los católicos, incluidos los de la
Italia meridional, a los siervos de Dios en tiempos de necesidad si no esperasen
milagros?

Plantear ese interrogante equivale a darse cuenta de que el debate sobre los
milagros, en último análisis, no tiene nada que ver con la ciencia ni con la
naturaleza de las señales divinas. El problema es más fundamental: los santos ¿son
principalmente intercesores ante Dios, en cuyo caso la capacidad de obrar milagros
sería parte de su función; o son esencialmente ejemplos de virtud cristiana, y se
podría así prescindir fácilmente de la exigencia de milagros?

Acude a mi mente Inocencio XI, enterrado debajo del altar de Bernini. En


otros tiempos, ese papa gozaba de una viva reputación de santidad y tenía en su
haber, efectivamente, dos milagros atribuidos a su intercesión. Pero ¿quién invoca
hoy su ayuda? Con tantos otros santos entre los que elegir, ¿a quién le importa
Inocencio XI? ¿En qué sentido puede afirmarse que conserva, al cabo de dos siglos
y medio, una reputación de santidad? Y si alguien invocase su nombre y se curase,
¿qué significaría esa «señal divina» para los cristianos contemporáneos? Por otra
parte, ¿es el oficio del historiador realmente lo bastante «científico», como afirma
Molinari, para demostrar que una reputación de santidad se basa verdaderamente
en una vida de virtud heroica?

LA ESTRUCTURA DE

LA SANTIDAD:

LAS PRUEBAS DE

VIRTUD HEROICA

A las cinco en punto de la tarde del 16 de noviembre de 1987, ocho asesores


teológicos se reunieron en una pequeña sala en la parte trasera de la Congregación
para la Causa de los Santos. Tres de ellos eran estadounidenses, tres irlandeses,
uno italiano y otro de la India. Estaban convocados para exponer y defender sus
opiniones sobre si Katharine Drexel, una monja norteamericana muerta treinta y
tres años antes, había manifestado las virtudes heroicas exigidas a los santos.
Como en todas las causas modernas, ninguno de los asesores había conocido a la
madre Drexel, sólo uno de ellos recordaba haberla oído mencionar alguna vez
antes de verse destinado a juzgar la causa. Su juicio acerca de la santidad de la
religiosa se basaba, por tanto, únicamente en la positio de mil seiscientas páginas
que habían recibido para estudiarla dos meses antes.

Poca gente, fuera de la congregación y de sus asesores, llega alguna vez a


ver las positiones. Como los autos jurídicos , o los memoriales, se producen para un
propósito específico, y los ejemplares son difíciles de conseguir. La razón principal
es el coste. La impresión de una positio de mil quinientas páginas, puede costar
veinte mil dólares o más, por lo cual raras veces se imprimen tiradas de más de
ciento cincuenta ejemplares. Otra razón es la preocupación por la confidencialidad.
Aunque las positiones en general no son tratadas como documentos secretos, la
congregación tampoco desea que gente de fuera —sobre todo, si se trata de
periodistas— mire por encima de su hombro mientras está resolviendo el destino
de una causa. Eso vale especialmente para las causas de personajes controvertidos,
como Edith Stein o el papa Pío IX (caso que veremos en el capítulo 10), o para
aquéllas políticamente delicadas, como las de los mártires vietnamitas o del padre
Pro de México. En algunos casos, se intenta salvaguardar la reputación de personas
aún vivas, particularmente cuando se trata de prelados de alto rango; en otros, es
cuestión de proteger a los testigos.
Sin embargo, una vez una causa ha concluido con éxito, la positio queda a
disposición de los estudiosos en los archivos del Vaticano. En décadas recientes,
los historiadores y quienes se dedican a las ciencias sociales han encontrado en esa
documentación, que abarca cuatro siglos, un tesoro, sin precedentes, de
información sobre temas como las relaciones entre Iglesia y Estado o las
transformaciones en los conceptos morales de la sociedad y en los valores
espirituales, así como sobre la vida de los santos individuales. Es curioso, sin
embargo, que quienes consultan muy raras veces las positiones son los profesores
de espiritualidad eclesiásticos, hecho que desconcierta e irrita a algunos de los
hacedores de santos. «Es muy reprochable que esos tesoros de doctrina espiritual,
que se encuentran en los archivos de esta congregación, no se exploten lo suficiente
—comentó al padre Gumpel en el transcurso de una conversación—, porque las
observaciones y los juicios de los asesores, de los postuladores y de los “abogados
del diablo” constituyen un caudal de materiales del que surgieron muchas
evoluciones en el campo de la espiritualidad.» Me aventuré a la conjetura de que la
historia de la positio misma, como medio oficial y metodología de la creación de
santos, no debe de ser el menos importante de esos tesoros de archivo.

Se daba el caso de que la positio sobre las virtudes heroicas de la madre


Drexel fue la primera en la historia de la congregación que se redactó por entero en
inglés\'7b§§§§§\'7d. Puesto que sólo muy pocos de los asesores de la congregación
leen el inglés con cierta fluidez, el comité que había de juzgar la positio lo
constituyeron cinco teólogos ajenos a la institución, elegidos por su dominio de
dicho idioma. Desde el punto de vista lingüístico, por lo menos, las virtudes de
Katharine Drexel iban a ser juzgadas por sus iguales.

La positio me interesaba por varias razones. Por una parte, aun siendo
norteamericano y católico romano razonablemente consciente, jamás oí mencionar
a Katharine Drexel. Por otra parte, treinta y tres años son un lapso bastante breve
para que una causa llegue a la fase del juicio de virtudes heroicas, sobre todo
cuando la candidata es una entre muchas fundadoras de órdenes religiosas. ¿Qué
tenía esa causa, que impulsaba a los funcionarios de la congregación a otorgarle
preferencia? Mucho más me intrigaba, de todos modos, la oportunidad de estudiar
una positio que era una de las primeras —y más largas— preparadas conforme a las
nuevas normas establecidas por la reforma de 1983. Como tal, supuse que sería un
prisma útil, a través del cual observar el impacto de esas reformas sobre los
métodos por los que la Iglesia verifica la santidad exigida a los candidatos.

La Congregación para la Causa de los Santos tiene un concepto bastante


preciso de la santidad. La santidad es la gracia de Dios que obra en los seres
humanos y a través de ellos. Las pruebas de santidad de la congregación son
también precisas y, de hecho, casi esquemáticas. La santidad se manifiesta en una
doble estructura de virtudes: las tres virtudes sobrenaturales (llamadas así porque
son infundidas por gracia), de la fe, la esperanza y la caridad (amor de Dios y del
prójimo), y las cuatro virtudes morales cardinales (originalmente derivadas de la
ética de Aristóteles), de la prudencia, la justicia, la firmeza y la templanza. Puesto
que de todos los cristianos se espera que practiquen dichas virtudes, un santo es
alguien que las practica en grado excepcional o «heroico».

Si tenemos en cuenta que sólo Dios sabe qué gracias ha recibido una persona
y cómo ha respondido a las mismas, la virtud heroica ha de inferirse a partir de
pruebas externas. En todas las causas «recientes» —es decir, aquellas de las que
quedan aún testigos vivos que conocieron al candidato—, la prueba de santidad se
basa en las declaraciones de los testigos, unidas a cartas, diarios, libros, sermones y
cualquier otro documento escrito que de fe de la vida espiritual del candidato.
Estos materiales constituyen la positio, que generalmente suele dividirse en tres
volúmenes: una vita o biografía documentada del candidato; las declaraciones de
los testigos y otros documentos relativos a las virtudes del candidato, a su
reputación de santidad y al beneficio pastoral que la Iglesia puede esperar de la
canonización del siervo de Dios; y una informatio o resumen de los argumentos y
pruebas de existencia de las virtudes exigidas.

La fase decisiva y la más difícil de todo proceso de un no mártir es la prueba


de virtud heroica. Bajo el antiguo sistema, las pretensiones de virtud heroica del
candidato se dirimían mediante el diálogo entre el «abogado del diablo» y el
abogado defensor del candidato; ahora que se han eliminado los abogados, todo
depende de la fuerza persuasiva del texto mismo.

La reforma de 1983 aspiraba, sin embargo, a mucho más que a la mera


eliminación de las disputas abogadiles. También apuntaba a un cambio de
enfoque, desde la presentación jurídica de la prueba de santidad a otra narrativa o
biográfica. No sólo había que situar la vida del candidato en su contexto histórico,
sino también presentarla de modo que revelara la santidad singular de cada uno
de ellos.

A ese respecto, la reforma fue una respuesta práctica a una nueva teología
de los santos que se desarrolló en la época del II Concilio Vaticano y que pone el
énfasis en la irreductible originalidad de cada santo. La aserción de que cada santo
es efectivamente único parece ser un punto en el que están de acuerdo los teólogos
conservadores y los liberales. Así, para el difunto estudioso suizo Hans Urs von
Balthasar, conocido como el teólogo favorito del papa Juan Pablo II, «nadie es tan
él mismo como el santo, que se somete al plan de Dios, al que está dispuesto a
entregarse con todo su ser, en cuerpo, espíritu y alma»\'7b222\'7d. Por lo demás,
Von Balthasar insiste en que aquellos «santos representativos», elegidos por la
Iglesia para la beatificación y la canonización, son «irrefutables y están por encima
de toda duda, tan indivisibles como los números primos»\'7b223\'7d. Su
homólogo liberal, el difunto jesuita alemán Karl Rahner, se pronunció en un
sentido muy parecido:

En eso reside la tarea especial que los santos canonizados deben cumplir
para la Iglesia. Ellos son los iniciadores y los modelos creativos de la santidad que
constituye la tarea adecuada a su época particular. Crean un nuevo estilo; prueban
que una cierta forma de vida y de actividad existe realmente como una posibilidad
genuina; demuestran de manera experimental que se puede ser cristiano incluso de
«este» modo; hacen que tal tipo de persona sea creíble como un tipo
cristiano\'7b224\'7d.

En otras palabras, aunque todo el mundo está llamado a la santidad, la


santidad no es la misma para todos. El reto al que se enfrentan los hacedores de
santos consiste, pues, en descubrir y exponer la santidad peculiar de cada siervo de
Dios. Pero aquí tropiezan con un problema de método: ¿qué forma de análisis y de
interpretación es la más adecuada para revelar la santidad particular de cada
candidato? Sobre este punto descubrí que existen notables divergencias de opinión
entre los funcionarios de la congregación y sus asesores teológicos.

EL ESQUEMA Y LO PARTICULAR

Para apreciar el alcance del problema es preciso recordar que, en la larga


historia de la creación de santos, el énfasis puesto en la singularidad espiritual es
muy reciente. En el pasado, los santos no sólo leían las vidas de otros santos, sino
que en su mayoría trataban conscientemente de modelar sus vidas conforme a la
de su predecesor favorito. Ser un santo era imitar a Cristo, por supuesto, pero,
dado que Cristo es inimitable por definición, los modelos operativos para la
mayoría eran aquellos pocos personajes verdaderamente innovadores, como san
Francisco, san Benedicto, Teresa de Ávila o san Ignacio de Loyola, cada uno de los
cuales creó un nuevo sistema enormemente influyente de la práctica y la disciplina
espirituales. De modo semejante, en la promoción de los candidatos a la
canonización, los biógrafos tendían a moldear sus vitae sobre modelos aceptables,
demostrando que el siervo de Dios o bien se parecía a algún santo reconocido o
bien se aproximaba a un tipo ideal\'7b225\'7d como el santo monje, el obispo
virtuoso o el príncipe cristiano. Convertirse en santo equivalía, por tanto, a imitar
un modelo reconocido de santidad, y ser declarado santo significaba ser
reconocido como! tal conforme a uno de los esquemas aceptables.

También el método de canonización se prestaba más a los esquemas que a


las particularidades. La forma más antigua del canonización episcopal era una
recitación oral de la vida del candidato ante el obispo local, en la que se incluían
todos los milagros obrados por él o mediante su intercesión. En otras palabras, la
prueba de santidad se organizaba y se presentaba de forma narrativa o, más
precisamente, como una estilizada epopeya espiritual en la que se mostraba al
santo como un héroe espiritual y taumaturgo, adalid de la causa de Cristo contra
sus adversarios, fuesen éstos el diablo, el mundo y la carne o los enemigos de carne
y hueso de la Iglesia. Incluso en el proceso de canonización de un candidato tan
cerebral como Tomás de Aquino, su vita se presentó como la historia de un
combate intelectual\'7b226\'7d contra judíos, cismáticos y herejes.

En suma, durante la Edad Media la tendencia de la canonización fue la de


buscar en la santidad más los modelos que lo particular. Es cierto que los santos
más grandes eran efectivamente «números primos», tan singulares que se
convirtieron en modelos para la mayoría de quienes siguieron sus pasos en lo
espiritual; pero, las más de las veces, los santos se reconocían como tales porque
correspondían a un esquema dado. De hecho, hasta muy entrado el siglo XX los
biógrafos reescribían a veces la vita de un candidato a fin de adaptarla a las
transformaciones de los esquemas aceptables de
espiritualidad\'7b******\'7d \'7b227\'7d.

Los procedimientos oficiales de canonización, establecidos en 1642 por el


papa Urbano VIII, consolidaron un auténtico cambio de paradigma en la manera
en que había de entenderse y aceptarse la santidad; al menos, por parte de los
hacedores de santos autorizados por la Iglesia. Entre otras exigencias, Urbano VIII
estipuló que los candidatos a la santidad debían haber practicado las clásicas
virtudes cristianas, tal como las definieron y codificaron Tomás de Aquino y otros
teólogos escolásticos. El fin principal de esta exigencia era el de separar a
taumaturgos genuinos de practicantes de la magia y de las malas artes diabólicas.
«Un agente de Satanás era capaz de saltarse las leyes de la naturaleza y empujar a
otros, por medio de la brujería, a los caminos del diablo; pero alguien que
practicaba las virtudes cristianas en grado heroico no podía ser un aliado del
diablo; así por lo menos razonaban los teólogos.»\'7b228\'7d

Sean cuales sean las razones iniciales, las consecuencias de los decretos de
Urbano fueron varias y de gran alcance. Primero, como era de esperar, el santo
taumaturgo fue gradualmente perdiendo terreno frente al santo, que se destacaba
por su ejemplaridad moral. Ese proceso agravaba a su vez la separación entre el
santo como objeto de devoción popular y el santo como superviviente con éxito del
proceso de canonización. Lo que alimentaba la reputación de santidad entre el
pueblo (en muchos casos, hasta el día de hoy) eran los relatos, por lo general
exagerados y a menudo apócrifos, de las extraordinarias hazañas y los poderes
carismáticos del siervo de Dios; lo que contaba oficialmente para la canonización
eran las pruebas, verificadas mediante procedimientos jurídicos (generalmente,
declaraciones de testigos oculares), de las ejemplares virtudes heroicas del
candidato.

En segundo lugar, los decretos de Urbano produjeron un cambio profundo


en la metodología de la creación de santos. Puesto que lo principal era la prueba de
virtud heroica, la historia de la vida del candidato perdió relativamente
importancia. De los sucesos de la vida del candidato, confirmados por testigos,
habían de extraerse las pruebas de virtud heroica. En resumen, cambió la
estructura de las pruebas de santidad: la organización narrativa cedió su lugar a
los documentos judiciales, la comparación al análisis, los relatos a los textos
seguros, la simetría a las categorías. El esquema de santidad no se basaba ya en
modelos ni se determinaba por la dinámica de las biografías narradas, sino que
venía dictado por las categorías esencialmente estáticas de las virtudes requeridas.
Lo que convertía a una persona en santo era la presencia de las mismas virtudes
heroicas que se hallaban en cualquier otro santo; lo que distinguía a un santo de
otro eran los accidentes de tiempo y de lugar en que se manifestaban las virtudes
requeridas. Si, al adecuarse a las exigencias esquematizadas de una positio oficial, el
perfil de un candidato espiritual resultaba sumamente parecido al de otro, el
porqué estaba en que se esperaba de ellos que se pareciesen unos a otros en todas y
cada una de sus virtudes heroicas.

La reforma de 1983 aspiraba a liberar las positiones de la rigidez de los


procedimientos jurídicos y del enfoque estereotipado de las manifestaciones de las
virtudes cristianas. La prueba de virtud dependería menos de lo que otros
pensaban del siervo de Dios que de cuanto podía deducirse de la vida del
candidato. A tal fin, los hacedores de santos debían recurrir a todas las ciencias
humanas, incluida la psicología, para llegar a lo que Molinari llamó «la
personalidad profunda» del santo: «Algunos de nosotros llevábamos años
intentando aplicar ese criterio; ahora es la política oficial.»

En una palabra, al integrar los mejores métodos de la teología, de las ciencias


humanas y del derecho canónico, los reformadores esperaban producir unas
positiones que iluminasen la santidad única del candidato y demostrasen así la
relevancia del siervo de Dios para su entorno histórico específico. Una vez más, el
acento recaería en la biografía del candidato, pero sin las convenciones narrativas
de la epopeya espiritual. Se creía que los hechos —escrupulosamente recogidos,
científicamente verificados y teológicamente interpretados— revelarían por sí solos
la irrepetible personalidad espiritual de cada candidato.

La manera como eso había de suceder, sin embargo, no se explicitaba en la


reforma. De hecho, la reforma misma representaba un compromiso en la medida
en que mantenía la exigencia de demostrar cada una de las virtudes necesarias. Por
un lado, los relatores y sus colaboradores tenían que presentar una biografía
histórico—crítica del candidato; por el otro, debían continuar disecando esa vida
en busca de pruebas de virtudes específicas, como un médico que comprobara que
cada uno de los sistemas vitales del paciente —el cardiovascular, el neurológico, el
esquelético—muscular, etcétera— funcionan en grado óptimo. El resultado lo
constituyeron considerables y a menudo apasionados desacuerdos sobre la manera
en que el nuevo enfoque histórico— crítico debía relacionarse con el jurídico
tradicional.

Según las directrices internas de la congregación, las positiones deben


titularse super vita et virtutibus, «sobre la vida y las virtudes» del candidato. La
cuestión era hasta dónde debía abarcarse la vida. ¿Debía ser la vita una biografía
completa o debía limitarse a aquellos aspectos de la vida del candidato que ponían
de manifiesto sus virtudes heroicas? Y, en este último caso, ¿dónde había que
trazar la divisoria? ¿Debe tratarse el desarrollo del carácter de modo independiente
del desarrollo de la santidad? Y, en caso de ser así, ¿cómo se relacionan los dos
aspectos? Dependía de cada relator elaborar las respuestas por su cuenta, caso por
caso.

Una noche, durante la cena, le pedí al padre Molinari que me explicase cómo
entendía él la relación entre la biografía del candidato y la prueba de virtud
heroica. Como teólogo y uno de los más prominentes partidarios de la reforma,
defendía desde hacía largo tiempo la idea de que cada santo presenta en su
santidad un perfil único.

—Las virtudes son lo que la savia a la flor —dijo, acuñando un dificultoso


símil sacado de la horticultura—. Las virtudes hay que demostrarlas para saber a
ciencia cierta que la savia está ahí. Ahora bien, cómo florece esa savia depende de
la vida individual. ¿Es una rosa? ¿Es un tulipán? Aquí tenemos un san Francisco,
ahí un san Benedicto, allá un san Ignacio. El florecimiento depende de los
elementos únicos que hay en cada persona y, entre esas calidades únicas, están los
dones únicos que Dios le ha otorgado a la persona en cuestión. Mediante el estudio
de las circunstancias históricas tratamos, pues, de hacer que salga a la luz la
singularidad del santo. Sólo así su vida será portadora de un mensaje que
signifique algo para la gente de hoy. Y, desde luego, debemos traducir ese mensaje
de modo que llegue a la gente y no se quede en la abstrusa fraseología de las
sacristías.

Convinimos en que la única manera de que yo comprendiera la relación


entre la savia y la flor —las virtudes y la vida— era que me pusiera yo mismo a
estudiar una positio.

VIDA Y VIRTUDES DE

KATHARINE DREXEL

La causa de Katharine Drexel (1858-1955) estaba hecha a medida para el


nuevo y más orgánico enfoque que los reformadores habían introducido en el
estudio de las vidas de los santos. Nacida en Filadelfia\'7b229\'7d durante la
década anterior a la Guerra Civil, murió en el decenio que precedió el movimiento
de los derechos civiles de los años sesenta. Fue la fundadora de la Hermanas del
Santísimo Sacramento para los Indios y la Gente de Color, y como heredera de una
de las grandes fortunas familiares de Estados Unidos, sin duda la mujer
norteamericana más rica que jamás tomó el hábito. A lo largo de los noventa y siete
años de su vida, se calcula que Katharine Drexel regaló unos veinte millones de
dólares, destinados en su casi totalidad a misiones y escuelas para los negros y los
indígenas norteamericanos, los objetos particulares de su apostolado y del de su
congregación. Como madre superiora fundadora, fue personalmente responsable
de establecer ciento cuarenta y cinco misiones católicas, doce escuelas para indios y
cincuenta escuelas para «la gente de color» —como por entonces se llamaba a los
negros—, incluida la Xavier University de Nueva Orleans, el primer colegio
católico para negros de Estados Unidos. Puede decirse con bastante razón que,
hasta que llegó Katharine Drexel, los obispos católicos estadounidenses tendían a
pensar que los negros eran protestantes —efectivamente, casi todos lo eran y aún
lo siguen siendo— y, por consiguiente, no eran objeto de su preocupación pastoral.
A juzgar por la positio, Katharine Drexel era tan santa como generosa.
Mucho antes de su muerte, las hermanas de su congregación la consideraban una
santa. Su entierro en Filadelfia indicó que no estaban solas con su opinión: miles de
personas acudieron a los funerales, bloqueando él tráfico a varias manzanas a la
redonda en torno a la iglesia. Durante los años siguientes, más de cuatro mil
personas —blancos, negros e indios— atestiguaron curaciones y otros favores
divinos, recibidos tras invocar su intercesión. El 2 de marzo de 1966, poco más de
diez años después de su muerte, el arzobispo —y posterior cardenal— John J. Krol
abrió un proceso ordinario en su favor. Seis cardenales, nueve arzobispos y
cuarenta y un obispos estadounidenses, así como cuatro asociaciones religiosas y
cívicas, escribieron a la congregación apoyando la causa. En 1980, sus escritos
habían sido examinados en cuanto a la pureza doctrinal y se inició la última fase de
los testimonios, el proceso apostólico. Katharine Drexel parecía estar en buen
camino hacia la santidad oficial.

Aunque la causa de Drexel avanzó con mayor rapidez que la mayoría,


surgieron serios problemas. En primer lugar, la memoria de sus esfuerzos pioneros
en favor de la educación de los negros y de los indígenas norteamericanos había
palidecido ante el esplendor del movimiento de derechos civiles de los años
sesenta. Si Estados Unidos había producido a un santo defensor de las minorías, se
creía generalmente que éste había de ser el martirizado Martin Luther King, un
predicador baptista negro. En comparación con las dramáticas luchas y las
conquistas de King, que encabezó un movimiento de liberación basado
explícitamente en los postulados y la autoridad de la Biblia (y en el principio de la
no violencia de Gandhi), los esfuerzos de Katharine Drexel parecían limitados,
institucionales, más bien tímidos e impregnados de maternalismo religioso. En la
década de los setenta, también los indígenas americanos salían en defensa de sus
derechos y sus identidades tribales, de modo que hacían aparecer la labor
misionera de Drexel como una forma de colonización religiosa. Así pues, si se
quería canonizar a Katharine Drexel, la postulación debía rescatarla de las mareas
del cambio histórico y demostrar que su singular ejercicio de las virtudes heroicas
aumentó el bienestar de los indígenas y los negros estadounidenses.

En segundo lugar, la idea de canonizar a la madre Drexel —o a quien fuera


— no entusiasmaba ya a muchas religiosas norteamericanas; a la luz de las
necesidades de los desfavorecidos, los costes de un proceso de canonización les
parecían un gasto innecesario y casi vanidoso. En efecto, Katharine Drexel misma
mantuvo la opinión de que ningún miembro de su orden sería canonizado jamás,
porque sería mejor gastar el dinero que requería el proceso en ayudar a los indios y
a los negros. No era sorprendente, pues, que varias madres superioras de la propia
orden religiosa de Katharine Drexel manifestaran su indiferencia ante la
promoción de la causa.

También en Roma algunos funcionarios de la congregación veían con poco


agrado esta causa. En la lista de causas pendientes abundaban ya los nombres de
madres fundadoras, de cada una de las cuales podía demostrarse que instituyó su
orden para satisfacer unas necesidades espirituales y temporales específicas. ¿En
qué, preguntaban los funcionarios, se distinguía Katharine Drexel de las demás?
Por muy santa que hubiera sido, la canonización se supone reservada a los siervos
de Dios cuya vida y obra revisten algo más que una significación local. Eso fue por
lo menos, lo que monseñor James McGrath, de Filadelfia, vicepostulador de la
causa, interpretó de las reacciones que recibió al visitar la congregación en 1980.
«Como la mayoría de los europeas —me dijo McGrath—, ellos no comprendían
cuán profundamente la segregación había afectado la sociedad y la cultura
americanas. Por eso, tampoco sabían apreciar que Katharine Drexel despertó la
conciencia de la Iglesia [católica] estadounidense en lo relativo a las necesidades de
los negros y los indios, y que por eso su ejemplo tendría resonancia universal.»

Afortunadamente, cuando los resultados del proceso apostólico llegaron a


Roma, las reglas del juego habían cambiado ya. Las nuevas normas, al requerir que
incluso las causas recientes debían presentarse conforme a los cánones de la
historiografía crítica, significaba que los argumentos en favor de la beatificación y
la canonización de Katharine Drexel podían centrarse en la singularidad de su
apostolado, dedicado a los negros y a los indígenas estadounidenses, en una época
en que a muy pocos de sus compatriotas les importaba su destino. Dada la actual
preocupación de los norteamericanos por las minorías, se argüía que la causa de
Drexel merecía una consideración prioritaria. Como lo formuló el padre Robert
Sarno, el único norteamericano entre los colaboradores de la congregación, «la
beatificación de Katharine Drexel rebatiría la acusación de que la Iglesia católica no
hizo mucho por esa gente marginada».

La causa de Drexel se asignó al padre Gumpel como relator, y éste a su vez


insistió en que le ayudara, como «colaborador externo», a escribir la positio un
estudioso norteamericano calificado. El cardenal Krol, que no es el tipo de
arzobispo que permite que su ciudad se pierda a un santo potencial, halló
exactamente al estudioso que Gumpel buscaba: Joseph Martino, un joven sacerdote
que poco tiempo atrás había acabado una disertación doctoral en historia sobre
uno de los antecesores de Krol, el arzobispo James Ryan, un prelado de Filadelfia
que colaboró estrechamente con Katharine Drexel. Aunque Martino estaba
familiarizado con el período histórico, tardó dos años en investigar el tema y
escribir la position y ésta sería el texto, con todas sus mil seiscientas páginas, por el
cual se juzgaría la santidad de Katharine Drexel\'7b230\'7d.

La positio está encuadernada en tres volúmenes. El primero y con distancia el


más grueso es una biografía de mil ciento dieciocho páginas, que incluye
documentos y notas a pie de página. El segundo volumen consta de cuatrocientas
seis páginas de declaraciones, seleccionadas, de treinta y cuatro testigos;
aproximadamente la mitad de ellos, monjas que conocieron a la madre Drexel o
colaboraron con ella. El tercer volumen, de ochenta y nueve páginas, es la
informatio en la que se resumen los argumentos y las pruebas que apoyan la
santidad de la candidata, agrupados por cada una de sus virtudes heroicas.

La biografía de Katharine Drexel escrita por Martino lleva a modo de


prefacio una historia de Estados Unidos en cincuenta y seis páginas, con especial
atención al surgimiento de los negros y los indígenas como poblaciones
segregadas. El propósito de esa sección es demostrar la necesidad de un esfuerzo
concertado de los católicos para evangelizar y educar a ambas minorías, así como
explicar por qué los católicos estadounidenses, en su mayoría inmigrantes,
tardaron en responder a tal necesidad. Ante ese trasfondo, Martino presenta a
Katharine Drexel como una joven señora de enorme riqueza y elevada posición
social cuya familia mantiene vivo el principio de que «la nobleza obliga», en la
tradición de Filadelfia inspirada en los cuáqueros. Su tío, Anthony Drexel, fundó la
Drexel University, destinada a los estudiantes pobres —un ejemplo que Katharine
recordada más tarde al fundar la Xavier University—, y su padre, un banquero
inmensamente rico, dejó millones a la caridad cuando murió en 1885. Pero fue su
madrastra, Emma Bouvier Drexel, quien ejerció la influencia más importante sobre
la joven Katharine y sus dos hermanas. Martino observa que Emma ganó renombre
como «la señora benefactor de Filadelfia», debido a su discreto apoyo a numerosas
empresas caritativas; mantenía incluso un dispensario para los necesitados, al lado
de su propia casa, en el que la asistían sus hijas. Martino no hace, sin embargo,
ningún esfuerzo por explorar esa relación entre madre e hija, aparte de citar unas
pocas cartas que se cruzaron; esto me hizo pensar que el origen psicosocial del
carácter aún no es tema del repertorio de las positiones.

Lo que importa es la evolución de la vida espiritual de Katharine y de su


subsiguiente vocación religiosa. En ese aspecto, Martino tuvo suerte, pues parece
que a las hijas de la familia Drexel las hacían redactar ensayos personales desde
una edad muy temprana. En esos ensayos, así como en las muchas y cautivadoras
cartas que escribió durante sus viajes por el extranjero, y, sobre todo, en el diario
espiritual que escribió desde los quince hasta los veinticinco años, Katharine le
proporciona al autor de su positio un panorama bastante completo de sus luchas
espirituales. A partir de esas fuentes, Martino logra demostrar los orígenes y la
evolución de su vitalicia devoción al Santísimo Sacramento. En una carta, escrita
cuando tenía nueve años, la joven «Katie» pide a sus padres permiso para recibir la
primera comunión mucho antes de alcanzar la edad entonces habitual del doce
años. En otra, escrita a los diecinueve años al padre James O’Connor, un párroco
que se convirtió en su consejero espiritual, indica lo poco que la interesaba la vida
social de una adolescente burguesa de Filadelfia. En dicha carta, alude
desdeñosamente a su presentación oficial en sociedad, que se había celebrado con
una espléndida fiesta en aquella misma semana, con una pasajera referencia a «una
fiestecilla en la que la otra noche me presentaron en sociedad», lo cual suscita en
Martino uno de sus raros comentarios de autor: «Bien puede tratarse aquí del
eufemismo típico del siglo XIX. Probablemente nadie más haya dicho tan poco
sobre tan importante acontecimiento.»

El período crítico en la vida de Katharine resulta ser la década que siguió a


la muerte de su madre en 1885, a la edad de cuarenta y nueve años. Aunque
Martino pudo demostrar que recibió por lo menos una oferta de matrimonio —que
rechazó—, poco o nada indica que. a Katharine Drexel le interesara la vida
matrimonial. Con la muerte del padre, dos años después, las tres hermanas Drexel
se convierten en beneficiarías de los intereses de una fortuna de catorce millones
de dólares. Cada una de ellas se ocupa de un ámbito especial para su filantropía:
Elizabeth ayuda a los huérfanos, Louise elige a los negros y Katharine se centra,
por motivos que Martino no logra explicar, en los indios. Su deseo más vehemente
es hallar la manera de suministrar más sacerdotes a las misiones de indios. Para
ella, la mayor injusticia del mundo es privar a algún grupo de la oportunidad de
alcanzar la íntima comunión con Cristo a través de la eucaristía.

A lo largo de ese período, Katharine se enfrenta al problema de qué hacer


con su vida. En una larga correspondencia con O’Connor, destinado en 1876 como
vicario apostólico a Omaha, Nebraska, manifiesta su deseo de unirse a una orden
de monjas contemplativas, para poder consagrarse plenamente a la vida de oración
y penitencia. Ante todo, desea la oportunidad de recibir la eucaristía todos los días,
privilegio que en aquellos días estaba reservado a los sacerdotes y a las monjas que
vivían en comunidades enclaustradas y contemplativas. En una carta
particularmente elocuente y conmovedora, escrita desde un hotel de San Remo, en
Italia, Katharine —que a la sazón, tenía ya setenta y cinco años— se compara a
«una niña pequeña que lloró al descubrir que su muñeca estaba llena se serrín y
que su tambor era hueco (...). Estoy decepcionada del mundo», confiesa, e insinúa
que la preocupación de su madre de que un día pudiera entrar en un convento
podría haber sido uno de los motivos por los que había tardado tanto en tomar la
decisión.

O’Connor, de todos modos, se lo desaconseja. Como mujer rica y


privilegiada, considera que Katharine está mal preparada para la vida austera del
convento. La insta, en cambio, a hacer voto de celibato y dedicarse, con la riqueza
de que dispone, a evangelizar a los indios y a otra gente necesitada. Tras una larga
disputa epistolar, Katharine acepta un compromiso sugerido por O’Connor: ella
misma fundará una nueva orden religiosa de hermanas más activas que
contemplativas, que se dedicarán a la labor misionera entre los indios y la gente de
color (negros y mulatos). Y, para satisfacer su gran deseo del Santísimo
Sacramento, inscribirá en las reglas de su comunidad la eucaristía diaria.

En el resto de la positio se describe con detalle la fundación de la comunidad


religiosa, la expansión como orden misionera y educativa, los esfuerzos de
Katharine por obtener la aprobación de Roma de la constitución que redactó para
la orden y sus últimos años de sufrimiento a resultas de varios achaques. La mayor
parte de los materiales proviene de los archivos de la orden, que incluyen las
numerosas cartas de la madre Drexel y sus directivas a las funcionarías de la
comunidad, de otras biografías anteriores y de los testimonios reunidos durante
los procesos ordinario y apostólico. La intención principal de Martino en esas
páginas es subrayar el papel único y, ya desde el punto de vista financiero,
indispensable de Katharine Drexel al extender la misión de la Iglesia a los indios y
a los negros, y demostrar que esa misión apostólica estaba relacionada con su
santidad personal.

Aunque vivía bajo el voto de pobreza, Katharine Drexel siguió cobrando


alrededor de cuatrocientos mil dólares anuales en intereses del fondo legado por el
padre, lo cual era una suma enorme para la época. Cualquier otra fundadora de
una orden religiosa habría empleado probablemente semejante fortuna en
beneficio de las instituciones propias de la orden, en cambio, Drexel creía que su
orden religiosa debía mantenerse económicamente a sí misma, por lo que utilizó su
herencia para apoyar proyectos específicos, y no en todos participaron las
Hermanas del Santísimo Sacramento. Ella era, de hecho, una fundación caritativa
unipersonal, la corte financiera de primera y última instancia a la que acudían
sacerdotes y obispos en busca de fondos para construir o equipar escuelas para los
indios y los negros. Como observa Martino, Katharine recibió durante su vida de
monja más de diecisiete mil cartas, y evaluaba cada pedido con la escrupulosidad
de un contable.
La magnitud de las aportaciones económicas de Katharine Drexel a la Iglesia
puede medirse por dos ejemplos citados en la positio. Donó más de un millón de
dólares en apoyo del Departamento de Misiones Católicas Indias. Además, cuando
el Gobierno de Estados Unidos comenzó en 1890 a retirar su apoyo a las escuelas
de indios, que funcionaban por contrato con organizaciones religiosas —en su
mayoría católicas—, Drexel les garantizó una subvención anual de cien mil
dólares, con lo cual se convirtió en la principal responsable de que las escuelas
misioneras permaneciesen abiertas. En la década de los años veinte fue de nuevo la
donación de setecientos cincuenta mil dólares, concedidos por la madre Drexel, lo
que permitió la adquisición de los edificios que albergarían la Xavier University de
Nueva Orleans. Martino dice que la suma total de todas sus donaciones es
imposible de calcular, dado que ella prefería guardar el anonimato, en parte por
humildad, en parte porque temía que, si su generosidad se hacía pública, los
católicos norteamericanos se sentirían menos inclinados a apoyar las misiones.
Cuando se inauguró la Xavier University. Katharine estaba sentada de incógnito en
el balcón y prohibió que se mencionara su nombre durante la ceremonia.

De las dos poblaciones que trataba de evangelizar y educar, los negros


presentaban el mayor número de problemas. Martino se esfuerza visiblemente por
explicar que, a pesar de la emancipación, la segregación era la norma en la vida
estadounidense, incluida la Iglesia católica. A tal fin, resume extensamente una
carta titulada De miserabili conditione Gatholicorum nigrorum in America («De la
miserable condición de los negros católicos en América»), escrita a la Santa Sede en
1903 por un misionero belga, Joseph Anciaux, que trabajaba en las misiones para
negros en el sur de Estados Unidos. En dicha carta, que causó considerable revuelo
en el Vaticano, Anciaux describía los abusos de los que eran objeto los negros por
parte de los blancos y la falta de derechos civiles en que se hallaban aquéllos;
afirmaba que el linchamiento a manos del populacho era más frecuente que el
proceso judicial justo, y hacía una crítica de la actitud de los católicos
estadounidenses hacia los negros, sin exceptuar a la jerarquía. En las palabras de
Martino:

Anciaux creía que la mayoría de los sacerdotes católicos aborrecían trabajar


con los negros por prejuicio racial. Decía que a los negros se los confinaba a
galerías separadas en las iglesias católicas y no se los admitía en las escuelas de
benedictinos, dominicos y jesuitas. Lamentó que incluso la Universidad Católica
de Washington, D.C., se negaba a admitir a los negros por temor a causar
«escándalo». En cuanto a las vocaciones religiosas, Anciaux observó que a las
chicas negras se les negaba el acceso a los conventos y que, incluso, se daba el caso
de chicas que habían sido expulsadas de las comunidades religiosas, a veces al
cabo de varios años, una vez se descubrió que eran realmente negras.

Anciaux estaba también convencido de que los obispos estadounidenses,


con tres excepciones, no hacían ni decían nada en público en defensa de los negros.
A modo de ejemplo negativo, citó a un obispo de Savannah que había criticado al
presidente Theodore Roosevelt por haber invitado a Booker T. Washington a cenar
en la Casa Blanca. Aunque aplaudía la labor de algunos sacerdotes que habían
decidido trabajar con los negros, el belga proponía a los obispos estadounidenses
—establecer una oficina análoga a la del Departamento de Misiones Católicas
Indias, con el fin de coordinar así los esfuerzos de la Iglesia por acercar el
catolicismo a los negros y apoyar a aquellos que ya fueran miembros de la Iglesia;
e insinuaba que la madre Drexel, cuya labor elogiaba, estaría dispuesta a aportar
una buena parte de los fondos necesarios para la oficina.

La carta de Anciaux llegó a conocimiento de los obispos estadounidenses,


que en 1906 fundaron finalmente, con el apoyo personal y económico de Katharine,
el Comité Católico para el Trabajo de Misión entre la Gente de Color. Pero el
Comité nunca logró convertirse en lo que Anciaux había esperado que fuese: un
eficaz cauce administrativo para centrar los esfuerzos católicos en favor de los
negros estadounidenses. Efectivamente, no fue hasta 1946 —ocho años antes de
que el Tribunal Supremo de Estados Unidos declarase anticonstitucional la
educación pública «separada pero igual»— cuando las primeras escuelas católicas,
en Saint Louis, abolieron la segregación racial.

Martino cita el apoyo prestado por Katharine al Comité Católico como un


ejemplo de sus esfuerzos «por alcanzar la justicia racial». En otros pasajes de la
biografía menciona que ella se oponía a que los negros se sentasen en las iglesias
católicas en galerías separadas, y describe lúcidamente las complejidades morales a
las que se enfrentaron los obispos que instituyeron, a instancias de los propios
católicos negros, parroquias separadas para éstos. No deja de ser curioso, sin
embargo, que no cite ninguna otra prueba indicativa de que Katharine hiciese o
dijese algo «heroico» o «profético» en oposición a la segregación racial o en favor
de los derechos civiles de los negros.

En la sección final, dedicada, a «La espiritualidad subyacente al celo


apostólico de la madre Katharine», Martino plantea la cuestión de los derechos
civiles, pero arguye inmediatamente que carece de relevancia para la causa:

La madre Katharine murió en 1955, justamente cuando el Movimiento por


los Derechos Civiles estaba alcanzando sus primeros éxitos reales, al mejorar la
condición de los negros como ciudadanos estadounidenses. Quizás un día se
realizará un estudio que analice los esfuerzos de la madre Katharine por mejorar la
situación cívica de los negros y de los indios (...).

El único peligro posible, sin embargo, de un estudio sobre el papel de la


madre Katharine en el Movimiento por los Derechos Civiles reside en que dicho
estudio pueda ser excesivamente limitado, que se cuente sólo una parte de la
historia. Es cierto que la madre Katharine se alegraba ante todo progreso que
hiciera cualquier ser humano en este mundo y, especialmente, si se trataba de sus
queridos negros e indios; pero ella tenía una visión elevada de la humanidad que
la hacía esperar más que solamente una mejora de la situación legal de los negros y
los indios. La visión era simplemente ésta: ella se consumía de amor a Dios y se
sentía sobrecogida por el hecho de que Dios nos amara tan profundamente. Ese
amor profundo que Dios nos tiene a los humanos se manifestaba, en opinión de la
madre Katharine, en el hecho de que El escogió morar en nosotros en forma del
Santísimo Sacramento. La madre Katharine deseaba que todo el mundo supiera del
amor de Dios. Deseaba que todo el mundo tuviera la oportunidad de amarlo a él a
su vez y temía que, sin el conocimiento de Dios, nuestra dignidad humana sufriera
una mengua considerable. La verdadera dignidad humana significaba, según la
madre Katharine, la libertad de alcanzar el potencial de sí mismo en este mundo;
pero, ante todo, significaba la unión con Jesucristo en la Sagrada Eucaristía. Si la
madre Katharine se oponía con su trabajo a la injusticia en la educación, era porque
temía que, sin una escolarización adecuada, los negros y los indios nunca llegaran
a conocer lo suficientemente a Dios, que nunca salvaran sus almas y que jamás
alcanzaran nada digno de ser poseído en este mundo.

En resumen, la historia de la vida de Katharine Drexel, tal como Martino la


presentó al juicio de los asesores teológicos de la congregación, era
considerablemente menos que una biografía en el pleno sentido de la palabra, pero
también era algo más que una mera enumeración de hechos. Lo que el lector
encuentra es una cronología de su vida, situada en el contexto histórico y social a
fin de ilustrar la importancia de su trabajo. Para los propósitos de la positio, la
evolución de su carácter se detiene esencialmente poco después de llegar a los
treinta años, con la decisión de Katharine de fundar una orden religiosa y su
formación como novicia. A partir de ese punto, predominan en la positio las
informaciones sobre sus actividades y las impresiones de otros.

El esquema interpretativo, hasta donde lo haya, consiste en demostrar que el


amor de Dios que sentía Katharine dio sus frutos en su apostolado por los indios y
los negros. Eso Martino lo consigue al permitir que «los hechos» hablen por sí
mismos. El que ella no se ocupara directamente de las cuestiones de los derechos
civiles y de la segregación racial es, a su juicio, esencialmente irrelevante; por muy
importantes que sean esas cuestiones Katharine se ocupaba de algo mucho más
importante: la salvación de las almas. A lo largo de la vita, Martino arguye que,
sólo por otorgar el primer lugar en su vida al amor y a la adoración de Dios, la
madre Katharine fue capaz de realizar buenas obras en favor de los indios y los
negros. Y ése es, por debajo de la copiosa documentación histórica, el sentido que
le encuentra a su vida. Así pues, la moraleja de la historia de la vida de Katharine
Drexel, tal como se presentó a los asesores teológicos, era ésta: dando a Dios lo que
es de Dios, alcanzó el tipo de perfección moral que la Iglesia busca en los santos
canonizables.

Pero la vita o biografía documentada no es el único texto en que se basa la


santidad del candidato. Están también las declaraciones de los testigos, que, junto
con las pruebas documentales, forman la base de la informatio el documento en que
se resumen, virtud por virtud, los argumentos por los que la postulación cree que
el siervo de Dios ha de ser declarado digno de veneración. En el caso de Katharine
Drexel, la prueba externa de su virtud se desprende de las declaraciones de treinta
y cuatro testigos, de los que quince son monjas, todas, menos dos, pertenecientes a
su propia orden; de los otros, cinco son sacerdotes y seis, obispos. El resto incluye a
cinco negros, dos mujeres blancas y un indígena norteamericano; todos ellos, legos.

Ninguno de los testigos conocía a Katharine Drexel antes de que ésta hiciera
los votos religiosos y muchos de ellos la conocieron sólo por su reputación o a
través del trabajo de la orden religiosa que fundó. No es sorprendente que quienes
mejor la conocían fuesen las hermanas de su orden; pero lo que aportaban en
términos de conocimiento íntimo quedaba relativizado, hasta cierto punto, por el
presumible sesgo personal de sus declaraciones. Un asesor teológico de la
congregación, quien me pidió que no publicara su nombre, lo explicó de la
siguiente manera: «Creo qué el problema [de las monjas como testigos para la
canonización de su fundadora] es que a esas mujeres se las ha educado desde el
noviciado para reverenciar a la madre fundadora como a una santa.
Psicológicamente, por tanto, les resulta muy difícil decir algo crítico.»

Como en cualquier otro procedimiento jurídico, la calidad de los testimonios


depende de la calidad de las preguntas y de la pericia del interrogador. Monseñor
McGrath, que actuó simultáneamente —pese a lo que parece ser un obvio conflicto
de intereses— como vicepostulador de la causa y funcionario archidiocesano
responsable de supervisar el proceso ordinario, reconoce que él y sus colegas eran
bastante inexpertos en esta clase de procesos: «Procedíamos sin mucha experiencia.
Habríamos sido más inquisitivos si hubiéramos sido mejor instruidos acerca de lo
que debíamos preguntar.» El padre Gumpel asiente: «Aquello fue uno de los
procesos más pobres que jamás tuve la desgracia de examinar.»

Al leer las preguntas que se hicieron a los testigos, se ve que el interrogatorio


fue a la vez muy formal y muy amable. De los veintiún testigos que declararon en
el proceso ordinario, once eran miembros de la congregación de Katharine. En
general, se les pedía a las hermanas que describiesen su relación con la madre
Drexel y que nombrasen pruebas de cada una de las virtudes necesarias. De las
ciento cuarenta y una preguntas, sólo nueve invitaban explícitamente a considerar
una respuesta negativa (por ejemplo: «¿Considera que la madre Katharine Drexel
practicó bien las virtudes de fe, esperanza y caridad? Si no es así, ¿dónde falló en el
ejercicio de a) la fe, b) la esperanza, c) la caridad?»). El proceso apostólico,
celebrado trece años después y dirigido en Roma por los funcionarios de la
congregación, fue sólo ligeramente más inquisitivo y preciso (véase el apéndice).
Al leer las respuestas recogidas por Martino, se entiende mejor quién era, a los ojos
de sus admiradoras, la madre Drexel y lo que ellas consideraban las virtudes
heroicas.

Para empezar, ninguno de los testigos recuerda ninguna ocasión en que la


madre Drexel hubiera actuado sino virtuosamente; con una sola excepción: una
hermana recuerda que «arrojó una prenda de lana muy encogida a la hermana que
la había lavado». Otra monja, que la acompañó en sus viajes durante trece años,
admitió que «a lo largo de los años, sus imperfecciones fueron disminuyendo»,
pero no especifica en qué consistían tales imperfecciones ni nadie se lo pregunta.
En un momento del proceso apostólico, el juez alude a ciertos informes, según los
cuales Katharine no escucha las quejas de sus subalternas, y durante los años que
fue madre superiora de las Hermanas del Santísimo Sacramento, no pagó a sus
empleadas «un salario justo»; sin embargo, se abandona inmediatamente el tema
cuando los testigos niegan tener conocimiento de esos informes. También existen
divergencias de opinión acerca de si a la madre superiora realmente le gustaban
los niños; una hermana opina que no sentía ningún «afecto natural» hacia los
niños, otras aseguran ante el juez que regalaba golosinas a los niños de la escuela.
Y así sucesivamente. No hay ningún intento, por modesto que sea, de indagar
aunque sea la menor falta posible.

De todos modos, el principal propósito de los testimonios no es descubrir los


defectos del candidato, sino calibrar la calidad de las virtudes. A la pregunta de si
Katharine Drexel practicaba las principales virtudes de la fe, la esperanza y la
caridad, los testigos contestan unánimemente que sí. De los testimonios se
desprende con claridad que la fe personal de la madre Drexel se basaba en la
eucaristía. También resulta claro que fue ésta la fe que motivó sus esfuerzos
misioneros en favor de los indios y los negros. Ella decretó que las hermanas
debían «convertirlos [a los indios y a los negros] en templos vivientes de la
Divinidad de Nuestro Señor». También su esperanza se basaba en la divina
providencia... y en la certeza de que la voluntad de Dios, en cuanto a ella se refería,
se había manifestado en el consejo de O’Connor de fundar una congregación, en
contra de su propia inclinación al adherirse a una orden puramente contemplativa.
Su amor de Dios se manifestaba en la profundidad de su vida de oración personal
y en el deseo de encender ese amor en otros. En este punto, Martino subraya que
«ese deseo de informar al indio y al negro de su derecho de conocer y amar a Dios
fue el móvil de su misión, y no las ideas del actual movimiento de derechos
civiles».

Hay, de todos modos, cierta confusión entre los testigos acerca del
significado del adjetivo «heroico». Las más de las veces el juez permitió que los
testigos midieran el heroísmo con sus propios criterios. Así, Harold Perry, obispo
auxiliar de Nueva Orleans, el primer negro que accedió a tal cargo en la jerarquía
estadounidense, observa: «Pienso que significa hacerlo [ejercer una virtud] en un
grado que va más allá de las capacidades humanas normales, es decir, elevado a
un mayor grado de amor y fe. Creo que ella poseía esa cualidad gracias a largos
años de perseverancia; su vida impecable y su valentía, apoyadas por la oración,
especialmente su devoción hacia la eucaristía, fueron ciertamente heroicas durante
tan largo período. Y todo eso lo hacía con facilidad, espontáneamente y con
alegría.»

Otro obispo, William Connare, de Greensburg, Pensilvania, opina que «toda


mujer que se entrega a Dios bajo los votos de pobreza, obediencia y castidad y que
vive conforme a esos votos durante el resto de su vida es digna de canonización».
En alguna ocasión, el juez sugiere personalmente las pautas de virtud heroica: «Las
señales de heroísmo —le explica a un testigo—, tal como aquí se indican, son:
consistencia, fidelidad, solicitud y amor. ¿Piensa usted que esas señales pueden
encontrarse en la labor que ella realizó?»

Como respuesta, Warren Boudreaux, obispo de Houma-Thibodaux,


Louisiana, donde Katharine fundó escuelas para los negros de los
bayous\'7b††††††\'7d, ofrece una simple descripción de la virtud heroica en
acción: «Mi impresión es que ella quería hacer todo lo que pudiese, lo mejor que
pudiese y durante todo el tiempo que pudiese.»
Las preguntas que se centran en la práctica de las virtudes morales
cardinales (prudencia, justicia, firmeza y templanza), así como la de los «consejos
evangélicos» (los votos religiosos de pobreza, obediencia y castidad) son
interesantes por la luz que arrojan sobre su carácter. En su obediencia a los obispos
podría concluirse que era de una prudencia casi excesiva. Una y otra vez se pide a
los testigos que refieran anécdotas ilustrativas de su docilidad hacia los miembros
de la jerarquía, y una y otra vez ellos saben satisfacer la curiosidad de los
jueces\'7b‡‡‡‡‡‡\'7d. Una monja recuerda que en una ocasión Katharine quiso
dejar de tomar un medicamento del que la experiencia le había demostrado que no
le aportaba alivio alguno; pero, ante la insistencia del obispo, cedió. Otras
atestiguan que enseñaba a sus subalternos a obedecer a toda autoridad, incluidas
las leyes civiles, como proveniente de Dios.

Los testimonios indican que abrazó la pobreza personal como sólo es capaz
de hacerlo quien está acostumbrado a la autosuficiencia. Se zurcía ella misma las
medias y, en ocasiones, se remendaba los zapatos; era notorio que hallaba el
tiempo de coser un trapo de limpiar gastado y, según una testigo, se negaba con
vehemencia a cambiar su hábito lleno de remiendos, de modo que las hermanas
tenían que comprarle subrepticiamente otros nuevos en su ausencia.

Su templanza parece haber sido objeto de considerables murmuraciones


entre las hermanas. Como la mayoría de los miembros de órdenes religiosas, tanto
masculinas como femeninas, Katharine Drexel practicaba «la disciplina»; es decir,
la autoflagelación y otras formas parecidas de penitencia y mortificación. Martino
ofrece a los asesores teológicos el siguiente testimonio (tomado de las memorias de
la madre Mercedes, la sucesora inmediata de Katharine como madre superiora de
la orden) sobre las prácticas de penitencia de la fundadora:

La reverenda madre siempre me impresionó como un alma que practicaba la


mortificación en grado heroico. Durante los primeros años, o más bien en mi
primer año de noviciado, cuando estaba encargada de limpiar su celda y su
despacho, tropecé un día por casualidad con una pesada disciplina toda manchada
de sangre. Ese mismo año, posteriormente, tuve ocasión de dormir en la misma
parte de la casa en donde se hallaba su celda, y muchas veces me despertaba un
ruido aterrador de azotes, sostenido con cierto vigor y fuerza durante tan largo
tiempo que casi me daba náuseas. Más tarde, la vicaria general, la madre M. James,
me enseñó una disciplina que había sustraído a escondidas del cajón de la madre
superiora y estaba llena de pequeñas puntas de hierro y toda impregnada de
sangre. Yo sabía que, después de la oración nocturna, solía arrodillarse sobre las
puntas de los dedos y permanecer así durante quince o veinte minutos o, también,
durante períodos parecidos o más largos todavía, con los brazos extendidos en
forma de cruz (...).

Además, llevaba cadenas de hierro alrededor de la cintura y de los brazos y,


con mucha frecuencia, el cilicio. En las comidas era de lo más frugal; durante más
de treinta años, nadie la vio tomar postre ni cosa alguna que fuese inusualmente
placentera al paladar, como lo que solía comer la comunidad los días de fiesta. Al
ofrecérsele la bandeja, se observaba que elegía siempre la peor porción de carne o
la más dura, y afirmaba que era la que más le gustaba. Y hasta que se lo prohibió el
cardenal, o su director espiritual, no sé cuál de los dos, ayunaba muy duramente
durante toda la cuaresma y todos los otros días de ayuno de la Iglesia (...).

Al arrodillarse, raras veces usaba soporte alguno, incluso durante la misa o


la adoración de media hora previa al Santísimo Sacramento. Cuando se sentaba,
casi siempre se colocaba en el borde extremo de la silla y muy raras veces reclinaba
la espalda.

Cuando viajaba, insistía siempre en llevar las maletas y los bolsos de mayor
peso, por muy joven o robusta que fuese la hermana que la acompañaba; v jamás,
salvo tras recibir órdenes estrictas al respecto, consintió en viajar sino de la forma
más barata, y aseguraba que le gustaban más los coches de día, abarrotados de
gente hasta el límite de su capacidad.

Aparte de indagar las virtudes heroicas, se preguntó a los testigos, de una


forma u otra, qué beneficios pastorales podía esperar la Iglesia de su canonización.
Esa línea de interrogación es especialmente visible en el proceso apostólico de
1980-1981, e indica que, por aquellas fechas, reinaba cierta preocupación, tanto
entre los entrevistadores como entre los entrevistados, por la manera en que
pudiera ser acogida la canonización en Estados Unidos y, sobre todo, entre los
negros y los indígenas. Fue en ese contexto cuando surgió la cuestión de su actitud
hacia la segregación racial.

El primer testigo, Joseph McShea, obispo retirado de Allentown,


Pensilvania, pensaba que la canonización de Drexel «sería un gran estímulo para
proseguir la labor misionera entre los negros». Además, «sacaría a la luz no sólo
los éxitos, sino también los fracasos y las dificultades, y demostraría que aquella
mujer heroica logró juntar a una hueste de mujeres, de mujeres dedicadas,
enfrentarse a los problemas y hacer tantas, tantas cosas». Le preocupaba, sin
embargo, que la canonización pudiera provocar quejas por parte de los negros,
teniendo en cuenta que, a lo largo de todos los años que fue madre superiora, «no
aceptó a las candidatas negras» como miembros de su congregación religiosa. Por
otra parte, no esperaba tales «protestas» de los indígenas norteamericanos.

El segundo testigo, el obispo Connare, era de la opinión de que la madre


Drexel serviría «como un gran ejemplo de justicia racial». Al contestar a otra
pregunta, el obispo agrega: «Sería un reconocimiento del sincero interés que la
Iglesia ha mostrado por esas minorías. A menudo se nos critica por lo que no
hemos hecho con los negros y los indígenas norteamericanos; éste es un ejemplo de
alguien que hizo algo positivo. Tenemos constancia de que, de las escuelas que ella
fundó, han surgido muchas y buenas familias cristianas. Hay mucha gente así y un
buen número de vocaciones para el sacerdocio y para la vida religiosa.»

El testimonio de un tercer obispo, Warren Boudreaux, de Houma-


Thibodaux, Louisiana, es de particular interés. Boudreaux no tuvo contacto
personal con Drexel, pero, en su calidad de sacerdote, había servido como
secretario de Jules Jeanmard, obispo de Lafayette, Louisiana, en cuyo territorio
eclesiástico vivían por entonces las dos terceras partes de los católicos negros de
Estados Unidos. De las preguntas que se le hicieron a Boudreaux, resulta obvio que
el tribunal trataba de confirmar la importancia singular que la obra de Katharine
había tenido para la educación de los negros en esa zona predominantemente
católica. Cuando se le preguntó «qué había hecho por ellos (los negros] la Iglesia
antes de la madre Katharine Drexel», Boudreaux contestó de tres maneras.
Primero, defendió al obispo Jeanmard y, especialmente, sus esfuerzos por atraer
hacia la diócesis a los sacerdotes negros. Luego, señaló lo difícil que era en los años
veinte y treinta hacer por los negros mucho más que eso, observó que la
integración racial en las escuelas estaba prohibida por las leyes civiles y declaró:
«Así que debo decir francamente que la madre Drexel hizo muy poco en el campo
de la integración, pero creo que es por el hecho de que, en cierto sentido, debía
temer graves consecuencias legales.» Después, el obispo continuó explicando por
qué pensaba que Katharine debía ser canonizada:

Creo que es verdad que la Iglesia necesita un testigo ante la historia. Los
protestantes tuvieron su Martin Luther King, pero he aquí una mujer católica que,
en una época en que eso no era popular, y en una época en que a los negros en
general se los despreciaba, tuvo verdaderamente un gran éxito dando testimonio
del amor de Dios y de la Iglesia hacia los más abandonados del pueblo de Dios;
testimonio de que hubo, dentro de la Iglesia, una labor atenta, bien acogida y con
éxito entre los negros, y estoy seguro de que también entre los indios, y de que la
madre Katharine fue testigo de ello.
Una de las diferencias más obvias entre el doctor King y la madre Drexel
está en sus actitudes respectivas hacia las leyes que restringían los derechos civiles
de los negros. Hay que admitir que ambos sufrieron esas leyes, aunque de manera
muy diferente y desigual. Dado que las leyes y las costumbres de Estados Unidos,
y particularmente en los Estados del Sur, prohibían la mezcla de razas, Katharine
Drexel se vio obligada a excluir de su congregación religiosa a los negros y a los
mulatos. De no haber actuado así, tendría que haber introducido la segregación en
sus propios conventos, pues la ley no permitía que negros y blancos adultos
compartieran las mismas viviendas. Existían ya además dos órdenes religiosas de
mujeres negras, las Hermanas Oblatas de la Providencia y las Hermanas de la
Sagrada Familia, según el testimonio de la superiora general de las oblatas, sor
Marie Enfanta Gonzales, la madre Drexel no quería apartar a las candidatas negras
de la congregaciones exclusivamente negras. Ninguno de los testimonios revela,
sin embargo, las opiniones personales de Katharine acerca de las leyes
segregacionistas del país. Tampoco hay ninguna indicación de que jamás haya
expresado su oposición a dichas leyes o alentado a sus estudiantes negros a hacer
lo propio. Por el contrario, el único testigo que toca el tema indica que en ese
punto, como en otros, lo que más le importaba a ella era la obediencia. A la
pregunta de si era «justa con la gente en general», Mary David Young, antigua
superiora general de la orden, responde:

Hasta donde yo sé, sí lo era. Siempre nos decía que tratáramos, hasta donde
pudiéramos, de que la gente con la que trabajábamos viera respetados sus
derechos. Principalmente se trataba de la iglesia y los derechos religiosos; decía
que debíamos intentar hacer algo al respecto porque, en la mayoría de los sitios en
donde trabajábamos, se tenía en muy poca consideración a los negros, incluso en la
iglesia. Sé que una de las cosas que a la| mayoría de nosotras nos molestaban
mucho en el trabajo, particularmente en el Sur, era esa separación tan visible [de
las razas]. Lo que hacía ella creo que era tratar de decirnos que no debíamos incitar
a otros a desobedecer la ley, porque la ley es la ley; pero que debíamos actuar en
ese punto con tanta circunspección como nos fuera posible. Por ejemplo, en
cualquier sitio adonde llegábamos, incluso en las iglesias, los negros tenían que
sentarse atrás; y no se les permitía recibir la comunión hasta que no la hubieran
recibido todos los blancos. Ella solía decirnos que eso no era justo, pero que, si ésa
era la ley, debían conformarse hasta donde pudieran; pero que debíamos tratar de
ver qué podíamos hacer para cambiar ese estado de cosas.

Como observé más arriba al examinar la biografía, Martino rechaza la


cuestión de los derechos civiles como esencialmente irrelevante para su tarea de
demostrar las virtudes heroicas de la candidata. Pero ¿realmente lo es?
Naturalmente, surge la pregunta: en un alegato en favor de la causa de un
personaje, cuya presunta santidad se basa en gran medida en su trabajo entre los
negros estadounidenses, ¿no requiere la «virtud heroica» algo más que la
aquiescencia frente a lo que era, al fin y al cabo, una forma obvia y maligna de
segregación racial? La cuestión es delicada. Por un lado, parece injusto juzgar a
Katharine Drexel o a cualquier otro santo por las pautas morales de una época
posterior; en este caso, los valores de justicia racial establecidos por el movimiento
de los derechos civiles, que surgió un cuarto de siglo después de que ella se
retirara de la dirección de la orden. Aun así, de un santo se espera que se ajuste a
unos criterios que rebasan las normas válidas para el resto de la humanidad; con lo
cual recuerda a los demás, a la manera de los profetas, que el Evangelio ofrece
unas normas de conducta que no son las del mundo y que todos los cristianos
están llamados a cumplir.

A juzgar por la positio, la respuesta parece ser la siguiente: en la clásica


jerarquía de los valores cristianos, tal como la defiende la Iglesia, la caridad
personal hacia los demás ocupa un rango más alto que la justicia que se les hace.
Más precisamente, el amor al prójimo arraigado en el amor de Dios y manifiesto en
la atención personal a los individuos se acerca más al ejemplo de Jesucristo que el
hecho de alcanzar la justicia para toda una clase de gente; sobre todo, cuando,
como en este caso, la justicia se expresa en la preocupación por el bienestar social y
civil más que por el bienestar religioso de una población concreta. Como hemos
observado al final del capítulo 4, la «santidad política» requeriría que los hacedores
de santos pensaran en una nueva clave. Así, dar a la virtud de la justicia más
importancia de la que le atribuía la madre Drexel significaría violentar no sólo el
concepto que tenía ella de las virtudes, sino también el que es propio de la Iglesia.
De todas maneras, como observó hace poco un historiador de la santidad cristiana,
«no era típico de los santos que buscaran, o que abogaran por ellas, soluciones
políticas a los problemas de los necesitados, y, ciertamente, no—tendían a ser
favorables a la revolución»\'7b231\'7d.

Aun así, de la positio resulta evidente que todas las personas relacionadas
con la causa esperan que la beatificación (y posible canonización) de Katharine
Drexel sirva a un fin pastoral específico; a saber, el de demostrar, con el ejemplo de
esta mujer, que la Iglesia católica de Estados Unidos ha trabajado heroicamente por
la verdadera liberación de los indios y de los negros (es decir, la liberación del
pecado mediante la conversión). En su introducción a la informatio de Martino,
Gumpel, en su calidad de relator, ofrece dos razones —una histórica, teológica la
otra— para decían para santa a Katharine Drexel:
La verdad acerca de una situación ha de determinarse mediante una
presentación justa de los hechos objetivos, La verdad y los hechos que le subyacen
puede que en realidad existan; pero, para que sean efectivos, es preciso que
primero sean conocidos y reconocidos.

Muy a menudo, una personalidad relacionada con los hechos objetivos


puede ser el medio por el cual la verdadera historia llega a la atención de otros. La
madre Mary Katharine Drexel es una de esas personalidades. Al estudiar su vida
santa y virtuosa, uno ve la auténtica historia de la evangelización de los indios y
los negros estadounidenses realizada por la Iglesia católica; una historia, por
desgracia, frecuentemente desconocida, mal comprendida o silenciada. La
esperada canonización de la madre Katharine contribuirá a la plena comprensión
de los heroicos esfuerzos que tantos y tantos católicos estadounidenses
emprendieron en favor de esos dos pueblos desatendidos.

La causa de la madre Katharine tiene importancia pastoral también por otro


motivo. Hoy en día se admira especialmente el altruismo, pero con frecuencia se
basa en motivos puramente humanitarios. La indagación de lo que inspiraba a la
madre Katharine en su trabajo con los negros y los indios demostrará que ella no
actuaba por otro motivo que el amor de Dios. Ese amor de Dios se inició en su
primera infancia y pronto se convirtió en lo único que le importaba a esa mujer
acaudalada, perteneciente a la clase de la alta sociedad. Precisamente cuando
comenzó a consumirse de amor a su Padre Celestial, Katharine deseó que otros
alcanzaran idéntico conocimiento. Fue una verdadera altruista y su filantropía era
aún mayor que su altruismo. Si trató de mejorar las condiciones de vida de los
negros y de los indios, dos razas que sufrían tanta discriminación en Estados
Unidos, era solamente porque Katharine estaba convencida de que ellos debían
saber que eran hijos e hijas de Dios. Sus obras caritativas y educativas aspiraban a
mejorar las relaciones de los negros y de los indios norteamericanos con Dios.

En una época en la que tantos otros realizan buenas obras por una variedad
de razones, importa más que nunca subrayar la base específicamente cristiana del
amor al otro, a saber, que Dios nos amó primero. A través de la personalidad de
Katharine Drexel, nuestros contemporáneos, y especialmente los jóvenes, pueden
ver la importancia de la presencia de Dios entre nosotros en el Santísimo
Sacramento, como punto de partida y soporte de toda actividad apostólica.

Parece que de ello cabe concluir que a la persona de Katharine Drexel se le


ha asignado una responsabilidad pastoral enorme. En primer lugar, la Iglesia
cuenta con esta beatificación para reivindicar su reconocimiento como una
institución preocupada, en el presente y en el pasado, por el verdadero bienestar
(es decir, el bienestar espiritual) de las minorías estadounidenses. En ese sentido,
todo el proceso en favor de Katharine Drexel puede considerarse un acto de
recuperación y de revisión histórica. Pero ¿avalan los hechos históricos, tal como se
encuentran en la positio, realmente tal conclusión?

Sobre la base de las pruebas suministradas por Martino, se puede llegar


fácilmente a la conclusión de que la Iglesia estadounidense, excepto la madre
Drexel, hizo muy poco por sus paisanos negros durante el siglo en que ella vivió.
De hecho, es precisamente porque la Iglesia se preocupaba tan poco por ellos por
lo que la labor misionera de la madre Drexel resulta digna de mención. Parecería,
por tanto, que, al beatificarla a ella, la Iglesia estaría llamando la atención, de
hecho, sobre la ausencia de interés en la suerte de los negros mostrada por la
inmensa mayoría de los católicos norteamericanos, la jerarquía incluida, durante el
siglo transcurrido entre la emancipación y el movimiento en favor de los derechos
civiles.

En segundo lugar, se espera que la beatificación de Katharine Drexel


transmita un mensaje teológico: para los cristianos, el altruismo debe basarse en el
amor de Dios por nosotros y no en «motivos puramente humanitarios». Como
profesión de fe, tal mensaje es axiomático; pero, precisamente por ser axiomático,
resulta difícil ver qué puede agregar a ese mensaje la personalidad de Katharine
Drexel para hacerlo más actual o más convincente, sobre todo para quienes no
comparten sus creencias. De nuevo parece, por el contrario, que la finalidad
pastoral concebida por los hacedores de santos no se halla del todo avalada por los
hechos. De las propias cartas de Katharine se desprende con toda claridad que su
mayor deseo no era servir a los demás como misionera o maestra, sino llevar una
vida de oración contemplativa y de penitencia. Parece por lo menos discutible que
su altruismo procediera de la idea de que «Dios nos amó primero» y no, más
concretamente, del ejemplo que le dio su familia y, en especial, la generosa
madrastra. Puesto que en la positio no se hace ningún intento de dilucidar su
carácter salvo en categorías «espirituales», no hay manera de determinar, a partir
de las pruebas disponibles, cuáles pudieron ser sus verdaderas motivaciones. El
motivo «superior» o religioso simplemente se presupone.

Estas observaciones, de ser ciertas, «no quitan mérito a su labor apostólica,


pero sí tienden a empañar el mensaje que supuestamente debe transmitir su
beatificación. Si Katharine Drexel renunció a su deseo de vivir como una monja
contemplativa y aceptó el compromiso al que la instó el obispo O’Connor, fue sin
duda un noble y piadoso acto de abnegación; pero eso, a mi entender, en modo
alguno la convierte en la personalidad excepcional o ejemplar que se espera de un
santo.

Por otra parte, si se tiene la esperanza, como parece probable, de que la


beatificación de Katharine Drexel sirva como ejemplo de que el altruismo inspirado
por el amor de Dios es superior al basado en motivos puramente humanitarios,
entonces la argumentación de la positio francamente no viene al caso. Para hallar en
su vida semejante mensaje, me parece que debería existir algún indicio de que la
madre Drexel hubiese ido más allá de lo que podría esperarse, digamos, de una
enfermera de motivación humanista que, además, consagró su vida a ayudar a los
negros y a los indios. Como mínimo, cabría esperar de un santo alguna señal de
transformación, tanto en ella misma como en los seres con los que trató; pero ni en
su biografía ni en los testimonios se halla el menor indicio de que los necesitados y
desfavorecidos a quienes ella sirvió tuvieran algún valor espiritual que enseñarla.
En ningún momento se dice ni se da a entender que haya crecido en amor a Dios o
al prójimo a consecuencia de su servicio a los demás. Todo cuanto nos dice la
positio es que era, a los ojos de sus colegas, una monja ejemplar cuya fortuna
heredada hizo posible que ella y sus colaboradoras satisficieran una necesidad
evangélica que la Iglesia estadounidense y sus obispos no hubieran podido
responder sin ella. En resumen, su santidad parece limitada a un apartado de su
vida separado, como por un velo de monja, de su labor altruista.

No tratamos de insinuar que Katharine Drexel no haya evolucionado


espiritualmente y ni mucho menos que no sea digna de beatificación; pero sí nos
estamos preguntando si la positio cumple el fin que se propone. El problema
fundamental es, a mi entender, que la historia documentada de su vida y las
declaraciones de los testigos no cuajan en la descripción de una personalidad
adulta y acabada; aquella «personalidad profunda» de la que hablaba Molinari. En
ningún momento la historia de la vida se funde con las virtudes de tal modo que el
lector pueda ver, según la metáfora de Molinari, cómo la savia produjo la flor. Por
un lado, una biografía que no nos muestra la vida interior de Katharine Drexel
después de su crisis de vocación; por el otro, unos testimonios esencialmente
anecdóticos, subjetivos y espiritualmente estereotipados, una serie de instantáneas
más que una secuencia íntegra con imágenes en movimiento. En consecuencia, la
relación entre su altruismo y su espiritualidad, más que demostrarse, se supone.

Ni la vita ni los testimonios le ofrecen al lector una impresión viva de quién


fue Katharine Drexel durante los últimos sesenta años de su vida ni de qué modo
cada una de sus virtudes afectó a las otras. En particular, no es posible discernir, a
partir de la positio, si su silencio ante la segregación racial era señal de prudencia
heroica, de falta de firmeza o de un exceso de obediencia. Lo que falta es un
análisis de cómo integró las virtudes que se le atribuyen. En suma, no encontré
nada en la positio que indicara evolución del carácter, conocimiento espiritual
alcanzado a través de la duda, de la adversidad o de la confusión moral, errores
cometidos, flaquezas superadas; nada, en otras palabras, que revelara aquel perfil
singular de la santidad que distingue, según nos dicen los teólogos, a un santo de
otro.

Quizás esperé demasiado de la positio. Sin duda le exigía, en cuanto a


profundidad teológica y exploración del carácter, más de lo que el autor mismo se
sentía llamado a ofrecer. Poco después de que la positio fuera entregada a los
asesores teológicos, Martino reflexionó sobre sus dos años de trabajo. Su tarea, tal
como él la entendió, no era escribir una biografía, en el pleno sentido de la palabra,
sino «presentar un retrato equilibrado» de la candidata, teniendo presente «lo
necesario para desarrollar una argumentación con el fin de que fuese declarada
venerable» —es decir, sus virtudes— y permitiendo que «se transparentaran»
cuantos defectos le pudiera descubrir. Pero, de hecho, no le halló defecto alguno; y
tampoco lo esperaba, según me dijo. Me contó que había leído una biografía de
Katharine Drexel cuando estudiaba en el seminario y, como otros católicos de
Filadelfia, estaba acostumbrado a dirigirle sus oraciones. No encontró nada en los
testimonios ni en las cartas ni en los materiales de archivo que alterara esa primera
impresión, y añadió: «No sé qué harán con mi trabajo los asesores teológicos; pero,
si aquí no hay virtud heroica, entonces no sé dónde encontrarla.»

La mañana en que se reunieron los asesores, Martino se mantuvo a su


disposición para responder a las preguntas y las críticas que acaso desearan
plantearle. La sesión duró poco más de una hora. El padre Sarno —que presidió la
reunión en sustitución del promotor general, monseñor Petti, porque éste no habla
inglés— insistió en que cada asesor se tomara por lo menos cinco minutos para
manifestar las eventuales reservas que pudiera sentir respecto a la positio. Hubo
una breve discusión sobre si Martino había incluido material suficiente para
demostrar cómo gobernaba la madre Drexel su comunidad religiosa. Sarno mismo
le preguntó a Martino si pensaba que había incluido documentación suficiente
sobre la perseverancia espiritual de la religiosa durante los últimos quince años de
su vida, cuando era ya una anciana enfermiza y semisenil. Pero no se hizo ninguna
pregunta sobre su actitud ante la segregación racial o los derechos civiles ni se
manifestó ninguna duda acerca de su santidad o de sus pruebas de virtud heroica.
Cuando se enunciaron los votos, los nueve asesores (incluido uno que se hallaba
ausente) la aprobaron por unanimidad.
Deseaba cotejar, por supuesto, mis propias reacciones con las de los asesores
teológicos que juzgaron la positio, pero las reglas de la congregación prohíben que
los asesores discutan las causas pendientes o los motivos de su voto. Sólo pude
concluir, por tanto, que mi lectura de la positio divergía en lo esencial de la que
hicieron los expertos.

Una vez más me equivocaba.

Me enteré de que varios de los asesores teológicos de la congregación habían


expresado durante los últimos meses las mismas objeciones que había encontrado
yo en cuanto a las estructuras usadas para demostrar las virtudes heroicas. Sus
críticas no se dirigían contra tal o cual positio en particular, sino contra los métodos
y presupuestos heredados por los que se organizan y se juzgan convencionalmente
las pruebas de santidad. Aunque las críticas se mantuvieron rigurosamente en el
interior de la congregación, Gumpel mismo aludió a algunas más tarde en letra
impresa:

Es de dominio común que una serie de teólogos sumamente competentes y


familiarizados con el trabajo de nuestra congregación ponen en duda que sea
prudente tratar las virtudes individuales según el sistema clásico de los
escolásticos. Opinan que, al dividir y subdividir las virtudes, se corre el riesgo de
perder de vista la unidad de la vida espiritual del siervo de Dios. Temen también
que tal enfoque esquemático impida que se eluciden y se capten los elementos más
típicos y personales que influyen en la espiritualidad de la persona cuya vida se
está examinando\'7b232\'7d.

Uno de los críticos consintió finalmente en hablar conmigo, bajo la condición


de que no revelara su nombre. Como muchos de los asesores teológicos de la
congregación, es italiano, miembro de una orden religiosa y profesor de
espiritualidad en una de las universidades pontificias de Roma. En el transcurso de
una conversación de dos horas que mantuvimos una tarde en su monasterio,
señaló una serie de cuestiones, relacionadas entre sí, que, según me dijo, habían
suscitado considerables diferencias de opinión en el cuerpo de asesores de la
congregación.

En primer lugar, hay una preocupación generalizada de que demasiados de


los hombres y las mujeres propuestos para la santidad sean «personajes
meramente arqueológicos: buenas personas que fueron fundadores o miembros de
alguna orden religiosa, pero cuya santidad no inspira a la gente de ahora. El
problema es que no sabemos cómo presentar a esas personas de modo que tengan
algún valor para nuestra cultura».

Y, lo que es más, «muchos de los asesores mismos viven en un mundo


clerical bastante cerrado y tienen, por consiguiente, un concepto bastante estático
de la santidad; en realidad, más que teólogos son archivistas. Ellos están bastante
contentos con el procedimiento de considerar una por una las pruebas de cada una
de las virtudes, en vez de verlas en mutua relación, porque es eso a lo que están
acostumbrados. En algunas positiones, la prueba de virtud es casi una medida
cuantitativa: tantos testimonios de esta virtud, tantos de aquella otra. El problema
de ese enfoque es que se centra en la cantidad de fe, de esperanza, etcétera, y no en
el proceso. Y ese enfoque no lo puedo aceptar».

—¿Por qué no? —pregunté.

—Porque no es natural. Una persona se hace santa viviendo y realizando un


proyecto de santidad, tendiendo a una síntesis espiritual siempre mayor. En este
proceso, es posible que sobresalga durante una fase de la vida la virtud de la
pureza, en otra la caridad, en una tercera la contemplación, y así sucesivamente. La
vida espiritual, si es dinámica, pasa por diferentes fases, con énfasis en una cierta
virtud en cada una de ellas. Lo que debemos discernir los asesores es ese proceso
de santidad y la manera como se realiza en la vida. Pero en la mayoría de las
positiones no encontramos nada de eso.

—¿El problema está en el modo esquemático de presentar las virtudes, o en


la forma de organizar y de escribir la historia de la vida del candidato?

—Ambas cosas. En alguna ocasión, un relator y su colaborador usan la


documentación para interpretar la vida de una manera dinámica, pero eso de
hecho no lo permite el método que utiliza la congregación. En mi caso personal,
cuando recibo una positio de la congregación, trato de leerla de manera dinámica,
intento ver qué proceso espiritual está actuando; pero, al dar mi voto, tengo que
atenerme a las formas tradicionales. Si quiero decir mi opinión en las reuniones,
debo acatar las reglas.

—¿No pueden cuestionar el material? ¿No pueden vetar una positio que no
presenta la dinámica que ustedes buscan?

Mi interlocutor sonrió.

—No me entiende. Muchos asesores están muy contentos con la forma


jurídica de presentar las virtudes y con las categorías tradicionales de concebir la
santidad. Su propia formación espiritual ha sido muy clerical y ellos ven la
documentación de una manera muy clerical. —Se interrumpió, tratando de
explicarse—. Estoy hablando de dos mundos diferentes, el de ellos y el nuestro,
dos sensibilidades diferentes, dos actitudes culturales diferentes. En el mundo de
donde vienen ellos, la santidad existe de una cierta forma y siempre existirá,
mientras que nosotros...

—¿Cómo cambiaría usted la manera de escribir las positiones—interrumpí.

—No lo he pensado a fondo. Lo que pedimos es algo nuevo, una


interpretación más profunda de la vida y de las virtudes. Nos han dicho que todo
lo que podemos hacer es insistir en la necesidad de un cambio; y, si somos
bastantes los que insistimos, es posible que el cambio se produzca.

La redacción de las positiones parece ser un género en busca de una forma


adecuada. Antes, su forma estaba determinada por la convención —la epopeya
espiritual—; luego, por un método esencialmente ajeno al contenido, el jurídico;
ahora, tras la reforma, carece de unos cánones específicos y propios, como ciencia o
como arte.

El género al que más se acerca es la biografía. Igual que ésta, la positio


transforma una vida en un texto; pero, a diferencia de la mayor parte de las
biografías, intenta dilucidar lo que está oculto: en este caso, el movimiento y los
momentos de la gracia.

Para esta clase de biografía, lo que hace falta no es solamente la


historiografía crítica, sino imaginación teológica. En este sentido, la redacción de
las positiones se parece a la traducción de un poema de una lengua a otra: si el
traductor se preocupa exclusivamente por el mensaje, pierde la poesía.

Es de suponer que el significado de la santidad puede extraerse de los


sonidos, de la forma y de la música que le son particulares\'7b233\'7d.

Lo que buscaba el asesor teológico con quien hablé —y lo que, según me


parecía, todo el movimiento de reforma se estaba esforzando por captar— es la
melodía de la gracia particular de cada vida vivida con la integridad espiritual que
se le exige a un santo. Y era eso lo que eché de menos al leer la positio sobre
Katharine Drexel. No es suficiente, pensé, ser capaz de identificar las notas de la
santidad ni disponerlas conforme a unas pautan teológicamente aceptables; es
preciso saber escuchar la música discernir las combinaciones de tonos, semitonos y
acordes, de las pausas, censuras y silencios, de los motivos y el tema central: eso es
lo que crea la armonía de la santidad.
8

LA ARMONÍA DE LA SANTIDAD:

LA INTERPRETACIÓN DE

UNA VIDA DE GRACIA

Cada año, la Congregación para la Causa de los Santos trata una serie de
causas «antiguas», es decir, de aquellos siervos de Dios que murieron hace tanto
tiempo que no quedan ya testigos que puedan atestiguar sus virtudes heroicas.
Algunas de esas causas son tan antiguas —Isabel la Católica, reina de España,
muerta en 1504, es un ejemplo— que resulta difícil imaginar a qué «finalidad
pastoral» pueda servir declararlos santos; otras, como la de fray Junípero Serra
(1713-1784), el fraile franciscano que fundó una red de misiones en California, han
conservado tal devoción popular e interés histórico que la beatificación parece casi
innecesaria.

Desde el punto de vista de los hacedores de santos, las causas antiguas


tienen ciertas desventajas. Si el candidato no es un personaje conocido, el proceso
de canonización puede parecer un ejercicio ocioso de hagiografía arqueológica. Por
otra parte, cuando el candidato reviste un interés histórico sustancial, la
postulación debe contar con la opinión seglar, tanto la popular como la de los
expertos, y ambas suelen ver, por lo general, con escepticismo las reputaciones de
santidad. En el caso de Isabel la Católica, por ejemplo, cuya positio está lista para el
juicio, la Iglesia tendrá que explicar por qué una monarca que fomentó la
Inquisición española y expulsó de España a los judíos merece la canonización
como santa. En cuanto al padre Serra, cuando el Vaticano anunció en 1985 que
estaba preparado para la beatificación, ciertos militantes indígenas
estadounidenses, apoyados por unos cuantos historiadores, acusaron al misionero
español del malos tratos a los indios. Aunque sus críticas no alteraron el juicio de
la congregación, la amenaza de una protesta poco decorosa obligó al papa Juan
Pablo II a cancelar su plan del beatificar a Serra durante su peregrinación a
California en mayo de 1987. La ceremonia se celebró el 25 de septiembre de 1988,
en un lugar más seguro, como lo es la plaza de San Pedro.

Pero las causas antiguas ofrecen también a los hacedores del santos una
oportunidad importante de identificar con mayor claridad los factores específicos
que permiten reivindicar la santidad del candidato. Precisamente porque no hay
testigos que atestigüen las virtudes heroicas del candidato, el alegato en favor de
su santidad debe construirse exclusivamente a partir de la historia documentada
de su vida. Así pues, el autor de la positio debe remitirse exclusivamente al
candidato mismo, tanto para proveer las pruebas de su virtud heroica como para
determinar el modo en que esas virtudes se manifestaron en las circunstancias
históricas concretas. En resumen, las causas históricas, por su naturaleza misma,
impelen a la postulación a revelar la respuesta singular del candidato a la gracia,
ofreciendo una interpretación tan genuinamente teológica como histórica de la
vida del sujeto.

De todas las causas históricas que llegaron a la congregación desde la


reforma de 1983, no hay ninguna tan apasionante como la de Cornelia Connelly,
fundadora de la Compañía del Santo Niño Jesús. Es, sin duda, una de las causas
más delicadas y más complicadas a que se enfrentan los jueces de la congregación.
Mucho antes de su muerte, en 1879, Cornelia Connelly había suscitado
considerables controversias y, en algunos momentos, desconcierto en el seno de la
Iglesia. Ella fue, al mismo tiempo, esposa, madre y monja. Su marido, Pierce, era
un sacerdote que acabó eligiendo la apostasía. La insistencia con que defendió su
vocación sacerdotal tuvo efectos devastadores sobre los tres hijos, y su esposa fue
objeto de un escandaloso litigio, «Connelly contra Connelly», ante los tribunales de
la Inglaterra protestante, cuando Pierce exigió la restitución de sus derechos
conyugales, mucho después de que la Iglesia hubiese aceptado la separación y
Cornelia hubiese hecho ya votos de castidad perpetua. Casi setenta años después
de su muerte, la reputación de Cornelia era tal que algunos obispos y sacerdotes
ingleses se opusieron rotundamente al intento de la compañía de iniciar un
proceso encaminado a su canonización. Tuvieron que pasar otros treinta años
hasta que se acabó de reunir y de evaluar la documentación histórica y se dispuso
de una biografía en tres volúmenes, con un total de mil seiscientas treinta y siete
páginas. Pero, incluso entonces, los hacedores de santos se mostraban seriamente
preocupados por si la vida de tan extraordinaria mujer, una vez dada a conocer
mediante la canonización, pudiera escandalizar a los católicos de finales del siglo
XX. Al fin y al cabo, la Iglesia nunca antes había canonizado a una monja casada
con un cura.

Supe de Cornelia Connelly por primera vez en el otoño de 1986. Gumpel y


Molinari, que se ocupaban de la causa, me propusieron que hablara con Elizabeth
Mary Strub, una estadounidense que fue superiora general de la Compañía del
Santo Niño Jesús, a quien se le había asignado la tarea de escribir la informado que
demostrara las virtudes heroicas de su fundadora. Resultó que Strub era, además,
una pionera: la primera mujer que preparaba un documento para el juicio de la
congregación\'7b§§§§§§\'7d.
—Digámoslo francamente —me dijo Elizabeth un día a la hora de comer—,
la vida de Cornelia se lee como un serial Victoriano. El mero hecho de que haya
sobrevivido a todo eso, creo que es ya de por sí heroico.

Llegó el vino y, luego la pasta. Cuando habíamos acabado la ensalada, la


fruta y el café italiano, había pasado una hora y Elizabeth aún no había llegado a
contarme ni la mitad de la larga y agitada vida de Cornelia. Me encareció que, en
lugar de escuchar la historia de segunda mano, leyera yo mismo la positio.

—Pienso que verá que Cornelia tiene algo que decir a cualquier mujer que
haya sufrido una ruptura de las relaciones personales, con divorcio, enajenación de
los hijos, etcétera. En ese sentido, es realmente una mujer muy contemporánea; una
santa para nuestro tiempo.

Quien lea la positio sobre Cornelia Connelly se dará cuenta inmediatamente


de que no es una candidata convencional a la santidad. La teología aparte, su vida
parece tan despiadadamente azarosa que desafía los esfuerzos del biógrafo más
hábil por encontrar un hilo coherente.

LOS BUENOS Y LOS MALOS TIEMPOS DE

CORNELIA CONNELLY

Nacida en Filadelfia en 1809, Cornelia Peacock fue educada en la religión


presbiteriana. A los catorce años, pasó a vivir, tras la muerte de sus padres, con
una hermanastra, Isabella. En 1831, recibió el bautismo de la Iglesia Episcopal
Protestante y, a pesar de las objeciones de Isabella, se casó con el reverendo Pierce
Connelly, sacerdote episcopal. Como Katharine Drexel, Cornelia recibió una buena
educación en su casa, con profesores particulares. Era una mujer delgada, serena y,
como revelan las fotografías, bastante guapa. Pierce era cinco años mayor que ella
y estaba graduado por la Universidad de Pensilvania, donde había estudiado
derecho durante breve tiempo antes de hacerse sacerdote.

Al poco tiempo de casarse, los Connelly se trasladaron a Natchez, Misisipí,


donde Pierce fue nombrado rector de la iglesia de la Santísima Trinidad, sirviendo
a los poderosos terratenientes y mercaderes del lugar. Los dos eran, en todos los
sentidos, una pareja feliz y piadosa, bien acogida por los feligreses. Pronto se le
aumentó el sueldo a Pierce y, aconsejado por algunos parroquianos, invirtió el
dinero ventajosamente en tierras. En un espacio de cuatro años, Cornelia dio a luz
a un hijo, Mercer, y a una hija, Adeline. En 1835, Pierce fue nombrado presidente
de la Convención Episcopal del Suroeste, cargo que prometía buenas posibilidades
de un futuro obispado.

Pero, ese mismo año, una ola de histeria anticatólica atravesó Estados
Unidos, como reacción ante la masiva inmigración católica europea. Las
desaforadas acusaciones esgrimidas contra los católicos impulsaron a Pierce a
emprender un estudio pormenorizado de las creencias y las prácticas católicas
romanas. Cornelia le asistió en sus estudios, y hacia finales de año, la duda acerca
de sus propias creencias era tal que renunció a la parroquia y viajó a Saint Louis
para consultar con el obispo Joseph Rosati sobre la conversión. Con esa decisión,
Pierce sacrificaba una carrera prometedora y, con ésta, un futuro económicamente
seguro para su familia. Pero su esposa lo respaldaba plenamente: «Confío
plenamente en la piedad, la integridad y los conocimientos de mi querido esposo.
Estoy dispuesta a someterme a lo que él crea que es el camino del deber», escribió a
su hermanastra\'7b234\'7d.

Resultó que, en opinión de Pierce, su camino conducía a la ordenación como


sacerdote católico romano, pese a ser casado y padre de familia. Se le dijo que la
Iglesia católica ordena en algunas ocasiones a hombres casados, pero que tales
excepciones son raras y requieren un examen del Vaticano. Tras su visita a Rosati,
llevó su familia a Roma para estudiar la Iglesia más de cerca antes de
comprometerse y presentar su solicitud de ser ordenado a las autoridades del
Vaticano. Mientras la familia esperaba en Nueva Orleans el pasaje a Italia, Cornelia
resolvió no esperar la decisión de su marido, se presentó para dejarse instruir en la
fe y fue recibida como miembro de la Iglesia católica romana.

En Roma, Pierce solicitó ante el Santo Oficio su admisión en la Iglesia y que


se le tuviera en consideración para el sacerdocio. Su petición fue tan convincente
que el papa Gregorio XVI, tras recibirlo en audiencia privada, vertía lágrimas de
emoción. A los dos meses de su llegada, fue admitido en la Iglesia. Pero la cuestión
de la ordenación no era tan fácil de resolver. Dado que el rito latino de la Iglesia
exige a los sacerdotes el celibato, los funcionarios del Vaticano le sugirieron que
considerara el rito oriental (griego), que ordena también a hombres casados. Él
hizo caso omiso de esa propuesta: en Estados Unidos no había parroquias de rito
oriental a las que pudiera servir, y los horizontes de su carrera habrían sido
limitados, puesto que, aun en el rito oriental, sólo los célibes pueden ser obispos.

Pierce Connelly era un joven carismático que inmediatamente impresionó a


los más altos dignatarios del Vaticano y a la nobleza romana. Cornelia, a su vez,
impresionaba por la prontitud de su inteligencia, por sus modales afables y
encantadores y por su perfil clásico que recordaba las estatuas griegas. Los dos
fueron bien recibidos por la alta sociedad internacional de Roma. Entre sus amigos
más importantes se encontraba el católico inglés John Talbot, conde de
Shrewsbury, quien llevó a Pierce consigo a Inglaterra por cinco meses y lo presentó
a católicos británicos influyentes. Durante la ausencia del marido, Cornelia cuidaba
los niños en el palacio romano de lord Shrewsbury. Al mismos tiempo, estudiaba
idiomas, música y pintura —tenía buena voz y buen ojo— y colaboró en la ayuda a
los pobres con Gwendalin, la piadosa hija de Talbot, casada con un hijo de la noble
familia de los Borghese.

Pero, en su interior, se hallaba profundamente desconcertada. Venía de una


tradición protestante que no sólo ordenaba sacerdotes a los hombres casados, sino
que prefería que los sacerdotes fuesen hombres casados. Poco a poco comprendió
que, si Pierce se hacía sacerdote católico, debía renunciar a él. Le confesó sus cuitas
a John McClosky, un joven sacerdote que estudiaba en Roma y que sería más tarde
cardenal arzobispo de Nueva York: «¿Es necesario que Pierce haga ese sacrificio,
que me sacrifique a mí? Yo quiero a mi marido y a mis queridos hijos, ¿por qué
debo abandonarlos? Amo mi religión; ¿por qué no podemos seguir siendo felices,
como la familia del conde de Shrewsbury? ¿Por qué?»

Tras el regreso de su marido a Roma, Cornelia concibió a su tercer hijo.


Pierce fue recibido en otras dos audiencias por el papa; en una, incluso con
Cornelia a su lado. Después, la familia se trasladó a Viena, donde el infatigable
Pierce se entrevistó durante veinte minutos con el príncipe Metternich, entonces el
diplomático más importante de Europa, y, en otra ocasión, con el archiduque
Maximiliano, quien lo trató como a un amigo. En Viena nació el segundo hijo
varón, John Henry. En julio estalló en Estados Unidos una crisis bancaria y Pierce
se vio obligado a regresar a Natchez para buscar empleo. Siguiendo una invitación
de los jesuitas, Cornelia y él decidieron servir a la Iglesia como maestros de
escuela. Pierce aceptó un puesto de profesor de inglés en un colegio jesuita de la
localidad rural de Grand Coteau, Louisiana, a cambio de una pequeña casa y de
educación gratuita para su hijo mayor, Mercer. Cornelia contribuía a los ingresos
familiares enseñando música en una academia femenina de las religiosas del
Sagrado Corazón. Tenía veintinueve años y era madre de tres hijos menores de seis
años. Por primera vez en su vida de casados, los Connelly eran pobres; y, sin
embargo, estaban bastante contentos con su vida.

Se iniciaron entonces una serie de incidentes que acabarían transformando


por completo las vidas de Cornelia y de su marido. En el verano de 1839, su hija
Mary Magdalen, la cuarta de los descendientes, murió a las seis semanas de haber
nacido. Inmediatamente antes de Navidad, Cornelia hizo un retiro de cuatro días
con las Hermanas del Sagrado Corazón, durante el cual el sacerdote que dirigía las
oraciones, un jesuita, la introdujo a los Ejercicios espirituales de san Ignacio. Más
tarde, insistiría en que en esos tres días experimentó una profunda conversión del
alma; y mucha falta le haría. En febrero, un terranova juguetón empujó a John
Henry, que acababa de cumplir treinta meses, a una caldera de jarabe de caña
hirviendo. Como no había ningún médico al alcance, Cornelia tuvo al niño en
brazos durante dos días hasta que murió. Ocho meses después, durante un retiro,
Pierce le comunicó a su mujer que había llegado a la certeza de que Dios lo estaba
llamando al sacerdocio de la Iglesia católica romana, y le pidió su apoyo.

Cornelia había esperado —y temido— esa declaración de Pierce. Por


entonces, sabía ya muy bien que, si le consentía tal deseo, ello significaría la
separación vitalicia de ambos y la ruptura de la familia; significaba que ella misma
debía hacer voto de castidad perpetua y que no podría volver a casarse nunca más.
En vista de las circunstancias, la respuesta de Cornelia —autentificada por los
historiadores— fue heroica por su espíritu de renuncia y abnegación. Le recordó a
Pierce que esa decisión los implicaba a ambos y era un asunto de peso, y lo instó a
considerarlo profundamente por segunda vez; si después le seguía pareciendo que
tal era la voluntad de Dios, sólo entonces ella aceptaría: «Por muy grande que sea
el sacrificio, si Dios me lo pide estoy dispuesta a hacerlo por Él de todo corazón.»

Para poner a prueba su resolución, Pierce y Cornelia acordaron un período


de abstinencia sexual. De todos modos, ella estaba ya encinta de su quinto hijo,
Pierce Francis, que nacería en la primavera de 1841. Inmediatamente antes y
después de este nacimiento, Cornelia emprendió dos retiros de ocho días, durante
los cuales comenzó a pensar seriamente en hacer los votos religiosos si su esposo
perseveraba en los planes de hacerse sacerdote católico.

Al año siguiente, Pierce rompió la unidad de la familia, contrariando el


consejo del obispo de Nueva Orleans, Anthony Blanc, un amigo de los Connelly.
Vendió la casa y se marchó a Inglaterra, con una previa interrupción del viaje en
Baltimore para hablar en las iglesias, en su condición de converso prominente. En
Inglaterra dejó a Mercer en un internado —tenía nueve años— e intentó, sin éxito,
entrar en la orden de los jesuitas.» Cornelia se trasladó, con los dos hijos que le
quedaban, a una casita de campo con dos habitaciones, situada en los terrenos del
convento de Grand Coteau, y durante catorce meses, se sometió a una rutina de
oración y trabajo que imitaba el régimen espiritual de las hermanas. Mientras
tanto, Pierce se hizo tutor de viaje del Robert Berkeley, retoño de una acaudalada
familia católica del Gran Bretaña, cometido que lo llevó a Roma en 1843, donde
porfió en su solicitud de ser ordenado sacerdote. Por entonces, el papa Gregorio
recibía a Pierce como a un viejo amigo, y al ver que el converso norteamericano era
católico desde hacía siete años, le ordenó que trajera a Roma a su mujer y a sus
hijos a fin de que los funcionarios pudiesen discutir el asunto con Cornelia
personalmente.

Pierce regresó a Londres, y de ahí se embarcó a Filadelfia para recoger a


Cornelia y a los niños. Volvieron a Inglaterra, y como huéspedes de lord
Shrewsbury, conocieron a miembros del Movimiento de Oxford. Cargando con el
pequeño Berkeley, pasaron un mes en París y, luego, se establecieron en un
espacioso apartamento en Roma, cerca del Palazzo Borghese. El carnaval encontró
a los Connelly solicitados una vez más por la vida social. Nadie sabía de sus planes
de separación; Pierce suponía, de todos modos, que pasarían varios años más antes
que se le permitiera prepararse para la ordenación.

Pero el papa, tras recibir el consentimiento personal de Cornelia a la


ordenación de su marido, actuó con rapidez. Se concedió el permiso y, al cabo de
sólo tres meses, ambos esposos firmaron un decreto de separación formal. Cornelia
se mudó con Frank y con la niñera a una casa de retiro de Trinitá dei Monti, un
convento de las Hermanas del Sagrado Corazón situado en lo alto de la Escalera
Española. Estaba previsto que viviría, mientras su hijo pequeño la necesitara, como
lega y no como postulanta oficial a la comunidad. Adeline ingresó en la escuela del
convento, donde su madre le enseñaba inglés y música. Mientras tanto, Pierce
inició sus estudios de teología, recibió la tonsura y vistió el traje de los sacerdotes
católicos romanos. El 1 de mayo de 1844 fue admitido a las órdenes menores. El
papa Gregorio mostró su satisfacción ante la «buena pesca» que había hecho la
Iglesia al conseguir un pescado tan grande recién capturado en el Tiber.

En la Trinitá, Cornelia llevaba vida de enclaustrada, pero el Vaticano le


concedió permiso a Pierce para visitar una vez a la semana a su mujer y a los niños.
Esperaba hacerse jesuita, y su esposa contaba con ello, cuando sus esperanzas se
vieron truncadas al acusarlo el padre general de la orden de visitar a Cornelia con
demasiada frecuencia. Más tarde, Pierce juzgaría conveniente confesar que en esas
visitas trataba a su mujer a veces con excesiva familiaridad. Cuando se acercó el
día de tomar las órdenes mayores, Cornelia tuvo con él una última conversación y
le pidió que reconsiderara una vez más el sacrificio que exigía de sí mismo, de ella
y de los tres hijos de ambos. Se ofreció a renunciar a lo que era por entonces ya su
propio deseo de hacerse monja, y a volver con él a una vida normal de familia;
pero él insistió en tomar las sagradas órdenes. En cumplimiento de las exigencias
del derecho canónico, Cornelia pronunció un voto de perpetua castidad, liberando
así a su marido para la ordenación. En junio, Pierce fue ordenado y celebró su
primera misa; él mismo dio la primera comunión a su hija, mientras Cornelia
cantaba en el coro.

A los ojos de la Iglesia y a los suyos propios, los Connelly eran todavía
casados, pero Cornelia había cedido su marido a la Iglesia. Su actitud quedó
expresada con nitidez en una carta que escribió a John, el hermano de Pierce: «Él
[Pierce] está bien y anda profundamente ocupado con los deberes del ministerio,
enseñando, predicando, recibiendo confesiones, etc. etc. Así que ya ves que no es
por nada por lo que lo sacrifiqué a Dios. Puedes estar seguro de que esa idea me
consuela mucho; deberíamos buscar una parte mayor del amor divino, en
proporción a cuanto estamos dispuestos a sacrificar de nuestra felicidad natural
(...) y buscar más en la eternidad.»

Cornelia tenía entonces treinta y seis años y se veía frente al problema de


crearse un futuro. Cuando consintió en la separación, lo hizo con la convicción de
que, en su vida religiosa, los hijos seguirían a su lado «como si jamás hubiera
abandonado el mundo». En la Trinitá había algunos aspectos de la vida de claustro
que ella encontraba demasiado restrictivos, de los cuales no era el menos
importante las reglas que limitaban la comunicación con sus hijos. Adeline, de diez
años, no estaba aún preparada para ingresar en un internado y Frank tenía sólo
cinco años. Aunque las hermanas la presionaban para que ingresara en la
comunidad, el cardenal vicario de Roma le aseguró, para gran alivio de ella, que su
deber era cuidar a los hijos; y le dijo también algo de lo que Cornelia no se había
dado cuenta: aunque era su deseo hacerse monja, no estaba en modo alguno
obligada a ello.

Con la ayuda de Giovanni Grassi, un jesuita italiano afincado en Roma, pero


que había vivido muchos años en Estados Unidos, Cornelia halló una solución.
Decidió fundar una nueva congregación no conventual de religiosas, que le
permitiría continuar atendiendo a sus hijos. Grassi le aconsejó que iniciara su
trabajo en Estados Unidos, pero la noticia de su resolución llegó a Inglaterra,
donde lord Shrewsbury y el obispo Nicholas Wiseman habían decidido que
Cornelia era la persona adecuada para ayudar a educar a las niñas católicas y a los
pobres. Puesto que la invitación a trasladarse a Inglaterra le fue presentada como
deseo del papa, Cornelia obedeció. Pierce, quien iba también a Inglaterra para
servir de capellán a lord Shrewsbury, la ayudó a esbozar un conjunto preliminar
de reglas o constituciones para la nueva congregación religiosa. Incluso tenía
pensado ya un nombre: Compañía del Santo Niño Jesús.
La positio deja claro que los católicos romanos vivían tiempos difíciles en la
Inglaterra de mediados del siglo pasado. El Movimiento de Oxford estaba en plena
acción: John Henry Newman, el que más tarde sería cardenal, acababa de hacer su
viaje espiritual de Canterbury a Roma y se estaba a punto de restaurar la jerarquía
católica. Tras ciento cincuenta años de represión, a los católicos ingleses se les
permitía votar y ser diputados del Parlamento. El reverso de todo eso era que la
Iglesia británica era pobre, su clero estaba mal preparado y las necesidades
pastorales eran enormes. Cinco millones de católicos, la mayoría de ellos
paupérrimos e iletrados, habían emigrado de Irlanda y esperaban la ayuda de la
Iglesia. Nadie, y menos que nadie la mayoría protestante, sabía qué consecuencias
acarrearía la emancipación política de los católicos para la vida política de la
nación. Más aún, la restauración de la jerarquía católica reavivó el anticatolicismo
inglés; de nuevo las prácticas «papistas» eran objeto de sospecha: los secretos de
confesionario, los turbios manejos que se tramaban en los conventos y, ante todo,
las maquinaciones políticas de Roma. William Taylor, autor de Popery: Its Character
and Its Crimes («El papismo: su carácter y sus crímenes»), reflejó las preocupaciones
de los protestantes ingleses: «No preguntamos qué son los sacerdotes papistas
cuando se hallan rodeados por el protestantismo sino qué son allí donde el sistema
se desarrolla sin restricciones», declaró en 1847, un año después de que los
Connelly, convertidos ya en cura y en monja, llegaran a Inglaterra.

Para no escandalizar a los protestantes ingleses, el obispo Wiseman rehusó


renovar el permiso de visita del que Pierce había disfrutado en Roma. La
comunicación entre marido y mujer se limitó desde entonces a la correspondencia.
Por motivos análogos, Wiseman insistió también, causando gran aflicción maternal
a Cornelia, en que enviara a los dos hijos menores a un internado —situación en la
que Mercer se encontraba ya— mientras concluía sus estudios de novicia. De todos
modos, a ella no le faltaba ocupación, Wiseman le había encontrado un gran
convento junto a la iglesia de Santa María, en Derby, ciudad industrial, y la ordenó
iniciar un ambicioso programa de educación femenina. Al poco tiempo, Cornelia
dirigía una escuela diurna con doscientos alumnos, una escuela nocturna para
trabajadoras de las fábricas y una concurrida escuela dominical, al mismo tiempo
que preparaba a las novicias de la Compañía del Santo Niño Jesús.

Tras un año de separación total, Pierce se presentó sin previo aviso en el


convento para ver a su mujer. Aunque también Cornelia estaba ansiosa de verlo,
criticó airadamente esta violación de la orden del obispo Wiseman y le indicó que
no repitiera la visita. Pierce le escribió una carta llena de reproches, y ella contestó
reconociendo la persistente atracción física que experimentaba por él y la dificultad
de superarla. («Tú no sientes la tentación violenta que siento yo cuando pienso en
la pequeña habitación de Belén [su dormitorio común en Natchez] ni tal vez hayas
pasado nunca por las luchas de un corazón femenino. No, jamás has vivido eso.»)
En diciembre de 1847, hizo los votos perpetuos de religiosa y se instaló
formalmente como superiora general de la compañía. Pierce no asistió a la
ceremonia; la creciente jurisdicción eclesiástica de Wiseman sobre Cornelia le
provocaba celos y decidió tomar medidas a fin de recobrar el control de su esposa.

En enero de 1848, Pierce retiró a los hijos de sus respectivas escuelas sin
avisar previamente a Cornelia, colocó a Frank, de seis años, en una casa secreta y
se llevó al continente a Mercer y a Adeline, esperando que Cornelia lo siguiera.
Ella, por el contrario, siguió el consejo de su padre espiritual, el jesuita italiano
Samuele Asperti, e hizo voto de no dejarse apartar, por comunicarse con su marido
y sus hijos, de lo que consideraba como derechos de Dios sobre ella. En otras
palabras, quería seguir fiel al estado de separación y de celibato en que la Iglesia la
había colocado, fiel a sus recientes votos religiosos y fiel a las obligaciones que
pesaban sobre ella como superiora de una nueva comunidad de la Iglesia. El paso
siguiente lo dio Pierce. Fue a Roma y, haciéndose pasar por el fundador de la
Compañía del Santo Niño Jesús, presentó a la Congregación para la Propagación
de la Fe (que, en aquel entonces, ejercía jurisdicción sobre los institutos religiosos
de Gran Bretaña) su propia versión de las constituciones o reglas de vida de la
sociedad. Esperaba que, si las constituciones eran aprobadas con él como
fundador, tendría el poder de pasar por encima de la autoridad de Wiseman y
recobrar así el control de su esposa. Cuando Cornelia y Asperti supieron del
complot, escribieron a la congregación y desbarataron, de momento, los planes de
Pierce. Desde entonces, sin embargo, los funcionarios de la congregación
supusieron que Pierce era cofundador de la compañía y aceptaron su versión de
las reglas del instituto: error que habría de causar considerable confusión en el
futuro. A su regreso, Pierce fue a ver a Cornelia, y le llevó un regalo del nuevo
papa, Pío IX; pero ella se negó a recibirlo, a menos que le devolviera a Adeline.
Pierce pasó seis horas discutiendo con Asperti, mientras Cornelia permanecía
arrodillada en un reclinatorio en el piso de arriba.

Su marido no era el único problema que le complicaba la vida a Cornelia, se


enfrentaba también al primero de una serie de problemas económicos y legales que
no dejarían de perseguirla durante el resto de su vida. Aunque sus escuelas
funcionaban bien, las chicas de las fábricas no estaban en condiciones de costear
ellas mismas su educación, y la Iglesia era demasiado pobre para aportar más que
subsidios ocasionales. El obispo Wiseman, que al principio había escrito que
asumiría personalmente «la entera responsabilidad del convento», no pudo
cumplir del todo su promesa, y Cornelia, incapaz de correr con los gastos, se vio
amenazada de desahucio por el pastor de la misión de Derby. El obispo Wiseman,
que había sido nombrado vicario apostólico para el distrito de Londres, instó a
Cornelia a que se trasladara con sus monjas a una propiedad que tenía en su
distrito, en St. Leonard’s by-the-Sea, en la costa de Sussex. Cornelia aceptó.

Pierce se puso lívido cuando se enteró. Se mudó de la casa de lord


Shrewsbury a la de Henry Drummond, miembro del Parlamento y anticatólico
fanático. Pierce odiaba obsesivamente a Asperti y a Wiseman, convencido de que
el obispo había trasladado a Sussex a su ex mujer para ejercer un mayor control
sobre ella. Desafiando el derecho canónico y sus votos de sacerdote, inició un
pleito para exigir la restitución de sus derechos conyugales.

El caso «Connelly contra Connelly» amenazaba a toda la Iglesia católica de


Inglaterra con un escándalo vergonzoso y de gran envergadura. Pierce sugirió que
Cornelia podía evitar tal escándalo sólo con volver a su lado; ella se negó. Lord
Shrewsbury le propuso como acuerdo que abandonara Inglaterra o, por lo menos,
el distrito de Wiseman, para evitar el escándalo; de nuevo ella se negó, pues creía
que, con tal acto, traicionaría tanto sus votos como su novel instituto religioso, que
por entonces contaba con unos veinte miembros. Wiseman respaldó esta decisión y
le consiguió unos abogados defensores.

En febrero de 1848, el abogado de Pierce presentó ante el juez, en nombre de


su cliente, la acusación contra Cornelia de abandono del matrimonio. Era un
tribunal protestante. En la declaración firmada por Pierce se omitía por completo
su conversión al catolicismo, la separación y su ordenación como sacerdote
católico, y se reivindicaba el matrimonio original por el rito protestante episcopal y
el nacimiento de cinco hijos; y, tras afirmar que Cornelia «abandonó la cama, la
mesa y la mutua cohabitación», se exigía que fuese «obligada por ley a regresar y
concederle sus derechos conyugales». El abogado de Cornelia respondió, alegando
los hechos omitidos. El juez no tenía prisa, y, al cabo de un año, se pronunció en
contra del alegato, basándose en que el derecho romano no rige en Inglaterra.
Cornelia se vio ante la alternativa de aceptar el regreso forzoso al lado de su
antiguo marido o ingresar en prisión. A fin de evitarle ambas cosas, sus abogados
recurrieron inmediatamente ante el Consejo del Rey\'7b*******\'7d. El caso
«Connelly contra Connelly» causó escándalo en toda la prensa británica. La
opinión popular, que siempre tuvo sospechas de lo que sucedía tras los muros de
los conventos estaba a favor de Pierce: el 5 de noviembre\'7b†††††††\'7d, por
ejemplo, los manifestantes llevaban retratos de Wiseman y de Cornelia por las
calles de Chelsea.
Desde los púlpitos protestantes se denunciaba a la monja y al obispo, y
algunos católicos ingleses, avergonzados, como es comprensible, del escándalo que
estaban causando los Connelly rogaban a los dos yanquis que regresaran a Estados
Unidos.

Luego, el obispo Wiseman agregó una nueva complicación a la vida de


Cornelia. Le encantaba la nutrida biblioteca de St. Leonard’s, y cuando murió el
sacerdote propietario, Wiseman envió a un grupo de obreros a la finca para que
construyeran una «residencia marina» en donde él pudiera pasar sus ratos de ocio.

Cornelia los echó de la casa; aparte del inconveniente de que esos dos, por
entonces ya católicos de mala fama, ocuparan la misma finca, estaba la cuestión
candente de quién tenían legalmente el derecho de disponer del terreno y para
qué. El desafío que Cornelia le planteó a Wiseman fue el principio de un proceso
de enajenación entre el obispo y la madre superiora. El conflicto personal entre
ambos se convirtió en amenaza para la supervivencia de la comunidad fundada
por Cornelia.

En septiembre de 1850, en Inglaterra se restauró la jerarquía católica y Roma


nombró a Wiseman cardenal arzobispo de Westminster y, en consecuencia,
primado católico de Inglaterra. Se dividió la archidiócesis y se encargó a otro
obispo la supervisión de los católicos del sur. Pero Wiseman no dividió los fondos
de la archidiócesis de modo proporcional, con lo cual exacerbó los problemas
financieros contra los que Cornelia tendría que luchar en St. Leonard’s durante
trece años.

En junio del año siguiente, el Consejo del Rey atendió finalmente el caso
«Connelly contra Connelly», y si bien no pronunció ningún veredicto definitivo,
suspendió la previa sentencia en favor de Pierce, y ordenó al tribunal admitir el
alegato en contra presentado por Cornelia. Los jueces expresaron la opinión de que
Pierce aún podía ganar el proceso; no obstante, lo condenaron a pagar los gastos de
ambas partes acumulados hasta la fecha, como condición previa de un segundo
juicio ante el tribunal inferior. Para ahorrarle a la Iglesia un escándalo aún mayor,
Cornelia le pagó los gastos del juicio a Pierce, que no estaba en condiciones de
sufragarlos él mismo, pero era ella, efectivamente, quien había ganado y no podía
ser obligada a volver al lado de su marido.

Por otro lado, Cornelia no recuperaba la custodia de sus hijos, ya que,


conforme a la ley británica de la época, la mujer y los hijos de un hombre se
consideraban propiedad de éste. Así pues, los tres hijos mayores continuaban
viviendo con Pierce en la casa de Drummond hasta que se envió a Mercer, el
mayor, a vivir con un tío en Estados Unidos, y se colocó a Frank en una escuela
para hijos de clérigos. Durante varios años, Pierce se ganó la vida escribiendo
panfletos injuriosos contra el papa, los jesuitas, la moral católica y el cardenal
Wiseman; todo ello contribuía a que Cornelia siguiera en el candelero de la
atención pública y la obligaba a tomar precauciones contra un posible rapto por
parte de su airado marido. Cuando el caso fue desechado finalmente por el
Consejo del Rey en 1857, Pierce se llevó a Adeline y Frank al continente. Cornelia
nunca volvió a ver a Mercer, quien murió a los veinte años en Nueva Orleans de la
fiebre amarilla. Adeline se quedó con el padre, que continuaba obligándola a vestir
como una niña y la mantuvo dependiendo de él en todos los sentidos. Pierce pasó
los últimos diecisiete años de su vida como rector de la comunidad episcopal
americana de Florencia. Tras su muerte en 1883, Adeline visitó a su madre dos
veces y, finalmente, retornó a la Iglesia católica romana. Frank se afincó en Roma,
donde se convirtió en un pintor de renombre internacional. Siguió devoto a su
madre, aunque desarrolló un odio duradero hacia la Iglesia católica, a la que
acusaba —lo cual no deja de ser comprensible— de haber destruido el hogar de su
infancia y las vidas de sus padres.

Todo ese material ocupa menos de la mitad de los tres volúmenes que
contienen la historia documentada de la vida de Cornelia Connelly. El resto, que
trata el último cuarto de siglo de su vida, es demasiado extenso para resumirlo en
detalle. Sin embargo, un breve vistazo a los triunfos y fracasos de Cornelia como
fundadora y educadora es esencial para poder apreciar el pleno alcance de su vida
y las dificultades que sus continuos conflictos con las autoridades eclesiásticas
significaron para su causa.

Fundar un nuevo instituto religioso raras veces es fácil. En el caso de


Cornelia fue poco menos que milagroso. Durante gran parte de su vida como
superiora general se vio enzarzada en una complicada batalla legal por la finca de
St. Leonard’s, litigio que contribuyó a aumentar su ya de por sí dudosa reputación
entre algunos obispos y sacerdotes de Inglaterra. El propietario había destinado la
finca al uso de las hermanas, no a la parroquia misión de los Difuntos que también
se desarrolló allí. Cierto lego poderoso ejerció su influencia sobre la minúscula
congregación misionera, exigiendo que la iglesia, que estaba a medio construir,
fuese terminada por las hermanas y entregada al uso exclusivo de la congregación.
El obispo de Cornelia, Grant, y el cardenal Wiseman lo apoyaron. A ellos se opuso
el heredero legal de la finca, el coronel Towneley, católico, miembro del
Parlamento y juez de paz. La fundación, establecida por Towneley y bajo la cual
vivían las hermanas, no permitía otro uso de la finca sino con fines educativos,
aunque exigiesen otra cosa el obispo y el cardenal. Cornelia se halló atrapada entre
dos sistemas legales: el derecho canónico, que le mandaba obedecer al obispo local,
y la ley civil inglesa, que le prohibía actuar en contra de lo estipulado en las reglas
de la fundación. A lo largo de trece años, el presidente de la congregación, un lego,
envió, con el respaldo del cardenal, siete peticiones a Roma; y las acompañaba de
testimonios denigratorios —y, como después resultó, falsos— relativos al carácter
de Cornelia, a la que se vilipendiaba, por defender la fundación, como a una mujer
desobediente, obstinada y avara; reputación que conservaría hasta mucho después
de su muerte.

En cierto momento de la década, de 1850, el conflicto llegó al extremo de que


Wiseman y otros urdieron un complot para obligar a Cornelia, con un pretexto
cualquiera, a viajar a Roma y, desde allí, embarcarla de vuelta a Estados Unidos.
Aunque ella se percató de la trampa, viajó a Roma, confiando en que se haría la
voluntad de Dios. Pero, en parte gracias a un cardenal romano que la había
conocido en el pasado y respetaba su integridad, el plan fracasó y Cornelia volvió a
Inglaterra.

Su integridad y su honradez fueron puestas en tela de juicio de nuevo


cuando se negó a recurrir a los fondos de la compañía para satisfacer una deuda,
contraída sin su consentimiento por la hermana Emily Bowles, una de sus
colaboradoras más antiguas y con más talento. Emily Bowles era una conversa,
como Cornelia misma, y se dedicaba—a la educación. A fin de adquirir un edificio
de Liverpool, en el que pensaba instalar una escuela de maestros, consiguió de sus
hermanos que le prestaran secretamente seis mil libras esterlinas, y avaló su
solvencia con una donación que esperaba recibir del Comité de Escuelas Católicas
para los Pobres. Pero la donación no llegó a realizarse y los hermanos Bowles
amenazaron con tomar medidas legales para forzar a Cornelia, como superiora de
la orden, a pagar la deuda de Emily. Esta abandonó la compañía y el obispo Grant,
temiendo que su lengua envolviera en otro escándalo a la Iglesia, obligó a la orden
a satisfacer todas las exigencias de la familia Bowles. Cornelia obedeció, aunque
hubiera preferido un pleito legal. Las simpatías de Wiseman estaban del lado de
Emily, quien logró manipular las opiniones en su favor. Aunque Cornelia perdió el
litigio financiero contra la familia Bowles, ella y Towneley ganaron finalmente la
disputa por la finca de St. Leonard’s cuando los funcionarios de Roma por fin se
percataron de los hechos.

Quizá la experiencia más penosa para Cornelia fue su esfuerzo continuado, a


lo largo de tres décadas, de obtener del Vaticano la aprobación de las
constituciones que redactó para su institución religiosa. Las constituciones de una
orden encarnan la espiritualidad y la visión particulares del fundador, al establecer
las reglas conforme a las cuales han de vivir los miembros. También son la carta
que permite a la institución sobrevivir como una orden religiosa autogobernada en
el seno de la Iglesia católica romana. Una y otra vez se ordenó a Cornelia rehacer
las reglas que había escrito. En 1870, justo cuando parecía que el Vaticano otorgaría
por fin su beneplácito, una facción disidente de las hermanas de Preston,
Inglaterra, escribió a Roma, acusando a Cornelia de actuar de manera autocrática y
pidiendo a los funcionarios del Vaticano que intervinieran contra ella.

Además, entre los funcionarios de la Congregación para la Propagación de


la Fe subsistía la confusión acerca del papel que Pierce había desempeñado en la
redacción de la constitución original; mientras él vivió, por lo menos algunos de
los funcionarios del Vaticano se negaban a conceder la aprobación, para no dar la
impresión de que un cura apóstata era cofundador de una orden católica de
monjas. Una vez más, Cornelia consiguió su derecho: las reglas de la compañía
fueron aprobadas por fin sustancialmente tal como Cornelia las concibió en un
principio; sólo que eso no ocurrió hasta ocho años después de que ella hubiera
muerto.

No obstante las muchas dificultades a las que tuvo que enfrentarse, Cornelia
no sólo extendió su orden religiosa, sino que desarrolló también un sistema
educativo que desafiaba muchos de los dogmas de la enseñanza victoriana. Fundó
un colegio para maestras de escuela, una de las dos únicas instituciones de ese
género que existían entonces en Inglaterra para hombres o mujeres. A pesar de las
presiones de lord Shrewsbury y de algunos miembros de la jerarquía inglesa, que
deseaban que centrara sus esfuerzos en el mejoramiento de las escuelas destinadas
a los católicos pertenecientes a las clases altas de la sociedad, ella se empeñó en
mantener tanto las escuelas diurnas para quienes podían pagar la enseñanza como
las escuelas gratuitas para quienes no tenían esa posibilidad. Para sus alumnas más
dotadas, introdujo a autores latinos y griegos traducidos al inglés, asignaturas que
en Gran Bretaña estaban reservadas a los varones. En plena revolución darwinista,
insistió en que a sus alumnos se les enseñara geología, y, lo que no es menos
importante, alentó a los maestros a permitir que sus alumnos se expresaran a
través del arte, la música y el teatro. Pero su mayor desafío al sistema británico fue
su actitud respecto a la disciplina. En su opinión, la escuela debía ser un hogar y
sus monjas, madres que respetaran y amaran a sus alumnos y que confiaran en
ellos. Para desconcierto de algunos obispos ingleses, animaba incluso a las
hermanas a que enseñaran a los alumnos a bailar el vals y la polca y a jugar al
whist.
Su visión de la propia orden también era liberadora. Como conversa —y
como norteamericana—, la rigidez y la vigilancia constante de las reglas de
convento habituales le eran espiritualmente ajenas. Insistía en que la compañía
debía alentar la confianza recíproca y respetar la diversidad de talentos.
Estimulaba a las hermanas a asumir nuevos retos, sobre todo en las artes. Y,
aunque podía ser severa, nunca perdió el sentido del juego. Así, por ejemplo, a la
hora de distribuir las disciplinas —pequeños látigos para la flagelación—, las
envolvía en papel y las entregaba como regalos navideños.

Los últimos años de Cornelia no fueron especialmente felices. En 1874, en la


primera reunión del capítulo de la compañía, fue elegida madre superiora; pero, en
esa misma reunión, el obispo de Southwark, Danell, atendiendo las críticas del
disidente grupo de Preston, impuso a la compañía sus propias constituciones, que
lo convirtieron en superior religioso de facto, relegando a Cornelia a un papel
meramente simbólico. Las nuevas constituciones alcanzaron poca popularidad, y
en Estados Unidos, las hermanas hicieron caso omiso de ellas. Los obispos de
Liverpool y de Filadelfia, por el contrario, se negaron a reconocerle autoridad
alguna a Cornelia sobre las hermanas del Santo Niño de sus diócesis. Amenazaba
el cisma. Cornelia trabajó para concertar una reacción en contra de la nueva regla,
con la esperanza de que, en cuanto se reunieran en el siguiente capítulo las
delegadas electas de toda la compañía, se restaurara su querida regla antigua. Se
reunieron en 1877 y expresaron su oposición unánime a la regla de Danell, pero
éste insistió en que siguieran viviendo con la suya. Cornelia fue reelegida como
madre general, pero no viviría ya para ver el capítulo siguiente.

Su salud se deterioró. Nunca había sido robusta, y una nefritis crónica la


condenó gradualmente a vivir confinada en una silla de ruedas de mimbre, en la
cual se hacía pasear por el jardín. La «gota», como lo llamaba ella, le provocó un
sarpullido que le desfiguraba la piel y afectó finalmente el cerebro y la columna
vertebral. Cornelia Connelly falleció el viernes después de Pascua, en 1879, tras
una noche de intenso dolor, durante la cual exclamó tres veces: «En esta carne veré
a mi Dios.»

LA LUCHA POR UNA CAUSA

En las causas históricas, la postulación no sólo debe demostrar que el siervo


de Dios goza de reputación de santidad (fama sanctitatis), sino que debe además
explicar por qué la causa no se inició antes. En el caso de Cornelia Connelly,
arguye la positio no era en modo alguno sorprendente que hubiera de pasar un
siglo antes de que los católicos ingleses emprendieran el primer paso encaminado
a su canonización.

Por un lado, la jerarquía inglesa recién restaurada tenía numerosos


problemas mucho más urgentes que resolver que la creación de santos. También,
según la positio, los obispos, con la mente práctica de los ingleses del siglo XIX,
habrían encontrado los intrincados procedimientos del Vaticano extraños y
desesperadamente complicados, y, en cualquier caso, no habrían considerado a
Cornelia Connelly la clase de material del que se hacen los santos. A pesar de que
muchas de las hermanas del Santo Niño Jesús veían a su fundadora como una
santa, los católicos ingleses, en general, la recordaban ante todo como la famosa
«señora de Connelly», cuyo marido, con su pleito legal, cubrió de vergüenza a la
Iglesia. Entre los clérigos de Sussex, el nombre de Cornelia Connelly evocaba
historias de una intratable monja estadounidense que, según la tradición oral,
desafiaba constantemente las directivas de sus superiores eclesiásticos. Aún en
1946, en el centenario de la fundación de la orden, el obispo de Southwark rechazó
la solicitud de las hermanas de iniciar un proceso ordinario en favor de su
fundadora, recalcando que la Iglesia no la canonizaría jamás; y, para andar sobre
seguro, retiró los documentos relevantes del archivo diocesano y los guardó bajo
llave en sus aposentos privados. En suma, la reputación de Cornelia en la región
no era precisamente la que corresponde a la denominación de fama sanctitatis.

Pero la historia de Cornelia Connelly fue otra cosa. Quienes la leyeron u


oyeron hablar de ella se sintieron atraídos por la personalidad de una esposa y
madre, separada de sus hijos y que, pese a unos sufrimientos y una incomprensión
enormes, perseveró en su vocación religiosa de fundar una congregación
internacional de religiosas. La primera biografía la escribió una de las hermanas de
la orden siete años después de la muerte de Cornelia, pero no llegó a publicarse, en
parte por consideración para con la familia Connelly, en parte porque el Vaticano
aún no había aprobado las constituciones de la compañía. En 1922, otra biografía,
escrita también por una monja, y publicada en Inglaterra y en Estados Unidos,
tuvo tanto éxito que las hermanas hicieron circular una oración por la beatificación
de su fundadora. En 1930, apareció en Francia otra biografía, a la que siguió, dos
años más tarde, una edición italiana. Tampoco se limitaba el interés a los círculos
eclesiásticos. En los años sesenta, se estrenó en Nueva York y en Los Ángeles una
obra de teatro, titulada Connelly Versus Connelly y basada en el pleito histórico; la
radio estatal británica emitió una radionovela, Roses among Lilies; y se escribió una
serie en seis partes para la televisión inglesa, pero no llegó a producirse.

Oficialmente, la causa de Cornelia comenzó en 1953, cuando un nuevo


obispo de Southwark estableció una comisión histórica para juntar y evaluar sus
escritos y todos los demás documentos relativos a su vida, tan conocida ya del
público. De los cincuenta y seis volúmenes que componen sus escritos personales,
aquellos que reflejan su respuesta espiritual ante las más graves crisis de su vida,
así como la correspondencia, que revela sus reacciones ante las directivas
episcopales, eran la clave para valorar las pruebas de virtud heroica. Seis años más
tarde se inició un proceso ordinario, a fin de investigar su reputación de santidad.
La investigación se prolongó durante diez años, y dado que no existían testigos
directos, el juicio se basó en las opiniones de los tres miembros de la comisión y,
también, en los de siete monjas y legas y en los de cuatro sacerdotes de la diócesis
de Southwark.

La investigación revela que dos de los cuatro sacerdotes diocesanos


consideraban que la reputación de santidad de Cornelia se limitaba esencialmente
a los miembros de la orden. El vicario general de Southwark declaró que la opinión
predominante entre el clero acerca de la causa era de «cinismo escéptico». Otro
dudaba seriamente de la «motivación espiritual» de Cornelia y rechazó como
«mero deseo» la afirmación de que ella gozaba de amplia devoción entre obispos y
sacerdotes. Los archivistas de la orden respondieron esgrimiendo centenares de
cartas —muchas de las cuales provenían de personas que vivían fuera de
Inglaterra y habían entrado en contacto con la compañía y sus escuelas— como
testimonio de que había quienes creían en la santidad de Cornelia. Los
historiadores alababan unánimemente a Cornelia; como dijo uno de ellos, «en el
carácter de Cornelia Connelly hallamos una nueva actitud, llegada de América.
Ella combina la frescura y la firmeza con el respeto [a los obispos] como superiores
eclesiásticos».

Las preguntas que se formularon a los testigos históricos revelan cierta


incomodidad ante la causa. Nunca antes alguien había pedido la canonización de
una monja casada con un cura. El juez se mostró seriamente preocupado de que,
dados los sucesos sensacionales que jalonaron su vida, la publicidad generada por
la causa provocara severas críticas contra la Iglesia por parte de «autores sin
escrúpulos». Como mínimo, volvería a llamar de modo poco conveniente la
atención sobre la práctica de la Iglesia de exigir la separación de los hombres de
sus mujeres e hijos, un precio que han de pagar los clérigos conversos como
sacerdotes católicos romanos.

A cada testigo se le preguntó explícitamente, si había algo en la vida de


Cornelia que no le pareciera admirable. Las respuestas negativas indicaban cierta
incomodidad referente a la manera en que educó a sus hijos, a su «fuerte carácter»
y, ante todo, a su actitud hacia las autoridades de la Iglesia; pero, pese a tales
dudas, incluso uno de los escépticos sacerdotes diocesanos observó que Cornelia
«hizo el mayor sacrificio que la Iglesia le puede pedir a una mujer, al renunciar a
su marido y a sus hijos». Se enviaron las actas a Roma, con el criterio de que en el
material histórico y en los testimonios no había nada que desmintiera la reputación
de virtud heroica de Cornelia.

Quedaba por hacer, sin embargo, una positio que, además de documentar los
vaivenes de la vida de Cornelia, presentara unos argumentos convincentes en
prueba de su virtud heroica, que era lo más importante. El trabajo lo comenzó en
1973 la hermana de la orden Ursula Blake, bajo la dirección de monseñor Veraja, en
su calidad de jefe de la sección histórica de la Congregación para la Causa de los
Santos; y, dadas las prolongadas relaciones de Cornelia con los jesuitas, se designó
como postulador a Molinari.

Para todos los involucrados en la causa fue evidente, desde un principio,


que el problema central a resolver era el de la responsabilidad que pudiera haber
tenido Cornelia en la disolución de su familia y en las fatales consecuencias que
ello causó en su marido y en sus hijos. ¿Podrían haberse evitado todas esas
consecuencias, o por lo menos algunas de ellas —la desatinada decisión de Pierce
de hacerse sacerdote católico y su subsiguiente apostasía; la enajenación entre
hijos, madre e Iglesia; la muerte prematura de Mercer; la dependencia excesiva de
Adeline respecto de su padre y el rechazo de la fe por parte de Frank—, si ella
hubiera actuado de otra manera? Había también, por cierto, serios interrogantes
acerca de la hostilidad que Cornelia provocó en ciertos miembros del clero —
especialmente, en los obispos ingleses—, en cuanto a las facciones que surgieran en
el seno de su propia orden religiosa, y con respecto a la prudencia (o terquedad)
con que actuó en sus numerosos pleitos. Pero ninguna de esas cuestiones tocaba lo
vivo de su carácter —y, por tanto, su pretensión de virtud heroica— en el grado en
que lo hacía la ruptura familiar.

En primer lugar, estaba la duda de si fue Pierce o Cornelia quien propuso


primero la separación. Después de abandonar el sacerdocio católico. Pierce había
insistido, en público y en privado, en que la idea tuvo su origen en Cornelia, a
sugerencia de sus directores espirituales. Ese fue el argumento central de las
acusaciones levantadas por el proceso «Connelly contra Connelly» y por los
panfletistas anticatólicos, que afirmaban que Roma obligó a Cornelia, «con sus
artes de curas, a olvidar a los hijos, a los que había dado a luz, y al esposo, a quien
juró obediencia ante Dios».

La positio resuelve esa cuestión con relativa facilidad, demostrando que


Pierce consideraba la posibilidad de la separación ya en 1835, cuando, siendo
todavía sacerdote episcopal, se dirigió a Saint Louis para discutir con el obispo
Rosati la posibilidad de su ordenación. Además, la positio presenta pruebas de
considerable peso, en el sentido de que Cornelia temía la separación del marido,
que le instó a reconsiderar la decisión, y que, definitivamente, eligió la vida
religiosa ella misma sólo en vísperas de la ordenación de Pierce.

Después, surge otra duda: ¿hizo bien Cornelia en firmar el decreto de


separación que posibilitó la ordenación de Pierce?, ¿no debería haber previsto que
Pierce carecía de la firmeza necesaria para mantener sus votos sacerdotales? La
positio recuerda que Cornelia no era la única que juzgaba a su marido apto para el
sacerdocio católico y el celibato. Entre los que apoyaban su candidatura estaban el
mismo papa Gregorio XVI, más dos de sus cardenales, dos obispos
estadounidenses y cinco sacerdotes jesuitas; si en la apreciación del carácter de
Pierce se cometieron errores, habría que atribuirlos ante todo a esos hombres, a
quienes Cornelia tenía todo el derecho del mundo a considerar como los más
calificados para juzgar la aptitud de un hombre para el sacerdocio.

Tal como era de esperar, Pierce Connelly no sale muy bien parado en la
positio destinada a demostrar las virtudes heroicas de su mujer. En efecto, que
Cornelia necesitara las virtudes de una santa, para poder así soportar los celos de
su marido y las sospechas rayanas en la paranoia que éste albergaba hacia el
obispo Wiseman y el padre Asperti, es uno de los argumentos que se aducen en
prueba de su santidad. Aun así, se trata a Pierce más como a un fracasado que
como a un villano, como hombre de un talento y una cultura excepcionales que
emocionalmente nunca se hizo adulto. Incluida en la documentación está una
interpretación psicológica de Pierce realizada por el jesuita francés George
Cruchon, quien sugiere que Pierce fue un hombre «de carácter atractivo y
brillante», cuya «ambición desatinada» se vio satisfecha mientras disfrutó de la
admiración de su mujer. Pero, en el breve espacio de los tres años en que fue
sacerdote católico romano, jamás alcanzó la importancia que ansiaba tener; y
Cruchon conjetura que sufrió un arrebato de celos al ver que su mujer se
encaminaba, como fundadora y educadora, a una carrera eclesiástica de mucho
más relieve de lo que él podía esperar para sí como sacerdote.

El punto siguiente es si Cornelia puso su deseo de hacerse monja por encima


del bienestar de sus hijos. La positio se propone demostrar que Cornelia, al hacerse
monja, no abandonó la maternidad; antes bien, los hijos le fueron arrebatados,
primero, durante su año de noviciado, por el obispo Wiseman, y luego, antes aun
de que ese año terminara, por Pierce, que se los llevó al continente con la esperanza
de que ella lo siguiera. El mayor sufrimiento que Cornelia tuvo que soportar,
concluye la positio, fue el de que sus hijos se separaran de ella y de la Iglesia. Como
lo expresó Cornelia misma, la Compañía del Santo Niño «se fundó sobre un
corazón roto».

A juzgar por la positio, de todos modos, el problema más acuciante que


plantea la causa es el de si la canonización de Cornelia Connelly serviría de modelo
a los católicos actuales o si, antes bien, los escandalizaría. Esta cuestión no tiene
nada que ver con la santidad o la falta de santidad de Cornelia, se trata de saber si
la Iglesia misma actuó correctamente en su trato con ella, con su marido y con sus
hijos. ¿No se daría la impresión de que las más altas autoridades de la Iglesia,
empezando por el papa mismo, toleraron deliberadamente y aun apoyaron la
ruptura de la familia Connelly, creyendo que la vida religiosa corresponde a una
llamada de Dios más alta que el matrimonio cristiano? ¿No confirmaría la
canonización de Cornelia Connelly la opinión, defendida desde hace mucho por
los críticos del catolicismo, de que la Iglesia prefiere el celibato al sexo? Y, teniendo
en cuenta todo ello, ¿no existía la probabilidad de que los creyentes católicos más
liberales entendiesen la historia de los Connelly como una prueba más de que la
Iglesia se equivoca al exigir el celibato de sus sacerdotes?

Como hemos visto, algunas de esas preocupaciones surgieron ya en el


proceso ordinario (1959-1969), cuando varios sacerdotes de la diócesis de Sussex
declararon que, en su opinión, la causa daría pábulo a los «autores sin escrúpulos».
A medida que la causa avanzaba, los teólogos tomaron nota... y partido. En 1963,
un recio intercambio de opiniones avivó las páginas de The Homiletic and Pastoral
Review, publicación mensual destinada al clero. En su artículo introductorio, el
padre Leonard Whatmore, uno de los asesores históricos de la causa, se adhirió a
varios críticos, para quienes la separación de Pierce y Cornelia exigida por las
autoridades eclesiásticas era, en las palabras del asesor, «un ultraje a los
sentimientos paternales, a la humanidad natural, a la discreción sacerdotal y al
más elemental sentido común, por lo fantástico, desagradable e incluso
nauseabundo del hecho»\'7b235\'7d. Como respuesta, un sacerdote canadiense,
Joseph H. O’Neill, arguyó que la aprobación eclesiástica del proyecto de
separación de los Connelly sólo fue posible porque la «teología del matrimonio
cristiano» que tenía la Iglesia en aquella época estaba todavía poco
desarrollada\'7b236\'7d.

El debate se amplió cuando Molinari, en su calidad de postulador de la


causa, contestó con un largo artículo, titulado «La consagración al amor: una
respuesta a los críticos de Cornelia Connelly», en el cual esbozó lo que eran, según
él, los principios teológicos que rigen en tales casos. En esencia, Molinari defendió
el principio de que Dios llama a veces a un padre o a una madre, a una persona
casada o viuda, para una segunda vocación como sacerdote o religiosa.
«Sencillamente no podemos poner un límite a los derechos de Dios»\'7b237\'7d,
subrayó. Una vocación así requiere «un firme y efectivamente heroico amor a Dios
por encima de todas las cosas»\'7b238\'7d no sólo de parte de la persona llamada
a tal «perfección superior» sino también del cónyuge y de los hijos que aquélla
acaso deje atrás. En cuanto a éstos, Molinari declara: «Él [Dios] también proveerá
—aunque no siempre de forma visible al nuestros ojos humanos— los cuidados y
el afecto paternales que los padres en cuestión no serán capaces de dar ya a sus
hijos.»\'7b239\'7d

Molinari cita a continuación dos ejemplos de viudas que se hicieron monjas


de claustro, desoyendo las súplicas de sus hijos adolescentes. En el caso de una de
ellas, santa Juana Francisca de Chantal, la madre pasó literalmente por encima de
su hijo del quince años, que se había tendido en el umbral de la puerta para
expresar la tristeza que sentía ante la partida al monasterio de la madre. El
argumento de Molinari estribaba en que la Iglesia investigó en cada caso, las
circunstancias que acompañaron la segunda vocación de la madre y llegó a la
conclusión de que éstas habían mostrado virtud heroica como madres y como
monjas. Las dos fundaron nuevas órdenes religiosas, y en los dos casos se veía,
según Molinari, la mano de la providencia en «los frutos de gracia que emanaron
de la segunda vocación»\'7b240\'7d. En otras palabras, las buenas obras realizadas
posteriormente por sus respectivas órdenes religiosas eran prueba de que las dos
mujeres habían obedecido verdaderamente la voluntad de Dios.

En 1987, los argumentos teológicos habían quedado reducidos, en su esencia


y en lo que a su relevancia práctica se refiere, a un mero ejercicio de casuística ya
que, desde entonces, la Iglesia había cambiado de política, permitiendo la
ordenación de los clérigos conversos acreditados, como lo fue Pierce Connelly, sin
exigirles la separación de la mujer y de los hijos. Pero ese cambio de política sólo
hacía parecer aún más arbitraria la actitud de la Iglesia en el caso Connelly y
aumentaba la posibilidad de que la canonización de Cornelia escandalizara a los
católicos contemporáneos. Si la causa había de obtener la aprobación del comité de
teólogos y, sobre todo, de los cardenales, especialmente preocupados por el
impacto pastoral, había que defender tanto la decisión de Cornelia como la del
papa.

Como relator de la causa, Gumpel decidió enfrentar esas cuestiones


directamente. En septiembre de 1987, escribió un extenso prólogo a la informatio, en
el cual reconocía la existencia de «un problema que, tanto en vida de la sierva de
Dios como hasta el día de hoy, ha causado extrañeza a algunas personas. Me
refiero al hecho de que Cornelia Connelly, mujer casada y madre de hijos menores
de edad, abandonara tal estado para convertirse en religiosa». A continuación,
alega en defensa de Cornelia dos hechos: 1) que fue Pierce quien inició la
separación porque se sentía llamado a ser sacerdote católico romano y 2) que «las
más altas autoridades eclesiásticas (...) no sólo aprobaron, sino que prácticamente
le impusieron a la sierva de Dios las disposiciones relativas a sus hijos, a los que
amaba profundamente. No hace falta mucha imaginación ni penetración
psicológica —subraya Gumpel— para comprender la magnitud del sacrificio que
se le exigió a la sierva de Dios». Al mismo tiempo, sin embargo, recuerda, a
aquellos asesores que acaso se inclinen a tachar de injustas las decisiones tomadas
al respecto por las autoridades eclesiásticas, que tengan en cuenta a quién están
cuestionando:

Resulta más que claro, para cualquiera que posea la plena información sobre
esos asuntos, que toda crítica en ese terreno no es, en última instancia, una crítica
de la sierva de Dios, sino una crítica que se dirige directa, formal y explícitamente
contra la Santa Sede y el Sumo Pontífice de aquel tiempo. Las decisiones aceptadas
por la sierva de Dios fueron aceptadas con la fuerza de su fe en Dios y en sus
representantes en la tierra. La manera de su aceptación sólo puede juzgarse
ejemplar. Naturalmente, las decisiones de esa clase no son infalibles. Deben ser
vistas y juzgadas a la luz de su época y, lo que es más importante todavía, a la luz
de la humilde actitud de fe, reverencia y obediencia con que fueron aceptadas por
aquellos a quienes les eran comunicadas.

Finalmente, Gumpel anticipa las objeciones a la conveniencia pastoral de la


causa; principalmente, al temor de que la causa pudiera ser interpretada como una
denigración del matrimonio y, peor aún, como una invitación a otras parejas
piadosas para que abandonen a sus hijos en aras de la vida religiosa:

... Acaso pueda plantearse la pregunta de si la canonización de Cornelia


Connelly es oportuna en las circunstancias concretas de nuestra época, que en
tantos aspectos difiere del siglo XIX. Tal vez algunos teólogos, o quienes se tienen
por tales, arguyan que el II Concilio Vaticano y la enseñanza pastoral y teológica
posconciliar han ensalzado en tal grado el matrimonio cristiano y la paternidad
cristiana que resultaría inoportuno proponer hoy en día para la canonización, y,
por tanto, como un ejemplo de virtud cristiana, a una mujer que, siendo esposa y
madre, lo abandonó todo para abrazar la vida monástica. Como teólogo
profesional y como profesor de espiritualidad no puedo estar de acuerdo con ese
criterio, porque descuida y subestima seriamente las verdades del dogma y de la
teología católica. En este contexto, debo señalar, en primer lugar, que la
canonización de la madre Connelly en modo alguno implicaría un menosprecio de
la doctrina católica acerca del matrimonio y la paternidad, y menos aún
constituiría una indiscriminada invitación a los matrimonios cristianos a seguir su
ejemplo. Su vocación fue, en efecto, sumamente personal y bastante excepcional,
como lo fue también la de otros hombres y mujeres canonizados, a quienes Dios
llamó a renunciar por Él a todos los legítimos vínculos familiares y a seguir
incondicionalmente, aunque se les rompiera el corazón, la Voluntad de Dios que se
les había manifestado con toda claridad.

Por otra parte, Gumpel tampoco piensa permitir que se apropien de la


personalidad de Cornelia Connelly los partidarios del matrimonio de los
sacerdotes católicos romanos. Haciéndose eco de la defensa de Molinari del
«derecho de Dios» a llamar a ciertas personas con hijos a una «segunda vocación»,
escribe:

Precisamente en este contexto sería, en mi opinión, lo más oportuno


proceder a la canonización de la madre Connelly. En nuestro tiempo, el estado de
vida conyugal, que es en efecto altamente estimable, se presenta a menudo como
un valor absoluto y aun supremo, en detrimento del sacerdocio célibe y la vida
consagrada a la Iglesia. Lo que fácilmente pierden de vista quienes defienden, por
escrito u oralmente, tales pareceres es el hecho de que los caminos de Dios no son
los nuestros; que Él, en su infinita sabiduría y bondad, puede exigir a ciertos
hombres y mujeres cosas que, acorde a unos criterios puramente humanos, acaso
puedan parecer disparatadas. En realidad, son ésos los medios que Él emplea a fin
de asegurar, a largo plazo, el mayor bien de la Iglesia y de la humanidad.

Como en la positio sobre Katharine Drexel, el prólogo del relator suministra


aquí a la defensa el tipo de argumentos que, bajo el antiguo sistema jurídico, solía
alegar el avvocato de la causa. Se trata, de hecho, de una serie de indicaciones
destinadas al comité de asesores, relativas a cómo han de interpretar los hechos y
cómo valorar las principales cuestiones pastorales que plantea la vida de Cornelia
Connelly. Pero esas indicaciones no constituyen aún la argumentación completa en
defensa de su santidad, lo cual es tarea de la informatio misma.

De cuanto hemos visto hasta aquí, poca duda podía caber en cuanto a la
singularidad de Cornelia Connelly como candidata a la canonización. Los sucesos
de su vida la distinguen claramente de otros siervos de Dios. El problema de la
hermana Elizabeth Strub, como autora de la informado, era dilucidar la armonía de
la santidad en lo que parecía ser una vida sumamente disonante.
LA MELODÍA DE LA GRACIA

Cuando hablé por primera vez con la hermana Elizabeth, ella andaba aún a
la brega con la informatio. De todas formas, había establecido ya una serie de
principios rectores que diferían de los de las informationes tradicionales. En primer
lugar, insistía en examinar a Cornelia como «persona total», dotada tanto por
naturaleza como por gracia. Elizabeth creía que no era el menor de tales dones de
la naturaleza «la alegría que sentía ante la vida», cualidad que supo transmitir,
según Elizabeth, a la compañía y a sus escuelas, aunque no figurase en el catálogo
de las virtudes cristianas de la congregación. En segundo lugar, tenía la intención
de buscar las pruebas dé la santidad de Cornelia en toda su vida adulta: «No veo
en Cornelia únicamente a la monja ni únicamente a la esposa o a la madre, sino a
una mujer que fue una santa en cada una de las tres fases de su vida.» En tercer
lugar, estaba decidida a presentar su alegato en favor de la santidad de Cornelia
sin someter su integridad espiritual a la clasificación disolvente que exige el
método convencional de demostrar las virtudes heroicas. «He decidido que las
categorías que utilice sean las que me dicte Cornelia, y no las que yo le dicte a ella.
Quiero presentar las pruebas de su santidad conforme a su propia lógica interna y
a su experiencia de la gracia.»

Acabó la informatio un año más tarde; y leerla es reconocer inmediatamente


que representa una briosa ruptura con el pasado, tal vez por ser la primera
informatio concebida y escrita por una mujer. Para empezar, hay cuatro páginas
dedicadas a apreciar el carácter y las dotes naturales de Cornelia: su belleza física,
encanto y «notables poderes de atracción»; su inteligencia, sentido artístico y
talento; aplicación, iniciativa y capacidad de innovación, especialmente como
educadora; y —algo que raras veces se señala en la presentación formal de un
candidato a la canonización— su «sentido de humor». Poco habitual es también el
reconocimiento, por parte de la autora, de que no todo el mundo se sentía tan
fascinado por su carácter, y de que los críticos la acusaban de desabrida, insolente,
autocrática, obstinada e incluso descarriada. «Con ella no sirve el agua de rosas»,
prevenía un obispo, citado por Elizabeth, a otro.

Lo que más le impresiona a Elizabeth es «el raro equilibrio» de Cornelia, su


«integración y consistencia como persona humana», a pesar de lo tumultuoso de su
vida. Esas cualidades, arguye Elizabeth, «emanan de su fijación en Dios. Su vida
entera conserva su coherencia sólo en Dios. Todo cuanto pueda llamarse virtud en
Cornelia —y ella practicaba la virtud sistemáticamente y a propósito— es
consecuencia de su apego amoroso a un único punto de referencia: Dios, quien
llena todos los compartimentos de .su vida y derriba en ella todos los muros
divisorios».

El propósito del texto es individuar la santidad de Cornelia, identificar lo


que es su núcleo constituyente. La clave se halla en un período de diez meses que
Cornelia pasó en Grand Coteau y durante el cual fue elevada, según arguye
Elizabeth, de la «bondad ordinaria» a la capacidad de ejercer la «bondad heroica».
Su objetivo es, por tanto, reconstruir, a partir de las pruebas externas, lo que es
esencialmente el movimiento oculto de la gracia.

El período crucial se inicia en diciembre de 1839. Los Connelly acaban de


regresar de Europa, donde han alcanzado celebridad, gracias a sus relaciones con
personajes de renombre internacional, y han admirado la pompa de la corte papal
y los esplendores artísticos y litúrgicos de la Roma católica. Y, tras mucho rezar,
optan por una vida sencilla y económicamente precaria de maestros de escuela
católicos en la Louisiana rural. Son una familia que vive entre curas y monjas en
una comunidad bastante aislada, pero las cosas les van bien y gozan de una
intensa felicidad. En su entusiasmo por la nueva fe, Cornelia y su marido eligen
sus respectivos directores espirituales entre los jesuitas de la localidad, y en el
transcurso de un año, cada uno de ellos emprende un retiro espiritual que resulta
crucial para su vida.

El retiro de Cornelia es a finales de diciembre y dura sólo cuatro días. Ella


comprende, con honda turbación, que su marido continúa pensando hacerse
sacerdote y que su ordenación significará la separación y la ruptura de la familia.
Durante el retiro, Cornelia experimenta lo que ella considera una «conversión», en
la cual se vuelve personalmente hacia Dios y acepta Su voluntad, sea cual sea. A
continuación, expresa dicha experiencia en una oración que anota en su cuaderno:
«Oh, Dios, poda tu vid, pódala a ras del sarmiento, mas, en tu misericordia, no la
arranques todavía.»

Un mes después, comienza la poda. El 2 de febrero, su hijo más pequeño,


John Henry, muere en sus brazos, a los tres días y medio de las terribles
quemaduras que sufrió. En su aflicción, se refugia en la oración y en la meditación
y emprende otro retiro. En octubre, su marido hace a su vez otro retiro, durante el
cual, según le confiesa después, alcanza la certeza definitiva de que Dios lo está
llamando al sacerdocio romano. Le pide su asentimiento. Ella le implora que
reconsidere su decisión, y para prepararse, acuerdan abstenerse de mantener
relaciones sexuales. Cornelia todavía no tiene más de treinta y dos años y está
embarazada de su quinto hijo. Sus pensamientos están muy lejos de la vida de
convento. Muchos años más tarde, sin embargo, citará el primer día de separación
sexual de su marido como el día en que la Compañía del Santo Niño Jesús se fundó
«sobre un corazón roto».

Hasta aquí los hechos conocidos. Utilizando los escasos apuntes que
Cornelia consignó en su diario espiritual durante aquellos acontecimientos, la
hermana Elizabeth ofrece una interpretación teológica de cómo esa crisis produjo
en la vida de Cornelia una experiencia singular y, para ella, paradigmática del
amor divino. En lugar de renegar de Dios o encenagarse en la pesadumbre, arguye
Elizabeth, Cornelia injertó su propia experiencia de muerte y desamparo en la
historia de la muerte de Cristo y el sufrimiento que le causó a su madre, María.
Semejante transposición no es en absoluto insólita en los devotos cristianos
afectados por alguna tragedia, pero en el caso de Cornelia generaría la visión
sustentadora de su vida.

Elizabeth atribuye mucha importancia al hecho de que, el día de la muerte


de su hijo, Cornelia no consigna en su diario sino una sola y concisa nota: dibuja
un monograma de la Virgen María, formado por dos grandes letras entrelazadas,
M y A, y debajo anota los nombres de Jesús, María y José, seguidos de las iniciales
de John Henry. Debajo de eso escribe: «Sucumbió en viernes. Aguantó cuarenta y
tres horas y fue llevado “al templo 1 del Señor” en la Purificación.»

Elizabeth ve en ese críptico texto la clave para comprender la peculiar


espiritualidad de Cornelia, y rastrea sus significados como si de explicar un poema
se tratara. En un nivel, resulta evidente que Cornelia registra el hecho de que la
muerte de John Henry se produjo un viernes, el día en que murió Cristo, que era a
la vez el día de la Purificación, fiesta del calendario litúrgico en que los católicos
celebran el día que María y José presentaron al niño Jesús en el templo, como
ordenaba la ley judía. En otro nivel, Cornelia usa esa configuración de imágenes
bíblicas para situar la aterradora pérdida del hijo en la simetría transformadora de
la fe. La muerte de John Henry fue precedida, como la de Cristo, de una agonía de
tres días; como la Virgen de las Angustias, Cornelia lo sostuvo en sus brazos y, en
analogía con la presentación ritual del hijo en el templo, parece invocar a la
Sagrada Familia para que la asista al presentar al hijo muerto ante Dios Padre.

Elizabeth se muestra particularmente interesada en demostrar que, en la


mente de Cornelia, esa identificación con los sufrimientos de Cristo y de su madre
dolorida confluyeron en la imagen rectora de su posterior vida monástica: el Santo
Niño.

En la experiencia de Cornelia, el Calvario se sobrepone a la Purificación, al


igual que la Piedad se sobrepone a su propia proyección de la madre sosteniendo
en brazos al niño en Belén. Cabe señalar que sus pensamientos, tal como ella los
anota en su diario, la llevan hacia atrás, del Viernes Santo a la Purificación: de la
vida adulta y la Pasión de Cristo a su infancia. John Henry se convierte para ella en
señal de que la Pasión de Cristo la remitirá siempre al Niño. En efecto, Cornelia
llegó al Santo Niño, como centro de la vida devota de la compañía, a través del
sufrimiento y de la separación: a través de su propio calvario (...).

Cualquier madre devota que tuviese en sus brazos durante cuarenta y tres
horas a un niño agonizante sucumbiría a un sufrimiento casi insoportable. Cornelia
trascendió en ese lapso la aflicción personal y, a través de la compasión con que
sostenía el diminuto cuerpo en sus brazos, recibió la gracia de sufrir con Cristo y
reconocer en su madre apesadumbrada su alter ego. En el transcurso de su
prolongada meditación, reinterpretó todo cuanto había sucedido como parte del
misterio de Cristo. Su tragedia personal fue iluminada y transfigurada por la
pasión del Señor, vista como explicación de la infancia de Jesús.

Gracias a John Henry, Cornelia llegó a ver con claridad. Reconoció en él a


Jesucristo, el sufrido Hijo del Padre, su propio hijo en su sufrimiento. Había una
base muy física en su comprensión de ese misterio, por el cual Cristo se identificó
con la humanidad: la experiencia de tocar, de sostener en sus brazos, de ofrecer
cuidados maternales, de consolar, de sufrir con el hijo que había llevado en sus
entrañas. No sorprende que la Encarnación [imaginada en la figura del Santo
Niño] llegase a ser el misterio que ella más hondamente ponderó.

Elizabeth añade a continuación que, a partir de la respuesta en la fe ante la


muerte de su hijo, se profundizó su amistad con Dios y se formó su personalidad
espiritual.

Mirando en retrospectiva ese período, puede verse que las gracias que
recibió Cornelia a los treinta y dos años incluían al mismo tiempo la purificación —
su vid fue podada—, la iluminación —le fue dado comprender la muerte de John
Henry como una participación en el misterio de la Pascua— y la unión: se unió a
Dios en el amor y en el deseo, y permaneció fiel a ese don de la unión en tiempos
normales y en períodos extraordinarios (...).

Es digno de notar que su santidad recibió la formal definitiva mientras ella


vivió como casada. Luego, el contexto se desplazó gradualmente, Cornelia hizo los
votos religiosos y la devoción de su vida se centró con mayor profundidad en el
Verbo Encarnado, el Santo Niño; pero el amor a Dios que había nacido en Grand
Coteau continuó expresándose en las mismas formas características y activas.

Purgación, iluminación, unión: las categorías provienen de la literatura de la


experiencia mística y se emplean aquí para insinuar que Cornelia recorrió en
aquellos diez meses, a su manera, la misma senda espiritual y, así, fue
transformada por el amor de Dios. El «deseo de Dios» y la «receptividad para la
gracia», continúa Elizabeth, fueron los pilares de su santidad, pero, en lugar de
empujarla a retirarse del mundo, nutrieron su compromiso con él.

De aquí en adelante, el método que emplea Elizabeth para demostrar las


virtudes heroicas de Cornelia consiste en demostrar cómo esas virtudes van
brotando a resultas de su experiencia y de su comprensión del amor divino. Todas
las virtudes requeridas —y algunas más— están presentes y documentadas, pero
de manera más fluida que categórica. La virtud de la pobreza, por ejemplo, se
convierte en una forma de la esperanza, tan manifiesta en la decisión de Cornelia
de sacrificar una vida confortable en Natchez por el ambiente espartano de Grand
Coteau, como lo está en la abnegación que mostró como monja. La esperanza
engendra a su vez la clemencia, y ambas se manifiestan cuando Cornelia se ve
traicionada por Pierce, por algunos de los obispos y por algunas de sus propias
hermanas. La templanza toma la forma de «serenidad sobrenatural» en medio de
recriminaciones y escándalos. Y así continúa. La castidad pierde sus connotaciones
negativas y se manifiesta como generosidad heroica cuando Cornelia cede a los
deseos de su marido —y a las exigencias de la Iglesia— de separarse de él para que
pueda hacerse sacerdote. La obediencia a las autoridades eclesiásticas es templada
por la paciencia ante la ceguera parcial de aquéllas. Y, a fin de dar razón del
prodigioso entusiasmo de Cornelia —su capacidad de trocar las adversidades en
oportunidades, su disposición a la acción, su pura exuberancia apostólica—,
Elizabeth dedica una docena de páginas a ejemplos de una virtud a menudo
menospreciada: el celo.

Aproximadamente la mitad de las páginas están dedicadas, y razones no


faltan para ello, a la discusión de la caridad, del fructífero amor de Dios. Aquí las
pruebas están organizadas como variaciones sobre dos temas: el amor de Dios,
como identificación con Cristo en su pasión y muerte, y el amor al prójimo,
inspirado en la Encarnación de Dios como Niño Jesús. Apoyándose en las cartas de
Cornelia y en otros documentos escritos, Elizabeth argumenta que esos dos
grandes misterios de la fe cristiana se convirtieron en los polos que definían el eje
de su experiencia y su desarrollo espirituales. A lo largo de ese eje, las experiencias
del matrimonio, la maternidad, la muerte, la separación, la vocación religiosa, la
innovación en la enseñanza y la evolución de una hermandad religiosa —todos sus
momentos de sufrimiento y de alegría— se trasponen en un movimiento rítmico
entre la cuna y la Cruz. Las imágenes de las que se apropia provienen de la
religión, pero arraigan en su propia experiencia como esposa, madre y monja.

En mayo de 1988, la positio sobre Cornelia Connelly fue aprobada por un


comité de asesores históricos; pero, dado que la causa carece de un milagro
potencial, que no corresponde a ninguna de las prioridades pastorales de la
congregación y que los hacedores de santos siguen considerando la historia de la
vida de Cornelia potencialmente escandalosa, aún está pendiente el juicio de los
teólogos. Sea cual fuere la decisión que tomen, de todos modos está claro que la
argumentación con que se defiende su santidad representa un cambio significativo
respecto al pasado.

En primer lugar, al permitir que la persona y la vida de la candidata


determinen la forma —y el contenido— de las virtudes, la positio permite que
Cornelia emerja como individuo y no solamente como tipo. Segundo, al interpretar
las virtudes de una forma más fluida que rígida, resulta posible ver cómo
funcionaban realmente en sus relaciones mutuas. Tercero, al asociar los «consejos
evangélicos» oficiales de pobreza, castidad y obediencia con la totalidad de la vida
de la candidata y no sólo con sus votos religiosos, la informatio otorga a esas
categorías algo más que una relevancia meramente institucional. Igualmente
ilustrativa es la manera como el texto rebasa la lista de virtudes requeridas para
incluir otras que la candidata, en efecto, practicó. Por otra parte, la positio en su
conjunto sigue siendo algo menos que un estudio completo de la evolución
espiritual de la candidata, puesto que no menciona los defectos morales y de
carácter que otros creían ver en ella.

Pese a todas las tribulaciones, la sierva de Dios continúa habitando un edén


moral, un paisaje no corrompido todavía por el pecado personal.

Pero la aportación más importante de la positio sobre Connelly es de índole


teológica. Aunque la informatio de Elizabeth respeta la exigencia de la congregación
de demostrar las virtudes heroicas, su alegato en favor de la santidad de Cornelia
no se basa, en primer lugar, en las virtudes mismas; más bien es su amistad con
Dios —y la gracia que alimenta esa amistad— lo que da origen a su virtud heroica.

La argumentación de Elizabeth estriba, en efecto, en que lo que convierte las


virtudes de Cornelia en «heroicas» —y por ello su reacción ante la adversidad
rebasa la moralidad ordinaria— es precisamente fruto de un amor que transforma
lo ordinario en extraordinario.
Es difícil no concluir, por tanto, que la armonía que se encuentra en su vida,
la singularidad y la integridad de sus virtudes, la calma que mantiene en medio de
tantas tempestades, no son maestría de aptitudes morales, sino el regalo del amor
de Dios. En resumen, el mensaje teológico parece ser que los santos no son santos
porque sean virtuosos, antes bien, son virtuosos porque son santos.

Si eso es realmente así, entonces parece que no hay estructura de virtudes


por la que se pueda valorar adecuadamente a los santos. Son ellos quienes nos
valoran a nosotros, no somos nosotros quienes los valoramos a ellos. Y, lo que es
más, parece que la investigación histórica por sí sola, por muy «críticos» o
«científicos» que sean sus métodos, no puede revelar la santidad sino a una
imaginación teológica disciplinada. Todo «hecho requiere una interpretación, y
más que nunca cuando el objetivo es rastrear el fermento de la gracia.

Y, sin embargo, mientras los santos sigan haciéndose «por otros y para
otros», habrá que seguir alguna normativa y aplicar alguna pauta.

Y esto nunca es más necesario —ni más complicado— que en las causas
relativas a los papas.
9

LOS PAPAS COMO SANTOS:

LA CANONIZACIÓN COMO

POLÍTICA DE LA IGLESIA

LA POLÍTICA SECRETA

DE LA CANONIZACIÓN EN EL

II CONCILIO VATICANO

En octubre del año 1963, los dos mil quinientos padres del II Concilio
Vaticano abrieron un debate sobre «La vocación de santidad en la Iglesia», un
breve «borrador» o documento preliminar sobre los santos y la santidad. Había
muchas cuestiones sobre las cuales los progresistas y los conservadores del concilio
estaban profundamente divididos, pero el tema de los santos no se consideraba un
tema controvertido. No, por lo menos, hasta que el cardenal de Malinas—Bruselas,
Leo Joseph Suenens, uno de los líderes del ala progresista del concilio y amigo
íntimo del difunto papa Juan XXIII, se levantó para hablar de la cuestión de cómo
se hacen los santos. Lamentó que el proceso formal de canonización seguido por la
Iglesia pecara de excesiva lentitud y juzgó conveniente acelerar tal proceso para
poder así ofrecer a los creyentes unos ejemplos contemporáneos de santidad, en
vez de esperar varias décadas o siglos enteros para proponer a unos personajes
cuya relevancia moral se había desvanecido inevitablemente con el transcurso del
tiempo\'7b241\'7d.

Aunque Suenens no mencionó nombres, otros obispos progresistas sabían


que el «ejemplo contemporáneo» que tenía en mente el cardenal belga era el papa
Juan XXIII. Juan había muerto de cáncer sólo cinco meses antes, después de la
primera reunión del concilio, y se originó un movimiento —con el apoyo del papa
Pablo VI, por supuesto— partidario de que los padres conciliares reunidos
canonizaran a Juan a la usanza antigua: por aclamación popular.

Al mundo fuera del concilio, la idea de proclamar santo a Juan XXIII le


pareció muy atinada. En los menos de cinco años que ocupó el trono de san Pedro,
el «buen papa Juan» se ganó a pura fuerza de su personalidad lo que parecían el
amor y la admiración universales. Efectivamente, ningún otro papa desde antes de
la Reforma protestante había cautivado en tal grado los corazones de los no
católicos, incluidos los humanistas seculares, los marxistas e incluso los ateos. La
simpatía personal de Juan XXIII, su oblicuo humor campesino y su evidente
confianza en la humanidad contrastaban vivamente con el talante adusto,
aristocrático e intelectualmente avasallador de su predecesor Pío XII, quien ocupó
el trono pontificio durante casi dos décadas. Pero el contraste no era sólo de
personalidades. Las encíclicas de Juan XXIII, y especialmente la última, Pacem in
Terris, un inspirado alegato en favor de la paz mundial, se dirigían al mundo de la
guerra fría de una manera que le granjeó los aplausos del bloque comunista no
menos que los de Occidente. El concilio mismo fue fruto de la inspiración de Juan
XXIII: lo anunció sin consultar previamente a la curia romana, con lo cual precipitó
a la Iglesia entera, al cabo de dos siglos de recelo ante el mundo moderno, a la
tempestuosa experiencia del aggiornamento, de la puesta al día. En esas fechas,
cuando el espíritu vigorizador de Juan XXIII seguía aún fresco en la memoria,
algunos de los padres del concilio esperaban complementar la opinión mundial
acerca de su querido papa si conseguían que los prelados reunidos afirmasen que
era no sólo un buen hombre, sino un santo de la Iglesia.

Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, sin embargo, la iniciativa


en favor de Juan XXIII no sólo era audaz, sino radical. Aunque de los papas se
espera que representen un ejemplo espiritual, muy pocos de ellos fueron hallados
realmente dignos de canonización formal. Efectivamente, si la historia de la
canonización tiene alguna moraleja que enseñar, parece ser ésta: el cargo más
elevado de la Iglesia no es el lugar idóneo para quien aspire a la virtud heroica
requerida a los santos canonizados.

De los doscientos sesenta obispos de Roma que precedieron a Juan XXIII,


ochenta y uno son considerados santos por la Iglesia. Pero la cifra induce
fácilmente a error, ya que incluye además del apóstol Pedro, a cuarenta y siete de
sus primeros cuarenta y ocho sucesores como líderes de la Iglesia cristiana de
Roma; la mitad de ellos fueron mártires y todos murieron antes del año 500. De los
restantes, treinta murieron con anterioridad al año 1100, más de un siglo antes de
que la Iglesia desarrollara los procedimientos más rudimentarios para la
investigación de las vidas de los potenciales santos. Es decir, que fueron
proclamados santos por aclamación popular.

A lo largo de los últimos nueve siglos, por tanto, sólo tres papas fueron
declarados santos. Además, el primero de ellos no era precisamente un papa
ejemplar: Celestino V, ermitaño y asceta, inepto como pontífice, abdicó en 1294,
tras sólo cinco meses de pontificado. Fue declarado santo en 1313, más de dos
siglos y medio antes de que se organizaran los primeros procesos formales de
canonización bajo la Congregación de Ritos, en 1588. En consecuencia, tan sólo dos
papas —Pío V (1566-1572), un dominico que puso en práctica las reformas del
Concilio de Trento, y Pío X (1903-1914), hombre personalmente piadoso que
desencadenó una supresión mutiladora del pensamiento y de la erudición en el
seno de la Iglesia— han sido canonizados según los métodos modernos de la
creación de santos; y únicamente otros ocho han sido beatificados.

Había, pues, en 1963 escasos precedentes para convertir en santo a un papa,


y ninguno en absoluto, en los últimos cuatro siglos, de una exención del proceso de
canonización establecido. Pero Pablo VI tenía el derecho y el poder de permitir que
el concilio procediera de esa forma, y los partidarios de la canonización de Juan
XXIII esperaban persuadirlo de una manera u otra.

Cuando se abrió en otoño de 1964 la tercera sesión del concilio, el


movimiento partidario de canonizar a Juan XXIII por aclamación había ganado un
considerable apoyo en el exterior. En la diócesis de Bergamo, donde nació Juan,
cincuenta mil sacerdotes y legos firmaron una petición en favor de la canonización
y se la entregaron al obispo. Radio Vaticano informó que numerosos obispos
extranjeros se habían adherido al contenido de la petición, y que la Santa Sede
había recibido en ese sentido solicitudes formales de varios países. En aquel mes
de noviembre, el tema se planteó dos veces durante las reuniones conciliares. En
un comentario que dirigió al concilio sobre la influencia de los santos y la
evolución de la cultura, el obispo auxiliar de Lodz, Polonia, Bogdan Beize, afirmó
que «la Iglesia ejercería una influencia más profunda sobre la cultura de nuestro
tiempo si se inscribiera a Juan XXIII en la lista de los beatos»\'7b242\'7d. Pocos
días después, el carismático tribuno brasileño de los pobres, Dom Helder Câmara,
obispo de Recife, propuso en una conferencia Celebrada en Roma que, en
respuesta a la expectación mundial, el papa Juan debía ser canonizado al final del
concilio como «el profeta de nuevas estructuras, amigo de Dios y amigo de toda la
gente»\'7b243\'7d.

Hasta entonces el movimiento había ganado el apoyo de una serie de


dignatarios eclesiásticos de alto rango, pertenecientes todos al ala progresista o
reformista del concilio. Entre los más influyentes se encontraban los cardenales
Franz Koenig, de Viena; Bernard Alfrink, de Utrecht, Holanda; Achille Liénart, de
Lille, Francia; y Giacomo Lercaro, de Bolonia, así como Suenenes, de Bruselas. No
cabía duda alguna de que estos hombres veían en Juan a un santo y tampoco de
que ellos se consideraban sus verdaderos herederos espirituales, llamados a
completar la revolución, por él iniciada, de las estructuras y las actitudes de la
Iglesia.
Los progresistas, sin embargo, estaban profundamente preocupados de que
la actitud aperturista de Juan XXIII (hacia los hermanos cristianos separados de la
Iglesia —Juan XXIII había insistido en que se invitara a los cristianos no católicos a
asistir al concilio en calidad de observadores oficiales—, hacia los no creyentes e,
incluso, hacia los comunistas —poco antes de morir, el papa escandalizó a los
católicos conservadores al recibir en el Vaticano al yerno del primer ministro
soviético Nikita Jrushchov— y hacia todo el mundo moderno) pudiera quedar
debilitada por los conservadores que no compartían el optimismo del difunto
papa. Aunque Pablo VI, el sucesor de Juan XXIII, era considerado un progresista
moderado, estaba mostrando ya señales de hastío personal ante las evidentes
divisiones ideológicas que se manifestaban en el concilio. Los progresistas
pensaban que la canonización de Juan XXIII aseguraría el carácter reformista del
concilio: al fin y al cabo, los padres difícilmente podían canonizar a Juan como
ejemplo de santidad para todos los obispos de la Iglesia y repudiar luego ese
ejemplo, produciendo unos textos conciliares que contradijeran sus esperanzas de
renovación.

En suma, los motivos para aclamar la santidad de Juan XXIII eran tan
políticos como religiosos. Esto, por lo menos, resultaba claro de la extensa
intervención que los líderes de la fracción progresista hicieron circular entre los
padres conciliares. En cuanto al porqué y al cómo de la aclamación de Juan como
santo, se leía en dicho documento:

Durante el pontificado del papa Juan, hombre de fe genuina y de verdadera


humanidad, la Iglesia volvió a convertir en su insignia el amor del mundo, al
rechazar la severidad hacia los hermanos pródigos y, con el amor del Padre,
mostrar misericordia aun cuando este mismo mundo hace lo posible por parecer
agnóstico y ateo (...). Del papa Juan, el mundo ha aprendido que, al fin y al cabo,
no está tan alejado de la Iglesia como pensaba, ni la Iglesia lo está del mundo. Tal
vez el mundo espere ahora de nosotros que declaremos que no consideramos al
papa Juan un soñador ni alguien que ha trastornado en poco tiempo todo lo que
ahora habrá que volver a poner en orden con un sostenido y paciente esfuerzo (...),
sino que, por el contrario, vemos en él a un verdadero cristiano, un verdadero
santo incluso, un hombre lleno de verdadero amor al mundo y a la humanidad
entera. Y que su actitud, adoptada y vivida por el papa Pablo VI desde el comienzo
de su pontificado, es la actitud que también nosotros, los obispos que él reunió en
el concilio, deseamos adoptar y vivir con una entrega aún mayor, junto con toda la
cristiandad. ¡Qué perspectivas se abrirían a la renovación pastoral, qué esperanzas
de diálogo se harían realidad si este concilio, que de tan singular manera
representa a toda la Iglesia sobre la tierra, proclamase, sin la habitual tardanza, por
un procedimiento insólito, pero no novedoso, la santidad de su
pastor!»\'7b244\'7d

En cuanto al «cómo», los autores señalan que, durante siglos, la Iglesia creó
santos sin proceso jurídico alguno, y podría hacerlo de nuevo en el caso del papa
Juan:

Una comisión creada ad hoc [de padres del concilio] podría examinar con
objetividad, de modo cuidadoso y rápido a la vez, todo lo relacionado con el tema.
Al fin y al cabo, todos los obispos hemos conocido las posiciones y las intenciones
del papa Juan de sus propias palabras y de sus escritos. Todos hemos sido testigos
de la admiración y del afecto que todo el mundo, sin diferencias de raza ni de
religión, expresó al papa Juan mientras vivió, y, especialmente, con ocasión de su
muerte (...)\'7b245\'7d.

¿Por qué no habría de ser posible que el Santo Concilio, así como proclama
otras verdades de la fe, solicite al Santísimo Padre que le otorgue el poder de
proclamar, con él y bajo su supervisión, al papa Juan XXIII un modelo de santidad
a la vez nuevo y antiguo, que debe presentarse a todos, y en particular a nosotros
los obispos, como pastor y guía en nuestro reconocimiento de la presencia oculta,
pero operativa de Dios en el mundo y en todas las personas de buena
voluntad?\'7b246\'7d

No hacía falta un doctorado en exégesis para reconocer que el texto de la


intervención de los progresistas apuntaba a silenciar las críticas dirigidas contra el
papa Juan por el bloque más reaccionario del concilio. Desde el comienzo mismo,
un núcleo de unos doscientos cincuenta prelados se resistió a aceptar el
llamamiento del papa Juan al aggiornamento. Los más importantes de entre ellos
eran los cardenales más poderosos de la curia romana, que acogieron con gélido
silencio la decisión de Juan XXIII de convocar un concilio ecuménico\'7b247\'7d.
Resultaba claro que esos prelados, acostumbrados a gobernar la Iglesia desde
Roma, no consideraban que el breve pontificado de Juan XXIII hubiera sido
beneficioso para la Iglesia, y por esa sola razón no veían en él un modelo de
santidad apto para ser imitado por otros obispos. En privado, algunos de ellos, de
hecho, se referían despectivamente a Juan como un «soñador», y tras la muerte de
él se sentían efectivamente obligados, como grupo, a restaurar el orden de la
Iglesia que el difunto papa, en su opinión, había «trastornado en poco tiempo». En
resumen, no estaban dispuestos a colaborar en lo que a ellos les parecía una
maniobra puramente política.
Los progresistas esperaban poder introducir su intervención el 5 de
noviembre de 1964, fecha para la que estaba previsto el debate sobre «La
constitución pastoral de la Iglesia en el mundo moderno». De todos los
documentos conciliares, era éste el que en mayor grado respiraba el espíritu
deseoso de abrazar al mundo entero de Juan XXIII. El protocolo conciliar requería,
sin embargo, que toda intervención llevara las firmas de por lo menos setenta
padres, y éste tenía sólo cincuenta. Los partidarios del documento se afanaron por
alistar a veinte prelados más, pero la lista completa se recibió demasiado tarde. Así
pues, aunque el texto escrito fue propuesto a los moderadores del concilio, la
fracción progresista se vio frustrada en su empeño de conseguir que la
canonización de Juan XXIII se presentase a debate o votación. Estaban decididos,
sin embargo, a lograr su propósito durante la cuarta y última sesión del concilio.

Resultó que la intervención no llegó jamás a ser discutida en el concilio; con


lo cual, el intenso drama político que rodeaba la canonización del papa Juan XXIII
pasó desapercibido a los tres mil periodistas que asistieron al II Concilio Vaticano.
Gran parte de ese drama se desarrolló al margen del concilio, en los despachos de
los hacedores de santos oficiales de la Iglesia. Varias delegaciones de obispos
visitaron la congregación para conocer su opinión acerca de la propuesta de los
progresistas, en el sentido de permitir que el concilio asumiera poderes
extraordinarios en lo relativo a la creación de santos. Como era comprensible, a los
funcionarios de la congregación les dolían las críticas de Suenens y de otros padres
conciliares, que unían el llamamiento a la canonización de Juan XXIII con lamentos
acerca de la lentitud de los procesos de canonización. Aunque algunos de los
hacedores de santos admitían que el proceso era demasiado largo, la propuesta de
que la santidad del difunto pontífice fuese proclamada por el concilio la
interpretaban como un rechazo dirigido contra la congregación misma.

Pero los hacedores de santos tenían también algunas objeciones más


sustanciales. En parte, se oponían al método de la aclamación popular; decían que
no era tarea de un concilio canonizar a nadie, y argumentaban que, fuera cual
fuera la reputación de que gozaba Juan XXIII en ese momento, sería imprudente
proclamar su santidad sin una investigación seria de su vida y sus virtudes.
Explicaron que los papas, como cualquier otro candidato a la canonización, tienen
una vida privada y una vida pública que requieren de un escrutinio meticuloso por
parte de la congregación. Como razonó uno de ellos, «una biografía definitiva no
se puede escribir hasta cincuenta años después de la muerte de un hombre, si éste
tiene cierta importancia. Y, en el caso de un papa, se tarda años solamente en
reunir todo los documentos»\'7b248\'7d.
También algunos de los hacedores de santos sospecharon de los motivos que
animaban a los progresistas. «Estaban utilizando a Juan para llegar a Pío —dice
Molinari, quien asistió al concilio — en calidad de peritus (experto) oficial—.
Estaban creando una oposición entre los dos papas que era totalmente contraria al
pensamiento de Juan XXIII. Lo cierto es que las últimas horas de su vida fueron un
tormento para el papa Juan porque sabía que ciertos teólogos, y no sólo teólogos,
sino también obispos, estaban intentando imponer al concilio sus ideas liberales,
presentándolas como propias del papa.»

Efectivamente, muchos de los conservadores del concilio pensaban que, si a


algún papa había que declararlo santo, era a Pío XII. Sólo cuatro años habían
pasado desde su muerte, cuando se abrió el concilio, y había una amplia corriente
favorable a un proceso formal encaminado a su canonización. Para los
conservadores, Pío era todo lo que un papa debía ser: disciplinado, autoritario,
terriblemente bien informado acerca de un amplio espectro de cuestiones técnicas,
receloso —a veces casi hasta el desprecio— del mundo moderno (y especialmente
del comunismo), reservado hasta la adustez, monárquico en su concepción y en la
administración de la Iglesia y, por encima de todo, resuelto a condenar un amplio
espectro de «errores» progresistas en el seno de ella. Durante su pontificado, por
ejemplo, algunos de los teólogos más prominentes de la Iglesia fueron censurados
o silenciados\'7b‡‡‡‡‡‡‡\'7d, y algunos cardenales deseaban que el concilio
reiterase la oposición de la Iglesia a los errores teológicos de esos hombres. Juan,
por su parte, levantó las censuras y, en aquel momento, esos mismos teólogos
asistían, en los pasillos del concilio, como periti oficiales a la boyante fracción
progresista. Los conservadores estaban convencidos, por tanto, de que la
propuesta de canonizar a Juan ocultaba en realidad un intento de desacreditar el
pontificado de Pío XII —y, con ello, sus propias opiniones— y de vindicar los
«errores» teológicos condenados por éste\'7b249\'7d.

En suma, el conflicto entre progresistas y conservadores en el seno del


concilio cristalizó en torno al contraste de las figuras de Juan XXIII y Pío XII, dos
hombres que, a su vez, simbolizaban dos concepciones diferentes de la Iglesia,
especialmente en lo tocante a las relaciones con el mundo exterior. Nadie entendía
eso mejor que Pablo VI, que trabajó al servicio de ambos papas. Cuando se abrió en
otoño de 1965 la última sesión del concilio, Pablo VI sabía muy bien que los
progresistas estaban decididos a presentar su intervención a los padres reunidos. Si
eso sucedía, era probable que se produjera una manifestación espontánea en favor
de Juan, lo cual provocaría inmediatamente grandes titulares en toda la prensa
mundial y expondría al papa a una presión considerable. Para la opinión mundial,
Juan XXIII era sencillamente el personaje más popular de la Iglesia.
¿Qué hacer? Por temperamento y por formación, Pablo no se sentía
inclinado a pasar por alto los procedimientos establecidos; por otra parte,
difícilmente se podía permitir dar la impresión de que estaba negando la santidad
de Juan, Se decía que era cuestión de días que los progresistas dieran el paso
decisivo. El papa tendría que actuar primero. Convocó en privado a dos hacedores
de santos, a quienes conocía bien y en cuyo juicio confiaba. Lo que ellos le
aconsejaron llegó a conocimiento del público el 18 de noviembre de 1965. En una
decisión salomónica, Pablo VI anunció que daría instrucciones a la congregación
de iniciar los procesos de ambos, de Juan y de Pío..., conforme a los procedimientos
establecidos.

Los progresistas se sintieron decepcionados; algunos de ellos, amargamente.


Los conservadores estaban contentos: en efecto, sin la iniciativa en favor de Juan,
Pablo probablemente no habría instruido tan pronto el proceso formal de Pío, cuya
reputación de santidad había menguado en grado considerable bajo el pontificado
de Juan. Pero la verdadera victoria fue para la congregación, pues su papel en la
creación de santos se vio reafirmado.

Pronto resultaría claro, sin embargo, que, al unir el destino de la causa de


Juan a la de Pío, el papa Pablo, en lugar de solucionar un delicado problema de la
política eclesiástica, lo había postergado solamente. Iniciar las dos causas mediante
una misma decisión pontificia ¿no vinculaba también los resultados respectivos?
Jurídicamente se trataba de dos causas distintas, a cada siervo de Dios había que
juzgarlo por sus propios méritos; pero, en términos de política eclesiástica, ¿podía
la Iglesia canonizar a un papa y no al otro? En la historia de la congregación jamás
se había planteado semejante cuestión.

CÓMO SE JUZGA

LA SANTIDAD DE UN PAPA

En teoría, la causa de un papa no se distingue de la de cualquier otro


candidato, se siguen los mismos procedimientos, se deben demostrar las mismas
virtudes. En la práctica, en cambio, las causas papales reciben un tratamiento
especial y presentan problemas especiales.

En primer lugar, las causas papales sólo pueden ser iniciadas por otro papa;
al menos, ésa es la fuerza de los precedentes\'7b§§§§§§§\'7d. En todo caso, las
causas papales están bajo control del papa desde el comienzo del proceso, él
designa incluso a los promotores de la causa.
En segundo lugar, dado que se supone que los papas son ortodoxos, sus
escritos publicados en la función de maestro supremo de la Iglesia (tales como las
encíclicas) no se someten al habitual escrutinio preliminar de los censores
teológicos; no obstante, pueden hallarse expuestos a críticas por parte de los
asesores de la congregación, sobre la base de que las palabras de un papa —como
también sus actos— pueden haber sido imprudentes y hasta haber causado incluso
daños a la Iglesia. Además, pudieran existir ciertos documentos políticamente
delicados —los diarios de los papas son el principal ejemplo—, cuya lectura se
permite únicamente al postulador y al relator. Sin embargo, las cartas personales y
otros papeles privados sí se someten a examen, ya que pueden estar directamente
relacionados con la vida espiritual del candidato.

En tercer lugar, por la naturaleza misma de su cargo, los papas producen


una cantidad mucho mayor de material escrito —escrito por ellos y, sobre todo,
acerca de ellos— que la mayoría de los demás siervos de Dios. No es posible, desde
luego, localizar y examinar todo el material existente y, en algunos casos, se ha
llegado a afirmar que ciertos documentos negativos fueron retenidos o se
perdieron convenientemente\'7b********\'7d. Pero los postuladores están
moralmente obligados a tener en consideración todo el material relevante y, en
efecto, pueden perjudicar la causa que defienden si así no lo hacen. Además, dado
que los papas son por definición actores privilegiados en el teatro de la historia, se
espera de los postuladores que examinen, aparte de la documentación básica,
también las diferentes interpretaciones históricas del pontificado en cuestión. En el
caso de un papa como Pío XII, que ocupó importantísimos cargos diplomáticos a lo
largo de los veintidós años anteriores a ser elegido sumo pontífice, la literatura
potencialmente relevante alcanza dimensiones abrumadoras.

En cuarto lugar, a diferencia de la mayoría de los santos, los papas tienden a


crearse muchos enemigos, especialmente entre sus colaboradores íntimos dentro
de la Iglesia; y lo mismo vale para su zona de influencia. Así pues, ninguna causa
papal, y menos tratándose de personajes controvertidos, como Juan XXIII o Pío XII,
está en condiciones de avanzar con rapidez mientras alguno de sus oponentes siga
vivo y ejerciendo influencia en la Iglesia.

Pero la mayor diferencia, la que separa definitivamente las causas papales


de todas las demás, es ésta: a un papa hay que juzgarlo no sólo en cuanto a su
santidad personal, sino por el ejercicio de su cargo de supremo maestro y como
cabeza de la Iglesia. Benedicto XIV se expresa con bastante claridad sobre este
punto. En su tratado sobre la beatificación y la canonización dedica una sección
entera a los deberes del cargo que los investigadores deberían tener en cuenta a la
hora de valorar a los siervos de Dios que ocuparon el trono de san Pedro. Según
Benedicto, la santidad de un papa debe medirse por su «celo en la preservación y
la propagación de la fe católica, en el fomento y la restauración de la disciplina
eclesiástica y en la defensa de los derechos de la Sede Apostólica»\'7b250\'7d. Su
principal modelo era Pío V. En otro pasaje, aconseja a los investigadores que
busquen manifestaciones de humildad y, como confirmación, cita la sentencia de
san Bernardo de que «no hay joya más espléndida entre todos los ornamentos
pontificios»\'7b251\'7d. Así, por ejemplo, Benedicto declara que el candidato no
ha de esforzarse por alcanzar el cargo supremo de la Iglesia, y en caso de resultar
elegido, debería ofrecer su renuncia; ésta podría ser una de las razones de por qué
la mayoría de los papas acostumbran a hacer tal cosa.

A juzgar por los tres últimos papas canonizados por la Iglesia, las normas de
Benedicto se siguieron estrictamente en cada caso. Tanto Celestino V como Pío V
fueron ascetas extremos, incluso como papas, y parece obvio que se los declaró
santos debido en gran medida a sus virtudes monásticas. En el caso de Celestino V,
resulta evidente que su deplorable gestión como pontífice no fue obstáculo para su
causa\'7b††††††††\'7d \'7b252\'7d. En el caso de Pío V, el texto de Benedicto XIV
indica que su contundente programa de reforma eclesiástica y su tenaz oposición a
herejes y no creyentes fueron decisivos para el éxito de su causa. Por otra parte,
tanto Pío V como Pío X se hicieron notorios por sus feroces y a menudo injustas
cruzadas contra católicos cultos y distinguidos, a los que los inquisidores romanos
consideraban herejes reales o potenciales. Por lo demás, hay considerables indicios
de antisemitismo en la expulsión, decretada por Pío V, de todos los judíos de los
Estados Pontificios, con excepción de unos pocos judíos romanos que fueron
considerados de utilidad comercial\'7b253\'7d. En resumen, una mirada sobre las
tres últimas canonizaciones papales sugiere que el exceso de «celo en la
preservación y propagación de la fe» no se considera vicio al juzgar las virtudes
heroicas de un papa.

Pero el mundo era muy diferente en los tiempos de Pío XII y de Juan XXIII y
diferentes eran también las exigencias planteadas al pontificado. Ambos hombres
habían sido diplomáticos del Vaticano, ambos desempeñaron un papel crucial
durante y después de la II Guerra Mundial y ambos contribuyeron a la
transformación de la Iglesia que hallaría su expresión en el II Concilio Vaticano.
Por otro lado, sus temperamentos y actitudes eran muy distintos. Se dirigían al
mundo de dos maneras diferentes, diríase que casi en distintas lenguas. Y lo que
no es menos importante, cada uno representaba unas tendencias muy diferentes de
la Iglesia contemporánea, y era defendido, hasta donde yo sé, por fracciones
opuestas.
Por todas esas razones, resultaba difícil ver cómo se podía juzgar a Pío XII y
a Juan XXIII por las normas relativamente parroquiales desarrolladas para sus
predecesores. Ambos eran personajes de relieve mundial, cuyas palabras y hechos
tuvieron consecuencias importantes para los asuntos internacionales, y el mundo
tiene sin duda un interés más que pasajero en el resultado de sus causas. Tampoco
me parecía fácil reconciliar las diferencias entre los dos papas. Ambas causas se
iniciaron en un contexto enardecido de política eclesiástica, y sean cuales sean sus
pretensiones individuales de virtud heroica, ambas presentan, para los hacedores
de santos, un problema político delicado: ¿Cómo puede canonizar la Iglesia a uno
de ellos sin aprobar también al mismo tiempo la política eclesiástica y secular que
cada uno continúa representando? O, para decirlo de una manera un poco
diferente: ¿Cómo puede la Iglesia declarar beato a un papa sin bendecir al mismo
tiempo lo que hizo como tal papa?

LA CONCILIACIÓN DE

DOS PONTIFICADOS

Cuando inicié mi indagación de las causas papales, los procesos de Juan


XXIII y de Pío XII tenían casi un cuarto de siglo de edad; pero ninguno de ellos
estaba listo todavía para ser discutido por la congregación. Pablo VI encomendó la
causa de Pío a los jesuitas y la de Juan a los franciscanos. Pío mostró siempre una
especial afinidad con la compañía de Jesús; desde sus primeros días de nuncio
apostólico en Alemania hasta sus últimos días como papa, sus consejeros más
íntimos fueron principalmente jesuitas. Pero ésta no era la única ni la principal
razón por la que Pablo eligió a los jesuitas; el papa Pablo mantenía también una
prolongada e íntima amistad con Molinari —los padres de ambos habían sido
amigos—, y sabía que era uno de los más competentes hacedores de santos.

Las razones por las que el papa dio la causa de Juan a los franciscanos se
basaban también, hasta cierto punto, en consideraciones personales. El postulador
general de los franciscanos, Antonio Cairoli, no menos experimentado que
Molinari, estaba encargado de la causa del cardenal Andreas Ferrari (1850-1921),
uno de los predecesores de Montini como arzobispo de Milán. Pablo VI estaba
muy interesado en esa causa porque Ferrari defendió a su padre, Giorgio Montini,
editor de prensa milanés, de las acusaciones de herejía que se levantaron contra él
durante la cruzada antimodernista de Pío X\'7b‡‡‡‡‡‡‡‡\'7d \'7b254\'7d. La
contribución decisiva de Cairoli a la rehabilitación de Ferrari, con la cual se allanó
el camino a su beatificación, impulsó al agradecido Pablo VI a nombrar al
franciscano como postulador de la causa de Juan XXIII.
Sucedió que Ferrari fue beatificado el 10 de mayo de 1987, cuando yo me
encontraba dedicado a mis investigaciones en Roma. Una semana después, hice mi
primera visita a Cairoli, quien me recibió en el colegio franciscano, a unos veinte
minutos en taxi del Vaticano. Cairoli, un fraile italiano de escasa estatura y con casi
ochenta años de edad, estaba leyendo el breviario en el aparcamiento cuando
llegué. Se encontraba de excelente humor: Ferrari fue el último de los noventa y un
siervos de Dios a quienes había escoltado a través de la congregación, y ahora
podía dedicarse exclusivamente al caso de su adorado «papa Juan», como él lo
llamaba.

Hablamos brevemente de Ferrari. Sugerí que había cierta justicia poética en


la beatificación del cardenal, dado que Ferrari también había sufrido la caza de
brujas de Pío X; y me pregunté si. esos dos hombres, uno beato, el otro un santo de
pleno derecho, se dirigirían la palabra uno al otro en el más allá. El viejo fraile
sonrió. El hecho de que esos dos adversarios hubiesen sido hallados heroicamente
virtuosos, dijo, era prueba de que la congregación juzga cada causa por sus propios
méritos.

—Y de Pío y Juan ¿qué? —me atreví a preguntar—. Hay mucha gente,


incluso católicos, que piensan que sus méritos no sólo son diferentes, sino en cierta
manera opuestos.

Cairoli dudó un momento y respondió:

—Cada papa completa el pontificado que lo precedió. Estoy convencido de


que no había ninguna división entre esos dos papas. Sus pontificados estuvieron
muy unidos, se han exagerado las diferencias que hubo entre ellos.

—Entonces ¿usted ve las dos causas como relacionadas entre sí?

—No, son completamente independientes la una de la otra. Yo conozco muy


bien al padre Molinari, lo veo muy a menudo; pero nunca nos preguntamos uno al
otro cómo van nuestras causas. —Y, en ese momento, Cairoli introdujo la mano en
su pardo hábito de fraile y extrajo su cartera: me enseñó un retrato de Juan XXIII
que lleva consigo—. Yo rezo todos los días por la causa del papa Juan y rezo
también todos los días por la causa de Pío XII. Si a Pío lo canonizan primero...,
muy bien. Cada santo es diferente.

Puede que Juan y Pío hayan sido hombres diferentes con personalidades
dispares y distintas aspiraciones a la santidad, venía a decir Cairoli, pero, como
papas, formaban un continuo. La historia tiene, por supuesto, una manera de
discernir las continuidades que, a los ojos de los contemporáneos (y,
especialmente, a los ojos de los periodistas, entrenados para buscar el contraste y el
cambio), aparecen como discontinuidades, Pero la idea de que «un papa completa
el pontificado de otro» difícilmente puede considerarse una tesis apoyada por los
hechos; al igual que la doctrina de la sucesión apostólica, procede de un impulso,
hondamente arraigado en la tradición romana, a hacer hincapié en la continuidad
de la Iglesia y, en particular, entre los sucesores de san Pedro. Es cierto que cada
papa hereda la obra inacabada de su antecesor y que la naturaleza misma de su
cargo lo obliga a defender la tradición; y, sin embargo, muchas personas, incluidas
las fracciones rivales del II Concilio Vaticano, afirmaban ver una diferencia real
entre los pontificados de Juan y de Pío; ¿realmente estaban tan equivocados esos
hombres y, con ellos, otros millones más?

Molinari y Gumpel dicen que sí. Efectivamente, a principios del verano de


1987, Molinari asistió a una conferencia en Francia y allí leyó un documento en el
que trataba precisamente ese punto.

—Durante el II Concilio Vaticano —me dijo Gumpel una tarde, cuando su


colega estaba todavía ausente—, algunos autores presentaron la situación como si
hubiera una ruptura absoluta entre los dos papas. Ahora hay gran cantidad de
estudios que demuestran que no fue así. Ningún estudioso serio puede afirmar que
haya habido una oposición seria entre ellos.

—Pero, sin duda, Juan era más liberal que Pío —objeté.

—Eso no es verdad. Tras la muerte de Juan, a quien yo quería mucho, surgió


una especie de leyenda, debido sobre todo a los periodistas. Pío era más distante,
más reservado que Juan, eso es verdad; pero, en realidad, Juan era mucho más
conservador. La gente se olvida del sínodo de la diócesis de Roma, que Juan
convocó como preparación para el II Concilio Vaticano; en ese sínodo, Juan, como
obispo de Roma, volvió a atar ciertas cosas que Pío XII había desatado.

Para Molinari y para Gumpel, el verdadero progenitor del II Concilio


Vaticano no era Juan, sino Pío. Aunque fue Juan quien lo convocó de hecho,
sostienen, es Pío quien tuvo primero la idea de un concilio ecuménico; la historia
demuestra ahora que, en la década de 1940, Pío dio instrucciones secretas a los
jefes de la curia romana para que esbozaran los esquemas preparatorios de un
concilio\'7b255\'7d.
—No hay mucha gente que sepa que Pío había pensado ya en convocar un
concilio —aduce Gumpel—. Pero no lo hizo por tres razones: primero, consideraba
que tras la II Guerra Mundial, el mundo necesitaba calmarse antes de que se
pudiera convocar un concilio; segundo, pensaba que haría falta preparar a los
creyentes, de manera muy gradual y progresiva, para evitar un cambio demasiado
radical en la Iglesia, pues Pío era muy consciente de la necesidad de un cambio,
pero quería cierta preparación psicológica; y, en tercer lugar, creía estar haciéndose
demasiado viejo para llevar a cabo un concilio. Éstos son los hechos.

Es característico de Molinari que explique la relación entre los dos


pontificados en términos orgánicos.

—Pío pensaba que el suelo aún no estaba preparado —afirma—, pero dejó
plantada en cada campo la semilla que comenzaría a germinar en los días de Juan
XXIII. La semilla estaba plantada y Juan, consciente de ello, pensó que el tiempo
había alcanzado la madurez necesaria para un concilio. Su intención no era ir en
contra de Pío, sino, antes al contrario, avanzar por las líneas trazadas por él e ir
más lejos todavía.

En opinión de Molinari, Pío XII sentó también las bases intelectuales del II
Concilio Vaticano: su encíclica Divino afflante Spiritu sirvió de base a la importante
declaración del concilio acerca de la fuente de la revelación y en la encíclica Mystici
Corporis, se basamento la constitución dogmática del concilio sobre la Iglesia; y Pío
anticipó también los documentos conciliares sobre lo misional y lo laico.

—Sin el papa Pío XII, el II Concilio Vaticano no habría sido posible —resume
Gumpel—. Aparte de la Biblia, a ningún otro autor se cita con más frecuencia en
los textos del concilio.

—A mí me da la impresión —apunté— de que, cuando el papa Pablo VI


introdujo las dos causas, era Juan y no Pío quien tenía la reputación de santidad.

Recordé que incluso la prensa seglar trató su fallecimiento como la muerte


de un santo; por lo cual, parecía que la causa de Pío venía como a remolque de la
de Juan.

Molinari no estaba de acuerdo.

—Los dos hombres tenían una gran reputación de santidad mientras


vivieron\'7b256\'7d —rechazó—, pero los tiempos eran distintos. Recuerde que
Pío XII rigió durante toda la II Guerra Mundial; Roma fue bombardeada, había
ejércitos en Italia, los creyentes no podían acercarse a ver al papa como en la época
de Juan. Pero, después de la guerra, sí vinieron. Era algo digno de contemplar.

Venían muchísimos soldados, no sólo oficiales, sino también soldados rasos,


británicos, estadounidenses, canadienses, polacos, todos querían ver a aquel
hombre santo que siempre hablaba de la paz. Y cuando murió en 1958, se produjo
el mismo fenómeno que a la muerte de Juan. Yo estaba aquí en Roma cuando
murieron ambos. Y fue el mismo fenómeno: la gente se reunía ante Castelgandolfo,
donde Pío estaba muriéndose, y miraba la lucecita en el dormitorio del papa,
esperando noticias. Y, después, puedo asegurarle que los curas no paraban de
oficiar misas ante la tumba de Pío desde las seis de la mañana hasta el mediodía.
Pablo VI era consciente de todo eso y de las solicitudes de apoyo a la causa de Pío,
que seguían llegando; así que no es que sé le ocurriera un buen día que sería bonito
canonizar a Pío, fue la respuesta de un papa que debe permanecer atento a las
señales divinas que provienen del pueblo.

El mensaje de ambas postulaciones era el mismo: a Pío XII y a Juan XXIII no


había que verlos como rivales, ni en vida ni en su viaje póstumo hacia la santidad.
Son dos papas diferentes con distintas aspiraciones a la santidad, pero sus
pontificados hay que tratarlos como dos fases de un solo movimiento, dos mareas
que produjeron oleadas dispares, pero sucesivas en la playa. Ése fue, de todas
formas, el efecto de haber introducido las dos causas a modo de tándem.

Se me ocurrió, sin embargo, que Pío dispuso de diecinueve años de


pontificado para asentar su reputación de santidad, mientras que Juan sólo tuvo
menos de cinco y, aun así, la memoria de éste había eclipsado la de aquél en tal
grado que, a cualquiera que no se hubiera criado en la era de Pío XII, le resultaría
difícil comprender hasta qué punto ese pontífice romano de noble aspecto logró
identificar el destino de la Iglesia con su persona. Pío XII es, hasta la fecha, el
último papa en quien se vio a un monarca espiritual, un hombre que actuaba —por
parafrasear a su contemporáneo francés Charles de Gaulle— como si realmente
creyera que l’Église, c’est moi.

Al escuchar las explicaciones de Molinari acerca de Pío XII, recordé las


imágenes de ese papa que veía en mi infancia, los blandos retratos oficiales
colgados en todas las iglesias y en las escuelas católicas, lo mismo que Washington
o Lincoln presidían las aulas de las escuelas públicas; —pero estaban también la
tarjetas de oración papales, como las que hay para los santos, que guardábamos en
nuestros misales, y en éstas, Pío aparecía de perfil: ascético, los ojos hundidos
detrás de unas gafas sin montura, las largas manos delgadas apretadas para rezar,
como una tienda de campaña, del modo que las monjas nos exigían a los niños
durante la misa.

Pero lo que mejor recordaba era una imagen mental, fruto de la piedad más
que de los retratos; lo imaginaba solo, en un remoto palacio llamado el Vaticano y
tan en contacto con Dios como sólo los papas pueden estar, recibiendo la sabiduría
divina que, de vez en cuando, transmitía a los humanos. Yo había escuchado su
voz en la radio y parecía —por lo menos a los católicos— como un profeta
descendido de la montaña para revelarle al mundo los pensamientos de Dios.

Durante la guerra coleccioné recortes en un álbum, en el que pegaba


titulares de periódicos e imágenes de los campos de batalla; allí había también
fotografías borrosas del papa, siempre vestido de blanco e invocando la paz,
vicario de Cristo en la Tierra, pero cautivo en Roma, nuestro santo y sufrido
vínculo con el Señor en medio de un mundo en guerra. Lo vi en los noticiarios
cinematográficos, en oscuras salas, blanco como marfil y derecho como una
baqueta, dirigiéndose ora a este lado, ora a aquél, los huesudos dedos tallando
cruces en el aire por encima de las cabezas, inclinadas para recibir su bendición.
«In nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti....» Reconocía el latín de la misa: nuestra
lengua, la lengua de la Iglesia, que sólo los católicos entendíamos. Ése era el
aspecto que tenía un papa, así era como sonaba su voz; y, durante los primeros
veintitrés años de mi vida, fue el único papa que conocí.

Cuando entré, en el invierno de 1960, por primera vez en la basílica de San


Pedro, me sentí consternado. El personaje que estaba sentado en el trono papal era
jovial y mofletudo, con una inmensa sonrisa en los labios, y de estatura tan breve
que sus pontificias zapatillas apenas parecían rozar el suelo. Ese hombre era Juan
XXIII, sólo que para mí no tenía el aspecto de un papa. Yo lo ignoraba entonces,
pero había otros que, aunque por razones muy diferentes, pensaban lo mismo;
para ellos, el verdadero papa había muerto y estaba en el cielo. Tal fue el
sentimiento —tan distante ahora, tan sepultado bajo los sedimentos del tiempo
transcurrido— que Molinari y Gumpel estaban tratando de evocar en beneficio de
Pío XII. Y de ellos dependería demostrar, sin perjuicio de Juan, que el objeto de tal
sentimiento —ese sentimiento primario, poderosamente encauzado hacia un
erguido y solitario dirigente de la Iglesia— fue verdaderamente un santo.

PÍO XII UN ALEGATO DE SANTIDAD

La causa de Eugenio Maria Giuseppe Pacelli es, a todas luces, la más


compleja y la más amedrentadora de cuantas han acometido los dos jesuitas.
Descendiente de un largo abolengo de juristas y de la nobleza pontificia, Pacelli
entró en el servicio papal en 1901, a la edad de veintiséis años. Durante doce años
fue la mano derecha del cardenal Pietro Gasparri en la codificación del derecho
canónico. En 1917, inició una carrera diplomática en Alemania que duraría más de
un decenio; primero, en Munich y, luego, como nuncio ante la nueva república
alemana. En 1929 fue nombrado cardenal y sucedió a Gasparri como secretario de
Estado del Vaticano, calidad en la que negoció tratados con Austria y con la
Alemania nazi.

En marzo de 1939, en vísperas de la inminente guerra europea, Pacelli fue


elegido papa con todos, menos cinco de los cincuenta y tres votos emitidos. En
cuanto a intelecto y a experiencia, estaba a la par de Roosevelt, de Churchill y de
los demás líderes del período bélico dotados de fuerte voluntad. Como sus
predecesores inmediatos, Pío trató de jugar el papel del pacificador internacional,
anunciando en su primer mensaje navideño al mundo lo que él consideraba los
principios razonables de «derecho natural» para una solución justa de las
diferencias internacionales. Pero fracasó, y también en eso se asemejó a sus
predecesores. A lo largo de la guerra mantuvo una postura de «imparcialidad» que
lo expuso a fuertes presiones tanto por parte de los aliados como del Eje. En vano
trató de impedir que Italia entrara en la guerra; pero tuvo más éxito al mantener a
Roma como «ciudad abierta». Cuando los nazis, finalmente, ocuparon Roma en
1943, Pío logró albergar a miles de refugiados, entre ellos numerosos judíos, en el
Vaticano y en los edificios de su propiedad esparcidos por toda la ciudad. Pero,
puesto que temía que críticas directas sólo intensificarían la persecución de los
judíos, así como de los católicos, y porque prefería confiar en la diplomacia
vaticana, no habló sino en términos genéricos del pogromo genocida perpetrado
por los nazis contra los judíos europeos. Al final de la guerra, lo elogiaron varios
líderes hebreos (entre ellos, quien llegaría a ser primera ministra de Israel, Golda
Meir) por su ayuda a los judíos. Durante la década siguiente a su muerte, en
cambio, fue ampliamente denunciado, en círculos judíos y de otros signos, por su
«silencio» durante el holocausto.

Además de su preocupación por la guerra, Pío XII desarrolló una actividad


sorprendentemente intensa como maestro supremo de la Iglesia. En sus directrices
a los estudiosos de la Iglesia alternaba las actitudes liberadoras y las restrictivas.
En Divino afflante Spiritu (1943), por ejemplo, invirtió las prohibiciones de sus
predecesores, al recomendar una aplicación moderada de las metodologías
histórico-críticas a los textos de la Sagrada Escritura; por el contrario, en Humani
generis (1950), sus advertencias, dirigidas contra las nuevas tendencias teológicas
—incluida la opinión, hoy ampliamente aceptada por los eruditos católicos, de que
la humanidad no desciende de una sola pareja de antepasados—, iniciaron un
período de represión contra los pensadores más audaces de la Iglesia. Ese mismo
año, se convirtió en el primer papa, en el espacio de un siglo, que definió un nuevo
dogma de fe: la Asunción a los cielos de la Virgen María. Pero como muchos
autócratas —desde 1944 en adelante fue su propio secretario de Estado—, Pío se
volvió cada vez más reservado durante los últimos años de su vida. Nunca había
sido muy accesible, y sus últimos años los pasó como un recluso en los aposentos
papales. Su chófer afirmó que Pacelli jamás lo había saludado en todos sus años de
servicio\'7b257\'7d.

Tan pronto la causa de Pacelli fue asignada a los jesuitas, Molinari reunió a
un equipo de cuatro hombres, uno de los cuales fue Gumpel, para que se pusieran
en contacto con cualquiera de quien pudiera pensar que podría poseer cartas del
papa. La lista final incluía más de mil nombres. Se solicitó a obispos y a superiores
de órdenes religiosas que buscaran en sus archivos y enviaran copias, certificadas
ante notario, de todas las cartas privadas del papa que se hallaran en su posesión; y
a quienes no contestaron a la primera solicitud se les volvió a escribir. Sólo este
proceso duró dos años.

A continuación, se confeccionó una segunda lista de personas, de las que se


sabía que habían mantenido relaciones con Pacelli, empezando por su familia. Al
final, se logró reunir varios miles de documentos, incluidos los ensayos que Pacelli
había escrito como estudiante. Había un hecho singular: en 1930, cuando fue
nombrado secretario de Estado de Pío XI, Pacelli tomó la firme decisión de limitar
su correspondencia personal; raras veces escribió, por ejemplo, a sus hermanas, y
cuando lo hizo, fue únicamente para enviar felicitaciones de cumpleaños o de
navidad. Sus hermanas lo veían pocas veces, salvo cuando asistían a alguna misa
que celebraba su hermano. En suma, Pío no era el tipo de hombre que divulga sus
pensamientos y sus sentimientos privados, ni siquiera entre sus familiares.

Finalmente, el equipo de jesuitas confeccionó una tercera lista de posibles


testigos. Se celebraron reuniones de tribunales en Roma, en Munich, en Berlín y en
otros lugares que sirvieron de escalones en la vida de Pacelli, a fin de interrogar a
los testigos. Molinari y Gumpel no ocultan el hecho de que, en su opinión, están
ocupándose de un santo. Gumpel lo había visto, de niño en Alemania, y ambos lo
conocieron en Roma cuando era ya papa; pero se apresuran a agregar que su
actitud es lo único subjetivo: su tarea es examinar la vida del papa con objetividad.

En ese caso, quise saber, ¿qué hacían con los testimonios negativos?
Sus respuestas fueron genéricas y circunspectas; al fin y al cabo, se trataba
de un papa.

—Bueno, a veces se encuentra a alguien que fue silenciado o herido de


alguna manera en su vida, en su misión o en su carrera eclesiástica —respondió
Molinari—; alguien que puede guardarle rencor al candidato o, por lo menos, tener
una opinión divergente.

Pregunté nombres, pero, tal como había esperado, Molinari dijo que estaba
obligado a guardar secreto acerca de las causas pendientes, y, en especial, de ésta.

—Le puedo decir que un postulador que se toma en serio su trabajo lo hace
para buscar la verdad; iría contra su conciencia si eliminara las pruebas
perjudiciales. Además, la Iglesia no ganaría nada si no poseyera la verdad. Y la
verdad significa que se pongan todas las cartas sobre la mesa.

—Pero usted —insistí— seguramente podrá prever algunos puntos, en


donde la causa puede tropezar con problemas.

Yo recordaba que Benedicto XIV había invitado a los investigadores a


prestar especial atención a la manera como las autoridades eclesiásticas, y
particularmente los papas, trataban a sus subalternos. Recordaba también que la
manera en que los papas tomaban las decisiones era tan importante como el
contenido de esas decisiones. Mencioné al respecto la legendaria desconfianza con
la que Pío trataba a los demás; sobre todo, durante los últimos años de su
pontificado, cuando se encontraba ya enfermizo, tenía visiones de la Virgen María
y apenas se comunicaba con nadie, salvo por teléfono. Me había dado cuenta, hacía
ya mucho tiempo, de que aquel personaje solitario que imaginé de niño hizo gala
de una insistencia casi patológica en dirigir la Iglesia él solo. Y se sabía ahora que
todos aquellos discursos —las innumerables alocuciones, disertaciones y encíclicas
sobre una variedad asombrosa de temas— eran fruto del intelecto privilegiado de
un papa que, al parecer, no sentía mucha necesidad de consultar a nadie.

—Sí, Pío era un hombre muy sensible y tenía un temperamento muy fuerte
—reconoció Molinari—. En teoría, éstos son terrenos que podrían crear problemas
para su causa. La sensibilidad puede ser un arma de doble filo. La sensibilidad
para el sufrimiento, por ejemplo, puede conducir a reacciones excesivas, pero
también a cosas buenas. Pío tenía mucha sensibilidad para los asuntos intelectuales
y ese tipo de sensibilidad puede conducir a cierta desconfianza hacia los
individuos. Sabemos que tardaba mucho en cobrarle confianza a la gente, lo que
puede llevar a una independencia exagerada.

Pero la cuestión más importante que concierne a la aspiración a la santidad


de Pío no es de índole personal, sino política: ¿hizo todo lo que pudo o lo que
debía hacer para impedir el pogromo genocida de los nazis contra los judíos
europeos?

Gumpel parecía esperar esa clase de preguntas y estar ansioso de


contestarlas. Es un tema que lo toca muy en lo vivo de los sentimientos; más de
una vez me recordó que, por culpa de los nazis, tuvo que exiliarse dos veces de su
país natal; además, se encontraba estudiando en Holanda cuando los nazis
ocuparon el país. La admiración que sentía por Pío era antigua y profunda:
durante una larga noche que pasamos conversando en su habitación, me confió
que fue Pío XII la causa de que decidiera hacerse sacerdote.

—Hay gente —insistí—, y probablemente mucha gente, para quienes Pío XII
sigue siendo el papa que eligió el silencio ante el holocausto, por temor a que, si
hablaba con franqueza, no haría sino provocar una mayor persecución de los
católicos. ¿Cómo piensa tratar ese tema en la causa?

—Usted olvida —comenzó— que esas acusaciones son relativamente


recientes. Durante la guerra, en todos los bandos se consideraba a Pío el papa de la
paz; sólo fue a partir de 1963, cuando el escritor alemán Rolf Hochhuth publicó
aquella estúpida obra de teatro, El vicario\'7b258\'7d, cuando la reputación de Pío
cambió, por lo menos entre algunas personas. Recuerdo que en aquel momento se
nos pidió que tomáramos posición; pero nos negamos porque estábamos
convencidos de que, con el paso del tiempo, esas cosas se arreglarían por sí solas. Y
eso fue exactamente lo que sucedió. La historia es una maestra severa, aunque
justa, y dudo de que hoy en día haya algún estudioso sensato que se tome en serio
a Hochhuth.

Gumpel admitía, sin embargo, que «la cuestión judía» era el tema más serio
que la positio sobre Pío debía tratar. Les rogué a ambos que me dijeran cómo
pensaban tratarlo.

—Hay pruebas abundantes sobre el tema —dijo Gumpel— que aún no se


conocen públicamente, pero que debemos reunir para responder con certeza a las
dudas que aún subsisten acerca de la línea de acción de Pío XII. Aunque hay
muchos hechos que ya se conocen. En 1937, por ejemplo, el papa Pío XI publicó
una encíclica muy enérgica [Mit Brennender Sorge, escrita en alemán, en lugar del
habitual latín, e impresa, como precaución, en varias imprentas clandestinas
locales de Alemania] en la que denunciaba el nazismo como fundamentalmente
anticristiano. La misiva la redactó el cardenal Pacelli\'7b259\'7d, el secretario de
Estado, que había servido durante muchos años como nuncio en Alemania, y no se
hacía ilusiones acerca de los nazis; absolutamente ninguna. Y hubo numerosas
protestas a escala diplomática, de las que la gente no se enteró.

—Pero, si estaba tan bien informado, ¿por qué no protestó más


abiertamente, siendo ya papa?

Gumpel entrecruzó los dedos y se inclinó, apoyando los codos en el


escritorio. Llevaba el jersey de lana azul oscuro que a menudo se ponía por la
noche, del tipo que se ve con bastante frecuencia en los alemanes.

—Le voy a hablar con mucha franqueza. Si usted hubiera conocido el


nazismo, como lo conocía él y como lo conocí yo, ¿estaría tan seguro de haber
resistido? De hacerlo, acaso apareciera a la posteridad como un héroe. Eso por un
lado. Pero, cuando uno tiene cierta experiencia de gobierno, debe tener en cuenta
las consecuencias. ¿Arreciarán todavía más las persecuciones? ¿Cuánta gente
tendrá que sufrir por ello? El papa Pío hizo unas declaraciones muy enérgicas
contra la manera en que los nazis trataban a los judíos; pero, después de la
experiencia de la jerarquía holandesa, ya no lo volvió a hacer.

Gumpel recapituló, a continuación, lo que les sucedió a los judíos conversos


al catolicismo, entre ellos Edith Stein, tras la denuncia del nazismo realizada por
los obispos holandeses en el año 1942.

—Eso fue para el papa un ejemplo de que las protestas públicas no


mejorarían nada —concluyó—. Además el episcopado polaco le pidió que no
hiciera nada, advirtiéndole de que una protesta sólo empeoraría las cosas. Lo
mismo hicieron otros episcopados. Así que el tema del supuesto silencio de Pío XII
es extremadamente delicado. La cuestión era ésta: ¿mejoraría algo, o sólo
empeoraría las cosas? Hay una serie de documentos de los que se desprende
claramente que las protestas sólo habrían empeorado las cosas; incluso hay escritos
de judíos que le piden que no diga nada, que eso sólo alentaría una persecución
aún peor. Para contrarrestar esa acusación de que el papa no hizo nada, la Santa
Sede ha publicado ya doce volúmenes de sus actas oficiales del período de la II
Guerra Mundial.

Es obvio que, al confeccionar un alegato en defensa de las virtudes heroicas


de Pío XII —sobre todo, las virtudes morales de prudencia, justicia y firmeza—,
Gumpel y Molinari deben examinar no solamente las gestiones de Pacelli, sino
también, las del cuerpo diplomático del Vaticano y las de los episcopados europeos
durante la era nazi. A ese respecto, dicen que su labor depende del acceso a los
materiales, anteriormente secretos, que se guardan en los archivos bélicos de
Alemania, de Italia, de Estados Unidos y de otros países que participaron en la II
Guerra Mundial. A modo de ejemplo, me llamaron la atención sobre del trabajo del
historiador británico Owen Chadwick\'7b260\'7d, quien ha reconstruido las
diversas presiones diplomáticas, ejercidas tanto por los aliados como por las
potencias del Eje, a fin de apartar a Pío XII de la posición neutral que mantuvo
durante la II Guerra Mundial.

—El padre Molinari y yo sabemos muy bien que Pío XII es un personaje
controvertido —me dijo Gumpel—. Queremos presentar la causa a la manera en
que los verdaderos historiadores de primera fila tratan los diferentes aspectos de
su pontificado. Y eso significa que necesitamos mucho tiempo. No queremos
precipitar las cosas.

Hablando de su proyecto, los dos jesuitas me revelaron un aspecto del


proceso de creación de santos en el que hasta entonces no había reparado. A
diferencia de la mayoría de las otras positiones, la de Pío XII será un trabajo
colectivo, que contendrá materiales de varias docenas de historiadores externos.
Gumpel ha esbozado ya una sinopsis de la vida de Pacelli y ha seleccionado varios
aspectos que requieren colaboraciones de especialistas. En unos casos, ha escrito a
los expertos pidiendo respuestas a ciertas preguntas, en otros, ha solicitado
extensas monografías.

—Hasta ahora —me confió— tenemos más de dos docenas del primer tipo y
más de quince del segundo. La gente está bastante dispuesta a colaborar. Ya ve
usted que hay mucho trabajo de colaboración en el campo de la historia científica.
Quienes están seriamente interesados en los temas históricos se muestran
dispuestos a ayudarnos porque es un intercambio, ellos nos ayudan, y nosotros les
facilitamos las cosas; y hay tantos escritos científicos sobre Pío XII que no es difícil
encontrar colaboradores que quieran escribir ciertas secciones.

Pero ¿cómo decidían a qué expertos externos consultar? ¿Qué criterios


empleaban para elegir a un historiador y no a otro? Recordé las críticas del padre
Luigi Porsi, jurista canónico y antiguo abogado, quien argüía que la reforma de
1983 no aseguraba la crítica sistemática de una causa en el desarrollo del proceso.
Puesto que Gumpel y Molinari admitían estar subjetivamente convencidos de la
santidad del papa, ¿estaban dispuestos a incorporar a su positio los trabajos de
estudiosos que sostuvieran una visión crítica? Cité, a modo de ejemplo, al
sociólogo norteamericano Gordon Zahn, cuyo estudio German Catholics and Hitler's
War («Los católicos alemanes y la guerra de Hitler»)\'7b261\'7d contenía duras
críticas a la conducta de Pío XII durante la época nazi.

—Antes que nada —concretó Gumpel—, tenemos acceso a todo lo que


concierne el pontificado de Pío XII. Ya tenemos, por tanto, un gran número de
hechos verificados. Con esos hechos en la cabeza, uno lee un libro y quizá ve que el
autor está hablando de un tema, aunque ignora una gran parte, o quizá la parte
esencial, de las pruebas históricas. En ese caso, podemos ver que sus juicios se
basan en pocas pruebas y, a veces, en pruebas erróneas. No consultaremos, por
ejemplo, a Gordon Zahn porque él no conoce los hechos.

—¿Pero es realmente tan fácil separar los hechos de su interpretación? —


objeté—. A mi entender, en historia no hay hechos sin interpretación. Incluso la
elección de qué hechos son relevantes es un ejercicio de interpretación histórica.

—No es fácil —replicó Gumpel—, pero tampoco es imposible. Si usted lee,


por ejemplo, a un autor que asegura que Pío XII dijo esto o aquello, y tiene usted el
documento original delante, entonces puede ver si ese autor cita mal o si especula.
Es una simple cuestión de si conoce su material o no, de si tiene pruebas para
hablar de los motivos del papa en este caso o en aquel otro.

—¿Así que ustedes eligen a sus colaboradores en función de cómo tratan los
materiales que ustedes ya poseen?

—Sí. Mire, para lo tocante a este caso tenemos acceso a todos los archivos
alemanes, así como a los del Vaticano. Y hace poco se abrieron los archivos del
Ministerio de Asuetos Exteriores británico sobre la II Guerra Mundial, de modo
que tenemos éstos también. Es decir, cuando leemos un libro que toca algún
aspecto importante de esta causa, le escribimos al autor y le decimos que su trabajo
nos inspira confianza porque cita unos documentos y nosotros tenemos acceso a
esos documentos, que nos encontramos con algunas dudas sobre cierto punto y
que nos gustaría saber lo que él opina. Como usted podrá imaginar, eso exige una
enorme cantidad de trabajo. Y, en el caso de un papa, hay que llegar hasta el límite
de la certeza posible al verificar lo sucedido.

Yo sabía, desde luego, que ésta no era la única causa en la que Gumpel y
Molinari estaban trabajando. Pero, aunque lo fuese, sugerí, parecía poco probable
que ninguno de los dos viviese lo bastante para verla acabada.

Gumpel sonrió con gesto cansado; aunque el Vaticano no tiene fijado ningún
límite de edad de retiro obligatorio para las personas que hacen este tipo de
trabajo, admitió:

—Realmente no sé si viviré para ver el fin de esto.

De todos modos, afirmó que nadie ejercía presión sobre ellos para que
cumplieran algún plazo; además, agregó, el clima político en la Iglesia sigue siendo
tal que ni la causa de Pío ni la de Juan se acabarían aunque estuvieran escritas ya
las positiones.

—El hecho es que ninguna de las dos positiones estará terminada en un


futuro inmediato. Mantenemos relaciones muy amistosas con el padre Cairoli y
por cierto que no queremos que esto se convierta en una especie de carrera de
caballos. Pero tenemos con él una especie de acuerdo entre caballeros en cuanto a
que avanzaremos con las dos causas al mismo tiempo.

Ahí estaba: el primer reconocimiento, por parte de un miembro de la


congregación, de que los destinos de las dos causas estaban mutuamente
vinculados en los procedimientos. Hasta entonces, todas las personas con las que
había hablado eludieron la cuestión, porque tocaba el lado más delicado de la
creación de santos: la política eclesiástica. Pero Gumpel habló con bastante
franqueza de su acuerdo informal y de la razón del mismo: —Para decirlo lisa y
llanamente, si en este momento el papa actual beatificara a Pío y no a Juan, habría
cierto sector de opinión que diría que la Iglesia prefiere la línea de Pío a la de Juan;
y exactamente lo mismo pasaría, sólo que al revés, si se beatificara a Juan antes que
a Pío.

EL CASO DE JUAN XXIII

A diferencia de Pacelli, Angelo Giuseppe Roncalli nació lejos de la culta


ciudad de Roma, y lejos también de las privilegiadas circunstancias de su
predecesor. Sus padres eran aparceros en Sotto il Monte, y él sirvió en el ejército
antes de hacerse sacerdote. Tras recibir una beca para estudiar en Roma, terminó el
doctorado (Pacelli fue uno de los examinadores) y regresó al norte, donde enseñó
en un seminario y se convirtió en secretario de Giacomo Radini-Tedeschi, el
políticamente activo obispo de Bergamo. Corrían los últimos días de los furiosos
esfuerzos emprendidos por Pío X para erradicar a los modernistas de la Iglesia, y la
era del Sodalitium Pianum (la Cofradía de Pío, llamada así en memoria del papa Pío
IX), una red de espías que se extendía desde el Vaticano y cuyos miembros
delataban a los sospechosos de modernismo. Entre los sospechosos estaban el
superior del joven Roncalli (el obispo Radini-Tedeschi, a quien Pío X gustaba de
ridiculizar), el amigo mayor de Roncalli (el cardenal Ferrari, de Milán) y... Roncalli
mismo. Entre otros cargos, se acusaba a Roncalli de leer y aprobar al historiador
católico francés Louis Marie Duchesne, cuya Historia de la Iglesia antigua en tres
volúmenes estaba catalogada en el Índice de libros prohibidos del Vaticano. Él se
apresuró a limpiar su nombre, pero el incidente lo enervó en tal grado que tal vez
explique lo poco propenso que fue, como papa, a la represión
intelectual\'7b§§§§§§§§\'7d \'7b262\'7d.

Durante la I Guerra Mundial, sirvió como sargento del cuerpo médico en el


frente. Durante varios años trabajó en Roma, hasta que lo enviaron a Bulgaria para
que se ocupara de los problemas que había entre los católicos romanos y los
ortodoxos. En 1934, el arzobispo Roncalli fue nombrado delegado apostólico para
Turquía, donde logró prestar ayuda, tras el estallido de la guerra, a innumerables
judíos y a otros refugiados de la Alemania nazi. Diez años después, se convirtió en
nuncio papal para Francia, y disuadió hábilmente a De Gaulle (quien más tarde
declararía por escrito en la causa de Roncalli) de su intento de forzar a Roma a
destituir a veinticinco obispos franceses —entre ellos, tres cardenales— a los que el
Gobierno acusaba de haber colaborado con el régimen de Pétain\'7b263\'7d.
Mientras estuvo en París, inauguró un seminario para los prisioneros de guerra
alemanes y trató de paliar los efectos de la condena, efectuada por Pío XII, del
movimiento de los curas obreros franceses.

Nombrado cardenal, a Roncalli le fue asignada en 19$3 la sede patriarcal de


Venecia, donde tenía buenas razones para suponer que concluiría su carrera
eclesiástica. A los setenta y siete años, en 1958, fue elegido papa, como candidato
de compromiso. Solía decir que eligió el nombre de Juan porque deseaba imitar al
Bautista, que abrió camino al Señor. Ajeno a la vida política del Vaticano —«Estoy
atrapado aquí», se quejó una vez—, se lanzó de cabeza al II Concilio Vaticano,
sabiendo perfectamente que había oposición a la idea entre sus propios consejeros
de Roma. Su discurso inaugural ante los padres conciliares revelaba muy bien su
carácter. Si los concilios del pasado se habían confrontado con severidad al mundo
contemporáneo, esta vez lo que hacía falta era comprensión. Juan pensaba que el
concilio duraría pocos meses; en realidad, se prolongó a lo largo de cuatro años. Él
no vivió para ver el final, pero, en los cinco breves años de su pontificado, logró
transformar la imagen del papado y de la Iglesia misma. Su fallecimiento fue
llorado, en las palabras de un titular de prensa, como «una muerte en la familia de
la humanidad»\'7b264\'7d.

En comparación con el elaborado trabajo de equipo que realizaban Molinari


y Gumpel, el padre Cairoli desempeñaba su función al antiguo estilo y en solitario;
Roncalli era su última causa y la única que tenía entre manos el anciano
franciscano; y, aunque por enfermedad se había retrasado mucho, en comparación
con el ritmo de trabajo marcado por los jesuitas, insistía en hacerlo todo él mismo.

Visitó, por ejemplo, todos los lugares en donde Roncalli trabajó como
diplomático. En Bulgaria fue vigilado por la policía. En Turquía entrevistó a un
editor de prensa judío, quien le contó que durante la II Guerra Mundial, Roncalli le
pasaba dinero dos veces por semana para que los judíos refugiados de Hitler
pudieran adquirir comida. Lo que interesó a Cairoli todavía más fue que el dinero
no provenía de la Iglesia, sino de Franz von Papen, el embajador de Hitler en
Turquía.

—Nunca antes había oído esa historia —me comentó Cairoli—. Pero
necesitaba que Von Papen mismo me la confirmara. Estaba aún vivo; residía en el
sur de Alemania, cerca de la Selva Negra, así que fui a verlo y me dijo que sí, que
todo era verdad. Hitler le había dado a Von Papen una gran cantidad de dinero,
para que le sirviera de ayuda al persuadir a los turcos para que se alinearan con el
Eje. Von Papen era católico y asistía a la misa de Roncalli. Después, hablaban.
Ambos creían que Alemania e Italia perderían la guerra, y ambos temían que, si los
turcos se alineaban en el bando del Eje, la Unión Soviética invadiría Turquía. De
modo que, en vez de gastar el dinero en sobornar a los turcos, Von Papen se lo dio
a Roncalli, quien lo dio a su vez a los refugiados judíos. Ahí ve qué clase de
diplomático era Roncalli.

Aunque estaba dispuesto a viajar por la causa, Cairoli se negaba a participar


en la administración de las finanzas correspondientes. Insistía en que el
secretariado de Estado del Vaticano administrara los considerables fondos
donados en favor de Juan XXIII. Cairoli era frugal. Los funcionarios de la secretaría
lo instaron, por ejemplo, a investigar una curación inexplicable que se había
producido en Chicago, pensaban que un milagro del otro lado del Atlántico
ayudaría a demostrar la universalidad de la reputación de santidad de la que
gozaba Juan; pero Cairoli, teniendo más de veinte milagros potencies entre los que
escoger, eligió uno de Nápoles y otro de Sicilia.

—Mire usted —me explicó—, un viaje a Chicago me costaría el precio de un


vuelo internacional. En el país de usted, los hoteles son más caros que en el mío.
Los médicos cobran mucho más, y debo por lo menos ofrecerles una recompensa
por su tiempo. En Italia, en cambio, puedo viajar en tren, que es barato, alojarme
en una pensione, y aquí los médicos no cobran cuando se trata de certificar un
milagro.

Me parecía extraño que, al cabo de casi veinte años que Cairoli llevaba
trabajando en la causa, todavía no tuviera un relator. No quería ninguno, dijo, ni
quería colaboradores en la abrumadora tarea de escribir la positio del papa. Había
reunido ya unos seis mil documentos escritos por el difunto papa o que trataban
de él, incluidas las declaraciones de trescientos testigos, aproximadamente, en
total, más de veinte mil páginas.

—Escribiré la positio yo mismo —me dijo una tarde que nos encontramos en
la congregación—, porque estoy trabajando con documentos reservados que no
puedo mostrarle a ningún colaborador.

El documento más importante, con el cual contaba para revelar la virtud


heroica del papa, era el diario personal que Roncalli llevó durante la mayor parte
de su vida adulta.

—Lo tengo en un armario bajo llave. Luego, puse la llave en otro armario, y
la llave de éste la llevo siempre conmigo. —Sonreía de satisfacción ante tan
elaborada precaución—. Pertenece a la Santa Sede, pero dudo de que lo publiquen
jamás. Ni siquiera creo que lo pusieran en los archivos del Vaticano.

—¿Por qué?

—Roncalli escribió en él sobre muchos políticos. Cuando estaba en


Estambul, por ejemplo, como nuncio papal para Turquía, había allí muchos espías
internacionales de Alemania, de Rusia, de todos los países. Él escribía sobre lo que
veía, lo que los oía decir. Y continuó con ello cuando era papa. Todos los nombres
están allí, así que no creo que la Santa Sede quiera publicar ese diario. Pero le digo
una cosa: no he hallado nada en él que estuviera dirigido contra otra persona.

—Entonces, ¿usted piensa que el diario será una prueba importante de su


virtud heroica?

—Sí, sin ninguna duda. Cuando alguien tiene enemigos importantes, es


heroico si responde con amor. Y el papa Juan siempre respondía con amor.

Cairoli me contó a continuación la historia del cardenal Domenico Tardini,


un veterano de la administración de Pío XII, que se quejó ante periodistas de que
no podía trabajar con el nuevo papa. Pero, cuando Tardini fue a ver a Juan y le
ofreció su renuncia, el papa insistió en que siguiera como su secretario de Estado.
Cairoli saboreó el final de la historia.

—El papa Juan le dijo: «Yo sé que usted no me tiene en mucha estima, y por
buenas razones; pero yo sí que lo tengo en mucha estima a usted. Ha trabajado en
el centro de la Iglesia y conoce bien los problemas importantes; yo no he estado en
el centro de la Iglesia, sino en la periferia, y sé lo que la periferia quiere del centro,
así que usted me complementará a mí y yo le complementaré a usted, y entre los
dos, trabajaremos por la Iglesia.» Ya ve que el papa jamás dijo una mala palabra de
la gente que hablaba mal de él, ni una palabra; jamás. Durante toda su vida fue así:
heroico en su caridad.

Yo sabía ya que Juan había tenido numerosos enemigos mientras vivió y,


especialmente, detractores en la curia romana; pero lo que quería saber era si
alguno de esos enemigos había llegado al extremo de declarar contra su causa.

Cairoli se puso a manosear el nudoso rosario que todos los franciscanos


llevan en la cintura.

—Para juntar los testimonios hemos celebrado tribunales en muchos sitios:


en Bergamo, en París, en Sofía, en Venecia, en todos los lugares en donde Roncalli
vivió. El primero fue en Roma, donde murió, y el primer testigo que presenté fue el
cardenal Eugene Tisserant. Debemos presentar a todos los testigos que estén en
contra de la causa, y yo había oído decir que Tisserant criticaba al papa Juan, así
que le pedí que se explicara. Tisserant era prefecto de los archivos del Vaticano y,
al mismo tiempo, también era prefecto de las Congregaciones Orientales. Cuando
Juan comenzó su pontificado no entendía por qué un solo hombre debía ocupar
dos puestos importantes, y le dijo a Tisserant que eligiese uno de los dos. Tisserant
se enfadó. Pero el enfado fue sólo por ese incidente. Resultó que de ningún modo
estaba en contra de la causa del papa Juan.

—¿Había otros?

Los había. Uno de ellos era el cardenal Giuseppe Siri, de Génova, un


reaccionario de pura cepa y uno de los principales oponentes a la reforma durante
el II Concilio Vaticano. El papa Pío XII, su héroe, le hizo entrega del solideo rojo en
1953, cuando Siri tenía tan sólo treinta y seis años, convirtiéndolo en uno de los
cardenales más jóvenes de la Iglesia. Durante décadas, Siri fue un hombre
poderoso dentro del episcopado italiano. Tres veces había sonado su nombre para
el papado y tres veces fue pasado por alto.

Según Cairoli, la prensa divulgó ampliamente una frase atribuida a Siri,


según la cual se tardaría cuarenta años en reparar los daños que el papa Juan había
causado al convocar el II Concilio Vaticano.

—La gente me decía que Siri estaba en contra de la causa del papa Juan, así
que fui a verlo a Génova y le dije: «Su Eminencia, sé que usted está en contra de
esta causa; ¿declararía, por favor, ante un tribunal?» Y él me replicó: «Dicen que
estoy en contra de la causa, y no es verdad.» Incluso negó que se hubiera
pronunciado en contra de la convocación del concilio; y así consintió en decírselo
al tribunal.

Estaba claro que, para Cairoli, cualquier crítica de Juan, por muy limitada o
moderada que fuese, sólo podía beneficiar la causa. Lo que lo preocupaba, sin
embargo, era la fama que tenía el papa de juzgar las cosas de manera espontánea.
En efecto, ese rasgo característico —que aumentó el cariño que le tenían los
católicos de a pie y encantó al mundo no católico— era algo que los postuladores
temían que pudiera alegarse en contra de la causa.

—Dicen que era impulsivo\'7b265\'7d; pero no es verdad, lo que hacía


nunca era simplemente impulsivo. Tome usted, por ejemplo, su deseo de lograr la
reunificación con las Iglesias ortodoxas. En 1925, cuando era representante papal
en Bulgaria, asistió al Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa. En Roma eso causó
escándalo. La Secretaría de Estado y el Santo Oficio quisieron saber qué pensaba él
que estaba haciendo, así que Roncalli le escribió a su amigo Gustav Testa, que
luego fue cardenal: «Por favor, dime, Gustav, ¿qué hice de malo? Ellos son obispos
como nosotros, son sacerdotes como nosotros, sus sacramentos son tan válidos
como los nuestros, creen en un solo Dios como creemos nosotros, veneran a la
Madre de Dios como nosotros; y, si la ley de los Evangelios me manda amar a mi
enemigo, ¿acaso no puedo amar también a estos hermanos míos?» Así pues,
cuando invitó a los ortodoxos a asistir al II Concilio Vaticano, no hizo sino repetir
lo de 1925. Tal como le dije, no se trataba de algo impulsivo.

—¿Y qué me dice del concilio? —le pregunté—. ¿No decía Juan mismo que
la idea de convocarlo le vino como una inspiración repentina del Espíritu Santo?

Los ojos de Cairoli se dilataron detrás de las gafas sin montura. Aún tenía
otra historia más que contar. En 1905, cuando Roncalli no era más que el joven
secretario del obispo de Bergamo, acompañó a su jefe a Milán para visitar al
cardenal Ferrari. En los archivos de la archidiócesis de Milán descubrió cinco libros
que el gran cardenal Carlos Borromeo escribió sobre la aplicación de las
enseñanzas del Concilio de Trento en la Iglesia local. Roncalli pensó que había que
publicar una edición crítica de los textos y trabajó en ello durante los cincuenta
años siguientes, hasta que lo eligieron papa.

—Durante la II Guerra Mundial, cuando Roncalli estaba en Estambul, su


secretario quiso viajar a Italia en avión para ver a sus padres. Roncalli le dijo que
era demasiado peligroso, los británicos o los norteamericanos podrían derribar el
avión; y añadió: «Pero si se empeña en viajar, tráigame, por favor, estos libros.»
Los libros eran sobre el Concilio de Trento. Así que ya ve usted que siempre estuvo
estudiando el concilio. Y, en 1944, en la Iglesia del Espíritu Santo, en Estambul, con
alemanes, estadounidenses y más gente presentes, dijo que la Iglesia debía
relacionarse con el mundo después de la guerra y habló de un concilio y de la
necesidad de prepararnos para entrar en ese mundo nuevo. Jamás imaginó que
sería papa. Pero, cuando fue elegido, era natural que pensara en convocar un
concilio, llevaba cincuenta años preparándolo. No, él no era impulsivo.

No volví a ver a Cairoli nunca más, murió en marzo de 1989. En tales


circunstancias, podía esperarse que la congregación asignara una causa tan
importante como la del papa Juan a otro postulador de larga experiencia; pero no
fue así, la causa se asignó al nuevo postulador general de los franciscanos. La
razón era, según me explicó un funcionario de la congregación, que el material
reunido por Cairoli era tan delicado que no querían que los viera demasiada gente.

Aunque Cairoli no había aludido a ningún problema relacionado con la


causa de Juan, dentro de la congregación circulaban rumores de que su proceso
estaba tropezando con serias dificultades.

—Antes era la causa de Pío la que tenía problemas —comentó el archivista,


padre Yvon Beaudoin, pocos meses después de la muerte de Cairoli—; ahora es la
de Juan. Uno escucha lo que dice la gente y lee artículos; y le están echando la
culpa de todo lo que ha ido mal en la Iglesia desde el II Concilio Vaticano.

Otros miembros de la congregación se expresaron de manera más ominosa.


Se me dijo que la investigación de la vida de Roncalli había sacado a la luz
impedimentos mucho más serios que la fama de impulsivo que Cairoli se había
afanado tanto en combatir. Los milagros que el ahorrativo fraile había escogido
para Juan no servían para nada mientras subsistieran serias dudas acerca de la
virtud heroica del papa. Por el momento, al menos, la causa estaba paralizada,
aunque no suspendida oficialmente.

La causa de Pío, por el contrario, a finales de 1989 estaba lista para escribir la
positio. Sin embargo, Molinari y Gumpel no parecían tener prisa en acabar su
trabajo. La razón, probablemente, está en que el papa Juan Pablo II también quiere
que ambas causas se procesen simultáneamente.

Sea como fuere, está claro que los dos papas y sus pontificados continúan
siendo demasiado controvertidos políticamente como para permitir que ninguna
de las dos causas se juzgue muy pronto; en ese sentido, ambas están a merced del
futuro tanto como del pasado: el destino de Juan depende en parte de la
interpretación que se haga del concilio por él convocado, el de Pío, de la
controversia, que aún hierve a fuego lento, acerca de su reacción pública
sumamente reservada ante el holocausto. Efectivamente, la crisis que se produjo en
1989 en las relaciones entre católicos y judíos, precipitada por la construcción de un
convento carmelita en Auschwitz, resucitó el poderoso recuerdo de cuán
profundos sentimientos persisten entre los judíos con respecto al holocausto y la
decisión de Pío XII de no referirse a él directamente. En ambos casos, el destino
definitivo de las causas dependerá en gran medida del grado en que los prelados
de la congregación las estimen «oportunas», en otras palabras, de su impacto sobre
la opinión eclesiástica y mundial.

Lo que yo no comprendía aún, sin embargo, era cómo juzgan los asesores
mismos las causas papales. Al sopesar la gestión del cargo, ¿se centran
principalmente en el celo que mostró en la preservación y la propagación de la fe,
como proponía Benedicto XIV? ¿Hasta qué grado a un siervo de Dios pontificio se
le piden cuentas también de su doctrina política y social? ¿Y su trato para con los
disidentes teológicos? ¿Sus decisiones administrativas? ¿Sus relaciones con los
Gobiernos extranjeros? ¿Su lectura, por usar una de las frases favoritas del II
Concilio Vaticano, de «los signos de los tiempos»? Éstos son, sin duda, aspectos
importantes de las causas de Pío y de Juan; lo que todavía me quedaba por
descubrir era que también lo son para la causa de otro candidato pontificio.
10

PÍO IX Y LA POLÍTICA POSTUMA

DE LA CANONIZACIÓN

En el interior del Vaticano, el saber es poder, y un secreto es sólo algo que no


se cuenta a más de una persona al mismo tiempo. Al cabo del año y pico que pasé
en Roma, me había convertido en un personaje familiar en los pasillos de la
Congregación para la Causa de los Santos. Pero aun así tardé mucho en saber que
Juan Pablo II había nombrado una comisión secreta de prelados y estudiosos para
aconsejarlo acerca de la «conveniencia» de beatificar a uno de sus predecesores
más controvertidos: Pío IX (1846-1878). Los miembros de la comisión tuvieron que
jurar que no discutirían las deliberaciones del grupo ni reconocerían siquiera su
existencia. En efecto, fuera de la congregación, casi nadie sabía de la existencia de
esa comisión ni de los planes del papa. Era algo muy raro en Roma: un secreto bien
guardado.

Fuera de Roma, por tanto, pocos obispos sabían tan siquiera que, en 1985,
Juan Pablo II aprobó las virtudes heroicas de Pío Nono, que es como se le suele
llamar, y que, un año más tarde, dio el visto bueno a un milagro de intercesión
atribuido a él. A eso le sigue normalmente, sin más, la beatificación; a menos que el
papa tenga problemas con la causa, como en este caso.

Me dijeron que los problemas eran principalmente políticos. Hasta el día de


hoy, los círculos liberales y anticlericales de Italia ven en Pío Nono al retrógrado
pontífice romano que se opuso a la reunificación de Italia y a la formación de un
Estado—nación moderno. Era comprensible que algunos cardenales y otros
miembros de la curia romana temieran que la beatificación de Pío IX irritara a ese
influyente sector de la opinión pública italiana y que ocasionara más daño que
beneficio a la Iglesia del país.

Pero también había motivos para pensar que la beatificación pudiera


consternar a la Iglesia universal, sobre todo en las democracias occidentales. Por
una parte, fue Pío IX quien publicó en 1864 el notorio «Syllabus de errores», en el
que se condenaban los ideales liberales, tales como la libertad de conciencia y la
separación de Iglesia y Estado. Beatificarlo un siglo después, cuando esos mismos
valores son ampliamente aceptados como piedras fundamentales de la democracia
liberal —y promovidos, hoy en día, como valores y derechos humanos por el
papado mismo—, sería una invitación a ridiculizar la Iglesia. Por otra parte, Pío
Nono fue el papa que convocó el I Concilio Vaticano, con el expreso propósito de
definir como dogma de fe la doctrina de la infalibilidad papal. Dado que ese
dogma es el mayor obstáculo para la reunificación de las Iglesias cristianas, la
beatificación de Pío IX podría ser interpretada como un rechazo del movimiento
ecuménico contemporáneo. Además, hay muchos católicos, incluso estudiosos de
la Iglesia del siglo XIX, que no consideran santo a Pío IX —y, mucho menos, un
ejemplo digno de ser emulado por los creyentes—, aunque la congregación haya
decidido lo contrario.

Por otro lado, Pío Nono gozó del hondo afecto de los católicos de a pie de su
tiempo, y su causa ha encontrado partidarios influyentes. Desde 1972, su
promoción ha estado en manos de una asociación de más de quinientos
prominentes dignatarios eclesiásticos y seglares católicos, entre ellos treinta
cardenales, sesenta arzobispos y ciento cincuenta obispos. Entre éstos se hallaban,
en aquel momento, más de una docena de funcionarios de la curia romana,
incluidos el que fue secretario de Estado de Pablo VI, Amleto Cicognani; el
cardenal Paolo Bertoli, entonces prefecto de la Congregación para la Causa de los
Santos; y dos de sus sucesores en el cargo, los cardenales Luigi Raimondi y Pietro
Palazzini. Hacia 1987, Palazzini había asumido, de hecho, el papel del principal
defensor de Pío IX dentro del Vaticano.

Se daba generalmente por supuesto que Juan Pablo II aprobaba


personalmente la causa. Los historiadores, en efecto, podrían ver en
funcionamiento una cierta simetría preliminar: la causa de Pío Nono la inició Pío X,
su compañero del alma en la condena de herejías liberales; Pío X fue canonizado a
su vez, en 1954, por Pío XII, cuando el Vaticano estaba condenando de nuevo a
algunos de los más distinguidos teólogos de la Iglesia; hacia mediados de los años
ochenta, Juan Pablo II había dado pruebas de estar igualmente dispuesto a
disciplinar a los pensadores disidentes de la Iglesia; así que se decía que
seguramente agradecería la oportunidad de declarar beato de la Iglesia a Pío IX.

Lo que los enterados no podían saber era que la causa del papa Pío IX había
tropezado con dificultades desde el principio. Pío X mismo dudaba de algunos
aspectos del carácter de su predecesor. Todos los testigos de primera mano
interrogados por los tribunales de investigación declararon tener objeciones a la
manera de gobernar la Iglesia de Pío IX. Bajo el antiguo sistema jurídico, la causa
fue sometida dos veces a la votación de los asesores y prelados de la congregación,
y las dos veces obtuvo resultados que distaban mucho de la aprobación unánime.

Mi propio interés en la causa estaba motivado por la oportunidad singular,


en mi opinión, de ver precisamente cómo se valoran las virtudes heroicas de un
papa moderno. Para eso necesitaba estudiar una positio papal. El único otro
candidato era Pío X, pero los documentos relativos a su causa —o, por lo menos, la
última positio, la definitiva— los mantenía en secreto el Vaticano, porque parte de
los materiales se consideraban todavía reservados. De todas maneras, el secreto
que rodeaba la comisión dedicada a Pío IX me inspiraba poca confianza de poder
examinar sus papeles oficiales.

Resultó que el último de una larga serie de abogados de Pío estaba aún vivo.
Carlo Snider, un laico suizo con larga experiencia en la congregación, fue
designado en 1975 por Pablo VI para emprender una nueva defensa de Pío IX. Su
tarea no era escribir de nuevo una positio entera, sino responder a las críticas
acumuladas contra el siervo de Dios y resumidas por el «abogado del diablo».
Escribí a Snider y le pedí que me recibiera para explicarme cómo había llevado a
cabo la defensa. Snider se negó a discutir el caso conmigo, a menos que se lo
ordenara al cardenal Palazzini. Fue sólo entonces cuando un funcionario del
Vaticano, que me tenía confianza, me dio una copia de la positio de Snider. Era el
tercer y último alegato en favor de Pío IX, el que finalmente convenció a asesores y
prelados de su virtud heroica.
EL PRIMER PAPA MODERNO

Giovanni Maria Mastai-Ferretti gobernó la Iglesia durante casi treinta y dos


años, más que ningún otro papa antes o después de él. Fue el último papa que
reinó sobre los Estados Pontificios y el último, por consiguiente, que ejerció los
poderes temporales de un príncipe secular. Por otro lado, fue también el primero
de los «papas modernos», es decir, el primero a quien se le reconoció oficialmente
la facultad de ejercer la infalibilidad en materia de fe y moral y la primacía de
jurisdicción sobre todos los católicos romanos del mundo; asimismo, fundador del
papado moderno en el sentido de que, durante su pontificado, la Santa Sede se
convirtió en una monarquía espiritual afianzada sobre una burocracia vaticana
altamente centralizada; y, ante todo, el primer papa que inspiraba «la veneración
casi mística que los católicos modernos asocian al papado»\'7b266\'7d.

Por su temperamento y por su inteligencia, Mastai-Ferretti estaba poco


preparado para el cargo supremo de la Iglesia; padecía epilepsia desde joven,
hecho que ocuparía un lugar significativo en la defensa de Snider; su educación fue
modesta y, aparte de una breve visita diplomática a Chile, conoció poco el mundo,
fuera del norte de los Estados Pontificios, en donde sirvió sucesivamente como
obispo de Spoleto y como cardenal de Imola. Era un joven con cincuenta y cuatro
años cuando fue elegido papa en 1846.

Al principio de su pontificado, Pío Nono se ganó una sorprendente


reputación de reformador liberal: proclamó una amnistía para los presos políticos
de los Estados Pontificios, moderó las leyes de censura y otorgó a Roma una
constitución con un primer ministro. Esas medidas alarmaron al príncipe
Metternich, ministro de Asuntos Exteriores de Austria, cuyas tropas ocupaban
varios territorios del norte de Italia, en tal grado que proclamó que «permitiría
cualquier cosa en Italia menos un papa liberal»\'7b267\'7d.

La reputación de liberal del papa Mastai se desvaneció con los


levantamientos políticos de 1848: se negó a apoyar la guerra de independencia de
los italianos contra Austria, alegando que comprometería su misión religiosa como
padre de todos los creyentes. Esa respuesta indignó a los revolucionarios de Roma,
que asesinaron a su primer ministro y asediaron al nuevo papa en el Quirinal.
Disfrazado de seglar, Pío Nono huyó a Gaeta y buscó refugio bajo la protección del
rey de Nápoles. Regresó en 1850, convertido en un reaccionario político. Veinte
años después, los ejércitos del risorgimento ocuparon Roma y abolieron los Estados
Pontificios. Pío Nono se negó a negociar con los insurgentes; al fin y al cabo, eran
secularizadores que habían cerrado conventos y monasterios y estaban decididos a
erradicar la religión de las escuelas de Italia. El papa se retiró al Vaticano y a los
jardines adyacentes, en donde él y sus sucesores permanecieron como
«prisioneros» voluntarios hasta el pacto del Vaticano con Benito Mussolini en 1929.
Durante el resto de su pontificado, la política exterior de Pío Nono se centró en el
esfuerzo por recuperar los Estados Pontificios, insistiendo en que sin ellos no se
podía asegurar la independencia de la Iglesia.

Políticamente el viejo orden se estaba desvaneciendo, pero el papa se negaba


a aceptarlo. Por dondequiera que mirara veía el surgimiento de la soberanía
popular, que lo aterraba, y de los Gobiernos parlamentarios, de los que
desconfiaba. Aún peor era, en su opinión, el triunfo del «liberalismo», síntesis de
herejías que Pío rechazaba como negación de la revelación divina y que acabó
considerando literalmente obra del diablo. En 1864, enfrentó a la Iglesia con las
principales corrientes e ideas del siglo XIX, al publicar la encíclica Quanta cura, a la
que agregó a modo de apéndice las ochenta proposiciones del «Syllabus de
errores». Ambos documentos rebosaban de condenas. No sólo el liberalismo, el
panteísmo y el racionalismo, sino también el progreso, la separación de Iglesia y
Estado, la libertad de prensa, la libertad de conciencia, los derechos civiles y hasta
la civilización moderna misma eran identificados con el mal y anatemizados. Sin
distinguir en los ideales y movimientos liberales, el oro de la escoria, el papa los
rechazó en bloque\'7b268\'7d.

El efecto de esas fulminaciones fue el de crear un abismo enorme entre la


Iglesia y las sociedades occidentales contemporáneas. Aquellos leales católicos
liberales que veían un valor positivo en ideas como la separación de Iglesia y
Estado se vieron desalentados o silenciados. Fuera de la Iglesia se pensaba que el
catolicismo estaba recayendo en la más negra reacción. En los países democráticos
de mayoría protestante, como Inglaterra y Estados Unidos, a los católicos les
resultaba difícil defenderse de las acusaciones de que su religión era enemiga del
bien del país. Por otro lado, los católicos ultramontanos aplaudían el rechazo
agresivo, propugnado por el papa, del mundo moderno y pedían más de lo
mismo. Esos hiperpapistas creían que el futuro de la civilización dependía de que
se conservara y se reforzara la autoridad del pontífice.

Hubo más. En 1869, Pío IX convocó el I Concilio Vaticano. Entre los teólogos
romanos nombrados para establecer la agenda, había quienes deseaban que los
padres conciliares definiesen como doctrina de fe el «Syllabus de errores». Pero Pío
IX tenía en mente un objetivo más global: consideraba que los tiempos exigían que
el concilio definiese, explícita y solemnemente, la doctrina de la infalibilidad papal
como dogma de la Iglesia. Ya en 1854 había invocado, tras consultar con algunos
miembros del episcopado, la infalibilidad papal al declarar dogma de fe la
Concepción Inmaculada de la Virgen María. A la mayoría de los padres conciliares
no les causaba ningún problema admitir la idea de que el papa puede
pronunciarse de manera infalible en materia de creencias y de cuestiones morales
esenciales para la fe cuando habla como cabeza de la Iglesia universal; pero había
una minoría considerable\'7b269\'7d convencida de que sería poco oportuno
definir esa doctrina como dogma y atribuirle una categoría de verdad recibida por
revelación divina. Algunos querían introducir en la declaración restricciones que
evitasen que un papa pudiera enunciar declaraciones infalibles basadas en sus
opiniones teológicas personales. Otros se oponían a la noción concomitante de la
jurisdicción universal del papa sobre todos los católicos romanos; deseaban que el
concilio dejara constancia de que los obispos gobiernan por derecho divino como
sucesores de los apóstoles de Cristo y no como meros representantes del papa.

Pío IX, sin embargo, no estaba con ánimos de contemporizar. A pesar del
acalorado debate que se entabló entre los padres, no tuvo reparo en someter a
presión a los oponentes al documento de infalibilidad. Cuando un teólogo
distinguido, el cardenal Filippo Guidi, protestó en privado ante Pío Nono,
alegando que «la tradición europea no es favorable al dogma», el papa exclamó,
enfurecido: «La tradición soy yo»\'7b270\'7d, y confinó a Guidi a un convento
hasta que se convenciera, a fuerza de rezos, de la posición del papa. Al final, Guidi
votó con la mayoría partidaria de la infalibilidad.

En resumen, Pío IX perdió en poder temporal cuanto ganó en poder


espiritual. La historia posterior demuestra que la infalibilidad papal resultó ser,
hasta ahora, una espada raras veces desenvainada: desde el I Concilio Vaticano ha
sido invocada sólo una vez y, aun entonces, únicamente tras una amplia consulta
con los obispos, cuando Pío XII proclamó el dogma de la Asunción corporal de la
Virgen María a los cielos. Por otro lado, la historia demuestra también que, a
consecuencia de la infalibilidad papal, ha surgido entre los creyentes católicos un
«culto al papa» que coadyuvó —a la centralización progresiva del poder en el
Vaticano, a lo largo del siglo XX, y convirtió la persona del pontífice en objeto de
una piedad casi idólatra. Pío IX fue el primer papa que disfrutó de tal adulación; su
amigo y contemporáneo san Juan Bosco no era el único en pensar que «el papa es
Dios en la Tierra. Jesucristo colocó al papa por encima de los profetas, por encima
de su precursor, por encima de los ángeles. Jesucristo colocó al papa al mismo
nivel que Dios»\'7b271\'7d. Lo mismo pensaban los jesuitas de Roma, que
equiparaban el papa a «Cristo, si estuviera él mismo y visiblemente aquí abajo para
gobernar la Iglesia»\'7b272\'7d.
Los historiadores liberales no han tratado con mucha amabilidad a Pío IX.
Ellos señalan, por ejemplo, que eliminó prácticamente todo discurso intelectual
serio en el seno de la Iglesia y que fracasó estrepitosamente en su política exterior;
a su muerte, sólo cuatro países seguían manteniendo representantes diplomáticos
en el Vaticano. En fechas más recientes, en cambio, su pontificado ha recibido
valoraciones más favorables. La Iglesia no se hundió en la irrelevancia, como
presagiaron algunos críticos, sino que se retiró y sobrevivió, aunque a costa de
perder, durante setenta y cinco años una influencia considerable en los asuntos
internacionales. En retrospectiva, Pío IX ha de ser considerado, para bien o para
mal, el hombre que forjó el papado moderno. En ese sentido, un juicio acerca de su
pontificado encierra, cuando menos implícitamente, un juicio acerca de la
evolución global de la Iglesia desde entonces. Snider sabía muy bien —según
llegué a descubrir— que su defensa de Pío IX había de basarse en la propia
convicción del papa de que sus actos, por mucho que se midieran con criterios
humanos, le eran dictados por la Divina Providencia.

Pero ¿qué sucede con la virtud personal de Mastai-Ferretti, la madera de que


se hacen los santos canonizados? Abundaban, según hemos anotado ya, las
pruebas de su irascibilidad, así como su propensión a las riñas. Por otra parte,
había también pruebas considerables de su afabilidad, de su encanto y de su agudo
ingenio (que a menudo se dirigía contra él mismo tanto como contra los demás), de
energía y, sobre todo, de piedad personal. Su fe era sólida como una roca y su
firmeza estaba por encima de toda duda. Pese a estar «prisionero», fue el primer
papa que celebró audiencias regulares en el Vaticano, y los creyentes viajaban en
tren por toda Europa para verlo. Menos de una semana después de su muerte, el
Vaticano recibió la primera solicitud —de los franciscanos de Viena— para su
rápida beatificación.

¿Cómo medir entonces la supuesta santidad de Mastai? ¿En qué episodios


de una vida tan agitada y controvertida se centrarían los asesores? ¿Qué peso
atribuirían en sus deliberaciones a la gestión papal? ¿Osarían cuestionar la táctica
de presión que empleó durante el I Concilio Vaticano para lograr la aceptación del
dogma de la infalibilidad? ¿Y cómo juzgarían el «Syllabus de errores»,
tajantemente repudiado por las declaraciones del II Concilio Vaticano? ¿Cómo
juzgarían, en fin, unos teólogos y prelados, formados en las enseñanzas del II
Concilio Vaticano, al padre del primero? Yo conocía el resultado; pero solamente la
positio de Snider me revelaría cómo se obtuvo.

LAS OBJECIONES A LA CAUSA DE PÍO IX


A diferencia de otras positiones que había leído, la de Snider no seguía el
esquema habitual de demostrar una por una las virtudes requeridas\'7b273\'7d.
Su tarea específica era contestar a las objeciones hechas por los asesores en las dos
votaciones de la causa. Afortunadamente, las objeciones estaban muy bien
resumidas en un memorial escrito por el padre Raffaelo Pérez, el antiguo «abogado
del diablo». Al leerlas, Uno encuentra una curiosa mezcla de asuntos personales y
políticos y, a veces, serias insinuaciones de una conducta incorrecta por parte de la
cabeza de la Iglesia universal.

Varios asesores y prelados se mostraron consternados por la notoria falta de


«mansedumbre» de Pío Nono. Los testigos habían declarado que prorrumpía con
frecuencia en «estallidos de cólera» y dirigía «comentarios cáusticos contra
personas de decente reputación». Era «impulsivo», propenso a ridiculizar a otros y
a expresar resentimientos y desaprobación, sin importarle los efectos que su afilada
lengua tuviera sobre los destinatarios de su sarcasmo.

En opinión de algunos asesores, tal causticidad constituye una seria falta de


«caridad hacia el prójimo». Como obispo y como papa, Mastai no practicó «la
norma fundamental de la caridad evangélica de no hacerles a otros lo que uno no
quisiera que le hicieran a él». Se mostró demasiado dispuesto a aceptar sin más las
acusaciones contra terceros y a castigarlos o a destituirlos de sus cargos sin
escuchar al acusado. El «abogado del diablo» cita en particular la negativa del papa
a conmutar las condenas a muerte de dos anarquistas, Monti y Tognetti, que
volaron en 1862 una barraca donde se alojaban soldados pontificios. Las
ejecuciones escandalizaron, según parece, incluso a los partidarios del papa. El
«abogado del diablo» señala que el papa Pío X mismo «consta que dijo: “Este
hecho bastaría ya por sí solo para impedir la canonización del siervo de Dios”».

El memorial acusa además a Pío IX de falta de «prudencia en el gobierno».


El «abogado del diablo» cita seis casos en los que Mastai-Ferretti ascendió a
hombre indignos, ineptos o «excesivamente ignorantes» a puestos importantes del
gobierno pontificio. También se acusa al papa de «haber llamado al gobierno a
personas hostiles a la religión». El memorialista hace especial hincapié en el
cardenal Giacomo Antonelli, que fue durante veintiséis años el poderoso secretario
de Estado de Pío Nono. Según algunos testimonios históricos, Antonelli era un
hábil experto financiero que no sólo llenó las arcas del Vaticano, sino que amasó
además una inmensa fortuna personal\'7b274\'7d. Aunque en el memorial no se
alude específicamente a tal aprovechamiento, se piden más informaciones sobre los
«interrogantes que permanecen abiertos» acerca de la vida pública y privada de
Antonelli.
El papa Pablo VI estaba especialmente interesado en cómo trató Pío Nono al
padre Antonio Rosmini-Serbati, uno de los pocos intelectuales distinguidos de la
Iglesia italiana y también uno de sus hombres más piadosos. El memorial pregunta
si Pío IX manifestó «caridad suficiente» hacia Rosmini, y señala que le prometió
repetidamente ascenderlo a cardenal, pero jamás cumplió la promesa. Y, lo que es
más importante, en el memorial se afirma que el papa «tranquilizó» a Rosmini,
asegurándole que algunos de sus escritos políticos estaban siendo examinados,
cuando, en realidad, había firmado ya un decreto de la Congregación del índice
que los condenaba. Hay que decir que Rosmini fue uno de los pocos intelectuales
de la Iglesia que apoyaron la unificación de Italia. ¿Por qué, pregunta el «abogado
del diablo», rechazó el papa entonces los consejos de Rosmini y prefirió la política
antiunificacionista de Antonelli?

Varias objeciones cuestionan las actitudes políticas que mantuvo. Se declaró


oficialmente neutral en el conflicto de 1848 entre Austria y los piamonteses, pero en
repetidas ocasiones violó tal neutralidad en favor de Austria. De manera análoga,
el memorial critica el viraje abrupto y políticamente desastroso de Pío Nono
respecto del movimiento de unificación italiana. El «abogado del diablo» señala el
«desconcertante contraste» entre su inicial actitud favorable a la independencia de
Italia y su posterior «oposición intransigente». Pareció equivocarse acerca de la
tendencia hacia la forma de gobierno liberal que «todo el mundo sabía
irreversible».

A los ojos de algunos de los asesores, Pío IX daba la impresión de padecer


«cierta confusión de ideas», particularmente en lo que se refería a la distinción
entre «la ley divina y la ley humana». El «abogado del diablo» cita a continuación a
un historiador que afirma que la intransigencia de Pío IX frente a un cambio
político inevitable —sobre todo, el decreto con el que prohibió a los católicos
italianos ocupar cargos públicos e incluso votar como ciudadanos del nuevo
Estado italiano— lo hacía personalmente responsable de una serie de efectos
dañinos para la Iglesia: la pérdida «violenta» de los Estados Pontificios, el «más
violento» y prolongado conflicto entre la Iglesia y el Estado italiano, y el
«anticlericalismo irrestricto». Además, el memorial acusa al papa de no haberse
ocupado de «la cuestión social», es decir, de las necesidades de la emergente clase
obrera europea, que se avecinaba bajo la creciente influencia de socialistas y
comunistas. Esas necesidades «parecían muy alejadas de sus intereses y
preocupaciones pastorales».

Luego, el memorial exige una explicación de tres acontecimientos


importantes que afectaron a la Iglesia universal. Primero, pregunta si el papa actuó
con la debida «firmeza de alma» al huir de Roma a Gaeta, episodio que se califica
de «una de las páginas más tristes y menos gloriosas de su pontificado». Segundo,
pone en tela de juicio «la conveniencia de algunas de las posiciones que tomó en el
“Syllabus de errores”, que fueron criticadas incluso por autores católicos». Tercero,
varios de los asesores preguntan si el papa dio a los padres del I Concilio Vaticano
«plena libertad» para estudiar y discutir la definición dogmática de la infalibilidad
papal. ¿Se mostró el papa decente y respetuoso con quienes se oponían a la
cuestión de la infalibilidad? Y, después del concilio, ¿no dio muestras de cierto
resentimiento hacia los obispos disidentes, pese a que finalmente todos aceptaron
la definición?

Éstos eran, pues, los últimos huesos que los asesores teológicos y los
cardenales tenían atravesados en la garganta. Debe anotarse que algunas de las
cuestiones, especialmente las relativas al «Syllabus de errores» y a la libertad de los
obispos durante el I Concilio Vaticano, habían desazonado a los historiadores de la
Iglesia desde hacía mucho tiempo. No sorprende, por tanto, que el memorial
proponga que varios de esos asuntos espinosos se remitan a la sección histórica de
la congregación, en demanda de más documentación.

Además de esas cuestiones de carácter y de competencia, el «abogado del


diablo» informa que había teólogos y prelados que se mostraban profundamente
preocupados por el impacto que la beatificación de Pío IX pudiera tener sobre la
Iglesia. Unos consideraban que, por muy digno que fuera de recibir la
«glorificación final», no era ése el momento de proclamarlo beato; otros recelaban
de que se pudiera «desatar una nueva campaña por parte de los liberales y demás
anticlericales»; y estaban también quienes temían que la beatificación fuese
interpretada equivocadamente, en el sentido de que implicara la aprobación, por
parte de la Iglesia, de la rotunda condena que Pío IX opuso a los principios e
instituciones liberales y democráticos. De todas formas, el sentir general era que no
había que precipitar la causa.

Y no se precipitó. Snider tardó nueve años en formular su réplica. Además,


lo hizo sin pedir ayuda a los historiadores de la congregación. Una cosa son las
pruebas históricas, según declaró, y otra, la teología; y era a la teología —o, más
precisamente, los designios de la Divina Providencia— a la que él invocaba, en
última instancia, para demostrar la virtud heroica de Pío Nono.

LA ARGUMENTACIÓN DE LA DEFENSA

La réplica de Snider tiene doscientas veintitrés páginas y está organizada en


torno a quince interrogantes, más un apéndice. El estilo es propio de un abogado,
lleno de frases largas y con arrebatos de retórica italiana. Al leerla, uno se imagina
al abogado apoyado en la barandilla de la tribuna del jurado y dirigiéndose a los
asesores y a los prelados como si lo que llevara fuese un pleito legal, ora
congraciándose, ora condescendiendo con los críticos de su cliente. Lo
sorprendente es que los haya convencido.

En los primeros cuatro capítulos, Snider pasa revista a las objeciones y


esboza el método que empleará para refutarlas. Se ocupa no sólo de los puntos
enumerados por el padre Pérez, sino de todas las objeciones hechas por diversos
asesores a lo largo del proceso. Así, señala, por ejemplo, que todos y cada uno de
los testigos interrogados por los tribunales de investigación «tuvieron algún
problema con la gestión del pontificado por Pío IX». Observa además que el
proceso ha llegado a un estancamiento crítico: los asesores favorables a la causa
consideran que las pruebas de la virtud heroica del papa pesan más que las
pruebas negativas; los críticos piensan lo contrario. «Ninguno de los dos lados
tiene razón», afirma Snider, y añade que existe un término medio que él
demostrará y defenderá, recurriendo al método histórico—crítico.

A continuación, el abogado hace notar que muchos de los asesores, incluso


aquellos que consideran heroicamente virtuoso al candidato, ponen en cuestión la
conveniencia de beatificarlo. Esa postura es demasiado tímida, según Snider, y, en
un aparte retórico, se pregunta si tal «miedo a la inconveniencia» no, podría
haberse alegado también en contra de los ochenta y nueve papas anteriores ya
canonizados o beatificados y, especialmente, contra aquellos que «descuellan de la
multitud» por la audacia de sus actos. Lo que preocupa a los pusilánimes, continúa
Snider, es que la beatificación de Pío IX pueda transmitir un mensaje equivocado al
mundo contemporáneo; a continuación admite que, dado que Pío IX simboliza el
rechazo de ciertos movimientos políticos, sociales y culturales de su tiempo, la
beatificación bien pudiera ser interpretada como un apoyo de la Iglesia actual a
esas posiciones antiliberales, y objeta, acto seguido, que tal preocupación muestra
una falta de confianza en el «magisterio de la Iglesia», es decir, en el papa Juan
Pablo II. Acepta, sin embargo, la existencia de un peligro auténtico no por parte de
Juan Pablo II, sino de aquellos (probablemente alude a los ultraconservadores) que
«por un concepto excesivo de sus propios conocimientos y de su autoridad,
creyéndose los únicos intérpretes seguros de dicho magisterio, utilizarían la
conducta pastoral del papa Pío IX (...) a fin de justificar y, en algunos casos,
imponer a la Iglesia su propia orientación espiritual, intelectual y pastoral,
condenando cualquier otra orientación que no sea la propia». Snider señala que eso
ha sucedido ya antes y que la tentación de abusar de la beatificación de Pío IX es
manifiesta en ciertas personas «de una conciencia y un espíritu rigurosos».

Pero tal posibilidad de abuso, arguye el abogado, no es razón para


suspender la causa. Se propone demostrar que hay motivos razonables para
celebrar el pontificado de un papa cuya «importancia y cuyo valor se prolongan
hasta nuestros días, sobre todo porque con ellos y a través de ellos la Iglesia entró
en la historia contemporánea del hombre, manteniendo intacto el patrimonio de
sus doctrinas y valores perennes». Es obvio aquí el eco del juicio de Benedicto XIV
sobre d celo por la fe. Snider se propone demostrar, en efecto, que aquel
pontificado «no muestra sino el trayecto recorrido por la Iglesia desde Pío IX hasta
nuestros días en su ininterrumpida peregrinación a través de la historia de la
humanidad».

Lo cual no significa necesariamente, agrega, someter la causa, tal como se


pedía, a ulteriores investigaciones por parte de la sección histérica de la
congregación, que sólo conseguirían prolongar innecesariamente el proceso y
desviar la atención del objetivo principal de investigar la virtud heroica. Y esboza
un desafío: «Estudien como quieran cualquier documento conocido o desconocido,
no encontrarán nada que ofrezca la formulación definitiva de un juicio moral,
positivo o negativo, acerca de Pío IX.»

Expone a continuación lo que considera la tarea de cualquiera que haya de


juzgar la supuesta santidad de Pío IX:

Quienquiera que estudie [esta causa] y, más aún, quienquiera que la juzgue,
ha de saber cómo ver al papa Mastai en su posición exacta respecto a la historia de
la Iglesia y la historia civil de su tiempo. Quienquiera que haga eso debe
interpretar con precisión su pensamiento en relación con la realidad de los tiempos
que él vivió y, por tanto, con las necesidades reales de la Iglesia y de la sociedad.
Hay que comprender el espíritu con el que acometió su misión pontificia,
encaminada como estaba al carisma particular [como papa y maestro supremo de
la Iglesia] que le fue concedido por la sabiduría divina, el carisma que nos revela la
razón sobrenatural de su pontificado. No hemos de olvidar que la razón de todo
pontificado no se debe simplemente a causas puramente humanas. La razón de un
pontificado se lee en los designios de la Providencia y, para ello, es necesario
comprender, dentro de los límites de nuestra inteligencia, el plan de Dios
orientado al bien de la Iglesia y al de la sociedad, que se realiza al advenimiento al
pontificado de Pío IX y en sus actos de magisterio doctrinal y pastoral.

En resumen, a Pío Nono hay que juzgarlo como cabeza de la Iglesia


universal, no sólo de la italiana; como líder espiritual, no simplemente como
soberano de los «moribundos» Estados Pontificios, y como un hombre de su
tiempo que, sin embargo, «participa en el despliegue de la historia de la salvación,
y que trató de hallar los rastros de la divinidad en el devenir de la historia de la
humanidad». Adoptar un punto de vista más restrictivo —y, específicamente,
condicionando la causa a sus limitaciones humanas como soberano temporal—,
insinúa Snider, es ignorar «la naturaleza sagrada de su pontificado». En otras
palabras, el abogado decide que el contexto definitivo en que se debe juzgar a Pío
IX no es la historia profana, sino la historia de la salvación, dominio en el que los
«designios de la Providencia» se revelan a través de las actividades de la Iglesia.
En sus propias palabras:

El pontificado de Pío IX hay que verlo como una continuación de la misión


perenne de la Iglesia y como la entrada de esa misión en una nueva época.
Obtendremos así las indicaciones más seguras no sólo para el juicio histórico, sino
para los propósitos de nuestra investigación, cuyo objeto es la correspondencia del
intelecto, del sentido de la vida, de los actos públicos y privados de un pontífice
respecto de sus responsabilidades ante Dios y ante la Iglesia, a cuyo timón se halló
colocado en un momento importante de la historia contemporánea.

A continuación, Snider parafrasea —aunque no los cita— los consejos de


Benedicto XIV relativos a las virtudes que hay que buscar en un candidato papal a
la santidad.

El carácter ejemplar de las virtudes de un papa debe verse también en la


constante obligación a difundir el reino de Cristo en el mundo, mantener unida a
su grey, velar por el depósito de la palabra de Dios y trabajar incansablemente a fin
de que tal obra florezca y se difunda por el mundo entero; consolidar la
comunidad humana conforme a la ley divina; inculcar al clero una conciencia aún
más honda de la dignidad de las sagradas órdenes y de las obligaciones del
ministerio sacerdotal; dar firme testimonio del Evangelio; imprimir a los hombres
el sentido de su existencia y capacitarlos para comprender plenamente el Valor de
la persona humana; cumplir en cualquier circunstancia y condición la voluntad de
Dios.
LA PERSONALIDAD DE MASTAI-FERRETTI

Tras exponer los términos y el contexto de su análisis, Snider entra en una


discusión de la personalidad de Pío IX. Escribe que era un hombre como los
demás, mezcla de «alegrías, incertidumbres, temores, esperanzas, impulsos de
rebelión, dolores y sufrimientos». Lo que lo distinguía, sin embargo, era la
epilepsia, un padecimiento que también soportaron, señala Snider, Napoleón,
Bismarck, Alejandro Magno y otros grandes personajes de la historia. En contra de
lo que afirman algunos hagiógrafos, Snider insiste en que la epilepsia de Mastai
continuó atormentándolo durante toda su vida adulta, y que la batalla personal
que libró para controlar sus efectos «le ayudó a adquirir virtud»\'7b275\'7d.
Debido a ese padecimiento, escribe el abogado, Mastai era de temperamento
nervioso e irascible, sobre todo en los momentos difíciles. No obstante, asegura a
sus lectores que el papa jamás tuvo la intención de causar daño moral o material al
prójimo; y si perjudicó a alguien —de lo cual no cabe duda alguna—, se trató
únicamente de un desafortunado efecto de su enfermedad.

Por otro lado, Snider argumenta que Pío IX exhibía una serie de cualidades
entrañables; tenía «la cara abierta y abierto el corazón», «quería amar y ser amado»
y, durante toda su vida, mostró «una actitud amable y juvenil». Es cierto que era a
veces pesimista, pero lo mismo puede decirse de otros santos; si fue impulsivo, fue
también apasionado y entusiasta, especialmente en su «deseo del reino de Dios»; y
valiente, asegura el abogado: lo demuestran su decisión de convocar el I Concilio
Vaticano y la de arrancar la definición dogmática de la infalibilidad papal «de
entre los dientes de una época descreída».

Aunque no era un intelectual, Mastai poseía un talento magistral para


«simplificar» asuntos complejos. Lo que algunos críticos consideran una negativa
«retrógrada» a reconocer las nuevas realidades era en realidad una aguda
capacidad de penetrar hasta el fondo de las cosas y reconocer los pasos necesarios
que había que dar «por obediencia a la verdad». Snider nos asegura que Pío IX
«poseía una inteligencia tal que sabía ver las cosas de la misma manera que las veía
Dios, lo cual significa que, de alguna manera, participaba del mismo horizonte de
Dios». A la hora de resolver problemas, nunca se fiaba solamente de la razón
humana, sino que siempre «sentía la necesidad de dejarse guiar por el carisma que,
como papa, sabía que tenía». Así guiado, ese «papa conservador que ha sido visto
[por sus críticos] como encerrado en una defensa desesperada del pasado [fue en
realidad capaz] de ver mejores tiempos para la Iglesia con una lucidez y una
precisión que no dejan de ser extraordinarias».
Lo más notable de todas estas afirmaciones no es solamente el hecho de que
contradicen el juicio histórico generalmente aceptado, sino también la escasez de
notas bibliográficas en que se apoyan; aparte de unas pocas referencias a biógrafos
favorables a Pío, no se cita en su apoyo a ninguno de los testigos que fueron
interrogados para la causa. Esencialmente, Snider presenta a Pío IX tal y como éste
se veía a sí mismo. Cuando pasa a describir, en cambio, la misión eclesiástica del
papa en pleno siglo XIX, el lenguaje que usa no es ya el de Mastai, sino el de los
padres del II Concilio Vaticano.

EL LIBERALISMO,

LA INFALIBILIDAD DEL PAPA

Y EL I CONCILIO VATICANO

Antes que nada, Snider recuerda a los asesores que la misión del papa era la
de «ser el pastor que difunde el mensaje de Cristo desde el trono más alto del
magisterio eclesiástico, dando testimonio de la verdad, siendo la voz del espíritu
de la verdad que guía en su viaje terrenal a la Iglesia, la comunidad de fe,
esperanza y amor, especialmente como organismo social, una comunidad
sacerdotal, real y profética». Lejos de ser un reaccionario empeñado en restaurar
los poderes temporales del papado, arguye Snider, Pío IX fue en realidad un
reformador que preparó a la Iglesia para una nueva era, al establecer nuevas
estructuras y nuevos medios para el gobierno de la Iglesia; en suma, un lejano
precursor de Juan XXIII.

En segundo lugar, Snider afirma que el papa Mastai se propuso la tarea de


reconstruir el orden social. Hay que señalar que se trata de una afirmación
extraordinaria, que contradice el consenso de los historiadores. Según ese
consenso, el papado no comenzó a afrontar la «cuestión social» —es decir, el auge
de la burguesía y el desarrollo de un proletariado urbano— sino durante el
mandato del sucesor de Pío IX, León XIII. Y, sin embargo, en medio de una florida
retórica carente de toda prueba documental, Snider no sólo describe a Pío IX como
un avanzado reformador de la sociedad secular, sino que llega a insinuar que
Mastai anticipó la eclesiología progresista del II Concilio Vaticano:

Incluso podría decirse que el pontificado de Pío IX hablaba de la Iglesia y el


servicio, de la Iglesia y la pobreza, de la Iglesia y la reforma, de la Iglesia y la
adaptabilidad y —no debemos vacilar en decirlo— de la Iglesia dialogante, de la
Iglesia y las realidades terrenales, del dinamismo de la fe y la integración de la
historia humana con la historia de la salvación; [hablaba] en una palabra, de la
Iglesia y del mundo con el mismo sentido, con la misma plenitud de argumentos
demostrativos, con las mismas palabras e idénticos términos que, un siglo después,
se utilizarían en el II Concilio Vaticano.

Diríase que, en ese punto, Snider ha abandonado el método histórico—


crítico; de hecho, no hace más que invocar el lenguaje y los conceptos del II
Concilio Vaticano a fin de colocar bajo una luz más favorable la condición de Pío
IX. Si la misión del pontífice, según ha sugerido ya Snider, es siempre la misma —
predicar el Evangelio, dirigir la Iglesia, defender el patrimonio religioso y sus
principios—, entonces, sólo falta demostrar que aquel papa desempeñó tal tarea
dentro del horizonte y los desafíos de su época.

Al pasar revista a los trastornos sociales que precedieron al pontificado de


Mastai, Snider observa que la Revolución Francesa y la revolución industrial
habían producido «una clase social enteramente nueva», la burguesía, «que no
poseía la formación religiosa y espiritual» de la que disfrutaba la desplazada
aristocracia. La Iglesia no tenía ninguna enseñanza social para esa nueva clase, y el
hecho de que Pío IX no la formulara no debe juzgarse como falta de prudencia o de
justicia. De nuevo recuerda a los asesores que la principal responsabilidad de
Mastai como papa no era intelectual, sino pastoral; en consecuencia, cualquier
error de apreciación que cometiera a escala administrativa, política o diplomática
no debe confundirse con la prudencia que mostró como pastor y maestro supremo
de la Iglesia.

Snider admite que hay cierta verdad en la acusación de que el papado de Pío
IX se mantuvo intransigente frente al liberalismo; al fin y al cabo, Mastai se crió en
el norte de Italia y, aun siendo obispo de Imola, se hallaba lejos de las nuevas ideas
acerca de las instituciones que estaban transformando el rostro de Europa. Apunta
Snider que, en el ámbito de las ideas, la influencia de los pensadores de la
Ilustración había hecho surgir una nueva concepción de los derechos naturales del
hombre y hasta una nueva figura: la del ciudadano. Nacían nuevos Estados,
basados en la soberanía popular y en la igualdad de derechos ante la ley, se
redactaban constituciones democráticas, se secularizaban los organismos públicos,
el nacionalismo flotaba en el aire; a algunas personas, y especialmente a los
ultramontanos, «todas esas cosas íes parecían obra de Satanás». En todo caso,
Snider sí acepta que, durante el pontificado de Pío Nono, las autoridades romanas
juzgaron el liberalismo en general «desde lejos» y no comprendieron en absoluto a
los católicos liberales de Francia y de Alemania.
No obstante, para Snider el hecho de que Pío IX no llegara a «una
percepción más profunda» de todos los acontecimientos de su época no debe
contabilizarse en su contra ni hay que atribuirle la responsabilidad personal de
todas las «consecuencias negativas» que su política acarreó a la Iglesia; al igual que
otros papas, dependía necesariamente de sus subalternos. De lo que sí se puede y
se debe pedirle cuentas, dice Snider, es de su «responsabilidad de ayudar a la
Iglesia a escuchar, por debajo de todos esos cambios, la voz de Dios que se expresa
continuamente en la voz de los tiempos que uno vive».

La cuestión es, por tanto, si el papa mostró discernimiento espiritual en su


respuesta a las ideas y a los movimientos de su época. A primera vista se diría que
no; y Snider lo admite. Parece que Pío no se percató de que el liberalismo encierra
unos principios de libertad y justicia social que la Iglesia misma acabaría por
abrazar. Al contrario, Pío IX ha sido criticado siempre por su tenaz rechazo de las
nuevas ideas; especialmente, en el apodíctico «Syllabus de errores».

Pero, según alega Snider en defensa de Mastai, una lectura atenta de todos
los escritos del papa demuestra que éste «no pretendía condenar la libertad, que en
los seres humanos es signo de la imagen divina y, por ende, expresión y garantía
de la dignidad del hombre y del respeto a los valores del espíritu humano»; lo que
Pío denunciaba son los principios y los programas del racionalismo y del
naturalismo «que podían conducir a un absolutismo opresivo y represivo». En ese
sentido, condenaba el liberalismo «como una manera de recordar a la gente que no
exaltara la razón humana y las instituciones humanas en tal grado que olvidaran a
Aquél, de cuya mano las recibieron, o, por lo menos, los dones que Dios nos dio
para realizar esos sueños liberales».

Tras esa justificación racional de la condena papal del liberalismo, el


abogado ataca los temas que rodean el I Concilio Vaticano y el dogma de la
infalibilidad del papa. Su argumento es que Pío IX veía en la infalibilidad «la razón
misma de la presencia de la Iglesia en la historia de la humanidad». En ese sentido,
Mastai no consideraba la infalibilidad como un poder centrado en la persona del
papa a fin de autoglorificar a éste, sino como un medio para mantener la unidad de
la Iglesia: «De la Iglesia se sabe que es infalible en cuanto se mantiene unida al
Santo Padre, que actúa como pastor de todos los fieles.»

Permanece en pie, sin embargo, la pregunta de si Pío IX permitió a los


padres del I Concilio Vaticano actuar libremente cuando votaron la definición de la
infalibilidad papal como dogma de la fe católica romana. Aquí Snider admite que
la organización del concilio, y particularmente de sus comisiones preparatorias,
obedecían a «una mentalidad que hoy en día ninguna asamblea, sea civil o
eclesiástica, aceptaría». Por lo demás, recuerda a los asesores que, aun en ocasión
tan reciente como el II Concilio Vaticano, los obispos se rebelaron contra unos
principios de organización y unos procedimientos que consideraban contrarios a la
libertad y al pleno uso de sus facultades. Señala además que en el I Concilio
Vaticano hubo obispos, tanto favorables como contrarios a la doctrina de la
infalibilidad, que tenían cosas elocuentes que decir, pero ninguna oportunidad de
hablar. Por muy lamentable que sea, dice el abogado, lo cierto es que no había
tiempo suficiente para escuchar a todos; y tampoco era necesario, asegura Snider:
la mayoría estaba en favor del dogma, y la mayoría decidió.

Pero hay en el tema de la infalibilidad papal algo más que la cuestión de la


libertad de los padres conciliares: «Hay que preguntarse si la doctrina de la
infalibilidad papal no habrá tenido, en realidad, una importancia incalculable para
la historia futura de la Iglesia, [al ser un acontecimiento] en el que se expresaron
las razones sobrenaturales e históricas del pontificado de Pío IX.» Snider afirma
que la idea de la infalibilidad papal surgió muy temprano en la vida de Mastai,
mucho antes de ser elegido papa, y que la invocó en 1854, cuando proclamó el
dogma de la Concepción Inmaculada: «A él y a otros les parecía que la
proclamación de la Concepción Inmaculada era una misión asignada por Dios; y
obrar de ese modo conducía naturalmente a la definición dogmática de la
infalibilidad papal.» Para Pío IX, dice Snider, «la finalidad básica de la infalibilidad
papal era la de salvaguardar la misión del papa y la de la Iglesia» en una época en
que el papado había perdido su poder temporal; y también veía en la infalibilidad
un rechazo del galicanismo, es decir, de los diversos intentos —no exclusivamente
limitados a Francia—, por parte de gobiernos y/o Iglesias locales, de restringir la
autoridad papal, especialmente en lo relativo al nombramiento de obispos. En
retrospectiva, según Snider, bien puede apreciarse el designio de la Providencia en
el hecho de que el I Concilio Vaticano quedara suspendido prematuramente
después de la primera sesión —con lo cual se postergó por un siglo más el debate
sobre la autoridad correlativa de los obispos— porque «en realidad reforzó el
prestigio universal de la misión del papa como condición necesaria para la vida de
la Iglesia en el curso de la historia».

Luego, Snider trata una serie de temas relacionados con la prudencia de


Mastai en la gestión de sus cargos, como papá y como jefe de los Estados
Pontificios. Varios asesores opinaban, por ejemplo, que Pío IX incurrió en una
reacción excesiva al decretar el «Syllabus de errores»; particularmente, si se tenía
en cuenta que una serie de eminentes intelectuales católicos habían abrazado los
principios del liberalismo político y trataban de reconciliarlos con la doctrina de la
Iglesia. Snider admite que «hoy en día, por supuesto, no nos adheriríamos jamás a
algunas de las formulaciones del «Syllabus de errores» porque no concuerdan con
las realidades sociales, culturales y politicks de nuestro tiempo», y admite también
que el lenguaje que el papa empleaba al deplorar los males que veía en su época «a
nosotros acaso nos parezcan un poco dramáticos»; pero añade que Pío IX no fue el
último papa que criticó las premisas racionalistas del liberalismo y que eso es, en
opinión de Snider, lo que debe hacer un papa como «guardián de los valores del
espíritu».

El abogado reconoce, sin embargo, que Pío Nono condenó a una serie de
eminentes católicos liberales, de quienes la historia demostraría que fueron hijos
leales de la Iglesia. La verdad es, según Snider, que las condenas del papa se
basaban en la ignorancia: jamás llegó a conocer a esos hombres ni sus obras, ni
comprendió las circunstancias políticas de Francia, Alemania y demás países en
donde los intelectuales y activistas católicos liberales intentaban conciliar los
aspectos positivos del liberalismo con la doctrina de la Iglesia. Pero vuelve a
insistir, en defensa del papa, en que no había unanimidad en la Iglesia acerca de
cómo había que tratar el liberalismo y ni siquiera acerca de las responsabilidades
políticas de los católicos bajo los Gobiernos liberales. «Pío IX no podía prever el
porvenir», escribe Snider, y, aunque sus medidas fuesen duras (prohibió a los
católicos italianos ocupar cargos públicos e incluso votar), «la historia demuestra
que en ello estaba obrando un designio providencial del que él formaba parte».

LA MORALIDAD DE LOS PAPAS

COMO SOBERANOS TEMPORALES

En ese punto, Snider pasa a ocuparse del caso particular del padre Rosmini,
cuya vida y obra fueron admiradas por Juan XXIII y por Pablo VI. Del memorial
del «abogado del diablo» resulta evidente que varios asesores veían, en la manera
en que Pío Nono trató a ese hombre piadoso, un ejemplo flagrante de su falta de
prudencia y de justicia. Snider reconoce que Rosmini no sólo era un pensador
brillante y un hombre piadoso, sino incluso un candidato apto para la
canonización. ¿Por qué, entonces. Pío IX le negó el solideo prometido y por qué
condenó dos de sus obras más distinguidas, Las cinco heridas de la Iglesia y Una
constitución conforme a la justicia social, condenas que han impedido hasta el día de
hoy que la causa de Rosmini prosperara en la congregación?

La respuesta, para Snider, hay que buscarla en la difícil posición política en


que se hallaba el papa. Rosmini abogaba por una Italia independiente y unificada,
posición esta que le causó problemas con la Austria católica, que se consideraba
protectora de las libertades de la Iglesia en Europa; también atacó el sistema de
beneficios eclesiásticos, mediante el cual el emperador austríaco y otros monarcas
europeos lograban controlar a los obispos de sus ámbitos de jurisdicción. Tenía,
por tanto, muchos enemigos dentro de la Iglesia que se sentían amenazados por
sus ideas, organizaron una campaña contra él y lo vilipendiaron como un nuevo
Calvino o un nuevo Lutero.

En tales circunstancias, el papa no podía cumplir su promesa de elevarlo a


rango de cardenal, y mucho menos nombrarlo secretario de Estado como tenía
planeado, ya que tal decisión le habría granjeado la enemistad de los austríacos,
cuyo apoyo el papa necesitaba en su conflicto con los líderes anticlericales del
risorgimento. La decisión del papa de someter al escrutinio de los censores
teológicos del Vaticano los escritos de Rosmini obedeció en realidad a la intención
de proteger a Rosmini; al proceder así, dice Snider en lo que es claramente el
argumento más débil y más paradójico de cuantos esgrime en defensa del
pontífice, Pío IX esperaba poner fin a la lucha ideológica en el seno de la Iglesia que
los escritos de aquél habían ocasionado. En resumen castigó a Rosmini para
silenciar a sus críticos, aunque éstos, de hecho, prosiguieron su campaña contra él.

La discusión del asunto Rosmini resulta ser el preludio a una cuestión


mucho más amplia: ¿manifestó Pío IX, en su ejercicio del poder temporal como jefe
de los Estados Pontificios, las virtudes de la prudencia y la justicia en el grado
heroico que se requiere para la canonización? A lo largo del proceso, los asesores
habían planteado diecinueve objeciones específicas a la prudencia de Mastai. Entre
éstas figuraban la extraordinaria influencia ejercida por el secretario de Estado,
cardenal Antonelli; el trato injusto que dio a numerosos individuos dignos y
capacitados; el nombramiento de personas ineptas y carentes de preparación para
cargos de los Estados pontificios, y la decisión de prohibir a los católicos italianos
la participación en la política del país, tras la pérdida del poder temporal en 1870.

La respuesta inicial que da Snider a esas objeciones es acusar a los asesores


de cometer varios errores graves. Ellos suponen, que el papa fue, en cada caso, el
único responsable de todas las decisiones administrativas que se tomaron durante
su pontificado, achacándolas a la impulsividad, a la intransigencia o a la falta de
tino político de Mastai; de ese modo, no pueden reconocer que, en algunos casos,
la culpa era de los subalternos y, aun cuando la responsabilidad fuese
exclusivamente del papa, los objetores no tienen en consideración, como debieran,
sus intenciones y su actitud.
Para Snider, la verdadera cuestión es de doble naturaleza: al considerar la
causa de un papa, ¿qué peso debe otorgarse a su ejercicio del poder temporal y por
qué criterios han de medirse sus decisiones como jefe de un Estado político? «En el
designio de Dios, ni Pío IX ni ningún otro de los papas que lo precedieron fueron
colocados a la cabeza de la Iglesia universal solamente para ejercer una soberanía
puramente temporal ni con el mero fin de velar por el bien privado y común de los
súbditos», argumenta Snider; por el contrario, los papas son elegidos para dirigir la
Iglesia en una misión religiosa a la cual se subordinan, de distintos modos, ciertos
asuntos de índole política, económica y social. La manera como un papa trata los
asuntos temporales es ciertamente importante al juzgar su prudencia y su justicia,
pero la cuestión que aquí se plantea no se refiere a la sabiduría práctica, sino a la
moralidad; en otras palabras, a la «sinceridad».

Pero admite que Pío IX cometió errores en sus decisiones prácticas, aunque,
como buen abogado defensor, no especifica en qué consistieron tales errores. Al fin
y al cabo, observa Snider, la infalibilidad papal no convierte a un papa en
omnisciente y, sin embargo, a todo papa le asiste efectivamente el Espíritu Santo,
«rellenando las lagunas de sus conocimientos, reparando las faltas y los errores
que no sean deliberados, garantizándole las luces necesarias para que por su
pontificado el Pueblo de Dios pueda ver (como en este caso) en el pontífice romano
al vicario de Cristo y cabeza visible de la Iglesia, el fundamento principal, perpetuo
y visible de la unidad de la fe y de la comunidad [de los creyentes]». Afirma
después audazmente que hasta los errores cometidos por Pío IX como soberano
temporal son prueba de que se hallaba guiado por Dios, ya que, en opinión del
abogado, la historia demuestra que logró, en efecto, mantener la unidad de la
Iglesia y la integridad de la fe en un período de profunda crisis.

En otras palabras, la argumentación es que, mientras se pueda demostrar


que un papa hizo lo qué pudo como monarca temporal —es decir, con tal que haya
actuado de buena fe y buscando el bien de la Iglesia—, los jueces deben concederle
el beneficio de la duda sin considerar los efectos que esos actos y esas decisiones
tuvieran para la vida de la Iglesia.

Establecido ese principio general, pasa a ocuparse de las objeciones


específicas a la conducta del papa como jefe de Estado y, en cada caso, encuentra
los actos del papa justificados o, cuando menos, disculpables. La mayor acusación
es que Pío IX estaba tan preocupado por la pérdida de los Estados Pontificios que
no reparó en que tal pérdida liberó, en realidad, al papado de sus
responsabilidades y compromisos políticos, permitiendo a los papas futuros ejercer
el poder de persuasión espiritual en mayor armonía con el Evangelio. Snider
contesta a esa objeción que la negativa de Mastai a aceptar la pérdida de los
Estados Pontificios era más que comprensible como «la experiencia de un hombre
anciano que veía desvanecerse el mundo en el cual se había criado, al que estaba
acostumbrado y que formó toda su vida como ser humano y como sacerdote». De
todos modos, no es que Mastai codiciara el poder temporal como un fin en sí
mismo, sino que consideraba que la monarquía papal era indispensable para la
libertad de la Iglesia universal.

En cuanto a los nombramientos para cargos políticos y temas afines


relacionados con la prudencia y la justicia hacia los demás, encuentra motivos
razonables a cada uno de los actos del papa. Su principio rector es, en cualquier
caso, que tales cuestiones son esencialmente irrelevantes para demostrar la
santidad del candidato. Afirmar lo contrario, dice Snider, requeriría que los críticos
de la causa demostrasen que ningún otro papa más que Mastai permitió
semejantes cosas. Además, «si suspendemos la causa de Pío IX, deberemos
decretar la prohibición de todo culto público a los papas, santos o beatos, que
precedieron a Pío IX», porque también ellos fueron imperfectos como custodios del
poder temporal. En resumen, Snider sostiene que la conducta del papa como
soberano temporal no ofrece ningún criterio serio para juzgar su virtud moral.

EL PAPA COMO REFORMADOR

DE LA IGLESIA Y DE LA SOCIEDAD

A continuación, Snider contesta a la objeción de que Pío IX no supo


reconocer la «cuestión social» y menos aún hallarle respuesta, es decir, los
trastornos sociales y económicos creados por la desintegración de la nobleza
europea. Su respuesta es que en la Iglesia muy pocas personas, y Mastai menos
que nadie, se percataron de las transformaciones sociales que se estaban
produciendo. Si el papa se mostró «tímido y lento» al responder a las necesidades
y aspiraciones de las nuevas clases sociales, fue porque sabía que su conocimiento
y experiencia de los asuntos seglares eran limitados. No supo reconocer la
emergente «lucha de clases» en Europa porque tales conceptos no llegaron a ser
ampliamente conocidos hasta el pontificado de su sucesor, León XIII. Sin embargo,
concluye Snider, visto en el contexto de su tiempo, Pío hizo lo que tenía que hacer,
«preparó las condiciones espirituales y morales necesarias y las premisas
doctrinales» que permitirían a su sucesor «presentar la cuestión social como el
problema fundamental que se le planteaba a la Iglesia universal».

Finalmente, Snider recoge las repetidas objeciones de que Pío IX desatendió


las reformas y la renovación necesaria de la Iglesia. Admite que Mastai no poseía la
exquisita formación cultural y social de un Rosmini, de un John Henry Newman o
de otras lumbreras de la Iglesia decimonónica; alega, sin embargo, que llamó, a su
manera, a la Iglesia «a una purificación más honda y que intentó, mediante el
ejercicio de su magisterio, elevar el tono moral y espiritual de la institución».

Primero, Mastai buscaba la renovación personal a través de su propia


dedicación espiritual; y aquí Snider observa cuánto más difícil es demostrar las
virtudes heroicas de un papa en comparación con las de un sacerdote ordinario,
pues estos últimos están mejor situados para intervenir personalmente en las vidas
de los individuos y cambiarlos a mejor, mientras que los papas, debido a su
elevado rango jerárquico, tienen menos posibilidades de tratar a los individuos con
intimidad. Así pues, el heroísmo de un papa puede parecer «algo difuso y difícil
de demostrar con ejemplos y argumentos precisos».

Aun así, para Snider es posible ver en «todo el magisterio» de Pío IX una
«preocupación constante y cada vez más honda por la dignidad de la persona
humana, los deberes y la vida coherente de la fe que permitió a los cristianos ser la
luz del mundo contemporáneo». Seguidamente, enumera los mayores logros
pastorales del pontificado de Pío IX: la creación de numerosas diócesis nuevas,
sedes metropolitanas, vicarías y prefecturas apostólicas en el mundo entero; la
restauración de las jerarquías católicas de Inglaterra y dé los Países Bajos; la
«prisa» en celebrar sínodos diocesanos y provinciales; la apertura en Roma de
varios seminarios y colegios para estudiantes extranjeros; y el «enriquecimiento de
la cultura católica», especialmente en filosofía y en teología, mediante el fomento
del estudio de santo Tomás de Aquino. Snider va tan lejos como para sugerir que,
en comparación con esos logros, el impacto negativo del tan criticado «Syllabus de
errores» es de relativamente poca importancia.

A la luz de todo esto, pregunta Snider, ¿por qué insisten los asesores
negativos en ver a Pío IX como un hombre obstinado? ¿Por qué la tenaz resistencia
del papa a los cambios del orden social y a las ideas reinantes del pensamiento
liberal deben atribuirse a un «orgullo excesivo»? ¿Por qué no se ve, en la lentitud
con que evolucionaron sus ideas ante al desequilibrio abrumador de la época, más
bien una prueba de las virtudes de prudencia, templanza y humildad? El sentido
de la renovación, argumenta, no es cambiar la Iglesia como respuesta a las
realidades cambiantes de los tiempos, sino «cambiar la Iglesia de modo que ésta
pueda cambiar el rostro de los tiempos».

CONCLUSIÓN DE LA DEFENSA
Llegados a este punto, el lector casi cree oír a Snider levantando la voz a
medida que se acerca a la conclusión de su alegato. Las cuestiones que los jueces
deben considerar son las siguientes:

¿Qué aportó el pontificado de Pío IX a la actualización del plan de salvación


concebido por Dios en su inserción visible en la historia, y de qué manera continuó
la historia de la salvación visiblemente en la Iglesia gobernada por Pío IX? ¿De qué
manera permitió su pontificado que la historia humana se integrara en la historia
de la salvación que continúa camino al futuro?

Así es, según Snider, como Mastai entendía la misión de la Iglesia y como,
en consecuencia, debe ser juzgado.

Cuando era un joven sacerdote, deseaba alcanzar una comprensión de los


sucesos que se desarrollaban en la calle, en el sentido de saber si eran una
manifestación de la voluntad de Dios; y ese sentimiento fue creciendo en él en
forma de un concepto claro de la Iglesia en su avance a través del tiempo, con la
certeza de la infalibilidad que viene de Dios, pero que abarca también la falibilidad
a que están sujetos sus miembros. La famosa proclamación de la infalibilidad es
[por tanto] el pleno florecimiento de tal concepto.

En cuanto a los errores y fracasos del pontificado de Pío IX, solicita de los
jueces que comprendan que el papa «no podía ni prever ni acortar» los
acontecimientos de su tiempo, pero lo que sí podía hacer, y lo hizo, era «responder
constantemente [a esos acontecimientos] con la misma conciencia de la labor que el
Espíritu Santo realiza a través de la Iglesia, para que [así] la Iglesia sea la luz del
mundo». Snider admite que la Iglesia italiana puede haber sufrido daño, al
prohibir a los católicos la participación en la vida pública de su país, y reconoce
que ello representa una «dificultad» para la causa; «pero lo cierto es que, aunque la
Iglesia podía parecer una especie de residuo del pasado que defendía una verdad
que a los intelectuales de la época no les interesaba, no se hallaba ya sostenida por
los sistemas de soporte» que existían en Europa antes de la Revolución Francesa. Si
desde fuera «se veía a la Iglesia como una sociedad privada que defendía su propia
causa», la verdad es que estaba «reagrupándose y juntando fuerzas».

Dadas esas realidades, continúa Snider, Pío IX se veía confrontado con una
doble responsabilidad: la de «continuar la obra de restauración emprendida por
sus predecesores» y la de «levantar una especie de dique contra las diversas
formas de la irreligiosidad moderna». Pero fueran cuales fueran sus éxitos y sus
fracasos, hay que reconocer que Pío IX «siempre entendió que su deber supremo
era guiar a la Iglesia en su camino a través de la historia, permitiéndola seguir
avanzando hacia el futuro con la certeza de que las puertas del infierno no se
impondrían».

Lo significativo de la positio de Snider sobre Pío IX no es que haya tenido


éxito, sino cómo lo consiguió. Aunque cada causa se juzga por sus propios méritos,
los precedentes son muy importantes para los hacedores de santos. En este caso,
tenemos el ejemplo más reciente —y el único contemporáneo— de cómo la
congregación trata las causas de los papas. Y de ahí se pueden extraer una serie de
conclusiones.

Primero, de las objeciones a la causa resulta claro que los papas no son
inmunes al escrutinio. Por citar sólo un ejemplo: la cuestión de si Pío IX dio plena
libertad de discusión a los obispos en el I Concilio Vaticano. Cabe anotar que se
trata de un asunto sumamente delicado, que ha sido alegado por teólogos católicos
disidentes como argumento para rechazar la infalibilidad del papa\'7b276\'7d. El
hecho de que los teólogos y los prelados de la congregación, que difícilmente
podrán calificarse de liberales, hayan insistido en examinar ese punto atestigua la
independencia e integridad del proceso. Piénsese lo que sea de la respuesta de
Snider a este respecto, queda el hecho de que el proceso mismo exigía que se
investigara lo que parecía ser simple falta de caridad hacia el prójimo por parte de
Mastai.

De manera semejante, está claro que a los papas hay que pedirles cuentas de
sus decisiones burocráticas y administrativas. En otras palabras, no es suficiente
que sean personalmente piadosos; además, deben ser prudentes y justos. Menos
claro parece, sin embargo, que las virtudes de un papa deban incluir la sabiduría al
juzgar y tratar los movimientos y las corrientes de ideas del mundo seglar. Si los
asesores contrarios a la causa responsabilizaban a Pío IX de las consecuencias
nefastas que tuvo el «Syllabus de errores», eso indica sin duda que esa dimensión
de los pontificados es decisiva a la hora de juzgar las virtudes heroicas de am papa.
Por otra parte, la lógica de la exitosa defensa de Snider sugiere que las intenciones
de un papa, con tal de ser morales, bastan para compensar las consecuencias
negativas de sus decisiones. En resumen, es suficiente que haya hecho «todo lo que
pudo».

Lo que esto sugiere es que la «perfección exigida a un santo no abarca todas


las facetas de las responsabilidades eclesiásticas de un papa. En efecto, es difícil
imaginar cómo podría hacerlo. Snider mismo argumenta que es suficiente que en
el balance las virtudes de un papa superen a los defectos. A ese respecto, una parte
de su defensa depende de la demostración de que Mastai necesitaba toda la
dirección divina que estuviera a su alcance porque tenía muchos defectos
humanos; y, en ese sentido, su positio revela, precisamente por ser limitada y
específica, una personalidad mucho más redonda, más «humana», que la de
Katharine Drexel o la de Cornelia Connelly.

Por otra parte, la defensa de Snider se basa en la premisa de que a los papas
hay que juzgarlos de manera diferente que a otros siervos de Dios. No es
simplemente que a un papa se le juzgue por el celo que mostró en la preservación
y la propagación de la fe; antes bien, arguye Snider, es que porque un papa es un
papa —es decir, porque se halla investido del «carisma» de su cargo de sumo
pontífice— hay que suponer que cumple el «designio de la Providencia Divina». Es
éste, en el mejor de los casos, un razonamiento dudoso. En ningún momento
insinúa Snider que un papa pueda, de hecho, ir en contra de los designios de la
Providencia o, para emplear unos términos más teológicos, que pueda no
responder a las gracias que le son ofrecidas, en cambio, solicita de los jueces que
den por sentado, sin más, que Pío IX fue siempre obediente a la voluntad de Dios y
que actuó en consecuencia al ejercer sus deberes como papa. Si el rumbo por el que
condujo a la Iglesia causó sufrimientos a muchos católicos devotos y distinguidos,
si precipitó un retroceso cultural que mutiló gravemente la capacidad del
catolicismo para responder a los desafíos del pensamiento moderno y de los
movimientos sociales, si sin necesidad alguna hizo pesar sobre los católicos la
sospecha de que no podían ser ciudadanos responsables de un Estado
democrático, si apadrinó la mentalidad obcecada que desembocó en el progromo
intelectual que con Pío X se desató contra los estudiosos católicos; todo eso cuenta
poco, en última instancia, al valorar el impacto del pontificado de Pío IX. En
resumen, a lo que Snider invita a los jueces es a aceptar a Pío IX como un personaje
necesario y ejemplar de la historia de la salvación; en comparación con esto, sus
errores mundanales no merecen la menor atención.

Lo que los jueces hagan con los argumentos de Snider no se podrá saber
hasta que se publiquen. Desde luego, no tienen que aceptarlos todos para
considerar al candidato heroicamente virtuoso. Lo que me intrigaba, sin embargo,
era que el biógrafo más distinguido de Pío IX, el historiador jesuita Giacomo
Martina, no hubiera sido nombrado juez de la causa. Martina es profesor de la
Universidad Gregoriana de Roma y asesor ocasional de la congregación. Sus (hasta
ahora) tres gruesos volúmenes sobre la vida y la personalidad de Pío Nono
constituyen la biografía más detallada del papa hasta la fecha; Snider la cita más de
una vez. Fui a ver a Martina una tarde a la universidad y le pregunté sin rodeos:
—¿Usted cree que Pío Nono era un santo?

—No, no lo creo.

—¿Piensa que es por eso por lo que no lo han invitado a juzgar la causa?

—Eso no lo sé. ¿Por qué no se lo pregunta a los funcionarios de la


congregación, que nombran a los asesores?

Lo hice. Lo que me confesó un funcionario, bajo la condición de que no


revelara su identidad, era que Martina en Roma tenía fama de sostener «opiniones
poco equilibradas»; el hecho de haber pasado gran parte de su vida escribiendo
sobre Pío IX, se me dijo, no lo convertía en particularmente capacitado para juzgar
sus virtudes.

—A mí me da la impresión —apunté— de que lo hayan excluido a propósito


porque se sabe que no considera un santo a Pío IX.

—Eso no es verdad —negó el funcionario—. Hemos tenido muchos asesores


reacios y no hay ningún problema con eso. Lo que sí les exigimos a nuestros
asesores es que sean algo más que buenos teólogos; también deben ser personas
equilibradas.

Obviamente, había tocado un punto delicado. El promotor de la fe habrá


perdido su papel de «abogado del diablo», pero todavía conserva el poder de
nombrar a los teólogos que juzgan cada causa y puede evitar, por tanto, a aquéllos
de los que se sabe que sostienen opiniones críticas sobre el candidato, dando
preferencia a quienes son conocidos por su disposición favorable a la causa. A
diferencia de los diversos tribunales del Vaticano, la Congregación para la Causa
de los Santos no designa a sus jueces según un esquema impersonal de rotación.
Existe, pues, la oportunidad de abusar del proceso; el padre Gumpel admite que en
unos pocos casos ha visto que los asesores fueron elegidos por sus simpatías por la
causa. Mi sospecha es que, cuando una causa importante cuenta con partidarios
importantes —especialmente un papa—, el prefecto de la congregación y el
promotor de la fe se ven sometidos a considerables presiones, encaminadas a elegir
solamente a los asesores teológicos serviciales. Dados el secreto y la subjetividad
con que se eligen los jueces, sería difícil demostrar que el proceso ha sido
manipulado. Suponer que los funcionarios de la congregación no recurren jamás a
esa clase de política sería pretender que son hombres de virtud heroica como los
santos mismos.
Martina fue hallado, sin embargo, lo bastante «equilibrado» para que se lo
nombrara miembro de la comisión que asesora al papa acerca de la conveniencia
de beatificar a Pío IX. Cuántas comisiones más existen, así como la identidad de
éstas, siguen siendo secretos celosamente guardados. Lo que se sabe es que la
comisión existe desde 1985 y que Pío IX aún no ha sido beatificado. En 1990, en la
congregación predominaba la sensación de que la causa estaba paralizada por
tiempo indefinido.

Parece ser que Snider ganó la batalla de demostrar la virtud de Pío IX, pero
perdió la guerra de justificar la «conveniencia» de su candidato. Lo mismo puede
decirse del cardenal Palazzini, el impulsor más destacado de esta causa; en 1989
tuvo que retirarse de la curia, a la edad de setenta y cinco años, sin ver beatificado
a su adorado Pío Nono. En cuanto al propio candidato, parece ser víctima de la
política póstuma de la creación de santos; sea cual sea el lugar que ocupa en la
«historia sagrada», es el recuerdo que dejó como personaje de los asuntos humanos
lo que, por lo visto, le cierra ahora el camino de la beatificación y, de momento al
menos, su causa ha sido relegada a ese peculiar limbo reservado a aquellos
poquísimos siervos de Dios cuyas virtudes personales, por muy heroicas que sean,
no bastan para compensar los perjuicios que se teme pueda causar el hecho de
rendirles los más elevados honores de la Iglesia.

Es posible que corran la misma suerte las causas de Pío XII y de Juan XXIII.
De todos modos, entre los hacedores de santos hay quienes piensan que sería poco
conveniente canonizar a demasiados papas, y señalan que, de los últimos ocho
papas, entre ellos Pío IX, seis han sido mencionados como santos potenciales.
«Pienso que no deberíamos dar la impresión de que el papa es necesariamente un
candidato a la santidad», dice Gumpel. Puede que no; pero, si tenemos en cuenta la
historia del papado moderno, con su fuerte «culto al papa», la inclinación a
considerar santos a los sumos pontífices sigue siendo poderosa, pues el cargo
excita ya de por sí un «frenesí de gloria»\'7b277\'7d entre los creyentes, como
atestiguan las frecuentes peregrinaciones de Juan Pablo II.

Según el Evangelio, sin embargo, el cielo está reservado a los hermanos


menores. Y ya es hora de mirar un poco más de cerca a los candidatos que Roma
propone a la santidad para ver a qué clases de gente el proceso de creación de
santos tiende, por diversas razones, a pasar por alto.
11

SANTIDAD Y SEXUALIDAD

Como en toda investigación, lo que no sucede es interesante, y las categorías


de personas a quienes no se canoniza revelan tanto acerca del proceso de creación
de santos como los canonizados. Si uno examina el grupo de santos y santas
beatificados o canonizados desde 1588, ciertas categorías destacan por su
representación limitada o por su ausencia. Como hemos visto, el número de papas
es escaso, y lo mismo vale decir de los cardenales. Hay aproximadamente el doble
de hombres que de mujeres, aunque esa proporción se ha modificado en grado
significativo en el siglo XX, principalmente porque muchas órdenes religiosas
femeninas han defendido con éxito las causas de sus fundadoras.

Pero quienes menos representados están son los laicos. Desde el año 1000
hasta finales de 1987, los papas han celebrado trescientas tres canonizaciones,
incluidas las causas colectivas. De esos santos, sólo cincuenta y seis eran laicos y
otras veinte, laicas. Además, de los sesenta y tres santos seglares, cuyo estado civil
se conoce a ciencia cierta, más de la mitad no se casaron nunca. La mayoría de
dichos santos laicos murieron como mártires, individualmente o como miembros
de un grupo. De tal escasez de santos casados podría llegarse a la conclusión de
que las satisfacciones emocionales y sexuales de un buen matrimonio deben de
estar, de alguna manera, reñidas con las virtudes heroicas exigidas a los santos.

¿Qué hay en la vida amorosa del cuerpo que la Iglesia juzga impropio de un
santo? Y, en particular, ¿por qué no existen ejemplos de santos felizmente casados?
VIRGINIDAD Y VIRTUD HEROICA

La historia del catolicismo manifiesta una profunda ambigüedad hacia la


sexualidad humana. A lo largo de esa historia, la Iglesia ha otorgado un valor más
alto a la virginidad que al matrimonio, a pesar de que el matrimonio es un
sacramento, mientras que la virginidad no lo es. Las raíces de esa ambigüedad se
remontan al Nuevo Testamento, pero se ha convertido en un lugar común la
acusación de que los escritos de los padres de la Iglesia, de los siglos, III, IV y V,
inauguraron una tradición que asocia la sexualidad al pecado; una acusación que,
en gran medida, está justificada, pues los hay que fueron abiertamente misóginos:
Tertuliano veía en las mujeres «la puerta del diablo»\'7b278\'7d, y san Agustín,
quien antes de su conversión adquirió profundas experiencias de los placeres
pasajeros de la carne, enseñó más tarde que la relación sexual era el medio por el
cual el pecado original se transmite de generación en generación.

Pero, como demostraron sobradamente Peter Brown, el historiador más


distinguido de la antigüedad cristiana, y otros estudiosos, la tendencia de los
padres de la Iglesia a identificar sexo y pecado se presta fácilmente a la exageración
y, en todo caso, debería ser entendida en un contexto más amplio de actitudes
socioeconómicas; entre ellas, la relación entre «cuerpo y sociedad» en la cultura
grecorromana\'7b279\'7d. Al fin y al cabo, la mayoría de los cristianos, e incluso
de los clérigos, estaban casados y procreaban, y, en su confrontación con el
gnosticismo, herejía cristiana primitiva que condenaba el cuerpo y toda realidad
material, la Iglesia afirmó finalmente, como opinión ortodoxa, que el matrimonio
es para los cristianos una vocación aceptable, aunque inferior a la virginidad
perpetua.

Lo que hoy parece claro es que, para los padres de la Iglesia, se trataba
menos de establecer la identificación de sexo y pecado que la identificación
positiva de santidad y virginidad. Su cristianismo estaba imbuido de
neoplatonismo, que veía en el cuerpo un apéndice díscolo, al que había que
someter a fin de liberar la vida superior del intelecto y del espíritu. Agustín, que
sabía de qué estaba hablando, señaló la incapacidad de los varones para provocar
deliberadamente una erección en el momento deseado —y la incapacidad de
reprimirla en un momento inoportuno— como prueba cómica de que el cuerpo del
hombre caído no es digno de confianza como siervo de la voluntad. Para Agustín,
el acto mismo de la relación sexual era reprochable porque «en el momento exacto
en que se consuma, se suspende toda actividad mental (...). ¿Qué amigo de la
sabiduría y de los placeres sagrados no preferiría, si fuese posible, engendrar hijos
sin concupiscencia?»\'7b280\'7d.
En su amalgama de ideas griegas y bíblicas, los padres creían que la
perfección humana residía en recuperar, hasta donde fuese posible, el domino del
espíritu sobre la carne, del cual disfrutaban, según creían, Adán y Eva antes de la
caída. De cara al futuro, imaginaban la vida en el Paraíso —en donde, con palabras
del evangelista Mateo, «ni se casarán ni se darán en casamiento»\'7b281\'7d—
como una restauración de la primitiva integridad de Adán\'7b282\'7d. En el
presente estado de la naturaleza humana caída, en consecuencia, la virginidad era
más idónea que el matrimonio para alcanzar la perfección espiritual, que ellos
identificaban con la vocación específica del santo. San Gregorio Niseno lo resume
de una forma muy bonita: «Cuanto más exactamente comprendemos las riquezas
de la virginidad, tanto más hemos de deplorar la otra vida [el matrimonio] (...) y su
pobreza.» En otro pasaje agrega: «El matrimonio es, por tanto, el último estadio de
nuestra separación de la vida que se llevaba en el Paraíso; el matrimonio (...) es, en
consecuencia, lo primero que hay que abandonar; es la primera estación de nuestra
partida hacia Cristo.»\'7b283\'7d

En la mayoría de los casos, los padres de la Iglesia no hacían sino justificar


teológicamente las prácticas ascéticas ya evidentes entre los ermitaños individuales
y los grupos de vírgenes consagrados de ambos sexos. De todas maneras, lo que
los eruditos padres escribían para su círculo, bastante limitado, de colegas cultos
causaba consecuencias menores que el concepto que las propias comunidades
cristianas primitivas tenían de las virtudes de un santo. Eran, al fin y al cabo, los
mismos siglos que vieron el auge del culto de los santos como rasgo distintivo del
cristianismo y, en los santos —casi siempre célibes—, era en quienes tanto los
eruditos como los iletrados buscaban modelos de perfección humana (y cristiana).

Como hemos visto en el capítulo 2, las nociones cristianas de la santidad se


identificaron, desde los más remotos orígenes de la Iglesia, con la renuncia:
renuncia a la vida, en el caso de los mártires, y al «mundo» en general y a «la
carne» en particular en el caso de los ascetas. Pero abrazar la virginidad no
significaba simplemente rehuir la carne, así como abrazar el martirio no significaba
rehuir la vida; era también abrirse plenamente al poder transformador del
emergente reino de Dios y a la esperada vida en el cielo. Había virtud en un casto
matrimonio cristiano, pero solamente en la virginidad —tanto de las mujeres como
de los hombres— se hallaba la virtud heroica del santo.

Una y otra vez se repite ese mensaje en los innumerables santos, cuyas
historias y leyendas han catequizado a los creyentes a lo largo de los siglos de
modo mucho más poderoso que los escritos de los obispos y de los teólogos
eruditos. Entre las leyendas de santos más antiguas, más populares y más
duraderas se hallan las de las vírgenes mártires como Águeda, Lucía o Inés,
jóvenes esposas de Cristo que fueron desnudadas, mutiladas de diversas maneras,
encerradas en prostíbulos y, finalmente, muertas en defensa de su pureza sexual. Si
bien esas leyendas datan de los siglos IV y V, fueron repetidas, embellecidas y
celebradas durante toda la Edad Media (notablemente, en la popular colección de
Jacobo de Vorágine, La leyenda de oro) y continúan funcionando como modelos de
santidad cristiana hasta el día de hoy, como veremos, aunque a Águeda, a Lucía y
a Inés no se las considere ya personajes históricos; en efecto, se siguen honrando
con días de fiesta los nombres de esas mujeres y de numerosas otras vírgenes
mártires, y, hasta que se reformó en la década de 1960 la liturgia católica, se las
recordaba a diario en el canon de la misa.

Entre los santos masculinos de la misma cosecha, una historia típica es la de


Alejo\'7b284\'7d, un joven de buena familia que, deseoso de ayudar a los pobres,
abandona a su mujer el día de la boda y lleva durante diecisiete años una vida
errante de mendigo. Llamado por una visión a regresar a la casa paterna, Alejo se
instala en un cuarto bajo la escalera. Durante el resto de su vida trabaja como
humilde portero, sin que lo reconozcan ni su padre ni la mujer a la que abandonó,
y cobra fama de ser hombre sabio y piadoso. La leyenda varía en los detalles y
algunas de esas variantes insisten más en su pobreza y otras, en su sabiduría o en
su servicio a los pobres. Lo que no ha cambiado a lo largo de los siglos ni varía
entre las diversas versiones de la leyenda es su rechazo del matrimonio.

Lo decisivo es una vez más que, si a los santos se los conoce por sus
historias, es también a través de sus historias como se reconoce y se comprende la
santidad. Así pues, si la Iglesia ha canonizado a pocas personas casadas, una de las
razones es que faltan, incluso hoy en día, historias emocionantes de santos casados
que igualaran a aquellos personajes del cristianismo primitivo, cuyas leyendas
encarnan el prejuicio contra el matrimonio y la sexualidad humana. Es cierto que la
hagiografía misma no es ya lo que fue, cuando las historias de los santos eran,
como las de las vírgenes mártires, productos de ricas tradiciones orales y
comunitarias y estaban pensadas para edificar e instruir\'7b285\'7d; pero, ni
siquiera en la literatura laica, las virtudes cotidianas de la vida doméstica jamás
han inspirado leyendas o mitos, a menos que exceptuemos la transformación del
Ulises errante en el cornudo don Nadie de James Joyce, Leopold Bloom.

Aun así, la singular capacidad de la Iglesia para hacer santos es la capacidad


de transformar vidas en historias. Ahora que la Iglesia ya no enseña que el
matrimonio es inferior a la virginidad o al celibato consagrado como camino a la
santidad, podría ofrecer unos santos cuyas vidas encarnasen las virtudes del
matrimonio cristiano. Cabría suponer, incluso, que las virtudes necesarias para
mantener la fidelidad vitalicia que se espera de los católicos casados se han
convertido, ante la amplia difusión de la infidelidad y del divorcio en las modernas
sociedades laicas, en algo no menos «heroico» que las virtudes exigidas a las
monjas y a los sacerdotes célibes. ¿Cómo es posible, entonces, que, en un momento
en que la Iglesia está creando más santos y beatos que nunca, haya entre ellos tan
pocas personas casadas?

LA CREACIÓN DE SANTOS

EN «EL AÑO DEL LAICADO»

La cuestión del matrimonio y su relación con la santidad surgió en octubre


de 1987 en Roma, con ocasión de un Sínodo Mundial de Obispos, convocado por el
papa Juan Pablo II, a fin de discutir el papel del laicado en la Iglesia y en el mundo.
El tema no figuraba en el orden del día, que se ocupaba ante todo de la función que
los legos desempeñan como cristianos en la sociedad, pero estaba en la mente de
algunos obispos, que se preguntaban en voz alta por qué la Iglesia ha encontrado a
tan pocos hombres y mujeres casados dignos de veneración como beatos y santos.
En su calidad de prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, el
cardenal Palazzini se anticipó a las críticas. En una ocasión anterior, en 1980, había
tratado de defender la escasez de santos casados alegando que todos los santos
provenían de alguna familia y que, por tanto, «se honraba a sus padres al
honrarlos a ellos»\'7b286\'7d. En esa ocasión, el cardenal trató de anticiparse a las
críticas demostrando a los obispos que la congregación no alberga ninguna clase
de prejuicio contra las causas de legos. Ordenó a monseñor Samo, responsable
oficial de localizar causas, que le confeccionara una lista de las causas de laicos en
las que la congregación hubiera estado trabajando durante el último año. Sarno
presentó a diecisiete candidatos, de los que cuatro habían sido casados. Lo
importante no fueron, sin embargo, las palabras que dirigió Palazzini a los obispos,
sino lo que hizo la congregación.

El sínodo fue el remate de un período de doce meses que Juan Pablo II había
declarado «el año del laicado». Para honrar la ocasión, la congregación trabajó a lo
largo de más de dos años para ofrecerle al papa una variedad de ejemplos de una
santidad laica susceptible de beatificación o de canonización durante los meses que
los obispos deliberarían en Roma. Los postuladores ejercieron presión en favor de
sus causas, los obispos intentaron la persuasión en apoyo de candidatos locales.
Había más de quince candidatos listos para ser tenidos en consideración por el
papa, más que domingos en octubre para celebrarlos. En efecto, algunos
funcionarios temían que el papa pudiera excederse y desleír así la individualidad
de cada nuevo santo o beato. Al final, se eligieron tres candidatos para la
beatificación y dos para la canonización (uno era una causa de grupo); y el
conjunto de sus biografías decía más acerca de la actitud de la Iglesia frente al
matrimonio, la sexualidad y la santidad que todos los aburridos discursos del
sínodo sobre la vocación de santidad del laicado.

El 4 de octubre, el primer domingo del sínodo, los obispos se reunieron en la


basílica de San Pedro para asistir a la beatificación de tres mártires legos. Puesto
que uno de los temas principales del sínodo era el papel de los movimientos laicos,
tales como la Acción Católica italiana, el trío de los nuevos beatos fue escogido
evidentemente en su función de ejemplos de la santidad que puede alcanzarse
trabajando «en el mundo» a través de tales organizaciones. «Los tres son laicos, son
jóvenes y son mártires», subrayó el papa en su homilía, y juntos constituían nada
menos que «un signo profético de la Iglesia del tercer milenio»\'7b287\'7d.

Lo que el papa no mencionó es que ninguno de los tres era casado.


Solamente uno, el único varón que había entre ellos, Marcel Callo, el valiente joven
francés que murió en Mauthausen, había tenido por lo menos la intención de
casarse. El papa señaló que Callo había dejado atrás a «una prometida a la que
amaba tierna y castamente», aunque no lo estaba beatificando por su castidad, sino
por el coraje que mostró como catequista. Y la castidad era precisamente el tema de
las otras historias de mártires. Ambas eran jóvenes mujeres italianas que murieron
por resistirse a ser violadas. Antonia Messina, de veinticinco años, había
abandonado prematuramente la escuela y vivía en su casa paterna, en Cerdeña,
cuando sufrió el asalto fatal de un «joven campesino» mientras recogía leña para
hacer pan. El papa la alabó por defender «la beatitud de la pureza». Pierinia
Morosini, de veintiséis años, trabajaba en una hilandería de algodón de la región
de Bergamo. Quiso hacerse monja, pero, visto que la familia necesitaba sus
ingresos, se conformó con los votos privados de pobreza, castidad y obediencia,
siguiendo el consejo de su director espiritual. De esa manera, observó el papa,
Pierinia descubrió que «podía convertirse en santa sin entrar en un convento».
Pierinia salió de su región natal sólo una vez, en abril de 1947, cuando visitó Roma
para asistir a la beatificación de Maria Goretti, la moderna mártir italiana de la
castidad. Diez años después, Pierinia murió, tal como había esperado, en idéntica
defensa de la virtud. Era otra vez la historia de Águeda, de Lucía v de Inés.

Éstas fueron las tres primeras personas que Juan Pablo II eligió para
ejemplificar la santidad de los laicos católicos en vísperas del tercer milenio de la
cristiandad. Y, por si los padres del sínodo no hubieran aún comprendido el
significado más amplio de esas vidas breves y limitadas, el papa ensalzó a los
nuevos beatos como «jóvenes y valientes ciudadanos de la Iglesia y del mundo,
hermanos de una nueva humanidad, constructores libres y no violentos de una
sociedad plenamente humana (...)». Los cristianos del siglo IV habrían entendido
perfectamente lo que quería decir.

El domingo 18 de octubre, los padres del sínodo se reunieron de nuevo ante


la basílica de San Pedro, esta vez para asistir a la canonización colectiva del beato
Lorenzo Ruiz y sus compañeros, dieciséis hombres y mujeres de ocho países, que
fueron martirizados por los japoneses en el siglo XVII. Según el calendario litúrgico
era el día del Domund, así que la finalidad de la celebración debía ser, en principio,
la de presentar a unos nuevos santos que ejemplificaran el verdadero espíritu de la
evangelización cristiana. Sin embargo, lo que esa canonización tenía que ver
precisamente con la santidad de los laicos no resultó del todo transparente; todos
los mártires estaban vinculados a la Orden de los Dominicos y la canonización era,
a todas luces, un tributo a dicha orden religiosa. Nueve eran sacerdotes, dos eran
frailes y las dos mujeres eran terciarias dominicas; y, de los tres legos, dos eran
catequistas solteros, reclutados por los dominicos, y ninguno de esos dos resistió la
tortura japonesa (uno delató la condición de sacerdote de un compañero, el otro
renegó de la fe), aunque más tarde recobraron el ánimo y abrazaron el martirio por
la fe.

Quien me llamó la atención fue Lorenzo Ruiz. La causa se identificaba con


su nombre y era su imagen la que dominaba el retrato de grupo oficial que colgaba
de la entrada de la basílica. ¿Por qué se otorgaba tan singular trato de favor a Ruiz,
que era también catequista? En todo el relato del horrendo martirio que sufrió el
grupo, no había nada que indicara que él hubiera sido más heroico que los otros.
Pero era el primer filipino canonizado —hecho que el papa no dejó de recalcar ante
las legiones de filipinos que se agolpaban en la plaza abarrotada de gente— y,
además, el único miembro del grupo que estaba casado. Y no sólo eso, sino que era
padre de tres hijos: un pater familias, como decía el folleto de canonización. Sólo que
a Ruiz se le canonizaba como misionero y mártir, no como devoto marido y padre;
y el conciso bosquejo biográfico publicado en L’Osservatore Romano decía incluso
que, de hecho, abandonó a su mujer y a sus hijos para acompañar a los dominicos
en su fatídica expedición misionera.

El último domingo del sínodo, Juan Pablo II canonizó a otro santo laico, el
beato Giuseppe Moscati, un renombrado médico de Nápoles, fallecido en 1927 tras
atender a sus pacientes. Moscati fue el primer católico laico canonizado
individualmente desde 1968 y uno de los pocos santos canonizados en este siglo
que habían sobresalido en una carrera seglar: médico jefe de su hospital, profesor
universitario de medicina humana y de química fisiológica y mentor ejemplar de
enfermeras y de estudiantes de medicina. Según señaló el papa en su homilía,
Moscati gozaba de envidiable fama, por ocuparse tanto de las almas de los
pacientes como de sus cuerpos, y destacaba por una singular ausencia de toda
presunción. Me pareció que era exactamente lo que Juan Pablo II había dicho a
menudo que los católicos debían buscar en un santo laico: un hombre que combina
la fe con la competencia profesional y el celo de «colaborar con el plan de creación
y redención de Dios». Pero, como casi todos los laicos no mártires que el papa ha
canonizado, Moscati no se casó nunca; hizo voto de castidad a la edad de diecisiete
años y organizó su vida como un monje célibe.

La semana siguiente al sínodo, me dirigí a la habitación de Gumpel, a fin de


discutir las decisiones de la congregación. Durante meses, él y otros hacedores de
santos me habían hablado de la prioridad que Juan Pablo II daba a las causas de
laicos. Comenté que la congregación había dispuesto de tres años para presentar a
unos candidatos, adecuados para ser beatificados o canonizados durante un sínodo
dedicado exclusivamente al laicado, y que, al final, la congregación presentaba a
dos vírgenes víctimas de violaciones, a un joven mártir que nunca tuvo ocasión de
casarse, a un soltero vitalicio y a un hombre que abandonó a su mujer y a sus hijos
para hacerse misionero.

—El mensaje no podría ser más obvio —añadí—; si se trata de santidad, el


sexo continúa siendo algo que hay que evitar y el celibato es preferible al
matrimonio. ¿Para qué sirve tanto hablar de la santidad del matrimonio si la
congregación no es capaz de presentar ni un solo ejemplo de un santo piadoso y
felizmente casado?

Gumpel me miró con unos ojos que delataban que estaba resuelto a
defender lo indefendible.

—En el pasado —me recordó—, la Iglesia antigua y medieval no veía a las


personas casadas como candidatos a la santidad, aunque hubo excepciones. La
castidad consagrada se consideraba un estado más perfecto, como el martirio. No
solamente la congregación lo veía así, sino toda la cultura de la Iglesia.

—A mí me parece —repliqué— que tampoco en el siglo XX ha cambiado


mucho la cultura de la Iglesia. Cuando usted o yo éramos jóvenes, y seguramente
cuando el papa lo fue, el estado del sacerdote o de la monja se consideraba todavía
más grato a Dios que el matrimonio.
Le recordé que, en 1954, el papa Pío XII publicó una encíclica, Sacra
Virginitas, en la que reiteraba la tradicional enseñanza católica de que el celibato es
una vocación superior al matrimonio.

—Y, si tomamos en serio los discursos de beatificación del papa actual —


agregué—, él espera que sea ésta la cultura con la que la Iglesia entre en el tercer
milenio.

El hacedor de santos jesuita dijo que no podía hablar en nombre del papa,
pero que, de la falta de santos casados, no era responsable la congregación, sino el
propio laicado católico.

—Todos lamentamos no tener más candidatos casados. Pero, como usted


sabe, las causas se basan en la reputación de santidad, y hasta que los laicos
católicos no tengan una apreciación plena y total del matrimonio como camino de
santidad, la gente, cuando vea a unas personas casadas, no será capaz ni de
imaginarlas como santos. Mientras eso no suceda, no podrá haber fama sanctitatis
ni, por consiguiente, causas de gente casada enviadas a Roma.

Desde luego que tenía razón. Si los laicos mismos no asocian la santidad al
matrimonio, la congregación no puede hacerlo por ellos. Hasta ahí, no hallaba
motivo alguno para dudar del deseo de la congregación de beatificar a más santos
seglares; en ese sentido, el hecho de que todos fuesen clérigos y célibes no me
parecía motivo para sospechar que albergaran algún prejuicio oculto contra los
candidatos casados. Por otra parte, no encontré ninguna prueba de que la nueva y
más ilustrada concepción que del matrimonio se había formado la Iglesia hubiera
afectado en modo alguno los criterios por los que la congregación valora el amor
sexual y la intimidad en las vidas de los pocos candidatos casados cuyas causas
han llegado a Roma.

Dado que nadie ha sido jamás beatificado ni canonizado precisamente por


ser un cónyuge cristiano ejemplar, es obvio que ser un matrimonio santo, por sí
solo, no basta para asegurar el éxito de una causa. Por otra parte, hay fuertes
indicios de que un mal matrimonio, soportado con paciencia, puede hacer avanzar
a una causa un buen trecho en el camino hacia el reconocimiento de la virtud
heroica. En 1988, por ejemplo, Juan Pablo II viajó a Madagascar, donde beatificó a
Victoria Rasoamanavivo (1848-1894) por el papel singular que desempeñó en la
preservación y la transmisión de la fe durante un período de persecución política
en que el clero católico había sido expulsado del país. Uno de los argumentos en
favor de la virtud heroica de Victoria fue la paciencia con la que aguantó la vida
desordenada de su marido. Victoria era hija de una familia real, y él era hijo del
primer ministro. Su casamiento lo concertaron los padres, y, pese a los arranques
de cólera a que la ebriedad arrastraba a su marido, Victoria se negó, como católica,
a divorciarse de él. «He dado mi vida a este hombre —decía, según las fuentes
históricas— y, a través de él, a Dios.» Victoria tenía toda la razón moral para
abandonar a su marido, ni siquiera la Iglesia podría habérselo reprochado; pero, si
lo hubiera hecho, queda pendiente la cuestión de si los hacedores de santos
habrían juzgado su virtud lo bastante heroica.

Como es lógico, una persona que no honrara sus votos conyugales no sería
un candidato muy prometedor a la santidad. Pero ¿qué sucede con las viudas o
con las mujeres que abandonan a sus maridos para entrar en religión? ¿Las exime
ese segundo voto —la «vocación superior»— de las obligaciones contraídas con el
primero?

Entre las fundadoras de órdenes religiosas, esos casos son más frecuentes de
lo que se pudiera pensar, y varias causas recientes indican que las reacciones de los
hacedores de santos no siempre son uniformes. El padre Beaudoin está trabajando
en la causa de una monja argentina, Catalina María Rodríguez (1823-1896), casada
durante quince años con un coronel del ejército. Tras la muerte del marido, y
siendo sus hijos ya adultos, fundó una congregación de religiosas. Pero la
documentación enviada por el obispo local se centraba exclusivamente en su vida
de monja. Se suponía, evidentemente, que sus votos de pobreza, castidad y
obediencia eran lo que más contaba a la hora de demostrar su virtud heroica. En
este caso, la congregación le pidió al postulador que se remontara más atrás y
presentara pruebas de virtud de los años en que Catalina fue esposa y madre. En el
momento en que escribo estas líneas, la monja colaboradora de la causa continúa
todavía rastreando los archivos en busca de información sobre la vida desconocida
de Catalina Rodríguez.

En otras causas recientes, sin embargo, el juicio fue diferente. La candidata


en cuestión llevaba sólo dos años de casada cuando hizo, con el permiso del
marido, un voto de castidad perpetua, abandonó la casa y fundó una orden de
religiosas. El matrimonio no tenía hijos y al marido, claro está, no se le permitió
casarse de nuevo. Tras la muerte de la fundadora, las monjas la propusieron para
la beatificación.

Cuando la causa llegó a Roma, uno de los asesores teológicos, quien pidió
guardar el anonimato, dado que las discusiones de los casos son secretas, se
lamentó de que la documentación era incompleta.
—Toda la positio se centraba en su vida como monja, así que pedí una
explicación de qué valor tenían aquellos dos años que estuvo casada. ¿Por qué no
tuvo ningún hijo? Argumenté que, si el matrimonio no funcionaba bien, quizás
había algún problema moral o psicológico que debiéramos examinar.

—¿Y el postulador le dio una respuesta satisfactoria? —pregunté.

—No. Pero a los otros asesores les pareció extraño que yo, como sacerdote y
miembro de una orden religiosa, cuestionara la decisión de abandonar al marido.
Su postura era que aquella mujer había decidido al cabo de dos años consagrarse
enteramente a Dios y, como el marido se mostró de acuerdo, no existía ningún
motivo para investigar el matrimonio. Tuve que someterme a la decisión de la
mayoría.

En ese caso se suponía, pues, que los detalles del matrimonio de la mujer no
tenían consecuencia alguna al juzgar la virtud heroica de la candidata; quizá
porque el matrimonio duró tan poco y, con toda seguridad, porque fue
reemplazado por una «vocación superior». Que el «amor de Dios» deba prevalecer
sobre el amor conyugal es un principio que la Iglesia ha honrado desde los siglos
más remotos; pero, al continuar beatificando a tales mujeres como ejemplos de
virtud heroica, la Iglesia está claramente reforzando su antiquísima preferencia por
la virginidad frente al matrimonio. ¿Cómo, si no, se explica un caso tan reciente
como el de Benedicta Cambiagio Frassinello (1791-1858), beatificada por Juan Pablo
II el 10 de mayo de 1987? Esta italiana quijotesca estuvo casada durante dos años y,
luego, tomó el hábito con el consentimiento de su marido. Otros dos años después,
sin embargo, abandonó el convento y se unió de nuevo con su esposo; aunque esta
vez renovó el voto de castidad, una vez más con la aprobación del marido. Desde
entonces, vivieron como hermanos, dedicándose a cuidar huérfanos y niños
abandonados.

Pese al elevado prestigio que la Iglesia atribuye al matrimonio, de la elección


de las personas que lleva a los altares resultaría difícil concluir que el matrimonio
es una forma de vida propia de un santo. Cualquiera que mirara a los santos en
busca de instrucciones sobre la virtud heroica diría que lo mejor es evitar la
intimidad sexual o, cuando menos, soportarla para procrear hijos. No tienen la
culpa de esto solamente los laicos; los hacedores de santos tienen el poder de
aceptar o rechazar a los candidatos por el ejemplo que dan a los creyentes. Ésta es,
efectivamente, una de las condiciones para aceptar una causa; pero, hasta ahora, no
han mostrado ninguna inclinación a sacar ventaja de tal posibilidad.
Pero ¿qué sucedería si el papa canonizase a una pareja casada? ¿No le
proporcionaría eso la oportunidad de hacer algo que ningún otro papa ha hecho
antes; es decir, exaltar el matrimonio como camino de santidad y acallar la
sospecha de que la Iglesia sigue desconfiando de la sexualidad humana?

«DOS EN UNA CARNE»:

UN CASO QUE SERVIRÁ DE PRUEBA

Es probable que Juan Pablo II tenga esa oportunidad. Por primera vez en
cuatrocientos años, la congregación está procesando una causa conjunta de dos
cónyuges. Los candidatos son Louis y Azélie, Guérin Martin, cuya reputación de
santidad se debe a la de su hija más joven, santa Teresa de Lisieux, la monja
carmelita que murió á los veinticuatro años.

Inmediatamente antes de su muerte, en 1897, Teresa concluyó su breve


autobiografía, La vida de un alma\'7b288\'7d en la que evocaba los detalles
mundanales de su vida familiar y su breve vida de monja: El mensaje espiritual de
Teresa era sencillo: cualquiera puede convertirse en santo si realiza por el amor de
Cristo los actos más insignificantes y humildes. Pero lo que cautivó la imaginación
de sus lectores católicos más románticos fue la manera en que esa monja infantil
dramatizó aquel mensaje con su alegre aceptación de una muerte temprana y
dolorosa a causa de una tuberculosis.

La vida de un alma, de Teresa, editada por su hermana Pauline y publicada


por la comunidad, se convirtió inmediatamente en un éxito entre el público
católico. A los dos años de su muerte, Teresa era objeto de un culto
extraordinariamente poderoso que le granjeó fama mundial como obradora de
milagros. Pío X, bajo cuyo pontificado se inició la causa, proclamó a Teresa «la más
grande de los santos modernos»\'7b289\'7d. Desde su muerte hasta su
canonización no pasaron más de veintiocho años, un tiempo récord para un
proceso moderno.

La autobiografía sirvió también de publicidad para sus padres. Ella


consideraba santos a ambos, especialmente al padre, por quien sentía profundo
afecto. Es evidente que Teresa era la hija favorita del padre y que le correspondía
con igualmente ciega adoración. Él la llamaba «mi pequeña reina» y ella, a su vez,
«mi rey». Cuando Louis Martin sufrió una depresión mental, después de que ella
entrara en el convento, Teresa lo vio como una forma de «crucifixión» y, al
aproximarse su propia muerte, a menudo se dirigía a Dios en sus oraciones
llamándolo «papá». Tras la publicación de La vida de un alma, se fue desarrollando
un culto menor en torno a Louis Martin y, probablemente a través de él, también
en torno a su mujer. El papa Benedicto XV alabó a Louis Martin como «verdadero
modelo de un padre cristiano»\'7b290\'7d. Varias décadas después, Pío XII afirmó,
en el discurso inaugural de la basílica de Lisieux, consagrada a santa Teresa, que
ella, «como hija de un cristiano maravilloso, conoció encima de las rodillas de su
padre los tesoros de la indulgencia y la compasión contenidos en el corazón de
Dios»\'7b291\'7d.

Cabe anotar que entre los católicos hay un impulso popular a atribuir
santidad a los padres de los santos, impulso que se remonta a la Iglesia primitiva y
su actitud hacia los personajes bíblicos. Santa Ana, la por lo demás desconocida
madre de María, es un caso clásico, así como santa Isabel, la madre de san Juan
Bautista; y, efectivamente, de no ser porque el hijo les salió tan bien, María y José
tampoco serían venerados como santos\'7b292\'7d. Pero, a diferencia de esos
personajes bíblicos, la reputación de santidad de los Martin tiene que sobrevivir al
proceso de canonización moderno. Su causa conjunta fue introducida formalmente
en 1974 y encomendada a la sección histórica. La positio se completó en 1989, pero,
como aún no había sido juzgada por los asesores, el relator, monseñor Papa, no
podía permitirme analizar el texto. De todos modos, varios funcionarios de la
congregación estaban dispuestos a discutir la causa y los nuevos problemas que
plantea.

Al ser el primer proceso moderno de un matrimonio, la causa de los Martin


les plantea a los hacedores de santos un interrogante singular: tratándose de una
causa conjunta, ¿es preciso que se halle heroicamente virtuosos a ambos padres?
Los únicos precedentes recientes al respecto son las causas colectivas de los
mártires. En estos casos, sin embargo, la congregación puede eliminar fácilmente a
uno o a varios candidatos de los que falten pruebas, sin perjuicio alguno de la
causa; pero, en el caso de los Martin, se propone a ambos como unidad conyugal y,
al eliminar a uno de los dos, se destruiría el ejemplo de paternidad cristiana que la
Iglesia desea promover. Por otra parte, si uno de los cónyuges no llegara a ser
declarado heroicamente virtuoso, ¿bastaría ese hecho por sí solo para cerrarle al
otro el acceso a la santidad?

A juzgar por la manera de tratar la causa, la congregación no ha resuelto el


tema y mantiene las opciones abiertas. El Index ac status causarum, por ejemplo, no
menciona juntos a los Martin\'7b293\'7d. Aunque ambos fueron introducidos
oficialmente el mismo día, cada uno lleva un número de protocolo individual y
Zelie, como la llamaban, figura por separado bajo su nombre de soltera. Cada
positio forma un documento separado, pero las dos están encuadernadas en un
mismo tomo y serán juzgadas juntas. Entre los funcionarios de la congregación
reina cierta confusión ante la pregunta de sí la suerte de cada cónyuge depende de
la del otro.

Consideré que la persona idónea para aclarar tales dudas era el prefecto de
la congregación. Cuando le planteé el tema una tarde al cardenal Palazzini en su
despacho, admitió que «técnicamente los dos candidatos sí que son separables,
pero subrayó que la causa misma es indivisible. Dada la concepción católica del
matrimonio como unión íntima de dos personas —«dos en una carne»—, Palazzini
opinaba que una causa que proponía a dos cónyuges en cuanto cónyuges requería
que ambos fuesen hallados heroicamente virtuosos: «Si uno de los cónyuges falla,
habría que preguntarse si hubo amor y apoyó suficientes para beatificar al otro.»

Pero el padre Gumpel no opina lo mismo. En principio, rechaza la


suposición de que, si uno de los dos cónyuges es hallado indigno de ser
beatificado, el otro quede automáticamente descalificado:

—No es convincente decir que, si uno de los cónyuges falla, el otro debe
fallar también porque los dos son responsables del matrimonio. Por ejemplo, si el
marido no se portó como es debido, hemos de preguntarnos si ello se debía a la
frialdad de la mujer o, tal vez, a una religiosidad mal entendida que le impidió
responder sexualmente en un estado de vida en el que se esperaba que se
entregara. Aunque, por supuesto, es posible que resulte que ése no era el caso.

Mi presentimiento personal es que se impondrá la opinión de Palazzini. El


fin que se persigue con la causa del matrimonio Martin parece que no es celebrar
las virtudes del compañerismo conyugal, sino recalcar las obligaciones de los
padres católicos. «A los Martin se los está promoviendo por la educación que
dieron a sus hijos», afirma el padre Beaudoin, y, en ese sentido, no habrá padres
que sean más católicos que ellos. Aparte de Teresa, los Martin tuvieron ocho hijos
más, cuatro de los cuales murieron en la primera infancia y las cuatro hijas
sobrevivientes se hicieron monjas. Una de ellas, Pauline, llegó a madre superiora
del convento; en opinión de Beaudoin, era «posiblemente más santa que santa
Teresa».

Sea cual sea el fin que se persigue con la causa de los Martin, su vida
matrimonial merece escrutinio por cuanto revela acerca de la actitud de la Iglesia
hacia el matrimonio y la sexualidad humana. ¿Esos cónyuges del siglo XIX son
realmente personajes a los que los católicos contemporáneos pueden tomar por
modelos de santidad en el matrimonio?

Por lo publicado hasta la fecha sobre los Martin, se sabe que el sexo fue un
problema serio al principio de su matrimonio. La primera ambición de Zelie era
hacerse monja como su hermana mayor, Elise, pero su solicitud de admisión fue
rechazada. Siguiendo un consejo de la Virgen María, según cuenta la leyenda, Zelie
se dedicó a bordar encajes y desarrolló tal habilidad que acabó estableciendo un
negocio lucrativo. También para Louis el matrimonio era decididamente una
segunda opción. A los veintitrés años, siendo un joven soñador, intentó entrar en
un monasterio agustino y fue rechazado por falta de cultura; ante todo, por no
saber latín. Se hizo relojero y, tras vivir durante diez años como soltero, se casó con
Zelie. Pero, el mismo día de la boda, Zelie huyó al convento de su hermana y
declaró entre sollozos, ante las rejas del monasterio, que todavía seguía deseando
vivir como monja.

Y así vivió durante los diez primeros meses de su matrimonio. Los Martin
no tuvieron relaciones sexuales, aunque del material publicado no resulta claro si
la idea era de Zelie, de Louis o un arreglo acordado por consenso mutuo. Lo que sí
sabemos es que Louis estaba dispuesto a formalizar su mutua virginidad
estableciendo un matrimonio «josefita», es decir, una unión vitalicia no
consumada, a semejanza del matrimonio de María y José. Louis halló la
justificación teológica de tal arreglo en un pasaje de un libro de teología católica
que copió para Zelie, y lo guardó entre sus papeles durante el resto de su vida. En
dicho pasaje se citaban precedentes entre los santos (como santa Cecilia y su
esposo, Valeriano, personajes legendarios ambos) y se reiteraba la tradicional
convicción católica de que un matrimonio sin sexo es superior a un matrimonio
normal porque «representa más perfectamente la unión casta y enteramente
espiritual entre Jesucristo y Su Iglesia»\'7b294\'7d.

Los Martin abandonaron la idea del celibato conyugal a instancias de un


sacerdote que los persuadió para considerar su matrimonio como un llamamiento
a procrear hijos para mayor gloria de Dios. Un mes después, Zelie estaba encinta
del primero de los nueve hijos a los que daría a luz durante los trece años
siguientes. A todas las hijas les dieron el nombre dedicatorio de María, y a los hijos
varones, el de José. Louis y Zelie esperaban que por lo menos uno de los chicos se
hiciera sacerdote misionero. En lugar de dio, tuvieron como hijas a cinco monjas
enclaustradas, entre ellas Teresa, quien —por la alquimia de las atribuciones—
sería declarada póstumamente la santa patrona de los misioneros\'7b*********\'7d.

En el hogar de los Martin reinaba, en todos los sentidos, una atmósfera


impregnada de religión, «parecida a la de un convento», según uno de los
biógrafos más recientes de Teresa\'7b295\'7d. Zelie presidía la vida de la casa
como una afectuosa madre superiora y puso particular esmero en enseñar a sus
hijos cómo se hace un riguroso examen de conciencia. Louis gustaba de llevar a los
niños de paseo por todas las iglesias de la localidad. Las tardes de domingo les leía
en voz alta partes de un libro que explicaba las fiestas litúrgicas de la Iglesia. Si del
matrimonio se hablaba raras veces, era porque la vida religiosa era considerada
siempre la vocación preferible.

También la vida social de los Martin estaba estructurada en torno a la


Iglesia. Los padres iban a misa cada mañana; Zelie era terciaria franciscana y su
marido participaba activamente en, por lo menos, cuatro grupos de la Iglesia.
Como miembros de la burguesía provinciana, los Martin podían permitirse
proteger a sus hijos de las influencias seculares exteriores. Las casas en las que
vivían eran grandes y confortables; había criados y, cuando hacía falta, tutores
privados. Hacia 1870, Louis había acumulado, al parecer, una pequeña fortuna. Al
año siguiente, vendió su negocio de relojería a un sobrino y se dedicó a la
jardinería, a la pesca y a hacer frecuentes visitas a las iglesias. En 1887, llevó a
Teresa y a Celine consigo a un gran viaje por Europa, que incluyó una memorable
visita a la basílica de San Pedro, donde Teresa importunó al papa pidiendo
permiso para entrar en un convento antes de la edad habitual. Alentada por Louis,
Zelie continuaba en casa haciendo encajes y cuidando a los hijos cuando, no
estaban en la escuela.

Cuando Zelie murió de cáncer en 1877, los Martin habían vivido juntos sólo
diecinueve años; ella tenía cuarenta y cinco años y él cincuenta y cinco. Sin
cuestionar la presunta santidad individual de cada uno, hay que preguntarse si su
experiencia como padres fue lo bastante profunda y variada para recomendarlos
como modelos de cónyuges y padres cristianos. En primer lugar, en el momento de
la muerte de Zelie, las tres hijas mayores no habían cumplido aún los veinte años;
Celine tenía ocho y Teresa sólo cuatro. Aunque en el siglo XIX los niños
maduraban más de prisa que ahora, sigue siendo evidente que para los Martin, en
cuanto matrimonio, la educación de los hijos terminó justamente allí donde, para la
mayoría de los padres, empieza lo más difícil. Además, los hijos de la familia
Martin vivieron excepcionalmente, en términos de cualquier época, aislados de
toda influencia exterior; sus vidas transcurrieron en los círculos concéntricos de la
familia y de la Iglesia.

En segundo lugar, aunque Louis sobrevivió a su mujer en diecisiete años,


tras la muerte de ella parece ser que fue un padre más bien pasivo. Zelie misma
estaba tan preocupada por la incapacidad de su marido para cuidar a los niños
que, antes de morir, procuró que la familia se trasladara de Alencon a Lisieux, de
modo que su hermana y su cuñado pudieran hacerse cargo de la custodia de los
críos. A partir de entonces, Louis estuvo tan necesitado de ayuda como dispuesto a
ayudar a otros. En 1887, sufrió el primero de una serie de ataques que acabarían
convirtiéndolo en un inválido mental durante los últimos siete años de su vida.

No cabe duda de que hay muchas cosas admirables en las vidas de Louis y
Zelie Martin. Yo, por lo menos, no tengo motivo alguno de no desearles éxito a sus
causas. Pero, como ejemplos de matrimonio cristiano, sus vidas y sus perspectivas
tienen también ese olor a monasterio y a una cultura católica que sigue incapaz de
conciliar la santidad y la sexualidad. ¿Qué se espera, al fin y al cabo, que piensen
los católicos casados de un matrimonio que prefería la vida religiosa a la conyugal,
dispuestos a renunciar al sexo, incluso después de casados, y cuyas hijas optaron
sin excepción por el convento, prefiriéndolo a la vida matrimonial?

Por lo demás, hay algo de sentimental en toda la saga de la familia Martin,


tanto en los padres como en las hijas; algo que está en la raíz de la presente causa.
La suya es la familia nuclear afectiva redimida y en oración: un convento
doméstico en donde se nutren y se amparan la vida interior y los sentimientos
exquisitos. Aparte de Zelie y de la servidumbre, nadie realmente trabaja. El mundo
exterior, amenazado como estaba por los anticlericales laicos franceses, es
mantenido a distancia. Teresa misma —la florecilla, como era conocida
popularmente— es auténtica en su amor abrasador a Dios, en su compasión por los
demás, en su celo misionero y en su lucha final por conservar la confianza en Dios
a pesar de una muerte dolorosa y prematura; todo lo cual se manifiesta mejor en
sus cartas que en su popular autobiografía, editada y embellecida por su hermana
Pauline. Pero apenas llegó a rozar la edad adulta. De todos modos, Teresa es la hija
devota con la que sueña todo padre, lo mismo que Louis es el «papá» perfecto con
el que todo niño sueña, así en la tierra como en el cielo. Aparte de cierta vena de
impulsividad de niña pequeña, la Teresa que adoran la jerarquía y la devoción
popular es, ante todo, una niña cuidadosa y obediente a los padres, a los
superiores de la orden y, en general, a los padres que presiden familias e iglesias.
No sorprende que Pío X la considerara la más grande de las santas modernas ni
sorprende que sus padres, monjes frustrados, estén siendo promovidos como
ejemplos a imitar por los demás; pero no hay en la vida de este matrimonio ningún
indicio de recíproco placer o pasión ni de que el ser «dos en una carne» significara,
aparte de procrear hijos, algo que comprendieran como una fuente de gracia o
incluso de felicidad.
Para ellos, igual que para san Agustín, la procreación era la única
justificación del sexo; y el mensaje de la causa de los Martin es que la sexualidad
humana es buena con tal que los hijos salgan bien. Sea cual fuere el destino de esta
causa. La sexualidad humana aún aguarda a ser reivindicada en forma de unos
santos no inhibidos y felices de estar casados.
12

LA SANTIDAD Y

LA VIDA INTELECTUAL

En una ceremonia relativamente tranquila celebrada en San Pedro en 1988,


el papa Juan Pablo II beatificó a un obispo danés, Niels Stensen, muerto tres siglos
atrás. Lo insólito de esa beatificación era que Stensen es uno de los pocos
verdaderos intelectuales que han sido beatificados en los cuatrocientos años de
historia de la congregación, a pesar de que muchos de los primeros padres de la
Iglesia y muchos de los teólogos medievales que ahora son venerados como santos
(como Tomás de Aquino) fueron grandes maestros y eruditos. Científico de
renombre internacional, Stensen era un genio polifacético, versado en
paleontología, geología, medicina y matemática, cuyas aportaciones pioneras
abarcaban desde explicaciones de cómo se forman los fósiles y las cordilleras de
montañas hasta el descubrimiento de la ley de la invariabilidad de los ángulos
cristalinos. Stensen se convirtió al catolicismo cuando tenía entre treinta y cuarenta
años; más tarde, tomó las órdenes sagradas y, finalmente, llegó a obispo. No fue,
sin embargo, por sus descubrimientos científicos, ni tan siquiera por sus logros
eclesiásticos, por lo que se beatificó a Stensen, sino por su ascetismo personal, su
notoria ayuda a los pobres y su profunda vida de oración. Su causa, que no se
inició hasta 1938, fue introducida en 1984 y, bajo la guía de Molinari, se completó a
tiempo para coincidir con el viaje de Juan Pablo II a Dinamarca en
1988\'7b†††††††††\'7d.

Obviamente, a los santos no se los canoniza por la excelencia de su intelecto,


sino por la excelencia de sus vidas. La caridad, no la sabiduría, es la más grandiosa
de las virtudes cristianas. Aun así, a cualquiera que estudie las canonizaciones
papales desde 1588 en adelante, le llama inmediatamente la atención la ausencia de
pensadores y de escritores destacados, salvo unos pocos teólogos monásticos.
¿Cómo es posible que una Iglesia que ha insistido, al menos desde Tomás de
Aquino, en la compatibilidad inherente de fe y razón no haya encontrado a
filósofos distinguidos ni a otros pensadores o escritores que pudiera agregar a su
lista de santos? ¿Qué hay en la vida apasionada de la inteligencia, que —como la
vida apasionada del cuerpo— parece crear obstáculos a la santidad?

Una de las razones es histórica: desde la Revolución Francesa, las principales


corrientes del pensamiento moderno se han desarrollado al margen de la Iglesia y,
a menudo, en oposición a ella. Durante el mismo período, Roma se mostró
notoriamente inhóspita con sus propios intelectuales y eruditos. La reacción de Pío
IX ante el liberalismo político y las filosofías concomitantes, el régimen de terror
intelectual que ejerció después san Pío X contra los sospechosos de modernismo en
el seno de la Iglesia y, todavía en fecha tan reciente como la década de 1950, la
decisión de Pío XII de silenciar a renombrados teólogos católicos y estudiosos de la
Biblia, expresaron igualmente la profunda sospecha que Roma alberga frente a los
intelectuales libres.

Para los verdaderos intelectuales, pensar en serio significa entablar una


conversación crítica tanto con la tradición propia como con pensadores de otras
tradiciones. Pero, hasta la última parte de este siglo, la Iglesia de Roma identificaba
la tradición con las declaraciones del papado, y en tal grado que incluso los
católicos más devotos entre los pensadores y escritores contaban con escasas
posibilidades de verse presentados como ejemplos de virtud heroica si desafiaban
la ortodoxia pontificia predominante.

Otra razón es cultural. Los intelectuales y los eruditos, por muy sólida que
sea su reputación de santidad entre quienes los conocieron, no significan mucho
para la gente que invoca a los muertos pidiendo milagros; por lo cual, tienen
escasas probabilidades de disfrutar de un culto póstumo, del tipo que la Iglesia
exige antes de instruir una causa. A la inversa, por mucho que los intelectuales
católicos defiendan la idea de la santidad o se esfuercen incluso por vivir como
santos ellos mismos, no son propensos a expresar devoción ni a hacer otras cosas
necesarias para promover la causa de un pensador o un erudito fallecido. «Es
difícil hacer avanzar una causa cuando uno depende de los intelectuales —dice el
padre Eszer—. Ellos no rezan a los santos y ni siquiera son capaces de poner una
simple flor sobre la tumba del candidato. —Hizo una pausa y, girando la silla, se
volvió hacia mí—. Es que los santos son para la gente modesta. No para los tontos,
pero sí para los devotos. Las personas arrogantes no aceptan a los santos porque
tienen que admitir que son personas más perfectas que ellos mismos.»

En resumen, la cultura de los católicos que invocan a los santos,


posibilitando así la creación de santos, no es la cultura de aquellos católicos que
veneran a los santos por lo que pensaban o decían.

Pero Juan Pablo II es un hombre que pertenece a ambas culturas: un filósofo


y dramaturgo que, sin embargo, parece sentirse muy a gusto rezando de rodillas
ante la tumba de padre Pío. En varias ocasiones ha beatificado a personajes que, en
su opinión, pueden servir de ejemplo a los intelectuales y artistas católicos. La
mencionada beatificación de Niels Stensen obedecía en parte a ese propósito, igual
que la de Edith Stein: al clasificarla de mártir y no de confesora, el papa pudo
remediar la falta de un milagro atribuido a su intercesión.

Pero el ejemplo más egregio de la disposición del papa a tender la mano al


mundo de la cultura ocurrió el 3 de octubre de 1982, cuando hizo uso de su
prerrogativa papal para conferir la beatificación equivalente a Fra Angélico (Guido
di Pietro, aprox. 1387-1455). Fra Angélico fue un monje dominico y pintor, cuyos
radiantes y a menudo místicos frescos y pinturas de personajes y episodios bíblicos
cuentan entre las joyas del arte religioso del Renacimiento italiano. Antaño fue
venerado como santo por sus cofrades dominicos, pero su causa había perdido ya
el ímpetu popular hasta que Juan Pablo II ejerció, menos de cuatro años después
de ser elegido papa, su potestad de declarar beato al fraile, pasando por alto a los
hacedores de santos oficiales.

Eszer recordaba el revuelo que la decisión del papa provocó en los


despachos: «La congregación se enfadó porque no les había pedido su opinión. Y,
si los hubiera preguntado, no creo que hubieran estado de acuerdo, habrían dicho
que Fra Angélico ya no tiene fama sanctitatis. Pero, qué se le va a hacer, el papa
quiere juntar el mundo de la Iglesia con el mundo de las bellas artes, la ciencia y
todas esas cosas intelectuales; vio la oportunidad de hacerlo y lo hizo.»

Ante todo, a Juan Pablo II le gustaría ser el papa que beatifique, y tal vez
incluso canonice, a John Henry Newman, el pensador y escritor católico más
conocido y, sin duda, el más influyente del siglo XIX. Durante su vida, que abarcó
casi un siglo entero (1801-1890), Newman fue un fenómeno raro en el catolicismo:
un «pensador público»\'7b296\'7d que trataba los temas más controvertidos de su
tiempo, con lo cual a veces iba directamente en contra de los vientos
predominantes que soplaban de Roma. Fue un eminente hombre de letras, un
magistral estilista en prosa, quizás el predicador en lengua inglesa más fino de su
tiempo, editor, y educador de primera categoría; aunque de menor rango como
poeta y novelista. También era sacerdote —primero, de la Iglesia anglicana y,
después, de la Iglesia de Roma— y reconocía que no eran éstos los dones que la
Iglesia aprecia en sus santos. «Los santos no son literatos —escribió, cuando oyó
decir que un amigo lo consideraba un santo viviente—, A los santos no les gustan
los clásicos ni escriben cuentos.»\'7b297\'7d

Newman no se consideraba teólogo, y sería cometer injusticia con su obra


caracterizarlo como tal. Era algo más raro y más universal: un humanista cristiano
que se enfrentó a los utilitaristas del intelecto y del espíritu. El espíritu de Newman
buscaba la visión de conjunto: la mutua integración de la fe y el conocimiento, la
historia y la experiencia humana, la continuidad y el cambio. Como pensador y
escritor se dirigió a aquella zona de controversia y preocupación en donde la
religión y la cultura se funden y se entrelazan. Aun siendo plenamente un hombre
de su tiempo. Newman fue el único católico de su época que anticipó el rumbo que
la Iglesia que había elegido tomaría, en parte debido a su propia influencia, un
siglo después con el II Concilio Vaticano: si el I Concilio Vaticano recalcó la
soberanía y la infalibilidad (aunque limitada) del papa, el II Concilio Vaticano
subrayó —como Newman— la colegialidad y la corresponsabilidad de los demás
obispos en el gobierno y el magisterio de la Iglesia; si el primero se centró en la
obediencia a la autoridad eclesiástica, el segundo reconoció —otra vez como
Newman— el papel de la conciencia individual. La reputación de santidad y de
integridad personal de Newman era tal que, a su muerte, incluso el secular Times
de Londres declaró en un editorial que «sea canonizado por Roma o no, será
canonizado en los pensamientos de las personas piadosas de diversos credos en
Inglaterra»\'7b298\'7d.

A pesar de tales sentimientos, la causa de Newman tardó en iniciarse y aún


más en llegar a Roma. Y, cuando llegó, muchos católicos liberales sospecharon que
Newman era demasiado progresista como para ser acogido favorablemente por
Juan Pablo II y, sobre todo, por el conservador prefecto de la congregación, el
cardenal Palazzini. Éste era señalado por los liberales como el abanderado de la
causa de Pío IX, papa que representaba muchas de las cosas que a Newman le
habían parecido innecesariamente oscurantistas y reaccionarias en la Iglesia de
Roma. Pero los liberales no recordaban que Newman mismo había sido en muchos
aspectos un conservador. Aunque reconocía que la doctrina de la Iglesia
evoluciona respondiendo a los acontecimientos históricos, trató con frialdad a
aquellos eruditos de su época que aplicaban las mismas ideas sobre el desarrollo
también a la Biblia. Además, Newman se mostró más crítico respecto al liberalismo
religioso de su tiempo —lo que él llamaba la «falsa libertad de pensamiento»— que
a la ideología reaccionaria de Pío IX.

De todos modos, mucho antes de ser elegido Juan Pablo II, a Newman se le
consideraba ya lo bastante ortodoxo como para que fuera enseñado en las
universidades pontificias de Roma y, en 1987, lo bastante seguro para que lo
metieran —si bien, selectivamente— en la batalla del Vaticano contra aquellas
parejas católicas que, por motivos de conciencia, no pueden aceptar la prohibición
papal de la contracepción\'7b299\'7d. En efecto, ese mismo año, algunos
miembros conservadores de la Congregación para la Causa de los Santos insistían
en que Newman podría haber sido canonizado ya si los obispos católicos de
Inglaterra le hubieran prestado un apoyo más vigoroso. Eszer, por ejemplo, me
aseguró que el problema con la causa de Newman era que los obispos ingleses no
se decidían a insistir mucho por temor a provocar el resentimiento de los
anglicanos. «Lo llevan de acá para allá, como si fuera un fardo», dijo, y se rió entre
dientes de su propio símil. Pero, en realidad, el apoyo de los obispos católicos
ingleses a la causa era bastante notorio y el arzobispo de Canterbury había
declarado ya que no tenía nada que objetar\'7b300\'7d.

Desde luego, Roma no era el sitio adecuado para averiguar la verdad sobre
el asunto. Sospeché que Newman, autor prolífico, presentaba a los hacedores de
santos unos problemas singulares. Si quería saber qué había detrás de la lenta
marcha de Newman hacia la santidad oficial, tenía que penetrar más allá de la
habitual telaraña de rumores y cotilleos del Vaticano. Tendría que viajar a
Inglaterra.

NEWMAN: LA VIDA DE UN

PENSADOR DE LA IGLESIA

La vida de John Henry Newman ha sido contada numerosas veces,


comenzando por su autobiografía intelectual Apologia pro vita sua, que publicó en
1864 a la edad de sesenta y tres años. La biografía más reciente\'7b301\'7d, basada
sobre todo en las más de veinte mil cartas que Newman escribió, cuenta con
setecientas ochenta y nueve páginas en su edición original. Una razón por la que
las causas de los intelectuales tardan tanto en desarrollarse queda, por tanto,
aclarada: hay que juntar y examinar todo lo que escriben y, lo que es más, todo lo
que se ha escrito acerca de ellos. Y cuanto más revela una persona de sí misma en
letra impresa, tanto mayor es el riesgo de descubrir alguna fatal falta de virtud o
una igualmente fatal opinión contraria a las enseñanzas aceptadas de la Iglesia. A
diferencia de los papas, cuyos escritos oficiales pueden también abarcar varios
volúmenes, los intelectuales no se hallan protegidos por la doctrina de la
infalibilidad.

Newman fue anglicano durante cuarenta y cuatro años. Técnicamente, lo


que un candidato a la santidad dice o hace antes de su conversión se considera
irrelevante para la demostración de su virtud heroica. Pero Newman mismo era
reacio a dividir su vida en un «antes» y un «después». Desde la adolescencia tuvo
la profunda sensación de hallarse guiado por Dios, intuición que más tarde
dramatizaría en su verso más conocido: «Lead, Kindly Light\'7b302\'7d («Guía,
amable luz»).
Influido por el evangelismo protestante, Newman vivió a la edad de quince
años lo que él mismo consideraría siempre una experiencia personal de
conversión. En 1833, todavía un hombre joven y de viaje por Sicilia, volvió a sentir
un llamamiento semejante para trabajar por la reforma de la Iglesia de Inglaterra.
Entre esas dos experiencias religiosas, Newman fue estudiante del Trinity College
de Oxford y obtuvo una beca para el Oriel College, la distinción más codiciada
dentro de la universidad. De todas las instituciones humanas, Trinity y Oriel eran
las que Newman más quería. Los profesores y los compañeros de estudio
comprendieron su genio, y, entre los veinte y los treinta años, estaba comenzando,
según escribiría más tarde, «a preferir la excelencia intelectual a la
moral»\'7b303\'7d.

Oxford era en aquellos días el baluarte intelectual del anglicanismo; se


prohibía el acceso a los católicos y a los disidentes protestantes. Fue en ese
ambiente donde Newman, ordenado ya sacerdote y vicario de la capilla de Santa
María, inició un intenso estudio de los antiguos padres de la Iglesia, con la
intención de fundamentar el «camino medio» anglicano entre el catolicismo y el
protestantismo en la historia primitiva de la cristiandad. Contra la opinión de los
liberales teológicos, Newman defendía la importancia de la revelación para el
cristianismo y la de las experiencias históricas de la Iglesia como matriz donde se
desarrolla la doctrina.

Las investigaciones de Newman tenían cierto filo polémico. Junto con un


grupo de compañeros universitarios de talento, impulsó el Movimiento de Oxford,
un renacimiento teológico y espiritual que, finalmente, precipitó su conversión al
catolicismo romano. Newman y sus camaradas se ocuparon, entre otras cosas, de
recuperar las raíces del anglicanismo anteriores a la Reforma. Propugnaron su
programa en una serie de breves y anónimos Tratados para nuestro tiempo. En el
número 90, Newman fue demasiado lejos, al defender una interpretación católica
de los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia anglicana, lo que le acarreó la
censura de la universidad y de veinticuatro de los obispos de la Iglesia. En 1841, se
retiró a una pequeña comunidad eclesiástica de Littlemore. Allí, durante los
preparativos de su influyente Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina
cristiana\'7b304\'7d, llegó a la conclusión de que la «verdad» estaba del lado de
Roma. En 1845, él y un grupo de amigos que compartían sus ideas fueron recibidos
en la Iglesia católica.

El cambio de obediencia espiritual le costó caro. Lo expulsaron de su


querido Oxford, exilio que describiría en su novela Loss and Gain («Pérdidas y
ganancias»)\'7b305\'7d, relato de un anglicano convertido al catolicismo de Roma.
Su familia y sus amigos más íntimos de Oxford seguían siendo anglicanos. Por otro
lado, los católicos ingleses jamás llegaron a aceptarlo del todo y los obispos de su
Iglesia adoptiva nunca apreciaron plenamente ni utilizaron su talento. Pero
Newman halló más que compensación en el sentimiento de haber descubierto por
fin «la Verdadera Iglesia del Redentor»\'7b306\'7d. Al igual que san Agustín, veía
en su propia búsqueda espiritual el espejo y el movimiento de la historia; y la
historia le haría justicia. Pero, durante largos períodos de su vida como católico
romano, se sintió utilizado, agotado por querellas mezquinas. En un momento de
apocamiento le confió a su diario privado: «¡Cuán triste y desolado ha sido el curso
de mi vida desde que me hice católico! Aquí está el contraste: cuando era
protestante, me aburría mi religión, pero no mi vida; ahora que soy católico, es mi
vida la que me aburre, pero no mi religión.»\'7b307\'7d

Ordenado sacerdote en Roma en 1847, se estableció en Birmingham, con el


encargo del papa Pío IX de fundar una comunidad de oratorianos, congregación
religiosa instituida en 1564 en Roma por san Felipe Neri. A diferencia de las otras
órdenes religiosas, los miembros del Oratorio no hacen los votos monásticos, sino
que viven en común y fraternal caridad. Viviendo de ese modo, se esperaba que
Newman pudiera incorporar a otros conversos a una nueva comunidad de
sacerdotes y hermanos que se consagraran a las necesidades parroquiales de los
católicos locales. En vista de las evidente dotes intelectuales de Newman, se otorgó
al oratorio de Birmingham un permiso especial para cultivar también los estudios.
Pero eso fue lo único que Newman, pudo hacer para mantener unida la
comunidad; el dinero resultaba difícil de conseguir —los católicos ingleses raras
veces eran gente acomodada— y, a veces, el antiguo profesor de Oxford no podía
permitirse la adquisición de un nuevo par de zapatos.

En 1850, el papa restauró la jerarquía católica romana de Inglaterra, país que


carecía de obispos católicos residentes desde que el rey Enrique VIII se proclamara
a sí mismo jefe de la Iglesia local. La decisión provocó protestas públicas contra la
resurrección del papismo en la protestante Inglaterra. Como converso más
prominente al catolicismo romano, Newman fue un blanco privilegiado del
vilipendio. En 1851, lo acusaron de difamación por haber denunciado los abusos
sexuales cometidos por un ex sacerdote dominico, Giacinto Achilli, que, ante el
público protestante, se hacía pasar por víctima de la Inquisición. Newman tuvo
también una desavenencia dolorosa con su amigo F. W. Faber, otro converso del
anglicanismo, por la dirección de un segundo oratorio en Londres. No deja de ser
interesante que uno de los motivos de la discordia fuera la afición de Faber a
traducir las historias más peregrinas de los santos católicos, que Newman juzgaba
absurdas y dañinas para la credibilidad de la Iglesia.
Pero las frustraciones más graves que sufrió en el cénit de su vida
provinieron de ciertos obispos católicos. En 1851, lo invitó el arzobispo de Armagh,
Paul Cullen, a establecer una universidad católica en Irlanda. Como trabajo
preparatorio, Newman entregó una serie de discursos que se convertirían
finalmente en su clásica obra sobre la educación, La idea de una
universidad\'7b308\'7d. Lo que necesitaba la Iglesia de Irlanda —y, según creía
Newman, también la de Inglaterra— era un laicado culto. Pero sus ideas sobre la
enseñanza no coincidían con las de los obispos. Éstos pensaban en una universidad
organizada como un seminario, con un programa de estudios limitado y bajo la
firme dirección de los clérigos; Newman tenía de la educación universitaria un
concepto más liberal, más clásico y más colegial: algo más parecido a Oxford, pero
insertado en la tradición católica romana. Cullen no quiso saber nada de ese plan y
tampoco el cardenal Manning, primado católico romano de Inglaterra. Cuando
Newman fue invitado por su obispo a establecer en Oxford una «misión» colegiada
para estudiantes católicos, Manning trabajó silenciosamente a sus espaldas para
desbaratar el proyecto. Manning era, igual que Newman, un anglicano converso;
pero, a diferencia de éste, temía que los conversos educados en Oxford pudieran
constituir una quinta columna del anglicanismo en el seno de la Iglesia católica
romana. «Veo un gran peligro en cierto catolicismo inglés, cuyo exponente más
destacado es Newman. Es el viejo tono anglicano, patrístico y literario de Oxford,
trasplantado a la Iglesia», escribió Manning a un colega de Roma\'7b309\'7d.
Newman, por su parte, pensaba que «la Iglesia debe prepararse para los conversos
y los conversos, para la Iglesia». Preparación significaba para él educar mediante
una enseñanza genuina. Al fin y al cabo, observó respecto de su propia conversión,
«quien nos convirtió en católicos no fueron los católicos; fue Oxford».

La mala suerte de Newman fue haberse hecho católico en un momento en


que la dirección de Roma estaba visceralmente opuesta al pensamiento moderno.
En 1864, el papa Pío IX publicó su notorio «Syllabus de errores», que Newman
encontró superficial y abstracto; pero la recién restaurada jerarquía inglesa se hacía
eco del conservadurismo de Roma. Él atribuía gran importancia a la obediencia
eclesiástica y, por mucho que lo irritara la «tiranía» de Manning, guardó para sí
muchas de sus opiniones. Su teoría del desarrollo de las creencias religiosas, por
ejemplo, lo inclinó a aceptar la argumentación de Darwin en El origen de las especies
(1859). «O iré hasta las últimas consecuencias con Darwin o renunciaré por
completo al tiempo y a la historia, sosteniendo no sólo la teoría de las especies
distintas, sino también la de la creación de rocas que contienen fósiles», le confesó
a su cuaderno\'7b310\'7d. Pero, en la práctica, se sentía obligado a proceder con
cautela en sus declaraciones públicas; los guardianes de Pío IX estaban rastreando
las provincias del norte en busca de incipientes herejes.
Aun así, lo cogió desprevenido la reacción de Roma ante un artículo que
escribió en 1859 como redactor jefe de Rambler, una revista católica inglesa. El
artículo se titulaba «Sobre la consulta a los creyentes en materia de doctrina», algo
que Roma de ningún modo pensaba hacer. Newman fue delatado inmediatamente
por el obispo de Newport, Thomas Joseph Brown, como sospechoso de fomentar la
herejía.

Informado de su transgresión, Newman se ofreció a aclarar cualquier pasaje


ofensivo y, al final, el asunto quedó zanjado; pero tuvo que dimitir de su cargo de
redactor jefe y, para Roma, su reputación siguió siendo dudosa. Monseñor George
Talbot, agente de los obispos ingleses en el Vaticano, lo denunció como líder de un
partido liberal disidente en el seno de la Iglesia inglesa. «Si no se les pone freno a
los legos en Inglaterra, serán ellos los dueños de la Iglesia católica en lugar de la
Santa Sede y del episcopado», previno a los funcionarios del Vaticano\'7b311\'7d.
A continuación, Talbot expuso su propia opinión sobre el tema. «¿Cuál es el
dominio del laicado? La caza y los esparcimientos; de eso sí que entienden. Pero no
tienen derecho alguno a inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos (...). El doctor
Newman es el hombre más peligroso de Inglaterra, ya se verá que utiliza al laicado
en contra de Su Ilustrísima.»\'7b312\'7d

Cinco años después, fue atacado desde otro lado. Desde las páginas de una
revista londinense, Charles Kingsley, un literato popular y capellán de la reina,
infamó gratuitamente la integridad de Newman y, por extensión, la honestidad de
todos los sacerdotes de obediencia romana. «La verdad como un fin en sí mismo
no ha sido nunca una virtud del clero romano», escribió Kingsley, citando en
apoyo de sus afirmaciones un sermón de Newman\'7b313\'7d. Resultaba que
dicho sermón lo había pronunciado varias décadas antes, en los tiempos en que era
anglicano; pero cuando Newman hizo público tal hecho en una ingeniosa réplica,
Kingsley respondió con otro libelo aún más intempestivo.

Ésa era para Newman la ocasión, en sus propias palabras, de «derrotar no


sólo a mi acusador, sino también a mis jueces»\'7b314\'7d. En diez semanas de
incesante trabajo, escribió, por entregas semanales, a menudo con el recadero del
impresor aguardando a su lado, una exposición de los pensamientos que lo habían
conducido a la conversión. El resultado, de quinientas páginas, fue su clásica
Apología pro vita sua, obra tan poderosa, sutil y persuasiva que Newman se ganó la
reivindicación no sólo de su persona, sino la de toda la Iglesia católica inglesa. En
adelante, su reputación estuvo asegurada, en su país y en el extranjero, con
excepción de unos pocos católicos reaccionarios, como el cardenal Manning, que
seguían considerándolo un espíritu demasiado libre en materia intelectual. En
1.870, a la Apología le siguió su igualmente exquisita Grammar of Assent («Gramática
del asenso»)\'7b315\'7d, un estudio filosófico y psicológico de la relación entre fe y
razón. Queriéndolo o no, Manning tuvo que admitir que Newman era y
continuaría siendo la voz más importante del catolicismo, tanto en el ámbito del
pensamiento religioso contemporáneo como en el de los asuntos públicos de
Inglaterra.

Cuando en 1869 se abrieron las sesiones del I Concilio Vaticano, Manning


encabezaba el partido ultramontano, decidido a arrancar del concilio la más
enérgica definición posible de la infalibilidad papal. Los ultramontanos no sólo
querían un papa que se pronunciara infaliblemente sobre virtualmente todos los
asuntos serios de índole moral e intelectual, sino que también deseaban que la
condena, pronunciada por Pío IX contra el liberalismo, la separación de Estado e
Iglesia, el progreso y todo el resto del «Syllabus de errores», fuera elevada a rango
de dogma de fe para todos los católicos; Newman, en cambio, detestaba las
fracciones dentro de la Iglesia, aun tratándose de fracciones papales, y, en materia
de controversia, se oponía a las condenas bruscas: «Contra los meros errores
teológicos hay que hacer valer los argumentos, no la autoridad; o por lo menos, los
argumentos primero.»\'7b316\'7d

A pesar de sus opiniones avanzadas, tres obispos (entre ellos Brown, aquel
que lo delatara a Roma) invitaron a Newman a asistir al concilio en calidad de
consultor. Pero, tras sopesar los pros y los contras, decidió quedarse en casa; se dijo
a sí mismo que el trabajo en gremios y en comisiones nunca había sido su fuerte y
que no se sentía libre de hablar con franqueza en presencia de obispos, y anotó en
su diario: «Nunca he tenido buenos tratos de amistad con mis superiores
eclesiásticos, debido a mi timidez y al constante recuerdo de que estoy obligado a
obedecerlos, lo que me pone nervioso y me impide hablar con desenvoltura, decir
lo que pienso sin esforzarme o discutir con lucidez y con calma. Nunca sabría
hacer sentir mi presencia.»\'7b317\'7d

Sabía que Pío IX estaba firmemente decidido a imponer el dogma de la


infalibilidad y, aunque Newman mismo creía en la infalibilidad, se oponía a la
definición formal de la doctrina por considerarla inoportuna e imprudente. No
veía en el horizonte herejía alguna que requiriese una decisión tan severa. Además,
pensaba que la infalibilidad debía ejercerse en el sentido de que el papa se
pronunciase tras consultar con un concilio ecuménico de todos los obispos; temía
que una declaración de la infalibilidad papal alentara al papa a actuar en solitario.
Ante todo, veía la Iglesia como un organismo: ser un pensador de la Iglesia
significaba pensar con la compañía del cuerpo entero de la Iglesia, no solamente
con la de quien ocupara el trono de san Pedro; y Newman sabía que esas opiniones
lo volvían sospechoso a los ojos del Vaticano.

Tras muchas maniobras y sometidos a considerable presión por Pío IX, los
padres conciliares aprobaron una constitución, titulada Pastor aetemus, en la que se
definía la infalibilidad del papa y su jurisdicción inmediata sobre todos los
católicos romanos. Pero la formulación definitiva del documento era cautelosa,
limitada y deliberadamente vaga: para consternación de Manning y de otros
ultramontanos, la infalibilidad no se hacía extensiva a toda declaración papal ni se
aludía a la inspiración divina de los sumos pontífices. A su regreso a Inglaterra, sin
embargo, Manning publicó una carta pastoral sobre el concilio, en la cual se
exageraba el alcance que de la definición había dado el concilio mismo. Newman
sabía que era una exageración, pero tenía tal fe en la Iglesia que le impedía perder
la esperanza en la obra de Pío IX. Confió a su diario:

No es bueno que un papa dure veinte años. Es una anomalía y no trae


buenos frutos; el papa se convierte en un dios, no tiene quien lo contradiga, no
conoce los hechos y comete crueldades sin pretenderlo. Durante los últimos años,
mi consuelo personal ha sido la presencia de Nuestro Señor en el Tabernáculo. De
la dureza de la autoridad externa me vuelvo hacia Él, que puede compensar
infinitamente estas pruebas que, después de todo, no son reales (...)\'7b318\'7d.

A un amigo suyo le escribió estas palabras que, a la luz de la decisión de


Juan XXIII de convocar, un siglo después, el II Concilio Vaticano, resultarían
proféticas: «Seamos pacientes, tengamos fe; un nuevo papa y un nuevo concilio tal
vez enderecen la nave.»\'7b319\'7d

Newman no tenía pensado pronunciarse públicamente sobre el tema de la


infalibilidad, pero la noticia del dogma irritó a la Inglaterra protestante. William
Gladstone, el anterior primer ministro, publicó un ensayo en el cual afirmaba que,
a la luz de la definición de la infalibilidad papal, enunciada por el concilio, los
católicos no podían ser a la vez súbditos leales del papa y de la Corona
británica\'7b320\'7d.

El ataque de Gladstone exigía una respuesta y, a sus setenta y tres años,


Newman volvió a empuñar la pluma. En su célebre Carta al duque de
Norfolk\'7b321\'7d, responsabilizó a los ultramontanos de que Gladstone hubiera
entendido mal la posición católica.

Arguyó que los actos de los papas no obedecen a una inspiración personal
de Dios; si un papa tomara una decisión que resultase ser inmoral, los católicos no
estarían obligados por ella. «Como persona particular», escribió, la autoridad de la
palabra del papa «no tiene absolutamente ningún peso». Aseguró que no había
nada en la declaración del concilio que pudiera subvertir la inviolabilidad de la
conciencia personal. «Por cierto, si se me obliga a llevar la religión a un brindis de
sobremesa (que, de todos modos, no parece un lugar muy adecuado), brindaré...
por el papa, si ustedes quieren, pero siempre por la conciencia primero y por el
papa después.»\'7b322\'7d

La respuesta de Newman no sólo convenció al receloso público inglés, que


desde entonces lo miraría con orgullo como una gloria nacional, sino que incluso
Manning mismo aceptó la interpretación de su adversario. En 1874, Trinity, el
antiguo colegio de Newman, le alegró los años de vejez al nombrarlo su primer
socio honorario. Aunque seguía prohibido el acceso a Oxford de los católicos,
Newman no dejó nunca de añorar el Trinity College; la boca de dragón que crecía
en el muro, frente al cuarto que ocupó como estudiante de primer curso, era para él
el emblema de «mi residencia perpetua en la universidad, hasta la
muerte»\'7b323\'7d. Se alegró de regresar para asistir al banquete. Aquel mismo
mes murió Pío IX. Cinco años después, a instigación de varios legos católicos
prominentes —y a pesar de algunas maniobras de Manning—, el nuevo papa,
León XIII, nombró a Newman su primer cardenal. Para el anciano polemista era la
reivindicación final de su vida como católico y, pese a su decrepitud progresiva,
viajó personalmente a Roma para recibir la birreta.

A su muerte, Newman fue celebrado como un sabio de la era victoriana. Su


reputación era tal que aparecieron necrologías en mil quinientos periódicos del
mundo entero. En Birmingham, una multitud, estimada en entre diez y quince mil
personas, se agolpó en las aceras de las calles por las que pasaba el féretro en su
camino del Oratorio hacia la tumba de Rednal, el retiro de los oratorianos, situado
a unos once kilómetros de distancia, en donde sus restos descansan hasta el día de
hoy. The Times, de Londres, no fue el único periódico que subrayó la posibilidad de
la canonización de Newman; entre otros, el Evangelical Magazine, publicación
aceradamente protestante, afirmó que, «de la multitud de santos que hay en el
calendario romano, pocos podrán considerarse más merecedores de tal título que
el cardenal Newman»\'7b324\'7d.

LA LARGA MARCHA HACIA ROMA

Dada tal reputación de santidad, ¿por qué tardó la causa de Newman un


siglo entero en llegar a Roma? Tres razones son evidentes de inmediato.
Primero, la Iglesia inglesa era demasiado pequeña, demasiado pobre y
carecía de toda experiencia en los intrincados protocolos de la creación de santos.
Además, durante los cincuenta años que siguieron a la muerte de Newman,
Inglaterra se vio dos veces amenazada por guerras mundiales, lo cual no es un
contexto muy idóneo para iniciar un proceso de canonización.

Segundo, a medida que iban muriendo quienes lo habían conocido bien, la


reputación de Newman sobrevivió, ante todo, a través de sus escritos; es decir, se
lo admiraba por las cualidades de su inteligencia y por la elegancia de su prosa, y
también por su integridad, pero no necesariamente por las virtudes heroicas en las
que se basa una reputación popular de santidad. Su primer biógrafo importante,
Wilfrid Ward\'7b325\'7d, que lo conoció personalmente, lo presentaba como una
persona más bien fría e hipersensible, lo cual no es precisamente el perfil que se
espera de un santo. Cuando la biografía de Ward apareció en 1912 en dos
volúmenes, las recensiones no hicieron hincapié en la santidad de Newman.

Tercero, las nubes que se cernieron sobre Newman en los días de su apogeo
como polemista no se habían disipado del todo por su elevación al cardenalato. En
Inglaterra, la dirección de la Iglesia seguía más bien los pasos de Manning que los
de Newman. En Roma, murió León XIII y lo sucedió Pío X, cuya encíclica Pascendi
(1907) desató una despiadada campaña de vigilancia, encaminada a identificar —y,
en muchos casos, a excomulgar— a los intelectuales y eruditos inficionados por
una serie de ideas liberales que el papa etiquetó como modernismo. Tanto a los
cazadores como a los cazados, Newman les parecía, cuando menos, un
protomodernista. Wilfrid Ward leyó Pascendi y pensó que las condenas del papa
seguramente afectaban a Newman; y lo mismo pensó el sacerdote irlandés George
Tyrrell, uno de los exponentes más destacados del modernismo, excomulgado en
1907. Los oratorianos defendieron a Newman y, finalmente, lograron rehabilitarlo.
Aun así, sus ideas más progresistas (la insistencia en que las doctrinas de la Iglesia
evolucionan y no pueden entenderse cabalmente, sino en el contexto histórico; el
concepto del laicado como un instrumento más activo que pasivo en manos de los
clérigos; el énfasis en la prioridad de la conciencia individual; la actitud abierta al
pensamiento moderno y el repudio del árido escolasticismo que dominaba la
teología católica romana; y las reservas ante la doctrina de la infalibilidad papal tal
como la definió el I Concilio Vaticano) siguieron desazonando a Roma durante la
primera mitad del siglo XX y no fueron oficialmente aceptadas hasta el II Concilio
Vaticano. Newman continuaba siendo inviable como candidato a la santidad
porque Roma no canoniza a los pensadores cuyas ideas aún no ha hecho suyas.

Es significativo que fue entre los católicos norteamericanos, tan distintos de


los ingleses o los italianos en sus esfuerzos de relacionar la fe con la cultura y la
política, donde surgieron los primeros movimientos en pro de la canonización de
Newman. Las primeras estampas con una oración, en apoyo de la causa de
Newman, aparecieron en 1935 en Toronto (Canadá), bajo la dirección del arzobispo
George McGuiginan. El primer genuino clamor público se alzó seis años después
cuando America, revista de los jesuitas, editada en Nueva York, publicó una carta al
director en la que se pedía con urgencia la canonización del cardenal. Durante
cuatro meses consecutivos, la revista siguió publicando cartas que apoyaban la
idea. No era a Newman como cardenal de la Iglesia a quien estaban aclamando ni
a Newman como hombre piadoso; sino al pensador católico, cuya lucha con las
exigencias de la fe y de la integridad intelectual reflejaba la .suya propia.

Este era, al menos, el Newman que conocía yo de las lecturas de mis años de
estudiante. De todos los personajes que la congregación estaba preparando para
juicio, él me parecía el único cuya vida, y virtudes encerraban todavía algún
mensaje para los cristianos de finales del siglo XX. Fui a Inglaterra, pues, animado,
en grado no desdeñable, por la expectación que siente todo peregrino cuando se
pone en camino hacia el santuario de un santo favorito.

El Oratorio de Birmingham permanece tal como él lo construyó: una mole de


ladrillos —un millón setecientos mil, según el recuento del propio Newman— que
contiene una iglesia, una biblioteca y los cuartos que albergan a la comunidad de
una docena de sacerdotes y hermanos. El pequeño cuarto de Newman, con una
cama a un lado y estanterías para libros al otro, se ha conservado tal como estaba el
día de su muerte. Aquí vivió Newman desde 1852; y aquí se abrigó contra el frío
con sus prendas predilectas, que eran la capa y la muceta académicas de Oxford.
En una pared hay una colección de retratos de los hombres de Oxford que lo
acompañaron en su paso a la Iglesia de Roma. El escritorio está iluminado por una
lámpara que le regaló Gladstone, y encima de él, hay una carta que escribió a sus
padres a la edad de siete años, con letra clara, formal y precisa. Una libreta
contiene los apuntes que hizo entre 1812 y 1834. En un rincón cuelgan la birreta, el
crucifijo y la sotana, y al lado de la cama, está el reclinatorio. Al examinar sus
libros, vi que nada estaba marcado: Newman respetaba demasiado los libros como
para escribir en ellos más que su nombre, que consignaba en la cubierta interior.
Tomé al azar algunas cartas y elegí una de 1867, la cual —cosa característica—
respondía a un ataque personal: «Los hombres santos nos enseñan que es meritorio
soportar en silencio cualquier insulto que se nos dirija, a menos que se refiera a la
pureza de nuestra fe católica.» Toqué el papel con delicadeza, como si se tratara ya
de una reliquia de segunda clase.
—Supongo que tendremos que cerrar esta habitación una vez lo hayan
hecho santo —comentó el hermano Martin, quien me guiaba por la casa—. Vaya
fastidio. Tendremos que instalar abajo una especie de exposición de su ropa y de
sus retratos, para los turistas. No podemos permitir que entren aquí multitudes de
gente.

Como muchos otros miembros del Oratorio, el hermano Martin es un


converso de la Iglesia anglicana principalmente por haber leído a Newman. «Su
manera de pensar se convirtió en la mía», explicó concisamente. Pedí que me
dejara ver la biblioteca, y me condujo a una sala elíptica que contenía veinte mil
libros; la mayoría pertenecieron a Newman. En un lateral estaba el pupitre en el
que compuso su Apología. Como Hemingway, Newman prefería escribir sus obras
más extensas de pie. Sus archivos están dispersos por toda la casa y contienen en
total unos ciento veinte mil documentos, que forman el copioso fundamento de su
causa. Hace décadas que los estudiosos acuden al Oratorio para documentarse
sobre Newman, y tan sólo la colección, edición y publicación de sus cartas sostiene
toda una industria casera.

Aun así, el Oratorio es algo más que un santuario dedicado a su célebre


fundador, y el preboste, el padre Gregory Winterton, que me tomaba por uno más
de los peregrinos adoradores de Newman, me corrigió amablemente.

—No se equivoque —dijo durante la comida en el refectorio—, esta casa es


él mismo. Pero nuestro apostolado es para la gente que llama a nuestra puerta.
Esto es una parroquia. Tenemos una escuela, decimos misas, escuchamos
confesiones; y muchas. Newman hacía lo mismo, pero ésa es una faceta suya que
desconoce la mayoría de la gente que viene aquí. La espiritualidad oratoriana es
modesta. Vayamos despacio, decimos nosotros; y por eso esta comunidad nunca
ha sido muy dada a pregonar a Newman a bombo y platillos.

—Entonces, ¿quién lo hizo? —pregunté—. ¿Los norteamericanos?

—No. Quien lo puso en marcha fue el padre Henry Francis Davis, que
enseñaba a Newman en sus clases del seminario diocesano de Birmingham.
Alrededor de 1944 dio con un libro escrito en francés, de Louis Bouyer\'7b326\'7d,
un converso y sacerdote del Oratorio francés. Era el primer libro que trataba la
espiritualidad de Newman como hombre y no sólo como pensador y eso le dio a
Davis la idea de que a Newman habría que hacerlo santo, así que escribió un
artículo en el que pedía la introducción de la causa de Newman y lo envió a todos
los obispos de habla inglesa del mundo entero, solicitando su apoyo. Obtuvo una
respuesta favorable; lo bastante, de todos modos, para venir al Oratorio de
Birmingham a pedir a los padres que promovieran la causa. Muchos de los padres
de mayor edad estaban en contra; algunos pensaban que entorpecería el ministerio
pastoral de la parroquia. Y, como yo decía, encumbrar a uno de los nuestros no es
muy acorde a los principios que tenemos los oratorianos.

En 1955, el Oratorio decidió finalmente apoyar la causa y envió una carta al


obispo de Birmingham, Francis Grimshaw, pidiéndole que iniciara el proceso
ordinario. Pero Grimshaw, preocupado por los gastos que el proceso ocasionaría a
la diócesis, vaciló tres años antes de decidirse a actuar. La causa tropezó desde el
principio con graves problemas.

—Los italianos lo saben todo cerca de la creación de santos; nosotros no


teníamos ninguna experiencia en eso —recuerda Winterton—. Nombramos, por
ejemplo, a cuatro hombres para el tribunal diocesano, en vez de tres, como
requiere la ley canónica. Comenzaron a interrogar a algunas personas que habían
conocido a Newman, pero todo lo que sabían se refería a la vejez del cardenal. No
nos sirvió para mucho. Davis era el vicepostulador. Pero era demasiado blando; no
es el tipo de persona capaz de andar incordiando a los obispos para conseguir su
apoyo. De todos modos, el tribunal duró sólo nueve meses y no dio muchos
resultados. Luego, nos escribió Roma diciendo, miren, el proceso ordinario no
sirve, hace demasiado tiempo que Newman está muerto y, si quieren beatificarlo,
habrá de ser a través de un proceso histórico basado en documentos escritos.

A lo largo de los años sesenta y parte de los setenta, el padre Charles


Stephen Dessain, el archivista de los oratorianos, fue revisando poco a poco la
ingente cantidad de escritos dejados por Newman y preparó ediciones críticas de
su correspondencia. Pero la causa en sí no avanzaba. En 1973, el papa Pablo VI les
preguntó a los oratorianos hasta dónde había progresado el proceso, quería
beatificar a Newman durante el inminente Año Santo de 1975. El interés del papa
impulsó a Winterton a actuar. Lo que la causa necesitaba era, además de la
preparación de los documentos, una promoción vigorosa; algo que parecía ajeno a
la actitud reservada de los católicos ingleses. En 1974, se presentaron en el Oratorio
dos monjas de «The Work», un instituto internacional de religiosas. Parece ser que
la madre superiora leyó a Newman y encontró en él un alma hermana. Con el
permiso de los oratorianos, abrió en Roma un centro dedicado al cardenal. Al año
siguiente, el centro celebró un simposio sobre él y lo completó con una misa en San
Pedro, a la que asistieron siete cardenales, lo cual causó gran impresión en Roma.

—Me pareció que era hora de seguir adelante —me dijo Winterton, que ha
sido superior del Oratorio de Birmingham durante más tiempo que nadie desde
Newman mismo—. Fuimos a ver al arzobispo George Dwyer, de Birmingham, y,
tras algunas vacilaciones, nombró a un nuevo vicepostulador para recaudar fondos
y, en 1979, estableció una nueva comisión histórica para investigar la vida, las
virtudes y la reputación de santidad. También fundamos el grupo de «Los amigos
de Newman», con el fin de fomentar las oraciones; esas cosas que se hacen para
coleccionar favores divinos.

La nueva comisión estaba presidida por un historiador estadounidense, el


jesuita Vincent Blehl, un especialista en Newman de la Fordham University, de
Nueva York; entre los otros miembros estaban el padre J. Derek Holmes,
historiador eclesiástico de la Universidad de Ushaw, Inglaterra, y el señor Gerard
Treacy, el historiador que había sucedido al fallecido padre Dessain como
archivista del Oratorio. Su tarea era formidable. Aparte de examinar todos los
escritos del propio Newman, que abarcan noventa volúmenes, en cuanto a su
significado teológico y espiritual, la comisión tuvo que investigar las cartas,
memorias, autobiografías y biografías de sus amigos, colaboradores y enemigos.
Solamente las cartas escritas a Newman o acerca de él mientras vivía eran entre
cincuenta mil y setenta mil. Además, la comisión coleccionó los materiales
secundarios y ocasionales tales como artículos aparecidos en periódicos y revistas,
biografías de Newman e incluso las recensiones de las mismas. En 1980, la
bibliografía de los estudios secundarios sobre el candidato\'7b327\'7d incluía
cinco mil títulos, sin contar los artículos de prensa y las noticias breves.
Finalmente, la comisión examinó entre setenta mil y noventa mil cartas más, que
trataban de él y fueron escritas, tras su muerte, a su albacea literario, el Oratorio, y
a los vicepostuladores, en busca de pruebas de una reputación de santidad
continuada. En mayo de 1986, la comisión concluyó su trabajo y presentó al
tribunal diocesano un texto de seis mil cuatrocientas ochenta y tres páginas sobre
la vida, las virtudes y la reputación de santidad de Newman.

Entre los oratorianos, nadie duda de la santidad; ellos esperan que Roma
comparta su criterio. Están divididos, sin embargo, sobre qué hacer con sus restos
mortales una vez esté beatificado. Newman expresó el deseo de ser enterrado en
Rednal, en la misma tumba donde yace el cuerpo de su amigo más íntimo y
cofrade oratoriano, el padre Ambrose St. John; pero ya ahora llegan autocares
enteros llenos de peregrinos de países tan lejanos como Alemania o Ucrania, y los
oratorianos tendrán que decidirse: ¿deben seguir ¿espetando los deseos del
cardenal, o será mejor construir una capilla en el interior de la iglesia parroquial,
en donde el cuerpo pueda ser a la vez venerado y protegido? «Es un gran
problema —señaló Winterton—. Es imposible tener continuamente a un hombre en
Rednal.» Pero él sabe que transformar la iglesia en un santuario tampoco hubiera
sido del agrado de Newman, un hombre que jamás, ni como anglicano ni como
católico romano, fue amigo de pompas y rituales.

En todavía menor estima tenía Newman la hagiografía católica, y durante el


vuelo de regreso a Roma, traté de imaginar cómo hubiera reaccionado ante el
enorme esfuerzo que se está realizando ahora, a fin de transformar su vida en un
texto apto para ser juzgado por la congregación. En sus obras completas se halla un
controvertido escrito sobre «Los santos antiguos», inicialmente publicado en el
Rambler, en el cual rechaza las biografías católicas de santos al uso como una forma
de vivisección moral:

Yo les pido [a las biografías de santos] algo más que ese tropezar con las
disjecta membra de lo que debiera ser un todo viviente. No suscitan en mí sino un
interés secundario aquellos libros que despedazan a un santo en capítulos sobre fe,
esperanza, caridad y virtudes cardinales. Esos libros son demasiado científicos
para ser devotos (...). No presentan a un santo, lo desmenuzan en lecciones
espirituales (...).

Una dificultad análoga experimento con los hagiógrafos cuando agrupan sus
materiales no por años, sino por virtudes. Una lectura tal pertenece a la ciencia
moral más que a la historia; y ni siquiera eso: porque se descuidan las
consideraciones cronológicas, mezclando indistintamente la juventud con la edad
adulta y la vejez. De ese modo, no puedo seguir, para mi propia edificación, el
solemne conflicto que se libra en el alma entre lo que es divino y lo que es humano,
ni las eras de las sucesivas victorias obtenidas por los poderes y los principios
divinos. No puedo discernir si hubo heroísmo en el joven, si no hubo tentación y
flaqueza en el viejo. No estaré en condiciones de explicar los actos que requieren
explicación, porque la edad de los actuantes es la clave verdadera para penetrar en
su vida interior. Acabaré cansado y desilusionado y volveré con gusto a los Padres.

Newman disfrutaba al leer las cartas personales de los antiguos padres de la


Iglesia, como Basilio, Agustín o Juan Crisóstomo, porque, al leerlas, tenía la
sensación de encontrar «la verdadera vida, oculta pero humana»\'7b328\'7d, de
los santos y veía cómo se enfrentaban a las cuestiones controvertidas de su tiempo:
«Quiero oír conversar a los santos (...)\'7b329\'7d. No me conformo con
contemplarlos como estatuas (...). En lugar de escribir tratados doctrinales
formales, ellos escribían controversias; y sus controversias son, a su vez,
correspondencia (...). Escribían para la ocasión, y raras veces se sometían a un plan
cuidadosamente elaborado.»\'7b330\'7d
Es obvio que también él pertenecía a esa clase de autores; pero, mientras que
los antiguos padres de la Iglesia fueron canonizados por aclamación popular,
Newman y sus escritos tendrían que sufrir el proceso de verse compendiados y
adaptados al molde de una positio formal, con las virtudes requeridas anotadas y
numeradas como si de los dedos de sus manos se tratara. Yo había examinado ya,
por entonces, bastantes positiones para saber que los autores en raras ocasiones
lograban presentar a los candidatos enteros y sin mengua de su personalidad; me
pregunté si el Newman «auténtico», aquel personaje tan entrañablemente humano,
cuya personalidad palpitaba tan poderosamente viva en cada una de las páginas
que escribió, sobreviviría al proceso de canonización. ¿Qué podía agregar una
positio, por muy larga y detallada que fuese, a lo que estaba ya presente, de forma
tan conmovedora y accesible, en sus escritos?

Planteé esos interrogantes al padre Blehl, el postulador de la causa y, como


colaborador de Gumpel, encargado de escribir la positio. Blehl editó un volumen de
cartas de Newman, con motivo de su disertación doctoral en Harvard en 1958, y,
desde entonces, se ha dedicado sin interrupción al estudio del cardenal. Entrecano
y bastante formal, para ser un jesuita norteamericano, Blehl aspira, nada más y
nada menos, a ser el estudioso que presente «la prueba objetiva» de la santidad de
Newman. Pero es un principiante en el arte de hacer santos y, durante la comida
en Roma, hablando ante una robusta botella de Nebbiolo d’Alba, parecía aterrado
por las complicadas exigencias del sistema de creación de santos. Y no le faltaban
razones: raras veces la congregación se topará con un candidato que haya escrito
tanto ni acerca de quien se haya escrito tanto.

No era preciso recordarle a Blehl la repugnancia que experimentaba


Newman al leer las vidas despedazadas de los santos católicos, el jesuita conocía
bien el pasaje; fue él quien me recordó a mí que una positio no es una biografía,
sino un documento cuyo fin es ofrecer una argumentación convincente en favor de
la santidad personal del candidato. Blehl consideraba, sin embargo, que en su
trabajo no podía pasar por alto la mitad anglicana de la vida de Newman; si bien,
la congregación suele tener en cuenta, en los casos de conversos, solamente su vida
como católicos romanos.

—Yo veo una gran continuidad en su vida —me dijo—. Su trayectoria


espiritual comenzó en la Iglesia anglicana, y él nunca renunció a nada de lo que
consideraba compatible con lo que creía. Su propio empeño era seguir «la luz y el
llamamiento», como él lo llamaba. Mi trabajo es examinar su vida y sus escritos
desde la perspectiva de sus esfuerzos para servir a Dios y por seguir las
instrucciones que recibió del papa para organizar el Oratorio de Birmingham.
Blehl se declaró satisfecho de que la investigación de las virtudes no se
hubiera iniciado antes de que se publicasen todas sus cartas y sus diarios, sin los
cuales no era posible documentar ni apreciar plenamente la vida interior de
Newman, la dimensión que no resultaba evidente de sus escritos. Entre las
virtudes, Blehl subrayó la humildad que mostró ante las repetidas frustraciones
que experimentó como católico, especialmente por culpa de Manning y de otros
obispos ingleses; jamás se quejó a sus compañeros del Oratorio, que se
sorprendieron al leer esas frustraciones, después de su muerte.

—Para mí es por eso por lo que fue un santo —me confesó—. La gente decía
que era escéptico, fideísta, liberal...; había tantas calumnias contra Newman en su
tiempo que, cuando empezamos a ocuparnos de su causa, nos dimos cuenta de que
otros estudiosos habían aclarado ya la mayor parte de esos problemas.

Hay, sin embargo, un aspecto de la vida de Newman que, en opinión de


Blehl, sólo la positio ilumina adecuadamente: su dedicación a los ideales
espirituales del Oratorio. Es éste el aspecto de Newman del que el público lector
sabía poco, o poco le importaba, pero es también la faceta que la congregación
examinaría más atentamente en busca de pruebas de virtud heroica.

—Ya sabrá usted que de los oratorianos se esperaba que trabajaran


tranquilamente y sin mucha publicidad —observó Blehl—. Su tarea consistía en
sanar las divisiones dentro de la comunidad católica, no aumentarlas; sumergirse
en el ambiente de la ciudad en donde estaba situado el Oratorio.

Gran parte de la positio se centrará en la demostración de que Newman, lejos


de ser un individualista en su lucha por la santidad personal, hizo todas las cosas
que se esperaban de un oratoriano, y las hizo bien. A pesar de su excelencia y de
sus grandes dotes intelectuales, arguye Blehl, las pruebas evidencian que estaba
siempre dispuesto a asumir las tareas de otros.

—Llevaba las cuentas de la escuela del Oratorio, escribía cartas a los padres
de los alumnos sobre la conducta de sus hijos, dirigía obras de teatro en latín y
hasta quitaba el polvo de los libros de la biblioteca. Estaba al servicio de los
parroquianos, en su mayoría pobres, escuchaba confesiones a diario, predicaba y
dirigía las diversas misiones que visitaban las cárceles, los hospicios y los
orfanatos. Y en el último año de su vida, medió personalmente en una disputa
entre los obreros católicos de la fábrica de chocolate de Cadbury, a quienes los
patronos cuáqueros forzaban a asistir a clases diarias de instrucción bíblica, so
pena de perder el trabajo. Como decía un viejo oratoriano: Newman llevó hasta la
perfección el arte de ser uno más\'7b331\'7d.

El juicio personal de Blehl es más generoso todavía: «Hay pruebas de que


Newman vivió siempre en la presencia de Dios», dice.

Pero de lo que se trata es de demostrar que otros pensaban lo mismo. Como


otros postuladores, Blehl debe demostrar que su candidato ha gozado de una
continua reputación de santidad. También en ese punto cree que el trabajo de la
comisión histórica ha aportado los mayores beneficios.

—La influencia espiritual de Newman sobre otros se inició durante su vida.


Tenemos cartas, miles de cartas, de católicos, anglicanos, metodistas,
presbiterianos, que escribían cosas como: «Por debajo de Dios, debo mi alma a
Newman.» Eso es una afirmación muy fuerte. Y, desde su muerte, y especialmente
desde que se introdujo la causa, hemos recibido cartas de una serie de personas
que aseguran que se convirtieron [al catolicismo] por Newman. Hay cartas que
dicen que habría que canonizarlo y otras que afirman que debiéramos rezar no por
Newman, sino a Newman. Para mí, y es también el criterio de la comisión
histórica, esa influencia espiritual es un milagro moral.

Sabía que a los jesuitas les gustan los milagros morales, aunque Eszer y otros
dominicos los vean con poco agrado.

—Los milagros no se convirtieron en un requisito previo de la canonización


hasta la Edad Media —me recordó Blehl, si bien juzgaba poco probable que la
congregación aceptara la influencia espiritual de Newman como equivalente de
una curación milagrosa.

Me dijo que la postulación había reunido numerosos testimonios de


«gracias» y «señales divinas» atribuidas a la intercesión de Newman, pero nada
que pudiera pasar por un auténtico milagro. Por irónico que parezca, se halló un
milagro para Domenico Barberi, el sacerdote italiano que en 1845 recibió a
Newman como miembro de la Iglesia católica. Barberi fue beatificado en 1963.

De mis conversaciones con el padre Winterton sabía que, por algún tiempo,
estuvo confiando en que Newman sería beatificado en 1988, canonizado en 1989 y
declarado doctor de la Iglesia en 1990, el centenario de su muerte. Pero esa agenda
resultó demasiado optimista; Blehl no acabó la positio hasta el verano de 1989.

Puede que haya sido el pensador católico más grande de su tiempo; que
haya ocasionado, con el ejemplo de su vida y con sus escritos, centenares de
conversiones; que con su temple personal, la valentía de su pensamiento y su
elevado don del lenguaje haya capacitado a innumerables católicos a perseverar en
la fe, pese a la inclemencia de ciertas políticas papales; que haya resultado más
providente y de vigencia más duradera que los teólogos profesionales más
cautelosos; que haya sido, como sostienen algunos, el padre remoto del II Concilio
Vaticano; pero, hasta que no presente alguien un milagro verificable, obrado por su
intercesión, la causa permanecerá en un estado de desarrolló detenido.

Juan Pablo II, o cualquiera de sus sucesores, podría obviamente eximir a


Newman de la exigencia de un milagro, pero eso sentaría más de un precedente.
Ninguno de los grandes padres de la Iglesia, cuyos escritos Newman alababa, fue
considerado santo principalmente por sus aportaciones intelectuales a la fe. San
Jerónimo, por ejemplo, traductor de la Biblia al latín, era un asceta y san Agustín
fue obispo de una diócesis importante. Incluso la causa de Tomás de Aquino, hoy
considerado el filósofo y teólogo más eminente de la Iglesia, tropezó en cierto
momento con dificultades cuando el «abogado del diablo» descubrió que Tomás
había obrado demasiados pocos milagros mientras vivió\'7b‡‡‡‡‡‡‡‡‡\'7d. En el
discurso de canonización, el papa Juan XXII alabó no solamente los logros
intelectuales de Tomás de Aquino, sino también su virginidad perpetua... y el
hecho de tener en su haber nada menos que trescientos milagros póstumos. En
efecto, su fama de taumaturgo era tal que, mucho antes de su canonización, varios
grupos rivales de frailes se disputaron sus restos: un grupo le cortó la cabeza, otro
una mano y, antes de que el cadáver mutilado pudiera hallar su descanso
definitivo, se le quitó la carne, haciéndolo hervir en agua, para que los huesos
pudieran guardarse cómodamente en un relicario\'7b332\'7d.

Parece poco probable que Newman llegue algún día a suscitar semejante
frenesí (y se supone que sus restos están a salvo); pero ¿quién sabe si alguna vez se
hallará un milagro aceptable? La cuestión es, por supuesto, si hace falta. ¿Qué
puede agregar la canonización a un hombre cuya influencia iguala la de cualquier
otro santo creado por la Iglesia en los últimos cuatrocientos años? ¿Disminuirá la
reputación de santidad de Newman si los milagros necesarios para la beatificación
y la canonización no se producen?

Lo importante es que, por mucho que la Iglesia necesite a santos como


Newman, el proceso de canonización no comprende todavía en grado suficiente el
valor de los dones intelectuales. Los intelectuales y artistas religiosos actúan como
mediadores de Cristo de una manera que sólo es accesible a un pensamiento y arte
poderosos, y, por tanto, sirven como modelos de santidad en los ámbitos más
elevados de la cultura. Su ascetismo no es el ascetismo del monje enclaustrado, sus
revelaciones no son las revelaciones del místico, y sus sufrimientos, por muy
grandes que a menudo sean, no son los sufrimientos de los mártires.
CONCLUSIÓN:

EL FUTURO DE LA SANTIDAD

UN SISTEMA SIN DISCRIMINACIONES

En abril de 1989, el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación


para la Doctrina de la Fe y el consejero más cercano a Juan Pablo II en materia de
teología, criticó, en unos raros comentarios públicos, el proceso de creación de
santos de la Iglesia. Ocurrió en el transcurso de una sesión de preguntas y
respuestas que siguió a un discurso del cardenal en un centro cultural católico de
Seregeno, una pequeña ciudad cerca de Milán. Se le preguntó que si pensaba que
la Iglesia estaba creando demasiados santos; Ratzinger admitió que el número de
santos y de beatos había aumentado durante la última década, y agregó que entre
éstos se hallaban algunos que «tal vez signifiquen algo para cierto grupo de gente,
pero que no significan gran cosa para la inmensa mayoría de los creyentes».
Ratzinger propuso a continuación que se diera prioridad a aquellos santos cuyas
vidas encierren un mensaje más universal y relevante para los creyentes
contemporáneos, citando, a modo de ejemplo, a Edith Stein y a Niels Stensen como
unos santos que tenían un mensaje para la condición moderna, a pesar de que este
último hubiera muerto tres siglos atrás\'7b333\'7d.

Por muy breves y circunspectas que fueran, las observaciones de Ratzinger


provocaron grandes titulares en la prensa italiana y comentarios en The New York
Times\'7b334\'7d y otros periódicos del mundo entero. Los italianos, en particular,
interpretaron los comentarios del cardenal como una crítica dirigida contra la
inclinación del papa a incrementar el número de santos y como una confirmación
de aquellos críticos de la Iglesia que, desde hacía mucho, venían ridiculizando a la
congregación como «fábrica de santos». No es sorprendente que los comentarios
de Ratzinger causaran notable enfado también entre los hacedores de santos. El
cardenal perteneció a la congregación durante cuatro años, y, si consideraba
deficiente el sistema, algunos de los hacedores de santos se preguntaban por qué
no comunicó sus críticas a los colaboradores. En una breve y conciliatoria
respuesta pública, el arzobispo Traían Crisan, secretario de la congregación,
admitió que la creación de santos «es como cualquier otra cosa que se hace todos
los días: puede perder parte de su valor. Debemos proceder con
cautela»\'7b335\'7d. Se avisó, sin embargo, al resto de la congregación que nadie
discutiera los comentarios de Ratzinger con la prensa.

Yo sabía que a los hacedores de santos esos comentarios les dolían. Uno de
ellos lamentó que Ratzinger estuviera adoptando una perspectiva típicamente
centroeuropea, señalando que tanto Edith Stein como Niels Stensen eran del norte
de Europa. «¿Quién es el cardenal para decir que ellos, son personajes universales
y otros no? —preguntó retóricamente—. Además, si canonizáramos solamente a
santos de reputación universal, ¿quién quedaría, aparte de alguna madre Teresa de
vez en cuando? Si quisiéramos seguir los consejos de Ratzinger, más valdría que
cerrásemos esta congregación y dejásemos que un puñado de cardenales decidiese
quién ha de ser santo y quién no.»

También Ratzinger, a su vez, se disgustó por las especulaciones que sus


comentarios suscitaron en la prensa seglar. En una entrevista con una publicación
simpatizante (30 Days, revista mensual católica conservadora que el cardenal
utiliza a menudo para airear sus opiniones), trató de aclarar sus ideas:

En realidad, lo que dije fue que se trata de un problema que no ha existido


hasta ahora, pero que se está haciendo necesario afrontar. Esa declaración, que
realmente era muy cautelosa, supone que toda canonización es ya de por sí
inevitablemente una decisión en favor de unos ciertos criterios de selección: como
dije, hay muchos más santos de los que es posible canonizar. La apertura de un
proceso de canonización indica ya una elección entre un número muy elevado [de
candidatos potenciales]. Esa elección está vinculada a ciertas circunstancias
fortuitas; una orden religiosa, por ejemplo, será capaz de reunir los testimonios
sobre la santidad de un individuo y de seguir los procedimientos de canonización
con más facilidad que alguien que ignora el proceso, los amigos de un padre o una
madre de familia (...). Me parece legítimo preguntar si los criterios vigentes hasta
ahora no debieran completarse hoy con unas nuevas prioridades, encaminadas a
colocar ante los ojos de la cristiandad a aquellos personajes que, más que nadie,
nos hacen visible la Santa Iglesia, en medio de tantas dudas acerca de su
santidad\'7b336\'7d.

A primera vista, Ratzinger no parece decir nada más de lo que habían dicho
ya en el pasado muchos críticos del sistema, incluso algunos de los mismos
hacedores de santos; a saber, que la promoción de los candidatos a la canonización
se había convertido desde hacía mucho tiempo en un dominio de las órdenes
religiosas, que son, por razones prácticas, las únicas instituciones dentro de la
Iglesia que poseen tiempo y dinero suficientes y están dispuestas a promover las
causas, también las de los laicos. Si hubiera hablado con más franqueza, sin
embargo, Ratzinger podría haber explicado, en beneficio de todos los interesados,
en qué consisten esos criterios selectivos que la congregación observa para elegir a
los candidatos a la santidad. Sospecho que el motivo por el que no lo hizo es que,
aparte de las prioridades ya descritas en el capítulo 3 (personajes del Tercer
Mundo, laicos y otros miembros de grupos escasamente representados), no existe
efectivamente ningún criterio discernible por el que se elija a un candidato y no a
otro.

A estas alturas, debería estar claro que el modus operandi de la congregación


consiste esencialmente en aceptar todas las causas propuestas por los obispos
locales; cuantos más obispos apoyen una causa determinada, tanto mayores serán
las probabilidades de que sea aceptada. En ese sentido, el proceso funciona como
un mercado. Es cierto que a veces se rechaza a algún candidato; pero la
congregación no lleva ninguna lista de los candidatos rechazados ni resulta
evidente, bajo la nueva legislación, quién toma esa decisión ni cómo.

En el pasado, eran el «abogado del diablo» y su equipo de abogados


quienes, junto con los censores (como el padre Lozano) designados para examinar
los escritos del candidato, debían presentar las objeciones a la introducción de una
causa. Los motivos típicos de rechazo eran de índole doctrinal —cuando algo que el
candidato había escrito o defendido resultaba ser heterodoxo—, espiritual o
psicológica, como en los casos en que un supuesto místico resultaba haber sido una
persona espiritual o emocionalmente inestable; técnica, cuando en el nivel
diocesano no se habían seguido los procedimientos correctos, y política o pastoral,
en los casos en que la beatificación de un candidato pudiera causar perjuicio a la
Iglesia local.

Con la reforma de 1983, no hay persona ni organismo particular encargados


de tomar tales decisiones. En teoría, el obispo local es el primer funcionario de la
Iglesia que tiene poderes para juzgar si existen objeciones serias a una causa; en la
práctica, en cambio, resulta poco menos que imposible saber por qué un obispo —o
una jerarquía nacional— se niega a iniciar una causa formal. En el caso típico, la
causa no es rechazada lisa y llanamente, sino suspendida indefinidamente. Los
casos controvertidos parece ser que suelen tener motivos de tipo político o
ideológico y, por tanto, jamás se reconocen oficialmente. Los partidarios del
austríaco Franz Jägerstätter, por ejemplo, que murió ejecutado por los nazis por
negarse a ingresar en el ejército, han esperado durante años una explicación clara
de por qué no había un proceso formal. El motivo parece ser que algunos de los
obispos austríacos y no pocas partes interesadas en Roma temen que la
canonización de Jägerstätter sería interpretada como un apoyo oficial al pacifismo,
posición que contradice la teoría de la «guerra justa», mantenida por la Iglesia, y
actitud por la que Juan Pablo II ha mostrado escasa simpatía. Además, en el caso
del arzobispo Romero resulta claro que el papa mismo, por motivos tanto
pastorales como políticos, dio instrucciones a los obispos salvadoreños de
postergar toda reacción oficial ante la evidente reputación de santidad de Romero.

Por otra parte, cuando un obispo local remite una causa a Roma, la
congregación hace cuanto puede para complacerlo. Hasta que la positio se presente
a los asesores, en la congregación nadie tiene el derecho ni el deber de cuestionar la
causa. Aunque los relatores son libres de rechazar una causa, en realidad, como
hemos visto, la costumbre es que acepten a todo candidato que se les ofrezca. Si el
relator descubre, al preparar la positio, algún obstáculo importante a las
pretensiones de martirio o de virtud heroica del candidato, su juramento a la
verdad lo obliga a darlo a conocer; pero, hasta donde he podido averiguar, ese caso
no se ha producido nunca desde la reforma de 1983. Un proceso puede fracasar
por falta de pruebas suficientes o porque los promotores pierden el interés, como
sucedió durante varios años con la causa de Philippine Duchesne; también puede
suceder que un papa juzgue pastoral o políticamente inoportuno proceder a la
beatificación o la canonización del candidato, lo cual es la situación actual de la
causa de Pío IX; pero el principio general está claro: una vez una causa haya sido
aceptada por Roma, se espera que el candidato sea declarado por lo menos
heroicamente virtuoso o mártir. Y cuanto más convencional e inofensivo sea el
candidato (como en el caso típico de los fundadores de órdenes religiosas), tanto
mayor es la probabilidad de que acabe aceptado oficialmente como santo o santa.

BEATOS Y SANTOS:

UNA DISTINCIÓN BORROSA

En ese contexto, los comentarios de Ratzinger podrían entenderse como la


reivindicación de unos criterios que permitan distinguir entre los candidatos cuya
vida, virtudes o martirio ofrezcan un mensaje actual a la Iglesia entera, y quienes
presenten un interés meramente local. Cuando la beatificación fue introducida por
primera vez en el sistema hace cuatrocientos años, el propósito era distinguir entre
los favoritos de su ciudad natal y los personajes considerados ejemplares para los
cristianos del mundo entero, reservando a aquéllos la beatificación (inicialmente
realizada por el obispo local) y a éstos la canonización (siempre pronunciada por el
papa). Pero esa distinción geográfica se ha borrado con el tiempo; de resultas de la
evolución del sistema de creación de santos, todo beato que pueda acreditar un
segundo milagro de intercesión es automáticamente elegible para la canonización.
En consecuencia, el santoral de la Iglesia se ha llenado de nombres, como
Philippine Duchesne o Giuseppe Moscati, que no significan nada para los católicos
fuera de su país natal; y tal vez tampoco sean muy ampliamente conocidos dentro
del mismo.

En resumen, la división entre beatificación y canonización se ha convertido


en una distinción teológica de escaso significado práctico. Técnicamente, sólo la
canonización implica la «certeza» teológica de que el siervo de Dios se halla
realmente en el Paraíso; pero esa garantía significa poco para aquellos católicos que
veneran ya a los beatos o que incluso invocan a personajes populares, como padre
Pío, que aún están por beatificar. De modo análogo, el hecho de que se permita una
veneración restringida de los beatos, mientras que para los canonizados se exige la
veneración universal, ha dejado ya de constituir una diferencia real. Los santos de
reciente canonización raras veces se incluyen en los calendarios litúrgicos, salvo en
sus propios países, porque no hay espacio para ellos. Más de dos tercios de los días
del calendario litúrgico están dedicados a celebrar acontecimientos de la vida de
Cristo, de la Virgen María o de la Iglesia; con lo cual, sólo quedan unos cien días
para venerar a los santos. Así, por razones obvias, el calendario de la Iglesia
alemana, por ejemplo, no incluye a los santos norteamericanos, ni el calendario
francés a los santos africanos, y así sucesivamente. En la práctica, por tanto,
solamente los personajes clásicos, como san Francisco de Asís, y algunos más
recientes, como Teresa de Lisieux, figuran con regularidad en los santorales fuera
de sus países de origen. Así pues, todos los santos son santos locales, y muy pocos
alcanzan el culto universal que originalmente se supuso que distinguiría a los
canonizados de los beatificados.

Los hacedores de santos son muy conscientes de ese desvanecimiento del


límite entre beatificación y canonización. Ha habido entre ellos, efectivamente,
discusiones notables sobre la alternativa de continuar las beatificaciones en su
forma actual, modificarlas o prescindir de ellas totalmente. En su comentario a la
legislación de 1983, monseñor Fabijan Veraja, subsecretario de la congregación,
señala que las nuevas leyes fueron formuladas de modo que pudieran introducirse
ulteriores cambios sin requerir una legislación adicional\'7b337\'7d.

Es posible, por ejemplo, que, en el futuro, la potestad de beatificar a los


siervos de Dios sea devuelta a los obispos locales o a las conferencias nacionales de
obispos (tal como propuso el cardenal Leon Josef Suenens en el II Concilio
Vaticano), reservando la canonización papal para los personajes ejemplares
elegidos por la Santa Sede por su significado actual y transnacional. Es uno de los
proyectos que se han discutido entre los hacedores de santos. Pero, en cuestiones
de santidad, ¿qué santos merecen mas que otros la veneración universal? ¿Y quién
tiene mayor competencia para decidirlo? Éstas son las cuestiones fundamentales a
las que aludía Ratzinger cuando habló de la necesidad de distinguir entre unos
santos y otros.

Mientras Juan Pablo II sea papa, sin embargo, parece poco probable que
permita que el derecho de beatificar sea devuelto a sus obispos hermanos. El
sistema actual, centralizado en Roma, concuerda con su interpretación peripatética
del papel único del papa como maestro y pastor supremo de la Iglesia universal.
Para el papa actual, la creación de santos se ha convertido en una forma de política
eclesiástica: una oportunidad más de recordar a los católicos romanos del mundo
entero, y especialmente a los del Tercer Mundo, su unidad en una sola grey y bajo
un pastor supremo. Como observó el arzobispo Crisan, secretario de la
congregación: «Cuando el papa viaja, le gusta llevar un beato en el
bolsillo.»\'7b338\'7d Y agregó que lo peor es que a los católicos de fuera de Roma
las elaboradas ceremonias de beatificación les parecen «cosas de otro mundo».

¿Es posible que la Iglesia tenga demasiados santos? También este


interrogante estaba detrás de las reacciones tan insólitamente vivas que
provocaron los comentarios de Ratzinger. En teoría, por supuesto, todos están
llamados a la santidad. Pero el proceso de canonización ha sido desarrollado, como
hemos visto, más para restringir que para facilitar la propensión de los fieles a
prodigar su santidad de un modo demasiado promiscuo. Ahora parece, sin
embargo, que la Iglesia está cargando con una anomalía: un sistema que, por muy
meticuloso que sea, lo que hace es beatificar a más personas —muchas de ellas,
prácticamente indistinguibles unas de otras en sus historias y su ejemplaridad— de
las que los creyentes parecen querer o necesitar.

Mientras tanto, Juan Pablo II está creando una creciente reserva de beatos, y
algunos de ellos serán, por la inexorable operación del sistema, los santos de
mañana. El domingo 23 de abril de 1989, por citar un acontecimiento
rutinario\'7b339\'7d, Juan Pablo II beatificó a dos sacerdotes y a tres monjas, cuyos
nombres no serán nunca familiares fuera de sus propias órdenes religiosas y de
ciertas regiones. Los sacerdotes eran misioneros españoles, Martín Lumberas y
Melchor Sánchez, que fueron martirizados juntos en Japón en 1632. Las monjas
eran Catherine Longpré, de Francia, quien entró en un convento a los doce años,
fue atormentada por los demonios durante la mayor parte de su vida y murió en
1668 en Canadá, a la edad de treinta y cuatro años; Francisca Siedliska, de Polonia,
fundadora de una orden religiosa y fallecida en 1902; y María Anna Rosa Caiani,
de Italia, otra fundadora, que murió en 1921. Todos ellos entraron a formar parte
de una reserva de beatos, en su mayoría miembros de órdenes religiosas, que
representan los candidatos más probables a las canonizaciones futuras.

Los defensores del sistema actual admiten que pocos de los que son
canonizados o beatificados tienen más que una reputación local; pero insisten en
que todos esos beatos y santos tan dispares, que representan a los países y los
períodos históricos más variados, forman un conjunto que revela, a modo de
mosaico, las formas que la santidad ha adquirido en el mundo moderno. Quizá sea
cierto. Ahora bien, si la finalidad de la canonización es la de presentar a los
creyentes unos ejemplos vivos y singulares de santidad cristiana —«números
primos», en la sugestiva expresión del teólogo Von Balthasar—, entonces, el
sistema necesita una revisión a fondo. Cuando los santos empiezan a parecerse
demasiado unos a otros, es hora de preguntarse cómo y por qué se hacen.

MISTERIO Y COMPLEJIDAD

Hay, dentro de la congregación y fuera de ella, cierta tendencia a confundir


los misteriosos caminos de Dios con los caminos innecesariamente enrevesados del
proceso de creación de santos. En el caso de los miembros de la congregación,
sospecho que tal tendencia arraiga en la convicción teológica de que ellos en
realidad no hacen santos, sino que únicamente descubren a aquellos que Dios ha
hecho florecer entre nosotros. Desde su punto de vista, el trabajo de investigar las
vidas de los candidatos en busca de pruebas de martirio o virtud heroica es
meramente una labor humana apuntalada por la acción divina: inicialmente, es el
Espíritu Santo quien impulsa a los creyentes a reconocer la santidad, estableciendo
así una auténtica reputación (fama sanctitatis); y, al final del proceso, es de nuevo el
Espíritu Santo el que suministra las «señales divinas» necesarias, por lo general en
forma de curaciones inexplicables.

Es cierto que algunos miembros de la congregación son muy conscientes de


los fallos humanos, de los suyos propios y de los del sistema; pero, a pesar de ello,
siguen convencidos de que, si una causa queda detenida o fracasa, es porque Dios
lo quiere y no debido a errores humanos o inherentes al sistema. Una y otra vez se
me aseguró que, si Dios quiere ver canonizado a un siervo de Dios, así sucederá.
En consecuencia, se supone que, pese a los evidentes defectos, el sistema —y
quienes lo hacen funcionar, el papa incluido— produce, en última instancia, los
santos que Dios quiere. Y dado que los procedimientos del sistema han
permanecido, por lo menos hasta ahora, ocultos a la observación desde el exterior,
los católicos devotos se han inclinado o bien a maravillarse ante ellos o bien a
ridiculizar un proceso que no comprenden.
En cuanto intentan dilucidar la operación de la gracia de Dios en la vida del
candidato, los hacedores de santos se ocupan efectivamente del misterio. Pero el
modo de hacerlo no tiene nada de misterioso. Es complejo, como la mayoría de los
procedimientos burocráticos, y, según mi impresión, en algunos puntos
inconsistente y confuso. La complejidad deriva principalmente del hecho de que,
en las diferentes fases del proceso, prevalecen diferentes niveles de autoridad y de
competencia profesional. Como un ciempiés, una causa no puede avanzar hasta
que no se pongan en marcha todas las partes necesarias. Creo que quienes miran el
sistema desde fuera tienden a exagerar el papel del papa en la creación de santos.
De modo semejante, los que están dentro del sistema atribuyen demasiada
responsabilidad a los creyentes. A mi juicio, el único personaje indispensable es el
obispo local, especialmente desde que llegó a ser el único responsable de investigar
vida, virtudes o martirio de los candidatos. Si el obispo no impulsa la causa, nada
se mueve, ni en el nivel local ni en Roma.

PROCESO Y PROFESIONALIDAD

Mientras la creación de santos se consideró un asunto del derecho canónico


y de sus juristas, gozó de cierta fama de profesionalidad, por muy exagerada que
fuese. Una profesión es un gremio que exige, a quienes se admiten a su ejercicio,
unas ciertas pautas relativas a conocimientos, competencia y conducta. Pero, desde
la reforma de 1983 (y sospecho que desde mucho antes), resulta evidente que no
existen unas pautas profesionales claras y rigurosas para quienes dirigen la
Congregación para la Causa de los Santos ni —lo cual es más importante— para
quienes cumplen funciones de relatores, de postuladores y, sobre todo, de asesores
teológicos.

Como sucede también en otros departamentos de la Santa Sede, el jefe de la


congregación es nombrado por criterios políticos. A su retiro en 1989, por ejemplo,
al cardenal Palazzini lo sustituyó el también cardenal Angelo Felici, un hombre
que no posee ninguna competencia particular —y absolutamente ninguna
experiencia— en la creación de santos. A los relatores se les exige, como hemos
visto, cierta calificación teológica y lingüística, pero no se requiere un doctorado en
historia, disciplina que se diría necesaria para apreciar los documentos y
testimonios históricos. Se prefiere la especialización en teología espiritual, aunque
no todos los relatores y asesores pueden preciarse de ser particularmente
competentes en teología de la vida espiritual ni se ha encontrado a suficientes
hombres que cumplan los requisitos lingüísticos necesarios. Por tanto, la
congregación se ve obligada en ocasiones a recurrir a especialistas externos, que
carecen de experiencia en la preparación y el enjuiciamiento de las causas.
La verdad es que la congregación elige a los mejores hombres que puede
conseguir. A diferencia del cuerpo diplomático del Vaticano, la congregación no
tiene ninguna escuela profesional para la formación de hacedores de santos,
aunque ofrece un studium: una serie de lecciones para los colaboradores y
funcionarios de los tribunales diocesanos. En su mayoría, los hacedores de santos
son hombres inteligentes que, al igual que muchos administradores universitarios,
obtienen el doctorado y, después, se especializan, por circunstancias a menudo
fortuitas, en un ámbito al que no habían previsto dedicarse. La competencia en la
creación de santos es, pues, algo que se aprende sobre la marcha, y sus mejores
practicantes son producto de larga experiencia y duro trabajo.

Nada de eso debería sorprendernos; a fin de cuentas, las grandes empresas


están llenas de ingenieros convertidos en vendedores, vendedores convertidos en
funcionarios administrativos y ejecutivos de alto nivel que de jóvenes estudiaban
literatura comparativa; pero, a diferencia de una empresa bien administrada, el
Vaticano no siempre recompensa la competencia con las responsabilidades
correspondientes y, además, en estos años de escasez de vocaciones al sacerdocio,
las congregaciones del Vaticano tienen que apañárselas con los talentos que están a
su alcance; y no hay mucha competencia, según descubrí, para el cargo de relator
de la congregación ni para el de postulador general de las órdenes religiosas más
importantes.

Lo cual no quiere decir que los hombres que trabajan en la congregación o


colaboran con ella sean de segunda fila. Igual que otros órganos de la Santa Sede,
la congregación depende de un surtido bastante variado de talentos, en gran parte
mediocres y, en algunos casos, bastante elevados. El problema es, en mi opinión,
que todos esos hombres trabajan dentro de un sistema que es deficiente en lo
relativo a los controles y los mecanismos de equilibrio que cabe esperar de una
profesión; un sistema que deja un margen excesivo a opiniones, presiones y
caprichos subjetivos.

El mayor defecto es que todos los que están involucrados directamente en


una causa tienen motivos para desear su éxito. Esto vale particularmente para el
postulador, que trabaja para el promotor de la causa, y vale para el colaborador (o
colaboradores), que es invariablemente alguien ya convencido de la santidad del
candidato. De hecho, la mayoría de los colaboradores, como Elizabeth Strub, que
escribió la informado sobre Cornelia Connely, se reclutan de las mismas órdenes
religiosas que patrocinan las causas o, si no, de la diócesis que se beneficiará de la
canonización, como Joseph Martino, de Filadelfia que preparó la positio de
Katharine Drexel. En el caso del cardenal Newman, el autor de la positio, el padre
Vincent Blehl, es un estudioso que ha dedicado la mayor parte de su vida adulta a
editar los escritos del candidato, enseñar sus pensamientos y promover su causa.
En la práctica, parece que sólo los ya convencidos están dispuestos a realizar el
trabajo requerido para producir el texto clave en que se basa el juicio de santidad.
Pero un proceso genuinamente profesional exigiría que esas importantes tareas
fuesen asignadas a personas competentes que no tuvieran ningún interés personal
ni profesional en el resultado de la causa.

Otro defecto flagrante es que la congregación carece de un procedimiento


que asegure que las positiones sean juzgadas por un equipo, desinteresado, de
asesores teológicos. Los jueces del Tribunal de Rota, que entiende de anulaciones
de matrimonios y otros asuntos legales, se eligen por rotación y por orden
cronológico; pero, en la Congregación para la Causa de los Santos, es el promotor
de la fe quien elige a los asesores teológicos de cada causa. Ello obedece, según me
dijeron, a razones prácticas: la congregación prefiere a los asesores que conozcan la
lengua y la cultura del candidato, y en todo caso, debe elegir entre aquellos que, en
un momento dado, estén disponibles para ocuparse de la causa. Pero, como hemos
visto en el caso del papa Pío IX, la congregación pasó por alto al único asesor, de
los que tenía en la lista, que era biógrafo del candidato y experto en su vida —el
padre Giacomo Martina—; presuntamente, porque se sabía de él que no acababa
de creer en la santidad del candidato. En ese caso, de todos modos, el promotor de
la fe podría haber actuado de una manera más profesional si hubiera elegido a una
comisión que incluyera en proporción equilibrada a los más notorios partidarios y
adversarios de un candidato tan controvertido. El hecho de que no lo hiciera puede
haber sido efectivamente uno de los motivos de por qué Juan Pablo II creó otro
comité para que lo asesorara acerca de la conveniencia o no de poner en práctica el
veredicto favorable de los teólogos.

Sean cuales sean las razones prácticas por las que se asigna la redacción de
la positio a los proponentes de la causa y se deja la elección de los jueces a
discreción del promotor de la fe, la ausencia de unos procedimientos profesionales
expone el sistema a las acusaciones de manipulación.

Imagínense» por ejemplo, una causa en la que el papa y gran parte de la


jerarquía católica del mundo entero estén notoriamente a favor de la canonización
del candidato; imagínense también que el candidato sea el fundador de una nueva
organización religiosa, cuya lista de afiliados se mantiene en secreto, pero sus
miembros están decididos a revalorizar la organización mediante la canonización
de su fundador; imagínense, además, que varios funcionarios de alto rango de la
congregación simpaticen abiertamente con la organización y con la causa del
fundador. Pueden suponer, entonces, a qué presiones se hallará sometido el relator
de la causa, de quien se espera que sea impermeable a influencias externas e
independiente en su juicio. Sin un sistema de selección desinteresada de los jueces,
¿qué garantía tiene la Iglesia de que una causa así sea procesada con estricta
imparcialidad, de que los asesores teológicos sean elegidos con estricta
imparcialidad; y, sobre todo, si se tiene en cuenta que los nombres de los jueces y
sus votos se mantienen en secreto hasta mucho después de dictarse la sentencia?

Tales pensamientos acuden a la mente, de un modo inevitable, cuando


observamos los asombrosos progresos de la causa de José María Escrivá de
Balaguer, fundador del Opus Dei. Escrivá murió el 26 de junio de 1975. Para los
miembros del Opus Dei, una organización mundial de sacerdotes y laicos, Escrivá
es «El Padre», cuyo libro de 999 máximas espirituales, Camino\'7b340\'7d, ilumina
el sendero que conduce a la perfección espiritual y a la «cristianización» del
mundo secular. Mucho antes de su muerte, El Padre era considerado un santo
dentro del Opus Dei, un líder guiado por Dios y cuya visión personal de la
vocación cristiana ofrece un camino seguro a la salvación a quienes se someten a la
disciplina del movimiento. Juan Pablo II es un admirador devoto de Escrivá: en
1984, dijo en una reunión internacional del Opus Dei que «tal vez en esta fórmula
[el «trabajo de Dios» para la cristianización de la sociedad] esté la realidad
teológica, la esencia, la naturaleza misma de la vocación de la época en que
vivimos y en que habéis recibido la llamada del Señor»\'7b341\'7d,\'7b342\'7d.

Para los críticos\'7b343\'7d, en cambio, Escrivá era un hombre bastante


vanidoso, que toleraba de buen grado el culto que se rendía a su persona (en sus
escritos, su título elegido de «El Padre» resulta a veces difícil de distinguir, en el
contexto, del «Padre» invocado por Jesucristo), y el líder de un movimiento casi
sectario en el seno de la Iglesia, cuyos miembros se parecen a los mormones por su
afición a los ritos privados, las sociedades secretas, la preocupación meticulosa por
el vestir correcto, los modales recatados, y ante todo, por su convicción
inquebrantable de que ellos y sólo ellos han hallado la forma que el catolicismo
debe adoptar en su lucha implacable contra el mundo, la carne y el demonio.

Dado que el Opus Dei no publica los nombres de sus miembros ni está
fácilmente dispuesto a identificar sus operaciones seculares, sus adversarios lo han
acusado de constituir una quinta columna conservadora en la Iglesia y en la
sociedad. Puesto que el Opus Dei es una prelatura personal, sus agentes reciben
sus directivas de su superior en Roma; en ese sentido, funcionan
independientemente de los obispos locales. En España y en varios países
latinoamericanos, es considerado una fuerza poderosa en la política, la educación,
los negocios y el periodismo. Sea verdad o no —pues no es fácil conseguir
información objetiva sobre la organización—, algunos ex miembros han
atestiguado la naturaleza casi sectaria de su experiencia con el movimiento,
especialmente la tendencia a separar en ciertas situaciones a los miembros más
jóvenes de sus familias naturales si los padres son hostiles al Opus Dei. Lo que
preocupa a los padres —y no deja de ser comprensible— es la insistencia en que
los miembros reciban su dirección espiritual, incluida la confesión de los pecados,
exclusivamente de los sacerdotes del movimiento. Visto que muchos hombres y
mujeres jóvenes, incluso con veinte o treinta años, son a menudo inseguros y
psicológicamente inmaduros, algunos padres se sienten preocupados por los
efectos que la organización pueda tener en sus hijos; sobre todo, al tratarse de
jóvenes adultos que hacen votos de castidad perpetua y conviven en «familias» del
Opus Dei, mientras continúan dedicándose a ocupaciones seglares.

A su vez, la organización niega constituir una sociedad secreta o perseguir


otra finalidad que la perfección espiritual de sus miembros. El Opus Dei atribuye a
su fundador el descubrimiento de que la santidad es para todos, no sólo para el
clero y los religiosos, aunque en realidad esa idea «revolucionaria» no tiene nada
de novedoso. Sin embargo, la organización ha reclutado de manera agresiva a
muchos católicos seglares con estudios superiores y ambiciones profesionales,
inculcándoles —como hacían tradicionalmente los colegios y las universidades de
los jesuitas— la idea de que un buen abogado u hombre de negocios sirve tanto a
Dios como un clérigo. El Opus Dei afirma contar con setenta y seis mil afiliados
laicos y mil trescientos sacerdotes en el mundo entero; y, tal como sus miembros la
describen ahora, la organización es poco más que una asociación disciplinada y
ultraortodoxa de católicos romanos que viven, de forma muy parecida a los
terciarios de las órdenes religiosas tradicionales, una vida casi monástica en el
mundo mientras continúan con sus carreras seglares.

Lo que efectivamente distingue a los miembros del Opus Dei de otros


católicos piadosos es la devoción a Escrivá y a sus escritos. En ese aspecto, se
parecen a los jesuitas, que reciben su formación espiritual de los Ejercicios
espirituales de su fundador, Ignacio de Loyola. Ignacio es un santo canonizado, y
vista la decisión de Escrivá de iluminar el camino de santidad para los miembros
del Opus Dei, resulta comprensible que hagan cuanto puedan para que su vida y
obra sean revalorizadas mediante una declaración de santidad. Pero, a juzgar
solamente por sus escritos, Escrivá era un espíritu nada excepcional, de escasa
originalidad y de ideas a menudo banales; personalmente inspirativo quizá, pero
falto de descubrimientos originales. La colección de sus 999 sentencias apodícticas
revela una notable dosis de intolerancia, desconfianza ante la sexualidad humana y
torpeza en la expresión; a lo más, un Poor Richard católico sin los ocasionales rasgos
de ingenio de Benjamin Franklin:

15 No dejes tu trabajo para mañana.

22 Sé recio. —Sé viril. —Sé hombre. —Y después... sé ángel.

28 El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de


Cristo. —Así, mientras comer es una exigencia para cada individuo, engendrar es
exigencia sólo para la especie, pudiendo desentenderse las personas singulares.

¿Ansia de hijos?... Hijos, muchos hijos, y un rastro imborrable de luz


dejaremos si sacrificamos el egoísmo de la carne.

61 Cuando un seglar se elige en maestro de moral se equivoca


frecuentemente: los seglares sólo pueden ser discípulos.

132 No tengas la cobardía de ser «valiente»: ¡huye!

180 Donde no hay mortificación no hay virtud.

573 Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón.

625 Tu obediencia no merece ese nombre si no estás decidido a echar por


tierra tu labor personal más floreciente, cuando quien puede lo disponga así.

814 ¡Un pequeño acto, hecho por Amor, cuánto vale!\'7b344\'7d

Los santos, por supuesto, no necesitan ser elocuentes; pero quien ofrece su
dirección a otros debería mostrar cierta agudeza de percepción espiritual y un
nivel discernible de profundidad. Sólo hay que comparar lo que escribió Escrivá
con, digamos, las columnas de Dorothy Day para The Catholic Worker, los escritos
de Romano Guardini sobre el espíritu del catolicismo o los ensayos de Simone Weil
sobre la búsqueda de Dios, para percatarse de que los dones de aquél, sean cuales
sean, no incluyen un conocimiento profundo del alma ni de la época en que
vivimos.

Existen, pues, suficientes interrogantes acerca del Opus Dei y de su


fundador para justificar la tradición de los hacedores de santos de proceder
despacio con las causas controvertidas. Y, sin embargo, el 9 de abril de 1990, sólo
quince años después de su muerte, Escrivá fue declarado heroicamente virtuoso
por Juan Pablo II\'7b345\'7d. Además, el postulador, el padre Flavio Capucci,
miembro del Opus Dei, tiene tres milagros de intercesión muy prometedores sobre
los que ha estado trabajando. Con un poco de suerte, Escrivá ganará la palma a
Teresa de Lisieux, cuya canonización a los veintitrés años de su muerte sigue
siendo el récord moderno. ¿Por qué tanta prisa?

Cuando hablé en 1987 por primera vez con el padre Eszer, el relator de la
causa, no insinuó en ningún momento que la positio sobre la virtud heroica de
Escrivá estuviese casi acabada; pero, después de que éste fuera declarado
venerable, Eszer habló con menos reserva. En primer lugar, la solicitud formal de
abrir la causa la presentó en la fecha más temprana posible, a los cinco años de la
muerte, el cardenal Ugo Poletti, vicario de Roma. En segundo lugar, el apoyo a la
causa incluía cartas de sesenta y nueve cardenales, doscientos cuarenta y un
arzobispos, novecientos ochenta y siete obispos —casi un tercio del episcopado
católico—, más cuarenta y un superiores de órdenes y congregaciones religiosas.
No se sabe cuántos de ellos son además miembros del Opus Dei. En todo caso, la
organización afirma contar con el apoyo de decenas de miles de personas en el
mundo entero, de modo que cabía esperar una verdadera avalancha de peticiones
en favor de la causa de Escrivá.

Y en tercer lugar, los dirigentes del Opus Dei estaban preparados para el
proceso. Puesto que ellos consideraban a su fundador un santo desde hacía mucho
tiempo, habían reunido ya hasta el último trozo de papel escrito sobre él. En total,
los documentos y testimonios sumaban veinte mil páginas.

—La mayor parte de mi trabajo consistió en suprimir las repeticiones —me


dijo Eszer—. No podemos darles a leer a los asesores teológicos toda una
biblioteca.

El resultado fue que la positio definitiva tenía seis mil páginas.

—¿Cómo ha podido acabar usted tanto trabajo en tan poco tiempo? —


pregunté.

—No tuve mucho que hacer. La positio la escribió el postulador, que tenía a
cuatro profesores universitarios del Opus Dei trabajando para él.

—Creía que las positiones se escribían bajo la dirección del relator.

—Bueno, yo llevaba el control, pero ellos lo hicieron todo. Yo veía solamente


al postulador, nunca a los otros. Esa gente del Opus Dei es muy diligente y muy
discreta.

—Entonces, ¿usted revisó la positio?

—No, yo sólo eliminé los testimonios redundantes.

Resulta que las declaraciones de los testigos fueron recogidas en dos


procesos, uno de los cuales se celebró en Madrid y el otro en Roma. En total, los
tribunales escucharon a noventa y dos testigos; cuarenta y cuatro de ellos eran
laicos. Eszer ignoraba cuántos pertenecían al Opus Dei y tampoco estaba en
condiciones de indicar, según él, cuántos declararon en contra de la causa, si es que
alguno lo hizo.

—Seguramente —apunté—, visto el carácter sumamente controvertido del


hombre y de su movimiento, debió de haber adversarios.

—Las únicas críticas al Opus Dei que he leído —repuso Eszer— venían de
antiguos miembros, de gente que lo dejó.

Con eso daba a entender que esas personas no le parecían unos testigos
dignos de crédito.

—Bueno, entonces —insistí—, ¿alguno de los jueces dio un voto negativo?

—Eso no se lo puedo decir —contestó Eszer, indicando que no quería.

Algún día, el público llegará a conocer la positio de Escrivá y quizá también


los votos de los jueces; hasta entonces, nadie sabrá en qué grado los aspectos
dudosos del hombre y de su obra se airearon como es debido. Puede que Escrivá
haya sido verdaderamente el gran santo que el Opus Dei afirma que fue, pero la
rapidez y la facilidad irrestricta con que su caso fue tratado por la congregación
plantea muchos interrogantes acerca del proceso mismo; en lo que se refiere al
rigor, la imparcialidad, la profesionalidad y la libertad de presiones eclesiásticas y
política espiritual.

ACTUALIDAD Y

FAMA SANCTITATIS

Una cosa es afirmar, como yo he hecho repetidamente, que el santo es un


producto de un— sistema y otra suponer que los canonizados sean efectivamente
los santos que la Iglesia necesita como modelos ejemplares para esta época o para
cualquier otra. Al contrario, la duración del proceso mitiga de por sí la noción de
«actualidad» en lo tocante al reconocimiento de santos. Lo cual es decir que el
proceso formal de canonización, cabalmente entendido, no es acción, sino reacción;
y, en la mayoría de los casos, reacción decididamente retardada. Identificar la
santidad exclusivamente con la canonización formal significaría, por tanto, perder
de vista la dimensión populista de la creación de santos. No puede haber santos
oficialmente reconocidos hasta que no haya primero «santos de pueblo», o de
cierta parte del pueblo al menos. Y es esa acción populista, más que la reacción
oficial, lo que constituye la verdadera historia —la historia de las historias— de los
santos\'7b§§§§§§§§§\'7d \'7b346\'7d.

Dicho esto, no me resulta fácil entender qué es lo que los hacedores de


santos aceptan como una reputación popular o genuina de santidad. En el pasado,
buscaban actividades devotas ante tumbas, santuarios y, en algunas culturas
católicas (que muchas veces son subculturas religiosas), tales actividades
continúan aún hoy. Pero, como hemos observado en el caso del cardenal Newman,
ciertos santos no inspiran las formas tradicionales de culto y devoción y muchos
católicos cultos no muestran inclinación alguna a expresar su devoción a la manera
tradicional. La poesía del jesuita Victoriano Gerard Manley Hopkins, por ejemplo,
comunica a millones de personas (y no sólo a católicos) no solamente un placer
estético, también una experiencia mediata de la vida y del compromiso cristianos.
Lo mismo puede decirse de los escritos del difunto sacerdote trapense Thomas
Merton, personaje que es objeto de culto en más de un sentido. No he visitado
jamás la tumba de ninguno de los dos; no obstante, siento devoción por ellos. Y, sin
embargo, que yo sepa, esa clase de devoción no se considera reputación de
santidad. De todos modos, ninguno de los dos sacerdotes ha sido propuesto por
los miembros de sus órdenes respectivas como candidato a la santidad.

Por otra parte, continúa siendo un misterio para mí que la congregación


pueda atribuir reputación de santidad vigente a un personaje marginal del siglo
XIX como Ana Catalina Emmerich, cuyas visiones y profecías sabemos ahora que
fueron inventos deliberados de un poeta romántico exaltado. Las historias que ella
contó no son verdaderas (tampoco lo son la mayoría de las historias que se han
contado acerca de ella), pero forman la base de su antaño robusta reputación de
santidad. Aparte de esos cuentos apócrifos, ¿qué pruebas hay de que Emmerich
continúe gozando del tipo de reputación que se requiere para justificar un proceso
formal? Como muchos otros de los santos que nos dan ahora, su reputación de
santidad parece fundarse en poco más que en un recuerdo, alimentado como una
tenue vela por los restos de su orden religiosa. En suma, la fama sanctitatis es uno
de los aspectos de la canonización para los que no existen criterios palpables.
LA POSITIO:

LA VIRTUD HEROICA

Y LA VIDA NARRADA

Más arriba he observado que el proceso formal de canonización es


esencialmente una reacción ante un movimiento popular. Evidentemente, es
mucho más que eso. Es también una investigación sobre la vida y la reputación de
santidad del candidato; pero el primer fruto de esa investigación es un texto
escrito, la positio, que no es sino una redacción o reescritura de la historia del
candidato, basada en las declaraciones de los testigos y en documentos históricos
críticamente evaluados.

Los dos jesuitas hacedores de santos, Paolo Molinari y Peter Gumpel, ven en
las positiones unos tesoros teológicos que deben explotarse por cuanto revelan
acerca de las formas de auténtica espiritualidad cristiana; ellos lamentan que esos
textos no sean leídos con más frecuencia por los teólogos ajenos a la congregación.
A mí también me gustaría que se prestase más atención a los textos por los que se
juzga la santidad, aunque por motivos diferentes. Por mis propias lecturas de
varias positiones, he llegado a compartir el descontento expresado por algunos de
los asesores teológicos de la congregación. Esencialmente, éstos se quejan de que la
mayoría de las positiones no demuestran cómo el siervo de Dios creció en la
santidad que se espera de un santo. En otras palabras, se juntan las pruebas para
cada una de las virtudes requeridas y se demuestra la santidad; pero, con
demasiada frecuencia, sin explicar cómo desarrolló el individuo aquella santidad
única que distingue a cada santo de todos los demás.

A mí me parece una objeción muy seria y digna de ser ampliamente


discutida por estudiosos y obispos, más allá de los límites de la congregación. Pero,
pese a todos los doctorados otorgados por las universidades pontificias de Roma,
hasta donde he podido averiguar, nadie ha sometido esos textos a un examen
crítico y sistemático; nadie, fuera de la congregación, ha preguntado por qué las
positiones son como son o si se podría o se deberían cambiar los textos ni, en
particular, cómo esos textos se relacionan con la cuestión más amplia de por qué
nos dan los santos que nos dan. A falta de un estudio formal de estas
características, ofrezco los siguientes comentarios críticos de un observador
privilegiado, aun reconociendo la franqueza de las personas que cargan con la
principal responsabilidad de escribir las positiones: los postuladores, los relatores y
sus colaboradores. Confío en que comprenderán por qué he decidido exponer su
trabajo a una luz diferente, aunque no hostil.

En primer lugar, los hacedores de santos confían excesivamente en el


método histórico—crítico como procedimiento «científico» encaminado a
establecer los hechos sobresalientes relativos a un santo. Tal vez esto sea
comprensible, como reacción a las acusaciones de los protestantes en el sentido de
que las historias de los santos se componen de leyendas fantásticas. Pero la noción
de la historia como ciencia exacta es ella misma una fantasía de la Ilustración; los
historiadores de hoy tienen un concepto más modesto de su propio método y
reconocen que los «hechos» existen solamente en relación con un esquema de
interpretación, con un relato. Pienso, por tanto, que los hacedores de santos
ganarían una mayor claridad conceptual acerca de su oficio —y de su relación con
la biografía en general— si reconociesen que ellos hacen lo mismo que todos los
historiadores: cuentan una historia. Una historia documentada, por cierto, pero
que sigue siendo una historia.

Es. precisamente ese elemento narrativo lo que vincula los textos,


producidos para fines de canonización, con los géneros precursores; como es el
caso de las vidas de los santos medievales, de las leyendas cristianas primitivas, de
las historias de la pasión de los mártires y del relato de Lucas sobre el martirio de
san Esteban. Cada una de esas formas narrativas refleja una cultura y una sociedad
determinadas y cada una se halla moldeada por ciertas convenciones literarias, a
través de las cuales la acción de la divina gracia se hace inteligible. Si es verdad
que los santos se conocen únicamente por sus historias, entonces, nos será útil
examinar cómo se hace inteligible la santidad a través de las convenciones que
rigen la redacción de las positiones modernas.

Los hacedores de santos insisten, desde luego, en que su intención no es


contar una historia, sino demostrar virtudes heroicas, y que la positio no es más que
un instrumento subordinado a tal fin. Bajo el antiguo sistema jurídico, eso era
claramente el caso. En tanto en cuanto el processus de la creación de santos se
concebía como un juicio, tal como implica el término latino, la positio cumplía la
función de un auto judicial en favor del candidato en cuestión. Los juristas
rastreaban la vita y los documentos que la acompañaban en busca de pruebas a
favor o en contra de las presuntas virtudes heroicas del candidato. Lo importante
no era el texto, sino la dialéctica legal con toda su retórica, su polémica y su
mordacidad. Por muy tendenciosos que fuesen los argumentos, el «texto»
enmendado que surgía de las disputas entre el «abogado del diablo» y el abogado
defensor era la historia que determinaba la santidad del candidato. Como el
veredicto de un jurado, la «verdad» definitiva acerca de un santo se obtenía a
fuerza de disputas orales, no conforme a una lógica narrativa.

La reforma de 1983 eliminó a los abogados y, con ellos, la forma jurídica de


la creación de santos. Lo que no eliminó fue la exigencia de demostrar las virtudes
heroicas; esa tarea vino a recaer en los autores del texto (el relator y su
colaborador). El resultado es, como he subrayado ya, un género híbrido en busca
de una forma adecuada. El problema no es, como en el caso de la fama sanctitatis, la
falta de criterios, sino una confusión de propósitos. Por un lado, se supone que el
texto es el relato de una vida única —la biografía de uno de los «números primos»
de Dios—; por otro, se espera que satisfaga las exigencias no narrativas de la
teología moral.

John Henry Newman advirtió lo que puede suceder cuando se fuerza un


texto para servir a dos amos. Parece que hiciera referencia a las positiones modernas
cuando se quejaba de aquellas biografías hagiográficas que «no presentan a un
santo, sino que lo desmenuzan en lecciones espirituales». Newman comprendía las
exigencias de la buena literatura, sabía que la presentación de un personaje,
aunque éste sea un santo, depende de ciertos elementos de intriga y de
caracterización que no se pueden organizar conforme a una receta demostrativa de
virtudes morales. Pero precisamente eso es lo que la congregación exige ahora a
una positio, incluida la de Newman mismo.

En manos de una persona imaginativa es posible conseguir que la narración


y la demostración de las virtudes se mezclen. Como hemos visto en el capítulo 8,
Elizabeth Strub consiguió que la historia de la vida de Cornelia Connelly
determinara la forma en que se manifestaba cada una de las virtudes requeridas.
Al proceder de ese modo, sin embargo, Strub se tomó no sólo ciertas libertades
respecto a las convenciones por las que suelen organizarse las positiones, sino que
planteó también —a mi entender, al menos— una cuestión mucho más amplia que
es preciso abordar: ¿los santos son santos porque son virtuosos —en cuyo caso la
demostración de santidad, a partir de un esquema de virtudes, tendría sentido
como procedimiento—, o son virtuosos porque son santos? De ser esto último, el
objetivo primordial de los hacedores de santos debería ser el de contar la historia
de la singular transformación del candidato por la gracia del amor de Dios.

A lo largo de este libro he venido recalcando el lugar central que ocupan los
relatos en el proceso de creación de santos. Y es que el ser humano es
esencialmente un animal que cuenta historias; nos comprendemos a nosotros
mismos, si es que nos comprendemos, como personajes de una historia y es, a
través de las historias, como llegamos a comprender a los demás, incluidos los
santos. Como vimos en el capítulo 2, los cristianos primitivos reconocían a los
santos solamente en la medida en que los veían revivir la historia de Cristo. Pero,
paralelamente a esa forma narrativa, la cristiandad desarrolló también otra forma
de discurso para hablar de la santidad, un discurso que aspira a describir el
carácter o las virtudes que se esperan de un santo: el de los teólogos y filósofos
morales, tan antiguo como la Iglesia misma.

Como ciudadanos de la cultura grecorromana, los cristianos primitivos


heredaron el lenguaje de la virtud y lo adoptaron al concepto que tenían de sí
mismos como miembros de una nueva comunidad en Cristo. En las epístolas de
Pablo\'7b347\'7d; los documentos más antiguos de la Iglesia, encontramos ya el
concepto cristiano de gracia refractado a través del prisma conceptual de la virtud:
la gracia se manifiesta como fe, esperanza y caridad. De esas virtudes, la caridad o
amor de Dios es la suprema porque, a través de ella, el alma participa en la vida de
Dios mismo y se halla unida a él. Desde ese punto de vista, la caridad anima y
perfecciona las otras virtudes. Además, es la única virtud que continúa después de
la muerte: en el Paraíso, la fe y la esperanza no son necesarias para los «amigos de
Dios», pues poseen ya —y son poseídos por— el amor eterno de Dios.

Como hemos visto, la Iglesia primitiva veía en los mártires a unas personas
que alcanzaban la perfección de la virtud al sacrificar sus vidas en perfecto amor al
Padre, como hiciera Jesucristo. El martirio suponía, en otras palabras, la perfección
de la fe, la esperanza y la caridad. En quienes no eran mártires, sin embargo, el
amor perfecto de Dios era menos obvio y sus pretensiones de santidad no se
basaban en cómo murieron, sino en cómo vivieron. Para ganar fama de santo había
que desarrollar, durante toda la vida de uno, la perfección del carácter y de la
virtud. Así pues, las historias y las leyendas de los no mártires —especialmente, las
de los ascetas— eran historias de virtud heroica.

Además del lenguaje de la virtud, los antiguos padres de la Iglesia


adoptaron también el modelo griego de la persona moralmente virtuosa. Aparte de
la fe, la esperanza y la caridad, de un buen cristiano se esperaba que ejerciera las
virtudes aristotélicas de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Sin
duda, el lugar más importante lo ocupaban las virtudes infusas por Dios mediante
su gracia, pero ello no excluía las virtudes mora—les por las que la gracia se
manifestaba en la relación con los otros. Así que, además de las historias de santos,
en los tiempos de san Agustín, los padres de la Iglesia habían desarrollado ya los
elementos fundamentales de una teología moral, que acabaría usándose como
pauta para medir la santidad.
Fue sólo después de que la creación de santos se convirtiera en un proceso
formal, dirigido por el papa, cuando ese esquema de virtudes comenzó a utilizarse
como recurso heurístico para investigar las vidas de las personas que tenían
reputación de santidad. El término «virtud heroica» entró en el vocabulario de la
Iglesia a través de la traducción de la Ética a Nicomaco de Aristóteles, realizada en
1328 por Robert Grossteste, obispo de Lincoln y uno de los testigos de la firma de
la Carta Magna. Aristóteles empleó el término ‘para designar la virtud moral
practicada en grado heroico —o semejante al de los dioses—, y la expresión fue
finalmente adoptada por santo Tomás de Aquino, cuya síntesis de ideas
aristotélicas y cristianas sobre la virtud estableció el marco conceptual por el que se
juzgaría en adelante la santidad. San Buenaventura (1221-1274) fue el
primer\'7b348\'7d santo, canonizado por un papa, cuya vida se investigó
siguiendo el esquema de las tres virtudes teológicas (fe, esperanza y caridad) y las
cuatro virtudes morales cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). La
virtud heroica se convirtió, en la terminología técnica de la creación de santos, en
sinónimo de santidad y, finalmente, fue entronizada como el concepto rector de la
congregación por medio de los tratados de Prospero Lambertini (el papa Benedicto
XIV) sobre beatificación y canonización.

La cuestión a la que han de enfrentarse actualmente los hacedores de santos


es, a mi entender, si deben continuar exigiendo pruebas de virtud heroica a la
manera tradicional. Hay, a mi juicio, tres objeciones importantes que hacer a dicho
procedimiento: primero, las pruebas de virtud parecen, en última instancia,
contradecir el intento de identificar la santidad única de un santo, tal como se
revela en la historia de la vida del candidato; segundo, el esquema tradicional de
virtudes me da la impresión de que es rígido y arbitrario, pues, para demostrarlas,
es preciso hacer entrar por la fuerza la vida del candidato en el lecho de Procrustes;
tercero, al identificar la santidad con la perfección de la virtud, los hacedores de
santos se ven obligados a excluir de las positiones todo indicio de fallos humanos y,
de ese modo, omiten lo que es realmente ejemplar en la vida de un santo: la lucha
entre la virtud y el vicio o, en una perspectiva más amplia, entre la gracia y la
naturaleza. En suma, se limitan a escribir hagiografías por el método histórico-
crítico.

Son objeciones serias que apuntan, más allá de las cuestiones de


procedimiento, al corazón mismo del proceso de canonización. ¿Son válidas esas
objeciones?

En teoría, por lo menos, parece que no hay contradicción alguna entre las
virtudes requeridas por la Iglesia y la vida narrada de un santo. Según ha
demostrado el filósofo británico contemporáneo Alasdair MacIntyre, todo sistema,
por el que se conciban o se ordenen las virtudes, está «vinculado a una noción
determinada de la estructura o estructuras narrativas de la vida
humana»\'7b349\'7d. Así, el orden y la concepción de las virtudes cristianas, con
la caridad o el amor de Dios como su centro y fuente, es inteligible sólo en el
contexto de un relato que imagina la vida humana como una búsqueda de la
unidad o la amistad con Dios. En este esquema, por ejemplo, la humildad es una
virtud igual que la justicia, mientras que en la ética de Aristóteles, que no
contempla la vida con Dios como objetivo de la existencia humana, la humildad es
un vicio.

Visto en esta perspectiva, por tanto, parecería que no hay incongruencia


alguna entre la historia de la vida de un santo y el esquema de las virtudes
heroicas exigidas por el proceso de canonización. Cuanto más llegue un santo a
asemejarse a Cristo, gracias al don del amor divino, y cuanto más exprese ese amor
en sus actos dirigidos hacia los demás, tanto más vive la historia cristiana. En
efecto, desde el punto de vista teológico acaso sea lícito concluir que el verdadero
motivo de la vida de un santo no es su existencia humana como individuo, sino la
acción de la gracia que lo transforma en aquello que estaba destinado a ser: un
amigo de Dios.

Pero, si es a través de su cooperación con el don de la gracia divina como los


santos llegan a serlo, ¿por qué hay que exigirles pruebas de prudencia, justicia,
fortaleza y templanza? Por importantes que sean, esas virtudes no están escritas en
tablas de piedra. ¿Por qué no se da más importancia a otras virtudes, tales como la
humildad, la paciencia y la misericordia, en las que hizo hincapié Jesucristo mismo
y que son cualidades, por tanto, para las que habría razones de esperar que se
encontrasen en un santo cristiano? ¿Por qué no volver a las bienaventuranzas
(«Bienaventurados los mansos», etcétera)\'7b350\'7d que Jesucristo recomendó a
sus seguidores? En una palabra, ¿por qué no apoyarse únicamente en los valores
del Evangelio, al analizar la vida de un santo?

Mi opinión es que, si los hacedores de santos fueran más flexibles en cuanto


a las virtudes que esperan de un santo, harían más justicia a la variedad y la
singularidad de los amigos de Dios y privilegiarían la narración de sus vidas, por
encima de las pruebas de virtudes específicas. Sin duda, todo santo cristiano
debería sobresalir por un grado extraordinario de fe, esperanza y caridad; pero ¿es
necesario que sean igualmente excepcionales en cuanto a prudencia, justicia,
fortaleza y templanza? Éstas son cualidades que uno espera hallar en cualquier
persona moralmente buena y que, por consiguiente, no son exclusivas de los
seguidores de Cristo. Además, lo cierto es que los santos no siempre son prudentes
o justos, templados o valientes; y los hacedores de santos, de hecho, tampoco
exigen la perfección en esas categorías.

La positio en defensa de Pío IX me parece un buen ejemplo de las ventajas y


los inconvenientes que implica el uso de esas virtudes como instrumento
heurístico. En ese caso, se trataba de examinar la conducta del papa durante su
pontificado, y un análisis detallado conforme a las virtudes morales demostraba
que, en ciertas situaciones, sus juicios morales y sus actos distaron mucho de ser
perfectos. Como respuesta, el abogado defensor, Carlo Snider, arguyó que el papa
hizo cuanto pudo en las circunstancias dadas. En efecto, el alegato definitivo (y
finalmente triunfante) de Snider apelaba a la teología narrativa, no a la teología
moral: por muy imprudentes, injustos, intemperados o poco valientes que
hubieran sido en su momento ciertos actos específicos del papa, se hallan avalados,
en última instancia, por el despliegue de la «historia de la salvación», de la cual la
larga y tempestuosa gestión del cargo por Pío IX formaba un capítulo crucial.

Me parece, sin embargo, que un relato más sincero y exacto de la historia


habría prescindido de toda invocación de la «historia de la salvación». De haber
reconocido las debilidades de carácter del papa, sus defectos e incluso sus pecados,
la positio podría haber comprobado su santidad demostrando que el candidato
superó sus imperfecciones humanas y fue creciendo en la gracia de Dios. Pero las
positiones, como sabemos ahora, no se centran en los pecados. Aparte de alguna
selección ocasional de los escritos del candidato, las vitae oficiales, normalmente,
no discuten el tipo de conflictos que revelan el carácter: la lucha con pecados reales
como la desesperación, el orgullo o la envidia. ¿Hemos de creer, pues, que los
santos están libres de pecado? Las positiones invitan al lector a creerlo, porque se
ocupan exclusivamente de la virtud y su perfección.

Tal como funciona el sistema actualmente, se espera de los asesores


teológicos que juzguen unas biografías de cuyo texto se ha eliminado el pecado. La
razón parece ser puramente técnica; si en alguna fase del proceso —en las
declaraciones de los testigos, en los papeles privados del candidato, en los archivos
de las otras congregaciones del Vaticano o en la preparación de la positio— se
encuentran pecados serios, probablemente la causa será suspendida. Con el
antiguo sistema jurídico, podía suceder que un abogado defensor tratara de ocultar
pruebas de pecados graves, y era tarea del «abogado del diablo» sonsacarlas, como
sucedió en el caso de Pío IX, cuya positio tercera y última fue la respuesta a las
objeciones acumuladas; pero, ahora que el antiguo sistema de controversia se ha
abolido, el hacer esos juicios depende del postulador y del relator, a los que su
juramento obliga a no ocultar nada. Así pues, en el momento en que una causa
llega a la fase del debate, a los asesores teológicos se les presenta un texto que trata
solamente de lo positivo. En consecuencia, las cuestiones de las que ellos se ocupan
no se refieren a la sustancia, sino solamente a las pruebas: ¿avalan los documentos
la conclusión de que el candidato era virtuoso hasta el grado de heroísmo o de
perfección que se exige de un santo?

Encuentro, en suma, que el método actual de organizar y de escribir las


positiones no puede, por su misma naturaleza, hacer plena justicia a la vida del
candidato. Dadas las actuales exigencias de la congregación, los autores de las
positiones se ven obligados a incluir pruebas de virtudes, que pueden resultar, de
hecho, irrelevantes para la manera como ese candidato particular vivió su historia,
y los obliga también a omitir indicios contrarios, que acaso pudieran ser cruciales
para comprender lo que hay de singular en la santidad del candidato. En absoluto
pretendo sugerir que no se deba examinar a los santos en cuanto a su virtud
heroica, incluidas las virtudes morales; al contrario, basar la santidad en la virtud
es particularmente importante en una época como la nuestra, en la cual —por lo
menos, en el clima espiritualmente promiscuo de Estados Unidos— la
«.espiritualidad» se ha convertido en un término omnímodo que designa cualquier
estado elevado de sentimiento que vaya unido a un control psicológico sobre el
sistema nervioso y a una vaga comunión con un poder superior inocuo e
indeterminado, sin relación alguna con la conducta o con las decisiones morales
que forman el carácter. Lo que sí digo es que la concentración exclusiva en las
virtudes, sin prestar la atención concomitante a los defectos, no logra producir
unos santos creíbles: si a los candidatos hay que escrutarlos para buscar pruebas de
siete virtudes, ¿por qué no rastrear sus vidas también buscando indicios de los
siete pecados mortales?

Los santos, tal como yo los concibo, deberían sorprendernos, en lugar de


confirmar nuestras convicciones morales o teológicas. Sus historias no deberían
recordarnos la excelencia de la vida virtuosa, sino lo impredecible que puede
suceder cuando una persona se permite dejarse «transformar por la lógica
globalizadora de una vida vivida en y por Dios»\'7b351\'7d. En ese sentido, la
vida de cada santo genuino es, tomando prestada la frase merecidamente célebre
de Mahatma Gandhi, «un experimento con la verdad»\'7b352\'7d; y la finalidad
del proceso de canonización, en mi opinión debería ser descubrir si ese
experimento ha dado resultados y cuáles son.

La historia de un santo, tal como he llegado a entenderla, trata de Dios y su


relación con la humanidad. «Es algo terrible caer en manos del Dios
viviente»\'7b353\'7d, observaba con frecuencia Dorothy Day. El escribir la vida de
un santo habría de ser, pues, un ejercicio de teología primaria; es decir, no un
ejercicio secundario de teólogos ansiosos de demostrar lo ya conocido y aceptado,
sino el ejercicio primario de la comprensión y la imaginación cristianas, aplicadas a
los datos en bruto de una vida humana transformada por la gracia divina. Los
santos no son personas que tengan experiencias diferentes\'7b354\'7d, ellos
experimentan las mismas cosas que usted o que yo, pero las entienden de otra
manera; y es esa diferencia lo que distingue a los santos de otras personas y
distingue también a un santo de otro. La tarea de los hacedores de santos debería
consistir, por consiguiente, en iluminar esa diferencia específica, descubrir qué
revelaciones novedosas y formativas el amor de Dios ha producido en el candidato
y describir su efecto en un hombre o en una mujer que dice con Cristo: «No sea
como yo quiero, sino como tú.»\'7b355\'7d Eso es lo que todos los santos tienen en
común y lo que hace que cada santo sea, en la tradición cristiana, absolutamente
único.

La creación de santos es, así, un acto de imaginación religiosa. El santo o


santa imagina qué sería vivir su vida como la de Cristo, en obediencia total al
Padre, y eso es lo que hace. La comunidad contempla al santo y cuenta su historia;
y esto también es un acto de imaginación religiosa. La tarea de los hacedores de
santos no consiste simplemente en verificar la intuición de los creyentes, sino en
entrar en la imaginación religiosa del candidato, que es la mejor manera de
comprender y de explicar su forma particular de santidad. Y si el candidato es
verdaderamente un santo, su historia será contada una y otra vez como
demostración narrativa del poder de la gracia de Dios.

Desafortunadamente, los hacedores de santos de la Iglesia no parecen


apreciar mucho la imaginación. A partir de la Reforma, se refugiaron en el derecho
canónico y en los hechos demostrables. La tendencia a identificar la santidad con la
virtud heroica es, a mi entender, sintomática de la incapacidad del sistema para
reconocer su propia reconstrucción imaginativa de las vidas de los santos. Cada
positio es, en realidad, la interpretación de una vida acorde a un esquema
iluminado por la luz de la fe; y es porque no están dispuestos a confiar plenamente
en esa luz por lo que los hacedores de santos acuden a los milagros en busca de la
confirmación divina.
MILAGROS: SEÑALES

DE AMISTAD DIVINA

De todos los elementos de la creación de santos, las pruebas de milagros es


lo que más desconcierta, y tal vez incluso ofende, al intelecto seglar. Los milagros
son asimismo objeto de uno de los pocos verdaderos debates que hay entre los
hacedores de santos. Como hemos visto, los médicos asociados a la congregación
son, como grupo, quienes más se empeñan en que la Iglesia siga exigiendo
milagros de intercesión a los santos canonizados. Me parece una prueba
impresionante de que todavía ocurren milagros; pero más impresionante aún sería
si el presidente del comité médico, el doctor Raffaello Cortesini, realizara su plan
de publicar los casos que ha presenciado y los documentos comprobatorios
correspondientes. Sería deseable que demostrase, a los profesionales científicos y a
los médicos, el rigor de los procesos de milagros y las bases sobre las que el comité
dicta sus juicios.

Me parece, sin embargo, que los milagros están todavía en el ojo del
observador, y limitar lo milagroso a lo que se puede observar solamente con los
ojos de la ciencia moderna y con sus instrumentos sería restringir el significado
tradicional de los milagros como señales de la amistad de Dios. Si mañana los
creyentes dirigiesen sus solicitudes de ayuda divina exclusivamente a Cristo,
eliminando así la posibilidad de los milagros— de intercesión, ¿acaso disminuirían
con ello el número o la importancia de los santos? Además, puesto que los
católicos no están obligados a creer en los milagros oficialmente atribuidos a un
santo —de hecho, salvo para las partes interesadas, los pormenores de esos
milagros son esencialmente secretos de la casa—, parece suficiente para su
bendición que un candidato esté ampliamente evocado. Como sugiere la búsqueda
hasta ahora infructuosa de un milagro atribuible al cardenal Newman, la falta de
milagros no disminuye en absoluto la reputación de santidad de un candidato ni
impide que exista un auténtico culto de los santos.

En la práctica, el papa actual o cualquier otro papa puede eximir a un


candidato de la exigencia de un milagro. En casos como el de Newman, pienso que
debería hacerlo. En mi convicción, basta con que un amplio número de personas
incluyan a Newman entre los considerados como miembros de la «Iglesia
triunfante» y que le soliciten orientación o inspiración. Me decepcionaría, no
obstante, que la Iglesia renunciase del todo a los milagros como señales de la
aprobación divina; los considero dones, al igual que la gracia, y ¿quiénes somos
nosotros para decir que Dios no responde ya a las oraciones dirigidas a los santos?
Pregúntenle a cualquiera que alguna vez haya rezado por un amigo
desesperadamente enfermo. No todos los milagros son obra de la ciencia moderna.
Y, después de todo, no es sino otra forma de fe insistir en que, en última instancia,
la «ciencia» sabrá explicar todo cuanto ocurre.

Lo que la Iglesia debería considerar, sin embargo, es abolir la exigencia de


un milagro para la beatificación; que los beatos vuelvan a ser lo que fueron antaño,
es decir, santos locales, no meros candidatos a unos honores eclesiásticos más
elevados; que la extensión y la importancia del culto decidan quién es digno de
veneración «universal», y que la Iglesia exija milagros, tal como se entienden
actualmente, sólo a los candidatos a la canonización.

ORTODOXIA Y SANTIDAD

Puesto que la canonización es un proceso eclesiástico, se comprende que los


santos deban reflejar una auténtica fe católica. Y, sin embargo, no me resulta nada
claro qué clase de ortodoxia se requiere de un santo ni qué formas debe adquirir la
heterodoxia antes de convertirse en un impedimento para la santidad. Santo
Tomás de Aquino, por ejemplo, argumentó en contra de la concepción inmaculada
de la Virgen María (la creencia de que nació libre del pecado original) seis siglos
antes de que fuese definida como dogma de fe; y no es menos santo por haber
defendido esa opinión, ahora considerada heterodoxa. Carlos Borromeo cuestionó
el poder temporal de los papas —que, en su tiempo, era casi un artículo de fe— y,
no obstante, también él fue finalmente canonizado. Por otra parte, Meister Eckhart,
el teólogo, místico y predicador dominico del siglo XIV, fue un fraile de profunda
espiritualidad, que murió en obediencia y sumisión a la Iglesia; pero, dado que
algunas de sus especulaciones teológicas fueron póstumamente condenadas por
Roma, es poco probable que un día sea declarado santo. Lo mismo vale, en gran
medida, para el místico y científico jesuita del siglo XX Pierre Teilhard de Chardin,
silenciado (y, por tanto, privado de la crítica necesaria) por el Vaticano, durante un
período crucial de su vida, por sus especulaciones sobre la evolución, pero
conocido por su profunda espiritualidad cristiana, evidenciada en El ambiente
divino y otros escritos\'7b356\'7d.Como hemos visto, al examinar el caso del
cardenal Newman, los intelectuales sufren cierta desventaja como candidatos a la
canonización, en la medida en que se, atreven a, formular nuevas interpretaciones
y una comprensión más profunda de la fe; con lo cual, corren el riesgo de
equivocarse y, cuanto más publican, tanto mayor es el riesgo. No pretendo hacer
un alegato en favor de Eckhart o de Chardin, pero sí cuestiono un sistema que, a
mi entender, penaliza a aquellos cuyas formulaciones intelectuales no siempre se
adaptan a la ortodoxia predominante de la Iglesia. Si la fe cristiana no fuese nada
más que una serie de proposiciones autoritarias que hay que repetir y defender, la
heterodoxia sería fácil de localizar; pero el cristianismo trata de verdades que se
basan, en última instancia, en el misterio, y la tarea de los intelectuales cristianos es
relacionar ese misterio con los horizontes cambiantes de la cultura y los
conocimientos humanos. En todo caso, la naturaleza de una ortodoxia vital es tal
que, en retrospectiva, siempre se reconoce. Parafraseando a Newman, podríamos
decir que ser fiel al Evangelio es cambiar y que ser ortodoxo es haber cambiado
muchas veces.

Pero, tal como están las cosas por ahora, cuanto más seguro y más
convencional sea un pensador católico, tanto mayores probabilidades tiene de ser
canonizado. No me resulta del todo claro por qué ha de ser así. Quizás haya cierto
temor de que canonizar a un pensador signifique también canonizar todos sus
escritos; pero, en el caso de los papas, hemos visto que la canonización del hombre
no implica la consagración de su pontificado, y, sin duda, un proceso que investiga
las vidas con tal rigor y con tal esmero debería estar en condiciones de discernir el
espíritu que busca detrás de todos los argumentos, pensamientos y palabras que
los intelectuales tienden a producir. Ante un pensador o un místico cristiano, creo
que los hacedores de santos harían bien en prestar atención a la siguiente
observación de Simone Weil, que algo sabía de Cristo, del Espíritu Santo y de
diversas conversaciones entre cristianos. Ella pensaba en los místicos, pero sus
palabras deberían aplicarse también, con algunas reservas, a los intelectuales:

El guardián del dogma es un cuerpo colectivo; y el dogma es un objeto de


contemplación para el amor, la fe y la inteligencia, que son tres facultades
intelectuales distintas. Es por ello que, casi desde el principio, el individuo se ha
sentido incómodo en el cristianismo, y esa incomodidad ha sido sentida ante todo
por la inteligencia (...).

Cristo mismo, que es la Verdad misma, al hablar ante una asamblea o ante
un consejo no empleaba el mismo . lenguaje que cuando conversaba con su
querido amigo; y, sin duda, ante los fariseos podría haber sido fácilmente acusado
de contradicción y error. Pero, por una de aquellas leyes de la naturaleza que Dios
mismo respeta porque su voluntad las ha creado desde toda la eternidad, existen
dos lenguajes bastante distintos, aunque estén hechos de las mismas palabras: el
lenguaje colectivo y el lenguaje individual. El Consolador que nos envía Cristo, el
Espíritu de la verdad, habla uno u otro de esos lenguajes, el que las circunstancias
requieran, y, por una necesidad de su propia naturaleza, no hay acuerdo entre
ellos.

Cuando un genuino amigo de Dios —como fue, a mi juicio, [Meister]


Eckhart— repite palabras que ha escuchado en secreto, en pleno silencio de la
unión amorosa, y esas palabras no concuerdan con las enseñanzas de la Iglesia,
entonces es que simplemente el lenguaje de la plaza no es el de la
alcoba\'7b357\'7d.

¿ES NECESARIO QUE LOS SANTOS SEAN CATÓLICOS?

Poco después del II Concilio Vaticano, un reducido grupo de luteranos se


dirigió a algunos de los hacedores de santos y les preguntaron si Roma no podría
considerar la posibilidad de canonizar a Dietrich Bonhoeffer, pastor luterano,
teólogo y mártir, ejecutado por los nazis en 1945\'7b358\'7d. Los visitantes
pensaban que ello sería una reafirmación convincente del reconocimiento, por
parte del concilio, de la comunión «real aunque imperfecta» entre Roma y sus
«hermanos separados», después de haber condenado durante siglos a los
protestantes como herejes. La respuesta fue que canonizar a Bonhoeffer sería una
intrusión; se les dijo a los visitantes que si los luteranos consideraban santo a
Bonhoeffer, más justo sería que ellos mismos se hiciesen cargo de rendirle los
honores correspondientes.

Esa perspectiva me merece gran simpatía. En principio, los luteranos no


invocan a los santos como hacen los católicos, si bien conmemoran a algunos de
ellos, incluido el pastor Bonhoeffer. Pero someter la vida y muerte de Bonhoeffer a
los procedimientos de investigación de Roma constituiría una intrusión, y
resultaría sumamente difícil certificar su fidelidad a la ortodoxia romana. Además,
canonizar a un miembro de otra comunidad cristiana implicaría dos cosas: que los
únicos santos «verdaderos» son los que canoniza Roma y que las diferencias de fe
y de prácticas, que continúan separando a las distintas Iglesias cristianas, son de
poca importancia.

La primera suposición es decididamente falsa. Hace dos siglos, Prospero


Lambertini (papa Benedicto XIV) consideró, en su tratado sobre la beatificación y
la canonización, el caso de un cristiano no católico que murió por la verdadera fe
de Jesucristo, y llegó a la conclusión de que una persona así sería un mártir a los
ojos de Dios, aunque no a los de la Iglesia. En otras palabras, Roma hace valer aquí
sólo sus propios derechos. La canonización es un acto eclesiástico, realizado por y
para la Iglesia. Aun así, parece que la Iglesia católica romana está tanteando alguna
clase de fórmula para reconocer a los cristianos no católicos que cumplan sus
requisitos; por lo menos, en los casos de mártires. En 1964, por ejemplo, Pablo VI
canonizó a veintidós mártires negros de Uganda, asesinados brutalmente en 1886;
diecisiete de ellos eran jóvenes sirvientes del enloquecido rey de Uganda. En el
curso de la persecución fueron martirizados por su fe también dos docenas de
cristianos anglicanos, y el papa reconoció su testimonio de sangre, agregando tras
una pausa: «Y no queremos olvidar tampoco a los otros que, siendo miembros de
la confesión anglicana, hallaron la muerte por el nombre de Cristo.»\'7b359\'7d

Persisten, de todos modos, entre los católicos romanos y los demás cristianos
unas diferencias reales en cuanto al significado, la identidad y la veneración de los
santos; diferencias que los gestos o la buena voluntad ecuménica no pueden
superar. Durante los años en que estuve investigando y escribiendo este libro, por
ejemplo, un grupo de estudiosos, que representaban oficialmente a los católicos
romanos y a los luteranos de Estados Unidos, se dedicaron al estudio formal y al
diálogo sobre el tema de| papel de los santos —y, en particular, de María, la madre
de Jesús— en la vida de la re cristiana. En febrero de 1990, redactaron una
declaración conjunta\'7b360\'7d en la que se delimitaban los ámbitos de acuerdos
y desacuerdos. Si bien ambos lados afirmaban la común creencia en Jesucristo
como «único mediador» entre los creyentes y «el Padre», reconocían que, al cabo
de casi quinientos años de separación, las dos confesiones mantenían unas
actitudes radicalmente distintas hacia los santos.

Algunas de las diferencias eran de tipo doctrinal: los luteranos, por ejemplo,
estaban dispuestos a admitir (como hizo Martín Lutero) que los santos y sus
historias eran pedagógicamente útiles como ejemplos virtuosos para los creyentes;
pero insistían en que invocarlos en la oración, implorando ayuda, ni estaba
avalado por la Escritura ni era doctrinalmente congruente con el principio de
Lutero de que los cristianos se justifican (se salvan) únicamente por la fe en
Jesucristo. Una cosa es conmemorar a los seguidores excepcionales de Cristo; pero
recurrir a ellos en busca de ayuda era, en su opinión, innecesario, ineficaz y, con
toda probabilidad, contrario al Evangelio.

En su respuesta a los luteranos, los católicos romanos insistieron a su vez en


que el hecho de invocar la intercesión de los santos de ninguna manera significa
atribuirles el poder y la gloria que pertenecen únicamente a Cristo. Argumentaron
que la oración a los santos no le hace competencia a la oración dirigida a Dios —a
los santos no hay que imaginarlos como «amigos influyentes»—\'7b361\'7d, ya
que Dios atiende las oraciones solamente a través de Cristo; muy al contrario, la
invocación de los santos conduce a una conciencia más elevada de El, al glorificarlo
mediante la veneración de aquellos en quienes Cristo ha triunfado definitivamente
sobre el pecado.

Los católicos admitían, sin embargo, que se habían producido abusos en la


veneración de los santos, y particularmente de la Virgen María, y que continúan
produciéndose como un «padecimiento de la fe». Además, los estudiosos católicos
señalaron que, si bien la Iglesia recomienda encarecidamente la veneración y la
invocación de los santos, ningún papa ni ningún concilio de la Iglesia han
declarado obligatorias tales prácticas. De todos modos, ambos bandos se
mostraron de acuerdo en que las divergencias de doctrina relativas a los santos no
eran como para mantener separadas eternamente a las dos Iglesias.

Pero la doctrina, al fin y al cabo, no es lo más importante; raras veces lo es en


cuestiones de religión. Los luteranos, por ejemplo, tienen mucho más en común
con los católicos romanos que la mayoría de los otros herederos de la Reforma
protestante; ¿por qué ha de seguir siendo, entonces, la invocación y veneración de
los santos un obstáculo en el camino hacia una cristiandad reunificada?

Los motivos tienen que ver con la experiencia y la imaginación religiosas. El


énfasis tantas veces reiterado que puso Martín Lutero en la Fe sola, la Escritura
sola, Cristo solo, indica una interpretación de la historia cristiana que diverge del
relato que estructura la experiencia católica. Como lo formularon los estudiosos
católicos en sus reflexiones conclusivas:

La tradición católica sostiene que Cristo solo jamás está completamente solo.
Lo hallamos siempre en compañía de toda una variedad de amigos, tanto vivos
como muertos. Es una experiencia básica del catolicismo que esos amigos de
Jesucristo, reconocidos e invocados en el marco de una fe bien ordenada, refuerzan
la experiencia que tiene uno mismo de la comunión con Cristo. Todo queda en
familia, podríamos decir; somos parte de un pueblo. Los santos nos muestran que
la gracia de Dios puede obrar en una vida, nos dan unas pautas luminosas de
santidad y rezan por nosotros. Estar en compañía de los santos en el Espíritu de
Cristo alienta nuestra fe. Sencillamente, forma parte de lo que significa ser católico,
vinculado a millones de personas no solamente alrededor del mundo, sino también
a través del tiempo. Quienes nos precedieron en la fe continúan siendo miembros
vivientes del cuerpo de Cristo; y, de algún modo inimaginable, estamos todos
conectados\'7b362\'7d.

Hablar de los santos en la tradición católica significa, por tanto, evocar una
sensibilidad particular: aquellas «Convicciones inconscientes acerca de lo que es
real y lo que no lo es»\'7b363\'7d. Los santos católicos sólo tienen sentido en un
mundo en el que el «cuerpo de Cristo» sea algo más que una metáfora; invocarlos
es suponer que, entre los creyentes que están en la tierra y los que están en el cielo,
existe una conexión orgánica «en Cristo», más fuerte y más real que los vínculos
biológicos, psicológicos, sociales y emocionales que sostienen la solidaridad
humana en esta vida\'7b364\'7d.
¿PARA QUÉ HACER SANTOS?

Mientras estaba preparando este libro, una serie de personas, incluso en el


Vaticano, me preguntaron por qué me interesaba la creación de santos. Mi
respuesta inicial fue: porque nadie ha explicado satisfactoriamente cómo ni por
qué se hace eso. Pero, ahora que he observado el proceso directamente, reconozco
otro motivo: porque los santos importan. De lo cual se deduce que la manera como
se hacen los santos también importa; y no solamente a los católicos romanos que
los veneran, sino a cualquiera que se pregunte seriamente: ¿qué significa ser
plenamente humano?

La santidad implica la «entereza»\'7b**********\'7d. Pero, como ha


subrayado John Coleman, la santidad «a menudo rompe nuestros conceptos
habituales de lo que convierte la vida humana en entera»\'7b365\'7d. Aspirar a la
santidad es aspirar a algo más que a una vida «completa» o, incluso, a una vida
moralmente «buena». Los santos rompen nuestros esquemas convencionales
acerca de lo que es real y digno de esfuerzo y lo que no lo es. La atracción de los
santos reside, según observa agudamente Coleman, en «su poder de atraernos,
más .allá de la virtud, a la fuente de la virtud»\'7b366\'7d. Lo que hace
interesantes a los santos no es, por tanto, lo que hallamos en ellos digno de
imitación —los verdaderos santos no son del tipo de personas que intentan «dar
un buen ejemplo»—, sino más bien aquello que los hace inimitables. Con cada
nuevo santo «nace una terrible belleza»\'7b367\'7d.

Pero ¿a quién le importan hoy en día los santos? Por cierto que la Iglesia
católica romana continúa agregando nuevos nombres a su lista de santos oficiales,
pero pocas de las personas canonizadas hoy en día son reconocidas o tan siquiera
reconocibles fuera de unos grupos muy limitados; incluso en la liturgia católica
romana se alude menos que antes a los santos y sus fiestas y los teólogos católicos,
por su parte, raras veces discuten sobre santidad\'7b368\'7d.

¿Y qué sucede fuera de la Iglesia? Es un lugar común, entre los estudiosos de


la religión y los historiadores de la cultura, que en las sociedades occidentales
modernas el santo como ideal social ha quedado relegado a un papel residual. A
este respecto, la suerte de los santos no se distingue de la de cualquier otro
personaje heroico: las sociedades democráticas adoran a las celebridades —es
decir, las personas carismáticas que alcanzan una breve y limitada notoriedad—,
pero sospecha, por motivos intrínsecos a su propia naturaleza, de cualquiera cuya
vida desafíe la suposición de que todos los hombres son esencialmente iguales.
Martín Lutero, al insistir que incluso los santos son pecadores a los ojos de Dios,
fue en ese sentido el profeta del mundo moderno, un mundo en el que nadie es
realmente mejor que cualquier otro.

«Las grandes revoluciones de la historia humana no cambian la faz de la


tierra —escribe el historiador de literatura Erich Heller—\'7b369\'7d. Cambian el
rostro del hombre, la imagen en la que éste se contempla a sí mismo y contempla el
mundo que lo rodea. La tierra se limita a imitarlo.» Si eso es así, ¿qué clase de
sociedad es ésta que no es capaz de dar cabida a los santos? ¿Qué les falta a las
sociedades en las que los santos ya no importan?

Conexión: El culto a los santos presupone que todos los seres humanos que
han existido y todos los que existirán estén conectados entre sí, es decir, que en la
estructura de la existencia humana haya realmente una base para la «comunión de
los santos»; de no ser así, carecería de sentido rezar a los santos que han muerto o
rezar por otras personas. Pero la afirmación de que todos los seres humanos están
radicalmente vinculados a través del espacio y del tiempo, y aun más allá de la
muerte, es contraria a la experiencia y a las convicciones de las sociedades
occidentales de libre empresa, que premian la autonomía personal y el yo
individualizado. En estas sociedades, incluso el tejido conectivo perceptible, que en
otros tiempos mantenía unida a la gente —los lazos de matrimonio, familia y
comunidad, de la sangre, la tierra y los fines sociales—, se experimentan como una
limitación arbitraria impuesta a la primacía y soberanía del yo. Cuando se aflojan
los vínculos tradicionales, los individuos tienden a chocar unos contra otros como
bolas de billar, en lugar de conectar. Donde se han atrofiado los lazos naturales,
resulta difícil imaginar una familia de familiares, que sea previa a los contratos
sociales que hayamos elegido suscribir e independiente de ellos. ¿Cómo podemos
imaginar y celebrar a los santos cuando, como observó el sociólogo Robert Bellah
respecto de los estadounidenses contemporáneos, carecemos de «comunidades de
memoria que nos vinculen al pasado y, al mismo tiempo, nos orienten hacia el
futuro como comunidades de esperanza»?\'7b370\'7d

Dependencia: La búsqueda de conexiones es una experiencia muy moderna y


muy occidental. La tendencia más poderosa de la cultura occidental
contemporánea es fomentar seres humanos autónomos que colaboren como
ciudadanos, pero conservando su independencia en lo esencial. Nuestra manera de
ser distintiva predominante es individualista, utilitaria y autoexpresiva. Ser libre es
poseer el control. En ocasiones, surge, sin embargo, un movimiento poderoso que
lo arrastra todo consigo y nos hace sentir el arcaico impulso de la comunión
primordial y la radical interdependencia. Descubrimos que, después de todo,
formamos parte de una historia común. Podría argüirse que, en esta última década
del milenio, la nueva historia suprema de comunión e interdependencia es la
historia del «medio ambiente»; a través de ella, reconocemos que todos
compartimos el destino del planeta y sus diversos ecosistemas; nos convertimos,
con cierta humildad y con afabilidad ecológica, en «amigos de la Tierra».

Pero, para comunicarnos con la Tierra, debemos primero escuchar y contar


su historia. Según el relato, lo que hace la Tierra es evolucionar; y, según cómo se
cuente la historia, la humanidad o bien es la orgullosa especie, con la cual la
evolución ha alcanzado su cumbre\'7b371\'7d, o bien es el producto fortuito de un
proceso impersonal que susurra: «Yo soy todo lo que hay.»\'7b372\'7d De una
manera o de otra, la evolución —¿qué duda cabe?— es nuestro nuevo y necesario
mito.

Ser un «amigo de Dios» es, por lo menos en un sentido, como ser un amigo
de la Tierra. En palabras de Coleman una vez más, en todas las tradiciones
religiosas «los santos nos invitan a conceptualizar nuestras vidas en términos
distintos de los de dominio, utilidad, autonomía y control. Como libres
instrumentos de una gracia superior y como vehículos de un poder trascendental,
ofrecen una visión de la vida que privilegia la receptividad y la
interacción»\'7b373\'7d. Dicho de otro modo: no hay self-made saints, no hay santos
por mérito propio, al igual que no hay —en oposición a un viejo mito americano—
self-made men u hombres que sean lo que son gracias a sus propios esfuerzos. Si
hemos de creer a los santos, lo que nos hace plenamente humanos son regalos: lo
que comienza con el regalo de la vida, el regalo de la gracia lo completa.

Por consiguiente, para ser amigo de Dios, primero hay que conocer la
historia de Dios. En todas las tradiciones religiosas son los santos quienes revelan
los planes de Dios; por supuesto que los textos sagrados son importantes, pero sólo
revelan la trama central. En la tradición que he estudiado, es Jesucristo quien
revela cómo es Dios y qué intenciones tiene; pero los cristianos lo comprenden sólo
cuando hacen suya Su historia. Éste es, para todos los cristianos, el significado de
la santidad.

Particularidad: La santidad cristiana es personificada; cada santo ocupa su


propio nicho ecológico de tiempo, lugar y circunstancias. La importancia que los
cristianos han atribuido tradicionalmente a tumbas, santuarios y peregrinaciones
atestigua la creencia de que la providencia de Dios se manifiesta en lo local, en lo
circunscrito: en lo particular. Puesto que la gracia está por doquier, lo particular
posee significación eterna.
Ese escándalo de lo particular es manifiesto especialmente en la veneración
de las reliquias. Como todas las formas de religión, tal veneración invita a la
superstición y otros abusos; pero, cabalmente entendido, el honor que se hace a los
cuerpos de los santos es una afirmación de que la persona entera es, en su
singularidad concreta, objeto del abrazo divino. Las reliquias expresan la santidad
a la medida humana: lo concreto, lo físico, lo tangible. Es precisamente el tipo de
santidad que cabe esperar de una religión que ve en una persona particular,
Jesucristo, no sólo la revelación de cómo es Dios, sino también la revelación de lo
que toda persona, en su propia humanidad concreta, está llamada a ser.

Pero, para que la idea cristiana de santidad sea apreciada en una época de
conciencia global en expansión, es necesario un nuevo tipo de santo o, cuando
menos, una nueva conciencia de lo que requiere la santidad. Simone Weil lo vio
con suma claridad. En la última carta que escribió, antes de su muerte en 1943, al
padre Jean-Marie Perrin, Weil hablaba de la necesidad de unos santos de «genio»
que supieran iluminar «el momento presente» de un modo del que no eran capaces
ya los santos del pasado. Imaginaba que «un nuevo tipo de santidad» traería «una
nueva primavera (...) casi equivalente a una nueva revelación del universo y del
destino humano (...). Sólo cierta perversidad puede obligar a los amigos de Dios a
privarse de tener genio, ya que, para recibirlo en sobreabundancia, sólo necesitan
pedírselo a su padre en nombre de Cristo»\'7b374\'7d.

Sólo Dios hace santos. Aun así, a nosotros nos toca contar sus historias, y ésa
es, al fin y al cabo, la única justificación del proceso de «creación de santos». ¿Qué
clase de historia le conviene a un santo? Ciertamente no la tragedia. La comedia se
acerca más a la posibilidad de captar el carácter lúdico de la santidad genuina y de
la lógica suprema de una vida vivida en y a través de Dios. También se precisa un
elemento de incertidumbre: hasta el final de la historia, nadie puede estar seguro
del desenlace. Los verdaderos santos son los últimos, entre todos los habitantes de
la Tierra, a quienes se les ocurriría presumir de su propia salvación, en esta vida o
en la otra.

Mi intuición personal es que la historia de un santo es siempre una historia


de amor, la historia de un Dios que ama y de un amado que aprende a
corresponder a ese «amor riguroso y terrible»\'7b375\'7d, una historia que incluye
malentendidos y desengaños, traiciones y reticencias, trastornos y revelaciones de
caracteres; si hemos de creer a los santos, es nuestra historia. Pero ser un santo no
es ser un amante solitario: es entrar en una comunión más profunda con todos los
que existen, con todo cuando existe.
APÉNDICE

Desde la Edad Media, el proceso de canonización requiere las declaraciones


de testigos acerca de las virtudes o del martirio del candidato. Las siguientes
preguntas, típicas del género, constituyen el «interrogatorio» preparado por la
Congregación para la Causa de los Santos y empleado por los tribunales
estadounidenses con el fin de recoger los testimonios en favor de la madre
Katharine Drexel, de Filadelfia, durante el proceso apostólico. Drexel fue
beatificada el 20 de noviembre de 1988.

1 ¿Cómo se llama usted?

2. ¿Ha leído los Artículos de Testimonios, relativos a la sierva de Dios


Katharine Marie Drexel?

3. ¿Puede ofrecer cualquier otra información que no esté contenida en esos


artículos?

4. ¿Posee alguna información acerca de la vida temprana de Katharine


Drexel, aparte de la que se halla en los artículos? Por favor, háganoslo saber.

5. ¿Tiene conocimiento, personalmente o no, de pruebas de una vocación


religiosa por parte de Katharine Drexel? Por favor, háganoslo saber.

6. ¿Qué sabe de la vocación formal de Katharine Drexel?

7. ¿Qué sabe de la fundación de la Congregación Religiosa de las Hermanas


del Santísimo Sacramento y del papel que desempeñó en dicha fundación la madre
Katharine Drexel?

8. ¿Qué devociones espirituales formaban el centro de la vida espiritual de


las hermanas del Santísimo Sacramento?9. ¿Cuándo, durante cuánto tiempo y
cómo se relacionó usted con la madre Katharine Drexel?

10. ¿Cuántas veces mantuvo contactos personales con la madre Katharine?

11. ¿Cuál era su opinión sobre la autoridad administrativa de la madre


Katharine en el gobierno de las hermanas de la institución?

12. ¿Consideraría a la madre Katharine justa, o demasiado severa en el trato


con las hermanas? ¿En qué razones apoya su juicio?
13. ¿Cree que la madre Katharine Drexel daba, al realizar el trabajo de la
institución, las directivas más sabias que podía? En caso negativo, ¿por qué no?

14. ¿Qué piensa de la relación que existía entre la madre Katharine Drexel y
su hermana, la señora Morrell? Explique, por favor, su respuesta.

15. ¿Considera que la madre Katharine Drexel practicó bien las virtudes de
fe, esperanza y caridad? Si no es así, ¿dónde falló en el ejercicio de a) la fe, b) la
esperanza, c) la caridad?

16. ¿Opina que la vida de Katharine Drexel indica que sus actividades
estaban impulsadas por un gran amor al prójimo?

17. ¿Qué diría usted de los métodos que empleó la madre Katharine Drexel
en su trato con a) los miembros de la congregación, b) los miembros enfermos de la
congregación, c) los empleados, d) los niños?

18. ¿Sabe si la madre Katharine Drexel trataba de dejarse guiar en las


decisiones que tomaba?

19. ¿Cómo aceptaba la madre Katharine Drexel las directrices de sus


superiores?

20. ¿Consideraría usted a la madre Katharine Drexel prudente en la


administración de los asuntos de las Hermanas del Santísimo Sacramento?

21. ¿Había otras personas que buscaban la dirección de la madre Katharine


Drexel? De ser así, ¿con qué frecuencia y por qué?

22. ¿A la madre Katharine Drexel le importaban los derechos de los demás?

23. ¿Piensa usted que exigía demasiado de los demás? De ser así, indique
ejemplos.

24. ¿Qué opina de los correctivos que imponía la madre Katharine a las
hermanas? ¿Guardaban relación con los problemas? Por favor, ponga ejemplos.

25. ¿Qué éxito obtuvo la madre Katharine en sus esfuerzos por mantener el
crecimiento de la comunidad en los primeros tiempos?

26. ¿Piensa que la madre Katharine daba muestras de valor al aceptar las
adversidades? Si no es así, ¿por qué?

27. ¿Mostraba la madre Katharine preocupación por los sufrimientos ajenos?


Si no, indique ejemplos, por favor.

28. ¿Era la madre Katharine una persona inclinada a controlarse a sí misma


en sus actos y en sus obras? Si no, indique, por favor, ejemplos de su falta de
control.

29. ¿Buscaba la madre Katharine el elogio humano, o era siempre humilde


en sus actos? Explique, por favor, su conducta.

30. ¿Qué actitud mantuvo la madre Katharine hacia la pobreza? ¿Qué


ejemplo daba a los miembros de la comunidad, para conducirlos a apreciar el
verdadero espíritu de la pobreza?

31. ¿Conservaba la madre Katharine el espíritu de castidad?

32. ¿Cómo educaba la madre Katharine a los miembros de la comunidad en


la apreciación del verdadero espíritu de la castidad?

33. ¿Empleaba la madre Katharine medios excesivos para salvaguardar la


castidad de los demás?

34. ¿Cómo demostraba la madre Katharine su verdadero espíritu de


obediencia?

35. ¿Fue la madre Katharine siempre obediente a las diversas autoridades


eclesiásticas?

36. ¿Cómo aceptaba la madre Katharine las órdenes que le daban esas
autoridades?

37. ¿Considera que la madre Katharine mostraba siempre tener una


apreciación correcta del significado de la obediencia? Si no es así, ¿por qué?

38. ¿Qué actitud tenía la madre Katharine ante el problema de la


segregación? ¿De qué manera se enfrentaba a ese problema?

39. ¿Cómo pasó la madre Katharine los últimos años de su vida?


40. Si tuvo usted relación con la madre Katharine durante el tiempo de sus
sufrimientos, ¿los aceptaba ella de modo que indicara su disposición a sufrir? Si
no, explique su respuesta.

41. ¿Las hermanas que cuidaban a la madre Katharine durante su


enfermedad se quejaron alguna vez de ese trabajo? En caso afirmativo, ¿cuáles
fueron sus quejas?

42. ¿Sabe algo acerca de la muerte de la madre Katharine Drexel?

43. ¿Cree que su entierro fue indicativo de que era aceptada como una mujer
santa y piadosa? De no ser así, explique su respuesta.

44. ¿Pensaba usted, cuando ella vivía, que la madre Katharine gozaba de
reputación de santa? En caso negativo, explique, por favor, su respuesta.

45. ¿Cuántas personas consideraban santa a la madre Katharine cuando


estaba viva?

46. ¿Cuántas de las personas relacionadas con la madre Katharine ponían en


duda su reputación de santa? ¿Por qué la ponían en duda?

47. Tras su muerte, ¿creció la reputación de santidad de la madre Katharine?


Explique, por favor, su respuesta.

48. Tras su muerte, ¿ha buscado alguien la intercesión de Katharine Drexel


para conseguir favores,?

49. ¿Sabe si se ha concedido algún favor mediante la intercesión de la madre


Katharine desde su muerte?

50. ¿Piensa que actualmente la madre Katharine tiene una reputación de


santidad ampliamente difundida?

51. ¿Considera hoy una santa a la madre Katharine? Si no es así, ¿por qué?
ILUSTRACIONES

Dos caminos muy diferentes dentro del catolicismo estadounidense.

El cardenal Terence Cooke, de Nueva York, en 1968 con el presidente


Lyndon B. Johnson y los candidatos a la presidencia Hubert H. Humphrey y
Richard Nixon. La causa de Cooke, iniciada por su sucesor, el cardenal John J.
O’Connor, se basa en la serenidad con la que soportó una enfermedad mortal.
Dorothy Day (centro), pacifista, escritora y cofundadora del Movimiento
Obrero Católico, retratada en 1917. A la canonización de Day se oponen muchos de
sus herederos espirituales, a los que el proceso eclesiástico de la creación de santos
les parece impropio de una “santa del pueblo”.

Juan Pablo II, que vivió su infancia bajo la ocupación alemana de Polonia,
ha tenido que juzgar la santidad de varios católicos ejecutados por los nazis.
Edith Stein, de origen judío, convertida al catolicismo, fue monja carmelita y
murió en las cámaras de gas de Auschwitz. Los hacedores de santos de Roma
tuvieron que presentarla como mártir cristiana, a pesar de haber sido asesinada
por ser judía. Cuando Juan Pablo II beatificó a Stein en 1987, se produjeron
protestas de judíos en el mundo entero.
La última fotografía de Maximilian Kolbe, sacerdote franciscano polaco que
murió en Auschwitz para salvar la vida de otro prisionero. Dado que el hecho de
Kolbe no coincidía con el concepto tradicional que la Iglesia tiene del martirio, el
Papa creó una nueva categoría y lo proclamó “mártir de la caridad”.
Titus Brandsma, holandés, sacerdote carmelita y periodista, primera víctima
de los nazis en ser beatificada como mártir, fue asesinado por denunciar las
deportaciones nazis de judíos.
La política de la canonización.

El arzobispo Oscar Romero, de El Salvador, murió asesinado en 1980,


mientras celebraba misa. Los intentos de procesar su causa se han ido postergando
durante diez años porque el papa Juan Pablo II consideró al arzobispo
estrechamente identificado con la teología de la Liberación y con los movimientos
guerrilleros de El Salvador.
Miguel Pro, jesuita, rezando antes de ser ejecutado en 1919 por soldados
mexicanos durante la sublevación cristera. Antes de ser aceptada su causa para la
beatificación, los hacedores de santos tuvieron que demostrar que la muerte no
obedeció a motivos políticos, sino religiosos.
Los hacedores de santos del Vaticano ven con escepticismo a los
presuntos místicos. De hecho, ni siquiera cuando son considerados auténticos,
tienen los fenómenos místicos influencia alguna sobre el reconocimiento de la
santidad del candidato.

Padre Pío, fraile italiano y uno de los más populares “santos vivientes” del
catolicismo, experimentaba estigmas (en la fotografía lleva guantes, para cubrir las
heridas) y poseía la capacidad de leer los pensamientos y la de realizar curaciones
milagrosas.
Teresa Musco, estigmatizada y visionaria que murió en 1976 a la edad de
treinta y «res años, hacía sangrar estatuas religiosas.
La portuguesa Alexandrina da Costa experimentó varios “éxtasis de
pasión”, durante los cuales reproducía los sufrimientos de Cristo.
Durante el último siglo y medio, las fundadoras de órdenes religiosas han
constituido el grupo más numerosos de beatos y de santos.

Cornelia Connelly, 1831. Después de que su marido se hiciera sacerdote,


Connelly se metió a monja y fundó en Inglaterra la Compañía del Santo Niño
Jesús. Los intentos de su marido para reconquistarla con la ayuda de los tribunales
ingleses causaron un escándalo de gran envergadura.
Katharine Drexel, miembro y heredera de una de las familias más
distinguidas de Filadelfia, fue beatificada en 1987, a los treinta y dos años de su
muerte. Drexel —a quien la fotografía muestra el día de su presentación en
sociedad, en 1874, a los dieciséis años— fundó la orden de las Hermanas del
Santísimo Sacramento para los Indios y la Gente de Color, así como numerosas
misiones y escuelas.
Roma raras veces canoniza a intelectuales, a artistas o a personas
felizmente casadas; pero, poco a poco, el Vaticano intenta llenar esa laguna.

En 1990, Juan Pablo II beatificó a Pier Giorgio Frassati por su caridad hacia
los pobres. Atleta graduado universitario e hijo del fundador de La Stampa, Frassati
estaba a punto de casarse, antes de morir de poliomielitis a los veinticinco años.
Por primera vez desde hace más de cien años, los hacedores de santos están
procesando una causa conjunta para los padres de santa Teresa de Lisieux, célibes
durante los nueve meses siguientes a su casamiento, hasta que un sacerdote los
convenció de que su vocación era criar hijos. Todas sus hijas supervivientes se
hicieron monjas.
Los intelectuales como el cardenal John Henry Newman, de Inglaterra, son
candidatos poco prometedores a la santidad porque escriben demasiado y no
suscitan que los creyentes les pidan milagros.
En los nueve últimos siglos, tan sólo tres Papas fueron canonizados. El
interrogante que complica sus causas es: ¿puede canonizar la Iglesia a un Papa
sin bendecir todo cuanto hizo durante su pontificado?

En 1965, Pablo VI anunció que estaba iniciando las causas de sus


predecesores inmediatos: Pío XII y Juan XXIII, candidatos controvertidos ambos.

Pío, aquí en 1918 como nuncio papal en Alemania, con prisioneros de guerra
italianos. Fue criticado por no pronunciarse abiertamente contra los nazis durante
la Segunda Guerra Mundial.

Juan, en 1958, como patriarca de Venecia. Los conservadores piensan que


fue, durante su breve pontificado, demasiado tolerante y demasiado impulsivo.
CRÉDITOS DE LAS FOTOGRAFÍAS

1, 2, 6, 17, 18. UPI/Bettmann

3. Archivo general de las Carmelitas, Roma, Italia.

4. © Edith Stein Center, Elysberg, Pensilvania.

5. Archivo St. Maximilian Kolbe, Granby, Massachusets.

7. Religious News Service.

8. The National Center for Padre Pio, Inc., Norristown, Pensilvania.

9. Padre Franco Amico, Presidente, Fundación Teresa Musco.

10. Don Luigi Fiora, Dirección General de las Obras de Don Bosco.

11. Hermanas del Santísimo Sacramento, Bensalem, Pensilvania.

12. Sociedad del Sagrado Niño Jesús, Rosemont, Pensilvania.

13. La Stampa, Turin, Italia.

14, 15. Oficina Central dé Lisieux.

16. Archivo Bettmann.


BIBLIOGRAFÍA

DOCUMENTOS

Canonizationis Serví Dei Marcelli Callo (1921-1945) Positio Super Martyrio et


Super Virtutibus. Roma: Congregatio pro Causis Sanctorum, 1986.

Positio for the Canonization Process of the Servant of God Cornelia Connelly (née
Peacock) 1809-1879. 4 vols. Roma: Sacred Congregation for the Causes of Saints,
1983, 1987.

Beatificationis et Canonizationis Servae Dei Alexandrin Mariae da Costa Positio


Super Scriptus. Roma: Sacra Congregatio pro Causis Sanctorum, 1977.

Canonizationis Servae Dei Catherinae Mariae Drexel (1858-1955). Vol. I: Expositio


et Documenta. Vol. II: Summarium Depositionum Testium. Vol. Ill: Relatio Relatoris et
Informatio. Roma: Congregatio pro Causis Sanctorum, 1986.

Canonizationis Beatae Philippine Duchesne (1769-1852) Positio Super Mir aculo.


Roma: Congregatio pro Causis Sanctorum, 1987.

Canonizationis Beatae Philippine Duchesne (1769-1852) Relatio et Vota Congressus


Peculiaris Super Miro. Roma. Congregatio pro Causis Sanctorum, 1987.

Canonizationis Ven. Serví Dei Joseph Gerard (1831-1914) Positio Super Mir aculo.
Roma: Congregatio pro Causis Sanctorum, 1987.

Canonizationis Beati Ioannis Maciasy O.P. (1585-1645), Positio Super Mir aculo.
Roma: Sacra Congregatio pro Causis Sanctorum, 1974.

Canonizationis Servi Dei Papae Pii IX Novissima Positio SuperVirtHtibus. Roma:


Sacra Congregado pro Causis Sanctorum, 1984.

Canonizationis Ven. Servi Dei Juniperi Serra (1713-1784) Positio Super Mir aculo.
Roma: Congregatio pro Causis Sanctorum, 198?.

Canonizationis Ven. Servi Dei Juniperi Serra (1713-1784) Relatio et Vota


Congressus Peculiar is Super Miro. Roma: Congregatio pro Causis Sanctorum, 1987.

Commissione di Studio Istituita dalla Congregazione per le Cause dei Santi,


A proposito di Maria Goretti, santita e canonizzazioni. Ciudad del Vaticano: Librería
Editrice Vaticana, 1985.

Diocesan Process for the Beatification of Edith Stein. Colonia, 1962.

New Laws for the Causes of the Saints, trad, inglesa de Rev. Robert J. Samo.
Roma: Sacred Congregation for the Causes of Saints, 1983.

Veraja, Fabijan. Commentary on the New Legislation for the Causes of Saints.
Roma, 1983.

LIBROS

Abbott, Walter M. The Documents of Vatican II. Nueva York: America Press,
1966.

Athanasius. The Life of Antony and the Letter to Marcellinus. The Classics of
Western Spirituality. Nueva York: Paulist Press, 1980.

Aubert, Roger. The Church in a Secularized Society. Vol. 5 of The Christian


Centuries. Nueva York: Paulist Press, 1978.

Augustine, Saint. The City of God. Nueva York: Random House, 1950.

Barwig, Regis N. More Than a Prophet: Day-by-Day with Pius IX. Altadena,
California: The Benzinger Sisters Publishers, 1978.

Bainton, Roland H. Here I Stand: A Life of Martin Luther. Nueva York: New
American Library, 1950.

Bausch, William J. Pilgrim Church: A Popular History of Catholic Christianity.


Mystic, Connecticut: Twenty-Third Publications, 1980.

Bellah, Robert, Richard Marsden, William Sullivan, Ann Swindler y Stephen


Tipton. Habits of the Heart. Berkeley, California: University of California Press, 1985.
Bensman, Joseph, y Robert Lilienfeld. Craft and Consciousness: Occupational
Technique and the Development of World Images. Nueva York: John Wiley & Sons,
1973.

Berman, Harold J. Law and Revolution: The Formation of the Western Legal
Tradition. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1983.
Berry, Thomas. The Dream of the Earth. San Francisco: Sierra Club Books,
1988.

Bethge, Eberhard. Dietrich Bonhoeffer. Nueva York: Harper & Row, 1970.

Bettazzi, Luigi. Una Chiesaper tutti. Roma: Editrice A.V.E., 1971.

Bibliotheca Sanctorum. Roma: Istituto Giovanni XXIII nella Pontifica


Universitá Lateranese.

Blehl, Vincent Ferrer, S.J., y Francis X. Connolly, eds. Newmans Apologia: A


Classic Reconsidered. Nueva York: Harcourt, Brace & World, 1964.

Bouyer, Louis, C.O. Newmans Vision of Faith: A Theology for Times of General
Apostasy. San Francisco: Ignatius Press, 1986.

Newman: His Life and Spirituality, trad, de J. Louis May. Nueva York: P.
Kennedy, 1958.

Braudy, Leo. The Frenzy of Renown: Fame and Its History. Nueva York: Oxford
University Press, 1983.

Brockman, James R., S.J. The Word Remains: A Life of Oscar Romero. Nueva
York: Orbis, 1983.

—. Romero: A Life. Maryknoll, Nueva York: Orbis Books, 1989.

Brown, Peter. The Cult of the Saints: Its Rise and Function in Latin Christianity.
Chicago: University of Chicago Press, 1982.

—. The Body and Society: Men, Women, and Sexual Renunciation in Early
Christianity. Nueva York: Columbia University Press,

1988.

Brunatto, Emanuele. Padre Pió. Ginebra: AID, 1963.

Burtchaell, James Tunstead, C.S.C. The Giving and Taking of Life: Essays
Ethical. Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame press, 1989.

Chadwick, Owen. Britain and the Vatican during the Second World War. Nueva
York: Cambridge University Press, 1987.

Cameron, J. M. John Henry Newman. Londres: Longmans, Green & Co., 1956.

—. Nuclear Catholics and Other Essays. Grand Rapids, Michigan: William B.


Eerdmans Publishing Company, 1989.

Clarke, John, O.C.D. (trad.). Story of a Soul: The Autobiography of St Thérése of


Lisieux. A New Translation from the Original MwHpcripttJNtety D.£.: ICS Publications,
1976, Clarkson, John R, et al. (trad.). The Church Teaches: Documents of the Church in
English Translation. Rockford, Illinois: TAN, 1973.

Coles, Robert. Dorothy Day: A Radical Devotion. Reading, Massachusetts:


Addison-Wesley, 1987.

Congregatio Pro Causis Sanctorum. Index ac Status Causarum. Roma:


Tipografía Guerra, 1985.

Index ac Status Causarum. Cittá del Vaticano, 1988.

Conway, J.S. The Nazi Persecution of the Churches 1933-45. Nueva York: Basic
Books, 1968.

Coppa, Frank J. Pope Pius IX: Crusader in a Secular Age. Boston: Twayne
Publishers, 1979.

Cruz, Joan Carroll. The Incorruptibles. Rockford, Illinois: TAN, 1977.

Cunningham, Lawrence S. The Meaning of Saints. San Francisco: Harper &


Row, 1980.

Danemarie, Jeanne. The Mystery of Stigmata: From Catherine Emmerich to


Theresa Neumann. Trad, de Warre B. Wells. Londres: Burns, Oates & Washbourne
Ltd., 1934.

Daniel-Rops, Henri. The Church of Apostles and Martyrs. Nueva York: E.P.
Dutton. 1960.

Dawidowicz, Lucy S. The War Against the Jews, 1933-1945.

Nueva York: Holt, Rinehart and Winston, 1975.


Day, Dorothy. Loaves and Fishes. Nueva York: Harper & Row, 1963,

The Long Loneliness. Nueva York: Harper & Brothers, 1952. Delahaye,
Hippolyte, S.J. The Legends of the Saints. Nueva York: Fordham University Press,
1962.

—. Les Origines da cuite des martyrs. Bruselas: Bureaux de la Société des


Bollandistes, 1912.

—. The Work of the Bollandists. Princeton: Princeton University Press, 1922.

—. Delooz, Pierre. Sociologie et canonisations. Lieja: Faculté de Droit, 1969.

DeNevi, Don y Noel Francis Moholy. Junípero Serra: The Illustrated Story of the
Franciscan Founder of California's Missions. San Francisco: Harper & Row, 1985.

Dessain, C.S. The Spirituality of John Henry Newman. Minneapolis: Winston


Press, 1977.

Dessain, C. Stephen, et alM eds .John HenryNewtoari, Lettérsúnd Diaries, vol.


II. Oxford, Inglaterra: Clarendon Press, 1976,

Duffy, Cornelia Consuela Marie, S.B.S. Katharine Drexel: A Biography.


Cornwells Heights, Pennsylvania: Mother Katharine Drexel Guild, 1966.

Dunne, John S. The Way of All the Earth. Nueva York: Macmillan, 1972.

Duquoc, Christian, and Casiano Floristah, eds. Models of Holiness. Concilium


129. Nueva York: The Seabury Press, 1979.

Egan, Eileen. Such a Vision of the Street: Mother Teresa the Spirit and the Work.
Nueva York: Doubleday, 1986.

Egan, Harvey D., S.J. Christian Mysticism: The Future of a Tradition Nueva
York: Pueblo Publishing Company, 1984.

Ellis, Msgr. John Tracy. Perspectives in American Catholicism. Baltimore:


Helicon, 1963.

Ellsberg, Robert, ed. By Little and By Little: The Selected Writings of Dorothy
Day. Nueva York: Alfred A. Knopf, 1983.
Emert, Dr. Joyce R., O.C.D.S. Louis Martin: Father of a Saint. Staten Island,
Nueva York: Alba House, 1983.

Emmerich, Anne Catherine. The Dolorous Passion of Our Lord Jesus Christ.
Rockford, Illinois: TAN, 1983.

Escrivá de Balaguer, Josemaria. The Way. Manila: Sinag-Tala Publishers,


1982.

Falconi, Carolo. Pope John and the Ecumenical Council. Cleveland: The World
Publishing Company, 1964.

The Silence of Pius XII. Boston: Little, Brown and Company, 1965.

Farmer, David Hugh. The Oxford Dictionary of Saints. Oxford Inglaterra:


Clarendon Press, 1978.

Feiner, Johannes, y Lukas Vischer. The Catechism. Nueva York: The Seabury
Press, 1975.

Flumeri, Gerardo Di, O.F.M. Padre Pio of Pietrelcina: Acts of the First Congress
of Studies on Padre Pio s Spirituality. San Giovanni Rotondo, Italia: Edizioni «Padre
Pio de Pietrelcina», 1978.

Forell, George, y James F. McCue. Confessing One Faith: A Joint Commentary


on the Augsburg Confession by Lutheran and Catholic Theologians. Minneapolis:
Augsburg Publishing House, 1982.

Fogarty, Gerald P., S.J. American Catholic Biblical Scholarship: A History from
the Early Republic to Vatican II. San Francisco: Harper & Row, 1989.

The Vatican and the American Hierarchy from 1870 to 1965. Stuttgart, Alemania:
Anton Hiersemann, 1982.

Forest, Jim. Love Is the Measure: A Biography of Dorothy Day.

Nueva York: Paulist Press, 1986.

Foy, Felician A., O.F.M., ed. Catholic Almanac, 1985. Hunting” ton, Indiana:
Our Sunday Visitor, 1984.
Frend, W.H.C. Martyrdom and Persecution in the Early Church.

Garden City, Nueva York: Doubleday Anchor, 1967.

—. The Rise of Christianity. Philadelphia: Fortress Press, 1984. Furlong,


Monica. Thérése of Lisieux. Nueva York: Pantheon, 1987. Gandhi, Mohandas. An
Autobiography: The Story of My Experiments with Truth. Trad, de Mahadev Desai.
Boston: Beacon Press, 1968.

Garrigou-Lagrange, R., O.P. Christian Perfection and Contemplation. St. Louis:


B. Herder Book Company, 1937.

Geary, Patrick J. Furta Sacra: The Theft of Relics in the Middle Ages. Princeton,
New Jersey: Princeton University Press, 1978. Gettleman, Marvin, Patrick
Lacefield, Louis Menashe, David Mermelstein, y Ronald Radosh, eds. El Salvador:
Central America in the New Cold War. Nueva York: Grove Press, 1981. Gondrand,
Francois. At God's Pace. New Rochelle, Nueva York: Scepter Press, 1989.

Goodspeed, Edgar J. The Apostolic Fathers: An American Translation. Nueva


York: Harper & Brothers, 1950.

Graef, Hilda. God and Myself: The Spirituality of John Henry Newman. Nueva
York: Hawthorne Books, 1968.

—. The Way of the Mystics. Westminster, Maryland: The Newman Bookshop,


1948.

Ganfield, Patrick. The Limits of the Papacy. Nueva York: Crossroad, 1987.

Griffin, John R. Newman: A Bibliography of Secondary Studies.

Front Royal, Virginia: Christendom College Press, 1980. Guerri, Giordano


Bruno. Povera santa, povero assassino: La vera storia di Maria Goretti. Roma: Amoldo
Mondadori, 1985. Hales, E.E. Y. Pió Nono. N. York: P.J. Kenedy & Sons, 1954.

—. Pope John and His Revolution. Londres: Eyre & Spottiswoode, 1965.

—. Revolution and Papacy. Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame


Press, 1966.

Hanley, Boniface, O.F.M. Maximilian Kolbe: No Greater Love. Notre Dame,


Indiana: Ave Maria Press, 1982.

Hansen, Eric O. The Catholic Church in World Politics. Princeton, New Jersey:
Princeton University Press, 1987.

Hawley, John Stratton, ed. Saints and Virtues. Berkeley: University of


California Press, 1987.

Hebblethwaite, Peter. Pope John XXIII: Shepherd of the Modem World. Garden
City, Nueva York: Doubleday, 1984.

Heffernan, Thomas J. Sacred Biography: Saints and Their Biographers in the


Middle Ages. Nueva York: Oxford University Press, 1988.

Heller, Eric. The Disinherited Mind. Nueva York: Meridian Books, 1959.

Hentoff, Nat. John Cardinal O’Connor: At the Storm Center of a Changing


American Catholic Church. Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1988.

Hoare, F.R., trans. and ed. The Western Fathers. Nueva York: Sheed and
Ward, 1954.

Hochhuth, Rolf. The Deputy. Trad, de Richard and Clara Winston. Nueva
York: Grove Press, 1964. (Trad, cast: El vicario. Trad, de Agustín Gil, Méjico,
Grijalbo, 1964.)

Holmes, J. Derek. The Papacy in the Modem World. Nueva York: Crossroad,
1981.

Houppert, Joseph W., ed. John Henry Newman. St. Louis: B. Herder Book
Company, sin fecha.

Huizinga, j. The Wanning of the Middle Ages: A Study of the Forms of life,
Thought and Art in France and the Netherlands in the Dawn of the Renaissance. Garden
City, Nueva York: Doubleday Anchor, 1954. (Trad, cast.: El otoño de la Edad Media,
Madrid, Alianza).

Imbert-Gourbeyre, Dr. Antoine. La Stigmatisation, Textase divine et les miracles


de Lourdes. París: Clermont-Ferrand, 1895.

Johnson, Paul. Pope John XXIII. Boston: Little, Brown and Company, 1974.
Johnson, Francis. Alexandria: The Agony and the Glory. Rockford, Illinois:
TAN, 1979.

Katz, Steven T., ed. Mysticism and Religious Traditions. Nueva York: Oxford
University Press, 1983.

Kelly, J.N.D. The Oxford Dictionary of Popes. Nueva York: Oxford University
Press, 1986.

Kemp, Eric Waldram. Canonization in the Western Church. Londres: Oxford


University Press, 1948.

Kerr, Ism. John Henry Newman: A Biography. Oxford: Clarendon, 1988.

Kieckhefer, Richard. Unquiet Souls: Fourteenth-Century Saints and Their


Religious Milieu. Chicago: University of Chicago Press, 1987.

Kieckhefer, Richard y George D. Bond, eds. Sainthood: Its Manifestations in


World Religions. Berkeley: University of California Press, 1988.

Klee, Howard Clark. Miracle in the Early Christian World: A Study in Socio-
historical Method. New Haven: Yale University Press, 1983.

Knowles, David. Great Historical Enterprises. Londres: Thomas Nelson and


Sons Ltd., 1963.

The Historian and Character. Cambridge: University Press, 1963.

Koeppel, Josephine, O.C.D. Edith Stein: The Intellectual Mystic.

Wilmington, Delaware: Michael Glazier, 1990.

Kolenda, Konstantin. Cosmic Religion: An Autobiography of the Universe.


Prospect Heights, Illinois: Waveland Press, 1989. Kornhaber, Arthur, y Kenneth
Woodward. Grandparents/Grandchildren: The Vital Connection. Garden City, Nueva
York: Doubleday Anchor, 1981.

Kselman, Thomas. Miracles and Prophecies in Nineteenth-Century France. New


Brunswick, New Jersey: Rutgers University Press, 1983.

Kiing, Hans. Infallible? An Inquiry. Garden City, Nueva York: Doubleday,


1971.

Lambertini, Prospero. De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione.


5 vols. Bolonia, 1734-1738.

—. Heroic Virtue: A Portion of the Treatise of Benedict XIV on the Beautification


and Canonization of the Servants of God. 3 vols. Londres: Thomas Richardson and
Son, 1851.

Lercaro, Giacomo, y Gabriele DeRosa. John XXII: Simpleton or Saint? Chicago:


Franciscan Herald Press, 1965.

Lernoux, Penny. The People of God: The Struggle for World Catholicism. Nueva
York: Viking, 1989.

Le Tourneau, Dominique. What Is Opus Dei, Dublin: The Mercier Press,


1987¿

Leuven, Romaeus. O.C.D. Heil im Unheil. Edith Steins Werke, vol. X. Freiburg:
Herder, 1983.

MacIntyre, Alystair. After Virtue. Notre Dame: University of Notre Dame


Press, 1982.

Macken, Canon. The Canonization of Saints. Dublin: M. H. Hill and Sons, 1910.

Manelli, P. Stefano M. Short Story of a Victim: Theresa Musco (1943-1976).


Trad, de Johanna Pearson. S. Mari, Italia: Editrice «Terzo Millennio», 1984.

Martin, Brian. John Henry Newman: His Life and Work. Mahwah, New Jersey:
Paulist Press, 1982.

Martina, Giacomo, S.J. Pió IX (1846—1850). Miscellanea Historiae Pontificae,


vol. 38. Roma: Editrice Pontificia Universitá Gregoriana, 1974.

—. Pió IX (1851-1866). Miscellanea Historiae Pontificiae, vol. 51. Roma: Editrice


Pontificia Universitá Gregoriana, 1986.

McClendon, James Wm., Jr. Biography as Theology: How Life Stories Can
Remake Today's Theology. Nashville: Abignon Press, 1974.
McDonnell, Colleen, y Bernard Long. Heaven: A History. New Haven: Yale
University Press, 1989.

McNamara, Jo Ann. New Song: Celibate Women in the First Three Christian
Centuries. Nueva York: The Institute for Research in History and the Haworth
Press, 1983.

Metz, Johannes-Baptist, y Edward Schillebeeckx, eds. Martyrdom Today.


Concillium 163. Nueva York: The Seabury Press, March 1983.

Miles, Margaret. Carnal Knowing: Female Nakedness and Religious Meaning in


the Christian West. Boston: Beacon Press, 1989.

Miller, William D. All Is Grace: The Spirituality of Dorothy Day. Nueva York:
Doubleday, 1987.

—. Dorothy Day: A Biography. San Francisco: Harper & Row, 1982.

Molinari, Paul, S.J. Saints: Their Place in the Church. Nueva York: Sheed and
Ward, 1965.

Mooney, Catherine M., R.S.C.J. Philippine Duchesne: A Woman with the Poor.
Nueva York: Paulist Press, 1990.

Morley, John F. Vatican Diplomacy and the Jews daring the Holocaust 1939-1943.
Nueva York: KTAV Publishing House, 1980.

Murphy, Francis X., C.SS.R. The Papacy Today: the Last 80 Years of the Catholic
Church from the Perspective of the Papacy. Nueva York: Macmillan, 1981.

Musurillo, Herbert (trad.). The Acts of the Christian Martyrs.

Oxford, Inglaterra: Clarendon Press, 1972.

Newman, John Henry. Apologia pro vita sua. Garden City, Nueva York:
Doubleday, 1956.

—. Grammar of Assent. Newmans Works. Londres: Longmans, Green, 1903.

—. The Idea of a University. Newman s Works. Londres: Longmans, Green,


1903.
—. Loss and Gain: The Story of a Convert. Newmans Works.

Londres: Longmans, Green, 1903.

—. Verses on Various Occasions. Newmans Works. Londres: Longmans, Green,


1903.

Nims, John Frederick. A Local Habitation: Essays on Poetry. Ann Arbor:


University of Michigan Press, 1985.

Nims, John Frederick (trad.). The Poems of St. John of the Cross, 3.a edición.
Chicago: University of Chicago Press, 1979. Noonan, John T., Jr. Power to Dissolve:
Lawyers and Marriages in the Courts of the Roman Curia. Cambridge, Massachusetts:
Belknap Press of Harvard University Press, 1972.

O’Gara, Margaret. Triumph in Defeat: Infallibility, Vatican I and the French


Minority Bishops. Washington, D.C.: Catholic University of America, 1988.

Packard, Jerrold M. Peter's Kingdom: Inside the Papal City. Nueva York:
Charles Scribner’s Sons, 1985.

Pater, Thomas, A.B., S.T.L. Miraculous Abstinence: A Study of One of the


Extraordinary Mystical Phenomena. Washington, D.C.: Catholic University of
America Press. 1946.

Pinchas, George A., ed. The Simone Weil Reader. Nueva York: David McKay
Company, 1977.

The Pontifical Council for the Family. Marriage and Family: Experiencing the
Church's Teaching in Married Life. San Francisco: Ignatius Press, 1987.

Poulain, Augustin, S.J. The Graces of Interior Prayer. Westminster, Vermont:


Celtic Cross Books, 1978.

Purcell, Mary. Matt Talbot and His Times. Dublin: C. Goodliffe Neale, 1976.

Rahner, Karl, S.J. The Practice of Faith: A Handbook of Contemporary Spirituality.


Nueva York: Crossroad, 1983.

Reames, Sherry L. The Legenda Aurea: A Reexamination of Its Paradoxical


History. Madison, Wisconson: University of Wisconsin Press, 1985.
Reardon, John, Robert L. Stewart y Anne Buckley, eds. This Grace Filled
Moment. Nueva York: Rosemont Press, 1984.

Renata de Spiritu Sancto, O.C.D. Edith Stein. Trad, de Cecily Hastings y


Donald Nicoll. Nueva York: Sheed and Ward, 1952.

Rhodes, Anthony. The Power of Rome in the Twentieth Century. Nueva York:
Franklin Watts, 1983.

—. The Vatican in the Age of the Dictators (1922-1945). Nueva York: Holt,
Rinehart & Winston, 1973.

Romero, Óscar. Voice of the Voiceless: The Four Pastoral Letters and Other
Statements. Translated by Michael Walsh. Introductory essays by Jon Sobrino and
Ignacio Martin-Baro. Maryknoll, Nueva York: Orbis, 1985.

—. The Violence of Love: The Pastoral Wisdom of Archbishop Oscar Romero.


Translated and compiled by James R. Brockman, S.J. San Francisco: Harper & Row,
1988.

Ruffin, C. Bernard. Padre Pio. The True Story. Huntington, Indiana: Our
Sunday Visitor, 1982.

Ryan, Alvan S. Newman and Glastone: The Vatican Decrees. Introduction by


Alvan S. Ryan. Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame Press, 1962.

Sarno, Rev. Msgr. Robert J. Diocesan Inquiries Required by the Legislator in the
New Legislation for the Causes of Saints. Dissertatio ad doctoratum in facúltate juris
canonici pontificae universitatis gregorianae. Roma. Tipografía Guerra, 1988.

Schillebeeckx, E., O.P. God: The Future of Man. Translated by N.D. Smith.
Nueva York: Sheed and Ward, 1968.

Schlafka, Jakob. Edith Stein: Documents Concerning Her Life and Death. Trad,
de Susanne M. Batzdorff. Nueva York: Edith Stein Guild, 1984.

Schmoger, Carl E. The Life of Anne Catherine Emmerich. 2 vols. Reprinted from
the English edition of 1885. Rockford, Illinois: TAN, 1983.

The Lowly Life and Bitter Pasión of Our Lord Jesus Christ and His Blessed Mother,
Together with the Mysteries of the Old Testament from the Visions of Venerable Anne
Catherine Emmerich as Recorded in the Journal of Clement Brentano. Translated from
the fourth German edition, 1914. Nueva York: The Sentinel Press, 1946.

Schweitzer, Albert. The Quest for the Historical Jesus. Nueva York: Macmillan,
1968.

Sherman, James Edward, A.B., S.T.D. The Nature of Martyrdom: A Dogmatic


and Moral Analysis According to the Teaching of St. Thomas Aquinas. Paterson New
Jersey: St. Anthony Guild Press, 1942.

Stein, Edith. Life in a Jewish Family 1891-1916: An Autobiography. Collected


Works of Edith Stein, vol. I. Translated by Josephine Koeppel, O.C.D. Washington
D.C.t I.C.S. Publications, 1986.

—. Selbstbildnis in Briefen. Edith Steins Werke. Freiburg: Herder, 1977.

Sobrino, Jon. Spirituality of Liberation: Toward Political Holiness. Maryknoll,


Nueva York: Orbis Books, 1988.

Sugg, Joyce, ed. A Packet of Letters. A Selection from the Correspondence of John
Henry Newman. Oxford, England: Clarendon Press, 1983.

Sullivan, Francis A., S.J. Magisterium: Teaching Authority in the Catholic


Church. Mahwah, New Jersey: Paulist Press, 1983.

Teilhard de Chardin, Pierre. The Phenomenon of Man. Nueva York: Harper


Torchbooks, 1959.

The Divine Milieu. Nueva York: Harper Torchbooks, 1968.

Treece, Patricia. Man for Others: Maximilian Kolbe> Saint of Auschwitz in the
Words of Those Who Knew Him. San Francisco: Harper & Row, 1982.

The Sanctified Body. Nueva York: Doubleday, 1989.

Trevor, Meriol. Newmans Journey. Huntington, Indiana: Our Sunday Visitor,


1985.

Turner, Victor y Edith Turner. Image and Pilgrimage in Christian Culture.


Nueva York: Columbia University Press, 1978.
Underhill, Evelyn. Mysticism. Nueva York: New American Library, 1974.

—. The Mystics of the Church. Wilton, Connecticut: Morehouse- Barlow, 1925.

Veyne, Paul, ed. A History of Private Life I: From Pagan Rome to Byzantium.
Cambridge: Belknap Press of Harvard University Press, 1987.

Vorágine, Jacobus de. The Golden Legend. Translated and adapted from the
Latin by Granger Ryan and Helmut Riperger. Londres: Longmans, Green, 1941.

Vouchez, André. La Sainteté en Occident aux derniers siécles du moyen áget


d'aprés les procés de canonisation et les documents hagiographiques. Roma: Ecole
Francaise de Rome, 1981.

Walsh, Michael. Opus Dei: An Investigation into the Secret Society Struggling for
Power within the Roman Catholic Church. Londres: Grafton Books, 1989.

Ward, Wilfred. The Life of John Henry Cardinal Newman. Londres: Longmans,
Green, 1912.

Weisheipl, James A., O.P. Friar Thomas D'Aquino: His Life, Thought and Works.
Nueva York: Doubleday, 1974.

Williams, George Hunston. The Mind of John Paul II. Origins of His Thought
and Action. Nueva York: The Seabury Press, 1981.

Wilson, Stephen, ed. Saints and their Cults. Studies in Religious Sociology,
Folklore and History. Cambridge: Cambridge University Press, 1983.

Wright, Cardinal John J. The Saints Always Belong to the Present. San
Francisco: Ignatius Press, 1985.

Yeats, William Butler. The Collected Poems ofW. B. Yeats. Nueva York:
Macmillan, 1955%

Zahn, Gordon. German Catholics and Hitler's War. Notre Dame, Indiana:
University of Notre Dame Press, 1989.

—. In Solitary Witness: The Life and Death of Franz Jdgerstatter. Springfield,


Illinois: Templegate Publishers, 1964.
Zeno, Dr. O.F.M. Cap. John Henry Newman: His Inner Life. San Francisco:
Ignatius Press, 1987.

Zizola, Giancarlo. The Utopia of Pope John XXIII. Maryknoll, Nueva York:
Orbis Books, 1978.

ARTÍCULOS

Associated Press. «The First Black Saints-22 Africans Canonized.» New york
Herald Tribuney October 19, 1964, p. 1.

Baaden, James. «A Question of Martyrdom.» The Tablet, January 31, 1987, p.


108.

Blehl, Vincent Ferrer, «Prelude to the Making of a Saint.» America, vol. 160.
no. 9, March II, 1989, pp. 213-216.

Chiovaro, P. «Relies.» New Catholic Encyclopedia, vol. 12. Nueva York:


McGraw-Hill, 1967, pp. 234-240.

Crossette, Barbara. «Sainthood for 117 Outrages Vietnam.» The New York
Times, May 19, 1988, p. 5.

Deak, Istvan. «The Incomprehensible Holocaust.» The New York Review of


Books, vol. 36, no. 14., September 28, 1989, pp. 63-72.

Dimler, Eleni. «Priest-Journalist, Victim of Nazis, Named “Blessed” by


Pope.» Religious New Service, dispatch from Vatican City, November 4, 1985, p. 12.

«Edith Stein, Jewish Catholic Martyr.» Carmelite Studies 4 (Washington, D.C.:


ICS Publications, 1987), pp. 310-327. Editorial on the death of John Henry
Newman. London Times, August 12, 1980.

Eszer, Ambrose. «Miracoli ed altri segni divini. Cons’iderazioni


dommaticostoriche con speciale riferimento alie cause dei santi», Studi in onore del
Card. Pietro Palazzini. Pisa: Giardini Editori e Stampatori, 1987.

Fehren, Fr. Henry. «Let’s Canonize Dorothy Day.» Salt, September 1983, pp.
4-5.

Fernando of Riese Pió X, O.F.M. Cap. «Padre Pio’s Story.» The Voice of Padre
Pio, vol. 18, no. 5, 1988, pp. 5-7.

Gellese, Liz Roman, «American Saint’s Cause Took Century o Work,


Millions in Donations.» The Wall Street Journal, June 25, 1975, p. 1.

Green, A. E. «Canoniation of Saints (Theological Aspect).» New Catholic


Encyclopedia, vol. 3. Nueva York: McGraw-Hill, 1967, pp. 59-61.

«Guidance of Newman.» The Tablet, June 21, 1986, pp. 650-51.


Hebblethwaite, Peter. «Curia Raps Scholar on Martyr’s Fate.»

The National Catholic Reporter, March 20, 1987, p. 1. —..«Pope Cites Stein’s
Jewish Roots.» National Catholic Reporter, May 15, 1987, p. 24.

—. «Pope John Paul Canonizing Saints at Re'cord Pace.» National Catholic


Reporter, May 22, 1987, p. 7.

«He Died a Martyr of> Love, Giving His Life for Another:

Canonization of Maximilian Maria Kolbe.» VOsservatore Romano, no. 42,


October 18, 1982, p. 1.

«Homily During Mass of Beatification: We Present the New Blessed as Lay


Faithful, a Sign of the Church of the Third Millennium.» LX)sservatore Romano,
Weekly Edition, no. 41, October 12, 1987, p. 19.

Entrevista con Jan Nota, S.J. Schwdhisches Tageblatt (Tubinga), 11 de agosto,


1987.

John Paul II, Pope. «Homily at the Beatification of Edith Stein (Friday, May
1, 1987, IO A.M.)» Carmelite Studies 4. Washington, D.C.: ICS Publications, 1987, pp.
298-306.

Juvenaly, Metropolitano de Krutitsy y Kolomna. «La canonización de los


santos en la Iglesia rusa ortodoxa», informe presentado y publicado por el Concilio
local de la Iglesia rusa ortodoxa, celebrado del 6 al 9 de junio de 1988 en la URSS,
con ocasión de la celebración del milenario del bautismo de Rusia
(mimeografiado).

Martina, G. «Justified Reservations on a Recent Work.» VOsservatore Romano,


Weekly Edition, March 9, 1978.
«Miracles are Messages and Signs of a God Who Is Love.» VOsservatore
Romano, Weekly Edition, nos. 51-52, December 19-26, 1988, p. 16

Molinari, Paul (sin firma). «La moltiplicazione del riso per i poveri.» II
miracolo: Realtá o suggestionef Rasegna di fatti straordinari nel cinquantennio 1920-1970.
Roma: Cittá Nuova Editrice, 1981, pp. 133-141.

Molinari, Paul. «Canonization (History and Procedure)» The New Catholic


Encyclopedia, vol. 3. Nueva York: McGraw-Hill, 1967, pp. 55-59.

—. «Martyrdom: Love’s Highest Mark and Perfect Conformity to Christ.»


The Way, Winter, 1980, pp. 14-24.

«Observationes aliquot circa miraculorum munus et necessitatem in causis


beatificationis et canonizationis.» Periodica de re morali canónica litúrgica, no. 63,
1974, pp. 341-384.

—. «Saints and Miracles.» The Way, October 1978.

—. «The Theology of Canonization.» The Way, Winter, 1980, pp. 7-13.


Molinari, Paul, and Peter Gumpel. «Heroic Virtue: The Splendor of Holiness.» The
Way, Winter, 1980, pp. 25-34.

Murphy, F.X. «Pope John XXIII.» Encyclopedia of Religion, vol. 8 Nueva York:
Macmillan, 1988, pp. 107-110.

O’Connor, Cardinal John J. «A Good Question.» Catholic New York, January


3, 1985, p. 12.

O’Malley, Frank. «The Thinker in the Church: The Spirit of Newman.» The
Review of Politics, vol. 21, no. 1, January 1959, pp. 5-23.

«The One Mediator, The Saints, and Mary: Lutherans and Catholics in
Dialogue.» Final corrected draft de próxima publicación en Augsburg Books,
Minneapolis 1991.

Paci, Stefano M. and Paolo Biondi. «Interview with Giuseppe Siri.» 30 Days,
June 1988, pp. 70-74.

Pinsky, Mark I. «Nun’s 1960 Recovery May Answer Prayers for Serra
Sainthood.» Los Angeles Times, August 4, 1987, p. 3. «Pope Beatifies Five Religious
in Vatican Ceremonies.» UOsservatore Romano, Weekly Edition, no. 17, April 24,
1989, p. 12. Porsi, Luigi. «Cause di canonizzazione e procetura nella cost, apost.
“Divinus perfectionis Magister”: Considerazioni e valutazioni.» Monitor
Ecclesiasticus CX, 1985, pp. 365-400. «Promulgation of Degrees.» UOsseirvatore
Romano, Weekly Edition, no. 16, April 16, 1990, p. 2.

Ricci, Marina. «A Few False Facts and... the Polemics Rage.» 30 Days, year 2,
no. 5, May 1989, pp. 16-18.

«I Never Said There Are Too Many», interview with Cardinal Joseph
Ratzinger. 30 Days, May 1989, pp. 18-20.

Riding, Alan. «Vatican “Saint Factory”: Is It Working Too Hard?» The New
York Times, April 15, 1989, p. 4.

Thavis, John. «Booming Saint-Making Industry Might be Slowing.» National


Catholic News Service, March 31, 1989, p. 16. «Three Martyrs Beatified in St. Peter’s
Basilica.» L'Osservatore Romano, Weekly Edition, ño. 40, October 5, 1987, p. 20.
Tivnan, Edward. «A New Yorker Up for Sainthood: Admirers of Terence Cardinal
Cooke Start a Campaign That Could Take Centuries.» The New York Times
Magazine, November 30, 1986, pp. 46-71.

«Tribute to a Martyr: Archbishop Romero Praised as a Pastor as Well as a


Prophet.» Catholic New York, April 12, 1990, p. 33. Truhlar, K.V. «Virtue, Heroic.»
New Catholic Encyclopedia, vol.

14. Nueva York: McGraw-Hill, 1967, pp. 709-710.

Veraja, Fabijan. La beatificazione. Storia, problemz, prospettive. Sussidi per to


studio delle cause dei santi 2. Roma: Sacra Congregazione per le Cause dei Santi,
1983.

Wills, Garry. «The Phallic Pulpit.» The New York Review of Books, December
29, 1989, pp. 20-26.

Woodward, Kenneth L. «Spiritual Adventure: The Emergence of a New


Theology», a conversation with John Dunne. Psychology Todays vol. 11, no. 8,
January 1978.

«What Is God? John Dunne’s Life of Discovery.» Notre Dame Magazine, vol. 9,
no. 3, July 1980.
—. «How America Lives with Death.» Newsweek, April 6, 1970,

p. 88.

«Religion, Art and the Gothic Sensibility.» Perspectives, vol. 9, no. 1, January-
February 1964, pp. 14-17.
ÍNDICE ONOMÁSTICO (Sin páginas)

aborto

Abraham

Académie Française

Acción Católica Italiana

Achille Ratti, Ambrogio Damiano

Achilli, Giacinto

Acta Martyrum

Acta Sanctorum Bolandistarum

Adán

afección psicogénica

África del Sur

Ágata, santa

Águeda, santa

Agustín, obispo de Hipona

Agustín, san

Alacoque, Margarita María

alcoholismo

Alejandro III, papa

Alejo, san

Alemania nazi
Alessandro

Alfrink, Bernard

Alianza Republicana Nacionalista (ARENA

Alphege, arzobispo

Ambrosio, san, obispo de Milán

America

Amico, Franco

Amore, Agustino

Ana, santa

anacoreta

anatema

Anciaux, Joseph

Andrés, san

Angélico, fra

Anselmo, san

Antiguo Testamento

antisemita

Antonelli, cardenal Giacomo

Antonio de Padua, san

Año del Estado Seglar

apocalipsis
Apologia pro vita sua

Archivo del cardenal Cooke

Archivo de Edith Stein

Archivos del Vaticano

Arco, Juana de

Aristóteles

Armagh, arzobispo de

Armersfoort

artes diabólicas

Asamblea Nacional Salvadoreña

asceta

Asclepio

Asociación de Escuelas Secundarias Católicas

Asperti, padre Samuele

Atanasio

Aubuisson, Roberto d'

Auschwitz

Aviñón, papas de

Baaden, James

Balthasar, Hans Urs von

Bankanja, Isidor
Barberi, Domenico

Basilio

Batterham, Forster

Bauer, Bruno

Bautista, Juan

Bayley Seton, Elizabeth

beatificación

Beaudoin, padre Yvon

Becket, Thomas, arzobispo de Canterbury

Beize, Bogdan

Bell, Rudolph M

Bellah, Robert

Bellarmino, Roberto

Benedict, padre

Benedicta de la Cruz, sor Teresa

benedictinos

Benedicto, san

Benedicto XIV

Benedicto XV

Berkeley, Robert

Bernard, Marie
Bernardo, san

Bernini

Berrigan, jesuita Daniel

Bertoli, cardenal Paolo

Biblioteca Sanctorum

bienaventuranzas

Bilotta, Vincenzo Giulio

Bismarck

Blake, Ursula

Blanc, Anthony

Blehl, padre Vincent

Bloch, Ernst

Blondin, Maria Anna

Bloom, Leopold

bolandistas

Bonaparte, Jerónimo

Bonhoeffer, Dietrich

Bonifacio VIII

Borra, Giuseppe

Borromeo, cardenal Carlos

Bosco, san Juan


Boudreaux, Warren

Bouvier Drexel, Emma

Bouyer, Louis

Bowles, Emily

Brahma

brande a

Brandsma, Titus

Brentano, Clemens

Breve historia de una víctima

Brígida de Suecia, santa

Brogowiec, Bruno

Brown, Peter

Brown, Thomas Joseph

brujería

Buenaventura, san

Caballeros de la Inmaculada

Caballeros de Malta

Cabrini, santa Frances

Caiani, Maria Anna Rosa

Cairoli, padre

Callo, Marcel
calvario

Calvino, Juan

Cambiagio Frassinello, Benedicta

Camino

Campbell, Joseph

canonización

Cantar de los Cantares

Cántico espiritual

Canuto IV

Capucci, Flavio

capuchinos

Carlos I

Carlos VII

carmelitas

carmelitas descalzas

Carta al duque de Norfolk

Carta Magna

cartas pastorales

Carter, Jimmy

Casa de Amparo de los Sufrientes

Casa de Hospitalidad
Casa Blanca

Catalina de Siena, santa

Catalina, santa

Catalina de Génova

catecúmeno

Catholic New York

Catholic Worker

Cecilia, santa

Celestino V

celibato

Chadwick, Owen

Chernobil

Churchill

Cicerón

Cicognani, Amleto

ciencia divina

Clara de Asís, santa

claretianos

clarisas pobres (o hermanas menores)

Claudel, Paul

Clemente V
Clemente VIII

Club de Matt Talbot

Código de Derecho Canónico

Cohalan, Florence

Coleman, John

Comisión Estatal Vietnamita de Asuntos Religiosos

Comité Católico para el Trabajo de Misión entre la Gente de Color

Comité de Escuelas Católicas para los Pobres

Comité de la Paz

Comité Médico Internacional de Lourdes

Comité Teresa Musco

Compañía de San Sulpicio

Compañía del Santo Niño Jesús

comunión de los santos

comunista

Concepción Inmaculada

Concilio de Cartago

Concilio de Nicea

Concilio de Trento

Concilio Vaticano 1

Concilio Vaticano II
Conferencia Episcopal de Alemania

Confesiones

confesor

Congregación de ritos sagrados

Congregación del Sagrado Corazón

Congregación para la causa de los Santos

Congregación para la Doctrina de la Fe

Congregación para la Propagación de la Fe

Congregación para los Obispos

Connare, William

Connelly, Adeline

Connelly contra Connelly, (juicio),

Connelly, Cornelia

Connelly, Frank

Connelly, John Henry

Connelly, Mercer

Connelly, Pierce Francis

Connelly Versus Connelly, (obra de teatro)

Consejo del Rey

consejos evangélicos

Constantino
Constitución Apostólica

consulta médica

contrarreforma

Convención Episcopal del Suroeste

Cooke, Katherine

Cooke, Terence James

Cornell, Tom

Cortesini, Raffaello

Cortona, Margarita de

Costa, Alexandrina Maria da

Cowley, Malcolm

Crisan, Traían

Crisóstomo, Juan

Cristiani, Alfredo

Cristóbal, san

Cruchon, George

cruz de hierro

Cruz, san Juan de la

Cullen, Paul

Cupertino, José de

Dachau
Danell

Darwin

Davis, Henry Francis

Day, Dorothy

De Gaulle, Charles

De miserabili conditione Catkolicorum nigrorum in America

DeRosa

De Servorum Dei beatificatione et Beatorum canonizatione

Decretales

Delehaye, Hippolyte

Delfina de Puimichel, beata

Delgado, padre Jesús

demonio, \'7bvéase diablo) demonología

Departamento de Misiones Católicas Indias

derecho canónico

derechos humanos

Dessain, Charles Stephen

Día de Expiación de los Judíos, 163 diablo

diálogo apócrifo

dies natalisy

Dirvon, Joseph
Divino afflante Spiritu

Divinas perfectionis magister

Domingo, santo

dominicos

donatistas

Drexel, Anthony

Drexel, Elizabeth

Drexel, Katharine

Drexel, Louise

Drummond, Henry

Duchesne, Louis Marie

Duchesne, sor Rose-Philippine

Dwyer, George

Dyrda, Boniface

Echt (Holanda)

Eckhart, Johann

Eckhart, Meister

Edad Media

Edmundo de Abingdon, san

Ejercicios espirituales

Ejército Republicano Irlandés


El ambiente divino

El cuerno encantado del niño

El independiente

El origen de las especies

Él Salvador

El vicario

Elias, profeta

Elzear de Sabran, san

Emilio, padre

Emmerich, Ana Catalina

En busca del Jesús histórico

Enrique II

Enrique VIII

Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana

escolásticos

Escrituras

Escrivá de Balaguer, José María

escuadrón de la muerte

Esmirna

Espíritu Santo

Estados Pontificios
Estanislao, arzobispo de Cracovia

Esteban, san

Ester, reina

estigmas

Eszer, padre Ambrose

Ética a Nicomaco

Eucaristía

Europa Oriental

Eva

Evangelical Magazine

Evangelio

evangelización

exegeta

Faber, F.W

fama sanctitatis

Fatima

Fawkes, Guy

Felici, Angelo

Felicitas, santa

Felipe IV

Ferrari, cardenal Andreas


Ferrarons, Liberata

Filomelión

Flannery, Michael

Forest, Jim

Forgione, Francesco

franciscanos

franciscanos negros

Francisco de Asís, san

Francisco de Sales, san

Franco, Francisco

Franklin, Benjamin

Frassati, Pier Giorgio

Frente Democrático Revolucionario (FDR)

Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)

Freud, Sigmund

Frings, Joseph

Fritsch, comandante

Gabriel, arcángel

Gagliardi, Pasquale, arzobispo de Manfredonia

Gajownicezek, Francis

Galgani, Gemma
Gandhi, Mahatma

Garay, Alvaro Antonio

Garrone, Gabriel

Gasparri, cardenal Pietro

Gérard, Joseph

Gerarda, Emmanuele

German Catholics and Hitler's War

Gladstone, William

Glemp, Jozef

gnosticismo

Goethe

Gold, Mike

Gómez de Arayjo

Gómez Gutiérrez, Luis José

Gonzales, Marie Enfanta

Goretti, Maria

Goyau, Georges

gracias

Grammar of Assent («Gramática del asenso»)

Grande, Rutilio, padre

Grant, obispo
Grassi, Giovanni

Gregorio IX

Gregorio XVI

Grimshaw, Francis

Groeschel, Benedict

Grossteste, Robert

Grupos de Oración de Padre Pio

Guardini, Romano

Guérin Martin, Azélie

Guérin Martin, Celine

Guérin Marón, Elise

Guérin Marón, Louis

Guérin Marón, Pauline

Guérin Martin, Teresa

Guérin Martin, Zelie

Guerri, Giorgio Bruno

guerrilla

Guidi, cardenal Filippo

Gumpel, padre Kurt Peter

Gurloes, abad

Guzmán, Domingo de
Habig, Marion

hagiografía

hagiolatría

Hammarskjöld, Dag

Hebblethwaite, Peter

Hechos de los Apóstoles

Heine

Helder Cámara, Dom

Heller, Erich

Hemingway, Ernest

Hennessy, Maggie

Hensel, Louise

hereje

Hermanas de la Sagrada Familia

Hermanos de San Vicente de Paul

Hermanas del Sagrado Corazón

Hermanas del Santísimo Sacramento

Hermanas del Santísimo Sacramento para los Indios y la Gente de Color

Hermanas Oblatas de la Providencia

Hermandad del Cardenal Cooke

Hickey, James
Hinterberger, sor Ancilla

Historia de la Iglesia antigua

Historia de un alma

historiografía

Hitler, Adolf

Hochhuth, Rolf

Hoeffner, Joseph

Holmes, J. Derek

Hopkins, Gerard Manley

Hospital de la Transfiguración

Hóss, Maria Crescentia

Huizinga, Johan

Humani generis

Hus, Juan

Husserl, Edmund

idolatría

Iglesia Católica Romana

Iglesia Episcopal Protestante

Iglesia Luterana

Ignacio de Loyola, san

Ignacio, obispo de Antioquía


Ilustración

Imcamp, Wilhelm

impétigo

Index ac Status Causarum

Inés, santa

Inés de Bohemia, santa

infalibilidad papal

informatio

Ingarden, Roman

Inocencio IV

Inocencio XI

inquisición

Instituto Real de Documentación sobre la Guerra

Irlanda

Isaac

Isabel la Católica

Isabel, santa

Isla de los Santos

Jacinto, san

Jacob

Jägerstätter, Franz
James, madre M

Jardín de la Inmaculada

Jeanmard, Jules

Jerónimo, san

jesuitas

Johnson, Lyndon

Jorge, san

José, san

Joyce, James

Jrushchov, Nikita

Juan Pablo I

Juan Pablo II, (Karol Wojtyla)

Juan, san

Juan XV

Juan XXIII, (Angelo Giuseppe Roncalii)

Juana Francisca de Chantal, santa

Judas, san

Juliano el Apóstata

Jung, Carl Gustav

Juventudes Obreras Católicas

Katz, Steven T
Kaufbeuren (Alemania Occidental)

Kenrick, Francis Patrick

Kingsley, Charles

Kirístalínacht

Koenig, Franz

Kol de Suecia, rey

Kolbe, Maximilian

Kowolska, Faustina

Krol, John J

L’Osservatore Romano

La ciencia de la Cruz

La ciudad de Dios

La idea de una universidad

La Iglesia y las organizaciones políticas populares

La leyenda de oro

La Pasión dolorosa de Nuestro Señor Jesucristo según las medilaciones de Ana


Catalina Emmerich

La Soletee

La Stampa

La undécima virgen

La vida de un alma

La vida humilde y amargas pasiones de Nuestro Señor Jesucristo y Su Santísima


Madre, con los misterios del Antiguo Testamento, según las visiones de Ana Catalina
Emmerich anotadas en el diario de Clemens Brentono

Lambertini, Prospero

Lanfranc, arzobispo

Las cinco heridas de la Iglesia

Lateau, Loise

León XIII

Lercaro, Giacomo

ley canónica

libelli

Lichtenberg, Bernard

Liénart, Achille

Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa

Lincoln

Lipps, Hans

Longfellow

Longpré, Catherine

Los Amigos de Newman

Los caballeros de la Inmaculada

Loss and Gain (Pérdidas y ganancias)

Lozano, padre Juan

Lucas, san
Lucía, santa

Luciani, Albino

Luciani, Juan, obispo de Vittorio Veneto

Luis XIV

Luis de Anjou, san

Lumberas, Martín

lupus erythematosus

Lutero, Martín

Luther King, Jr., Martin

Macca, Valentino

Machejek, Michael

Macias, Juan

MacIntyre, Alasdair

Macken, Canon

MacLaughlin, Helen

Magdalen, Mary

magia

Magno, Alejandro

Mahoma

Manley Hopkins, Gerard

Manning, cardenal
María Teresa

Maritain, Raissa

Martin, Dermot

Martín de Porres, san

Martín de Tours, san

Martin, hermano

Martin, Louis

Martina, Giacomo

Martino, Joseph

mártir

Martirio de Policarpio

Marx, Karl

Mastai-Ferretti, Giovanni María

Mateo, evangelista

matrimonio

Maurin, Peter

Mauthausen

Maximiliano, archiduque

May, John, arzobispo de Saint- Louis

Mayer, Rupert

Mazenod, Charles Joseph Eugene


McCarrick, Theodore

McClosky, John

McDonagh, Enda

McGrath, James

McGuiginan, George

McShea, Joseph

Meir, Golda

Mercedes, madre

Merton, Thomas

Messina, Antonia

Metternich, príncipe

Mexico

Miguel, arcángel

milagro

Ministerio de Defensa Alemán

Misioneras de la Caridad

misiones

Misisipí

misóginos

misticismo

místicos
Mit brennender Sorge

Moccia, Francesco

Moisés

Molinari, padre Paolo

Monti

Montini, Giorgio

Mooney, Catherine M

mormones

Morosini, Pierinia

Morrell, Louise

Moscati, Giuseppe

Movimiento de Oxford

movimiento guerrillero

movimiento popular

Movimiento por los Derechos Civiles

Musco, Teresa

Mussolini, Benito,

Napoleón

Natchez

nazi

neoplatonismo
Nepomucene Neumann, John

Neri, san Felipe

Neumann, obispo John

Neumann, Theresa

Newman, John Henry

Newton

Nicolás de Tolentino, san

nihil obstat

Niseno, san Gregorio

Nixon, Richard

Norwich, Julián de

Norwich, Juliana de

Nuestra Señora de Lourdes

nuevo paganismo

Nuevo Testamento

O’Connor, James

O’Connor, John J

O’Neill, Eugene

O’Neill, Joseph H

obispos

Oblatos de María Inmaculada


Obrero Católico

odium fidei

Oficio de Vírgenes

Olier, Jean-Jacques

oligarquía

olor de santidad

Opus Dei

oración

Oratorio de San Felipe Neri

orden mendicante

Ottaviani, Alfredo

Ozanam, Frédéric

Pablo, san

Pablo VI

Pacelli, Eugenio María Giuseppe

Pacem in Terris

pacifismo

Padres Claretianos de Chicago

Palazzini, cardenal Pietro

Papa, Giovanni

Papen, Franz von


papistas

paraíso

Parsifal

Partido Nazi Alemán

partido revolucionarío institucional

Pascendiy encíclica

Pascual II

Pasquinangeli, Camillo

Pastor aetemus

Patricio, san

Peacock, Cornelia

Peacock, Isabella

pecado

pecado original

Pedro, san

penthius

Pérez, Raffaelo

Perpetua

Perrin, padre Jean-Marie

Perry, Harold

Pétain
Petti, Anton

Pietá

Pietro, Guido di

Pilato, Poncio

Pinho, Mariano

Pinto, Jorge

Pio V

Pio IX (o Pió Nono)

Pio XI

Pio XII,

Pio, padre

Planck, Karl

Platón

Pobre asesino, pobre santa: la verdadera historia de Maria Goretti

Poletti, Ugo

Polonia

Ponticiano

Popery: Its Character and Its Crimes («El papismo: su carácter y sus crímenes»)

Porfirio

Porsi, padre Luigi

positio
positio super miraculo

Premio Nobel de la Paz

Primera Guerra Mundial

Pro, padre Miguel Agustín

proceso ordinario

processus

Proeles, Claudia

Procrustes

protestante evangélico

Quanta cura

Radini-Tedeschi, Giacomo

Radio Vaticano

Rahner, Karl

Raimondi, Luigi

Rambler

Rasoamanarvio, Victoria

Ratzinger, Joseph,

Reagan, Ronald

Real Academia de Medicina de Madrid

Reforma Protestante

Regalado, Hector Antonio


Reichstag

Reinach, Adolf

reliquia

Renacimiento Italiano

República Popular de China

Revolución Francesa

Ricci, Catalina

Riccki, Matteo

Rivera y Damas, arzobispo Arturo

Rodríguez, Catalina María

Roiphe, Anne

Rolle, Richard

Romero, arzobispo Óscar Amulfo

Roosevelt, Theodore

Rosa Chávez, Gregorio

Rosa, Franco de

Rosati, Joseph

Roses among Lilies

Rosmini-Serbati, padre Antonio

Rossi, Paolo

Ruiz, Lorenzo
Ryan, James

Savonarola, Girolamo

Sachsenhausen

Sagrada Familia

Sagradas Heridas, padre Edmundo de las

Sailer, Johann Michael

alesiano

Sánchez, Melchor

Santa Congregación para la Educación Católica del Vaticano

Santa Sede

Santísimo Sacramento

Santo Oficio del Vaticano

anto viviente

santos

santos antiguos

santuario

Saravia, Alvaro Rafael

Sarao, monseñor Robert

Satanás, (véase demonio)

Scheler, Max

Schmoger, padre C.E


Schweitzer, Albert

Secretaría de Estado del Vaticano

secretario del estado Vaticano

Segunda Guerra Mundial

señales divinas

Sergio, san

Sermón de la montaña

Serra, fray Junípero

Severo, Sulpicio

sexualidad

Sheldon, William

Shrewsbury, conde de

Shrewsbury, lord

Siedliska, Francisca

Sínodo de Seglares

Sínodo Mundial de los Obispos

Siri, Giuseppe

Sixto V

Snider, Carlo,

Sobre la beatificación y la canonización de los siervos de Dios

Sobrino, John
Sociedad de los Bolandistas

Sociedad Filosófica

Sodalitium Pianum

Southwark, obispo de

Spellman, Francis

St. John, padre Ambrose

Stein, Edith

Stein, Rosa

Stensen, Niels

Stier, Diane L

Strauss, David Friedrich

Strub, Elizabeth Mary

studium

Suenens, Leo Joseph

super vita et

Suso, Heinrich

Syllabus de

30 Days

Talbot, Gwendalin

Talbot, John

Talbot, Matt
Talbot, monseñor George

Tardini, Domenico

Taylor, William

Teilhard de Chardin, Pierre

Tekakwitha, Kateri

teología de la liberación

terciarios

Teresa de Ávila, santa

Teresa de Calcuta, madre

Teresa de Lisieux, santa

terrorismo

Tertuliano

The Catholic Worker

The Homiletic and Pastoral Review

The Masses

The New York Times

The Tablet

The Times

The Wall Street Journal

Therese, Tamar

tierra santa
Times

Timoteo, san

Tisserant, cardenal Eugene

Todo es gracia

Tognetti

Tomás de Aquino, santo

Tomás de Cantalupo, santo

Touissaint, Pierre

Towneley, coronel

tradición popular

Tratados para nuestro tiempo

Treacy, Gerard

Tribunal de Rota

Tribunal Supremo de Estados Unidos

Tyrrell, George, 450

Udalrico (Ulrich) de Augsburgo, obispo

Una constitución conforme a la justicia social

Unión Soviética

Universidad Católica de Nijmegen

Universidad Gregoriana de Roma

Urbano II, papa


Urbano VIII

Urioste, padre Ricardo

Valabek, Redemptus

Valeriano, san

Van Ruysbroeck, Jan

Vauchez, André

Venanzi, Enrico

Veraja, Fabijan

Verónica, santa

Vianney, san Juan Bautista María

Vida de Antonio

Vida de la Virgen Santísima

Vida de Martín de Tours

Vietnam

Virgen María

vírgenes mártires

Virgili, María Angela

virginidad

virtud heroica

vitae

Vorágine, Jacobo de
Wagner, Richard

Ward, Wilfrid

Washington

Washington, Booker T

Watergate

Webber, Terry

Wegener, Thomas

Weit Simone

Weinstein, Donald

Whatmore, Leonard

Winterton, padre Gregory

Wiseman, obispo Nicholas,

Yom Kipur

Young, Mary David

Zahn, Gordon
NOTAS AL PIE DE PÁGINA

\'7b*\'7d El 5 de febrero de 1989, el Gobierno salvadoreño anunció que


había identificado al asesino de Romero: Héctor Antonio Regalado, un dentista
convertido en jefe de seguridad de la Asamblea Nacional salvadoreña. Los
funcionarios de la acusación pública afirmaron que Regalado mató al arzobispo
bajo la supervisión de Álvaro Rafael Saravia, antiguo oficial de las fuerzas aéreas, y
siguiendo órdenes de Roberto d’Aubuisson, líder del partido derechista Alianza
Republicana Nacionalista (ARENA). La acusación se basaba en las declaraciones
de Álvaro Antonio Garay, quien afirmaba haber conducido el coche en que el
asesino huyó. Sin embargo, el Tribunal Supremo de El Salvador, controlado por
ARENA, decidió en diciembre de 1988 considerar el testimonio de Garay
demasiado viejo e inconsistente. Regalado y Saravia se salvaron del enjuiciamiento,
al igual que D’Aubuisson, cuyo candidato de ARENA, Alfredo Cristiani, venció en
las elecciones presidenciales de marzo de 1989.

\'7b†\'7d En castellano en el original (N. del T.)

\'7b‡\'7d En castellano en el original (N. del T.)

\'7b§\'7d Es interesante observar que los estigmas de san Francisco son el


único fenómeno de esa clase al que se le asignó una fiesta litúrgica propia, el 17 de
septiembre.

\'7b**\'7d Muchos santos y beatos pertenecían a órdenes religiosas, como


los franciscanos o los dominicos, en calidad de «terciarios» o miembros de las
«órdenes terceras», después de sacerdotes y religiosas. Los terciarios hacen votos
privados y tienen directores espirituales, pero continúan viviendo en el mundo y
pueden casarse.

\'7b††\'7d En realidad, Brígida fundó una orden de religiosas y llevaba una


vida monástica en Roma. Catalina era terciaria y vivía en una celda dentro del
domicilio paterno.

\'7b‡‡\'7d El Index ac Status Causarum (edición de 1988) contiene


trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido confirmados. Entre los
más recientes que recibieron la canonización equivalente, se halla Inés de Bohemia,
declarada santa por el papa Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989, a los
setecientos siete años de su muerte, y justo a tiempo para ser invocada por los
católicos romanos de Checoslovaquia durante su revuelta contra el Gobierno
comunista de la nación.

\'7b§§\'7d Patrono significa en italiano «abogado defensor». Los críticos les


reprochaban que eran también padroni o dueños y señores de sus causas.

\'7b***\'7d La impresión de los documentos de la congregación no la realiza


el Vaticano ni se adjudica en subasta pública. Todos los documentos de la
congregación los imprime una sola empresa, Tipographia Guerra, Piazza de Porta
Maggiore, 2, Roma.

\'7b†††\'7d En un intento de complacer al clero de su antigua diócesis, el


papa Clemente X «canonizó a un antiguo héroe local, Venancio, dejando a los
historiadores del futuro la tarea de elucidar quién fue exactamente ese personaje».

\'7b‡‡‡\'7d Otro personaje americano altamente prioritario es Pierre


Touissaint (1766-1853), esclavo haitiano y lego emigrado a Nueva York en 1787,
donde ayudó a fundar el primer orfanato católico de la ciudad. Touissaint tiene
devotos y apasionados seguidores entre los haitianos de la archidiócesis de Nueva
York, según descubrí al visitar su tumba en 1988, en el aniversario de su muerte.
Una comisión de historiadores ha estado investigando lentamente su vida y sus
virtudes; pero, a diferencia del cardenal Cooke, Touissaint no parece figurar entre
las prioridades más urgentes del cardenal John O'Connor. En 1989, O’Connor
consintió finalmente en abrir un proceso formal.

\'7b§§§\'7d Los actuales hacedores de santos lo reconocen; si bien


argumentan, con bastante razón, que la investigación de la causa de Jacinto era va
antigua y no se llevó a cabo conforme a los procedimientos estrictos establecidos
en 1388.

\'7b****\'7d Esto no significa que la oposición al nazismo en defensa de la fe


o de la moral católica no pueda ser un motivo válido del martirio. El padre
Molinari está preparando una causa basada precisamente en ese argumento. El
candidato es un sacerdote berlinés, el padre Bernard Lichtenberg (1875-1943),
quien trabajó clandestinamente para ayudar a los judíos a escapar de la Alemania
nazi. En 1938, denunció públicamente el antisemitismo de los nazis y acabó
sufriendo un lento martirio en una prisión nazi.
\'7b††††\'7d La manera como un santo llega a ser el patrono de un
determinado oficio es una cuestión de asociaciones —muchas veces, de imágenes
— más que un ejercicio de lógica. Santa Lucía (luz, vista), por ejemplo, es la santa
patrona de las personas que sufren enfermedades de la visión porque, según la
leyenda, sus perseguidores le arrancaron los ojos. Santa Ágata, a quien, según la
tradición, los torturadores le cortaron los pechos, es la patrona de las nodrizas. El
arcángel Gabriel, que anunció a la Virgen María la «buena nueva» de su embarazo,
es el patrono de los empleados de correos, de las emisoras radiofónicas y de las
telefonistas. Esteban, que murió lapidado, es el patrono de los albañiles. Los
peluqueros veneran a san Martín de Porres, que fue el barbero de su convento. El
santo patrono tradicional de los periodistas es Francisco de Sales, un obispo
aficionado a los libros y apasionado panfletista; no era periodista, pero sí jurista, lo
cual probablemente aumenta su atractivo para los escritores contemporáneos. En
1958, el papa Pío XII nombró patrona de la televisión a la religiosa contemplativa
santa Clara de Asís, a pesar de que ella vivió siete siglos antes de que se
perfeccionara la técnica de la transmisión de imágenes: se dice que a Clara le fue
dado contemplar, en una visión, una misa a la que no pudo asistir personalmente
por hallarse postrada en cama.

\'7b‡‡‡‡\'7d En castellano en el original. (N. del T.)

\'7b§§§§\'7d Posiblemente haya habido en ello también un quid pro quo


político. El papa tenía proyectada una visita pastoral a México, que realizaría en
mayo de 1990. Durante su visita, se pronunció apasionadamente en favor de la
plena restauración de las libertades de la Iglesia mejicana y, por primera vez desde
la rebelión, el Gobierno aceptó un intercambio de representantes personales con el
Vaticano.

\'7b*****\'7d En castellano en el original. (N. del T.)

\'7b†††††\'7d Hasta la fecha, sólo treinta hombres y dos mujeres han sido
declarados doctores de la Iglesia, título honorífico que los papas otorgan a aquellos
santos que se distinguen por un grado excepcional de erudición y/o de
conocimiento de la vida espiritual.

\'7b‡‡‡‡‡\'7d En italiano en el original. (N. del T.)

\'7b§§§§§\'7d Hubo una positio de martirio anterior redactada en inglés: la


de ochenta y cinco mártires ingleses del siglo XVII beatificados en 1987.
\'7b******\'7d El caso de Inés de Jesús (Agnes Galand, 1602-1634) ofrece una
oportunidad excepcional de estudiar cómo las vitae se amoldaban en cada
momento a las expectativas teológicas y políticas de la Santa Sede. En el transcurso
de tres siglos, su vida fue reescrita cuatro veces, cada una de ellas con la esperanza
de captar los vientos predominantes que soplaban de Roma. Cuando Roma
exaltaba lo sobrenatural, el biógrafo realzaba las experiencias místicas de Inés;
cuando el misticismo se volvió sospechoso, ella adquiría una espiritualidad y una
ejemplaridad de naturaleza menos exótica, y, aún en fecha tan reciente como 1963,
los hechos de su vida seguían sujetos a reinterpretaciones.

\'7b††††††\'7d Bayous: brazos de agua estancada o de escasa corriente,


comunicados con un río, lago o bahía, frecuentes en el sur de EE.UU. (N. del T.)

\'7b‡‡‡‡‡‡\'7d La respuesta del obispo retirado de Allentown, Pensilvania,


Joseph McShea, es interesante por la luz que proyecta sobre la obediencia heroica
de Drexel a la autoridad episcopal, en comparación con la docilidad de una santa
estadounidense anterior. Preguntado sobre la obediencia de Katharine a
los .obispos, McShea declara: «Excelente. No oí jamás de ninguna controversia;
muy al contrario de la madre [Frances] Cabrini [canonizada en 1946], que reñía con
cuanto obispo se terciara, aunque generalmente se trataba de problemas
inmobiliarios y cosas por el estilo. Pero de la madre Katharine no oí jamás que
tuviera ningún desacuerdo ni divergencia con un obispo.»

\'7b§§§§§§\'7d El resto de la positio también fue redactado por una mujer,


la difunta hermana Ursula Blake, la primera colaboradora de la causa, cuyo trabajo
Strub completó.

\'7b*******\'7d Refiérese al Consejo del Rey (Privy Council) del monarca


británico, integrado por todos los actuales y anteriores ministros de la Corona y
por otras personalidades distinguidas; el nombramiento es vitalicio. (N. del T)

\'7b†††††††\'7d El 5 de noviembre se celebra en Gran Bretaña el «día de


Guy Fawkes», Guy Fawkes Day, fecha que conmemora la Conspiración de la
Pólvora (1605), tramada por elementos católicos contra el Parlamento y contra el
rey Jacobo I; en tal ocasión, se quema en público un muñeco de trapo que
representa a Guv Fawkes, el jefe de los conspiradores. (N. del T)

\'7b‡‡‡‡‡‡‡\'7d Entre los más importantes figuraban los jesuitas Henri de


Lubac, Henri Rondet y Henri Bouillard y los dominicos Marie-Dominique Chenu e
Yves-Marie Congar, todos ellos franceses.
\'7b§§§§§§§\'7d Si un papa muriese durante una visita a otra diócesis,
técnicamente sería el obispo de ésta quien introduce la causa, aunque de hecho
renunciaría a ese derecho en favor de la Santa Sede.

\'7b********\'7d Dicha afirmación fue pronunciada, en conversación privada


con el autor, por el historiador eclesiástico Francis Xavier Murphy, C.S.S.R. en
relación con el proceso de Pío X.

\'7b††††††††\'7d Celestino V se benefició en grado considerable del


conflicto político entre su sucesor, Bonifacio VIII, y el rey Felipe IV de Francia. La
canonización de Celestino por Clemente V, en 1313, se debió en gran medida a las
presiones del rey francés, que la veía como una reprimenda contra Bonifacio.

\'7b‡‡‡‡‡‡‡‡\'7d Durante el pontificado de Pío X, Montini padre fue objeto


de ataques infundados y económicamente desastrosos, por parte de ciertos amigos
del papa, en el contexto de la campaña iniciada por el pontífice contra los
supuestos modernistas de la Iglesia. A consecuencia de dichos ataques, perdió
tanto dinero que su hijo, el futuro papa, tuvo que interrumpir durante un año sus
estudios de sacerdocio. Gracias a Ferrari se logró finalmente rehabilitar a Giorgio
Montini; pero, cuando se inició el proceso local de Ferrari, el estigma modernista
seguía aún pesando sobre la reputación del cardenal. Para gran alegría de Pablo
VI, Cairoli salvó la causa al descubrir una carta escrita en apoyo de Ferrari por
Ambrogio Damiano Achille Ratti, el que sería más tarde el papa Pío XI. Ese
documento resultó crucial para hacer posible la beatificación de Ferrari, ceremonia
que Pablo VI esperaba poder presidir personalmente en Milán, pero no vivió lo
bastante. Sin embargo, Pablo le estaba tan agradecido a Cairoli que le encargó la
causa de Angelo Giuseppe Roncalli, el papa Juan XXIII.

\'7b§§§§§§§§\'7d Tras ser elegido papa, Roncalli pidió un informe secreto


que había sido compilado sobre él. Después de leerlo, lo devolvió al archivo, a
diferencia de su predecesor Pío XII, quien retiró de los archivos del Vaticano un
expediente de quejas contra él.

\'7b*********\'7d Teresa deseaba ser misionera en ultramar, pero se


consideró que su salud era demasiado delicada. Su condición de patrona de los
misioneros se debe a la correspondencia que mantuvo desde el convento con dos
sacerdotes misioneros.

\'7b†††††††††\'7d La reducida población católica de Dinamarca no ha


tenido ningún santo oficial desde que el papa Pascual II aprobó en 1101 la
veneración del rey Canuto IV y de sus reliquias. La candidatura de Stensen era, por
tanto, sumamente oportuna desde el punto de vista pastoral. Pero, por deferencia
ante la mayoritaria Iglesia luterana de Dinamarca, que Stensen rechazó para
convertirse al catolicismo, el papa beatificó al obispo y científico en Roma.

\'7b‡‡‡‡‡‡‡‡‡\'7d En cierto momento, los partidarios de su causa


arguyeron que los libros de Tomás eran ya de por sí milagrosos por su sabiduría.

\'7b§§§§§§§§§\'7d Una de las dificultades inherentes a todo intento de usar


los procesos de canonización como prisma sociológico para examinar la
mentalidad religiosa de una época, como hacen Donald Weinstein y Rudolph M.
Bell en Saints and Society: The Two Worlds of Western Christendom, 1000-1700, es la
de saber si se está hablando del personaje que inspiró el proceso o del personaje
que surgió del mismo. La diferencia refleja el lapso transcurrido entre la reputación
inicial de santidad, la investigación subsiguiente y el reconocimiento por las
autoridades eclesiásticas competentes. Y éste no es sino un aspecto del problema.
Otro aspecto desconcertante es la diferencia entre el impulso populista de
reconocer a alguien como santo, existente en el origen, y las posteriores razones de
la canonización, que reflejan a menudo los motivos institucionales de la elite
creadora de santos. Para citar un ejemplo extremo, cabría preguntar si Juana de
Arco (1412-1431) refleja la mentalidad religiosa de la Francia del siglo XV o, antes
bien, las prioridades -espirituales o políticas- que tenía la Santa Sede en 1920, año
en que fue finalmente canonizada. Los santos son personajes proteicos,
susceptibles de adquirir una reputación que poco o nada tenga que ver con el
concepto que ellos tenían de sí mismos ni con la época que engendró su reputación
inicial de santidad. Como muestra muy reciente de reinterpretación de un santo,
véase la interpretación casi feminista, casi liberalicionista de Philippine Duchesne
por un miembro de su orden, Catherine M. Mooney, R.S.C.J., en Philippine
Duchesne: A Woman with the Poor (Nueva York: Paulist Press, 1990). Sospecho que
una comparación de esa viva biografía con la positio de Duchesne demostraría la
diferencia entre los criterios por los que los santos son hallados dignos de
canonización y las posibilidades de transformarlos, una vez canonizados, en
ejemplos más contemporáneos de virtud heroica.

\'7b**********\'7d Holiness, wholeness: en la traducción se pierde la


asonancia en que se funda el juego de palabras. (N. del T.)
NOTAS AL FIN DEL LIBRO

INTRODUCCIÓN

\'7b1\'7d Sobre la vida de la madre Teresa, véase Eileen Egan, Such a Vision
of the Street: Mother Teresa - the Spirit and the Work, Nueva York, Doubleday, 1986.

\'7b2\'7d Para un resumen conciso de la historia y los procedimientos de la


canonización en la Iglesia rusa ortodoxa, incluyendo una lista de los canonizados,
véase Metropolitano Juvenaly de Krutitsy y Kolomna, «La canonización de los
santos en la Iglesia rusa ortodoxa», informe presentado al (y publicado por él)
Concilio local de la Iglesia rusa ortodoxa, celebrado del 6 al 9 de junio de 1988 en la
URSS, con motivo de la conmemoración del milenario del bautismo de Rusia
(mimeografiado).

\'7b3\'7d Pierre Delooz, «Toward a Sociological Study of Canonized


Sainthood in the Catholic Church», en Saints and Their Cults: Studies in Religious
Sociology, Folklore and History, ed. por Stephen Wilson, Cambridge, Inglaterra,
University of Cambridge Press, 1983. Un estudio más amplio del tema se encuentra
en Pierre Delooz, Sociologie et canonizations, Lieja, Faculté de Droit, 1969.

\'7b4\'7d John A. Coleman, «After Sainthood», en Saints and Virtues, ed. por
John Stratton Hawley, Berkeley, University of California Press, 1987; p. 224.
CAPÍTULO UNO

Todas las citas de personas vivas provienen de las entrevistas del autor,
salvo indicación contraria.

\'7b5\'7d Carta de McCarrick a O’Connor, Archivo Cardenal Cooke.

\'7b6\'7d Entrevista del autor con Groeschel.

\'7b7\'7d Fabijan Veraja, Commentary on the New Legislation for the Causes of
Saints, Roma, Congregación para la Causa de los Santos, 1983; p. 15.

\'7b8\'7d Edward Tivnan, «A New Yorker Up for Sainthood: Admirers of


Terence Cardinal Cooke Start a Campaign That Could take Centuries», The New
York Times Magazine, 30 de noviembre de 1986, p. 68.

\'7b9\'7d La carta de Cooke se halla reproducida en This Grace Filled


Moment, ed. por John Reardon, Robert L. Stewart y Anne Buckley, Nueva York,
Rosemont Press, 1984; pp. 56-57.

\'7b10\'7d James Tunstead Burtchaell, The Giving and Taking of Life: Essays
Ethical, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame Press, 1989; p.

\'7b11\'7d Dorothy Day, The Long Loneliness, Nueva York, Harper &
Brothers, 1952; p. 157.

\'7b12\'7d Ibid., p. 148.

\'7b13\'7d Ibid., p. 150.

\'7b14\'7d Ibid., pp. 149-150.

\'7b15\'7d Robert Coles, Dorothy Day: A Radical Devotion, Reading,


Massachusetts, Addison-Wesley, 1987; p. 97.

\'7b16\'7d El historiador David O’Brien en Commonweal, en fecha


aproximada a la de la muerte de Day; citado en By Little and By Little: The Selected
Writings of Dorothy Day, con una introducción de Robert Ellsberg, Nueva York,
Alfred A. Knopf, 1983; p. xvii.

\'7b17\'7d «A Good Question», Catholic New York, 3 de enero de 1985.


\'7b18\'7d Padre Henry Fehren, «Let’s Canonize Dorothy Day», Salt,
septiembre de 1983, pp. 4-5.

\'7b19\'7d Carta de Hennessy a Salt, fechada el 1 de diciembre de 1987,


citada con permiso de la autora.

\'7b20\'7d Carta de Stier publicada en Salt, noviembre/diciembre de 1987, p.


24.

\'7b21\'7d William D. Miller, All Is Grace: The Spirituality of Dorothy Day,


Nueva York, Doubleday, 1987; p. 102.

\'7b22\'7d Ibid., p. 101.

\'7b23\'7d Ibid., p. 102,

\'7b24\'7d The Eleventh Virgin: citado en William D. Miller, Dorothy Day: A


Biography, San Francisco, Harper & Row, 1982; p. 5.

\'7b25\'7d Carta de Berrigan publicada, en forma ligeramente abreviada, en


Salt, noviembre/diciembre de 1987, p. 25.

\'7b26\'7d James R. Brockman, S. J., Romero: A Life, Maryknoli, N. Y., Orbis


Books, 1989; p. 243.

\'7b27\'7d Ibíd., p. 241.

\'7b28\'7d Entrevistas del autor con Rivera y Damas y con sor Teresa de
Ávila.

\'7b29\'7d Entrevistas del autor con Rivera y Damas y con Ricardo Urioste.

\'7b30\'7d Óscar Romero, La voz de los sin voz, UCA, 1980.

\'7b31\'7d Entrevista del autor con Jesús Delgado.

\'7b32\'7d Entrevista del autor con Ricardo Urioste.

\'7b33\'7d Brockman, op. cit., p. 248.

\'7b34\'7d «Tribute to a Martyr: Archbishop Romero Praised As Pastor As


Well As Prophet», Catholic New York, 12 de abril de 1990, p. 33

CAPITULO DOS

\'7b35\'7d Bibliotheca Sanctorum, publicada en Roma por el Istituto Giovanni


XXIII, neila Pontifica Universitá Laterense.

\'7b36\'7d Entre los críticos recientes, véase Lawrence S. Cunningham, The


Meaning of Saints, San Francisco, Harper & Row, 1980, pp. 34-59.

\'7b37\'7d Burtchaell, op. cit., p. 22.

\'7b38\'7d Fil., 2:8.

\'7b39\'7d Burtchaell, op. cit., p. 16.

\'7b40\'7d Ignacio, «Carta a los romanos», traducción de Edgar A.


Goodspeed, The Apostolic Fathers: An American Translation, Nueva York, Harper &
Brothers, 1950; p. 222. Un amplio comentario sobre el concepto de martirio en la
Iglesia primitiva se encuentra en W. H. C. Frend, Martyrdom and Persecution in the
Early Church, Nueva York, New York University Press, 1967.

\'7b41\'7d Citado en Kenneth L; Woodward, «How America lives with


death», Newsweek, 6 de abril de 1970, p. 88.

\'7b42\'7d Peter Brown, The Cult of the Saints: Its Rise and Function in Latin
Christianity, Chicago, University of Chicago Press, 1981; pp. 6-7.

\'7b43\'7d Citado ibid.

\'7b44\'7d Ibid., p. 9.

\'7b45\'7d «The Martyrdom of St. Polycarp», en The Acts of the Christian


Martyrs, traducción de Herbert Musurillo, Oxford, Inglaterra, The Clarendon Press,
1972; p. 17.

\'7b46\'7d Citado en Brown, op. cit., p. 4.

\'7b47\'7d Citado en Benedicta Ward, Miracles and the Medieval Mind: Theory,
Record and Event, 1000-1215, edición revisada, Filadelfia, University of
Pennsylvania Press, 1987; pp. 2-3.
\'7b48\'7d Brown, op. cit., p. 12.

\'7b49\'7d Musurillo, op. cit., p. 15.

\'7b50\'7d Ibid., p. 17.

\'7b51\'7d F. R. Hoare (edición y traducción), The Western Fathers, Nueva


York, Sheed and Ward, 1954; p. 184.

\'7b52\'7d Cunningham, op. cit., p. 9.

\'7b53\'7d Hippolyte Delehaye, The Legends of the Saints, Nueva York,


Fordham University Press, 1962; p. XX.

\'7b54\'7d Athanasius, The Life of Antony and the Letter to Marcellinus, Nueva
York, Paulist Press, 1980; p. 66.

\'7b55\'7d Peter Brown, «Late Antiquity», en A History of Private Life, I: From


Pagan Rome to Byzantium, ed. por Paul Veyne, Cambridge, Massachusetts, The
Belknap Press of Harvard University Press, 1987; p. 287.

\'7b56\'7d P. Chiovrarco, «Relies», New Catholic Encyclopedia, vol. 12, Nueva


York, McGraw-Hill, 1967; p. 237.

\'7b57\'7d Sobre la práctica de robar reliquias, véase Patrick J. Geary, Furta


Sacra: The Theft of Relies in the Middle Ages, Princeton, N. J., Princeton University
Press, 1978.

\'7b58\'7d Margaret R. Toynbee, 5. Louis of Toulouse and the Process of


Canonization in the Fourteenth Century, Manchester, Inglaterra, Manchester
University Press, 1929; pp. 141-142.

\'7b59\'7d Ibid., p. 137.

\'7b60\'7d Reverendo monseñor Robert J. Samo, Diocesan Inquiries Required


by the Legislator in the New Legislation for the Causes of Saints. Dissertatio ad
Doctoratum in Facúltate Iuris Canonici Pontificae Universitatis Grcgorianae,
Roma, Tipografía Guerra, 1988; p. 41.

\'7b61\'7d Ibid., p. 42.


\'7b62\'7d Ibid., p. 9.

\'7b63\'7d André Vouchez, La Sainteté en Occident aux demiers siécles du


Moyen Age, d’aprés les procés de canonization et les documents hagiographiques, Roma,
École Francaise de Rome, 1981; p. 14. Esbozo de traducción dei francés de Richard
Kieckhefer.

\'7b64\'7d Ibid., p. 13.

\'7b65\'7d Ibid., p. 14.

\'7b66\'7d Ibíd., p. 21.

\'7b67\'7d Ibíd., p. 25.

\'7b68\'7d Ibíd., p. 25.

\'7b69\'7d Inocencio IV, Quinqué lihri decretalium, cit. en Vouchez. op. cit., p.
602, n. 51, y en Sherry L. Reames, The Legenda Aurea: A Reexamination of Its
Paradoxical History, Madison, University of Wisconsin Press, 1985; p. 199.

\'7b70\'7d Vouchez, op. cit., p. 3.

\'7b71\'7d Ibid., p. 23.

\'7b72\'7d Reames, op. cit., p. 201.

\'7b73\'7d Donald Weinstein y Rudolph M. Bell, Saints and Society: The Two
Worlds of Western Christendom, 1000-1700, Chicago, University of Chicago Press,
1982; p. 249.

\'7b74\'7d Cunningham, op. cit., pp. 48-59.

\'7b75\'7d Brown, op. cit., p. 58.

\'7b76\'7d Johan Huizinga, The Waning of the Middle Ages, Garden City, N.
Y., Doubleday Anchor Books, 1954; p. 163. (Trad, cast.: El otoño de la Edad Media,
Madrid, Alianza, 1978.)

\'7b77\'7d Ibíd., p. 176.


\'7b78\'7d Eric Heller, The Disinherited Mind, Nueva York, Meridian Books,
1957; pp. 263 y 265.

\'7b79\'7d Huizinga, op. cit., p. 177.

\'7b80\'7d Citado en Richard Kieckhefer, «Sainthood in the Christian


Tradition», en Richard Kieckhefer y George D. Bond (ed.), Sainthood: Its
Manifestations in World Religions, Berkeley, University of California Press, 1988; p. 7.

\'7b81\'7d Ibid.

\'7b82\'7d John F. Clarkson y otros (trad.), The Church Teaches: Documents of


the Church in English Translation, Rockford, Illinois, TAN, 1973; p. 215.

\'7b83\'7d Urbano VIII, citado en Burtchaell, op. cit., p. 20.

\'7b84\'7d Canon Macken, The Canonization of Saints, Dublin, M. H. Hill and


Sons, 1910; pp. 35-36.

\'7b85\'7d Ibid., p. 49-50.

\'7b86\'7d Jerrold M. Packard, Peter's Kingdom: Inside the Papal City, Nueva
York, Charles Scribner’s Sons, 1985; p. 192.

\'7b87\'7d Veraja, op. dt., p. 15.

\'7b88\'7d Entrevista del autor con Robert Samo, funcionario de la


congregación.

\'7b89\'7d Entrevista del autor con Yvon Beaudoin, O. M. I., archivista y


relator de la congregación.

\'7b90\'7d Entrevista del autor con Samo. Esa tradición continúa, como
demuestran Joan Carroll Cruz, The Incorruptibles, Rockford, Illinois, TAN, 1977, y
especialmente Patricia Treece, The Sanctified Body, Nueva York, Doubleday, 1989.

\'7b91\'7d Entrevista del autor con Paul Molinari, S. J., postulador de la


causa de Frassati.

\'7b92\'7d John T. Noonan, Jr., Power to Dissolve: Lawyers and Marriages in the
Courts of the Roman Curia, Cambridge, Massachusetts, Belknap Press of Harvard
University Press, 1972; p. ix.

CAPITULO TRES

Todas las citas de miembros de la congregación están tomadas de las


entrevistas del autor.

\'7b93\'7d 1. Samo, op. cit., p. 18.

\'7b94\'7d Entrevista del autor con el padre William Sheldon, postulador


general de los vicentinos.

\'7b95\'7d Entrevista del autor con Yvon Beaudoin.

\'7b96\'7d Su pormenorizada crítica se encuentra en Luigi Porsi, «Cause di


Canonizzazioni e procetura nella cost, apost.», Divinus Ecclesiasticus CX, 1985; pp.
365-400.

\'7b97\'7d David Knowles, Great Historical Enterprises, Londres, Thomas


Nelson, 1963. Lo que digo acerca de los bolandistas se basa en el capítulo 1, «The
Bollandists», pp. 3-33, así como en la entrevista del autor con cuatro miembros
actuales de los bolandistas en su centro de Bruselas, Bélgica, en 1987.

\'7b98\'7d Richard Kieckhefer, op. cit., p. 33.

\'7b99\'7d Entrevista del autor con Paul Molinari, S. J.

\'7b100\'7d Veraja, op. cit., p. 3.

\'7b101\'7d Ibíd.

\'7b102\'7d Liz Roman Gállese, «American Saint’s Cause Took Century of


Work, Millions in Donations», The Wall Street Journal, 25 de junio de 1975, p. 1.

\'7b103\'7d Entrevista del autor con Sheldon.

\'7b104\'7d Bernard Plongeron, «Concerning Mother Agnes of Jesus:


Themes and Variations in Hagiography (1665-1963)», en Concilium 129, Models of
Holiness, ed. por Christian Duquoc y Casiano Floristan, Nueva York, Seabury
Press, 1979; p. 31.
\'7b105\'7d Pierre Delooz, «The Social Function of the Canonization of
Saints», en Concilium 129, p. 23.

\'7b106\'7d Peter Hebblethwaite, In the Vatican, Londres, Sidgwick &


Jackson, 1986; p. 114.

\'7b107\'7d Delooz, op. cit., p. 21.

\'7b108\'7d A. E. Green, «Canonization of Saints (Theological Aspect)», New


Catholic Encyclopedia, op, cit., p. 59.

\'7b109\'7d Ibid.

\'7b110\'7d Ibid.

\'7b111\'7d Eric Waldram Kemp, Canonization in the Western Churchy


Londres, Oxford University Press, 1948; p. 160.

\'7b112\'7d Giordano Bruno Guerri, Povera santa, povero assasino: La vera


storia di Maria Goretti, Roma, Arnoido Mondadori, 1985.

\'7b113\'7d Commissione di Studio Istituta della Congregazione per le


Cause dei Santi, A proposito di Maria Goretti. Santitd e Canonizzazione, Ciudad del
Vaticano, Librería Editrice Vaticana, 1985.

\'7b114\'7d Ese criterio era ampliamente difundido mucho antes de la


declaración de la infalibilidad papal por el I Concilio Vaticano; véase Kemp, op.
cit., p. 168.

\'7b115\'7d Véase Butler's Lives of the Saints, Complete Edition, edited,


revised and supplemented by Herbert Thurston, S. J., and Donald Attwater, vol. 3,
Westminster, Md., The Christian Classics, 1981; pp. 338-339.

\'7b116\'7d Una expresión cautelosa de duda se encuentra en Francis A.


Sullivan, S. J., Magisterium: Teaching Authority in the Catholic Church, Mahwah, N. J.,
Paulist Press, 1983; p. 136.

CAPÍTULO CUATRO

\'7b117\'7d Anne Roiphe, A Season of Healing: Reflections on the Holocaust,


Nueva York, Summit Books, 1989; p. 128.
\'7b118\'7d Una introducción documentada a la literatura sobre judíos,
católicos y nazis ofrece Istvan Deak, «The Incomprehensible Holocaust», The New
York Review of Books, vol. 36, n. 14, 28 de septiembre de 1989; pp. 63-72.

\'7b119\'7d Citado en Anthony Rhodes, The Vatican in the Age of the Dictators
(1922- 1945), Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1973; p. 176.

\'7b120\'7d Entrevista del autor con Redemptus Valabek, postulador de la


causa.

\'7b121\'7d Informe del oficial que arrestó a Brandsma, leído al autor por
Redemptus Valabek.

\'7b122\'7d Eleni Dimler, «Priest-Journalist, Victim of Nazis, Named


“Blessed” by Pope», Religious News Service, despacho de la Ciudad del Vaticano, 4
de noviembre de 1985, p. 12.

\'7b123\'7d Edith Stein, Life in a Jewish Family, trad, de Josephine Koeppel,


OCD, Collected Works of Edith Stein, vol. 1, Washington, D. C, I. C. S.
Publications, 1986; p. 260.

\'7b124\'7d Sor Renata de Spiritu Sancto, OCD, Edith Stein, trad, de Cecily
Hastings y Donald Nicholl, Nueva York, Sheed and Ward, 1952; p. 64.

\'7b125\'7d Testimonio de las hermanas carmelitas en el proceso de


beatificación y canonización de Edith Stein y repetido en conversación con Jan
Nota, S. J., según el Schwdhisches Tageblatt (Tubinga) del 11 de agosto de 1987.

\'7b126\'7d Testimonio de Johannes Hirschann, S. J., en Jacob Schlafke,


vicepostulador,. Diocesan Process for Beatification, cap. II, Colonia, 1962; p. 27.

\'7b127\'7d Sor Renata de Spiritu Sancto, OCD, op. cit., p. 117.

\'7b128\'7d Edith Stein, Selbstbildnis in Briefen, Edith Steins Werke, Friburgo


Herder, 1977; p.,120.

\'7b129\'7d Jakob Schlafke, Edith Steini Documents Concerning Her Life and
Death, trad, de Susanne M. Batzdorff, Nueva York, Edith Stein Guild, 1984; p. 5.

\'7b130\'7d Existen ciertas dudas acerca de la autenticidad de la cita y de su


fuente. Las carmelitas holandesas mencionan a Maria Delsing, una voluntaria
seglar que trabajaba con Rosa Stein en las tareas externas del Carmelo de Echt,
como la mujer que escuchó a Edith Stein dirigir dichas palabras a su hermana. Las
mismas palabras se hallan citadas, sin indicar quién las oyó, en Romaeus Leuven,
OCD, Heil im Unheil, Edith Steins Werke, vol. X, Friburgo, Herder, 1983; p. 166.

\'7b131\'7d Ibíd. El texto de un telegrama escrito en la letra de Edith Stein


está incluido en una carta dirigida al cónsul suizo en Amsterdam, en Edith Stein,
Selbstbildnis in Briefen, op. cit., p. 177. Más detalles sobre ese esfuerzo de última
hora se encuentran en Josephine Koeppel, OCD, Edith Stein: The Intellectual Mysticy
Wilmington, Del., Michael Glazier, 1990.

\'7b132\'7d Entrevista del autor con Ambrose Eszer, relator de la causa.

\'7b133\'7d Ambrose Eszer, «Edith Stein, Jewish Catholic Martyr», Carmelite


Studies 4t Washington, D. C., I. C. S. Publications, 1987; p. 312. Cf. también Samo,
op. cit., pp. 21-22.

\'7b134\'7d George Hunston Williams, The Mind of John Paul II: Origins of
His Thought and Action, Nueva York, Seabury Press, 1981; pp. 124-140.

\'7b135\'7d Entrevista del autor con Ambrose Eszer, O. P., relator de la


causa.

\'7b136\'7d Citado por Peter Hebblethwaite, «Curia Raps Scholar on


Martyr’s Fate», National Catholic Reporter, 20 de marzo de 1987, p. 25.

\'7b137\'7d James Baaden, «A Question of Martyrdom», The Tablet, 31 de


enero de 1987, p. 108.

\'7b138\'7d La homilía del papa fue presenciada y escuchada por el autor el


1 de mayo de 1987 en Colonia, Alemania Occidental, y reproducida en Carmelite
Studies^ vol. 4, op. cit., pp. 298-306.

\'7b139\'7d Juan 15:13.

\'7b140\'7d Patricia Treece, A Man for Others: Maximilian Kolbe, Saint of


Auschwitz in the 'Words of Those Who Knew Him, San Francisco, Harper & Row, 1982;
p. 171.

\'7b141\'7d Boniface Hanley, O. F. M., Maximiliam Kolbe: No Greater Love,


Notre Dame, Indiana, Ave Maria Press, 1982; p. 70.
\'7b142\'7d Entrevista del autor con Peter Gumpel, S. J.

\'7b143\'7d L’Osservatore Romano, n. 42, 18 de octubre de 1982, p. 12.

\'7b144\'7d Entrevista del autor con Beaudoin, relator de la causa de Callo.

\'7b145\'7d L’Osservatore Romano, publicación semanal, n. 41, 12 de octubre


de 1987, p. 19.

\'7b146\'7d Citado por Leonardo Boff, «Martyrdom: Am Attempt at


Systematic Reflection», en Concilium 1983, vol. 163, Martyrdom Today, ed. por
Edward Schillebeeckx y Johannes-Baptist Metz, Nueva York, Seabury Press, 1983,
p.

\'7b147\'7d Gordon Zahn, In Solitary Witness: The Life and Death of Franz
Jdgerstdtter, edición revisada, Springfield, Illinois, Templegate Publishers, 1986.

\'7b148\'7d Sarno, op. cit., p. 35.

\'7b149\'7d Barbara Crossette, «Sainthood for 117 Outrages Vietnam», The


New York Times, 29 de mayo de 1988.

\'7b150\'7d Enda McDonagh, «Dying for the Cause: An Irish Perspective on


Martyrdom», en Concilium 163, Martyrdom Today, p. 34.

\'7b151\'7d Jon Sobrino, Spirituality of Liberation: Toward Political Holiness,


Maryknoll, N. Y., Orbis Books, 1988; p. 84.

CAPITULO CINCO

\'7b152\'7d Harvey D. Egan, S. J., Christian Mysticism: The Future of a


Tradition, Nueva York, Pueblo Publishing Company, 1984; p. xvi.

\'7b153\'7d Juan, 10:30.

\'7b154\'7d Juan, 12:45.

\'7b155\'7d Gál., 2:20.

\'7b156\'7d Teresa de Avila, El castillo interior, cap. 4. Espasa-Calpe, 13 ed.


1985.
\'7b157\'7d Julian of Norwich, Showings, citado por Katz, op. cit., p. 16.

\'7b158\'7d Citado en Katz, ibid., p. 16.

\'7b159\'7d San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, en «Obras completas». B.


A. C. Madrid, 1967.

\'7b160\'7d Para una discusión actual y pormenorizada sobre esos


fenómenos y su relación con la vida mística, véase Harvey D. Egan, S. J., op. cit.,
pp. 304- 337.

\'7b161\'7d Katz, op. cit., p. 41.

\'7b162\'7d Ibíd., pp. 3-60.

\'7b163\'7d Sobre la diferencia entre la contemplación «infusa» y la


«adquirida», tema que durante mucho tiempo ha dividido a los teólogos
dominicos y a los jesuitas, véase, por el lado dominico, el reverendo R. Garrigou-
Lagrange, O. P., Christian Perfection and Contemplation, 11 edición, St. Louis, Mo., B.
Hérder, 1937; pp. 221-235. En cuanto a los jesuitas, consúltese Augustin Poulain, S.
J., The Graces of Interior Prayer, Westminster, Vt., Celtic Cross Books, 1978; pp. 54-99.

\'7b164\'7d Egan, op. cit., p. 314. La cifra indicada por Egan parece basarse
en un cuestionable estudio escrito por el doctor Antoine Imbert-Gourbeyre, La
stigmatisation, Textase divine et les miracles de Lourdes, Clermont-Ferrand, 1895. Una
aguda crítica de Imbert-Gourbeyre ofrece Herbert Thurston, S. J., The Physical
Phenomena of Mysticism, Chicago, Henry Regnery, 1952; p. 49, n. 1, y pp. 32-130.

\'7b165\'7d P. Stefano y M. Manelli, Short Story of a Victim: Theresa Musco


(1943-1976), trad, de Johanna Pearson, S. Mari, Italia, Editrice Terzo Millennio,
1984; p. 6.

\'7b166\'7d Ibid., p. 46.

\'7b167\'7d Ibid., p. 3.

\'7b168\'7d Prospero Lambertini (Benedicto XIV), De servorum Dei


beatificatione et beatorum canonizatione, 1734-1738, vol. 3, p. 49. Citado en Thurston,
op. cit., p. 17.

\'7b169\'7d Thurston, op. cit., pp. 15-17.


\'7b170\'7d Lambertini, Heroic Virtue: A Portion of the Treatise of Benedict XIV
on the Beatification and Canonization of the Servants of God, vol. 3. Translated into
English from the original Latin, Londres, Thomas Richardson and Son, 1851; p.
323.

\'7b171\'7d Ibid., p. 259.

\'7b172\'7d Ibid., p. 261.

\'7b173\'7d Ibid,, p. 265.

\'7b174\'7d Francis Johnson, Alexandrina: The Agony and the Glory, Rockford,
Illinois, TAN, 1979; p. 25.

24.

\'7b175\'7d Ibid., p. 34.

\'7b176\'7d Ibid., p. 83.

\'7b177\'7d Ibid., pp. 83-84.

\'7b178\'7d Ibid., p. 106.

\'7b179\'7d Todas las citas de los informes de los asesores están tomadas de
Beatificationis et canonizationis Servae Dei Alexandrinae Mariae da Costa Positio Super
Scriptis, trad, del italiano por Robert Findley, S. J., Roma, Sacra Congregatio pro
Causis Sanctorum, 1977.

\'7b180\'7d Correspondencia del autor con el postulador, Dom Fiora, S. D.


B., 26 de enero de 1989.

\'7b181\'7d De una breve biografía, sin indicación del autor, que figura a
modo de introducción en Anne Catherine Emmerich, The Dolorous Passion of Our
Lord Jesus Christ, Rockford, 111. TAN, 1983; p. 34. Es obvio que esa nota biográfica
es una traducción inglesa del libro original de Brentano, publicado en 1834. Una
edición inglesa comparable del mismo pasaje de la edición original alemana de
Brentano se encuentra en Herbert Thurston, S. J., Surprising Mystics, Chicago,
Henry Regnery, 1955; p. 65.

\'7b182\'7d Ibid., p. xix.


\'7b183\'7d Ibid., p. 246.

\'7b184\'7d El muy reverendo Carl E. Schmoger, The Life of Anne Catherine


Emmerich, vol. 1, reimpresión de la edición inglesa de 1885, Rockford, 111., TAM,
1976; P 12.

\'7b185\'7d Citado en Thurston, Surpnsing Mystics, p. 65.

\'7b186\'7d Albert Schweitzer, The Quest for the Historical Jesus, Nueva York,
Macmillan, 1968; pp. 108-109.

\'7b187\'7d George Goyau, epílogo a Jeanne Danemarie, The Mystery of


Stigmata: From Catherine Emmerich to Theresa Neumann, trad, de Warren B. Wells,
Londres, Burns, Oates & Washbourne, 1934; p. 235.

\'7b188\'7d Fernando of Riese Pió X, «The Mystery of the Cross in Padre


Pio», Gerardo Di Flumeri, O. F. M., Padre Pio of Pietrelcina: Acts of the First Congress
of Studies on Padre Pio’s Spirituality, San Giovanni Rotondo, Edizioni «Padre Pio da
Pietrelcina», 1978; p. 95. Véase también «Padre Pio’s Story», The Voice of Padre Pio,
vol. 18, n. 5, 1988, p. 5.

\'7b189\'7d C. Bernard Ruffin, Padre Pio: The True Story, Huntington, Ind.,
Our Sunday Visitor, 1982; p. 150.

\'7b190\'7d Ibid., p. 285.

\'7b191\'7d Ibid., p. 289.

\'7b192\'7d Ibid., p. 286.

CAPITULO SEIS

\'7b193\'7d L’Osservatore Romanoi publicación semanal, núms. 51-52,19 y 26


de diciembre de 1987.

\'7b194\'7d Story of a Soul: The Autobiography of St. Thérése of Lisieux, trans.


from the original manuscript of John Clarke, O. C. D., Washington, D. C., ICS
Publications, 1976; p. 263.

\'7b195\'7d Estimación basada en la entrevista del autor con Raffaello


Cortesini, presidente de la Consulta Médica de la Congregación para la Causa de
los Santos.

\'7b196\'7d Para una explicación detallada de la cosmovisión medieval,


véase Ward, op. cit.

\'7b197\'7d Margaret R. Toynbee, op. cit., pp. 191-192.

\'7b198\'7d Canonizationis Ven. Serví Dei Joseph Gérard (1831-1914) Positio


Super Miraculo, Roma, Congregatio pro Causis Sanctorum, 1987.

\'7b199\'7d Canonizationis Ven. Servi Dei Juníperi Serra (1713-1784) Relatio et


Vota Congressus Peculiaris Super Miro, Roma, Congregatio pro Causis Sanctorum,
1987.

\'7b200\'7d Canonizationis Ven. Servi Dei Juníperi Serra (1713-1784) Positio


Super Miráculo, Roma, Congregatio pro Causis Sanctorum, 1987.

\'7b201\'7d Canonizationis Beatae Philippine Duchesne (1769-1852) Relatio et


Vota Congressus Peculiaris Super Miro, Roma, Congregatio pro Causis Sanctorum,
1987; p. 6.

\'7b202\'7d Mark I. Pinsky, «Nun’s 1960 Recovery May Answer Prayers For
Serra’s Sainthood», Los Angeles Times, 4 de agosto de 1987, p. 3.

\'7b203\'7d L’Osservatore Romano, op. cit., núms. 51-52.

\'7b204\'7d L’Osservatore Romano, ibid.

\'7b205\'7d «La moltiplicazione del riso per i poveri», II miracolo: realta o


suggestione? Rassegna difatti straordinari nel cinquantennio 1920-1970, Roma, Cittá
Nuova Editrice, 1981; pp. 133-141. Traducido para el autor por Robert Findley, S. J.
Aunque no lleva firma, el artículo fue escrito por Paul Molinari, S. j., postulador de
la causa, y extraído de Canonizationis Beati Ioannis Matías, O. P. (1585-1645) Positio
Super Mir aculo, Roma, Sacra Congregatio pro Causis Sanctorum, 1974.

\'7b206\'7d Entrevista del autor con Molinari, postulador de la causa.

\'7b207\'7d Entrevista realizada por Theresa Waldrop por encargo del


autor.

\'7b208\'7d Idem.
\'7b209\'7d Entrevista del autor con Martin.

\'7b210\'7d Paolo Molinari, «Observationes aliquot circa miraculorum


munus et necessitatem in causis beatificationis et canonizationis», Periodica de re
morali canónica litúrgica, 63 (1974). Una versión abreviada apareció en inglés como:
Paul Molinari, «Saints and Miracles», The Way, octubre de 1978, pp. 287-299.

\'7b211\'7d Ibíd., p. 289.

\'7b212\'7d Ibíd., p. 292.

\'7b213\'7d Ibíd., p. 293.

\'7b214\'7d Ibíd., p. 299.

\'7b215\'7d Peter Hebblethwaite, «Pope Cites Stein’s Jewish Roots, National


Catholic Repórter, 15 de mayo de 1987, p. 24.

\'7b216\'7d Ambrose Eszer, «Miracoli ed altri segni divini. Considerazioni


dommatico- storiche, con speciale riferimento alle cause dei santi», Studi in onore
del Card. Pietro Palazzini, Pisa, Giardini Editori e Stampatori, 1987; traducido para el
autor por Robert Findley, S. J., p. 129.

\'7b217\'7d Ibid., p. 129.

\'7b218\'7d Ibid., p. 131.

\'7b219\'7d Ibid., p. 143.

\'7b220\'7d Ibid., p. 148.

\'7b221\'7d Ibid., p. 149.

CAPÍTULO SIETE

\'7b222\'7d Citado en William M. Thompson, Fire and Light: The Saints and
Theology, Nueva York, Paulist Press, 1987; p. 10.

\'7b223\'7d Ibid., pp. 10-11.

\'7b224\'7d Karl Rahner, S. J., The Practice of Faith: A Flandbook of


Contemporary Spirituality, Nueva York, Crossroad, 1983; p. 157.

\'7b225\'7d Richard Kieckhefer, op. cit., p. 32.

\'7b226\'7d Michael Goodich, «The Politics of Canonization in the


Thirteenth Century: Lay and Mendicant Saints», en Saints and Their Cults: Studies in
Religious Sociology, Folklore and History, ed. por Stephen Wilson, Cambridge,
Inglaterra, Cambridge University Press, 1985; p. 183.

\'7b227\'7d Plongeron, op. cit., pp. 25-35.

\'7b228\'7d Weinstein y Bell, op. cit., p. 141.

\'7b229\'7d Una biografía acrítica (redactada en un estilo popular, pero bien


documentada) de Drexel, escrita por un miembro de su orden religiosa y publicada
con el fin de fomentar la causa de la biografiada, ofrece sor Cornelia Consuela
Marie Duffy, S. B. S., Katharine Drexel: A Biography, Cornwells Heights, Pa., Mother
Katharine Drexel Guild, 1966.

\'7b230\'7d Todas las citas son de los vols. 1 (Expositio et documenta), 2


(Summarium Depositionum Testium) y 3 (Relatio Relator is et Informado), Canonizationis
Servae Dei Catherinae Mariae Drexel, Roma, Sacra Congregatio pro Causis
Sanctorum, 1986.

\'7b231\'7d Kieckhefer, op. cit., p. 19.

\'7b232\'7d Peter Gumpel, S. J., «Report of the Relator», Positio: informatio for
the Canonization Process of the Servant of God Cornelia Connelly (née Peacock), 1809-
1879, Roma, Sacred Congregation for the Causes of Saints, 1987.

\'7b233\'7d Sobre la relación entre la música y el mensaje en la traducción


de textos poéticos, véanse los argumentos convincentes de John Frederick Nims, A
Local Habitation: Essays on Poetry, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1985;
pp. 30-53.
CAPITULO OCHO

\'7b234\'7d Todas las citas se refieren a Positio for the Canonization Process of
the Servant of God Cornelia Connelly (née Peacock), 1809-1879, 4 vols., Roma, Sacred
Congregation for the Causes of Saints, 1983, 1987.

\'7b235\'7d Leonard Whatmore, «Cornelia Connelly: Gold in the Fire», The


Homiletic and Pastoral Review, junio de 1963. Citado en Positio..., vol. 3, p. 12.

\'7b236\'7d Joseph H. O’Neill, «No Support Here for Mother Connelly’s


Cause», citado ibid.

\'7b237\'7d Paul Molinari, S. J., «Commitment to Love: A Reply to Cornelia


Connelly’s Critics», ibid., p. A13.

\'7b238\'7d Ibid.

\'7b239\'7d Ibid., p. A14.

\'7b240\'7d Ibid., p. A15.

CAPÍTULO NUEVE

\'7b241\'7d El discurso de Suenens se encuentra resumido en Luigi Bettazzi,


Una Chiesa per tutti, Roma, Editrice A. V. E., 1971, traducido para el autor por
Robert Findley, S. J., pp. 363-364.

\'7b242\'7d Ibíd., p. 364.

\'7b243\'7d Ibíd., p. 365.

\'7b244\'7d Ibíd., p. 369.

\'7b245\'7d Ibíd.

\'7b246\'7d Ibíd., p. 370.

\'7b247\'7d Giancarlo Zizola, The Utopia of Pope John XXIII, traducción de


Helen Barolini, Maryknoll, N. Y., Orbis Books, 1978; p. 240.

\'7b248\'7d Entrevista del autor con el funcionario, quien le rogó guardara


el anonimato acerca de ese episodio.

\'7b249\'7d La actitud de uno de los líderes de la fracción más reaccionaría


se halla expuesta en Stefano M. Paci y Paolo Biondi, «Interview with Giuseppe
Siri», 30 Days, junio de 1988, pp. 70-74.

\'7b250\'7d Lambertini, op. cit., vol. 2, p. 101.

\'7b251\'7d Ibíd., p. 98.

\'7b252\'7d J. N. D. Kelly, The Oxford Dictionary of Popes, Nueva York,


Oxford University Press, 1986; pp. 206-210 y 212-213.

\'7b253\'7d Kelly, op. cit., p. 268.

\'7b254\'7d Un estudio detallado del impacto de esa cruzada entre los


intelectuales católicos, especialmente en Estados Unidos, ofrece Gerald P. Fogarty,
S. JM American Catholic Biblical Scholarship: A History from the Early Republic to
Vatican II, San Francisco, Harper & Row, 1989.

\'7b255\'7d La agenda y el alcance de las consultas previas a los obispos


eran muy diferentes y mucho más limitados que los planes de Juan XXIII para el II
Concilio Vaticano. Cf. Peter Hcbblethwaite, Pope John XXIII: Shepherd of the Modem
World, Nueva York, Doubleday, 1984; pp. 310-312.

\'7b256\'7d El punto de vista equilibrado de un historiador actual se


encuentra en Deak, op. cit., p. 66.

\'7b257\'7d Entrevista del autor con el padre John Lozano, quien revisó,
como censor de la congregación, los documentos sobre Pío XII.

\'7b258\'7d Rolf Hochhuth, The Deputy, trad, de Richard y Clara Winstop,


Nueva York, Grove Press, 1964. (Trad, cast.: El vicario, Méjico, Grijalbo, 1964, trad,
de Agustín Gil).

\'7b259\'7d Algunos historiadores afirman que la carta la redactó el


cardenal Faulhaber por encargo de Pacelli; otros dicen que fue escrita en
Castelgandolfo y postergada a instancias de Pacelli. Véase Anthony Rhodes, The
Vatican in the Age of the Dictators (1922-1945), Nueva York, Holt, Rinehart and
Winston, 1973; p. 203.
\'7b260\'7d Owen Chadwick, Britain and the Vatican during the Second World
War, Cambridge, Inglaterra, Cambridge University Press, reimpreso en 1987.

\'7b261\'7d Gordon Zahn, German Catholics and Hitler’s War, Notre Dame,
Ind., University of Notre Dame Press, 1989.

\'7b262\'7d Francis X. Murphy, C. SS. R., The Papacy Today: The Last 80 Years
of the Catholic Church from the Perspective of the Papacy, Nueva York, Macmillan,
1981; pp. 34-35. Cf. también Hebblethwaite, Pope John XXIII, op. cit;, pp. 52-53 y 73-
74.

\'7b263\'7d Hebblethwaite, op. cit., pp. 205-207.

\'7b264\'7d Francis X. Murphy, C. SS. R., «Pope John XXIII», Encyclopedia of


Religion, vol. 8, Nueva York, Macmillan, 1988; p. 110.

\'7b265\'7d Una prueba de que los amigos de Roncalli se tomaron en serio


esa acusación puede verse en los argumentos que opone el cardenal Giacomo
Lercaro, de Bolonia, en Giacomo- Lercaro y Gabriele de Rosa, John XXIII: Simpleton
or Saint?, trad, de Dorothy White, Chicago, Franciscan Herald Press, 1965; pp. 22-
26.

CAPITULO DIEZ

\'7b266\'7d William J. Basuch, Pilgrim Church: A Popular History of Catholic


Christianity, Mystic, Conn., Twenty Third Publications, 1989; p. 334.

\'7b267\'7d E. E. Y. Hales, Pió Nono: A Study in European Politics and Religion


in the Nineteenth Century, Nueva York, P. J. Kennedy & Sons. 1954; p. 19.

\'7b268\'7d Ibid., p. 255-290.

\'7b269\'7d John Tracy Ellis, Perspectives in American Catholicism, Baltimore,


Helicon, 1963; pp. 123-188. Cf. también Margaret O’Gara, Triumph in Defeat:
Infallibility, Vatican I, and the French Minority Bishops, Washington, D. C., Catholic
University of America, 1988.

\'7b270\'7d Rhodes, op. cit., p. 19

\'7b271\'7d Patrick Granfield, The Limits of die Papacy, Nueva York,


Crossroad, 1987; p. 42, n. 30.
\'7b272\'7d Basuch, op. cit., pp. 332-333.

\'7b273\'7d Las citas de Snider están tomadas de Novissima Positio Super


Virtutibus Canonizationis Servei Dei Pii Papae IX, Roma, Sacra Congregado pro
Causis Sanctorum, 1984.

\'7b274\'7d Rhodes, pp. cit. p. .36.

\'7b275\'7d Una opinión contraria acerca de la epilepsia de Mastai defiende


G. Martina, «Justified Reservations on a Recent Work», L'Osservatore Romano,
publicación semanal, 9 de marzo de 1978, p. 10.

\'7b276\'7d Véase, por ejemplo, Hans Küng, Infallible? An Inquiry, Nueva


York, Doubleday, 1971, y el muy reverendo Francis Simons, Infallibility and the
Evidence, Springfield, 111., Templegate, 1968.

\'7b277\'7d Sobre la relación entre la canonización y otras formas de


celebridad, véase Leo Braudy, The Frenzy of Renown: Fame and Its History, Nueva
York, Oxford University Press, 1986.

CAPÍTULO ONCE

\'7b278\'7d Tertuliano, citado en Catherine M. Mooney, R. S. C. J., Philippine


Duchesne: A Woman with the Poor, Nueva York/Mahwah, New Jersey, Paulist Press,
1990; p. 16.

\'7b279\'7d Peter Brown, The Body and Society: Men, Women and Sexual
Renunciation in Early Christianity, Nueva York, Columbia University Press, 1988.

\'7b280\'7d San Agustín, The City of God, trad, de Marens Dods, D. D.,
Nueva York, The Modern Library, 1950; pp. 464-465. Véase también Garry Wills,
«The Phallic Pulpit», The New York Review of Books, 29 de diciembre de 1989, pp. 20-
26.

\'7b281\'7d Mat., 22:30.

\'7b282\'7d Según la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días,


sin embargo, el cielo culmina en una infinita procreación de «hijos espirituales»
por marido y mujer, quienes alcanzan el rango de dioses. Véase Colleen
McDonnell y Bernard Long, Heaven: A History, New Haven, Connecticut, Yale
University Press, 1989; pp. 313-322.
\'7b283\'7d Citado en Margaret R. Miles, Carnal Knowing: Female Nakedness
and Religious Meaning in the Christian West, Boston, Beacon Press, 1989; p. 67.

\'7b284\'7d Una versión relativamente reciente ofrece el cardenal John J.


Wright, The Saints Always Belong to the Present, San Francisco, Ignatius Press, 1985;
pp. 43:54.

\'7b285\'7d Kieckhefer, op.cit., pp. 33-34.

\'7b286\'7d Peter Heblediwaite, «Pope John Paul Canonizing Saints at


Record Pace, National Catholic Reporter, n. 30, 22 de mayo de 1987, p. 7.

\'7b287\'7d L'Osservatore Romano, n. 41, 12 de octubre, p, 19. Todas las citas


del discurso de beatificación que el papa dedicó a los tres beatos proceden de este
artículo. Para las notas biográficas de los tres beatos, véase «Three Martyrs
Beatified in St. Peter’s Basilica», L'Osservatore Romano, edición semanal, n.,40, 5 de
octubre de 1987, p. 20.

\'7b288\'7d La edición inglesa más reciente es Story of a Soul: The


Autobiography of St. Thérése of Lisieux. A new translation from the original
manuscripts by John Clarke, OCD, Washington, D. C, ICS Publications, 1976.

\'7b289\'7d Dr. Joyce R. Emert, OCDS, Louis Martin: Father of a Saint, Staten
Island, N, Y., Alba House, 1983, p. 44.

\'7b290\'7d Ibid., p. 180.

\'7b291\'7d Ibid., pp. XVII-XVIII.

\'7b292\'7d Mientras que la Virgen Maria ha sido santa sin interrupción, su


marido ha sufrido períodos de abandono o de burlas como divino cornudo. Véase
Wilson, op. cit., p. 7.

\'7b293\'7d Louis figura en la p.. 181, Azélie en la p. 195. Index ac Status


Causarum, Ciudad del Vaticano, Congregatio pro Causes Sanctorum, 1988.

\'7b294\'7d Emert, op. cit., p. 20.

\'7b295\'7d Monica Furlong, Thérése of Lisieux, Nueva York, Pantheon


Books, 1987; p. 5.
CAPÍTULO DOCE

\'7b296\'7d Debo la expresión a las clases del difunto profesor Frank


O’Malley en la Universidad de Notre Dame. Véase Frank O’Malley, «The Thinker
in the Church: The Spirit of Newman», The Review of Politics, vol. 21, n. 1, enero de
1959, pp. 5-23. Reproducido en Joseph W. Houppert, ed., John Henry Newman, St.
Louis, B. Herder, sin fecha.

\'7b297\'7d Citado en Brian Martin, John Henry Newman: His Life & Work,
Nueva York, Paulist Press, 1990; p. 156.

\'7b298\'7d London Times, 12 de agosto de 1890.

\'7b299\'7d Sobre las citas de Newman en la asamblea internacional de 1987


del Concilio Pontificio de la Familia, véase Carlo Caffarra, «Conscience, Truth and
Magisterium in Conjugal Morality», Marriage & Family: Experiencing the Church’s
Teaching in Married Life, San Francisco, Ignatius Press, 1989; pp. 21-36.

\'7b300\'7d Entrevista del autor con el canónigo Christopher Hill, secretario


para asuntos ecuménicos del arzobispo, en Londres.

\'7b301\'7d Ian Ker, John Henry Newman: A Biography, Oxford, Inglaterra,


Clarendon Press, 1988.

\'7b302\'7d Verses on Various Occasions, en Newmans Works, Londres,


Longmans, Green, 1903; p. 156.

\'7b303\'7d John Henry Newman, Apologia Pro Vita Sua, Garden City, N. J.,
Doubleday Image Books, 1956, p. 135. (trad. cast. B. A. C., 1976). Citado eh J. M.
Cameron, «Newman the Liberal», Nuclear Catholics & Other Essays, Grand Rapids,
Michigan, Eerdmans, 1989; p. 216.

\'7b304\'7d Newman, «Essay on the Development of the Christian


Doctrine», Works, ibid., p. 423.

\'7b305\'7d Newman, Loss and Gain: The Story of a Convert, Works, ibid.

\'7b306\'7d John Henry Newman, Letters and Diaries, vol. 11, ed. por C.
Stephen Dessain et al., Oxford, Clarendon Press, 1976; p. 3.

\'7b307\'7d Ker, op. cit., p. 520.


\'7b308\'7d Newman, The Idea of a University, Newman's Works, ibid.

\'7b309\'7d Citado en Cameron, op. cit., p. 225.

\'7b310\'7d Ibid., p. 226. ,

\'7b311\'7d The Tablet, 21 de junio de 1986, p. 651.

\'7b312\'7d Ibid. ,

\'7b313\'7d De la recensión de Kingsley, en Froude, History of England, vols.


7 y 8, en Macmillan's Magazine, enero de 1864, pp. 216-217, citado en Apologia, op.
cit., p. 38.

\'7b314\'7d Citado en J. M. Cameron, John Henry Newman, Writers and Their


Work, n. 72, Londres, Longmans, Green, 1956, p. 33.

\'7b315\'7d Newman, Grammar of Assent, Works, op. cit.

\'7b316\'7d Citado en Cameron, «Newman the Liberal», op, cit., p. 223.

\'7b317\'7d Newman, Letters and Diaries, vol. 29, op. cit., pp. 61-62.

\'7b318\'7d Ker, op. cit., p. 659.

\'7b319\'7d Citado ibid., p. 660.

\'7b320\'7d W. E. Gladstone, «The Vatican Decrees in Their Bearing on Civil


Allegiance: A Political Expostulation», Londres, John Murray, 1874; reproducido
en Newman and Gladstone: The Vatican Decrees with an Introduction by Alvan S. Ryan,
Notre Dame, Ind., University of Notre Dame Press, 1962.

\'7b321\'7d John Henry Newman, D. D., of the Oratory, «A Letter to his


Grace The Duke of Norfolk on Occasion of Mr. Gladstone’s Recent Expostulation»,
Londres, B. M. Pickering, 1875, reproducido ibid., p. 129.

\'7b322\'7d Ibid., p. 138.

\'7b323\'7d Citado en Ker, op. cit., p. 711.

\'7b324\'7d Citado en Vincent Ferrer Blehl, «Prelude to the Making of a


Saint, America, vol. 160, n. 9, 11 de marzo de 1989; p. 214.

\'7b325\'7d Wilfrid Ward, The Life of John Henry Cardinal Newman, 2 vols.,
Londres, Longman’s, Green, 1912.

\'7b326\'7d Louis Bouyer, C. O., Newman: His Life and Spirituality, trad, de J.
Louis May, Nueva York, P. J. Kennedy & Sons, 1958.

\'7b327\'7d John R. Griffin, Newman: A Bibliography of Secondary Sources,


Front Royal, Va.; Christendom College Press, 1980.

\'7b328\'7d Newman en la introducción a su «Essay on St. John


Chrysostom», reproducido en Hilda Graef, God and Myself: The Spirituality of John
Henry Newman, Nueva York, Hawthorn Books, 1968; p. 185.

\'7b329\'7d Ibid., p. 186.

\'7b330\'7d Ibid., p. 187.

\'7b331\'7d Conversación del autor con Vincent Ferrer Blehl, S. J.,


postulador dc la causa de Newman.

\'7b332\'7d James A. Weisheipl, O. P., Friar Thomas D’Aquino: His Life,


Thought and Work, Nueva York, Doubleday, 1974; pp. 347-348.

CONCLUSION

\'7b333\'7d Marina Ricci, «A Few False Facts and... The Polemics Rage», 30
Days, Año 2, n. 5, mayo de 1989, p. 16.

\'7b334\'7d Alan Riding, «Vatican “Saint Factory”: Is it Working Too


Hard?», The New York Times, 15 de abril de 1989, p. 4.

\'7b335\'7d John Thavis, «Booming Saint-Making Industry Might Be


Slowing», National Catholic News Service, 31 de marzo de 1989, p. 16.

\'7b336\'7d Marina Ricci, «I Never Said There Are Too Many», entrevista
cbm el cardenal Joseph Ratzinger, 30 Days, mayo de 1989, pp. 18-19.

\'7b337\'7d Veraja, op. cit., pp. IV-6. Para un desarrollo más amplio del
tema, véase Fabijan Veraja, La beatificazione. Storia, problemi, prospettive, Sussidi per
lo studio delle cause dei santi, 2, Roma, Sacra Congregazione per le Cause dei
Santi, 1983.

\'7b338\'7d John Thavis, op. cit.

\'7b339\'7d «Pope beatifies five religious in Vatican ceremonies»,


L’Osservatore Romano, edición semanal, n. 17, 24 de abril de 1989, p. 12.

\'7b340\'7d José María Escrivá de Balaguer, Camino. Madrid. Ed. Rialp.


1985.

\'7b341\'7d Citado en Catholic Almanac, 1985, Huntington, Indiana, Our


Sunday Visitor, Inc., 1984, p. 81.

\'7b342\'7d Una biografía acrítica de José María Escrivá de Balaguer,


publicada por una editorial del Opus Dei, ofrece Francois Gondrand, At God’s Pace,
New Rochelle, N. Y., Scepter Press, 1989; y, para un estudio acrítico sobre el Opus
Dei, originalmente publicado por una editorial del Opus Dei, véase Dominique Le
Tourneau, What is Opus Dei?, Dublin, The Mercier Press, 1987.

\'7b343\'7d Para una crítica de Escrivá y del Opus Dei, véase Michael
Walsh, Opus Dei: An Investigation into the Secret Society Struggling for Power Within
The Roman Catholic Church, Londres, Grafton, 1989. Véase también Penny Lemoux,
The People of God: The Struggle for World Catholicism, Nueva York, Viking, 1989.

\'7b344\'7d Escrivá, op. cit.

\'7b345\'7d L’Osservatore Romano, publicación semanal, n. 16, 1990, p. 2.

\'7b346\'7d Donald Weinstein y Rudolph Bell, op. cit.

\'7b347\'7d I Cor., 13:13.

\'7b348\'7d K. V. Truhlar, «Virtue, Heroic», Catholic Encyclopedia, vol. 14, op.


cit., p. 709.

\'7b349\'7d Alasdair MacIntyre, After Virtue, Notre Dame, University of


Notre Dame Press, 1982, p. 163.

\'7b350\'7d Mat., 5:5.


\'7b351\'7d John Coleman, op. cit., p. 212.

\'7b352\'7d Mohandas Gandhi, An Autobiography: Or the Story of My


Experiments with Truth, trad, de Mahadev Desai, Boston, Beacon Press, 1968.

\'7b353\'7d Miller, All Is Grace, op. cit., p. 63.

\'7b354\'7d Sobre experiencia y revelación, véase John S. Dunne, C. S. C, The


Way of All The Earth, Nueva York, Macmillan, 1972. Véase también Kenneth L.
Woodward, «What is God? John Dunne’s Life of Discovery», Notre Dame Magazine,
vol. 9, n. 3, julio de 1980, y «Spiritual Adventure: The Emergence of a New
Theology», una conversación con John Dunne, por Kenneth L. Woodward, en
Psychology Today, vol. 11, n. 8, enero de 1978.

\'7b355\'7d Mat., 26:23.

\'7b356\'7d Pierre Teilhard de Chardin, The Divine Milieu: An Essay on the


Interior Life, Nueva York, Harper and Row Torchbooks, 1968.

\'7b357\'7d Simone Weil, Waiting for God, Nueva York, Harper Colophon
Books, 1973; P- 79.

\'7b358\'7d Sobre la vida de Bonhoeffer, véase Eberhard Bethge, Dietrich


bonhoeffer, Nueva York, Harper and Row, 1970.

\'7b359\'7d Associated Press, «The First Black Saints - 22 Africans


Canonized», New York Herald Tribune, 19 de octubre de 1964, p. 2.

\'7b360\'7d «The One Mediator, The Saints, and Mary: Lutherans and
Catholics in Dialogue». Manuscrito definitivo y corregido, de publicación prevista
en Augsburg Press (Minneápolis) para 1991.

\'7b361\'7d Ibíd., p. 143.

\'7b362\'7d Ibíd., p. 136.

\'7b363\'7d Erich Heller, The Disinherited Mind, op. cit., p. 263. Sobre lo
«gótico» en la sensibilidad católica, véase Kenneth L. Woodward, «Religion, Art
and the Gothic Sensibility», Perspectives, vol. ix, n. 1, enero-febrero 1964, pp. 14-17:

\'7b364\'7d Un estudio de los vínculos emocionales como «conexiones


vitales» basados en la biología, verificables psicológicamente, pero
sociológicamente maleables, véase Arthur Kornhaber, M. D., y Kenneth L.
Woodward, Grandparents/Grandchildren: The Vital Connection, Garden City, Nueva
York, Anchor Press/Doubleday, 1981.

\'7b365\'7d Coleman, op. cit., p. 211.

\'7b366\'7d Coleman, ibid., p. 220.

\'7b367\'7d William Butler Yeats, «Easter 1916», The Collected Poems of W. B.


Yeats, Nueva York, Macmillan, 1955, p. 178.

\'7b368\'7d Kieckhefer, op. cit., p. 34.

\'7b369\'7d Heller, op. cit., pp. 265-266.

\'7b370\'7d Robert Bellah, Richard Marsden, William Sullivan, Ann


Swindler y Stephen Tipton, Habits of the Heart, Berkeley, California, University of
California Press, 1985; pp. 152-153.

\'7b371\'7d Véase Teilhard de Chardin, The Phenomenon of Man, Nueva


York, Harper Torchbooks, 1959.

\'7b372\'7d Konstantin Kolenda, Cosmic Religion: An Autobiography of the


Universe, Prospect Heights, Illinois, Waveland Press, 1989; p. 11. Una tercera
posición, entre Chardin y Kolenda, defiende Thomas Berry, The Dream of the Earth,
San Francisco, Sierra Club Books, 1988.

\'7b373\'7d Coleman, op. cit., p. 209.

\'7b374\'7d George A. Pinchas (ed.), The Simone Weil Reader, Nueva York,
David McKay Co, Inc., 1977; p. 114.

\'7b375\'7d Ellsberg, By Little..., op. cit., p. 264. La frase completa: «El amor
en la práctica es algo riguroso y terrible en comparación con el amor vivido en
sueños», era una de las citas favoritas de Dorothy Day, y está tomada de las
palabras del padre Zosima en la novela de Feodor Dostoievski, Los hermanos
Karamazov.

También podría gustarte