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WOODWARD
LA CANONIZACIÓN DE LOS
SANTOS
Traducción realizada en España por
LUIS BREDLOW
KENNETH L.WOODWARD
EMECÉ EDITORES
A BETTY, COMPAÑERA DE CONSPIRACIÓN DESDE HACE TREINTA AÑOS, y a
Marie Brady Woodward y Alberta Boss Drey
Pero el efecto que ejercía ella sobre quienes la rodeaban se propagó con una
amplitud incalculable; y es que el creciente bien del mundo depende en parte de
actos ahistóricos; y el que a usted y a mí las cosas no nos vayan tan mal como acaso
pudieran, se debe en gran medida a los que vivieron con verdadera fe una vida
oculta y descansan en tumbas que nadie visita.
León Bloy,
La Femme Pauvre
El mundo necesita santos dotados de genio tanto como una ciudad azotada
por una epidemia necesita médicos. Y donde hay una necesidad hay también una
obligación.
Recuerdo ese incidente como un modo de reconocer que esos hombres, cuyo
trabajo consiste en «hacer santos», son también sacerdotes, lo cual es decir que
tienen, en virtud de su vocación, unas responsabilidades que rebasan aquellas por
las cuales los consulté a fin de escribir este libro. Mi primer agradecimiento
consiste, por tanto, en reconocer que ellos, como todas las personas, son algo más
que funcionarios de un sistema. Lo que ellos son como personas no se reduce a lo
que hacen.
Me gusta pensar que lo mismo vale para los periodistas. El periodista llega a
donde nadie lo llama, se inmiscuye en las vidas de otra gente, hace preguntas,
busca información, provoca respuestas. El intercambio implica un lazo de
confianza: por un lado, confianza en que se diga la verdad, hasta donde lo
permitan la discreción y las limitaciones humanas; por el otro, que lo dicho sea
reproducido fielmente, dentro de los límites de la concisión necesaria. Para ser
verídico, es preciso respetar no sólo las palabras sino también su contexto. A ese
respecto, estoy convencido de haber respetado no sólo el contexto de mis
preguntas y de las respuestas que recibí, sino de haberlo hecho constar
expresamente. Si he decidido valorar el quehacer de esos hombres a una luz algo
diferente, se debe a que me acerqué a su labor como un lego interesado al que se le
ofreció el privilegio de convertirse en observador participante en la medida en que
lo permite el sistema. Mis intereses no coinciden del todo con los suyos, pero
donde divergen creo haberlo hecho constar explícitamente. Esto es también una
forma de agradecimiento.
Por lo demás, quiero darles las gracias a una serie de personas que me
asistieron, a lo largo de casi cuatro años de solitaria labor, con sus críticas, su
conversación y los ánimos que me infundieron. James Gollin, escritor, novelista y
amigo, fue mi putativo «lector ideal», generoso con su tiempo y tan pródigo en
palabras alentadoras como tan sólo puede serlo otro atareado escritor. En los
momentos decisivos, Marvin O’Connell, Thomas F. O’Meara, O. P., y James
Tunstead Burtchaell, C. S. C., todos de la facultad de Notre Dame, así como Martin
E. Marty, de la Divinity School de la Universidad de Chicago, tutor de todos
nosotros, y Francis X. Murphy, C. S. S. R., sagaz observador de la Iglesia católica
romana, fueron de gran ayuda. Debo agradecimiento a sor Radegunde Flaxman, S.
H. J. C., por su rigurosa y pormenorizada comprobación de los hechos referidos en
el capítulo 8, y a sor Josephine Koppel, O. C. D., por su inapreciable ayuda, tanto
personal como profesional, en lo relativo a Edith Stein. Gracias también a John
Sullivan, O. C. D., director de Carmelite Studies, por los muchos favores que me
brindó. John Dunne, C. S. C., hallará lo que del contenido de este libro se debe a su
pensamiento; lo propio haría, si estuviera aún entre los vivos, el que fue mi mentor
en Notre Dame, Frank O’Malley.
Es obvio que este libro no existiría sin Alice Mayhew, mi editora de Simon
and Schuster, guía y animadora, que me instó a realizarlo, ni sin su colaborador
David Shipley, quien no se cansó de espolearme. Amanda Urban ha sido la mejor
agente que un autor puede desear.
Y, sin embargo, no sería una santa; por lo menos, no oficialmente, a los ojos
de su propia Iglesia. Su vida habría de ser investigada por las autoridades
eclesiásticas competentes, se escrutarían sus escritos y su conducta, se citarían
testigos que atestiguasen su virtud «heroica», deberían comprobarse eventuales
milagros obrados póstumamente por medio de su intercesión; y, sólo entonces, el
papa la declararía oficialmente santa\'7b1\'7d.
Los católicos romanos creen en los santos; los invocan en sus oraciones, los
veneran, atesoran sus reliquias, dan sus nombres a sus hijos y a sus iglesias. Pero
los católicos no son los únicos que practican el culto a los personajes sagrados. Los
budistas veneran a sus arahants y bodhisattvas y, en Tibet, a los lamas; los hindúes
reverencian a un impresionante espectro de personajes divinamente humanos y
humanamente divinos, entre ellos sus personales gurus o maestros espirituales; los
musulmanes tienen sus awliyd'Alldh (amigos íntimos de Dios) y sus venerados
maestros sufíes. Incluso en el judaísmo, cuyos dirigentes rabínicos jamás alentaron
la veneración de seres humanos, sean vivos o muertos, se halla la devoción
popular hacia personajes como Abraham o Moisés, así como algunos mártires,
rabinos queridos y otros tsaddikim («hombres justos»).
Entre las otras Iglesias cristianas, la Iglesia rusa ortodoxa mantiene una
vigorosa devoción hacia los santos, especialmente los primeros padres de la Iglesia
y los mártires; en raras ocasiones se introducen nombres nuevos (generalmente, de
monjes u obispos) en el santoral tradicional\'7b2\'7d. Desde la Reforma, el culto
de los santos ha desaparecido prácticamente entre la cristiandad protestante, pero,
incluso entre los evangélicos conservadores, se rinde especial reverencia a los
profetas del Antiguo Testamento y a los apóstoles del Nuevo. Algo parecido al
culto se conserva entre los anglicanos y los luteranos, que mantienen los días de
fiesta y los calendarios de los santos; pero, mientras que los anglicanos no
disponen de ningún mecanismo para el reconocimiento de nuevos santos, los
luteranos recomiendan de vez en cuando nuevos nombres (Dag Hammarskjöld,
Dietrich Bonhoeffer y el papa Juan XXIII están entre los más recientes) a la gratitud
y a la conmemoración de los creyentes.
El santo es, por tanto, una figura familiar a todas las grandes religiones. Pero
únicamente la Iglesia católica romana posee un mecanismo formal, continuo y
altamente racionalizado para «hacer» santos; sólo en la Iglesia de Roma se
encuentra un grupo de profesionales cuyo trabajo consiste en investigar las vidas
de los candidatos a la santidad (y en convalidar los milagros requeridos). En efecto,
durante el pontificado de Juan Pablo II, la Iglesia beatificó (una declaración
penúltima de gracia, que permite un culto público limitado) y canonizó a más
personas que bajo ningún otro papa.
Canonizar quiere decir declarar que una persona es digna de culto universal.
La canonización se lleva a cabo mediante una solemne declaración papal de que
una persona está, con toda certeza, con Dios. Gracias a tal certeza, el creyente
puede rezar confiadamente al santo en cuestión para que interceda en su favor ante
Dios. El nombre de la persona se inscribe en la lista de los santos de la Iglesia y a la
persona en cuestión se la «eleva a los altares», es decir, se le asigna un día de fiesta
para la veneración litúrgica por parte de la Iglesia entera.
Los papas, sin embargo, canonizan a los santos sólo desde hace unos mil
años. Desde 1234, año en que el derecho de canonización se reservó oficialmente al
papado, ha habido menos de trescientas canonizaciones. Existen, no obstante, unos
diez mil santos cristianos cuyos cultos fueron identificados por los historiadores de
la Iglesia y, sin duda, hay otros miles cuyos nombres se han perdido para la
historia. La canonización papal es, por consiguiente, desde el punto de vista
histórico, sólo una de las maneras de hacer santos que los cristianos han
encontrado. Y, lo que es más, tal vez no sea, ni siquiera hoy y para los católicos
romanos, la más importante.
Desde que existe la cristiandad, la gente ha contado una y otra vez las
historias de los santos. Se los ha celebrado en iconos, en pinturas y en estatuas. Fue
el culto a los santos el que transformó los cementerios en santuarios, los santuarios
en ciudades, e impulsó aquella forma robusta de cohesión y aventura social que es
la peregrinación. Para bien o para mal, como veremos, el culto de los santos ha
sido lo que ensanchó las fronteras de la cristiandad e, incluso después de la
Reforma, continuó mediando entre la fe y la moralidad en los países católicos. Pero
¿qué sucede cuando el santo ya no figura más entre los ideales de la cultura? ¿Qué
sucede cuando las historias de los santos ya no se cuentan ni se conmemoran?
¿Qué sucede cuando se deja de creer en los milagros obrados por los santos o por
mediación de ellos? ¿Qué sucede cuando las pautas heredadas de la santidad, por
las que se reconoce y venera a los santos, ya no convencen a la inmensa mayoría de
los creyentes? Solamente en 1988, por ejemplo, el papa Juan Pablo II canonizó á
ciento veintidós hombres y mujeres y beatificó a otros veintidós. ¿Cuántos católicos
romanos sabían sus nombres? ¿Y a cuántos les importaba saberlos? Y, fuera de la
Iglesia, ¿le importó a alguien? ¿Qué sucede cuando, como lo formula tristemente
un teólogo católico norteamericano, «los procedimientos formales de canonización
ya no nos dan los santos que necesitamos»?\'7b4\'7d
LA POLÍTICA LOCAL
DE LA SANTIDAD
EL CARDENAL COOKE:
LA HERMANDAD DE LA CANCILLERÍA
—¿Por qué cree usted que su cardenal es un santo? —le preguntó monseñor
Fabijan Veraja, el imperioso croata que desempeña el cargo de subsecretario de la
Congregación.
—Permita que le recuerde —dijo en tono ominoso— que los siervos de Dios
sufren en el camino de la santidad múltiples malentendidos y detracciones. Y
quienes se comprometen a propugnar la causa de los siervos de Dios deben contar
con que les ocurra lo mismo\'7b6\'7d.
En otras palabras, el primer deber del obispo local —en este caso, O’Connor
— es dejar que la reputación de santidad madure por sí sola. Si persiste durante
cinco o diez años, se le permite organizar una investigación oficial de la vida y las
obras del candidato, a fin de decidir si la reputación es justificada. Al tomar la
iniciativa a su propia cuenta y riesgo y, además, tan poco tiempo después de la
muerte del cardenal, O’Connor prestó efectivamente un flaco servicio a la causa de
Cooke: ¿cómo podrían saber en Roma si la reputación de su santidad había surgido
espontáneamente entre la gente o, más bien, gracias al potente esfuerzo de
promoción publicitaria puesto en marcha por O’Connor, McCarrick y otros?
Para evaluar la vida de Cooke, el padre Benedict podía contar con un vago
antecedente: el obispo John Nepomucene Neumann, de Filadelfia, a la sazón el
último ciudadano norteamericano que había sido canonizado (en 1977;
actualmente, la más reciente es sor Rose-Philippine Duchesne, canonizada el 3 de
julio de 1988). A su muerte en 1860, Neumann tenía tan escasas probabilidades de
convertirse en candidato a la santidad como tuvo Cooke cuando murió en 1983.
Aquel inmigrante bohemio de estatura diminuta (medía tan sólo un metro
cincuenta y siete) era considerado un administrador inepto y quizá nunca hubiera
sido propuesto para la canonización (la jerarquía de Filadelfia veía en el antecesor
de Neumann, un erudito clérigo irlandés llamado Francis Patrick Kenrick, a un
candidato más prometedor) de no haber sido miembro también de los Padres
Redentoristas, orden religiosa que acabó finalmente, y tras mucho insistir, por
apoyar la causa. Al igual que a Neumann, a Cooke no se le consideraba
precisamente uno de los pilares de la Iglesia. Era un prelado piadoso, abnegado y
tímido, «el tipo del perfecto número dos»\'7b8\'7d, según un historiador de la
archidiócesis, monseñor Florence Cohalan. Formado como asistente social y
convertido en contable, Cooke llegó de secretario personal de Spellman a vicario
general de la archidiócesis y obispo auxiliar. Además de los deberes de su cargo,
Cooke atendía las necesidades personales de Spellman, mostrando una afabilidad
a la que el autocrático cardenal no estaba acostumbrado. Al morir Spellman en
1968, sorprendió al mundo con 1a elección de Cooke como sucesor. Sin embargo,
Cooke no llegó jamás a ejercer el extraordinario liderazgo nacional e internacional
de Spellman; por el contrario, parecía sentirse más a gusto entreteniendo a los
ancianos y sorprendiendo a los enfermos con sus visitas.
Pero una cosa hizo bien: murió con un coraje y una gracia considerables.
Tres meses antes de su muerte, la oficina del cardenal reveló que éste recibía
secretamente, desde hacía diez años, transfusiones de sangre y quimioterapia para
tratar su leucemia. Ni siquiera sus íntimos, como O’Connor, estaban al corriente de
esa dolorosa condición. La ciudad entera tomó nota cuando él se resignó
tranquilamente a su suerte, citando las palabras de su lema episcopal: «Hágase tu
voluntad.» En una conmovedora carta de despedida, que se leyó públicamente el
domingo 9 de octubre, a los tres días de su muerte, el cardenal recordó a los
católicos de Nueva York que «el don de la vida, especial regalo de Dios, no es
menos hermoso cuando lo acompañan la enfermedad o la debilidad, el hambre o la
pobreza, taras físicas o mentales, la soledad o la vejez. Precisamente en tales
situaciones, la vida humana cobra un esplendor extraordinario en cuanto requiere
una atención, un cuidado y una reverencia especiales. Es en la debilidad de nuestro
cuerpo mortal, y a través de ella, que el Señor continúa revelando el poder de su
amor»\'7b9\'7d. En resumen, fue la estremecedora muerte de Cooke lo que
convenció a sus más íntimos amigos y protegidos de que tal vez hubieran estado
viviendo todos esos años con un santo.
—Por supuesto.
“Pero creo que las relaciones públicas tienen algo que ver en eso. Quiero
decir, usted podrá encontrar a alguna persona muy santa en algún sitio, en Des
Moines, digamos, pero que está en el lugar equivocado en el momento equivocado.
En cambio, puede haber una persona regular, como el cardenal Cooke, que está en
el sitio justo, y esto significa en la ciudad de Nueva York, y en el momento justo.
Webber hizo una pausa, miró al techo y, luego, me miró a mí. Hablaba en un
tono sobrio y afable.
—Llamemos las cosas por su nombre —añadió—, Cooke hizo mucho bien,
en términos de dinero, al ayudar a otra gente en todo el mundo, y sólo pudo
hacerlo porque tenía el respaldo de la tesorería de la archidiócesis; podía disponer
libremente de una cantidad enorme de dinero, y así lo hizo. Por supuesto, el dinero
provenía de las bases.
Me atreví a decir que otros objetarían acaso que Cooke nunca hizo nada
extraordinario, nada por lo cual mereciese verse elevado por encima del resto de la
humanidad como objeto de imitación y, mucho menos, de veneración. Benedict
entornó sus penetrantes ojos azules, como hastiado por lo obvio de lo que iba a
decir. Yo lo conocía desde hacía más de veinte años y sabía reconocer sus pausas
pedagógicas.
«Se supone que la religión tiene algo que ver con la santidad, maldita sea, y
eso es lo que estamos olvidando. Ésta es la historia de un hombre que se convirtió
en un hombre santo. No, no era un gran estadista de la Iglesia, no era un gran
prelado; pero era un héroe. Muéstreme a otro hombre que trabaje dieciocho horas
diarias los siete días de la semana si padece de leucemia. Él fue mucho más allá de
la amabilidad que le exigía el deber. Era capaz de someterse a una transfusión de
sangre por la mañana y quedarse allí para dejarse fotografiar con una anciana.
Asistió a todas las ceremonias de graduación de sus sobrinos y sobrinas. Eso es
muy caritativo. Yo no sería capaz de hacerlo.»
DOROTHY DAY:
En resumen, Dorothy Day hizo para su época lo que san Francisco de Asís
hiciera para la suya: hacer volver a sus raíces a una cristiandad envanecida. Abrazó
personalmente los votos monásticos de pobreza y castidad y los vivió, en todos los
sentidos, con una libertad y una entrega raras veces alcanzadas por los miembros
de las órdenes religiosas establecidas. Su alimento espiritual lo constituían la
oración, la misa y la lectura diaria de la Biblia, que usaba casi como si fuera un
talismán. La razón de ser de los Obreros Católicos, insistió más de una vez, no era
convertirse en «humanitarios eficientes»\'7b15\'7d, sino imitar a Cristo. A pesar de
que su catolicismo era escrupulosamente ortodoxo, el círculo de servicio y oración
fundado por Day funcionaba de manera independiente de las jerarquías
eclesiásticas y sus prioridades institucionales. A su muerte, en 1980, fue ensalzada
—de modo un poco exuberante— como «el personaje más significativo, interesante
y de mayor influencia en la historia del catolicismo norteamericano»\'7b16\'7d.
Quizá fuera mejor así. Como antiguo jefe de capellanes de las Fuerzas
Armadas estadounidenses, contralmirante retirado y uno de los mayores halcones
entre los miembros de la jerarquía católica norteamericana, O’Connor difícilmente
hubiera apadrinado a la empedernida pacifista Dorothy Day. Aparte de cierto
interés distante por «los trabajadores», no había nada en su trayectoria que
permitiera esperar hondas simpatías hacia una mujer entre cuyos íntimos
figuraban conocidos comunistas, socialistas y anarquistas. De hecho, el «ethos»
comunitario de los Obreros Católicos era la antítesis directa de los criterios
jerárquicos de rango, orden y mando que definían la carrera militar y eclesiástica
de O’Connor. Incluso la legendaria indiferencia que Dorothy Day mostraba en el
vestir (usaba siempre ropa de segunda mano) contrastaba vivamente con el
meticulosamente acicalado príncipe eclesiástico. De todos modos, O’Connor no
tardó en dar con un motivo perfectamente válido para lavarse las manos respecto a
Dorothy Day y su causa: ya había alguien que la propugnaba.
Queridos amigos:
Soy una de las nietas de Dorothy, y quería haceros saber lo asqueroso que es
vuestro movimiento de canonización. Lo que estáis haciendo no tiene nada que ver
con las ideas de Dorothy ni con aquello por lo que vivió, porque intentáis colocarla
sobre un pedestal y ella era una persona humilde, que vivía tal como sentía que era
lo mejor para aliviar los males del mundo.
Muchas veces me han contado que Dorothy Day, cuando alguien aludía a su
condición de santa, decía: «¡No os lo pongáis tan fácil para rechazarme!» Me
parece, por tanto, una verdadera ironía que alguien se empeñe en elevar a la
santidad a una mujer que insistió en que la tomaran en serio como igual entre
iguales.
Mientras Dorothy Day siga siendo una de nosotros, estamos desafiados a ser
tanto como ella; si se convierte en santa, podremos permanecer pasivos en nuestra
condición de pecadores\'7b20\'7d.
Por un lado, Dorothy Day fue profundamente devota de los santos; para
ella, eran como una parentela que hubiera heredado con su conversión, unos
familiares con los que se comunicaba sin esfuerzo a través de la oración y de la
reflexión sobre sus escritos. Escribía a menudo y extensamente sobre sus santos
favoritos; sobre todo, sobre santa Catalina de Siena y sobre santa Teresa de Ávila,
dos virtuosas espirituales que no tuvieron reparo en pedir cuentas espirituales a
papas y obispos. Dedicó un libro entero a santa Teresa de Lisieux, singular
personaje del siglo XIX, cuya sencillez Day anhelaba emular. «Si la santidad
dependiese de las calidades extraordinarias —creía ella—, habría muy pocos
santos.»\'7b21\'7d Pero Day podía también ser muy crítica con los santos, y
señalaba las extravagancias de uno o el celo excesivo e inoportuno de otro. «Si
imitamos las imperfecciones de los santos —escribió una vez—, probablemente
iremos al infierno.»\'7b22\'7d
Posiblemente hubiera un tercer motivo por el cual Day no estaba ansiosa por
ser propuesta para la canonización: su familia. En un encuentro que tuve con ella,
hablamos durante tres horas sobre la educación de los niños y sobre los placeres y
pesares de la paternidad. A ella le gustaba hablar de asuntos domésticos; en cierta
ocasión, confundió a un auditorio de activistas católicos liberales con la afirmación
de que, en las comunidades obreras católicas, la única persona que ejercía cierta
autoridad era el cocinero. Lo que nunca mencionó fue que, a pesar del gran
consuelo que le suponía su hija Tamar Therese, tanto ésta como todos sus hijos se
habían alejado de la Iglesia. Era una cuita que Dorothy Day se llevó a la tumba.
Con el dinero que así se ahorra, y que de otro modo se gastaría en abogados
eclesiásticos, costosas reuniones y viajes de expertos, comenzad aquí y ahora a
alimentar a las multitudes. Enviad un dólar, o cinco, diez, veinte, cien dólares a la
casa más próxima de los Obreros Católicos. O, mejor, pasad por allí y ayudad a
servir la sopa. Mejor todavía: fundad una Casa de Obreros Católicos.
Esas sencillas sugerencias cuentan con un par de ventajas que no son fáciles
de descartar. Restituirían la antigua costumbre por la que la gente de la Iglesia
elegía a sus santos; en este caso, por una especie de modesta aclamación.
Ayudarían además a restablecer la unidad entre la defensa de la paz y las obras de
caridad, unidad tan cruelmente violada por la reaganomía y la megaguerra.
Dorothy es una santa del pueblo, cultivaba con orgullo su dignidad de lega.
Su pobreza de espíritu, un don grandioso para nuestra época, bastaría para
vedarnos la dispendiosa pompa de los santos barrocos. Hoy en día, su espíritu nos
acosa en los rostros humillados de aquellos en Nueva York que no tienen hogar.
¿Vosotros imagináis su retrato emperejilado y desplegado sobre el altar de San
Pedro? Yo diría, dejad que ellos sigan canonizando sus cánones o lo que quieran;
nosotros tenemos aquí a una santa cuya alma no debemos robársela a los suyos: los
miserables de la Tierra\'7b25\'7d.
ÓSCAR ROMERO:
¿Por qué?
Jorge Pinto, editor del semanario El Independiente, cuyas oficinas habían sido
bombardeadas pocos días antes, le pidió al arzobispo que celebrara la misa
conmemorativa del aniversario de la muerte de su madre. Aparte de la familia y de
los allegados, los presentes eran en su mayoría empleados del hospital y algunos
de los enfermos de cáncer. Por lo general, tales misas semi-privadas no se
anunciaban públicamente; lo extraño es que en aquella ocasión varios periódicos
locales anunciaron cuándo y dónde el arzobispo celebraría la misa aquella tarde.
Dado que el arzobispo había recibido numerosas amenazas de muerte, sus amigos
lo instaron a que se dejara sustituir por otro sacerdote; pero Romero insistió en
cumplir la promesa hecha a Pinto, al que consideraba su amigo. Otra circunstancia
extraña fue la presencia de un reportero gráfico que tomó fotografías de toda la
ceremonia, incluido el momento de la muerte del arzobispo. Poco después del
asesinato, Pinto desapareció de El Salvador y el fotógrafo, temiendo por su vida,
emigró a Suecia.
Cuando los médicos extrajeron las vísceras del cadáver del arzobispo, el
vicario general de Romero, el padre Ricardo Urioste, insistió en que no se
desecharan los órganos; adujo que eran órganos de un santo, así que los médicos
guardaron las vísceras en una bolsa de plástico, las hermanas encerraron la bolsa
en una caja de cartón y la enterraron en el jardín, medio metro bajo el suelo. Dos
años después, cuando las hermanas decidieron erigir el altar, los obreros
desenterraron la caja accidentalmente. El cartón se encontraba consumido por la
descomposición, pero las vísceras estaban tan blandas como el día en que fueron
extraídas del cuerpo del arzobispo y la sangre seguía aún líquida. Llevaron las
vísceras al arzobispo Rivera, que se mostró de acuerdo con las hermanas en que su
conservación era probablemente un milagro, aunque no del tipo que la
Congregación para la Causa de los Santos aceptaría para la canonización. Aconsejó
a las hermanas, en cambio, que volviesen a enterrar su tesoro y que se cuidaran de
no divulgar lo que habían visto; no sólo el rumor del «milagro» soliviantaría a los
creyentes —las previno el arzobispo—, sino que las poderosas y acaudaladas elites
de la ciudad, para las que Romero no resultaba ser un santo, afirmarían que la
historia era pura invención\'7b29\'7d.
Antes de que pudiera preguntarle por qué, el padre Urioste se inclinó sobre
el escritorio, como para asegurarse de que lo había escuchado.
Nunca antes un obispo católico había nombrado de manera tan directa y tan
concreta los abusos que padecían las masas salvadoreñas, nunca antes un obispo
salvadoreño había identificado en tal grado la Iglesia contra la lucha por la justicia;
pero el riesgo que Romero asumía era demasiado grande, y lo acusaron de
inmiscuirse en política, de estar mimando a los curas «comunistas». Los
«escuadrones de la muerte» continuaban torturando y asesinando a clérigos;
muchos sacerdotes fueron obligados a exiliarse. La represión ejercida contra la
Iglesia era palmaria.
Cabía imaginar, pues, numerosos motivos por los que a los siete años de su
muerte aún nadie en El Salvador había propuesto a Romero para la canonización.
Uno era que los obispos salvadoreños estaban divididos\'7b32\'7d ellos mismos
en cuanto a la conveniencia de declararlo santo. Otro, el temor de soliviantar al
pueblo y disgustar a los militares.— También cabía la posibilidad de que alguien
del Vaticano hubiera pedido que no se iniciara la causa. ¿O había acaso algún
secreto relativo a Romero, desconocido para el público, que impedía su
canonización? Pero ¿cuáles eran realmente los motivos? Dado que el arzobispo
Rivera era el único dignatario eclesiástico que podía iniciar la causa de Romero, le
planteé la pregunta a él.
—El problema es que sigue habiendo gente que usa su nombre para fines
políticos —dijo—. Ahí está la dificultad. Sería fácil demostrar que fue un mártir de
la Iglesia. Pero ahora hay varios grupos de la izquierda que lo reclaman como un
mártir de su causa política particular, y eso hace más difícil demostrar que era un
mártir de la Iglesia.
—Le podría contar lo que el papa le dijo al padre Delgado —manifestó con
una sonrisa—, pero, para ser exactos, más vale que hable usted con él.
La respuesta del papa, según Delgado, fue recordarle que no hacía falta
ningún milagro para demostrar que Romero murió como mártir.
—El papa comentó: «Romero es realmente un mártir.» Lo dijo dos veces, así
que yo observé: «Santo Padre, espero que sea canonizado dentro de pocos años.»
Entonces, dijo: «Purtroppo —éstas fueron sus palabras exactas en italiano—,
quisiera que así fuese. Lástima que el arzobispo Romero se haya convertido en
bandera [política], pues dicen que era guerrillero.» Mientras eso siguiera así,
añadió después, sería mejor que nos quitáramos de la cabeza el canonizarlo. Ésa es
la obsesión del papa. Y por eso el arzobispo Rivera aún no ha iniciado un proceso
en favor de Romero.
Delgado me dijo que otra «obsesión» del papa era el asesinato de Romero.
—Él piensa que, una vez empiece, irá muy rápido. Por eso dijo: «Por ahora,
no quiero ningún proceso.» Quiere que esperemos hasta dentro de veinte o
veinticinco años, cuando haya cesado el conflicto con la guerrilla. Pero el conflicto
con las guerrillas no tiene trazas de acabar pronto, así que tendremos que esperar a
la próxima generación; una nueva generación.
Tal vez el padre Delgado fuese más cándido de lo que se daba cuenta al
referirme su conversación con Juan Pablo II. Si reproducía fielmente las palabras
del papa, es evidente entonces que Juan Pablo II había vedado personalmente, por
el momento, todo esfuerzo por parte de los funcionarios de la Iglesia salvadoreña
de iniciar un proceso de canonización en favor del arzobispo Romero. Semejante
intervención directa del papa es muy poco usual, aunque cuenta con algún
precedente. Lo que es más, la actitud papal parece obedecer a motivos de índole
política antes que teológica: no desea que la figura de Romero favorezca a los
movimientos de oposición izquierdista en sus esfuerzos de ganar apoyo popular.
Quizá cree también que Romero actuó de manera irresponsable como arzobispo y
que, por tanto, no es digno de canonización. Es bastante posible que incluso tema
la visión de unidades guerrilleras marchando a la batalla bajo enormes banderas
del «santo del pueblo». Sean cuales sean sus razones, lo cierto es que el papa no
declarará mártir y santo a Romero mientras siga siendo motivo de discordia dentro
de la jerarquía salvadoreña misma.
El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el
sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y señal de que la
esperanza pronto se hará realidad. Que mi muerte sea, si Dios la acepta, por la
liberación de mi pueblo y como testimonio de la esperanza en el futuro.
Tal es, por lo menos, el punto de vista que adopta la comunidad de los
jesuitas en El Salvador. Como sus colegas en Nicaragua, los jesuitas funcionan de
forma independiente de las jerarquías del país y, como exponentes de la «teología
de la liberación», se oponen abiertamente al ala conservadora de la jerarquía
salvadoreña. Varios jesuitas de la facultad de su Universidad Centroamericana de
San Salvador asistieron a Romero en la redacción de sus ahora célebres cartas
pastorales. Durante una larga visita posmeridiana a la universidad, el teólogo Jon
Sobrino, uno de los varios fogosos vascos de la facultad y antiguo consejero de
Romero, resumió los argumentos que esgrimen los jesuitas en favor del
reconocimiento del difunto arzobispo como santo.
—Si buscamos un modelo del tipo de santo que era Romero —comenzó
Sobrino—, ese modelo es Jesucristo; además de porque al final lo crucificaron,
como a Jesucristo, también porqué estaba con el pueblo. Romero se convirtió en un
santo dentro de la sociedad, no sólo en la sinagoga, por así decir, o dentro de los
confines de Jerusalén. La mayoría de los santos no entran en contacto directo con la
gente como hizo Jesucristo. No fue éste, el caso de Romero.
—El arzobispo Romero era un hombre que decía la verdad y que amaba al
pueblo. En los países del Tercer Mundo, como El Salvador, decir la verdad es algo
absolutamente explosivo. Hasta que el arzobispo Romero comenzó a hablar sin
tapujos, el pueblo salvadoreño no creía que fuese posible escuchar la verdad. La
verdad fundamental en este país es que no hay justicia, no hay libertad, no hay
soberanía. Por ejemplo, en El Salvador han sido asesinadas sesenta mil personas, y
a estos muertos se les llama criminales, asesinos, comunistas, etcétera. Romero los
llamaría mártires. Para los pobres era algo extraordinario ir a misa a la catedral y
oír decir al arzobispo: «En este país tenemos mártires.»
Expliqué las razones por las que el arzobispo Rivera no pedía, por ahora, la
canonización de Romero, y sus temores —y los del papa— de que fuese utilizado
políticamente por la izquierda salvadoreña. Sobrino admitió que eso era probable,
pero descartó tal posibilidad como carente de importancia.
»Lo que está en juego es el rumbo que tomará la fe en este país. Este pueblo
es, en general, un pueblo crucificado. Nosotros esperamos que la Iglesia lo saque
de la cruz. Dentro de un siglo o dos, la gente preguntará: ¿quién nos sacó de la
cruz?, ¿fueron los creyentes cristianos, o fueron los no creyentes? La canonización
de Romero tendría este significado. Romero es un símbolo que encamina a esta
gente hacia un futuro de fe.
Y SU CANONIZACIÓN
¿QUÉ ES UN SANTO?
De un modo o de otro, los cristianos han «hecho santos» desde que existe la
Iglesia. Al principio, hacer santos era un acto espontáneo de la comunidad
cristiana local; hoy en día, se presenta para los católicos romanos como un largo y
dificultoso proceso, conducido por funcionarios del Vaticano y regido por normas
y procedimientos legales. Cómo y por qué se ha llegado a este estado de cosas es el
tema del presente capítulo.
Entre los críticos del proceso moderno de hacer santos hay cierta tendencia a
rechazar ese proceso por demasiado largo y demasiado alejado\'7b36\'7d de las
preocupaciones de los católicos de a pie. Tal vez sea cierto; pero las razones de tal
estado de cosas hay que buscarlas en la historia. Lo que hallamos en sus orígenes
no es un conjunto de fórmulas para decidir a priori qué es un santo, sino una
proliferación de personas cuya vida y muerte eran recordadas y veneradas por
quienes los conocieron. Y lo que descubrimos es que los procedimientos
encaminados a la creación de santos, por muy apriorísticos que hayan llegado a
ser, son esfuerzos por prolongar el impulso de los cristianos primitivos de elevar a
algunos de entre sus hermanos y hermanas para que gozasen de un
reconocimiento y una veneración especiales. En teoría, por lo menos, y en un grado
sorprendente también en la práctica, la santidad continúa produciéndose «a los
ojos del espectador; y el espectador primordial es la comunidad de los
creyentes»\'7b37\'7d.
LOS ORIGENES:
Hay en ello, desde luego, una paradoja. Los mismos cuerpos que los
mártires de tan buena gana sacrificaban —y que los ascetas trataban con
disciplinado desprecio— para las comunidades sobrevivientes de cristianos
llegaron a ser «más queridos que las piedras preciosas y más finos que el
oro»\'7b45\'7d. Su creencia era que el espíritu del santo muerto, aunque se hallaba
en el cielo, estaba de algún modo especial presente en sus despojos. Por
dondequiera que se veneraban las reliquias de un santo, el cielo y la tierra se
encontraban y se entremezclaban de una. manera enteramente novedosa para las
sociedades occidentales, como atestigua la inscripción en la tumba de san Martín
de Tours:
Para los cristianos primitivos, así como más tarde para sus seguidores
medievales, los milagros eran acontecimientos cotidianos; formaban parte de una
realidad que, aunque distinta de la moderna, no por ello era menos compleja. Para
el erudito Agustín, «todas las cosas naturales [estaban] llenas de lo milagroso», y el
mundo mismo era «el milagro de los milagros»\'7b47\'7d. Resultaba, por tanto,
enteramente «natural» que Dios manifestara lo inusual a través de las oraciones
dirigidas a los santos o realizadas por éstos. En la actualidad, por el contrario, la
Iglesia se muestra mucho más cautelosa en su actitud hacia lo milagroso. Como
veremos, el proceso moderno de hacer santos requiere todavía los milagros como
señales del «favor divino»; pero no obliga a los católicos a aceptar como materia de
fe «sobrenatural» cualquier milagro supuesto como tal, ni siquiera aquellos que se
producen en santuarios como Lourdes o que fueron aceptados en apoyo de la
causa de un santo. Sin embargo, la «creencia humana» en los milagros continúa
siendo característica del catolicismo romano, inclusive el «milagro» de la fe misma.
Lo que aquí nos importa comprender es cómo la atribución de sucesos milagrosos,
sobre todo en santuarios y en sepulcros de santos, quedó entretejida entre los
requisitos de la canonización.
Como los cristianos de Esmirna, los padres de la Iglesia de los siglos III y IV
establecían una. distinción rigurosa entre la latría o adoración debida a Cristo y la
dulía o veneración propia de los santos. Pero esa distinción, aunque bastante
plausible en lo abstracto, resultaba a menudo difícil de mantener en la práctica. Los
santos eran, después de todo, objeto de devoción popular, y se trabó una viva
controversia intelectual sobre la manera adecuada de venerarlos. Por ejemplo, si
bien se creía que el cuerpo y la sangre de Cristo estaban materialmente presentes
en el vino y en el pan eucarísticos, la imaginación popular atribuía a veces a los
santos una presencia más poderosa todavía en sus tumbas y reliquias. Así los
relicarios y las tumbas de los santos se convirtieron en lugares de unas prácticas de
culto muy parecidas a aquellas que los paganos tributaran a sus sepulcros
sagrados, como es el caso del de Asclepio. Familias cristianas realizaban ayunos
ante las tumbas de los santos; algunos practicaban incluso la «incubación», pues
pasaban la noche en los santuarios para obtener la protección del santo. Así se
inició otra tradición que se prolongaría a través de la Edad Media, la del entierro ad
sonetos o cerca de las tumbas de los santos; de esa manera, se esperaba que los
difuntos gozasen de la protección del santo cuando fuesen llamados ante el
tribunal de Dios.
No sólo los cuerpos de los santos, sino también sus prendas de vestir y hasta
los instrumentos de su tortura se veneraban como objetos sagrados. Según un
testimonio de la época, antes del entierro de san Ambrosio, obispo de Milán, en
397, «una multitud de hombres y mujeres arrojaba sus pañuelos y delantales hacia
el cuerpo del santo, en la esperanza de que lo tocaran»\'7b51\'7d. Tales branden
como se llamaban, eran apreciados como reliquias milagrosas. Desgajadas del
cuerpo y guardadas en relicarios ricamente adornados, las reliquias se convirtieron
efectivamente en santuarios portátiles para uso tanto público como privado.
Si por una parte los santos estaban presentes en sus restos, por otra eran
recordados a través de sus historias. Aparte de la Escritura, la literatura cristiana
más popular durante los siglos de formación de la Iglesia fueron los relatos de la
pasión y muerte de los mártires. En contadas ocasiones, como el martirio de santa
Perpetua y de santa Felicitas, en el siglo III, las Iglesias locales lograron
efectivamente conservar e incluir en sus acta de los santos la transcripción directa,
efectuada por los escribas romanos, del diálogo entre el tribunal y los acusados.
Con mayor frecuencia, la comunidad local de creyentes componía las «pasiones»
de sus propios mártires, que eran relatos piadosos y altamente estilizados de la
pasión y muerte del mártir. Dado que la finalidad de tales historias era la
edificación de los creyentes, no menos que la exaltación del santo, se entrelazaban
en ellas leyendas y anécdotas milagrosas que dramatizaban la valentía moral y el
poder espiritual del santo. Lo que habían sido en realidad, por ejemplo,
sumarísimos interrogatorios reglamentarios por parte del tribunal, se transformaba
en largos diálogos apócrifos entre el acusado y los acusadores, confeccionados a la
manera del relato de Lucas sobre san Esteban. A esos relatos de pasión se
agregaban los libelli o historias de milagros.
Cabe anotar que no todos los santos eran cristianos; en algunos casos, fueron
personajes sacados de los textos. Juan Bautista era sólo uno de los personajes
bíblicos precristianos, investidos retroactivamente con la condición de santos (otro
fue el anónimo «buen ladrón» que murió con Cristo). Otros, como san Cristóbal (el
nombre significa «portador de Cristo»), eran personajes de antiguas leyendas o,
como santa Verónica («verdadera imagen»), fueron confeccionados a partir de la
meditación sobre los Evangelios: en este caso, el episodio, narrado por Lucas, de la
mujer que, en el camino del Calvario, seca la cara de Cristo con un lienzo en el cual
queda impreso, en señal de gratitud, el rostro sangriento. Otros aun, como el
arcángel Miguel, ni siquiera eran seres humanos.
En suma, el culto de los santos hacía revivir a los muertos, infundía vida a la
leyenda y proporcionaba a cada comunidad de cristianos sus propios santos
patronos. Con su crecimiento exuberante, el culto de los santos arraigó por
dondequiera que llegara la cristiandad. Al final, los obispos comprendieron que
era preciso podar esas vidas, porque saber a quién rezaba la gente era un asunto de
gran importancia. No había nada malo en la aclamación popular, pero se
comenzaba a entender que el entusiasmo de los creyentes por sus patronos
celestiales podía sufrir desengaños. ¿Cómo podían asegurarse las autoridades de la
Iglesia de que los santos invocados por la gente eran realmente «amigos de Dios»?
Con frecuencia, también a los ascetas se los trataba, mucho antes de morir,
con la misma deferencia que solía concederse a los mártires. Del mismo modo que
éstos se purificaban por el sufrimiento y la muerte, así, se pensaba que los ascetas
se purificaban mediante el rigor de su disciplina espiritual. La analogía es bastante
explícita en la Vida de Antonio atribuida a Atanasio, que se publicó inmediatamente
después de la muerte del santo, en 355, y que permanecería durante siglos como
uno de los principales modelos de los textos hagiográficos. En dicha obra, Atanasio
describe con gran lujo de detalles los prolongados ayunos, silencios y otros
sufrimientos que el ermitaño del desierto soportó voluntariamente. En su celda,
escribe Atanasio, Antonio «era martirizado a diario por su conciencia en los
conflictos de la fe»\'7b54\'7d.
Pero otra vez se planteaba la pregunta de cómo los creyentes podían saber
que el asceta, en la soledad de su celda, no había sucumbido a la tentación. ¿Podían
estar seguros de que un «santo viviente» había muerto en perfecta amistad con
Dios y era, por tanto, capaz de interceder por ellos?
Durante los primeros siglos de nuestra era, tales listas eran numerosas. A las
listas de mártires, los llamados «martirologios», siguieron diversos calendarios
ordenados que indicaban el nombre y el lugar de entierro de cada santo. Las
iglesias locales poseían sus propios calendarios, que reflejaban el canon de la
región y a veces eran intercambiados con los de otras iglesias locales. También los
monasterios e incluso las naciones tenían santorales propios. No fue hasta el siglo
XVII, después de la Reforma protestante, que se estableció un canon universal para
la Iglesia entera.
Poco a poco, sin embargo, los obispos iban cayendo en la cuenta de que
había serias razones para escudriñar con mayor cuidado las vidas de los
candidatos antes de otorgarles el beneplácito episcopal. Incluso san Agustín había
reconocido el peligro de permitir el culto a los herejes: en su época, los donatistas,
que más tarde acabarían condenados por herejes, eran notorios por su pasión por
el martirio, llegando en ocasiones a pedir a otros que los mataran. ¿Cómo podía la
Iglesia venerar a unos santos cuyo martirio no era auténtico o que renegaban de la
fe ortodoxa? Y, en cuanto a los milagros, ¿quién podía saber si no fueron realizados
con la ayuda del diablo? Era evidente que hacía falta alguna forma de control de
calidad.
Hacia finales del siglo X, había una creciente tendencia a encargar los
honores de la canonización a los papas, en virtud de su autoridad suprema. De esa
manera, al agregar al culto una especie dé sello oficial, se esperaba una mayor
probabilidad de que el santo fuese reconocido más allá de la comunidad local. Este
parece haber sido el modesto motivo detrás de la canonización del obispo Udalrico
(Ulrich) de Augsburgo, en 993, el primer caso autentificado de convalidación papal
de un culto. A instancias del sucesor de Udalrico, el papa Juan XV escuchó el
informe sobre la vida y milagros del obispo y autorizó el traslado de sus restos.
Habrían de pasar, sin embargo, siete siglos más hasta que el entero proceso de
creación de santos quedara firmemente sometido al control papal. Para que ello
sucediera, debían realizarse previamente dos condiciones históricas: un
extraordinario refinamiento de los procedimientos de creación de santos y, por otra
parte, la consolidación de la autoridad que el papa ejercía sobre la Iglesia.
Aun así, no fue hasta el siglo XIV, con el traslado de la corte papal a Aviñón,
que los papas lograron instituir unos métodos bien reglamentados para investigar
las vidas de los nuevos candidatos a la santidad. Por muy «prisioneros» que fuesen
del puño de terciopelo de los monarcas franceses, los papas de Aviñón (1309-1377)
transformaron la curia romana en una burocracia eficiente. Gracias a sus reformas
canónicas, los procedimientos de canonización adquirieron la forma explícita de
un proceso legal en toda regla entre los solicitantes, a los que representaba un
procurador oficial o defensor de la causa, y el papa, representado por una nueva
especie de funcionario de la curia, el «promotor de la fe», más conocido
popularmente como «abogado del diablo». Además, la Santa Sede exigía, antes de
tomar en consideración una causa, que el proceso en favor del candidato fuese
solicitado mediante cartas de «reyes, príncipes y otras personas prominentes y
honradas»\'7b62\'7d (lo cual incluía, obviamente, a los obispos). En otras palabras,
la vox populi no bastaba para comprobar la reputación de santidad si no recibía el
apoyo de las elites de la Iglesia. Los procesos se prolongaban a menudo durante
meses y se celebraban localmente. El proceso del ermitaño agustino san Nicolás de
Tolentino, por ejemplo, duró desde el 7 de julio hasta el 28 de septiembre de 1325;
declararon en él trescientos setenta y un testigos. Resulta poco sorprendente, pues,
que entre los años 1200 y 1334 se produjeran sólo veintiséis canonizaciones
papales.
Según se infiere a partir de las causas que tuvieron éxito, lo que interesaba a
los hacedores de santos papales eran candidatos cuya virtud no se prestara a
ninguna confusión con los logros meramente humanos. En general, favorecieron a
aquellos siervos de Dios que abrazaron formas radicales de pobreza, castidad y
obediencia: sendas de renuncia que distinguían la vida «religiosa» de la de los
legos. Varios de los canonizados eran fundadores de órdenes o de movimientos
religiosos, a través de los cuales sus ideales personales se institucionalizaron y se
perpetuaron; no pocos de ellos fueron, además, místicos y visionarios. El santo
paradigmático del siglo XII era, por consiguiente, según observa Vauchez,
Francisco de Asís, ampliamente venerado como un alter Christus, entre otras
razones porque fue la primera persona que recibió en su cuerpo los stigmata
(estigmas) o heridas cruciformes de Cristo. Francisco fue canonizado rápidamente,
a los dos años de su muerte, en 1228\'7b§\'7d. Su hermana espiritual, Clara de
Asís, monja contemplativa y fundadora de las Hermanas Menores o Clarisas
Pobres, impresionó a Inocencio IV de tal manera que por poco la canonizó en su
lecho de muerte en 1253; fue preciso disuadirlo de permitir que en su entierro se
cantara el Oficio de Vírgenes, como si estuviera ya canonizada. Dos años después,
Clara fue debidamente declarada santa por el sucesor de Inocencio.
Sería difícil sobrevalorar el impacto que esos nuevos modelos aprobados por
los papas tuvieron sobre las nociones posteriores de santidad. A través de ellos,
ésta llegó a identificarse permanentemente, aunque no de modo exclusivo, con la
intensidad y la interioridad de la vida espiritual, unidas al rechazo del matrimonio y
de la vida doméstica. Así fue que, si bien un Francisco, un Domingo o una Clara
eran considerados inimitables en su particularidad, a través de la canonización
esos personajes se convertían en los modelos conformes a los cuales otros santos
modelaban conscientemente sus vidas, o bien, lo cual a menudo venía a ser lo
mismo, en los modelos en que se apoyaban los biógrafos para construir sus vitae.
En los siglos siguientes, más de una vita de un siervo de Dios estaba escrita de
forma que se reconociera al candidato como otro Francisco, otra Brígida u otra
Catalina de Siena.
Lutero tenía también objeciones teológicas más serias. Como algunos de los
primeros padres de la Iglesia, consideraba el culto de los santos pagano e
idolátrico; rechazaba la mediación de los santos al igual que rechazaba la
mediación de los sacerdotes; creía que un santo no poseía más gracia que cualquier
otro cristiano; argumentó que, puesto que los cristianos se justifican sólo por la fe,
no podían salvarse por méritos propios, ni mucho menos por los que recibían
mediante oraciones de la «tesorería» de los santos; y, finalmente, protestaba contra
la magnificación legendaria de las historias de santos, tal como habían sido
transmitidas por la tradición, aunque apreciaba aquellas que le parecían auténticas.
«Después de la Sagrada Escritura, no hay ciertamente ningún libro más
provechoso para los cristianos que las vidas de los santos, sobre todo cuando son
auténticas y no han sido adulteradas», escribió\'7b81\'7d.
Había hablado Roma, y todo lo que quedaba por hacer era organizar y
codificar los reglamentos romanos para la creación de santos. Lo que había sido un
reconocimiento espontáneo por parte de la comunidad local se convirtió en una
investigación retroactiva, conducida por hombres que no conocieron
personalmente al siervo de Dios. Lo que antaño había sido un proceso populista
quedó en manos de los juristas canónicos residentes en Roma. Pero el derecho
canónico se parece, como veremos, al derecho consuetudinario (common law)
británico y estadounidense, en cuanto se basa en antecedentes, no en deducciones
derivadas de principios abstractos. En materia de creación de santos, este breve
resumen atestigua que los antecedentes se remontan, de una u otra forma, al
Nuevo Testamento. Hubo de pasar otro siglo hasta que Prospero Lambertini, un
brillante especialista en derecho canónico, que ascendió desde las filas de la
Congregación de Ritos hasta convertirse en el papa Benedicto XIV, se propuso la
tarea de revisar y clarificar la teoría y práctica eclesiásticas de la creación de santos.
Los cinco volúmenes de su extensa y magistral obra De Servorum Dei beatificatione et
Beatorum canonizatione («Sobre la beatificación de los siervos de Dios y la
canonización de los beatos»), publicados entre 1734 y 1738, son aún en la
actualidad el texto básico sobre el tema.
Por el contrario, ¿hay algo en la vida o en los escritos del candidato que
presente un obstáculo a su canonización? Específicamente, ¿ha escrito, enseñado o
defendido opiniones heterodoxas o contrarias a la fe o a la moral católicas?
¿Hay alguna razón pastoral por la que el beato no debiera ser canonizado, o
no en el momento presente?
Bajo el antiguo sistema jurídico, una causa de éxito pasaba por las siguientes
fases típicas:
1. Fase prejurídica. Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por lo
menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o
martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar que
la reputación de santidad de que gozaba el candidato era duradera y no
meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de
los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado entre
una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos
devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios de
comunicación y la «opinión pública». (Esa cautela frente a la prensa no es
precisamente nueva: la primera advertencia, por parte de la congregación de no
tomarse demasiado en serio las reputaciones divulgadas por los medios de
comunicación, data dé 1878.)\'7b87\'7d
Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de
revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el nihil obstat,
la declaración de que no hay «nada reprochable» acerca de ellos en las actas del
Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la moral, o de otra cualquiera
de las nueve congregaciones (la Congregación para los Obispos, para el Clero,
etcétera) que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato. La
razón de ese procedimiento reside en la posibilidad de que una o varias
congregaciones puedan hallarse en posesión de informaciones privilegiadas
relativas a los escritos o a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran
influir sobre el seguimiento de la causa. En un caso famoso, la causa fue
suspendida inmediatamente cuando se descubrió que el Vaticano tenía pruebas
concluyentes de que el candidato, sacerdote y fundador de una orden religiosa,
contaba con todo un historial de acoso sexual a niños, y por lo visto, jamás se
arrepintió de sus actos. De todas formas, raras veces se encuentra algo objetable;
desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa que no obtuvo el nihil
obstad\'7b90\'7d.
4. La fase romana. Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En
cuanto los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la
responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos
doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de ellos,
sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador consiste en
representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien le paga, a menos
que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga también los servicios de un
abogado defensor, elegido por el postulador entre una docena aproximada de
juristas canónicos, clérigos y legos, especializados y en posesión de un permiso de
la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos.
7. Procesos de milagros. Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los ojos
de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos, rigurosos pero
no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y la canonización son
«señales divinas» que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud o el
martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal señal divina un milagro obrado
por intercesión del candidato. Pero el proceso por el cual se comprueban los
milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones sobre el martirio y
las virtudes heroicas.
Éste es, en esencia, el proceso por el cual la Iglesia católica romana ha hecho
santos durante los últimos cuatro siglos. Desde la preparación de las tarjetas de
oraciones hasta la declaración final del papa, todas las investigaciones se llevan a
cabo bajo la guía de la «ciencia exacta» de un sistema legal, del que «se puede
afirmar con cierto grado de certeza que es el más antiguo y, con toda seguridad, el
más universal que existe en el mundo»\'7b92\'7d. Era el sistema que yo esperaba
encontrar cuando me dirigí, en otoño de 1987, por primera vez a Roma para
observar cómo los hacedores de santos llegan, en las palabras de Canon Macken,
«al pleno conocimiento de la verdad». Lo que encontré fue algo diferente.
3
EN EL INTERIOR DE LA
CONGREGACIÓN
La Congregación para la Causa de los Santos ocupa el tercer piso del Palacio
de las Congregaciones, un edificio en forma de L, de ladrillo reluciente y pálido
travertino, situado en el lado oriental de la plaza de Pío XII, casi tocando los
amplios brazos ovales de la plaza de San Pedro. Dentro del Vaticano es un edificio
moderno, construido en tiempos de Mussolini, con cierta atención a una modesta
dignidad eclesiástica. Los pasillos de la congregación, desnudos y sin adornos,
están sombreados al atardecer y resuenan con eco apagado cada vez que pasan,
apresurados, los monseñores sumidos en la disputa. La mayoría de los despachos
son pequeños, como los de los profesores universitarios, y cuentan con un mínimo
de equipo técnico. Hasta 1985 no había, por ejemplo, otra manera de copiar los
documentos que con papel carbón; ahora, la congregación dispone de dos
fotocopiadoras regalo de benefactores estadounidenses.
Palazzini tuvo que aprender muy pronto que incluso el prefecto de una
congregación vaticana no es siempre el que manda en su casa. Juan Pablo II insistió
en que el cardenal nombrara secretario de la congregación —el número dos de la
jerarquía interna— al arzobispo Traian Crisan, un emigrante rumano de escasa
estatura que había pasado los treinta y cinco años de su carrera en el Vaticano
dentro de la congregación. Se lo consideraba un técnico capaz aunque carente de
imaginación. Por otro lado, el candidato propuesto por Palazzini para el puesto de
subsecretario, el teólogo monseñor Fabijan Veraja, era rechazado por las
autoridades superiores, y sólo una instancia dirigida personalmente al papa venció
la oposición. Veraja es un croata alto y ligeramente jorobado, cuya incapacidad de
relacionarse con los colaboradores acabó finalmente por distanciarlo también de
Palazzini.
Estos tres hombres, más monseñor Anton Petti, un diplomático amable, pero
faltó de experiencia, tomaron posesión, en 1982, de sus cargos de funcionarios de la
congregación responsable de la creación de santos. Establecieron una agenda
semanal y participaban en la mayoría de las reuniones importantes. Entre los
cuatro mandaban sobre un equipo compuesto por unas dos docenas aproximadas
de monseñores, sacerdotes y legos, más veintitrés abogados y dos monjas que
cumplían funciones de mecanógrafas. Era un triunvirato explosivo.
Pero en el Vaticano, igual que en otras sedes de gobierno, los criterios que se
imponen no son siempre los de las personas investidas de autoridad. Más aún que
los ministerios de los Gobiernos seculares, las congregaciones vaticanas dependen
de asesores. En el largo y trabajoso proceso de la creación de santos, por ejemplo, el
criterio decisivo es el de los asesores, nombrados por el Vaticano, de teología,
historia y medicina, especialistas de las universidades de Roma que reciben sus
honorarios por cada peritaje. En la actualidad hay en la congregación unos ciento
veintiocho asesores, muchos más que en ningún otro departamento del Vaticano.
EL CONFLICTO INTERNO
«La tarea del abogado era tomar lo que había de positivo en los testimonios
y preparar una argumentación en favor de la santidad», explica el padre Yvon
Beaudoin, un archivista franco— canadiense que trabajó durante quince años en la
sección histórica. «A veces ocurría que ocultaba pruebas contrarias. El trabajo del
abogado del diablo consistía en detectar lo que había de negativo, y si pensaba que
el abogado le estaba ocultando algo, le pedía que lo dejara examinar el testimonio
original. Muchas veces, sin embargo, entresacaba arbitrariamente una palabra
aquí, una frase allá, fuera de contexto, porque su trabajo era encontrar algo,
cualquier cosa en contra de la causa.»
Los abogados reconocían que algunas de esas críticas eran ciertas. Sí, los
juristas del equipo del «abogado del diablo» hacían a veces objeciones
superficiales; sí, había un puñado de «patrones» que abusaban de su posición;
pero, al eliminar en bloque a los abogados, insistían éstos, se transformaría
radicalmente un procedimiento que había estado en el corazón del proceso de
creación de santos durante medio milenio. En opinión de monseñor Luigi Porsi, un
veterano con veinte años de experiencia en el sistema legal de la Iglesia, las
reformas propuestas fueron demasiado lejos: «Ya no queda lugar para una función
adversaria», se lamenta a Juan Pablo II en una carta que no recibió respuesta. En la
lectura de Porsi\'7b96\'7d, las nuevas leyes conservan algunos vestigios del
proceso jurídico. En el nivel de diócesis, continúan existiendo tribunales locales
que interrogan a los testigos, y se siguen observando las formas y los
procedimientos canónicos; pero el espíritu es más de cooperación que de
controversia. Todos los participantes en la preparación de una causa están ahora
interesados en verla triunfar y nadie más que el relator asume la responsabilidad
del éxito de la causa una vez ésta ha llegado a Roma. «Usted me dirá —desafiaba
Porsi—, ¿quién es ahora el patrón?»
Entre aquellos que fueron impresionados por los bolandistas estaba el padre
Ambrogio Damiano Achille Ratti, un brillante profesor italiano con tres doctorados
de la Universidad Gregoriana de los jesuitas de Roma, quien llegaría a ser, con el
nombre de Pío XI, el primer papa erudito desde Benedicto XIV. En 1930 estableció,
tomando a los bolandistas como modelo, la sección histórica de la Congregación de
Ritos, e instó a los obispos locales a que condujeran sus investigaciones sobre las
causas antiguas conforme a los criterios más elevados y más exigentes de la
historiografía crítica.
Sea cual fuere, una nueva senda se ha sobrepuesto al viejo camino que en la
Iglesia católica romana conduce a la canonización. Es una senda que mantiene el
aspecto jurídico del viejo sistema —esencialmente, la celebración de tribunales
locales ante los que declaran los testigos—, pero que aspira a comprender y valorar
la forma específica de santidad del candidato en su contexto histórico preciso. A
grandes rasgos, funciona como sigue:
Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de milagros, que se
juzgan de la misma manera que antes. La diferencia reside en que, desde la
reforma, el número de milagros requeridos ha sido reducido a la mitad: uno para
la beatificación de los no mártires, ninguno para los mártires. Después de la
beatificación, tanto mártires como no mártires sólo necesitan un milagro para
obtener la canonización.
Éstos son, pues, los nuevos hacedores de santos, los poco conocidos
funcionarios cuyas opiniones cuentan más que ninguna otra a la hora de decidir la
suerte de una causa. De los siete, Beaudoin, Eszer y Gumpel cargaban con la mayor
parte de las obligaciones durante los años que me fue permitido observar el trabajo
de la congregación. Son ellos, en consecuencia, a quienes llegué a conocer mejor.
Como la mayoría de los ejecutivos vaticanos de nivel medio, estos tres sacerdotes
han llegado a sus cargos actuales a través de muchos rodeos y casualidades. Los
tres pasaron la mayor parte de su vida adulta en Roma, ninguno de ellos aspiraba
a hacer carrera como creador de santos, y cada uno aporta a su trabajo de relator
un temperamento, unas capacidades lingüísticas y unos hábitos de trabajo
diferentes. Como todos los trabajadores intelectuales, comparten, desde luego, una
cierta actitud profesional. Pero lo que a mí me intrigaba en nuestro primer
encuentro era cómo se sentía personalmente cada uno de ellos en ese trabajo de
creador de santos y si habían encontrado alguna vez a alguien fuera de la
congregación a quien realmente le interesara ese tema.
Beaudoin sigue un horario tan preciso como su letra. Por las mañanas,
siempre, lo encontré sentado tras su mesa de escritorio en la congregación,
recibiendo a monjas y a otros colaboradores que estaban preparando positiones. Por
las tardes, pasa de cuatro a cinco horas trabajando para los oblatos en su instituto
escolástico internacional de la Via Aurelia, una residencia que se construyó para
unos cien estudiantes, pero donde ahora, con el declive mundial de las vocaciones,
resuena el eco de las voces de unos veinte jóvenes que se preparan para el
sacerdocio. Cuatro noches por semana, se encuentra con grupos de scouts
adolescentes y les enseña el catecismo. Los fines de semana, celebra misa en
algunas parroquias del extrarradio. Viaja poco, salvo dos veces cada verano,
cuando visita a su madre nonagenaria en Canadá.
—¿Los jóvenes —le pregunté una mañana, cuando hizo una pausa para
encender el tercero de una serie ininterrumpida de cigarrillos— ven a los santos
como héroes?
—En absoluto —respondió con sobriedad—. Para los jóvenes italianos hay
un solo santo vivo: san Francisco de Asís. A partir de 1968, se convirtió en una
especie de modelo de una vida antiburguesa, por su sencillez. Y, desde la
explosión nuclear de Chernóbil, que en Italia afectó gravemente las cosechas, lo
ven como un modelo del movimiento ecologista. Pero, aparte de Francisco, ya no
hay otro. —Hizo una pausa—. Los jóvenes no tienen verdaderos modelos, salvo
quizá los de la televisión. Ni siquiera se conocen a sí mismos. Quieren ser ellos
mismos, pero, de hecho, llevan todos el mismo tipo de ropa y se conducen de la
misma manera. La Iglesia no tiene mucha influencia sobre ellos y los santos,
mucho menos.
Le sugerí que tal vez la Iglesia tendría más influencia sobre los jóvenes si
hubiese más santos legos y menos fundadores de órdenes religiosas.
—Y, sin embargo —añadió—, para las órdenes religiosas significa mucho.
—¿A los europeos del norte realmente les interesan los santos? —pregunté.
—Eso está cambiando. Debe usted recordar que en Alemania, en los Países
Bajos, en Escandinavia, en todas partes donde había una civilización protestante,
apenas tienen santos recientes. En los siglos XVIII y XIX, muchos obispos alemanes
no se atrevían a iniciar causas de canonización porque temían hacer el ridículo. En
Polonia tampoco hemos tenido santos durante largo tiempo, aunque por razones
muy diferentes; el país estaba dividido en tres partes y la Iglesia tenía tantos
problemas que no comenzó a ocuparse de las causas de los santos hasta después de
la II Guerra Mundial.
—La moral católica está hecha añicos —opina Eszer, y la culpa la tienen,
según él, los teólogos liberales europeos—. Como apenas quedan ya teólogos
morales que acaten la doctrina de la Iglesia, el papa trata de popularizar esa
doctrina creando más santos.
—Pero —insistí— los candidatos que usted está estudiando, ¿son realmente
interesantes?
En opinión de Gumpel, una de las grandes debilidades del viejo sistema era
que dependía de juristas que raramente entendían la historia, la cultura y ni tan
siquiera la lengua del candidato al que defendían. En consecuencia, la clave para
hacer funcionar el sistema nuevo reside en hallar el tipo adecuado de
colaboradores externos. Sus ojos brillan de satisfacción cada vez que describe cómo
encontró a un historiador de formación universitaria de este o de aquel país,
dispuesto a escribir una positio bajo su dirección. Me dio la impresión de que para
Gumpel uno de los placeres de ser relator consiste en el derecho de encargar a
científicos del mundo entero la documentación de las manifestaciones de la
santidad.
Pero fue por Gumpel por quien supe primero de las dificultades. que tienen
los relatores para encontrar colaboradores y —lo cual es mucho más significativo—
obispos y superiores religiosos dispuestos a desprenderse de alguno de sus
estudiosos de primera fila para mandarlo a trabajar en las causas de los santos.
LOS POSTULADORES:
Molinari es además, de hecho, el alter ego de Gumpel. Los dos sacerdotes son
colaboradores íntimos desde hace casi treinta años; firman sus artículos juntos,
contestan mutuamente las llamadas telefónicas del otro y, en la conversación,
responden por turno, completando cada uno los pensamientos del otro. Pero,
mientras que Gumpel es preciso y profesoral en su manera de hablar, Molinari es
espontáneo y entusiasta. Como equipo, los dos jesuitas son insuperables en su
capacidad de llevar a buen puerto cuanto se proponen. Gumpel es Mr. Inside, el
hombre «interior» que maneja textos, busca los colaboradores ideales y los entrena
para barruntar en los documentos la materia de la que se hacen las virtudes
heroicas; Molinari es un Mr. Outside, un hombre «exterior» de pura cepa, que viaja
mucho y pronuncia a menudo conferencias sobre el significado y el valor de los
santos. En Roma, los dos trabajan en despachos contiguos y conversan
frecuentemente a través de la puerta abierta. Durante las comidas, raras veces se
toman el tiempo de sentarse. Cultivan poco la vida social, a menos que así lo
requiera el deber, y tampoco ven la televisión. Las noches las reservan a las
lecturas serias. Ninguno de los dos necesita dormir mucho.
—He leído los documentos —dijo—. El obispo era alemán, y es obvio que
interpretó erróneamente las exuberantes manifestaciones italianas de veneración,
tomándolas por un culto público.
Lo que irrita a Valabek es que se trata, en el caso de Maria, de una causa que
tiene un profundo arraigo y que goza de amplio apoyo entre la gente de la
comunidad; lo cual no es el caso, en su opinión, de muchas de las fundadoras de
órdenes carmelitas cuyas causas le han sido encomendadas.
—El dinero era parte del problema —es la conclusión que ha sacado desde
entonces—. Ellos pensaron: ¿para qué mandar dinero a las arcas del Vaticano? Es
un poco crudo, pero ésa es la razón. Tuve la impresión de que pensaban que,
costara lo que costara la beatificación, de todos modos era demasiado. Y esa actitud
no es nada excepcional.
—¿Usted cree que habría más santos si los costes fueran menos elevados? —
pregunté.
Un año más tarde, Valabek tuvo la rara satisfacción de ver triunfar una de
sus causas. Un carmelita holandés, Titus Brandsma, cuya intrincada causa yo
estaba investigando ya, fue beatificado en la basílica de San Pedro. Había sido el
único triunfo de Valabek como postulador. Lo que yo no sabía era que la mayoría
de los carmelitas holandeses se negaron a asistir a la ceremonia.
—No querían saber nada de ello porque decían que era demasiado caro —
me contó Valabek—. Uno de los curas más jóvenes lo expresó de forma bastante
cruda, dijo que si hubiera dependido de los carmelitas jóvenes iniciar el proceso, se
habrían negado. Consideran que la orden no debería tomarse tamaña molestia
para recomendar a uno de sus cofrades para imitación de los fieles. Pero, dado que
la generación mayor lo había iniciado, ellos lo continuarían. «Nos veremos en
Roma», le dije al salir. «¿Para qué?», me preguntó. «Para la beatificación», contesté.
Y él replicó: «Yo no iré.» Fue duro tener que encajar eso.
ECONOMIA:
A cada postulador se le exige llevar las cuentas exactas de los gastos que
ocasionan sus causas y comunicarlas al Vaticano. Pero los funcionarios del
Vaticano, como la mayoría de los italianos, antes preferirían hablar de sexo que de
dinero. Pese a la terca sospecha de que la creación de santos tiene un coste
prohibitivo, la congregación no ha publicado jamás las cuentas de una beatificación
o de una canonización. Los promotores de la causa, que, por lo general, son los que
pagan las facturas, tienen derecho a publicarlas si quieren, pero ellos también son
reacios a revelar lo que cuesta hacer un santo. A consecuencia de tal silencio,
abundan los mitos sobre el elevado coste del acceso a la santidad.
En el verano de 1975, por ejemplo, The Wall Street Journal publicó un artículo
sobre la incipiente canonización de la madre Elizabeth Bayley Seton. En dicho
artículo, un sacerdote no relacionado con la causa estimó el coste de la misma en
«unos cuantos millones de dólares»\'7b102\'7d. El padre vicentino Joseph Dirvon,
autor de una biografía de Seton, escribió al Journal protestando que esa estimación
era enormemente exagerada; pero, cuando el periódico se empeñó en saber los
verdaderos costes, ninguno de los vicentinos relacionados con la causa se mostró
dispuesto a revelar la cifra exacta\'7b103\'7d. Una razón legítima era que todavía
no habían recibido todas las facturas de la ceremonia de canonización celebrada en
Roma; otra tenía que ver con las relaciones públicas: los redentoristas estaban
preparando la canonización del obispo John Neumann, de Filadelfia, y los
vicentinos no querían incitar a una comparación pública de los costes.
En primer lugar, los procesos suelen tardar varias décadas y, a veces, siglos.
En muchos casos, se celebran juicios en más de un país; de manera que un contable
escrupuloso debería contabilizar las fluctuaciones del valor monetario en los
diversos períodos y países.
Ahora bien, ¿qué sucede con esas «arcas del Vaticano»? La historia de la
creación de santos ofrece ejemplos de príncipes y de familias acaudaladas que
agasajaban a Roma con incentivos. Hasta el siglo XX, los asesores de la
congregación no eran pagados en dinero, sino en especie. Las actas de una causa
del siglo XIX refieren, por ejemplo, que a los asesores se les suministraban especias,
azúcar, chocolate\'7b104\'7d y otras exquisiteces que escaseaban por el bloqueo
continental.
Los viajes ocasionan una gran parte de los gastos; sobre todo, a los
postuladores, que deben verificar los posibles milagros en donde sea que se
produzcan. También las facturas de teléfono se pueden acumular. La impresión y
encuadernación de una positio de mil quinientas páginas, que es la extensión media
de las que tratan de vidas y virtudes, cuestan unos trece mil dólares para una
tirada aproximada de cien ejemplares. Las positiones sobre milagros suelen ser más
breves y cuestan unos cuatro mil dólares\'7b***\'7d. Un decreto reciente del
Vaticano, que permite el uso de fotocopias, ha reducido en cierto grado esos
gastos. Los honorarios de los asesores históricos, teológicos y médicos se acercan al
salario mínimo de un país tercermundista. En la actualidad, los historiadores y
teólogos cobran 500.000 liras (alrededor de cuatrocientos quince dólares) por cada
positio que estudian; los médicos, unos veinticinco dólares más. Los promotores de
una causa deben contar, por tanto, con un gasto mínimo de 6.400 dólares en
honorarios de asesores por juzgar una positio sobre virtudes o martirio, más otras
dos positiones sobre milagros.
Averiguar quién paga las facturas es casi tan difícil como determinar los
costes. En raras ocasiones, sucede que una diócesis o una orden religiosa se hace
cargo de la mayor parte de los gastos. Pero, como la mayoría de las cosas que hace
la Iglesia, los gastos de la creación de un santo los sufragan en última instancia los
creyentes en forma de contribuciones pagadas a los promotores, ya sea
directamente —que es lo más común—, ya indirectamente, mediante la
participación en los gastos. Algunas causas populares, como la del papa Juan
XXIII, generan muchos más ingresos de lo que la postulación puede gastar jamás.
Cuando sucede esto, el dinero se invierte con asesoramiento de los banqueros. Una
vez pagados los gastos, el papa mismo decide cómo disponer del excedente. La
práctica corriente es dedicarlo a «obras apostólicas» en favor de los pobres, de ser
posible relacionadas con la obra del siervo de Dios. Con Palazzini, la congregación
ha instituido un fondo de ayuda a las causas de países pobres. A las causas que
tienen más de lo que necesitan se les pide que contribuyan al fondo para que las
Iglesias del Tercer Mundo, sobre todo, no tengan que preocuparse de los gastos
cuando tienen un santo que promover.
LAS PRIORIDADES:
Mucha gente supone que Roma no sólo consigue los santos que quiere, sino
que quiere a algunos santos más que a otros. La primera suposición es falsa y la
segunda, como la historia demuestra ampliamente, decididamente
verdadera\'7b†††\'7d \'7b105\'7d. Igual que sus predecesores, Juan Pablo II tiene
prioridades; pero ni Dios ni el sistema están siempre dispuestos a complacerlo.
Juan Pablo II, por ejemplo, introdujo, cuando todavía era arzobispo de
Cracovia, la causa de una monja polaca, Faustina Kowolska. En 1983 esperaba
poder beatificarla durante su segunda visita pastoral a Polonia; pero la
congregación no había terminado todavía el estudio de la causa, de modo que el
papa tuvo que conformarse con beatificar a otros tres paisanos suyos, una monja,
un sacerdote y un fraile, cuyos procesos estaban completos.
Sería ingenuo, sin embargo, afirmar que los papas jamás influyen en el
proceso de creación de santos. Al contrario, los candidatos controvertidos son
siempre cuidadosamente vigilados por los papas y, a menudo, también por el
secretario de Estado. En el caso del salvadoreño Óscar Romero, Juan Pablo II
demostró que no tiene reparo en influir en una causa aun antes de que se haya
iniciado. De modo semejante, como veremos, él y sus consejeros políticos
opusieron fuertes objeciones pastorales a la solicitud, presentada en 1988 por los
obispos de Vietnam, de canonizar a un grupo de mártires. Asimismo, en el
discutido caso de su paisano el padre Maximilian Kolbe (capítulo 4), Juan Pablo II
se alineó con las jerarquías alemana y polaca al exigir que el candidato fuese
reconocido como mártir. Además, el papa tiene el derecho —y a veces hace uso del
mismo— de negarse, por una variedad de razones que no está obligado a explicar,
a aceptar una causa que haya sido juzgada aceptable por la congregación.
Ante todo, la congregación quiere más santos legos. Esa prioridad refleja en
parte los deseos de muchos obispos, que han criticado repetidamente a Palazzini
por no ofrecer a la Iglesia más modelos de santidad para un grupo que constituye,
de hecho, la inmensa mayoría de la cristiandad. En consecuencia, algunas positiones
de monjas, como la de la canadiense sor María Anna Blondin, cuya causa está lista
para sentencia desde hace cinco años, se posponen rutinariamente en beneficio de
otras, relativas a legos y legas. De todos modos, las mujeres como tales no tienen
prioridad. Aunque solamente el veinte por ciento de los santos canonizados hasta
el siglo XX han sido del sexo femenino, desde entonces el número de mujeres
canonizadas se ha quintuplicado. Pero las mujeres casadas siguen siendo, sin
duda, como veremos en el capítulo 11, la clase más rara de santos.
Si echamos una ojeada, por ejemplo, a la última edición (1988) del Index ac
Status Causarum («Indice y estado de las causas»), publicación periódica —en latín
— de la congregación, hallaremos listadas mil trescientas sesenta y nueve causas
activas, algunas de las cuales datan del siglo XV. El padre Beaudoin, compilador
del Index, calcula que no más del veinte por ciento de las mismas son de legos.
Igual que en el pasado, Italia, España y Francia tienen más candidatos que otros
países. Solamente Roma tiene ochenta y cinco causas pendientes y Nápoles, setenta
y cinco: muchas más que la mayor parte de los países del mundo.
Seglares: 50
Hombres: 18
Mujeres: 17
Jerarquía: 22
Cardenales: 2
Arzobispos: 5
Obispos: 14
Abades: 1
Clero secular: 55
Religiosos: 156
Hombres: 67
Mujeres: 87
Asia: 8 (Japón, 4)
Océano Pacífico: 3
En suma, de los doscientos sesenta y ocho candidatos adultos, cerca del trece
por ciento son legos y el sesenta y dos por ciento, varones. En el futuro, igual que
en el pasado, Italia y España tendrán el mayor número de causas. Para 1990, la
congregación tiene programadas veintiséis causas de martirio y virtudes heroicas
para ser discutidas por los asesores; de éstas, veintitrés son de Europa Occidental,
dos del Canadá y una de Méjico. Plus ça change...
Pío X 1903-1914 7 4
Benedicto XV 1914-1922 3 4
Pío XI 1922-1939 11 26
Pablo VI 1963-1978 31 21
Total 79 98
Durante por lo menos siete siglos, los teólogos católicos romanos han
debatido la cuestión de si la Iglesia —y, particularmente, el papa— puede
equivocarse al declarar la santidad de una persona. Tomás de Aquino, que fue, al
parecer, el primero en plantear la cuestión, opinaba que «los honores que rendimos
a los santos son una cierta profesión de fe por la cual creemos en su gloria, y se ha
de creer piadosamente que incluso en ese punto el juicio de la Iglesia no es capaz de
errar»\'7b108\'7d. (El subrayado es mío, K.L.W») Una vez que la canonización
estuvo firmemente en manos de los papas, los argumentos esgrimidos en favor de
la infalibilidad de la canonización se centraron en la convicción de que el papa,
como sucesor de san Pedro, es guiado en esa decisión, como en otras materias de la
fe y de la moral, por el Espíritu Santo.
Una cosa es argüir que la canonización es algo tan importante que debe ser
amparada por la infalibilidad papal; pero parece un poco precipitado afirmar —
como han hecho algunos teólogos durante siglos— que ningún papa ha sido jamás
convicto de error\'7b111\'7d al declarar santo a alguien. Hasta los mejores
historiadores admiten que su trabajo está expuesto a error, y ningún abogado o
juez pretende que las decisiones de los tribunales sean siempre justas. ¿Cómo
reacciona la congregación cuando se descubren pruebas indicativas de que un
papa se ha equivocado? Eso fue exactamente lo que sucedió a mediados de los
años ochenta, cuando la congregación se vio envuelta en Un singular debate
público.
Maria Goretti era una de los cinco hijos de una campesina viuda que vivía en
una pequeña aldea de la Campagna romana. Tenía apenas doce años cuando, el 2
de julio de 1902, Alessandro, un vecino de unos dieciocho años, irrumpió en la casa
e intentó violarla. Ella se resistió, y el joven le asestó varias puñaladas. La niña
sobrevivió lo bastante como para perdonar al agresor y recibir la última eucaristía.
Al atacar a Maria Goretti, por tanto, Guerri eligió como blanco a una santa
cuya historia había venido a identificarse con las enseñanzas de la Iglesia sobre la
pureza sexual. Y, lo que es más, el libro se publicó en un momento en que las
feministas y otros italianos clamaban por la legalización del aborto. Basándose en
un examen del proceso canónico y del juicio estatal contra Alessandro, Guerri llegó
a la conclusión de que las pruebas no demostraban la culpabilidad del joven;
incluso insinuó que Maria había tenido finalmente la intención de ceder a los
requerimientos de Alessandro. Guerri afirmaba además que Pío XII había aspirado
deliberadamente a convertir en santa a Maria Goretti a fin de contrarrestar la
inmoralidad sexual de las tropas norteamericanas, en su mayoría protestantes, que
liberaron Italia en 1944.
Un examen más detenido revela, sin embargo, que la infalibilidad del papa
no ofrece una garantía ilimitada. En primer lugar, no se aplica a la inmensa
mayoría de los santos de la Iglesia, sino únicamente a aquellos que, según Gumpel,
fueron canonizados «después de llevarse a cabo todas las investigaciones
científicas debidas, tal como fue la práctica desde 1588, año en que el papa Sixto V
fundó la Congregación de Ritos». Ello no quiere decir que los personajes bíblicos,
como Pedro y Pablo, o los patronos medievales, como Bernardo y Francisco de
Asís, sean santos cuestionables; sino únicamente que la certeza de su destino
espiritual no se halla garantizada por la infalibilidad papal.
Hasta cierto punto, los nuevos hacedores de santos de Roma son como
universitarios seculares, libres de buscar la verdad. Pero no trabajan en nada
parecido a un ambiente universitario moderno; no pueden elegir el tema sobre el
que trabajan ni controlar la disposición final de sus trabajos, e incluso, después de
la reforma de 1983, los relatores y postuladores deben respetar las categorías
heredadas por las que la Iglesia ha venido a identificar a los santos como tales.
¿Hasta qué grado son flexibles esas categorías? La primera prueba y la más
interesante fue, a mi entender, el martirio. ¿Qué significa, en un contexto de la
moderna guerra «total», morir por Cristo?
EL TESTIMONIO DE
LOS MÁRTIRES
Ante tal trasfondo, Benedicto XIV estableció unos criterios estrictos que
continúan guiando hasta hoy a quienes tratan de demostrar que un candidato
murió como mártir cristiano. En esencia, los abogados de la causa deben demostrar
que la víctima murió por la fe. Más precisamente, han de aportar pruebas de que el
«tirano» fue provocado a matar a la víctima por una clara e inequívoca profesión
de fe de ésta. Los abogados de la causa deben presentar, por tanto, testimonios o
documentos que atestigüen que tuvo lugar una profesión de fe, que el tirano actuó
movido por el odium fidei (odio a la fe) y que los motivos de la víctima fueron
claramente, cuando no exclusivamente, religiosos. Además, se exigen testimonios
fidedignos de que la víctima perseveró en la voluntad de morir por la fe hasta el
último momento.
Los nazis representaban, sin embargo, una nueva especie de tiranos. No hay
duda de que mataron por varios motivos a millones de cristianos\'7b118\'7d, pero
la manera como lo hicieron confundió las categorías y las reglas heredadas por las
que los profesionales de la creación de santos han juzgado tradicionalmente las
causas de martirio.
La manera como los nazis trataban a sus víctimas causó también problemas
a los hacedores de santos de la Iglesia. A veces, las víctimas simplemente
desaparecieron; más frecuentemente, fueron deportadas a los campos de
exterminio, en donde se los asesinaba en masa sin dejar testigos capaces de dejar
constancia de su perseverancia en la fe. ¿Cómo podían saber los hacedores de
santos si un mártir potencial no desesperó de Dios en el último instante o si, lo que
viene a ser casi lo mismo, llegó a odiar a sus perseguidores? Y, por último, había
entre los asesores de la congregación unos cuantos legalistas rigurosos que se
sentían canónicamente obligados por la noción tradicional de que los mártires
deben derramar su sangre. Si bien la mayoría de esos asesores —aunque no todos
— no tenían escrúpulos en aceptar a los candidatos que murieron en las cámaras
de gas o mediante inyecciones, sí cuestionaban seriamente si se podía calificar de
mártir a alguien que, simplemente, acabó consumiéndose en un campo de
concentración. Finalmente, sus objeciones fueron superadas por otros asesores,
quienes señalaron que muchos de los primeros mártires de la Iglesia murieron
también de hambre, enfermedad o agotamiento en los campos de internamiento de
los romanos.
TITUS BRANDSMA:
La primera víctima de los nazis propuesta como mártir fue Titus Brandsma,
sacerdote carmelita, profesor y periodista, que murió en 1942 en Dachau y fue
beatificado por Juan Pablo II en 1985 en Roma. Brandsma era un hombre inclinado
a la contemplación. Cuando los franciscanos lo rechazaron porque temían que su
salud fuese demasiado frágil para soportar el régimen activista de los frailes,
Brandsma se hizo carmelita y consagró su vida a comentar los escritos de los
grandes místicos de la orden, santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz. Pero el
joven Brandsma no era un estudiante pasivo. Sus continuas objeciones al
dogmatismo de sus profesores neerlandeses hicieron que éstos retrasaran su
marcha a Roma, en donde debía terminar sus estudios de teología. A su regreso de
Roma, lo nombraron profesor de teología y misticismo y, más tarde, fue uno de los
fundadores de la Universidad Católica de Nijmegen.
Había también otro aspecto más práctico. En 1962, a menos de diez años de
iniciarse el proceso ordinario en favor de Brandsma, Pablo VI ordenó parar todos
los procesos relativos a víctimas de la Guerra Civil española. La mayoría de los
candidatos al martirio de aquella guerra habían muerto a manos de las fuerzas
republicanas (en parte, comunistas), y el vencedor, el general Francisco Franco,
seguía aún detentando el poder. Pablo VI no simpatizaba con el régimen
franquista, y el ala liberal del clero español compartía su actitud, a pesar del apoyo
que el general prestaba a la Iglesia. El papa temía, pues, que el nombramiento de
mártires reavivara viejas pasiones políticas y causara una división indeseable en la
Iglesia. Pero su interdicto disgustó a muchos funcionarios españoles conservadores
en el Vaticano. Entre éstos, se encontraba monseñor Rafael Pérez, que había
servido como vicario a un obispo español durante la Guerra Civil y ocupaba ahora
el importante cargo de promotor de la fe. Desde tal posición, juró que Titus
Brandsma jamás sería declarado mártir antes que sus beneméritos paisanos
españoles.
No fue con estos argumentos, por cierto, como se presentaba al beato Titus
Brandsma a los creyentes para su veneración. Valabek lo proponía como santo
patrono de los periodistas, a quienes, Dios lo sabe, mucha falta les hace tener un
santo propio de su oficio\'7b††††\'7d; pero establecer el significado del nuevo
mártir de la Iglesia es prerrogativa papal. En la ceremonia de beatificación
celebrada el 3 de noviembre de 1985, Juan Pablo II declaró: «Elevamos a la gloria
de los altares a un hombre que sufrió los tormentos de un campo de concentración,
el de Dachau. En medio de ese tormento, en medio del campo de concentración,
que sigue siendo una marca infame de nuestro siglo, Dios halló digno de Él a Titus
Brandsma.» El papa comentó que había un texto adecuado del Antiguo
Testamento: «Dios los puso a prueba (...), como oro en el hornillo los puso a prueba
y recibióles como víctimas de holocausto.»\'7b122\'7d
EDITH STEIN
El mismo domingo de julio de 1942 que fue asesinado Titus Brandsma, los
obispos católicos de Holanda publicaron una carta en la que denunciaban el último
proyecto nazi de deportar a los judíos neerlandeses «al Este»: eufemismo de los
nazis para los campos de la muerte situados en Polonia. Para vengarse, los nazis
ordenaron el arresto inmediato de todos los católicos de origen judío. El jueves
siguiente, Edith Stein y su hermana Rosa, que era lega, fueron detenidas en el
convento carmelita de Echt. Siete días después, las enviaron a las cámaras de gas
de Auschwitz, junto con otros trescientos judíos bautizados de los Países Bajos.
¿Quién era Edith Stein? Nació como la última de once hijos de una
acaudalada familia judía de Breslau, Alemania —ahora Wroclaw, Polonia—, el día
de Yom Kipur, el Día de Expiación de los judíos, en 1891. Su madre, que quedó
viuda veintiún meses t después, era religiosamente ortodoxa, pero ninguno de sus
hijos, de los siete que sobrevivieron, se hizo judío practicante. A la edad de quince
años, Edith había dejado de rezar. Se consideraba, en declaración propia, atea y
feminista. La filosofía era su pasión y, en 1913, a la edad de veintitrés años, entró
en la Universidad de Gotinga a estudiar con el padre de la fenomenología,
Edmund Husserl. Se sintió atraída por la Sociedad Filosófica, un círculo informal
de intelectuales con talento que se reunían en torno a Husserl durante los años
inmediatamente anteriores al estallido de la I Guerra Mundial. Edith se convirtió
en una estudiante tan capacitada que, en 1916, Husserl la invitó a ser su asistente
en la Universidad de Friburgo, donde al año siguiente obtuvo el doctorado con
una disertación titulada «El problema de la empatía».
Durante los diez años posteriores, Edith continuó sus intereses filosóficos lo
mejor que pudo y escribió un estudio en dos volúmenes sobre la filosofía de santo
Tomás de Aquino. Pero, por ser mujer y pese a una generosa recomendación del
propio Husserl, no obtuvo el profesorado en Friburgo. En lugar de ello, enseñó en
la Escuela Superior Femenina de las hermanas dominicas en Speyer, donde hizo
también los votos religiosos privados. En 1932, aceptó un puesto de profesora en el
Instituto Alemán de Pedagogía científica de Münster. Al año siguiente fue
expulsada del profesorado a raíz de un decreto nazi contra los judíos y, en octubre,
el día de santa Teresa, entró en la Orden de las Carmelitas. A la señora Stein se le
rompió el corazón: su hija más joven, la que nació el día de Yom Kipur, no sólo se
había convertido al cristianismo, sino que incluso había elegido una vida de
clausura que la aislaría de la familia.
Dentro del convento, Edith Stein era una anomalía por partida doble: una
judía entre arios y una intelectual entre personas que no lo eran. En la tradición, de
la espiritualidad carmelita, se consagró al Cristo crucificado; de ahí el nombre que
eligió como religiosa: Benedicta de la Cruz. Es significativo que su última obra
mayor fuese un tratado sobre otro místico carmelita, san Juan de la Cruz, titulada
La ciencia de la Cruz. Todo ese material sería más tarde de gran importancia para su
proceso ante el Vaticano. Sin embargo, desde la Kiristallnacht (9 de noviembre de
1938) era obvio que los muros del convento no la protegerían de la determinación
de los nazis de eliminar a los judíos. Por su propia seguridad y la del convento,
Edith Stein abandonó Colonia la víspera de Año Nuevo y se trasladó al convento
de las carmelitas de Echt, en Holanda, llevando consigo a su hermana Rosa,
también convertida al catolicismo.
Pero los Países Bajos resultaron ser un precario refugio para una monja
judía. Como a los otros judíos, se le exigía que llevara la estrella de David. Y
cuando salió la orden de detener a todos los judíos conversos, la SS supo dónde
encontrarla. «Ven, vamos a por la gente»\'7b130\'7d, le dijo Edith a su hermana. A
lo largo del trayecto en tren hasta Auschwitz, Edith Stein dejó notas en las paradas
donde había vivido. La última, dirigida a las carmelitas de Echt, contenía el simple
ruego: «Avisad urgentemente al consulado suizo que tomen todas las medidas
necesarias para que podamos cruzar la frontera. Nuestro convento se hará cargo de
los gastos del viaje.»\'7b131\'7d
En 1983, la positio sobre Edith Stein estuvo lista para ser discutida por la
congregación. No había muchas dudas de que sería juzgada heroicamente virtuosa
y declarada «venerable»; pero sí había dudas considerables de que fuera
beatificada muy pronto y, mucho menos, declarada santa. La razón: faltaba el
milagro necesario. El problema era que los campos de exterminio nazis no dejaban
cadáveres distinguibles entre los montones de huesos y cráneos enterrados en
fosas comunes. Y sin cadáver no hay tumba adonde los creyentes puedan dirigirse
para solicitar favores divinos a través de la intercesión del candidato. Sin cadáver,
tampoco hay reliquias. En el caso de Edith Stein, incluso las reliquias de segunda
categoría, como los rosarios y los crucifijos que usó, la ropa que llevaba, fueron
destruidas cuando los nazis quemaron el convento de las carmelitas de Echt. Así
pues, sin esos medios sumamente tangibles, mediante los cuales los católicos han
invocado durante milenios la intercesión de los santos, la causa de Stein parecía
destinada a una prolongada espera en el limbo reservado a los venerables que
carecen de los milagros requeridos para los beatos y los santos.
Se podían suponer por lo menos tres buenos motivos por los cuales los
obispos querían que Edith Stein fuese declarada mártir. Primero, se eludiría la
necesidad de un milagro: como mártir, podía ser beatificada (si bien no
canonizada) sin milagro. Segundo, en la opinión popular (aunque no en opinión de
los expertos), la reputación de santidad de Edith Stein se basaba en la historia de
su martirio; de declararla confesora, pero no mártir, la Iglesia se colocaría en la
posición de cuestionar la significación no sólo de su muerte, sino también de las
muertes de las decenas de miles de otros sacerdotes, religiosas y legos católicos.
que fueron víctimas de los nazis. Tercero, proclamarla santa, pero no mártir,
sugeriría que la Iglesia católica, como tal Iglesia, no había aportado testigos de
sangre a los crímenes y horrores de los nazis. Para los obispos de Alemania y de
Polonia, eso era una distorsión de la historia que la Iglesia tenía el deber de
corregir.
También para Juan Pablo II la causa de Edith Stein poseía uní interés
especial. Por un lado, compartía su interés en la fenomenología y su relación con la
ética cristiana. Para su propia tesis doctoral de filosofía, Wojtyla eligió el tema de la
fenomenología de Max Scheler y su relación con el pensamiento
tomista\'7b134\'7d. Lo que es más, el papa había conocido muy bien a Roman
Ingarden,| que enseñaba filosofía en la Universidad de Cracovia cuando! Wojtyla
era arzobispo de la ciudad. Aparte de esas relaciones personales, Juan Pablo II se
sentía sinceramente conmovido por el ejemplo de una intelectual moderna que
había llegado a la fe personificada en Jesucristo a través de la búsqueda
desinteresada de la verdad. Pocos candidatos a la santidad de nuestro siglo
ofrecían un ejemplo comparable para los intelectuales dentro y fuera de la Iglesia.
Para hacer frente a las objeciones que esperaba oír por parte de los
examinadores de la congregación, Eszer propuso una respuesta novedosa: «La
provocación del “tirano” fue realizada por la acción de los obispos holandeses; a la
cual, sor Teresa Benedicta se adhirió de un modo explícito, dado el hecho de que
siempre criticó radicalmente cualquier conducta que pudiera considerarse muestra
de excesiva condescendencia con el nazismo.» El acto provocador de los obispos
fue, por tanto, una especie de acción Colectiva, en nombre de todos los judíos
conversos que murieron en consecuencia. Además, añadía Eszer, el hecho de que
no hubiera testigos no era motivo para suponer que ella no había perseverado en la
fe; mediante su voluntad espiritual se había ofrecido ya a Dios como víctima
expiatoria «por la paz» y por «la impiedad del pueblo judío». En otras palabras,
Eszer argüía que la vida entera de Edith Stein como católica, y así lo demostraban
sus heroicas virtudes, constituían una prueba suficiente de su disposición a aceptar
el martirio por el motivo y en el momento que fuera necesario.
Éste fue, pues, el estrecho jurídico que la causa del martirio de Edith Stein
logró finalmente atravesar. Pero al defender esta causa, Eszer hizo algo más:
también propuso argumentos por los cuales se podía demostrar que los nazis, en
realidad, no fueron diferentes de ninguno de los otros tiranos que habían
perseguido a los cristianos. Era una perspectiva fascinante; sobre todo, para un
hacedor de santos que era de origen alemán.
La primera vez que hablé con Eszer sobre Edith Stein fue en octubre de 1986.
El jurado de teólogos acababa de entregar su position y sólo faltaba que ésta
obtuviera la aprobación de los cardenales y obispos de la congregación. Nos
encontramos en la residencia dominicana de la Universidad del Angelicum, a
veinte minutos en autobús desde el Vaticano. El cuarto de Eszer se hallaba
dividido por una estantería que se doblaba bajo el peso de los libros, a un lado la
cama y, al otro, por dos escritorios del madera sobre los que se amontonaban
carpetas, libros abiertos y ceniceros rebosantes. La de Edith Stein era una de las
sesenta causas en las que estaba trabajando como relator, pero era la que más lo
inquietaba; al fin y al cabo, me dijo, él también era alemán, y había desarrollado el
concepto del tirano moderno como una manera de privar a los nazis de la ventaja
de que gozaban, si se partía de las reglas tradicionales para el reconocimiento de
los mártires.
Le pedí que me dejara ver un ejemplar de la positio, pero Eszer se negó: hasta
que el papa tomara su decisión sobre la causa, se trataba de información reservada.
Estuvo dispuesto, sin embargo, a hablar del marco más amplio del argumento que
presentó a la congregación. Aseguró que Hitler no sólo quería exterminar a los
judíos, sino que también proyectaba eliminar la Iglesia católica, transformándola
desde dentro, una vez terminada la guerra.
—Está absolutamente claro que Hitler quería fundar una nueva religión y
aprovechar el ropaje exterior del catolicismo. Esa idea la sacó del Parsifal de
Richard Wagner. Hitler consideraba a Wagner como su único precursor digno. Ya
sabe usted que no hay nadie que conozca el nacionalsocialismo y no conozca a
Wagner. En todo caso, debido a las preponderantes preocupaciones bélicas, Hitler
pensó que la «solución final» del problema católico debía aplazarse hasta después
del final de la guerra. Pero el odio que los nazis le tenían a la Iglesia salió a la luz
espontáneamente cuando los obispos holandeses protestaron contra la deportación
de judíos, lo que prueba que el asesinato de Edith Stein fue un acto motivado por
el odio a la fe.
A medida que hablaba, comprendí que la causa de Edith Stein era para
Eszer algo más que otro trabajo entre muchos. Eszer tenía nueve años cuando
murió Edith Stein y once cuando los nazis capitularon, de modo que pertenece a la
primera generación de alemanes que pueden afirmar no haber sido nazis. Para él,
Hitler era un energúmeno venido de fuera, que infectó Alemania con el virulento
antisemitismo racial de los austríacos. Al juzgar a los alemanes de la era de Hitler
—la generación de sus padres—, había que, según él, hacer distinciones y tener
debidamente en cuenta los hechos históricos.
También hubo muchísimos católicos que ayudaron a los judíos hasta donde
pudieron. En mi familia estaba prohibido hablar mal de los judíos. Mi madre
siempre decía que son personas como nosotros y que no se les puede reprochar
nada. Cuando otros niños llevaban a sus casas libros infantiles que mostraban a los
judíos con grandes narices y panzas gordas, como unos tipos que siempre
cometían maldades, mi madre decía que nos pegaría si los llevábamos nosotros a la
nuestra. Pero nadie escribe libros sobre esas cosas. Actualmente, muchos autores
judíos no admiten que los católicos hayan hecho algo por los judíos. Pero yo sé
que, en el caso de Edith Stein, ella fue asesinada porque la Iglesia católica hizo algo
por los judíos. Nuestros críticos dicen que debe ser venerada como una mártir
judía, y eso no lo podemos aceptar.
Eszer se tomaba tan en serio la causa de Edith Stein que, cuando James
Baaden, un judío norteamericano que estaba trabajando en Londres en una
biografía de Stein, escribió a la congregación explicando por qué él pensaba que
ella fue asesinada exclusivamente por su origen judío, el dominico cometió la
imprudencia de contestarle personalmente —cosa que los funcionarios del
Vaticano hacen muy raras veces con personas de fuera— y con considerable
extensión. Como relator de la causa, le explicó a Baaden que no le cabía la menor
duda de que Edith Stein abandonó el judaísmo cuando era estudiante y de que no
llego a valorarlo hasta después de su conversión al catolicismo. Y, lo que era más
importante, tampoco había duda alguna de que quiso decir lo que dijo cuando
escribió que ofrecía su vida por la «impiedad» de su pueblo, los judíos. En opinión
de Eszer, eso significaba que ella quería sacrificarse, como lo formulaba él, «por la
conversión de todos los judíos a la Iglesia católica». Para concluir, Eszer le recordó
a Baaden, en términos provocativos, que se estaba entremetiendo en asuntos que
no eran de su incumbencia: «Por supuesto que usted es muy libre de defender sus
opiniones, pero la Sagrada Congregación para la Causa de los Santos se apoya en
unos criterios muy diferentes de los de usted. La Iglesia católica es soberana en
materia de fe y de moral y no necesita interferencias desde el exterior.»\'7b136\'7d
MAXIMILIAN KOLBE:
MÁRTIR DE LA CARIDAD
El Evangelio de Juan declara que «no hay amor mayor que éste, que un
hombre dé la vida por los amigos»\'7b139\'7d. Según la doctrina cristiana,
Jesucristo mismo sacrificó su vida por los pecados de la humanidad entera. Y, en
cambio, conforme a los criterios de la creación de santos, el hecho de dar la vida
por otro no es en sí mismo una prueba de martirio. Para que sea declarado mártir,
como hemos visto, debe demostrarse que el siervo de Dios murió, bajo una rúbrica
u otra, por la fe. En uno de los casos más controvertidos que jamás se trataron en la
congregación, la causa del padre Maximilian Kolbe, un fraile conventual polaco
(de los franciscanos negros) que dio su vida por otro prisionero en Auschwitz, esa
exigencia fue verificada no una, sino dos veces.
Los hechos esenciales del heroico gesto de Kolbe están por encima de toda
discusión. A las seis de la tarde del 30 de julio de 1941, se ordenó a los prisioneros
del pabellón 14 salir de la barraca y cuadrarse ante el Kommandant Fritsch. Uno de
los prisioneros del pabellón se había evadido, y por ello, se elegiría a diez hombres
y se los dejaría morir de hambre. Entre los elegidos se encontraba Francis
Gajownicezek, que rompió a lloran «Mi pobre mujer y mis hijos», repetía entre
sollozos. Cuando estuvieron seleccionados los diez, Kolbe dio un paso adelante y
pidió ocupar el lugar de Gajownicezek.
Ese heroico acto de amor —por un hombre a quien apenas conocía— agregó
esplendor a una reputación de santidad ya de por sí considerable. Kolbe fue el
fundador de los Caballeros de la Inmaculada, un movimiento religioso
internacional que surgió de su intensa, casi fanática, devoción a la Virgen María. A
través de ese movimiento, Kolbe inició una serie de publicaciones piadosas, entre
ellas la revista mensual Los caballeros de la Inmaculada, que en 1939 alcanzó una
tirada de ochocientos mil ejemplares solamente en Polonia. También fundó la
Ciudad de la Inmaculada, que se convertiría en la mayor comunidad masculina de
franciscanos en todo el mundo, y una comunidad parecida, el Jardín de la
Inmaculada, en Nagasaki, Japón. Kolbe, propenso a las visiones, gozaba entre los
frailes de una reputación de presciencia espiritual: mucho antes de ser detenido,
reveló a un grupo de cofrades que se le había garantizado «la seguridad del
Paraíso». No sorprende que, tras su muerte, su intercesión fuera invocada por
muchos polacos, conventuales y miembros de los Caballeros de la Inmaculada.
Cuando la congregación aceptó la causa, Kolbe tenía en su haber dos milagros de
curación.
Por muy justo que fuera, el término «mártir de la caridad» no poseía ningún
significado teológico ni canónico. En rigor, Kolbe no podía ser venerado, por tanto,
como mártir. La distinción, aunque fuera sólo de matiz, irritó a muchos polacos y,
sobre todo, a los cofrades de Kolbe. En 1982, cuando una delegación de obispos
alemanes viajó a Polonia, se les presentó, durante una visita a la celda de muerte
de Kolbe, una petición de canonizarlo como mártir. Los alemanes habían apoyado
oficialmente el proceso original de Kolbe, y dadas las circunstancias, les era difícil
negarse. Así sucedió que los alemanes se sumaron a la jerarquía, polaca en su
solicitud formal de reconsiderar la cuestión del martirio de Kolbe.
Poca duda cabía de que Juan Pablo II aceptaría de buena gana canonizar a
Kolbe como mártir; Auschwitz estaba dentro de su jurisdicción como arzobispo de
Cracovia, y en la primera visita a Polonia que hizo como papa, rezó arrodillado,
como hiciera muchas veces antes, en el suelo de hormigón de la celda de muerte de
Kolbe. Aun así, lo que pedían los obispos polacos y alemanes requería unos
procedimientos de excepción. El papa, como tal, tenía el derecho de eximir a Kolbe
de la exigencia de un milagro de intercesión adicional; especialmente si se tenía en
cuenta que tenía ya dos. Pero la cuestión de si Kolbe podía ser calificado de mártir
era algo que había que discutir exhaustivamente.
De 1982 a 1987 fueron, por tanto, años decisivos para la creación de mártires;
años en los que la congregación comenzó a ocuparse de las primeras causas de
martirio de la era nazi, y al resolverlas, sentó precedentes importantes. En
adelante, los relatores y los postuladores no tendrían ya que demostrar que los
nazis estaban ideológicamente opuestos a la fe católica; se daba por sentado. En
consecuencia, las causas de víctimas de los nazis que habían empezado como
procesos basados en virtudes heroicas podían transformarse, si los promotores así
lo deseaban, en procesos de martirio. Y, con cada nuevo mártir, la Iglesia añadía
nuevas pruebas de que también los católicos, y no sólo los judíos, fueron
perseguidos por los nazis.
Molinari está preparando una causa que él cree que cumple esa condición.
Se trata de un joven policía nacional (carabiniere) italiano que, como Kolbe, dio su
vida para salvar a otros. El incidente ocurrió el 23 de septiembre de 1943, cuando
los soldados alemanes retrocedían desde Roma hacia el norte: Mussolini había sido
capturado, las tropas estadounidenses habían tomado Sicilia, y las autoridades
italianas habían iniciado negociaciones secretas de paz con los aliados. A unas
treinta millas al norte de Roma, un grupo de soldados alemanes en retirada entró
en una torre para pasar la noche. De repente, se produjo una explosión. Hubo un
soldado muerto y varios otros, heridos. Los alemanes, suponiendo que se trataba
de un atentado, tomaron veintidós rehenes del pueblo más cercano y amenazaron
con fusilarlos si no se les entregaba el culpable. Los cautivos estaban ya cavando
sus tumbas cuando el policía, al enterarse de lo sucedido, se dirigió en su
motocicleta a los soldados. Aunque no tenía nada que ver con la explosión —hecho
que se cuidó de no mencionarles a los alemanes—, asumió la responsabilidad del
acto. Sin hacer más preguntas, los alemanes lo fusilaron de inmediato.
Como uno de los pocos teólogos católicos en todo el mundo que han escrito
sobre el significado de los santos, Molinari ve con auténtico entusiasmo la
perspectiva de establecer una nueva categoría de mártires.
—Es como un abanico que se abre: por una cara, tenemos el mártir clásico,
que da su vida por la fe; por la otra, gente que ha vivido una vida cristiana
ejemplar de virtud heroica. Ahora nos estamos preguntando: ¿no hay una tercera
categoría de personas que, suponiendo que hayan llevado una vida justa, en un
momento dado, por heroísmo, se sacrifican por otros? Al fin y al cabo, ¿es que hay
alguna diferencia esencial entre las personas que han vivido una vida ejemplar
hasta la muerte y que son declaradas beatos y santos por sus virtudes, y un caso
como el de ese hombre, en el que ha sido difícil demostrar que haya cumplido los
criterios de heroísmo que se les exigen a los santos, pero que, en un solo acto, llega
al extremo de sacrificar su vida? ¿No es ésta una categoría propia de pleno
derecho, de modo que en el futuro deberíamos considerar estos casos conforme a
unas pautas especiales que les son propias? Si hacemos eso abriremos una puerta.
Sean cuales sean las razones, es patente que los obispos locales desempeñan
un papel decisivo a la hora de determinar quién ha de ser nombrado mártir. Como
ya hemos visto, fue a instancias de los obispos polacos y alemanes que los
hacedores de santos asumieron la tarea de transformar a Edith Stein y a
Maximilian Kolbe de confesores en mártires. Lo cual no es decir que los hacedores
de santos carezcan de independencia al investigar y evaluar las causas; por el
contrario, el caso de Maximilian Kolbe evidenció el alto grado de independencia
que pueden llegar a tener. Pero sí se sugiere que la creación de mártires es, como el
martirio mismo, un acto «político», entre otras cosas. Incluso después de que los
hacedores de santos hayan examinado la causa de un mártir, le incumbe al papa
calcular las consecuencias que pueda tener una declaración de martirio, tras
consultar con los obispos locales y con el Secretariado del Estado Vaticano. Dos
decisiones recientes ilustran lo delicados que pueden llegar a ser esos cálculos
internos de la Iglesia.
MÍSTICOS, VISIONARIOS
Y MILAGREROS
Como Francisco de Asís, padre Pío llevaba en las manos, en los pies y en los
costados las heridas de Cristo crucificado, los estigmas; que, durante los últimos
cincuenta años de su vida, sangraron con frecuencia regular. Desde su primera
adolescencia, habló frecuentemente de visiones con Jesucristo, con la Virgen María
y con su propio ángel de la guarda. Eso era en los tiempos buenos; pues también
pasaba muchas noches, según decía, librando batallas titánicas contra el diablo, y,
tras ellas, amanecía magullado, sangrando y agotado.
Pero había más. Cuando murió, sus cofrades de la orden le atribuían más de
mil curaciones milagrosas, incluida la rara hazaña de sanar el globo del ojo
destrozado de un obrero. Sus profecías fueron menos frecuentes, aunque no menos
impresionantes en sus aciertos. Se dice que una de éstas la pronunció tras escuchar
la confesión de un sacerdote polaco recién ordenado, que llegó desde Roma para
verlo. «Un día serás papa», le vaticinó al joven Karol Wojtyla en 1947.
En resumen, padre Pío ostentaba todos los dones carismáticos y los poderes
taumatúrgicos que, en la tradición popular, distinguen al místico de un santo
común y corriente. Era, y sigue siendo, el hombre santo más popular de Italia
después del mismo san Francisco de Asís. Pero la devoción hacia él no se limita a
Italia o a los italianos. El convento capuchino en San Giovanni Rotondo, ciudad
situada en la cumbre de una colina, donde está enterrado padre Pío, es un imán
poderoso que atrae a los peregrinos y, a la vez, es sede de un culto de difusión
mundial. Más de doscientas mil personas integran la red mundial de los Grupos de
Oración de padre Pío. Libros, folletos y cintas de vídeo —éstas últimas abundan en
primeros planos de sus manos sangrantes, elevando la hostia durante la misa—
circulan por las parroquias de todo el mundo occidental.
Por regia general, las culturas católicas han acogido siempre con mayor
benevolencia que las protestantes lo místico, lo milagroso y lo sobrenatural. De
hecho, el culto de los santos presupone la experiencia personal de lo divino. Y, en
cambio, precisamente porque la Iglesia católica acepta la realidad de lo
sobrenatural (incluido lo diabólico), sus hacedores de santos oficiales se muestran
escépticos ante ciertas afirmaciones de experiencias místicas. En efecto, en ningún
otro aspecto de la santidad la distancia entre las ideas oficiales y las populares es
más pronunciada que en las causas de místicos, visionarios y taumaturgos de la fe;
en ningún otro caso, la devoción popular a los santos se halla más reñida con las
pautas de la creación de santos que en los casos de fenómenos místicos; en ninguna
otra situación, en fin, la insistencia de la Iglesia en realizar un proceso escrupuloso
parece más inadecuada —y, sin embargo, más necesaria, según he llevado a
convencerme— que al juzgar las vidas de los místicos.
LOS MÍSTICOS,
La teología católica romana lo dice con bastante claridad: los místicos son,
efectivamente, distintos de otros santos. Si todos los santos pueden llamarse
«amigos de Dios», los místicos son aquellos individuos excepcionales que alcanzan
un grado de intimidad espiritual que los distingue como extraordinarios «amantes
de Dios»; hombres o mujeres que experimentan, aunque sea solamente en los
instantes del éxtasis espiritual, un goce anticipado del amor divino al que todo
cristiano serio aspira, si no en esta vida, seguramente en la venidera. Los místicos,
escribe un teólogo católico contemporáneo, son vivientes «iconos del amor
agápico»\'7b152\'7d. Para la mayoría de los estudiosos, el místico es el personaje
religioso paradigmático, el que reconoce que la realidad permanece incompleta
hasta que se reúna con su fuente.
Para los místicos, igual que para todos los santos, Jesucristo es el modelo
definitivo. La familiaridad con la que Jesús se dirigía al Padre, llamándolo abba o
«papá», su convicción de que «yo y el Padre uno somos»\'7b153\'7d y su
afirmación de que «y el que me ve, ve al que me envió»\'7b154\'7d atestiguan la
intimidad con Dios que resume en la tradición cristiana el estado místico. Para la
mayoría de los místicos cristianos, sin embargo, el objeto de la unión mística no es
tanto el Padre como el Hijo. El místico proclama, como el apóstol san Pablo: «Ya no
vivo yo, mas vive Cristo en mí.»\'7b155\'7d
¿Adónde te escondiste,
Podría decirse, por tanto, que lo que distingue a los místicos de otros santos
no es el heroísmo de la virtud, sino su experiencia personal de Dios o, más
precisamente, la experiencia de transformación personal que se opera en ellos
mediante la acción amatoria de la gracia de Dios. Leer sus escritos autobiográficos
es seguir al alma en su recorrido de la senda mística (si bien, esa senda no es
siempre exactamente la misma) a través de la luz y las tinieblas, la purgación y la
iluminación, los desiertos espirituales y los goces del éxtasis. Lo que comienza con
la disciplina ascética y la oración contemplativa culmina en la unión o, como
prefieren llamarlo algunos teólogos, la comunión mística con lo divino.
Muchos de los santos cristianos clásicos eran místicos; para citar sólo a los
más famosos: Pablo, el apóstol de los gentiles; el evangelista Juan, cuyos cuarto
Evangelio y el libro del Apocalipsis son los escritos más «místicos» del Nuevo
Testamento; Agustín, obispo de Hipona y el pensador más influyente de la Iglesia
occidental; Francisco de Asís, fundador de los franciscanos y el santo más popular
de la cristiandad occidental; Tomás de Aquino, principal filósofo y teólogo del
catolicismo; Ignacio de Loyola, santo soldado que fundó la Orden de los Jesuitas;
Juan de la Cruz, el más grande poeta de la vida mística; y Catalina de Siena y
Teresa de Ávila, dos mujeres cuyos escritos sobre el sendero místico del alma les
merecieron el título de doctoras de la Iglesia\'7b†††††\'7d.
Pero, así como no todo santo es místico, tampoco todo místico es santo. Los
personajes del siglo XIV como Johann Eckhart, Jan van Ruysbroeck, Richard Rolle,
Heinrich Suso o Julián de Norwich y, en nuestro siglo, Teilhard de Chardin y
Thomas Merton, son sólo unos pocos de los místicos cristianos reconocidos que,
por diversas razones, aún no han sido canonizados por la Iglesia. Además, la
Iglesia católica romana ha llegado a reconocer poco a poco que cada tradición
religiosa —el budismo, el hinduismo, el judaísmo y el islam no menos que el
cristianismo— ha producido sus propios místicos auténticos. Efectivamente, igual
que algunos místicos cristianos manifestaron en sus cuerpos las heridas de Cristo
crucificado, así ciertos místicos musulmanes exhibieron heridas semejantes a las
que el profeta Mahoma recibió en la batalla.
Por lo demás, por mucho que los místicos avalen y confirmen las creencias
aceptadas, a fuerza de su propia experiencia personal, tienden también a
individuar y a ramificar aspectos particulares de la fe; a veces, hasta el punto de
desafiar la ortodoxia predominante. Muy a menudo, la mera reivindicación de una
experiencia directa de Dios ha bastado para colocar a los místicos bajo sospecha de
heterodoxia, y muchos fueron efectivamente acusados de ser clientes del diablo.
Teresa de Ávila fue considerada en cierto momento sospechosa de herejía; Juan de
la Cruz escribió algunos de sus clásicos poemas religiosos mientras languidecía en
una prisión, castigado por sus superiores religiosos; Juana de Arco, cuyas
experiencias místicas revestían la forma de voces celestiales, fue condenada a
muerte como bruja por la jerarquía francesa. ¿Cómo juzgan, pues, los hacedores de
santos oficiales de la Iglesia quién es un místico auténtico y quién un embustero?
No obstante, aquellos siervos de Dios que exhiben, como padre Pío, unos
poderes físicos o psíquicos excepcionales requieren una atención especial.
—Primero, tenemos que abrirnos paso entre los desvaríos piadosos de los
creyentes para llegar a la verdad de los hechos —explicó el padre Samo; en la voz
se le notaba cierta impaciencia—. Luego, si las informaciones sobre poderes
extraordinarios resultan fidedignas, debemos preguntarnos si son de origen
divino, de origen diabólico o simplemente efectos de una personalidad
emocionalmente desequilibrada. Puede que mucha gente considere santo o santa a
la persona en cuestión; la Iglesia, en cambio, ha de estar segura. Hacen falta,
además, una sólida reputación de santidad, pruebas de virtud heroica y milagros
de intercesión; así que la Iglesia adopta una actitud reservada, espera y exige una
documentación rigurosa. La respuesta de los relatores fue más áspera. Consideran
que el problema fundamental es que la piedad popular católica tiende a confundir
el misticismo genuino con experiencias extraordinarias y poderes
«sobrenaturales», confusión esta que, en opinión de los hacedores de santos, ha
dado mala reputación a la santidad.
Sin embargo, desde los principios del cristianismo las historias de hazañas y
experiencias milagrosas han formado parte integrante del culto de los santos.
Jesucristo mismo obraba milagros, y lo propio hicieron sus apóstoles. A los santos
posteriores se los creía no menos dotados, y las historias de sus hazañas milagrosas
se consideraban señales normales del poder y el favor divinos. Tampoco es que
tales historias se limiten a épocas distantes y más «crédulas» de la Iglesia. Las
pruebas de tales fenómenos«extraordinarios se pueden encontrar en las vitae, en
los testimonios y en otros documentos que se guardan en los archivos de la
congregación. El mismo papa Benedicto XIV dedicó, en plena época de la
Ilustración, más de cuatrocientas páginas de su magnum opus, titulado Sobre la
beatificación y la canonización de los siervos de Dios, a la investigación correcta de los
casos de visiones, levitaciones y otros fenómenos místicos atribuidos a los siervos
de Dios. Según algunos cálculos\'7b164\'7d, se han registrado trescientos
veinticinco casos solamente de estigmas (la mayoría, en mujeres) desde la muerte
de san Francisco de Asís, que es considerado generalmente por los historiadores el
primer estigmatizado auténtico. Sesenta y dos de esos trescientos veinticinco han
sido canonizados.
Pero hay otra razón de por qué el catolicismo popular tiende aún hoy a
identificar el misticismo con poderes sobrenaturales. Desde finales de siglo XVIII
hasta el II Concilio Vaticano, la Iglesia fomentó las historias milagrosas como una
manera de defender lo sobrenatural contra el escepticismo de la Ilustración. Fue en
ese periodo, por ejemplo, cuando la Iglesia aceptó nada menos que tres apariciones
milagrosas de la Virgen María (Lourdes, 1858; La Salette, 1846; Fátima, 1917), entre
varias docenas que otros católicos pretendían haber contemplado. Coincidió que el
mismo periodo produjo por lo menos quince místicas, la mayoría iletradas (como
los niños visionarios de las apariciones de Fátima), campesinas enfermizas cuyos
estigmas confundieron a los médicos de la época y que atrajeron vastas multitudes
de seguidores gracias a sus visiones y profecías y, sobre todo, por las heridas,
parecidas a las de Cristo, que mostraban en el cuerpo; que algunas de ellas, como
Louise Lateau (1850-1883) y Theresa Neumann (1898-1962), afirmaran no
alimentarse más que de la eucaristía, formaba también parte de su mística.
Hay que señalar que, de esas mujeres, menos de la mitad fueron propuestas
para la santidad y sólo una ha sido canonizada; y, en este caso, el de santa Gemma
Galgani (1878-1903), la Iglesia mantuvo un prudente silencio acerca de sus
supuestas visiones, en las que pretendía haber conversado con Jesucristo. Además,
en ninguno de esos casos las iluminaciones espirituales de dichas mujeres son
comparables a las de Catalina de Génova, iletrada también ella, y mucho menos a
las de Teresa de Ávila. En resumen, la confusión actual acerca de lo que constituye
el misticismo no puede explicarse únicamente por la existencia de dos culturas en
el interior del catolicismo: una, oficial y con matices teológicos, y la otra, popular y
excesivamente crédula. La historia de los dos últimos siglos demuestra que
también obispos y predicadores aceptaban y alentaban la devoción hacia esos
personajes más bien pintorescos, a algunos de los cuales se los sigue proponiendo
para la santidad.
TERESA MUSCO
Las fotografías estaban tomadas en la casa de Teresa Musco, una mujer que
murió en 1976 a la edad de treinta y tres años. Según los documentos, Teresa había
experimentado visiones de Jesucristo, de la Virgen María y de su ángel de la
guarda desde los cinco años. Desde los nueve, llevaba los estigmas en las manos y
en los pies. Además, había sabido leer varias veces los pensamientos de otros y, en
una ocasión, se le atribuyó una curación milagrosa —la víctima padecía leucemia—
a través de sus oraciones. En Caserta se formó un comité que reunió la
documentación acerca de esos prodigios y la envió a Enrico, con la esperanza de
que estuviera dispuesto a actuar como postulador de la causa. El joven jurista
sonreía mientras ponía las estremecedoras fotografías sobre el escritorio.
Las fotografías muestran a Teresa como una mujer gruesa y de baja estatura,
nariguda y con gafas. Su biógrafo refiere que a los trece años tuvo una visión en la
que se le ordenó consagrarse a una virginidad vitalicia. Según la misma fuente,
posteriormente tuvo que resistir los requerimientos «impúdicos» de un médico que
la atendía en el hospital. Otra fotografía, sin fecha, la muestra ataviada con un
vestido blanco de novia y velo, llevando en la mano un ramillete de flores. Aunque
Teresa no entró nunca en un convento, su forma de vestir se parece mucho a la que
usan las monjas el día de su solemne profesión. El pie de la fotografía dice
simplemente: «Teresa consagra su vida entera a la Iglesia, al Santo Padre y a la
conversión de los pecadores.»\'7b166\'7d
Según el diario, Teresa recibió los estigmas por primera vez el 1 de agosto de
1952, tras un sueño en el cual fue clavada a una cruz; pero parece que no sangraron
con regularidad hasta el Jueves Santo (marzo) de 1969. Durante los años siguientes,
sintió también azotes en la espalda tres días a la semana. Pero el fenómeno que
atrajo la atención del público fue el de las estatuas e imágenes de las que comenzó
a gotear sangre el 25 de febrero de 1975. El obispo de Caserta inspeccionó
personalmente el primero de esos milagros y, más tarde, le dio permiso para
exhibir la imagen sangrante de Jesucristo en un pequeño altar que tenía en su casa.
A veces, sus iconos caseros sangraban durante un cuarto de hora, mientras Teresa
derramaba lágrimas por los sufrimientos de Jesucristo y de la Virgen. Por entonces,
había aceptado la dirección espiritual de dos sacerdotes de Caserta: Giuseppe
Borra, un salesiano, y Franco Amico, un fraile franciscano que encabeza ahora el
comité en favor de su beatificación.
Tras su muerte —Teresa estaba siendo sometida a diálisis y parece ser que
murió con muchos sufrimientos—, el obispo de Caserta presidió los funerales en la
catedral, unas dos mil personas asistieron a las exequias y nada menos que un
prelado del rango del difunto cardenal Joseph Siri, de Génova, respaldó la causa.
En una carta al padre Amico, Siri escribió en 1979: «El caso Musco posee una
documentación que nunca encontré en ninguno de los que había examinado antes.
Los hechos son los hechos, y no se los puede deshacer con burlas o pasándolos por
alto.»\'7b167\'7d
Sean cuales sean los hechos, está claro que Teresa Musco no corresponde al
modelo de santidad que están buscando los hacedores de santos de la Iglesia
posterior al II Concilio Vaticano. Enfermiza y casi masoquista en su deseo de
sufrir, a muchos católicos cultos y modernos Teresa Musco no debe de parecerles
más atractiva que las estatuas que sangraban en su presencia; pero, para unos
cuantos millones de católicos» las personas como ella representan la esencia misma
de lo que se supone que son los místicos: una figura de expiación» cuyos estigmas
y visiones ofrecen una prueba irrefutable de lo sobrenatural en un mundo que» a
su entender» ya no cree en milagros, Y» mientras la Iglesia insista en que las causas
deben basarse en la reputación de santidad del candidato, la congregación tendrá
que atender semejantes casos, por muy desagradables que resulten para los
hacedores oficiales de santos. ¿Cómo lo hacen?
Como en todos los demás ámbitos, la congregación sigue también en éste las
directrices estrictas establecidas hace más de dos siglos por el papa Benedicto XIV.
En su magnum opus sobre la beatificación y la canonización de los siervos de Dios,
Benedicto discute los problemas que plantean los fenómenos místicos, basándose a
un mismo tiempo en su propia experiencia como promotor de la fe y en los
documentos y las discusiones de los seis siglos anteriores a la creación de santos.
Desde el comienzo, Benedicto insiste en una fundamental distinción de dos clases
de gracia sobrenatural: aquellas que hacen a quien las recibe grato a Dios (gratia
gratum faciens) y son necesarias para la salvación del individuo, y las gracias
especiales que se dan libremente a los individuos (gratia gratis data) sobre todo para
beneficio y edificación de la comunidad de los creyentes. Entre estas últimas
figuran las experiencias místicas como visiones, profecías, éxtasis, estigmas,
levitaciones y cosas por el estilo. Dado que esas gracias especiales pueden ser y han
sido otorgadas tanto a los justos como a los malvados, arguye Benedicto, no
pueden constituir ninguna prueba de santidad personal en un proceso canónico.
Por el contrario, Benedicto afirma que «el éxtasis divino se realiza con la
mayor tranquilidad, tanto interior como exterior, de la persona entera. Quien está
en un éxtasis divino habla solamente de cosas celestiales, que inclinan a los
presentes al amor de Dios; al volver en sí, se presenta humilde y como
avergonzado; rebosante de consolaciones celestiales, muestra el rostro alegre y el
ánimo sereno; y en absoluto se deleita con la presencia de otros, temiendo que por
causa de ello obtenga la reputación de santidad»\'7b173\'7d. En una palabra, el
éxtasis divino se caracteriza por un aumento de las virtudes de la humildad y la
caridad.
DE ALEXANDRINA DA COSTA
A los nueve años, Alexandrina se confesó por primera vez tras escuchar el
sermón de un predicador local, el padre Edmundo de las Sagradas Heridas, cuyo
sermón sobre el infierno le impresionó hondamente. Ese mismo año, después de
asistir a la escuela durante sólo dieciocho meses, se la envió a trabajar en una
granja. El empleo le duró tres años; cuando el patrón intentó seducirla,
Alexandrina regresó a la casa paterna. Unos meses más tarde, sufrió un ataque de
fiebre tifoidea y casi murió. Prácticamente inválida, se dedicó a coser en casa.
Durante su adolescencia, su antiguo patrón intentó violarla, sin éxito, dos veces
más. En la segunda ocasión, Alexandrina tuvo que resistirse por la fuerza al
asaltante y escapó saltando por la ventana de un piso superior; aunque cayó de
una altura de sólo cuatro metros, sufrió graves lesiones de la columna vertebral y
acabó enteramente paralítica. Desde el 14 de abril de 1924 ya no volvió a
abandonar la cama.
Dame tus manos, porque quiero clavarlas con las mías. Dame tus pies,
porque quiero clavarlos con los míos. Dame tu cabeza, porque quiero coronarla
con espinas como me hicieron a mí. Dame tu corazón, porque quiero atravesarlo
con una lanza como atravesaron el mío. Conságrame tu cuerpo, ofrécete a mí por
entero (...). Ayúdame a redimir a la humanidad\'7b175\'7d.
Cabe anotar que ésta no es una historia de la Edad Media; sucedió en pleno
siglo XX y en un país notoriamente anticlerical, a pesar de su piedad rural. Pero lo
que me interesaba no era tanto la vida de Alexandrina como el análisis que de ella
hicieran los hacedores de santos. El 10 de abril de 1973, concluyó el proceso
diocesano y pasó a Roma. Entre los documentos se hallaban cerca de tres mil
seiscientas cincuenta páginas de los escritos de Alexandrina: su diario, la
autobiografía, cartas y varios volúmenes de pensamientos, revelaciones, etcétera.
Hasta la fecha, la única positio relativa a su causa es el informe espiritual y
psicológico preliminar, redactado anónimamente por dos asesores.
A pesar de esas reservas, la positio del consultor concluye que «los escritos
de Alexandrina María da Costa se presentan en su conjunto como una prueba de
virtud descomunal y de entrega a menudo heroica a la fidelidad y el amor de
Dios». Lo que impresionó particularmente a los asesores fue la humildad de la
candidata y su obediencia a las órdenes del director espiritual, incluso en medio de
las más agotadoras visiones de la pasión. En resumen, piénsese lo que se piense de
sus visiones y obsesiones, Alexandrina dio prueba de poseer las virtudes de la
humildad y la obediencia en grado heroico.
—¿Qué podría ser ese tubo que salía del cuerpo de Jesucristo —pregunté—
sino una imagen fálica?
—Ya habrá visto que en mi informe doy varias respuestas. Dije que quedan
muchos problemas psicológicos por estudiar. La dificultad es que en Roma no
saben qué hacer con la psicología freudiana. La mayoría de los asesores no han
asimilado todavía su teoría del inconsciente. Tienen miedo de que, si los escritos de
los místicos se envían a los psiquiatras, lo atribuyan todo al sexo. Pues sí, yo digo
que ese peligro existe, pero el otro peligro es la tendencia de los teólogos
espirituales a atribuirlo todo a Dios. El problema es que hay muy poco diálogo
entre la psicología y la religión.
—Lo he hecho. Tuve un caso de una monja italiana acosada por el diablo.
Las otras hermanas no sabían nada de ello. Murió joven y, tras su muerte,
encontraron su diario y pensaron que podría haber sido una santa porque luchaba
con el diablo. Para mí era claramente una personalidad psicopática. No encontré
nada positivo en sus experiencias, y sobre la base de lo que escribí, según me
dijeron, eliminaron la causa.
Hizo una pausa. Daba vueltas alrededor de una larga mesa en el refectorio
de la sede de los claretianos, situada en el suburbio de Oak Park, y hablaba al aire
como si estuviera en un aula.
—¿Y Alexandrina?
—Sólo puedo decirle cómo juzgo yo esas cosas; los otros asesores son
diferentes. Yo siempre distingo entre la verdadera experiencia mística y los efectos
colaterales que produce en la fantasía y en el cuerpo. En la verdadera experiencia
mística, la presencia de la fe, de la esperanza y de la caridad se hace tan intensa
que uno cobra conciencia de ello, se siente uno impulsado a realizar actos de
adoración. El núcleo de esa experiencia no es, por tanto, una visión, sino una
percepción de Dios. Al ojo contemplativo, todo se le aparece como resplandeciente;
no ve los objetos, se siente inundado de luz. Así que las gracias místicas más
elevadas son percepciones intelectuales: de la Trinidad, de la Encarnación, de la
Resurrección. No hay imágenes en las visiones intelectuales, se dan al intelecto en
sí mismo, cuando el espíritu está purificado; y son tan elevadas que la fantasía no
puede seguir. Cuanto más participa la fantasía, tanto más baja es la experiencia.
—Mi regla es que las gracias que se dan al cuerpo y a la fantasía son las
gracias que se dan primero al espíritu. En un místico genuino puede haber
resonancias en la fantasía y en el cuerpo, tales como los estigmas. Si un místico
recibe la gracia especial de la transformación total en Cristo crucificado —como san
Francisco de Asís, por ejemplo—, esa gracia se refleja a través de la fantasía en el
cuerpo.
—Sí. Sabemos que los místicos que tienen estigmas copian los crucifijos que
ellos ven. Si en el crucifijo las heridas están en un sitio equivocado, así aparecerán
en el cuerpo. De modo semejante, si han visto a la Virgen María vestida de rosa y
azul, como la representan las estatuas de Cataluña, en vez del habitual azul y
blanco, así se les aparecerá en las visiones.
—Entonces, entiendo que usted no considera que las visiones y los estigmas
sean pruebas de experiencias sobrenaturales. ¿Es eso lo que quiere decir?
LAS VISIONES DE
El texto seduce tanto por su calidad literaria como por la riqueza de detalles
desconocidos en los autores de los cuatro Evangelios. Por ejemplo, en un pasaje
típico, Catalina revela el efecto espiritual que causó Jesucristo en la mujer del
procurador romano Poncio Pilato:
—Fue la razón principal para reconocerla como mística —me corrigió Eszer
—. Su reputación de santidad se basa en otras cosas. Gracias a ella, en Westfalia se
convirtieron a la Iglesia muchas personas; entre ellas, Louise Hensel, que fundó
luego varios conventos de monjas.
La causa de padre Pío es, a todas luces, la causa mística más importante que
se ha presentado a la congregación en los dos últimos siglos. Hasta donde alcanzan
los conocimientos de los historiadores, fue el primer sacerdote católico que llevó
las heridas de Cristo y, con toda probabilidad, el estigmatista masculino más
famoso desde san Francisco de Asís. Pero, si Francisco llevé los estigmas —
solamente durante los dos últimos años de su vida, padre Pío los soportó por más
de medio siglo. Esas heridas unidas a los numerosos testimonios de sus dones de
profecía, clarividencia espiritual, visiones, bilocaciones y curaciones milagrosas, lo
convirtieron en una celebridad internacional.
Tampoco quisieron decirme los frailes por qué Roma actuó como lo hizo;
pero hay, por supuesto, especulaciones considerables. Algunos miembros de la
congregación suponen que la suspensión del proceso estuvo relacionada con
ciertos escándalos financieros que rodearon a los capuchinos en la década de los
cincuenta y con un conflicto, vinculado a dichos escándalos, en tomo a la Casa de
Amparo de los Sufrientes, un hospital moderno que padre Pío hizo construir en
gran parte con las donaciones que recibía de los devotos. A fin de ayudar a pagar
las deudas que la orden contrajo por invertir dinero con un banquero sin
escrúpulos, la Santa Sede trató de obtener el control financiero del hospital, medida
contra la cual los seguidores de padre Pío llevaron su protesta hasta las Naciones
Unidas. Dado que algunos obispos involucrados en esos asuntos siguen aún vivos
—y, posiblemente, sean culpables de avaricia ellos mismos—, se pensó que Roma
esperaba poder proteger su reputación al postergar la investigación de las
actividades de padre Pío hasta después de la muerte de los obispos.
Sean cuales sean las razones, hacía falta tiempo para distinguir entre padre
Pío taumaturgo y Francesco Forgione, el heroicamente virtuoso siervo de Dios. Y si
realmente es cierto que los estigmas y cosas por el estilo no pueden considerarse
pruebas de santidad, había que esperar también a que su reputación de santidad
madurase conforme a unas pautas más aceptables. Con ese fin, los capuchinos han
publicado varios volúmenes de sus cartas, y en 1972, celebraron un congreso
dedicado a «La espiritualidad de padre Pío».
En todo caso, está claro que el famoso fraile tuvo que sufrir algo más que las
heridas en su cuerpo o los golpes que le asestó el diablo. Hubo, por ejemplo, un
período de su vida en que los funcionarios del Vaticano sospechaban que los
estigmas de padre Pío se los había infligido él mismo. En otros momentos, los
rechazaban como productos de autosugestión psicológica, causados por la
insistente concentración del fraile en la pasión de Cristo; a lo cual, padre Pío solía
responder: «Salgan al campo y miren muy de cerca un toro. Concéntrense en él
todo lo que puedan, y comprueben si le crecen cuernos.»\'7b189\'7d
En fecha tan tardía como 1960, tan sólo ocho años antes de su muerte, el
Santo Oficio sometió a severas restricciones sus contactos con el público, a fin de
poner coto a lo que el prefecto de la congregación, el cardenal Alfredo Ottaviani,
consideraba «actos que tienen el carácter de un culto hacia la persona del
padre»\'7b191\'7d. Ottaviani, defensor conservador de la ortodoxia católica, no
era el único de esa opinión. Ese mismo año, Albino Luciani, obispo de Vittorio
Veneto y, posteriormente, papa Juan Pablo I, descalificó el ministerio de padre Pío
como «una golosina indigerible» que respondía a un «anhelo de cosas
sobrenaturales e insólitas»\'7b192\'7d. Luciani hablaba en nombre de muchos
obispos y sacerdotes al argumentar que los creyentes necesitan la misa, los
sacramentos y el catequismo, «sólido pan que los alimenta; no chocolates, pasteles
y dulces que los abruman y engañan».
¿Cuál es la verdad sobre padre Pío? —Hay muchas cosas acerca de padre
Pío que todavía se mantienen en secreto —se me informó.
Quien dijo esto fue Paolo Rossi, un fraile italiano que desempeña desde 1980
el cargo de postulador general de los capuchinos. A pesar de las reticencias que
muestra casi todo el mundo en Roma, en lo tocante a la causa de padre Pío, Rossi
tuvo la amabilidad de recibirme en la sede de los capuchinos. Aunque la causa
estaba técnicamente todavía en manos del arzobispo de Manfredonia, el barbado
fraile se mostró dispuesto a contarme cuanto podía.
De las cerca de doscientas causas que llevaba, Rossi admitió que la de padre
Pío era probablemente la más difícil; pero —se apresuró a agregar— no sólo por
los fenómenos místicos. En cuanto a los estigmas, Rossi confiaba en que los
asesores de la congregación confirmarían lo que numerosos médicos atestiguaron
ya en vida del padre, a saber, que las heridas no se las había causado él mismo.
—Poca gente sabe —añadió— que, unos meses antes de su muerte, los
estigmas desaparecieron. Para el entierro, los frailes le cubrieron las manos y los
pies, porque, de otro modo, la gente habría preguntado por qué las heridas no eran
ya visibles. Ni siquiera tenía cicatrices en el cuerpo.
—Entonces, ¿usted cree que esos dones le fueron concedidos por Dios?
—Sí, pero recuerde que no es eso lo que está buscando la Iglesia. Primero,
debemos comprobar sus virtudes heroicas y, luego, podremos verificar si sus
dones provenían de una causa superior.
—¿Y ve usted algo en la biografía de padre Pío que pueda sugerir que no
llevó una vida heroicamente virtuosa?
—No se podrá dar la imagen completa de su vida hasta que no esté escrita la
positio —dijo—, y eso tardará años. Hay muchas cosas que la gente no entiende ni
puede entender porque no ha visto la documentación que tenemos nosotros. Pero
una cosa le puedo decir: la gente entendería mejor las virtudes del hombre si
supiera con qué hostilidad era tratado por la Iglesia e, incluso, por su propia
familia de frailes. Estoy intentando encontrar la fuente de esa hostilidad. Debemos
descubrir cuál fue su actitud y su conducta en medio de todo eso.
Confesé mis dudas a Rossi. ¿Cómo era posible separar enteramente las
virtudes de padre Pío de sus extraordinarias pruebas espirituales?
Rossi sonrió.
—Usted debe entender que la congregación es una entidad jurídica y
burocrática que aún continúa beatificando y canonizando conforme a las pautas
establecidas por Benedicto XIV. Yo soy de los que preferirían abandonar ese
enfoque. Un procedimiento mejor sería tomar la vida de Cristo y presentar a padre
Pío en comparación, para ver cómo vivió la vida de un santo y cómo hizo revivir a
Cristo en su propia vida. Eso de las virtudes heroicas suena demasiado griego,
demasiado pagano. Necesitamos guiarnos por una teología orientada en el
Evangelio.
Y LOS MILAGROS
DE LA CIENCIA
Pero no todos los postuladores tienen esa suerte. Algunos siervos de Dios
adquieren una reputación casi instantánea de obrar milagros. Santa Teresa de
Lisieux, por ejemplo, era casi desconocida fuera de su pequeño convento de
carmelitas, cerca de los Alpes franceses, cuando murió en 1897 a la edad de
veinticuatro años. Pero, en cuanto se divulgó (principalmente, a través de su libro
póstumo y muy popular Historia de un alma) la noticia de que había prometido
«dedicar mi tiempo en el Paraíso a hacer el bien en la Tierra»\'7b194\'7d, se
refirieron milagros, atribuidos a su intercesión, desde lugares tan alejados como
Alaska o Perú. Por otro lado, como hemos visto en el caso de la filósofa Edith Stein,
la falta de una tumba o de reliquias puede constituir un serio obstáculo a la
devoción popular que produce los favores divinos. En resumen, obtener milagros
en apoyo de una causa es un asunto incierto, y los postuladores de Roma no tienen
reparo en admitirlo.
No es simplemente que los europeos del siglo XIII fueran más crédulos que
los de ahora; también tenían una noción diferente de la realidad. Así, mientras la
Iglesia sigue exigiendo milagros como confirmación divina de la santidad de un
candidato, el tipo de pruebas requeridas ha cambiado, porque el concepto
moderno del milagro, como intervención divina en el decurso normal de los
acontecimientos, es más estrecho que la noción primitiva de lo milagroso. Huelga
decir que muchos de los supuestos milagros de siglos pasados no se aceptarían
hoy. Aun así, se ha conservado la preferencia por las curaciones; en parte, porque
muchos de los milagros de Jesucristo fueron de esa naturaleza. La principal
diferencia es que, actualmente, la «ciencia divina» de la teología depende más que
nunca de la ciencia humana de la medicina.
LA CONSULTA MÉDICA
—Aquí hay un caso —dice, mientras pasa las páginas— en que el paciente
fue despedido del hospital con una grave enfermedad del abdomen; parecía
seguro que moriría. Y, sin embargo, en su casa se curó de manera completa e
instantánea.
—En general, los errores son de dos clases: o bien yo no tengo todos los
hechos en que basar mi juicio, o bien hay un error en el informe del médico que
atendió al paciente. En tales casos, se le pide al postulador que envíe más
información. Los documentos deben ser muy precisos; de otro modo, no puede
haber discusión.
—¿Usted contacta alguna vez con los médicos originales para aclarar algún
punto impreciso?
—Cuando usted lee esos documentos, ¿se siente alguna vez impresionado
por la talla de la personalidad del venerable invocado para la curación? ¿Le
preocupa el hecho de que de su juicio puede depender la beatificación o la
canonización de esa persona?
—No, jamás. No quiero saber nada acerca del posible santo. Por lo general,
no conozco más que el nombre, que las más de las veces no me dice nada. Estudio
solamente el material técnico, y eso es todo lo que quiero ver, el resto depende de
la Iglesia. —Se levanta del escritorio y echa a caminar por la habitación—. Es un
proceso muy serio en la Iglesia, eso de la creación de santos; mucho más serio que
el proceso que usan los Estados para erigir un monumento a un conquistador que
mató a miles de personas.
Me muestro de acuerdo.
—¿Y no le preocupa que los milagros de hoy puedan ser los conocimientos
médicos corrientes de mañana?
—Lo que pasa es que hoy disponemos de métodos más perfeccionados para
estudiar a los pacientes. Pero usted le da demasiado crédito a la ciencia médica.
Incluso ahora no sabemos siempre por qué alguien se cura, aunque para algunas
enfermedades tenemos más medios de curación. Y, en comparación con el pasado,
tenemos medios mucho mejores para entender lo que está pasando. En lo que a mí
me concierne, en el futuro habrá siempre, como las hay ahora, ciertas curaciones
que la ciencia no sabrá explicar.
—Pero ¿qué sucede con los casos que no están relacionados con la medicina
moderna? Supongamos que tienen un caso en que se aplicó medicina popular o en
el que los informes de los hospitales no corresponden a los criterios clínicos
modernos; ¿pueden pronunciar ustedes un juicio inteligente en esas
circunstancias?
—Nosotros recibimos casos no sólo de todas las partes del mundo, sino
también de siglos pasados. Hace poco hemos estudiado uno del siglo XVII. Es
impresionante. Los médicos no disponían entonces de las avanzadas técnicas de
diagnóstico de que disponemos nosotros; pero tenían talento, y un talento mucho
mayor que los médicos de hoy para describir lo que veían. Además, aquí en la
Universidad de Roma, contamos con un gran departamento, muy importante,
dedicado a la historia de la medicina, que abarca hasta los tiempos romanos más
antiguos. Así que ya ve usted que tenemos muchos recursos para determinar cuál
era el problema.
Los asesores médicos no tenían nada a que atenerse, salvo las declaraciones
de los testigos; entre ellos, el pastor, quien dejó constancia escrita de lo que vio.
Además, había un examen del ojo, realizado por un oftalmólogo cuando la mujer
tenía cincuenta y cuatro años. A partir de tan escasas pruebas, parecía que la niña
había contraído una forma de impétigo; pero los asesores coincidían en que eso
solo no explicaba la perforación de la córnea. Pese a la escasez de datos médicos, el
doctor Camillo Pasquinangeli, especialista en enfermedades de los ojos, se empeñó
en estudiar el caso, y finalmente, encontró una— enfermedad llamada penthius que
correspondía a los síntomas observados y, en su opinión, podía explicar la
perforación de la córnea. Cuando se reunió el 1 de septiembre de 1987 el pleno del
equipo de cinco asesores, presidido por Cortesini, el doctor Pasquinangeli logró
convencer a los otros de la plausibilidad de su diagnóstico.
Durante los primeros seis meses del año 1987, reinaba algo más que la prisa
habitual en el tercer piso del número 10 de la Piazza di Pio XII. Estaba previsto
para septiembre el segundo viaje de Juan Pablo II a Estados Unidos; en vistas de lo
cual, consultó un año antes al cardenal Palazzini si la congregación tenía algún
siervo de Dios norteamericano al que pudiera beatificar o canonizar con motivo del
viaje. Había dos causas ya antiguas que solamente requerían de un milagro
confirmador. El tiempo escaseaba y, en los afanosos trajines que se desataron por
cumplir los deseos del papa, pude observar cómo la congregados trabaja bajo la
presión de un plazo fijado por el sumo pontífice.
—Nos estamos matando para sacar adelante el milagro de Serra —me confió
una mañana de mayo, en una breve visita que le hice para felicitarlo por su ascenso
a monseñor—, Y nos falta! tiempo, porque el milagro sobre el que estamos
trabajando es muy complicado.
—Es que se elige el que más promete —dijo, y me despidió cortésmente para
volver a su trabajo.
Su argumento era: ¿por qué gastar tanto dinero en el proceso, cuando sería
mejor dárselo a los pobres? —recordó Samo—. Les dije que respetaba su principio,
pero que no estaba de acuerdo. Calculaba que, desde el estudio médico del milagro
hasta el día de la canonización, a lo sumo les costaría diez mil dólares; quizá
podrían llegar a ser quince mil, que tampoco es mucho.
Tras haber estudiado varias positiones sobre milagros, sin embargo, me dio la
impresión de que el papel de los teólogos es esencialmente secundario. Hay en la
congregación sesenta y seis asesores teológicos, de los que sólo unos cuantos son
convocados con regularidad a reunirse, en equipos de siete miembros, para revisar
los procesos de milagros y determinar que la curación se produjo únicamente
mediante la intercesión del siervo de Dios. Las pruebas principales las constituyen
las declaraciones de los testigos. ¿Quién invocó al siervo de Dios? ¿Fue mediante
oraciones, uso de reliquias, etcétera? Los elementos clave son el tiempo y la
causalidad. Debe quedar claro que la recuperación del paciente no se produjo sino
después de que se invocara la ayuda del siervo de Dios, e igualmente claro que la
curación se consiguió por medio de la intercesión del siervo de Dios y de nadie
más.
—Uno oye historias —me dijo el padre Valabek, postulador general de los
carmelitas— de monjas apostadas ante las salas de emergencia de los hospitales y
rezando a sus madres fundadoras para conseguir un milagro cada vez que llega
una ambulancia. —Se rió entre dientes—. Es puro cuento, no lo olvide, pero ya ve
usted que podría suceder y hasta es posible que haya sucedido. Dios no es tonto,
desde luego; pero, de todas formas, al insistir nosotros en que los milagros pueden
atribuirse claramente a tal persona y no a tal otra, no hay nada que prevenga esa
clase de prácticas supersticiosas.
Los médicos de Lourdes afirmaron con bastante franqueza que los avances
de la medicina científica hacían cada vez más difícil la comprobación de los
milagros.
Más notables aún fueron las palabras que Juan Pablo II dirigió a los
participantes:
Dicho esto, el papa continuó, insinuando que tal vez estén cambiando las
manifestaciones de lo milagroso.
Sin embargo, uno puede preguntarse si esas señales deben ser milagros en el
sentido teológico estricto o si deberíamos buscarlas en un nivel distinto. Por ahora,
cerca del noventa y nueve por ciento de las señales que se piden son milagros de
índole médica. Respecto a ese tema, han surgido una serie de interrogantes.
Esos interrogantes, tal como los resumió Gumpel, eran cuestiones por las
que él y su cofrade jesuita Molinari han estado presionando durante más de una
década dentro de la congregación.
El milagro ¿debe ser de naturaleza física? Sobre ese punto, los hacedores de
santos se encuentran divididos. Molinari opina que, en la búsqueda de señales
divinas en apoyo de beatificaciones y canonizaciones, la Iglesia debería aceptar
también los «milagros morales», es decir, las gracias extraordinarias que producen
una transformación moral o espiritual.
Al igual que Pablo VI, el papa polaco ha declarado que desea beatificar a
Talbot como santo de la clase obrera y, lo que no es menos importante, como un
ejemplo de cómo la oración y la mortificación de la carne pueden vencer la
dependencia del alcohol. Talbot es un personaje popular en Irlanda y en Polonia,
donde el alcoholismo es un problema social importante. En Estados Unidos existen
varios clubes de Matt Talbot y centros de rehabilitación de alcohólicos. El
postulador romano de Talbot, Dermot Martin, me dijo que tiene más de mil
testimonios; según los cuales, la intercesión de Talbot logró ayudar a maridos
alcohólicos a renunciar a la bebida, salvando así familias y matrimonios.
—Si hay una recaída no hay curación. Es sabido que un alcohólico puede
emborracharse con un solo vaso de cerveza o con una copa de coñac. Pero, si un
hombre se curase de tal manera que pudiera tomar un vaso de vino o de cerveza
sin emborracharse, eso sí que sería un milagro.
—Por varios motivos. Primero, en los milagros morales no hay más que un
testigo, el individuo que afirma que ha experimentado un cambio. ¿Y si miente?
No conozco ningún sistema legal en el mundo que acepte como prueba conclusiva
la declaración de un solo testigo. Segundo, estoy en contra de los milagros morales
porque los que realizó Jesucristo no son solamente morales, sino milagros físicos.
No encontrará ni un solo milagro, en todo el Nuevo Testamento, que pueda
llamarse un milagro moral. El verdadero milagro es que una persona recupere la
salud, o cualquier otra señal física.
EL DEBATE INTERNO
Pero Molinari y Gumpel quieren ir más lejos: no ven ningún motivo de por
qué la Iglesia ha de continuar exigiendo milagros médicos o tan siquiera físicos
para beatificar o canonizar a un siervo de Dios. Ellos creen que sería suficiente que
el candidato goce de una sólida reputación de santidad, debidamente investigada
por la congregación, verificada por pruebas de martirio o de virtudes heroicas y
ratificada por una solemne declaración papal.
Dado que Molinari es uno de los más influyentes entre los hacedores de
santos, su ensayo, publicado por primera vez en 1978, causó profunda impresión;
en especial, entre su cofrades jesuitas. La publicación del artículo coadyuvó a un
malentendida ampliamente difundido, según el cual por lo menos «los jesuitas» no
consideran ya necesaria la prueba de milagros para concluir un proceso;
malentendido que, en cierta ocasión, estuvo a punto de impedir la beatificación de
uno de los héroes jesuitas más populares de los tiempos de la guerra.
Rupert Mayer (1897-1945) podría haber muerto como mártir si los nazis se lo
hubieran permitido. En su juventud se hizo jesuita, en un período en que la orden
había sido puesta fuera de la ley por el Estado anticlerical prusiano. Participó como
capellán en la I Guerra Mundial, perdió la pierna izquierda y fue el primer
sacerdote católico romano condecorado con la Cruz de Hierro. En los años veinte y
treinta, trabajó en Munich como párroco del centro urbano, predicando,
bautizando y ocupándose del Movimiento de Vida Cristiana, enormemente
popular en la ciudad. Extendió su labor también a las cervecerías, encontró una
vez a Adolf Hitler y, de ahí en adelante, denunció el movimiento nazi como
anticristiano, en parte, según decía, por su carácter antisemita; fue detenido dos
veces por sus sermones subversivos y, finalmente, lo internaron en el campo de
concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín. Sin embargo, cuando empezó a
declinar su salud, los nazis lo confinaron en un convento benedictino de Baviera y
le ordenaron guardar silencio: preferían un adversario silencioso a un mártir
molesto. Mayer vivió aún lo bastante para encabezar la primera procesión de
Corpus Christi de la posguerra por las calles de Munich. «Así, un jesuita abatido y
exhausto, un viejo jesuita de una sola pierna, ha sobrevivido al milenio nazi»,
comentó\'7b215\'7d.
Había, sin embargo, unas veinte mil plegarias atendidas; ¿no podían
considerarse éstas, se pensó, prueba suficiente de la intervención divina? En otras
palabras, ¿no podía el papa dispensar a Mayer de la exigencia de un milagro
demostrado, como ocurrió con Kateri Tekakwitha? Eszer, entre otros, se opuso
resueltamente a toda dispensación. «La gente diría que los alemanes compraron la
beatificación con su dinero», argumentó.
Para Eszer, el incidente no es más que otra confirmación de que los milagros
médicos no sólo son posibles, sino necesarios para la creación de santos. Eszer
rechaza el argumento de que los asesores teológicos han llegado a depender
excesivamente de Consulta Médica. «El problema es que muchos católicos no creen
ya en la posibilidad de obtener favores de los santos o de los siervos de Dios; los
milagros se han convertido en un estorbo para los católicos de muchos países,
como Alemania o Francia y, también, Estados Unidos, de donde viene usted. Pero
yo creo que el verdadero problema está en que muchos teólogos no creen ya en los
milagros de Jesucristo. Siempre andan escribiendo esas sandeces.»
Eszer, a continuación, cita el dicho de que «Dios hace milagros para ayudar
a los hombres, no para ofrecer pruebas en las causas de beatificación y de
canonización», y añade: «Es un comentario ingenioso. Pero Dios Todopoderoso
puede muy bien conciliar el fin primario de un milagro con el secundario,
considerando el hecho de que Él es también infinitamente sabio. La Divina
Providencia no se limita en su acción a un solo fin.»\'7b218\'7d
En relación con los testimonios de la ciencia, dice que quienes afirman que, a
la luz de la ciencia moderna, los milagros son imposibles, sólo se hacen eco de las
opiniones desfasadas de Newton y de Karl Marx. La física moderna ha demostrado
que las leyes de la naturaleza no son deterministas, sino que funcionan conforme a
las leyes de la probabilidad matemática. En la nueva física, desde Max Planck en
adelante, la indeterminación del universo deja un amplísimo margen tanto a la
libertad humana como a la intervención divina.
Plantear ese interrogante equivale a darse cuenta de que el debate sobre los
milagros, en último análisis, no tiene nada que ver con la ciencia ni con la
naturaleza de las señales divinas. El problema es más fundamental: los santos ¿son
principalmente intercesores ante Dios, en cuyo caso la capacidad de obrar milagros
sería parte de su función; o son esencialmente ejemplos de virtud cristiana, y se
podría así prescindir fácilmente de la exigencia de milagros?
LA ESTRUCTURA DE
LA SANTIDAD:
LAS PRUEBAS DE
VIRTUD HEROICA
La positio me interesaba por varias razones. Por una parte, aun siendo
norteamericano y católico romano razonablemente consciente, jamás oí mencionar
a Katharine Drexel. Por otra parte, treinta y tres años son un lapso bastante breve
para que una causa llegue a la fase del juicio de virtudes heroicas, sobre todo
cuando la candidata es una entre muchas fundadoras de órdenes religiosas. ¿Qué
tenía esa causa, que impulsaba a los funcionarios de la congregación a otorgarle
preferencia? Mucho más me intrigaba, de todos modos, la oportunidad de estudiar
una positio que era una de las primeras —y más largas— preparadas conforme a las
nuevas normas establecidas por la reforma de 1983. Como tal, supuse que sería un
prisma útil, a través del cual observar el impacto de esas reformas sobre los
métodos por los que la Iglesia verifica la santidad exigida a los candidatos.
Si tenemos en cuenta que sólo Dios sabe qué gracias ha recibido una persona
y cómo ha respondido a las mismas, la virtud heroica ha de inferirse a partir de
pruebas externas. En todas las causas «recientes» —es decir, aquellas de las que
quedan aún testigos vivos que conocieron al candidato—, la prueba de santidad se
basa en las declaraciones de los testigos, unidas a cartas, diarios, libros, sermones y
cualquier otro documento escrito que de fe de la vida espiritual del candidato.
Estos materiales constituyen la positio, que generalmente suele dividirse en tres
volúmenes: una vita o biografía documentada del candidato; las declaraciones de
los testigos y otros documentos relativos a las virtudes del candidato, a su
reputación de santidad y al beneficio pastoral que la Iglesia puede esperar de la
canonización del siervo de Dios; y una informatio o resumen de los argumentos y
pruebas de existencia de las virtudes exigidas.
A ese respecto, la reforma fue una respuesta práctica a una nueva teología
de los santos que se desarrolló en la época del II Concilio Vaticano y que pone el
énfasis en la irreductible originalidad de cada santo. La aserción de que cada santo
es efectivamente único parece ser un punto en el que están de acuerdo los teólogos
conservadores y los liberales. Así, para el difunto estudioso suizo Hans Urs von
Balthasar, conocido como el teólogo favorito del papa Juan Pablo II, «nadie es tan
él mismo como el santo, que se somete al plan de Dios, al que está dispuesto a
entregarse con todo su ser, en cuerpo, espíritu y alma»\'7b222\'7d. Por lo demás,
Von Balthasar insiste en que aquellos «santos representativos», elegidos por la
Iglesia para la beatificación y la canonización, son «irrefutables y están por encima
de toda duda, tan indivisibles como los números primos»\'7b223\'7d. Su
homólogo liberal, el difunto jesuita alemán Karl Rahner, se pronunció en un
sentido muy parecido:
En eso reside la tarea especial que los santos canonizados deben cumplir
para la Iglesia. Ellos son los iniciadores y los modelos creativos de la santidad que
constituye la tarea adecuada a su época particular. Crean un nuevo estilo; prueban
que una cierta forma de vida y de actividad existe realmente como una posibilidad
genuina; demuestran de manera experimental que se puede ser cristiano incluso de
«este» modo; hacen que tal tipo de persona sea creíble como un tipo
cristiano\'7b224\'7d.
EL ESQUEMA Y LO PARTICULAR
Sean cuales sean las razones iniciales, las consecuencias de los decretos de
Urbano fueron varias y de gran alcance. Primero, como era de esperar, el santo
taumaturgo fue gradualmente perdiendo terreno frente al santo, que se destacaba
por su ejemplaridad moral. Ese proceso agravaba a su vez la separación entre el
santo como objeto de devoción popular y el santo como superviviente con éxito del
proceso de canonización. Lo que alimentaba la reputación de santidad entre el
pueblo (en muchos casos, hasta el día de hoy) eran los relatos, por lo general
exagerados y a menudo apócrifos, de las extraordinarias hazañas y los poderes
carismáticos del siervo de Dios; lo que contaba oficialmente para la canonización
eran las pruebas, verificadas mediante procedimientos jurídicos (generalmente,
declaraciones de testigos oculares), de las ejemplares virtudes heroicas del
candidato.
Una noche, durante la cena, le pedí al padre Molinari que me explicase cómo
entendía él la relación entre la biografía del candidato y la prueba de virtud
heroica. Como teólogo y uno de los más prominentes partidarios de la reforma,
defendía desde hacía largo tiempo la idea de que cada santo presenta en su
santidad un perfil único.
VIDA Y VIRTUDES DE
KATHARINE DREXEL
Ninguno de los testigos conocía a Katharine Drexel antes de que ésta hiciera
los votos religiosos y muchos de ellos la conocieron sólo por su reputación o a
través del trabajo de la orden religiosa que fundó. No es sorprendente que quienes
mejor la conocían fuesen las hermanas de su orden; pero lo que aportaban en
términos de conocimiento íntimo quedaba relativizado, hasta cierto punto, por el
presumible sesgo personal de sus declaraciones. Un asesor teológico de la
congregación, quien me pidió que no publicara su nombre, lo explicó de la
siguiente manera: «Creo qué el problema [de las monjas como testigos para la
canonización de su fundadora] es que a esas mujeres se las ha educado desde el
noviciado para reverenciar a la madre fundadora como a una santa.
Psicológicamente, por tanto, les resulta muy difícil decir algo crítico.»
Hay, de todos modos, cierta confusión entre los testigos acerca del
significado del adjetivo «heroico». Las más de las veces el juez permitió que los
testigos midieran el heroísmo con sus propios criterios. Así, Harold Perry, obispo
auxiliar de Nueva Orleans, el primer negro que accedió a tal cargo en la jerarquía
estadounidense, observa: «Pienso que significa hacerlo [ejercer una virtud] en un
grado que va más allá de las capacidades humanas normales, es decir, elevado a
un mayor grado de amor y fe. Creo que ella poseía esa cualidad gracias a largos
años de perseverancia; su vida impecable y su valentía, apoyadas por la oración,
especialmente su devoción hacia la eucaristía, fueron ciertamente heroicas durante
tan largo período. Y todo eso lo hacía con facilidad, espontáneamente y con
alegría.»
Los testimonios indican que abrazó la pobreza personal como sólo es capaz
de hacerlo quien está acostumbrado a la autosuficiencia. Se zurcía ella misma las
medias y, en ocasiones, se remendaba los zapatos; era notorio que hallaba el
tiempo de coser un trapo de limpiar gastado y, según una testigo, se negaba con
vehemencia a cambiar su hábito lleno de remiendos, de modo que las hermanas
tenían que comprarle subrepticiamente otros nuevos en su ausencia.
Cuando viajaba, insistía siempre en llevar las maletas y los bolsos de mayor
peso, por muy joven o robusta que fuese la hermana que la acompañaba; v jamás,
salvo tras recibir órdenes estrictas al respecto, consintió en viajar sino de la forma
más barata, y aseguraba que le gustaban más los coches de día, abarrotados de
gente hasta el límite de su capacidad.
Creo que es verdad que la Iglesia necesita un testigo ante la historia. Los
protestantes tuvieron su Martin Luther King, pero he aquí una mujer católica que,
en una época en que eso no era popular, y en una época en que a los negros en
general se los despreciaba, tuvo verdaderamente un gran éxito dando testimonio
del amor de Dios y de la Iglesia hacia los más abandonados del pueblo de Dios;
testimonio de que hubo, dentro de la Iglesia, una labor atenta, bien acogida y con
éxito entre los negros, y estoy seguro de que también entre los indios, y de que la
madre Katharine fue testigo de ello.
Una de las diferencias más obvias entre el doctor King y la madre Drexel
está en sus actitudes respectivas hacia las leyes que restringían los derechos civiles
de los negros. Hay que admitir que ambos sufrieron esas leyes, aunque de manera
muy diferente y desigual. Dado que las leyes y las costumbres de Estados Unidos,
y particularmente en los Estados del Sur, prohibían la mezcla de razas, Katharine
Drexel se vio obligada a excluir de su congregación religiosa a los negros y a los
mulatos. De no haber actuado así, tendría que haber introducido la segregación en
sus propios conventos, pues la ley no permitía que negros y blancos adultos
compartieran las mismas viviendas. Existían ya además dos órdenes religiosas de
mujeres negras, las Hermanas Oblatas de la Providencia y las Hermanas de la
Sagrada Familia, según el testimonio de la superiora general de las oblatas, sor
Marie Enfanta Gonzales, la madre Drexel no quería apartar a las candidatas negras
de la congregaciones exclusivamente negras. Ninguno de los testimonios revela,
sin embargo, las opiniones personales de Katharine acerca de las leyes
segregacionistas del país. Tampoco hay ninguna indicación de que jamás haya
expresado su oposición a dichas leyes o alentado a sus estudiantes negros a hacer
lo propio. Por el contrario, el único testigo que toca el tema indica que en ese
punto, como en otros, lo que más le importaba a ella era la obediencia. A la
pregunta de si era «justa con la gente en general», Mary David Young, antigua
superiora general de la orden, responde:
Hasta donde yo sé, sí lo era. Siempre nos decía que tratáramos, hasta donde
pudiéramos, de que la gente con la que trabajábamos viera respetados sus
derechos. Principalmente se trataba de la iglesia y los derechos religiosos; decía
que debíamos intentar hacer algo al respecto porque, en la mayoría de los sitios en
donde trabajábamos, se tenía en muy poca consideración a los negros, incluso en la
iglesia. Sé que una de las cosas que a la| mayoría de nosotras nos molestaban
mucho en el trabajo, particularmente en el Sur, era esa separación tan visible [de
las razas]. Lo que hacía ella creo que era tratar de decirnos que no debíamos incitar
a otros a desobedecer la ley, porque la ley es la ley; pero que debíamos actuar en
ese punto con tanta circunspección como nos fuera posible. Por ejemplo, en
cualquier sitio adonde llegábamos, incluso en las iglesias, los negros tenían que
sentarse atrás; y no se les permitía recibir la comunión hasta que no la hubieran
recibido todos los blancos. Ella solía decirnos que eso no era justo, pero que, si ésa
era la ley, debían conformarse hasta donde pudieran; pero que debíamos tratar de
ver qué podíamos hacer para cambiar ese estado de cosas.
Aun así, de la positio resulta evidente que todas las personas relacionadas
con la causa esperan que la beatificación (y posible canonización) de Katharine
Drexel sirva a un fin pastoral específico; a saber, el de demostrar, con el ejemplo de
esta mujer, que la Iglesia católica de Estados Unidos ha trabajado heroicamente por
la verdadera liberación de los indios y de los negros (es decir, la liberación del
pecado mediante la conversión). En su introducción a la informatio de Martino,
Gumpel, en su calidad de relator, ofrece dos razones —una histórica, teológica la
otra— para decían para santa a Katharine Drexel:
La verdad acerca de una situación ha de determinarse mediante una
presentación justa de los hechos objetivos, La verdad y los hechos que le subyacen
puede que en realidad existan; pero, para que sean efectivos, es preciso que
primero sean conocidos y reconocidos.
En una época en la que tantos otros realizan buenas obras por una variedad
de razones, importa más que nunca subrayar la base específicamente cristiana del
amor al otro, a saber, que Dios nos amó primero. A través de la personalidad de
Katharine Drexel, nuestros contemporáneos, y especialmente los jóvenes, pueden
ver la importancia de la presencia de Dios entre nosotros en el Santísimo
Sacramento, como punto de partida y soporte de toda actividad apostólica.
—¿No pueden cuestionar el material? ¿No pueden vetar una positio que no
presenta la dinámica que ustedes buscan?
Mi interlocutor sonrió.
LA ARMONÍA DE LA SANTIDAD:
LA INTERPRETACIÓN DE
Cada año, la Congregación para la Causa de los Santos trata una serie de
causas «antiguas», es decir, de aquellos siervos de Dios que murieron hace tanto
tiempo que no quedan ya testigos que puedan atestiguar sus virtudes heroicas.
Algunas de esas causas son tan antiguas —Isabel la Católica, reina de España,
muerta en 1504, es un ejemplo— que resulta difícil imaginar a qué «finalidad
pastoral» pueda servir declararlos santos; otras, como la de fray Junípero Serra
(1713-1784), el fraile franciscano que fundó una red de misiones en California, han
conservado tal devoción popular e interés histórico que la beatificación parece casi
innecesaria.
Pero las causas antiguas ofrecen también a los hacedores del santos una
oportunidad importante de identificar con mayor claridad los factores específicos
que permiten reivindicar la santidad del candidato. Precisamente porque no hay
testigos que atestigüen las virtudes heroicas del candidato, el alegato en favor de
su santidad debe construirse exclusivamente a partir de la historia documentada
de su vida. Así pues, el autor de la positio debe remitirse exclusivamente al
candidato mismo, tanto para proveer las pruebas de su virtud heroica como para
determinar el modo en que esas virtudes se manifestaron en las circunstancias
históricas concretas. En resumen, las causas históricas, por su naturaleza misma,
impelen a la postulación a revelar la respuesta singular del candidato a la gracia,
ofreciendo una interpretación tan genuinamente teológica como histórica de la
vida del sujeto.
—Pienso que verá que Cornelia tiene algo que decir a cualquier mujer que
haya sufrido una ruptura de las relaciones personales, con divorcio, enajenación de
los hijos, etcétera. En ese sentido, es realmente una mujer muy contemporánea; una
santa para nuestro tiempo.
CORNELIA CONNELLY
Pero, ese mismo año, una ola de histeria anticatólica atravesó Estados
Unidos, como reacción ante la masiva inmigración católica europea. Las
desaforadas acusaciones esgrimidas contra los católicos impulsaron a Pierce a
emprender un estudio pormenorizado de las creencias y las prácticas católicas
romanas. Cornelia le asistió en sus estudios, y hacia finales de año, la duda acerca
de sus propias creencias era tal que renunció a la parroquia y viajó a Saint Louis
para consultar con el obispo Joseph Rosati sobre la conversión. Con esa decisión,
Pierce sacrificaba una carrera prometedora y, con ésta, un futuro económicamente
seguro para su familia. Pero su esposa lo respaldaba plenamente: «Confío
plenamente en la piedad, la integridad y los conocimientos de mi querido esposo.
Estoy dispuesta a someterme a lo que él crea que es el camino del deber», escribió a
su hermanastra\'7b234\'7d.
A los ojos de la Iglesia y a los suyos propios, los Connelly eran todavía
casados, pero Cornelia había cedido su marido a la Iglesia. Su actitud quedó
expresada con nitidez en una carta que escribió a John, el hermano de Pierce: «Él
[Pierce] está bien y anda profundamente ocupado con los deberes del ministerio,
enseñando, predicando, recibiendo confesiones, etc. etc. Así que ya ves que no es
por nada por lo que lo sacrifiqué a Dios. Puedes estar seguro de que esa idea me
consuela mucho; deberíamos buscar una parte mayor del amor divino, en
proporción a cuanto estamos dispuestos a sacrificar de nuestra felicidad natural
(...) y buscar más en la eternidad.»
En enero de 1848, Pierce retiró a los hijos de sus respectivas escuelas sin
avisar previamente a Cornelia, colocó a Frank, de seis años, en una casa secreta y
se llevó al continente a Mercer y a Adeline, esperando que Cornelia lo siguiera.
Ella, por el contrario, siguió el consejo de su padre espiritual, el jesuita italiano
Samuele Asperti, e hizo voto de no dejarse apartar, por comunicarse con su marido
y sus hijos, de lo que consideraba como derechos de Dios sobre ella. En otras
palabras, quería seguir fiel al estado de separación y de celibato en que la Iglesia la
había colocado, fiel a sus recientes votos religiosos y fiel a las obligaciones que
pesaban sobre ella como superiora de una nueva comunidad de la Iglesia. El paso
siguiente lo dio Pierce. Fue a Roma y, haciéndose pasar por el fundador de la
Compañía del Santo Niño Jesús, presentó a la Congregación para la Propagación
de la Fe (que, en aquel entonces, ejercía jurisdicción sobre los institutos religiosos
de Gran Bretaña) su propia versión de las constituciones o reglas de vida de la
sociedad. Esperaba que, si las constituciones eran aprobadas con él como
fundador, tendría el poder de pasar por encima de la autoridad de Wiseman y
recobrar así el control de su esposa. Cuando Cornelia y Asperti supieron del
complot, escribieron a la congregación y desbarataron, de momento, los planes de
Pierce. Desde entonces, sin embargo, los funcionarios de la congregación
supusieron que Pierce era cofundador de la compañía y aceptaron su versión de
las reglas del instituto: error que habría de causar considerable confusión en el
futuro. A su regreso, Pierce fue a ver a Cornelia, y le llevó un regalo del nuevo
papa, Pío IX; pero ella se negó a recibirlo, a menos que le devolviera a Adeline.
Pierce pasó seis horas discutiendo con Asperti, mientras Cornelia permanecía
arrodillada en un reclinatorio en el piso de arriba.
Cornelia los echó de la casa; aparte del inconveniente de que esos dos, por
entonces ya católicos de mala fama, ocuparan la misma finca, estaba la cuestión
candente de quién tenían legalmente el derecho de disponer del terreno y para
qué. El desafío que Cornelia le planteó a Wiseman fue el principio de un proceso
de enajenación entre el obispo y la madre superiora. El conflicto personal entre
ambos se convirtió en amenaza para la supervivencia de la comunidad fundada
por Cornelia.
En junio del año siguiente, el Consejo del Rey atendió finalmente el caso
«Connelly contra Connelly», y si bien no pronunció ningún veredicto definitivo,
suspendió la previa sentencia en favor de Pierce, y ordenó al tribunal admitir el
alegato en contra presentado por Cornelia. Los jueces expresaron la opinión de que
Pierce aún podía ganar el proceso; no obstante, lo condenaron a pagar los gastos de
ambas partes acumulados hasta la fecha, como condición previa de un segundo
juicio ante el tribunal inferior. Para ahorrarle a la Iglesia un escándalo aún mayor,
Cornelia le pagó los gastos del juicio a Pierce, que no estaba en condiciones de
sufragarlos él mismo, pero era ella, efectivamente, quien había ganado y no podía
ser obligada a volver al lado de su marido.
Todo ese material ocupa menos de la mitad de los tres volúmenes que
contienen la historia documentada de la vida de Cornelia Connelly. El resto, que
trata el último cuarto de siglo de su vida, es demasiado extenso para resumirlo en
detalle. Sin embargo, un breve vistazo a los triunfos y fracasos de Cornelia como
fundadora y educadora es esencial para poder apreciar el pleno alcance de su vida
y las dificultades que sus continuos conflictos con las autoridades eclesiásticas
significaron para su causa.
No obstante las muchas dificultades a las que tuvo que enfrentarse, Cornelia
no sólo extendió su orden religiosa, sino que desarrolló también un sistema
educativo que desafiaba muchos de los dogmas de la enseñanza victoriana. Fundó
un colegio para maestras de escuela, una de las dos únicas instituciones de ese
género que existían entonces en Inglaterra para hombres o mujeres. A pesar de las
presiones de lord Shrewsbury y de algunos miembros de la jerarquía inglesa, que
deseaban que centrara sus esfuerzos en el mejoramiento de las escuelas destinadas
a los católicos pertenecientes a las clases altas de la sociedad, ella se empeñó en
mantener tanto las escuelas diurnas para quienes podían pagar la enseñanza como
las escuelas gratuitas para quienes no tenían esa posibilidad. Para sus alumnas más
dotadas, introdujo a autores latinos y griegos traducidos al inglés, asignaturas que
en Gran Bretaña estaban reservadas a los varones. En plena revolución darwinista,
insistió en que a sus alumnos se les enseñara geología, y, lo que no es menos
importante, alentó a los maestros a permitir que sus alumnos se expresaran a
través del arte, la música y el teatro. Pero su mayor desafío al sistema británico fue
su actitud respecto a la disciplina. En su opinión, la escuela debía ser un hogar y
sus monjas, madres que respetaran y amaran a sus alumnos y que confiaran en
ellos. Para desconcierto de algunos obispos ingleses, animaba incluso a las
hermanas a que enseñaran a los alumnos a bailar el vals y la polca y a jugar al
whist.
Su visión de la propia orden también era liberadora. Como conversa —y
como norteamericana—, la rigidez y la vigilancia constante de las reglas de
convento habituales le eran espiritualmente ajenas. Insistía en que la compañía
debía alentar la confianza recíproca y respetar la diversidad de talentos.
Estimulaba a las hermanas a asumir nuevos retos, sobre todo en las artes. Y,
aunque podía ser severa, nunca perdió el sentido del juego. Así, por ejemplo, a la
hora de distribuir las disciplinas —pequeños látigos para la flagelación—, las
envolvía en papel y las entregaba como regalos navideños.
Quedaba por hacer, sin embargo, una positio que, además de documentar los
vaivenes de la vida de Cornelia, presentara unos argumentos convincentes en
prueba de su virtud heroica, que era lo más importante. El trabajo lo comenzó en
1973 la hermana de la orden Ursula Blake, bajo la dirección de monseñor Veraja, en
su calidad de jefe de la sección histórica de la Congregación para la Causa de los
Santos; y, dadas las prolongadas relaciones de Cornelia con los jesuitas, se designó
como postulador a Molinari.
Tal como era de esperar, Pierce Connelly no sale muy bien parado en la
positio destinada a demostrar las virtudes heroicas de su mujer. En efecto, que
Cornelia necesitara las virtudes de una santa, para poder así soportar los celos de
su marido y las sospechas rayanas en la paranoia que éste albergaba hacia el
obispo Wiseman y el padre Asperti, es uno de los argumentos que se aducen en
prueba de su santidad. Aun así, se trata a Pierce más como a un fracasado que
como a un villano, como hombre de un talento y una cultura excepcionales que
emocionalmente nunca se hizo adulto. Incluida en la documentación está una
interpretación psicológica de Pierce realizada por el jesuita francés George
Cruchon, quien sugiere que Pierce fue un hombre «de carácter atractivo y
brillante», cuya «ambición desatinada» se vio satisfecha mientras disfrutó de la
admiración de su mujer. Pero, en el breve espacio de los tres años en que fue
sacerdote católico romano, jamás alcanzó la importancia que ansiaba tener; y
Cruchon conjetura que sufrió un arrebato de celos al ver que su mujer se
encaminaba, como fundadora y educadora, a una carrera eclesiástica de mucho
más relieve de lo que él podía esperar para sí como sacerdote.
Resulta más que claro, para cualquiera que posea la plena información sobre
esos asuntos, que toda crítica en ese terreno no es, en última instancia, una crítica
de la sierva de Dios, sino una crítica que se dirige directa, formal y explícitamente
contra la Santa Sede y el Sumo Pontífice de aquel tiempo. Las decisiones aceptadas
por la sierva de Dios fueron aceptadas con la fuerza de su fe en Dios y en sus
representantes en la tierra. La manera de su aceptación sólo puede juzgarse
ejemplar. Naturalmente, las decisiones de esa clase no son infalibles. Deben ser
vistas y juzgadas a la luz de su época y, lo que es más importante todavía, a la luz
de la humilde actitud de fe, reverencia y obediencia con que fueron aceptadas por
aquellos a quienes les eran comunicadas.
De cuanto hemos visto hasta aquí, poca duda podía caber en cuanto a la
singularidad de Cornelia Connelly como candidata a la canonización. Los sucesos
de su vida la distinguen claramente de otros siervos de Dios. El problema de la
hermana Elizabeth Strub, como autora de la informado, era dilucidar la armonía de
la santidad en lo que parecía ser una vida sumamente disonante.
LA MELODÍA DE LA GRACIA
Cuando hablé por primera vez con la hermana Elizabeth, ella andaba aún a
la brega con la informatio. De todas formas, había establecido ya una serie de
principios rectores que diferían de los de las informationes tradicionales. En primer
lugar, insistía en examinar a Cornelia como «persona total», dotada tanto por
naturaleza como por gracia. Elizabeth creía que no era el menor de tales dones de
la naturaleza «la alegría que sentía ante la vida», cualidad que supo transmitir,
según Elizabeth, a la compañía y a sus escuelas, aunque no figurase en el catálogo
de las virtudes cristianas de la congregación. En segundo lugar, tenía la intención
de buscar las pruebas dé la santidad de Cornelia en toda su vida adulta: «No veo
en Cornelia únicamente a la monja ni únicamente a la esposa o a la madre, sino a
una mujer que fue una santa en cada una de las tres fases de su vida.» En tercer
lugar, estaba decidida a presentar su alegato en favor de la santidad de Cornelia
sin someter su integridad espiritual a la clasificación disolvente que exige el
método convencional de demostrar las virtudes heroicas. «He decidido que las
categorías que utilice sean las que me dicte Cornelia, y no las que yo le dicte a ella.
Quiero presentar las pruebas de su santidad conforme a su propia lógica interna y
a su experiencia de la gracia.»
Hasta aquí los hechos conocidos. Utilizando los escasos apuntes que
Cornelia consignó en su diario espiritual durante aquellos acontecimientos, la
hermana Elizabeth ofrece una interpretación teológica de cómo esa crisis produjo
en la vida de Cornelia una experiencia singular y, para ella, paradigmática del
amor divino. En lugar de renegar de Dios o encenagarse en la pesadumbre, arguye
Elizabeth, Cornelia injertó su propia experiencia de muerte y desamparo en la
historia de la muerte de Cristo y el sufrimiento que le causó a su madre, María.
Semejante transposición no es en absoluto insólita en los devotos cristianos
afectados por alguna tragedia, pero en el caso de Cornelia generaría la visión
sustentadora de su vida.
Cualquier madre devota que tuviese en sus brazos durante cuarenta y tres
horas a un niño agonizante sucumbiría a un sufrimiento casi insoportable. Cornelia
trascendió en ese lapso la aflicción personal y, a través de la compasión con que
sostenía el diminuto cuerpo en sus brazos, recibió la gracia de sufrir con Cristo y
reconocer en su madre apesadumbrada su alter ego. En el transcurso de su
prolongada meditación, reinterpretó todo cuanto había sucedido como parte del
misterio de Cristo. Su tragedia personal fue iluminada y transfigurada por la
pasión del Señor, vista como explicación de la infancia de Jesús.
Mirando en retrospectiva ese período, puede verse que las gracias que
recibió Cornelia a los treinta y dos años incluían al mismo tiempo la purificación —
su vid fue podada—, la iluminación —le fue dado comprender la muerte de John
Henry como una participación en el misterio de la Pascua— y la unión: se unió a
Dios en el amor y en el deseo, y permaneció fiel a ese don de la unión en tiempos
normales y en períodos extraordinarios (...).
Y, sin embargo, mientras los santos sigan haciéndose «por otros y para
otros», habrá que seguir alguna normativa y aplicar alguna pauta.
Y esto nunca es más necesario —ni más complicado— que en las causas
relativas a los papas.
9
LA CANONIZACIÓN COMO
POLÍTICA DE LA IGLESIA
LA POLÍTICA SECRETA
DE LA CANONIZACIÓN EN EL
II CONCILIO VATICANO
En octubre del año 1963, los dos mil quinientos padres del II Concilio
Vaticano abrieron un debate sobre «La vocación de santidad en la Iglesia», un
breve «borrador» o documento preliminar sobre los santos y la santidad. Había
muchas cuestiones sobre las cuales los progresistas y los conservadores del concilio
estaban profundamente divididos, pero el tema de los santos no se consideraba un
tema controvertido. No, por lo menos, hasta que el cardenal de Malinas—Bruselas,
Leo Joseph Suenens, uno de los líderes del ala progresista del concilio y amigo
íntimo del difunto papa Juan XXIII, se levantó para hablar de la cuestión de cómo
se hacen los santos. Lamentó que el proceso formal de canonización seguido por la
Iglesia pecara de excesiva lentitud y juzgó conveniente acelerar tal proceso para
poder así ofrecer a los creyentes unos ejemplos contemporáneos de santidad, en
vez de esperar varias décadas o siglos enteros para proponer a unos personajes
cuya relevancia moral se había desvanecido inevitablemente con el transcurso del
tiempo\'7b241\'7d.
A lo largo de los últimos nueve siglos, por tanto, sólo tres papas fueron
declarados santos. Además, el primero de ellos no era precisamente un papa
ejemplar: Celestino V, ermitaño y asceta, inepto como pontífice, abdicó en 1294,
tras sólo cinco meses de pontificado. Fue declarado santo en 1313, más de dos
siglos y medio antes de que se organizaran los primeros procesos formales de
canonización bajo la Congregación de Ritos, en 1588. En consecuencia, tan sólo dos
papas —Pío V (1566-1572), un dominico que puso en práctica las reformas del
Concilio de Trento, y Pío X (1903-1914), hombre personalmente piadoso que
desencadenó una supresión mutiladora del pensamiento y de la erudición en el
seno de la Iglesia— han sido canonizados según los métodos modernos de la
creación de santos; y únicamente otros ocho han sido beatificados.
En suma, los motivos para aclamar la santidad de Juan XXIII eran tan
políticos como religiosos. Esto, por lo menos, resultaba claro de la extensa
intervención que los líderes de la fracción progresista hicieron circular entre los
padres conciliares. En cuanto al porqué y al cómo de la aclamación de Juan como
santo, se leía en dicho documento:
En cuanto al «cómo», los autores señalan que, durante siglos, la Iglesia creó
santos sin proceso jurídico alguno, y podría hacerlo de nuevo en el caso del papa
Juan:
Una comisión creada ad hoc [de padres del concilio] podría examinar con
objetividad, de modo cuidadoso y rápido a la vez, todo lo relacionado con el tema.
Al fin y al cabo, todos los obispos hemos conocido las posiciones y las intenciones
del papa Juan de sus propias palabras y de sus escritos. Todos hemos sido testigos
de la admiración y del afecto que todo el mundo, sin diferencias de raza ni de
religión, expresó al papa Juan mientras vivió, y, especialmente, con ocasión de su
muerte (...)\'7b245\'7d.
¿Por qué no habría de ser posible que el Santo Concilio, así como proclama
otras verdades de la fe, solicite al Santísimo Padre que le otorgue el poder de
proclamar, con él y bajo su supervisión, al papa Juan XXIII un modelo de santidad
a la vez nuevo y antiguo, que debe presentarse a todos, y en particular a nosotros
los obispos, como pastor y guía en nuestro reconocimiento de la presencia oculta,
pero operativa de Dios en el mundo y en todas las personas de buena
voluntad?\'7b246\'7d
CÓMO SE JUZGA
LA SANTIDAD DE UN PAPA
En primer lugar, las causas papales sólo pueden ser iniciadas por otro papa;
al menos, ésa es la fuerza de los precedentes\'7b§§§§§§§\'7d. En todo caso, las
causas papales están bajo control del papa desde el comienzo del proceso, él
designa incluso a los promotores de la causa.
En segundo lugar, dado que se supone que los papas son ortodoxos, sus
escritos publicados en la función de maestro supremo de la Iglesia (tales como las
encíclicas) no se someten al habitual escrutinio preliminar de los censores
teológicos; no obstante, pueden hallarse expuestos a críticas por parte de los
asesores de la congregación, sobre la base de que las palabras de un papa —como
también sus actos— pueden haber sido imprudentes y hasta haber causado incluso
daños a la Iglesia. Además, pudieran existir ciertos documentos políticamente
delicados —los diarios de los papas son el principal ejemplo—, cuya lectura se
permite únicamente al postulador y al relator. Sin embargo, las cartas personales y
otros papeles privados sí se someten a examen, ya que pueden estar directamente
relacionados con la vida espiritual del candidato.
A juzgar por los tres últimos papas canonizados por la Iglesia, las normas de
Benedicto se siguieron estrictamente en cada caso. Tanto Celestino V como Pío V
fueron ascetas extremos, incluso como papas, y parece obvio que se los declaró
santos debido en gran medida a sus virtudes monásticas. En el caso de Celestino V,
resulta evidente que su deplorable gestión como pontífice no fue obstáculo para su
causa\'7b††††††††\'7d \'7b252\'7d. En el caso de Pío V, el texto de Benedicto XIV
indica que su contundente programa de reforma eclesiástica y su tenaz oposición a
herejes y no creyentes fueron decisivos para el éxito de su causa. Por otra parte,
tanto Pío V como Pío X se hicieron notorios por sus feroces y a menudo injustas
cruzadas contra católicos cultos y distinguidos, a los que los inquisidores romanos
consideraban herejes reales o potenciales. Por lo demás, hay considerables indicios
de antisemitismo en la expulsión, decretada por Pío V, de todos los judíos de los
Estados Pontificios, con excepción de unos pocos judíos romanos que fueron
considerados de utilidad comercial\'7b253\'7d. En resumen, una mirada sobre las
tres últimas canonizaciones papales sugiere que el exceso de «celo en la
preservación y propagación de la fe» no se considera vicio al juzgar las virtudes
heroicas de un papa.
Pero el mundo era muy diferente en los tiempos de Pío XII y de Juan XXIII y
diferentes eran también las exigencias planteadas al pontificado. Ambos hombres
habían sido diplomáticos del Vaticano, ambos desempeñaron un papel crucial
durante y después de la II Guerra Mundial y ambos contribuyeron a la
transformación de la Iglesia que hallaría su expresión en el II Concilio Vaticano.
Por otro lado, sus temperamentos y actitudes eran muy distintos. Se dirigían al
mundo de dos maneras diferentes, diríase que casi en distintas lenguas. Y lo que
no es menos importante, cada uno representaba unas tendencias muy diferentes de
la Iglesia contemporánea, y era defendido, hasta donde yo sé, por fracciones
opuestas.
Por todas esas razones, resultaba difícil ver cómo se podía juzgar a Pío XII y
a Juan XXIII por las normas relativamente parroquiales desarrolladas para sus
predecesores. Ambos eran personajes de relieve mundial, cuyas palabras y hechos
tuvieron consecuencias importantes para los asuntos internacionales, y el mundo
tiene sin duda un interés más que pasajero en el resultado de sus causas. Tampoco
me parecía fácil reconciliar las diferencias entre los dos papas. Ambas causas se
iniciaron en un contexto enardecido de política eclesiástica, y sean cuales sean sus
pretensiones individuales de virtud heroica, ambas presentan, para los hacedores
de santos, un problema político delicado: ¿Cómo puede canonizar la Iglesia a uno
de ellos sin aprobar también al mismo tiempo la política eclesiástica y secular que
cada uno continúa representando? O, para decirlo de una manera un poco
diferente: ¿Cómo puede la Iglesia declarar beato a un papa sin bendecir al mismo
tiempo lo que hizo como tal papa?
LA CONCILIACIÓN DE
DOS PONTIFICADOS
Las razones por las que el papa dio la causa de Juan a los franciscanos se
basaban también, hasta cierto punto, en consideraciones personales. El postulador
general de los franciscanos, Antonio Cairoli, no menos experimentado que
Molinari, estaba encargado de la causa del cardenal Andreas Ferrari (1850-1921),
uno de los predecesores de Montini como arzobispo de Milán. Pablo VI estaba
muy interesado en esa causa porque Ferrari defendió a su padre, Giorgio Montini,
editor de prensa milanés, de las acusaciones de herejía que se levantaron contra él
durante la cruzada antimodernista de Pío X\'7b‡‡‡‡‡‡‡‡\'7d \'7b254\'7d. La
contribución decisiva de Cairoli a la rehabilitación de Ferrari, con la cual se allanó
el camino a su beatificación, impulsó al agradecido Pablo VI a nombrar al
franciscano como postulador de la causa de Juan XXIII.
Sucedió que Ferrari fue beatificado el 10 de mayo de 1987, cuando yo me
encontraba dedicado a mis investigaciones en Roma. Una semana después, hice mi
primera visita a Cairoli, quien me recibió en el colegio franciscano, a unos veinte
minutos en taxi del Vaticano. Cairoli, un fraile italiano de escasa estatura y con casi
ochenta años de edad, estaba leyendo el breviario en el aparcamiento cuando
llegué. Se encontraba de excelente humor: Ferrari fue el último de los noventa y un
siervos de Dios a quienes había escoltado a través de la congregación, y ahora
podía dedicarse exclusivamente al caso de su adorado «papa Juan», como él lo
llamaba.
Puede que Juan y Pío hayan sido hombres diferentes con personalidades
dispares y distintas aspiraciones a la santidad, venía a decir Cairoli, pero, como
papas, formaban un continuo. La historia tiene, por supuesto, una manera de
discernir las continuidades que, a los ojos de los contemporáneos (y,
especialmente, a los ojos de los periodistas, entrenados para buscar el contraste y el
cambio), aparecen como discontinuidades, Pero la idea de que «un papa completa
el pontificado de otro» difícilmente puede considerarse una tesis apoyada por los
hechos; al igual que la doctrina de la sucesión apostólica, procede de un impulso,
hondamente arraigado en la tradición romana, a hacer hincapié en la continuidad
de la Iglesia y, en particular, entre los sucesores de san Pedro. Es cierto que cada
papa hereda la obra inacabada de su antecesor y que la naturaleza misma de su
cargo lo obliga a defender la tradición; y, sin embargo, muchas personas, incluidas
las fracciones rivales del II Concilio Vaticano, afirmaban ver una diferencia real
entre los pontificados de Juan y de Pío; ¿realmente estaban tan equivocados esos
hombres y, con ellos, otros millones más?
—Pero, sin duda, Juan era más liberal que Pío —objeté.
—Pío pensaba que el suelo aún no estaba preparado —afirma—, pero dejó
plantada en cada campo la semilla que comenzaría a germinar en los días de Juan
XXIII. La semilla estaba plantada y Juan, consciente de ello, pensó que el tiempo
había alcanzado la madurez necesaria para un concilio. Su intención no era ir en
contra de Pío, sino, antes al contrario, avanzar por las líneas trazadas por él e ir
más lejos todavía.
En opinión de Molinari, Pío XII sentó también las bases intelectuales del II
Concilio Vaticano: su encíclica Divino afflante Spiritu sirvió de base a la importante
declaración del concilio acerca de la fuente de la revelación y en la encíclica Mystici
Corporis, se basamento la constitución dogmática del concilio sobre la Iglesia; y Pío
anticipó también los documentos conciliares sobre lo misional y lo laico.
—Sin el papa Pío XII, el II Concilio Vaticano no habría sido posible —resume
Gumpel—. Aparte de la Biblia, a ningún otro autor se cita con más frecuencia en
los textos del concilio.
Pero lo que mejor recordaba era una imagen mental, fruto de la piedad más
que de los retratos; lo imaginaba solo, en un remoto palacio llamado el Vaticano y
tan en contacto con Dios como sólo los papas pueden estar, recibiendo la sabiduría
divina que, de vez en cuando, transmitía a los humanos. Yo había escuchado su
voz en la radio y parecía —por lo menos a los católicos— como un profeta
descendido de la montaña para revelarle al mundo los pensamientos de Dios.
Tan pronto la causa de Pacelli fue asignada a los jesuitas, Molinari reunió a
un equipo de cuatro hombres, uno de los cuales fue Gumpel, para que se pusieran
en contacto con cualquiera de quien pudiera pensar que podría poseer cartas del
papa. La lista final incluía más de mil nombres. Se solicitó a obispos y a superiores
de órdenes religiosas que buscaran en sus archivos y enviaran copias, certificadas
ante notario, de todas las cartas privadas del papa que se hallaran en su posesión; y
a quienes no contestaron a la primera solicitud se les volvió a escribir. Sólo este
proceso duró dos años.
En ese caso, quise saber, ¿qué hacían con los testimonios negativos?
Sus respuestas fueron genéricas y circunspectas; al fin y al cabo, se trataba
de un papa.
Pregunté nombres, pero, tal como había esperado, Molinari dijo que estaba
obligado a guardar secreto acerca de las causas pendientes, y, en especial, de ésta.
—Le puedo decir que un postulador que se toma en serio su trabajo lo hace
para buscar la verdad; iría contra su conciencia si eliminara las pruebas
perjudiciales. Además, la Iglesia no ganaría nada si no poseyera la verdad. Y la
verdad significa que se pongan todas las cartas sobre la mesa.
—Sí, Pío era un hombre muy sensible y tenía un temperamento muy fuerte
—reconoció Molinari—. En teoría, éstos son terrenos que podrían crear problemas
para su causa. La sensibilidad puede ser un arma de doble filo. La sensibilidad
para el sufrimiento, por ejemplo, puede conducir a reacciones excesivas, pero
también a cosas buenas. Pío tenía mucha sensibilidad para los asuntos intelectuales
y ese tipo de sensibilidad puede conducir a cierta desconfianza hacia los
individuos. Sabemos que tardaba mucho en cobrarle confianza a la gente, lo que
puede llevar a una independencia exagerada.
—Hay gente —insistí—, y probablemente mucha gente, para quienes Pío XII
sigue siendo el papa que eligió el silencio ante el holocausto, por temor a que, si
hablaba con franqueza, no haría sino provocar una mayor persecución de los
católicos. ¿Cómo piensa tratar ese tema en la causa?
Gumpel admitía, sin embargo, que «la cuestión judía» era el tema más serio
que la positio sobre Pío debía tratar. Les rogué a ambos que me dijeran cómo
pensaban tratarlo.
—El padre Molinari y yo sabemos muy bien que Pío XII es un personaje
controvertido —me dijo Gumpel—. Queremos presentar la causa a la manera en
que los verdaderos historiadores de primera fila tratan los diferentes aspectos de
su pontificado. Y eso significa que necesitamos mucho tiempo. No queremos
precipitar las cosas.
—Hasta ahora —me confió— tenemos más de dos docenas del primer tipo y
más de quince del segundo. La gente está bastante dispuesta a colaborar. Ya ve
usted que hay mucho trabajo de colaboración en el campo de la historia científica.
Quienes están seriamente interesados en los temas históricos se muestran
dispuestos a ayudarnos porque es un intercambio, ellos nos ayudan, y nosotros les
facilitamos las cosas; y hay tantos escritos científicos sobre Pío XII que no es difícil
encontrar colaboradores que quieran escribir ciertas secciones.
—¿Así que ustedes eligen a sus colaboradores en función de cómo tratan los
materiales que ustedes ya poseen?
—Sí. Mire, para lo tocante a este caso tenemos acceso a todos los archivos
alemanes, así como a los del Vaticano. Y hace poco se abrieron los archivos del
Ministerio de Asuetos Exteriores británico sobre la II Guerra Mundial, de modo
que tenemos éstos también. Es decir, cuando leemos un libro que toca algún
aspecto importante de esta causa, le escribimos al autor y le decimos que su trabajo
nos inspira confianza porque cita unos documentos y nosotros tenemos acceso a
esos documentos, que nos encontramos con algunas dudas sobre cierto punto y
que nos gustaría saber lo que él opina. Como usted podrá imaginar, eso exige una
enorme cantidad de trabajo. Y, en el caso de un papa, hay que llegar hasta el límite
de la certeza posible al verificar lo sucedido.
Yo sabía, desde luego, que ésta no era la única causa en la que Gumpel y
Molinari estaban trabajando. Pero, aunque lo fuese, sugerí, parecía poco probable
que ninguno de los dos viviese lo bastante para verla acabada.
Gumpel sonrió con gesto cansado; aunque el Vaticano no tiene fijado ningún
límite de edad de retiro obligatorio para las personas que hacen este tipo de
trabajo, admitió:
De todos modos, afirmó que nadie ejercía presión sobre ellos para que
cumplieran algún plazo; además, agregó, el clima político en la Iglesia sigue siendo
tal que ni la causa de Pío ni la de Juan se acabarían aunque estuvieran escritas ya
las positiones.
Visitó, por ejemplo, todos los lugares en donde Roncalli trabajó como
diplomático. En Bulgaria fue vigilado por la policía. En Turquía entrevistó a un
editor de prensa judío, quien le contó que durante la II Guerra Mundial, Roncalli le
pasaba dinero dos veces por semana para que los judíos refugiados de Hitler
pudieran adquirir comida. Lo que interesó a Cairoli todavía más fue que el dinero
no provenía de la Iglesia, sino de Franz von Papen, el embajador de Hitler en
Turquía.
—Nunca antes había oído esa historia —me comentó Cairoli—. Pero
necesitaba que Von Papen mismo me la confirmara. Estaba aún vivo; residía en el
sur de Alemania, cerca de la Selva Negra, así que fui a verlo y me dijo que sí, que
todo era verdad. Hitler le había dado a Von Papen una gran cantidad de dinero,
para que le sirviera de ayuda al persuadir a los turcos para que se alinearan con el
Eje. Von Papen era católico y asistía a la misa de Roncalli. Después, hablaban.
Ambos creían que Alemania e Italia perderían la guerra, y ambos temían que, si los
turcos se alineaban en el bando del Eje, la Unión Soviética invadiría Turquía. De
modo que, en vez de gastar el dinero en sobornar a los turcos, Von Papen se lo dio
a Roncalli, quien lo dio a su vez a los refugiados judíos. Ahí ve qué clase de
diplomático era Roncalli.
Me parecía extraño que, al cabo de casi veinte años que Cairoli llevaba
trabajando en la causa, todavía no tuviera un relator. No quería ninguno, dijo, ni
quería colaboradores en la abrumadora tarea de escribir la positio del papa. Había
reunido ya unos seis mil documentos escritos por el difunto papa o que trataban
de él, incluidas las declaraciones de trescientos testigos, aproximadamente, en
total, más de veinte mil páginas.
—Escribiré la positio yo mismo —me dijo una tarde que nos encontramos en
la congregación—, porque estoy trabajando con documentos reservados que no
puedo mostrarle a ningún colaborador.
—Lo tengo en un armario bajo llave. Luego, puse la llave en otro armario, y
la llave de éste la llevo siempre conmigo. —Sonreía de satisfacción ante tan
elaborada precaución—. Pertenece a la Santa Sede, pero dudo de que lo publiquen
jamás. Ni siquiera creo que lo pusieran en los archivos del Vaticano.
—¿Por qué?
—El papa Juan le dijo: «Yo sé que usted no me tiene en mucha estima, y por
buenas razones; pero yo sí que lo tengo en mucha estima a usted. Ha trabajado en
el centro de la Iglesia y conoce bien los problemas importantes; yo no he estado en
el centro de la Iglesia, sino en la periferia, y sé lo que la periferia quiere del centro,
así que usted me complementará a mí y yo le complementaré a usted, y entre los
dos, trabajaremos por la Iglesia.» Ya ve que el papa jamás dijo una mala palabra de
la gente que hablaba mal de él, ni una palabra; jamás. Durante toda su vida fue así:
heroico en su caridad.
—¿Había otros?
—La gente me decía que Siri estaba en contra de la causa del papa Juan, así
que fui a verlo a Génova y le dije: «Su Eminencia, sé que usted está en contra de
esta causa; ¿declararía, por favor, ante un tribunal?» Y él me replicó: «Dicen que
estoy en contra de la causa, y no es verdad.» Incluso negó que se hubiera
pronunciado en contra de la convocación del concilio; y así consintió en decírselo
al tribunal.
Estaba claro que, para Cairoli, cualquier crítica de Juan, por muy limitada o
moderada que fuese, sólo podía beneficiar la causa. Lo que lo preocupaba, sin
embargo, era la fama que tenía el papa de juzgar las cosas de manera espontánea.
En efecto, ese rasgo característico —que aumentó el cariño que le tenían los
católicos de a pie y encantó al mundo no católico— era algo que los postuladores
temían que pudiera alegarse en contra de la causa.
—¿Y qué me dice del concilio? —le pregunté—. ¿No decía Juan mismo que
la idea de convocarlo le vino como una inspiración repentina del Espíritu Santo?
Los ojos de Cairoli se dilataron detrás de las gafas sin montura. Aún tenía
otra historia más que contar. En 1905, cuando Roncalli no era más que el joven
secretario del obispo de Bergamo, acompañó a su jefe a Milán para visitar al
cardenal Ferrari. En los archivos de la archidiócesis de Milán descubrió cinco libros
que el gran cardenal Carlos Borromeo escribió sobre la aplicación de las
enseñanzas del Concilio de Trento en la Iglesia local. Roncalli pensó que había que
publicar una edición crítica de los textos y trabajó en ello durante los cincuenta
años siguientes, hasta que lo eligieron papa.
La causa de Pío, por el contrario, a finales de 1989 estaba lista para escribir la
positio. Sin embargo, Molinari y Gumpel no parecían tener prisa en acabar su
trabajo. La razón, probablemente, está en que el papa Juan Pablo II también quiere
que ambas causas se procesen simultáneamente.
Sea como fuere, está claro que los dos papas y sus pontificados continúan
siendo demasiado controvertidos políticamente como para permitir que ninguna
de las dos causas se juzgue muy pronto; en ese sentido, ambas están a merced del
futuro tanto como del pasado: el destino de Juan depende en parte de la
interpretación que se haga del concilio por él convocado, el de Pío, de la
controversia, que aún hierve a fuego lento, acerca de su reacción pública
sumamente reservada ante el holocausto. Efectivamente, la crisis que se produjo en
1989 en las relaciones entre católicos y judíos, precipitada por la construcción de un
convento carmelita en Auschwitz, resucitó el poderoso recuerdo de cuán
profundos sentimientos persisten entre los judíos con respecto al holocausto y la
decisión de Pío XII de no referirse a él directamente. En ambos casos, el destino
definitivo de las causas dependerá en gran medida del grado en que los prelados
de la congregación las estimen «oportunas», en otras palabras, de su impacto sobre
la opinión eclesiástica y mundial.
Lo que yo no comprendía aún, sin embargo, era cómo juzgan los asesores
mismos las causas papales. Al sopesar la gestión del cargo, ¿se centran
principalmente en el celo que mostró en la preservación y la propagación de la fe,
como proponía Benedicto XIV? ¿Hasta qué grado a un siervo de Dios pontificio se
le piden cuentas también de su doctrina política y social? ¿Y su trato para con los
disidentes teológicos? ¿Sus decisiones administrativas? ¿Sus relaciones con los
Gobiernos extranjeros? ¿Su lectura, por usar una de las frases favoritas del II
Concilio Vaticano, de «los signos de los tiempos»? Éstos son, sin duda, aspectos
importantes de las causas de Pío y de Juan; lo que todavía me quedaba por
descubrir era que también lo son para la causa de otro candidato pontificio.
10
DE LA CANONIZACIÓN
Fuera de Roma, por tanto, pocos obispos sabían tan siquiera que, en 1985,
Juan Pablo II aprobó las virtudes heroicas de Pío Nono, que es como se le suele
llamar, y que, un año más tarde, dio el visto bueno a un milagro de intercesión
atribuido a él. A eso le sigue normalmente, sin más, la beatificación; a menos que el
papa tenga problemas con la causa, como en este caso.
Por otro lado, Pío Nono gozó del hondo afecto de los católicos de a pie de su
tiempo, y su causa ha encontrado partidarios influyentes. Desde 1972, su
promoción ha estado en manos de una asociación de más de quinientos
prominentes dignatarios eclesiásticos y seglares católicos, entre ellos treinta
cardenales, sesenta arzobispos y ciento cincuenta obispos. Entre éstos se hallaban,
en aquel momento, más de una docena de funcionarios de la curia romana,
incluidos el que fue secretario de Estado de Pablo VI, Amleto Cicognani; el
cardenal Paolo Bertoli, entonces prefecto de la Congregación para la Causa de los
Santos; y dos de sus sucesores en el cargo, los cardenales Luigi Raimondi y Pietro
Palazzini. Hacia 1987, Palazzini había asumido, de hecho, el papel del principal
defensor de Pío IX dentro del Vaticano.
Lo que los enterados no podían saber era que la causa del papa Pío IX había
tropezado con dificultades desde el principio. Pío X mismo dudaba de algunos
aspectos del carácter de su predecesor. Todos los testigos de primera mano
interrogados por los tribunales de investigación declararon tener objeciones a la
manera de gobernar la Iglesia de Pío IX. Bajo el antiguo sistema jurídico, la causa
fue sometida dos veces a la votación de los asesores y prelados de la congregación,
y las dos veces obtuvo resultados que distaban mucho de la aprobación unánime.
Resultó que el último de una larga serie de abogados de Pío estaba aún vivo.
Carlo Snider, un laico suizo con larga experiencia en la congregación, fue
designado en 1975 por Pablo VI para emprender una nueva defensa de Pío IX. Su
tarea no era escribir de nuevo una positio entera, sino responder a las críticas
acumuladas contra el siervo de Dios y resumidas por el «abogado del diablo».
Escribí a Snider y le pedí que me recibiera para explicarme cómo había llevado a
cabo la defensa. Snider se negó a discutir el caso conmigo, a menos que se lo
ordenara al cardenal Palazzini. Fue sólo entonces cuando un funcionario del
Vaticano, que me tenía confianza, me dio una copia de la positio de Snider. Era el
tercer y último alegato en favor de Pío IX, el que finalmente convenció a asesores y
prelados de su virtud heroica.
EL PRIMER PAPA MODERNO
Hubo más. En 1869, Pío IX convocó el I Concilio Vaticano. Entre los teólogos
romanos nombrados para establecer la agenda, había quienes deseaban que los
padres conciliares definiesen como doctrina de fe el «Syllabus de errores». Pero Pío
IX tenía en mente un objetivo más global: consideraba que los tiempos exigían que
el concilio definiese, explícita y solemnemente, la doctrina de la infalibilidad papal
como dogma de la Iglesia. Ya en 1854 había invocado, tras consultar con algunos
miembros del episcopado, la infalibilidad papal al declarar dogma de fe la
Concepción Inmaculada de la Virgen María. A la mayoría de los padres conciliares
no les causaba ningún problema admitir la idea de que el papa puede
pronunciarse de manera infalible en materia de creencias y de cuestiones morales
esenciales para la fe cuando habla como cabeza de la Iglesia universal; pero había
una minoría considerable\'7b269\'7d convencida de que sería poco oportuno
definir esa doctrina como dogma y atribuirle una categoría de verdad recibida por
revelación divina. Algunos querían introducir en la declaración restricciones que
evitasen que un papa pudiera enunciar declaraciones infalibles basadas en sus
opiniones teológicas personales. Otros se oponían a la noción concomitante de la
jurisdicción universal del papa sobre todos los católicos romanos; deseaban que el
concilio dejara constancia de que los obispos gobiernan por derecho divino como
sucesores de los apóstoles de Cristo y no como meros representantes del papa.
Pío IX, sin embargo, no estaba con ánimos de contemporizar. A pesar del
acalorado debate que se entabló entre los padres, no tuvo reparo en someter a
presión a los oponentes al documento de infalibilidad. Cuando un teólogo
distinguido, el cardenal Filippo Guidi, protestó en privado ante Pío Nono,
alegando que «la tradición europea no es favorable al dogma», el papa exclamó,
enfurecido: «La tradición soy yo»\'7b270\'7d, y confinó a Guidi a un convento
hasta que se convenciera, a fuerza de rezos, de la posición del papa. Al final, Guidi
votó con la mayoría partidaria de la infalibilidad.
Éstos eran, pues, los últimos huesos que los asesores teológicos y los
cardenales tenían atravesados en la garganta. Debe anotarse que algunas de las
cuestiones, especialmente las relativas al «Syllabus de errores» y a la libertad de los
obispos durante el I Concilio Vaticano, habían desazonado a los historiadores de la
Iglesia desde hacía mucho tiempo. No sorprende, por tanto, que el memorial
proponga que varios de esos asuntos espinosos se remitan a la sección histórica de
la congregación, en demanda de más documentación.
LA ARGUMENTACIÓN DE LA DEFENSA
Quienquiera que estudie [esta causa] y, más aún, quienquiera que la juzgue,
ha de saber cómo ver al papa Mastai en su posición exacta respecto a la historia de
la Iglesia y la historia civil de su tiempo. Quienquiera que haga eso debe
interpretar con precisión su pensamiento en relación con la realidad de los tiempos
que él vivió y, por tanto, con las necesidades reales de la Iglesia y de la sociedad.
Hay que comprender el espíritu con el que acometió su misión pontificia,
encaminada como estaba al carisma particular [como papa y maestro supremo de
la Iglesia] que le fue concedido por la sabiduría divina, el carisma que nos revela la
razón sobrenatural de su pontificado. No hemos de olvidar que la razón de todo
pontificado no se debe simplemente a causas puramente humanas. La razón de un
pontificado se lee en los designios de la Providencia y, para ello, es necesario
comprender, dentro de los límites de nuestra inteligencia, el plan de Dios
orientado al bien de la Iglesia y al de la sociedad, que se realiza al advenimiento al
pontificado de Pío IX y en sus actos de magisterio doctrinal y pastoral.
Por otro lado, Snider argumenta que Pío IX exhibía una serie de cualidades
entrañables; tenía «la cara abierta y abierto el corazón», «quería amar y ser amado»
y, durante toda su vida, mostró «una actitud amable y juvenil». Es cierto que era a
veces pesimista, pero lo mismo puede decirse de otros santos; si fue impulsivo, fue
también apasionado y entusiasta, especialmente en su «deseo del reino de Dios»; y
valiente, asegura el abogado: lo demuestran su decisión de convocar el I Concilio
Vaticano y la de arrancar la definición dogmática de la infalibilidad papal «de
entre los dientes de una época descreída».
EL LIBERALISMO,
Y EL I CONCILIO VATICANO
Antes que nada, Snider recuerda a los asesores que la misión del papa era la
de «ser el pastor que difunde el mensaje de Cristo desde el trono más alto del
magisterio eclesiástico, dando testimonio de la verdad, siendo la voz del espíritu
de la verdad que guía en su viaje terrenal a la Iglesia, la comunidad de fe,
esperanza y amor, especialmente como organismo social, una comunidad
sacerdotal, real y profética». Lejos de ser un reaccionario empeñado en restaurar
los poderes temporales del papado, arguye Snider, Pío IX fue en realidad un
reformador que preparó a la Iglesia para una nueva era, al establecer nuevas
estructuras y nuevos medios para el gobierno de la Iglesia; en suma, un lejano
precursor de Juan XXIII.
Snider admite que hay cierta verdad en la acusación de que el papado de Pío
IX se mantuvo intransigente frente al liberalismo; al fin y al cabo, Mastai se crió en
el norte de Italia y, aun siendo obispo de Imola, se hallaba lejos de las nuevas ideas
acerca de las instituciones que estaban transformando el rostro de Europa. Apunta
Snider que, en el ámbito de las ideas, la influencia de los pensadores de la
Ilustración había hecho surgir una nueva concepción de los derechos naturales del
hombre y hasta una nueva figura: la del ciudadano. Nacían nuevos Estados,
basados en la soberanía popular y en la igualdad de derechos ante la ley, se
redactaban constituciones democráticas, se secularizaban los organismos públicos,
el nacionalismo flotaba en el aire; a algunas personas, y especialmente a los
ultramontanos, «todas esas cosas íes parecían obra de Satanás». En todo caso,
Snider sí acepta que, durante el pontificado de Pío Nono, las autoridades romanas
juzgaron el liberalismo en general «desde lejos» y no comprendieron en absoluto a
los católicos liberales de Francia y de Alemania.
No obstante, para Snider el hecho de que Pío IX no llegara a «una
percepción más profunda» de todos los acontecimientos de su época no debe
contabilizarse en su contra ni hay que atribuirle la responsabilidad personal de
todas las «consecuencias negativas» que su política acarreó a la Iglesia; al igual que
otros papas, dependía necesariamente de sus subalternos. De lo que sí se puede y
se debe pedirle cuentas, dice Snider, es de su «responsabilidad de ayudar a la
Iglesia a escuchar, por debajo de todos esos cambios, la voz de Dios que se expresa
continuamente en la voz de los tiempos que uno vive».
Pero, según alega Snider en defensa de Mastai, una lectura atenta de todos
los escritos del papa demuestra que éste «no pretendía condenar la libertad, que en
los seres humanos es signo de la imagen divina y, por ende, expresión y garantía
de la dignidad del hombre y del respeto a los valores del espíritu humano»; lo que
Pío denunciaba son los principios y los programas del racionalismo y del
naturalismo «que podían conducir a un absolutismo opresivo y represivo». En ese
sentido, condenaba el liberalismo «como una manera de recordar a la gente que no
exaltara la razón humana y las instituciones humanas en tal grado que olvidaran a
Aquél, de cuya mano las recibieron, o, por lo menos, los dones que Dios nos dio
para realizar esos sueños liberales».
El abogado reconoce, sin embargo, que Pío Nono condenó a una serie de
eminentes católicos liberales, de quienes la historia demostraría que fueron hijos
leales de la Iglesia. La verdad es, según Snider, que las condenas del papa se
basaban en la ignorancia: jamás llegó a conocer a esos hombres ni sus obras, ni
comprendió las circunstancias políticas de Francia, Alemania y demás países en
donde los intelectuales y activistas católicos liberales intentaban conciliar los
aspectos positivos del liberalismo con la doctrina de la Iglesia. Pero vuelve a
insistir, en defensa del papa, en que no había unanimidad en la Iglesia acerca de
cómo había que tratar el liberalismo y ni siquiera acerca de las responsabilidades
políticas de los católicos bajo los Gobiernos liberales. «Pío IX no podía prever el
porvenir», escribe Snider, y, aunque sus medidas fuesen duras (prohibió a los
católicos italianos ocupar cargos públicos e incluso votar), «la historia demuestra
que en ello estaba obrando un designio providencial del que él formaba parte».
En ese punto, Snider pasa a ocuparse del caso particular del padre Rosmini,
cuya vida y obra fueron admiradas por Juan XXIII y por Pablo VI. Del memorial
del «abogado del diablo» resulta evidente que varios asesores veían, en la manera
en que Pío Nono trató a ese hombre piadoso, un ejemplo flagrante de su falta de
prudencia y de justicia. Snider reconoce que Rosmini no sólo era un pensador
brillante y un hombre piadoso, sino incluso un candidato apto para la
canonización. ¿Por qué, entonces. Pío IX le negó el solideo prometido y por qué
condenó dos de sus obras más distinguidas, Las cinco heridas de la Iglesia y Una
constitución conforme a la justicia social, condenas que han impedido hasta el día de
hoy que la causa de Rosmini prosperara en la congregación?
Pero admite que Pío IX cometió errores en sus decisiones prácticas, aunque,
como buen abogado defensor, no especifica en qué consistieron tales errores. Al fin
y al cabo, observa Snider, la infalibilidad papal no convierte a un papa en
omnisciente y, sin embargo, a todo papa le asiste efectivamente el Espíritu Santo,
«rellenando las lagunas de sus conocimientos, reparando las faltas y los errores
que no sean deliberados, garantizándole las luces necesarias para que por su
pontificado el Pueblo de Dios pueda ver (como en este caso) en el pontífice romano
al vicario de Cristo y cabeza visible de la Iglesia, el fundamento principal, perpetuo
y visible de la unidad de la fe y de la comunidad [de los creyentes]». Afirma
después audazmente que hasta los errores cometidos por Pío IX como soberano
temporal son prueba de que se hallaba guiado por Dios, ya que, en opinión del
abogado, la historia demuestra que logró, en efecto, mantener la unidad de la
Iglesia y la integridad de la fe en un período de profunda crisis.
DE LA IGLESIA Y DE LA SOCIEDAD
Aun así, para Snider es posible ver en «todo el magisterio» de Pío IX una
«preocupación constante y cada vez más honda por la dignidad de la persona
humana, los deberes y la vida coherente de la fe que permitió a los cristianos ser la
luz del mundo contemporáneo». Seguidamente, enumera los mayores logros
pastorales del pontificado de Pío IX: la creación de numerosas diócesis nuevas,
sedes metropolitanas, vicarías y prefecturas apostólicas en el mundo entero; la
restauración de las jerarquías católicas de Inglaterra y dé los Países Bajos; la
«prisa» en celebrar sínodos diocesanos y provinciales; la apertura en Roma de
varios seminarios y colegios para estudiantes extranjeros; y el «enriquecimiento de
la cultura católica», especialmente en filosofía y en teología, mediante el fomento
del estudio de santo Tomás de Aquino. Snider va tan lejos como para sugerir que,
en comparación con esos logros, el impacto negativo del tan criticado «Syllabus de
errores» es de relativamente poca importancia.
A la luz de todo esto, pregunta Snider, ¿por qué insisten los asesores
negativos en ver a Pío IX como un hombre obstinado? ¿Por qué la tenaz resistencia
del papa a los cambios del orden social y a las ideas reinantes del pensamiento
liberal deben atribuirse a un «orgullo excesivo»? ¿Por qué no se ve, en la lentitud
con que evolucionaron sus ideas ante al desequilibrio abrumador de la época, más
bien una prueba de las virtudes de prudencia, templanza y humildad? El sentido
de la renovación, argumenta, no es cambiar la Iglesia como respuesta a las
realidades cambiantes de los tiempos, sino «cambiar la Iglesia de modo que ésta
pueda cambiar el rostro de los tiempos».
CONCLUSIÓN DE LA DEFENSA
Llegados a este punto, el lector casi cree oír a Snider levantando la voz a
medida que se acerca a la conclusión de su alegato. Las cuestiones que los jueces
deben considerar son las siguientes:
Así es, según Snider, como Mastai entendía la misión de la Iglesia y como,
en consecuencia, debe ser juzgado.
En cuanto a los errores y fracasos del pontificado de Pío IX, solicita de los
jueces que comprendan que el papa «no podía ni prever ni acortar» los
acontecimientos de su tiempo, pero lo que sí podía hacer, y lo hizo, era «responder
constantemente [a esos acontecimientos] con la misma conciencia de la labor que el
Espíritu Santo realiza a través de la Iglesia, para que [así] la Iglesia sea la luz del
mundo». Snider admite que la Iglesia italiana puede haber sufrido daño, al
prohibir a los católicos la participación en la vida pública de su país, y reconoce
que ello representa una «dificultad» para la causa; «pero lo cierto es que, aunque la
Iglesia podía parecer una especie de residuo del pasado que defendía una verdad
que a los intelectuales de la época no les interesaba, no se hallaba ya sostenida por
los sistemas de soporte» que existían en Europa antes de la Revolución Francesa. Si
desde fuera «se veía a la Iglesia como una sociedad privada que defendía su propia
causa», la verdad es que estaba «reagrupándose y juntando fuerzas».
Dadas esas realidades, continúa Snider, Pío IX se veía confrontado con una
doble responsabilidad: la de «continuar la obra de restauración emprendida por
sus predecesores» y la de «levantar una especie de dique contra las diversas
formas de la irreligiosidad moderna». Pero fueran cuales fueran sus éxitos y sus
fracasos, hay que reconocer que Pío IX «siempre entendió que su deber supremo
era guiar a la Iglesia en su camino a través de la historia, permitiéndola seguir
avanzando hacia el futuro con la certeza de que las puertas del infierno no se
impondrían».
Primero, de las objeciones a la causa resulta claro que los papas no son
inmunes al escrutinio. Por citar sólo un ejemplo: la cuestión de si Pío IX dio plena
libertad de discusión a los obispos en el I Concilio Vaticano. Cabe anotar que se
trata de un asunto sumamente delicado, que ha sido alegado por teólogos católicos
disidentes como argumento para rechazar la infalibilidad del papa\'7b276\'7d. El
hecho de que los teólogos y los prelados de la congregación, que difícilmente
podrán calificarse de liberales, hayan insistido en examinar ese punto atestigua la
independencia e integridad del proceso. Piénsese lo que sea de la respuesta de
Snider a este respecto, queda el hecho de que el proceso mismo exigía que se
investigara lo que parecía ser simple falta de caridad hacia el prójimo por parte de
Mastai.
De manera semejante, está claro que a los papas hay que pedirles cuentas de
sus decisiones burocráticas y administrativas. En otras palabras, no es suficiente
que sean personalmente piadosos; además, deben ser prudentes y justos. Menos
claro parece, sin embargo, que las virtudes de un papa deban incluir la sabiduría al
juzgar y tratar los movimientos y las corrientes de ideas del mundo seglar. Si los
asesores contrarios a la causa responsabilizaban a Pío IX de las consecuencias
nefastas que tuvo el «Syllabus de errores», eso indica sin duda que esa dimensión
de los pontificados es decisiva a la hora de juzgar las virtudes heroicas de am papa.
Por otra parte, la lógica de la exitosa defensa de Snider sugiere que las intenciones
de un papa, con tal de ser morales, bastan para compensar las consecuencias
negativas de sus decisiones. En resumen, es suficiente que haya hecho «todo lo que
pudo».
Por otra parte, la defensa de Snider se basa en la premisa de que a los papas
hay que juzgarlos de manera diferente que a otros siervos de Dios. No es
simplemente que a un papa se le juzgue por el celo que mostró en la preservación
y la propagación de la fe; antes bien, arguye Snider, es que porque un papa es un
papa —es decir, porque se halla investido del «carisma» de su cargo de sumo
pontífice— hay que suponer que cumple el «designio de la Providencia Divina». Es
éste, en el mejor de los casos, un razonamiento dudoso. En ningún momento
insinúa Snider que un papa pueda, de hecho, ir en contra de los designios de la
Providencia o, para emplear unos términos más teológicos, que pueda no
responder a las gracias que le son ofrecidas, en cambio, solicita de los jueces que
den por sentado, sin más, que Pío IX fue siempre obediente a la voluntad de Dios y
que actuó en consecuencia al ejercer sus deberes como papa. Si el rumbo por el que
condujo a la Iglesia causó sufrimientos a muchos católicos devotos y distinguidos,
si precipitó un retroceso cultural que mutiló gravemente la capacidad del
catolicismo para responder a los desafíos del pensamiento moderno y de los
movimientos sociales, si sin necesidad alguna hizo pesar sobre los católicos la
sospecha de que no podían ser ciudadanos responsables de un Estado
democrático, si apadrinó la mentalidad obcecada que desembocó en el progromo
intelectual que con Pío X se desató contra los estudiosos católicos; todo eso cuenta
poco, en última instancia, al valorar el impacto del pontificado de Pío IX. En
resumen, a lo que Snider invita a los jueces es a aceptar a Pío IX como un personaje
necesario y ejemplar de la historia de la salvación; en comparación con esto, sus
errores mundanales no merecen la menor atención.
Lo que los jueces hagan con los argumentos de Snider no se podrá saber
hasta que se publiquen. Desde luego, no tienen que aceptarlos todos para
considerar al candidato heroicamente virtuoso. Lo que me intrigaba, sin embargo,
era que el biógrafo más distinguido de Pío IX, el historiador jesuita Giacomo
Martina, no hubiera sido nombrado juez de la causa. Martina es profesor de la
Universidad Gregoriana de Roma y asesor ocasional de la congregación. Sus (hasta
ahora) tres gruesos volúmenes sobre la vida y la personalidad de Pío Nono
constituyen la biografía más detallada del papa hasta la fecha; Snider la cita más de
una vez. Fui a ver a Martina una tarde a la universidad y le pregunté sin rodeos:
—¿Usted cree que Pío Nono era un santo?
—No, no lo creo.
—¿Piensa que es por eso por lo que no lo han invitado a juzgar la causa?
Parece ser que Snider ganó la batalla de demostrar la virtud de Pío IX, pero
perdió la guerra de justificar la «conveniencia» de su candidato. Lo mismo puede
decirse del cardenal Palazzini, el impulsor más destacado de esta causa; en 1989
tuvo que retirarse de la curia, a la edad de setenta y cinco años, sin ver beatificado
a su adorado Pío Nono. En cuanto al propio candidato, parece ser víctima de la
política póstuma de la creación de santos; sea cual sea el lugar que ocupa en la
«historia sagrada», es el recuerdo que dejó como personaje de los asuntos humanos
lo que, por lo visto, le cierra ahora el camino de la beatificación y, de momento al
menos, su causa ha sido relegada a ese peculiar limbo reservado a aquellos
poquísimos siervos de Dios cuyas virtudes personales, por muy heroicas que sean,
no bastan para compensar los perjuicios que se teme pueda causar el hecho de
rendirles los más elevados honores de la Iglesia.
Es posible que corran la misma suerte las causas de Pío XII y de Juan XXIII.
De todos modos, entre los hacedores de santos hay quienes piensan que sería poco
conveniente canonizar a demasiados papas, y señalan que, de los últimos ocho
papas, entre ellos Pío IX, seis han sido mencionados como santos potenciales.
«Pienso que no deberíamos dar la impresión de que el papa es necesariamente un
candidato a la santidad», dice Gumpel. Puede que no; pero, si tenemos en cuenta la
historia del papado moderno, con su fuerte «culto al papa», la inclinación a
considerar santos a los sumos pontífices sigue siendo poderosa, pues el cargo
excita ya de por sí un «frenesí de gloria»\'7b277\'7d entre los creyentes, como
atestiguan las frecuentes peregrinaciones de Juan Pablo II.
SANTIDAD Y SEXUALIDAD
Pero quienes menos representados están son los laicos. Desde el año 1000
hasta finales de 1987, los papas han celebrado trescientas tres canonizaciones,
incluidas las causas colectivas. De esos santos, sólo cincuenta y seis eran laicos y
otras veinte, laicas. Además, de los sesenta y tres santos seglares, cuyo estado civil
se conoce a ciencia cierta, más de la mitad no se casaron nunca. La mayoría de
dichos santos laicos murieron como mártires, individualmente o como miembros
de un grupo. De tal escasez de santos casados podría llegarse a la conclusión de
que las satisfacciones emocionales y sexuales de un buen matrimonio deben de
estar, de alguna manera, reñidas con las virtudes heroicas exigidas a los santos.
¿Qué hay en la vida amorosa del cuerpo que la Iglesia juzga impropio de un
santo? Y, en particular, ¿por qué no existen ejemplos de santos felizmente casados?
VIRGINIDAD Y VIRTUD HEROICA
Lo que hoy parece claro es que, para los padres de la Iglesia, se trataba
menos de establecer la identificación de sexo y pecado que la identificación
positiva de santidad y virginidad. Su cristianismo estaba imbuido de
neoplatonismo, que veía en el cuerpo un apéndice díscolo, al que había que
someter a fin de liberar la vida superior del intelecto y del espíritu. Agustín, que
sabía de qué estaba hablando, señaló la incapacidad de los varones para provocar
deliberadamente una erección en el momento deseado —y la incapacidad de
reprimirla en un momento inoportuno— como prueba cómica de que el cuerpo del
hombre caído no es digno de confianza como siervo de la voluntad. Para Agustín,
el acto mismo de la relación sexual era reprochable porque «en el momento exacto
en que se consuma, se suspende toda actividad mental (...). ¿Qué amigo de la
sabiduría y de los placeres sagrados no preferiría, si fuese posible, engendrar hijos
sin concupiscencia?»\'7b280\'7d.
En su amalgama de ideas griegas y bíblicas, los padres creían que la
perfección humana residía en recuperar, hasta donde fuese posible, el domino del
espíritu sobre la carne, del cual disfrutaban, según creían, Adán y Eva antes de la
caída. De cara al futuro, imaginaban la vida en el Paraíso —en donde, con palabras
del evangelista Mateo, «ni se casarán ni se darán en casamiento»\'7b281\'7d—
como una restauración de la primitiva integridad de Adán\'7b282\'7d. En el
presente estado de la naturaleza humana caída, en consecuencia, la virginidad era
más idónea que el matrimonio para alcanzar la perfección espiritual, que ellos
identificaban con la vocación específica del santo. San Gregorio Niseno lo resume
de una forma muy bonita: «Cuanto más exactamente comprendemos las riquezas
de la virginidad, tanto más hemos de deplorar la otra vida [el matrimonio] (...) y su
pobreza.» En otro pasaje agrega: «El matrimonio es, por tanto, el último estadio de
nuestra separación de la vida que se llevaba en el Paraíso; el matrimonio (...) es, en
consecuencia, lo primero que hay que abandonar; es la primera estación de nuestra
partida hacia Cristo.»\'7b283\'7d
Una y otra vez se repite ese mensaje en los innumerables santos, cuyas
historias y leyendas han catequizado a los creyentes a lo largo de los siglos de
modo mucho más poderoso que los escritos de los obispos y de los teólogos
eruditos. Entre las leyendas de santos más antiguas, más populares y más
duraderas se hallan las de las vírgenes mártires como Águeda, Lucía o Inés,
jóvenes esposas de Cristo que fueron desnudadas, mutiladas de diversas maneras,
encerradas en prostíbulos y, finalmente, muertas en defensa de su pureza sexual. Si
bien esas leyendas datan de los siglos IV y V, fueron repetidas, embellecidas y
celebradas durante toda la Edad Media (notablemente, en la popular colección de
Jacobo de Vorágine, La leyenda de oro) y continúan funcionando como modelos de
santidad cristiana hasta el día de hoy, como veremos, aunque a Águeda, a Lucía y
a Inés no se las considere ya personajes históricos; en efecto, se siguen honrando
con días de fiesta los nombres de esas mujeres y de numerosas otras vírgenes
mártires, y, hasta que se reformó en la década de 1960 la liturgia católica, se las
recordaba a diario en el canon de la misa.
Lo decisivo es una vez más que, si a los santos se los conoce por sus
historias, es también a través de sus historias como se reconoce y se comprende la
santidad. Así pues, si la Iglesia ha canonizado a pocas personas casadas, una de las
razones es que faltan, incluso hoy en día, historias emocionantes de santos casados
que igualaran a aquellos personajes del cristianismo primitivo, cuyas leyendas
encarnan el prejuicio contra el matrimonio y la sexualidad humana. Es cierto que la
hagiografía misma no es ya lo que fue, cuando las historias de los santos eran,
como las de las vírgenes mártires, productos de ricas tradiciones orales y
comunitarias y estaban pensadas para edificar e instruir\'7b285\'7d; pero, ni
siquiera en la literatura laica, las virtudes cotidianas de la vida doméstica jamás
han inspirado leyendas o mitos, a menos que exceptuemos la transformación del
Ulises errante en el cornudo don Nadie de James Joyce, Leopold Bloom.
LA CREACIÓN DE SANTOS
El sínodo fue el remate de un período de doce meses que Juan Pablo II había
declarado «el año del laicado». Para honrar la ocasión, la congregación trabajó a lo
largo de más de dos años para ofrecerle al papa una variedad de ejemplos de una
santidad laica susceptible de beatificación o de canonización durante los meses que
los obispos deliberarían en Roma. Los postuladores ejercieron presión en favor de
sus causas, los obispos intentaron la persuasión en apoyo de candidatos locales.
Había más de quince candidatos listos para ser tenidos en consideración por el
papa, más que domingos en octubre para celebrarlos. En efecto, algunos
funcionarios temían que el papa pudiera excederse y desleír así la individualidad
de cada nuevo santo o beato. Al final, se eligieron tres candidatos para la
beatificación y dos para la canonización (uno era una causa de grupo); y el
conjunto de sus biografías decía más acerca de la actitud de la Iglesia frente al
matrimonio, la sexualidad y la santidad que todos los aburridos discursos del
sínodo sobre la vocación de santidad del laicado.
Éstas fueron las tres primeras personas que Juan Pablo II eligió para
ejemplificar la santidad de los laicos católicos en vísperas del tercer milenio de la
cristiandad. Y, por si los padres del sínodo no hubieran aún comprendido el
significado más amplio de esas vidas breves y limitadas, el papa ensalzó a los
nuevos beatos como «jóvenes y valientes ciudadanos de la Iglesia y del mundo,
hermanos de una nueva humanidad, constructores libres y no violentos de una
sociedad plenamente humana (...)». Los cristianos del siglo IV habrían entendido
perfectamente lo que quería decir.
El último domingo del sínodo, Juan Pablo II canonizó a otro santo laico, el
beato Giuseppe Moscati, un renombrado médico de Nápoles, fallecido en 1927 tras
atender a sus pacientes. Moscati fue el primer católico laico canonizado
individualmente desde 1968 y uno de los pocos santos canonizados en este siglo
que habían sobresalido en una carrera seglar: médico jefe de su hospital, profesor
universitario de medicina humana y de química fisiológica y mentor ejemplar de
enfermeras y de estudiantes de medicina. Según señaló el papa en su homilía,
Moscati gozaba de envidiable fama, por ocuparse tanto de las almas de los
pacientes como de sus cuerpos, y destacaba por una singular ausencia de toda
presunción. Me pareció que era exactamente lo que Juan Pablo II había dicho a
menudo que los católicos debían buscar en un santo laico: un hombre que combina
la fe con la competencia profesional y el celo de «colaborar con el plan de creación
y redención de Dios». Pero, como casi todos los laicos no mártires que el papa ha
canonizado, Moscati no se casó nunca; hizo voto de castidad a la edad de diecisiete
años y organizó su vida como un monje célibe.
Gumpel me miró con unos ojos que delataban que estaba resuelto a
defender lo indefendible.
El hacedor de santos jesuita dijo que no podía hablar en nombre del papa,
pero que, de la falta de santos casados, no era responsable la congregación, sino el
propio laicado católico.
Desde luego que tenía razón. Si los laicos mismos no asocian la santidad al
matrimonio, la congregación no puede hacerlo por ellos. Hasta ahí, no hallaba
motivo alguno para dudar del deseo de la congregación de beatificar a más santos
seglares; en ese sentido, el hecho de que todos fuesen clérigos y célibes no me
parecía motivo para sospechar que albergaran algún prejuicio oculto contra los
candidatos casados. Por otra parte, no encontré ninguna prueba de que la nueva y
más ilustrada concepción que del matrimonio se había formado la Iglesia hubiera
afectado en modo alguno los criterios por los que la congregación valora el amor
sexual y la intimidad en las vidas de los pocos candidatos casados cuyas causas
han llegado a Roma.
Como es lógico, una persona que no honrara sus votos conyugales no sería
un candidato muy prometedor a la santidad. Pero ¿qué sucede con las viudas o
con las mujeres que abandonan a sus maridos para entrar en religión? ¿Las exime
ese segundo voto —la «vocación superior»— de las obligaciones contraídas con el
primero?
Entre las fundadoras de órdenes religiosas, esos casos son más frecuentes de
lo que se pudiera pensar, y varias causas recientes indican que las reacciones de los
hacedores de santos no siempre son uniformes. El padre Beaudoin está trabajando
en la causa de una monja argentina, Catalina María Rodríguez (1823-1896), casada
durante quince años con un coronel del ejército. Tras la muerte del marido, y
siendo sus hijos ya adultos, fundó una congregación de religiosas. Pero la
documentación enviada por el obispo local se centraba exclusivamente en su vida
de monja. Se suponía, evidentemente, que sus votos de pobreza, castidad y
obediencia eran lo que más contaba a la hora de demostrar su virtud heroica. En
este caso, la congregación le pidió al postulador que se remontara más atrás y
presentara pruebas de virtud de los años en que Catalina fue esposa y madre. En el
momento en que escribo estas líneas, la monja colaboradora de la causa continúa
todavía rastreando los archivos en busca de información sobre la vida desconocida
de Catalina Rodríguez.
Cuando la causa llegó a Roma, uno de los asesores teológicos, quien pidió
guardar el anonimato, dado que las discusiones de los casos son secretas, se
lamentó de que la documentación era incompleta.
—Toda la positio se centraba en su vida como monja, así que pedí una
explicación de qué valor tenían aquellos dos años que estuvo casada. ¿Por qué no
tuvo ningún hijo? Argumenté que, si el matrimonio no funcionaba bien, quizás
había algún problema moral o psicológico que debiéramos examinar.
—No. Pero a los otros asesores les pareció extraño que yo, como sacerdote y
miembro de una orden religiosa, cuestionara la decisión de abandonar al marido.
Su postura era que aquella mujer había decidido al cabo de dos años consagrarse
enteramente a Dios y, como el marido se mostró de acuerdo, no existía ningún
motivo para investigar el matrimonio. Tuve que someterme a la decisión de la
mayoría.
En ese caso se suponía, pues, que los detalles del matrimonio de la mujer no
tenían consecuencia alguna al juzgar la virtud heroica de la candidata; quizá
porque el matrimonio duró tan poco y, con toda seguridad, porque fue
reemplazado por una «vocación superior». Que el «amor de Dios» deba prevalecer
sobre el amor conyugal es un principio que la Iglesia ha honrado desde los siglos
más remotos; pero, al continuar beatificando a tales mujeres como ejemplos de
virtud heroica, la Iglesia está claramente reforzando su antiquísima preferencia por
la virginidad frente al matrimonio. ¿Cómo, si no, se explica un caso tan reciente
como el de Benedicta Cambiagio Frassinello (1791-1858), beatificada por Juan Pablo
II el 10 de mayo de 1987? Esta italiana quijotesca estuvo casada durante dos años y,
luego, tomó el hábito con el consentimiento de su marido. Otros dos años después,
sin embargo, abandonó el convento y se unió de nuevo con su esposo; aunque esta
vez renovó el voto de castidad, una vez más con la aprobación del marido. Desde
entonces, vivieron como hermanos, dedicándose a cuidar huérfanos y niños
abandonados.
Es probable que Juan Pablo II tenga esa oportunidad. Por primera vez en
cuatrocientos años, la congregación está procesando una causa conjunta de dos
cónyuges. Los candidatos son Louis y Azélie, Guérin Martin, cuya reputación de
santidad se debe a la de su hija más joven, santa Teresa de Lisieux, la monja
carmelita que murió á los veinticuatro años.
Cabe anotar que entre los católicos hay un impulso popular a atribuir
santidad a los padres de los santos, impulso que se remonta a la Iglesia primitiva y
su actitud hacia los personajes bíblicos. Santa Ana, la por lo demás desconocida
madre de María, es un caso clásico, así como santa Isabel, la madre de san Juan
Bautista; y, efectivamente, de no ser porque el hijo les salió tan bien, María y José
tampoco serían venerados como santos\'7b292\'7d. Pero, a diferencia de esos
personajes bíblicos, la reputación de santidad de los Martin tiene que sobrevivir al
proceso de canonización moderno. Su causa conjunta fue introducida formalmente
en 1974 y encomendada a la sección histórica. La positio se completó en 1989, pero,
como aún no había sido juzgada por los asesores, el relator, monseñor Papa, no
podía permitirme analizar el texto. De todos modos, varios funcionarios de la
congregación estaban dispuestos a discutir la causa y los nuevos problemas que
plantea.
Consideré que la persona idónea para aclarar tales dudas era el prefecto de
la congregación. Cuando le planteé el tema una tarde al cardenal Palazzini en su
despacho, admitió que «técnicamente los dos candidatos sí que son separables,
pero subrayó que la causa misma es indivisible. Dada la concepción católica del
matrimonio como unión íntima de dos personas —«dos en una carne»—, Palazzini
opinaba que una causa que proponía a dos cónyuges en cuanto cónyuges requería
que ambos fuesen hallados heroicamente virtuosos: «Si uno de los cónyuges falla,
habría que preguntarse si hubo amor y apoyó suficientes para beatificar al otro.»
—No es convincente decir que, si uno de los cónyuges falla, el otro debe
fallar también porque los dos son responsables del matrimonio. Por ejemplo, si el
marido no se portó como es debido, hemos de preguntarnos si ello se debía a la
frialdad de la mujer o, tal vez, a una religiosidad mal entendida que le impidió
responder sexualmente en un estado de vida en el que se esperaba que se
entregara. Aunque, por supuesto, es posible que resulte que ése no era el caso.
Sea cual sea el fin que se persigue con la causa de los Martin, su vida
matrimonial merece escrutinio por cuanto revela acerca de la actitud de la Iglesia
hacia el matrimonio y la sexualidad humana. ¿Esos cónyuges del siglo XIX son
realmente personajes a los que los católicos contemporáneos pueden tomar por
modelos de santidad en el matrimonio?
Por lo publicado hasta la fecha sobre los Martin, se sabe que el sexo fue un
problema serio al principio de su matrimonio. La primera ambición de Zelie era
hacerse monja como su hermana mayor, Elise, pero su solicitud de admisión fue
rechazada. Siguiendo un consejo de la Virgen María, según cuenta la leyenda, Zelie
se dedicó a bordar encajes y desarrolló tal habilidad que acabó estableciendo un
negocio lucrativo. También para Louis el matrimonio era decididamente una
segunda opción. A los veintitrés años, siendo un joven soñador, intentó entrar en
un monasterio agustino y fue rechazado por falta de cultura; ante todo, por no
saber latín. Se hizo relojero y, tras vivir durante diez años como soltero, se casó con
Zelie. Pero, el mismo día de la boda, Zelie huyó al convento de su hermana y
declaró entre sollozos, ante las rejas del monasterio, que todavía seguía deseando
vivir como monja.
Y así vivió durante los diez primeros meses de su matrimonio. Los Martin
no tuvieron relaciones sexuales, aunque del material publicado no resulta claro si
la idea era de Zelie, de Louis o un arreglo acordado por consenso mutuo. Lo que sí
sabemos es que Louis estaba dispuesto a formalizar su mutua virginidad
estableciendo un matrimonio «josefita», es decir, una unión vitalicia no
consumada, a semejanza del matrimonio de María y José. Louis halló la
justificación teológica de tal arreglo en un pasaje de un libro de teología católica
que copió para Zelie, y lo guardó entre sus papeles durante el resto de su vida. En
dicho pasaje se citaban precedentes entre los santos (como santa Cecilia y su
esposo, Valeriano, personajes legendarios ambos) y se reiteraba la tradicional
convicción católica de que un matrimonio sin sexo es superior a un matrimonio
normal porque «representa más perfectamente la unión casta y enteramente
espiritual entre Jesucristo y Su Iglesia»\'7b294\'7d.
Cuando Zelie murió de cáncer en 1877, los Martin habían vivido juntos sólo
diecinueve años; ella tenía cuarenta y cinco años y él cincuenta y cinco. Sin
cuestionar la presunta santidad individual de cada uno, hay que preguntarse si su
experiencia como padres fue lo bastante profunda y variada para recomendarlos
como modelos de cónyuges y padres cristianos. En primer lugar, en el momento de
la muerte de Zelie, las tres hijas mayores no habían cumplido aún los veinte años;
Celine tenía ocho y Teresa sólo cuatro. Aunque en el siglo XIX los niños
maduraban más de prisa que ahora, sigue siendo evidente que para los Martin, en
cuanto matrimonio, la educación de los hijos terminó justamente allí donde, para la
mayoría de los padres, empieza lo más difícil. Además, los hijos de la familia
Martin vivieron excepcionalmente, en términos de cualquier época, aislados de
toda influencia exterior; sus vidas transcurrieron en los círculos concéntricos de la
familia y de la Iglesia.
No cabe duda de que hay muchas cosas admirables en las vidas de Louis y
Zelie Martin. Yo, por lo menos, no tengo motivo alguno de no desearles éxito a sus
causas. Pero, como ejemplos de matrimonio cristiano, sus vidas y sus perspectivas
tienen también ese olor a monasterio y a una cultura católica que sigue incapaz de
conciliar la santidad y la sexualidad. ¿Qué se espera, al fin y al cabo, que piensen
los católicos casados de un matrimonio que prefería la vida religiosa a la conyugal,
dispuestos a renunciar al sexo, incluso después de casados, y cuyas hijas optaron
sin excepción por el convento, prefiriéndolo a la vida matrimonial?
LA SANTIDAD Y
LA VIDA INTELECTUAL
Otra razón es cultural. Los intelectuales y los eruditos, por muy sólida que
sea su reputación de santidad entre quienes los conocieron, no significan mucho
para la gente que invoca a los muertos pidiendo milagros; por lo cual, tienen
escasas probabilidades de disfrutar de un culto póstumo, del tipo que la Iglesia
exige antes de instruir una causa. A la inversa, por mucho que los intelectuales
católicos defiendan la idea de la santidad o se esfuercen incluso por vivir como
santos ellos mismos, no son propensos a expresar devoción ni a hacer otras cosas
necesarias para promover la causa de un pensador o un erudito fallecido. «Es
difícil hacer avanzar una causa cuando uno depende de los intelectuales —dice el
padre Eszer—. Ellos no rezan a los santos y ni siquiera son capaces de poner una
simple flor sobre la tumba del candidato. —Hizo una pausa y, girando la silla, se
volvió hacia mí—. Es que los santos son para la gente modesta. No para los tontos,
pero sí para los devotos. Las personas arrogantes no aceptan a los santos porque
tienen que admitir que son personas más perfectas que ellos mismos.»
Ante todo, a Juan Pablo II le gustaría ser el papa que beatifique, y tal vez
incluso canonice, a John Henry Newman, el pensador y escritor católico más
conocido y, sin duda, el más influyente del siglo XIX. Durante su vida, que abarcó
casi un siglo entero (1801-1890), Newman fue un fenómeno raro en el catolicismo:
un «pensador público»\'7b296\'7d que trataba los temas más controvertidos de su
tiempo, con lo cual a veces iba directamente en contra de los vientos
predominantes que soplaban de Roma. Fue un eminente hombre de letras, un
magistral estilista en prosa, quizás el predicador en lengua inglesa más fino de su
tiempo, editor, y educador de primera categoría; aunque de menor rango como
poeta y novelista. También era sacerdote —primero, de la Iglesia anglicana y,
después, de la Iglesia de Roma— y reconocía que no eran éstos los dones que la
Iglesia aprecia en sus santos. «Los santos no son literatos —escribió, cuando oyó
decir que un amigo lo consideraba un santo viviente—, A los santos no les gustan
los clásicos ni escriben cuentos.»\'7b297\'7d
De todos modos, mucho antes de ser elegido Juan Pablo II, a Newman se le
consideraba ya lo bastante ortodoxo como para que fuera enseñado en las
universidades pontificias de Roma y, en 1987, lo bastante seguro para que lo
metieran —si bien, selectivamente— en la batalla del Vaticano contra aquellas
parejas católicas que, por motivos de conciencia, no pueden aceptar la prohibición
papal de la contracepción\'7b299\'7d. En efecto, ese mismo año, algunos
miembros conservadores de la Congregación para la Causa de los Santos insistían
en que Newman podría haber sido canonizado ya si los obispos católicos de
Inglaterra le hubieran prestado un apoyo más vigoroso. Eszer, por ejemplo, me
aseguró que el problema con la causa de Newman era que los obispos ingleses no
se decidían a insistir mucho por temor a provocar el resentimiento de los
anglicanos. «Lo llevan de acá para allá, como si fuera un fardo», dijo, y se rió entre
dientes de su propio símil. Pero, en realidad, el apoyo de los obispos católicos
ingleses a la causa era bastante notorio y el arzobispo de Canterbury había
declarado ya que no tenía nada que objetar\'7b300\'7d.
Desde luego, Roma no era el sitio adecuado para averiguar la verdad sobre
el asunto. Sospeché que Newman, autor prolífico, presentaba a los hacedores de
santos unos problemas singulares. Si quería saber qué había detrás de la lenta
marcha de Newman hacia la santidad oficial, tenía que penetrar más allá de la
habitual telaraña de rumores y cotilleos del Vaticano. Tendría que viajar a
Inglaterra.
NEWMAN: LA VIDA DE UN
PENSADOR DE LA IGLESIA
Cinco años después, fue atacado desde otro lado. Desde las páginas de una
revista londinense, Charles Kingsley, un literato popular y capellán de la reina,
infamó gratuitamente la integridad de Newman y, por extensión, la honestidad de
todos los sacerdotes de obediencia romana. «La verdad como un fin en sí mismo
no ha sido nunca una virtud del clero romano», escribió Kingsley, citando en
apoyo de sus afirmaciones un sermón de Newman\'7b313\'7d. Resultaba que
dicho sermón lo había pronunciado varias décadas antes, en los tiempos en que era
anglicano; pero cuando Newman hizo público tal hecho en una ingeniosa réplica,
Kingsley respondió con otro libelo aún más intempestivo.
A pesar de sus opiniones avanzadas, tres obispos (entre ellos Brown, aquel
que lo delatara a Roma) invitaron a Newman a asistir al concilio en calidad de
consultor. Pero, tras sopesar los pros y los contras, decidió quedarse en casa; se dijo
a sí mismo que el trabajo en gremios y en comisiones nunca había sido su fuerte y
que no se sentía libre de hablar con franqueza en presencia de obispos, y anotó en
su diario: «Nunca he tenido buenos tratos de amistad con mis superiores
eclesiásticos, debido a mi timidez y al constante recuerdo de que estoy obligado a
obedecerlos, lo que me pone nervioso y me impide hablar con desenvoltura, decir
lo que pienso sin esforzarme o discutir con lucidez y con calma. Nunca sabría
hacer sentir mi presencia.»\'7b317\'7d
Tras muchas maniobras y sometidos a considerable presión por Pío IX, los
padres conciliares aprobaron una constitución, titulada Pastor aetemus, en la que se
definía la infalibilidad del papa y su jurisdicción inmediata sobre todos los
católicos romanos. Pero la formulación definitiva del documento era cautelosa,
limitada y deliberadamente vaga: para consternación de Manning y de otros
ultramontanos, la infalibilidad no se hacía extensiva a toda declaración papal ni se
aludía a la inspiración divina de los sumos pontífices. A su regreso a Inglaterra, sin
embargo, Manning publicó una carta pastoral sobre el concilio, en la cual se
exageraba el alcance que de la definición había dado el concilio mismo. Newman
sabía que era una exageración, pero tenía tal fe en la Iglesia que le impedía perder
la esperanza en la obra de Pío IX. Confió a su diario:
Arguyó que los actos de los papas no obedecen a una inspiración personal
de Dios; si un papa tomara una decisión que resultase ser inmoral, los católicos no
estarían obligados por ella. «Como persona particular», escribió, la autoridad de la
palabra del papa «no tiene absolutamente ningún peso». Aseguró que no había
nada en la declaración del concilio que pudiera subvertir la inviolabilidad de la
conciencia personal. «Por cierto, si se me obliga a llevar la religión a un brindis de
sobremesa (que, de todos modos, no parece un lugar muy adecuado), brindaré...
por el papa, si ustedes quieren, pero siempre por la conciencia primero y por el
papa después.»\'7b322\'7d
Tercero, las nubes que se cernieron sobre Newman en los días de su apogeo
como polemista no se habían disipado del todo por su elevación al cardenalato. En
Inglaterra, la dirección de la Iglesia seguía más bien los pasos de Manning que los
de Newman. En Roma, murió León XIII y lo sucedió Pío X, cuya encíclica Pascendi
(1907) desató una despiadada campaña de vigilancia, encaminada a identificar —y,
en muchos casos, a excomulgar— a los intelectuales y eruditos inficionados por
una serie de ideas liberales que el papa etiquetó como modernismo. Tanto a los
cazadores como a los cazados, Newman les parecía, cuando menos, un
protomodernista. Wilfrid Ward leyó Pascendi y pensó que las condenas del papa
seguramente afectaban a Newman; y lo mismo pensó el sacerdote irlandés George
Tyrrell, uno de los exponentes más destacados del modernismo, excomulgado en
1907. Los oratorianos defendieron a Newman y, finalmente, lograron rehabilitarlo.
Aun así, sus ideas más progresistas (la insistencia en que las doctrinas de la Iglesia
evolucionan y no pueden entenderse cabalmente, sino en el contexto histórico; el
concepto del laicado como un instrumento más activo que pasivo en manos de los
clérigos; el énfasis en la prioridad de la conciencia individual; la actitud abierta al
pensamiento moderno y el repudio del árido escolasticismo que dominaba la
teología católica romana; y las reservas ante la doctrina de la infalibilidad papal tal
como la definió el I Concilio Vaticano) siguieron desazonando a Roma durante la
primera mitad del siglo XX y no fueron oficialmente aceptadas hasta el II Concilio
Vaticano. Newman continuaba siendo inviable como candidato a la santidad
porque Roma no canoniza a los pensadores cuyas ideas aún no ha hecho suyas.
Este era, al menos, el Newman que conocía yo de las lecturas de mis años de
estudiante. De todos los personajes que la congregación estaba preparando para
juicio, él me parecía el único cuya vida, y virtudes encerraban todavía algún
mensaje para los cristianos de finales del siglo XX. Fui a Inglaterra, pues, animado,
en grado no desdeñable, por la expectación que siente todo peregrino cuando se
pone en camino hacia el santuario de un santo favorito.
—No. Quien lo puso en marcha fue el padre Henry Francis Davis, que
enseñaba a Newman en sus clases del seminario diocesano de Birmingham.
Alrededor de 1944 dio con un libro escrito en francés, de Louis Bouyer\'7b326\'7d,
un converso y sacerdote del Oratorio francés. Era el primer libro que trataba la
espiritualidad de Newman como hombre y no sólo como pensador y eso le dio a
Davis la idea de que a Newman habría que hacerlo santo, así que escribió un
artículo en el que pedía la introducción de la causa de Newman y lo envió a todos
los obispos de habla inglesa del mundo entero, solicitando su apoyo. Obtuvo una
respuesta favorable; lo bastante, de todos modos, para venir al Oratorio de
Birmingham a pedir a los padres que promovieran la causa. Muchos de los padres
de mayor edad estaban en contra; algunos pensaban que entorpecería el ministerio
pastoral de la parroquia. Y, como yo decía, encumbrar a uno de los nuestros no es
muy acorde a los principios que tenemos los oratorianos.
—Me pareció que era hora de seguir adelante —me dijo Winterton, que ha
sido superior del Oratorio de Birmingham durante más tiempo que nadie desde
Newman mismo—. Fuimos a ver al arzobispo George Dwyer, de Birmingham, y,
tras algunas vacilaciones, nombró a un nuevo vicepostulador para recaudar fondos
y, en 1979, estableció una nueva comisión histórica para investigar la vida, las
virtudes y la reputación de santidad. También fundamos el grupo de «Los amigos
de Newman», con el fin de fomentar las oraciones; esas cosas que se hacen para
coleccionar favores divinos.
Entre los oratorianos, nadie duda de la santidad; ellos esperan que Roma
comparta su criterio. Están divididos, sin embargo, sobre qué hacer con sus restos
mortales una vez esté beatificado. Newman expresó el deseo de ser enterrado en
Rednal, en la misma tumba donde yace el cuerpo de su amigo más íntimo y
cofrade oratoriano, el padre Ambrose St. John; pero ya ahora llegan autocares
enteros llenos de peregrinos de países tan lejanos como Alemania o Ucrania, y los
oratorianos tendrán que decidirse: ¿deben seguir ¿espetando los deseos del
cardenal, o será mejor construir una capilla en el interior de la iglesia parroquial,
en donde el cuerpo pueda ser a la vez venerado y protegido? «Es un gran
problema —señaló Winterton—. Es imposible tener continuamente a un hombre en
Rednal.» Pero él sabe que transformar la iglesia en un santuario tampoco hubiera
sido del agrado de Newman, un hombre que jamás, ni como anglicano ni como
católico romano, fue amigo de pompas y rituales.
Yo les pido [a las biografías de santos] algo más que ese tropezar con las
disjecta membra de lo que debiera ser un todo viviente. No suscitan en mí sino un
interés secundario aquellos libros que despedazan a un santo en capítulos sobre fe,
esperanza, caridad y virtudes cardinales. Esos libros son demasiado científicos
para ser devotos (...). No presentan a un santo, lo desmenuzan en lecciones
espirituales (...).
Una dificultad análoga experimento con los hagiógrafos cuando agrupan sus
materiales no por años, sino por virtudes. Una lectura tal pertenece a la ciencia
moral más que a la historia; y ni siquiera eso: porque se descuidan las
consideraciones cronológicas, mezclando indistintamente la juventud con la edad
adulta y la vejez. De ese modo, no puedo seguir, para mi propia edificación, el
solemne conflicto que se libra en el alma entre lo que es divino y lo que es humano,
ni las eras de las sucesivas victorias obtenidas por los poderes y los principios
divinos. No puedo discernir si hubo heroísmo en el joven, si no hubo tentación y
flaqueza en el viejo. No estaré en condiciones de explicar los actos que requieren
explicación, porque la edad de los actuantes es la clave verdadera para penetrar en
su vida interior. Acabaré cansado y desilusionado y volveré con gusto a los Padres.
—Para mí es por eso por lo que fue un santo —me confesó—. La gente decía
que era escéptico, fideísta, liberal...; había tantas calumnias contra Newman en su
tiempo que, cuando empezamos a ocuparnos de su causa, nos dimos cuenta de que
otros estudiosos habían aclarado ya la mayor parte de esos problemas.
—Llevaba las cuentas de la escuela del Oratorio, escribía cartas a los padres
de los alumnos sobre la conducta de sus hijos, dirigía obras de teatro en latín y
hasta quitaba el polvo de los libros de la biblioteca. Estaba al servicio de los
parroquianos, en su mayoría pobres, escuchaba confesiones a diario, predicaba y
dirigía las diversas misiones que visitaban las cárceles, los hospicios y los
orfanatos. Y en el último año de su vida, medió personalmente en una disputa
entre los obreros católicos de la fábrica de chocolate de Cadbury, a quienes los
patronos cuáqueros forzaban a asistir a clases diarias de instrucción bíblica, so
pena de perder el trabajo. Como decía un viejo oratoriano: Newman llevó hasta la
perfección el arte de ser uno más\'7b331\'7d.
Sabía que a los jesuitas les gustan los milagros morales, aunque Eszer y otros
dominicos los vean con poco agrado.
De mis conversaciones con el padre Winterton sabía que, por algún tiempo,
estuvo confiando en que Newman sería beatificado en 1988, canonizado en 1989 y
declarado doctor de la Iglesia en 1990, el centenario de su muerte. Pero esa agenda
resultó demasiado optimista; Blehl no acabó la positio hasta el verano de 1989.
Puede que haya sido el pensador católico más grande de su tiempo; que
haya ocasionado, con el ejemplo de su vida y con sus escritos, centenares de
conversiones; que con su temple personal, la valentía de su pensamiento y su
elevado don del lenguaje haya capacitado a innumerables católicos a perseverar en
la fe, pese a la inclemencia de ciertas políticas papales; que haya resultado más
providente y de vigencia más duradera que los teólogos profesionales más
cautelosos; que haya sido, como sostienen algunos, el padre remoto del II Concilio
Vaticano; pero, hasta que no presente alguien un milagro verificable, obrado por su
intercesión, la causa permanecerá en un estado de desarrolló detenido.
Parece poco probable que Newman llegue algún día a suscitar semejante
frenesí (y se supone que sus restos están a salvo); pero ¿quién sabe si alguna vez se
hallará un milagro aceptable? La cuestión es, por supuesto, si hace falta. ¿Qué
puede agregar la canonización a un hombre cuya influencia iguala la de cualquier
otro santo creado por la Iglesia en los últimos cuatrocientos años? ¿Disminuirá la
reputación de santidad de Newman si los milagros necesarios para la beatificación
y la canonización no se producen?
EL FUTURO DE LA SANTIDAD
Yo sabía que a los hacedores de santos esos comentarios les dolían. Uno de
ellos lamentó que Ratzinger estuviera adoptando una perspectiva típicamente
centroeuropea, señalando que tanto Edith Stein como Niels Stensen eran del norte
de Europa. «¿Quién es el cardenal para decir que ellos, son personajes universales
y otros no? —preguntó retóricamente—. Además, si canonizáramos solamente a
santos de reputación universal, ¿quién quedaría, aparte de alguna madre Teresa de
vez en cuando? Si quisiéramos seguir los consejos de Ratzinger, más valdría que
cerrásemos esta congregación y dejásemos que un puñado de cardenales decidiese
quién ha de ser santo y quién no.»
A primera vista, Ratzinger no parece decir nada más de lo que habían dicho
ya en el pasado muchos críticos del sistema, incluso algunos de los mismos
hacedores de santos; a saber, que la promoción de los candidatos a la canonización
se había convertido desde hacía mucho tiempo en un dominio de las órdenes
religiosas, que son, por razones prácticas, las únicas instituciones dentro de la
Iglesia que poseen tiempo y dinero suficientes y están dispuestas a promover las
causas, también las de los laicos. Si hubiera hablado con más franqueza, sin
embargo, Ratzinger podría haber explicado, en beneficio de todos los interesados,
en qué consisten esos criterios selectivos que la congregación observa para elegir a
los candidatos a la santidad. Sospecho que el motivo por el que no lo hizo es que,
aparte de las prioridades ya descritas en el capítulo 3 (personajes del Tercer
Mundo, laicos y otros miembros de grupos escasamente representados), no existe
efectivamente ningún criterio discernible por el que se elija a un candidato y no a
otro.
Por otra parte, cuando un obispo local remite una causa a Roma, la
congregación hace cuanto puede para complacerlo. Hasta que la positio se presente
a los asesores, en la congregación nadie tiene el derecho ni el deber de cuestionar la
causa. Aunque los relatores son libres de rechazar una causa, en realidad, como
hemos visto, la costumbre es que acepten a todo candidato que se les ofrezca. Si el
relator descubre, al preparar la positio, algún obstáculo importante a las
pretensiones de martirio o de virtud heroica del candidato, su juramento a la
verdad lo obliga a darlo a conocer; pero, hasta donde he podido averiguar, ese caso
no se ha producido nunca desde la reforma de 1983. Un proceso puede fracasar
por falta de pruebas suficientes o porque los promotores pierden el interés, como
sucedió durante varios años con la causa de Philippine Duchesne; también puede
suceder que un papa juzgue pastoral o políticamente inoportuno proceder a la
beatificación o la canonización del candidato, lo cual es la situación actual de la
causa de Pío IX; pero el principio general está claro: una vez una causa haya sido
aceptada por Roma, se espera que el candidato sea declarado por lo menos
heroicamente virtuoso o mártir. Y cuanto más convencional e inofensivo sea el
candidato (como en el caso típico de los fundadores de órdenes religiosas), tanto
mayor es la probabilidad de que acabe aceptado oficialmente como santo o santa.
BEATOS Y SANTOS:
Mientras Juan Pablo II sea papa, sin embargo, parece poco probable que
permita que el derecho de beatificar sea devuelto a sus obispos hermanos. El
sistema actual, centralizado en Roma, concuerda con su interpretación peripatética
del papel único del papa como maestro y pastor supremo de la Iglesia universal.
Para el papa actual, la creación de santos se ha convertido en una forma de política
eclesiástica: una oportunidad más de recordar a los católicos romanos del mundo
entero, y especialmente a los del Tercer Mundo, su unidad en una sola grey y bajo
un pastor supremo. Como observó el arzobispo Crisan, secretario de la
congregación: «Cuando el papa viaja, le gusta llevar un beato en el
bolsillo.»\'7b338\'7d Y agregó que lo peor es que a los católicos de fuera de Roma
las elaboradas ceremonias de beatificación les parecen «cosas de otro mundo».
Mientras tanto, Juan Pablo II está creando una creciente reserva de beatos, y
algunos de ellos serán, por la inexorable operación del sistema, los santos de
mañana. El domingo 23 de abril de 1989, por citar un acontecimiento
rutinario\'7b339\'7d, Juan Pablo II beatificó a dos sacerdotes y a tres monjas, cuyos
nombres no serán nunca familiares fuera de sus propias órdenes religiosas y de
ciertas regiones. Los sacerdotes eran misioneros españoles, Martín Lumberas y
Melchor Sánchez, que fueron martirizados juntos en Japón en 1632. Las monjas
eran Catherine Longpré, de Francia, quien entró en un convento a los doce años,
fue atormentada por los demonios durante la mayor parte de su vida y murió en
1668 en Canadá, a la edad de treinta y cuatro años; Francisca Siedliska, de Polonia,
fundadora de una orden religiosa y fallecida en 1902; y María Anna Rosa Caiani,
de Italia, otra fundadora, que murió en 1921. Todos ellos entraron a formar parte
de una reserva de beatos, en su mayoría miembros de órdenes religiosas, que
representan los candidatos más probables a las canonizaciones futuras.
Los defensores del sistema actual admiten que pocos de los que son
canonizados o beatificados tienen más que una reputación local; pero insisten en
que todos esos beatos y santos tan dispares, que representan a los países y los
períodos históricos más variados, forman un conjunto que revela, a modo de
mosaico, las formas que la santidad ha adquirido en el mundo moderno. Quizá sea
cierto. Ahora bien, si la finalidad de la canonización es la de presentar a los
creyentes unos ejemplos vivos y singulares de santidad cristiana —«números
primos», en la sugestiva expresión del teólogo Von Balthasar—, entonces, el
sistema necesita una revisión a fondo. Cuando los santos empiezan a parecerse
demasiado unos a otros, es hora de preguntarse cómo y por qué se hacen.
MISTERIO Y COMPLEJIDAD
PROCESO Y PROFESIONALIDAD
Sean cuales sean las razones prácticas por las que se asigna la redacción de
la positio a los proponentes de la causa y se deja la elección de los jueces a
discreción del promotor de la fe, la ausencia de unos procedimientos profesionales
expone el sistema a las acusaciones de manipulación.
Dado que el Opus Dei no publica los nombres de sus miembros ni está
fácilmente dispuesto a identificar sus operaciones seculares, sus adversarios lo han
acusado de constituir una quinta columna conservadora en la Iglesia y en la
sociedad. Puesto que el Opus Dei es una prelatura personal, sus agentes reciben
sus directivas de su superior en Roma; en ese sentido, funcionan
independientemente de los obispos locales. En España y en varios países
latinoamericanos, es considerado una fuerza poderosa en la política, la educación,
los negocios y el periodismo. Sea verdad o no —pues no es fácil conseguir
información objetiva sobre la organización—, algunos ex miembros han
atestiguado la naturaleza casi sectaria de su experiencia con el movimiento,
especialmente la tendencia a separar en ciertas situaciones a los miembros más
jóvenes de sus familias naturales si los padres son hostiles al Opus Dei. Lo que
preocupa a los padres —y no deja de ser comprensible— es la insistencia en que
los miembros reciban su dirección espiritual, incluida la confesión de los pecados,
exclusivamente de los sacerdotes del movimiento. Visto que muchos hombres y
mujeres jóvenes, incluso con veinte o treinta años, son a menudo inseguros y
psicológicamente inmaduros, algunos padres se sienten preocupados por los
efectos que la organización pueda tener en sus hijos; sobre todo, al tratarse de
jóvenes adultos que hacen votos de castidad perpetua y conviven en «familias» del
Opus Dei, mientras continúan dedicándose a ocupaciones seglares.
573 Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón.
Los santos, por supuesto, no necesitan ser elocuentes; pero quien ofrece su
dirección a otros debería mostrar cierta agudeza de percepción espiritual y un
nivel discernible de profundidad. Sólo hay que comparar lo que escribió Escrivá
con, digamos, las columnas de Dorothy Day para The Catholic Worker, los escritos
de Romano Guardini sobre el espíritu del catolicismo o los ensayos de Simone Weil
sobre la búsqueda de Dios, para percatarse de que los dones de aquél, sean cuales
sean, no incluyen un conocimiento profundo del alma ni de la época en que
vivimos.
Cuando hablé en 1987 por primera vez con el padre Eszer, el relator de la
causa, no insinuó en ningún momento que la positio sobre la virtud heroica de
Escrivá estuviese casi acabada; pero, después de que éste fuera declarado
venerable, Eszer habló con menos reserva. En primer lugar, la solicitud formal de
abrir la causa la presentó en la fecha más temprana posible, a los cinco años de la
muerte, el cardenal Ugo Poletti, vicario de Roma. En segundo lugar, el apoyo a la
causa incluía cartas de sesenta y nueve cardenales, doscientos cuarenta y un
arzobispos, novecientos ochenta y siete obispos —casi un tercio del episcopado
católico—, más cuarenta y un superiores de órdenes y congregaciones religiosas.
No se sabe cuántos de ellos son además miembros del Opus Dei. En todo caso, la
organización afirma contar con el apoyo de decenas de miles de personas en el
mundo entero, de modo que cabía esperar una verdadera avalancha de peticiones
en favor de la causa de Escrivá.
Y en tercer lugar, los dirigentes del Opus Dei estaban preparados para el
proceso. Puesto que ellos consideraban a su fundador un santo desde hacía mucho
tiempo, habían reunido ya hasta el último trozo de papel escrito sobre él. En total,
los documentos y testimonios sumaban veinte mil páginas.
—No tuve mucho que hacer. La positio la escribió el postulador, que tenía a
cuatro profesores universitarios del Opus Dei trabajando para él.
—Las únicas críticas al Opus Dei que he leído —repuso Eszer— venían de
antiguos miembros, de gente que lo dejó.
Con eso daba a entender que esas personas no le parecían unos testigos
dignos de crédito.
ACTUALIDAD Y
FAMA SANCTITATIS
LA VIRTUD HEROICA
Y LA VIDA NARRADA
Los dos jesuitas hacedores de santos, Paolo Molinari y Peter Gumpel, ven en
las positiones unos tesoros teológicos que deben explotarse por cuanto revelan
acerca de las formas de auténtica espiritualidad cristiana; ellos lamentan que esos
textos no sean leídos con más frecuencia por los teólogos ajenos a la congregación.
A mí también me gustaría que se prestase más atención a los textos por los que se
juzga la santidad, aunque por motivos diferentes. Por mis propias lecturas de
varias positiones, he llegado a compartir el descontento expresado por algunos de
los asesores teológicos de la congregación. Esencialmente, éstos se quejan de que la
mayoría de las positiones no demuestran cómo el siervo de Dios creció en la
santidad que se espera de un santo. En otras palabras, se juntan las pruebas para
cada una de las virtudes requeridas y se demuestra la santidad; pero, con
demasiada frecuencia, sin explicar cómo desarrolló el individuo aquella santidad
única que distingue a cada santo de todos los demás.
A lo largo de este libro he venido recalcando el lugar central que ocupan los
relatos en el proceso de creación de santos. Y es que el ser humano es
esencialmente un animal que cuenta historias; nos comprendemos a nosotros
mismos, si es que nos comprendemos, como personajes de una historia y es, a
través de las historias, como llegamos a comprender a los demás, incluidos los
santos. Como vimos en el capítulo 2, los cristianos primitivos reconocían a los
santos solamente en la medida en que los veían revivir la historia de Cristo. Pero,
paralelamente a esa forma narrativa, la cristiandad desarrolló también otra forma
de discurso para hablar de la santidad, un discurso que aspira a describir el
carácter o las virtudes que se esperan de un santo: el de los teólogos y filósofos
morales, tan antiguo como la Iglesia misma.
Como hemos visto, la Iglesia primitiva veía en los mártires a unas personas
que alcanzaban la perfección de la virtud al sacrificar sus vidas en perfecto amor al
Padre, como hiciera Jesucristo. El martirio suponía, en otras palabras, la perfección
de la fe, la esperanza y la caridad. En quienes no eran mártires, sin embargo, el
amor perfecto de Dios era menos obvio y sus pretensiones de santidad no se
basaban en cómo murieron, sino en cómo vivieron. Para ganar fama de santo había
que desarrollar, durante toda la vida de uno, la perfección del carácter y de la
virtud. Así pues, las historias y las leyendas de los no mártires —especialmente, las
de los ascetas— eran historias de virtud heroica.
En teoría, por lo menos, parece que no hay contradicción alguna entre las
virtudes requeridas por la Iglesia y la vida narrada de un santo. Según ha
demostrado el filósofo británico contemporáneo Alasdair MacIntyre, todo sistema,
por el que se conciban o se ordenen las virtudes, está «vinculado a una noción
determinada de la estructura o estructuras narrativas de la vida
humana»\'7b349\'7d. Así, el orden y la concepción de las virtudes cristianas, con
la caridad o el amor de Dios como su centro y fuente, es inteligible sólo en el
contexto de un relato que imagina la vida humana como una búsqueda de la
unidad o la amistad con Dios. En este esquema, por ejemplo, la humildad es una
virtud igual que la justicia, mientras que en la ética de Aristóteles, que no
contempla la vida con Dios como objetivo de la existencia humana, la humildad es
un vicio.
DE AMISTAD DIVINA
Me parece, sin embargo, que los milagros están todavía en el ojo del
observador, y limitar lo milagroso a lo que se puede observar solamente con los
ojos de la ciencia moderna y con sus instrumentos sería restringir el significado
tradicional de los milagros como señales de la amistad de Dios. Si mañana los
creyentes dirigiesen sus solicitudes de ayuda divina exclusivamente a Cristo,
eliminando así la posibilidad de los milagros— de intercesión, ¿acaso disminuirían
con ello el número o la importancia de los santos? Además, puesto que los
católicos no están obligados a creer en los milagros oficialmente atribuidos a un
santo —de hecho, salvo para las partes interesadas, los pormenores de esos
milagros son esencialmente secretos de la casa—, parece suficiente para su
bendición que un candidato esté ampliamente evocado. Como sugiere la búsqueda
hasta ahora infructuosa de un milagro atribuible al cardenal Newman, la falta de
milagros no disminuye en absoluto la reputación de santidad de un candidato ni
impide que exista un auténtico culto de los santos.
ORTODOXIA Y SANTIDAD
Pero, tal como están las cosas por ahora, cuanto más seguro y más
convencional sea un pensador católico, tanto mayores probabilidades tiene de ser
canonizado. No me resulta del todo claro por qué ha de ser así. Quizás haya cierto
temor de que canonizar a un pensador signifique también canonizar todos sus
escritos; pero, en el caso de los papas, hemos visto que la canonización del hombre
no implica la consagración de su pontificado, y, sin duda, un proceso que investiga
las vidas con tal rigor y con tal esmero debería estar en condiciones de discernir el
espíritu que busca detrás de todos los argumentos, pensamientos y palabras que
los intelectuales tienden a producir. Ante un pensador o un místico cristiano, creo
que los hacedores de santos harían bien en prestar atención a la siguiente
observación de Simone Weil, que algo sabía de Cristo, del Espíritu Santo y de
diversas conversaciones entre cristianos. Ella pensaba en los místicos, pero sus
palabras deberían aplicarse también, con algunas reservas, a los intelectuales:
Cristo mismo, que es la Verdad misma, al hablar ante una asamblea o ante
un consejo no empleaba el mismo . lenguaje que cuando conversaba con su
querido amigo; y, sin duda, ante los fariseos podría haber sido fácilmente acusado
de contradicción y error. Pero, por una de aquellas leyes de la naturaleza que Dios
mismo respeta porque su voluntad las ha creado desde toda la eternidad, existen
dos lenguajes bastante distintos, aunque estén hechos de las mismas palabras: el
lenguaje colectivo y el lenguaje individual. El Consolador que nos envía Cristo, el
Espíritu de la verdad, habla uno u otro de esos lenguajes, el que las circunstancias
requieran, y, por una necesidad de su propia naturaleza, no hay acuerdo entre
ellos.
Persisten, de todos modos, entre los católicos romanos y los demás cristianos
unas diferencias reales en cuanto al significado, la identidad y la veneración de los
santos; diferencias que los gestos o la buena voluntad ecuménica no pueden
superar. Durante los años en que estuve investigando y escribiendo este libro, por
ejemplo, un grupo de estudiosos, que representaban oficialmente a los católicos
romanos y a los luteranos de Estados Unidos, se dedicaron al estudio formal y al
diálogo sobre el tema de| papel de los santos —y, en particular, de María, la madre
de Jesús— en la vida de la re cristiana. En febrero de 1990, redactaron una
declaración conjunta\'7b360\'7d en la que se delimitaban los ámbitos de acuerdos
y desacuerdos. Si bien ambos lados afirmaban la común creencia en Jesucristo
como «único mediador» entre los creyentes y «el Padre», reconocían que, al cabo
de casi quinientos años de separación, las dos confesiones mantenían unas
actitudes radicalmente distintas hacia los santos.
Algunas de las diferencias eran de tipo doctrinal: los luteranos, por ejemplo,
estaban dispuestos a admitir (como hizo Martín Lutero) que los santos y sus
historias eran pedagógicamente útiles como ejemplos virtuosos para los creyentes;
pero insistían en que invocarlos en la oración, implorando ayuda, ni estaba
avalado por la Escritura ni era doctrinalmente congruente con el principio de
Lutero de que los cristianos se justifican (se salvan) únicamente por la fe en
Jesucristo. Una cosa es conmemorar a los seguidores excepcionales de Cristo; pero
recurrir a ellos en busca de ayuda era, en su opinión, innecesario, ineficaz y, con
toda probabilidad, contrario al Evangelio.
La tradición católica sostiene que Cristo solo jamás está completamente solo.
Lo hallamos siempre en compañía de toda una variedad de amigos, tanto vivos
como muertos. Es una experiencia básica del catolicismo que esos amigos de
Jesucristo, reconocidos e invocados en el marco de una fe bien ordenada, refuerzan
la experiencia que tiene uno mismo de la comunión con Cristo. Todo queda en
familia, podríamos decir; somos parte de un pueblo. Los santos nos muestran que
la gracia de Dios puede obrar en una vida, nos dan unas pautas luminosas de
santidad y rezan por nosotros. Estar en compañía de los santos en el Espíritu de
Cristo alienta nuestra fe. Sencillamente, forma parte de lo que significa ser católico,
vinculado a millones de personas no solamente alrededor del mundo, sino también
a través del tiempo. Quienes nos precedieron en la fe continúan siendo miembros
vivientes del cuerpo de Cristo; y, de algún modo inimaginable, estamos todos
conectados\'7b362\'7d.
Hablar de los santos en la tradición católica significa, por tanto, evocar una
sensibilidad particular: aquellas «Convicciones inconscientes acerca de lo que es
real y lo que no lo es»\'7b363\'7d. Los santos católicos sólo tienen sentido en un
mundo en el que el «cuerpo de Cristo» sea algo más que una metáfora; invocarlos
es suponer que, entre los creyentes que están en la tierra y los que están en el cielo,
existe una conexión orgánica «en Cristo», más fuerte y más real que los vínculos
biológicos, psicológicos, sociales y emocionales que sostienen la solidaridad
humana en esta vida\'7b364\'7d.
¿PARA QUÉ HACER SANTOS?
Pero ¿a quién le importan hoy en día los santos? Por cierto que la Iglesia
católica romana continúa agregando nuevos nombres a su lista de santos oficiales,
pero pocas de las personas canonizadas hoy en día son reconocidas o tan siquiera
reconocibles fuera de unos grupos muy limitados; incluso en la liturgia católica
romana se alude menos que antes a los santos y sus fiestas y los teólogos católicos,
por su parte, raras veces discuten sobre santidad\'7b368\'7d.
Conexión: El culto a los santos presupone que todos los seres humanos que
han existido y todos los que existirán estén conectados entre sí, es decir, que en la
estructura de la existencia humana haya realmente una base para la «comunión de
los santos»; de no ser así, carecería de sentido rezar a los santos que han muerto o
rezar por otras personas. Pero la afirmación de que todos los seres humanos están
radicalmente vinculados a través del espacio y del tiempo, y aun más allá de la
muerte, es contraria a la experiencia y a las convicciones de las sociedades
occidentales de libre empresa, que premian la autonomía personal y el yo
individualizado. En estas sociedades, incluso el tejido conectivo perceptible, que en
otros tiempos mantenía unida a la gente —los lazos de matrimonio, familia y
comunidad, de la sangre, la tierra y los fines sociales—, se experimentan como una
limitación arbitraria impuesta a la primacía y soberanía del yo. Cuando se aflojan
los vínculos tradicionales, los individuos tienden a chocar unos contra otros como
bolas de billar, en lugar de conectar. Donde se han atrofiado los lazos naturales,
resulta difícil imaginar una familia de familiares, que sea previa a los contratos
sociales que hayamos elegido suscribir e independiente de ellos. ¿Cómo podemos
imaginar y celebrar a los santos cuando, como observó el sociólogo Robert Bellah
respecto de los estadounidenses contemporáneos, carecemos de «comunidades de
memoria que nos vinculen al pasado y, al mismo tiempo, nos orienten hacia el
futuro como comunidades de esperanza»?\'7b370\'7d
Ser un «amigo de Dios» es, por lo menos en un sentido, como ser un amigo
de la Tierra. En palabras de Coleman una vez más, en todas las tradiciones
religiosas «los santos nos invitan a conceptualizar nuestras vidas en términos
distintos de los de dominio, utilidad, autonomía y control. Como libres
instrumentos de una gracia superior y como vehículos de un poder trascendental,
ofrecen una visión de la vida que privilegia la receptividad y la
interacción»\'7b373\'7d. Dicho de otro modo: no hay self-made saints, no hay santos
por mérito propio, al igual que no hay —en oposición a un viejo mito americano—
self-made men u hombres que sean lo que son gracias a sus propios esfuerzos. Si
hemos de creer a los santos, lo que nos hace plenamente humanos son regalos: lo
que comienza con el regalo de la vida, el regalo de la gracia lo completa.
Por consiguiente, para ser amigo de Dios, primero hay que conocer la
historia de Dios. En todas las tradiciones religiosas son los santos quienes revelan
los planes de Dios; por supuesto que los textos sagrados son importantes, pero sólo
revelan la trama central. En la tradición que he estudiado, es Jesucristo quien
revela cómo es Dios y qué intenciones tiene; pero los cristianos lo comprenden sólo
cuando hacen suya Su historia. Éste es, para todos los cristianos, el significado de
la santidad.
Pero, para que la idea cristiana de santidad sea apreciada en una época de
conciencia global en expansión, es necesario un nuevo tipo de santo o, cuando
menos, una nueva conciencia de lo que requiere la santidad. Simone Weil lo vio
con suma claridad. En la última carta que escribió, antes de su muerte en 1943, al
padre Jean-Marie Perrin, Weil hablaba de la necesidad de unos santos de «genio»
que supieran iluminar «el momento presente» de un modo del que no eran capaces
ya los santos del pasado. Imaginaba que «un nuevo tipo de santidad» traería «una
nueva primavera (...) casi equivalente a una nueva revelación del universo y del
destino humano (...). Sólo cierta perversidad puede obligar a los amigos de Dios a
privarse de tener genio, ya que, para recibirlo en sobreabundancia, sólo necesitan
pedírselo a su padre en nombre de Cristo»\'7b374\'7d.
Sólo Dios hace santos. Aun así, a nosotros nos toca contar sus historias, y ésa
es, al fin y al cabo, la única justificación del proceso de «creación de santos». ¿Qué
clase de historia le conviene a un santo? Ciertamente no la tragedia. La comedia se
acerca más a la posibilidad de captar el carácter lúdico de la santidad genuina y de
la lógica suprema de una vida vivida en y a través de Dios. También se precisa un
elemento de incertidumbre: hasta el final de la historia, nadie puede estar seguro
del desenlace. Los verdaderos santos son los últimos, entre todos los habitantes de
la Tierra, a quienes se les ocurriría presumir de su propia salvación, en esta vida o
en la otra.
14. ¿Qué piensa de la relación que existía entre la madre Katharine Drexel y
su hermana, la señora Morrell? Explique, por favor, su respuesta.
15. ¿Considera que la madre Katharine Drexel practicó bien las virtudes de
fe, esperanza y caridad? Si no es así, ¿dónde falló en el ejercicio de a) la fe, b) la
esperanza, c) la caridad?
16. ¿Opina que la vida de Katharine Drexel indica que sus actividades
estaban impulsadas por un gran amor al prójimo?
17. ¿Qué diría usted de los métodos que empleó la madre Katharine Drexel
en su trato con a) los miembros de la congregación, b) los miembros enfermos de la
congregación, c) los empleados, d) los niños?
23. ¿Piensa usted que exigía demasiado de los demás? De ser así, indique
ejemplos.
24. ¿Qué opina de los correctivos que imponía la madre Katharine a las
hermanas? ¿Guardaban relación con los problemas? Por favor, ponga ejemplos.
25. ¿Qué éxito obtuvo la madre Katharine en sus esfuerzos por mantener el
crecimiento de la comunidad en los primeros tiempos?
26. ¿Piensa que la madre Katharine daba muestras de valor al aceptar las
adversidades? Si no es así, ¿por qué?
36. ¿Cómo aceptaba la madre Katharine las órdenes que le daban esas
autoridades?
43. ¿Cree que su entierro fue indicativo de que era aceptada como una mujer
santa y piadosa? De no ser así, explique su respuesta.
44. ¿Pensaba usted, cuando ella vivía, que la madre Katharine gozaba de
reputación de santa? En caso negativo, explique, por favor, su respuesta.
51. ¿Considera hoy una santa a la madre Katharine? Si no es así, ¿por qué?
ILUSTRACIONES
Juan Pablo II, que vivió su infancia bajo la ocupación alemana de Polonia,
ha tenido que juzgar la santidad de varios católicos ejecutados por los nazis.
Edith Stein, de origen judío, convertida al catolicismo, fue monja carmelita y
murió en las cámaras de gas de Auschwitz. Los hacedores de santos de Roma
tuvieron que presentarla como mártir cristiana, a pesar de haber sido asesinada
por ser judía. Cuando Juan Pablo II beatificó a Stein en 1987, se produjeron
protestas de judíos en el mundo entero.
La última fotografía de Maximilian Kolbe, sacerdote franciscano polaco que
murió en Auschwitz para salvar la vida de otro prisionero. Dado que el hecho de
Kolbe no coincidía con el concepto tradicional que la Iglesia tiene del martirio, el
Papa creó una nueva categoría y lo proclamó “mártir de la caridad”.
Titus Brandsma, holandés, sacerdote carmelita y periodista, primera víctima
de los nazis en ser beatificada como mártir, fue asesinado por denunciar las
deportaciones nazis de judíos.
La política de la canonización.
Padre Pío, fraile italiano y uno de los más populares “santos vivientes” del
catolicismo, experimentaba estigmas (en la fotografía lleva guantes, para cubrir las
heridas) y poseía la capacidad de leer los pensamientos y la de realizar curaciones
milagrosas.
Teresa Musco, estigmatizada y visionaria que murió en 1976 a la edad de
treinta y «res años, hacía sangrar estatuas religiosas.
La portuguesa Alexandrina da Costa experimentó varios “éxtasis de
pasión”, durante los cuales reproducía los sufrimientos de Cristo.
Durante el último siglo y medio, las fundadoras de órdenes religiosas han
constituido el grupo más numerosos de beatos y de santos.
En 1990, Juan Pablo II beatificó a Pier Giorgio Frassati por su caridad hacia
los pobres. Atleta graduado universitario e hijo del fundador de La Stampa, Frassati
estaba a punto de casarse, antes de morir de poliomielitis a los veinticinco años.
Por primera vez desde hace más de cien años, los hacedores de santos están
procesando una causa conjunta para los padres de santa Teresa de Lisieux, célibes
durante los nueve meses siguientes a su casamiento, hasta que un sacerdote los
convenció de que su vocación era criar hijos. Todas sus hijas supervivientes se
hicieron monjas.
Los intelectuales como el cardenal John Henry Newman, de Inglaterra, son
candidatos poco prometedores a la santidad porque escriben demasiado y no
suscitan que los creyentes les pidan milagros.
En los nueve últimos siglos, tan sólo tres Papas fueron canonizados. El
interrogante que complica sus causas es: ¿puede canonizar la Iglesia a un Papa
sin bendecir todo cuanto hizo durante su pontificado?
Pío, aquí en 1918 como nuncio papal en Alemania, con prisioneros de guerra
italianos. Fue criticado por no pronunciarse abiertamente contra los nazis durante
la Segunda Guerra Mundial.
10. Don Luigi Fiora, Dirección General de las Obras de Don Bosco.
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ÍNDICE ONOMÁSTICO (Sin páginas)
aborto
Abraham
Académie Française
Achilli, Giacinto
Acta Martyrum
Adán
afección psicogénica
Ágata, santa
Águeda, santa
Agustín, san
alcoholismo
Alejo, san
Alemania nazi
Alessandro
Alfrink, Bernard
Alphege, arzobispo
America
Amico, Franco
Amore, Agustino
Ana, santa
anacoreta
anatema
Anciaux, Joseph
Andrés, san
Angélico, fra
Anselmo, san
Antiguo Testamento
antisemita
apocalipsis
Apologia pro vita sua
Arco, Juana de
Aristóteles
Armagh, arzobispo de
Armersfoort
artes diabólicas
asceta
Asclepio
Atanasio
Auschwitz
Aviñón, papas de
Baaden, James
Bankanja, Isidor
Barberi, Domenico
Basilio
Batterham, Forster
Bauer, Bruno
Bautista, Juan
beatificación
Beize, Bogdan
Bell, Rudolph M
Bellah, Robert
Bellarmino, Roberto
Benedict, padre
benedictinos
Benedicto, san
Benedicto XIV
Benedicto XV
Berkeley, Robert
Bernard, Marie
Bernardo, san
Bernini
Biblioteca Sanctorum
bienaventuranzas
Bismarck
Blake, Ursula
Blanc, Anthony
Bloch, Ernst
Bloom, Leopold
bolandistas
Bonaparte, Jerónimo
Bonhoeffer, Dietrich
Bonifacio VIII
Borra, Giuseppe
Bouyer, Louis
Bowles, Emily
Brahma
brande a
Brandsma, Titus
Brentano, Clemens
Brogowiec, Bruno
Brown, Peter
brujería
Buenaventura, san
Caballeros de la Inmaculada
Caballeros de Malta
Cairoli, padre
Callo, Marcel
calvario
Calvino, Juan
Camino
Campbell, Joseph
canonización
Cántico espiritual
Canuto IV
Capucci, Flavio
capuchinos
Carlos I
Carlos VII
carmelitas
carmelitas descalzas
Carta Magna
cartas pastorales
Carter, Jimmy
Casa de Hospitalidad
Casa Blanca
Catalina, santa
Catalina de Génova
catecúmeno
Catholic Worker
Cecilia, santa
Celestino V
celibato
Chadwick, Owen
Chernobil
Churchill
Cicerón
Cicognani, Amleto
ciencia divina
claretianos
Claudel, Paul
Clemente V
Clemente VIII
Cohalan, Florence
Coleman, John
Comité de la Paz
comunista
Concepción Inmaculada
Concilio de Cartago
Concilio de Nicea
Concilio de Trento
Concilio Vaticano 1
Concilio Vaticano II
Conferencia Episcopal de Alemania
Confesiones
confesor
Connare, William
Connelly, Adeline
Connelly, Cornelia
Connelly, Frank
Connelly, Mercer
consejos evangélicos
Constantino
Constitución Apostólica
consulta médica
contrarreforma
Cooke, Katherine
Cornell, Tom
Cortesini, Raffaello
Cortona, Margarita de
Cowley, Malcolm
Crisan, Traían
Crisóstomo, Juan
Cristiani, Alfredo
Cristóbal, san
Cruchon, George
cruz de hierro
Cullen, Paul
Cupertino, José de
Dachau
Danell
Darwin
Day, Dorothy
De Gaulle, Charles
DeRosa
Decretales
Delehaye, Hippolyte
derecho canónico
derechos humanos
diálogo apócrifo
dies natalisy
Dirvon, Joseph
Divino afflante Spiritu
Domingo, santo
dominicos
donatistas
Drexel, Anthony
Drexel, Elizabeth
Drexel, Katharine
Drexel, Louise
Drummond, Henry
Dwyer, George
Dyrda, Boniface
Echt (Holanda)
Eckhart, Johann
Eckhart, Meister
Edad Media
Ejercicios espirituales
El independiente
Él Salvador
El vicario
Elias, profeta
Emilio, padre
Enrique II
Enrique VIII
escolásticos
Escrituras
escuadrón de la muerte
Esmirna
Espíritu Santo
Estados Pontificios
Estanislao, arzobispo de Cracovia
Esteban, san
Ester, reina
estigmas
Ética a Nicomaco
Eucaristía
Europa Oriental
Eva
Evangelical Magazine
Evangelio
evangelización
exegeta
Faber, F.W
fama sanctitatis
Fatima
Fawkes, Guy
Felici, Angelo
Felicitas, santa
Felipe IV
Filomelión
Flannery, Michael
Forest, Jim
Forgione, Francesco
franciscanos
franciscanos negros
Franco, Francisco
Franklin, Benjamin
Freud, Sigmund
Frings, Joseph
Fritsch, comandante
Gabriel, arcángel
Gajownicezek, Francis
Galgani, Gemma
Gandhi, Mahatma
Garrone, Gabriel
Gérard, Joseph
Gerarda, Emmanuele
Gladstone, William
Glemp, Jozef
gnosticismo
Goethe
Gold, Mike
Gómez de Arayjo
Goretti, Maria
Goyau, Georges
gracias
Grant, obispo
Grassi, Giovanni
Gregorio IX
Gregorio XVI
Grimshaw, Francis
Groeschel, Benedict
Grossteste, Robert
Guardini, Romano
guerrilla
Gurloes, abad
Guzmán, Domingo de
Habig, Marion
hagiografía
hagiolatría
Hammarskjöld, Dag
Hebblethwaite, Peter
Heine
Heller, Erich
Hemingway, Ernest
Hennessy, Maggie
Hensel, Louise
hereje
Hickey, James
Hinterberger, sor Ancilla
Historia de un alma
historiografía
Hitler, Adolf
Hochhuth, Rolf
Hoeffner, Joseph
Holmes, J. Derek
Hospital de la Transfiguración
Huizinga, Johan
Humani generis
Hus, Juan
Husserl, Edmund
idolatría
Iglesia Luterana
Imcamp, Wilhelm
impétigo
Inés, santa
infalibilidad papal
informatio
Ingarden, Roman
Inocencio IV
Inocencio XI
inquisición
Irlanda
Isaac
Isabel la Católica
Isabel, santa
Jacinto, san
Jacob
Jägerstätter, Franz
James, madre M
Jardín de la Inmaculada
Jeanmard, Jules
Jerónimo, san
jesuitas
Johnson, Lyndon
Jorge, san
José, san
Joyce, James
Jrushchov, Nikita
Juan Pablo I
Juan, san
Juan XV
Judas, san
Juliano el Apóstata
Katz, Steven T
Kaufbeuren (Alemania Occidental)
Kingsley, Charles
Kirístalínacht
Koenig, Franz
Kolbe, Maximilian
Kowolska, Faustina
Krol, John J
L’Osservatore Romano
La ciencia de la Cruz
La ciudad de Dios
La leyenda de oro
La Soletee
La Stampa
La undécima virgen
La vida de un alma
Lambertini, Prospero
Lanfranc, arzobispo
Lateau, Loise
León XIII
Lercaro, Giacomo
ley canónica
libelli
Lichtenberg, Bernard
Liénart, Achille
Lincoln
Lipps, Hans
Longfellow
Longpré, Catherine
Lucas, san
Lucía, santa
Luciani, Albino
Luis XIV
Lumberas, Martín
lupus erythematosus
Lutero, Martín
Macca, Valentino
Machejek, Michael
Macias, Juan
MacIntyre, Alasdair
Macken, Canon
MacLaughlin, Helen
Magdalen, Mary
magia
Magno, Alejandro
Mahoma
Manning, cardenal
María Teresa
Maritain, Raissa
Martin, Dermot
Martin, hermano
Martin, Louis
Martina, Giacomo
Martino, Joseph
mártir
Martirio de Policarpio
Marx, Karl
Mateo, evangelista
matrimonio
Maurin, Peter
Mauthausen
Maximiliano, archiduque
Mayer, Rupert
McClosky, John
McDonagh, Enda
McGrath, James
McGuiginan, George
McShea, Joseph
Meir, Golda
Mercedes, madre
Merton, Thomas
Messina, Antonia
Metternich, príncipe
Mexico
Miguel, arcángel
milagro
Misioneras de la Caridad
misiones
Misisipí
misóginos
misticismo
místicos
Mit brennender Sorge
Moccia, Francesco
Moisés
Monti
Montini, Giorgio
Mooney, Catherine M
mormones
Morosini, Pierinia
Morrell, Louise
Moscati, Giuseppe
Movimiento de Oxford
movimiento guerrillero
movimiento popular
Musco, Teresa
Mussolini, Benito,
Napoleón
Natchez
nazi
neoplatonismo
Nepomucene Neumann, John
Neumann, Theresa
Newton
nihil obstat
Nixon, Richard
Norwich, Julián de
Norwich, Juliana de
nuevo paganismo
Nuevo Testamento
O’Connor, James
O’Connor, John J
O’Neill, Eugene
O’Neill, Joseph H
obispos
odium fidei
Oficio de Vírgenes
Olier, Jean-Jacques
oligarquía
olor de santidad
Opus Dei
oración
orden mendicante
Ottaviani, Alfredo
Ozanam, Frédéric
Pablo, san
Pablo VI
Pacem in Terris
pacifismo
Papa, Giovanni
paraíso
Parsifal
Pascendiy encíclica
Pascual II
Pasquinangeli, Camillo
Pastor aetemus
Patricio, san
Peacock, Cornelia
Peacock, Isabella
pecado
pecado original
Pedro, san
penthius
Pérez, Raffaelo
Perpetua
Perry, Harold
Pétain
Petti, Anton
Pietá
Pietro, Guido di
Pilato, Poncio
Pinho, Mariano
Pinto, Jorge
Pio V
Pio XI
Pio XII,
Pio, padre
Planck, Karl
Platón
Poletti, Ugo
Polonia
Ponticiano
Popery: Its Character and Its Crimes («El papismo: su carácter y sus crímenes»)
Porfirio
positio
positio super miraculo
proceso ordinario
processus
Proeles, Claudia
Procrustes
protestante evangélico
Quanta cura
Radini-Tedeschi, Giacomo
Radio Vaticano
Rahner, Karl
Raimondi, Luigi
Rambler
Rasoamanarvio, Victoria
Ratzinger, Joseph,
Reagan, Ronald
Reforma Protestante
Reinach, Adolf
reliquia
Renacimiento Italiano
Revolución Francesa
Ricci, Catalina
Riccki, Matteo
Roiphe, Anne
Rolle, Richard
Roosevelt, Theodore
Rosa, Franco de
Rosati, Joseph
Rossi, Paolo
Ruiz, Lorenzo
Ryan, James
Savonarola, Girolamo
Sachsenhausen
Sagrada Familia
alesiano
Sánchez, Melchor
Santa Sede
Santísimo Sacramento
anto viviente
santos
santos antiguos
santuario
Scheler, Max
señales divinas
Sergio, san
Sermón de la montaña
Severo, Sulpicio
sexualidad
Sheldon, William
Shrewsbury, conde de
Shrewsbury, lord
Siedliska, Francisca
Sínodo de Seglares
Siri, Giuseppe
Sixto V
Snider, Carlo,
Sobrino, John
Sociedad de los Bolandistas
Sociedad Filosófica
Sodalitium Pianum
Southwark, obispo de
Spellman, Francis
Stein, Edith
Stein, Rosa
Stensen, Niels
Stier, Diane L
studium
super vita et
Suso, Heinrich
Syllabus de
30 Days
Talbot, Gwendalin
Talbot, John
Talbot, Matt
Talbot, monseñor George
Tardini, Domenico
Taylor, William
Tekakwitha, Kateri
teología de la liberación
terciarios
terrorismo
Tertuliano
The Masses
The Tablet
The Times
Therese, Tamar
tierra santa
Times
Timoteo, san
Todo es gracia
Tognetti
Touissaint, Pierre
Towneley, coronel
tradición popular
Treacy, Gerard
Tribunal de Rota
Unión Soviética
Valabek, Redemptus
Valeriano, san
Vauchez, André
Venanzi, Enrico
Veraja, Fabijan
Verónica, santa
Vida de Antonio
Vietnam
Virgen María
vírgenes mártires
virginidad
virtud heroica
vitae
Vorágine, Jacobo de
Wagner, Richard
Ward, Wilfrid
Washington
Washington, Booker T
Watergate
Webber, Terry
Wegener, Thomas
Weit Simone
Weinstein, Donald
Whatmore, Leonard
Yom Kipur
Zahn, Gordon
NOTAS AL PIE DE PÁGINA
\'7b†††††\'7d Hasta la fecha, sólo treinta hombres y dos mujeres han sido
declarados doctores de la Iglesia, título honorífico que los papas otorgan a aquellos
santos que se distinguen por un grado excepcional de erudición y/o de
conocimiento de la vida espiritual.
INTRODUCCIÓN
\'7b1\'7d Sobre la vida de la madre Teresa, véase Eileen Egan, Such a Vision
of the Street: Mother Teresa - the Spirit and the Work, Nueva York, Doubleday, 1986.
\'7b4\'7d John A. Coleman, «After Sainthood», en Saints and Virtues, ed. por
John Stratton Hawley, Berkeley, University of California Press, 1987; p. 224.
CAPÍTULO UNO
Todas las citas de personas vivas provienen de las entrevistas del autor,
salvo indicación contraria.
\'7b7\'7d Fabijan Veraja, Commentary on the New Legislation for the Causes of
Saints, Roma, Congregación para la Causa de los Santos, 1983; p. 15.
\'7b10\'7d James Tunstead Burtchaell, The Giving and Taking of Life: Essays
Ethical, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame Press, 1989; p.
\'7b11\'7d Dorothy Day, The Long Loneliness, Nueva York, Harper &
Brothers, 1952; p. 157.
\'7b28\'7d Entrevistas del autor con Rivera y Damas y con sor Teresa de
Ávila.
\'7b29\'7d Entrevistas del autor con Rivera y Damas y con Ricardo Urioste.
CAPITULO DOS
\'7b42\'7d Peter Brown, The Cult of the Saints: Its Rise and Function in Latin
Christianity, Chicago, University of Chicago Press, 1981; pp. 6-7.
\'7b44\'7d Ibid., p. 9.
\'7b47\'7d Citado en Benedicta Ward, Miracles and the Medieval Mind: Theory,
Record and Event, 1000-1215, edición revisada, Filadelfia, University of
Pennsylvania Press, 1987; pp. 2-3.
\'7b48\'7d Brown, op. cit., p. 12.
\'7b54\'7d Athanasius, The Life of Antony and the Letter to Marcellinus, Nueva
York, Paulist Press, 1980; p. 66.
\'7b69\'7d Inocencio IV, Quinqué lihri decretalium, cit. en Vouchez. op. cit., p.
602, n. 51, y en Sherry L. Reames, The Legenda Aurea: A Reexamination of Its
Paradoxical History, Madison, University of Wisconsin Press, 1985; p. 199.
\'7b73\'7d Donald Weinstein y Rudolph M. Bell, Saints and Society: The Two
Worlds of Western Christendom, 1000-1700, Chicago, University of Chicago Press,
1982; p. 249.
\'7b76\'7d Johan Huizinga, The Waning of the Middle Ages, Garden City, N.
Y., Doubleday Anchor Books, 1954; p. 163. (Trad, cast.: El otoño de la Edad Media,
Madrid, Alianza, 1978.)
\'7b81\'7d Ibid.
\'7b86\'7d Jerrold M. Packard, Peter's Kingdom: Inside the Papal City, Nueva
York, Charles Scribner’s Sons, 1985; p. 192.
\'7b90\'7d Entrevista del autor con Samo. Esa tradición continúa, como
demuestran Joan Carroll Cruz, The Incorruptibles, Rockford, Illinois, TAN, 1977, y
especialmente Patricia Treece, The Sanctified Body, Nueva York, Doubleday, 1989.
\'7b92\'7d John T. Noonan, Jr., Power to Dissolve: Lawyers and Marriages in the
Courts of the Roman Curia, Cambridge, Massachusetts, Belknap Press of Harvard
University Press, 1972; p. ix.
CAPITULO TRES
\'7b101\'7d Ibíd.
\'7b109\'7d Ibid.
\'7b110\'7d Ibid.
CAPÍTULO CUATRO
\'7b119\'7d Citado en Anthony Rhodes, The Vatican in the Age of the Dictators
(1922- 1945), Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1973; p. 176.
\'7b121\'7d Informe del oficial que arrestó a Brandsma, leído al autor por
Redemptus Valabek.
\'7b124\'7d Sor Renata de Spiritu Sancto, OCD, Edith Stein, trad, de Cecily
Hastings y Donald Nicholl, Nueva York, Sheed and Ward, 1952; p. 64.
\'7b129\'7d Jakob Schlafke, Edith Steini Documents Concerning Her Life and
Death, trad, de Susanne M. Batzdorff, Nueva York, Edith Stein Guild, 1984; p. 5.
\'7b134\'7d George Hunston Williams, The Mind of John Paul II: Origins of
His Thought and Action, Nueva York, Seabury Press, 1981; pp. 124-140.
\'7b147\'7d Gordon Zahn, In Solitary Witness: The Life and Death of Franz
Jdgerstdtter, edición revisada, Springfield, Illinois, Templegate Publishers, 1986.
CAPITULO CINCO
\'7b164\'7d Egan, op. cit., p. 314. La cifra indicada por Egan parece basarse
en un cuestionable estudio escrito por el doctor Antoine Imbert-Gourbeyre, La
stigmatisation, Textase divine et les miracles de Lourdes, Clermont-Ferrand, 1895. Una
aguda crítica de Imbert-Gourbeyre ofrece Herbert Thurston, S. J., The Physical
Phenomena of Mysticism, Chicago, Henry Regnery, 1952; p. 49, n. 1, y pp. 32-130.
\'7b167\'7d Ibid., p. 3.
\'7b174\'7d Francis Johnson, Alexandrina: The Agony and the Glory, Rockford,
Illinois, TAN, 1979; p. 25.
24.
\'7b179\'7d Todas las citas de los informes de los asesores están tomadas de
Beatificationis et canonizationis Servae Dei Alexandrinae Mariae da Costa Positio Super
Scriptis, trad, del italiano por Robert Findley, S. J., Roma, Sacra Congregatio pro
Causis Sanctorum, 1977.
\'7b181\'7d De una breve biografía, sin indicación del autor, que figura a
modo de introducción en Anne Catherine Emmerich, The Dolorous Passion of Our
Lord Jesus Christ, Rockford, 111. TAN, 1983; p. 34. Es obvio que esa nota biográfica
es una traducción inglesa del libro original de Brentano, publicado en 1834. Una
edición inglesa comparable del mismo pasaje de la edición original alemana de
Brentano se encuentra en Herbert Thurston, S. J., Surprising Mystics, Chicago,
Henry Regnery, 1955; p. 65.
\'7b186\'7d Albert Schweitzer, The Quest for the Historical Jesus, Nueva York,
Macmillan, 1968; pp. 108-109.
\'7b189\'7d C. Bernard Ruffin, Padre Pio: The True Story, Huntington, Ind.,
Our Sunday Visitor, 1982; p. 150.
CAPITULO SEIS
\'7b202\'7d Mark I. Pinsky, «Nun’s 1960 Recovery May Answer Prayers For
Serra’s Sainthood», Los Angeles Times, 4 de agosto de 1987, p. 3.
\'7b208\'7d Idem.
\'7b209\'7d Entrevista del autor con Martin.
CAPÍTULO SIETE
\'7b222\'7d Citado en William M. Thompson, Fire and Light: The Saints and
Theology, Nueva York, Paulist Press, 1987; p. 10.
\'7b232\'7d Peter Gumpel, S. J., «Report of the Relator», Positio: informatio for
the Canonization Process of the Servant of God Cornelia Connelly (née Peacock), 1809-
1879, Roma, Sacred Congregation for the Causes of Saints, 1987.
\'7b234\'7d Todas las citas se refieren a Positio for the Canonization Process of
the Servant of God Cornelia Connelly (née Peacock), 1809-1879, 4 vols., Roma, Sacred
Congregation for the Causes of Saints, 1983, 1987.
\'7b238\'7d Ibid.
CAPÍTULO NUEVE
\'7b245\'7d Ibíd.
\'7b257\'7d Entrevista del autor con el padre John Lozano, quien revisó,
como censor de la congregación, los documentos sobre Pío XII.
\'7b261\'7d Gordon Zahn, German Catholics and Hitler’s War, Notre Dame,
Ind., University of Notre Dame Press, 1989.
\'7b262\'7d Francis X. Murphy, C. SS. R., The Papacy Today: The Last 80 Years
of the Catholic Church from the Perspective of the Papacy, Nueva York, Macmillan,
1981; pp. 34-35. Cf. también Hebblethwaite, Pope John XXIII, op. cit;, pp. 52-53 y 73-
74.
CAPITULO DIEZ
CAPÍTULO ONCE
\'7b279\'7d Peter Brown, The Body and Society: Men, Women and Sexual
Renunciation in Early Christianity, Nueva York, Columbia University Press, 1988.
\'7b280\'7d San Agustín, The City of God, trad, de Marens Dods, D. D.,
Nueva York, The Modern Library, 1950; pp. 464-465. Véase también Garry Wills,
«The Phallic Pulpit», The New York Review of Books, 29 de diciembre de 1989, pp. 20-
26.
\'7b289\'7d Dr. Joyce R. Emert, OCDS, Louis Martin: Father of a Saint, Staten
Island, N, Y., Alba House, 1983, p. 44.
\'7b297\'7d Citado en Brian Martin, John Henry Newman: His Life & Work,
Nueva York, Paulist Press, 1990; p. 156.
\'7b303\'7d John Henry Newman, Apologia Pro Vita Sua, Garden City, N. J.,
Doubleday Image Books, 1956, p. 135. (trad. cast. B. A. C., 1976). Citado eh J. M.
Cameron, «Newman the Liberal», Nuclear Catholics & Other Essays, Grand Rapids,
Michigan, Eerdmans, 1989; p. 216.
\'7b305\'7d Newman, Loss and Gain: The Story of a Convert, Works, ibid.
\'7b306\'7d John Henry Newman, Letters and Diaries, vol. 11, ed. por C.
Stephen Dessain et al., Oxford, Clarendon Press, 1976; p. 3.
\'7b312\'7d Ibid. ,
\'7b317\'7d Newman, Letters and Diaries, vol. 29, op. cit., pp. 61-62.
\'7b325\'7d Wilfrid Ward, The Life of John Henry Cardinal Newman, 2 vols.,
Londres, Longman’s, Green, 1912.
\'7b326\'7d Louis Bouyer, C. O., Newman: His Life and Spirituality, trad, de J.
Louis May, Nueva York, P. J. Kennedy & Sons, 1958.
CONCLUSION
\'7b333\'7d Marina Ricci, «A Few False Facts and... The Polemics Rage», 30
Days, Año 2, n. 5, mayo de 1989, p. 16.
\'7b336\'7d Marina Ricci, «I Never Said There Are Too Many», entrevista
cbm el cardenal Joseph Ratzinger, 30 Days, mayo de 1989, pp. 18-19.
\'7b337\'7d Veraja, op. cit., pp. IV-6. Para un desarrollo más amplio del
tema, véase Fabijan Veraja, La beatificazione. Storia, problemi, prospettive, Sussidi per
lo studio delle cause dei santi, 2, Roma, Sacra Congregazione per le Cause dei
Santi, 1983.
\'7b343\'7d Para una crítica de Escrivá y del Opus Dei, véase Michael
Walsh, Opus Dei: An Investigation into the Secret Society Struggling for Power Within
The Roman Catholic Church, Londres, Grafton, 1989. Véase también Penny Lemoux,
The People of God: The Struggle for World Catholicism, Nueva York, Viking, 1989.
\'7b357\'7d Simone Weil, Waiting for God, Nueva York, Harper Colophon
Books, 1973; P- 79.
\'7b360\'7d «The One Mediator, The Saints, and Mary: Lutherans and
Catholics in Dialogue». Manuscrito definitivo y corregido, de publicación prevista
en Augsburg Press (Minneápolis) para 1991.
\'7b363\'7d Erich Heller, The Disinherited Mind, op. cit., p. 263. Sobre lo
«gótico» en la sensibilidad católica, véase Kenneth L. Woodward, «Religion, Art
and the Gothic Sensibility», Perspectives, vol. ix, n. 1, enero-febrero 1964, pp. 14-17:
\'7b374\'7d George A. Pinchas (ed.), The Simone Weil Reader, Nueva York,
David McKay Co, Inc., 1977; p. 114.
\'7b375\'7d Ellsberg, By Little..., op. cit., p. 264. La frase completa: «El amor
en la práctica es algo riguroso y terrible en comparación con el amor vivido en
sueños», era una de las citas favoritas de Dorothy Day, y está tomada de las
palabras del padre Zosima en la novela de Feodor Dostoievski, Los hermanos
Karamazov.