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Carlos Marianidis

Las sombras perdidas


Ilustrado por David Pugliese

Había una vez en Colombia, cerca del río Bogotá, un bosque escondido
que tenía árboles de todas las especies.
En el bosque se alzaba una casita blanca, con un altillo. Y en el altillo,
todos los días, Gato Crayón y Gata Pinturita se sentaban con sus caballetes,
sus telas y pinceles, a pintar paisajes montañosos desde el balcón.
Una mañana se despertaron, se saludaron como siempre, se lavaron las
manos, la cara, los dientes y mientras Gata Pinturita preparaba el desayuno,
Gato Crayón abrió el ventanal del altillo y vio que estaba todo nublado y
hacía frío. Entonces, ambos decidieron quedarse a trabajar adentro.
Él pintó un cuadro de la tetera y sus tacitas y ella, otro de un plato con
manzanas y uvas.
Ya estaban lavando los pinceles, cuando escucharon que golpeaban a la
puerta.
Crayón bajó a abrir y no vio a nadie, así que cerró, pensando que había
sido el viento.
—¡Eh, espere, no se vaya! —gritó alguien.
Texto © 2005 Carlos Marianidis . Imagen © 2005 David Pugliese. Permitida la reproducción no comercial,
para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de
los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:
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Carlos Marianidis - Las sombras perdidas
El pintor abrió otra vez, pero afuera no había ni un pajarito.
—¿Quién habló? —preguntó, intrigado.
— ¡Aquí... aquí abajo! ¡Somos nosotras! —contestaron varias voces.
Crayón bajó los ojos y no pudo creer lo que veía: una multitud de som-
bras se movía en el suelo, murmurando y pataleando.
Enseguida llegó Pinturita, que al ver a Crayón hablando solo, se acercó
a preguntarle si se sentía mal.
—¡No, señora! ¡Está hablando con nosotras! —le indicó una sombra
que se movía de un lado a otro.
—¿Y quiénes son ustedes...? —gritó Pinturita, mientras se le paraban
todos los pelos de la cabeza.
—Somos las sombras del bosque, señora. Disculpe si los asustamos,
pero hace horas que estamos perdidas, porque hoy no salió el sol y no nos
acordamos dónde vivimos.
Gato Crayón y Gata Pinturita recobraron la calma e invitaron a las
sombras a pasar.
—Todos los días, cuando sale el sol, yo salgo de mi árbol y me estiro, me
estiro —contó una sombra de naranjo— hasta que llego a su puerta.
—Sí, yo también —agregó una sombra de eucalipto—, y después
voy volviendo de a poquito, hasta que me meto en mi tronco hasta el día
siguiente.
—Y como la única casa que conocemos es la de ustedes, vinimos a pedir-
les ayuda —sollozó una sombra flacucha de sauce.
Crayón, preocupado, encorvó su espalda y se puso a caminar en círculos.
Pinturita, por su parte, se quedó pensativa un largo, largo rato.
Los minutos pasaron... pasaron...
—Bueno... No importa —susurró resignada una sombra de pino—. Ya
nos vamos a arreglar de alguna manera. —Y comenzó a irse por debajo de la
puerta, seguida por sus compañeras.
Ya estaba saliendo la última sombra, cuando algo maravilloso sucedió.
—¡Esperen! ¡Tengo una idea! —gritó Pinturita, tan contenta, que
Crayón se asustó y saltó sobre la chimenea.

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Carlos Marianidis - Las sombras perdidas
A continuación, en tanto que las sombras volvían, ella subió al altillo y
bajó con un montón de cuadros. Las sombras la miraron sin entender nada,
pero cuando observaron detenidamente las pinturas, todas se abrazaron y
bailaron, locas de alegría: allí estaban los paisajes que los pintorcillos habían
copiado en sus telas... el sol, las nubes, el río y cada árbol... ¡con su sombra!
—¡Ésa soy yo! —se reconoció una.
—¡Oh, miren hasta dónde llegué aquí! —dijo otra.
—¡Y mírenme a mí, qué bonita me hicieron! —se alegraron todas.
Entonces, Crayón, que había bajado ya de la chimenea, tomó de la
mano a Pinturita, ésta tomó de la mano a la sombra de naranjo, que tomó a
la del eucalipto, que tomó a la del pino... y así se armó un tren que recorrió el
bosque, cantando y riendo.
Y cuando la última sombra fue dejada en su sitio, Gato Crayón y Gata
Pinturita volvieron felices a su casa, a seguir pintando.
Desde ese día, cada vez que sale el sol, las sombras se estiran, se estiran,
hasta llegar —a veces— al altillo, y se quedan quietas para que las retraten.
Y si ven que la pareja de pintores está descansando, la envuelven en un
fresco abrazo, la besan y luego se van silenciosamente, cada una a su árbol, ya
seguras de que nunca más se van a perder en el bosque.

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