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Aprender y no actuar vale para poco

El movimiento implica la posibilidad de equivocarse, pero es la única


manera de enriquecer el intelecto y fomentar la creatividad

Para pasar de las ideas a los hechos es necesario actuar, y toda acción
viene precedida de una decisión y un compromiso firmes. Si esto falla, las
buenas intenciones se quedan en el simple plano de la teoría. Los hechos
revelan mucho más de alguien porque tienen más significado que las
palabras. Al final, tener cierto conocimiento de algo sirve de bien poco si no
se lleva a la práctica.

La inercia es la propiedad que tienen los entes de permanecer en su


estado de reposo, o movimiento, mientras la fuerza aplicada sea igual a cero.
Como consecuencia, un cuerpo conserva su estado si no hay una fuerza
actuando sobre él. Hasta aquí es fácil entender que las personas que están
inactivas tenderán a seguir sin moverse y que las activas seguirán su ritmo.
Pero ¿qué es lo que nos detiene?

Cuando un cohete es lanzado al espacio consume la mayor parte de


combustible para vencer la fuerza de gravedad. Salir de la atmósfera le exige
mucha energía y tal vez pudiera parecer que todo su periplo será así:
esfuerzo y más esfuerzo, motores a máximo rendimiento. Pero es justo lo
contrario: una vez fuera, la inercia juega a favor de la nave espacial y
requiere mucha menos energía para avanzar, siempre a una altísima
velocidad. Así ocurre con casi todo lo que emprendemos. Lo que cuesta es
empezar, pasar a la acción.

Hay dos fuerzas que en muchas ocasiones impiden actuar: la inercia


interna y la externa. Y de las dos, la más fuerte es la interna. Es la batalla que
tiene lugar en la mente y que exige desarmar las excusas que bloquean la
acción. El rival interno, es decir, uno mismo, es el más difícil de vencer; pero
una vez derrotado, superar los obstáculos que vienen de fuera es
relativamente más sencillo. Pasar del reposo (no hacer) al movimiento
(hacer) exige elegir, y esto siempre implica renunciar a otras opciones. Por
ejemplo, cuando nos enamoramos de alguien estamos desechando al resto de
candidatos, o cuando decidimos un destino vacacional renunciamos a todos
los demás. Una decisión es una eliminación de alternativas, y el inconsciente
lo percibe como una pérdida, aunque solo sea de opciones y no real.

Para saber más

Libros
Saber y hacer
Ken Blanchard
Hagámoslo
Richard Branson
Tráguese ese sapo
Brian Tracy
Actuar, además, implica la posibilidad de equivocarse. Aunque no
hacerlo puede traer peores consecuencias, las personas perciben que la
inacción los protege del error, y que el fracaso solo es posible cuando uno
selecciona la carta incorrecta. No sospechan que no elegir es de hecho elegir
no hacer nada, lo cual también es una decisión. Otra causa para mantenerse
inmóvil es no disponer de referentes que hayan tomado esa misma actitud y
hayan actuado en consecuencia. El éxito de los demás es siempre inspirador.
Revela que si ellos pudieron actuar y conseguir resultados, el resto puede
hacerlo también. Modelar el comportamiento de la gente exitosa es un buen
recurso para decidirse a dar el paso.

El ser humano es un buscador de conocimiento insaciable, pero no


aprende de lo que oye, lee, memoriza o estudia, sino de lo que pone en
práctica. En la pirámide del aprendizaje, el conocimiento intelectual es
ampliamente superado por las lecciones que se aprenden mientras se actúa
(learning by doing, tal y como se conoce en inglés). Saber desde la teoría es
tener información, pero saber desde el hacer es conocimiento. Tampoco se
trata de hacer por hacer, sino de sacar conclusiones del resultado de los actos
para modular el comportamiento. Saber y hacer no deberían ser polos
opuestos, ya que de su maridaje (saber hacer) se obtiene la buena práctica de
lo aprendido.

El sabio es quien conoce pocas cosas pero las domina, el sabihondo es


el que sabe mucho pero sin profundidad. Vale la pena llegar hasta el fondo
del conocimiento en lugar de flirtear con la información. Hoy día hay un
exceso de datos comparado con la capacidad de hacer algo con ellos, y no se
dispone ni de tiempo ni de las herramientas para hacer uso de toda la
información a la que tenemos acceso. Nos ahogamos en un océano de
conocimientos que no han sido validados por la experimentación. Esta
sobredosis genera adicción y, absorbidos por la necesidad de conocer más,
olvidamos llevar a la práctica todo lo que aprendemos. Un ejemplo de ello es
la obsesión por leer una cantidad de libros sobre un tema sin apenas
profundizar en ninguno. Olvidarlo casi todo y acabar hecho un lío, sin saber
qué pensar.
“Sé que mucha gente dice ‘no’ o ‘déjame que lo piense’ de manera
automática, un tipo de respuesta de Pavlov a una pregunta, tanto si no tiene
importancia como si es importante. Quizá sean demasiado precavidos o
sienten cierto recelo hacia las nuevas ideas, o sencillamente, necesitan
tiempo para pensar. Pero esa no es mi manera de afrontar las cosas. Si algo
me parece una buena idea, digo: ‘Sí, lo tendré en cuenta’, y luego pienso
cómo llevarlo a cabo. Por supuesto que no digo que sí a todo. Pero qué es
peor: ¿cometer un error ocasional o tener una mente cerrada y perder las
oportunidades?”.
Hagámoslo, Richard Branson.

El exceso de información provoca un empacho de análisis y en ese


momento es cuando llega la parálisis. La explicación a este fenómeno es
sencilla: es más fácil aprender que hacer. Supone un menor riesgo, por lo
que es más cómodo. Cambiar una creencia es sencillo, pero modificar el
comportamiento ya es otra cosa. Cuántas veces, en una conversación, alguien
dice: “Sí, eso ya lo leí”, o “sí, eso ya lo sé”, pero es un conocimiento de oídas,
no experiencial. Lo que se conoce pero no llega a ponerse en práctica en
realidad es como si no se supiera (simplemente se está de acuerdo).

La mente está en un proceso continuo de aprendizaje y olvido. La


nueva información entra en nuestra cabeza para borrar la anterior. Y la única
forma de fijar esos datos es o bien por experimentación o por repetición. Si
se olvida lo que se lee –y eso va a ocurrir–, nada mejor que resumir lo
aprendido. Se pueden redactar notas o, mejor aún, crear un mapa mental,
una especie de cartografía que contenga las ideas más relevantes de lo leído y
aprendido.

Si un concepto está en el pensamiento pero no se expresa, en realidad


es como si no estuviera en ninguna parte y acaba perdiéndose. Cuando
tenemos una buena idea, es imprescindible anotarla para que no se disuelva.
Tomar apuntes o hacer listas, por ejemplo, funcionan bien como
recordatorio, aunque no mejoran nuestra creatividad. Una buena forma de
aprender es enseñar las propias ideas que queremos conservar. No es
ninguna contradicción. Enseñar lo aprendido, compartirlo una y otra vez,
hace que la teoría se integre y acabe por formar parte del docente, y así acaba
reflejándose en su comportamiento.

Los mapas mentales consisten en un esquema que parte de una idea


central de la que van radiando otros nuevos planteamientos, con el uso de
colores, imágenes y palabras clave. El poder de este resumen tiene efectos en
la creatividad, la memoria, la organización de las ideas, la percepción y la
comprensión, entre otras cualidades. La cartografía intelectual es una técnica
superior a la repetición, a las listas y a la enseñanza para conseguir un
aprendizaje acelerado. Si ese croquis formula además un plan de acción, el
éxito está garantizado. Las personas exitosas incluyen en su plan de acción lo
que acaban de aprender, no se limitan a saberlo, prefieren hacerlo, y pasar
así de la teoría a la acción. En resumen, todo se reduce a la transferencia de
información en la experimentación. Una pregunta que todo el mundo
debería plantearse de vez en cuando es: ¿cómo llevar a la práctica lo que
acabo de aprender en la teoría?

Fuente: Diario El País, España

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