El Dilema Platónico

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El dilema platónico: sensibilidad o razón

El dilema platónico: sensibilidad o razón


Platón opone los conceptos de apariencia y Verdad, y afirma que para alcanzar la Verdad
el hombre debería buscar más allá de la apariencia sensible de las cosas. El arte, al ser imitación,
se quedaría en el mundo de las apariencias. Esta visión de mimesis puede ser clara en el caso de
las artes representativas como la pintura y la escultura, incluso en las artes escénicas, pero en las
artes que trabajan con la palabra, no parece tan evidente. La música la considera Platón como la
menos apegada a las apariencias.

Platón reconoce incluso que esas artes que representan apariencias exigen una destreza
técnica que un buen artesano está obligado a conocer, una habilidad que puede ser aprendida
metodológicamente. Así y todo, en el libro X de la República insiste que por ser imitaciones, el
ámbito de esas actividades reproductivas seguía siendo el mundo de las apariencias, y por esto, su
actividad no hacía sino reproducir lo falso, las sombras de la verdad que serían las cosas del
mundo.

En el caso de la actividad poética el asunto se hace más grave aún. Cuentan los
historiadores que el joven Platón había sido un gran admirador de la poesía y que su deseo era
llegar a ser un gran poeta trágico; no obstante, en uno de sus diálogos más conocidos e
importantes, en la República, terminó por no permitir la entrada de los poetas, ni de los líricos ni
de los trágicos, a su ciudad ideal. Las razones que arguye Platón para tamaña prohibición las
encuentra el divino ateniense relacionadas a las implicaciones políticas-sociales, e incluso
cognoscitivas, que la actividad mimética pueda acarrear, en referencia al camino que el humano
ha de seguir para acceder a la Verdad, esto es, al uso de la razón dialéctica.

El dilema entre la verdad de la palabra poética y la verdad hallada por el discurso


racional, se plantea ya en uno de los primeros diálogos atribuidos a Platón, en el Ión,1 donde
Sócrates intenta precisar en qué consiste la actitud poética, distinta y aparentemente incompatible
con la razón humana. Las virtudes del celebrado rapsoda, Ión, son presentadas, en este diálogo,
como originadas por una fuerza sobre-humana sobre la cual es imposible establecer criterios
claros. Tanto el rapsoda al recitar, como el poeta que lo inspiraba -en este caso Homero- al

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Para algunos estudiosos la autoría del Ión no puede atribuirse a Platón.

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escribir, se hacen partícipes, sugiere Sócrates, de algo de lo que ellos mismos no están en
capacidad de dar conocimiento alguno. Lo que ahí ocurre no será susceptible de ser manejado por
una técnica aprendida por voluntad, como sí puede suceder con otras artes.

Durante el diálogo, Sócrates le va mostrando a Ión que lo que ocurre en el momento de la


acto poético debe ser comprendido como una manifestación de las fuerzas de los dioses en el
ánimo de algunos hombres quienes, entusiasmados gracias a la intervención de la Musa, logran
decir de forma “excelente” unos versos que, independientemente de los temas tratados, cautivan
con su belleza a todos los oyentes. Así, el poeta en primer lugar y el rapsoda después, “no son
sino intérpretes de los dioses, y mentecatos: capturados en sus mentes cada uno por su dios, ya
que no son cosa humana u obra de hombres tales bellos poemas, sino cosas divinas y obras de
dioses”. (Ión. 534 e) Si no fuese así, no se comprendería el estado de éxtasis que una hermosa
recitación de versos provoca en los espectadores, haciéndolos entrar en un delirio emotivo.

Pareciera, entonces, que el asunto se platea como si tanto en el poeta como en el rapsoda
se verificara un tipo de experiencia ajena a las facultades racionales y volitivas, un tipo de
vivencia con la que logran alcanzar los estadios más elevados en la actividad realizada. En esos
estadios, tanto el poeta como el rapsoda dejan de ser dueños de su razón, pues nadie en pleno uso
de su conciencia y de su voluntad racional sería capaz de realizar un acto tan cautivador como el
acto poético, y dejar embelesados a los oyentes o como embobados a los lectores. Entonces,
podría decirse que el poeta, al contrario del filósofo, debe estar fuera de sí en el momento de
realizar su poesía.2

Recordemos que para Platón la verdad última llega siempre como una suerte de
revelación dada en la mente. En este sentido, la actitud poética implica también una revelación
dada a algunos hombres. La diferencia con el discurso racional está en que la actitud filosófica
exige del pensador un ejercicio de voluntad que lo prepare para que la verdad sea revelada,
mientras que la inspiración poética está más a la merced del azar o del capricho divino. Mientras
que al poeta no se le pide una actitud responsable por su palabra, al filósofo se le exige un

2
Señala Dodds: “La idea del poeta frenético que crea en un estado de éxtasis no puede rastrearse más allá del siglo V. Desde luego, es posible que
sea más antigua; Platón la llama ‘leyenda antigua’. Por mi parte, yo aventuraría que es un producto derivado del movimiento dionisíaco con su
énfasis sobre el valor de los estados mentales anormales, no solamente como avenidas para el conocimiento sino en sí mismos. (...), es a
Demócrito más bien que a Platón a quien debemos asignar el dudoso mérito de haber introducido en la teoría literaria esta concepción del poeta
como un hombre separado de la humanidad común por una experiencia interna anormal, y de la poesía como una revelación aparte de la razón y
por encima de la razón.” (1989: 87)

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empeño racional que le haga ser consciente de cada uno de los pasos seguidos para acceder a la
palabra verdadera.
La palabra poética nacería, según esta concepción platónica, en una intención individual
para expresar sólo lo particular, tiene su fuente en un anhelo por revelar algo que sólo ocurre en
el ánimo más subjetivo, por lo que pierde el carácter universal de la verdadera palabra o logos. El
origen de esa palabra poética pareciera tener su fuente en algo ajeno a la experiencia humana
común, sería, por esto, una experiencia irracional e imposible de enseñar conscientemente. Se
trata, además, de una experiencia que se transmite por una especie de contagio desbocado de lo
placentero o lo doloroso, es decir, por un abandono de sí por parte del poeta al escribir, del
rapsoda al recitar y de los escuchas o los lectores al encantarse. De lo que se trata en la poesía es,
realmente, de dejarse arrastrar por un particular entusiasmo, por una emotividad momentánea,
provocada por los dioses.
Claro que Platón reconoce que en última instancia la verdad siempre será una suerte de
revelación dada en la mente, un momento de inspiración mental. No obstante, la actitud poética
implica un don que es dado sólo a algunos, quienes no pueden hacerse responsables de lo
revelado en su inspiración. La actitud filosófica, por el contrario, exige un ejercicio voluntario, un
ejercicio dialéctico y metodológico, para que la verdad sea revelada. Mientras que al poeta no se
le pide una actitud responsable por su palabra, al filósofo se le exige una conciencia de todos los
pasos que ha seguido para acceder a la palabra verdadera, a la Verdad.
Precisemos, entonces, este dilema platónico:
1. La verdad está en el mundo de lo Ideal y las apariencia no son sino copias de las ideas
2. Gracias a una locura poética, al estado de éxtasis provocado por las musas, el poeta
logra acceder a una verdad que revela y encanta a sus oyentes. Esta posibilidad
responde a un don divino y no a la voluntad de la persona.
3. El discurso filosófico, por el contrario, exige la voluntad personal y la responsabilidad
metodológica.
Hasta aquí el Ión.

Mimesis en República
En la República, Platón intenta demostrar como todo pensamiento que pueda ser
reconocido racionalmente puede, por eso, ser usado en la construcción de una sociedad

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humanamente justa. Vuelve, entonces, a revisar la función social y educativa de la palabra


poética.
Y reconoce que los poetas no sólo se conforman con narrar las historias de otros como si
fueran suyas, esto ya es imitar, o con inventar sin cesar nuevos dioses irracionales que no se
apeguen a la razón, sino que, peor aún, pretenden con una imitación placentera, que encante,
afectar nuestra sensibilidad y perpetuar en nosotros lo sensible, lo cambiante, lo que no es verdad
ni puede serlo. Es precisamente a la parte del alma que se deja arrastrar por las calamidades o los
placeres, a la que los poetas buscan afectar. Advierte la voz de Sócrates: “A pocos, creo, les es
dado caer en cuenta de que, necesariamente, al gozarse de algo pasa de ser ajeno a propio; y
que a quien haya alimentado y fortalecido la compasión en los padecimientos ajenos, no les será
fácil dominarlos en los propios.” (La República. 606 b)

Platón entiende que cuando sufrimos o nos reímos de las vicisitudes ajenas, participamos
en ellas desde nosotros mismos. Y esto representa el grave peligro de la palabra poética, sobre
todo de la palabra trágica. Toda poesía, al embellecer sensiblemente los deslices humanos,
alcanza a debilitar el anhelo de unidad y de tranquilidad en las almas de quienes con ella se
conmueven y las desvían del camino hacia el ser verdadero. La poesía, en vez de limpiar al alma
de las afecciones propias de su estar en el mundo, la recubre con otras nuevas e inventadas,
entorpeciéndole el ascenso a la verdad, ocultándole, más aún, el centro mismo del ser, que se
alimenta de la razón. Y al perturbar así el ser de los ciudadanos, perturba también la tranquilidad
de la sociedad y da pasto a la injusticia.

La justicia platónica estaba determinada por el control de la Razón sobre los deseos, que
movían siempre la acción social, y el coraje, cuyo papel ideal sería el de defender la integridad
social. Así, una Sociedad Ideal sería la gobernada por la razón, propia de las almas de Oro
representada en los naturalmente dados a la filosofía; debería estar protegida por aquellos cuyo
coraje les invitara a guardar y proteger la ciudad, seres con alma de plata; y se mantendría por el
comercio realizado por las almas de bronce, que son movidas por los deseos.3

Una sociedad Ideal sería la compuesta por estas tres clases: la de los filósofos, que se
encargarán de regir las leyes; la de los guardianes, quienes defenderán la ciudad; la de los
artesanos quienes mantendrán el comercia. Pero, insiste Platón en República, estos tres
3
Es Zeus quien está encargado de otorgarle el metal a cada una de las almas.

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componentes: Razón, Coraje y Deseos, son posibilidades anímicas de todas las almas humanas.
Entonces, cuando se aprenda a controlar racionalmente la fuerza del coraje y los apetitos del
deseo, se abrirá la justicia en el alma personal y, al suceder esto en todos los ciudadanos por
medio de la educación, se garantizará la justicia social. Se vivirá, entonces, en una República
Ideal. Todo aquello que perturbe el alma particular del ciudadano, perturba también la justicia
social.

La virtud racional es la prudencia.

La virtud del coraje es la fortaleza.

La virtud del deseo es la templanza.

La prudencia, la fortaleza y la templanza son las tres virtudes platónicas que garantizan la
justicia social.

Por estas razones, si se llegara a admitir “en lírica o en épica a la Musa placentera,
reinarán en la Ciudad placer y pena en lugar de ley y de la razón que la comunidad tenga
siempre por mejor”. (607 a) Y este es el gran peligro de la poesía, según Platón: alienta la
injustita del alma, al perturbarla placentera o dolorosamente.

La palabra filosófica, en cambio, al sustentarse en la razón alejada de las pasiones


humanas, ofrece al hombre la oportunidad de reconocerse en la unidad primera y eterna. El
tiempo, lo cambiante, el fluir constante de las apariencias y de las afectividades, queda superado
por la mirada filosófica.

Fijémonos que lo más peligroso de la poesía es que usa, como medio para perturbar el
alma, el mismo medio del discurso racional. Esto es, la palabra. Y por esto es la más peligrosa de
las actividades humanas. Esta parece ser –interpretan algunos estudiosos- la verdadera razón por
la que Platón expulsa a los poetas de su república ideal. Dice Zambrano:

Y es más, para Platón, en realidad, la poesía no es que sea una mentira, sino que es la mentira.
Sólo la poesía tiene el poder de mentir, porque sólo ella tiene el poder de escapar a la fuerza del
ser. Sólo ella se escapa del ser, lo elude, lo burla. Un pensamiento desafortunado puede llevar al
error, a la confusión, a la verdad medio velada, incompleta. Pero mentira, lo que se dice mentira,
solamente la poesía. Sólo ella finge, da lo que no hay, finge lo que no es; transforma y destruye.
Porque ¿cómo va a ser posible que el engaño exista en la razón, si la razón no hace sino ajustarse

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al ser? ¿Cómo va a desviarse la razón de la realidad, si la realidad es ser y el ser es de naturaleza


análoga a la de la razón? (Filosofía y poesía. F. C. E. México. 1993: 30)

Es precisamente en esa falta de responsabilidad personal dada en la palabra, donde el


escritos Platón de la República, encuentra la mentira de la poesía y su apego por lo meramente
sensible. La poesía no sería una simple mentira o una simple imitación, como las demás artes,
sino que sería la mentira misma. Una mentira dicha por el logos, por la palabra que es el
instrumento de la verdad.
En resumen, las actividades imitativas o miméticas (las plásticas y las representaciones
teatrales), así como la poesía, perturban porque intentan, por el placer contemplativo,
mantenernos aferrados al mundo de lo sensible mediante las emociones que nos provocan. No
hay en esas actividades sino una intención de perpetuar el mundo de lo sensible y con ello lo
cambiante y lo falso.
(Hablar del cambio hacia la imaginación esperanzada en el Fedón)
Platón aleja a los poetas de su república ideal hasta que logren demostrar que su actividad
sí está de acuerdo con las facultades racionales humanas. Asunto este que –a nuestro parecer-
intentará defender Aristóteles.

Prof. Humberto Ortiz B.

Prof. Humberto Ortiz Buitrago

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