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¿Por qué la música puede ser


tan maravillosa?

de

EM Ariza

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Antes de que comience a leer este escrito he de informarle que el


mismo es, en esencia, una invitación a vivir una experiencia que después
detallaré.

Entremos en materia con lo enunciado en el título, empezando por


recordar que el ser humano usa todos sus sentidos con fines de
comunicación entre sus semejantes y para relacionarse con su entorno
vital. Dentro de dichos sentidos la percepción de los sonidos es uno de
ellos, los cuales tienen la propiedad de provocar reacciones diversas
según sean de un tipo u otro.

Uno de los sentidos más relevantes para las personas es el de la vista, a


la que solemos considerar como el de mayor importancia para nuestra
percepción del entorno, a pesar de que tiene grandes limitaciones porque
nos suele conducir a considerables subjetividades y errores en nuestras
apreciaciones. Por ejemplo, si unas palabras nos la dirige una señorita
joven y atractiva nuestra disposición mental para aceptar su mensaje será
bien diferente a si, uno idéntico, lo recibimos de un señor mal encarado.
Es la imagen quien está construyendo en nuestra mente una opinión más
allá del contenido del mensaje que recibimos. Esto lo saben muy bien los
expertos en publicidad. Por ello las modelos hermosas y jóvenes
encuentran con facilidad trabajo en este sector. Igual sucede cuando una
novela es llevada al cine. Todos hemos experimentado, más de una vez,
cierta decepción porque leímos un libro que la imagen que de él creó
nuestra mente no concuerda con lo después vemos en la película. Esto es
lógico, pues dicha película muestra lo que el guionista y director “vieron”
en la novela, que normalmente no armoniza con la visión que tuvo el
lector. De ahí el desencanto de éste.

Ello se debe a que las imágenes —el sentido de la vista— es un sistema


de información para nuestro cerebro con muchas limitaciones. De hecho,
un error muy frecuente es la tendencia a aceptar intelectualmente sólo
aquello que vemos —como si fuese equivalente a Verdad absoluta—,
cuando no es así. Por ejemplo el aire, esencial para nuestra vida, pero que
no somos capaces de ver a pesar de que nos permite respirar y mantener
en vuelo a maquinas tan pesadas como los aviones. Tampoco vemos las
ondas sonoras, múltiples gamas de colores, los microrganismos… Todos
ellos, fundamentales para la existencia humana, pero escapan a nuestro
sentido de la vista por una u otra causa. El resto de los sentidos, es decir,
el tacto, el sabor o el olfato son aún más limitados. Así que nos
centraremos en el del oído.

Sabemos que el hombre reacciona intelectual y emocionalmente a los


sonidos. Un llanto de un niño nos hará enternecer y despertará nuestro
instinto de protección. El sonido del rayo, es decir el trueno, moverá al
temor. El rumor de las olas de un mar en calma rompiendo en la playa nos
transmitirá sosiego, y existen mil ejemplos más.

Dentro de los ruidos existe uno, creado por la inventiva del hombre, que
conocemos con el nombre de música. Así que, como este escrito va sobre
ella, comencemos por definirla tal como yo la entiendo.

La música es una combinación de ruidos ordenados por medio de un


ritmo, melodía y armonía, capaces de trasmitir y comunicar mensajes
entre dos o más espíritus humanos sin necesidad de palabras, y que están
organizados de forma que encajan con la estructura cerebral y sensitiva
de las personas. De hecho, la buena música se convierte en una llamada
directa de corazón a corazón sin filtros ni artificios.

Pero también la música, como la lectura o la pintura —otras maneras de


comunicación entre los humanos—, para que se convierta en placer
necesita adquirir previamente el hábito de oírla, y un mínimo aprendizaje
que nos pueda hacer evolucionar para llegar a su pleno disfrute. Esta
plenitud se consigue cuando somos capaces de distinguir y sentir —
especialmente en las composiciones de alta calidad— las variadas
melodías simultaneas que componen los ruidos que llegan a nuestros
oídos con un explosivo bombardeo de notas que, como un torrente y sin
advertirlo nuestra mente, nos penetra despertando nuestras emociones
como si de rayos cósmicos se tratasen.

Inicialmente para aprender a oír música, que no tiene nada que ver con
leer partituras -me refiero simplemente a oírla—, será interesante contar
con un guía que ya haya vivido ese proceso anteriormente. Yo le ofreceré
más adelante mis servicios a estos respectos, y es posible que termine
descubriendo un nuevo campo de disfrute para su propia vida que ni
siquiera sospechaba que existía, y que sería muy semejante al que
experimentaría alguien que, por alguna extraña patología, solo percibiese
con su vista los objetos en blanco y negro, y repentinamente se curara de
ese mal para comenzar a ver el mundo en toda su amplia gama de
brillantes colores. Indudablemente experimentaría un estallido de
sensaciones que ni siquiera habría sido capaz de imaginar anteriormente.
Pues igual sucede cuando se aprende a oír la mejor música que el hombre
ha sido capaz de crear. Es una gran experiencia emocional.

En mi opinión la música es el medio más íntimo y directo de


comunicación entre dos personas, pues logra poner en relación dos
espíritus sin necesidad de signos, palabras, ni imágenes que los
condicionen y limiten. Y, lo asombroso, es que ello se consigue sólo a base
de ruidos combinados.

Como dije, cuando un ruido penetra en nosotros a través de nuestro


oído produce siempre algún tipo de efecto el cual suele tener diversos
significados para el oyente dependiendo de la naturaleza de aquel. Pero
cuando es un conjunto de ruidos entrelazados lo que nos penetra se
amplían poderosamente esos efectos. Y si dichos ruidos están ordenados
de una forma específica, lo que llamamos armonía, entran en complicidad
profunda con nuestro cerebro y emociones. Entonces nos encontramos
ante la música intemporal que se convierte en un lenguaje común a todo
hombre sin importar el siglo que le toque vivir.

Pero como dije —sucede con todo en la vida—, también es necesario un


cierto aprendizaje para poder tener la suerte de disfrutar la música en
toda su extensión, al igual que para disfrutar de un buen libro antes hay
que aprender a leer.

En mi caso, desde muy pequeño, asocio mi vida a la música. Siempre


existe una canción o una melodía relacionada con mis recuerdos, como
seguro le pasa a otras muchas personas. También, como a la mayoría, me
gustaba, y me sigue gustando, la buena música actual y la de cada
momento. En cambio, mi hermano mayor escuchaba casi exclusivamente
música clásica, y yo la oía de fondo aunque con escasa atención, más
interesado por las canciones modernas que por aquel tipo de música que
no entendía.

Pero mi primera experiencia, que comenzó a hacerme pensar que


aquella clase de música tenía algo especial, la viví un día en el jardín de
un chalet en el campo donde veraneaba con mi familia, más o menos a los
catorce años. Aquella tarde me había sentado en una cómoda mecedora
durante una puesta de sol, viendo a éste caer con mil matices de colores
por el horizonte. Alguien—supongo que mi hermano mayor—, y sonando
bastante fuerte, puso la Quinta sinfonía de Beethoven. Mi primera idea fue
levantarme a protestar pero pronto desistí, porque, poco a poco, comencé
a sentir que aquel torrente de notas musicales, potentes, tristes, alegres,
pasionales y energéticas, sin saber cómo, me hacían sentir integrado en la
naturaleza que me envolvía durante el ocaso. Terminó la sinfonía cuando
el sol ya había desaparecido.

Más tarde me vi obligado a reflexionar para intentar comprender qué


había sucedido con esta experiencia involuntaria —pues yo no la había
buscado—, reconociendo que supuso una de las sensaciones espirituales
más plenas e intensas que jamás antes había vivido. Entonces no le
encontré explicación, hasta que tiempo más tarde entendí que aquella
música tiene una profunda relación con el universo que nos rodea y con
nuestra propia naturaleza humana.

Llegados a este punto, permítame sugerirle que si algún día alguien le


invita a escuchar con un buen equipo musical la Quinta sinfonía de
Beethoven en la playa o en el campo para contemplar una puesta de sol,
acepte. Créame, no se arrepentirá.

Supongo que es debido a esa experiencia por lo que se despertó mi


curiosidad e intenté comprender qué es la música, y por qué tiene
capacidad para ser una potente generadora de emociones, al mismo
tiempo que nos trasmite tanta variedad de sensaciones, como ternura,
amor, tristeza, energía, alegría o serenidad, cuando, en realidad, no son
más que, como ya dije, ruidos organizados de una forma específica y sin
necesidad de palabra alguna.

Logra, por ejemplo, que si oímos una marcha se nos exalte el espíritu. Si
oímos un val, bailemos. En definitiva, comprendí que el inmenso poder de
la música consigue transportar al oyente más allá del tiempo y del
espacio, directamente al estado emocional del compositor como si de una
línea de comunicación directa de alma a alma se tratara.

Aunque, por otro lado, también advertí que no toda la música produce
los mismos efectos. Por ejemplo, si escuchamos música china vemos que
su característica esencial es que tiene una estructura monofónica. Es
decir, que consiste en una sucesión de notas individuales. Casi como si un
niño estuviese pulsando con un solo dedo teclas de un piano. Así que, con
esta simple y limitada estructura, tiene escasa capacidad de despertar
emociones más allá de servir como música ambiental para un restaurante
asiático o para practicar yoga.

Algunos dicen que esta afirmación no es más que una opinión sobre un
hecho cultural distinto al occidental, y que para ellos —los chinos— esa
música tiene la misma capacidad de comunicación que para los
occidentales Mozart. Esto no es cierto en absoluto. La razón de la
imposibilidad de este tipo de música para comunicar emociones tiene su
origen en la limitada estructura de la misma que he señalado antes, por lo
que a los asiáticos no les permite disfrutar de ella al nivel que a nosotros
la nuestra. De hecho en Asia se disfruta mucho más de Mozart y
Beethoven que de su propia música, la cual tiene un carácter
fundamentalmente local y folclórico. Los pueblos asiáticos no han
desarrollado demasiado estos aspectos de la cultura, porque lo mismo se
puede decir de la música india y japonesa. En parte, toda esta música, se
parece a esos cuadros medievales que eran planos y no tenían
profundidad porque estaban pintados en sólo dos dimensiones. Cuando
posteriormente se desarrollaron las técnicas adecuadas, las imágenes
pictóricas maduraron y pasaron a las tres dimensiones. La música asiática
se ha quedado en la etapa de la pintura medieval sin profundidad, por lo
que es muy deficiente como elemento de comunicación humana.

El definitivo desarrollo de la música como gran arte se produjo en


Europa tras el Renacimiento. Fue entonces cuando se perfeccionaron
técnicamente los instrumentos adecuados para poderla crear e
interpretar, sobre todo a través del piano por ser el más completo y
polifónico de todos ellos, suponiendo una potente herramienta de
composición para los músicos de mayor talento. Efectivamente, es a partir
de ahí cuando comenzaron los grandes virtuosos a crear maravillas. Y
como la cumbre humana de lo aquí manifestado es Beethoven, usaremos
alguna de sus obras para el experimento que voy a proponerle.

Comencemos por afirmar lo obvio. Beethoven nos ha hecho mejores a


los humanos. Sus composiciones, que nadie ha conseguido igualar, son
ruidos transformados en pasión humana. Corre una anécdota muy
significativa al respecto. Un periodista preguntó a Wagner quién estimaba,
en su opinión, que era el mejor músico de todos los tiempos. Este
respondió sin vacilar: “Yo”. Al oír esta lacónica respuesta el periodista
volvió a preguntar. “¿Entonces, que puesto ocupa Beethoven?” Wagner lo
miró ceñudamente, y tras un momento de silencio contestó con acritud:
“¡Idiota, Beethoven no es un músico! ¡Beethoven es la Música!”

Y posiblemente sea así. Pero la suprema ironía es que, el mejor músico


que la genética humana ha sido capaz de crear, compuso la mayor parte
de su obra siendo sordo, lo que equivaldría a que el mejor pintor fuese
ciego. Posiblemente, aunque le parezca cruel mi observación, la sordera
que tanto hizo sufrir al músico toda la vida ha sido una bendición para el
resto de las personas, porque le obligó a sumergirse en lo más profundo
de sus emociones, aislándole de la gente y de sus pequeñas miserias y
mezquindades. Esto le conectó intemporalmente con profundas emociones
comunes al resto de seres humanos, pues, en esencia, son siempre las
mismas. Sólo cambia nuestra epidermis, pero en sustancia todas las
personas somos iguales por más siglos que pasen.

Beethoven tenía graves problemas para relacionarse con los demás a


través de la interacción rutinaria, pues era hosco, apasionado, incluso
violento. Pero en cambio consiguió comunicar con el Hombre de cualquier
siglo con su música, la cual, mientras la humanidad exista, se continuará
escuchando pues es de una enorme intensidad emocional que la hace
inmortal. Beethoven no es solo el compositor más popular de todos los
tiempos, sino que él mismo se ha convertido en el símbolo de la música.
Alguien dijo “Talento es lo que un hombre posee. El genio es lo que posee
al hombre” Esto era Beethoven, un hombre poseído por el genio.

Ningún otro ser humano ha conseguido hacer tanta magia con ruidos,
los cuales se convierten en un invisible hilo que comunica las tormentosas
y variables emociones del compositor con aquel que tiene la suerte de
saber sintonizarle, pues la buena música es como una especie de teléfono
que conecta dos espíritus este sí, y que, a su vez, nos enlaza con la
Naturaleza, haciéndonos sentir que formamos parte de ella al mismo
tiempo que nos aleja de las pequeñas frustraciones diarias.

Y ahora, cumpliendo mi compromiso de intentar serle útil como guía


inicial en este experimento de introducción a este género de música, le
voy a sugerir un plan por si le apetece.

Abra el ordenador y conéctelo a su televisor si éste aún no tiene


internet, para poderlo oír y ver con mayor amplitud que en la
computadora. Entre en YouTube y busque a Valentina Litsar, una
magnifica pianista. Seleccione su interpretación en piano de la sonata 17
para piano de Beethoven, titulada Tempestad. Una aclaración inicial. Las
sonatas generalmente se dividen en tres movimientos. Le sugiero que
escoja el tercer movimiento de ésta pues es muy significativo en lo que
intento exponer, aunque este músico tiene una enorme cantidad de obras
con idénticas capacidades, como por ejemplo el tercer movimiento de la
sonata para piano número 23 “Appassionata”, así como portentosas
sinfonías. Pero por alguna obra había que empezar esta experiencia.

Entonces, como dije, nos centramos en el tercer movimiento de la


sonata para piano Tempestad. Dispóngase a oír y sentir, con el volumen de
sonido más potente que permitan sus circunstancias, esta obra
maravillosa que apenas dura ocho o diez minutos. Pero ha de hacerlo sin
distracciones. Sentado relajadamente. Si no le es posible, o no le apetece,
déjelo para otro momento. Pero, cuando encuentre el instante adecuado
para vivir esta experiencia, comience por abandonarse a los mil sonidos y
colores de las melodías superpuestas que comenzarán a llegarle. Unas le
alcanzarán en forma de explosiones de energía, y otras llenas de notas
tiernas y pausadas siempre como preludio a otra nueva explosión de
sonidos y colores. Comprobará que tras cada explosión sónica el
compositor parece tomar conciencia de que es preciso un respiro -
seguramente porque así lo necesitó cuando la estaba componiendo—,
antes de dejarse arrastrar de nuevo por otra cascada de notas armónicas
de potentes sonidos. No piense. Sólo procure sentir, e intente ir
descubriendo las diversas melodías que se entrecruzan simultáneamente y
las improvisaciones que realiza con cada una de ellas, al igual que
intentaríamos percibir todos los colores de una bella imagen.

Cuando tras alguna práctica aprenda a dejarse seducir, seguramente al


comprobar que esa música comunica con lo más íntimo de su Ser, podrá
observar que Beethoven utiliza con fuerza, simultáneamente, todas las
frecuencias de sonidos que el hombre percibe auditivamente. Notas bajas,
medias y altas, con increíbles melodías conectadas entre sí que se van
repitiendo en diversas variaciones. Incluso el silencio lo convierte en
música, creando en el oyente un ánimo expectante sobre lo que pueda
venir después. A veces crea notas en repentino reposo, antes de volver,
nuevamente, a una tormenta de ruidos que penetran en nuestro espíritu
con todo el espectro de percepciones sónicas. Es prodigioso, y es una
experiencia sensitiva que merece la pena descubrir.

Pero, probablemente, para el compositor alemán fuese todo distinto.


Beethoven vivió solo a través de la música y para ella. Superó a Haydn y a
Mozart en la memoria de las generaciones. Lo dio todo sin recibir apenas
nada a cambio de las maravillas que nos ha legado, y vivió una vida
solitaria porque no encontró a nadie como él. Siempre las personas
excepcionales tienden, inevitablemente, a aislarse de sus semejantes
porque su mundo interno es diferente al de los demás.

Muchas veces se cae en el ridículo de esperar que un auténtico genio


tenga un universo moral igual al del resto de personas, pero no es así. En
el caso de Beethoven, probablemente, si no hubiese sido tan distinto y con
un mundo interior tan intenso, habría sido incapaz de regalarnos la
música que nos ha dejado como herencia a toda la humanidad, la cual
consigue elevarnos sobre nuestras pequeñas miserias diarias.
En conclusión, la buena música es, posiblemente, el sistema de
comunicación humana más pleno y completo que existe entre el íntimo
universo emocional de las personas al no tener filtros que la condicionen,
como sucede con el resto de los sentidos. Por ello, si aprende a disfrutar
las grandes obras musicales que el hombre ha sido capaz de componer,
vivirá experiencias extraordinarias de plenitud emocional. Merece la pena
intentarlo.

FIN

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