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EM Ariza
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Dentro de los ruidos existe uno, creado por la inventiva del hombre, que
conocemos con el nombre de música. Así que, como este escrito va sobre
ella, comencemos por definirla tal como yo la entiendo.
Inicialmente para aprender a oír música, que no tiene nada que ver con
leer partituras -me refiero simplemente a oírla—, será interesante contar
con un guía que ya haya vivido ese proceso anteriormente. Yo le ofreceré
más adelante mis servicios a estos respectos, y es posible que termine
descubriendo un nuevo campo de disfrute para su propia vida que ni
siquiera sospechaba que existía, y que sería muy semejante al que
experimentaría alguien que, por alguna extraña patología, solo percibiese
con su vista los objetos en blanco y negro, y repentinamente se curara de
ese mal para comenzar a ver el mundo en toda su amplia gama de
brillantes colores. Indudablemente experimentaría un estallido de
sensaciones que ni siquiera habría sido capaz de imaginar anteriormente.
Pues igual sucede cuando se aprende a oír la mejor música que el hombre
ha sido capaz de crear. Es una gran experiencia emocional.
Logra, por ejemplo, que si oímos una marcha se nos exalte el espíritu. Si
oímos un val, bailemos. En definitiva, comprendí que el inmenso poder de
la música consigue transportar al oyente más allá del tiempo y del
espacio, directamente al estado emocional del compositor como si de una
línea de comunicación directa de alma a alma se tratara.
Aunque, por otro lado, también advertí que no toda la música produce
los mismos efectos. Por ejemplo, si escuchamos música china vemos que
su característica esencial es que tiene una estructura monofónica. Es
decir, que consiste en una sucesión de notas individuales. Casi como si un
niño estuviese pulsando con un solo dedo teclas de un piano. Así que, con
esta simple y limitada estructura, tiene escasa capacidad de despertar
emociones más allá de servir como música ambiental para un restaurante
asiático o para practicar yoga.
Algunos dicen que esta afirmación no es más que una opinión sobre un
hecho cultural distinto al occidental, y que para ellos —los chinos— esa
música tiene la misma capacidad de comunicación que para los
occidentales Mozart. Esto no es cierto en absoluto. La razón de la
imposibilidad de este tipo de música para comunicar emociones tiene su
origen en la limitada estructura de la misma que he señalado antes, por lo
que a los asiáticos no les permite disfrutar de ella al nivel que a nosotros
la nuestra. De hecho en Asia se disfruta mucho más de Mozart y
Beethoven que de su propia música, la cual tiene un carácter
fundamentalmente local y folclórico. Los pueblos asiáticos no han
desarrollado demasiado estos aspectos de la cultura, porque lo mismo se
puede decir de la música india y japonesa. En parte, toda esta música, se
parece a esos cuadros medievales que eran planos y no tenían
profundidad porque estaban pintados en sólo dos dimensiones. Cuando
posteriormente se desarrollaron las técnicas adecuadas, las imágenes
pictóricas maduraron y pasaron a las tres dimensiones. La música asiática
se ha quedado en la etapa de la pintura medieval sin profundidad, por lo
que es muy deficiente como elemento de comunicación humana.
Ningún otro ser humano ha conseguido hacer tanta magia con ruidos,
los cuales se convierten en un invisible hilo que comunica las tormentosas
y variables emociones del compositor con aquel que tiene la suerte de
saber sintonizarle, pues la buena música es como una especie de teléfono
que conecta dos espíritus este sí, y que, a su vez, nos enlaza con la
Naturaleza, haciéndonos sentir que formamos parte de ella al mismo
tiempo que nos aleja de las pequeñas frustraciones diarias.
FIN