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LAS MUÑECAS DE MI ABUELA

Mi abuela nació comenzando el siglo 20 o terminando el 19, en el 1900. Tuvo una sola hija, mi
mamá, y nunca se separó de ella. Como era viuda, al casarse mi mamá se la llevó a vivir a su casa;
para sus hijos, sus únicos nietos, fue una segunda madre. Como mi mamá trabajaba –era maestra
de escuela- desde los tres meses quedábamos a cargo de ella. Nos arrullaba, nos daba tetero, nos
bañaba, nos vestía, nos preparaba comida, nos daba los remedios cuando estábamos enfermos,
nos remendaba la ropa o nos hacía algún vestido si hacía falta. Nos dormía, nos contaba cuentos y
nos cantaba canciones a la hora de dormir.

Y si hacía falta una muñeca para que jugáramos, también la fabricaba. Aquellas muñecas de trapo,
sin mayores adornos, como las hacían las viejitas de antes, sin guata para rellenar, con los
retacitos que le sobraban de sus costuras, con las piernas y brazos de rollitos de tela y la carita
feíta. A sus nietas no les gustaban mucho esas muñecas. Cuando el niño Jesús o los Reyes Magos
nos traían una muñeca de celuloide o de porcelana, la abuela nos la guardaba. No permitía que
jugáramos con ellas porque las íbamos a dañar, según afirmaba. Y nos tocaba jugar con las
muñequitas de trapo que la abuela hacía. Jugábamos debajo de un taparo, donde mi papá nos
había hecho un columpio con tabla y mecates (que duró hasta que mi hermana Zoraida se quebró
un brazo) con las vaquitas que hacíamos con el fruto del taparo. Como eran alargaditas, las
bajábamos del árbol aún tiernas y les poníamos paticas y cachitos con palitos que fácilmente
entraban en la concha tierna de las taparitas. Con vaquitas de taparas, muñecas de trapo y el
columpio, mientras lo hubo, allí había suficiente diversión para todo un día de domingo o de
vacaciones. No hay duda de que pese a su condición de “proletarias” y aunque no se bautizaran
como las muñecas “finas”, las muñecas de trapo también alegraron nuestra infancia.

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