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© Del texto: 2016, María Teresa Ferrer

© De las ilustraciones: 2016, Alfredo Cáceres


© De esta edición:2016, Santillana del Pacífico S.A. Ediciones
Andrés Bello 2299 piso 10, oficinas 1001 y 1002
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ISBN: 978-956-15-2933-5
Inscripción N° 265.533
Impreso en Chile. Printed in Chile
Tercera edición: enero de 2019

Dirección de Arte:
José Crespo y Rosa Marín
Proyecto gráfico:
Marisol Del Burgo, Rubén Chumillas y Julia Ortega
Conversión ePub:
Eduardo Cobo

Ilustración de cubierta:
Alfredo Cáceres

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de
recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.
Para todos los que tienen el superpoder de tocarse la nariz con la punta de la
lengua.
Índice
SuperVioleta
Mari Ferrer. Autora
Alfredo Cáceres. Ilustrador
Otros títulos de la serie +6
SuperVioleta

Violeta no era como las otras niñas de su edad. Le gustaban los repollitos
de bruselas, prefería el color naranjo antes que el rosado y siempre se
andaba secreteando con ella misma. Le encantaba dibujar y lo hacía muy
bien, pero sus trabajos también eran un poco diferentes a los de sus
compañeros. Aun así, nadie sospechaba que esa niña de cara graciosa y
piernas flacas escondía insectos en el bolsillo y una identidad secreta.

Violeta descubrió sus superpoderes el día en que su gata Tarantela se atoró


con una bola de pelos. Cuando Violeta vio que no podía respirar y que ya se
estaba poniendo morada, la tomó en brazos y en una improvisada maniobra
que copió de un programa de televisión, hizo que la bola de pelos saliera
expulsada de la garganta de Tarantela y aterrizara en la olla donde se
cocinaba la cena.
A nadie le importó comer guiso de verduras con pelos esa noche, Violeta
había salvado a su gata de la muerte y todos en la casa la felicitaron por su
gran hazaña. Incluso la Abuela, esa señora quietecita y silenciosa que vivía
con ellos, pareció darle una mirada de admiración.
—¡Eres una superheroína! —le dijo su papá.

Con esa frase, todo le hizo sentido. El mundo era un lugar lleno de peligros
y amenazas, y ella estaba ahí para proteger a sus seres queridos de todo lo
que pudiera hacerles daño.
No era una misión fácil, pero Violeta era valiente, atrevida y aventurera:
era SuperVioleta y sus mayores superpoderes eran su bondad a prueba de
balas y tocarse la nariz con la punta de la lengua.
Pero si bien sus intenciones siempre eran las mejores, a veces sus ganas de
salvar el mundo la hacían meterse en problemas.
Como cuando sus padres le advirtieron lo peligroso que era hablar con
extraños, y esa misma tarde llegó de visita la tía abuela Sonia, directamente
a abrazar y apretarle la cara a Violeta:
—¡Pero qué niña tan grande y linda! Si parece ayer que eras un puntito
gordo y rosado. Mírate ahora, estás igual a tu mamá. ¿Cuántos años tienes?
Violeta no contestó.
—Parece que es tímida la niña, ¿quieres un caramelo? Te traje de todos los
sabores. —Violeta seguía muda.
—Mi amor, contéstele a la tía —le pidió su mamá con algo de vergüenza
—. Mira qué amorosa, te trajo dulces, dígale gracias, no sea maleducada.
—No debemos hablar con extraños —dijo al fin.
—Pero ella no es una extraña —interrumpió el papá—. Es tu tía Sonia, la
hermana de la Abuela. Puedes hablarle sin problemas.
La niña tomó aire y muy convencida contestó:
—¿Cómo que no es extraña? Tiene nariz de tucán, bigotes, un lunar
peludo y trasero de elefante. ¡Parece de otro planeta! ¿Y si es parte de un
plan de invasión marciana y viene a espiar nuestra casa para devorarnos
mientras dormimos? ¡De mí no obtendrá ningún tipo de información! ¡No
logrará sacarme palabra!

—¡Violeta! —gritó su padre para hacerla callar.


—Por su tamaño parece que ya se ha comido a varios humanos —siguió.
—Es lo más extraño que he visto en mi vida. Esto lo hago por el bien de la
familia, no le puedo hablar, ustedes me dijeron que no le hablara a los…
Ante la cara de espanto de la tía Sonia, la mamá prefirió cambiar el tema
rápidamente y le pidió a su hija que fuera a ver si la Abuela necesitaba algo.
Aun así, Violeta no le habló a la tía Sonia… ni esa tarde, ni en toda su vida.

En el colegio también solía meterse en líos. Como la vez en que la


profesora les dijo a sus alumnos que no podían salir al recreo si no
terminaban todo su almuerzo. Violeta veía en sus compañeros a seres
indefensos y frágiles, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de
protegerlos. Y como perderse el recreo era lo peor que les podía pasar,
Violeta decidió ayudarlos.
—¡Nadie se quedará sin recreo! ¡Esta es una misión para SuperVioleta! —
se dijo.
Por eso, cuando terminó su sándwich de jamón, queso y tocino, siguió con
el puré de betarragas con huevo de la que estaba sentada a su lado, luego con
la fruta cocida del niño de anteojos, los espirales con salsa de su mejor
amiga, la hamburguesa de tofu de ese compañero que nunca le hablaba, el
jugo de naranja y zanahoria de la de moños…
A medida que comía se iba sintiendo cada vez peor, pero seguía adelante
con su labor, traga que traga, sin hacer caso a la transpiración helada, los
retorcijones y los extraños ruidos que salían de ella. Finalmente, dejó a todos
los niños llorando de hambre, pero con recreo; menos ella, que terminó en la
enfermería revolcándose de dolor de estómago.
El mismo dolor, pero no tan intenso, sintió cuando se comió todo lo que
su mamá había comprado para el té con sus amigas del club de lectura. Pasó
que Violeta escuchó que su mamá dijo algo así como que sus amigas se iban a
morir con lo ricos que estaban esos pasteles. Y como a Violeta no le pareció
bien tener a seis señoras muertas en la sala, decidió evitar tamaña masacre y
se los comió ella: fueron doce pasteles de un tirón.
—¡Doce pasteles, Violeta por Dios! —le dijo en esa oportunidad—.
¿Dónde te cabe tanta comida? Tremenda indigestión te va a dar.
Violeta recibía, sin quejarse, los retos de su mamá, pues sabía que si
hubiera dejado que sus amigas murieran por comer esos pasteles, el regaño
hubiera sido mil veces más grande, y además, no habría podido seguir
llamándose a sí misma SuperVioleta.
Pero su identidad secreta la llevaría a meterse en problemas aun peores…

Un día de primavera, Violeta despertó sintiéndose una superpeluquera


con un gran sentido de la moda y con la misión de embellecer a todo lo que
se le cruzara por delante. Ya le habían advertido que no le cortara más el
pelo a sus muñecas, ni que maquillara a sus peluches. Pero necesitaba una
clienta para su salón de belleza.
Entonces vio a la Abuela y creyó tener a la clienta perfecta: no era una
muñeca, no era un peluche, era mucho más quieta que Tarantela y como era
calladita y siempre sonreía, seguro que no iba a ser de esas clientas que
quedan desconformes y alegan por todo. Además, había mucho que mejorar
en su aspecto, un tanto anticuado.

Se puso su delantal blanco y luego de recolectar todos los cepillos y


peinetas de la casa, el maquillaje y los perfumes de su mamá, la espuma de
afeitar de su papá, la rasuradora y su colección de cintillos y pinches, se fue,
a paso rápido, a donde estaba la Abuela.
—Pase por aquí, por favor, bienvenida al salón de SuperVioleta’s, donde
hasta la feas se vuelven hermosas y coquetas. La dejaremos aun más bellade
lo que usted ya es —le dijo Violeta a la Abuela mientras arrastraba la silla de
ruedas al interior de su habitación.
La niña cerró la puerta y ahí estuvieron desde después de almuerzo hasta
antes de que la llamaran a comer: un toque de color por aquí, un poco de
espuma por acá, una ceja rasurada, una línea por allá, unos pelitos tomados,
otros sueltos, unos más cortos… Lo estaban pasando de maravillas, pero su
mamá, preocupada porque no vio a la Abuela en la pieza, llegó a interrumpir
su gran creación:
—Violeta, ¿has visto a la Abu…? ¡La Abuelaaaa! —gritó mientras caía al
suelo del impacto.
La pobre Abuela parecía la mezcla entre un papagayo, un payaso y la novia
de Frankenstein, lista para una fiesta de disfraces. Muchas horas tardaron
en quitarle todo el maquillaje y aun así, nunca volvió a verse tan normal.
Sus padres estaban furiosos y pensaron muy bien qué decirle a Violeta
para evitar que la niña se confundiera. Esta vez su travesura había llegado
demasiado lejos y necesitaban ser lo suficientemente claros para que
entendiera que nunca más podía volver a hacer algo así.
—¡Violeta, debes dejar de imaginarte cosas! Escúchame bien: la Abuela
está viejita y hay que respetarla —dijo su mamá, en un tono serio y pausado,
como si estuviese escogiendo cada una de sus palabras—. No juegues a la
peluquería con ella, no la maquilles, no le pintes las uñas, no la peines, no le
afeites las cejas y no le cortes el poco pelo que le queda. La Abuela se mira
pero NO se toca, la debemos tratar como un tesoro, ¿entendido?
La niña con sus ojos redondos bien abiertos asintió con la cabeza.
Comprendió perfectamente lo que su mamá le había querido decir.
Le gustaba la idea de tener un tesoro en la casa y la última frase de su
mamá le dio mil vueltas en la cabeza antes de lograr quedarse dormida. Si la
Abuela era un tesoro había que tener cuidado, pues seguro había muchos
piratas y ladrones que darían la vida por tenerla entre sus riquezas. Y si se
robaban a la Abuela no había duda de que la culparían a ella. Estaba segura
de que, en el fondo, sus padres le estaban pidiendo a gritos que hiciera algo
para proteger el tremendo tesoro familiar que guardaban en su casa.
—¡Seguro que la Abuela vale más que un cofre repleto de monedas de oro!
—pensó Violeta.

Esta sería la mejor y más importante misión de SuperVioleta.


La Abuela era un tesoro invaluable, que quizás guardaba secretamente las
rutas para encontrar otros tesoros.
Lo peor es que era muy fácil de robar, pues como era quietecita y
silenciosa, no podía poner resistencia si llegaba algún bandido a buscarla.
Entonces se durmió decidida a hacer algo al respecto.
A la mañana siguiente, Violeta se levantó más temprano que de costumbre
para llevar a cabo su plan. Agarró lápiz y papel y trazó un mapa: dibujó
muchas líneas rectas, otras curvas, un árbol con tres círculos alrededor, unas
flechas que iban para todos lados, y al final una gran X. Lo miró satisfecha, lo
dobló y lo guardó en uno de sus bolsillos.

Antes de que despertaran sus padres, fue hasta la habitación de la Abuela


y, con mucho cuidado de no tocarla (porque la abuela se mira pero no se
toca), agarró la silla de ruedas, le echó una mirada al mapa, lo volvió a
guardar y se la llevó, sin hacer ruido, a un lugar secreto. Eso sí, fue muy
precavida y le dejó una manta que le cubría las piernas por si le daba frío, y
algo para comer y beber a su alcance para que no pasara necesidades.
Ahora la Abuela era un tesoro escondido y nunca nadie, NADIE, se la iba a
poder robar. Sus papás se lo agradecerían toda la vida y ella pasaría a la
historia como la superheroína que protegió el tesoro más valioso del mundo.
Violeta pasó el resto del día fuera de la casa. Fue al colegio y como no tenía
tarea para el día siguiente, en vez volver a su hogar se fue a la perrera del
barrio a alimentar a los perros sin dueño y luego a recolectar grillos y
chanchitos de tierra a los antejardines de la calle 10. Además tuvo una
reunión en el club de SuperVioleta, donde se trataron temas importantes, y
como ella era la presidenta y la única integrante, no podía faltar. Se divirtió
tanto que la tarde se le pasó volando y olvidó por completo su tesoro oculto.
Cuando llegó la hora de regresar notó algo extraño: había más autos que
de costumbre estacionados afuera de su casa, las vecinas cuchicheaban en la
calle y podría haber jurado que a lo lejos, pero acercándose, sonaba una
sirena.
Al cruzar la puerta de inmediato se dio cuenta de que algo andaba mal. Su
mamá lloraba mientras hablaba por teléfono y en la sala estaba su papá con
cara de problema conversando con un policía que tomaba nota en una
libreta. También estaba la tía Sonia, que se limpiaba la nariz de tucán con
un pañuelo.
Violeta entonces se dio cuenta de que se había olvidado de avisar dónde
estaría después del colegio, y pensó que estaban todos preocupados por ella.
—¡Papá, mamá, ya llegué! Tuve que hacer muchas cosas importantes y se
me pasó la tarde…
—¡Ay niña! No sabes lo que ha pasado —le dijo la tía Sonia.

Violeta no respondió, la tía Sonia seguía pareciéndole una mujer muy muy
extraña.
Su mamá dejó de hablar por teléfono y fue hasta donde estaba ella.
—Mi amor, pasó algo terrible.
—Espantoso, espantoso —agregó la tía.
—No sé cómo decírtelo —continuó su mamá.
—¿Qué cosa? —preguntó Violeta muy preocupada a esas alturas.
—¡La Abuela! ¡La Abuela desapareció! Fui a su habitación esta mañana y
no estaba —le contestó mientras rompía en llanto.
—No sabemos si la raptaron, si se la llevaron los extraterrestres, o se fugó
con un antiguo novio, o el cartero, o quién sabe. Como sea, no pudo haberse
ido sola, así que alguien más está involucrado en esto. No dejaron ni una
nota los desgraciados. —De los nervios, la tía Sonia no paraba de hablar.
¡La Abuela! Violeta no podía creer que se había olvidado de su tesoro.
Urgueteó entre sus bolsillos, y ahí al fondo, entre algunos insectos y un
chicle a medio masticar, estaba el mapa que había dibujado en la mañana.
—No se preocupen, no se la ha llevado ni un ladrón ni un pirata. Yo la
protegí y sé dónde está.
—¿Un pirata? ¿De qué estás hablando, Violeta?
—preguntó su papá sin comprender nada.
En realidad, nadie entendía nada. Pero no tuvieron respuesta porque
Violeta partió a toda velocidad en dirección al jardín.

El corazón le latía fuerte. Ser la heroína la hacía sentir muy bien. Sin soltar
el mapa, siguió las instrucciones que ella misma había dibujado: llegó al
patio saltando en un pie, dio tres vueltas alrededor del almendro, un par de
volteretas, caminó hacia atrás y entró a la bodega, que estaba al final del
jardín. Respiró aliviada cuando vio que la Abuela aún seguía ahí.
—Es hora de devolverte, Abuela, ya habrá momento para que me
agradezcas el haberte protegido de todos los bandidos que te quieren robar.
Le dio un beso en la frente, agarró la silla de ruedas y haciendo fuerza la
llevó a la sala.
—Acá está —dijo triunfante.

La Abuela estaba con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en un


hombro… por suerte, solo estaba durmiendo una siesta. Todos gritaron de
emoción al verla, incluso hicieron una ronda alrededor de la silla de ruedas.
Los que más bailaron fueron la tía Sonia y el policía, quien cuando dio por
terminada su labor de búsqueda, guardó su libreta en el bolsillo y se dirigió
hacia la puerta.
Antes de que se fuera, Violeta se le acercó y con una mirada cómplice le
comentó:
—No se preocupe, señor policía, que de este tesoro se encarga
SuperVioleta. No le pasará nada mientras yo esté aquí para cuidarla.
—Confío en usted, señorita —le contestó el policía al mismo tiempo que
le guiñaba un ojo.
La tía Sonia, que escuchó todo porque también se iba yendo, la miró con
extrañeza y le dijo:
—Eres una niña muy rara.
Violeta no contestó, pero pensó: “¿Y esta señora me dice que YO soy rara?
¡Al parecer no se ha visto en el espejo! Debería tomar una hora en el salón de
SuperVioleta’s”. Estuvo a punto de proponérselo pero no, no debía hablar
con extraños.

De vuelta en la sala, la niña vio cómo sus padres abrigaron a la Abuela, le


dieron comida, se aseguraron de que estuviera bien para luego llevarla a su
habitación a descansar. Su papá le dirigía de vez en cuando unas miradas
aterradoras.
—De esta no te salvas —le dijo cuando ella ya se estaba yendo a la cama. Y
no le habló más en toda la noche.
Su actitud confundió muchísimo a Violeta.
—¿Qué hice mal esta vez? —se preguntaba en la cama.
Y más la confundió la reacción de su mamá, que entró a la pieza hecha una
furia, con los ojos inyectados, los pelos parados y las venas del cuello que se
le hinchaban en cada grito. Estaba roja y parecía que en cualquier minuto se
ponía a echar humo por la nariz, igualita a los dragones que a Violeta tanto
le gustaba mirar en su libro sobre animales fantásticos.

—Pero por Dios, Violeta… ¿Qué hay que decirte para que entiendas?
¿Cómo no logras comprender que la imaginación tiene un límite? A la
Abuela no se le maquilla, no se le peina, no se le afeita, no se le corta el pelo y
menos —y recalcó— Y MENOS, se le esconde en la bodega.
—Pero mamá… —intentó decir Violeta.
—¡Pero nada! —la interrumpió—. Y como castigo tendrás que acompañar
a la tía Sonia al podólogo todas las semanas hasta que termine su
tratamiento contra los callos.
—¡Nooo! ¡A la tía Sonia no!
—A la tía Sonia sí. ¿Creías que tus acciones no tendrían consecuencias?
¿Te das cuenta de la gravedad de lo que hiciste? La Abuela necesita estar
tranquila, respirar aire fresco, no pasar frío… recuerda lo que te dije, ¡la
Abuela es como un tesoro que hay que cuidar! —y dando pisadas de elefante
salió de la pieza y cerró la puerta.
Estaba claro que algo había hecho mal, si no,
no le hubiesen dado ese castigo tan espantoso.
Aun así la Abuela seguía siendo un tesoro que había que proteger.
Pensando y repensando, se dio cuenta de que su error había estado en el
escondite… la bodega no era un buen lugar, porque además, estaba muy
cerca de la casa y tenía más riesgo de ser encontrada por los piratas. ¿Cómo
no se había dado cuenta antes? Si la Abuela necesitaba tranquilidad, aire,
calor, y un lugar más lejano y seguro, era lógico que el escondite perfecto era
otro:
—¡La selva tropical! —gritó, y empezó a escribir en su libreta:
¡Qué plan tan perfecto! Ahí sí que no la encontrarían ni los piratas, ni los
ladrones, ni el villano más villano, ni el mejor de los investigadores secretos
de todo el mundo. Sus padres iban a estar orgullosísimos de ella. Tanto, que
seguramente la iban a recompensar con una fiesta donde ella podría escoger
a los invitados. Convidaría al policía pero no a la tía Sonia. Ser la heroína la
hacía sentir perfectamente bien y eso era un tesoro casi tan valioso como la
Abuela.
Y pensando en su fiesta, en su tesoro escondido y en el nuevo mapa que
tendría que hacer temprano al día siguiente, SuperVioleta se durmió con una
gran sonrisa.
Mari Ferrer.
Autora

Mari es periodista de la Pontificia Universidad


Católica de Chile. Después de ejercer algún tiempo, decidió seguir su
vocación e ingresó a los talleres de literatura infantil de Ana María
Güiraldes, a los que asiste hasta el día de hoy.
Inspirada en sus dos hijos, el año 2012 comenzó a publicar libros para niños,
su público favorito, y desde ese entonces divide su tiempo entre la escritura,
presentaciones en colegios y charlas de motivación lectora para alumnos,
profesores y apoderados.
En Loqueleo ha publicado De a dos (2013), con Paula Vásquez, y ¡Qué horror,
un niño! (2015), junto a Leonor Pérez.
Alfredo Cáceres.
Ilustrador

Alfredo es ilustrador de nacimiento, aprendió a dibujar a los 4 años de edad


(quizás un poco antes, pero no se acuerda) y continúa ejerciendo la
profesión desde entonces.
Nació en Concepción en 1983, pero ha pasado gran parte de su vida en
Valdivia. Actualmente ilustra en distintos medios y plataformas, más
notablemente en los diarios El Mercurio, La Tercera y revista Qué Pasa.
En cuanto leyó el texto de SuperVioleta sintió la necesidad de retratar la
suerte de la Abuela y la belleza de la tía Sonia. Si quieres ver más de sus
dibujos puedes ir a alfredocaceres.tumblr.com
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