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Aura: cinematografía y deseo

Una vida, un siglo, cincuenta años: ya no te será posible imaginar esas medidas
mentirosas, ya no te será posible tomar entre las manos ese polvo sin cuerpo

Aura (1962), de Carlos Fuentes, comenzará en un cafetín sucio y barato. Como en un


plano general, encargado de presentar el ambiente y a sus personajes, el lector se
imaginará vívidamente a Montero allí sentado, comensal retraído que preside la única
mesa ocupada del bar, de madera vieja, leyendo un anuncio en el diario. Y leeremos con
él. “Se solicita historiador joven”, anunciará el periódico. Felipe Montero, joven
historiador, profesor solitario con pretensiones de escritor, releerá ese anuncio como si
estuviese escrito para él —para nosotros mismos—. Un trabajo sencillo y un buen
sueldo; organizar y traducir documentos y con ellos escribir las memorias de un coronel
francés fallecido décadas atrás, para que su viuda pueda publicarlas antes de morir. El
trabajo tendrá una sola condición: desarrollar la tarea en el hogar de la viuda, Consuelo
Llorente, donde ella y su sobrina, Aura, como más tarde comprobaremos junto a
Montero, mantendrán una extraña relación. Como en una película antigua, el plano
general de nuestro protagonista, Felipe Montero, nos introducirá en una historia que se
abrirá paso a través de detalles hasta desembocar en lo inimaginado; de manera muy
visual, a su modo sutil, Aura se vaticina como una historia de deseo, de obsesión.

Atendiendo acaso a un caprichoso destino, Montero aceptará su llamada al atravesar la


puerta de la calle de Donceles 815, abandonando, sin saberlo, cualquier realidad
anteriormente conocida. Lo veremos entrar entonces —y entraremos con él—,
atravesando la oscuridad, a un espacio difuso, atemporal, deslocalizado; a un sueño (o
pesadilla) envuelto en una burbuja de misticismo e iconografía religiosa. Como el joven
que se adentra en la Casa Usher cautivado por los encantos de Lady Madeline —
equivalente estadounidense de nuestra Aura—, Montero se sumergirá en una atmósfera
lúgubre y angustiante. Acudiendo a la vieja mansión de estilo gótico con la pretensión
de conseguir un trabajo que le permita ahorrar para vivir holgadamente durante unos
meses dedicándose a la escritura, Montero se descubrirá prontamente hechizado por los
encantos de la joven Aura y solo parcialmente aterrado por el misticismo opresivo de la
vieja Consuelo que, postrada en una cama llena de migas y acompañada por un conejo
blanco, símbolo fecundo, le entregará por fascículos las notas raídas de su difunto. Sin
embargo, Montero no tardará en reparar en los fenómenos extraños que rodean la casa y
a sus moradoras, los sinsentidos e interrogantes que se manifestarán en patios que no
existen, gatos prendidos en llamas, desajustes temporales y fechas que no pueden
coincidir. En este sentido, Fuentes se presenta como un maestro en el manejo de la
tensión, usando técnicas narrativas entre las que encontramos el tiempo futuro o la
segunda persona que nos apela directamente, en un ejercicio literario que busca esa
unidad de efecto que ya veíamos con Poe o ETA Hoffman.

Como en un giallo de tonos saturados de Darío Argento, en una lectura completamente


visual, el ambiente en Aura se condensa, se hace opresivo entre verdes puros y rojos
intensos —sensación que vivimos de la mano con Felipe, al mismo tiempo que este se
adentra entre los montones de papeles del coronel Llorente y el desmedido deseo por
Aura crece—. Esta tensión creciente que Aura irradiará desde sus inicios, podemos
pensar, tendrá su primer punto de giro cuando Aura, deseada y deseante, entre en la
habitación de Montero en busca de su sexo, haciendo que Montero caiga rendido ante
ella, completamente enamorado. Alcanzará el clímax cuando Montero encuentre, entre
los papeles de la viuda, fotografías del coronel Llorente en las que se verá a sí mismo,
perdiendo por completo el sentido de la realidad y hallando una verdad que romperá con
los límites de lo conocido. Inmersos ese proceso de desvelamiento, acudirá entonces a
nuestra mente esa sucesión de imágenes previas, esos detalles que solo ahí cobrarán
sentido, como un deslumbramiento, un sombrío desenlace: cuatro platos esperando a la
mesa junto al espeso vino; los juegos de pares; la penumbra de un hogar anclado en el
tiempo y su perpetuo contraste entre luz y oscuridad, entre realidad y ensoñación.

Y como espectadores —como dobles del propio Montero—, asistiremos a una


revelación. Al contemplar las fotos y verse a sí mismo nítidamente reflejado, Montero
se topará de frente con su destino, subyugado ante un embrujo que trasciende al propio
tiempo y del que no podrá ni querrá escapar. Así pues, Montero aceptará su sino, y
nosotros con él, fundidos en un abrazo con Consuelo y el deseo de volver a convocar su
fugaz juventud. Así, entenderemos; el deseo que se erige como motor principal de Aura,
donde el amor se revive una y otra vez en un eterno retorno, obedeciendo a un tiempo
circular al que el personaje principal entra a participar una vez cruza los límites de esa
casa, cuyo ambiente cabalga entre la realidad y la fantasía; el deseo que trasciende más
allá de la física. Como espectadores, como lectores sorprendidos, estaremos ahí para
presenciarlo. Seremos parte de ello.

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