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1.

El miedo
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Los primeros que tomaron la decisión de abandonarlo todo lo
hicieron para huir de la muerte. Dejaron su mundo atrás: o sea sus
casas de familia con perros y gatos afuera o adentro o sus polvorientas
fincas con vacas y gallinas y cultivos de todo género; y también sus
vidas hasta ese entonces vividas sin mayores ajetreos. Hasta dejaron
atrás la vergüenza, porque allá donde iban, quizá sin saberlo
plenamente, para comer y vivir de algún modo tendrían incluso que
pedir en las calles dinero y caridades de gentes que no conocían y que
les darían limosnas de lástima o que tal vez sólo les ignorarían como
si no fuera con ellas la cosa.
Y así, resueltos, muchos se marcharon con las manos vacías a
enfrentar el todo y la nada.
En cambio, los abuelos de Juan Bautista decidieron que se
quedaban, porque nada debían y porque el señor Felipe, prudente y
aplomado, no era un hombre de aventuras y menos a sus sesenta años
recién cumplidos. Juan Bautista no tuvo que preguntar para saber lo
evidente y menos al ver a su abuela preparando el fogón como si nada
un día después de que la barbarie llegara al pueblo. Ella tampoco era
una mujer hecha para emprender caminos inciertos y más bien
parecía anclada hasta el fin de los tiempos a su pequeño feudo, ese que
se extendía desde la puerta de entrada a la casa hasta la cola del
enorme patio, allá donde sólo sus nietos se exponían a llegar colgando
como micos entre los edénicos arboles de tamarindo y los de mango.

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