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Miércoles de todos los días

Elízabeth Salazar

Ilustraciones de Carmen García

http://www.librerianorma.com Bogotá, Barcelona, Buenos


Aires, Caracas, Guatemala, Lima, México, Miami, Panamá,
Quito, San José, San Juan, San Salvador, Santiago de Chile,
Santo Domingo.
A María Ricra Alarcón, mi madre.
Copyright © Elizabeth Salazar, 2007
Copyright © Editorial Norma, S.A. 2007, para Estados
©Grupo Editorial Norma S.A.C., 2009
Canaval y Moreyra 345, San Isidro
Lima, Perú
Teléfono 7103000
Reservados todos los derechos.
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso
escrito de la Editorial.
Impreso por Metrocolor
Av. Los Gorriones 350, Lima 09
Impreso en Perú - Prined in Perú
Primera reimpresión: Febrero, 2009
Esta edición consta de 1500 ejemplares

Ilustraciones: Carmen García


Diagramación y armada: Moira Bao

C.C. 28112348 ISBN 978-9972-244-98-8


Registro de Proyecto Editorial N°: 11501310900111
Hecho el Depósito Legal en
la Biblioteca nacional del Perú: 2009-02401
Contenido

Las Marías 9
El Niño Fenómeno 19
Miércoles de todos los días 33
Serafín 45
Los chicos del parque 53
Las Marías

¡¡Maríííaaa!!, gritó aterrada cuando


despertó y no vio a su hermana pequeña
que se había dormido en la banca junto a
ella. ¡María! ¡¿Dónde estás?! Miró el reloj
del edificio municipal y vio que eran las
dos de la mañana. ¡¡Maríííaaa!!, volvió a
gritar, y desesperada, corrió por el parque
que parecía desierto.
La María grande tiene siete años, ha
venido el año pasado de la sierra y vive
cerca de la escuela con una señora a la que
llama tía. La María chiquita tiene cuatro
años, llegó hace poco de su pueblo, para
que su hermana mayor, la María grande,
la cuide, y para que las dos aprendan a
trabajar en la ciudad. Se llaman María,
porque nacieron el mismo día de la fiesta
de la Virgen, pero en diferentes años.
10
La María grande viene subiendo el cerro,
levantando la arena con los pies, lleva puesto
el uniforme escolar que le queda muy grande.
Camina en silencio con la cabeza baja, mor-
disqueando el pan del desayuno. Ha dejado la
casa limpia, pero cuando regrese, los hijos de
su tía habrán ensuciado todo otra vez. Solo los
fines de semana era feliz porque tomaba el
carro, como le habían enseñado, y se iba sola
a vender rosas toda la noche, al parque de
Miraflores, para que me pagues la casa, la
comida y la educación que te doy, pues, le dice
siempre la tía.
Al día siguiente, casi invisible, parada entre
la niebla que viene del mar, esperaba el primer 11
carro para volver a su casa. El trino de los
pajaritos y el olor limpio de la mañana, le
recordaban un poco el amanecer luminoso de
su pueblo.
Pero ahora, también tenía que cargar con la
María chiquita y no sabe qué pensar.
La María grande es un poco seria, pero
sonríe graciosa cuando ofrece sus rosas a las
parejas de los autos detenidos por algún
semáforo y a las que caminan por el parque,
compre, caballero, para la señorita que es tan
bonita. La María chiquita en cambio se cansa
rápido, tiene hambre todo el tiempo y se queda
dormida caminando. La María grande no
12
deja de mirarla, y solo cuando está vendiendo
y entregando vueltos, la suelta de la mano.
¡Camina!, le dice de mal humor y tira de
ella. No la deja cerrar los ojos, porque pesa
mucho cuando se duerme esa chiquita. La
María grande con su cara de preocupada, le
dice a cada momento que no debes cruzar sola
la pista, no debes hablar con nadie, y nunca
debes separarte de mí. Se lo repite hasta el
cansancio, como la tía se lo repitió a ella. La
María chiquita la mira como si no entendiera y
después dice sí y asiente con la cabeza.
Cuando no hay venta, también le enseña el
valor de las monedas y sin darse cuenta la hace
sumar y restar. Las dos van leyendo en voz alta
los carteles luminosos que no dejan ver las 13
estrellas en la noche de Lima. Mira, le dice
frente al semáforo, cuando está rojo por aquí
es para parar, cuando está verde por allá es
para cruzar, cuando es anaranjado no sé, pero
siempre tienes que tener cuidado, y cruzan la
calle corriendo entre la gente.
Va hablando de todo lo que sabe, de todo lo
que conoce la María grande.
La María grande cuenta las monedas de la
venta y siempre piensa que la tía se va a
molestar. Ella le ha dicho que quiere dejar a la
pequeña, tengo que cuidarla, tía, no me deja
vender. Pero la respuesta ha sido firme: ¡no!
Los columpios del parque están vacíos, en
invierno los niños no usan los juegos mojados
por la lluvia, además ya va a ser media
noche. La María grande los mira ilusionada,
pero la canasta de las flores está llena, no ha
podido vender casi nada. La gente en sus autos
tiene los vidrios cerrados por el frío y no
asoman ni la nariz cuando se detienen en los
semáforos, también las parejas en el parque
caminan apuradas huyendo de la llovizna y el
viento. Siéntate y no te muevas de aquí le dice
a la pequeña, le da unos cuantos caramelos y
se sube a los juegos.
14 Lo que más le gusta es el columpio. Sube a
la silla y se eleva por el aire con facilidad, el
descenso le hunde el estómago y ella ríe, es
feliz. Todos los juegos son suyos, no tiene que
disputarlos con nadie. Mira las flores de la
canastita humedecidas por la lluvia y piensa
que así esta bien. Mientras está jugando le
parece que todo está bien..., pero de pronto, la
María chiquita llora y con la boca llena de
caramelos la llama. No me fastidies, contesta
molesta y sigue balanceándose.
Con su cara de preocupada, mira el parque
que parece desierto, qué hará con las rosas,
para mañana ya estarán marchitas y la tía se
enojará. ¡Ya no llores! grita impaciente. Piensa
en volver a casa, pero es tarde, ya no habrá
ninguna movilidad que las lleve. Baja a
regañadientes del columpio, toma de la mano
a su hermanita que sigue llorando y van a
sentarse en una banca para esperar a las parejas
que más tarde saldrán de un ruidoso local. La
más pequeña se duerme de inmediato
suspirando y la María grande la mira con un
poco de fastidio. De mala gana, le acomoda los
mechones de pelo bajo la gorra, le seca las
mejillas todavía rosadas y ásperas que ha
traído de la sierra y las dos se cubren con la
manta doblada que lleva sobre los hombros,
esconde la canasta de flores y sin sentirlo se
duerme apretando a la María chiquita.
¡Maríííaaa!, grita asustada, su voz temblo-
rosa llena la noche, la María chiquita no está a
su lado.
¡Maríííaaa!, su corazón ha enloquecido, la
abandonan las fuerzas. Sin saber qué hacer,
corre por el parque llovido que parece desierto. 15
¡Maríííaaa!, grita con la cara mojada por el
llanto y la lluvia.
María la grande quiere jugar como antes, en
la sierra, quiere correr y sentir que se quiebran
bajo sus pies los cristales de hielo que cubren
los campos al amanecer, quiere sonreírles a los
manantiales, perseguir a las ovejas, calentarse
las manos en la panza del puerquito rosado que
hace poco nació.
¡Maríííaaa!, grita y una luz de alegría estalla
en su corazón, ha visto a la María chiquita en
el columpio donde ella jugó, se ha dormido
16
sentada en la silla que todavía se balancea
¡Maríííaaa!, la canasta vacía rodó por el piso
de arena. La levantó y entonces se acordó de
las flores. “Ahora, ¿qué le diré a la tía?”, pensó
y cargó sin esfuerzo a la María chiquita. La
pequeña buscó los brazos de su hermana, y sin
abrir los ojos, le puso en las manos un montón
de monedas calientes, de las rosas, María, le
dijo con su acento cantará no que todavía
conservaba y se durmió.

17
El Niño Fenómeno

La sombra ha vuelto a pasar veloz tras la


cortina de la ventana que da al patio. A pesar
del calor sofocante, el sudor se le congela. Está
asustado y siente que los vellos de su cuerpo
se le erizan. Escucha pasos. Suena una puerta. 19
Él está solo y la casa entera tiene ruidos
extraños.
Intenta calmarse y no puede. Quiere pren-
der la luz porque le parece que ya casi anoche-
ce, pero el interruptor está junto a la puerta que
da al patio de atrás y tiene miedo de moverse.
Piensa en salir a la calle corriendo, pero
tendría que cruzar por los cuartos desiertos y
no se atreve.
20
Sócrates, que siempre está como pensando,
ha visto algo. Santiago voltea nervioso y a
través de la cortina ve cómo la sombra vuelve
a moverse en el patio de atrás.
Se quedó helado, el corazón le sonaba en las
orejas. Por qué no le habrá dicho a su mamá
que, cuando la abuela no está, los hermanos
mayores se quedan jugando en la calle hasta
que está oscuro, tienen que cuidar a Santiago, les
ha dicho bien claro ella, porque él es el más
chiquito.
Recordó la risa de todos, cuando en su
cumpleaños, sus hermanos Rafael y Joaquín,
que están tan altos y tan flacos, dijeron delante
de los invitados: “Este chiquito es un miedoso, 21
mamá”, y lo señalaron: “si lo vieras cuando no
estás, él y su gato andan por la casa como
cucarachas asustadas”.
La sombra se mueve otra vez en el patio.
Santiago tiene miedo, pero está alerta. Cree
que suena una puerta. Siente pasos, voces.
Deja de respirar para poder escuchar los rui-
dos, pero su corazón golpea con fuerza ¡TUM!,
¡TUM!, ¡TUM! A pesar del calor sofocante, está
congelado.
Y ahora que estaba solo en casa no podía dejar
de pensar que hace poco había escuchado a su
mamá decirle a la abuela que si ya estábamos
en julio en Lima debería estar “¡helando!”,
pero por culpa de “¡EL NIÑO!”, este invierno
estaba tan caliente y tan húmedo. “Y todavía
dicen que este es el niño más ¡terrible!, de los
últimos años”, terminó por decir ella muy
sofocada. Y él que la había estado escuchando
con atención le preguntó lleno de curiosidad.
“¿Qué niño, mamá?”. “¡El fenómeno!,
Santiago”, le respondieron todos a una sola
voz y terminaron riendo. Se quedó helado:
“¿Niño fenómeno?” y sin proponérselo,
empezó a imaginar ese niño de mil maneras.
¿Cómo sería? No volvió a preguntar, prefería
no estar enterado, pues todo lo que decían de
ese “niño” era malo.
Ahora no quería pensar en nada que lo
asustara, sobre todo, porque estaba solo en
casa. El ruido volvió a estremecerlo, pensó que
22 algo pasaba en el cuartito del patio que su
mamá usaba como depósito para guardar
cosas. Tal vez alguien se había metido a robar,
pero no le quedaron dudas cuando pudo notar
a través de la cortina, que la sombra se movía
entre los cordeles. Entonces una idea lo
inquietó, ¿no sería que ese niño —no quiso
llamarlo “fenómeno”—, estaba en su patio?
Pensar que se trataba de un niño le daba un
poco de tranquilidad, pero que todos dijeran
que era un “fenómeno” lo espantaba.
“¿Cómo puede ser tan malo?”, pensó
Santiago confundido. Tal vez ese niño era
como ese primito antipático que él tenía, o
como sus hermanos, que cuando lo agarraban
desprevenido, gritaban ¡BUU!, a sus espaldas y
él y su infaltable gato nunca pudieron evitar
pegar un salto. Recordó las burlas. Apretó con
fuerza sus manitos: detestaba esas bromas.
Los movimientos son cada vez más
violentos en el patio. Santiago, sudando hielo,
le murmura al oído: Sócrates, no tengas miedo.
Debemos ver qué pasa allí, compañero, ¡vamos!
Sócrates ni se mueve, sigue atento, mirando
hacia fuera. Como quieras amigo, ¡quédate!, pero
cuando Rafael te diga que eres una cucaracha
asustada, no te voy a defender. Lo pensó un
momento, respiró profundo y cruzó a pasos
largos la amplia habitación. Su corazón gol-
peaba con fuerza. Iba a prender la luz, pero
tuvo que reconocer que todavía estaba claro el
día. ¡Está bien!, dijo y, decidido, abrió la puerta
que daba al patio de atrás.
Retrocedió espantado. Un monstruo sin
cabeza y brazos enormes, quiso abalanzarse
sobre él. “¡EL NIÑO FENÓMENO!”, pensó aterra- 23
do y retrocedió. Trató de huir, pero se enredó
en sus propios pies y cayó de espaldas. En el
piso se cubrió la cara, pues aquello que estaba
en el patio, volvió a agitarse con violencia.
Pensó lo peor y horrorizado alzó la vista.
El temblor incontrolable de su cuerpo no lo
dejaba ponerse de pie. Pero al ver que Sócrates
había regresado y estaba junto a él, se
tranquilizó. Intentó levantarse, cuando de
pronto, una sacudida como un latigazo, azotó
los cordeles otra vez. Sócrates, que ya estaba
en sus brazos, se espantó, dio un maullido
terrible y pasó saltando sobre él y volvió a
dejarlo tirado sobre el piso. Santiago, gateando
casi, solo pensaba en huir también, pero la
curiosidad lo hizo voltear. Iba a dar un grito y,
entonces, vio que aquello sin forma definida,
que tanto lo asustaba y hacía tanto ruido allá
afuera, estaba luchando con desesperación,
enredado en una maraña de ropas tendidas, por
liberarse del cordel.
Trató de calmarse. Sea lo que fuese lo que
estaba allí, se veía sin fuerzas, no daba más.
Sin quitarle la mirada, muy lentamente
Santiago se fue poniendo de pie, cuando
inesperadamente aquello, en el último es-
fuerzo tal vez, logró soltarse y, envuelto en una
camisa de Rafael que estaba tendida, cayó del
cordel. El golpe contra el piso fue tremendo.
Por unos momentos todo quedó quieto y él
contuvo la respiración.
24 Sintió a Sócrates regresar y ponerse a su
lado. Intentó hacerle una caricia, cuando de
súbito la camisa dio un saltito. El y Sócrates
también saltaron, pero esta vez, ninguno de los
dos corrió.
No es que ya no estuviera asustado, solo que
aquella figura extraña que se movía con
torpeza bajo la camisa de Rafael, le hacía sen-
tir algo que no podía definir.
Sí, era un niño, estaba seguro y mucho más
pequeño que él. Pero no se atrevía a acercarse.
Sócrates, le dijo murmurando, creo que es el
“niño” del que todos hablan, pero no te asustes,
parece que es un poquiiito “fenómeno”.
Tuvo que callar, pues la camisa volvió a dar
otro saltito.
Era una figura rara, tal vez graciosa. Pero
el miedo, aún no lo abandonaba. Notó que algo
lo miraba bajo aquella ropa. Cuando de pronto
una brusca sacudida lo dejó al descubierto.
Santiago lo miró sorprendido. Recordó que ya
lo había visto alguna vez rondando el mercado.
Es él, dijo, pero no se acercó, no quería
asustarlo. Estaba golpeado, sucio y se veía tris-
te. “Pobrecito”, pensó. Dio un breve paso para
acercarse, cuando de pronto lo vio caer, y 25
quedar tirado sobre el piso. Santiago olvidó el
miedo, olvidó todo y corrió a ayudarlo. Estaba
conmovido. Le curó las heridas, lo reanimó.
Luego lo ayudó a levantarse y, una vez que
estuvo otra vez de pie, como si fuera un niño
chiquito le dio agua y le hizo comer.
A esa hora oscura del amanecer, el aire
caliente y pegajoso movía apenas la ropa que
26 había quedado tendida en los cordeles. Rafael,
el hermano mayor, miraba como hipnotizado
la puerta cerrada del cuartito de depósito del
patio. Por un momento sintió que las fuerzas
lo abandonaban y aseguró contra su cuerpo la
escoba que tenía apretada entre las manos. El
viento movió las sombras y la sangre se le
congeló. Empapado de sudor miró a su
hermano que ni se movía y nervioso por demás
le dijo, ¡ssshhh!, y rompió el silencio del patio
a oscuras.
Joaquín se estremeció. Volteó a mirarlo y
sus ojos brillaban en la oscuridad. Tanta
cautela, tantas precauciones y a Rafael no se le
ocurría otra cosa que hacer ruidos. El, al igual
que su hermano, sudaba frío y le daba mil
vueltas a la escoba que tenía apretada entre las 27
manos. Ambos muchachos contenían el
aliento, respiraban apenas, parecían dos
figuras de hielo pegadas al piso. El patio quedó
en silencio otra vez. Todo parecía en calma y
algo volvió a sonar. Tras ellos, la madre y la
abuela que los miraban ansiosas también se
sobresaltaron, pero los muchachos
reaccionaron a tiempo y con un gesto pudieron
mantenerlas a distancia. Entonces, empapados
de sudor, se miraron, había llegado la hora de
actuar, tomaron aire, apretaron con fuerza las
escobas y ya iban a dar un paso adelante
cuando, ¡¿Qué hacen?!, resonó de pronto la
voz clara de Santiago a sus espaldas.
Se había dormido muy tarde, pero los mur-
mullos en la casa lo despertaron. Y allí estaba,
parado en medio del patio todavía oscuro
cargando a Sócrates. Rafael y Joaquín gritaron
horrible, saltaron como si algo les hubiera
quemado y las escobas salieron volando por el
aire.
La madre y la abuela, sosteniendo una
sartén y un palo de amasar, sorprendidas, no
sabían por dónde había pasado ese chiquito.
“¡Qué haces aquí!”, le increpó Rafael en
voz baja. Recogía su escoba y trataba inútil-
mente de disimular el tremendo susto que
había pasado. Y ya estaba por decir algo más,
cuando un ruido como un golpe volvió a re-
28 mecer el cuartito de depósito. Los hermanos
mayores se quedaron helados. El pequeño los
miró, se agachó un poco y sin decir palabra,
pasó por entre los dos. Todos, hasta la madre
y la abuela al darse cuenta de su intención
llegaron corriendo y gritando tras él, pero ya
era tarde, Santiago había abierto la puerta del
depósito del patio.
Estuvieron a punto de un desmayo masivo.
En la penumbra de la madrugada, algo grande
les había pegado de frente al abrirse la puerta.
Fue un instante de pánico y sorpresa, de gritos
y manotazos. Algo se agitó en el aire, pisoteó
sus cabezas y pasó sobre ellos.
29
¡Ya pasó!, ¡ya se fue!, dijo la abuela impo-
niendo la calma. ¿Están bien todos?, preguntó
la mamá tratando de parecer tranquila. ¿Qué
era esa cosa ho-horrible?, dijo Rafael,
refugiado detrás de su madre. No te asustes
Rafael, ya se ha ido, le dijo Santiago. No estoy
a-aasustado, respondió su hermano mayor, sin
poder controlar el temblor de su barbilla. ¡Y
ahora!, ¿quién habla de cucarachas a-a-a-a-
asustodas?, exageró la burla Joaquín para
poder disimular que también temblaba.
Santiago no los escuchaba, lo único que
parecía importarle en ese momento era saber
por dónde se había ido su nuevo amigo.
De pronto lo vio regresar. Llegó midiendo
30 el espacio, suspendido del día que ya empeza-
ba a clarear. Con un leve movimiento, cortó el
viento con precisión y descendió hasta
detenerse en la pared del patio.
Con pasos cortos, inseguro al caminar,
dando uno que otro saltito, avanzaba por el
borde de la pared, tan ajeno al alboroto que
había causado. Luego pareció titubear, se esti-
ró cuan largo era, bajó la cabeza y se mantuvo
un momento como en un ritual, como en
oración. En el patio había un silencio total. De
pronto se elevó, hizo un giro perfecto en el aire
y tendió sus alas al viento. Su largo pico y su
corvo cuello se perfilaron contra el cielo.
Santiago lo siguió con la mirada, hasta que el
pelícano se perdió de vista en la línea de luz
del amanecer.
31
Miércoles de todos los días

¡AAAAAH!, bostezó Chalona exagerando


y con la boca muy abierta, terminó de decir si
no son las doce, todavía es miércoles.
Qué me importa eso, dijo impaciente
Tocino, dame la plata y no te hagas el tonto.
Chalona le hizo un gesto y, como siempre, se
demoró buscándose en cada uno de sus
bolsillos, hasta que Tocino le soltó el golpe de 33
todas las noches. Malcriado eres, ¿no!, el
pequeño, sin argumentos para eso, le entregó
el dinero.
Tocino iba repitiendo lo de siempre, que él es
el mayor, que a él no se le va a perder la plata
y que como es grande, ¿quién me va a robar?
¡A mí!, ja... Eso iba murmurando, mientras se
guardaba el dinero, cuando unas manos lo
cogieron por el cuello y lo arrastraron hasta la
pared. Asustado volteó, y vio a Chalona
pataleando en el aire.
Es apenas dos años mayor y se ve más
grande por su volumen, por eso sus com-
pañeros de esquinas le dicen Tocino, y a su
hermano de cinco años que anda vestido de
payaso y que a veces es mago, cantante y
desde hace poco es “predicador”, le dicen
Chalona, porque es flaco hasta los huesos,
pálido como un chino y su saco que no se quita
nunca, tiene desde que lo encontró un extraño
olor, que no a pocos ha dejado sin aliento.
Chalona no ha olvidado la mañana, ya
bastante lejana, en que una voz lo había
34 sobresaltado cuando esperaba paciente su
turno para trabajar en ese bus grande de la Vía
Expresa.
“¡IMPÍOS !”, había gritado aquel descono-
cido en medio de la gente y lo hizo saltar.
Asustado pensó que esa “mala lisura” nunca
antes la había escuchado. Miró a su hermano,
¿qué es eso?, Tocino movió la cabeza, no
sabía. “Impíos”, dijo para sí mismo, y se quedó
pensando “¿qué será eso?”, miró la cara de los
pasajeros, seguro que no era nada bueno. Pero
lo que hizo esa mañana inolvidable para
Chalona, fue el taleguito lleno de monedas que
el hombre de las palabras raras, se llevó.
Él, como hipnotizado, se había bajado del
bus casi pisándole los talones al desconocido
36 y lo siguió por horas. Preguntó a todos sus
amigos de esquinas; se hace el loco, pero
“predicador” era su “chapa” ¿qué es eso?
Nadie se lo pudo explicar. No importa. Estaba
fascinado, sorprendido. Miraba boquiabierto
cómo aquel hombre gritaba palabras raras con
la mano alzada. Todo el día lo ha seguido, lo
ha visto mezclarse entre la gente y después en
sus narices, lo volvió a ver convertido en
ciego, con unos lentes oscuros. No se dio
cuenta de dónde es que sacó un palo como
bastón y ya era dueño de la otra esquina.
Chalona lo miraba sonriendo, para él todo
lo observado eran solo “negocios”, como decía
su hermano, y “chamba”, como lo llama él.
“Impíos" ¿qué será eso?, pero da plata,
Tocino. Y ¿“predicador”?, ¿qué será eso...?
Desde ese momento, junto con sus actos de
magia, sus canciones y los chistes que inventa,
había ido ensayando posturas, gestos y ese
modo de hablar que él imita y Tocino corrige.
Chalona tiene facilidad para imitar todo lo que
ve, él lo sabe, pero nunca se hará el ciego,
asustado dice: ¿y si me quedo así?
“¡Impíos!”, le gusta esa palabra, la grita
levantando la mano frente a las vidrieras,
“impíos”, ¿quééé será eso?
Mirándose desde todos los ángulos, se
acomoda bajo el viejo sombrero desfondado
de mago, la peluca rubia, que ya no sabe desde
cuándo la tiene, se alisa la corbata, revisa los
innumerables bolsillos que él mismo, puntada
a puntada, ha ido añadiendo a su pantalón de 37
payaso, y sacude con esmero las solapas del
inmenso saco que nunca se ha quitado.
Ese miércoles, como todos los días, habían
empezado temprano en el cruce de la Plaza
Grau y el Paseo Colón, haciendo de todo hasta
que tuvieron hambre. El vendedor de las
empanadas ya estaba allí y, al verlos, se frotó
las manos. Los niños rieron, así son los
vendedores. ¿Me pueden dar “sencillo”,
chicos?, preguntó. Sale, y Tocino y Chalona
cambiaron sus monedas por un billete. El
vendedor les ofreció más ají, cebollita y,
cargando su canasta, se alejó con otro cliente.
Sedientos se acercaron a la carreta de las
bebidas, pagaron y de pronto, el viejo
vendedor les quitó las botellas: ¡Billete falso!,
gritó. ¡Ladrones! El viejo agarró un palo para
castigarlos, pero los transeúntes protestaron:
¡Oye, abusivo!, son niños. No quiero
problemas, dijo el viejo y molesto, les arrojó
el billete al piso. Cuando voltearon a buscarlo,
el vendedor de las empanadas ya no estaba.
Sentados al borde de la vereda miraban el
billete falso, cabizbajos y con sed. El semáforo
volvió a cambiar de color y el tránsito se
detuvo, entonces ambos como siguiendo una
señal, saltaron al asfalto. Tocino cargó al
pequeño sobre sus hombros y quedaron
envueltos por el inmenso saco, caminaban
como si fueran un solo hombre. Chalona desde
lo alto, hacía reverencias al público con su
38 viejo sombrero de mago. Ya separados,
corrieron entre los autos. Algunas ventanas se
cerraron, algunas nunca se abrieron y en otras
ni los miraron, pero otras sí, ¡por allá, Tocino,
corre!
Cuando cambió la luz, se subieron a la
carrera en un bus grande. Allí ambos, contaron
chistes. Chalona predicó, porque ya era
“predicador” y repitió como un loro todo lo
que había ido escuchando, aunque no sabía
qué era. “¡LEVÁNTATE IMPÍO!”, le había
gritado a Tocino que estaba arrodillado con las
manos juntas en medio del pasadizo y la gente
le festejó.
Para cerrar les presentaré un acto de magia,
dijo, y con gran habilidad hizo desaparecer,
delante de todos, un viejo naipe en la oreja de
Tocino. Complacidos por su trabajo,
agradecieron y pidieron, una colaboración
señora, señorita, caballero y que Dios los ben-
diga. Porque ya era hora de bajarse, pues otro
niño había subido a cantar y llevaba de la
mano a un ciego que los miró bien feo.
Además, atrás venía otro bus llenecito, que los
llevó hasta Barranco.
Era cerca de la media noche cuando to-
maron unas bebidas, Tocino pidió algo para
comer, y Chalona cambió las monedas por un
billete que, esta vez, ambos revisaron a trasluz,
por delante, por detrás, al derecho y al revés:
Ta’ gueno dijo y mientras Tocino terminaba de
comer a dos manos, Chalona se lo guardó. 39
Las calles ya estaban desiertas, era hora de
irse.
Chalona bostezando había dicho, si no son
las doce, todavía es miércoles.
Tocino caminaba serio, no le importaba que
fuera miércoles todavía, él solo quería de una
buena vez la plata que Chalona se había
guardado mientras él comía. Chalona como
siempre se demoró buscando a propósito, en
cada uno de los bolsillos de su pantalón de
payaso. Tocino, impaciente, le soltó un golpe
y el pequeño le entregó el dinero.
Chalona, rezagado unos pasos, va
burlándose de su hermano y, haciéndole
muecas que le deforman la cara,

40
repite entre dientes como si fuera un eco de
Tocino: yo soy el mayor, na na ni ni, a mí no
se me va a perder la plata, na na nu nu, soy
grande y ¿quién me va a robar?, na na no no.
A mí, ja...

41
Y ahora Tocino está frente a él, indefenso,
un tipo lo sujeta y otro lo revisa. Chalona, en
vilo, asoma aterrado, sus enormes ojos sobre
la mano que le tapa la boca.
Ve cómo rebuscan a su hermano y le quitan la
plata. A él también lo registran, uno de los

42
sujetos ya le había quitado su saco, cuando una
sirena de policía sonó muy cerca, Chalona
desesperado se aferró a una manga y el
delincuente, indeciso, lo soltó y se fue con los
otros, huyendo a la carrera.

43
Tocino ya está de pie, no se queja, so- lo
mira un punto en alguna parte, mudo. Chalona
recogió del piso su inmenso saco, lo sacudió
con esmero y se lo puso. Guardó su nariz roja.
Vamos, Tocinito, le dijo con cariño. Y pensó
que era un buen momento para repetir sus
frases de “predicador” que se sabía de
memoria, estas son PRUEBAS, su voz todavía
temblaba, pero iba agrandando las palabras
que le parecían claves, cuando TODO PA...
¡CÁLLATE!, tronó Tocino y echó una
44 maldición.
Tocino estaba clavado en el piso, mirando con
rabia quién sabe a dónde. Luego, como si
estuviera cargando un peso más grande que él,
avanzó. Chalona terminó apurado de recoger
su peluca rubia, su sombrero desfondado de
mago; se acomodó la enorme corbata y llegó
corriendo junto a su hermano. Metió la mano
en uno de los innumerables bolsillos que él
mismo ha cosido y recosido en su pantalón de
payaso, y le dijo toma, Tocino, esos “impíos
malos”, te robaron el billete falso.
Serafín

¡Corre, hijo! ¡Corre! Él voltea a mirar


envalentonado, por esa voz que distingue entre
el humo y los gritos se siente capaz de
cualquier cosa. No me agarrarás, tombo de 45
miércoles , dice y corre. La madre, cubriendo
a los hermanos pequeños, lo sigue ansiosa con
la mirada.
Mañana no vendré a clases, señorita, por
fiestas la policía va a cerrar el mercado y nos
tenemos que quedar a dormir cuidando nuestro
sitio, había dicho el día anterior a la hora del
recreo. Envuelto en una manta y recostado
sobre el costal donde guarda su mercadería,
esa noche, en medio de la calle que rodea el
mercado, no pudo dormir bien. Despertaba
sobresaltado y veía cómo su madre abrigada
a sus dos hermanos más pequeños y fijaba sus
ojos en él. Ya estaba de pie cuando las luces
del alumbrado público se apagaron; miró a lo
lejos, amanecía; se puso alerta, ya lo sabía;
miró el reloj del parque y al momento sintió

46
el ya conocido ruido del ajetreo policial.
Y ahí estaba la autoridad, enfrentándolo, se
ve temible con todo lo que lleva encima. Él ya
sabe lo que le espera, a sus siete años recién
cumplidos, ya sabe lo que son las
“correteaderas” como él les dice. Cuántas
veces lo han perseguido como a un
delincuente. Cuántas veces le han quitado su
mercadería y ha tenido que volver a empezar.
Ya estoy acostumbrado, dice. Para eso tengo
mi gruir dado, por si acaso y sonríe. Pero no
me asusta, le dice siempre a su madre, aunque
en esos momentos la barbilla le tiembla y
siente quise le encoge la espalda. Entonces
corre como un desesperado, sin sentir el peso
del paquete que lleva apretado entre sus
brazos. 47
Pero tropieza y cae sobre la basura que se
acumula en el mercado. Los desperdicios lo
lastiman. Se arrastra escondiendo el atado que
hizo la madre. Los uniformados ya lo han
visto, lo rodean, son tantos. Sus voces le
parecen feroces, él las escucha junto con el
ruido que hace su corazón. Ya no sabe qué
pasó, después de los golpes y los gritos, hasta
las monedas que tenía en el bolsillo no están.
Pero él no se rinde así nomás, ¡no te preocupes
mamá!, grita. Y va detrás del camión que se
lleva el paquete: ¡por favor, jefecito!, pide con
los brazos en alto. Desde la tolva, la autoridad,
le da con la vara en la cabeza, en las manos
para que se suelte de la baranda donde estaba
48
prendido y acelera arrastrándolo en el camino.
Ha caído, pero se levanta y sigue corriendo
tras el camión. Todo sucio, mojado de sudor,
bañado en lágrimas, se detiene impotente. No
da más. No lo alcanzará.

49
Cuando aún no amanece, él da tumbos en la
oscuridad con los ojos achinados por el sueño.
Al otro lado de la ciudad, por don- de asoma la
raya del horizonte, los cerros de arena que
todos los días tapan un poquito su casa, van
creciendo con la luz. El agua dormida de una
tina lo despertará de su infancia desvelada.
Con la cara mojada, mirándose en un trozo de
espejo, intenta peinarse su terco cabello que
nunca pudo dominar. Impaciente, arroja el
peine, y apurado termina de ponerse su
uniforme escolar.
Levantado al primer aviso, corre con los
bultos, con la carretilla, con los hermanitos
que nunca le faltaron. Serafín no ha terminado
50 de dormir su infancia. Es ambulante en el
centro de Lima y dice, con cierta arrogancia,
que trabaja mejor cuando está solo, cuando no
tiene que cuidar de su madre y los chicos. Pero
en las fiestas ellos lo acompañaran porque hay
mucho negocio, señorita, y se siente
importante. Sabe de precios. Para él todo se
puede vender. Cuántos cortes y cosidos tiene
su pantalón a la altura del bolsillo. Es que me
quedé dormido en el carro y me robaron, ¡toda
la plata!
Los otros niños lo miran con respeto y un
poco de envidia.
Hoy volvió a llegar tarde, entonces sonríe
arrebolado junto a la puerta y dice nos
corretearon otra vez, señorita, y tira la carita
hacia atrás y no sabe qué hacer con sus manos
y sus pies.
Serafín se duerme haciendo la tarea. Los
ojos se le van cerrando y sin darse cuenta,
cabecea. Luego se endereza y mira. Pero el
cuerpo vuelve mansamente al reposo, a través
de las cortinas de tules del sueño. La mejilla
aplastada sobre su mano, el brazo acodado
resbala y un hilo de saliva cae sobre vaca con
“b” de burro. ¡Qué burro que soy, señorita!

51
El futuro del país cabecea medio muerto de
cansancio sobre la silla que trajo su mamá,
porque no hay carpetas para este año, señora.
Serafín habla como los grandes, saca pecho
y como los grandes se busca la plata en los
bolsillos. Plata que se ha ganado con su
trabajo, con la “chamba", señorita y revuelve
la arena del cerro con los pies. A la hora del
recreo en el kiosco hundido en el arenal del
patio, su voz infantil se oye nítida, en medio
del griterío, te invito una gaseosita, señorita,
¡pídete lo que tú quieras!

52
Los chicos del parque

El equipaje de Lucas ya estaba listo: el cojín


donde duerme y sus fundas de cambio, sus
chompitas de invierno con capucha que su 53
hermana le hizo, un poco grandes para cuando
crezca..., sus pelotitas de goma y su plato.
Valentín no tiene equipaje. El no permitió
nunca que le pongan chompitas, cintas en el
cuello, ni pompones, ni nada. Dormía donde
quería, jugaba sin reparos con las pelotitas de
Lucas y se afilaba las uñas en las ramas secas
de Riky.
El equipaje de Riky era un poco más
ostentoso, pero ahora..., su “depa” que él
mismo le hizo con una caja de cartón, se
queda, su rama favorita se queda, su vasija
transparente que le sirve de tina de baño
también se queda, no necesita llevar nada, ya
le tienen preparada una “hermosa” jaula.

54
El niño Juanito pudo imaginar a Riky en
una jaula, ¿cómo podría reír a carcajadas como
lo hace, imitando a los demás y decir todo lo
que ya sabe, si estará encerrado?

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Y ahora, los nuevos dueños ya los esperan.
Todo está listo para que se vayan.
“¿Qué será de ellos?”, pensaba el niño y
sentía un nudo en la garganta. “Y si se van de
su nueva casa, y si se pierden por tratar de re-
gresar, por tratar de buscamos”. Sabía que ca-
da uno estaría en adelante, tan lejos del otro.
La última vez que la dueña del departa-
mento vino a cobrar la mensualidad, vio a
Lucas y les advirtió que estaba prohibido “POR
LEY”, hizo énfasis en esa palabra, tener mas-
cotas en el edificio. Muy alterada y con cara de
molesta les dijo que no les renovaría el
contrato de alquiler, que por cierto ya estaba
próximo a vencer, les recordó.
Cuando se fue, la dueña tenía un brillo de
56 satisfacción en los ojos, había estado buscando
el pretexto ideal para desalojarlos y en Lucas
lo había encontrado. Y ahora el lugar donde se
iban no tenía patio donde su hermana y sus
amiguitas pudieran jugar a tomar el té, jugar a
las enfermeras donde él era el doctor y Lucas,
el único herido que había que curar, porque
Valentín y Riky nunca se dejan agarrar por las
niñas. Tampoco tenía el jardín lleno de flores
que su mamá cuidaba tanto. Era inevitable. Ya
se había vencido el plazo. Al finalizar el mes
tenían que mudarse.
Eran días de tristeza en la casa, ya no había
risas ni juegos como antes. Juanito no podía
entender lo que pasaba y esa mañana, llorando,
preguntó a su hermana mayor por qué se tienen
que ir, por qué a la nueva casa no podemos
llevarlos, y salió corriendo de la habitación.
El niño estaba preocupado. No sabía cómo
ayudar. Había pensado en vender su
bicicleta, sus patines y hasta las muñecas
despeinadas de su hermana, pero nadie las
quiso comprar, además su mamá le explicó
que con eso, no alcanzaría para solucionar el
problema.
Juanito seguía sin saber qué hacer, dando
vueltas de más y frotándose las manitos,
tomó una decisión: ¡me iré con ellos!
Llenó sus bolsillos con lo que pudo y sin
dejar que nadie lo vea, salió de la casa. Lucas
caminaba a su costado siguiendo el paso,
Valentín iba en sus brazos con los ojos en- 57
trecerrados, pero se mantenía alerta. Y Riky
sobre su hombro, entre ja, ja, y ji, ji, parecía
decirle al oído por dónde tenían que ir.
Caminó más de una hora y, sin saber
cómo, llegó al parque grande, al que su mamá
lo lleva con frecuencia. Se sentó en el pasto
a pensar “¿Y ahora qué haré?”.
Buscaba la respuesta cuando una pelota
cayó a sus pies. Lucas se alborotó, empezó a
dar de saltos sobre el balón y ya lo rodaba
cuando un adolescente llegó a la carrera. Lucas
se sintió acariciado, mimado, lo llenaron de
besos y palabras dulces. Quién sería este chico
que le hacía tanto cariño. El respondía con
lenguaditas furtivas y moviendo la colita. El
chiquillo estaba maravillado, no podía creer
que un niño tuviera tres mascotas. “¡Qué
afortunado es!”, pensó. A él nunca le
permitieron tener una... Y los amigos con los
que había estado jugando lo llamaron: ¡la
pelota, Matías, ya pues! Con una gran sonrisa,
Matías hizo un gesto de despedida y empezó a
correr. Había avanzado una pequeña distancia

58
cuando un perro grande le salió al paso. El
adolescente se paralizó. No supo qué hacer.
No podía entender esos gruñidos feroces.
Miró los ojos del animal, sus colmillos ame-
nazantes y se sintió perdido. Ante el ataque
intentó protegerse con sus manos, cuando vio
que Lucas ya se había plantado delante de él.

59
Juanito, que había llegado corriendo con
Valentín y Riky a cuestas, trataba de jalarlo
de la correa, pero el cachorro estaba firme,
cuadrado en posición de ataque, con la cruz
del lomo en alto y el pelo levantado,
midiéndose con el otro. Gruñido a gruñido.
Diente a diente. Aun así, se veía tan pequeño.
El animal olvidó al adolescente y enfure-
cido embistió a Lucas por el cuello, lo revol-
có en el suelo y lo pisoteó. Lo buscaba entre
sus patas con sus enormes dientes afuera. El
cachorro ovillado, giraba sobre sí mismo.
Había logrado esquivar la feroz mordida.
Y allí fue cuando Valentín entró en acción,
saltó de los brazos del niño y cayó, con todo
60 su peso y con las afiladas uñas afuera, sobre
el enemigo. Al mismo tiempo, Riky, con sus
alitas abiertas, se lanzó desde el hombro de
Juanito, y gritando como nunca se le había
escuchado, le dio tremendo picotazo en la
oreja del intruso. ¡Misterio! ¡Misterio!, se
escuchó una voz y un silbido agudo que
llamaba de lejos.
El animal enloqueció, las alas de Riky no
lo dejaban ver y sus gritos lo desorientaron. Se
sintió atacado por todos lados y sin poder ver,
ni oír bien a su dueño que lo llamaba, corrió
sin dirección alguna. Sobre él, iban Valentín y
Riky; Lucas herido en su orgullo, también lo
seguía, tratando de morderle una pata,
intimidándolo con sus ladridos agudos y
destemplados de cachorro.
Valentín saltó del lomo cuando el perro
huía despavorido, y allí la pelea terminó para
él, pero Riky dando de carcajadas y de gritos,
seguía prendido de la oreja del tal Misterio. El
animal corría dando saltos y sacudiéndose para
librarse de Riky y al sentir que todo eso era
inútil, desesperado se metió bajo un arbusto.

61
Con Valentín y Lucas en los brazos, Juanito
corrió donde Riky yacía inmóvil. El niño tenía
miedo hasta de tocarlo. Riky, Riky, sollozaba.
Lucas y Valentín miraban al compañero
caído.
De pronto el parque pareció haber quedado
desierto. Misterio, el perro desconocido, y su
dueño desaparecieron y los amigos de Matías
también. El adolescente pálido aún, no
terminaba de comprender lo que había pasado.
La sensación del peligro, del daño, le
enfriaban la sangre. Sin saber qué hacer, cargó
a Lucas que no paraba de temblar y trató de
calmarlo con caricias y palabras dulces, pero
siguiendo la mirada de Juanito vio a Riky entre
las ramas y se arrodilló junto a él. Con sumo
62 cuidado lo levantó y miró al niño.
Juanito estaba muy triste. Sin quererlo había
puesto en peligro a sus pequeños amigos.
Estaba a punto de llorar, cuando escuchó las
voces de su mamá y de su hermana que lo
llamaban. Lucas, corrió a darles el encuentro.
Valentín, alerta todavía, las esperó clavado en
su sitio.
Matías, no sabía qué decirle a esa pequeña
familia que lo miraba sin comprender lo que
había pasado. Asustado y sintiéndose culpable
contó lo sucedido.
La mamá de Juanito escuchó asombrada al
adolescente. Qué peligro tan grande habían
enfrentado esos pequeños. Tomó a Riky entre
sus manos y al verlo desfallecido, no pudo
contener las lágrimas.
De pronto Riky despertó, tambaleándose
sacudió sus plumas y con la voz entrecortada,
él mismo se llamó por su nombre como siem-
pre lo hacía y, luego soltó una breve carcajada
burlona.
Matías lo miraba incrédulo y también reía
feliz. Pero estaba nervioso todavía. Al verlo
tan pálido, la mamá de Juanito lo calmó con
una sonrisa y luego de comprobar que todo
estaba bien, que ya no había más peligro, se
despidieron de él.
Regresaron a la casa en silencio, no hubo
reproches para Juanito. Cada quien iba pen-
sando en los pocos días que faltaban para la
mudanza y, ¿qué haremos?
Esa mañana cuando sonó el timbre, Juanito 63
se asomó a la ventana, siempre lo hacía para
saber quién había tocado a la puerta, era la
temible dueña del edificio, alguien más estaba
junto a ella.
Aunque tenía las fechas muy claras en su
memoria, el niño sintió pánico ¡Pero si toda-
vía faltan tres días para que se cumpla el mes!,
gritó y salió corriendo a darles el encuentro, no
sabía para qué.
Tan apurado salió que no se dio cuenta de que
Lucas corría tras él, y cerrando filas llegaba
Valentín. En el hombro del niño iba Riky, sin
ninguna discreción parecía decirle, entre
carcajadas breves, un secreto al oído. Al ver
que todos estaban afuera y toparse con la cara
de la mujer, Juanito quiso retroceder, pero ya
era tarde. Entonces trató de decir algo, cuando
de pronto la persona que acompañaba a la tan
temida señora, lo miró sorprendido, levantó a
Lucas por el aire y ¡Luquitas!, dijo, ¡no pensé
volver a verte!, y acarició la cabeza rizada del
cachorro que le movía la cola y que en un ins-
tante lo dejó todo lamido. ¡Mira, mamá!, ellos
son los que me salvaron. Los tres hicieron
correr al enorme perro que quiso atacarme, y
volvió a repetir todo lo sucedido esa terrible
mañana. Al adolescente, en cuclillas, le
faltaban manos y palabras para halagar a sus
pequeños héroes.
La mamá, sorprendida ante esa inesperada
64 revelación, miraba a su hijo con un gesto de
inquietud. Sin darse cuenta, tomó a Lucas en
sus brazos y lo acarició. De no haber sido por
este perrito... No quiso imaginar lo que le
habría pasado a su hijo. Y ese niño y sus
pequeñas mascotas habían salvado a Matías,
¡sin conocerlo! Y ella había llegado hasta allí
para recordarles que... Se sintió muy
avergonzada. Si su hijo supiera lo que ella
había venido a hacer.
Lucas, con las cuatro patas tiesas sobre el
pecho de la mujer, solo quería huir. Apretó la
mano de su hijo y le dejó al desesperado Lucas
entre los brazos. Había tomado una decisión.
Llevó a Juanito a un costado y habló con él
brevemente. Riky sobre su hombro, la miraba
y mientras se rascaba la cabeza con una pata,
le iba imitando la voz. El rostro del pequeño

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parecía transformarse con cada palabra que
escuchaba de labios de la mujer, al final los
dos sonrieron. Riky, como si supiera de lo que
se había tratado soltó una gran carcajada y ella
que estaba tan seria, terminó por reír.
Junto a Matías, Lucas y Valentín habían
seguido atentos la escena. Juanito corrió hacia
ellos, estaba feliz, ya no tenían que irse.

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