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Escatología – Escatología Individual

Clase 3 Lectura bíblica: Salmos 39:1-13; Salmos 90:1-17

Introducción

De acuerdo con las indicaciones que hemos dado antes con respecto a la división
que hacemos en la escatología —entre la escatología individual o personal y la
escatología general— iniciamos hoy una consideración de los temas de la
escatología individual. Se recordará que la diferencia está relacionada con saber si
el acontecimiento tiene que ver con cada individuo en particular, o si tiene que ver
con las personas en grupo. La muerte es un ejemplo del primer tipo de
acontecimiento, y la segunda venida de Cristo, del segundo tipo. La primera
división, la de la escatología individual, es más sencilla, de menos extensión, y ha
causado menor controversia. Esto no quiere decir, desde luego, que todos hayan
puesto la suficiente atención en lo que la Biblia enseña sobre el asunto; existen
muchas ideas sobre el asunto que no tienen fundamento bíblico. Para no caer en
este error tenemos que estudiar diligentemente lo que la Biblia enseña sobre estos
puntos. El tema de la muerte, que estudiamos hoy, es el primero en la escatología
individual.

I. La mortalidad humana

Para hablar de la mortalidad humana tenemos que poner nuestra atención en los
términos, pues se habla mucho del “alma inmortal” del ser humano. Desde los
grandes filósofos hasta nuestros días se ha hablado de la inmortalidad del alma,
pero a la luz de muchos textos bíblicos, los cristianos no podemos usar estos
términos, por lo menos no en el sentido literal de las palabras. “...el día que de él
comieres, ciertamente morirás” (Gn. 2:17) y “...el alma que pecare, esa morirá” (Ez.
18:4-20) son dos de estos textos. (Si busca en su Concordancia, encontrará una
multitud más de textos que hablan del hecho de que el alma sí puede morir). Si
queremos decir que la muerte no acaba con la existencia del alma, y que solamente
Dios, quien ha creado el alma, puede hacer que deje de existir, entonces la frase
tendrá sentido, aunque la expresión es fallida. Afirmamos, con base bíblica, que el
alma persiste después de la muerte, pero esto está lejos de afirmar que el alma no
pueda morir, que es el sentido literal de las palabras “inmortalidad del alma”.
Afirmamos también, y también con base bíblica, que el alma persiste más allá de la
muerte: los creyentes en un estado de vida eterna, y los no creyentes en el estado
de muerte eterna. Pablo (Ef. 2:1) insiste en que todos los creyentes estuvimos
muertos en pecados y delitos, un estado permanente si Dios no nos da vida
juntamente con Cristo (Ef. 2:5). Por otro lado, tenemos que decir que el hombre fue
creado para vivir para siempre, aunque (obviamente) pudo morir. Vivir para
siempre (que no es lo mismo que tener vida eterna, pues esta solamente se obtiene
en Cristo) tenía por condición la perfecta obediencia. La desobediencia acarreó al
ser humano la muerte, reversible solamente mediante la operación de la Gracia de
Dios en Jesucristo. Esto hace que la muerte sea permanente, a menos que esta
gracia sea efectuada en el ser humano.

II. La naturaleza de la muerte

Lo que hemos dicho es terriblemente triste, porque el ser humano que muere fue
hecho para vivir. La muerte va en contra del propósito del ser humano; la muerte
del ser humano es algo antinatural. Las personas, muy bien intencionadas, que
quieren dar una especie de consuelo aludiendo a lo “natural” de la muerte, se
equivocan. Parte de lo terrible de la muerte es el hecho de que no es natural. La
muerte es el castigo por el pecado. Es el pecado el que trajo la muerte humana al
universo.

La muerte es la parte principal de la maldición que, por el pecado, Dios pronunció


contra Adán y contra su posteridad; “...polvo eres, —dijo— y al polvo volverás”
(Gn. 3:19). Cumplió con su palabra que advirtió al ser humano el hecho de que la
desobediencia acarreaba la muerte. Aunque los grandes teólogos cristianos, a
través de los tiempos, han enseñado que la muerte es el resultado del pecado,
siempre hubo algunos que enseñaban que el hombre fue creado para vivir
solamente algunos años y entonces morir. Los pelagianos (aunque su maestro,
Pelagio, no lo enseñaba) afirman que Adán hubiera muerto aun si no hubiera
pecado. En nuestros días el teólogo Carlos Barth lo enseñaba, y muchos de sus
discípulos actuales mantienen esa postura. Aunque muchos de ellos admiten el
hecho de la pecaminosidad del ser humano, no lo relacionan con la muerte. El
hombre sale de la no existencia, existe por una temporada, y regresa a la no
existencia, según esta doctrina. La Biblia claramente declara al pecado como el
responsable de la muerte humana. También, y con igual claridad, declara que la
victoria sobre el pecado es victoria sobre la muerte. La relación que la Biblia
establece entre el pecado y la muerte es importante también para nuestra
salvación, pues la salvación bíblica está efectuada sobre la base de esta verdad. Si
negamos la relación entre el pecado y la muerte, tenemos que encontrar un tipo de
salvación diferente de la que la Biblia nos ofrece, pues el perdón del pecado es el
rompimiento del poder de la muerte. Aunque el cristiano no teme a la muerte, la
relación con el pecado hace que la muerte siempre sea triste. La muerte siempre es
un recuerdo del pecado, aun del pecado perdonado. La muerte es un constante
recuerdo de nuestra condición y el punto de referencia de la gracia. Vemos en la
experiencia cotidiana de qué somos salvos, y nos acordamos de la vida que
tenemos solamente en Jesucristo. La muerte es, en esencia, separación. La muerte
física es la separación del cuerpo, del alma, que serán reunidos en la resurrección.
La muerte de la persona humana es la separación de la comunión humana, aunque
algunas personas quieren prolongar la comunión más allá de la muerte de sus
seres queridos, e inútilmente buscan medios de comunicación. La muerte
verdadera, la espiritual, que se manifiesta en la muerte física de la persona, es la
separación de la persona humana —cuerpo y alma— de la comunión con Dios. La
separación del ser humano de su Dios es la muerte.
II. La paradoja de la muerte

Una paradoja es una aparente contradicción. Está en forma de una contradicción,


pero no es más que una forma de contradicción, porque no lo es. En términos del
punto anterior, la muerte es la experiencia de la ausencia de Dios; lo que está
presente es la ausencia. Pero para el creyente, la muerte, esta ausencia, lo conduce
a la presencia de Dios, en un sentido pleno y rico. La muerte es entrada. Para el
creyente, la muerte es entrar en la vida eterna. El creyente ya tiene la vida eterna,
porque Cristo vive en él, pero la realización de la vida eterna inicia una nueva
etapa con su muerte. En este sentido Pablo pudo decir: “...para mi el vivir es Cristo,
y el morir es ganancia” (Fil. 1:21). La muerte es más vivir que el vivir; este es el
sentido de que “el morir es ganancia”. Aquí se ve claro el fenómeno del ya y del
todavía no. Se ha preguntado con frecuencia, con estas, o, en otras palabras: “¿Si
Cristo murió por nosotros, por qué tenemos que morir también nosotros?”. La
respuesta es que no tenemos que morir, porque la muerte que experimentamos ya
no es la muerte. Ya no es el castigo, ni una satisfacción (un pago) por el pecado;
entonces su naturaleza ha sido cambiada, y la muerte ya no es lo que era. La
muerte, tal como era, lo fue para Cristo, pero ya no lo es para nosotros. La muerte
de Jesús es la muerte de la muerte; es la transformación de la muerte en
instrumento de vida. La muerte para el creyente ya no es muerte, sino un paso
hacia la más completa realización de la vida eterna que ya posee en Cristo. El
“...postrer enemigo...” (I Co. 15:26) es destruido, o sea, cambiado en amigo. El que
era enemigo ahora es siervo que tiene que abrirnos la puerta a la más plena
comunión con Dios, que es la vida eterna.

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