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EL PACIENTE INQUIETO
Los servicios de atención médica
y la ciudadanía
edicions bellaterra
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Impreso en España
Printed in Spain
ISBN: 978-84-7290-622-8
Depósito Legal: B. 10.592-2013
Prefacio, 11
Introito, 15
Parte I
Personas
1. Entrar, 23
2. Enfermos, usuarios, pacientes sumisos, pacientes inquietos, 33
3. Cuidarse. Autocuidado, 49
4. Pacientes que deciden, 55
5. Curators. La visita, 69
6. Cuidadores formales, 93
7. Cuidadores informales, 113
Parte II
Espacios
1. Hospitales, 123
2. Quirófanos, 131
3. UCI, 141
4. Público y privado, 151
5. Comer y ver la tele, 155
6. Historias clínicas, Internet y webs, 159
Parte III
Aflicciones
Parte IV
Efectos secundarios
Bibliografía, 227
una sala de curas enorme y sin objetos. A lo largo de los años setenta
la indumentaria de las enfermeras se tornó «azul del Seguro», como
diría mi padre, pero yo apenas las veía porque por esa época la escue-
la ocupaba mis horas. Elegí ciencias, y no letras, porque en algún mo-
mento quise ser médico e incluso mi hermano mayor, también pedia-
tra me ofreció un tour de jornada completa en su hospital de Baracaldo
para que me familiarizara con el ambiente. Tenía dieciséis años. Pero
la química de COU se me atravesó, así que olvidé el proyecto. Al final
de mi adolescencia mi madre enfermó, de modo que regresé, y de ple-
no, al universo asistencial ahora ya como acompañante. Pasé muchas
horas con ella en los distintos dispositivos asistenciales de la época
donde fue recibiendo tratamiento. Mi relación con ese mundo se estre-
chó. Mi juventud y mi inexperiencia no fueron de gran ayuda para mi
madre, aunque creo que algo aprendí sobre la enfermedad y aún más
sobre el morir y la muerte. Como alumna universitaria de disciplinas
sociales aprendí a fijarme, a observar y comparar la actividad asisten-
cial interesándome por la interacción en el medio hospitalario. Desde
entonces no he dejado de hacerlo: desde el tendido, desde la barrera y
al final en pleno ruedo.
De modo que, como acompañante de mi madre estuve día y no-
che en el que sería mi hospital de la red pública diez años después, y
seguí las sesiones de radioterapia que le prescribieron en otro, aquel
en el que parí por primera vez y donde aún reparan mis secuelas. En
un hospital soy hija y hermana de pediatras y, desde el año olímpico,
paciente del servicio de rehabilitación; en el otro, piensan que soy de
la casa, me confunden con el mobiliario.
Volviendo atrás, la asistencia que hace treinta años se brindaba a
los enfermos de cáncer en fase final como mi madre se reducía prácti-
camente a dejarles seguir su curso y evitar —o así me lo decían médi-
cos y enfermeras— que crearan una dependencia de los sedantes y
analgésicos si eran muchos los dolores que sufrían, «porque luego
será peor y de nada servirán». Negociar el confort físico, paliar los
efectos secundarios de los fármacos o prestar relación de ayuda eran
cuestiones casi desconocidas y de escaso —y casi nulo— interés para
los profesionales. Mucho menos administrar morfina. Cuando ella aún
estaba en casa ya tuve que enfrentarme con algunas barreras, por
ejemplo, en las farmacias. A pesar de ir provista de la correspondiente
receta especial de tóxicos —como entonces los llamaban—, los em-
están ahí a partir del mediodía, que puedes utilizar el lavabo si eres
capaz de llegar a él, que el botón con flechas sirve para subir el respal-
do de la cama y que hay un timbre escondido en la cabecera para lla-
mar. Por la noche, hacia las once, aparece por la puerta un tercer des-
conocido que nos ofrece un refrigerio cuando el sueño ya se había
apropiado de nuestro espíritu. ¿Quién era aquel fantasma?
En el hospital aún son escasos los profesionales que se presentan
a sus pacientes. Los médicos casi nunca. El contexto les autoriza a ir
de incógnito. No names. Las enfermeras y las auxiliares desde hace
cuatro o cinco años aprendieron a presentarse, y muchas lo hacen.
Tampoco es frecuente que tras el ingreso nos muestren cómo utilizar
lo que hay a disposición del enfermo, como haría el botones de un
hotel al acompañarnos a la habitación, ni, en su defecto, mostrarnos la
hoja de instrucciones de la puerta. La bata blanca de los presuntos
agentes que realizarán la acción asistencial se utiliza a veces como
coraza, como envoltorio protector, y no siempre como uniforme. En
consecuencia les confundimos. No sabemos a quién dirigirnos cuando
tenemos una necesidad. Si anda por ahí un joven, sospechamos que se
trata del celador; si es mayor y hombre, un médico, cuando se trata del
enfermero del banco de sangre; a la jovencita le pedimos la cuña, pero
es la residente que resulta que hoy se ha puesto un pijama cuando lo
ideal es la bata abierta al vuelo. Luego, esa residente se molesta y la
auxiliar se ofende porque confundimos sus funciones. ¿Por qué las
confundimos? Porque no todo el mundo se identifica. Presentarse es
un acto que hay que ejecutar, como hacen los actores al entrar en la
escena cuando definen con palabras y gestos ad hoc el papel que re-
presentan, el rol que desempeñan. Es un acto de cortesía y de deferen-
cia. Supone el primer paso para establecer la confianza con quien va a
velar por nuestra salud. Nos hacen firmar alegremente consentimien-
tos informados cuando apenas sabemos a quién consentimos realizar
el acto médico o de cuidados.
A las veinticuatro horas de ingresar, el ciudadano se sentirá adap-
tado si se ajusta a la definición estándar del paciente ideal, que impli-
ca —entre otras cosas— dejar de ser uno mismo para convertirse en
un parte: un fémur, un hígado un pulmón o un AVC, como si la forma
en que viven las situaciones no tuviera influencia alguna en la evolu-
ción de la enfermedad. Durante la visita de las mañanas tratará de ha-
cer pocas preguntas y evitará buscar los ojos de la enfermera para que
3. <http://www.gencat.cat/salut/depsalut/html/ca/dir1946/doc12175.html> [visita:
enero de 2012].
4. Eva Karlsson (2007), «The limited freedom of palliative care», Mortality, 12, 1,
S1-S98.
por 100 dice no haber obtenido esa información y el 46 dice que sí. La
otra pregunta es si conocen o saben quién es su enfermero de referen-
cia: el 44 por 100 sí, el 50 por 100 ¡no! En ambos casos la pregunta
estaba mal formulada. En los hospitales no se suele informar sobre
cuestiones indirectas asociadas al enfermo como el régimen de visitas,
a no ser que el paciente ocupe una cama de la UCI u otra área con res-
tricciones. Tampoco sobre la atención de enfermería, que, al funcionar
por turnos, muchas veces cambiantes, no suele ser expuesta de entrada
por los enfermeros. En el sondeo de la Generalitat de Catalunya (2009)
se corrigieron los enunciados de cuatro preguntas de la anterior en-
cuesta, de 2006, y los resultados mejoraron. Se trataba de convertir las
frases con enunciado negativo en positivas. De esta manera, dice el
texto, se facilita al lector el significado del indicador positivo.7 Las
preguntas fueron: 1) si los profesionales dieron «informaciones contra-
dictorias»; 2) si los médicos y enfermeras hablaron en su presencia
«como si usted no estuviera»; 3) si hubo inconvenientes por compartir
habitación, y 4) si dispuso de toda la información de la que precisaba.
Puede resultar tendencioso que yo destaque esas modificaciones
puesto que las preguntas efectivamente habían sido formuladas erró-
neamente, pero no deja de ser significativa la lista: interacción médi-
co-paciente, conflictos por uso compartido de la habitación y nivel de
información. A ellas sumaremos una más: las listas de espera, porque
en el análisis de las respuestas, el documento dice de forma harto con-
fusa para el lector inexperto que: «algunas preguntas están precedidas
por un filtro que hace que no sea procedente hacerlas, como es el caso
de la P10 (Información sobre la enfermedad), P11 (Si le hicieron prue-
bas) P16 (¿Tuvo dolor?) o la P24 (¿Estuvo en lista de espera?)».8 To-
das ellas son los enormes caballos de batalla de los pacientes.
Las dos primeras preguntas corregidas del sondeo son relativas
precisamente a los argumentos sobre pérdida de la dignidad que más
se esgrimen cuando se trabaja con procedimientos cualitativos, como
veremos más adelante. Por otro lado, en relación a la pregunta sobre
compartir la habitación, más del 50 por 100 de los ciudadanos prefiere,
9. <http://www.elpais.com/articulo/andalucia/espera/media/operaciones/frecuentes/
situa/44/dias/elpepiespand/20110721elpand_7/Tes> [Consulta: noviembre de 2012].
que hizo el décimo trasplante de cara del mundo? Cuando esas perso-
nas por un ingreso hospitalario prolongado dejan su plaza vacante,
¿ocupa alguien su lugar en el asilo? Esas residencias deberían ser
asistidas para los ancianos que viviendo allí enferman o sufren un
accidente.
En 2010 Brígida tenía ochenta y cuatro años. Era diabética, tenía
la pierna izquierda amputada por debajo de la rodilla y era usuaria
permanente de silla de ruedas. Vivía en una residencia asistida. Tenía
un par de hijos, ya mayores. Ingresó desde urgencias a causa de una
caída. Al inclinarse en su silla se dio de bruces contra el suelo con la
única pierna que tenía. Fisura de tibia, y, de entrada, inmovilización
de la extremidad y reposo absoluto.
A pesar de su nueva patología era feliz: «Yo aquí estoy muy bien.
La comida es mejor que la de la residencia». Además —como vere-
mos—, la atención es personalizada. A Brígida le molesta «esa mujer
de ahí enfrente que grita todo el rato y me pone muy nerviosa. ¡Que la
envíen a otro lado!». Se refería a anciana con diagnóstico de Alzhei-
mer avanzado ingresada en la habitación contigua. Pero la señora
quiere más atenciones. Cuando las auxiliares responden a sus deman-
das les dirige frases cariñosas, en diminutivo porque quiere mostrarse
frágil pidiendo «Un vasito de leche, nena».
Como buena asilada, Brígida duerme durante el día, razón por la
cual, hacia las nueve de la noche está como una moto y no sabe lo que
le ocurre. Si no duerme, no es por insomnio, son nervios. Los ancianos
se ponen nerviosos porque tienen insomnio o tienen insomnio porque
están nerviosos. Muchos de ellos confunden dolor y nervios. Duele
porque no duermen, no duermen porque duele o porque están nervio-
sos. Piden un calmante (sic). ¿Qué calma el fármaco? ¿El dolor, el in-
somnio o los nervios? Ahí tenemos la posibilidad de elegir entre un
inductor del sueño, un analgésico y un ansiolítico. ¿Qué les dan? Pues
un paracetamol simple y, si no está pautado, dudo que el inductor. En
cualquier caso, demasiadas personas no saben qué están tomando y, en
ocasiones, afirman, como Brígida: «Aquella inyección pequeña que me
pusiste en la tripa me ha calmado mucho», cuando se trataba de la he-
parina del protocolo. ¿Por qué entonces, cuando insisten, nerviosos
porque no duermen o doloridos porque están nerviosos, no les dan pla-
cebos? Con los niños las sacarinas obran milagros. No se trata de enga-
ñar, se trata de calmar. Al fin y al cabo, es lo que solicitan.
parse por conocer los límites de sus derechos, qué mecanismos existen
para formular los distintos niveles de quejas y cuál es su grado de im-
plicación en el proceso de tratamiento y toma de decisiones. Los usua-
rios deberíamos asumir todo eso antes de formular proclamas incen-
diarias contra el primero que encontramos, que no suele ser el médico
que nos atiende sino la enfermera que pasa en aquel momento por el
pasillo. Pocos personas formulan las protestas al jefe del servicio y, en
su caso, a la supervisora. Cualquier ciudadano es competente para dis-
cutir los pormenores de un conflicto legal con un abogado, que utiliza
una jerga incomprensible para el profano, aunque no con el médico.
Cierto es que los galenos de hoy saben poco de negociaciones y de
empatía, ni se les enseña en la universidad ni muestran mucho interés
en ello, pero si el ciudadano dirige la queja al primero que pasa, el
cambio de actitud quedará sin remedio condenado al olvido.
Durante un ingreso programado para cirugía en mi hospital, a las
siete en punto de la mañana, unos diez o doce pacientes y nuestros
respectivos familiares esperábamos en la sala la asignación de nuestras
camas. Nos iban a operar el mismo día. Tres cuartos de hora después
nos indicaron que subiéramos directamente a la entrada de los quirófa-
nos porque no podían asignarnos cama antes de la intervención. No las
había libres. Cabizbajos, preocupados, cargados con las bolsas y aún
vestidos, nos hicieron esperar en un pasillo mientras contemplábamos
cómo, cada uno de nosotros, desaparecía por la siniestra puerta prohi-
bida dejando atrás una familia compungida tras el abrazo final. En el
dintel sólo faltaba rotular: Lasciate ogni speranza voi ch’entrate.
Una vez dentro, atravesando una chicana detrás de otra nos pi-
den que nos desnudemos. Nuestras ropas acaban en una bolsa de plás-
tico. Los enseres se quedaron en la Appellplatz,10 junto a los «no selec-
cionados». Pues bien, a pesar de gozar de salud y de libertad, esos no
seleccionados, la parentela, se negó en redondo a cumplimentar una
hoja de reclamación que me ofrecí a redactar para que fuera firmada
de forma colectiva. «No servirá de nada.» No lo entendieron. Una re-
clamación, en ese caso, era una formalidad necesaria de la que no se
puede ni se debe esperar beneficio alguno, porque se redacta para re-
10. En los campos de concentración nazis, era la gran plaza central en la que se lle-
vaban a cabo tanto el recuento diario de los prisioneros como la selección para el ex-
terminio.
11. Marc Antoni Broggi (2004), «L’autonomia del pacient. Els canvis en la relació
clínica. Consentiment informat i voluntats anticipades», Revista Fundació Rafael
Campalans (FRC), 9, pp. 1-9.
ahora,2 Google abre con una página personal de cuidados firmada por
un enfermero,3 muy técnica, que funciona desde el año 2000 y que fue
galardonada por la Sociedad Española de Enfermería en Internet
(SEEI). Le siguen, con evidentes variaciones a lo largo de los años,
las páginas de cuidados médicos prenatales y cuidados de enfermería
en pediatría y neonatos así como el sitio de la Sociedad Española de
Cuidados Paliativos.4 Es decir, se trata de información técnica. ¿Qué
nos muestran estas visitas? Si sustraemos de la búsqueda todas aque-
llas referencias al cuidado de objetos y animales, además de las pági-
nas de los técnicos, nos damos cuenta de que el objetivo de esas entra-
das es la promoción del autocuidado, como casi todas y cada una de
las páginas de consultas médicas sencillas destinadas a los profanos.
Y, por qué, nos podemos preguntar.
En primer lugar, internet y muchas de sus páginas, aunque sean en
español, son un recurso de origen estadounidense. Allí, donde la sanidad
no es universal ni mucho menos gratuita, gran parte de la población, an-
tes de invertir un dólar en saber cómo cuidar un resfriado se informa en
la red que es mucho más accesible y resulta más barata. ¿Los consejos
que se ofrecen en las páginas son eficaces? Seguro que sí, porque no
implican necesariamente el uso de fármacos sino la combinación de con-
ductas y estrategias sencillas para salir adelante cuando se sufre un pro-
blema leve de salud o la necesidad de preservarla. En España, el consu-
mo de internet crece a ritmo rápido pero sigue siendo menor que en otros
países de Europa,5 tanto en las empresas como en los hogares, de ahí que
muchas de esas páginas web no estén en español. A todo eso hay que
sumar el hecho de que, en España, la sanidad pública cubre a todos y es
gratuita, de forma que, hasta ahora, las dudas las hemos resuelto en los
centros asistenciales. Eso es lo que la ciudadanía está haciendo desde que
adquirimos la cobertura universal. En consecuencia, las nuevas genera-
ciones han ido perdiendo su capacidad de resolver a partir de uno mismo
o de la experiencia transmitida por las generaciones anteriores, los cono-
2. La escoliosis es una desviación del raquis con convexidad lateral, «la columna en
forma de S». Los sistemas modernos de cirugía implican una combinación de varillas,
tornillos, ganchos y alambres de fijación de la columna vertebral más seguros para las
fuerzas de la columna de lo que lo era la barra de Harrington, técnica inicial, nacida en
los años sesenta, que fue la utilizada por aquel entonces con esta paciente.
3. Christine Kerdellant y Eric Meyer (2004), Les ressuscités, Flammarion, París, p. 26.
4. Robert Shuman (1999), Vivir con una enfermedad crónica, Paidós, Barcelona,
p. 124.
7. Diario Médico 18/01/01 [No son posibles las consultas en la red anteriores a 2002].
8. Burn After Reading (2008) es un film de los hermanos Coen con Clooney, Mal-
kovitch, Swinton y Pitt. < http://www.imdb.com/title/tt0887883/>.
9. Atul Gawande (2003), Complicacions. Confessions d’un cirurgià sobre una cièn-
cia imperfecta, Empúries, Barcelona.
1. Citado por Broggi (2011, p. 139) y otros es, al parecer, un antiguo proverbio fran-
cés que fue por vez primera mencionado por Ambroise Paré (1510-1590) <http://
en.wikipedia.org/wiki/Placebo_in_history>.
había dictado, a pesar de tener otra pregunta, pues empecé por la sim-
ple, me dice que abra la boca. Que diga eeeeee, iiiiiiii. Me mete una
gasa con la que me sujeta la lengua y añade que trague saliva. Una vez
recuperada del trance, cuando voy a hablar me sugiere que salga por
donde he entrado y me desplace al consultorio número uno y que entre
sin llamar que me va a… [ininteligible]. Obedezco.
En la número uno estaba sentado un colega de su edad. No era un
residente. El doctor O le estaba diciendo que no había derecho, que en
un hospital universitario eso no podía tolerarse, que llevaba toda la ma-
ñana viendo esas cosas (al parecer chorradas elementales y sin avisar) y
que iba a hablar con el director. Yo sentada. Callada. Culpable. Está
claro. Soy una ignorante que ha enredado a un médico para que me de-
rive a un otorrino muy ocupado en narices más importantes que las
mías. Y cuando voy a hablar para añadir la sangre necesaria que justifi-
que la razón última de mi visita, me dice que me va a meter un tubo. Así
que abro la boca y cierro los ojos. Conozco las exploraciones esofágicas
y me preparo para lo peor, cuando ambos me dicen: «Es por la nariz».
Yo me mondo de risa. Ellos, aburridos, añaden que todos hacemos
lo mismo. Y antes de acabar la frase ya tengo un tubo dentro. «Trague».
Pasa de la nariz a la tráquea. «¿Ya está ahí?» «Sí.» «Pues ahora diga
eeeeeeeee, iiiiiiii, trague saliva». Por fin lo sacan. Como si yo me hubie-
ra volatilizado, comentan entre ellos que una parte de «algo» no está
bien y que lo compensa la «otra». No consigo saber de qué hablan. Así
que entonces ataco. Explico sucinto mi historial de traqueotomizada.
La primera vez en la UCI; la segunda, muchos meses después en el
quirófano, durante la maniobra de intubación, dada la retracción de mi
cuello. La consecuencia: paro respiratorio y segunda traqueotomía.
Añado que la pregunta central que les quise formular desde el principio
era si creían pertinente una operación de cirugía plástica que favorecie-
ra la extensión del cuello y, en consecuencia, facilitara futuras intuba-
ciones. Ni caso. No responden. «Ya ha pasado usted algunas», dicen,
como para contentarme. Y asunto acabado. Me voy.
Decido tomar un café y escribir en una servilleta del bar algunas
notas. Necesito digerir (como el tubo que me hace toser) la experien-
cia. Por enésima vez en ese mismo lugar, tras solicitar un triste café, la
empleada del self service (hoy una, mañana otra, da igual) con una
amplia sonrisa se ofrece llevármelo a la mesa. Tres cocineros que se
cruzan en mi camino se disculpan tres veces mientras la camarera de-
5. Traducción de la autora.
pos, por suerte, son fáciles de reconocer: no miran a los ojos, y antes
de saludar tocan la parte enferma del cuerpo. «¡Alto ahí! Identifíquese
y luego ya veremos.» Entonces se ponen nerviosos. Pero hay que ha-
cerlo. No hay que dejarse tocar por cualquiera. Luego leí esto:
Resultó que el hombre con cara de bruto era el médico, médico en jefe.
Su visita —digna de un hospital de verdad— era un ritual que se repetía
de la misma manera cada mañana. Cuando la habitación estaba recién
recogida, los cafés ya tomados, las tazas guardadas detrás de la cortina
(…), se oían unos pasos conocidos por el pasillo. En un santiamén una
mano enérgica abría la puerta de nuestra habitación. Se oían un saludo,
probablemente Guten Morgen, pero del cual sólo se oía un largo Moo’gn
y entraba el médico. Ni esperaba ni deseaba —quién sabe por qué—
que le devolviéramos el saludo.
enfermera a sus espaldas me armé de valor y les dije que allí nadie iba
a tocar mis injertos hasta el día siguiente. Ese es el team, que ya ni se
presenta. Pero, a mí, no me tocan.
Carmen aguantó dos semanas sin saber ni quién la operó ni quién
se iba a hacer cargo de sus secuelas. El día del alta, harta de tanto team
solicitó la presencia de un médico (sin máscara) para que le detallara
todos los extremos relacionados con los cuidados de sus heridas en
casa y aventurara el pronóstico de las mismas. La cirujana accedió
pero tuvo que ser Carmen quien le dijera, después de diez minutos de
conversación, que —por favor— se identificara. Lo hizo a regañadien-
tes, lo que nos pareció inaudito. ¿Qué temen? ¿Acoso? Estas actitudes
forman parte de una cultura médica que, aunque ni consensuada ni
premeditada, les conmina a comportarse ante los pacientes con alti-
vez, porque no hacerlos dignos de conocer el nombre de quien horada
literalmente sus cuerpos me parece un grave indicio de arrogancia.
La experiencia de Elisabet con los oncólogos, a esas alturas de
su enfermedad, era larga. Aquellos días estaba mustia. Bastante hundi-
da. Creímos que se encontraba peor. Además, el jueves siguiente tenía
visita y eso la inquietaba aún más. La llamé después para saber qué le
comentó el médico. Para mi sorpresa la encontré feliz, repuesta, como
si le hubieran dado un fármaco de eficacia instantánea. Tiempo atrás
me había dicho: «Los médicos nos marcan la agenda», así que como
ella perdió el control de la suya con la enfermedad, aquel jueves que
tenía la inquietante visita se equivocó y cayó en la cuenta de su error
cuando introdujo la tarjeta sanitaria en la máquina que las valida.
«¡Horror! Era el miércoles y no hoy.» Había hecho un montón de kiló-
metros y puesto en un compromiso a su esposo, que la acompañó de-
jando el trabajo a medias. Así que localizó a una enfermera, le explicó
la situación y ésta le propuso la posibilidad de ser visitada ese mismo
día pero por otro doctor del equipo. Elisabet accedió, no era cuestión
de dejar pasar más tiempo: estaba pendiente de la quimio. Así que
entró en el despacho del médico desconocido. Estuvo con él cuarenta
y cinco minutos al final de los cuales le preguntó: «Doctor, ¿puedo
cambiar de médico? Quiero ser su paciente». Se había sentido tan bien
atendida, informada y escuchada, que no dudó en cambiar, razón por
la cual al día siguiente todos la encontramos mucho mejor. Se la veía
distinta, sobre todo más segura y relajada. ¿Puede una relación incó-
moda impedir el avance de un proceso terapéutico?
7. El gran patrón de la casa sigue siendo el inquieto paciente y doctor Albert Jovell.
8. <http://www.universidadpacientes.org/kitdevisitamedica/elkit/index.php?
pag=kit01>.
11. Ramon Bayés (2001), Psicología del sufrimiento y de la muerte, Martínez Roca,
Barcelona, p. 16.
12. Serena Brigidi (2009), Políticas públicas de salud mental y migración latina en
Barcelona y Génova, tesis doctoral, Universitat Rovira i Virgili, DAFITS, Tarragona.
13. Del alemán poltern (hacer ruido) y Geist (espíritu), es un supuesto fenómeno
parapsicológico que engloba cualquier hecho perceptible, de naturaleza violenta e
inexplicable inicialmente por la física, producido por una entidad o energía impercep-
tible. <http://es.wikipedia.org/wiki/Poltergeist> [Consulta: noviembre de 2012].
14. Hasta aproximadamente el año 1964 en las aulas comunes de la Facultad de Me-
dicina de la Universidad de Barcelona, las alumnas dispusieron de bancos reservados
en las primeras filas.
15. «El fonendo colgado del cuello se ha convertido en un objeto simbólico desde los
años ochenta. Antes se llevaba colgado por los auriculares y ahora, en cambio, se lleva
como un collar. Las pediatras más jóvenes ahora llevan dos fonendos: uno para niños
y otro para recién nacidos. Putas modas», me dijo el doctor Smiley.
sin dependencias femeninas. De entre ellas, las hay que consiguen de-
dicarse a la investigación, por lo que, a veces, reproducen los estereo-
tipos masculinos.
En cuanto a la interacción entre mujer profesional de la salud y
mujer paciente, la relación directa (ahora ya no me refiero a la este-
reotipada que ya he descrito) varía en función del tipo de proximidad
o lejanía que ambas suelan mantener con las personas de su mismo
sexo o del contrario en la vida civil. Cuando el nivel de confianza con
el profesional de la medicina se ha establecido, la relación se modula
según parámetros estrictamente personales, no de género.
1. <http://www.webpacientes.org/fep/page.php?page=agpolitica/index> [consulta:
enero de 2012].
nal. El juez y los letrados visten toga, y el primero preside una sala. El
abogado, en su despacho con el cliente, debe conformarse con el traje
y la corbata, o la americana las mujeres, común a otras profesiones.
Muchos bufetes exigen esa etiqueta para atender al cliente. El maestro
podría ser confundido, pero en el contexto del aula, preside bajo la
pizarra o circula mientras los niños permanecen sentados, además de
vestir con bata en los parvularios. Médicos y enfermeras disponen
de un hábito que, en este caso, sí hace al monje porque reconocemos
en su portador a alguien garante de nuestra salud. Tenemos por tanto
la ventaja de la farándula: el vestuario inconfundible. Disponemos de
un perfecto escenario verde, crema o blanco, cuyas lindes vienen de-
terminadas por señales claras de territorialidad: quirófanos, sépticos,
sala sucia, enfermería, etc. Y el atrezzo está garantizado. Toda la para-
fernalia de objetos que acompaña hoy la escena hospitalaria no deja
lugar a dudas. De manera que si los guiones están bien aprendidos,
representar el papel no debería resultar muy difícil, de la misma mane-
ra que desprenderse del mismo cuando se acaba la función de ocho
horas, de sesión golfa o de matiné.
Cada año explico en las aulas de enfermería que por dura que re-
sulte su profesión, en determinadas ocasiones goza de algunas ventajas
que otras especialidades no tienen. Si uno se lo propone, gracias al
atrezzo, al escenario y a los territorios y lindes, puede dejar colgado el
hábito junto con los olores de las dolencias cuando acaba la jornada.
Vestuario y escena son los elementos simbólicos de la interacción en el
terreno de la salud y de la enfermedad. Desvestirse es desprenderse.
Salir es cambiar de escena. No hay deberes que hacer ni cuentas que
llevar a la luz de la lamparilla de noche. En consecuencia, quien con-
funde vida privada con profesión en ese ámbito laboral, es porque no
controla adecuadamente su ocupación. En la serie americana de televi-
sión Nurse Jackie,3 la protagonista alecciona de forma contundente a la
alumna de enfermería respecto a ese género de debilidades: «Tú te vas,
pero ellos se quedan». Cuando la estudiante se muestra afectada por la
muerte de una paciente, Jackie le dice: «Siempre hay una primera vez;
3. Nurse Jackie es una serie americana creada en 2009 para televisión por Evan Dun-
sky, Linda Wallem y Liz Brixius, cuya protagonista principal es la actriz Eddie Falco.
La acción transcurre en la sala de urgencias de un hospital neoyorquino. <http://www.
imdb.com/title/tt1190689/>.
Hay quien piensa que añade ternura y cariño en el trato, lo que no deja
de ser cierto, aunque sólo idóneo en el ámbito familiar o para cuando
la persona se muestre receptiva a ese nivel de intimidad. El hecho de
estar en posición horizontal no autoriza ni obliga al que nos cuida a
mimar con el lenguaje. Tampoco nadie se quejará de no recibir tales
muestras extemporáneas de afecto. Ni de ser tratado de usted. En con-
secuencia, es mucho más práctico aplicar también el protocolo en las
maneras. El uso o abuso de un lenguaje no neutro personaliza dema-
siado una relación que sólo debe ser profesional.
En el hospital, la violación de la intimidad física y personal es un
hecho. Sándor Márai (2007, p. 200) lo describe así:
ser asistidas por los celadores. Las grúas trasladan a los enfermos de
las camas a los baños asistidos. La sillas de ruedas permiten acercarse
al lavabo, la ducha o al váter. Se acabaron las manivelas perdidas o
confiscadas por los celadores que servían para subir manualmente los
respaldos de la camas, los lavabos inaccesibles, las mesas con ruedas
ruinosas y los zapatos incómodos. Sin embargo, les sigue doliendo la
espalda. No les enseñaron a transferir. Ni seguridad e higiene en el
trabajo, materia obligatoria en la antigua formación profesional. Una
lástima. Tal vez por esa razón, una doctora de medicina paliativa tuvo
que mediar ante la demanda de un paciente en su final de vida. La
unidad tenía por protocolo desplazar con ayuda de una grúa a los en-
fermos para acceder a la ducha o al baño asistido. El hombre era muy
corpulento e insistió en que el procedimiento le humillaba, le hacía
sentirse indigno porque «así colgado parezco un cerdo en el matadero».
Después de varias deliberaciones, la doctora consiguió mediar entre
celadores y enfermeras para, en ese único caso, resolverlo sin la grúa.
Los celadores que se ocupan de la seguridad en las transferencias
no se quejan de sus espaldas. Aparecen. Solos o acompañados, uno
muy alto, el otro bajito. Arremangados. Siempre dispuestos a lo que se
tercie; jamás sorprendidos. Sonrientes, abiertos a bromear caiga quien
caiga. Pocas veces agobiados. Luego descubres que son licenciados
en Filosofía, que hacen teatro o guisan a escondidas pantagruélicas
meriendas en un fogón de fortuna instalado junto a los vestuarios.
Tampoco se suelen quejar de la espalda esos equipos de mujeres
que dejan a su paso todo más limpio que una patena y que tienen nom-
bres y gestos inolvidables: Dulce y Maravillas. Casi nunca las oímos
entrar. Aparecen sigilosas a eso de las seis y media de la mañana,
cuando fuera aún está oscuro y los pasillos a media luz, los enfermos
dormidos por fin y el personal haciendo su última ronda de lavados,
termómetros y vigilancia de los goteros. Apenas el roce de la fregona
sobre la rueda de la cama, detrás de la puerta o por el baño delata su
presencia silenciosa y cabizbaja. Su tarea es imprescindible, y saluda-
ble. Cuando las sorprendes despierta, su presencia es grata y acogedo-
ra. Por eso tienen esos nombres. Dulce aparecía de nuevo a media
mañana, en la mitad de la agonía de dolor, por lo que sus brazos y su
lozanía se convertían de inmediato en mi refugio. Los franceses la
llaman maternage. Maravillas me acompañaba durante el tedio del
alba con su relato, y yo me mantenía expectante pero ya sin dolor.
topar con las enfermeras, que raudas acudían a ver qué era aquel es-
cándalo. Yoli, amenazó que si a su padre —ahora aún más inquieto—
le ocurría algo, menuda iba a ser la denuncia que le caería al hospital.
And she did it.
A la mañana siguiente quien entró a limpiar no fue Wonder. Pre-
gunté a la sustituta qué había sido de ella: «Le han dado un día de
permiso». Yoli/Belén Esteban triunfó de nuevo. El cliente (cerril)
siempre tiene razón aunque no disponga de la tarjeta sanitaria oro.
«Y es que hay cada uno…» es la frase favorita de las enfermeras
cuando les preguntas. Porque a los acompañantes, como nada les due-
le, pero están hasta las narices de simular dedicación, arremeten con-
tra cualquier cosa, sobre todo aquellas de las que entienden: servicio,
comida y cama. Del resto, nada. O menos. Tragan. Tragan con la pro-
longación innecesaria de los ingresos —que los hay—, con la lentitud
diagnóstica —que se practica— y con las vagas e inespecíficas expli-
caciones de ciertos médicos sobre diagnóstico, terapéutica y pronósti-
co. Por el contrario les apasiona ser servidos —gratuitamente—, por-
que de eso sí que saben y pueden discutir.
Cuidar del cuidador informal es hoy otro de los objetivos de en-
fermería, pero, a pesar de la carga, habría que añadir catequizar, y
persuadirles de que incorporen lo que hoy todavía es escaso en un
determinado contexto cultural: la solidaridad y la cortesía.
¿Cuál es el perfil del cuidador informal? En la mayoría de las
familias es una única persona la que asume la responsabilidad de los
cuidados. La mayor parte de estos cuidadores principales son mujeres:
hijas, en su mayoría, esposas y hasta nueras. La edad media oscila
entre los cuarenta y cinco y los sesenta y cinco años, y suelen ser mu-
jeres casadas. Una parte sustancial de cuidadores comparten el domi-
cilio con la persona cuidada y no suelen recibir ayuda de otras perso-
nas. La rotación familiar o sustitución del cuidador principal por otros
acompañantes es moderadamente baja. La percepción de la prestación
de ayuda es el cuidado permanente. Algunos de ellos comparten la
labor del cuidado con otros roles, como atender a los hijos.1 En su día
se observó que los familiares que se ocupaban de parientes enfermos
1. <http://www.imsersomayores.csic.es/salud/cuidadores/pyr/quiencuida.html>
[Consulta: octubre de 2012].
casa. Es centrípeto, se interesa por los males del vecino, las cuitas de
las auxiliares y el retraso de las pruebas diagnósticas. Le cuesta enten-
der lo que el médico explicó. Se afana por conseguir que el familiar
enfermo ingiera algo, aunque se esté muriendo, y siempre se disculpa
cuando acude al lavabo. El acompañante transitorio es centrífugo.
Trae noticias, aunque el que yace apenas las entiende, ordena y tira
objetos inútiles, escucha atento las instrucciones —no en vano sólo lo
hace una vez al día—, pregunta y habla al enfermo pero lo hace poco
con los otros pacientes, y resuelve asuntos, con las enfermeras y con
los médicos. He/she is a fixer.
Si me dejaran evaluar los beneficios de una y otra compañías
estoy convencida de que el cuidador permanente se habrá ganado el
cielo; su ser querido recibirá el alta con una dosis de dependencia ele-
vada como efecto secundario, lo que implicará su conversión en un
frecuentador; además, la salud física y mental del cuidador se resenti-
rá por sufrir gratuitamente junto al enfermo. La persona que recibió la
compañía eventual tal vez en casa equivoque algo del tratamiento y
hasta podría vivir menos, aunque seguro que mejor, porque nunca na-
die podrá decir que gozar de la autonomía sea una gran pérdida. Su
acompañante seguirá visitándole allá donde esté.
Espabilarse solo debería ser loable, aunque se tenga familia. La
soledad no es sinónimo de abandono ni de desgracia, sólo hay que
saber gestionarla. Además, con el tiempo será más frecuente encontrar
personas que no comparten la vida con otros como consecuencia del
cambio en los modelos de familia. Cada verano en Escandinavia pien-
so en todo esto cuando, en medio de ninguna parte, una casita de ma-
dera roja alberga una rampa de acceso en cuya base se encuentra apar-
cado un andador con ruedas, cesto para la compra y frenos. Imagino
que allí vive Fru Berkvist o la abuela de Pippi, que ahora ve la televi-
sión esperando la llegada de su fisio. En invierno el frío es tan intenso
que estoy convencida de que su hija se la lleva a Malmö hasta que se
deshielan los lagos. Así que un buen día lo pregunté. Me dijeron que
el bueno de Gunnar, que estaba sentado junto a la puerta de su casa
tomando el sol tibio de agosto, con noventa y tres años vivía solo y
pasaba todo el invierno polar en su pueblo, Kongsfjord (Barents). Tan
feliz. No se van. Los dispositivos socio-sanitarios que operan a nivel
local y la defensa a ultranza de la autonomía lo hacen posible. Si toda-
vía pueden caminar sustituyen las ruedas del andador por esquíes y
2. Terra Noticias Terra Actualidad-EFE doctora Ana María Fernández, del equipo
domiciliario de cuidados paliativos de la Asociación Española Contra el Cáncer, sába-
do, 10 de mayo de 2008, 10:19h.
4. X. Allué (2011) explica en su libro que el ascensor tuvo esa extraña forma por-
que el proyecto original de ese edificio no contempló que las camillas también iban a
necesitarlo para trasladar enfermos a las consultas. Como siempre, tiempo después se
trasladaron las consultas a otro lugar y dejaron tranquilos a los pacientes.
tón. Nadie más, de manera que todas las miradas de la selva de usua-
rios se giraron para identificar aquella única voz potente que tenía la
suerte de ser atendida de inmediato.
Mientras espero, observo. Hay tres o cuatro parejas con críos que
se visitan en la sala el fondo. Llaman primero —lo juro— a Iván Iva-
nov, tal cual. Me fascina. Las entrevistas son muy breves, de apenas
cinco minutos, no obstante, frente a mí está sentado un ciudadano de
mediana edad que refunfuña por el retraso: «Nunca lo entenderé; esto-
es-la-hostia». Un matrimonio mayor, con apariencia de jubilados
asiente. La pareja ha dicho que ellos llevaban mucho rato esperando,
que tenían hora a las diez y media. Podría demostrar que, en ese mo-
mento, eran sólo las diez quince. El ofuscado e inquieto trabajador
técnico y autónomo (a pesar de la pertenencia al INSS) tenía al pare-
cer algo muchísimo más importante que hacer que acudir a la visita
del otorrinolaringólogo. Estar allí es una pérdida de tiempo, «porque,
verás, con el trabajo que tengo…», como si le hubieran obligado con
un mandato judicial. Sigue quejándose porque está convencido que
los médicos ganan mucho y se rascan la tripa. Claro, son funcionarios
y no dan palo al agua. «Total, para lo que me va a decir…» ¡Pues no
venga, señor!, he estado a punto de soltarle, vaya por la furgoneta y
céntrese en arreglar las cañerías que éstos se ocuparán de aquellas por
las que uno traga y respira. El caso es que el hombre tenía hora a las
nueve y media y no le llamaban. Dicho esto, una voz en off canta «Ri-
cardo Moreno» y el hombre, ahora imperturbable, se dirige al despa-
cho dos punto cero tres. En la entrada me han dicho, «Bueno, busque
la doscientos tres» —como si fuera un hotel—, cuando se trata de la
consulta número tres de la planta dos. Pero, claro, me dice la chica,
hay tantos que no saben leer que… A poco de sentarme y observar lo
descrito me llaman. A mí, que acababa de llegar, y con retraso pues no
conseguía localizar el edificio de los consultorios. La pareja de jubila-
dos me ha odiado. Deducen, seguro, que estaba enchufada porque
además, minutos después de entrar, he vuelto a salir y me he colado en
la consulta adyacente. Llega tarde, la pasan primero y encima la visi-
tan dos veces.
Al acabar, un indio Atahualpa, impasible, se recostaba en la pa-
red que hay junto al ascensor con zulo. Sólo tenía perfil. No existía un
modelo de frente. Ni un gesto ni un movimiento. A mí me hubiera
gustado mostrarle el zulo.
5. Rayos los hay de todo tipo, los del hospital pertenecen a servicios que ahora reci-
ben el nombre de diagnóstico por la imagen o Radiodiagnóstico, e incluyen radiología,
medicina nuclear y otros dispositivos tecnológicos de evaluación o tratamiento.
Soy miope y mi ojo izquierdo lleva una córnea trasplantada que fun-
ciona al 60 por 100, así que, cuando entro horizontal en el quirófano,
ya me han quitado las gafas y veo poco o nada. Si a eso le sumamos el
hecho de que tres cuartas partes de las intervenciones que he aguanta-
do se hicieron con anestesia general, el resultado es que mi experien-
cia de campo en esas áreas del hospital es reducida. A mí me encanta-
ría ver qué hacen, cómo se mueven, qué utilizan y saber de qué hablan
durante las operaciones. Pero me está vetado. Intento reconocer si la
sala es nueva, de dónde procede la luz y cómo van a colocarme. Si se
tercia, hablo poco antes con el cirujano, aunque la mayoría esperan a
que el paciente esté ya dormido para entrar en la sala.
Por eso referiré aquellas experiencias que viví en los quirófanos
donde fui intervenida de cuestiones menores que no requirieron anes-
tesia general. Además, lo que más me fascina, tal vez porque soy aje-
na a la profesión, es que me sorprendan con intervenciones no previs-
tas y rápidas o con soluciones de última hora que tienen la virtud de
no dejar tiempo a la reflexión ni a la duda. Siempre acepto.
La intervención con anestesia local o regional más remota que
recuerdo fue cuando los otorrinos decidieron por fin cerrar el estoma
de mi tráquea, casi tres años después del accidente. Yo había acudido
aquella mañana, como todas entonces, al gimnasio de rehabilitación,
cuando, sin previo aviso, me llamaron para que subiera al quirófano
porque el doctor me estaba esperando. Subí por mi cuenta, me pasaron
a una sala donde debía vestirme con el sudario quirúrgico, el gorro y
los peúcos, aunque les dije que si querían que entrara por mi propio
pie no podía descalzarme porque no puedo dar un paso sin zapatos.
Así que me pusieron los peúcos encima de los zapatos. De esa guisa,
me tumbaron en la camilla y, acto seguido sin quitarme las gafas, ¡me
colocaron un paño de campo encima de la cara!
Bueno, como era mi primera anestesia local, no dije nada. No
sabía qué iba a pasar. El caso es que eran bastantes los que estaban
allí, y yo, en medio, con los zapatos envueltos con los peúcos, las ga-
fas y la sábana santa sobre el rostro. Entendí que había que callar por-
que el telón había cubierto la tramoya, además me iban a suturar el
estoma del cuello. A partir de ese instante, los allí presentes, mientras
trabajaban —ajenos—, se pusieron a hablar de todo lo divino y lo hu-
mano sin inmutarse por mi presencia. Mi yo quedó oculto tras la sába-
na. Siguieron contando intimidades hasta que, en un momento dado,
retiraron la sábana y me dijeron: «¡Hola!, ¿qué tal?». Habían termina-
do. A partir de ahí el tono, contenido y cadencia de la conversación
cambió de nuevo para convertirse en el propio de un grupo de trabaja-
dores enfrascados en su tarea frente al cliente. Me fascinó. Era como
un juego de niños: ¡cucú! Para que luego digan que los protocolos no
encierran gestos simbólicos. Si hay que anestesiar, sajar, limpiar y su-
turar, es preciso evitar la mirada, como la del reo al que se le ponía el
capuchón antes de ser ajusticiado.
Pasó el tiempo y, muchos años después, por imperativos quirúr-
gicos, volví a sentirme al margen de mi cuerpo durante las anestesias
locales. Desde entonces me someto con frecuencia a pequeñas inter-
venciones para injertar una zona pequeña del piel, para activar una
úlcera, hacerla sangrar o para rascar un hueso ectópico que actúa
como cuerpo extraño e impide el cierre de una herida. Me dan pocos
sedantes, por lo que siempre estoy más o menos despierta. En una de
esas ocasiones fue un pequeño injerto en mi pierna derecha.
Como era hacia el final de la mañana, y los equipos completos
de cirugía se iban marchando, el médico se quedó sólo con una en-
fermera de su confianza. Éramos tres. O eso creí. Porque en el mo-
mento en que empezó la intervención yo dejé de existir. El cirujano y
la enfermera que le iba prestando ayuda, como iba para largo, se sen-
taron en sendos taburetes que colocaron a la altura de mi tobillo y
empezaron a hurgar mientras charlaban animados sobre las activida-
des de sus hijos, olvidando mi presencia. En un momento determi-
nado pregunté algo y añadí que me sentía bien aunque un poco al
margen de todo aquello. El cirujano, para justificar la absurda margi-
donde unas manos aún sajaban y separaban el tejido cutáneo para aco-
modarlo de nuevo tras una zetaplastia.2 ¡La maldita vaquilla! ¡Seguía
coleando! Así que debió de adjudicarme una dosis de caballo —no se
fuera a despertar otra vez— porque pasé tres horribles días vomitando
sin poder moverme de la cama. La palangana fue mi almohada. «Hier
la douleur prouvait la faiblesse du blessé, aujourd’hui, elle révèle
l’incompétence du technicien».3 Él nunca apareció por la habitación.
Muy pocos anestesistas lo hacen. Sólo los anestesiólogos.
El aullido del enfermo perturba el orden. Hay que hacerle callar
porque evidenciaría algún error en la praxis. A nosotros, los pacien-
tes, cuando oímos el lamento nos dicen: la gente aguanta poco. Nadie
nos hizo daño. Fuimos nosotros los que nos movimos, los que tenía-
mos unas vías imposibles, los que estábamos nerviosos o los que ha-
blamos alterando el sagrado silencio decretado para con el débil.
Un año después volví al mismo quirófano, mismo cirujano, mis-
mo territorio de mi cuerpo por reparar. Reconozco que resulta inútil,
pero el día que mantuve la entrevista previa a la intervención con los
anestesistas les dije: «Miren, si aparece Michael N. Emerson no me
voy a dejar anestesiar, se lo digo en serio. Es un animal, de modo que
ustedes verán». Respuesta evasiva. De hecho nunca saben quién anes-
tesiará al pobre cordero que va al matadero así que… Llegó el día de
autos y se me acercaron, primero dos chicas con gorritos de quirófano
estampados, «Como en América», les dije. Entré serena y confiada,
así que seguí con las bromas habituales. Hay que tener presente que si
me fío de alguien es de quien trabaja en un hospital —salvo esas ex-
cepciones—, de manera que jamás entro en pánico, al contrario, me
relajo y me dispongo sin más a dormir un buen rato. Me entrego, por-
que afortunadamente y hasta ahora, me operan sólo para mejorar mi
funcionalidad. Así que esa mañana estaba segura de que, de alguna
manera, Michael N. Emerson no iba a hacer su aparición y las chicas
del gorrito eran un buen augurio.
2. Técnica quirúrgica que se utiliza en cirugía plástica para alargar el tejido cutáneo
con la intención de corregir una cicatriz anterior anómala o para eliminar bandas cica-
trizales, entre otras posibilidades.
3. El dolor ayer probaba la debilidad del herido, hoy revela la incompetencia del
técnico. Anneguin, 1997, en Boris Cyrulnik (2004), Les vilains petits canards, Odile
Jacob, París, p. 38.
Al poco rato apareció una mujer, mayor que yo, que acercó su
rostro al mío (no veo en el quirófano sin gafas), me dijo que era la
anestesióloga y sin darle tiempo a más le dije que la última vez lo pasé
fatal, que mis vías son malas, que me duelen… Lo de siempre. «Bien,
vamos a intentar solucionar eso.» Tal vez dijo algo más. El caso es
que se fue para regresar con un reproductor de mp3 y unos auricula-
res. Exploró mis venas, me preguntó y al final me explicó que trataría
de limitarse a una anestesia regional pero que lo importante era que yo
estuviera a gusto y feliz. Me colocaron de costado, me puso los auri-
culares, ajustó el volumen y a esa altura yo ya sentía el flujo sedante
entrando por mis venas, que, acompañado de aquellas melodías sin
letra, envolventes, casi chillout, consiguieron la mejor sedación ligera
que jamás hubiera imaginado. Me sacaron del quirófano y, me sentía
tan bien, que me llevaron a la habitación sin pasar por la rea, que
siempre alarga el proceso. Me dormí.
A mediodía vino a visitarme la anestesióloga. Yo no daba crédito
porque nunca suben a las habitaciones. Es más, pregunté a las enfer-
meras y me lo confirmaron, intrigadas a su vez por aquella —para mí
muy grata— irregularidad. «Eres una privilegiada. ¿Os conocíais?»
Le agradecí su particular protocolo de hacer incluso placentera
una anestesia y me explicó las razones. Regresó dos días más, por la
mañana y, el último, me regaló un CD con las pautas que sigue con
aquellos pacientes, que, según me explicó, tienen serias dificultades
al enfrentarse con la perspectiva del quirófano. Días después escribí:
«He escuchado y seguido con devoción tu voz en el compacto y he
comprobado que efectivamente acompaña la relajación. La cadencia,
las repeticiones medidas al momento, el tono de voz, las palabras
escogidas… No sé qué es. Me ha transportado de nuevo a la seda-
ción del quirófano. La elección musical resulta adecuada a la situa-
ción: el que lo escucha no espera nunca que se acabe, se impregna,
dejándose absorber y envolver por las notas». Dudo que Michael N.
Emerson, anestesista, tenga algo en común con la doctora, anestesió-
loga.
Poco tiempo después volví al quirófano. Hubo que extraer múlti-
ples calcificaciones que iban perforando la piel de mi pierna derecha,
consecuencia, al parecer, del agotamiento por en el esfuerzo sistemá-
tico que debía hacer la epidermis para solventar las múltiples erosio-
nes. Soy una vieja quemada y con el tiempo la piel se cansa de cicatri-
zar y se pone una falsa coraza ósea para protegerse. Retiraron piel y
tejido óseo y cubrieron un importante territorio con injertos proceden-
tes de la cadera y de la ingle. La anestesia fue epidural y ya en la rea
me di cuenta de que seguía sangrando. Las charcuterías plásticas sue-
len tener esas escandalosas consecuencias pero ese día los apósitos
fueron empapándose. A la mañana siguiente aquella lenta hemorragia
seguía adelante y mi cirujano destapó el vendaje, maniobra que jamás
se lleva a cabo antes de los cinco días posteriores a la intervención. La
circunstancia anunciaba la pérdida de los injertos. Así que temí lo
peor: otra intervención que supondría la vuelta a casa y el emplaza-
miento para un nuevo ingreso. A eso había que añadir la retoma de
piel de cualquier otro lugar de la geografía de mi descalabrado cuerpo.
Como siempre, todo sucedió de manera vertiginosa, obviamente a
ojos de un profano, porque allí mismo, en la habitación, con otra en-
ferma al otro lado de la cortina, mi jaenita favorito se arremangó y
con la ayuda de un colega levantó la cura.
Sacó los apósitos ensangrentados y pidió a la alucinada enferme-
ra unos botes «de esos de muestras de orina, por favor, unos cuantos».
Ésta delegó en un alumno en prácticas de auxiliar al que había invita-
do a contemplar el espectáculo único de una intervención charcutera
in situ. El estudiante salió raudo en busca de los frascos. El jaenita
levantó los injertos, colocó cada una de las láminas de piel que el día
anterior había emplazado convenientemente en la pierna procedentes
de la ingle encima de diferentes gasas, las metió envueltas en sus co-
rrespondientes frascos y le pidió a la enfermera que marcara con un
rotulador su ubicación original en los cuatro o cinco lugares de mi
pierna en los que estuvieron hasta esa mañana. El plan era meter los
botes en la nevera para preservar la piel, conseguir la hemostasia con
un vendaje compresivo, volver a destapar y recolocar el injerto. Antes
de cubrir, suturaron allí mismo un par de vasos. Ni me enteré. A los
tres días, el estudiante regresó con los botes de la nevera. Como la otra
vez, sobre la marcha sacaron el vendaje. Al abrir uno de los botes, el
injerto apareció tieso, medio congelado, a una temperatura que podía
haberlo necrosado. Al jaenita no le gustó y yo creo —en un alarde de
imaginación hospitalaria— que le echó el aliento como para animarlo
y lo colocó, tal cual, encima de su antiguo lecho para el que había sido
recortado. Un par de grapas allí mismo, cobertura y a esperar. Y de
heparina nada esos días.
Dictadura.
Ermessenda es prudente y educada. Apenas en alguna ocasión
rogó que bajaran el volumen. Tragó. Ni leer podía. Para desconectarse
de la tele vecina debía salir de la habitación y descansar en las rígidas
sillas del pasillo. Ocho días de Tele 5, Antena 3 y TV1. No me habló
de su enfermedad ni de la intervención. Sólo me preguntó qué podía
hacerse al respecto. En ese punto, no hay diálogo que permita llegar a
consenso alguno: quien tiene el mando… lo usa. Pero existe, en pri-
mer lugar, la posibilidad de mover enfermos, a fin de buscar parejas
próximas entre las que se eviten desacuerdos. Algunos equipos de en-
fermería son hábiles haciéndolo, si bien son los mismos y únicos equi-
pos que suelen prestarse a la negociación. En segundo lugar, se debe-
ría empezar a pensar en la posibilidad de eliminar el servicio de
televisión, pues, en la mayor parte de los casos, crea conflicto. Se po-
dría o bien destinar una sala pública para ello, o proveer de auriculares
a los usuarios. Porque en tanto no existan habitaciones individuales en
los hospitales públicos, la dictadura del mando no debería presidir las
relaciones. Tragamos telebasura mientras nos desconectamos del
mundo, cuando podría existir —aunque fuera de pago— el acceso wifi
a la red, lo que a su vez permitiría ver algo de televisión en privado.
A poco de escuchar el relato de Ermessenda, leí un párrafo del
libro de Broggi (2011) en el que decía que no hay peor agonía que
aquella que se comparte en una habitación doble con el funesto soni-
do de fondo de Tele 5. Se pregunta el cirujano si no es posible propor-
cionar en los últimos momentos a un enfermo y a los suyos mayor
intimidad.
1. Josep Corbella, «El Hospital del Mar, líder en Internet entre los hospitales espa-
ñoles», La Vanguardia, 20 de abril de 2009, p. 28.
2. Generalitat de Catalunya, Departament de Salut, abril de 2009.
3. En más de una ocasión, a través de los profesionales supe —sin preguntar—, quie-
nes entre mis compañeros de traumatología sufrían heridas como consecuencia de un
intento de suicidio, cuando a nosotros nos preocupan más las consecuencias que las
causas.
1. Georgina González Valls (2011), Grans cremats. Abans i després. Treball de Re-
cerca, Escola Pia, Granollers <http://kreamics.com/kreamics.org/Links.html> [Con-
sulta: octubre de 2012].
3. Eric J. Cassell (2009), «La naturalesa del sofriment i els fins de la medicina»,
Annals de Medicina, vol. 92, n.º 4.
4. Entrevista. Revista En primera persona. Programa per a l’Atenció Integral a Per-
sones amb Malalties Avançades de la Obra Social de la Caixa, Barcelona, otoño de
2001.
5. M. Allué «La douleur en direct» (1999), Anthropologies et Sociétés, vol. 23, n.º 2,
Université Laval, Québec, Canadá. Y «La gestión del dolor» (2009), en Mabel Grim-
berg (ed.), Experiencias y narrativas de padecimientos cotidianos. Miradas antropoló-
gicas sobre la salud, la enfermedad y el dolor crónico, Facultad de Filosofía y Letras,
Buenos Aires, pp. 167-185.
6. <http://www.nlm.nih.gov/medlineplus/spanish/druginfo/meds/a605045-es.html>
[Consulta: octubre de 2012].
7. El Sistema Español de Farmacovigilancia (SEFV) está integrado por los centros
de farmacovigilancia de cada comunidad autónoma, la Agencia Española del Medica-
mento (AEM) y los profesionales sanitarios. Modelo de tarjeta amarilla en Catalunya.
pre por debajo de lo referido por el enfermo, de ahí que yo les aconse-
je que en una escala de 0 a 10, suban también dos puntos, para ajustar
la dosis a la realidad percibida por quien la experimenta y menos por
la realidad supuesta del «experto que no lo experimenta». Los médi-
cos lo justifican así en relación con los opiáceos:
No hay por tanto que dejarlo correr: hay que actuar ante el dolor.
Hace años estuve cerca de ese lugar. Desde lejos pude ver las torres de
vigilancia que «protegen» a la sociedad de los más truculentos asesi-
nos. Karla era una más. La cuestión es que era mujer, y culpable de
asesinato. Contrajo matrimonio un par de años antes de su ejecución
con el capellán de la prisión. Su enlace nunca llegó a consumarse. Una
pantalla de plástico iba a impedir para siempre el contacto. Aislamien-
to. Aislamiento absoluto y definitivo hasta la muerte. Karla ya no era
una asesina. Eso no importa. Contaminaba porque estaba en el corre-
dor de la muerte, luego había que eliminarla. Condena taxativa e
inapelable: morir con una aguja clavada en su brazo. Condenada a
acabar en posición horizontal con ayuda médica esperando que el flui-
do salvador para los que sufren dolor… la matara. Cuando vi el cro-
quis del procedimiento de ejecución publicado por los periódicos con
el beneplácito de la Escuela de Medicina de la Universidad del Estado
de Louisiana pensé en ese otro aislamiento horizontal de otros muchos
que esperan de la medicina el alivio o la curación.
Karla entró en la sala tumbada y convenientemente atada a una
camilla. Dead woman walking? or Dead woman lying? Se le adminis-
tró un potente sedante, pentotal sódico, como a cualquiera a quien van a
operar. Minutos después, bromuro de pancuronio, un relajante muscu-
lar, un curarizante, como el que se administra a los pacientes; después
el arma letal, esta vez no el pico de cortar hielo que ella utilizara años
atrás para acabar entre orgasmos con sus dos víctimas, ni tampoco un
bisturí. Esta vez fue cloruro potásico, presente en las solución salina
del mantenimiento de una vía intravenosa, pero con una diferencia: en
dosis alta, letal.
ta sobre uno de sus pacientes: «No me gustan nada esos terapeutas que
dicen al paciente: Has de entender que la muerte no es la solución.
Claro que es la solución para la persona en cuestión. El que algunos
elijan la muerte es la consecuencia lógica y clarísima de nuestra capa-
cidad de elección, y una solución que el ser humano ha conocido y
algunos han elegido en todos los tiempos» (2010, p. 133).
Cecilia, está consciente y orientada en la sala de urgencias con
una hemorragia interna. El internista le propone operarla: «Hagan lo
que tengan que hacer», le responde. Tenía ochenta y siete años. Hace
unas décadas habría dicho «que sea lo que Dios quiera». Y mucho
tiempo antes «A Dios encomiendo mi espíritu». Cecilia dijo a los mé-
dicos que fueran ellos quienes la salvaran, quienes la «murieran»,
quienes se ocuparan. Los moribundos de hoy («enfermos terminales»
me suena a aeropuerto) o nuestros familiares, deberíamos decir: «Ac-
túen según consta en mi documento de voluntades anticipadas».
Cuando preparaba este texto localicé un manuscrito —no tengo
copia de él en el ordenador— que redacté exactamente en el mes de
mayo del año 1991. Se trata de un cuestionario que me solicitaban
responder los responsables de un simposio organizado por el Departa-
mento de Hematología del Hospital Clínico de Valencia sobre mi ac-
titud ante el morir y la muerte. Dos meses después, el 9 de julio de
1991, traté de poner en práctica aquellas convicciones conmigo mis-
ma en la sala de urgencias de la Unidad de Quemados del Hospital de
la Paz, en Madrid. Les conté que era miembro de la asociación Dere-
cho a Morir Dignamente (DMD)2 y que, viéndome morir, quería ha-
cerlo sin sufrir, que desconectaran. No hubo respuesta alguna ni co-
mentario, tampoco palabras de apoyo ni de rechazo. Es más, meses
después, un enfermero que estuvo presente me preguntó si fui cons-
ciente de lo que dije: «¿Era verdad? ¿Creías en lo que decías?».
Me pregunto si las situaciones sublimes, únicas y finales como
es saber que no sobrevivirás a esa circunstancia ponen sistemática-
mente a los actores en condiciones de inestabilidad psicológica, razón
por la cual se decide no hacerles caso. Por el mero hecho de padecer
una enfermedad, la persona era una desvalida, se le anulaba la voz
para defender una opinión personal, porque mientras estuviera enfer-
3. P. Laín (1986), «Qué es ser un buen enfermo», Ciencia, técnica y medicina, Alian-
za, Madrid, pp. 248-264.
4. Jean-Michel Dubernard (1997), L’hôpital a oublié l’homme, Plon, París, p. 94.
tenía con vida. Discutió largo y tendido con ella, y comprendió que su
voluntad de acabar era firme. A pesar de eso habló con un jesuita para
ver si cambiaba de opinión. El médico y el jesuita, sensibles a la de-
manda, accedieron a los deseos de la paciente. En cambio un argelino
en la cincuentena, harto de diálisis, cambió de parecer después de dis-
cutir con un imam con quien su médico lo puso en contacto. Lo que
suscitó la duda y la oportunidad de la consulta al líder religioso fue la
edad del paciente y la posibilidad de que un trasplante finalizara con
su calvario. Cecilia —de la que he hablado más arriba— gozó del pri-
vilegio de poder emitir su opinión para que los médicos «hagan lo que
se tenga que hacer». Tampoco tenía documento de voluntades antici-
padas, ni firmó testamento, aunque no tenía descendientes.
Lo que hay de nuevo después de tres décadas de indagar sobre el
morir es la lucha contra el dolor y el sufrimiento, la aparición y acep-
tación de la limitación del esfuerzo terapéutico (LET), y la sedación
terminal. La eutanasia voluntaria o el suicidio asistido siguen sin estar
regulados.
LET, en la literatura médica y bioética, significa evitar la prolon-
gación de la vida por medios artificiales o técnicas de soporte vital. Lo
que es fútil no está indicado, por tanto, es nocivo, aparte de ser absur-
damente caro, argumenta Broggi (2011, p. 248), y la buena práctica
consiste en parar. A pesar de que la expresión «limitación del esfuerzo
terapéutico» ha hecho fortuna no es, según él mismo, muy brillante.
Lo que conviene evitar son las prácticas que no son terapéuticas, como
los traslados o las pruebas exploratorias. En cambio, una vez tomada
la decisión de «parar», sí es necesario iniciar el proceso paliativo. De
manera que es mejor hablar de adecuación de las actuaciones que de
LET. Es decir, que se administren los fármacos necesarios para evitar
el dolor y el sufrimiento causados por la enfermedad, por la retirada
del tratamiento, o por cualquier otro motivo, aun en el caso de que esa
actuación pudiera acortar la vida. Queda lejos aún la legislación que
regularía el derecho a la eutanasia y que nos permitiría morir de forma
rápida e indolora.
En otoño de 2011 estuve en una jornada de trabajo sobre digni-
dad y final de vida. Cuando acabaron las intervenciones de los miem-
bros de la mesa, tres psicólogos y yo misma, se abrió el turno de pre-
guntas. En las primeras filas, no sin dificultad, se había instalado una
mujer usuaria de una silla de ruedas con batería, afectada —supuse—
Conforme creces, vas viendo que hace demasiado tiempo que controlas,
que sufres (psicológica y físicamente), que te ves diferente, que pierdes
la dignidad… Entonces, cuando la medicina ya no puede librarte del
sufrimiento, todo el mundo opina sobre aquello que nos dijeron era sólo
nuestro: la vida. ¿Quién dijo que deba morirme cuando la ciencia lo
decida? Moriré porque mi ciclo se acaba o yo misma lo interrumpiré el
día que yo crea que tengo suficiente y a nadie perjudicaré. No me gusta
ver cómo los demás se adjudican el derecho a darme consejos de que
tengo que sufrir más [aguantar más] y hacerme sentir con ello culpable
de querer irme, cuando igual me tendré que ir algún día.
5. Manuel Sureda, Isabel Viladomiu, Xavier Sobrevia, Xavier Sarrias, Joan Vidal-
Bota (2005) «A la vora del pacient», Annals de Medicina, vol. 88, pp. 164-166. La
traducción es mía.
10. Hace mil años que yo llevé a ese hospital una copia en papel de mi DVA, que
debió quedar en la carpeta antes de que las archivaran definitivamente al ser sustitui-
das por la HC electrónica. Me pregunto dónde estará ahora ese papel.
Morir es inevitable, pero morir mal no lo es, dice Marc Antoni Broggi
(2011, p. 14) en su libro, en el que aboga por «una muerte apropiada».
Un fragmento muy difundido desde, al parecer, 1981, de una declara-
ción del Consejo de Europa (Comité Europeo de Salud Pública) dice:
1. Marie De Hennezel (1996), La muerte íntima, Plaza & Janés, Barcelona, p. 82.
han tenido que pasar muchos años para que esas preocupaciones que
ahora trascribo se traduzcan no sólo en expresiones menos rudas sino en
políticas, procedimientos paliativos y gestos de acompañamiento.
En enero de 1990 Ramona escribió en su cuaderno lo que sigue:
No hay que llegar hasta esta situación otra vez. Quisiera que fuera la
última. Es horrible. Hay que hacer algo para acabar con este encarniza-
miento. Deberíamos convencer a todos aquellos que aun no creen en la
eutanasia, en la necesidad de informar y educar a los jóvenes sobre qué
hacer ante la enfermedad terminal propia y la de los otros. Se que los
esfuerzos por mantener la vida tienen por objetivo evitar el sufrimiento
y el martirio físico, pero alargan la agonía psicológica incontrolable y,
con el desarrollo científico, más larga.
Hay que cambiar entre nosotros la idea de la muerte. Nadie quiere
conocer cómo sufre quien muere lentamente porque no es un asunto
público. Nunca se muestra la muerte lenta en los medios. En este mo-
mento estoy cerca de un enfermo terminal, en un hospital oncológico
viendo morir a un ser querido. Soy consciente de que aquí hay muchos
otros a punto de morir. Quizás alguno muera esta noche. Es cotidiano.
Entonces, si es una realidad aquí para personas y acompañantes, ¿por
qué esconderlo? Si todo el mundo viera esto alguna vez en la televisión,
la idea de buscar una solución para estas personas sería más fácil.
dimos el cambio de aspecto del enfermo por estar disuelto entre otros
con parecidos malestares, tenemos una primera muestra de pérdida de
identidad. Sin diferencias ni referencias, el individuo dependiente no
es más que un objeto. Se puede sentir un objeto. «Nos transformamos.
La cara y el cuerpo van a la deriva, los guapos y los feos se confun-
den. Dentro de tres meses nos diferenciaremos aún menos unos de los
otros. No obstante, cada uno seguirá manteniendo la idea de su singu-
laridad, vagamente», decía Robert Antelme, en La especie humana
(2001, p. 90) refiriéndose a los deportados de los campos de concen-
tración.
La alteración de la imagen corporal como pérdida requiere un
proceso de duelo que debe ser respetado y, si se requiere, acompaña-
do. Todo duelo requiere catarsis, necesidad de compartir el dolor jun-
to a los nuestros; exige dejarse ayudar por quienes ya pasaron por
circunstancias similares y menos por los especialistas…, no vayamos
a psicologizar todas las dificultades. El proceso resultará menos do-
loroso si del duelo resulta algún aprendizaje, y, en este caso, tanto
vale el aprendizaje de la víctima como el de quienes la rodean. Hay
enfermos que rechazan la ayuda solícita de quien puede atenderles,
familia o equipo de salud, porque la imagen que proyectan les parece
degradante; no quieren hundirse ante ellos porque la mirada del otro
resulta un freno para quien está viviendo el desgaste físico de la en-
fermedad. ¿Por dónde empezar a cuidar, entonces? Aprendiendo pri-
mero a mirar.
Los especialistas aconsejan que primero debemos aceptarnos a
nosotros mismos para luego ser capaces de mostrar nuestra imagen
a los demás, pero eso no es muy cierto. Con ese argumento ahondan
en la dimensión personal del problema, olvidando que, en cuestión
de imagen, el reflejo en la mirada de los otros vale más que mil pa-
labras. Porque, cuando «ya nos hemos aceptado», alguien, al vernos
por primera vez, resucita nuestro calvario con la expresión de es-
panto marcada en su rostro. De ahí que un paciente me contara que
antes del alta su enfermera le advirtió: «Juan, antes eras tú quien
miraba, ahora, cuando salgas, debes saber que van a ser los otros
quienes te miren». Juan dice que ese aviso le fue mucho más útil
que las sesiones que mantuvo con el psiquiatra. Mientras estuvo
ingresado se sintió seguro porque era uno más. En el exterior las
cosas cambian mucho, por tanto, hay que darlo a conocer a los en-
nos mordemos la lengua antes que decirle a un amigo que hay que ver
cómo se te notan esos kilos de más.
El proceso de autorreconocimiento de la nueva apariencia tras la
declaración del trastorno debe ser paulatino, no forzado y al ritmo que
requiera el paciente. Si bien es cierto que en algún momento se produ-
cirá la catarsis, que debiera ser fomentada y jamás reprimida, el en-
cuentro con el espejo es un acto íntimo, muy íntimo, que la persona
compartirá con quien decida. Ahora bien, si no quiere verse, si prefie-
re ignorar el estado de esa parte del cuerpo que tanto se transformó
hay que respetar ese deseo. Quien no se mira ni es cobarde ni tiene
problemas de ajuste. Sencillamente, en ese momento no quiere añadir
otro dolor más a los que ya soporta.
Las sondas, las máscaras de oxígeno y los vendajes, materia pri-
ma de la artesanía hospitalaria, suelen enmascarar el yo del que yace
en posición horizontal. La primera tentación del cuidador es suponer,
aplicar los tópicos y, en el peor de los casos, olvidar que tras el deco-
rado hay alguien con su íntegra singularidad. Descubrir al individuo
no es tarea fácil. Le duele todo, se siente muy mal, tiene miedo y, para
colmo, va vestido como todos. En ese caso, no hay nada como conver-
sar mientras se le atiende, para así obtener datos con los que confec-
cionar el mapa mental que nos vamos a hacer del paciente. Así, con la
ayuda de la familia y los amigos, a los montes, las praderas y a los
cabos sueltos de ese cuerpo les pondremos nombre. A partir de ese
mapa se pueden establecer las dificultades y las necesidades asociadas
a la imagen que tiene ese enfermo. En la relación asistencial habría
que trabajar más en la identidad social del individuo (trabajo, afectos,
vida social, gustos y aficiones etc.), que es la que queda al fin y al
cabo; es decir, abundar en aspectos de su vida. Es recomendable cierto
entrenamiento y ponderación para no caer en la trillada frase de «lo
importante es tu belleza interior», porque las vísceras nunca fueron
hermosas.
Los cuidados deben ser además un carpe diem sin aventurar fu-
turo alguno. Acicalar hoy al enfermo, recomponerle la cama, los tubos
y lo que queda de su cabello porque hoy le va a ayudar a sentirse me-
jor. O al menos eso es lo que deberíamos proponernos, y nunca anun-
ciar que se trabaja para un futuro más allá del inmediato.
Es aconsejable favorecer las visitas siempre y cuando el paciente
lo desee, que, adiestradas, deberán mantener la serenidad por impac-
tante que resulte el deterioro del enfermo, ya que la ansiedad del visitan-
te ante la nueva imagen puede tener efectos negativos, por lo que hay
que evitarla. Si formula preguntas sobre su aspecto, no hay más que
responder, si es posible, con sentido del humor. No hay que hacer de
psicólogos y responder con otra pregunta, porque la persona lo percibe.
En mi modesta opinión, es mejor tratar de hacerle sonreír con una broma.
Tener buen aspecto ayuda a salir adelante, aunque sea útil durante
un único día, y es una forma de lucha contra aquello que quiere usur-
parnos la vida; una manera de mostrar que, a pesar de todo, la enferme-
dad no nos robará la dignidad. Cuidar el aspecto en el final de la vida
para dignificar la muerte hace menos doloroso el tránsito a todos. Al
enfermo en primer lugar, también a los suyos porque mejora la percep-
ción del superviviente y favorece el trabajo de duelo. Ayuda igualmen-
te al equipo de salud, puesto que produce satisfacción profesional.
¿Qué hay de los otros, los desconocidos que nos miran? En más
de una ocasión me he quedado con las ganas de preguntarles, cuando
miran con insistencia, qué es en concreto lo que llama la atención de
mi aspecto: si las deformidades, las cicatrices o las discromías. La
mayor parte de las personas con quemaduras que conozco apenas tie-
nen deformidades notables, sin embargo, también las miran. Miran la
cara, precisamente lo que menos preocupa a quienes tenemos limita-
ciones funcionales o a los que han sido víctimas de un gran sufrimien-
to. La cara no se puede ocultar como los brazos, las piernas, el vientre
o la espalda. Las facciones nos determinan y son elemento indispensa-
ble para la identificación. Así, lo que llama la atención es la marca, el
indicio. Una vez identificado lo que nos hace diferentes de la mayo-
ría y atractivos a la mirada del otro, los interrogantes en la expresión
de quien nos mira son: ¿Cómo ocurrió? ¿Dónde? ¿Por qué? O, lo que
es peor: ¿Qué hiciste para merecerlo? Porque el indicio de la culpabi-
lidad seduce aún más. El incumplimiento de las normas, la violación
de tabúes merecen castigo. Por esa razón en las culturas de tradi-
ción judeocristiana, a pesar del demostrado origen genético o químico
de las malformaciones, o de la causa accidental de un deterioro físico,
la anormalidad induce a sospecha. La señal puede ser una advertencia.
En latín monstru significa, aviso, presagio, advertencia. ¿Es, por tan-
to, la cicatriz el paradigma del estigma?
Fijémonos por ejemplo en los tatuajes como marca o señal cor-
poral. Su uso y su significado han cambiado a lo largo de la historia.
Aún estamos lejos de que la moda actual del tattoo pase a mejor vida.
El tatuaje es en muchas culturas una práctica ancestral vinculada en
sus orígenes al pensamiento mágico-religioso. La palabra procede del
polinesio, pero el término latino para tatuaje era estigma, ya lo hemos
visto. Con la llegada del cristianismo esta práctica fue desterrada por
considerarla sinónimo de idolatría y superstición, y por ser común en-
tre los pueblos considerados paganos. El arte del tatuaje fue redescu-
bierto después por los marineros que navegaban por el Pacífico. Lo
aprendieron de los tatuadores polinesios, lo practicaron a bordo y lue-
go instalaron estudios de tatuaje en los puertos. De la marinería y de
los bajos fondos portuarios pasó a las prisiones, y llegó a su degenera-
ción máxima en los campos de nazis de exterminio, donde los depor-
tados eran marcados con su número en las muñecas, cerrando de nue-
vo el círculo infernal que iniciaran los griegos: la marca como señal
de castigo, de esclavitud. Hoy, en cambio, está de moda y su uso res-
ponde más a su primitivo significado, en el que confluían el arte con
el simbolismo mágico-religioso. En esa espiral cambiante de usos y
significados del tatuaje se detienen algunas miradas.
Serge tiene sida y su familia hace décadas que decidió olvidarle
como hijo. Tras pensarlo detenidamente, un día decidió tatuarse en la
espalda el código de barras de su historia clínica como instrumento
eficaz para su identificación inmediata. En la historia clínica figura su
voluntad de evitar todo contacto con la parentela en caso de gravedad
extrema y propone a cambio los datos de un amigo. Pues bien, Franci-
ne colega común y amiga no soporta la decisión de Serge, ya que una
cifra en la piel le remite a Auschwitz, al castigo, a la deportación.
Mientras tanto Serge luce su marca, por encima de su estigma invisi-
ble (el sida), como pasaporte garante de sus derechos como enfermo.
Se trata entonces de dos lecturas diferentes de un fenómeno de larga
tradición con significados muy distintos, y, este último, novedoso.
Porque el tatuaje de Serge identifica a un candidato a la muerte como
en Auschwitz, aunque, en su caso, con derecho a decidir sobre su pro-
pio fin.
En el otro extremo de la significación están, por un lado, el tattoo
del brazo de Melanie Griffith, que no es más que la visión kitsch que
su portadora tiene sobre su amor latino, Antonio Banderas; por el otro,
los que lucen los familiares de algunas de las víctimas del atentado del
11 de septiembre en Nueva York (We’ll never forget), que nunca olvi-
1. <http://www.minusval2000.com/investigacion/archivosInvestigacion/sindrome
Postpolio.html> y <http://www.post-polio.org/> [Consulta: noviembre 2012].
1. <http://www.webpacientes.org/fep/page.php?page=agpolitica/index> [consul-
ta: enero de 2012].
2. <http://www.fisioterapeutes.com/comissions/atencioprimaria/documents/informe/
Pere>. Autors: Martí Grau (Col. 706) Esther Bergel Petit (Col. 131) Teresa Coloma
Salas (col. 709) Esther Moreno Gutiérrez (col. 944) Col·legi de Fisioterapeutes de Ca-
talunya, gener de 2002.
Dios. Para mejorar y economizar hay que hacer como los veterinarios
(aunque ellos cobran mucho), que llaman o envían un mail al propie-
tario del perro cuando le toca la vacuna. Ya se hace, aunque en la me-
dida de lo posible también debería implementarse la posibilidad de
interaccionar mucho más con el enfermos a través de la red. O por te-
léfono. Cuando esperamos la visita domiciliaria, el resultado de una
prueba o el aviso para una intervención nos sentimos muy inquietos.
El sufrimiento adicional de la incertidumbre se podría evitar simple-
mente telefoneando para decirle al enfermo: «Ya pasaremos por su
casa, no nos olvidamos de usted, estamos pendientes de esto o lo otro,
tranquilo». Un gesto tan simple ahorraría mucho tiempo perdido en
daños colaterales y consultas o llamadas a la desesperada. La sensa-
ción de seguridad y de eficacia que genera algo tan simple como reci-
bir una llamada apaciguadora de los servicios médicos es extraordina-
ria. Para demostrarlo, debería medir el coste-eficacia de un proceso, y
todavía no lo he hecho, pero sería el único argumento de peso en favor
de ese tipo de políticas de ahorro. Sin embargo, algo se ha hecho en
este sentido. En enero de 2012 apareció una noticia en La Vanguar-
dia3 que planteaba cómo abrir más quirófanos si el presupuesto era el
mismo ese año que el pasado.
3. <http://www.lavanguardia.com/salud/20120121/54245175314/ics-quiere-
reabrir-quirofanos-recuperar-actividad-2010.html> [Consulta: noviembre de 2012].
4. Jan Bleyen (2007), «Death in the maternity room: metaphors of care after still-
birth», Mortality,12: 1,S1-S98.
Mis estancias en los hospitales son frecuentes pero más breves que
antaño. Como la tecnología también avanza, dispongo de nuevas dis-
tracciones para las esperas. Los dispositivos electrónicos actuales nos
permiten seguir en cualquier lugar y discretamente un episodio de una
serie de televisión sin molestar al vecino, por lo que siempre me
acompañan. Hay series de las que soy fan y acostumbro a volverlas a
ver pasado un tiempo, cuando regreso al lecho o a las interminables
consultas. Las saboreo de nuevo y encuentro en las secuencias ele-
mentos suficientes para sustentar mis propios guiones. Quisiera hacer-
lo también en este epílogo, como ya lo hice en alguna clase o confe-
rencia. El argumento seriado difícilmente se ajusta a la realidad, de lo
contrario no resultaría atractivo para el espectador, dejaría de ser fic-
ción, pero sus fragmentos, indudablemente, surgen de las experiencias
de los autores con el entorno. Al fin y al cabo, los guionistas tienen un
mundo ahí fuera del que nutrirse para componer las escenas. El resul-
tado, en determinados relatos, puede parecer estereotipado porque
aglutina en unos minutos una situación real simplificada. En otros, los
autores ajustan la respuesta de la realidad a la representación de la
misma que ofrecen los personajes de ficción.
Una de mis series favoritas es Breaking Bad,1 que ha obtenido
numerosos premios y nominaciones. Es transgresora, impredecible y
de un definitivo humor muy negro. El protagonista, un triste profe-
sor de química de instituto, es el antihéroe. Walter White acaba de
todos los días y, ¿sabes qué? Algunos lo pasan muy mal y no quieren
pasar sus últimas semanas o meses con los médicos, pinchándolos…
¡Pero siguen sufriendo por sus familias!» La discusión sube de tono.
La esposa grita diciendo que no quiere que el marido se muera «aho-
ra»; el hijo dice que todo es ridículo… hasta que el enfermo los hace
callar con un silbido futbolero. Agarra entonces el cojín, se pone de
pie y, compungido, toma la palabra: «Lo que yo quiero, lo que yo ne-
cesito, lo único que me queda, es… elegir cómo llevarlo». Entre sollo-
zos añade: «Los médicos hablan de sobrevivir [y señala unas comillas
con los dedos] un año, dos años, como si fuera lo único que importa.
¿Qué sentido tiene vivir para no poder trabajar, no poder comer, no
poder hacer el amor? (…) Y me recordaríais así. Eso es lo peor. Lo
siento, pero elijo no hacerlo».
Fundido en negro.
En la escena siguiente, Walter se levanta pesadamente de la cama
vacía de matrimonio y ve los libros que hay en la mesilla. Los títulos
son: Cómo hablan los niños, Comer y combatir el cáncer y Cuidar de
tu hijo. Su mujer está en la cocina, él se le acerca, la abraza por detrás
y le dice: «De acuerdo. Haré el tratamiento».
La secuencia me pareció una síntesis perfecta. Aparecen muchos
de los ítems que más arriba he mencionado con ayuda de ejemplos
extraídos de la realidad más inmediata en torno a la toma de decisio-
nes. El cojín de hablar sirve de enlace y al mismo tiempo simbolizaría
aquí aquello que todavía escasea y que es otorgar a cada uno de los
protagonistas de la secuencia asistencial la oportunidad de expresar su
criterio.
La familia, en primer lugar, se reúne para opinar sobre el futuro
de uno de sus miembros. Todos quieren a Walt, por supuesto. A la
esposa le preocupa la supervivencia económica del grupo, perjudicado
por la presencia de un hijo con discapacidad y otro en camino. Que
siga viviendo es una necesidad. A raíz de la crisis económica, las en-
fermeras me han explicado cómo aquí algunas familias ruegan a quie-
nes asisten a sus mayores que hagan todo aquello que esté en sus ma-
nos para prolongar la vida de los ancianos de cuyas pensiones
dependen los miembros del grupo. Vivir por los otros.
Al hijo con parálisis la falta de lucha del padre no le entristece,
le enfada. Le parece indigno que reaccione así ante la adversidad físi-
ca. Entiende que rendirse es de cobardes, que hay que plantar cara a la