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EL PACIENTE INQUIETO

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Serie General Universitaria - 135

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MARTA ALLUÉ

EL PACIENTE INQUIETO
Los servicios de atención médica
y la ciudadanía

edicions bellaterra

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© Marta Allué, 2013

© Edicions Bellaterra, S.L., 2013


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Impreso por Global Solutions. Tres Cantos (Madrid)

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Als meus inquiets amics
Hermínia Plana y Eduard Manero

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Índice

Prefacio, 11
Introito, 15

Parte I
Personas

1. Entrar, 23
2. Enfermos, usuarios, pacientes sumisos, pacientes inquietos, 33
3. Cuidarse. Autocuidado, 49
4. Pacientes que deciden, 55
5. Curators. La visita, 69
6. Cuidadores formales, 93
7. Cuidadores informales, 113

Parte II
Espacios

1. Hospitales, 123
2. Quirófanos, 131
3. UCI, 141
4. Público y privado, 151
5. Comer y ver la tele, 155
6. Historias clínicas, Internet y webs, 159

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10 El paciente inquieto

Parte III
Aflicciones

1. Daños colaterales, 169


2. El día que mataron a K. en Huntsville, Texas, 4 de febrero de
1998, 179
3. Las despedidas de Ramona, 193

Parte IV
Efectos secundarios

1. La pérdida de la imagen, 199


2. Costes, 209
3. Buzón de sugerencias, 215
4. El cojín de hablar, 223

Bibliografía, 227

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Prefacio

Desde hace más de veinte años sigo necesitando que me cuiden. ¡Y


quién no! Pero yo me hice daño y me curaron, aunque no del todo.
Eso era imposible. Así que me pongo en buenas manos cada vez que
mi cuerpo protesta, hace ruido o se vuelve a descoser y hay que repa-
rarlo de nuevo. Entonces lo remiendan, lo zurcen, lo recuperan, lo
engrasan y lo ponen a tono para que siga adelante. Me gusta estar en
sus manos porque lo hacen bien, tanto, que en ocasiones tengo «mono»
y necesito verlos.
Ellos son los profesionales de la salud pública. Su casa, la mía:
el hospital.
Desde que publiqué hace mucho un relato autobiográfico sobre
aquella primera experiencia hospitalaria en la que lograron que so-
breviviera, he participado como etnógrafa en cursos y conferencias,
además de impartir algunas clases en escuelas y facultades vincula-
das a las ciencias de la salud. Generalmente me indican el tema a
tratar, de forma que siempre debo preparar material inédito. Poseo un
archivo activo de documentación etnográfica porque sigo en el «cam-
po» —muy a mi pesar—, y, por deformación profesional, continuo
observando y anotando todo aquello que me despierta interés y que
algún día pudiera servirme para ilustrar alguna de esas charlas. Con
el tiempo y la edad-que-no-perdona, mi red social, sabedora de mis
intereses, acostumbra a relatarme sus cuitas en el mundo de los hos-
pitales, de la enfermedad y de los profesionales con quienes se en-
cuentran. Dispongo por tanto de informantes fijos que hasta toman
notas para luego pasármelas, y de informantes involuntarios, es decir,
todo el elenco de compañeros de sala y colegas de rehabilitación o de

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sufrimiento cuyos relatos me han servido para tejer la trama de esas


reflexiones.
Pasado un tiempo, me di cuenta de que todo ese material, tal vez
latente en la memoria de algunos de lo que me escucharon, seguía iné-
dito y era inaccesible. Así que decidí agruparlo y ordenarlo a fin de
darle forma de libro. La tarea no ha sido fácil porque que si bien el
hilo conductor no se rompe, algunos de los capítulos funcionan como
compartimentos estancos al no disponer de enlaces directos con otros.
Al fin y al cabo son reflexiones sobre multitud de aspectos relaciona-
dos con los procesos asistenciales, los entornos donde estos se produ-
cen y las interacciones entre los diversos actores: los médicos y las
enfermeras, las auxiliares de clínica, los fisioterapeutas, los emplea-
dos de la limpieza de los hospitales, los terapeutas ocupacionales, los
técnicos de mantenimiento, los farmacéuticos, los celadores, los admi-
nistrativos, los empleados de las cantinas y los cocineros. Me dejo a
alguno. Seguro. ¡Ah!, sí, a los técnicos de la administración pública,
los políticos y los gerentes de las empresas de salud.
Actores. Por tanto, profesionales.
El público somos los pacientes, nuestras familias y nuestras re-
des sociales. En esa platea hay una parte asidua al espectáculo, más
dispuesta y animada a la interacción con la escena, aunque crítica.
Esas filas de preferencia las ocupan los pacientes inquietos. En los
medios asistenciales, si un paciente se muestra inquieto, puede preo-
cupar. Tal vez su salud física o mental haya empeorado y se muestre
por ello agitado. Sin embargo mi paciente inquieto no es precisamente
una persona alterada sino alguien que tiene un interés, una inclinación
del ánimo hacia algo, en este caso su salud y su integridad física y
emocional. No es un técnico porque no cobra, sólo recibe atención,
pero su opinión es tan valiosa como las de los críticos de los medios.
Más allá está el resto del público. Ocupan las filas de atrás, las del an-
fiteatro y el gallinero. Aplauden o pitan, según. Son la mayoría.
Los escenarios de ese intercambio entre profesionales y ciudada-
nos son diversos, aunque predominan los hospitales públicos y los
centros de atención primaria. Los puntos de observación son múlti-
ples: la cama, la butaca de la consulta, la sala de espera, el quirófano,
urgencias o acompañando a un amigo.
El guión de este relato versa sobre actitudes y aptitudes durante
el proceso asistencial, que, en el mundo de la salud, sólo tiene un ob-

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Prefacio 13

jetivo, y no es distraer al público, sino cuidarlo y curarlo. Como formo


parte del auditorio y no soy dramaturgo, insistiré en aquello que perci-
bimos de la función: su eficacia como reductora del sufrimiento, de la
parte intangible del enfermar. Son las cosas de las que hablamos los
pacientes inquietos: del dolor que causa el mal; del malestar que pro-
duce el saberse enfermo; de la sensación de vulnerabilidad y de confu-
sión, y de la sustracción involuntaria del mundo de los que conservan
la salud, con todas las pérdidas que eso conlleva.
Son cuestiones que no forman parte ni del diagnóstico ni del tra-
tamiento, pero determinan el pronóstico y, en consecuencia, la calidad
de vida. Todas ellas son objeto de observación y de reflexión en los
capítulos que siguen. Mi objetivo es ofrecer una muestra de todo aque-
llo que las personas percibimos de ese entorno que se ocupa de nues-
tra salud.

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Introito

Las enfermeras que hace ya muchos años se ocupan de mi bienestar


me dejaron partir aquel día del año 2000 dándome licencia temporal
para ir a casa tras mi último ingreso. A las nueve y media llegó el ciru-
jano. Echó un vistazo a las heridas y firmó el alta como es de rigor,
pero yo no abandoné el hospital hasta que las enfermeras lo conside-
raron oportuno. Había que controlar el estado de la cura, equipar mi
maleta con gasas y vendajes —el kit de curas, lo llamaban— vestirme,
darme instrucciones para casa, besarme todos y todas varias veces y
cumplir con los últimos gestos del protocolo de la unidad de quema-
dos de mi hospital: ayudar al paciente a vestirse con su ropa de calle
en la sala de curas y franquearle la salida por la puerta de urgencias.
Segundos después, la auxiliar de enfermería —tras recordarme que
aún llevaba puestas las calzas verdes sobre mis zapatos— no consintió
que fuera sola hacia el ascensor y me acompañó despidiéndome con la
mano hasta que se cerraron las puertas.
Esta relación —cálida e intensa, casi maternal— comenzó hace
más de dos décadas. A pesar de que ese encontronazo marcó el inicio
de la historia que hoy me permite seguir aquí, mi vinculación con los
profesionales de la salud viene de mucho más atrás.
Mi padre era pediatra. A veces de pequeña me llevaba al Instituto
Provincial de Sanidad, donde trabajaba junto a un equipo de enferme-
ras a las que todavía recuerdo y por las que sigo sintiendo un enorme
cariño. Bata blanca y delantal, cofia sujeta con horquillas, ningún dis-
tintivo, maduras (o me lo parecían) y con la experiencia y el conoci-
miento que les brindaba su capacidad de resolver problemas con el
escaso material de la época: cuatro jeringuillas hervidas, algodón y

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16 El paciente inquieto

una sala de curas enorme y sin objetos. A lo largo de los años setenta
la indumentaria de las enfermeras se tornó «azul del Seguro», como
diría mi padre, pero yo apenas las veía porque por esa época la escue-
la ocupaba mis horas. Elegí ciencias, y no letras, porque en algún mo-
mento quise ser médico e incluso mi hermano mayor, también pedia-
tra me ofreció un tour de jornada completa en su hospital de Baracaldo
para que me familiarizara con el ambiente. Tenía dieciséis años. Pero
la química de COU se me atravesó, así que olvidé el proyecto. Al final
de mi adolescencia mi madre enfermó, de modo que regresé, y de ple-
no, al universo asistencial ahora ya como acompañante. Pasé muchas
horas con ella en los distintos dispositivos asistenciales de la época
donde fue recibiendo tratamiento. Mi relación con ese mundo se estre-
chó. Mi juventud y mi inexperiencia no fueron de gran ayuda para mi
madre, aunque creo que algo aprendí sobre la enfermedad y aún más
sobre el morir y la muerte. Como alumna universitaria de disciplinas
sociales aprendí a fijarme, a observar y comparar la actividad asisten-
cial interesándome por la interacción en el medio hospitalario. Desde
entonces no he dejado de hacerlo: desde el tendido, desde la barrera y
al final en pleno ruedo.
De modo que, como acompañante de mi madre estuve día y no-
che en el que sería mi hospital de la red pública diez años después, y
seguí las sesiones de radioterapia que le prescribieron en otro, aquel
en el que parí por primera vez y donde aún reparan mis secuelas. En
un hospital soy hija y hermana de pediatras y, desde el año olímpico,
paciente del servicio de rehabilitación; en el otro, piensan que soy de
la casa, me confunden con el mobiliario.
Volviendo atrás, la asistencia que hace treinta años se brindaba a
los enfermos de cáncer en fase final como mi madre se reducía prácti-
camente a dejarles seguir su curso y evitar —o así me lo decían médi-
cos y enfermeras— que crearan una dependencia de los sedantes y
analgésicos si eran muchos los dolores que sufrían, «porque luego
será peor y de nada servirán». Negociar el confort físico, paliar los
efectos secundarios de los fármacos o prestar relación de ayuda eran
cuestiones casi desconocidas y de escaso —y casi nulo— interés para
los profesionales. Mucho menos administrar morfina. Cuando ella aún
estaba en casa ya tuve que enfrentarme con algunas barreras, por
ejemplo, en las farmacias. A pesar de ir provista de la correspondiente
receta especial de tóxicos —como entonces los llamaban—, los em-

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Introito 17

pleados invariablemente solicitaban que les mostrara mi documento


de identidad y, aun así, acababan por denegarme el pedido farfullando
alguna excusa. Yo montaba en cólera, les decía que me parecía un in-
sulto, sin embargo para ellos, si una joven de finales de los setenta se
mostraba excesivamente dispuesta a comprar DOLANTINA®1 era
porque se la iba a picar. Los argumentos estaban fuera de lugar. Pelo
largo y barbudo, comunista seguro.
En los grandes hospitales heredados del franquismo reinaban al-
gunos dioses inaccesibles que sentenciaban al dolor y a la muerte. Re-
cuerdo cómo odié al oncólogo que subestimó a mi madre por ser,
sólo…, una paciente. Jamás la había visto tan sumisa y dependiente,
nunca tan menospreciada por un médico. Ella me dijo: «Es un imbé-
cil». Siempre fue breve sentenciando. No se rebotó porque «Él» era
médico. Tampoco yo lo hice porque respeté el silencio de mi madre,
aunque entonces decidí que nadie más sería dios.
En el hospital las cosas no eran más fáciles, a pesar de que una
vez el internista, creyendo que por ser hija de médico yo también lo
era, pidió mi consentimiento para lo que hoy se denomina LET (limi-
tación del esfuerzo terapéutico). En cinco minutos supe lo que era su
antítesis: el encarnizamiento terapéutico y las posibilidades de esqui-
varlo, amén de experimentar un primer baño sobre toma de decisio-
nes. Decidí evitar a mi madre más torturas. La agonía se prolongó
cuatro meses sin tratamiento paliativo alguno. En ese tiempo, preparé
un curso acelerado como acompañante activo y, entonces sí, me ins-
truí en el arte de la negociación. Pasaba las horas ideando cómo con-
seguir los fármacos, horas interminables medidas por un reloj ajeno al
sufrimiento de mi madre. Hasta que decidí mentir. Como el personal
sanitario apenas entraba en la habitación, porque los enfermos con
pronóstico de muerte permanecían en salas de agudos y con el paso
del tiempo eran casi olvidados por quienes los atendían, cuando iba
negociar los analgésicos al box de enfermería, la mitad de las veces
fingía que ya había pasado mucho tiempo desde la última dosis. No
alcanzaba a explicarme por qué escatimaban tanto la analgesia si, al
fin y al cabo, mi madre estaba muriéndose. Aunque debo confesar que

1. Es un analgésico opiáceo, agonista puro, cuyas propiedades, semejantes a la mor-


fina, son de más rápida aparición y más corta duración. <http://www.vademecum.es/
medicamento-dolantina_17371> [consulta: enero de 2012].

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18 El paciente inquieto

yo misma admitía —como lo he visto en otras ocasiones—, que tal


vez el lamento constante de la enferma fuera sobreactuado. ¡Cómo
pude creerlo! Ahora que conozco el dolor en directo pienso que hice
como muchos: sospeché del enfermo. Craso error. Lamentable des-
acierto. No entendía el sufrimiento.
Por esa época ya había empezado a trabajar como docente, aun-
que seguía interesándome por el morir y la muerte siempre desde la
perspectiva de la ciencias sociales. De manera que, como hice años
después, durante el verano en que viví el final de los días de mi madre,
tomé notas de lo que estaba viviendo al tiempo que leía sobre hospita-
les y moribundos. Recuerdo que adquirí un libro de John Hinton, Ex-
periencias sobre el morir, publicado por Ariel en 1974, y otro, de
Maurice Berger y Françoise Hortala, Mourir à l’hôpital, que luego fue
traducido al español en 1982.2 Me los llevaba discretamente al hospi-
tal y los utilizaba como manuales. Nunca se lo dije a nadie, me servían
para saber qué podía pasar y, eventualmente, cómo actuar.
Justo diez años después, cuando los uniformes de las enfermeras
del sector público ya eran pijamas (blusa y pantalón), yo leía sobre la
muerte y los moribundos según Elisabeth Kübler-Ross. Esta vez
acompañaba a mi madrina en circunstancias muy similares. Llevé el
libro forrado con papel de colorines para evitar preguntas e interpreta-
ciones erróneas y me lo tragué durante la última noche. A ratos, ponía
en práctica las recomendaciones de la suiza. Funcionaron. Esa vez sí.
Estaba a punto de alcanzar el máster. Hoy parte de la obra de la pobre
Kübler me resulta obsoleta, además de un tanto esotérica.
Aquella noche, a eso de las seis, fui a buscar a la enfermera para
solicitar un calmante para mi madrina, porque tampoco entonces se
pautaban. Le describí su estado y algo más, ya que acabó preguntán-
dome si yo era del ramo. Le dije que no tenía título alguno, pero yo
intuía que en unas horas haría mi examen de entrada en mi particular
doctorado sobre esos temas. Conseguí la dosis. La enferma murió
veinte horas después.
A finales de los ochenta fui admitida como profesora de Ciencias
de la Conducta en la Escuela Universitaria de Enfermería de mi ciu-

2. M. Berger y F. Hortala (1974), Mourir à l’hôpital, Le Centurion, París y (1982)


Morir en el hospital, Rol, Barcelona.

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Introito 19

dad. Durante dos cursos consecutivos traté de inculcar al alumnado


los secretos de la observación cualitativa, la técnica de trabajo por
excelencia del antropólogo. No tuve éxito. El alumnado sólo tenía in-
terés por cuestiones relacionadas con la práctica sanitaria pura y dura.
Creían que acabarían en un área quirúrgica, poniendo yesos o reani-
mando paradas en urgencias, como en las películas. De modo que todo
lo que yo les contaba sobre cómo otras culturas resolvían los proble-
mas de salud con ayuda del esfuerzo simbólico, los conocimientos
empíricos o la atención global del paciente les sonaba a cuento. No
obstante, seguí insistiendo.
En julio de 1991 dejé de ser docente. De la noche a la mañana
me convertí en lo que nunca imaginé después de años coqueteando
con los hospitales y los profesionales de la salud: en paciente crítico
tras un grave accidente.3 Desde el lecho de enferma la perspectiva
cambió. Hasta entonces me había limitado a ver a los médicos en los
consultorios y a la enfermería en ciernes en el aula, desde la tarima de
profesora o a mi mismo nivel pero en el hospital, cuidando de otro a
quien yo acompañaba. Con mi accidente, los planos cinematográficos
se modificaron y del picado dominante del que está sano, pasé al con-
trapicado dependiente del que ocupa la cama.
En consecuencia, lo que sigue, lo que narro en este libro son al-
gunas lecciones de ese aprendizaje y algunos retratos de ese entorno
del que no me sustraigo desde hace demasiados años.

3. Véase M. Allué (1996), Perder la piel, Seix Barral, Barcelona.

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Parte I
PERSONAS

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1.
Entrar

En nuestro sistema asistencial, los enfermos somos el objeto de estudio


de las reuniones profesionales, raramente los protagonistas directos. Se
discute sobre nuestros cuerpos, sobre nuestras patologías, pero es infre-
cuente que como personas, y no como pacientes o patologías, se nos
escuche en el medio hospitalario, y menos aún en el universitario. Hay
que decir que la tendencia a la exclusión va menguando y, poco a poco,
nuestras voces van más allá del contexto de los medios de comunica-
ción, donde las quejas y los agradecimientos al sector tienen puntual
cabida. Para que las demandas o los reconocimientos tengan una pro-
gresiva trascendencia dentro del ámbito asistencial, y no sólo un impac-
to audiovisual e instantáneo, hay que entrar en los foros de discusión
profesionales, y eso parece que hoy empieza a ser posible. Algunos sec-
tores vinculados a la salud recuperan, después de años, la actitud dialo-
gante que presidía la relación médico-enfermo de antaño. Las enfermeras
sobre todo, así como algunos médicos, piensan que tal vez escuchando
al enfermo se pueda aprender algo más, que limitándose a observar su
patología y las pautas universales de atención a las necesidades. En el
otoño de 2011 tuve la oportunidad de participar en una jornada organi-
zada por Facultad de Terapia Ocupacional, Logopedia y Enfermería de
Talavera de la Reina y me llevé la grata sorpresa de ver que también
esos profesionales iniciaban su andadura en el uso de las narrativas so-
bre la aflicción otorgando todo el protagonismo al relato de la persona.1

1. L. M. Juárez y C. Cipriano (eds.) (2012), Medicina y narrativas. De la teoría a la


práctica, Círculo Rojo, Almería.

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24 El paciente inquieto

La sociología y la antropología médicas lo llevan haciendo desde la


última década y se empieza a hablar de medicina basada en narrativas2
como contrapunto a la evidence-based medicine (EBM). Al mismo
tiempo, desde hace unos años, nuestras palabras han encontrado eco
en el medio editorial. Periodistas —sobre todo—, sociólogos, antro-
pólogos o simples usuarios nos hemos lanzado a narrar nuestras expe-
riencias en un libro o en películas en las que, bajo fórmulas autobio-
gráficas, tratamos de alejar con las palabras los fantasmas que nos
rodearon durante nuestras carreras como pacientes. Estos textos tam-
bién ayudan a renovar la mirada de quien nos trata.
La mayor parte de los profesionales que he mencionado tenemos
en común una capacidad básica, que es la de ser buenos observadores.
Enfrentados durante la enfermedad a la pasividad de la horizontalidad,
desplegamos aún más nuestra deformación profesional para hacer de
lo que vemos y de lo que sufrimos la materia de nuestras descripcio-
nes. He aquí una primera muestra, muy precisa, de lo que algunos
vemos:

Estamos en sus manos, en manos de otros. Los que no hemos vivido


una guerra, los que no hemos pasado por el ejército, la cárcel o un cam-
po de concentración sentimos algo muy especial cuando nos desnudan,
nos ponen una especie de bata áspera, abierta por detrás, con la que irás
asomando el culo por los pasillos (de todos modos no importa, pues es
probable que pierdas muy pronto el sentido de la decencia, del pudor,
de la dignidad, del respeto por ti misma) y nos tumban en una camilla.
En la camilla del hospital no eres nadie, o al menos no eres tú mismo.
Muy fuerte tiene que ser uno para, ante la enfermedad —propia o de un
ser querido— no sentirse perdido en los pasillos y las salas de espera o
de urgencias, donde con frecuencia nadie te dice nada, ni te explica
nada ni te comunica cuán larga puede ser la espera. En ese estado de
ansiedad, una palabra alentadora, un gesto cariñoso, pueden ser tan úti-
les como la pericia de los doctores.3

2. R. Charon (2006), Narrative Medicine. Honoring the Stories of Illness, Oxford


University Press, Nueva York. R. Charon, et al. (2008), «Narrative Evidence Based
Medicine», The Lancet, 371, pp. 297-297.
3. Esther Tusquets (2010), Pequeños delitos abominables, Ediciones B, Barcelona,
p. 223.

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Personas 25

Lo cuenta Esther Tusquets, escritora y editora, que en apenas unas lí-


neas dibuja los rasgos del sentir de muchos: la pérdida del pudor y de
la dignidad; el aislamiento y las esperas. Ese ciudadano disminuido,
solo y desprovisto de los rasgos que lo definen como ser singular,
cuando entra en el sistema no es más que el paciente. Un sujeto que,
después del diagnóstico, deja de ser él mismo para convertirse en otra
entidad pasiva y desdibujada.
El comienzo de la carrera moral del paciente está presidido por
una etapa de inquietud constante, de querer saber y de renegar de lo
que ocurre porque nos lo atribuyen. La patología, aunque es algo aje-
no a uno mismo, trata de engancharnos, de tomarnos, de sacarnos de
nuestros caminos. Las consultas se suceden al igual que las pruebas
diagnósticas, que, desconocidas, se nos presentan como jeroglíficos
incomprensibles de lo que pasa en nuestro cuerpo. En algunas ocasio-
nes acabamos ingresados en el hospital con la angustia constante so-
bre el resultado del dictamen y la inquietud ante un medio nuevo del
que desconocemos sus secretos. En los primeros momentos aún queda
algo de nosotros mismos, conservamos íntegra nuestra identidad. Co-
gemos una bolsa de viaje (… a ninguna parte) llena de objetos perso-
nales que se convertirán en inútiles para una estancia que siempre su-
ponemos más corta de lo que suele ser. Después subimos a la planta
donde seremos ingresados, a la espera de encontrar a quienes harán de
nosotros unos perfectos pacientes. Desamparados, rodeados todavía
de los que nos aman, nos muestran la habitación donde un lecho vacío
nos espera. El veterano de la cama contigua saluda sin una sonrisa en
los labios, aunque mirándonos de reojo con unas ganas intensas de
saber si, una vez instalados, seremos de los que roncan o de los que
molestan toda la noche. Conoce la experiencia. Aún no te has puesto
el pijama, alguien entra la habitación diciendo que aquella especie de
caja de plástico que coloca ante ti es la cena. La preocupación por el
sufrimiento físico queda automáticamente aplazada. Ahora hay que
afrontar, quién sabe cómo, una inmensidad de dudas sobre la infraes-
tructura y el funcionamiento del lugar donde te encuentras. Cuando de
nuevo entra por la puerta alguien que parece del personal y le interro-
gas, te responde que de eso no sabe nada, que sólo se ocupa de recoger
las bandejas. El veterano del lecho contiguo, viendo la actitud dubita-
tiva del neófito, opta por dedicarte unas palabras para instruirte sobre
el funcionamiento del servicio. Entonces aprendes que los médicos no

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26 El paciente inquieto

están ahí a partir del mediodía, que puedes utilizar el lavabo si eres
capaz de llegar a él, que el botón con flechas sirve para subir el respal-
do de la cama y que hay un timbre escondido en la cabecera para lla-
mar. Por la noche, hacia las once, aparece por la puerta un tercer des-
conocido que nos ofrece un refrigerio cuando el sueño ya se había
apropiado de nuestro espíritu. ¿Quién era aquel fantasma?
En el hospital aún son escasos los profesionales que se presentan
a sus pacientes. Los médicos casi nunca. El contexto les autoriza a ir
de incógnito. No names. Las enfermeras y las auxiliares desde hace
cuatro o cinco años aprendieron a presentarse, y muchas lo hacen.
Tampoco es frecuente que tras el ingreso nos muestren cómo utilizar
lo que hay a disposición del enfermo, como haría el botones de un
hotel al acompañarnos a la habitación, ni, en su defecto, mostrarnos la
hoja de instrucciones de la puerta. La bata blanca de los presuntos
agentes que realizarán la acción asistencial se utiliza a veces como
coraza, como envoltorio protector, y no siempre como uniforme. En
consecuencia les confundimos. No sabemos a quién dirigirnos cuando
tenemos una necesidad. Si anda por ahí un joven, sospechamos que se
trata del celador; si es mayor y hombre, un médico, cuando se trata del
enfermero del banco de sangre; a la jovencita le pedimos la cuña, pero
es la residente que resulta que hoy se ha puesto un pijama cuando lo
ideal es la bata abierta al vuelo. Luego, esa residente se molesta y la
auxiliar se ofende porque confundimos sus funciones. ¿Por qué las
confundimos? Porque no todo el mundo se identifica. Presentarse es
un acto que hay que ejecutar, como hacen los actores al entrar en la
escena cuando definen con palabras y gestos ad hoc el papel que re-
presentan, el rol que desempeñan. Es un acto de cortesía y de deferen-
cia. Supone el primer paso para establecer la confianza con quien va a
velar por nuestra salud. Nos hacen firmar alegremente consentimien-
tos informados cuando apenas sabemos a quién consentimos realizar
el acto médico o de cuidados.
A las veinticuatro horas de ingresar, el ciudadano se sentirá adap-
tado si se ajusta a la definición estándar del paciente ideal, que impli-
ca —entre otras cosas— dejar de ser uno mismo para convertirse en
un parte: un fémur, un hígado un pulmón o un AVC, como si la forma
en que viven las situaciones no tuviera influencia alguna en la evolu-
ción de la enfermedad. Durante la visita de las mañanas tratará de ha-
cer pocas preguntas y evitará buscar los ojos de la enfermera para que

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Personas 27

actúe de intermediaria ante el séquito de médicos y supervisoras. La


psicóloga francesa Marie de Hennezel,4 describe «ces visites de man-
darins» que, escoltados por los internos, someten al enfermo a la hu-
millante sensación de sentirse sólo objeto de diagnóstico. En la serie
de imágenes de «Fotografía y medicina»5 que Tino Soriano realizó en
2002 sobre hospitales hay una en la que aparece en contrapicado la
imagen del «equipo médico» durante el pase matinal, con una fuga
que aleja al grupo del pie del enfermo en primer plano. Es perfecta. La
doctora diserta, los nueve acompañantes escuchan con las carpetas su-
jetas sobre el tórax con los brazos cruzados, no sea que los vayan a
agredir. El paciente ni existe, sólo un pie.
Desafortunadamente, en ciertos contextos hospitalarios, se sigue
cumpliendo algo que escribí hace tiempo: el paciente no debe hacer
nunca preguntas que requieran una respuesta de carácter clínico, pues
de eso sólo entiende el médico; él debe confiar porque está en buenas
manos. Algunos profesionales aún piensan y transmiten a sus enfer-
mos que deben ser obedientes, como Florenci,6 diabético, amputado y
casi ciego, que un buen día decidió que aquellas manchas blancas que
apenas veía y que siempre le daban órdenes eran las «senyoretes pro-
fessores». Un buen paciente, a pesar de los cambios de los últimos
años, debe saber esperar horas y horas, pues lo que él pueda conside-
rar urgente no necesariamente lo es para el personal que lo trata, ade-
más —a mí me lo dijeron en la UCI—, hay otros que están peor, a
pesar de que en aquella ocasión la enfermera sólo llevaba dos camas y
yo dependía de un respirador. Un buen paciente no debe indicar al
médico o enfermera dónde es mejor pinchar ni tampoco cómo deben
colocarle el apósito. Les ofende. Ted Ariely,7 economista y gran que-
mado, añade que el término «paciente» significa no hacer sugerencias
ni interferir.
En los hospitales se espera que quien ocupa una cama sea respe-
tuoso y amable con todos, aunque se trate de una persona mayor y

4. Marie Hennezel (2004), La souci de l’autre, Robert Laffont, París, p. 25.


5. <http://www.tinosoriano.com/es/fotos/categoria/Latidos_hospital> [Consulta: no-
viembre de 2012].
6. Todos los nombres propios de los actores han sido modificados para preservar su
identidad.
7. <http://www.ted.com/talks/dan_ariely_on_our_buggy_moral_code.html> [Con-
sulta: noviembre de 2012].

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tenga que soportar que la tuteen cuando nadie lo hace ni en su casa. Si


alguien tiene esa deferencia, suele añadir de forma invariable el apela-
tivo de «abuelo» aun cuando no tenga descendencia. Otras veces el
anciano será «cariño», como si se tratara del amante ocasional o de
pago de quien le presta ayuda. Esas presuntas expresiones de afecto
no son para todo el mundo indicio de proximidad y de trato amable, y
pueden resultar vulgares y hasta humillantes para muchos. Algunos
porque incluso sus hijos les hablan de usted; otros, porque nunca na-
die en el estrado o en las aulas les llamó «cariño» ni «artista».
Por el contrario no es aconsejable para el enfermo mostrarse
muy halagador, pueden creer que es un pelota insoportable o, aún
peor, un libidinoso. Hay que medir con esmero las palabras. Colaborar
y ayudar al personal evitándole esfuerzos innecesarios. Hay que ser
ordenado, pues no hay nada más molesto para trabajar que encontrar
objetos personales por todas partes si la sala es pequeña. Todo irá bien
si se cumplen los requisitos que definen al hipotético buen enfermo,
de lo contrario, puede ser olvidado de forma deliberada o quedar fi-
chado como paciente conflictivo. La enfermera Cristina Francisco lo
resume así: «Lo que los profesionales definimos egoístamente como
buenos enfermos son aquellos a los que todo les parece bien, se quejan
poco, agradecen lo que se les hace, formulan pocas preguntas y las
que hacen suelen tener soluciones fáciles y parecen quedar satisfechos
con las respuestas».8
Cuando pasen unos días y el enfermo empiece a entender el baile
de batas blancas, habrá adquirido cierta experiencia y se habrá adapta-
do renunciando a ser persona para convertirse en paciente. A esas al-
turas habrá olvidado sus costumbres relativas al aseo personal, al ha-
cer de vientre, a los horarios, los gustos alimentarios y los hábitos
sociales y culturales. Compartirá con discreción y entre los suyos sus
miedos y sus angustias al ver perdida su intimidad personal. Deberá
estar dispuesto a desnudarse física y moralmente delante de extraños
en cualquier momento del día. Si permanece encerrado en una unidad
de cuidados intensivos en la que ingresó inconsciente, la despersona-
lización se agravará con la privación del contacto físico, la ausencia

8. Cristina Francisco (2003), Memorias de una enfermera, La Esfera de los Libros,


Madrid, p. 52.

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de objetos personales que le identifiquen y la incapacidad de ser com-


prendido por parte de quien le atiende. Deberá tratar a todos por igual
para evitar discrepancias entre el personal. No mostrará predilección
por nadie. Dejará de pensar en sí mismo y tendrá siempre presente que
no es único en el servicio. Al mismo tiempo recordará que muchos de
los que cuidan de él también tienen problemas, y que no siempre los
olvidan aunque existan puertas y dinteles para separar la personalidad
y la vida privada de la vida laboral Además, no podrá quejarse formal-
mente, pues muchos aspectos asistenciales son indemostrables. Un
buen enfermo hace todo esto que acabo de decir. Si no es así, ¿qué se
puede hacer?
Las alternativas a la actuación estandarizada son diversas y va-
rían en función de la edad. El grupo de edad que acaba de entrar
dentro del cómputo de ciudadanos activos, los jóvenes, tiene una par-
ticular visión laboral del personal asistencial. El joven tiene prisa, le
quedan muchos años de vida si se recupera. Espera que le atiendan
con la misma energía con la que él vive. Aunque busque aún su pri-
mer empleo, le horroriza el aparente escaso entusiasmo del trabajador
a tiempo completo. Los jóvenes en el hospital resuelven sus conflic-
tos específicos dentro de su mundo buscando la ayuda de los padres,
hermanos y amigos. Pocas veces actúan de forma unilateral y si lo
hacen no siempre se respetan sus opiniones. Algunos médicos, por
ejemplo, muestran los diagnósticos a los padres mermando la capaci-
dad de interacción y decisión de los hijos.
Las personas mayores suele quejarse menos, no tienen prisa. Se
sienten protegidas, a veces incluso mejor atendidas que en sus casas o
en las residencias de ancianos. Si están acompañados, delegan la ma-
yor parte de las decisiones en sus familiares. Es frecuente que se sal-
ten las recomendaciones viendo imposible compaginar las creencias
arraigadas después de muchos años con las sugerencias novedosas que
no acaban de entender, pues nadie se entretiene en explicárselas. Es-
cuchan resignados aquellas sentencias de los hijos que empiezan por
un «Madre, usted debe hacer lo que digan los médicos», cuando ape-
nas entienden aquello de «la velocidad de la sangre» o «la coreografía
de hígado».
Los adultos autónomos, con un par de niños o unos abuelos a su
cargo y laboralmente activos, cuando no cumplen los requisitos como
pacientes ideales, optan por la negociación efectiva, tarea que suelen

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conocer bastante bien y que practican con frecuencia en su lugar de


trabajo. Hacerlo requiere un minucioso proceso de observación. Se
empieza por la selección cuidadosa de los interlocutores para proceder
después a la negociación ordenada de cada una de las necesidades
básicas, sin olvidar que su orden de prioridades no siempre coincide
con el del personal. Si con eso la relación no progresa o bien no mejo-
ran las condiciones de la estancia, se puede recurrir a las adaptaciones
secundarias. Es decir, terminan buscando entre el personal, aunque
sea de cocina, a un conocido que haga de intermediario para la resolu-
ción de sus conflictos.
Lo que quiero decir con todo esto es que la posibilidad de salir
con éxito de un proceso morboso agudo o crónico no sólo depende de
la eficacia terapéutica sino de la eficiencia en el desarrollo del rol de
enfermo. ¿Qué entiendo por salir con éxito? Por supuesto alcanzar un
buen diagnóstico y un tratamiento pero obtenidos con un gasto ener-
gético mínimo. Es decir, que los daños colaterales sean escasos. Que
la estancia o el proceso dejen secuelas físicas y emocionales reduci-
das; que el gasto dialéctico para alcanzar los mínimos asistenciales
sea pequeño; que la sensación de desbarajuste personal por el cambio
en el ritmo de vida no le trastorne, y que el tiempo de ingreso sea el
indispensable. Porque no debemos olvidar que entramos dentro del
sistema obligados por unas condiciones físicas deterioradas, no por
placer, y eso no siempre parece quedar claro.
¿Qué ocurre con los enfermos crónicos en el contexto hospitala-
rio? El crónico es fundamentalmente un veterano. Suele conocer me-
jor que nadie su propio caso. Si su veteranía viene determinada por los
años de experiencia hospitalaria, los problemas de adaptación ante un
nuevo ingreso son menores. Solemos conocer todos los rincones del
hospital y casi todos los hábitos del personal. Aun así tenemos dificul-
tades cuando nos enfrentamos a una nueva patología ajena a nuestro
padecimiento crónico, o cuando cambiamos de hospital. ¿Por qué?
Porque siempre se hace tabula rasa de toda nuestra experiencia ante-
rior. Al fin y al cabo, no somos más que un soporte. El paciente sabe.
Nadie pregunta. El paciente insiste, nadie escucha. El parapléjico aca-
ba sondado y haciendo un decúbito porque nadie pensó que… «Es que
aquí no tenemos colchones antiescaras y con la sonda vas mejor,
¿no?». Le curaron el hígado —para eso acudió— pero nadie pensó en
cómo tratar a esa persona y no aquel trastorno. La compartimentación

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de las patologías es tal, que estos conflictos surgen de forma espontá-


nea todos los días. Tan sólo y a duras penas suelen preguntarnos si
comemos de todo, si somos diabéticos o cuál es la medicación que
habitualmente tomamos. Unas veces es el propio enfermo quien reali-
za las indicaciones pertinentes. Otras, tiene que llevarse al hospital sus
propios medicamentos porque no siempre disponen de ellos en la far-
macia. La mayoría solventamos esos obstáculos, pero no todo el mun-
do puede hacerlo porque requiere un esfuerzo sistemático de autoges-
tión para el que no todos están preparados ni tienen la obligación de
estarlo. Las personas no nacemos enseñadas. Los crónicos aprende-
mos mucho de nuestras enfermedades o incapacidades, pero no siem-
pre es así con los demás ni con todos los trastornos.
Cuando llega al hospital el enfermo es un ser disminuido física-
mente y hundido psicológicamente que no tiene que preocuparse de
nada más que de curarse, no obstante, parece que este hecho se olvida
y es tratado como un veterano si no goza de padrinos que lo protejan.
E insisto en esta cuestión porque la mayoría de las personas que han
vivido una experiencia hospitalaria me cuentan sobre todo problemas
de negociación. Porque el dolor o el malestar acaban por olvidarse
cuando se detienen, se cronifican o se convierten en ejemplos de he-
roicidad, pues no hay estímulos para el recuerdo sensorial y nadie
quiere volver al infierno. En cambio, el trato, la negociación, la espera
y el esfuerzo titánico para hacerse escuchar nos recuerda los peores
momentos de nuestras carreras como pacientes. Pocos profesionales
son conscientes de este tipo de secuelas. Acaban diciendo aquello de
«y qué más quieres si ahora estás tan bien». Los enfermos quisieran
borrar personas y hechos; palabras fuera de lugar dichas cuando creen
que dormimos, consejos destinados a quienes no los necesitan, noti-
cias diagnósticas al oído, esperanzas para un futuro del que no disfru-
taremos. Todo esto es lo que queda para algunos, porque con el tiempo
las cicatrices se difuminan.

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2.
Enfermos, usuarios, pacientes sumisos,
pacientes inquietos

Porque había horas en que la enfermedad ya no me interesaba tan-


to como en las primeras semanas (…) Aquello también era un tra-
bajo rutinario; más allá de la breve y embriagadora dicha de las
citas químicas, desde la mañana hasta la noche era un enfermo
reglamentario, trabajador y profesional, y por eso, a veces me
aburría. Porque —me costó aprenderlo— hasta el infierno puede
resultar aburrido.1
Sándor Márai, La hermana

La palabra paciente (del latín patiens, -entis, de pati, «padecer» o «su-


frir») se define en el diccionario como el adjetivo que se le adjudica a
quien tiene paciencia aunque es también la persona que padece física y
corporalmente, y especialmente quien se halla bajo atención médica.2
Según el DRAE, enfermo es quien padece una enfermedad, lo que am-
plía el ámbito a aquellos que sufren un trastorno pero no necesariamen-
te se encuentran en tratamiento. Receptor de cuidados en el sistema de
salud es demasiado largo, eufemístico y sólo lo entenderían las enfer-
meras. Hasta aquí las denominaciones que excluyen a los no enfermos,
porque algunos somos pacientes de un hospital pero no estamos enfer-
mos, sólo heridos o con secuelas. Usuario, no gusta. Engloba tanto a
enfermos como a los que no lo están, el que tiene derecho a recibir
asistencia sanitaria. Clientes somos todos; tiene una connotación de
mercado y tratado así significa «quien puede decidir». Sólo seremos
clientes cuando empecemos a decidir. De momento, en la sanidad pú-

1. Sándor Marai (2007), La hermana, Salamandra, Barcelona, p. 166.


2. Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), 22.ª edición.

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blica, somos usuarios: usamos, nos servimos de la oferta de recursos


asistenciales a disposición del ciudadano. No decidimos. No siempre.
Me quedo con el paciente. Será su voz la que escucharemos. Su-
fre un trastorno o está herido. Es atendido en un hospital público y
representa a una mayoría de usuarios. El paciente interactúa con el
sistema y esa relación es la que me interesa destacar. No obstante,
como para ser tratado debe padecer una enfermedad o sufrir heridas,
también utilizaré esas expresiones.
Me gusta distinguir además, y a efectos económicos, entre enfer-
mo experto y enfermo ocasional. El ocasional acepta sin discutir y se
queja a posteriori. El experto negocia. Se queja formalmente y de for-
ma inmediata ante una situación extrema pero banaliza la queja hote-
lera. Hennezel (2004, p. 196) los distingue diciendo que la persona
que está enferma deja que la enfermedad le invada hasta tal punto, que
no pueda existir si no es a través de ella. Todo aquello que le consti-
tuía antes de la irrupción del mal pasa a segundo plano. La enferme-
dad reina y la persona se remite a las decisiones del médico. En cam-
bio, el que es portador de una enfermedad permanece comandando el
buque.
El Institut Català de la Salut, a partir de una experiencia piloto
en el ámbito de la atención primaria, creó en 2007 la figura del «pacien-
te experto» y lo define como una persona afectada por una enferme-
dad crónica que es capaz de responsabilizarse de su propia enfermedad
y de autocuidarse, que sabe identificar los síntomas, respondiendo
ante su presencia y dispone de instrumentos que le ayudan a gestionar
el impacto físico, emocional y social de la patología, con lo que mejo-
ra su calidad de vida. El experto actúa como líder de un grupo de
ayuda mutua de pacientes con patología similar a los que adiestrar en
el manejo integral de la enfermedad crónica a partir de la experiencia
directa de un afectado.3 Eva Karlsson (2007) contaba que durante su
trabajo de campo en una sala de cuidados paliativos se dio cuenta de
que el personal de enfermería calificaba a los ingresados como «bue-
nos» o como «problemáticos». El buen paciente era autónomo, toma-
ba su propias determinaciones y participaba en su cuidado. El proble-

3. <http://www.gencat.cat/salut/depsalut/html/ca/dir1946/doc12175.html> [visita:
enero de 2012].

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mático ni era autónomo ni participaba en su propio cuidado. Sin


embargo, el que se mostraba excesivamente independiente y tenía de-
masiadas ideas acerca de cómo quería vivir y morir o de lo que era
mejor para él, producía una sensación de desconfianza entre quienes
le atendían, al no poder ejercer sobre él control alguno poniendo en
duda su capacidad para decidir.4
Se atiende poco la opinión puntual y específica del enfermo exper-
to y se publica, se trabaja y se hacen encuestas en base a las informacio-
nes proporcionadas por los enfermos ocasionales. No discuto su vali-
dez: son la mayoría, reciben un servicio puntual y, claro, si se curan
quedan satisfechos, pero ¿cuánto costamos unos y otros, los ocasionales
inexpertos y los inquietos? Me pregunto cómo es posible que objetiva-
mente se apueste por el paciente participativo mientras que en la prácti-
ca se tolera mal su inquietud al tiempo que los profesionales se resignan
ante el enfermo problemático, al considerarlo un mal social insalvable.
Como he sido docente, me recuerda la dedicación que se ha prestado en
los últimos años a los alumnos conflictivos en detrimento de los avan-
zados, que, aburridos algunos de ellos, nada aprendieron durante el pe-
ríodo escolar. Como eran autónomos y disciplinados, los profesores se
desentendieron de ellos. Los esfuerzos y las estrategias se diseñaban
para los problemáticos. O bien trataban de aplicar esa errónea solución
de igualdad mal entendida que no busca compensar las diferencias sino
medir con el mismo rasero a los subordinados, pero a la baja.
¿Cómo son unos y otros en el ámbito hospitalario?
En primer lugar, un buen usuario de la sanidad pública debería
saber que hay que aprender a tener paciencia para convertirse en un
experto, y no lo digo con ironía. No se trata de desplegar el ingenio
para aguantar un sistema sanitario recortado, desorganizado y lento;
muy al contrario: el enfermo debería aprender a esperar porque la
atención sanitaria bien hecha requiere tiempo, tiempo útil por supues-
to. Me subleva que la ciudadanía se queje ante una espera prolongada
en el consultorio. Cuando acudimos al médico es porque tenemos o
creemos tener un problema importante. Por consiguiente, nada más
que conseguir el objetivo: que nos vean, nos diagnostiquen y, si es

4. Eva Karlsson (2007), «The limited freedom of palliative care», Mortality, 12, 1,
S1-S98.

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necesario, que nos administren un tratamiento terapéutico debe pertur-


bar nuestra inquietud. Nadie está obligado a ir al médico.
Estoy en la sala de espera de las consultas externas de mi hospi-
tal un 4 de febrero y escucho a Sonic Youth: I wanna be sedated. Me
duermo. Poco después, una señora cincuentona rimbombante, ofusca-
da por el retraso, entabla conversación audible con un matrimonio ma-
yor que también espera. La señora intenta controlar quién entra y
quién sale del pasillo que lleva a los despachos, y le sorprende el su-
puesto orden aleatorio de las entradas. A los pacientes los llaman las
enfermeras a través de un sistema de megafonía y el orden responde —
imagino— al tipo de consulta previsto, es decir, si requiere cura o no, y
no tanto al orden de llegada. En lugar de preguntar, la señora se asom-
bra cada vez que llaman a alguien que llegó más tarde que ella. Por una
vez, la mujer no menciona derechos, sino que expresa desconcierto. Al
final, cuando apenas queda nadie, llaman a la pareja, que se levanta ve-
loz para sorpresa de la señora rimbombante: «Anda y ahora resulta que
también ellos se adelantan!». Quedo yo, pero me hago la loca y, para
despistar, hago ostensibles los auriculares de mi iPod, de manera que
ella se levanta y se pasea nerviosa deteniéndose interesada ante los
pósters educativos que decoran las paredes. Al rato aparece otra mujer
con quien intenta reanudar la conversación nutrida de quejas, pero la
recién llegada la corta rápidamente introduciendo otro tema banal. Ins-
tantes después llaman a la protagonista. Yo sigo esperando. Pasados
cuarenta y cinco minutos la veo salir feliz, risueña y decidida, sin ápice
de mal humor. Pienso: en la sanidad pública lograr que te visite un ga-
leno es para algunos como echar un polvo largamente deseado.
Mientras se está ingresado ocurre algo semejante. Si el paciente se
queja porque el personal sanitario no le atiende pero el retraso es justi-
ficado, sólo hay que explicárselo. Ahora bien, para eso es necesario
excusar siempre los retrasos injustificados. Ocurre a veces que muchos
retrasos en la respuesta se deben a la inconcreción o a la ambigüedad de
la demanda, porque a los ciudadanos nos hace falta cultura hospitalaria
o tal vez dosis de observación efectiva para saber qué pedir y cómo y
cuándo formular la demanda. Si una persona es capaz de obtener res-
puestas a una solicitud en ámbitos no relacionados con la salud, debería
aplicar los mismos criterios cuando solicita un fármaco o quiere saber a
qué hora van a operarle. La enfermera es el agente que vehicula e inter-
preta el cuidado, no alguien que está a plena disposición del enfermo.

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En los servicios de urgencias las esperas producen numerosas


quejas. Estos servicios disponen de personal destinado a cribar o cla-
sificar los trastornos, y la selección determinará si se trata de una ur-
gencia o de una emergencia, para lo cual hay protocolos necesarios
que permitan actuar sin demora. Muchos usuarios desconocen tales
procedimientos. Consideran que en los hospitales se siguen las mis-
mas pautas que en las colas del mercado: se presta atención por rigu-
roso orden de entrada. Y no es así. Ocurre asimismo que quienes se
quejan son los acompañantes. Las familias se impacientan porque tie-
nen otras muchas prioridades, al fin y al cabo a ellos no les duele
nada. El acompañante protagoniza gran parte de las quejas relativas a
los aspectos de infraestructura o de intendencia que se producen en los
hospitales.
Imagino que a los especialistas en gestión hospitalaria lo que yo
pueda decir les va a sonar a protesta de enfermo crónico, pues aún
creen en las encuestas o prefieren admitir los resultados cuantitativos
a los cualitativos. Los primeros son siempre más positivos. Desde que
estoy metida en estos asuntos, consulto los resultados de las encuestas
y también cumplimento los formularios que me ofrecen en los hospi-
tales. Para esta ocasión, y con el fin de comprobar su ineficacia, elegí
al azar un par de resultados de índices de satisfacción del usuario de la
sanidad pública.5 Es más que evidente que las cosas han cambiado en
el último decenio y que aparecen preguntas relativas a los derechos
básicos del enfermo, inexistentes en formulaciones anteriores al año
2000. Por ejemplo, información, trato, respeto de la opinión, derecho
a la intimidad o control del dolor. Antes la ley no nos amparaba, de
manera que poca falta hacía formular preguntas al respecto. No obs-
tante, hay una cuestión que me fascina y es la única que se repite du-
rante décadas y con idénticos resultados: la comida. Xavier Allué6
comentaba en su libro que los resultados globales de las encuestas a
ese respecto afinan escasamente, ya que en los años ochenta, una en-

5. «Encuesta de satisfacción a usuarios de atención hospitalaria», SAS 2010-2011,


IESA, CSIC y Junta de Andalucía. CatSalut (2009), «Pla d’enquesta de satisfacció
d’assegurats del CatSalut. Atenció hospitalària amb internament d’aguts», Departa-
ment de Salut, Generalitat de Catalunya.
6. Xavier Allué Martínez (2011), Allà baix. L’Hospital Joan XXIII de Tarragona
(1967-2009), Silva, Tarragona.

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cuesta realizada en su hospital reflejaba que se quejaban más los en-


fermos de la planta 4.ª que los de la 8.ª. Las alturas las ocupaban los
enfermos crónicos y los ancianos, «agradecidos y adaptables», pero la
cuarta era la de maternidad y ginecología, un público más activo y
crítico con la cocina. Pues bien, los resultados siguen siendo parecidos
a los de hace años. El ciudadano continúa calificando negativamente
el servicio de cocina de los hospitales. Digo califica, vía encuesta, lo
que no significa que sea lo que más le preocupe. A las empresas de
sondeos les debe apasionar insistir en ello. La comida nunca puede ser
exquisita, salvo para quien tiene un paladar acomodaticio o come
poco o nada. Eso también lo reflejan las encuestas. El rancho hospita-
lario tampoco tiene por qué ser excelente y aunque «sólo» a un 70 por
100 le parezca bien o muy bien, es un magnífico resultado del que
deberían estar contentos las empresas de catering. ¡Pero es lo único
que queda reflejado no ya como subsanable, sino como negativo!
¿Cómo se explica? Todas las preguntas restantes, tanto en una encues-
ta de satisfacción del Servicio Andaluz de Salud (SAS) del año 2010
como de atenció hospitalària que publicaba la Generalitat de Catalu-
nya para el año 2009, reflejan unos índices de satisfacción totales su-
periores al 80 por 100 en cualquier aspecto. A mí me hace sospechar.
O el sondeo está mal hecho, o los responsables de su publicación han
rogado a los ejecutores que limen los resultados. Me inclino por am-
bas respuestas. Se trata de sondeos telefónicos, realizados con poste-
rioridad al ingreso, contestados desde casa y mientras el interlocutor
hace otra cosa además de responder sin ver a quien le pregunta. Dos:
a estos sondeos responden sobre todo personas de más de sesenta y
cinco años, que están en casa y… sobreviven al hospital. En la en-
cuesta de Catalunya predominan la mujeres (60 por 100) con estudios
primarios (25 por 100). Es cierto que se contrastan sus respuestas con
las de otros encuestados de distintas edades, pero el sesgo es demasia-
do importante para considerar mayoritarias sus respuestas. A pesar de
que son el grupo de edad más frecuentador, la suya no es la visión
general de la ciudadanía. Únicamente se percibe contundencia, con-
traste y seguridad en la respuesta cuando la pregunta admite sólo un sí
o un no. A partir del momento en que las opciones van del mal a la
excelencia en seis pasos, el resultado es siempre positivo al alza. Yo
respondería lo mismo. En la encuesta andaluza se pregunta, por ejem-
plo, sobre la información recibida acerca del horario de visitas: el 47

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por 100 dice no haber obtenido esa información y el 46 dice que sí. La
otra pregunta es si conocen o saben quién es su enfermero de referen-
cia: el 44 por 100 sí, el 50 por 100 ¡no! En ambos casos la pregunta
estaba mal formulada. En los hospitales no se suele informar sobre
cuestiones indirectas asociadas al enfermo como el régimen de visitas,
a no ser que el paciente ocupe una cama de la UCI u otra área con res-
tricciones. Tampoco sobre la atención de enfermería, que, al funcionar
por turnos, muchas veces cambiantes, no suele ser expuesta de entrada
por los enfermeros. En el sondeo de la Generalitat de Catalunya (2009)
se corrigieron los enunciados de cuatro preguntas de la anterior en-
cuesta, de 2006, y los resultados mejoraron. Se trataba de convertir las
frases con enunciado negativo en positivas. De esta manera, dice el
texto, se facilita al lector el significado del indicador positivo.7 Las
preguntas fueron: 1) si los profesionales dieron «informaciones contra-
dictorias»; 2) si los médicos y enfermeras hablaron en su presencia
«como si usted no estuviera»; 3) si hubo inconvenientes por compartir
habitación, y 4) si dispuso de toda la información de la que precisaba.
Puede resultar tendencioso que yo destaque esas modificaciones
puesto que las preguntas efectivamente habían sido formuladas erró-
neamente, pero no deja de ser significativa la lista: interacción médi-
co-paciente, conflictos por uso compartido de la habitación y nivel de
información. A ellas sumaremos una más: las listas de espera, porque
en el análisis de las respuestas, el documento dice de forma harto con-
fusa para el lector inexperto que: «algunas preguntas están precedidas
por un filtro que hace que no sea procedente hacerlas, como es el caso
de la P10 (Información sobre la enfermedad), P11 (Si le hicieron prue-
bas) P16 (¿Tuvo dolor?) o la P24 (¿Estuvo en lista de espera?)».8 To-
das ellas son los enormes caballos de batalla de los pacientes.
Las dos primeras preguntas corregidas del sondeo son relativas
precisamente a los argumentos sobre pérdida de la dignidad que más
se esgrimen cuando se trabaja con procedimientos cualitativos, como
veremos más adelante. Por otro lado, en relación a la pregunta sobre
compartir la habitación, más del 50 por 100 de los ciudadanos prefiere,

7. CatSalut (2009), «Pla d’enquestes de satisfacció d’assegurats del CatSalut, Aten-


ció hospitalària amb internament d’aguts», Departament de Salut, Generalitat de Cata-
lunya, pp. 18 y 30.
8. Ibid., p. 18.

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40 El paciente inquieto

sin dudarlo, la habitación individual, que figura como cuestión priori-


taria en la lista de preferencias, aunque nos aguantamos, como tam-
bién veremos. Quienes prefieren compañía, en la mayor parte de los
casos, son las personas mayores.
La información dada al paciente puede ser mucha pero no siem-
pre adecuada a la capacidad de comprensión del usuario. La lista de
espera es otro asunto. Sobre todo, relativo. Los políticos y los medios
de comunicación se sirven de él a su antojo porque es de fácil evalua-
ción y los conflictos derivados de ella apelan al drama. De modo que
resulta complejo preguntar por qué la percepción de la espera depende
de la patología o del grado de invalidación que produzca. La encuesta
andaluza es significativa al respecto, ya que el 24 por 100 de los en-
cuestados responde que estuvieron «poco» tiempo esperando; el 28
por 100, «mucho tiempo», lo cual también es relativo, y el 37, «ni lo
uno ni lo otro». Ambigüedad en las fórmulas de respuesta y en los re-
sultados, puesto que es una percepción que admite gran variedad de
matices. La mayoría, un 54 por 100, situaba el tiempo de espera entre
un mes y seis, lo que, para trastornos muy frecuentes e invalidantes no
es excesivo. Pienso en artroscopias, prótesis de cadera o rodilla, cata-
ratas, etc.9 El resto, según los datos de esa encuesta, se resuelve antes
de treinta días, lo que debe de ser cierto, puesto que quienes más res-
ponden a este tipo de encuestas telefónicas y más tiempo esperan son
los que padecen esas patologías.
Lo que en este ensayo pretendo defender, por un lado, es el valor
de matiz del trabajo cualitativo en salud pública y el erróneo y escaso
valor de los sondeos de opinión indirectos, como ya sucede en otros
muchos sectores susceptibles de análisis. Además, cuantificar los ele-
mentos de una relación cualquiera —y más la asistencial—, me resul-
ta difícil de considerar. Por eso mi relato se nutre de aquello que narra
el usuario y de aquello que observo, sobre todo, en el ámbito hospi-
talario.
¿Cómo pueden explicarse largos ingresos para ancianos proce-
dentes de una residencia por una fractura simple —sin intervención
quirúrgica segura ni terapia especial— en un hospital de nivel tres

9. <http://www.elpais.com/articulo/andalucia/espera/media/operaciones/frecuentes/
situa/44/dias/elpepiespand/20110721elpand_7/Tes> [Consulta: noviembre de 2012].

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Personas 41

que hizo el décimo trasplante de cara del mundo? Cuando esas perso-
nas por un ingreso hospitalario prolongado dejan su plaza vacante,
¿ocupa alguien su lugar en el asilo? Esas residencias deberían ser
asistidas para los ancianos que viviendo allí enferman o sufren un
accidente.
En 2010 Brígida tenía ochenta y cuatro años. Era diabética, tenía
la pierna izquierda amputada por debajo de la rodilla y era usuaria
permanente de silla de ruedas. Vivía en una residencia asistida. Tenía
un par de hijos, ya mayores. Ingresó desde urgencias a causa de una
caída. Al inclinarse en su silla se dio de bruces contra el suelo con la
única pierna que tenía. Fisura de tibia, y, de entrada, inmovilización
de la extremidad y reposo absoluto.
A pesar de su nueva patología era feliz: «Yo aquí estoy muy bien.
La comida es mejor que la de la residencia». Además —como vere-
mos—, la atención es personalizada. A Brígida le molesta «esa mujer
de ahí enfrente que grita todo el rato y me pone muy nerviosa. ¡Que la
envíen a otro lado!». Se refería a anciana con diagnóstico de Alzhei-
mer avanzado ingresada en la habitación contigua. Pero la señora
quiere más atenciones. Cuando las auxiliares responden a sus deman-
das les dirige frases cariñosas, en diminutivo porque quiere mostrarse
frágil pidiendo «Un vasito de leche, nena».
Como buena asilada, Brígida duerme durante el día, razón por la
cual, hacia las nueve de la noche está como una moto y no sabe lo que
le ocurre. Si no duerme, no es por insomnio, son nervios. Los ancianos
se ponen nerviosos porque tienen insomnio o tienen insomnio porque
están nerviosos. Muchos de ellos confunden dolor y nervios. Duele
porque no duermen, no duermen porque duele o porque están nervio-
sos. Piden un calmante (sic). ¿Qué calma el fármaco? ¿El dolor, el in-
somnio o los nervios? Ahí tenemos la posibilidad de elegir entre un
inductor del sueño, un analgésico y un ansiolítico. ¿Qué les dan? Pues
un paracetamol simple y, si no está pautado, dudo que el inductor. En
cualquier caso, demasiadas personas no saben qué están tomando y, en
ocasiones, afirman, como Brígida: «Aquella inyección pequeña que me
pusiste en la tripa me ha calmado mucho», cuando se trataba de la he-
parina del protocolo. ¿Por qué entonces, cuando insisten, nerviosos
porque no duermen o doloridos porque están nerviosos, no les dan pla-
cebos? Con los niños las sacarinas obran milagros. No se trata de enga-
ñar, se trata de calmar. Al fin y al cabo, es lo que solicitan.

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42 El paciente inquieto

En el sistema público, hay personas que se niegan a admitir su


cuota de autonomía, y los profesionales lo aceptan, como a su vez lo
hace la familia acompañante. Las exigencias de algunos son —la ma-
yor parte de las veces— de carácter hotelero, y mucho menos asocia-
das a la patología. Por ejemplo, interesa el funcionamiento de la tele-
visión, la temperatura de los alimentos, o el procedimiento para las
micciones, nunca a gusto de nadie. Algunos —en este caso clientes—
creen estar en un spa donde unas jovencitas están a su servicio noche
y día, dispuestas a ofrecer manjares, drogas, masajes y ambiente hote-
lero. Pienso que tal percepción se ha visto favorecida —entre otras
razones— porque la leyenda urbana de las denuncias crea tal el pavor
entre las enfermeras y las auxiliares que prefieren no insistir ni en la
recuperación de la autonomía. Se han ido habituando a la tiranía del
enfermo accidental y se dejan humillar con demasiada facilidad. El
temor a la demanda paraliza sus acciones y obstaculiza la educación
de la ciudadanía para afrontar la enfermedad. En consecuencia, se in-
fravalora su profesión. Callar les evita conflictos pero no los resuelve,
pues la población se crece en su poder de amilanar. El cliente siempre
tiene razón, no sea que… Y tragan, como lo sigue haciendo el profe-
sorado con los padres de los alumnos y con los mismos chavales. No
sea que. Unos entienden que derechos significa trato privilegiado y
exquisito; los otros admiten proporcionarlo. A veces se contradicen
porque la conducta idónea del buen enfermo les resulta fuera de lugar,
ya que no están acostumbrados a ella.
En la hora de la higiene de la mañana, la enfermera «Rottenme-
yer» era la única que instruía a doña Brígida en autonomía, palabras
que la anciana desoyó, no fueran a dejar de atenderla. Cuando la en-
fermera, ese mismo día me atiende a mí, le digo que yo soy autó-
noma que sólo necesito el agua y la palangana, que puedo asearme
sola. Entonces «Rottenmeyer» me suelta: «Tranquila, ahora no,
cuando pueda ya te lo traeré, todo a su momento… bla, bla, bla…».
Intento facilitar las cosas, ¿y me responde con un rapapolvo? El ve-
terano debe andar con tiento cuando habla porque su disponibilidad
pueden malinterpretarse. Ya lo he mencionado. La amabilidad, la
precisión en las solicitudes e incluso la autonomía manifiesta, sor-
prenden y confunden, por infrecuente, a pesar de que esa estrategia
forma parte del decálogo del buen enfermo. En cambio, cuando les
siguen la corriente los atienden según un criterio asistencial más

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Personas 43

acorde con el que se les prestaría en un centro socio-sanitario o una


residencia asistida.
Después de una siesta, ese mismo día, Brígida se queja de que
tiene hambre y de que no le dan nada. Pasado un rato llega la merien-
da. Pide ayuda para abrir el sobre del azúcar y para remover el café,
pese a que la paciente no tiene dificultad alguna en las manos ni mues-
tra una posición rígida o poco funcional para la ingestión de alimen-
tos. Cuando llega el hijo, aprovecha la ocasión para solicitar ayuda
para orinar y, en su presencia, organiza un cristo demostrando que las
auxiliares no saben movilizarla y le hacen mucho daño. Anuncia, en
consecuencia, que esa noche va a ser terrible y será difícil sobrellevar-
la. El hijo le da la razón y reconoce que sí, que será difícil. Suena su
teléfono móvil. Es su otro hijo. Le dice: «Estoy muy enferma y no
puedo hablar». Cuelga sin más. Intuyo que reservará para la noche sus
quejas mayores, de manera que a las 20.35 anoto lo que creo que ocu-
rrirá a partir de esa hora, cuando los enfermos se dispongan a iniciar el
descanso nocturno.
A las 21.16, después de veinte minutos de gritos, Brígida consi-
gue que una ingenua le haga caso, le llame cariño y le dé ¿un placebo?
Para más inri, la inocente enfermera va y le dice que más tarde regre-
sará, con lo que comete el error de brindarle expectativas que la pa-
ciente exigirá antes de la hora de la ronda nocturna. Entonces la doña
sigue su ofensiva hasta que otra enfermera la cuadra, lo que nos per-
mite a todos descansar durante cuarenta y cinco minutos. A la hora
prevista —23.38 très precises—, las enfermeras, en lugar de seguir
manteniendo firme su posición de poder, se vuelcan en atenciones.
Craso error. Le explican con todo lujo de detalles —como si se tratara
de un discurso para una audiencia instruida— que es necesario que
sean los propios enfermos quienes demanden los analgésicos, que no
hay que aguantar el dolor. Acto seguido, yo, en la otra cama, le pido
que me haga el favor de sacarme del blister las pastillas que me han
prescrito porque con los cuatro dedos de mi única mano no me resulta
fácil. La enfermera, bromeando, responde: «Esto sólo se lo hacemos a
los enchufados», «Pues que más quisiera yo ser uno de ellos», replico.
A las 24.00 la enferma ha iniciado su ataque final que ha durado
entre dos y tres horas más durante las cuales pidió: calmantes y des-
pués tila, que le pareció caliente, así que esperaron y cuando regresa-
ron para dársela soltó: «Ahora ya está fría». Solicitó manzanilla y

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44 El paciente inquieto

agua; que le encendieran la luz, que la apagaran, que la acomodaran:


«No me duele, pero no puedo dormir»… Todo le fue concedido.
A las 06.00 de la mañana dormía. Aun así las auxiliares fueron a
lavarla y a hacerle la cama. La movieron, la voltearon, la vistieron de
nuevo, y no protestó. Seguía dormida. En un momento dado, una de
ellas dijo en voz alta: «Mírala ahora, la Bella Durmiente. ¡Qué!, ¿Aho-
ra ya no quieres más tila?». A las 8.45 creyendo que no la oigo dice
para sí: «Ya ves, la vecina ni me ha preguntado cómo me encuentro».
Entonces salto. No puedo más. Debo darle una reprimenda ejem-
plar. La señora estaba consciente, orientada, lúcida, con la memoria im-
pecable sin atisbo alguno de dificultad intelectiva. Así que adquiero
tono docente y se lo suelto. Como mantuve siempre la cortina corrida
me dedico a explicarle con todo lujo de detalles truculentos cuál es mi
situación y añado que ella tiene suerte, sólo le falta una pierna y ha lle-
gado a los ochenta. Yo, si llegara, lo haría con menos órganos. Silencio.
Luego le contó al hijo que la vecina se había puesto como una
fiera. A esas alturas yo ya había solicitado cambio de habitación. La
había aguantado seis días. Mi auxiliar de turno me explicó después
que no insistió en la autonomía de la enferma doña Brígida porque el
día antes metió la pata, de modo que para no herir más su sensibilidad
y para que «no me demanden por maltrato, no le he repetido que podía
comer sin mi ayuda». Entonces le pregunté qué ocurrió para que pen-
sara que pudo haber maltrato. «Bueno, le dije que moviera la pierna
buena, a lo que ella respondió: Sólo tengo una, y es la mala».
La supervisora reconoció: «Las profesionales somos excesiva-
mente condescendientes, no educamos ni cortamos. Tenemos miedo a
las denuncias. Tragamos». El que traga es el paciente inquieto. No
deberíamos apostar por favorecer precisamente a los ciudadanos plei-
teadores en potencia dejando de lado al mismo tiempo a los que no se
quejan y/o colaboran. No es profesional. Cuando le narré la historia a
una enfermera veterana de un gran hospital me contó que en una oca-
sión, cuando le iba a poner la vía a un paciente, este le espetó: «Ya me
puede pinchar a la primera, si no, le meto una denuncia». Su respuesta
fue inhibirse: «Pues no se la pongo. Allá usted. Se acabó». Sin acto no
hay caso. Es tan simple como eso.
Es responsabilidad de los servicios de salud llevar a cabo una
pedagogía encaminada a mostrar cómo funcionan y deben ser utiliza-
dos los recursos asistenciales. La ciudadanía debería a su vez preocu-

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parse por conocer los límites de sus derechos, qué mecanismos existen
para formular los distintos niveles de quejas y cuál es su grado de im-
plicación en el proceso de tratamiento y toma de decisiones. Los usua-
rios deberíamos asumir todo eso antes de formular proclamas incen-
diarias contra el primero que encontramos, que no suele ser el médico
que nos atiende sino la enfermera que pasa en aquel momento por el
pasillo. Pocos personas formulan las protestas al jefe del servicio y, en
su caso, a la supervisora. Cualquier ciudadano es competente para dis-
cutir los pormenores de un conflicto legal con un abogado, que utiliza
una jerga incomprensible para el profano, aunque no con el médico.
Cierto es que los galenos de hoy saben poco de negociaciones y de
empatía, ni se les enseña en la universidad ni muestran mucho interés
en ello, pero si el ciudadano dirige la queja al primero que pasa, el
cambio de actitud quedará sin remedio condenado al olvido.
Durante un ingreso programado para cirugía en mi hospital, a las
siete en punto de la mañana, unos diez o doce pacientes y nuestros
respectivos familiares esperábamos en la sala la asignación de nuestras
camas. Nos iban a operar el mismo día. Tres cuartos de hora después
nos indicaron que subiéramos directamente a la entrada de los quirófa-
nos porque no podían asignarnos cama antes de la intervención. No las
había libres. Cabizbajos, preocupados, cargados con las bolsas y aún
vestidos, nos hicieron esperar en un pasillo mientras contemplábamos
cómo, cada uno de nosotros, desaparecía por la siniestra puerta prohi-
bida dejando atrás una familia compungida tras el abrazo final. En el
dintel sólo faltaba rotular: Lasciate ogni speranza voi ch’entrate.
Una vez dentro, atravesando una chicana detrás de otra nos pi-
den que nos desnudemos. Nuestras ropas acaban en una bolsa de plás-
tico. Los enseres se quedaron en la Appellplatz,10 junto a los «no selec-
cionados». Pues bien, a pesar de gozar de salud y de libertad, esos no
seleccionados, la parentela, se negó en redondo a cumplimentar una
hoja de reclamación que me ofrecí a redactar para que fuera firmada
de forma colectiva. «No servirá de nada.» No lo entendieron. Una re-
clamación, en ese caso, era una formalidad necesaria de la que no se
puede ni se debe esperar beneficio alguno, porque se redacta para re-

10. En los campos de concentración nazis, era la gran plaza central en la que se lle-
vaban a cabo tanto el recuento diario de los prisioneros como la selección para el ex-
terminio.

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46 El paciente inquieto

cordar a la administración que las cosas se hicieron mal, que fuimos


unos cuantos quienes lo percibimos y esperamos que nunca más vuel-
va a producirse. Si nada hacemos, si nada decimos, el menosprecio se
volatiliza, no llega a los responsables superiores y puede repetirse. No
se trata de emprenderla con demandas judiciales al estilo de los reality
shows de la televisión, que es lo que más seduce al usuario vocinglero.
Se trata de mostrar, recordar y reivindicar un trato más considerado.
Además, ese tipo de reclamaciones y su respuesta no requieren des-
embolso alguno y puede ayudar en la gestión de la calidad asistencial.
El objetivo que demanda la sociedad, dice Marc Antoni Broggi,11
ya no es la máxima eficacia contra la enfermedad, sino la máxima
ayuda al enfermo, porque presupone que él es ahora el eje de la actua-
ción, y no simplemente portador pasivo de una «entidad nosológica
sobre la que hay que actuar. Cada ciudadano debe ser agente, y no
sólo paciente. Ya no es sólo una persona necesitada que pide ayuda,
sino que es además un ciudadano que reclama unos derechos y exige
una calidad. En una sociedad tan consumista como la nuestra, se vive
la vejez, la enfermedad y la muerte más como fracaso que como algo
que forma parte de la naturaleza y se confunde el derecho a la protec-
ción de la salud, con un «derecho a la salud ilusorio que, como lap-
sus, tiene mucho de sintomático».
¿Cuál debería ser, por tanto, el decálogo del buen enfermo?
Que sólo nosotros debemos tomar las decisiones sobre nuestra
salud. Nuestro cuerpo es nuestro capital.
Que si llega un momento en qué no podemos hacerlo hay que
recurrir a los documentos de voluntades anticipadas. Que podemos
dejar por escrito en quién delegamos la toma de decisiones en cual-
quier circunstancia.
Que la pasividad no es buena consejera en temas de la salud
propia.
Que somos expertos en nosotros mismos, por lo que hay que
confiar en el médico, pero no a ciegas.
Que hay que pedir explicaciones adecuadas a nuestro nivel de
instrucción.

11. Marc Antoni Broggi (2004), «L’autonomia del pacient. Els canvis en la relació
clínica. Consentiment informat i voluntats anticipades», Revista Fundació Rafael
Campalans (FRC), 9, pp. 1-9.

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Que hay que interesarse por las características de la dolencia,


saber más: la información es poder.
Que en la consulta siempre deben hacerse sugerencias.
Que hay que probar segundas opiniones.
Que hay que negociar, nunca exigir.
Que hay que olvidar las quejas de hostelería en el hospital, nunca
las relativas al trato, al dolor, a los retrasos o a las negligencias. Para
ello deben utilizarse los servicios de atención al usuario
Si hace falta, es aconsejable ponerse en contacto con las asocia-
ciones que reclutan veteranos con sentido común que asesoran sobre
los detalles más domésticos del padecimiento. Ahora bien, no convie-
ne quedarse colgado del «club», la enfermedad no es «la» vida.
A los ciudadanos nos queda aún mucho que aprender sobre los
servicios asistenciales y eso a pesar de que, en gran medida, el éxito o
el fracaso en un proceso patológico depende de la actitud —que no
aptitud— y de la predisposición de los pacientes a participar en el
proceso de curación.

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3.
Cuidarse. Autocuidado

M. Françoise Collière,1 etnógrafa y enfermera francesa, decía que cui-


dar es un acto individual que uno se da a sí mismo cuando es autó-
nomo; es también un acto de reciprocidad que se tiende a dar a cual-
quier persona que, temporal o definitivamente, requiere ayuda para
asumir sus necesidades vitales. Otra enfermera y docente, Cristina
Francisco (2003, p. 42), a quien conocí personalmente hace años, opi-
na que la base del cuidado enfermero es hacer por una persona aquello
que esa persona haría por ella misma si pudiera. Porque «cuando un
enfermo se siente satisfecho consigo mismo y su imagen, está en me-
jores condiciones para reponerse, recibir el tratamiento y enfrentarse a
todo lo que tiene que ver con su enfermedad». Palabras ciertas.
La memoria universal de internet ofrece cuidar como verbo que
indica la acción de ofrecer cuidados. A las definiciones le suelen se-
guir sitios web sobre el cuidado del bebé, el cuidado del cabello o de
las mascotas, seguidas de algunos consejos de higiene bucal infantil,
por ejemplo. Un poco más allá, otro sujeto del cuidado es el dinero, y
—para acabar— igualmente lo son el matrimonio, nuestros pájaros y las
flores. En este momento, las enfermeras docentes se preguntarán por
qué busqué el verbo cuidar y no «cuidados». Cuidar —en inglés
care— va más allá de cuidarse. Me interesaba el concepto, no tanto la
lista de procedimientos técnicos, de más interés profesional que con-
ceptual. De todas maneras lo hice y encontré lo que había supuesto.
Porque para la palabra cuidados, desde hace muchos años y hasta

1. M. Françoise Collière (1993), Promover la vida, Interamericana-McGraw-Hill,


Madrid, p. 234.

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ahora,2 Google abre con una página personal de cuidados firmada por
un enfermero,3 muy técnica, que funciona desde el año 2000 y que fue
galardonada por la Sociedad Española de Enfermería en Internet
(SEEI). Le siguen, con evidentes variaciones a lo largo de los años,
las páginas de cuidados médicos prenatales y cuidados de enfermería
en pediatría y neonatos así como el sitio de la Sociedad Española de
Cuidados Paliativos.4 Es decir, se trata de información técnica. ¿Qué
nos muestran estas visitas? Si sustraemos de la búsqueda todas aque-
llas referencias al cuidado de objetos y animales, además de las pági-
nas de los técnicos, nos damos cuenta de que el objetivo de esas entra-
das es la promoción del autocuidado, como casi todas y cada una de
las páginas de consultas médicas sencillas destinadas a los profanos.
Y, por qué, nos podemos preguntar.
En primer lugar, internet y muchas de sus páginas, aunque sean en
español, son un recurso de origen estadounidense. Allí, donde la sanidad
no es universal ni mucho menos gratuita, gran parte de la población, an-
tes de invertir un dólar en saber cómo cuidar un resfriado se informa en
la red que es mucho más accesible y resulta más barata. ¿Los consejos
que se ofrecen en las páginas son eficaces? Seguro que sí, porque no
implican necesariamente el uso de fármacos sino la combinación de con-
ductas y estrategias sencillas para salir adelante cuando se sufre un pro-
blema leve de salud o la necesidad de preservarla. En España, el consu-
mo de internet crece a ritmo rápido pero sigue siendo menor que en otros
países de Europa,5 tanto en las empresas como en los hogares, de ahí que
muchas de esas páginas web no estén en español. A todo eso hay que
sumar el hecho de que, en España, la sanidad pública cubre a todos y es
gratuita, de forma que, hasta ahora, las dudas las hemos resuelto en los
centros asistenciales. Eso es lo que la ciudadanía está haciendo desde que
adquirimos la cobertura universal. En consecuencia, las nuevas genera-
ciones han ido perdiendo su capacidad de resolver a partir de uno mismo
o de la experiencia transmitida por las generaciones anteriores, los cono-

2. Consulta: julio de 2012.


3. <http://www.terra.es/personal/duenas/home_.htm> [Consulta: enero de 2012].
4. <http://www.secpal.com/index.php> [Consulta: enero 2012].
5. Hasta 2011, sólo un 63,9 por 100 de la población tiene acceso a la red. Los usua-
rios frecuentes (una vez por semana) representan un 61,8 de la población mayor de
quince años. <http://www.ine.es/prensa/np678.pdf>.

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cimientos básicos sobre el cuidado de la salud. De modo que las consul-


tas en la red son escasas porque aún no ha arraigado entre nosotros la
costumbre y, a su vez, hemos perdido el hábito de recurrir al autocuidado.
Los ciudadanos del primer mundo hemos reducido en las dos últi-
mas décadas la capacidad de resolver cuestiones sencillas sobre cómo
mantener la salud, cómo cuidar de los hijos o cómo acompañar a los
ancianos. Todo hay que consultarlo. Para suplir el déficit de conocimien-
tos, la proliferación de libros de autoayuda en el mercado editorial sigue
haciendo su agosto. Los últimos registros editoriales apuntan a temas
como la problemática de dormir a un bebé cuando la respuesta del pedia-
tra ya no nos satisface. Pero el libro hay que leerlo —lo que requiere es-
fuerzo— y pagarlo. Así que, si tampoco nos satisface lo que se dice en las
redes sociales, lo preguntamos al médico de familia porque es gratuito. La
industria farmacéutica está encantada con la medicalización de la preven-
ción y los procesos de cuidar incrementando el gasto sanitario. Muchas
dudas sobre cuidados se preguntan al médico, lo que es un error, porque
lo pertinente sería plantearlas a la enfermera si se acude al centro de salud.
Si entendemos que cuidar es un ejercicio que parte de uno mismo hacia
los otros, para hacerlo bien, hay que practicar primero el autocuidado.
M.ª Carolina Hernández Quezada, residente de primer año de
Medicina Familiar y Comunitaria, y de origen dominicano, se sor-
prendía en una carta al director de los motivos de consulta en primaria
de la población española:

Me pregunto si aplican el sentido común muchas de las personas que


acuden a estos servicios. Me planteo esto porque en mi país (…) da la
impresión de que los pacientes tienen más claro cuándo existe un signo
de alarma que necesita de atención medica. Sin embargo, he podido
notar la gran demanda que tienen los servicios de salud aquí. No sé si es
por la gran oferta que tienen los pacientes o porque no están bien edu-
cados con respecto a lo que es una urgencia o un problema que requiere
la intervención de un médico para su resolución. A lo que me refiero es
que daría pena que en un país donde la sanidad pública hace los mejores
esfuerzos por brindar una seguridad social eficiente, el Sistema se co-
lapsase por consultas banales y visitas a urgencias que no son urgentes.6

6. M.ª Carolina Hernández Quezada (2009), «Motivos de consulta en Atención Pri-


maria y Urgencias en España. Punto de vista de una médico residente de Santo Domin-
go», Revista Clínica de Medicina de Familia, vol. 2, n.º 8, p. 448.

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52 El paciente inquieto

¿Cuántos médicos piensan y publican lo mismo?


Existe además una escisión entre lo asistencial y lo social en la
formación de los cuidadores, por lo que algunos profesionales han ig-
norado la dimensión social de los cuidados de enfermería. Hay jóve-
nes que todavía hoy estudian para «hacer curas», no para cuidar.
Cuando en su oficio reflejan esa imagen inducen al usuario a pregun-
tar las cuestiones de cuidados al médico, que poca idea tiene de ello,
se lo inventa o medicaliza la solución.
¿Qué tenemos entonces? Unos ciudadanos que desaprendieron a
cuidarse porque necesitan que les digan cómo amamantar a un bebé,
cómo administrar un medicamento, cómo realizar la higiene de un an-
ciano, cómo acomodarlo y cómo alimentarlo; unos médicos de familia
que dan consejos sobre cuidados y que resuelven problemas de enfer-
mos crónicos, problemas sociales y problemas de índole emocional
poco complejos que, de hecho, no les corresponden, y unos profesio-
nales del cuidado, auxiliares y enfermeras, a los que se les obliga a
realizar tareas administrativas o excesivamente técnicas cuando po-
drían estar en los consultorios cuidando y reeducando en el autocuida-
do a los usuarios. Y esto último, ¿por qué? Porque su formación así los
debería encaminar. Una formación destinada a suplir el autocuidado
sólo cuando el enfermo tenga limitada la capacidad de ocuparse de sí
mismo, y una formación básica para reorientarle y para que se siga cui-
dando después del alta o en situación de salud. Porque la finalidad de
los cuidados es permitir a las personas el desarrollo de su capacidad
de vivir o esforzarse en compensar la alteración de las funciones lesio-
nadas por la enfermedad buscando la forma de suplir la disminución fí-
sica, afectiva y social que conlleva esta última (Collière, 1993, pp. 303
y ss.). ¿Con qué objetivo deberíamos promover el autocuidado?
Hay varias razones. La primera es que el fomento del autocuida-
do ayudaría a desdramatizar cualquier alteración de las rutinas del
cuerpo y del espíritu. No podemos seguir sosteniendo que una contra-
riedad o una pena deban ser objeto de un análisis médico y de un tra-
tamiento, ni que un catarro, una diarrea puntual, un dolor de cabeza o
un golpe leve sean razones para visitar urgencias, aunque sean las de
atención primaria. No podemos hacer de todos los embarazos, la dis-
menorrea y la menopausia una etiqueta que estigmatice a la mujer
hasta el punto de constituir una razón para la limitación del empleo
femenino, porque ellas causan más bajas y presentan mayor absentis-

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mo laboral que los hombres. No podemos tampoco derivar a un espe-


cialista cualquier trastorno banal al que los médicos no logran ponerle
nombre sólo porque no saben ya qué hacer o qué decirle al paciente.
La segunda razón para promover el autocuidado es demográfica.
La población necesitada de cuidados está aumentado de manera natu-
ral por la prolongación de la esperanza de vida. Cada vez hay más
personas dependientes por razón de edad y otras más que han sobrevi-
vido con enormes secuelas a las malformaciones congénitas, a las en-
fermedades y a los accidentes que antes resultaban mortales. Por tan-
to, esas personas que de verdad necesitan cuidados acaparan a los
profesionales. Las demás personas, menos dependientes, deberán apren-
der a cuidarse por sí mismas y a valorar una cualidad que no está en
alza: la autonomía personal.
Nuestra sociedad mantiene patrones de familia que poco a poco
se van disolviendo. Los hijos y las hijas que trabajan no pueden (yo
opino que tampoco deben) ocuparse de las madres y de los padres
ancianos, y mucho menos alojarlos en sus propias casas. Algunos de
ellos todavía podrían vivir muchos años solos si hubieran sido educa-
dos en la autonomía y en la promoción del autocuidado. Como tampo-
co estamos educando a nuestros hijos para la adversidad porque les
sobreprotegemos; si no cambiamos de proyecto, el futuro nos depara
una población dependiente —al margen de la edad— incapacitada
para la resolución de cualquier tipo de contrariedad. Hay algo peor: el
coste de los cuidados especializados.
Fijémonos —siguiendo las argumentaciones de Collière (1993,
pp. 331 y ss.)— en el valor de mercado que tienen los cuidados. Los
cuidados de alto valor son aquellos que requieren alto nivel de espe-
cialización y tecnología porque además otorgan prestigio a la investi-
gación médica. Los cuidados de valor medio se caracterizan por con-
sumir poco tiempo y por no requerir demasiada competencia ni en
cuanto a los conocimientos ni en cuanto a las técnicas utilizadas (ven-
dajes, inyecciones, algún acto higiénico concreto). Su rentabilidad
está basada en la alta frecuencia. Los cuidados de valor bajo, en cam-
bio, son los actos habituales que contribuyen a mantener y a desarro-
llar las capacidades de la vida, aquellos que no se consiguen realizar
cuando se pierde la autonomía. Son los peor pagados. Consumen mu-
cho trabajo y energía, si bien requieren menos competencia. Se des-
precian pero el enfermo no puede prescindir de ellos para recuperar la

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54 El paciente inquieto

salud o mejorar su calidad de vida. Estos cuidados demandan mucha


mano de obra, lo que supone un gasto global extraordinario.
Como usuaria de la sanidad pública, podría identificar los cuida-
dos sin por ello adjudicarles un valor diferencial a la hora de evaluar
los beneficios que me han aportado, tanto los de alto valor como aque-
llos a los que se les adjudica un valor escaso. Para cuantificar, por
ejemplo, el beneficio de un ingreso hospitalario que comporte una in-
tervención quirúrgica, podría valorarse la mejora específica de la do-
lencia. Sin embargo, el beneficio absoluto sólo podría ser evaluado
agregando si hubo o no repercusiones colaterales derivadas de la tera-
pia (dolor, estreñimiento, pérdida del tono muscular, estado de la piel,
etc.), valorando los aprendizajes de autocuidado (self care) adquiridos
que impidan un reingreso por no saber autogestionarse y midiendo las
repercusiones de la estancia hospitalaria sobre la salud de los cuidado-
res informales.
La gestión positiva de sólo uno de esos últimos aspectos puede
reducir costes y ahorrar mucha energía. Si en el hospital enseñan al
paciente lo que necesita saber para ser autónomo, podrá salir antes de
alta, dejará libre una cama y reducirá al máximo el tiempo de baja la-
boral. «Para que los cuidados de salud que un enfermo necesita tengan
éxito en su proceso de enfermedad —dice Cristina Francisco (2003,
p. 24)—, aquel tiene que comprometerse y hacerlos suyos; de lo con-
trario, se harán de acuerdo a las exigencias de la enfermedad mientras
dependan de la enfermera, pero, después, qué».
Si una mejora en la calidad de los cuidados y en la promoción
del autocuidado determina una reducción del tiempo de baja o de la
frecuentación de los servicios de asistencia primaria y del consumo de
fármacos es argumento suficiente para otorgar al cuidado un valor
económico idéntico o superior al cuidado técnico, puesto que no re-
quiere la mediación de material sanitario ni farmacológico. Cuanto
mayor sea la autonomía que adquieran o recuperen las personas cuida-
das y sus familias, más se reducirá el coste de los cuidados, si no a
corto plazo, sí al menos a largo plazo. Cuanto más asistida esté la per-
sona (física, mental y socialmente), más cara le costará a la sociedad,
concluye Collière (1993, p. 336)
Los pacientes expertos en el autocuidado suelen ser los que sa-
ben tomar decisiones.

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4.
Pacientes que deciden

Olivier, diplomático y amigo de la psicóloga Marie de Hennezel


(2004, p. 45) contaba que le habría gustado que algún médico le dije-
ra: «Atención, usted puede contribuir a su propia curación». Otros,
cansados de esperar esas palabras de aliento, deciden.
Los pacientes que practicamos la autonomía no somos unos
cracks. Aprendemos. ¿Quién nos enseña? La adversidad ¿Quién nos
orienta? Los profesionales de los hospitales a quienes inquietamos
con nuestra insistencia en saber.
La autogestión aporta beneficios físicos y emocionales a los en-
fermos y satisfacción a los profesionales que la promueven, aunque tal
vez lo más importante son los beneficios crematísticos de provecho
para el conjunto la sociedad. Algunos padres siguen viviendo y depen-
diendo de sus hijos, que, culpabilizados, procuran aplazar su ingreso en
las residencias de ancianos. A nuestros hijos mayores no hay quien los
eche de casa y se perpetúan en ella más allá de los veinticinco. Cuando
por fin se emparejan, se pasan años pensando si van a ser buenos pa-
dres, por lo que nos dan nietos poco antes de que ellos cumplan los
cuarenta. Como padres añosos sobreprotegen a los niños, que, cuando
lleguen a adolescentes, nos dirán aquello de que no están preparados ni
para la adolescencia ni para casarse ni para ser padres ni para volverse
a enamorar. Y eso es caro. Habrá que hacer mucha pedagogía para que
unos y otros entendamos las ventajas de la autonomía personal.
En el terreno de la salud, el objetivo es simple: a mayor informa-
ción mayor poder, lo que supone mayor capacidad de decisión y, en
consecuencia, mayor libertad. En el proceso de toma de decisiones es
tan fundamental la opinión de los médicos como la participación del

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enfermo. Sobre la base de una información previa, uno mismo sólo


puede decidir sobre su salud si a su vez es libre de plantear preguntas
para ampliar o corregir la información. Es un proceso en círculo. ¿Qué
es necesario para que ese nuevo modo de actuar que olvida el paterna-
lismo y la sobreprotección sea posible? Es necesario que la organiza-
ción sanitaria en general y la hospitalaria en particular faciliten el me-
canismo de la toma de decisiones sobre cualquier acto asistencial. Es
necesario que los profesionales se formen en este sentido y extiendan
ese conocimiento entre los pacientes. Es necesario que la ciudadanía
tome conciencia de actuar siempre en este sentido y sobre la base de
una protección legal y moral.
Como en todo proceso de aprendizaje no hay nada mejor que la
valoración de la experiencia de los otros, mostraré un abanico de his-
torias en las que la autonomía readquirida tras la enfermedad, ha re-
sultado muy beneficiosa.
Decíamos más arriba que para algunos profesionales, tener un
buen paciente en la sala significa tener a alguien que sea obediente,
siga los consejos médicos y de cuidados sin plantear dudas ni recla-
mar: un paciente colaborador. Para los pacientes expertos, los colabo-
radores son aquellos cuidadores que nos tratan como partenaires. Es
decir que —para nosotros— colaborar significa compartir, cotejar y
discutir los procedimientos que van a seguirse para conseguir un obje-
tivo común a todos: la recuperación de la salud o, al menos, la recupe-
ración de cierta calidad de vida. Myriam, médico generalista, fomenta
esa actitud entre sus pacientes. Dice que siempre trató de responsabi-
lizarlos; de no ser una mamá protectora y que cada vez que recibe a
uno de ellos le dice: «Es usted quien debe hacerse cargo de su trastor-
no, yo le ayudo. Estaré ahí para proporcionarle los elementos técnicos
para curarle, pero se trata de un partenariage, así que iré con usted
durante una parte del camino» (Hennezel, 2004, p. 135). Me gustan,
por tanto, aquellos pacientes de hospital que hablan en plural cuando
se refieren a la toma de decisiones. Por ejemplo, un veterano me con-
taba que después de cotejar diversas posibilidades, habían llegado a la
conclusión de que su problema se debía de unas grapas que le pinza-
ban no sé qué nervio. El habían le incluía a él mismo —por su pues-
to—, a su cirujano y al neurólogo.
A lo largo de estos últimos años he tenido ocasión de seguir las
historias de diversos enfermos en las que su participación en la ges-

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Personas 57

tión de su dolencia ha tenido un papel fundamental en cuanto a los


beneficios. En todas y cada una de esas aventuras, esas personas ejer-
cieron lo que hoy denominamos el derecho a la autonomía. En algu-
nos casos fueron tildados de exigentes, pedantes, molestos y proble-
máticos. De su persistencia obtuvieron enorme provecho en términos
de dignidad, bienestar y salud. Digo esto porque, como en cualquier
otro combate por la lucha en favor de las libertades —aunque suene
panfletario—, el enfrentamiento no está exento de riesgos y de dificul-
tades para la parte que represento, porque a ninguna de las personas
que voy a describir le gustó ni estar enfermo ni tener que decidir o
discutir. Lo hicieron y hoy siguen bien y entre nosotros. Uno de los
involuntarios protagonistas de esta lucha es Alfred.
Este hombre se mueve desde hace más de diez años por los ser-
vicios médicos de uno de los hospitales universitarios más prestigio-
sos de Barcelona. Es ganadero de profesión pero puedo asegurar que
sobre sus dolencias sabe bastante más que algunos de los especialistas
que se han ocupado de su salud durante esos años. Lo que resulta in-
discutible es que tiene más sentido común que los médicos. Alfred es
de aquellos que sufre lo indecible cada vez que tiene que llamar la
atención a la institución o a los profesionales cuando cree que algo no
está funcionando y que su cuerpo puede resentirse de ello. Hace años
se vio obligado a dirigir una carta de protesta a las más altas jerarquías
de la sanidad de mi comunidad y desde entonces teme «estar fichado».
Quisiera pasar desapercibido porque no puede evitar el temor a «que
le echen». Pero como sólo puede recibir atención en ese, «su» hospi-
tal, sigue acudiendo a él por pura supervivencia.
Alfred logró sobrevivir tras un politraumatismo cuyas secuelas
dejarían postrado de por vida a cualquier otra persona. Años después,
un buen día, un dolor descomunal que le impedía mantenerse en pie le
devolvió al hospital. Se le diagnosticó una artritis séptica. El proceso
no le era desconocido porque ya había sufrido con anterioridad otra
infección idéntica. A los ocho días empezaron a administrarle un anti-
biótico de amplio espectro, después de mucho dudar. Pero el dolor no
cedía. Una mañana, él mismo sugirió a su médico que le doblara la
dosis de antibiótico «para ir más deprisa, por favor». A primera instan-
cia sus participación activa en el proceso asistencial parecía ingenua.
Me lo contó apesadumbrado por la respuesta del galeno: «Me dijo que
si estaba loco; que a quién se le ocurre, porque sería una dosis de ca-

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ballo». En fin, le molestó la forma en que respondió, pues llevaba


implícito el menosprecio. Pues bien, esa misma tarde, mientras me lo
contaba, se presentó el médico. Se le acercó y bajando la voz le anun-
ció —como si de lo dicho nada— que había hablado con los bacterió-
logos y que le doblarían la dosis. Tal cual. Yo, discretamente a sus
espaldas, gesticulé sorprendida, me llevé las manos a la cabeza y me
dije: «Esto no puede estar pasando». Fred conocía cuál era la dosis
adecuada, no en vano había sufrido un episodio con diagnóstico y tra-
tamiento idénticos, de lo contrario hubiera callado.
Para explicarle al paciente el dictamen médico —dice De Dom-
bal,1 autor de un librito sobre toma de decisiones, «no es apropiado
tratar al enfermo como si fuera un sujeto experimental incapaz de en-
tender lo que se le explica», porque no hay que olvidar que la queja
más frecuente de los consumidores de todo tipo «es que no han sido
suficientemente informados de lo que estaba sucediendo». Cuando el
piloto de un avión no da explicaciones ante un cambio de ritmo del
vuelo o una notable turbulencia, el pasaje se indigna y reclama una
aclaración plausible para saber a qué atenerse. Entre nosotros ocurre
lo mismo, a fin de cuentas, ponemos nuestras vidas en sus manos.
Hace apenas unos meses recibí un mail de Kiko, mi informante
favorito, en el que me contaba su enésima aventura con los médicos
de primaria, y que reproduzco:

Te quería contar una de médicos que ha sido cojonuda. Esta tarde me he


despertado con dolor de oído pero no el de siempre, un dolor extraño.
He ido a urgencias y estaban un médico que ya me había visitado algu-
na vez y el de prácticas (sic) de turno. Después de que me examinaran,
el titular le ha preguntado al de prácticas qué tratamiento me daría. Se
han puesto a hablar entre ellos y el joven finalmente dice: Antibiótico y
antiinflamatorio. De forma refleja yo he saltado diciendo ¡No! El de
prácticas se me ha quedado mirando pero el otro médico me ha indica-
do con un gesto que callara. El joven seguía con la cantinela de antibió-
tico y antiinflamatorio. A todo esto, como yo no podía hacer nada, he
hecho tintinear mi medalla de las alergias ante el panoli de prácticas.
Entonces, cuando el titular ha terminado de exponer todo lo que pensa-

1. F. T. de Dombal (1994), El proceso que conduce a la toma de decisiones en ciru-


gía, Masson-Salvat Medicina, Ediciones Científicas y Técnicas, Barcelona.

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ba (de buena parte de lo cual no me he enterado), le ha dado dos leccio-


nes. Primera lección: «Deja que el paciente termine de hablar, te puede
explicar muchas cosas y, en este caso, ya te estaba diciendo con la me-
dalla que es alérgico. Este tipo de pacientes suelen venir con la lección
aprendida, y pueden darte muchos más datos de los que tú puedas per-
cibir (Literalmente. Yo he flipado, de verdad). Segunda lección básica:
Antes de recetar, mírate la historia, por favor.

Kiko es un enfermo crónico, alérgico, y por otro lado encantado con el


hecho de que algunos médicos enseñen clínica clásica a los residentes
para luego explicármelo. Si callara, ¿dónde estaría ahora?
Nos preguntamos el porqué esa desconfianza hacia el paciente.
Algunos incluso desde el principio de la relación y sin conocer al en-
fermo, como en el caso del residente. ¿Nada le dijeron en la facultad?
Porque es ahora, en la arena, cuando el adjunto le muestra por vez
primera el valor del discurso del enfermo. ¿No es mejor tratar siempre
de saber más a partir del sujeto? Al fin y al cabo es una persona que
habla, siente y padece. Una fuente de información directa. ¿O es que
la red y la memoria casi escolar del residente son los únicos instru-
mentos del análisis clínico?
La suspicacia en ocasiones se extiende, por contaminación, a los
familiares. La novia de Kiko le dijo que tal vez se mostró demasiado
prepotente con el residente de otorrino al insinuarle que no podía rece-
tarle antibióticos, ya que en algún momento el titular se lo habría co-
rregido. De acuerdo, responde, pero y si no hubiera estado el titular,
¿qué? La otra singularidad al respecto es la arraigada presunción de
objetividad de los familiares por el simple hecho de permanecer ellos
(aún) en posición vertical, es decir, con la salud en orden. Porque al-
gunos médicos, incluso con el paciente todavía lúcido, suelen pregun-
tar a la familia qué hacer en una situación extrema como si la horizon-
talidad privara de raciocinio al enfermo.
Desafortunadamente, he compartido con un par o tres de amigos
a través del teléfono las agonías de sus familiares. En una de ellas,
quien me hablaba es enfermero. Su padre, cercano al final, llevaba
varios días con altas dosis de morfina. José me anunció: «Queda ya
muy poco. Le voy a dormir». Entonces mencioné, como de pasada,
que tal vez antes de actuar debería preguntarle a su padre si estaba de
acuerdo con la sedación. Los familiares, que sufren en el alma pero no

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60 El paciente inquieto

en el cuerpo, olvidan a veces que el enfermo es muy capaz de saber


qué quiere y en qué momento, aunque esté a las puertas de la muerte.
Cuando la ves venir de lejos no espanta y la clarividencia puede ser
total. Por tanto, nunca se debe menospreciar ni la súplica por el final
ni el deseo de vivirlo con plena lucidez.
Ángel era hemipléjico desde los cuarenta y nueve años, cuando
tuvo un accidente. Poco antes de jubilarse y fumarse todo el tabaco
del mundo sufrió un infarto. Sobrevivió aún algunos años más. En su
último año de vida tenía anemia, seguía con su bronquitis y su aspecto
se iba deteriorando. Se le recomendó un ingreso para mejorar el hema-
tocrito, tratar la tos, en fin… Era absolutamente consciente de que eso
significaría sobrevivir pero con mayor dependencia y limitaciones. De
modo que se hizo el loco. Nadie se lo discutió y murió rápidamente,
en su cama y sin dolor. Esa noche se había fumado sus reglamentarios
seis cigarrillos. Ángel era médico.
Para hablar de información y toma de decisiones no hay mejor
interlocutor que el enfermo crónico, que, con los años, planifica hasta
la resolución de un catarro. Laura fue diagnosticada de escoliosis de
pequeña: «Estaba torcida». La han operado dos veces. La primera era
muy joven y le implantaron una barra de Harrington para enderezar la
columna.2 La última, planificó todas y cada una de la eventualidades,
no en vano estuvo un par de años en lista de espera para aquella mo-
numental intervención. El riesgo era altísimo y no quiso dejar nada al
azar. Es más, quiso contribuir al éxito de la misma. Tenía una agenda
donde apuntaba las visitas y los medicamentos que ingería, fecha de
adquisición y médico que los recetaba. Revisó su riñón por si en el
último momento protestaba, se sometió al tratamiento del dolor con
morfina y siguió haciendo ejercicios físicos, dejó de fumar y de traba-
jar cuando su deterioro se lo exigió. Se puso en contacto con los
miembros de la asociación de escolióticos y se informó del antes y del
después de la operación escuchando las experiencias y los consejos de
los veteranos. Designó a una persona responsable de la toma de deci-

2. La escoliosis es una desviación del raquis con convexidad lateral, «la columna en
forma de S». Los sistemas modernos de cirugía implican una combinación de varillas,
tornillos, ganchos y alambres de fijación de la columna vertebral más seguros para las
fuerzas de la columna de lo que lo era la barra de Harrington, técnica inicial, nacida en
los años sesenta, que fue la utilizada por aquel entonces con esta paciente.

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Personas 61

siones durante la operación y el postoperatorio. Firmó un documento


de voluntades anticipadas y tenía previsto quién iba a cuidar de ella si
lograba salir airosa del hospital.
Todo salió como esperaba, excepto una cosa que le era ajena.
Nadie pensó que al despertar habría que tratar un síndrome grave de
abstinencia del que el equipo tardó casi cuatro días en percibir. Apren-
dida la lección, Alfred, del que ya he hablado y que también tomaba
morfina, entró en el mismo quirófano recordando a los mismos anes-
tesiólogos que atendieron a Laura que no le retiraran el analgésico tras
la operación. Esta vez tardaron veinticuatro horas en ponerle de nuevo
la bomba. La próxima, ya habrán aprendido de los enfermos.
Alfred y Laura no se conocen.
A Paqui un camión le destrozó la pierna. Llevaba meses ingre-
sada sufriendo lo indecible con mil y una torturas quirúrgicas desti-
nadas a su reconstrucción. Se desesperaba porque no conseguía rete-
ner más de un minuto al médico durante la breve visita matinal, de
forma que nunca salía de dudas sobre el presente y el futuro de su
estado. La visita expeditiva la acobardaba. Un día, alguien le sugirió
que preparase una lista ordenada y concisa de sus dudas y que se la
leyera sin pausas al traumatólogo durante la visita. Y así lo hizo. Al
final de la lectura, el médico, antes de responder, le preguntó: ¿Algu-
na cosa más? A partir de ese momento la relación entre ellos mejoró.
La conducta inusual de aquella paciente activó el proceso y mucho
tiempo después, Paqui, con toda la información necesaria en su ha-
ber, tomó la sublime decisión de aceptar la amputación de su pierna
enferma.
«Creo que uno supera mejor la enfermedad a partir del momento
en que se hace cargo de sí mismo», dice Suzanne, una mujer con pro-
blemas renales que la condujeron a un trasplante de riñón después de
años de diálisis.3 Hacerse cargo significa tomar decisiones. Los enfer-
mos, cuenta el psicólogo Robert Shuman4 en su libro, «quieren saber
si sus opiniones y preocupaciones son merecedoras de interés y res-
puesta. Desean la información, no necesariamente para valorar las op-
ciones o contradecir el diagnóstico y las recomendaciones de sus doc-

3. Christine Kerdellant y Eric Meyer (2004), Les ressuscités, Flammarion, París, p. 26.
4. Robert Shuman (1999), Vivir con una enfermedad crónica, Paidós, Barcelona,
p. 124.

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tores sino por el hecho de que le den a uno información es un signo de


respeto». Tan simple como eso: respeto.
Conozco a cinco flores de menos de treinta años que se sufrieron
accidentes con quemaduras muy graves siendo menores de edad: San-
dra, Violeta, Cristina, Lena y María. Todas tienen pareja y alguna tal
vez ya se ha casado. Desde el día que despertaron del sueño en la UCI
deciden en lo que respecta a la reconstrucción de su yo físico y emo-
cional. A veces, fantaseando, me pregunto si será el fuego lo que hace
tan sabias a esas niñas. El caso es que son ellas quienes hacen suge-
rencias quirúrgicas a los cirujanos que las operan, son ellas las que
deciden salir a la calle peinadas, maquilladas y vestidas, y son ellas
quienes miman y consuelan a sus padres.
Violeta estudiaba para auxiliar de enfermería y se sublevaba
cuando su profesor le discutía cómo hacer una cura húmeda. Su expe-
riencia en ese campo era absoluta, no en vano estuvo viendo cómo la
curaban durante meses. Cristina, a los dieciséis años, con inusitada
precisión describía en un mail su última aventura: «Te informo de que
el pasado lunes día 11 me intervinieron quirúrgicamente en la unidad
de quemados con el fin de insertar dos expanders5 a nivel cervical e
Integra®6 para liberación de bridas pectorales. Todo fue bastante bien.
Salí el viernes y llevo todo el fin de semana pasando los apuntes y
ahora me he dicho: me tomo un Kitkat y escribo a Marta».
A Sandra le van los pleitos, que de momento va ganando aunque
como víctima de violencia de género. Ahora ya lo estará haciendo como
abogado. Estudiaba Derecho. María aguantó tres sesiones con el psi-
quiatra. Le recetó Diazepan®. Después, como otros, nunca más quiso
verlo porque se mide poco o mal la intuición personal de los enfermos,
tampoco se les solicita. De modo que rechazó sabiamente la ayuda de
un especialista porque ya recibía la de su familia, la de su novio y la de
sus amigos. Salía a la calle, iba al gimnasio y preparaba una nueva in-

5. El expander —o los dilatadores tisulares— se utilizan en cirugía plástica para ex-


pandir la piel a fin de obtener más tejido para un injerto o bien para colocar una próte-
sis. Suelen ser unas piezas —globos— de silicona elástica con una válvula que facilita
el llenado con suero salino.
6. Integra® es un tejido artificial utilizado en cirugía reconstructiva destinado a pro-
veer de una matriz dérmica a la zona del cuerpo desprovista de piel como consecuencia
de una quemadura u otras patologías. <http://www.ilstraining.com/idrt/ibs/brs_m2_00.
html> [Consulta: noviembre de 2012].

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tervención que restableciera la funcionalidad de su mano. Unos buenos


contrafuertes de autonomía valen más que mil diazepanes.
Yo no soy ni joven ni estudiante, pero, desde hace unos años
ejerzo de presidenta del club de fans de Lena, que tenía diecinueve
cuando su madre me telefoneó porque quería que su hija y yo nos co-
nociéramos. Pensé que como veterana tal vez sólo me querían saludar.
En efecto así era, pero el objetivo central de nuestra cita fue muchísi-
mo más concreto. En un incendio Lena perdió los diez dedos de sus
manos y quería ver mi mano izquierda, que es como una de las suyas.
Los cirujanos iban a implantarle un par de dedos de los pies. A ella le
horrorizaba la idea, de modo que quiso ver cómo podría ingeniárselas
y si existían otras alternativas quirúrgicas para obtener una pinza efi-
caz. Así que ella misma fotografió mi mano, la tocó, y yo le mostré
cómo la utilizaba después de una pulgarización del muñón. Lena supo
y decidió aquellos días que primero probaría con una pinza como la
mía porque dedujo que la fuerza que se puede ejercer con los dedos
implantados es muy limitada. Sabía que existían además problemas de
rechazo y, sobre todo, que en cirugía plástica reconstructiva se trabaja
empíricamente, lo que no ofrece muchas garantías funcionales. Pasa-
mos la tarde comparando habilidades hasta que le mostré mi coche. Se
interesó mucho aunque todavía no sabía conducir. Ese día pensé: Lena
acabará sacándose el carnet. Meses después se decidió por una pinza
como la mía para ambas manos. Antes de esa intervención ya era ca-
paz hasta de pelar pipas. Después, cómo no, aprendió a conducir. Aho-
ra ya trabaja.
Sandra, Violeta, Cristina, Lena y María fueron atendidas entre
los años 2000 y el 2005 en la misma unidad. Ni el fuego ni unos padres
maravillosos pero asustados han hecho de ellas unas supervivientes
natas, tal vez sí lo hizo un equipo empeñado en otorgarles autonomía.
«La información es previa a la autonomía para decidir, es condi-
ción de ella en el sentido de que no se puede ejercer la autonomía so-
bre la salud si no se posee la información necesaria para tomar una
decisión», contaba Pablo Simón Lorda hace años.7 Los médicos sue-
len inquietarse cuando las personas formulan preguntas porque inter-
pretan que se está cuestionando su profesionalidad cuando lo que ha-

7. Diario Médico 18/01/01 [No son posibles las consultas en la red anteriores a 2002].

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cen es limitarse a tomar precauciones. En los últimos años, los médicos


y algunas enfermeras se han quejado de las consultas que los ciudada-
nos hacen en la red para conocer algo más sobre sus dolencias, sobre
todo los enfermos crónicos, y en consecuencia suelen desaconsejarlo,
lo que no deja de ser interesante. Pregunté a una enfermera al respecto
y me respondió que a veces resultaba que los pacientes sabían muchas
más cosas que ella misma, y, claro, eso no estaba bien. Otros argu-
mentan que la red es peligrosa porque nadie (es decir, los médicos) la
controla y por tanto el lector puede seguir consejos no profesionales.
¿Quién me dice que el que las controla no está vendido a la multina-
cional que sostiene la página? La gente lee para tener más opciones
que cotejar con el médico, no para desoír sus consejos. Tal vez algu-
nos lo hagamos además para alentar el gusto por la indagación, tarea
un tanto menospreciada por algunos galenos. En cualquier caso, un
asunto importante para cualquier tipo de tiranía es la represión del
afán de preguntar. Que no decaiga ese afán.
En el consultorio de un oncólogo, la antropóloga americana Su-
san DiGiacomo estuvo cerca de veinte minutos aportando datos relati-
vos a supervivencia y estrategias de manejo del cáncer linfático. Lle-
gados a un punto del monólogo, el médico la interrumpió sentenciando
que tal vez ser un experto en su propia patología podría llegar a ser
psicológicamente perjudicial para el enfermo, a lo que Susan respon-
dió que ella no era ninguna experta en medicina pero como doctora en
antropología creía estar capacitada para entender y digerir cualquier
planteamiento por muy complejo que fuera si estaba relacionado con
su cuerpo. El conocimiento, según algún galeno, podría ser perjudicial
para la salud mental; saber podría herirnos más que la propia enferme-
dad, de modo que piensan que la ignorancia nos protege. No se me
ocurre mayor soberbia. Christopher Reeve decía en su libro Still Me
que uno de los peores rasgos de su carácter era el perfeccionismo, sin
embargo, esa obsesión fue lo que le ayudó a seguir adelante tras un
accidente. Cuanto más exigente es un paciente, más preguntas hace y
más se rebela, mayores son las oportunidades de superar el infortunio.
Los profesionales de la salud lo saben y deberían acrecentar ese po-
tencial, nunca limitarlo.
Salir con éxito de un proceso también significa haber invertido
poco tiempo en el ingreso y la convalecencia, es decir, pocos días de
baja. Las instituciones se sorprenden cuando algunos pedimos con-

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vencidos el alta voluntaria. Parece como si con ello desconfiáramos


del trato recibido en la institución, y no es así. Cuando algunas perso-
nas solicitan volver a casa lo hacen conscientes de las ventajas que la
decisión representa para su salud integral si siguen los protocolos en
sus domicilios. Mi amigo y colega Serge así lo hizo en su última inter-
vención. Padece sida desde hace dos décadas y tiene muchos ingresos
y cirugías a sus espaldas. Decidió volver a casa a las veinticuatro ho-
ras de la última operación. Recibió tres veces al día atención domici-
liaria de enfermería y se buscó compañía para la intendencia y los
afectos. Su recuperación, esa vez, resultó mucho más rápida y se aho-
rró el estrés hospitalario.
Yo hago lo mismo. Mi límite son seis días, justo lo suficiente
para comprobar si los injertos prenden o no. Más tiempo significa to-
mar antidepresivos y un mes para recuperar la funcionalidad de mi ya
deteriorada musculatura. La cama me mata. ¿Cómo consigo salir tan
pronto? Aprendiendo a curar yo misma mis heridas y, en su defecto,
asegurándome la asistencia domiciliaria de la enfermera de mi centro
de salud.
Los jóvenes residentes desconfían de entrada de los pacientes.
Nada les dijeron sobre interacción y negociación en la universidad.
Así que un doctor residente de tercer año se sorprendió mucho cuando
solicité un espejo para ver bien una herida en proceso de cicatrización
mientras él procedía a valorarla. Le dije: «En breve voy a ser yo quien
la cure, por lo tanto debo reconocer el campo en el que voy a trabajar
cuando usted ya no esté para evaluarlo, ¿no le parece?». Hay ocasio-
nes en las que el galeno cree que la anatomía sobre la que trabaja le
pertenece; otras veces generaliza y supone de antemano que el enfer-
mo, por tradición, nunca se ocupa de sí mismo, que son otros quienes
lo hacen. Por eso se sorprenden cuando uno pregunta y participa,
cuando interactúa y negocia. «¿Y no tiene usted a nadie que le ayu-
de?» Respuesta: Nadie mejor que yo misma.
No creo que cueste mucho evaluar la capacidad de autogestión de
un paciente. Sólo hay que observar y seleccionar unas cuantas pregun-
tas para corroborar lo que expresa sin palabras la conducta del enfer-
mo. Si no pregunta, si no mira, si evita colaborar en una cura o, por
ejemplo, si indica al acompañante que sea él quien lo haga, tenemos a
un perfecto dependiente. Habría que desechar de una vez por todas esa
maldita costumbre de encasillar a los clientes en un patrón de respuesta

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estándar porque da pereza y porque se olvidan de la diversidad. Tal vez


sea porque resulta mucho más sencillo en cualquier circunstancia arbi-
trar preguntas y observaciones protocolizadas —si así las prefieren los
amantes de las recetas—, que estandarizar las respuestas.
El consentimiento informado (CI) es como la firma de un fondo
de inversiones: debe ser informado. Se lo oí a una doctora. Es cierto,
y como en el banco, hay que leer la letra pequeña, no sea que… En la
literatura sobre el tema, los argumentos que abundan versan sobre al
mal uso que se hace del documento como mero trámite que conmina-
ría a los actores a eliminar con la firma el proceso de información
verbal que debe acompañarla. Como siempre, hay quien entiende que
con el refrendo queda resuelto el conflicto a nivel legal, además de
librar al médico del tedioso discurso que —según algunos de ellos—
resulta gratuito para los que nada entienden. Hay quien lo vive como
un trámite obligado para actuar cuando deberían entenderlo como una
ocasión para saber qué quiere el enfermo y pactar con él la actuación
(Broggi, 2011, p. 131). El paciente inquieto y responsable suele solici-
tar la información adicional que siempre debe acompañar a la firma
del documento. Quien así lo hace es porque tiene el hábito de leer
antes de quemar.8
Atul Gawande9 decía, en 2003 y en los Estados Unidos, que has-
ta hace diez años eran los médicos quienes decidían y los pacientes
hacían lo que les dijeran. Los facultativos no consultaban sus deseos y
prioridades ni solían darles información, a veces vital, sobre medica-
ción, diagnóstico y tratamiento. Tampoco se permitía que vieran las
historias clínicas: «No era cosa suya» alegaban los médicos, y los en-
fermos sufrían las consecuencias de todo esto. Explicaba que su padre
—también cirujano— no sólo valoraba desde el punto de vista clínico
si haría o no una vasectomía, sino también desde el punto de vista so-
cial y personal, para decidir en función de parámetros como la edad
del paciente, si estaba casado o si no tenía hijos (Gawande, 2003,
pp. 286-287). Eso ocurría, y ocurre aquí, aunque con menor frecuen-
cia que años atrás.

8. Burn After Reading (2008) es un film de los hermanos Coen con Clooney, Mal-
kovitch, Swinton y Pitt. < http://www.imdb.com/title/tt0887883/>.
9. Atul Gawande (2003), Complicacions. Confessions d’un cirurgià sobre una cièn-
cia imperfecta, Empúries, Barcelona.

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La paradoja está en que la nueva ortodoxia sobre la autonomía


del paciente tiene dificultades para admitir una certeza incómoda —si-
gue diciendo Gawande (2003, pp. 299-300)—, y es que con frecuen-
cia algunos no quieren ejercer la libertad que les hemos concedido y
agradecen que se les respete la autonomía, pero el ejercicio de esta
autonomía significa poder renunciar a ella. Los pacientes esperan de
los médicos competencia y amabilidad. Ahora bien, la competencia a
menudo comporta respetar la libertad, asegurarse de que controlan las
decisiones vitales. La mayoría de las personas que elogian a sus médi-
cos suele incluir en la lista de logros estos extremos: que comparte
con él sus dudas, que las explicaciones son claras y concisas, que con-
sigue una relación casi de complicidad con el enfermo. Al fin y al
cabo están discutiendo. Gawande (2003, p. 338) termina diciendo que
si se quiere disminuir el grado de incertidumbre que hay en medicina
no sólo debe hacerse investigación farmacológica y quirúrgica, que
atrae ingentes cantidades de dinero, sino investigación sobre la toma
de decisiones críticas a las que pacientes y médicos se enfrentan a dia-
rio, para la que nunca se recauda dinero.
Para lograr la optimización de la autonomía es necesario mante-
ner al paciente informado sin establecer distinción alguna según la
edad, el sexo, la condición social o el nivel de instrucción. La infor-
mación facilita la toma de decisiones. Sin datos es imposible decidir o
aceptar procedimiento alguno. Por tanto, nunca debería tomarse una
decisión terapéutica, por sencilla que sea, sin asegurarse de que el pa-
ciente ha entendido perfectamente el procedimiento. La enfermería, y
también el personal auxiliar, goza de una posición privilegiada para
promover esa participación en la gestión de la salud: por su proximi-
dad física, por el tiempo que dedica a la atención y por el contacto que
tiene con el entorno que rodea al enfermo.

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5.
Curators. La visita

Guérir quelquefois, soulager souvent, consoler toujours.1

En inglés un curator (del latín cura, que significa cuidar) es el comi-


sario de una exposición, de una galería o el conservador de un museo
que cuida y vela por las piezas expuestas. En catalán tenir cura, signi-
fica cuidar. En inglés, care puede significar desde tener cariño por al-
guien hasta preocuparse por él.
El lado humanitario del oficio de curar es hermoso, pero también
curan las sentencias favorables que logra un buen abogado y nadie
considera el lado humanitario de su labor. Me gustaría que algunos
galenos aprendieran del oficio del letrado en su relación con, al fin y
al cabo, sus clientes. Hay tanta aversión a evitar nombrar como clien-
te al paciente que acaba por perderse de vista la idea del que el enfer-
mo no es ni más ni menos que «la persona que utiliza con asiduidad
los servicios de un profesional o una empresa», tal como reza la defi-
nición de cliente en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua
Española (DRAE). De modo que el cliente, para tomar decisiones,
debe compartir información con quien la procesa.
Para nosotros los profanos, los juristas hablan un lenguaje mu-
chas veces incomprensible, no obstante, nunca abandonamos sus des-
pachos hasta haber comprendido cuáles son nuestros derechos, los tér-
minos de un contrato o las partes de una demanda. Por obtusos que

1. Citado por Broggi (2011, p. 139) y otros es, al parecer, un antiguo proverbio fran-
cés que fue por vez primera mencionado por Ambroise Paré (1510-1590) <http://
en.wikipedia.org/wiki/Placebo_in_history>.

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seamos, el abogado despliega todas sus habilidades para adaptar el len-


guaje jurídico a nuestro nivel de comprensión y no toma decisión al-
guna sin antes escuchar la opinión del cliente. En muchas ocasiones
pueden perder, si no prestigio, tiempo y dinero, de modo que nunca
descuidan el papel del cliente en el proceso. Le preparan si actúa como
testimonio en juicio, le advierten de los riesgos de emprender una de-
manda o le aconsejan sobre un contrato. Es una relación de confianza
con flujos de un lado a otro. No les va en ello ni la vida ni la salud (sólo
en casos extremos); media un pago directo, eso sí. En la relación médi-
co-enfermo, en salud pública el pago es indirecto, pero existe. ¿Por qué
entonces, aún hoy, se sigue invistiendo al médico de ese halo que nun-
ca debió tener por oficio?, ¿por aquello de «Usted me salvó»? A mí me
parece que hoy no tanto. Porque cuando preguntamos a la enfermera
cómo se llama el doctor que nos atendió, ahora nos suelen responder:
«Bueno, a usted le lleva el equipo del doctor tal o el doctor cual».
Team. ¡Qué bien! Como en las olimpíadas. Todos a una. Se acabó
aquello de «el doctor que me salvó la vida». Es el Dream Team quien
salva, con sus enfermeras, por supuesto. Alguien me decía que es que
ven demasiada Anatomía de Grey, unos y otros. Una lástima, porque
tanta renuncia a la individualidad por parte de adjuntos y residentes en
los hospitales universitarios me resulta dolorosa. Ocho años hincando
el codo para que luego no sean más que el miembro de un equipo con
el nombre de otro. Debe de ser como en los bufetes de abogados ame-
ricanos: hay que pelear mucho para ver tu nombre en la firma. Pero
aquí, ni así. Otras veces pienso que lo que verdaderamente apasiona a
los médicos jóvenes es pasar desapercibidos. Ni se presentan a los
clientes ni firman en solitario los artículos. En el ámbito de las revistas
médicas de élite son, apenas, una inicial y un apellido entre otros seis.
Si un profano como yo se acerca a un médico joven diciéndole que soy
la doctora Allué, se cuadran, y como niños vomitan la información
como si estuvieran frente al preparador del examen MIR. Es genial.
Los doctores ya no salvan como héroes solitarios, sin embargo
algunos jóvenes especialistas siguen creyendo —como antaño sus ma-
yores— que la bata blanca sirve para favorecer la levitación por los
pasillos de los hospitales. Se la ponen y, sin rozar el suelo, son trans-
portados de una sala a otra. Olvidan que la aureola es un «resplandor
que, como premio no esencial, corresponde en la bienaventuranza a
cada estado y jerarquía» (DRAE). Premio no esencial. Pero los docto-

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res siguieron leyendo la definición, que añade como ejemplo de


aureola la «de las vírgenes, de los mártires, de los doctores», lo que
seguro licita sus conductas. Lástima, eran los doctores de la Iglesia.
La levitación sitúa al predestinado por encima del condenado de
manera que el vínculo deja automáticamente de ser asistencial, y
apunta a la dependencia y a la sumisión. ¿Se imaginan al cliente de un
abogado callado, sumiso, de pie frente al profesional que ni le mira a
los ojos cuando habla aun cuando está en sus manos una demanda que
puede hacerle perder la libertad? ¿Se imaginan a ese abogado hablan-
do del caso con el pasante, ante los ojos del cliente que sigue de pie,
sin entender nada aun sabiendo que están decidiendo sobre él? Cuan-
do se gana el pleito, los buenos juristas suelen decir al cliente que ha
sido él con su verdad, sus razones o su historia quien lo ha ganado. La
celebración profesional se hace en privado. Luego el cliente añade: lo
hemos hecho juntos. ¿Cuántas veces es así en medicina?
Años atrás explicaba en clase o en conferencias que para ser bue-
no a los ojos de los cuidadores, lo ideal era no comentar y menos aún
discutir las órdenes de tratamiento o los procedimientos asistenciales.
Algunos de nuestros mayores todavía lo creen. Es más grave aún que
haya profesionales que sigan pensando que los cuerpos son de su pro-
piedad y que el enfermo es sólo un soporte. Catalina está convencida
de ello. También es verdad que tiene más de ochenta años. Pertenece a
esa generación que confía a ciegas en los galenos porque son doctores.
Una mañana regresó contenta del consultorio de su oftalmóloga: «Es
tan amable…». Le pregunté qué le había dicho. «Bueno, pues que
dentro de un mes me harán una prueba». ¿Qué tipo de prueba?, ¿con
qué objetivo? «No me lo ha dicho.» ¿No se lo has preguntado? «Es
muy amable, y me ha dicho que no debía preocuparme, que no hacía
falta que supiera qué es lo que me iban a explorar, así estaría más tran-
quila. Además, ella no me hará la prueba, la va a hacer la doctora
Fernández. Es tan simpática…»
Inaudito.
A Catalina le pareció que la amabilidad suplía el deber de infor-
mar. ¿Por qué no llamamos a eso —en este caso— maternalismo? Las
dos oftalmólogas iban a jugar un rato con los ojos de Catalina que en
absoluto debía preocuparse por las distracciones de sus «superiores»,
las doctoras maternalistas.
Sumisión.

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Palabra de médico: en vos confío. Ciegamente. Sublevarse sería


faltar a la autoridad. El deber del enfermo era confiar en quien «sabía
y sabía hacer», y los médicos lo necesitaban porque eso les hacía sen-
tirse seguros (Broggi, 2011, p. 57). «Era una confianza acrítica» que
nadie debía romper y que todo el mundo estaba dispuesto a potenciar.
Así las cosas, María, con más de ochenta se dejó morir. Su médico de
pago la visitaba en el consultorio particular. La encandilaba con ama-
bles palabras para luego ingresarla en el hospital público. Una vez allí,
mientras estaba en su guardia le regateaba los analgésicos, no fuera a
morirse su fuente de recursos; otras veces los eludía porque la creía
muy religiosa y, en consecuencia, dispuesta morir con dolor y como
Su Santidad, Juan Pablo II, haciendo apología del sufrimiento. La úl-
tima tarde, el turno de guardia le correspondía a la doctora Gómez.
Tras una ojeada se decidió por la morfina, para reducir los efectos de
la insuficiencia, el ahogo y los vómitos de sangre. Un par de horas
después parecía más tranquila. A la mañana siguiente apareció el gua-
po de turno, su médico, y tras confirmar —en privado, por supuesto—
a los familiares que María estaba agónica, le retiró la morfina, no se le
fuera a morir en su guardia. Aquel individuo formaba parte de ese
extraño colectivo de doctores —por suerte camino de la extinción—
objetores morales à l’anciènne, para los que paliar es sinónimo de
homicidio. Y siguió sufriendo. Voilà! Viva la sapiencia. «Es que me
trata muy bien», había dicho siempre María a quien no debió gustarle
la doctora de la tarde anterior porque era muy decidida. Horas después
fallecía. Eso sí, en presencia de los médicos. A la familia no se le per-
mitió entrar. Asistir al fallecimiento debía ser un acto médico. Nadie
protestó. A la mañana siguiente, el doctor preferido de María acudió
comedido al funeral, tal vez para justificar la última factura que debió
de pasar a los herederos. «Los Médicos nos equivocamos muchas ve-
ces a este respecto. Pero es que, además, aunque supiésemos a ciencia
cierta la vida que le queda al paciente, es inhumano esperar al final
para aliviarle el dolor. No hay ningún motivo para retrasar el comien-
zo con los analgésicos potentes».2 Además, la muerte no se puede
considerar como el efecto indeseado, ya que por desgracia el moribun-
do fallecerá inexorablemente a consecuencia de la evolución de su

2. <http://www.secpal.com/guiacp/guiacp.pdf> [consulta: enero 2012].

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enfermedad o de sus complicaciones. La responsabilidad moral del


equipo de salud recae sobre el proceso de toma de decisiones que se
adoptan para aliviar el sufrimiento, y no tanto sobre el resultado de su
intervención en términos de vida o muerte.3 Ahí el equipo falló. La
disciplina de grupo dejó de existir porque se interpuso la conciencia
individual en detrimento de la enferma.
Volveremos sobre la colaboración, pero antes querría abundar en
el concepto de confianza. En la relación profesional-cliente se supone
que el flujo es mutuo, de lo contrario, en muchos casos, se disuelve.
Pues ocurre que algunos médicos desconfían de la capacidad del pa-
ciente y en consecuencia olvidan el derecho de éste a conocer los ex-
tremos de su patología y a consultar los documentos que la describen.
Eso, en los hospitales, aún no se entiende. Veo al abogado mostrando
el texto de la demanda, leyendo al cliente los párrafos, a un lado y otro
de la mesa; pero no veo al médico girar la pantalla del ordenador para
mostrar su contenido al paciente: para algunos es todavía sagrado e
inaccesible. De momento, porque el paso siguiente en cuanto a los de-
rechos de los enfermos es el acceso a la historia de salud, la historia
clínica de las personas (HC) y la corresponsabilidad.
Cuando todavía se llevaban a las mesas de los consultorios los fa-
jos de las historias clínicas, una joven MIR de traumatología de mi
hospital me amonestó al sorprenderme en plena lectura del contenido
de mis informes, donde trataba de localizar la última prueba que me
hicieron: «Señora —le dije—, soy yo la protagonista de los hechos que
se narran en ese cuaderno y, todavía más que usted, tengo derecho a
consultarlo». ¿Por qué con el letrado la relación es de confianza y con
el médico de desconfianza? El doctor House no es una quimera, pues
para muchos médicos los pacientes o mienten u omiten información,
exageran, son ignorantes y molestan si abren la boca. Si ocurriera eso
con los abogados, la relación nunca progresaría, y en ambos casos po-
nemos en sus manos nuestra integridad física o como individuos.
Hasta ahora, sólo en una ocasión me han girado la pantalla para
que yo pudiera ver su contenido. Fue durante la visita al anestesiólogo
para un preoperatorio. Me sentía hiperactiva —como siempre antes de
una intervención quirúrgica— y con la lección aprendida, ante un in-

3. <http://www.unav.es/cdb/secpal4.html> [consulta: enero de 2012].

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dolente, fatigado y un tanto desaseado anestesiólogo, un lunes, segu-


ramente después de una guardia. «¿Drogas, tabaco, alcohol?», me pre-
guntó de entrada. Me entró la risa. Faltaba añadir «¿sexo?» a la lista
de preguntas. Como me pareció «accesible» le consulté un detalle de
mi historia y, sin inmutarse, giró la pantalla: «A ver si tú lo ves, por-
que yo…». Casi me emociono. Era la primera vez que un médico me
mostraba la pantalla. Mi pantalla. Tal vez fuera porque a él le impor-
taba tres pitos todo ese misterio de la distancia, las mentiras y la des-
confianza en el enfermo. Lo único que le preocupaba y resolvió pi-
diendo consejo a un colega, fue si habría o no dificultad en intubarme
y encontrar las vías: lo suyo, está claro. Otros, tal vez más limpitos y
arregladitos, viven mucho peor la relación con los pacientes. Es más,
yo creo que les molestamos.
La entrevista con el doctor O. fue interesante. «¡Siéntese!», me
ordenó. ¿Dónde?, me pregunté. Había una camilla, unas sillas y, al
fondo, una butaca de exploración. Era mi primera visita a un otorrino
desde hacía años, por lo que ignoraba dónde debía tomar asiento. Por
costumbre, porque los cirujanos plásticos siempre me exploran tendi-
da, me fui como las vacas al corral, directa hacia la camilla, justo
cuando el médico ya me señalaba la butaca. Acto seguido me pregun-
tó que para qué se me había ocurrido ir a verle, como si fuera un grave
error; que en mi ficha no se mencionaba esa necesidad, y que, qué
hacía ahí si no había que operarme. Le expliqué qué médico me deri-
vó, que no me ocurría nada grave, que sólo necesitaba hacerle unas
preguntas sobre unas dudas que creía eran de su competencia.
—A ver, abra la boca.
—Bueno, es que ronco.
—Pues tiene usted la voz muy fina.
—No, que ronco cuando duermo.
—Eso no es una patología, todos lo hacemos de mayores y cuan-
do dormimos boca arriba. El problema es cuando hay apnea, pero de
eso se ocupan los neumólogos, así que…
—Es que dadas las características de mi cuello, con las retraccio-
nes y la imposibilidad de cerrar la boca cuando echo la cabeza hacia
atrás… pensé que…
[me interrumpe]
—El ronquido no depende de eso.
Cuando ya me iba porque estaba molestando y la sentencia se

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había dictado, a pesar de tener otra pregunta, pues empecé por la sim-
ple, me dice que abra la boca. Que diga eeeeee, iiiiiiii. Me mete una
gasa con la que me sujeta la lengua y añade que trague saliva. Una vez
recuperada del trance, cuando voy a hablar me sugiere que salga por
donde he entrado y me desplace al consultorio número uno y que entre
sin llamar que me va a… [ininteligible]. Obedezco.
En la número uno estaba sentado un colega de su edad. No era un
residente. El doctor O le estaba diciendo que no había derecho, que en
un hospital universitario eso no podía tolerarse, que llevaba toda la ma-
ñana viendo esas cosas (al parecer chorradas elementales y sin avisar) y
que iba a hablar con el director. Yo sentada. Callada. Culpable. Está
claro. Soy una ignorante que ha enredado a un médico para que me de-
rive a un otorrino muy ocupado en narices más importantes que las
mías. Y cuando voy a hablar para añadir la sangre necesaria que justifi-
que la razón última de mi visita, me dice que me va a meter un tubo. Así
que abro la boca y cierro los ojos. Conozco las exploraciones esofágicas
y me preparo para lo peor, cuando ambos me dicen: «Es por la nariz».
Yo me mondo de risa. Ellos, aburridos, añaden que todos hacemos
lo mismo. Y antes de acabar la frase ya tengo un tubo dentro. «Trague».
Pasa de la nariz a la tráquea. «¿Ya está ahí?» «Sí.» «Pues ahora diga
eeeeeeeee, iiiiiiii, trague saliva». Por fin lo sacan. Como si yo me hubie-
ra volatilizado, comentan entre ellos que una parte de «algo» no está
bien y que lo compensa la «otra». No consigo saber de qué hablan. Así
que entonces ataco. Explico sucinto mi historial de traqueotomizada.
La primera vez en la UCI; la segunda, muchos meses después en el
quirófano, durante la maniobra de intubación, dada la retracción de mi
cuello. La consecuencia: paro respiratorio y segunda traqueotomía.
Añado que la pregunta central que les quise formular desde el principio
era si creían pertinente una operación de cirugía plástica que favorecie-
ra la extensión del cuello y, en consecuencia, facilitara futuras intuba-
ciones. Ni caso. No responden. «Ya ha pasado usted algunas», dicen,
como para contentarme. Y asunto acabado. Me voy.
Decido tomar un café y escribir en una servilleta del bar algunas
notas. Necesito digerir (como el tubo que me hace toser) la experien-
cia. Por enésima vez en ese mismo lugar, tras solicitar un triste café, la
empleada del self service (hoy una, mañana otra, da igual) con una
amplia sonrisa se ofrece llevármelo a la mesa. Tres cocineros que se
cruzan en mi camino se disculpan tres veces mientras la camarera de-

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posita el café y me desea que lo disfrute. Llegados a ese punto me


pregunto si la gerencia de la concesionaria de la cafetería adiestra a
sus empleados con una política de atención especial a la diversidad.
Imagino que es cosa del negocio de la hostelería, porque nada así se
observa en las consultas. Nadie me abrió hoy una puerta ni me dejó
pasar. Nadie me preguntó si podía (y de qué manera) horadar mi nariz
torcida ni penetrar (y de qué manera) en mi garganta profunda que
ahora informa de este Watergate. Nadie me explicó qué era lo que an-
daba a medias en mi tráquea. Yo sólo percibí —tal vez sea una suscep-
tible empedernida— hostilidad. Más tarde me sentí culpable. Culpa-
ble de tener dudas respecto a mi deteriorada anatomía. Negligente con
el uso de los recursos asistenciales públicos. Responsable de la pérdida
de tiempo de los profesionales. E ignorante. Porque no sé qué es técni-
camente roncar ni tampoco que cuando la tráquea se abre de urgencia
para intubar, como es un cartílago, no se suelda nunca más y, al pare-
cer, el hueco queda expuesto bajo la piel. Soy culpable de ser ignoran-
te. De manera que, para resarcirme del disgusto me fui de compras.
Fue un final del día hermoso. Compré en la farmacia una crema
queratolítica para mi piel y apósitos con partículas de plata para mis
escaras infectadas. Después, en mi ortopedia favorita, adquirí dos mu-
letas (una de las que llaman geriátricas y otra lila-feminista) y un suje-
tador especial para mis prótesis. Total: 260 €. En los dos sitios me han
hecho descuento. Nada de ello puede ser sufragado por el Instituto
Nacional de la Seguridad Social (INSS). Tal vez lo fuera uno de los
bastones, pero al mirar junto a la empleada las características de la
prestación ortopédica, nos hemos dado cuenta de que el anterior bas-
tón (que está deteriorado) hace menos de treinta y seis meses que lo
compré, por lo que no me corresponde ayuda alguna.
Encima de coja, apaleada.
No se debería confundir el respeto con la indiferencia, pues de lo
contrario se asimila empatía con paternalismo, eficacia con no-impli-
cación afectiva y profesionalidad con frialdad aséptica, tal como de
forma excelente lo explica Marc Antoni Broggi en su último libro
(2011, p. 155). Pero ocurre.
Fred Maggiani4 era bombero de una unidad del sur de Francia.

4. Fréderique et Fred Maggiani (2007), À l’épreuve du feu, Le Cherche-Midi, París.

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En 2005 sufrió un terrible accidente. En el libro que redactó junto con


su mujer narra sus desventuras consigo mismo y, sobre todo, con la
clase médica. A su mujer le sorprende el rechazo que siente Fred por el
Gran Jefe (sic), el cirujano que se ocupó de él después del accidente.
Fred responde que reconoce que tanto él como el resto del personal
sanitario le salvaron la vida, pero «el Gran Jefe nunca ha permitido que
olvide que él sigue siendo un Profesor de Medicina, la quintaesencia
del saber y del poder médico, y yo, nada. Tan sólo un paciente. ¿Cuán-
tas veces, en espera de su llegada, me han sacado de un sueño benefac-
tor para lavarme y dejarme expuesto, a pelo, encima de un simple cam-
po operatorio? (…) El tiempo del Profesor era precioso y yo no tenía
nada que hacer. Esperaba, a veces una hora, muerto de calor y de fati-
ga, y mi cansancio era tan grande que acababa por dormirme hasta que
un ruido acompañado de movimiento me despertaba y allí estaba el
equipo de las batas blancas. (…) Hay que entender que yo estaba vivo.
Sufría por todos los poros de mi piel, de la que me quedaba, se entien-
de. Todo me hería» (Maggiani, 2007).5 El equipo de batas blancas.
En efecto, cuando nos anuncian al Gran Jefe parece que la tierra
va a temblar. El Gran Jefe de Rocío es Dios. Así que como es mi ami-
ga y colecciona bolas de nieve, por su aniversario le regalé una que yo
misma confeccioné con la fotografía de «su» Dios omnisciente (Deus
est unus in trinitate et trinus in unitate), entre nubes y copos blancos,
para que la colocara en su vitrina favorita. A Rocío no le importa que
cuando Dios entra en la sala de traumatología se haga el silencio res-
petuoso porque es devota, pero a los demás tanta imposición nos mo-
lesta. Hace años discutí furiosa con un enfermero porque se negó a
traerme la cuña justo antes de iniciarse el «pase de visita» de la maña-
na. Me dijo que esperara, cuando llevaba ya más de quince minutos
totalmente desnuda sobre la cama, con las heridas al aire y los intesti-
nos muy revueltos. Le contesté que si no lo hacía, daría orden a mis
esfínteres de aflojarse. Además de su actitud obsesiva, lo que más me
fastidió fue su argumento reverencial para con los cirujanos: «¡No les
voy a hacer esperar!», cuando sabía que a ellos les daba igual. Esa
servidumbre, alentada por ese género de conductas siempre me ha su-
blevado porque algunos médicos jóvenes todavía se lo creen. Esos ti-

5. Traducción de la autora.

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pos, por suerte, son fáciles de reconocer: no miran a los ojos, y antes
de saludar tocan la parte enferma del cuerpo. «¡Alto ahí! Identifíquese
y luego ya veremos.» Entonces se ponen nerviosos. Pero hay que ha-
cerlo. No hay que dejarse tocar por cualquiera. Luego leí esto:

Resultó que el hombre con cara de bruto era el médico, médico en jefe.
Su visita —digna de un hospital de verdad— era un ritual que se repetía
de la misma manera cada mañana. Cuando la habitación estaba recién
recogida, los cafés ya tomados, las tazas guardadas detrás de la cortina
(…), se oían unos pasos conocidos por el pasillo. En un santiamén una
mano enérgica abría la puerta de nuestra habitación. Se oían un saludo,
probablemente Guten Morgen, pero del cual sólo se oía un largo Moo’gn
y entraba el médico. Ni esperaba ni deseaba —quién sabe por qué—
que le devolviéramos el saludo.

Lo cuenta Imre Kertész6 evocando la visita médica en el campo de


concentración.
Hace unos meses, estando ingresada en mi hospital, a media ma-
ñana, y sin previo aviso, la enfermera me anunció que los médicos
iban a entrar a ver mis heridas para lo cual era necesario despojarme
de vendas y apósitos. La víspera yo había acordado con mi cirujano
hacer lo propio y en su presencia al día siguiente. Sin embargo, otros
habían decidido adelantarse e incluso le dijeron a la enfermera que la
intención era darme el alta ese mismo día. What? Ahí lo del team vol-
vía a ser de boquilla, para variar, porque no había consenso. El plan de
mi cirujano era otro y sin su aprobación no aceptaría cambios de quie-
nes desconocían mi historial. Así que admití a regañadientes destapar
ligeramente la cura, aunque no los apósitos que fijaban el injerto. Mi-
nutos más tarde entró un grupo de cinco enmascarados. Mi primer
impulso fue decirles que los míos estarían dispuestos a pagar cual-
quier rescate, hasta en dólares, por elevado que fuera, pero que no me
hicieran daño. No parecían de origen árabe, a pesar del tarbush, por-
que iban con el cuello al aire, camisas sin mangas y había un par de
chicas vestidas igual, de naranja. Como hablaban en español, les dije
que podíamos negociar y que era consciente del abandono de las ar-
mas (no las llevaban). Aún hoy no sé quienes eran, pero cuando vi a la

6. Imre Kertész (2001), Sin destino, Acantilado, Barcelona, p. 212.

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enfermera a sus espaldas me armé de valor y les dije que allí nadie iba
a tocar mis injertos hasta el día siguiente. Ese es el team, que ya ni se
presenta. Pero, a mí, no me tocan.
Carmen aguantó dos semanas sin saber ni quién la operó ni quién
se iba a hacer cargo de sus secuelas. El día del alta, harta de tanto team
solicitó la presencia de un médico (sin máscara) para que le detallara
todos los extremos relacionados con los cuidados de sus heridas en
casa y aventurara el pronóstico de las mismas. La cirujana accedió
pero tuvo que ser Carmen quien le dijera, después de diez minutos de
conversación, que —por favor— se identificara. Lo hizo a regañadien-
tes, lo que nos pareció inaudito. ¿Qué temen? ¿Acoso? Estas actitudes
forman parte de una cultura médica que, aunque ni consensuada ni
premeditada, les conmina a comportarse ante los pacientes con alti-
vez, porque no hacerlos dignos de conocer el nombre de quien horada
literalmente sus cuerpos me parece un grave indicio de arrogancia.
La experiencia de Elisabet con los oncólogos, a esas alturas de
su enfermedad, era larga. Aquellos días estaba mustia. Bastante hundi-
da. Creímos que se encontraba peor. Además, el jueves siguiente tenía
visita y eso la inquietaba aún más. La llamé después para saber qué le
comentó el médico. Para mi sorpresa la encontré feliz, repuesta, como
si le hubieran dado un fármaco de eficacia instantánea. Tiempo atrás
me había dicho: «Los médicos nos marcan la agenda», así que como
ella perdió el control de la suya con la enfermedad, aquel jueves que
tenía la inquietante visita se equivocó y cayó en la cuenta de su error
cuando introdujo la tarjeta sanitaria en la máquina que las valida.
«¡Horror! Era el miércoles y no hoy.» Había hecho un montón de kiló-
metros y puesto en un compromiso a su esposo, que la acompañó de-
jando el trabajo a medias. Así que localizó a una enfermera, le explicó
la situación y ésta le propuso la posibilidad de ser visitada ese mismo
día pero por otro doctor del equipo. Elisabet accedió, no era cuestión
de dejar pasar más tiempo: estaba pendiente de la quimio. Así que
entró en el despacho del médico desconocido. Estuvo con él cuarenta
y cinco minutos al final de los cuales le preguntó: «Doctor, ¿puedo
cambiar de médico? Quiero ser su paciente». Se había sentido tan bien
atendida, informada y escuchada, que no dudó en cambiar, razón por
la cual al día siguiente todos la encontramos mucho mejor. Se la veía
distinta, sobre todo más segura y relajada. ¿Puede una relación incó-
moda impedir el avance de un proceso terapéutico?

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Parecer ser que sí.


En la consulta médica habría que pasar del «Qué te ha dicho el
médico» al «De qué habéis hablado». Para logar tal objetivo, los pa-
cientes inquietos no cejan en su empeño de mejorar ese rol atribuido
que jamás desearon ni a sus enemigos, e inventaron la Universidad de
los Pacientes. Se trata de una institución de origen inquieto,7 cuyo por-
tal y actividades asesoran de todo lo imaginable que mejore la calidad
de vida de los enfermos y resuelva esa brecha de pura ideología en la
relación con los galenos.
La Universidad de los Pacientes8 dispone por ejemplo de un
tríptico de consejos sobre cómo sacar provecho de la visita al médico.
El texto recomienda, en primer lugar, la preparación de la entrevista.
Aconseja que se escriban antes las preguntas o las dudas; que se
acompañe de un calendario donde figuren los datos y los fármacos
que se consumen; que se siga un dietario donde apuntar los síntomas
que van apareciendo, si se olvidó el tratamiento o se encontró mal y
las circunstancias, y, finalmente recomienda seleccionar quién le
acompaña. Una vez en la sala de espera, se sugiere al paciente que se
fije en cosas que le ayuden a estar cómodo y que se lleve un libro o
algún pasatiempo para entretenerse; que se relaje y que repase las no-
tas por si se olvidó de algo. Durante la visita, se trata —sigue diciendo
el texto— de hablar con el médico y explicarle el motivo de su visita,
pero hay que escuchar con atención lo que él le diga. «Pregunte si
puede tomar notas. Es importante no olvidar nada, por lo tanto, anote
lo que necesite recordar en casa. Haga las preguntas necesarias. No
deje de preguntar cualquier cosa que le preocupe. (…) También puede
pedir que le anoten las cosas importantes, para poder recordarlas des-
pués. Concrete con el doctor lo que ha de hacer a continuación y cuán-
do. (…) Pregunte qué hacer si se olvida de algo o le surge alguna duda
cuando esté en casa…», etc.
Fascinante.
Conozco a unos cuantos enfermos crónicos que siguen con pre-
cisión estas pautas, tal vez con menor rigor pero con idénticos resulta-
dos. Nos temen. Hay galenos que sólo ver el papelito sufren un vahí-

7. El gran patrón de la casa sigue siendo el inquieto paciente y doctor Albert Jovell.
8. <http://www.universidadpacientes.org/kitdevisitamedica/elkit/index.php?
pag=kit01>.

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Personas 81

do. Peor será cuando saquemos la PDA o el IPAD. Yo ya lo he hecho.


Fotos del antes y del después.
De la misma manera que la Universidad de los Pacientes ofrece
un kit de consejos para la visita médica, alguno de nosotros podría
añadir un curso de formulación de preguntas y estrategias para evitar
la cara de póker de algunos doctores. Se trata de ir de lo general a lo
concreto, preguntas breves, manejo preciso del sentido del humor, ca-
dencia contenida, y pausa cuando parezca, —sólo parezca— que el
médico escribe en el ordenador y, contacto visual ante la pregunta
clave. Hay que evitar ir acompañado, de lo contrario el profesional no
siempre acierta a quién dirigirse, por lo que aconsejamos que, en su
caso, el acompañante se sitúe en un segundo plano. Un grupo impor-
tante de personas con diversidad funcional y usuarias de sillas de rue-
das me confirmó que siempre acudían sin compañía al médico, de lo
contrario éste, invariablemente, dirigía las observaciones a quien esta-
ba sentado en la silla sin ruedas.
En la consulta todas las preguntas clave deberán ser formuladas
una vez finalizada la exploración, de lo contrario ocurre lo que cuenta
de su médico Sándor Márai: «Más tarde me confirmarían que era un
gran talento, un científico de fama mundial en su especialidad. Pero
yo, el enfermo, no le interesaba en absoluto, aunque sí le interesaban
mis piernas y mis brazos».9 La historia que indaga el médico, argu-
menta Marc Antoni Broggi (2011, p. 154) no puede ser sólo una his-
tory de lo que se «encontró» en el enfermo, sino también una story,
una narración de la persona que debería llegar a convertirse en el cen-
tro de referencia de las decisiones que se tomen. Luis Casasbuenas,
médico colombiano, explicaba en su tesis10 que «es importante el con-
cepto que Laín expresa cuando califica al paciente como biógrafo e
historiador de sí mismo, como testigo, actor y autor de su enfermedad.
Esto coincide con los conceptos actuales de que la experiencia propia
del enfermo es de gran valor, y la entrevista se califica como el en-
cuentro de dos expertos: el médico con su saber académico-práctico,
y el del paciente como un saber empírico, personal». ¿Será posible

9. Sándor Márai (2007), La hermana, La salamandra, Barcelona, p. 144.


10. Luis Casasbuenas Duarte (2007), La entrevista médico paciente: perspectiva de
análisis pragmático-discursivo. Tesis de doctorado, Universidad Autónoma, Departa-
mento de Periodismo y Ciencias de la Comunicación, Barcelona, p. 10.

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alguna vez? Al fin y al cabo encaja con lo que propugna la Universi-


dad de los Pacientes, sin embargo muy pocos doctores lo valoran. A
los fans de la evidence-based medicine (EBM) les debe parecer una
marcha atrás, un regreso a la medicina popular o al curanderismo,
pero no hace mucho tiempo, escuchar fue la única fórmula para paliar
los efectos del VIH en los inicios de la epidemia.
El antropólogo Stèphane Abriol me contaba que la duración me-
dia de una consulta antes de que los antiretrovirales cronificasen la en-
fermedad era de unos treinta a cuarenta y cinco minutos. El enfermo era
una fuente de información oral para el médico, que navegaba perdido
en las aguas del novedoso síndrome. Desprovistos de recursos, hacían
lo único que podían hacer: escuchar y prometer que no les abandona-
rían. Médico y enfermo eran partenaires porque tenían intereses comu-
nes: saber más para curar mejor. Hoy la medicación y las respuestas
analíticas suplen la relación, y las consultas se reducen a unos quince
minutos en las que el galeno se limita a leer los resultados de las prue-
bas sin casi mediar palabra con el paciente, con lo que el médico ha
recuperado ese aura perdida entre las redes del mal del final de siglo.
No obstante —todo hay que decirlo—, el sida y la presión de sus aso-
ciaciones hizo avanzar las cosas, tanto por parte de los médicos como
de los enfermos. Si los pacientes son hoy más exigentes y actúan más
como socios activos del galeno, es en gran parte gracias a los que pade-
cen de sida, confirma Marie de Hennezel en su libro (2004, p. 195).
Más todavía. Desde que se transfirieron los datos de las historias
clínicas a los ordenadores resulta más difícil captar la atención del
médico mientras habla el enfermo. La pantalla fascina, embebe, de-
glute la sabiduría y la atención de los doctores hasta tal punto que, a
veces, me he levantado un poco para ver si lo que estaban haciendo en
ella era un sudoku. En el consultorio el médico actúa como una pro-
longación del atril en la sala de conferencias de los congresos, detrás
del cual se esconden los científicos para mostrarse a través de las imá-
genes estereotipadas del prezi.
Expliqué todo esto durante unas jornadas con especialistas
vinculados a los cuidados paliativos entre los que se encontraban los
médicos de primaria. Estos últimos me dijeron que antes era igual, ya
que al escribir tampoco se miraba al enfermo y el proceso era aún más
lento. Sin embargo el paciente podía seguir la evolución del bolígrafo
sobre la hoja de papel pero ahora difícilmente puede seguir las del

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ratón. Además, la pantalla no es una hoja en blanco, es un espacio in-


teractivo que envía cada segundo estímulos visuales difíciles de ob-
viar con la mirada. Así que les relaté cómo evitar esa fuga durante la
visita facultativa con un ejemplo.
Primera visita en un área básica de salud con un especialista en
dermatología. No nos conocemos. Es joven, no llega a los cuarenta.
Dispone de una enfermera sargento a su lado. Tomo la palabra y le
explico mi problema. Escucha con atención sin interrumpir y cuando
finalizo mi exposición se levanta y, lejos de la pantalla, durante un rato
diserta sobre lo que le he preguntado. Me acompaña a la camilla para
explorarme y cuando acaba regresa a la mesa para escribir. Sólo enton-
ces deja de mirarme y yo me callo. Tiempo total de interacción quince
minutos. Los generalistas me dijeron que sólo disponían de ocho.
Ocurre además que la red no se utiliza como tal y todavía en 2012
tiene importantes defectos porque en un mismo sistema nacional de
salud las historias clínicas, por ejemplo, no están interconectadas. Esa
limitación administrativa, que no técnica, obliga al paciente a relatar
todos y cada uno de los problemas si es atendido fuera de su consulta
habitual o es derivado a otro centro. Ante la presencia de la pantalla,
el regreso al diálogo supone un esfuerzo para ambas partes. Los resul-
tados de las pruebas diagnósticas realizadas en un dispositivo asisten-
cial determinado que han de ser enviadas a un hospital de otra red
distinta requieren la participación física del enfermo. Como antes.
Hay que solicitar un impreso, rellenarlo, firmarlo acompañado de un
documento de identidad e iniciar la tramitación para la obtención del
resultado de la prueba diagnóstica en papel que se llevará en mano al
especialista del otro hospital. Regreso al siglo xx.
Adelaida lo tuvo peor. Fue diagnosticada de cáncer e intervenida
de urgencia en el hospital al que le enviaba su mutualidad. Mantenía
una estrecha relación de confianza con su oncólogo. Meses después,
y una vez extirpado el tumor principal, el oncólogo le aconsejó, para
una segunda intervención mucho más compleja aunque puntual, el in-
greso en el hospital de referencia de nivel tres a cuyos cirujanos envia-
ba determinados casos. En el primer hospital había ingresado como
mutualista, pero la mutua no disponía de convenio con el otro centro
al que la enviaban. La mutua sugirió que iniciara de nuevo el proceso
en otro hospital de su red, cuyos especialistas eran ajenos al oncólogo
que llevaba la gestión del caso. Se obvió el daño adicional que este

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conflicto podía ocasionar en una mujer joven con metástasis en el hí-


gado. Aquí la cuestión no era la incompatibilidad de sistemas informá-
ticos para el procesamiento de las historias clínicas, sino la incompe-
tencia del gestor en admitir y resolver que si un cliente es atendido de
un problema muy grave por un médico con el que hay un importante
nivel de complicidad, desmontar ese marco que tanto cuesta consolidar
puede tener consecuencias nefastas. Como siempre, el asunto se resol-
vió por la vía de las adaptaciones secundarias y, pasado un tiempo, aca-
bó abandonando la mutua para afiliarse al INSS. A este respecto cabe
añadir que a la mutualidad le resultó beneficioso el cambio, ya que indi-
rectamente transfirieron a la paciente al sistema público, dada la com-
plejidad y nivel de gasto que iba a suponer para el seguro privado.
Adelaida consiguió en poco tiempo con su oncólogo lo que tanto
costó a Sándor Márai (2007, p. 177): «Ahora me estaba dando lo que
había esperado que me diera todo el tiempo: familiaridad, aquella so-
lidaridad cálida y franca que hasta entonces me había negado. Ahora
hablaba de mí como persona, no del enfermo solitario de la habitación 7,
al que, por ser huésped del Estado italiano, había que tratar con esme-
ro. Por fin se dirigía a mí y no al ocupante circunstancial de una cama
de aquel hospital. La satisfacción es tal, que uno hasta se emociona
cuando ocurre. ¡Me ha saludado! ¡Me ha dado una palmadita en la
espalda! O… ¡Ha rectificado!». Los médicos dicen que no tienen
tiempo, pero estoy de acuerdo con Marie de Hennezel (2004, p. 43)
cuando confirma que ha visto a algunos, tan desbordados como la ma-
yoría, sentarse junto al enfermo en lugar de permanece de pie. Ese
simple gesto de sentarse al borde de la cama es mágico porque trans-
mite total disponibilidad.
Annie Mitchell, citada por Ramon Bayés,11 en el transcurso de
una evaluación económica de la asistencia primaria dijo que lo que
quieren los pacientes es muy sencillo: ver al mismo médico en cada
visita, sentirse mejor y ser tratados como personas. Subscribo esa pri-
mera idea. Los usuarios añaden que esperan que les solucione el pro-
blema que le plantean. Porque «cuando te sientas con los pacientes, te
sitúas a su nivel, dejas de ser aquel médico atareado y autoritario que

11. Ramon Bayés (2001), Psicología del sufrimiento y de la muerte, Martínez Roca,
Barcelona, p. 16.

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no tiene tiempo de hablar con nadie, y los pacientes se sienten menos


intimidados y están más dispuestos a pensar que tal vez el médico se
mira el problema que se está tratando desde la misma óptica que ellos
(Gawande, 2003, p. 298). Transmitir información requiere un esfuerzo
de precisión y de explicación, que, si se hace bien, tiene siempre una
resultado positivo. Si los enfermos entienden mejor lo que se les ex-
plica seguirán con mayor facilidad las proposiciones terapéuticas que
les hagan y, en consecuencia, realizarán menos consultas para obtener
segundas opiniones.
La antropóloga Serena Brigidi describió de forma magistral en su
tesis doctoral12 los escenarios, el atrezzo y los guiones que se desarro-
llan en los consultorios de psiquiatría de un hospital genovés. Aunque
la mayor parte de los galenos lo dude, cada elemento influye en el re-
sultado de la consulta. En el juego interactivo todos los elementos tiene
un peso y la escena, apenas percibida más que por los especialistas,
desempeña un papel de enorme importancia en la historia del enfermo.
En primer lugar, dice Brigidi, importa el atrezzo: «Lo que carac-
teriza el poder blanco y lo distingue es, sin duda, la bata que identifica
y separa a los médicos de los enfermeros. (…) [yo misma] experimen-
té en diversas ocasiones cómo la actitud de las personas cambia en el
mismo momento en que me ponía la bata, incluso la de los profesiona-
les de otros pabellones del hospital pisquiátrico. Entendí rápidamente
que la bata representaba un privilegio que pudiera ser utilizado como
ventaja para el trabajo de campo» (2009, p. 226.) En un contexto tan
estratificado, llevar bata diferencia categorías e individuos, y ofrece
una gama de indicativos sutiles de posición y estatus. El súmmum de
la distinción es llevarla de forma negligente, sin abotonar, abierta,
pero hay que estar muy seguro de lo que se luce debajo. «En un uni-
verso donde se desviste a los otros, la forma de vestirse no es inocen-
te» (Brigidi, 2009). Llevar un «busca» o un teléfono móvil de uso in-
terno por detentar algún cargo es el colmo de la importancia y no
desconectarlo durante las sesiones aún más. Cualquier persona con
esos complementos puede ser abordada con preguntas complejas so-
bre el estado de salud y, al mismo tiempo, podemos permitirle que nos

12. Serena Brigidi (2009), Políticas públicas de salud mental y migración latina en
Barcelona y Génova, tesis doctoral, Universitat Rovira i Virgili, DAFITS, Tarragona.

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palpe el estómago o nos horade la intimidad con algún artilugio extra-


ño. Ese es el poder.
Una mañana entró en mi habitación del hospital un hombre de
blanco diciendo a secas: «¿Francisca Gómez?». «Servidora», responde
una de nosotras. «¡Sígame!», le ordena. Segundos después las enfermas
que quedamos comentamos: «¡Vaya celadores. No dan ni los buenos
días!». Acto seguido entra otro individuo con pijama blanco: «Buenos
días, debería acompañarme para una prueba de radiología… Veamos
[consulta una hoja], la señora María García. ¿Quién es de ustedes? Por
favor, acompáñeme». Este último resultó ser el celador; el otro, era el
residente de segundo año. Ya no hay respeto, que dirían nuestras madres.
De todas formas, la bata blanca es una particularidad de determi-
nados sistemas de salud, y yo diría de distintas culturas asistenciales
que se sirven de esa seña de identidad a falta otros elementos distinti-
vos, como debiera ser la palabra. Porque, en otras culturas sanitarias,
los médicos, por ejemplo, no siempre llevan bata. Los anglosajones,
sin ir más lejos, son poco propensos a este signo porque se identifican
con la palabra: se presentan formalmente antes de dar cualquier paso.
En las consulta externas, el doctor Callahoun me sacó siete clavos de
quince centímetros de mi pierna izquierda en mangas de camisa y con
la corbata metida entre dos ojales, no fuera a mancharse. La camisa
era rosa. Tal vez aquí a los clientes les hubiera parecido poco formal,
a pesar de la corbata, porque no habrían oído nada de la presentación.
En el dispensario de Flakstad, un pueblecito de las islas Lofoten (No-
ruega) al que acudí un verano, un chico con tejanos y camisa a cua-
dros, tan joven que casi lo confundo con mi hijo, me exploró perfecta-
mente. Aquí, en cambio, la bata blanca lo dice todo.
El poderío se extiende, y no muy lejos de aquí, pero de nuevo
entre mediterráneos. Los psiquiatras genoveses que fascinaron a Sere-
na Brigidi lo demostraron no sólo con sus batas sino con los subjeti-
vos dictámenes que hacían de la conducta de sus enfermos. «En diver-
sas ocasiones me turbó asistir a la elaboración del diagnóstico.
Descubrí que sostener (o disfrutar) de «diversas relaciones sexuales»
en el curso de la vida o «gastarse dinero en compras» era invariable-
mente interpretado como episodios de «exaltación tímica». En cam-
bio, interesarse por el propio tratamiento y recorrido clínico estaba
archivado como «una actitud hiper-demandante» del enfermo, cuenta
Brigidi (2009, p. 190).

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Da un poco de miedo, ¿no? Otra psiquiatra, durante el debate


que siguió a una conferencia sobre nuevos rituales funerarios que im-
partí en un hospital, sostuvo que esos gestos simbólicos eran indicio
claro de duelos patológicos porque no ayudaban distanciarse de la
pérdida, a ubicarla fuera del espacio físico. De modo que, según ella,
depositar ofrendas junto a las cenizas enterradas en el jardín de tu
propia casa era el efecto de un desapego mal gestionado. Entonces le
pregunté si igualmente lo era colocar flores, fotos o signos de identi-
dad durante la visita al cementerio. No, ahí no. ¿Entonces? No inter-
pretaba a partir del discurso sino del gesto novedoso que, cultural y
subjetivamente, no estaba dispuesta a admitir. En la antigua Roma, el
culto a los Manes, los espíritus de los antepasados, lo realizaba el pa-
ter familias en el larario doméstico. El éxodo de los muertos al ce-
menterio extramuros no se produjo hasta principios del siglo xix por
imperativos de policía sanitaria, aunque muy en contra de la voluntad
del pueblo. ¿No será que tener las cenizas de los muertos en el jardín
puede favorecer los Poltergeist?13 Yo conozco a alguien las tiene en el
armario. ¿Psicopatología de la vida cotidiana o psicopatologizar la
vida cotidiana? No creo que Freud entendiera esos gestos como tales.
De ahí que, para acabar, le pregunté a la psiquiatra quién ponía los lí-
mites entre lo normal y lo patológico en su terreno. La enferma de
Serena Brigidi era bipolar, de acuerdo, pero el trastorno no impregna
cada una de las decisiones que toma al día. La mujer que ofrendaba
flores estaba por eso, y según la psiquiatra, muy enferma. Si esos ges-
tos cotidianos son descritos como patológicos al haber sido observa-
dos en personas diagnosticadas, extrapolados, podrían constituir una
gran epidemia. Es decir, para los psiquiatras, el hábito hace al monje.
Siempre. Son enfermas, no padecen una enfermedad; luego, cualquie-
ra de sus conductas es patológica.
Con Rosa hicieron lo mismo. Sufrió quemaduras en el 65 por
100 del cuerpo. La visité en el hospital durante su rehabilitación, tanto
por indicación de su fisioterapeuta como de la psiquiatra con la que
seguía la terapia desde antes del accidente. Al parecer se trataba de un

13. Del alemán poltern (hacer ruido) y Geist (espíritu), es un supuesto fenómeno
parapsicológico que engloba cualquier hecho perceptible, de naturaleza violenta e
inexplicable inicialmente por la física, producido por una entidad o energía impercep-
tible. <http://es.wikipedia.org/wiki/Poltergeist> [Consulta: noviembre de 2012].

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intento de suicidio no reconocido. Me dijeron que además tenía serias


tendencias de exhibicionismo patológico. ¿Qué? ¿Exhibicionista?
«Bueno, es que estamos en pleno invierno y va en camiseta, sin soste-
nes y enseñando por ahí todas las partes del cuerpo que le fueron in-
jertadas.» Eso me dijeron. «¡Señoras!, ¡orden!», les dije. Rosa tenía
mucho calor porque refrigeraba mal a causa de las quemaduras y nada
a través de los injertos. Además, las prendas ajustadas la herían, razón
por la cual se negaba a utilizar sujetador. A nadie se le ocurrió pensar
en eso porque es más fácil creer en la incapacidad del paciente que en
el prejuicio del observador. El diagnóstico me pareció, por tanto, pue-
ril. Si esa era su locura, yo también necesito un psiquiatra.
Ahora entiendo por qué usan bata blanca: porque el signo es su-
ficiente para ellos, no necesita contextualización alguna.
En otro congreso, esta vez de atención primaria, me preguntaron
si como mujer había encontrado más diferencias que similitudes o al
contrario entre los médicos y las médicas (sic). Me sorprendió la pre-
gunta. Yo tenía entendido que en las aulas de la facultad comparten los
mismos bancos, pero, en fin, hice un esfuerzo.14 Así que respondí que
en aquel momento —quince años después de mi entrada en el siste-
ma— sería poco significativo decir algo sobre mis particulares rela-
ciones con los profesionales de la salud, puesto que ya no era una pa-
ciente estándar. Hacía tiempo que ya no miraba sino que observaba, y
quienes se sienten observados, sobreactúan. De modo que, en lo posi-
ble, referí lo que me cuentan mis informantes. A nivel cualitativo —que
es en el que trabajo—, ni mi red social ni mis informantes anuncian
diferencias notables en relación con la asistencia que reciben o reci-
bieron por parte de hombres o mujeres médicos. No distinguen sexo.
Ocurre algo semejante a cuando le preguntas a un niño si tiene maes-
tro o maestra: no anuncia diferencias ni decepción ni entusiasmo ni
expectativas distintas. Sólo se ríen cuando les pregunto si al profe (vo-
cablo que utilizan tanto para designar a un hombre o a una mujer) le
llaman señorito o señorita. Tal vez porque fui profe no me gusta utili-
zar el término médica. Me parece que se trata de algo —como dice el
diccionario— perteneciente o relativo a la medicina y no tanto la pala-

14. Hasta aproximadamente el año 1964 en las aulas comunes de la Facultad de Me-
dicina de la Universidad de Barcelona, las alumnas dispusieron de bancos reservados
en las primeras filas.

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bra que designa a la persona que legalmente ejerce y profesa la medi-


cina. Debo ser carca porque me suena mal en castellano, no así en
català. Igual que no digo «jueza» (que no existe según el DRAE) pero
sí jutgessa, en català. No sabría explicar por qué. Tal vez se trate de un
dilema de socialización de la lengua. El DRAE dice además que, aun-
que en desuso, médica es la mujer del médico. No lo sabía, lo cual
pondría aún peor las cosas. La ministra, mujer del ministro. Médica
me suena a calificativo más que a nombre: «receta médica», «asocia-
ción médica», «consulta médica».
En cualquier caso, en relación con la asistencia primaria (tam-
bién en urgencias), la ciudadanía consultada no acostumbra a distin-
guir en primer término si quien le atendió fue un hombre o una mujer:
ellos o ellas le dijeron que tenía tal o cual cosa. Tampoco dicen con-
fiar más o menos si es un hombre o si es mujer. Sensatos, confirman
que no depende del sexo sino de la persona, y alaban o critican el trato
recibido al margen del género. Es más, cuando preguntamos a alguien
sobre el resultado de una consulta médica solemos utilizar el plural
neutro: «¿Qué te han dicho?».
Durante una serie de visitas que realicé a todos los centros de sa-
lud de una comarca de la Catalunya rural para evaluar el grado de ac-
cesibilidad arquitectónica de las instalaciones, mantuve entrevistas
con diversos médicos de primaria. Todos y cada uno de ellos me reci-
bieron e, incluso reivindicativos, me mostraron las deficiencias de las
instalaciones o las glorias del recinto «que por fin nos arreglaron».
Pensé, en un a priori infundado, que me recibirían mejor las mujeres
por aquello tan machista de que me enseñarían mejor la casa. No fue
así. No hubo diferencia alguna. Es más, se mostraron encantados con
un tema tan tangencial —pensé yo— para los profesionales como pue-
den ser las barreras arquitectónicas. Hubo momentos en que funciones
y sexo se confundieron: cuando creí hablar con el enfermero y era el
médico, y cuando la supuesta médica era la enfermera o el presunto
médico resultó ser el auxiliar de clínica. Trabajo en equipo, pensé.
Ahora bien, en el hospital, las circunstancias modifican bastante
la relación. La especialización y la competitividad entre muchos debe
hacer que, en esa guerra, unos y otras usurpen atributos y conductas,
aunque no siempre. Porque cuando se establece una comunicación
más directa entre la mujer médico y el paciente las cosas pueden cam-
biar ya que el trato directo modula las actitudes. La primera impresión

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90 El paciente inquieto

que recibimos en los hospitales es que las mujeres médico acentúan el


mimetismo con las conductas masculinas, como mecanismo incons-
ciente de aumentar el prestigio a través de la imagen que las identifi-
caría con la idea de poder. ¿Qué conductas?
Conductas de evitación, por ejemplo. No miraré a los ojos de la
paciente para no implicarme en exceso. Luciré los atributos de mi pro-
fesión: evitaré el pijama para no ser confundida con la enfermera, lle-
varé muchos papeles y bolis en el bolsillo, el fonendo colgando15 aun-
que jamás lo utilice (en primaria no lo llevan), caminaré a toda
velocidad con la bata al vuelo por los pasillos para que se vea la ropa
de calle y mi grado de responsabilidad, evitaré el trato acogedor y
afectuoso cuando informe a los familiares. Seré breve y concisa. Todo
eso porque estoy en un hospital. Las personas vienen y se van; no son
mis pacientes son mi patología, y yo soy una científica o una cirujana.
Igual que mis colegas hombres. Es decir, «aire autoritario», me dicen
mis informantes.
Y ellos, los hombres médico, obviamente hacen lo mismo que
ellas. De ahí que si hubiera diferencias entre hombres y mujeres en el
ejercicio de la profesión, según cuentan los informantes, serían sólo
en lo relativo a la especialidad o al espacio de trabajo: medicina pri-
maria u hospitalaria. Tal vez se salvan de la quema quienes trabajan en
urgencias. La obligatoriedad del pijama y el horario, además de la
necesidad de trabajar en equipo con otros profesionales, liman las dis-
tancias entre hombres y mujeres, lo que repercute en la percepción
que de ellos tiene el cliente. Ni unos ni otras lo piensan ni lo hacen de
forma consciente. Es parte de la representación profesional de los mé-
dicos de hospital, insisto.
Hoy la profesión es el resultado de una competitividad feroz en
la que las mujeres, por los efectos añadidos de la maternidad y el cui-
dado de la casa, tienen las de perder, y sólo imitando las conductas
masculinas saldrían ganando en el combate con los oponentes mascu-
linos. A veces sólo se consigue con la edad, mujeres mayores, sin hi-
jos ya a su cargo, que compiten de tú a tú con sus colegas masculinos,

15. «El fonendo colgado del cuello se ha convertido en un objeto simbólico desde los
años ochenta. Antes se llevaba colgado por los auriculares y ahora, en cambio, se lleva
como un collar. Las pediatras más jóvenes ahora llevan dos fonendos: uno para niños
y otro para recién nacidos. Putas modas», me dijo el doctor Smiley.

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Personas 91

sin dependencias femeninas. De entre ellas, las hay que consiguen de-
dicarse a la investigación, por lo que, a veces, reproducen los estereo-
tipos masculinos.
En cuanto a la interacción entre mujer profesional de la salud y
mujer paciente, la relación directa (ahora ya no me refiero a la este-
reotipada que ya he descrito) varía en función del tipo de proximidad
o lejanía que ambas suelan mantener con las personas de su mismo
sexo o del contrario en la vida civil. Cuando el nivel de confianza con
el profesional de la medicina se ha establecido, la relación se modula
según parámetros estrictamente personales, no de género.

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6.
Cuidadores formales

Al colectivo especialista en el cuidado nunca le ha preocupado el gé-


nero atribuido. Sí es verdad que la presencia masculina es mayoritaria
en los puestos de trabajo de gestión y en la representación sindical,
mientras que en la docencia de enfermería es al contrario. Hoy, la ma-
yor parte de los hombres jóvenes que practican la profesión de enfer-
mería se llaman a sí mismos enfermeras, en femenino. Tan anchos.
Nosotros las enfermeras. Ni les han mandado al psiquiatra ni se sien-
ten minusvalorados.
«Durante mucho tiempo, ser una buena enfermera significó ser
abnegada, paciente, agradable y cumplir diligentemente lo que el
médico ordenaba. Por el contrario, una mala profesional era aquella
que tomaba decisiones, preguntaba las razones de lo que le manda-
ban hacer y anteponía criterios profesionales a los vocacionales y
caritativos», decía Cristina Francisco (2003, p. 77). En consecuencia,
en los setenta, a ella y a sus compañeras las formaron para la subordi-
nación y la obediencia, pero se comportaban como profesionales por-
que creían en ello y «queríamos ser europeas». Muchos años después,
en el despacho de una enfermera de un hospital barcelonés, encontré
la siguiente definición de la profesión que aparecía inscrita en inglés
en una jarrita de café. Decía así: «Enfermería, el oficio más creativo
del mundo: manejo de situaciones críticas, legislación, juicio, pacien-
cia, medicina, psicología, energía, geriatría, pediatría, educación y es-
cucha… Quien sea capaz de desarrollar todo esto, es alguien muy es-
pecial».
En todo proceso de interacción social, cada actor representa un
papel que se perfila, se matiza o modifica según el contexto en el que

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94 El paciente inquieto

tenga lugar el intercambio. Cuidadores y enfermos somos iguales:


personas comunes con una profesión, una vida afectiva, unas preocu-
paciones, un nivel de instrucción y de renta determinados. Sin embar-
go, en el contexto de la interacción en el hospital, en la sala de curas o
en la consulta externa, cada uno representa un papel. Unos son perso-
nas comunes con un problema relacionado con la salud, mientras que
los otros, los cuidadores son, en ese contexto, profesionales del «cui-
dar». Una vez presentados los actores se inicia la relación en la que,
en determinadas circunstancias, aparecen además cuidadores informa-
les. Son los familiares o los amigos que representan diversos roles a lo
largo del proceso de enfermedad o de accidente. En la fase aguda,
cuando el que sufre no puede todavía representarse a sí mismo, el fa-
miliar es el primer interlocutor del cuidador. Cuando la salud mejora,
la toma de decisiones debería ser el indicio de la recuperación de la
autonomía. Cuando empeora, o el proceso degenera, también la resis-
tencia física del cuidador informal empieza a preocupar a quienes se
ocupan de ella. Para que la relación entre unos y otros, cuidadores
formales e informales y pacientes fluya sin «ruidos», sin interferen-
cias, es necesario que cada una de las personas que intervengan co-
nozcan su parte del guión en el contexto en el que tienen lugar los
hechos. Sólo así será efectivo el resultado de la relación terapéutica.
Cuando ingresamos graves y confusos en los hospitales, en la
soledad del drama, nos agarramos a aquellos que nos cuidan. Quienes
con sus gestos van a hacer posible la reducción de nuestro dolor o de
nuestro daño se convierten en puerto donde anclar nuestros miedos.
Los profesionales de la enfermería, además, serán quienes tratarán de
mediar entre el enfermo y la familia cuando el aislamiento terapéutico
impida recibir el calor de los nuestros. La enfermería conoce y reco-
noce el valor curativo de la sociabilidad y suele fomentarla. Sin em-
bargo, como hemos visto, algunos médicos lo niegan porque aceptarlo
significaría poner en cuestión el edificio de su saber y de sus señas de
identidad. Cuando el personal sanitario invoca ese tipo de recursos no
descritos de forma específica en el arsenal terapéutico, sólo revela su
condición humana, condición partícipe de los valores y las creencias
de una sociedad y una cultura a la que pertenece.
«Dime qué conocimientos utilizas para prestar cuidados y cómo
los empleas y te diré qué clase de cuidados das» (Collière, 1993,
p. 243). En su libro Promover la vida, Marie Françoise Collière, iden-

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Personas 95

tificaba los cuidados destinados al mantenimiento y reproducción de


la vida a través de la historia. Tanto en las civilizaciones tradicionales,
como en el pasado histórico de la sociedad occidental, la mujer ha
sido acreedora no sólo del poder de profetizar, sino del de curar o per-
judicar por medio de recetas misteriosas, atributos que se le asociaron
desde el origen de la humanidad hasta la Edad Media. Desde la orga-
nización de los estados modernos hasta finales del siglo xix, la filia-
ción religiosa matrilineal marca los cuidados atribuidos a una mujer
especialista, la mujer-consagrada. Trazados los rasgos de la profesión
a finales del xix, la filiación médica patrilineal se impone con los cui-
dados de la mujer-enfermera-auxiliar del médico que se extienden
hasta los años sesenta del último siglo. A partir de ahí, las enfermeras
tratan hoy de buscar su identidad a través de los cuidados. La clave de
la evolución de la profesión debería radicar en aclarar la identidad de
los cuidados de enfermería, no trazando un perfil de lo que es, de lo
que debería ser o en lo que se tiene que convertir (…) sino identifican-
do la naturaleza, la razón de ser, el significado, la valoración social y
económica de la prestación profesional que se ofrece a los necesitados
de cuidados (Collière, 1993, p. XVII). De ahí que yo misma trate de
definir los cuidados a partir de lo que percibimos de la práctica enfer-
mera.
Como paciente conozco, entre los que logro identificar como
profesionales de la enfermería, por un lado, a las técnicos de áreas
especiales: quirófano, UCI, radiología y urgencias; a las enfermeras
de las áreas de hospitalización por especialidades, y a las de la asis-
tencia primaria dentro del gran marco de la enfermería asistencial no
psiquiátrica.
Las enfermeras de quirófano, de las unidades de cuidados inten-
sivos o de urgencias son, a efectos de quien es cuidado, una cara des-
dibujada, sonriente o muda por la mascarilla en la entrada del quirófa-
no. Es alguien que manipula nuestro cuerpo de la misma manera que
después va a brindarle ayuda e instrumental al cirujano. Tampoco sa-
bemos quiénes son las personas que están detrás del cristal protector
de radiología y mucho menos las que atienden nuestra parada cardio-
respiratoria en la UCI. Son técnicos, expertos en cure no en care. La
interacción paciente-enfermera es escasa porque está interpuesta por
las máquinas, lo que permite a los profesionales distanciarse del obje-
to. En esos ámbitos, el enfermo necesita que le curen y que alguien

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96 El paciente inquieto

vigile lo que manos y máquinas vayan haciendo. Nada más. Luego,


todo eso, nos lo explican. Nos explican lo mucho que lucharon, la
fuerza que trataron de infundirnos y los mimos que nos brindaron.
Nosotros —lamentablemente— apenas les recordamos, sin embargo,
agradecemos su eficacia técnica.
En la planta del hospital, en cambio, el enfermo espera, de esa
enfermera que le atiende y que lleva el peso de una planta de trauma-
tología —por poner un ejemplo—, que le cure a fondo esa cicatriz
enrojecida del pie donde tiene los puntos, que responda a las dudas
que le inquietan de lo que observó el médico por la mañana, que re-
suelva el dolor y la angustia, que le coloque bien el peso de la polea y
que le permita cambiar el menú que no le sienta bien.
Pese a que ahora casi predominan las mujeres médico, los este-
reotipos atávicos asociados al género hacen que se atribuya a la en-
fermera un papel siempre supeditado al médico, según una errónea
jerarquía que le asigna funciones por delegación. También las consi-
deramos intermediarias. Es evidente que la enfermera puede ayudar a
traducir los jeroglíficos de los médicos, conoce el tratamiento admi-
nistrado y la vemos más a menudo que al médico que nos atiende,
pero no es su función. La consideramos la primera aliada, la voz cer-
cana a quien recurrir. A veces la enfermería no es lo bastante cons-
ciente de lo que todo eso representa para la persona enferma y huye de
sus interrogatorios.
Tumbados en la cama imaginamos el auxilio inmediato de Flo-
rence Nightingale con pijama, un fonendo al cuello, sonriente, experta
buscadora de vías, observadora, hábil, ideológicamente tolerante, bue-
na negociadora de analgésicos, intérprete de idiomas capaz de hacer
traducción simultánea de lo que dijo el médico, holística, madre, her-
mana y paño de lágrimas. Que tenga en cuenta los diversos factores
culturales, sociales y económicos que actúan sobre el individuo como
redes de influencias. Todo eso no es posible llevarlo a cabo, y mucho
menos aprenderlo en una escuela ni tampoco hay tiempo para ello. De
manera que es frecuente que algunos cuidados sean mal vistos por al-
gunos sectores de la enfermería porque requieren capacidad de per-
cepción, comprensión, elucidación de información, ingenio, inventiva
y creatividad, todo lo cual es reconocido como atenciones menores, ya
que lo único que, según algunos, requiere conocimientos y saber cien-
tífico es la técnica.

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Personas 97

Explico con un ejemplo una experiencia al respecto en un curso


sobre quemados para enfermeras. Las asistentes debían de ser muchas
de ellas de primaria o de cualquier otro sector en el que encontrar un
quemado agudo es excepcional. A pesar de eso, les explicaban las exce-
lencias de las curas especializadas de quemados. Les hicieron demostra-
ciones prácticas de cómo realizar un vendaje especial para un gran que-
mado y los últimos adelantos en la piel artificial. Era, por lo que vi, un
curso de técnicas. Me pregunté por qué enseñarían eso en un curso mo-
nográfico a un montón de enfermeras si sólo hay nueve o diez unidades
de grandes quemados en todo el Estado. En cambio, no les explicaron
qué hacer con un quemado rehabilitado que pasa por el consultorio de la
enfermera de primaria para que le curen una herida que salió después de
años de cicatrización. No les comentaron que tenemos disfunciones tér-
micas porque no tenemos poros, nos afectan determinados desequili-
brios vitamínicos, hacemos úlceras y escasean los problemones psicoló-
gicos. Nada de eso les dijeron. Sólo técnica: carros de curas.
No había quemados en la sala.
Llegamos más tarde. Una empresa de cosméticos nos invitó al
curso para mostrar a los alumnos cómo nos maquillamos. Quienes diri-
gían la sesión nos animaron a participar, así que fuimos haciendo inter-
venciones puntuales sobre lo que iba ocurriendo en el escenario. La
expectación era enorme porque los resultados del maquillaje son es-
pectaculares. A una de las alumnas le interesaban los aspectos psicoló-
gicos en relación con las secuelas de quemaduras y me aseguró que un
psicólogo y un psiquiatra hablaron por la mañana. Ningún quemado
rehabilitado o hundido fue invitado para explicar su experiencia. Ape-
nas fuimos para ellas más que unos cuantos rostros dispuestos a ser
maquillados. Pudimos ser fuente de información pero no nos pregunta-
ron por qué ya no teníamos heridas abiertas. Además, ¿qué hace un
paciente en la silla de al lado? Nuestros contratiempos, una vez dados
de alta de un servicio de quemados, ya no requieren técnica, sólo cui-
dados, pero no los reconocieron. Tal vez fuera porque, como dice Cris-
tina Francisco (2003, p. 79), si sólo se interesaran por los cuidados de
la persona, por los aspectos más humanistas, las confundirían con las
enfermeras tradicionales con faldas y cofia, mientras que vestidas con
uniforme-pijama y en un área quirúrgica, los aspectos técnicos domi-
nan. El hábito no hace al monje, y Francisco dice que es posible conci-
liar técnica y cuidados con un pijama, lo que es absolutamente cierto.

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Marie de Hennezel (2004, p. 103) califica a ese tipo de enferme-


ras de relacionales, pues mantienen una relación de solidaridad con el
enfermo. En muchas ocasiones, esa enfermera, que establece este tipo
de enlaces suele tener problemas con el resto del equipo, porque supo-
ne ser muy tolerante y también saltarse las normas. Es entonces cuan-
do el fin justifica los medios.
Isabel (45 años) pesaba más de cien kilos. Sus quemaduras no
eran muy extensas pero la obesidad agravaba su estado. La iban a ope-
rar otra vez a la mañana siguiente y estaba muy inquieta. La imagen y
la conducta de Isabel no se correspondía tampoco con el ideal de pa-
ciente, pues solicitaba las cosas de forma brusca y pocas veces seguía
los consejos terapéuticos. A pesar de todo, un domingo la auxiliar de
quemados, saltándose el rígido protocolo de visitas, decidió vestir a la
hija pequeña de Isabel con gorro, bata estéril y mascarilla para que
viera a su mamá en directo. La cogió en brazos y la entró un minuto
en la sala blindada y prohibida donde se encontraba la madre, para
que, por primera vez desde el accidente, la pudiera besar. Isabel se
sintió mucho mejor esa tarde.
Hay otras circunstancias en que la enfermera, sobre todo en los
servicios de traumatología o de cirugía, establece con acierto que el
enlace será más eficaz si facilita las relaciones con otras personas que
hayan pasado por situaciones similares a las de sus pacientes. Dani
había perdido una pierna como consecuencia de una descarga eléctrica
y temía por su mano izquierda. Su enfermera encontró tiempo para
pensar en la posibilidad de que un veterano charlara un rato con él. La
entrevista suponía saltarse la prohibición de visitas en una sala de crí-
ticos y el traslado del veterano en silla de ruedas hasta la habitación de
Dani. Pero a ella no le importó, ya que perseguía un objetivo: lograr
una mejora del enfermo utilizando cualquiera de los recursos disponi-
bles cuando los estrictamente clínicos parecían fracasar. La ayuda mu-
tua es uno de ellos. Pasados los años, un Dani ya veterano brinda pa-
recida ayuda a quienes acaban de darse de bruces con la adversidad.
«Cadena de favores». Ese es precisamente el nombre que una enfer-
mera le ha puesto al grupo de voluntarios de la asociación de quema-
dos (http://kreamics.org/) que presta esa ayuda.
En situaciones en las que el aislamiento es imprescindible, la
tarea de enlace de la enfermera es fundamental para mantener la cali-
dad de vida del paciente. Hay enfermeras de áreas críticas que reivin-

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dican la posibilidad de compartir con los médicos la sesión de infor-


mación a los familiares. Permanecen junto al enfermo muchas horas,
lo que les permite conocerlos a fondo y saber, en lo posible, cuáles
son sus necesidades en relación con quienes están fuera esperando
noticias.
En abril de 2001, durante mi primer ingreso del año, una tarde
sufrí una crisis como consecuencia del estrés que ocasiona la depen-
dencia y el aislamiento al que estábamos sometidos por aquella época.
La unidad de quemados de mi hospital se organizaba como un área
crítica, cerrada, dotada de personal suficiente como para ser atendidos
seis pacientes por una sola enfermera y una auxiliar durante dos tur-
nos de doce horas. Tenía mi mano útil inmovilizada y la pierna iz-
quierda con injertos, de forma que mi dependencia era casi total. Para
colmo, tenía la menstruación y sangraba profusamente. Pedí ayuda a
la auxiliar para que solventara el contratiempo pero ella se limitó a
colocar de mala manera una sábana sobre la enorme mancha de san-
gre. El embozo a media altura acabó por hacerme sangrar los codos.
Acto seguido me sirvió la cena. Aquel día —en el que la auxiliar se
había levantado con el pie izquierdo y del revés— decidió dejar la
bandeja en la mesa sin apenas trocear los alimentos que yo debería
llevar a la boca con lo que queda de mi mano izquierda. No cené. Al
poco rato, la sensación de abandono, de miseria, de impotencia y de
hastío me invadió de tal forma que empecé a llorar y no logré detener
el llanto hasta un par de horas después, cuando llegó Núria.
Me expliqué. Apenas dijo nada, sólo me tocó y me animó a se-
guir llorando. Me escuchó durante un rato y prometió acomodarme
para el sueño. Nada más. La profesionalidad de esa enfermera debía
estar impregnada de teobromina, elemento adictivo del chocolate,
porque un par de meses después supe que la intervención de Núria
sirvió también para animar la profunda tristeza del mismo Dani, en
otro de sus momentos bajos.
No creo en absoluto que esos gestos descritos sean el resultado
de una predisposición personal. Tampoco estoy de acuerdo con quie-
nes discuten que reduzcan la eficacia de las actuaciones técnicas, ni
creo que falte tiempo y ocasiones para llevarlos a cabo. Se trata de una
impecable ejecución de la profesionalidad en la que el encuentro entre
la técnica y el cuidado holístico del enfermo son posibles. Una actua-
ción que me remonta a aquella época en la que la enfermera, por care-

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100 El paciente inquieto

cer de recursos técnicos, se servía de lo único que tenía a mano: cuidar


con sentido común. Esos gestos pueden llamarse como se quiera, has-
ta se pueden academizar y convertirlos en relación de ayuda, modelos
de cuidados, en enseñanzas de Virginia Henderson o en lo que sea. Lo
que puedo asegurar es que desde la horizontalidad del lecho se entien-
den como el resultado de la experiencia de quien ha sabido aprender a
pensar, a percibir, a observar y actuar de una forma determinada ante
las necesidades asistenciales.
La enfermera de primaria no utiliza técnicas sofisticadas pero si
fuera necesario sabe ejecutar maniobras de resucitación. No es exper-
ta en nada especial y hasta confiesa que casi nada de lo que le enseña-
ron en la escuela le es útil hoy: «Cuando empiezas —cuenta Esther—
ves al paciente como alguien a quien se le ha de hacer una técnica
(sic), con el que hay que ser amable, intentar entenderle, pero siempre
en relación con la técnica que vas a practicarle. Ahora, desde que estoy
en primaria, la técnica es lo que menos importa. En cambio, cuando
empiezas, lo importante es contabilizar las vías y las sondas puestas».
Dos de las compañeras de Cuidados Intensivos de Cristina Fran-
cisco (2003, p. 93) optaron por la atención primaria porque ella les
dijo: «No sé muy bien lo que se va a hacer en la primaria, pero vamos
a tener muchas oportunidades de hacer enfermería». Parece que así
está siendo. El Foro Español de Pacientes, en su agenda política, recla-
ma ese papel de la enfermera, de manera «que se promueva un cumpli-
miento adecuado con la terapia y una mejor adherencia a los tratamien-
tos por parte de los pacientes afectados por enfermedades crónicas
mediante la identificación de un profesional de enfermería como res-
ponsable del control, seguimiento y educación del paciente en la aten-
ción primaria».1 Yo misma, como paciente de origen hospitalario, del
sector duro (quirófano y UCI), no descubrí la enfermería de primaria
hasta que asumí que las secuelas de mis quemaduras eran crónicas.
Para mí, primaria era un sector a donde iba a que me firmaran las bajas.
Hasta que un día me di cuenta de que necesitaba que me cuidaran. Ne-
cesitaba que alguien, de vez en cuando, supervisara mis pequeñas le-
siones; que alguien regulara las deposiciones con dieta o con laxante,

1. <http://www.webpacientes.org/fep/page.php?page=agpolitica/index> [consulta:
enero de 2012].

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Personas 101

que me controlara la tensión, el hematocrito y más adelante el coleste-


rol. Un buen día la enfermera de primaria me ofreció además la posibi-
lidad de ayudarme a dejar de fumar. Seguí con ella la terapia. Luego
engordé y me puso a dieta. Cuando salía del hospital con puntos y he-
ridas venía a casa a curármelas. ¿Qué más puedo pedir? Curas, contro-
les básicos, tabaco y obesidad: cuidado integral. Esas enfermeras desa-
rrollan además un programa de salud para los cuidadores informales y
supervisan los botiquines de los domicilios, y, si llega el caso, acompa-
ñan a bien morir. Conocen su comunidad y, aunque les apasionen las
urgencias hospitalarias, no hay nada como tener tu propio consultorio:
tú decides, dicen. De vez en cuando eso les permite ser protagonistas
indelebles de nuestras memorias, como mi sherpa favorita.
De nuevo Sándor Márai ilustra con genialidad lo que supone al
enfermo ofrecer su brazo para encontrar una vía por la que extraer
sangre o introducir un fluido: «El médico se arrodilló junto a mi cama,
me agarró el brazo derecho como si fuera un objeto y lo palpó en bus-
ca de una vena. “Malas venas”, refunfuñó, como el comerciante que
desdeña una mercancía de segunda» (2007, p. 131). Así son las mías,
o mejor dicho, su acceso. Con los años algo habría de cambiar al res-
pecto, y eso gracias a la audacia y a la pericia de mi enfermera de
primaria, sherpa Nora.
Muchos fueron los años que diversos exploradores dedicaron a
la búsqueda de nuevas vías en mis brazos para alcanzar alguna cima
importante, el equivalente en flujo a un ocho mil. Aventureros no fal-
taron. Palpaban aquí y allá pero apenas consiguieron más que una frá-
gil ruta sur hacia el extremo de mi mano izquierda que, en la mayoría
de las ocasiones, se atascaba y el espeso fluido terminaba por coagu-
larse antes de llegar a su destino. Otras, el dolor resultaba insoporta-
ble, como una descarga de alto voltaje. Había excursionistas poco
diestros que, incapaces de entender la lengua de la montaña, insistían
instalando campos base inútiles muy lejos de aquella ruta sur. A pesar
de ello, llegué incluso a ofrecerme como donante pero la ONG de la
sangre desestimó mi oferta: no era una buena patrocinadora. Necesita-
ba un sherpa experimentado y honesto. Un frío día de diciembre se
produjo el milagro. Conocía desde hacía algún tiempo a la ahora mi
favorita. Luego me contó lo mucho que le costó extraerme sangre la
primera vez que se aventuró, porque yo le dije que no había más vías
que aquella de la mano y eso le produjo mayor desasosiego. Hacía

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102 El paciente inquieto

tiempo que acordamos que yo siempre fuera la última en la lista de las


extracciones, así ella dispondría de más tiempo para entretenerse, pero
en las siguientes ocasiones tampoco salieron las cosas como ambas
hubiéramos deseado. A pesar de los malos tragos, como buena sherpa,
aquel día se aventuró a tantear la ruta media del brazo derecho. ¿Prue-
bo? Nadie había ni tan siquiera insinuado algo parecido. Era poco me-
nos que una quimera. Aquel brazo era una arista inexpugnable, cruza-
da de un lado al otro por injertos tan gruesos y firmes que nunca se
quebraron, de tal manera que, en dieciocho años ningún otro alpinista
se interesó por la ruta central. Era imposible. Así las cosas, sin preten-
siones y con tiempo, mi honesta sherpa, recordando el tanteo de se-
manas atrás, preparó el campo, localizó la ruta, y después de mirarme
a los ojos, se lanzó a la ascensión. A los dos segundos el frasco se
colmaba raudo de sangre fresca, fluida y suficiente. Fue tan fácil, tan
rápido y tan sencillo, que empecé a dar gritos de alegría y a decirle
que para celebrarlo tatuaría su nombre en aquella nueva ruta virgen.
Narrar la heroicidad de esta manera puede resultar banal para el
lector; sin embargo, su importancia es crucial en muchos sentidos.
Crucial para mi futuro y también para el de aquellos que, a partir de
entonces, han cuidado de mi cuerpo. Encontrar una vía de forma in-
cruenta después de tantos años es un must en un paciente crónico.
Abre enormes posibilidades y, en mi caso, favorece el descanso de las
venas de mis manos, hartas de exploradores sin espíritu de sherpas,
hechos para la montaña. Mi sherpa ha conseguido que tal vez pueda
ser donante de sangre; ha abierto una vía en un vaso virgen, sin callos,
que en situación de urgencia puede ser crucial. Sherpa Nora no alar-
dea del triunfo ni de su espíritu aventurero. Un día mencionó que ha-
bría querido ser cirujana. Me gustan sus manos. Eso ocurrió en 2009.
La vía hoy la utilizan los anestesistas en los quirófanos y las colegas
de Nora sin miedo. A algunos les sienta mal que les diga que mi enfer-
mera de primaria fue quien localizó la ruta. Aunque siempre lo digo,
para chinchar.
Una vez descritos esos perfiles profesionales me pregunto, ¿en
las acciones de qué expertos identifico los cuidados? Respondería sin
dudar que la enfermera de primaria es quien me cuida de forma inte-
gral. ¿Qué ocurre con las demás?
La enfermera hospitalaria quisiera ser especialista pero, al pasar
por diferentes servicios a lo largo de su vida laboral, hay técnicas que

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Personas 103

desconoce o debe estudiar de nuevo sin dejar de ejercer, lo que no re-


sulta nada fácil. Un ejemplo. Trasladan de forma provisional a un
equipo completo de otorrinolaringólogos con sus pacientes a un edifi-
co de traumatología donde no hay especialistas ni conocedores entre
el personal de las escabrosas rutas de aquella patología. Además,
como son los nuevos, quitan habitaciones a los veteranos y, por si fue-
ra poco, se quejan de la falta de humedad, crucial —al parecer— para
sus pacientes. El ambiente artificialmente seco está reñido con las mu-
cosas, entiendo. A los enfermeros les dan un curso de una mañana y
les dicen que a partir de ahí se ocupen de traqueos, mocos, narices…
Son chicas para todo: un barrido y un fregado. ¿Haría un médico de
hospital cosas tan distintas? Preparan la medicación, controlan los go-
teros, realizan las curas y redactan los registros de enfermería. Técni-
cas aisladas, poco complejas y muy diversas. En el hospital de agudos
nos sentimos curados por las enfermeras porque al médico apenas le
vemos. Si estamos ingresados en un servicio quirúrgico donde el ciru-
jano, ya lo he dicho, circula escasamente y enmascarado nos sentimos
aún más curados por ellas.
La enfermera cura la cicatriz y administra el medicamento pero,
ahí, quien cuida es la auxiliar. Ellas son quienes nos administran los
cuidados que nosotros mismos no podemos suministrarnos. En la asis-
tencia primaria, en cambio, la auxiliar casi ni existe. La enfermera
acude al domicilio a «curar» las mismas heridas que «curó» su cole-
ga del hospital, pero antes evalúa aquellos aspectos de la forma de
vida del paciente que influyen sobre su salud: higiene, alimentación o
grado de dependencia. Entonces es cuando cuida la herida. La enfer-
mera de primaria tiene claros sus objetivos porque dispone de despa-
cho propio y su perfil profesional es próximo al de la nurse practitio-
ner2 del sistema americano. Marie Françoise Collière (1993, p. 329)
corrobora esta idea: «Los cuidados de atención primaria suponen una
auténtica mutación ideológica y cultural, social, tecnológica y econó-
mica de la función de los cuidados, al orientar la finalidad de la acción
de los cuidados hacia el desarrollo de la persona a partir de sus formas

2. Cortney Davis emplea en el título de su libro la expresión caregiver, que traduci-


ríamos literalmente por «prestador o dador de cuidados», apropiada en este caso.
Courtney Davis (2001), I Knew a Woman. Four Women Patients and Their Female
Caregiver, Ballantine Books, Nueva York.

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104 El paciente inquieto

y de sus condiciones de vida, y comprometiendo la participación di-


recta y activa de la población».
Cuidar supone además una responsabilidad social. En el pasado
histórico o en la actualidad en los países del tercer mundo, los cuida-
dos los asume uno mismo o la red social. Aquí tenemos profesionales
del cuidado. Cristina Francisco recuerda en su libro (2003, p. 71) que
cuando en el año 1981 se produjo la devastadora intoxicación por el
aceite de colza, «los médicos no sabían qué tratamiento administrar,
pero las enfermeras sabíamos que era necesario mantener cubiertas las
necesidades de cuidados de salud». Se ocuparon de los afectados.
¿Qué detesto, qué aprecio y qué me hace sentir segura en la rela-
ción que se establece entre el personal asistencial y el enfermo? Valo-
ro que muestren su oficio, y sólo si el paciente lo admite o lo alienta,
algo más. Si la relación con quienes le atienden fuera de partenaires,
de socios que comparten una empresa común —como ya he sosteni-
do—, es imprescindible que éstos se conozcan. De modo que, antes de
actuar, hay que darse a conocer. El paciente tiene derecho a saber
quién le trata y qué función ejerce dentro del equipo de salud. Agra-
decemos que tanto las enfermeras como los médicos se presenten
anunciando su nombre y ocupación sanitaria cuando entran en la habi-
tación porque nos da mayor seguridad, lo que favorece nuestra partici-
pación en el proceso asistencial. Cristina, una veterana —a quien mi
compañera de habitación llamaba Mister Proper por el trajín de lim-
piezas que siempre la acompañaba—, después de casi treinta años de
ejercicio se presentaba cada mañana a sus pacientes con un muy fres-
co: «Buenos días, majas, me llamo Cristina y hoy soy yo quien os
lleva». Mi «niña» Montse, como ella misma dice, entra y se arranca
con un: «Me llamo Montse, lo digo por si no lo sabéis [con retintín]».
Es igual el estilo, la cuestión es que invariablemente se presentan otor-
gando al que yace en el lecho una pequeña dosis de confianza y, por
supuesto, de cordialidad.
De los profesionales, apreciamos la capacidad de performar, de
representar el papel encomendado, el rol —dicen las enfermeras—
que se espera del actor. En infinitas ocasiones expliqué que las profe-
siones vinculadas a la salud, de la misma manera que las vinculadas a
la docencia o al mundo de los tribunales de justicia, disponen de ma-
yores ventajas que otras para desarrollarlas. Una de ellas es el hábito,
la ropa de faena; la otra, el contexto y el emplazamiento del profesio-

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Personas 105

nal. El juez y los letrados visten toga, y el primero preside una sala. El
abogado, en su despacho con el cliente, debe conformarse con el traje
y la corbata, o la americana las mujeres, común a otras profesiones.
Muchos bufetes exigen esa etiqueta para atender al cliente. El maestro
podría ser confundido, pero en el contexto del aula, preside bajo la
pizarra o circula mientras los niños permanecen sentados, además de
vestir con bata en los parvularios. Médicos y enfermeras disponen
de un hábito que, en este caso, sí hace al monje porque reconocemos
en su portador a alguien garante de nuestra salud. Tenemos por tanto
la ventaja de la farándula: el vestuario inconfundible. Disponemos de
un perfecto escenario verde, crema o blanco, cuyas lindes vienen de-
terminadas por señales claras de territorialidad: quirófanos, sépticos,
sala sucia, enfermería, etc. Y el atrezzo está garantizado. Toda la para-
fernalia de objetos que acompaña hoy la escena hospitalaria no deja
lugar a dudas. De manera que si los guiones están bien aprendidos,
representar el papel no debería resultar muy difícil, de la misma mane-
ra que desprenderse del mismo cuando se acaba la función de ocho
horas, de sesión golfa o de matiné.
Cada año explico en las aulas de enfermería que por dura que re-
sulte su profesión, en determinadas ocasiones goza de algunas ventajas
que otras especialidades no tienen. Si uno se lo propone, gracias al
atrezzo, al escenario y a los territorios y lindes, puede dejar colgado el
hábito junto con los olores de las dolencias cuando acaba la jornada.
Vestuario y escena son los elementos simbólicos de la interacción en el
terreno de la salud y de la enfermedad. Desvestirse es desprenderse.
Salir es cambiar de escena. No hay deberes que hacer ni cuentas que
llevar a la luz de la lamparilla de noche. En consecuencia, quien con-
funde vida privada con profesión en ese ámbito laboral, es porque no
controla adecuadamente su ocupación. En la serie americana de televi-
sión Nurse Jackie,3 la protagonista alecciona de forma contundente a la
alumna de enfermería respecto a ese género de debilidades: «Tú te vas,
pero ellos se quedan». Cuando la estudiante se muestra afectada por la
muerte de una paciente, Jackie le dice: «Siempre hay una primera vez;

3. Nurse Jackie es una serie americana creada en 2009 para televisión por Evan Dun-
sky, Linda Wallem y Liz Brixius, cuya protagonista principal es la actriz Eddie Falco.
La acción transcurre en la sala de urgencias de un hospital neoyorquino. <http://www.
imdb.com/title/tt1190689/>.

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106 El paciente inquieto

nunca es fácil, y cuando lo es, es el momento de dejarlo». Dos escenas


que ejemplificarían ese betwixt and between en el que debe mantenerse
el buen profesional. Es natural que las pérdidas puedan conmoverlos,
pero siempre hay que saber dejarlas detrás de la puerta.
El actor, para triunfar, debe transmitir credibilidad y seguridad
en las manipulaciones. Si duda nunca debe notarse; tampoco se mos-
trará vulnerable, pese a que lo sea, como todo el mundo. El público no
debería percibir debilidad alguna. El paciente espera que todos los que
le atienden lo hagan de la misma manera. El actor sigue el guión, el
enfermero y el médico, un protocolo que, si se repite, otorga mayor
seguridad en el enfermo. Porque las diferencias en la ejecución son un
tema recurrente entre nosotros: hablamos a menudo de cómo éste u el
otro nos curan o nos cuidan. Comparamos. Hay demasiados profesio-
nales que aún trabajan a su aire, sin seguir un estilo o un protocolo de
empresa. No debería ser así. Porque My way no cuadra con quienes
proclaman y defienden con persistencia el trabajo en equipo. Tampo-
co se nos debe pedir que nos pongamos en su lugar. No way.
Rosalía, madre de Laura (23 años), me explicaba: «He luchado
durante seis años para reducir el sufrimiento de mi hija durante las ex-
tracciones de sangre. Tiene las vías muy difíciles, tú lo sabes. Le caen
siempre lágrimas de dolor. La enfermera me ha pedido confianza y pa-
ciencia porque sabe lo que se hace. Eso me ha dicho. No lo dudo ni lo
discuto. No tengo preferencias entre ellas. Sólo pido prudencia, porque
la que sufre es mi hija. Entonces me ha dicho: “Póngase en mi lugar”.
Le he contestado que no podía hacerlo, sin embargo ella sí puede po-
nerse en el mío, porque también es madre». Entonces la enfermera aña-
de: «Es usted quien me hace sentir mal desconfiando de mi profesiona-
lidad». «Yo nunca lo dije —sigue explicándome Rosalía—, lo único
que pedí fue que una simple extracción de sangre no hiciera sufrir más
a mi hija.» A la enfermera se le había indicado que aplicara EMLA®4 a
fin de evitar las molestias agudas del pinchazo en unas vías devastadas
por las quemaduras y los posteriores injertos, pero desconocía el proce-
dimiento de aplicación. En lugar de consultar cómo hacerlo, llevó a
cabo la maniobra sin leer las instrucciones del prospecto. EMLA® se

4. EMLA es una crema a base de lidocaína y prilocaína en un excipiente de aceite de


ricino politeoxidado. <http://www.vademecum.es/medicamento-emla_4782> [Consul-
ta: noviembre de 2012].

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Personas 107

aplica en la superficie de la piel y tiene un efecto local anestésico.


Como es una crema, si se dispersa o se queda impregnada en una gasa
no produce efecto alguno. Se recomienda por tanto cubrir la zona de
aplicación con un apósito impermeable o con un simple film transpa-
rente de cocina, cosa que no hizo la enfermera. En consecuencia, al
pincharla le dolió porque la crema no hizo efecto. La madre fue después
a pedir disculpas por su alegato a la enfermera y ella respondió que «las
culpas eran compartidas». La actitud de la madre y la de la hija —de
lágrima silenciosa a media mejilla— son sistemáticamente interpreta-
das a partir de estereotipos: madre sobreprotectora, amenazadora, plei-
teadora versus niña mimada, quejica y débil que llora cuando la pin-
chan. No era ese el caso ni mucho menos. Rosalía sigue preguntándose
por qué siempre hemos de estar discutiendo todo, luchando por cosas
como reducir el dolor durante una extracción de sangre y aguantando la
prepotencia del personal que desconoce el procedimiento paliativo, las
indicaciones del mismo y su aplicación. Por cierto, el elevado respeto
que se siente —o se muestra— por ese producto en nuestro país pierde
fuerza cuando en cualquier otro, Noruega, por ejemplo, se vende en la
zona abierta de las farmacias y sin receta, y se le da un uso doméstico
equivalente al de la clorhexidina para desinfectar las heridas.
Los enfermos confiamos en que el intercambio con los profesio-
nales sea fluido y sin ruidos, que se empatice, pero sin meterse en la
piel del otro, porque no es posible. Si lo fuera, habría que ponerse
malo. No hace falta, y es un error de salud laboral. Lo que sí se puede
enriquecer es la capacidad de escuchar cuando esa persona trata de
explicar cómo pasó la noche o qué le duele; también se puede pulir el
silencio presencial, porque se convierte en compañía, nada más. En
cambio, las conductas psicologicistas de algunos no son necesarias:
menos trabajo. El counseling lo deben hacer los especialistas.
Hay que saber que escuchar y ser empático no son sinónimos del
trato paternalista, de modo que habrá que evitarlo incluso en el len-
guaje. Detesto el uso de los diminutivos en cualquier relación, tam-
bién con los niños. Los diminutivos son sufijos que disminuyen el
significado de una palabra o designan un objeto de menor tamaño o
algo pequeño; pueden ser usados como expresión de afecto hacia una
persona, animal o cosa, pero en determinadas circunstancias hasta re-
sultan ofensivos. Por ejemplo, en la relación con el enfermo pueden
incomodar, porque infantilizan, reducen la capacidad de respuesta.

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Hay quien piensa que añade ternura y cariño en el trato, lo que no deja
de ser cierto, aunque sólo idóneo en el ámbito familiar o para cuando
la persona se muestre receptiva a ese nivel de intimidad. El hecho de
estar en posición horizontal no autoriza ni obliga al que nos cuida a
mimar con el lenguaje. Tampoco nadie se quejará de no recibir tales
muestras extemporáneas de afecto. Ni de ser tratado de usted. En con-
secuencia, es mucho más práctico aplicar también el protocolo en las
maneras. El uso o abuso de un lenguaje no neutro personaliza dema-
siado una relación que sólo debe ser profesional.
En el hospital, la violación de la intimidad física y personal es un
hecho. Sándor Márai (2007, p. 200) lo describe así:

Los baños, las inyecciones, las acusaciones y las exigencias inconscien-


tes de los organismos torturados, el olor acre de las secreciones corpo-
rales, la confianza plena e incondicional con que los cuerpos enfermos
revelan sus secretos ante las enfermeras: ¿puede haber entre hombre y
mujer, entre hombre y hombre o mujer y mujer, incluso entre madre e
hijo, una situación humana más íntima, más incondicional que la de mi
cuerpo entre aquellas cuatro mujeres?

La pérdida de privacidad es inevitable, si bien se puede mejorar el


procedimiento. El enfermo debe hacerlo todo en el lecho. En compa-
ñía de otros en los hospitales públicos, y con la puerta abierta o la
cortina sin echar con demasiada frecuencia. Los detalles ahí son im-
portantes. Muchas de las actuaciones loables responden a iniciativas
particulares cuando deberían estar incorporadas dentro de un rígido
protocolo de higiene y urbanidad. Hay que obligar a salir a los acom-
pañantes, correr las cortinas, cubrir el cuerpo con las sábanas para
preservar la intimidad y para reducir el olor, brindar desde el principio
el papel higiénico para evitar la espera y atender muy de cerca la fina-
lización del esfuerzo, de lo contrario la humillación es extrema y la
náusea mayor para el vecino. Son cinco pasos. Nada más. No suele ser
siempre así. Otro tanto puede ocurrir si el paciente consigue llegar
hasta el cuarto de baño. A alguno se lo encontraron muerto sentado en
la taza. Que la auxiliar se aleje se nos antoja como un abandono ma-
yor. En algunos hoteles —y en otros hospitales— hay un cable que
conecta con un timbre para llamar. Donde no los hay, la auxiliar apro-
vecha la ausencia del enfermo para hacer la cama, ordenar sus cosas o

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ir a buscarle un pijama. Los inventores de recursos adaptados a perso-


nas y circunstancias son siempre aplaudidos y recordados por todos
porque además de resolver el problema, particularizan reafirmando la
identidad del receptor. A fin de cuentas, lo que nos hace sentir más
vulnerables es que hagan del paciente o un estereotipo sociocultural o
una patología. No somos riñones ni piernas ni números. Todavía.
Que los profanos establezcan escasas diferencias entre los auxi-
liares de clínica y los enfermeros suele ser frecuente. Nos cuidan por
igual y el uniforme apenas los distingue, de forma que sólo algunos
llegan a establecer la diferencia. Además, en muchos equipos, a las
enfermeras poco les importa atender el reclamo de la cuña. Lo hacen
si están a mano. En las instituciones privadas, como la ratio enferme-
ra/paciente aún es más reducida, los enfermos apenas las ven más que
algunos minutos durante la mañana, con las curas o la medicación. El
resto del tiempo, quien cuida son las auxiliares. Amadeo y Vera, así
como Joan son de Ellas: sus niños. Yo no. A mí no me amamantaron…
Me besan, preguntan cómo estoy, como lo harían por cortesía con un
conocido. Sobreviví en otro hospital. Ellos lo hicieron en éste, así que
las auxiliares les tocan, les miman, les acarician, les aconsejan y les
preguntan por sus familias.
Claudia, en cambio, «echa» la comida y pone mala cara si no
encuentra abierta la mesa donde depositar la bandeja, porque le supo-
ne hacer un gesto añadido que retarda el ritmo del reparto. Cuando le
digo que quiero ir al lavabo debe ser ya mismo porque es su hora para
el almuerzo y no se piensa demorar por mi culpa. Tampoco se puede
entrar en una habitación a media noche y despertar a los ocupantes
para anunciar a uno de ellos —y de rebote al que ocupa la cama geme-
la— que no se olvide de tomar al día siguiente el protector gástrico
que le deja en la mesilla, cuando el paciente advertido no tiene ni ries-
go de úlcera ni tampoco de olvido. Se hace. Es así. También organizan
congresos donde presentan entusiastas sus posters y proyectos.
En los hospitales públicos españoles, la clase media/baja sigue
pensando que las auxiliares son mujeres de servicio a quienes se les
puede tratar con desdén y autoridad. Chica, nena, niña… como si el
hecho de estar en cama les autorizara a tiranizar a los cuidadores.
Nunca lo harían con una mujer médico, aunque tengan el mismo as-
pecto en el vestidor. Creen que están al servicio del enfermo para lo
que se tercie. Por una vez consiguen pedir u ordenar sin tener que pa-

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110 El paciente inquieto

gar la asistencia. Es alucinante. El problema está en que a esos «clien-


tes» no siempre se les paran los pies.
Socializar, escuchar, inventar, aventurarse, ¿son actividades que
puedan aprenderse?, ¿o es necesaria una predisposición personal? Cu-
rar y cuidar son verbos. Implican acción, por lo tanto pueden apren-
derse. Sólo hace falta, como en todos los oficios que requieren rela-
cionarse con las personas, que guste estar con ellas. Hay médicos que
curan, y enfermeras y auxiliares que cuidan pero olvidaron que traba-
jan para y con las personas. Acostumbro a evitar que esos me toquen:
hacen daño. Como el doctor Michael N. Emerson, anestesista, a quien
presentaré más adelante. Mari Pili, la radióloga asesina, que estuvo a
punto de volver loca de dolor a una paciente.5 O la monja alférez y mi
primera fisioterapeuta.6 A unos les gusta el poder, a otros, la técnica, o
acabar cuanto antes. Odian a las personas. Los escolares detectan lo
mismo en los profesores a los que les gusta la disciplina que imparten
pero detestan la presencia de los alumnos. Nunca se les ve dando una
colleja amistosa. Deberían dedicarse a otra cosa.
Hay diversos tipos de transferencias, además de las bancarias.
Las que se aprenden en las aulas de enfermería, fisioterapia y terapia
ocupacional, y que se describen como el procedimiento para transferir
de un lugar a otro, de la silla a la cama, del baño a la camilla o de ésta
a la cama a un paciente inmovilizado por enfermedad o por discapaci-
dad. El traslado bien hecho debe preservar tanto la integridad física
del enfermo como la salud de quien ayuda a transferirlo de un lugar a
otro. Otra transferencia es la que vive el paciente de diván con su psi-
quiatra, a la que yo sumo una tercera: la que se opera entre el paciente
de hospital y todos aquellos trabajadores que no cuidan ni curan pero
transfieren seguridad e higiene. Celadores y personal de limpieza.
En marzo 2010, el personal de enfermería se sigue quejando de
dolor de espalda y de cansancio. Hace más de dos décadas que lo escu-
cho desde la horizontalidad del lecho. Las camas de los hospitales dis-
ponen de mecanismos automáticos que las elevan a fin de manipular al
enfermo sin tener que agacharse. Las movilizaciones complejas pueden

5. M. Allué (2004), «El dolor en directo», en Dolor y sufrimiento en la práctica


clínica, Monografías Humanitas n.º 2, Fundación Medicina y Humanidades Médicas,
Barcelona. Disponible en: <http://www.fundacionmhm.org/fondo_editorial.html>.
6. Citado en M. Allué (1996), «Perder la piel», Seix Barral, Barcelona.

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Personas 111

ser asistidas por los celadores. Las grúas trasladan a los enfermos de
las camas a los baños asistidos. La sillas de ruedas permiten acercarse
al lavabo, la ducha o al váter. Se acabaron las manivelas perdidas o
confiscadas por los celadores que servían para subir manualmente los
respaldos de la camas, los lavabos inaccesibles, las mesas con ruedas
ruinosas y los zapatos incómodos. Sin embargo, les sigue doliendo la
espalda. No les enseñaron a transferir. Ni seguridad e higiene en el
trabajo, materia obligatoria en la antigua formación profesional. Una
lástima. Tal vez por esa razón, una doctora de medicina paliativa tuvo
que mediar ante la demanda de un paciente en su final de vida. La
unidad tenía por protocolo desplazar con ayuda de una grúa a los en-
fermos para acceder a la ducha o al baño asistido. El hombre era muy
corpulento e insistió en que el procedimiento le humillaba, le hacía
sentirse indigno porque «así colgado parezco un cerdo en el matadero».
Después de varias deliberaciones, la doctora consiguió mediar entre
celadores y enfermeras para, en ese único caso, resolverlo sin la grúa.
Los celadores que se ocupan de la seguridad en las transferencias
no se quejan de sus espaldas. Aparecen. Solos o acompañados, uno
muy alto, el otro bajito. Arremangados. Siempre dispuestos a lo que se
tercie; jamás sorprendidos. Sonrientes, abiertos a bromear caiga quien
caiga. Pocas veces agobiados. Luego descubres que son licenciados
en Filosofía, que hacen teatro o guisan a escondidas pantagruélicas
meriendas en un fogón de fortuna instalado junto a los vestuarios.
Tampoco se suelen quejar de la espalda esos equipos de mujeres
que dejan a su paso todo más limpio que una patena y que tienen nom-
bres y gestos inolvidables: Dulce y Maravillas. Casi nunca las oímos
entrar. Aparecen sigilosas a eso de las seis y media de la mañana,
cuando fuera aún está oscuro y los pasillos a media luz, los enfermos
dormidos por fin y el personal haciendo su última ronda de lavados,
termómetros y vigilancia de los goteros. Apenas el roce de la fregona
sobre la rueda de la cama, detrás de la puerta o por el baño delata su
presencia silenciosa y cabizbaja. Su tarea es imprescindible, y saluda-
ble. Cuando las sorprendes despierta, su presencia es grata y acogedo-
ra. Por eso tienen esos nombres. Dulce aparecía de nuevo a media
mañana, en la mitad de la agonía de dolor, por lo que sus brazos y su
lozanía se convertían de inmediato en mi refugio. Los franceses la
llaman maternage. Maravillas me acompañaba durante el tedio del
alba con su relato, y yo me mantenía expectante pero ya sin dolor.

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7.
Cuidadores informales

Hugo (42 años) era cuidador informal —así se definía él mismo— de


su anciana abuela (89 años). Corpulento, cariñoso, tranquilo y diverti-
do. Una tarde le dice: «Yaya, ya no sé qué narices voy a hacer conti-
go». Respuesta de la Yaya: «Véndeme».
En relación con las visitas, soy poco partidaria de las normas
inviolables. Cada paciente vive una circunstancia afectiva diferente,
por lo que deberían establecerse soluciones distintas para cada situa-
ción. Reconozco que su gestión requiere una habilidad social enorme
que limita el número de personas capaces de tomar las decisiones co-
rrectas en cada eventualidad. Sin embargo, en cada planta y en cada
turno siempre hay alguien dotado para saber cómo poner solución a
ese tipo de problemas. De la misma manera que hay quien es más
diestro en el manejo de las vías o de las situaciones de emergencia,
igualmente hay quien sabe ordenar los hilos sociales. En cualquier
caso, se puede aprender a hacerlo. Las soluciones normativas son rígidas
—«aquí el protocolo dice esto y no se hacen excepciones»— y nunca
resuelven todos los conflictos, sino que en ocasiones los agravan. De-
rivar ese tipo de conflictos a otros profesionales —«que llamen a los
de seguridad»— es práctico pero nada pedagógico. El diálogo y el
pacto siempre dan mejores resultados, además de ser útiles a largo
plazo. La flexibilidad tiene sus riesgos aunque siempre resulta eficaz,
ya que las normas injustificadas inducen casi siempre a violarlas.
Siempre es mejor llegar a un trato con los acompañantes o a un acuer-
do con los parientes del vecino de cama. Negociar, sólo negociar. Tal
vez para ello se requieran dotes de mediador social pero, al fin y al
cabo, todo cuidador es por definición un mediador que tiene un com-

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ponente social inexcusable, por lo que deberían ser preparados para


afrontar esas situaciones. Como algunos nunca fueron adiestrados, no
es extraño escuchar aquello de que «no me pagan para discutir con los
familiares». Se equivocan. Cada paciente es él mismo y sus circuns-
tancias, de modo que los acompañantes forman parte del conjunto y
no se pueden obviar en un proceso terapéutico, puesto que también
serán útiles en el futuro. No hay que olvidar que al salir del hospital
ellos serán quienes se ocupen del enfermo, y habrá que aleccionarlos
para que lo hagan bien. Porque acompañar no es «imponer una presen-
cia ni caminar en lugar del otro marcándole el camino a seguir; es ha-
cerlo a su lado y estar a su disposición. Es ser hospitalario» (Broggi,
2011, p. 49).
Durante un ingreso, las familias y, cada vez más, los amigos,
deberían estar presentes únicamente para ocuparse de los males del
alma del ser querido, no para suplir las carencias del sistema sanitario
ni de los servicios sociales. Sin embargo, hay personas que no están ni
para ayudar ni para acompañar sino para fiscalizar. Algunos confun-
den la tarjeta sanitaria con la VISA oro o con cualquiera de las que
añaden un seguro a la compra de un billete de avión, de tal manera
que, si no se cumplen los requisitos establecidos —evidentemente por
ellos mismos—, de inmediato interponen una demanda.
Yoli estaba nerviosa. Había tenido que ausentarse del trabajo (el
marido está en el paro) porque operaban a su padre y no iba a dejarle
solo. Ingresó la noche anterior, para prepararle, «porque el mismo día,
si pasa algo…». Se quedó con él a pasar la noche porque «es muy
aprensivo». Le operarán el dedo medio de la mano izquierda en algún
momento de la mañana. Además de nerviosa estaba cansada porque
había dormido en una butaca que por la tarde encontró vacía en otra
habitación. A primera hora de la mañana entró Wonder a limpiar, can-
tando, como siempre. Extrañada al ver la butaca añadida al cupo, le
dijo a Yoli que no estaba permitido trasladarlas de una habitación a
otra porque alguien podría quedarse sin asiento, y que, si no le impor-
taba, la devolviera al lugar de donde la sacó. Yoli, nerviosa por la es-
pera, se levantó como activada por un resorte y chillando encolerizada
le respondió a voz en grito que quién era ella «so guarra que no lim-
pias» para decirle lo que podía o no hacer con las sillas, que ni que la
hubiera robado. El tono fue subiendo y como Wonder no discute, en
vez de responder se limitó a ir reculando con la mopa y el cubo hasta

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topar con las enfermeras, que raudas acudían a ver qué era aquel es-
cándalo. Yoli, amenazó que si a su padre —ahora aún más inquieto—
le ocurría algo, menuda iba a ser la denuncia que le caería al hospital.
And she did it.
A la mañana siguiente quien entró a limpiar no fue Wonder. Pre-
gunté a la sustituta qué había sido de ella: «Le han dado un día de
permiso». Yoli/Belén Esteban triunfó de nuevo. El cliente (cerril)
siempre tiene razón aunque no disponga de la tarjeta sanitaria oro.
«Y es que hay cada uno…» es la frase favorita de las enfermeras
cuando les preguntas. Porque a los acompañantes, como nada les due-
le, pero están hasta las narices de simular dedicación, arremeten con-
tra cualquier cosa, sobre todo aquellas de las que entienden: servicio,
comida y cama. Del resto, nada. O menos. Tragan. Tragan con la pro-
longación innecesaria de los ingresos —que los hay—, con la lentitud
diagnóstica —que se practica— y con las vagas e inespecíficas expli-
caciones de ciertos médicos sobre diagnóstico, terapéutica y pronósti-
co. Por el contrario les apasiona ser servidos —gratuitamente—, por-
que de eso sí que saben y pueden discutir.
Cuidar del cuidador informal es hoy otro de los objetivos de en-
fermería, pero, a pesar de la carga, habría que añadir catequizar, y
persuadirles de que incorporen lo que hoy todavía es escaso en un
determinado contexto cultural: la solidaridad y la cortesía.
¿Cuál es el perfil del cuidador informal? En la mayoría de las
familias es una única persona la que asume la responsabilidad de los
cuidados. La mayor parte de estos cuidadores principales son mujeres:
hijas, en su mayoría, esposas y hasta nueras. La edad media oscila
entre los cuarenta y cinco y los sesenta y cinco años, y suelen ser mu-
jeres casadas. Una parte sustancial de cuidadores comparten el domi-
cilio con la persona cuidada y no suelen recibir ayuda de otras perso-
nas. La rotación familiar o sustitución del cuidador principal por otros
acompañantes es moderadamente baja. La percepción de la prestación
de ayuda es el cuidado permanente. Algunos de ellos comparten la
labor del cuidado con otros roles, como atender a los hijos.1 En su día
se observó que los familiares que se ocupaban de parientes enfermos

1. <http://www.imsersomayores.csic.es/salud/cuidadores/pyr/quiencuida.html>
[Consulta: octubre de 2012].

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116 El paciente inquieto

crónicos o ancianos solicitaban consultas en los centros de primaria


por afecciones derivadas de su dedicación intensiva a un familiar. Sin
recursos para preservar su propia salud e implicados emocionalmente,
causaban trastornos que con ayuda e información no deberían produ-
cirse. Las áreas básicas desplegaron entonces programas de atención
al cuidador informal. Los programas de este tipo mejoran la salud de
toda la comunidad y evitan el internamiento, solución ésta, de elevados
costes económicos y emocionales. El futuro nos pide el incremento de
las relaciones entre trabajadores sociales y enfermeros, al menos en el
área de primaria, para la resolución de situaciones como las menciona-
das. El equilibrio óptimo se establecería a partir del momento en que
los servicios sociales, a propuesta de enfermería, ofreciera como alter-
nativa al internamiento el recurso de los trabajadores familiares. La
asistencia domiciliaria —no hay que olvidarlo— genera beneficios a
muchas bandas: discrimina las actividades entre el trabajador familiar
y la enfermera, descarga de responsabilidades y dependencia al cuida-
dor informal, permite que el enfermo reciba una atención especializada
y, lo que es mejor, genera puestos de trabajo. Como siempre, nos topa-
mos con una cuestión de índole cultural: la creencia de que el paciente
autónomo o está «menos» enfermo o más abandonado por los suyos.
Para quien no ejerce la profesión o se presta al voluntariado, cui-
dar es un rollo. Es así y hay que asumirlo. El remanente de la educa-
ción cristiana obliga a muchos a ejercer con resignación la tarea por-
que de lo contrario uno mismo inexorablemente se culpabilizará y
luego los otros pensarán que es un desalmado. Porque, para ellos, cui-
dar es una carga que hay que asumir. A veces se oye decir a las enfer-
meras que hay que ver lo mucho que quiere la hija al padre, que no lo
deja ni a sol ni a sombra, cuando resulta que la tiranía del enfermo se
transforma en culpabilidad de hijo.
El acompañante transitorio se diferencia del cuidador permanen-
te por su aspecto, su lozanía y su sentido del humor. El primero entra
y sale. Ve mundo, se refresca y se reincorpora con energías cada vez
que regresa. Acepta sin recelo salir de la sala si se lo sugieren y acos-
tumbra a llegar acompañado de material de entretenimiento. El cuida-
dor permanente sufre. Pasea peripatético a apenas tres metros de dis-
tancia de la cama; nunca está fresco, aunque logre dormir; no sale, le
confunde que le envíen a tomarse un café; recela, se amarga y prefiere
un día más que el alta, porque deberá aguantar lo mismo o más, y en

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casa. Es centrípeto, se interesa por los males del vecino, las cuitas de
las auxiliares y el retraso de las pruebas diagnósticas. Le cuesta enten-
der lo que el médico explicó. Se afana por conseguir que el familiar
enfermo ingiera algo, aunque se esté muriendo, y siempre se disculpa
cuando acude al lavabo. El acompañante transitorio es centrífugo.
Trae noticias, aunque el que yace apenas las entiende, ordena y tira
objetos inútiles, escucha atento las instrucciones —no en vano sólo lo
hace una vez al día—, pregunta y habla al enfermo pero lo hace poco
con los otros pacientes, y resuelve asuntos, con las enfermeras y con
los médicos. He/she is a fixer.
Si me dejaran evaluar los beneficios de una y otra compañías
estoy convencida de que el cuidador permanente se habrá ganado el
cielo; su ser querido recibirá el alta con una dosis de dependencia ele-
vada como efecto secundario, lo que implicará su conversión en un
frecuentador; además, la salud física y mental del cuidador se resenti-
rá por sufrir gratuitamente junto al enfermo. La persona que recibió la
compañía eventual tal vez en casa equivoque algo del tratamiento y
hasta podría vivir menos, aunque seguro que mejor, porque nunca na-
die podrá decir que gozar de la autonomía sea una gran pérdida. Su
acompañante seguirá visitándole allá donde esté.
Espabilarse solo debería ser loable, aunque se tenga familia. La
soledad no es sinónimo de abandono ni de desgracia, sólo hay que
saber gestionarla. Además, con el tiempo será más frecuente encontrar
personas que no comparten la vida con otros como consecuencia del
cambio en los modelos de familia. Cada verano en Escandinavia pien-
so en todo esto cuando, en medio de ninguna parte, una casita de ma-
dera roja alberga una rampa de acceso en cuya base se encuentra apar-
cado un andador con ruedas, cesto para la compra y frenos. Imagino
que allí vive Fru Berkvist o la abuela de Pippi, que ahora ve la televi-
sión esperando la llegada de su fisio. En invierno el frío es tan intenso
que estoy convencida de que su hija se la lleva a Malmö hasta que se
deshielan los lagos. Así que un buen día lo pregunté. Me dijeron que
el bueno de Gunnar, que estaba sentado junto a la puerta de su casa
tomando el sol tibio de agosto, con noventa y tres años vivía solo y
pasaba todo el invierno polar en su pueblo, Kongsfjord (Barents). Tan
feliz. No se van. Los dispositivos socio-sanitarios que operan a nivel
local y la defensa a ultranza de la autonomía lo hacen posible. Si toda-
vía pueden caminar sustituyen las ruedas del andador por esquíes y

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salen cada día —antes de que anochezca temprano— a buscar el pan y


echar la quiniela, y aprovechan para tomar un café y una pasta en el
súper o en la gasolinera junto con los amigos. Allí se está caliente. La
sociabilidad es alimento no sólo del alma sino del cuerpo. Llegado a
este punto es cuando me dicen aquello de que aquí, en el sur de Euro-
pa, tenemos la familia y somos muy alegres, que es más mediterráneo,
como si el resto de la humanidad procediera de un ensayo de laborato-
rio y la risa estuviera vetada por encima del paralelo 45º. «La familia
es lo que importa», forma parte del elenco de eslóganes que alienta la
dependencia del enfermo y el sacrificio del cuidador, ahora —precisa-
mente— que asistimos al crecimiento de un nuevo fenómeno que son
las familias monoparentales.
Se trata de hombres, o mujeres, solos, sin hijos ni padres a su
cargo. Es frecuente que, por razones muy diversas, esas personas pre-
fieran tener como cuidadores informales a un amigo que a un pariente,
por próximo que éste sea. Con el amigo, la afinidad por edad, gustos o
confianza mutua puede ser mayor que la que pudiera tener con alguno
de sus consanguíneos. Este factor debe tenerse en cuenta a la hora de
cuidar, cuando alguien ingresa en un hospital. En la mayor parte de los
casos, los propios pacientes formulan el deseo de nombrar como inter-
locutor de médicos y enfermeras a ese amigo, y no al pariente más
próximo. Ese deseo hay que contemplarlo, hasta darlo por supuesto, y
los anclados en el pasado admitirlo. Que no sean parientes tampoco
significa que sean ajenos a los errores que cometen los próximos, por
lo que también hay que evitar su afán de protección. Por eso Dashiell
Hammet decía, en 1951, que estar en prisión [estar aislado en un hos-
pital] en realidad es estar fuera del mundo, ya que incluso tus amigos
parecen creer que te ayudan al no decirte nada que pueda «preocu-
parte», y cuando intentan decirte algo o son demasiado misteriosos o
dan por sentado que sabes cosas que ignoras, de tal modo que lo que
dicen no tiene ni pies ni cabeza.
En el mundo anglosajón el paciente delega por escrito sus dere-
chos. En nuestro medio, donde los consentimientos informados y los
documentos de voluntades anticipadas existen pero la población aun
no los domina, es todavía la familia quien le representa. En este senti-
do, quisiera recordar que a pesar de eso y, por encima de todo, hay que
respetar los deseos del enfermo, y no los de los allegados, porque al
fin y al cabo así debe ser por derecho. Habría, por tanto, que ser tole-

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rantes y abiertos frente a la multiplicidad de situaciones ante las que


nos vamos a encontrar: desde las familias monoparentales hasta los
conflictos cuando los padres de un niño están separados, los hijos se
olvidaron de la pobre abuela o el marido fue denunciado por maltrato.
Reconozco, ya lo he dicho, que la mediación resulta a menudo
compleja para quien no es un especialista. Sólo el diálogo puede faci-
litar las cosas. Un diálogo que desemboque en un acuerdo que benefi-
cie siempre, y en primer lugar, a quien sufre. Para que fluya el diálogo
es fundamental que se conozcan los papeles que hay que representar.
En ocasiones, los actores de reparto y los extras, es decir, la parentela,
no se saben muy bien el guión. Las razones son diversas: desconocen
el escenario, quieren tener más frases en la obra o no son muy buenos.
Es decir, no conocen el funcionamiento del medio hospitalario ni sus
limitaciones, y además no ensayaron su papel de secundarios. Les
pondré unos ejemplos.
El familiar que de forma invariable manda y ordena sobre el
enfermo coartando su participación en el proceso: «Nena, tú lo que
debes hacer es esto o lo otro». Aquel otro que se interpone entre el
médico y el paciente, y al que algunos doctores prefieren dirigirse
porque interpretan que su autoridad es signo de la debilidad del que
está en la cama, que, seguro, no va a entenderles. Es el acompañante
que protesta si le hacen salir de la sala durante una cura; el que tradu-
ce la información al paciente; el que le hace comer a la fuerza y le
sobreprotege… hasta el final. El doctor Gawande (2003, p. 258) le
confirmó a un familiar que había que practicar la autopsia al cadáver:
«¿Una autopsia? ¿Es que no ha sufrido suficiente? Me miró como si
yo fuera un buitre que volaba en círculos por encima del cuerpo de su
tía». Existe también el intervencionista técnico que quiere suplir a las
enfermerías y toma pulsos, administra alimentos alternativos, recla-
ma almohadas, pone cuñas, duerme y ronca cada día junto a su pa-
riente «porque no se le puede dejar solo…». El familiar okupa que
inunda la habitación de objetos y personas gratos al enfermo pero
ingratos para el que —ahora sin K— ocupa la cama de al lado y que-
da anulado por la abrumadora presencia de referencias ajenas. El en-
trometido o el cotilla que acaba corriendo la cortina separadora para
integrar al vecino en la conversación ajena con el fin de saber por qué
y cómo, este último perdió la pierna, para después explicarle su vida y
milagros.

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Hay ocasiones en las que la presencia de acompañantes reduce el


reaprendizaje. Fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales, enfermeras y
auxiliares dedican sus horas a dotar de mecanismos para que el enfer-
mo restablezca su autonomía, y aquella tarde que nadie les espera,
llegan una madre y un hermano, y adiós aprendizaje. Comida en la
boca y quietecito. El paciente recupera su dependencia y los profesio-
nales su sentimiento de frustración.
Una investigadora2 aconseja a los familiares con enfermos en fa-
ses finales que estén a su lado, que intenten cumplir sus deseos y que
no olviden que, para cuidar, hay que cuidarse. Del mismo modo, Fer-
nández subraya que es importante que esa persona se sienta apoyada
por el cuidador más cercano, y que éste no le transmita sus miedos sin
ponerlos en común previamente con el equipo de cuidados paliativos
o con el resto de los familiares. Cuenta la doctora que en sus primeras
visitas a los pacientes observó un exceso de protección por parte de
algunos allegados, que preferían que no supiera nada porque «iba a
sufrir». La especialista considera que no se debe infravalorar a las
personas con un deterioro psicofísico que no sea extremo, porque pue-
den decidir por sí mismos.
No existen fórmulas absolutas para paliar los nocivos efectos de
los familiares indeseables para el personal, para la propia víctima y
para el vecino de cama —porque al colega se lo aguantamos todo—.
Pero sí debería ser responsabilidad de los servicios de atención al
usuario, de las gerencias hospitalarias o de los servicios nacionales de
salud llevar a cabo campañas y programas de orientación e informa-
ción para los usuarios de la sanidad pública. Paliarían el desgaste que
a veces produce a la enfermería dar in situ las recomendaciones sobre
cómo utilizar los servicios asistenciales o cómo ayudar a los familia-
res que sufren.

2. Terra Noticias Terra Actualidad-EFE doctora Ana María Fernández, del equipo
domiciliario de cuidados paliativos de la Asociación Española Contra el Cáncer, sába-
do, 10 de mayo de 2008, 10:19h.

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Parte II
ESPACIOS

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1.
Hospitales

En dos ocasiones distintas y en hospitales diferentes, formé parte del


grupito de familiares al que se acercó el cirujano para informar sobre
el resultado de dos operaciones complejas, cirugía del raquis y cirugía
cardíaca. En ambos casos, el médico se dirigió a mí sin vacilar. La
mujer de los bastones debió parecerles a los médicos la de mayor res-
ponsabilidad. Así que no hace falta bata blanca: la veteranía en la gue-
rra hospitalaria es un grado que nos permite mimetizarnos con el pai-
saje. De la misma manera, y desde hace años, en mi hospital de
referencia el personal sanitario me sigue preguntando —aun con bas-
tones y sin vestir bata alguna— si soy de la casa. No lo soy, pero es mi
casa. Cuando ingreso me siento como cuando se regresa al lugar de
trabajo después de unas vacaciones. Voy saludando por los pasillos.
Me fijo en que han cambiado la alfombra de la entrada, que lavaron
las cortinas de las habitaciones, que hay enfermeros nuevos… y que
ha entrado un joven en la habitación diciendo «Hola, soy Roberto, el
enfermero y hoy estaré contigo». ¡Novedades!
He tardado años en darme cuenta de que sólo en el hospital soy
capaz de dormirme en público. Me cuesta hacerlo en un avión o en el
sofá ajeno, y hasta en el coche durante un viaje en el asiento del copi-
loto, pero en la sala de espera de cualquier hospital he llegado a ron-
car. Llegar, ver y dormir. La sensación de tranquilidad me domina
hasta tal punto, que caigo siempre en un sueño reparador. A veces el
respaldo del banco no llega a la pared, de manera que no puedo apoyar
la cabeza, lo que me dificulta el sueño. Resuelvo la situación apoyan-
do el cráneo en el bastón. No es muy confortable, pero ayuda. Si me
hacen pasar a la sala de exploración y sé de antemano que habrá que

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tenderse en la camilla, me adelanto a la orden y procedo, quedándome


de nuevo profundamente dormida. Y feliz. Es mi lugar seguro. Es en-
tonces cuando evoco la secuencia de E.T., en que, señalando al cielo,
dice: «Home, phone…».
En mi hospital, aunque sea nuestra casa, a los enfermos que cir-
culan con pijama y silla de ruedas les está vetada la planta noble.
Nada impide que nos movamos por el exterior del edificio, por cual-
quiera de sus pasillos, ascensores o entradas para ambulancias. Nun-
ca debemos ser vistos en la entrada principal que da acceso a los
despachos de dirección y al único establecimiento dentro del edificio
donde se pueden comprar la prensa y artículos de primera necesidad.
Queda feo. Estoy convencida que eso fue lo que pensó quien inventó
la prohibición, porque por ahí entrarían las autoridades. Tras un largo
tramo de escaleras hay algunos maceteros con plantas naturales y
hasta una vitrina histórica que contiene piezas de artillería traumato-
lógica, desde una barra de Harrington hasta un Ilizarov.1 Todo eso
dignifica el sector y lo hace incompatible con las sillas de ruedas
ocupadas por personas en pijama, aunque, de hecho, somos las que
hacemos posible la existencia del hospital. La prohibición no se ex-
plicita en lugar alguno. Es algo que suelen indicarnos los celadores
que desconocen la razón de la misma: «Me han dicho que diga que no
se puede pasar». Ni tampoco comprar el periódico ni desodorante. La
discusión, como siempre, se acaba en un «haga usted una reclama-
ción». Los servicios de atención al usuario deberían asesorar a los
distintos colectivos que trabajan en los hospitales sobre las razones
de las normas para que se puedan articular respuestas idóneas a cada
requerimiento. Deberían añadir que sólo deben aconsejar al usuario
la redacción de una reclamación cuando se hubieren agotado las res-
puestas razonadas y sólo en aquellos casos en los que el perjuicio
fuera relevante. Sólo así adquirirán credibilidad las futuras reclama-
ciones.
El hospital es el paraíso de las fronteras simbólicas. No hay to-
rretas de vigilancia pese a que algún que otro guardia adora los check-
points de tanto ver películas de espías y sobre la guerra fría. De ahí

1. Un Ilizarov es un dispositivo utilizado en cirugía ortopédica que sirve para alargar


o remodelar los huesos de las extremidades y su nombre procede del ruso que lo inven-
tó: Gavriil Abramovich Ilizarov.

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que surjan como de la nada merodeadores. «¿Busca a alguien?», oigo


que dicen desde el pasillo a alguna persona que deambula mirando
hacia el interior de las habitaciones: «No, sólo cotilleo». También hay
voyeurs aburridos.
Mireia, joven paciente de traumatología, y su novio, Javier, se
estaban besando castamente a media tarde junto a la máquina de café
más recóndita del hospital, la que se encuentra junto a las dependen-
cias destinadas a los consultorios de hemofilia. No parecía haber nadie
más. De repente surgió de la nada la encargada del mantenimiento
vespertino que, enfadada, vomitó: «Esto es un hospital, y aquí no se
hacen esas cosas». Huyeron con la silla de ruedas a cuestas no fuera a
pillarles la Inquisición.
En otro hospital, que por suerte me es ajeno, los días festivos
todavía solicitan «el pase» al visitante. Me sonó obsoleto, procedente
del más allá, de la época de Kunta kinte,2 de manera que no supe ar-
ticular una estrategia ad hoc para franquear la barrera que me impedía
llegar hasta el ascensor del recinto. Suplí mi experiencia olvidada con
amabilidad, más propia de estos tiempos que de aquellos en los que el
celador de la puerta seguía admirando a la Brigada Político-Social. De
modo que me presenté e indiqué al cancerbero cuál era la planta a la
que me dirigía. El hombre me cerró el paso: «Sin pase no hay nada
que hacer». Le conté con gesto alicaído que mi pariente estaba muy
enfermo y que había viajado más de mil kilómetros para verlo. Nada.
Que me parecía inaudito, que no disponían de teléfono móvil por lo
que no podía dar aviso para que me bajaran un pase. Nada. Al final
mentí: «En confianza: soy la psiquiatra». Impasible me respondió:
«Muéstreme las credenciales». ¿Alguien tiene un carnet de psiquiatra
por ahí? Al final, después de una tregua, fue el celador quien violó lo
más sagrado ofreciéndome condescendiente el pase de la familia de
un fallecido del día anterior: «No diga nada y úselo». Cuando lo con-
té, un médico me sugirió que en tales circunstancias debería haberme

2. Kunta Kinte era el personaje central de la novela Raíces, de Alex Haley, y de la


serie de televisión del mismo nombre. En 1979, mi hermano pronunciaba acelerada-
mente Kunta Kinte cuando franqueaba la barrera de celadores del hospital de Bellvitge
para indicar que se dirigía a la planta quinta, que sonaba igual, y era donde estaba in-
gresado nuestro padre. Nunca se lo discutieron. Es abogado e iba con portafolio y
corbata.

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identificado como psiquiatra de entrada sin dejar abierta la puerta a la


duda: «Soy médico. Voy a la quinta». Nada más.
Hay fronteras. También catacumbas. Durante años, fue tradición
destinar las plantas del primer subsuelo de los hospitales públicos
construidos con el desarrollo del SOE franquista a actividades depor-
tivas, léase rehabilitación. Dicen que porque el acceso es más directo
para las ambulancias que nos transportan. Las salas compartían los
vapores de los estanques de hidroterapia (que, por las toneladas de
agua que albergaban, no podían situarse en plantas superiores) con los
de la lavandería o de la plancha, cuando aún se ignoraba todo eso de la
externalización de servicios. A fin de cuentas, sudar la camiseta o la-
varla eran actividades parecidas. Por esa razón, los pacientes de reha-
bilitación conocían todos los rincones de los bajos fondos, no en vano
sus paseos se prolongaban más allá de los límites de la zona asisten-
cial además de ser casi los únicos autorizados a vestir «traje de calle»
por aquello del ejercicio físico. Por esas dos poderosas razones po-
dían, sin visado alguno, traspasar esos límites y conocer esos territo-
rios prohibidos. A pesar de los bastones. Además, si por ahí había un
atajo, siempre era aplaudido, al fin y al cabo ahorraba parte del reco-
rrido hasta la habitación. Más allá suelen estar los vestuarios del per-
sonal, otras veces las cocinas, la farmacia o la recóndita cafetería de
las batas blancas. Camas inservibles, alguna silla o un carro de curas
desvencijado completan el panorama. Una supervisora me contó que
una vez, en su hospital, después de muchos años, alguien decidió abrir
las taquillas sin propietario aparente del vestuario del personal. Hacía
tanto tiempo que no se hacía que encontraron monedas de peseta y
hasta céntimos junto a una flamante toalla hospitalaria cuya franja
verde oscuro rezaba: «Residencia Sanitaria Francisco Franco». Me la
regaló. La conservo junto con otros souvenirs en tela de distintos hos-
pitales.
En los centros sanitarios todo aquel que circula con una bata
blanca es susceptible de ser interrogado sobre cualquier cosa, sobre
todo para que nos indique el camino a seguir. El sociólogo francés
Jean Peneff3 cree que es porque la señalización hospitalaria no es
interpretable para el profano. El espacio aparece plagado de térmi-

3. Jean Peneff (1992), L’Hôpital en urgence, Métailié, París, pp. 23-24.

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nos médicos y siglas confusas. Por ejemplo, ¿qué demonios signifi-


ca Ortóptica? ¿y Pleóptica? En mi hospital esas unidades siguen en
el sótano, mi lugar favorito, y nadie las asocia a una especialidad de
la optometría que se ocupa de la reeducación de los problemas of-
talmológicos. La razón es simple: en esa zona hay, sobre todo, con-
sultorios de cirugía plástica, de traumatología y de rehabilitación.
En el otro extremo del pasillo tras una puerta enorme y opaca está
el T.A.C. Bonita sigla, onomatopéyica, y lo que esconde tras de sí
es otro enigma: tomografía, axial y computarizada. El TAC debería
ser articulado en femenino, tal vez se masculiniza porque el aparato
es un tomógrafo. En cambio la RSM, «la reso», ostenta toda su fe-
minidad.
Peneff cree que los visitantes somos víctimas de una falta de
disponibilidad para prestar atención, así que tendemos a desorientar-
nos porque sentimos curiosidad por ciertas escenas, como camillas,
enfermos, carreras del personal indiferente… Además, la ansiedad
nos bloquea el sentido de orientación ordinario. No ver las indicacio-
nes perfectamente señalizadas y solicitar ayuda ante el presunto caos
espacial es lo que distingue al profano del iniciado. Los trabajadores
de las grandes instituciones hospitalarias a los que se les solicita la
indicación de un lugar suelen pertenecer a otros servicios, descono-
cen siempre «esas otras zonas del hospital» y así lo manifiestan con
la consecuente sorpresa por parte del usuario desorientado. A veces,
como solución práctica de parvulario se pintan circuitos de colores
que indican la línea a seguir para llegar a los lugares más demanda-
dos desde la entrada de urgencias, la de los más ignorantes. Sin em-
bargo también resultan confusas. Siga la azul, pero en una intersec-
ción la línea gira a la izquierda, la perdemos y nosotros seguimos la
amarilla.
Jean Peneff sólo tiene razón en parte, pues debería saber que, en
algunos espacios, la señalización está reñida con otras prioridades de
índole arquitectónico, como ocurre con la eterna lucha que las perso-
nas con discapacidad tenemos con las características de los lavabos
adaptados o su ubicación en los espacios públicos. Porque en esos
casos, nos dicen que algunas localizaciones entran en conflicto con la
superioridad de las normas de seguridad. La señalización, para ser vi-
sible, siempre debe estar situada de forma que el caminante se tope
con ella sin tener que girar la cabeza para localizarla a su derecha o a

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su izquierda. Colgada del techo o en el dintel de las puertas, perpen-


dicular a la marcha, de lo contrario confunde. El conflicto se presenta
cuando los techos o son muy bajos (peligro de enganchar goteros o
camas de traumatología) o son de plafones móviles que esconden la
trama de tuberías y cables que circula oculta por encima de nuestras
cabezas. Colgar ahí un rótulo parece que no es práctico. Los electricis-
tas pondrían el grito en el cielo. En consecuencia, los rótulos de seña-
lización se fijan a los muros, detrás de una puerta y nadie repara en
ellos. Si añadimos a ese error —yo creo que subsanable—, la poca
concreción con la que se informa al usuario sobre la localización de
las distintas dependencias, tenemos configurada la imagen del perdi-
do. LOST suele llevar un papel a mano alzada, a pocos metros le sigue
otra persona, al parecer familiarizada con el perdido, anda zigza-
gueando, mira pero no ve, detiene a cualquiera que lleve bata, oye
pero no escucha con la necesaria atención a quien le da la indicación.
Entra y vuelve a salir de una sala. Lo peor es que generalmente desco-
noce el nombre del tipo de prueba que le van a hacer y por tanto no
sabe adónde dirigirse.
Una vez encontrado el destino buscado algunos nos entretene-
mos con las conductas de los usuarios esperando pacientemente que el
médico nos reciba. Otros, en esos lugares se inquietan. Tal vez porque
los accesos resultan endemoniados, como el ascensor del edificio de
consultas externas de uno de mis hospitales, que fue un zulo hasta
hace poco.
Tenía una trampilla a media altura que, abierta, permitía despla-
zar hasta su interior la parte inferior de una camilla. Un ascensor en
ele con zulo.4 Mi intención era entrar en él. Para ello tuve que separar
con los bastones —cual machete en la selva— a los cientos de carti-
lleros que hacían una cola informal en el recibidor del edificio. Tan
sólo algunos lo hicieron. Otros, los más mayores, molestos por la flui-
dez de mi marcha con dos bastones imposibles, refunfuñaron aún más
cuando la voz alzada de la secretaria preguntó: «¿Alguno de ustedes
viene para visitas?», y sin pausa respondo: «¡Yo!», levantando un bas-

4. X. Allué (2011) explica en su libro que el ascensor tuvo esa extraña forma por-
que el proyecto original de ese edificio no contempló que las camillas también iban a
necesitarlo para trasladar enfermos a las consultas. Como siempre, tiempo después se
trasladaron las consultas a otro lugar y dejaron tranquilos a los pacientes.

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tón. Nadie más, de manera que todas las miradas de la selva de usua-
rios se giraron para identificar aquella única voz potente que tenía la
suerte de ser atendida de inmediato.
Mientras espero, observo. Hay tres o cuatro parejas con críos que
se visitan en la sala el fondo. Llaman primero —lo juro— a Iván Iva-
nov, tal cual. Me fascina. Las entrevistas son muy breves, de apenas
cinco minutos, no obstante, frente a mí está sentado un ciudadano de
mediana edad que refunfuña por el retraso: «Nunca lo entenderé; esto-
es-la-hostia». Un matrimonio mayor, con apariencia de jubilados
asiente. La pareja ha dicho que ellos llevaban mucho rato esperando,
que tenían hora a las diez y media. Podría demostrar que, en ese mo-
mento, eran sólo las diez quince. El ofuscado e inquieto trabajador
técnico y autónomo (a pesar de la pertenencia al INSS) tenía al pare-
cer algo muchísimo más importante que hacer que acudir a la visita
del otorrinolaringólogo. Estar allí es una pérdida de tiempo, «porque,
verás, con el trabajo que tengo…», como si le hubieran obligado con
un mandato judicial. Sigue quejándose porque está convencido que
los médicos ganan mucho y se rascan la tripa. Claro, son funcionarios
y no dan palo al agua. «Total, para lo que me va a decir…» ¡Pues no
venga, señor!, he estado a punto de soltarle, vaya por la furgoneta y
céntrese en arreglar las cañerías que éstos se ocuparán de aquellas por
las que uno traga y respira. El caso es que el hombre tenía hora a las
nueve y media y no le llamaban. Dicho esto, una voz en off canta «Ri-
cardo Moreno» y el hombre, ahora imperturbable, se dirige al despa-
cho dos punto cero tres. En la entrada me han dicho, «Bueno, busque
la doscientos tres» —como si fuera un hotel—, cuando se trata de la
consulta número tres de la planta dos. Pero, claro, me dice la chica,
hay tantos que no saben leer que… A poco de sentarme y observar lo
descrito me llaman. A mí, que acababa de llegar, y con retraso pues no
conseguía localizar el edificio de los consultorios. La pareja de jubila-
dos me ha odiado. Deducen, seguro, que estaba enchufada porque
además, minutos después de entrar, he vuelto a salir y me he colado en
la consulta adyacente. Llega tarde, la pasan primero y encima la visi-
tan dos veces.
Al acabar, un indio Atahualpa, impasible, se recostaba en la pa-
red que hay junto al ascensor con zulo. Sólo tenía perfil. No existía un
modelo de frente. Ni un gesto ni un movimiento. A mí me hubiera
gustado mostrarle el zulo.

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Circuitos complejos de hospitales renovados hasta la saciedad


durante decenios, que acaban por perder la lógica espacial. Sólo los
celadores saben con seguridad por dónde llevar a un paciente hasta un
destino previsto. En posición horizontal y sin preguntar, se suele aca-
bar en Rayos5 o en el quirófano.

5. Rayos los hay de todo tipo, los del hospital pertenecen a servicios que ahora reci-
ben el nombre de diagnóstico por la imagen o Radiodiagnóstico, e incluyen radiología,
medicina nuclear y otros dispositivos tecnológicos de evaluación o tratamiento.

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2.
Quirófanos

Soy miope y mi ojo izquierdo lleva una córnea trasplantada que fun-
ciona al 60 por 100, así que, cuando entro horizontal en el quirófano,
ya me han quitado las gafas y veo poco o nada. Si a eso le sumamos el
hecho de que tres cuartas partes de las intervenciones que he aguanta-
do se hicieron con anestesia general, el resultado es que mi experien-
cia de campo en esas áreas del hospital es reducida. A mí me encanta-
ría ver qué hacen, cómo se mueven, qué utilizan y saber de qué hablan
durante las operaciones. Pero me está vetado. Intento reconocer si la
sala es nueva, de dónde procede la luz y cómo van a colocarme. Si se
tercia, hablo poco antes con el cirujano, aunque la mayoría esperan a
que el paciente esté ya dormido para entrar en la sala.
Por eso referiré aquellas experiencias que viví en los quirófanos
donde fui intervenida de cuestiones menores que no requirieron anes-
tesia general. Además, lo que más me fascina, tal vez porque soy aje-
na a la profesión, es que me sorprendan con intervenciones no previs-
tas y rápidas o con soluciones de última hora que tienen la virtud de
no dejar tiempo a la reflexión ni a la duda. Siempre acepto.
La intervención con anestesia local o regional más remota que
recuerdo fue cuando los otorrinos decidieron por fin cerrar el estoma
de mi tráquea, casi tres años después del accidente. Yo había acudido
aquella mañana, como todas entonces, al gimnasio de rehabilitación,
cuando, sin previo aviso, me llamaron para que subiera al quirófano
porque el doctor me estaba esperando. Subí por mi cuenta, me pasaron
a una sala donde debía vestirme con el sudario quirúrgico, el gorro y
los peúcos, aunque les dije que si querían que entrara por mi propio
pie no podía descalzarme porque no puedo dar un paso sin zapatos.

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Así que me pusieron los peúcos encima de los zapatos. De esa guisa,
me tumbaron en la camilla y, acto seguido sin quitarme las gafas, ¡me
colocaron un paño de campo encima de la cara!
Bueno, como era mi primera anestesia local, no dije nada. No
sabía qué iba a pasar. El caso es que eran bastantes los que estaban
allí, y yo, en medio, con los zapatos envueltos con los peúcos, las ga-
fas y la sábana santa sobre el rostro. Entendí que había que callar por-
que el telón había cubierto la tramoya, además me iban a suturar el
estoma del cuello. A partir de ese instante, los allí presentes, mientras
trabajaban —ajenos—, se pusieron a hablar de todo lo divino y lo hu-
mano sin inmutarse por mi presencia. Mi yo quedó oculto tras la sába-
na. Siguieron contando intimidades hasta que, en un momento dado,
retiraron la sábana y me dijeron: «¡Hola!, ¿qué tal?». Habían termina-
do. A partir de ahí el tono, contenido y cadencia de la conversación
cambió de nuevo para convertirse en el propio de un grupo de trabaja-
dores enfrascados en su tarea frente al cliente. Me fascinó. Era como
un juego de niños: ¡cucú! Para que luego digan que los protocolos no
encierran gestos simbólicos. Si hay que anestesiar, sajar, limpiar y su-
turar, es preciso evitar la mirada, como la del reo al que se le ponía el
capuchón antes de ser ajusticiado.
Pasó el tiempo y, muchos años después, por imperativos quirúr-
gicos, volví a sentirme al margen de mi cuerpo durante las anestesias
locales. Desde entonces me someto con frecuencia a pequeñas inter-
venciones para injertar una zona pequeña del piel, para activar una
úlcera, hacerla sangrar o para rascar un hueso ectópico que actúa
como cuerpo extraño e impide el cierre de una herida. Me dan pocos
sedantes, por lo que siempre estoy más o menos despierta. En una de
esas ocasiones fue un pequeño injerto en mi pierna derecha.
Como era hacia el final de la mañana, y los equipos completos
de cirugía se iban marchando, el médico se quedó sólo con una en-
fermera de su confianza. Éramos tres. O eso creí. Porque en el mo-
mento en que empezó la intervención yo dejé de existir. El cirujano y
la enfermera que le iba prestando ayuda, como iba para largo, se sen-
taron en sendos taburetes que colocaron a la altura de mi tobillo y
empezaron a hurgar mientras charlaban animados sobre las activida-
des de sus hijos, olvidando mi presencia. En un momento determi-
nado pregunté algo y añadí que me sentía bien aunque un poco al
margen de todo aquello. El cirujano, para justificar la absurda margi-

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nación a la que me tenían sometida —porque podía entender perfec-


tamente todos y cada uno de los ítems de su conversación—, dijo:
«Es que como estás ahí arriba…». Para el Doctor «ahí arriba» era el
resto del cuerpo sobre el que estaba trabajando. Yo quedaba muy le-
jos, y, por tanto, ni oír ni ver. El campo operatorio marcaba los lími-
tes, de manera que más allá no había nada de interés para el cirujano.
El caso es que determinados datos de la conversación quedaron gra-
bados en el disco duro de mi memoria. El Doctor, a pesar de mi in-
cursión, no rectificó y siguió hablando como si su paciente no estu-
viera allí.
La siguiente ocasión en que sufrí esa marginación hasta me enfa-
dé. Primero porque la enfermera, para acentuarla, le propuso al ciruja-
no que colocaran —como es habitual— una sábana vertical a la altura
de mi cuello para separar el rostro del lugar donde estaban trabajando,
«allí abajo». Protesté y el Doctor le dijo a la enfermera: «Eso a Marta
no se lo puedes hacer». No obstante, y por segunda vez, cirujano y
ayudante se pusieron a hablar de titulaciones universitarias, cuestión
de la que yo también tenía información y sobre la que podía aportar un
grano de arena. No hubo manera: cada vez que, condescendientes, me
escuchaban, levantaban los cuchillos (bisturís) como los carniceros y
cesaban sus actividades. Al parecer conversar con el paciente es in-
compatible con la práctica quirúrgica. Otras veces el Doctor, antes de
iniciar la inducción para la anestesia me preguntaba: «¿Y qué es lo
quieres que hagamos al final?». Yo empezaba a elaborar la respuesta
que ya tenía preparada pero cuando se hubo puesto los guantes dejó de
escucharme. El paciente en el bloque quirúrgico es un ser horizontal
sin voz ni voto, aunque sea un habitual.
El doctor Mira es distinto porque advierte a los presentes de las
condiciones que presiden sus intervenciones quirúrgicas. Fue el oftal-
mólogo que me trasplantó la córnea. Al entrar me preguntó si me mo-
lestaba la música y colocó un CD con melodías de los setenta. A partir
de la anestesia rogó silencio absoluto y nadie habló más de lo indis-
pensable. Mantuvo anestesiado exclusivamente mi ojo izquierdo pero
ni rastro de sedación. Durante dos eternas horas tuve que permanecer
absolutamente inmóvil en la camilla del quirófano, eso sí, sin ver
nada. En la sala habría unas cinco personas que no hablaron más allá
de las respuestas dadas al cirujano cuando solicitaba algo del instru-
mental. Yo hice lo propio. A la hora y cuarto, mi mano derecha que

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llevaba una vía empezó a dormirse y el hormigueo me resultaba tan


incómodo que hice un ligero movimiento. El doctor Mira se detuvo y
con cierto enfado ordenó: «¡No te muevas!». Como no me había atre-
vido a hablar —y así se lo dije— intenté resolver yo sola la molestia
de la mano activando un poco los dedos. Me contestó que no hacía
falta que yo lo hiciera, que la enfermera me daría masajes hasta el fi-
nal de la intervención. Y así fue. Durante la siguiente hora una mano
suave de la que desconocía el rostro acarició sin pausa mi pobres cua-
tro dedos. Al final hasta logré dormirme. Eso sí, sin cerrar un ojo. In-
móvil, lejana y ciega muchas veces, pero sorda sin sedación, nunca. El
oído es lo último que se pierde… o lo primero que se recupera al des-
pertar.
Algunas anestesias son felices —pocas—, otras no se olvidan
porque aún circulan por ahí algunos «maltratadores» que ningún tri-
bunal juzgaría porque nadie puede demostrar que el dolor durante una
prueba diagnóstica o una manipulación ha sido infligido a conciencia.
No obstante saben que hacen daño, puesto que las víctimas protesta-
mos. Ya lo afirmó David Le Breton,1 «el único dolor soportable es el
dolor del otro». Ellos, ni se inmutan.
El doctor Michael N. Emerson, que me resulta distante y desa-
fiante, es moreno y bajito. Aquel día debía de estar molesto, vaya us-
ted a saber por qué. Encima, una veterana menos sumisa de lo previsto
entra horizontal en su sala de preoperatorio diciéndole a él, un hombre
con su vasta experiencia, dónde había que pinchar la vía. «Por ahí no,
por favor. Mis vías en esa mano son frágiles, malas conductoras y
suelen dolerme…». Aun así pinchó. Sin éxito. Mi aullido se oyó en
Sebastopol. Ni un banderillero de tercera lo habría hecho peor, pero
nunca se ensañan de entrada con la vaquilla, al fin y al cabo acabará
sometida. El doctor M. Emerson no soportó que la vaquilla evidencia-
ra con un berrido su inoperancia. Se hizo torero de inmediato y me
colocó con un gesto de poder una máscara para que inhalara todo el
óxido nitroso del orbe y así, dormida, podría clavar la aguja a su gus-
to. ¡Qué grande debió sentirse! Sometida, por fin. Lo que no imaginó
es que en la mitad del proceso quirúrgico iba a despertar. Por unos
instantes noté claramente un agudísimo dolor en el hombro izquierdo,

1. David Le Breton (1995), Anthropologie de la douleur, Métailié, París.

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donde unas manos aún sajaban y separaban el tejido cutáneo para aco-
modarlo de nuevo tras una zetaplastia.2 ¡La maldita vaquilla! ¡Seguía
coleando! Así que debió de adjudicarme una dosis de caballo —no se
fuera a despertar otra vez— porque pasé tres horribles días vomitando
sin poder moverme de la cama. La palangana fue mi almohada. «Hier
la douleur prouvait la faiblesse du blessé, aujourd’hui, elle révèle
l’incompétence du technicien».3 Él nunca apareció por la habitación.
Muy pocos anestesistas lo hacen. Sólo los anestesiólogos.
El aullido del enfermo perturba el orden. Hay que hacerle callar
porque evidenciaría algún error en la praxis. A nosotros, los pacien-
tes, cuando oímos el lamento nos dicen: la gente aguanta poco. Nadie
nos hizo daño. Fuimos nosotros los que nos movimos, los que tenía-
mos unas vías imposibles, los que estábamos nerviosos o los que ha-
blamos alterando el sagrado silencio decretado para con el débil.
Un año después volví al mismo quirófano, mismo cirujano, mis-
mo territorio de mi cuerpo por reparar. Reconozco que resulta inútil,
pero el día que mantuve la entrevista previa a la intervención con los
anestesistas les dije: «Miren, si aparece Michael N. Emerson no me
voy a dejar anestesiar, se lo digo en serio. Es un animal, de modo que
ustedes verán». Respuesta evasiva. De hecho nunca saben quién anes-
tesiará al pobre cordero que va al matadero así que… Llegó el día de
autos y se me acercaron, primero dos chicas con gorritos de quirófano
estampados, «Como en América», les dije. Entré serena y confiada,
así que seguí con las bromas habituales. Hay que tener presente que si
me fío de alguien es de quien trabaja en un hospital —salvo esas ex-
cepciones—, de manera que jamás entro en pánico, al contrario, me
relajo y me dispongo sin más a dormir un buen rato. Me entrego, por-
que afortunadamente y hasta ahora, me operan sólo para mejorar mi
funcionalidad. Así que esa mañana estaba segura de que, de alguna
manera, Michael N. Emerson no iba a hacer su aparición y las chicas
del gorrito eran un buen augurio.

2. Técnica quirúrgica que se utiliza en cirugía plástica para alargar el tejido cutáneo
con la intención de corregir una cicatriz anterior anómala o para eliminar bandas cica-
trizales, entre otras posibilidades.
3. El dolor ayer probaba la debilidad del herido, hoy revela la incompetencia del
técnico. Anneguin, 1997, en Boris Cyrulnik (2004), Les vilains petits canards, Odile
Jacob, París, p. 38.

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Al poco rato apareció una mujer, mayor que yo, que acercó su
rostro al mío (no veo en el quirófano sin gafas), me dijo que era la
anestesióloga y sin darle tiempo a más le dije que la última vez lo pasé
fatal, que mis vías son malas, que me duelen… Lo de siempre. «Bien,
vamos a intentar solucionar eso.» Tal vez dijo algo más. El caso es
que se fue para regresar con un reproductor de mp3 y unos auricula-
res. Exploró mis venas, me preguntó y al final me explicó que trataría
de limitarse a una anestesia regional pero que lo importante era que yo
estuviera a gusto y feliz. Me colocaron de costado, me puso los auri-
culares, ajustó el volumen y a esa altura yo ya sentía el flujo sedante
entrando por mis venas, que, acompañado de aquellas melodías sin
letra, envolventes, casi chillout, consiguieron la mejor sedación ligera
que jamás hubiera imaginado. Me sacaron del quirófano y, me sentía
tan bien, que me llevaron a la habitación sin pasar por la rea, que
siempre alarga el proceso. Me dormí.
A mediodía vino a visitarme la anestesióloga. Yo no daba crédito
porque nunca suben a las habitaciones. Es más, pregunté a las enfer-
meras y me lo confirmaron, intrigadas a su vez por aquella —para mí
muy grata— irregularidad. «Eres una privilegiada. ¿Os conocíais?»
Le agradecí su particular protocolo de hacer incluso placentera
una anestesia y me explicó las razones. Regresó dos días más, por la
mañana y, el último, me regaló un CD con las pautas que sigue con
aquellos pacientes, que, según me explicó, tienen serias dificultades
al enfrentarse con la perspectiva del quirófano. Días después escribí:
«He escuchado y seguido con devoción tu voz en el compacto y he
comprobado que efectivamente acompaña la relajación. La cadencia,
las repeticiones medidas al momento, el tono de voz, las palabras
escogidas… No sé qué es. Me ha transportado de nuevo a la seda-
ción del quirófano. La elección musical resulta adecuada a la situa-
ción: el que lo escucha no espera nunca que se acabe, se impregna,
dejándose absorber y envolver por las notas». Dudo que Michael N.
Emerson, anestesista, tenga algo en común con la doctora, anestesió-
loga.
Poco tiempo después volví al quirófano. Hubo que extraer múlti-
ples calcificaciones que iban perforando la piel de mi pierna derecha,
consecuencia, al parecer, del agotamiento por en el esfuerzo sistemá-
tico que debía hacer la epidermis para solventar las múltiples erosio-
nes. Soy una vieja quemada y con el tiempo la piel se cansa de cicatri-

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zar y se pone una falsa coraza ósea para protegerse. Retiraron piel y
tejido óseo y cubrieron un importante territorio con injertos proceden-
tes de la cadera y de la ingle. La anestesia fue epidural y ya en la rea
me di cuenta de que seguía sangrando. Las charcuterías plásticas sue-
len tener esas escandalosas consecuencias pero ese día los apósitos
fueron empapándose. A la mañana siguiente aquella lenta hemorragia
seguía adelante y mi cirujano destapó el vendaje, maniobra que jamás
se lleva a cabo antes de los cinco días posteriores a la intervención. La
circunstancia anunciaba la pérdida de los injertos. Así que temí lo
peor: otra intervención que supondría la vuelta a casa y el emplaza-
miento para un nuevo ingreso. A eso había que añadir la retoma de
piel de cualquier otro lugar de la geografía de mi descalabrado cuerpo.
Como siempre, todo sucedió de manera vertiginosa, obviamente a
ojos de un profano, porque allí mismo, en la habitación, con otra en-
ferma al otro lado de la cortina, mi jaenita favorito se arremangó y
con la ayuda de un colega levantó la cura.
Sacó los apósitos ensangrentados y pidió a la alucinada enferme-
ra unos botes «de esos de muestras de orina, por favor, unos cuantos».
Ésta delegó en un alumno en prácticas de auxiliar al que había invita-
do a contemplar el espectáculo único de una intervención charcutera
in situ. El estudiante salió raudo en busca de los frascos. El jaenita
levantó los injertos, colocó cada una de las láminas de piel que el día
anterior había emplazado convenientemente en la pierna procedentes
de la ingle encima de diferentes gasas, las metió envueltas en sus co-
rrespondientes frascos y le pidió a la enfermera que marcara con un
rotulador su ubicación original en los cuatro o cinco lugares de mi
pierna en los que estuvieron hasta esa mañana. El plan era meter los
botes en la nevera para preservar la piel, conseguir la hemostasia con
un vendaje compresivo, volver a destapar y recolocar el injerto. Antes
de cubrir, suturaron allí mismo un par de vasos. Ni me enteré. A los
tres días, el estudiante regresó con los botes de la nevera. Como la otra
vez, sobre la marcha sacaron el vendaje. Al abrir uno de los botes, el
injerto apareció tieso, medio congelado, a una temperatura que podía
haberlo necrosado. Al jaenita no le gustó y yo creo —en un alarde de
imaginación hospitalaria— que le echó el aliento como para animarlo
y lo colocó, tal cual, encima de su antiguo lecho para el que había sido
recortado. Un par de grapas allí mismo, cobertura y a esperar. Y de
heparina nada esos días.

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Me encantó. Creo que mi fascinación y la del público de blanco


que asistió entusiasmado a la intervención in situ contribuyeron a que
aquello funcionara. Porque así fue. Le maître charcutier sabía lo que
se hacía, porque le pareció menos arriesgado y más rápido hacer las
dos operaciones de extracción e injerto en la habitación que en el qui-
rófano. El paseo, la preparación y los bichos de esas salas hubieran
acabado infectándome las heridas. Me quedé sin experimentar de nue-
vo el flujo laminar de los quirófanos que a nosotros, incultos ciudada-
nos, nos parece literal puesto que, cuando nos introducen como piezas
de carnicería por la puerta guillotinada, nos sacude un viento catabáti-
co que ni en un glaciar.
Han pasado dos años de todo eso y aún he vuelto al quirófano un
par de veces más. Antes de la última, y a pesar de la escasa compleji-
dad porque sólo iba a requerir anestesia regional, pasé por la tradicio-
nal visita preoperatoria con el anestesiólogo. Llovía a cántaros. Ape-
nas había nadie en la sala de espera del hospital. El médico asomó la
cabeza por la puerta para decirle a una paciente que por qué no entra-
ba, que allí no había enfermera para anunciar la visita. Así que cuando
salió la señora me apresuré a entrar en el despacho sin esperar a que el
médico me lo dijera.
—¿Puedo entrar?
—Pues no.
—Es que como antes le ha dicho a la señora que…
—Hable con la enfermera. —responde cortante.
Confusa ante la contradicción me dirijo a la salita de la enferme-
ra. Le cuento lo que ocurre; me pide el nombre y al momento aparece
el anestesiólogo como para corregir el malentendido. Yo, entre dos
fuegos. Las enfermeras, sorprendidas, le dan un dossier con mis datos
y me pide que le siga mientras por lo bajini me dice que esas enferme-
ras son antiguas en la casa, pero nuevas en la sección, por lo que la
lían y cometen errores. Ellas.
Comienza el interrogatorio. Me tutea, por lo que yo hago lo mis-
mo. Explico lo pertinente y, excepcionalmente para ese tipo de cir-
cunstancias, el anestesiólogo me pregunta cuál fue la causa de mi ac-
cidente. Me resulta chocante. Mientras le cuento en qué ocasiones he
tenido dificultades serias con la anestesia, pienso por un instante en
añadir también que no quiero que me anestesie el doctor Emerson.
Pero me callo, no sé por qué. El orden de sus solicitudes es un tanto

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aleatorio y lo atribuyo al documento que está redactando en la pantalla


del ordenador. Se dicta a sí mismo lo que escribe. Mientras tanto me
fijo en sus manos. Uñas cortas. Un papel sale de la impresora y lo co-
loca encima de la mesa. Al cabo de un rato, mientras él sigue escribien-
do, giro el documento. Se trata del consentimiento informado. No me
puedo creer lo que veo. El nombre del abajo firmante es Michael N.
Emerson.
—Perdona, ¿eres el doctor Emerson? [como no se presentan…]
—Pues sí.
—¡Vaya! —respondo sorprendida—.Tal vez ande equivocada
pero esa intervención de la que he hablado, en la que me desperté a
mitad, debiste ser tú el anestesista.
—¿Yo? No te conozco. Te recordaría. —No muestra perturba-
ción alguna. Sostiene mi mirada y detiene sus manos sobre el teclado.
—Puede que me equivoque pero ese fue el nombre que retuve.
Apenas fueron unos minutos en la sala frente a un médico enmascara-
do, y yo sin gafas. Después de aullar tras un feroz pinchazo, tú, o
quien fuera, me hizo callar con el gas.
—Bueno, la maniobra no era incorrecta. Si es difícil encontrar
una vía, es mejor tener al paciente dormido y la forma rápida es el gas.
—Lo entiendo. Pero lo que me molestó fueron las maneras.
—La verdad es que no creo que fuera… Nunca tengo proble-
mas… Además, ¿conoces a ese corredor de rallyes…? Pues siempre
pide que sea yo quien le anestesie.
—En fin, tal vez esté en un error, recordar sólo unos ojos… Aun-
que el nombre no se me olvida. Además, después pasé tres días vomi-
tando. Y si en algún momento dudé del hecho de haberme despertado
durante la operación, la duda se disipó cuando se lo consulté al ciruja-
no. Me dijo que efectivamente así ocurrió.
—Los cirujanos no tienen ni idea.
Pasaron tres semanas y me volvieron a operar. Esta vez me anes-
tesiaron dos jóvenes. Me hicieron daño. «Es que no es lo mismo meter
algo en la vía que sacar sangre.» Me recriminaron tanto mis quejas
como mis recomendaciones para acertar el lugar donde pinchar. «No-
sotras la buscamos las vías con el ecógrafo y los vómitos los tienes
por la morfina». End of the story. ¿Alguien me dió morfina?
Cuando regresé al hospital un par de semanas después para visi-
tarme, me encontré de frente por el pasillo con el doctor Emerson. Me

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reconoció al instante y con su mano en el hombro me preguntó: «¿Te


pusieron gas?». No, sedación y regional. «Pues yo no escribí eso en el
informe preoperatorio. Lo siento.» Le agradecí que se acordara de mí
y que me preguntara por mi rodilla. ¿Qué cambió en el doctor Emer-
son? Me desconcertó una vez más. ¿Por qué ese trato tan distinto entre
la visita preoperatoria o el saludo casual y la asistencia en el quirófa-
no? La clave me la dieron las jóvenes anestesistas de la última inter-
vención. Se confirmaba mi teoría de la horizontalidad. En las aulas
universitarias alguien les debe de decir al oído a los estudiantes de
medicina que las personas tendidas en posición horizontal no son hu-
manas, ni sienten ni padecen, como los muertos: tiesos y planos. En
consecuencia, el trato en el despacho debe ser diferente al de la visita
matinal y al de las salas de exploración y los quirófanos. El hábito sí
hace al monje en el hospital. Para evitar la transferencia (qué pelmas
son con eso los psiquiatras) cosifican al sujeto hasta tal punto que, an-
tes de ponerse manos a la obra, se preguntan aquello tan anglosajón de
¿qué tenemos hoy?, en vez de ¿a quién vamos a curar? No me vengan
con transferencias. Nunca hay que ponerse en la piel del otro, es un
error. La mía no es la carrocería de un coche ni la piel del ciervo del
taxidermista. Estoy viva y consciente, al menos antes de iniciar la se-
dación. Después, hagan y digan lo que quieran, pero que no me entere.
No sean soberbios.

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3.
UCI

En la literatura sociosanitaria son poco frecuentes los estudios de


campo sobre los servicios y las especialidades más técnicas del dispo-
sitivo hospitalario actual, como los servicios de urgencias, unidades
quirúrgicas de alta tecnología o las unidades de cuidados intensivos.
Apenas algunos autores han abordado el estudio de esos servicios que
constituyen el sancta santorum de la biomedicina. Todos ellos desta-
can la dificultad del trabajo de campo cualitativo en un medio tradi-
cionalmente opaco, a menudo «cerrado».
Las percepciones iniciales tras el despertar en la UCI son confu-
sas y difíciles de interpretar. La enfermedad, su tratamiento, los vesti-
gios de la sedación, configuran un estado inicial de confusión en el
que la realidad y ficción onírica forman una amalgama espesa. No
siempre quienes nos rodean saben deshacer esos nudos, lo que prolon-
ga el estado y limita el primer acto autónomo: pensar ordenadamente.
Los mensajes informativos en las UCI son unidireccionales, de
dentro hacia fuera, y sintéticos, porque no se comunican los avatares ni
las decisiones que se toman y que se reflejan en las historias clínicas.
Cuidar de forma integral de un enfermo o de un accidentado en situa-
ción de aislamiento requiere además de técnica, cierta habilidad para la
comunicación verbal y gestual. Las palabras o los gestos, si son estan-
darizados, aumentan la sensación de soledad, de miedo y de desperso-
nalización, por lo que es recomendable recurrir a los acompañantes
para obtener información sobre el paciente. Conocer su profesión, su
situación afectiva o sus gustos permite a los que le cuidan introducir
cierta complicidad en la relación, lo que ayuda a unos y a otros en los
momentos de tensión o de dolor, aunque el paciente esté sedado.

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La comunicación recupera el sentido bidireccional cuando el en-


fermo mejora. Esos puertos, esas manos, esos cuidadores, son el cable
a través del cual los enfermos conectan con el exterior, con los otros,
con los que les aman. Las enfermeras son quienes corren la cortina,
conectan el teléfono o acondicionan la cama para abrirlo al mundo
exterior cuando el mensaje es: «Sigo vivo, resistiendo».
En un terreno más irracional, las familias hablan de los benefi-
cios de la proximidad física. Entre la vida y la muerte, hay quien suma
a la posibilidad remota del milagro la transmisión mágica de la fuerza
para, entre comillas, poder resistir. Cuando todo falla recurrimos a los
actos mágicos. Por esa razón hay tantos que se empecinan en quedarse
en las salas de espera junto a la puerta de cuidados intensivos o del
quirófano, como si el enfermo pudiera percibir su presencia. La proxi-
midad se justifica no sólo como un deber moral sino por los efectos
presuntamente lenitivos de la cercanía. Ese empeño en permanecer al
lado suele crear dificultades porque hay quien duerme en el pasillo y
estorba; genera malestar, porque hay quien nunca descansa y acaba
enfermando por agotamiento; también ocurre que alguien se apiada de
ellos y les guarda en secreto una bandeja de comida. Otros allegados,
ante el mutismo del coma, prefieren no estar presentes. Uno de ellos,
un médico precisamente, tuvo a su mujer ingresada durante meses en
estado crítico. Me contaba que no era capaz de entrar a verla. Actuaba,
muy a su pesar, como médico. Pasado un tiempo, fueron las enferme-
ras quienes insistieron para que entrase a ver a su esposa. Todos se
sintieron mejor.
Los que hemos estado bajo sedación en intensivos sabemos que
la cadena humana de manos o la línea de mensajes de voz que facilita
el personal de enfermería entre enfermo y familiar tiene efectos tera-
péuticos. La religión y la magia, en ese terreno, no son un producto de
la ignorancia o de la superstición, sino el resultado de una dialéctica
entre el saber científico y el saber popular, entre la cultura de los pro-
fesionales y la presencia social de los enfermos. Por esa razón, entre
los médicos, por ejemplo, todavía hoy se racionaliza cierta dificultad
de comunicación con los familiares con la coartada de que lo emocio-
nal está reñido con lo científico, de ahí la actitud del doctor que tenía
a la esposa en cuidados intensivos.
Las primeras percepciones, que suelen estar presididas por cua-
dros delirantes producidos por los fármacos, representan para el pa-

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ciente un esfuerzo a nivel inconsciente de reordenar los aspectos in-


comprensibles de la situación en la que se encuentra. El personal que
le atiende suele relegar a un plano secundario una circunstancia que para
el enfermo es prioritaria, puesto que representa la única parcela de sí
mismo que puede llegar a gestionar de forma autónoma. Recuerdo que
hace años, en la sala de rehabilitación, un joven accidentado me expli-
caba con horror que en su delirio durante su estancia en intensivos
creyó estar ya dentro del ataúd y que pedía ayuda gritando a todos que
aún no estaba muerto, aunque nadie le oía. Se entiende que la confu-
sión es una fase transitoria y necesaria que no requiere mayor trata-
miento que el tiempo, sin embargo para muchos supone un esfuerzo y
aun secuelas que sólo retardan el proceso de recuperación de la auto-
nomía personal o, en cualquier caso, dificultan su cooperación efectiva.
La confusión agravada por el aislamiento induce al paciente a
introducir de forma aleatoria en su propio discurso aspectos de su ex-
periencia anterior mezclados con los estímulos de la patología que
está sufriendo, sin que pueda llegar a discernir la realidad de la fic-
ción. En términos clínicos esas circunstancias carecen de valor por-
que, en apariencia, no modifican el curso de la enfermedad y son, por
tanto, minimizadas, pues a efectos de gestión no empeoran la situa-
ción sino que la facilitan.
El otro gran efecto del aislamiento prolongado es la despersonali-
zación. La clausura y la escasez de ventanas donde perder la mirada son
tan o más penosas que la ausencia de compañía afectiva. El personal del
servicio, como ocurre en otras salas, suele comentar en presencia del
enfermo cuestiones profesionales o aspectos truculentos del estado de
los otros enfermos ignorando la vigilia del paciente, como si siempre
permaneciera sedado, lo que acentúa la pérdida de la identidad. «Hablan
entre ellos. Ya no soy, estoy.» La información, además, llega por canales
provistos de toda clase de ruidos, puesto que su gestión no suele hallar-
se reglamentada. Se parte a priori de que si el paciente ha superado la
fase crítica o ha salvado la vida, cualquier otra información sobre su
estado no va a resultarle dolorosa. «Con lo que has pasado…»
Fred Maggiani, el oficial bombero víctima de pavorosas quema-
duras en acto de servicio del que he hablado más arriba, relataba que a
los dos meses de ingresar descubrió —ya que nadie se lo había dicho
antes— que había perdido todos los dedos de las manos. Un enferme-
ro estaba cambiando los vendajes y él pudo entrever algo por el hueco

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144 El paciente inquieto

de su tarsorrafia.1 Fred temía el trato de ese chico de treinta años. Él


tenía uno más. «Es brutal, siempre presuroso, nunca atiende a mis
quejas cuando tira de los apósitos pegados a mis heridas. Además, me
tutea, cuando nada le autoriza a ello.» Cuando le descubre las manos
se da cuenta de que no tiene dedos, que quedan unas falanges pegadas
entre ellas y apenas algo que parecen dos pulgares…Reflexiona en
diversas ocasiones sobre por qué no se le dijeron. Entonces porque
estaba en coma farmacológico. ¿Y después? «Nadie vino a hablarme
sobre esto, ni el cirujano ni la cirujana que se encargaron de hacerlo.
¿No soy yo a sus ojos más que una masa que hay que cortar? Hicieron
lo mejor, lo más conveniente, pero ¿por qué no vinieron a explicarme
lo que hicieron? (Maggiani, 2007, p. 129).
En la UCI los comportamientos no verbales prevalecen en las
relaciones porque se presupone que el paciente no va a dar respuesta
alguna a las intervenciones que se realizan a su alrededor, como ocu-
rre en el quirófano aún bajo anestesia local. Maggiani (2007, p. 132):
«Que me examinen sin decirme nada (…) que se hable de mí como si
yo no estuviera allí. Ninguno de los que estaban alrededor del Gran
Jefe no me dirigía ni una sonrisa y mucho menos la palabra». Los ges-
tos predominan. Algunos tocan e incluso acarician como se hace con
un recién nacido. El enfermo experimenta entonces una sensación de
retorno a la infancia, porque la UCI es el tránsito de la dependencia
corporal intensa a la vida más o menos autónoma. No obstante, «la
relación médico-enfermo reside muy a menudo en la autoridad del
primero y la infantilización del segundo ¿Es necesario que desde que
se atraviesa la puerta de un hospital el ser humano pierda todos los
derechos y el respeto que le es debido para no ser tratado más que
como un irresponsable? ¿No sería mejor dialogar con el médico y
obrar de acuerdo para conseguir la curación? Soy oficial y sé lo que
significa dirigir hombres. Aunque sea su superior por grado nunca se
me ocurriría considerarlos inferiores. Me da rabia que aquí no se rijan
por las mismas reglas» (Maggiani, 2007, p. 192).
Los vínculos que se establecen con el personal sanitario son tam-
bién intensos y muy complejos. Intensos por la dependencia física,

1. Procedimiento quirúrgico que une temporal y parcialmente los párpados superior


e inferior. Suele llevarse a cabo como recurso destinado a la protección de la córnea o
a la reconstrucción de un párpado dañado.

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complejos porque la interacción no tiene flujos idénticos. El paciente


acaba desarrollando conductas de subordinación casi absoluta que
acentúan la despersonalización y el despliegue de actitudes que le son
ajenas en la vida normal. Una mujer me explicaba que a veces se sen-
tía obligada a excusarse en circunstancias en las que sabía positiva-
mente que sus cuidadores no llevaban la razón: «Lo hacía sólo para
tenerlos a mi favor». ¿Tenerlos a su favor? ¿Por qué? Por miedo. Mie-
do a que le hicieran daño, a que tuvieran opiniones diferentes de las
suyas; a que la ignoraran o la amenazaran con la retirada de determi-
nados privilegios; a que la hicieran esperar más cuando el paso acele-
rado del tiempo anuncia la proximidad del final de cualquier horror.
Nunca se cumpliría ninguna de esas venganzas, pero la dependencia
absoluta acrecienta esos miedos. Esos lamentos a veces se interpretan
como llamadas de ayuda de una persona que no puede soportar el fu-
turo que le espera. Sin embargo es mucho más probable que no sea
así. Lo que no soporta es lo que está ocurriendo en ese momento, ya
que las secuelas no llega a imaginarlas.
El paciente de intensivos pierde otra gran parte de la identidad
cuando se siente privado de la capacidad de transmitir información y
cuando nada de lo que le rodea le identifica. En la UCI sólo conserva-
mos el nombre, la memoria y las sensaciones físicas desagradables. Se
trata de una despersonalización que contrasta con la dedicación inten-
siva que recibimos de quien nos atiende. Pouchelle (1995)2 interpreta-
ba que las relaciones individuales se sacrifican en provecho de una
comunicación reducida al mínimo, de la misma forma que lo hacen las
publicaciones científicas, en las que la información técnica es la úni-
ca, pura y verdadera.
La mayor parte de las personas no recuerda su paso por intensi-
vos y todas estas sensaciones no logran explicarlas. Los médicos pre-
fieren que en ciertos casos los pacientes olviden lo que han visto y
vivido para reafirmar que la UCI es un mundo aparte, otro mundo. La
propensión al secreto, añade Pouchelle, es propia de los medios iniciá-
ticos, y la UCI se entiende como tal, puesto que el enfermo entra in-
consciente y simbólicamente renace a la vida. El aislamiento, el con-

2. M. Christine Pouchelle (1995) «Transports Hospitaliers extra-vagances de l’âme»,


en F. Lautman y J. Maître, Gestion religieuse de la santé, L’Harmattan, París.

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146 El paciente inquieto

finamiento es el castigo de los condenados, la tortura del secuestrado.


En Death Row, libro en el que se hace referencia al corredor de la
muerte de la prisión de Huntsville, Texas, encontré las frases que aho-
ra traduzco y adapto a la situación del paciente de UCI:

El que acaba de llegar debe pasar el difícil, el terrible estadio de su


adaptación a un lugar que no se asemeja —ni de lejos— a ningún otro
(…). Se descubre la soledad, el miedo a los otros, el miedo simplemen-
te. Toda comunicación es un problema: primero con los otros, pero tam-
bién con cualquiera y sobre todo con los representantes de la institución
que, en último lugar, deciden sobre tu vida o tu muerte.3

Erving Goffman4 definió la institución total como un lugar de residen-


cia y de trabajo donde una gran cantidad de individuos, ubicados en
una misma situación, separados del mundo exterior por un período
largo de tiempo, llevan a cabo una vida de reclusión en la que las con-
ductas están reglamentadas. Prisiones, conventos, barcos de guerra o
comerciales, hospitales, escuelas, cuarteles, etc., remiten a la idea de
aislamiento en un universo claustral que constituye el aspecto esencial
que los identifica entre sí. En las instituciones totales el aislamiento es
la barrera que se interpone entre el interno y el mundo exterior, y
constituye la primera amputación que sufre de su personalidad (Goff-
man, 1968, pp. 49 y 57). Para romper y evitar los daños colaterales de
los que están aislados, es preciso cierto protocolo o, cuando menos, un
experto en discernir los beneficios de la presencia de los seres queri-
dos o de los miembros de la red social del enfermo. Algunos cuidado-
res piensan que, para encontrar la seguridad en sí mismo que ha perdi-
do, el paciente requiere ese acompañamiento. Sin embargo, dada la
dependencia absoluta de los profesionales de la salud, a veces resulta
más útil su estímulo y ayuda que la de los seres queridos. La necesi-
dad de compañía aparece más adelante, cuando el grado de autonomía
se acerca al absoluto. Fijémonos en la postura del familiar ante la
frontera claustral de la UCI. Frédérique, la esposa del bombero, sólo
identifica los pies de Fred tras el cristal de la zona de grandes quema-
dos. Se dice a sí misma: «Si yo pudiera tocarte, aunque fuera la punta

3. B. Jackson y D. Christian (1986), Le quartier de la mort, Librairie Plon, París.


4. Erving Goffman (1968), Asiles, Minuit, París.

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de los dedos (…). Entrar en tu habitación, acercarme a tu cama, poner-


te mi mano encima, más que un segundo. Eso lo cambiaría todo». Más
adelante, cuando su marido pasa a la sala abierta, se da cuenta de que
el cristal la preservaba de la evidencia de las amputaciones, de su in-
capacidad para moverse y de un rostro que precisará de múltiples in-
tervenciones (Maggiani, 2007, pp. 99 y 136). Desde fuera ven sufrir al
enfermo y desean ayudar pese a que las emociones resultan ser malas
compañeras del auxilio. El acompañante al principio debe limitarse a
prestar afecto, evitar trasmitir su pena al ser querido y entrenarse para
lo que siga más adelante. Si sobrevive, para ayudar en su recupera-
ción; si muere, para mejor sobrellevar el duelo. Para ayudar no es ne-
cesaria ni una predisposición ni tampoco una preparación especial,
sino, sobre todo, tener la determinación de hacerlo. Ese tipo de ajustes
en la ayuda afectiva deberían ser, en lo posible, previstos por el equi-
po que se ocupa del paciente y decididos con los acompañantes para
sugerir sin prohibir y recomendar sin ofender. Si se ha comprobado
que determinadas visitas resultan saludables para el enfermo, alentar
esa presencia es una tarea que hay que incorporar en el cuidado, y no
sólo la presencia genérica de allegados. Tampoco hay que presumir su
eficacia.
La primera doctora que habló con Frédérique Maggiani, la es-
posa del bombero, le dice que ella también es una víctima y le pre-
gunta si dispone de ayuda para afrontar lo que le espera. Craso error.
En todo caso había que decirle que la única víctima es el herido y que
va a necesitar de apoyo, de modo que se prepare, se pertreche para no
claudicar ante quien lo sufre en directo. Otorgarle un rol pasivo de
víctima por proximidad, no ayudará al enfermo. Al contrario, tiene
que desbordar optimismo y actividad, aunque le cueste, sólo así pue-
de ser útil. Frédérique, siguiendo los consejos de la doctora, acaba
deprimiéndose. Le cuenta al marido que lo siente, que no sabe com-
portarse como él, tan fuerte. Que no puede desprenderse de lo que él
fue en el pasado y que rechaza proyectarse en el futuro con el hombre
que ahora es. Lo más duro —explica— empezó cuando le dieron el
alta. Considera la posibilidad de visitar un psiquiatra, pero dice que
eso sería reconocer que está loca. «No estoy loca, aunque tal vez me
estoy volviendo loca.» Al final claudica, y le dan antidepresivos y el
apoyo de un psicoterapeuta. Su marido responde: «La paradoja —qué
terrible resulta— es que para mí es más fácil que para ti. Yo no me

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veo, de momento, mientras que tú debes manejarte con mi nuevo en-


voltorio» (Maggiani, 2007, p. 172). Es cierto. Uno mismo olvida
cómo fue. No hay soporte físico para sustentar el recuerdo de algo no
perdido sino sustituido. Un nuevo rostro será mi rostro, detrás del
que vivo. El enfermo suele sobreponerse a no ser que padezca de an-
temano otra patología que lo impida. El problema suelen ser los
otros. De ahí la importancia de su control por parte de quienes dise-
ñan el proceso del cuidado. He visto madres tan sobreprotectoras con
sus hijos que hasta les impidieron regresar al colegio una vez recupe-
rados. Su propio temor al rechazo y a los múltiples peligros imagina-
bles lo traspasaron al hijo, que, obediente, se queda en casa. Eso hay
que evitarlo. Los buenos profesionales son capaces de observarlo y
deberían controlarlo. Hay que fomentar las visitas que destilen ener-
gía. A Fred le visita un superior. El encuentro le reconforta porque el
coronel no le consuela, nadie lo puede hacer. Va a lo esencial, «como
se hace entre hombres», dice él mismo. Con las palabras necesarias.
Eran esas palabras las que quería escuchar. Le da ánimos confirmán-
dole que seguirá teniendo su plaza en el cuerpo. Ni una sola vez men-
ciona sus manos. «No le interesan; lo que le interesa soy yo. No esta-
blece diferencias entre lo que fui y lo que ahora soy» (Maggiani,
2007, p. 128).
Hace ya algunos años recibí la llamada de una mujer joven. Al-
guien de la unidad donde me atienden le sugirió que lo hiciera. Tenía
a su hermano menor, de apenas diecinueve años, con el cuerpo entero
calcinado e ingresado en la UCI. Para sobrevivir, a su favor contaba
únicamente con su juventud, nada más. Le mantenían sedado y Car-
men quería saber qué podía hacer ella para ayudarle. «¿Qué hago, le
hablo?» Le dije que convirtiera sus visitas mudas en un monólogo.
Que muy cerca del rostro le contara esto y lo otro. Que relatara las
proezas de su hijo, las rabietas en su trabajo, lo que hizo para cenar y
si hacía frío o calor en la calle, además de cuatro cosas que pudieran
ser para Amadeo muy personales e íntimas para darle seguridad sobre
quién le hablaba. A cau d’orella, decimos en català, susurrando al
oído. No volví a saber más de la hermana. Imaginé que tal vez no so-
brevivió porque sus lesiones externas e internas eran espectaculares.
Un años después, en una reunión con otros colegas de la unidad de
quemados, se me acercó un joven menudo que caminaba torpe con un
sólo bastón, de rostro enrojecido, una mata de pelo negro brillante

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cubriéndole el cráneo y una sonrisa impecable. «¡Hola! Soy Amadeo,


mi hermana fue la que habló contigo cuando estuve en la UCI.»
¡Amadeo! ¡Vivito y coleando! Ahí estaba, con zapatillas, las
vendas de compresión en las piernas y un sentido del humor que sólo
en Cazorla saben dominar. Me contó que recordaba de forma velada y
tenue la voz de su hermana relatando incansable a un rostro inerte las
hazañas del sobrino. Eso le acompañó en aquella agonía sedada pero
oyente. La hermana de Amadeo era entonces auxiliar de clínica.
Cuéntenles ustedes cualquier cosa, pero no les dejen solos.
Abran con sus palabras una puerta al mundo exterior; permítanles sa-
lir de la prisión evocando la vida, aunque no muevan ni un pelo no
vean ni oigan, aunque les digan que están sedados, aunque en aparien-
cia nada sientan. Háblenles y díganles lo que está pasando. No aven-
turen futuro alguno, no saben si lo podrán vivir. Confírmenles que
están vivos, y que no están solos. Tampoco se entristezcan en su pre-
sencia porque ellos no están ni deprimidos ni hundidos, sólo intentan
sobrevivir y, para conseguirlo, necesitan estímulos en forma de pala-
bras impregnadas de vida que activen sus endorfinas.

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4.
Público y privado

A Francina la enviaron a una clínica privada de alto standing como


paciente «recomendada» del Instituto Nacional de la Seguridad Social
para el tratamiento con láser de un cicatriz hipertrófica que le quedó en
la barbilla a resultas de un accidente doméstico. Picaba y resultaba
muy molesta. El primer día la recibió la doctora One para evaluar
cómo proceder con el láser; le hizo varias preguntas sobre el origen de
la lesión, la miró, la tocó, y la citó para el tratamiento. La doctora ex-
plicó que precisaría entre tres y seis sesiones a intervalos de dos meses.
En la primera la atendió la misma doctora One que le prescribió el
tratamiento. Le colocó unas gafas enormes y mientras aplicaba el láser
le preguntaba si le dolía. Obraba amablemente y con cautela. El proce-
dimiento es breve y no sufrió molestias. Le dieron algunos consejos
para proteger la zona tratada y le ofrecieron una muestra de crema cal-
mante especial para aplicar una vez al día si escocía la cicatriz. No le
dijeron cuándo acabaría el tratamiento. La siguiente sesión fue más
rápida pero no le aconsejaron nada más para la piel. A partir de la
tercera sesión, sin previo aviso, la doctora que la atendió ya no era
la que le habían recomendado, lo que inquietó a la paciente. Cuando
preguntó, le respondieron que la doctora One no estaba, sin más. Su-
puso que la nueva era una doctora porque ni se presentó ni iba identi-
ficada, y apenas se distinguía de quienes imaginó eran las enfermeras.
Después de cuatro sesiones la cicatriz no había cambiado demasiado,
lo que le preocupaba porque le parecía que ya había recibido bastante
láser. Así que se lo comentó a la doctora, quien sobre la marcha deci-
dió modificar el tratamiento, como si de repente se diera cuenta de
que podía haberlo revisado con anterioridad. A Francina no le gustó.

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152 El paciente inquieto

El hospital es elegante, nuevo, muy luminoso. Llegar hasta el


Centro de Láser no es fácil. Aquello es un laberinto porque las indi-
caciones son imprecisas. Es fácil perderse por los pasillos, tuvo que
preguntar varias veces, pese a que las señoritas del mostrador de in-
formación se desentendieron y, colgadas del teléfono, la hicieron
esperar cuando no puede permanecer de pie mucho rato. El suelo de
ese hospital es resbaladizo y casi pierde el equilibrio en una rampa
sin pavimento antideslizante, muy brillante, eso sí. ¿Y limpio? Hasta
cierto punto —sigue contando Francina— «porque entré en un lava-
bo y, en fin, como un sábado en el aeropuerto. Los despachos de los
médicos muy bien, todo hay que decirlo». En apariencia no hay ser-
vicio de seguridad como en otros hospitales pero había cámaras por
todos lados, lo que le intimidaba. El trato del personal era amable, le
recordaba a la peluquería porque la llamaban por el nombre de pila
como si la conocieran. Nunca esperó más allá de diez minutos a que
la atendieran, y cuando quiso quejarse de las deficiencias del aparca-
miento no le consiguieron formulario alguno. Parecían desconocer
las hojas de reclamación, de manera que le ofrecieron como alterna-
tiva un tríptico de sugerencias semejante al de los hoteles, donde
queda un hueco para contar una humilde protesta. Daba la impresión
de que nadie los pedía. Es un hotel correcto, pero ella no lo reco-
mendaría. No se sintió segura, así que pocos días después decidió
abandonar la terapia.
Su hospital de referencia es mucho más viejo y feo; no está muy
limpio, está masificado y la zona en la que está situado no es muy
recomendable. En más de una ocasión hizo reclamaciones formales
por escrito por el tema del aparcamiento, que ahí es aún más grave, y
siempre discute con los del servicio de seguridad por el coche: «Se-
ñora, si nosotros la entendemos…». El consultorio de su hospital
público es pequeño, oscuro e incómodo, y las papeleras rebosan de
gasas y kleenex usados. Espera mucho tiempo cada vez que va a visi-
tarse. A pesar de todo eso se siente muy segura en este hospital y bien
atendida por todos, me acaba diciendo: «Paciencia, aquí estoy en
buenas manos».
Albert Jovell (2012, pp. 26 y 37), quien se autodefine como mé-
dico y paciente, además de sociólogo, dice que el «sistema público
español es capaz de ofrecer servicios técnicos y una seguridad de bue-
na calidad a todas las personas que lo necesitan y que deja que sea el

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sistema privado el que ofrezca servicios complementarios». Más ade-


lante confirma que aunque la sanidad pública tenga «bolsas de inefi-
ciencias» en aspectos relacionados con los intereses corporativos y los
de gestión, esas bolsas podrían ser corregidas con las estrategias de
gestión del sector privado. Complementariedad.

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5.
Comer y ver la tele

En los hospitales los enfermos medimos el tiempo como los reclusos:


según la llegada de las comidas. Cada cambio va precedido por un
refrigerio. En las instituciones cerradas siempre es así: «Al día si-
guiente, en un momento dado entre el café y la sopa, entró en el barra-
cón un hombre del mundo exterior…» (Kertész, 2001, p. 200). En el
hospital ese hombre puede ser un técnico con un mono azul que per-
turba el orden blanco que uniforma al personal. Son inflexiones en la
rutina que explicamos entusiasmados a los nuestros cuando nos visi-
tan: «Vino el de la tele, entre el almuerzo y la merienda». No hay ho-
ras. Sólo períodos de espera. Tampoco hay que prepararse para ir a
ningún lado: nos llevan. En ocasiones un inoportuno celador se pre-
senta con una silla de ruedas al mismo tiempo que llegan los carros de
las cocinas. Hay que hacer una radiografía. Nos han fastidiado porque
el break de la comida es importante. Se alarga como un chicle y se
prolonga con una siesta que acelera el día. Si nos sustraen de esa ruti-
na, al regreso el almuerzo está frío; la bandeja solitaria, fuera de lugar
porque no es su hora, y su aroma escondido bajo la tapa azul perdura-
rá hasta bien entrada la tarde mezclándose con las visitas. Ese día casi
no comemos. Es tarde y hay prisa, no se nos vaya a juntar con la cena.
Desde hace algunos años, en muchos hospitales públicos, los
usuarios escogen el día antes, entre un par o tres de platos, el que más
le apetece, si no están sometidos a una dieta especial. No ocurre
siempre porque o no nos encuentran durante la pesquisa, o ese día no
pasó la dietista o su equipo. El resultado es que el misterio no se des-
vela hasta que se levanta la tapa de la bandeja. El ojo inspector del
paciente va de izquierda a derecha. El del acompañante a la inversa.

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156 El paciente inquieto

El rostro del enfermo oscila entre un mohín de asco hasta un qué le


vamos a hacer. El del acompañante, muy profesional y con aire de
madre severa siempre va acompañado de frase: «Te lo tienes que co-
mer todo». ¿Por qué? ¿Hubo alguien que sufriera caquexia o escorbu-
to por sólo marear con el tenedor la comida del hospital sin tener pa-
tología alguna asociada? No, pero es la medicina del profano. Sopa
de pollo, como el argumento de otro de los guiones de Nurse Jackie.1
En ese episodio un anciano judío en sus últimas horas, la ingiere con
placer. Se la ha llevado su mujer y él quiere demostrarle lo bien que
le sienta la sopa. A otros, en las puertas de la muerte, les he visto
tragar con asco infinito una cena por imposición de los familiares. El
«tienes que comer» es tal vez lo único que se puede hacer con el en-
fermo, pero a él le martiriza. Y acepta, como el viejo judío, para com-
placer a los suyos. La mayoría lo hacen para no discutir. Porque no
pueden o no quieren gritar lo que les ronda: ¡Me quiero morir. Dejad-
me en paz!
No obliguen a los moribundos si rechazan la cuchara, llegarán
más ligeros al paraíso.
Los pacientes ingresados en unidades donde se reparan carro-
cerías o discos duros solemos tener hambre o ser caprichosos. Los
jóvenes rotos por la violencia del asfalto, cuando mejoran se come-
rían un buey. Los accidentados laborales también, porque habrá que
regresar al tajo. Los que sufrieron daño cerebral depende: o no co-
men, o les es difícil o han cambiado sus preferencias. Son más pro-
blemáticos. A veces lo tiran todo de un manotazo.
Comer nos resulta un entretenimiento observado siempre desde
el contrapicado del acompañante que selecciona, prepara, corta, pela y
distribuye todo lo que hay en la bandeja. No hay comida más tocada
que la de un enfermo. Llega virgen y no puede salir de una habitación
para otra —normas de higiene—, pero una vez abierta la caja de los
secretos aromáticos siempre hay alguien dispuesto a distorsionar su
contenido meticulosamente organizado en el office.
Comer en el hospital es además el vicio solitario aunque todos
miren cómo lo hacemos. Se contempla, se asiste y se recomienda.
Para algunos es una tortura. Para los demás, la panacea. Uno no se

1. <http://www.imdb.com/title/tt1437511 / 1X3> «Chicken Soup», 2009.

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cura si no come. Nos lo siguen diciendo. Si no comemos, nos mori-


mos o nos curamos igual con sopa que sin ella.
En los hospitales públicos el refrigerio del mediodía suele ir
acompañado de un sonido de fondo: la tele. Como se trata casi del
único lugar en este país en el que se almuerza a hora europea, no suele
coincidir con los noticiarios de mediodía, así que se come con los úl-
timos coletazos de la programación matinal, es decir, con extraños
debates sobre la vida privada de alguien, la salud o la gastronomía. La
televisión resulta una obligación impuesta por el que ingresó primero,
que suele ser quien tiene el mando. Al fin y al cabo, fue quien puso las
monedas para activarla. Si a esa hora que el sol está alto no la ponen
en marcha, podemos augurar una compañía agradable; si emite pero
con el volumen moderado, también es indicio de cortesía por parte del
compañero de habitación; pero si cambia constantemente de canal o
se empecina en alguno en concreto y el volumen impide la charla, el
conflicto o el martirio (si se acepta sufrir en silencio) está servido. La
caja tonta preside la habitación.
Ermessenda ahora ya es veterana y me relataba su último ingreso
durante el cual llegó a tomar notas de campo por si fueran de mi interés.
A lo largo de una semana tuvo el honor de compartir habitación con
Montse. Soltera y enferma crónica, de familia humilde y bien avenida.
Tenían ella y sus acompañantes una importante debilidad, la televisión.
Durante los ocho días que compartieron sala, Ermessenda tuvo que tra-
garse uno y otro programa telebasura amén de telenovelas y películas
navideñas de dibujos animados de las ocho de la mañana a la media
noche, momento que la dulce Montse esperaba ansiosa para degustar la
última colación del día: unas natillas. Cuando recibía visitas, éstas se
instalaban cómodamente para contemplar en familia la caja mágica nu-
triendo el evento con comentarios sobre el contenido. No satisfechos
con ello, aconsejaban y orientaban desde sus filas a los protagonistas
ficticios de las novelas, que, sordos, seguían lo pautado en el guión. El
primer día, hacia las nueve de la noche, Ermessenda creyó por fin sal-
varse por ser esa la hora de los noticiarios en la mayoría de las cadenas,
no obstante su compañera y los suyos, apenas asomó la cortinilla del
informativo cambiaron de canal, no fueran a saber demasiado de lo que
acontecía en el otro mundo. Su mundo no era ese. No news, good news.
Es que Montse tenía mucho, la pobre, y sólo se podía olvidar de ello
con la tele. Razón de peso. Punto final.

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158 El paciente inquieto

Dictadura.
Ermessenda es prudente y educada. Apenas en alguna ocasión
rogó que bajaran el volumen. Tragó. Ni leer podía. Para desconectarse
de la tele vecina debía salir de la habitación y descansar en las rígidas
sillas del pasillo. Ocho días de Tele 5, Antena 3 y TV1. No me habló
de su enfermedad ni de la intervención. Sólo me preguntó qué podía
hacerse al respecto. En ese punto, no hay diálogo que permita llegar a
consenso alguno: quien tiene el mando… lo usa. Pero existe, en pri-
mer lugar, la posibilidad de mover enfermos, a fin de buscar parejas
próximas entre las que se eviten desacuerdos. Algunos equipos de en-
fermería son hábiles haciéndolo, si bien son los mismos y únicos equi-
pos que suelen prestarse a la negociación. En segundo lugar, se debe-
ría empezar a pensar en la posibilidad de eliminar el servicio de
televisión, pues, en la mayor parte de los casos, crea conflicto. Se po-
dría o bien destinar una sala pública para ello, o proveer de auriculares
a los usuarios. Porque en tanto no existan habitaciones individuales en
los hospitales públicos, la dictadura del mando no debería presidir las
relaciones. Tragamos telebasura mientras nos desconectamos del
mundo, cuando podría existir —aunque fuera de pago— el acceso wifi
a la red, lo que a su vez permitiría ver algo de televisión en privado.
A poco de escuchar el relato de Ermessenda, leí un párrafo del
libro de Broggi (2011) en el que decía que no hay peor agonía que
aquella que se comparte en una habitación doble con el funesto soni-
do de fondo de Tele 5. Se pregunta el cirujano si no es posible propor-
cionar en los últimos momentos a un enfermo y a los suyos mayor
intimidad.

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6.
Historias clínicas unificadas, internet y webs

Nuestra cultura, a diferencia de otras con menos recursos económicos


y asistenciales, sigue atrasada en el ámbito de las tecnologías para la
información y la comunicación. No TIC, no way. Según un artículo de
La Vanguardia en 2009,1 un estudio ponía de manifiesto la desventa-
josa presencia de los centros sanitarios españoles en internet. Son mu-
chos los que ofrecen una información discontinua y precaria, lo que
explicaría por qué los hospitales de prestigio del país no aparecen en
las listas de los sitios web mejor clasificados. Teniendo en cuenta que
la red resuelve a bajo coste un montón de dudas, no deja de sorpren-
derme el escaso interés que suscita en el ámbito de la gestión de los
procesos asistenciales. Si desde cualquier lugar del mundo se puede
hacer un trámite u operación bancaria sólo con un laptop, ¿por qué ese
pánico a la red y a su seguridad en los medios hospitalarios?
La palabra seguridad, por ejemplo, aparece en no menos de doce
ocasiones en un texto de diecisiete páginas editado por la Generalitat
de Catalunya que explica el marco funcional de la llamada «Historia
clínica compartida».2 En cambio, confidencialidad, sólo en dos oca-
siones, cuando se vulnera en la mayoría de los ámbitos.3 Datos segu-
ros y protegidos no implica necesariamente discreción en los pasillos.

1. Josep Corbella, «El Hospital del Mar, líder en Internet entre los hospitales espa-
ñoles», La Vanguardia, 20 de abril de 2009, p. 28.
2. Generalitat de Catalunya, Departament de Salut, abril de 2009.
3. En más de una ocasión, a través de los profesionales supe —sin preguntar—, quie-
nes entre mis compañeros de traumatología sufrían heridas como consecuencia de un
intento de suicidio, cuando a nosotros nos preocupan más las consecuencias que las
causas.

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160 El paciente inquieto

Pero las máquinas todavía dan miedo, a pesar de presidir nuestros


días.
Colaboré con uno de mis hospitales en la creación de los conte-
nidos de su nueva web. Me pidieron que interviniera, sobre todo, en el
área del mapa dedicado a los pacientes. Acepté feliz porque me parece
un instrumento muy útil para los usuarios, que siempre puede mejo-
rarse. Así que me dispuse a organizar los distintos ítems para esbozar
mi parte del proyecto. En el mundo de la red, como en otros, siempre
se gana tiempo y eficacia cortando y pegando. De modo que, sin ha-
cerlo a ciegas, busqué de entre las páginas web de los hospitales del
país las que resultaran más sencillas, más accesibles y que incluyeran
todo aquello que yo había considerado «información necesaria para el
ciudadano». No existe la página ideal, porque cada usuario juega con
la red de forma distinta, pero los elementos sumados de algunas de las
mejores páginas de hospitales podrían servir para la nuestra: cómo
llegar, cómo ingresar, cómo realizar un trámite, derechos y deberes,
etcétera. Una vez introducida toda la información me di cuenta de que
a través de esas páginas no hay interacción posible. En mi opinión
estaban en un error. Se entendió que un instrumento así sólo debe te-
ner carácter informativo de salida, de modo que la entrada era imposi-
ble. En las reuniones planteé, por ejemplo, cómo establecería contacto
un usuario con su especialista o, al menos, con el equipo que le iba a
atender. No way, me dijeron. Los médicos no estaban dispuestos a
colgar sus e-mails para que «cualquiera les enviara spam o frases in-
cendiarias» (sic). Desde hace mucho tiempo existen anti spam; tam-
bién puede contemplarse la posibilidad de disponer de diversas direc-
ciones electrónicas y de forma gratuita; se puede ignorar un mensaje,
no leerlo o reenviarlo a quien concierne, pero aún no se ha demostrado
vía de agresión física alguna por la red, sólo virtual. Así que sólo se
me ocurrió que respondía a un elevado grado de ignorancia delibera-
da. En consecuencia, a pesar de que se abrió la posibilidad de incluir
las direcciones electrónicas de los trabajadores del hospital, por lo que
he podido comprobar hasta ahora, únicamente una profesional ha col-
gado sus datos, su fotografía y un e-mail de contacto. En tales circuns-
tancias, el usuario percibe ese gesto como una muestra de confianza
porque les permite identificar al especialista que le atiende o le pudie-
ra recibir. En cambio, las fotografías que acompañaban a la descrip-
ción de los diversos departamentos médicos mostraban paisajes o di-

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Espacios 161

seños estereotipados, y sólo el equipo de anestesiólogos se mostraba


al completo. Los mismos individuos que sin pudor alguno explican
sus cuitas personales en Twitter o en Facebook, ignoran que como
servidores públicos deberían tener la cortesía de mostrar a sus clientes
quiénes son y cómo acceder a ellos. Para el ciudadano no es más que
una muestra de confianza y de proximidad de aquellos que van a ha-
cerse cargo de nada menos que su cuerpo. Ninguno tendría una abru-
madora lista de correo que responder como tampoco la tiene el direc-
tor del banco que devuelve una consulta sobre bonos. Cierto es que al
directivo le mueve el interés comercial, pero el otro tal vez se ahorre
una visita o una llamada telefónica inoportuna que la secretaria le
pasó al creer que era otro doctor quien estaba al otro lado de la línea y
no un maldito enfermo.
En la mayoría de los hospitales solicitar hora de visita a través de
la red tampoco es fácil, aunque estas cosas están sometidas a un cam-
bio constante, pues algunos ya las confirman con un sms. La cuestión
es que podemos comprar billetes de avión o de tren; podemos realizar
el check-in desde el laptop y elegir asiento en un avión para luego
mostrarlo en el embarque con la BlackBerry o el iPad; podemos inclu-
so reunirnos a distancia y vernos por Skype, pero para solicitar hora
en algunos centros asistenciales hay que estar «de cuerpo presente» o
armarse de paciencia para encontrar línea telefónica libre a horas de
trabajo de nueve a cinco. Eso sí, una vez en el área de consultas de al-
gunos hospitales, la privacidad se difumina en el momento en que
nuestro nombre luce al completo en una pantalla de sesenta pulgadas
que cuelga del techo ¿Se lo imaginan así en la puerta de embarque?
¿A quién le importa mi nombre y a qué especialista voy a visitar? Se-
guridad sí, confidencialidad, menos, ya lo he dicho más arriba.
A pesar de que los centros asistenciales son un servicio y no un
negocio, ¿por qué mi farmacéutica y mi técnico ortopédico disponen
de lo que he querido llamar mi currículo detallado de gasto sanitario y
no así mis médicos? La farmacéutica sabe lo que consumo de forma
habitual, de manera que si olvido el nombre de la pastilla para el coles-
terol mirará mi ficha y asunto resuelto. Mi ortopedia dispone de un ar-
chivo completo de mis prótesis. Si yo no hubiera solicitado al ortope-
dista la fecha de la última prestación de muletas y hubiera acudido al
especialista para iniciar los trámites de solicitud de la prestación con
los consiguientes gastos físicos por el traslado, la espera y la petición

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162 El paciente inquieto

de los documentos, al cabo de unas semanas habría recibido un infor-


me por correo postal según el cual se me denegaba la petición porque
hacía menos de treinta y seis meses que adquirí un bastón. Todo ello
retardaría el uso del bastón nuevo, con el peligro de lastimarme al dis-
poner de un taco y un reposabrazos en condiciones bastante precarias.
Correo postal. Todavía lo usan en algunos hospitales para notifi-
car los cambios de horas de visita. Llegan tarde y el error ya está en
marcha. Desde hace apenas unos meses empiezan a entender que un
teléfono móvil puede servir como vía de enlace con un paciente en
lista de espera. Dispongo de teléfono móvil desde 1995 pero sólo reci-
bo llamadas de los servicios de salud desde hace un año.
En 2012 uno de mis médicos no puede de forma inmediata saber
por qué o cuándo tomé determinado medicamento que me fue receta-
do por otro especialista. Mi médico de familia no puede obtener los re-
sultados de una analítica practicada en un gran hospital para un preope-
ratorio y utilizarla para el seguimiento de cualquier parámetro sin tener
que solicitar una nueva prueba. En Catalunya, por ejemplo, el programa
para la implementación de la Historia clínica compartida inicia su anda-
dura, según consta el documento sobre el marco funcional más arriba
mencionado, en el año 2000, con una disposición que promovía una
historia clínica única para cada paciente. El proceso de implantación se
haría en cuatro períodos, el primero (2006) permitiría la visualización
de los datos, mientras que la interacción sólo sería posible en una se-
gunda fase, y el acceso directo por parte del usuario, (historial de salud
de las personas), en la última.4 Añadiría que el usuario seguramente cuan-
do llegue ese día, sólo podrá acceder desde el más allá, porque la prime-
ra fase —según me consta— no ha acabado. Las redes informáticas de
los distintos proveedores del Institut Català de la Salut (ICS), por ejem-
plo, no están integradas, aunque el paciente esté sólo adscrito al INSS.
¿Tan difícil es unificar las historias? Lejos estamos por tanto de que esa
historia clínica electrónica y universal sea incorporada a la tarjeta sani-
taria para todos los usuarios del Sistema Nacional de Salud, reivindica-
ción ya reclamada por el Foro Español de Pacientes en su agenda política.5

4. Generalitat de Catalunya, Departament de Salut (2006), «Historia clínica compar-


tida en Catalunya», pdf.
5. <http://www.webpacientes.org/fep/page.php?page=agpolitica/index> [Consulta:
enero de 2012].

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La respuesta que se suele dar indefectiblemente es que los pro-


gramas informáticos difieren de una red hospitalaria a otra. Cada uno
tiene la suya, y son incompatibles. Como profana imagino que habrá
unos programas mejores que otros y que, como en todo, se acaba co-
piando el más eficaz. Parece que esa solución práctica —si no hay
derechos reservados— no gusta en los medios informáticos ni tampo-
co se practica en las instituciones públicas que recurren a la ayuda de
técnicos informáticos. La eficacia la miden por raseros distintos así
que no se copia, como si se tratara de obras de arte. Tampoco se cotiza
más ni es más útil la obra impar, al contrario. Cuando al inicio de la
crisis económica se produjo la unificación de cajas de ahorros españo-
las, éstas hicieron lo propio con los sistemas informáticos. No debió
de ser fácil, según explican. Además de unificar debían adiestrar a los
trabajadores que lograron ser transferidos. A pesar de todo, en tres
meses clientes y empleados se pusieron al día. Nadie murió en el in-
tento y se implementó el procedimiento más eficaz. No se plantea al
parecer, y a pesar de las disposiciones mencionadas, unificación algu-
na entre entidades del INSS y otras redes proveedoras de servicios de
salud de nuestra propia comunidad, de otras comunidades y hasta del
resto de Europa, pero la unificación ahorraría tiempo y dinero, aunque
se trate de un servicio y no de un negocio.
La tarjeta sanitaria debería ser la clave, la vía, a través de la cual
el médico pudiera acceder a toda la información del paciente donde-
quiera que ésta se hubiera generado. Centralizada. Porque, ¿de qué
sirve explicarle al médico de familia cuestiones muy específicas si se
las va a guardar o va a limitarse a escribir a mano (¡!) una nota para el
especialista del hospital de referencia? Cada vez que a los crónicos
nos presentan a un nuevo especialista debemos hacer el resumen de
nuestra vida de dolientes en menos de cinco minutos. Los pacientes
expertos logramos sintetizarlo porque nos aprendimos hace mucho el
papel, pero el resto de los ciudadanos y, sobre todo las personas mayo-
res, no siempre recuerda todos los detalles de su historia y mucho
menos los nombres precisos de los medicamentos que toma. ¿Cómo
entonces establecer una pauta terapéutica si se desconoce o se recibe
una información parcial de lo que ya está consumiendo el enfermo?
Otrosí. Hasta hace apenas un año, la orgía de pruebas diagnósti-
cas llegó al delirio. Cualquier pregunta formulada al médico de fami-
lia derivaba en prueba. La sugerencia de un enfermo experto era toma-

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164 El paciente inquieto

da por algunos especialistas como mandato y la respuesta también se


daba vía prueba diagnóstica. Como si las regalaran. Nosotros, por
nuestra parte, lejos de negarnos, aceptábamos felices las nuevas ex-
ploraciones que, como habían sido generadas a partir de una duda
poco razonada, tenía como resultado la ausencia de patología. «Está
bien. Descartado». ¿Cuánto ha costado esa duda poco fundamentada?
El pánico a los recortes ha generado la paradoja de una cierta
contención del uso de los servicios asistenciales por parte tanto de los
usuarios que los solicitan como de los profesionales que los prestan,
aunque todavía está por demostrar. Las penalizaciones salariales por
las bajas aplazan la consulta al médico, y la no financiación de deter-
minados productos de relativa eficacia que han pasado a la venta libre
han reducido el gasto farmacéutico de la Seguridad Social. Algunos
usuarios hacemos propuestas que se les podrían ocurrir a los médicos
pero la falta de criterio único, de historia centralizada, lo impide. Un
ejemplo. El día que acudí al consultorio del dermatólogo me hizo una
solicitud para un análisis a fin de ajustar mejor el diagnóstico a los
resultados. Me di cuenta de que un par de meses después de esa con-
sulta, la médico de familia me iba a solicitar los correspondientes aná-
lisis para el colesterol porque así lo habíamos acordado. Quedaba el
cirujano, de otra red asistencial distinta de la del dermatólogo y del
médico de familia, con el que planificamos una nueva intervención en
la mano y en consecuencia había que hacer una analítica preoperato-
ria. ¿Tres extracciones en menos de tres meses? Era absurdo, y más
teniendo en cuenta la dificultad para hacérmelo y el coste del procedi-
miento. Así que decidí llevar al consultorio del cirujano la solicitud de
análisis del dermatólogo. El cirujano añadió lo que a efectos de preo-
peratorio le interesaba y, de paso, el colesterol. Un pack de tres por
uno interhospitalario. La extracción me la hicieron en mi centro de
salud, donde obtuve los resultados en mano, de lo contrario no los
hubiera podido distribuir entre los tres peticionarios. Si hubiera una
historia unificada me habría ahorrado la solicitud del documento en
soporte de papel o su extravío, además de solventar el tema con una
analítica única. En mi comunidad autónoma desde los recortes de 2011
las analíticas preoperatorias tienen una validez de seis meses, de for-
ma que si no conseguía entrar en el quirófano de inmediato seguirían
siendo válidas. Eso lo supe después, y la mayor parte de los usuarios
desconocen tal extremo.

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¿Puede hacer eso cualquier usuario? Me temo que es difícil, sólo


podemos los que disponemos de tiempo y hemos hecho de la gestión
de nuestro cuerpo una profesión. Ahora bien, si un sistema informáti-
co lo facilitara, las cosas serían más simples y rentables. Un sistema
informático eficaz agilizaría los procedimientos. Los programas infor-
máticos son caros pero suponen una inversión, la mayoría de las veces
a largo plazo, lo que permite su amortización. En cambio, el papel, los
errores y el tiempo perdido no se amortizan.

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Parte iii
AFLICCIONES

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1.
Daños colaterales

En 1996, cinco años después de mi accidente, ingresé en la unidad de


cirugía plástica del hospital para una intervención en la pierna dere-
cha. Conseguí de mi cirujano que, como compensación al poco interés
que había prestado a mi pierna, me permitiera visitar la zona aislada
de grandes quemados del hospital. Inventó una excusa y entré en ella
con mi silla de ruedas. Junto al primer box reconocí a una enfermera
de la UCI con la que estuve un par de días antes. Me explicó que esta-
ba al cuidado de un paciente al que acababan de intervenir. Con casi
sesenta años, había sufrido quemaduras en un 95 por 100 de la super-
ficie del cuerpo como consecuencia de una explosión. Reposaba intu-
bado y envuelto totalmente en vendas a pocos metros de donde yo me
encontraba. Les pregunté, a ella y a mi cirujano, por qué o para qué le
habían intervenido; si estaba o no absoluta y totalmente sedado, y qué
pensaban hacer en adelante. «¿Y qué quieres que hagamos?». ¿De
verdad creéis que puede sobrevivir? —les pregunté—. ¿Vale la pena
lo que estáis haciendo? ¿Si sobrevive, qué futuro le espera? ¿Mencio-
nó él algo al respecto antes de ser intervenido? Después les rogué que
me dieran garantías de que no percibía el enorme sufrimiento porque
permanecía sedado.
Mientras tanto su familia, angustiada, estaba detrás del cristal.
Después de ofrecerles mi ayuda cogí de la mano a Rosa y le pedí que
luego tocara con ella la de aquel hombre para transmitirle ánimo. Mis
deseos no fueron de supervivencia sino de alivio. Una semana después
oí por la radio que X había fallecido. Lloré durante un buen rato.
Ese hombre se mantuvo con vida apenas un par de semanas, pero
Miguel, de dieciocho años, agonizó durante dos meses para morir poco

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170 El paciente inquieto

antes de fin de año. Compartí con él mis últimas semanas en la UCI.


Cuando murió lloré por su padecimiento inútil, por las amargas horas de
su lento adiós y por las que debieron de sufrir su madre y su hermana.
En esas dos ocasiones me dolió el mal del otro.
Los estudiantes de primer año de enfermería o de fisioterapia e
incluso de bachillerato que preparan un trabajo de curso han solicitado
a veces mi colaboración como informante. Hace un par de años lo
hizo una estudiante de segundo curso de bachiller que llegó a mí a
través de su red social. Georgina González, autora de un excelente y
premiado trabajo,1 nos preguntaba a mí y a otras tres víctimas de que-
maduras cuál fue el aspecto que nos generó mayores dificultades para
seguir adelante después de sufrir el accidente. Ella partía de la hipóte-
sis de que lo peor viene después, cuando el herido sale del hospital ya
curado, se enfrenta con el entorno y le sobreviene el duelo por la pér-
dida. Esa suposición es muy frecuente, sin embargo la experiencia
demuestra que no es así: lo que más duele es el cuerpo. Lo decimos
todos los grandes quemados. Tanto le sorprendieron nuestros argu-
mentos que reprodujo mi respuesta literalmente: «Puedo aguantar bas-
tante dolor; creo haber aguantado lo que pocos podrían. También he
tenido la sensación de haber sido torturada. Así que el dolor me suble-
va (cuando es infligido), me vuelve loca (cuando es gratuito) y me
amarga (cuando es crónico), porque el dolor físico impide toda activi-
dad, anula a la persona, por eso es instrumento de poder».
En la última década, tanto la gestión del dolor como su conside-
ración han cambiado de forma espectacular. Los anestesiólogos —tér-
mino que reservo para aquellos que además de anestesiar en el quiró-
fano se ocupan del control del dolor— lo reivindican no sólo como
síntoma sino como enfermedad. Las clínicas del dolor y el reconoci-
miento de los cuidados paliativos a niveles hospitalario y domiciliario
están al alcance de una mayoría.
El primer contacto que tuve con una Clínica del Dolor fue hacia
1976, en Barcelona, en el hospital de traumatología de la Vall d’He-
brón, donde atendieron a mi madre, que entonces sufría una flebitis.
En aquella época, me cuentan, disponían incluso de una unidad de

1. Georgina González Valls (2011), Grans cremats. Abans i després. Treball de Re-
cerca, Escola Pia, Granollers <http://kreamics.com/kreamics.org/Links.html> [Con-
sulta: octubre de 2012].

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Aflicciones 171

acupuntura que luego desapareció. El tratamiento no debió de tener


éxito porque no recuerdo repetir las visitas. Murió con dolor cinco
años después. Me convertí —sin mucho éxito— en militante contra el
sufrimiento al final de la vida. Aún recuerdo cuando yo misma decía
en algunos foros que si una enfermedad amenazaba con acabar con mi
vida, me llevaran a la ciudad de Vic, porque allí moriría sin dolor. En
los años ochenta, Xavier Gómez Batiste, uno de los introductores de
los cuidados paliativos en Catalunya, trabajaba en el hospital de esa
ciudad. La Sociedad Española de Dolor (SED) no fue fundada hasta
1991 (año en el que yo misma creí enloquecer en la UCI), razón por la
cual a duras penas los anestesiólogos habían conseguido inculcar en el
resto de los profesionales la necesidad de tratar el dolor como enfer-
medad y no como síntoma. Desde entonces, los pasos dados por palia-
tivistas, oncólogos y anestesiólogos han sido de gran alivio para todos
los que sufren, y han brindado su apoyo a otros especialistas vincula-
dos a otras patologías con dolor asociado. Como dijo Ramon Bayés
citando a Javier Barbero en su discurso de investidura como doctor
honoris causa,2 «es posible crear una red de hospitales sin dolor pero
es absurdo concebir un solo hospital sin sufrimiento». El sufrimiento
es otra cosa, ya lo veremos.
La morfina y sus derivados han dejado de tener connotaciones
negativas y sólo algún ignorante asocia su administración a la inmi-
nencia de la muerte, como si de un estoque se tratara. Se crean progra-
mas de hospital sin dolor en muchas instituciones, se introducen esca-
las de evaluación del dolor en los registros de enfermería y se
organizan equipos pluridisciplinarios que se ocupan del mismo a nivel
domiciliario. Se promueven posgrados, cursos y congresos, pero ni
cada uno de los avances se puede conseguir en todos los hospitales y
centros de salud ni los todos enfermos dicen sentirse bien asistidos en
relación con el dolor crónico, el dolor durante las pruebas diagnósticas
ni el sufrimiento en las unidades de reanimación o cuidados intensi-
vos. Por tanto, el dolor —no el sufrimiento— sigue siendo una asigna-
tura pendiente causante de la mayor parte de bajas laborales y motivo
de consulta.

2. <http://www.infocop.es/view_article.asp?id=2215&cat=41> [Consulta: noviem-


bre de 2012].

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172 El paciente inquieto

Para abordar el tema de dolor trato de relacionar la percepción


física desagradable manifestada por el individuo con la gestión que de
esta experiencia lleva a cabo quien se ocupa de ella en las sociedades
occidentales. Me intereso por dolores mayores, importantes; también
por los que son erráticos y arbitrarios porque no sirven de aviso de un
mal sobrevenido: los evitables. Son dolores que tienen solución en el
saber biomédico y en la gestión asistencial.
El dolor físico es una sensación que anula al individuo, lo elimina,
por eso se utiliza para castigar, para torturar y sacar una respuesta coac-
cionada del otro. El dolor no se puede compartir. El sufrimiento se pue-
de acompañar, consolar, pero no el dolor. Podemos infligirlo, pero no
es posible participar del dolor físico porque es personal e intransferible.
El sufrimiento es el tatuaje mental del dolor, ya lo he dicho otras
veces. El dolor físico dispone de mecanismos para manifestarse de
forma súbita y para desaparecer totalmente por acción de los fármacos
o de otro tipo de tratamientos. El sufrimiento no, porque queda impre-
so en la memoria, es el estigma marcado en nuestras historias persona-
les. Hay memoria en los agujeros de la nariz y en las manos, no sólo
en la mente. Pasa un olor y evoca un recuerdo,3 de ahí que a algunos
enfermos les horrorice que un estímulo sensorial evoque su recuerdo,
que se manifiesta en forma de sudor frío, palpitación o llanto. En una
entrevista realizada en 2011, Ramon Bayés,4 siguiendo a Eric Cassell,
decía que las personas enfermas que sufren dolor experimentan sufri-
miento si el origen de aquél les es desconocido, si creen que no po-
drán aliviarlo o si le atribuyen un significado funesto. El sufrimiento
tiene lugar cuando se percibe una inminente destrucción de la persona
y continúa hasta que la amenaza ha pasado, o cuando la integridad del
individuo puede ser reconstruida Se sufre cuando sienten perder el
control, cuando el dolor es terrible, cuando el significado es funesto o
cuando es crónico.
Eliminarlo no es fácil, pero sí es posible aproximarnos con vo-
luntad a reducir la cuota de dolor de enfermos y accidentados. No

3. Eric J. Cassell (2009), «La naturalesa del sofriment i els fins de la medicina»,
Annals de Medicina, vol. 92, n.º 4.
4. Entrevista. Revista En primera persona. Programa per a l’Atenció Integral a Per-
sones amb Malalties Avançades de la Obra Social de la Caixa, Barcelona, otoño de
2001.

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Aflicciones 173

propongo en absoluto «humanizar» —tampoco me gusta la palabra—


los procesos asistenciales, sino que los actores implicados, pacientes y
profesionales, comprendan que trabajar por la reducción del dolor y el
sufrimiento disminuye el tiempo de ingreso, las consultas en primaria
y las bajas laborales, lo que resulta más económico y favorece la cali-
dad de otros servicios asistenciales.
Sobre el dolor y el sufrimiento escribí en otras ocasiones,5 escri-
bir sobre los «daños colaterales» asociados es lo que quiero hacer aho-
ra. Para los especialistas son aspectos menores, pero nosotros los re-
cordamos, nos hieren y se adhieren a nuestras historias, por eso los
narramos. En muchos casos es una narración militante, con vocación
de concurrir en una circunstancia particular que pretenda evitar que
suceda de nuevo. Utilizo la expresión «daños colaterales», porque es
más perversa que «efectos adversos», y tal vez más próxima a la per-
cepción que de ellos tiene el paciente. Diana (45), que es una de ellos,
me contó esta historia.
«Como mujer te interesará. Para la fibromialgia me dan desde
hace tiempo antidepresivos a dosis bajas, relajantes musculares, an-
siolíticos y todo ese tipo de cosas, ¿no? Como comprenderás yo sé
—porque lo he leído en los prospectos y lo he experimentado— que
todos esos medicamentos afectan a la libido, pero lo interesante es
que nunca un médico me lo ha comunicado. Pues bien, convenzo a mi
pareja para que me acompañe al consultorio porque llevo tiempo ob-
servando que está muy estresado con el trabajo de la oficina. Estaba
muy histérico, no dormía, incluso se mostraba un tanto agresivo. Así
que se vino conmigo al especialista en medicina psicosomática. Le
explica lo que le ocurre y le receta exactamente lo mismo que a mí.
Y va, y lo primero que le dice el médico es que el fármaco puede afec-
tarle la libido. Alucino. ¡A mí nunca me dijo nada al respecto! A él,
como es un hombre, se le debe avisar de ese efecto secundario. A mí,
como soy una pobre mujer que se limita a abrirse de piernas (porque
nada se empina…) no hace falta que nadie me avise ¿no?»

5. M. Allué «La douleur en direct» (1999), Anthropologies et Sociétés, vol. 23, n.º 2,
Université Laval, Québec, Canadá. Y «La gestión del dolor» (2009), en Mabel Grim-
berg (ed.), Experiencias y narrativas de padecimientos cotidianos. Miradas antropoló-
gicas sobre la salud, la enfermedad y el dolor crónico, Facultad de Filosofía y Letras,
Buenos Aires, pp. 167-185.

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174 El paciente inquieto

La anécdota ocurrió hace años. Desconozco si el prospecto del


producto recetado a la mujer para su fibromialgia y al hombre para su
estrés laboral decía algo sobre esos efectos adversos. He recurrido a
los prospectos actuales que publica el Vademecum para ver si descri-
ben algo al respecto. Hay productos como la Pregabalina,6 aconsejada
para los dolores neuropáticos pero a su vez para la epilepsia y las cri-
sis de ansiedad, que hace unos años tampoco solían incluir como efec-
to adverso la disminución de la libido, en general, sin especificación
del sexo. Sólo citaban la disfunción eréctil. Hoy es distinto, y ya lo
hacen. Le pregunté a una anestesióloga de la clínica del dolor y me
contó que la pérdida de la libido era un dato que los pacientes no so-
lían referenciar, de manera que ellos no podía notificar tales efectos
adversos a los organismos de farmacovigilancia, la llamada tarjeta
amarilla.7 Tampoco los médicos lo preguntan, cuando al parecer es un
efecto observado. Se presupone que alguien que sufre dolor es difícil
que llegue a interesarse por el sexo. La doctora Alter se lo dijo a una
clienta: «Sí, es cierto que a algunas personas les produce alteraciones
en la libido, pero así tú también descansas un poquito». ¿Descansar de
qué? Le preguntó. Como si las relaciones las mantuviera por obliga-
ción conyugal y no por deseo. Como estaba enferma…
Como están enfermos… es normal que les duela. La normalidad
no tiene efectos analgésicos. No se ha demostrado. Hay gente que in-
siste en responder con ello al requerimiento de ayuda. Hay algunas
personas que desconocen el derecho a no sufrir y toman el dolor con
resignación. Otros piensan que el dolor está para aguantarlo y que so-
licitar un fármaco para aliviarlo es molestar. Que tratar de paliarlo
siempre daña el estómago. Que demandar ayuda es una muestra de
debilidad, y aguantarlo, de coraje. Son tantas la personas mayores que
lo dicen, lo creen y lo practican… Les respondo que prefiero morir de
una cirrosis medicamentosa o de una hemorragia masiva de estómago
que morir con dolor. Porque morir de dolor todavía es difícil, aunque
nos lo parezca.

6. <http://www.nlm.nih.gov/medlineplus/spanish/druginfo/meds/a605045-es.html>
[Consulta: octubre de 2012].
7. El Sistema Español de Farmacovigilancia (SEFV) está integrado por los centros
de farmacovigilancia de cada comunidad autónoma, la Agencia Española del Medica-
mento (AEM) y los profesionales sanitarios. Modelo de tarjeta amarilla en Catalunya.

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Aflicciones 175

Asimismo, algunas personas —porque en su día se lo dijeron los


médicos— se oponen a tomar opiáceos o quieren dejar de tomarlos
pese a que les duela. Hay que convencerlas de que hoy el tratamiento
es seguro y no produce conductas adictivas porque la lenta liberación
del producto permite ajustar las dosis aumentándolas si duele más o
disminuyéndola si remite. Tampoco se entiende que un analgésico
deba tomarse de por vida, tal vez porque se explica mal a los usuarios
que el dolor crónico, en sí mismo, es una enfermedad y que su manejo
requiere el mismo seguimiento que el que se hace con la tensión o el
colesterol. Las personas aceptan sin reparos tomar ansiolíticos o anti-
depresivos de por vida pero raramente analgésicos, cuando están indi-
cados en un dolor crónico de largo curso, porque, por razones cultura-
les, los asocian a la adicción, lo que produce rechazo. Los ansiolíticos
forman parte de la vida cotidiana de los ciudadanos desde hace más de
veinte años y a pocos les inquieta tomarlos. En cambio, el derivado
opiáceo evoca droga, peligro y dependencia, además de aquella mani-
da frase sobre la tolerancia: «es que si te acostumbras y luego ya nada
te sirve…». Rodríguez et alii, según el resultado de su encuesta de
2009, asocian el rechazo con el nivel de instrucción: «Las reticencias
de los pacientes frente a los analgésicos son independientes del sexo y
la edad, pero aumentan de forma significativa en los pacientes menos
instruidos. La opinión acerca de las reticencias de los médicos y de los
farmacéuticos frente al uso de opiáceos es más habitual a medida que
aumenta el nivel de instrucción».8
En las últimas décadas ha hecho tanto o más daño la ideología de
raíz cristiana en torno al sufrimiento en los enfermos, que las mismas
enfermedades. Igualmente, el afán de los Estados en la prevención del
abuso de fármacos narcóticos ha llevado a muchos países a descuidar
la obligación de poner a disposición de los servicios de salud fárma-
cos para el tratamiento del dolor, según un informe de Human Rights
Watch.9 Sólo en los últimos diez años —y no en cualquier lugar— se

8. M. Rodríguez, C. Muriel, D. Contreras, A. Camba, C. Barutell y J. R. González-


Escalada (2009), «Creencias, actitudes y percepciones de médicos, farmacéuticos y
pacientes acerca de la evaluación y el tratamiento del dolor crónico no oncológico».
Revista de la Sociedad Española del Dolor, vol. 16, n.º 1.
9. ONU (2009), «Poner fin al sufrimiento innecesario». Revista de la Sociedad Espa-
ñola del Dolor, vol. 16, n.º 3.

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ha empezado a entender y proclamar que el alivio del dolor siempre es


posible y que es un derecho del paciente. Que el dolor es un problema
presente en muchos procesos asistenciales y que debería ser valorado
como prioridad porque es indicador de la calidad asistencial de cual-
quier sistema de salud de un país desarrollado.
A pesar de ello, hay médicos que olvidan decir al enfermo que se
puede aliviar el dolor y pautan la analgesia «a demanda», aunque exis-
ta dolor esperado en el postoperatorio. Otros no usan en absoluto la
terapia con opiáceos y aún quedan los que manifiestan reparos éticos
en el uso de los mismos. Lo siguen corroborando Rodríguez et alii:
«En la encuesta europea «Pain in Europe» se vio que el dolor crónico
afecta al 11 por 100 de la población española y sólo una pequeña pro-
porción de estos pacientes recibe tratamiento adecuado. La mayoría
de los pacientes afirma que el dolor es constante y una tercera parte
refiere presentar dolor diario durante todo el año». El 73 por 100 es
atendido por el médico de atención primaria (AP) o por el traumatólo-
go, y sólo el 63 por 100 sigue una terapia farmacológica para el dolor.
A pesar de la alta prevalencia de dolor no controlado, los autores del
artículo siguen sorprendiéndose de los bajos niveles de utilización de
los opiáceos mayores, lo que es significativamente menos frecuente
en los médicos más jóvenes. Siguen algunas contradicciones respecto
a la evaluación del dolor. Los autores las atribuyen a la formulación
de las preguntas en la encuesta, pero yo, como cualitativista, me incli-
no por la tendencia del colectivo profesional a fantasear. Porque entre
los médicos, el 60 por 100 afirma medir el dolor durante la consulta
usando la escala visual analógica (EVA) de evaluación del dolor (68
por 100) o la escala verbal simple (36 por 100). En cambio, un 87 por
100 de los pacientes declara que su médico les mide el dolor emplean-
do en el 71 por 100 de las veces la escala verbal simple, aquella de
«¿Le duele?», que a los galenos les gusta describir con las siglas EVS.
Sólo el 6 por 100 de los enfermos confirma ser evaluado con escalas
distintas. Respecto a la prescripción de opiáceos mayores, sólo se
aplica al 17 por 100 de los dolientes y con más frecuencia en las uni-
dades del dolor, donde atienden una proporción mayor de personas
con dolor crónico no oncológico y con intensidades mayores. Además,
la intensidad del dolor declarada por el paciente difiere de la referida
por su médico. Más contradicción. A los generalistas no les duele
nada, así que me encantaría ver cómo lo escriben en la historia, siem-

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Aflicciones 177

pre por debajo de lo referido por el enfermo, de ahí que yo les aconse-
je que en una escala de 0 a 10, suban también dos puntos, para ajustar
la dosis a la realidad percibida por quien la experimenta y menos por
la realidad supuesta del «experto que no lo experimenta». Los médi-
cos lo justifican así en relación con los opiáceos:

Nadie discute la indicación de los opiáceos en el tratamiento del dolor


oncológico, en el que su utilización sigue una pauta de escalada de
analgésicos de menos a más activos, tampoco su eficacia en el dolor
agudo, de duración relativamente corta, provocado por traumatismos,
heridas o quemaduras, por problemas de localización visceral, dolores
postoperatorios, etc. Aunque no se discute, sorprende la enorme fre-
cuencia con que se infrautilizan. Unas veces porque se emplean dosis
bajas o a un ritmo inadecuado, otras porque se espera a que sea el pa-
ciente quien lo pida, cuando se sabe por numerosos estudios que mu-
chos o no se atreven a pedir opiáceos o esperan a que el dolor sea muy
intenso, y aun pidiéndolos, el tiempo transcurrido hasta que se les ad-
ministra suele ser a veces muy largo.10

La utilización de opiáceos es una variable de la calidad asistencial, de


modo que, un país como el nuestro, en que se utilizan poco, podría-
mos afirmar que trata mal a sus enfermos y moribundos.
C. Barutell apuntaba en las conclusiones de un artículo sobre las
Unidades del Dolor (UD)11 —más siglas— que es «urgente la creación
de UD multidisciplinarias, independientes de cualquier servicio del
hospital, con médicos de diferentes especialidades y personal no mé-
dico, como psicólogos, fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales, tra-
bajadores sociales en todos los hospitales de mayor nivel asistencial y
en los regionales». Los hospitales de segundo nivel asistencial (pro-
vinciales) también deben tener su UD interdisciplinaria, dependiente
de un servicio del hospital, no obligatoriamente de anestesiología, que
tenga colaboración con otras especialidades médicas. Así como los
comarcales, en los que uno o dos médicos de la misma especialidad

10. A. Kassian Rank y J. Pérez Cajaraville (2009), «Demasiadas personas sufren


demasiado dolor durante demasiado tiempo», Revista de la Sociedad Española del
Dolor, vol. 16, n.º 5, pp. 263-264.
11. C. Barutell (2009), «Unidades de dolor en España. Encuesta SED. Día del Dolor
2007», Revista de la Sociedad Española del Dolor, vol. 16, n.º 8, pp. 421-428.

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realizarían consultas sobre dolor diaria o semanalmente. En los cen-


tros de asistencia primaria deberían crearse grupos de médicos de me-
dicina familiar y comunitaria expertos en evaluación, diagnóstico y
tratamiento del dolor formados en UD multidisciplinarias. Concluiría
que hacer todo eso es además más barato, aunque parezca absurdo. Se
trata de incrementar la capacidad de las instituciones para proporcio-
nar atención al dolor evitando derivar al enfermo a las unidades macro
de los grandes hospitales. Enviarlo a otros especialistas supone retra-
so, incremento de los días de baja laboral y deterioro de la calidad de
vida del paciente, porque…

… en ocasiones el dolor se agazapa, porque el enfermo se arma de valor


y le grita, le exige que lo deje tranquilo. Entonces, astuto se calla, se
recoge, se esconde en su cobijo (…) por un tiempo le pierdes el rastro.
Como si se hubiera marchado. ¿Dónde se oculta en tales ocasiones? No
da señales de vida durante horas. El cuerpo no baja la guardia, pero el
alma se reanima, piensa que se ha producido un milagro, que se ha sal-
vado. Ya elabora planes para la noche, para el día siguiente… Luego,
en el sopor del primer sueño, de forma inesperada y desgarradora, con
una crueldad infantil, el dolor golpea (…) vuelve a pellizcar, quemar,
desgarrar y mortificar con nuevas fuerzas…» (Márai, 2007, p. 119).

No hay por tanto que dejarlo correr: hay que actuar ante el dolor.

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2.
El día que mataron a K. en Huntsville, Texas
4 de febrero de 1998

Hace años estuve cerca de ese lugar. Desde lejos pude ver las torres de
vigilancia que «protegen» a la sociedad de los más truculentos asesi-
nos. Karla era una más. La cuestión es que era mujer, y culpable de
asesinato. Contrajo matrimonio un par de años antes de su ejecución
con el capellán de la prisión. Su enlace nunca llegó a consumarse. Una
pantalla de plástico iba a impedir para siempre el contacto. Aislamien-
to. Aislamiento absoluto y definitivo hasta la muerte. Karla ya no era
una asesina. Eso no importa. Contaminaba porque estaba en el corre-
dor de la muerte, luego había que eliminarla. Condena taxativa e
inapelable: morir con una aguja clavada en su brazo. Condenada a
acabar en posición horizontal con ayuda médica esperando que el flui-
do salvador para los que sufren dolor… la matara. Cuando vi el cro-
quis del procedimiento de ejecución publicado por los periódicos con
el beneplácito de la Escuela de Medicina de la Universidad del Estado
de Louisiana pensé en ese otro aislamiento horizontal de otros muchos
que esperan de la medicina el alivio o la curación.
Karla entró en la sala tumbada y convenientemente atada a una
camilla. Dead woman walking? or Dead woman lying? Se le adminis-
tró un potente sedante, pentotal sódico, como a cualquiera a quien van a
operar. Minutos después, bromuro de pancuronio, un relajante muscu-
lar, un curarizante, como el que se administra a los pacientes; después
el arma letal, esta vez no el pico de cortar hielo que ella utilizara años
atrás para acabar entre orgasmos con sus dos víctimas, ni tampoco un
bisturí. Esta vez fue cloruro potásico, presente en las solución salina
del mantenimiento de una vía intravenosa, pero con una diferencia: en
dosis alta, letal.

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180 El paciente inquieto

Fantástico, apasionante coincidencia con una experiencia médi-


ca, por supuesto no letal, que yo misma viví a pocas millas de donde
Karla perdió su vida. Me evocó inevitablemente la imagen del doc-
tor Kyle intentando introducir en mis venas el fluido necesario para
acallar mis súplicas ante el horror. Y estaba en Galveston, Texas. Odié
la anestesia, odié ese ímpetu malsano de verdugo tejano contrariado
que no logra su objetivo: introducir la aguja en la piel. A Kyle le im-
portaban poco mis súplicas. Tal vez ahora logro entenderlo. A nadie le
importó que Karla se hubiera rehabilitado. Había que hacerlo. «We
gotta do it.» A fin de cuentas había matado a dos personas y en la
frontera eso se paga con la muerte. Venganza cumplida ante la socie-
dad y los expectantes familiares de sus víctimas.
Me pregunto qué otras coincidencias encontraré estos días en los
que otra víctima de los «otros» recurrió al cianuro para conseguir de
una forma menos aséptica y más tercermundista lo que Karla nunca
quiso para sí misma. A Ramón Sampedro le condenaron —después de
muerto— a no gozar del beneficio de la desaparición definitiva, pues
la juez que investigaba su caso desautorizó la incineración del cadá-
ver. La ley. Es la ley la que en Texas conduce a la ejecución médica.
Es la ley la que penaliza el suicidio asistido. La medicina certifica el
óbito en un caso, o aplaza el destino final para el que sufre una conde-
na jurídica, una condena patológica o una condena a la dependencia
total.
Casi nadie en Texas dudó que había que inyectar a Karla el líqui-
do letal, pero todos dudamos ante quien nos suplica que acabemos con
el tormento de una parálisis o de un estado límite. Nuestra vida depen-
de legalmente de los otros. Una inyección letal en idénticas manos
puede ser al mismo tiempo arma homicida prohibida e instrumento de
ejecución. Salvación y muerte. Deseada y rechazada. Karla estaba
muerta desde hacía días, Sampedro también. Ambos lucharon por la
vida y por la muerte que los demás les han querido arrebatar en nom-
bre de la ley.
En la novela negra ¿Quién teme al lobo?, de la noruega Karin
Fossum,1 uno de los personajes, una psiquiatra, después de considerar
que el suicidio es un derecho humano, le dice al policía que le pregun-

1. Karin Fossum (2010), ¿Quién teme al lobo?, Barcelona, Debolsillo.

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Aflicciones 181

ta sobre uno de sus pacientes: «No me gustan nada esos terapeutas que
dicen al paciente: Has de entender que la muerte no es la solución.
Claro que es la solución para la persona en cuestión. El que algunos
elijan la muerte es la consecuencia lógica y clarísima de nuestra capa-
cidad de elección, y una solución que el ser humano ha conocido y
algunos han elegido en todos los tiempos» (2010, p. 133).
Cecilia, está consciente y orientada en la sala de urgencias con
una hemorragia interna. El internista le propone operarla: «Hagan lo
que tengan que hacer», le responde. Tenía ochenta y siete años. Hace
unas décadas habría dicho «que sea lo que Dios quiera». Y mucho
tiempo antes «A Dios encomiendo mi espíritu». Cecilia dijo a los mé-
dicos que fueran ellos quienes la salvaran, quienes la «murieran»,
quienes se ocuparan. Los moribundos de hoy («enfermos terminales»
me suena a aeropuerto) o nuestros familiares, deberíamos decir: «Ac-
túen según consta en mi documento de voluntades anticipadas».
Cuando preparaba este texto localicé un manuscrito —no tengo
copia de él en el ordenador— que redacté exactamente en el mes de
mayo del año 1991. Se trata de un cuestionario que me solicitaban
responder los responsables de un simposio organizado por el Departa-
mento de Hematología del Hospital Clínico de Valencia sobre mi ac-
titud ante el morir y la muerte. Dos meses después, el 9 de julio de
1991, traté de poner en práctica aquellas convicciones conmigo mis-
ma en la sala de urgencias de la Unidad de Quemados del Hospital de
la Paz, en Madrid. Les conté que era miembro de la asociación Dere-
cho a Morir Dignamente (DMD)2 y que, viéndome morir, quería ha-
cerlo sin sufrir, que desconectaran. No hubo respuesta alguna ni co-
mentario, tampoco palabras de apoyo ni de rechazo. Es más, meses
después, un enfermero que estuvo presente me preguntó si fui cons-
ciente de lo que dije: «¿Era verdad? ¿Creías en lo que decías?».
Me pregunto si las situaciones sublimes, únicas y finales como
es saber que no sobrevivirás a esa circunstancia ponen sistemática-
mente a los actores en condiciones de inestabilidad psicológica, razón
por la cual se decide no hacerles caso. Por el mero hecho de padecer
una enfermedad, la persona era una desvalida, se le anulaba la voz
para defender una opinión personal, porque mientras estuviera enfer-

2. Asociación Derecho a Morir Dignamente. <http://www.eutanasia.ws/>.

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ma se la consideraba «des-moralizada», in firmus, poco firme física y


moralmente. Se la expropiaba de la capacidad de tomar decisiones,
dice Broggi (2011, p. 117). Tanto es así que en un par ocasiones pre-
gunté en público, a un intensivista y a un jurista, concretamente, si
juzgaban así a los enfermos en situaciones extremas y me dijeron,
contundentes: «Sí. En esas condiciones, aunque el enfermo esté cons-
ciente, se suelen tener disminuidas las capacidades, la voluntad no es
firme, el sufrimiento ofusca…». En los escritos hipocráticos los médi-
cos antiguos defienden una y otra vez la tesis de que el desvalimiento
del enfermo no afecta sólo al cuerpo, también al alma, a la voluntad y
al sentido moral.3
Y qué sabrán ustedes, les dije. ¿Quiénes son ustedes para decidir
sobre… si el alma y el sentido moral están también enfermos?
La vida o la muerte eran el resultado de la toma de decisiones de
los Otros, con mayúsculas. Después siempre me han preguntado qué
habría pasado si me hubieran dejado morir… No lo sé —respondo—,
no viviría para contarlo. Mencionar por aquel entonces mi pertenencia
a la DMD significaba para mí expresar el deseo de morir sin sufrir; y,
bajo los efectos de una sedación, desconectar el respirador si ya nada
podía hacerse. No tenía documento que lo avalara, sólo mi palabra.
Tuvieron que pasar muchos años para que un documento de volunta-
des anticipadas fuera válido. A pesar de su legalidad, hace poco otro
médico especialista en bioética me comentó que siempre se debía va-
lorar el contenido del mismo, porque en ocasiones el enfermo podía
cambiar de parecer en el último momento. Le respondí que el conteni-
do y los deseos podían modificarse igual que los testamentos redacta-
dos en la notaría, siempre y cuando el enfermo estuviera consciente y
orientado. De lo contrario se incurriría en una violación de derechos.
Todavía no estoy segura de que la palabra del paciente siempre tenga
valor para quien nos atiende. No obstante, los galenos que admiten y
son capaces de un buen diálogo recurren a él ante tales circunstancias.
Dubernard4 narra dos historias opuestas al respecto. Una enfer-
ma de Lyon de ochenta y dos años, muy creyente, le confesó a su
médico su deseo de interrumpir el tratamiento de diálisis que la man-

3. P. Laín (1986), «Qué es ser un buen enfermo», Ciencia, técnica y medicina, Alian-
za, Madrid, pp. 248-264.
4. Jean-Michel Dubernard (1997), L’hôpital a oublié l’homme, Plon, París, p. 94.

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Aflicciones 183

tenía con vida. Discutió largo y tendido con ella, y comprendió que su
voluntad de acabar era firme. A pesar de eso habló con un jesuita para
ver si cambiaba de opinión. El médico y el jesuita, sensibles a la de-
manda, accedieron a los deseos de la paciente. En cambio un argelino
en la cincuentena, harto de diálisis, cambió de parecer después de dis-
cutir con un imam con quien su médico lo puso en contacto. Lo que
suscitó la duda y la oportunidad de la consulta al líder religioso fue la
edad del paciente y la posibilidad de que un trasplante finalizara con
su calvario. Cecilia —de la que he hablado más arriba— gozó del pri-
vilegio de poder emitir su opinión para que los médicos «hagan lo que
se tenga que hacer». Tampoco tenía documento de voluntades antici-
padas, ni firmó testamento, aunque no tenía descendientes.
Lo que hay de nuevo después de tres décadas de indagar sobre el
morir es la lucha contra el dolor y el sufrimiento, la aparición y acep-
tación de la limitación del esfuerzo terapéutico (LET), y la sedación
terminal. La eutanasia voluntaria o el suicidio asistido siguen sin estar
regulados.
LET, en la literatura médica y bioética, significa evitar la prolon-
gación de la vida por medios artificiales o técnicas de soporte vital. Lo
que es fútil no está indicado, por tanto, es nocivo, aparte de ser absur-
damente caro, argumenta Broggi (2011, p. 248), y la buena práctica
consiste en parar. A pesar de que la expresión «limitación del esfuerzo
terapéutico» ha hecho fortuna no es, según él mismo, muy brillante.
Lo que conviene evitar son las prácticas que no son terapéuticas, como
los traslados o las pruebas exploratorias. En cambio, una vez tomada
la decisión de «parar», sí es necesario iniciar el proceso paliativo. De
manera que es mejor hablar de adecuación de las actuaciones que de
LET. Es decir, que se administren los fármacos necesarios para evitar
el dolor y el sufrimiento causados por la enfermedad, por la retirada
del tratamiento, o por cualquier otro motivo, aun en el caso de que esa
actuación pudiera acortar la vida. Queda lejos aún la legislación que
regularía el derecho a la eutanasia y que nos permitiría morir de forma
rápida e indolora.
En otoño de 2011 estuve en una jornada de trabajo sobre digni-
dad y final de vida. Cuando acabaron las intervenciones de los miem-
bros de la mesa, tres psicólogos y yo misma, se abrió el turno de pre-
guntas. En las primeras filas, no sin dificultad, se había instalado una
mujer usuaria de una silla de ruedas con batería, afectada —supuse—

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184 El paciente inquieto

de una enfermedad degenerativa. Tomó la palabra. Su reflexión iba


dirigida no sólo a la mesa sino al público entre los que se encontraban
médicos, enfermeras, trabajadores sociales y psicólogos. Empezó di-
ciendo que cuando se sufre un trastorno congénito, desde pequeños se
van acumulando humillaciones a las que se suma el sentimiento de
culpabilidad de la familia.

Conforme creces, vas viendo que hace demasiado tiempo que controlas,
que sufres (psicológica y físicamente), que te ves diferente, que pierdes
la dignidad… Entonces, cuando la medicina ya no puede librarte del
sufrimiento, todo el mundo opina sobre aquello que nos dijeron era sólo
nuestro: la vida. ¿Quién dijo que deba morirme cuando la ciencia lo
decida? Moriré porque mi ciclo se acaba o yo misma lo interrumpiré el
día que yo crea que tengo suficiente y a nadie perjudicaré. No me gusta
ver cómo los demás se adjudican el derecho a darme consejos de que
tengo que sufrir más [aguantar más] y hacerme sentir con ello culpable
de querer irme, cuando igual me tendré que ir algún día.

¿Por qué siempre cuando alguien en sus circunstancias plantea el de-


seo de acabar, invariablemente se le culpabiliza del dolor que les pro-
duciría a los otros la desaparición?
Nadie respondió. Se hizo caso omiso de su reflexión porque
«ese» es ahora el siguiente dilema. Al margen de las dificultades jurí-
dicas, morales y políticas para legislar tal extremo, seguimos sin ser
capaces de entender a aquellos que sin estar agonizando desean irse de
forma indolora. Entendemos el suicidio como una traición y nos mos-
tramos muy egoístas cuando alguien lo plantea. Los más condescen-
dientes argumentan que «sólo» es una llamada de atención, una de-
manda de auxilio, que un buen psiquiatra solventará. O un cura. Es lo
que piensan colectivos como la Associació Catalana d’Estudis
Bioètics (ACEB), que en un artículo proclama que se puede afirmar
que la petición de eutanasia es mucho más «un síntoma de una enfer-
medad médica o social»5 que un deseo real de morir. Los autores del
texto creen que, hasta cuando responde a un verdadero deseo del pa-
ciente —lo que significa que en último extremo tal vez aceptaran la

5. Manuel Sureda, Isabel Viladomiu, Xavier Sobrevia, Xavier Sarrias, Joan Vidal-
Bota (2005) «A la vora del pacient», Annals de Medicina, vol. 88, pp. 164-166. La
traducción es mía.

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Aflicciones 185

veracidad del deseo—, «un cambio de actuación de médicos y fami-


liares puede disminuir sus ganas de morir».
Querer parar, apearse, irse, ¿no es de cuerdos? El que sufre in
extremis lo único que reclama es evitar que el dolor en el rostro del
otro se sume al que ya padece. ¿Cómo alcanzar el plácet de los que
nos rodean sin hacerles sentir mal por nuestra precipitada partida?
Hemos por fin renunciado a la obstinación terapéutica, a la vida a
cualquier precio, pero ahora nos enfrentamos a un reto en el que se
nos pide evitar el juicio interesado, lo que requiere un esfuerzo cultu-
ral enorme porque hiere la sensibilidad del Otro. Quienes nos apre-
cian harán lo que esté en sus manos para evitar nuestro sufrimiento,
pese a que les costará entender que les dejemos voluntariamente an-
tes de que puedan hacer algo más por nosotros. «La eutanasia y el
suicidio médicamente asistido no son la solución al sufrimiento ter-
minal, es una opción que emana de la libertad del individuo a decidir
cómo vivir y cómo morir. Una opción que, con regulación o si ella,
siempre ejercerá una minoría», dice Fernando Marín.6 Es una salida
(EXIT) o, si se quiere, una autoliberación, concepto menos conflicti-
vo que suicidio racional.
Bastante de lo logrado en esos treinta años de trabajo, quedan
hoy reflejados en el contenido de base de los «Documentos de vo-
luntades anticipadas» (DVA). En la actualidad todas las comunida-
des autónomas del Estado tienen regulado por ley el DVA». Catalu-
ña fue la primera en regular este derecho a través de la ley 21/2000
de 29 de diciembre. La denominación varía de un territorio a otro:
instrucciones previas, voluntades anticipadas y manifestaciones anti-
cipadas de voluntad. En todas ellas existe un Registro oficial de tes-
tamentos vitales. Como usuaria, y miembro desde hace veintidós años
de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), y como in-
vestigadora social que trata con el morir y la muerte, me siento satis-
fecha de este nuevo instrumento tantas veces reclamado para el ejer-
cicio de la autonomía personal. No obstante, hay que hacer algunas
consideraciones sobre el documento y sobre su registro, su difusión
y su eficacia.

6. Fernando Marín Olalla (2008), «Cuidados paliativos en el siglo xxi: ¿Hacia un


encarnizamiento paliativo?» <http://www.bioetica-debat.org/modules/news/article.
php?storyid=245> [Consulta: noviembre de 2012].

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186 El paciente inquieto

Primera objeción: no todos los ciudadanos conocen la existencia


de los DVA. ¿Deberían? En cualquier caso, las instituciones sí que
deberían publicitarlo entre la población, de la misma manera que lo
hacen con las múltiples medidas de fomento de la salud y de la pre-
vención de la enfermedad. El ciudadano inquieto, como hemos ido
viendo, espabila y busca la manera de dejar constancia escrita de su
voluntad respecto al final de su vida, pregunta al médico de familia o,
si lo prefiere, lo busca en Internet, que para empezar es más sencillo e
íntimo.
En Catalunya —desde donde escribo— el ciudadano hallará in-
formación, en primer lugar, en el portal del Departament de Sanitat i
Seguretat Social de la Generalitat, sección Drets dels pacients.7 Para
cotejar la información, podrá entrar también en el portal de la asocia-
ción de ámbito estatal Derecho a Morir Dignamente (DMD),8 que
hace muchos años que se ocupa del tema y desde 1996 posee un re-
gistro propio anterior a la legalización de este tipo de documentos.
Si, por el contrario, un ciudadano renuncia a esos documentos por-
que precisan ser avalados por testigos, puede obtener un DVA legal
y firmarlo ante un notario. En la notaría sólo se exige el DNI del
otorgante y el nombre del representante asignado. Los notarios dis-
ponen de un modelo estandarizado de DVA, muy genérico, en el que
sólo se indica el nombre del representante, que no asiste al acto nota-
rial. El otorgante firma el texto, que dice que: «(…) mi vida no sea
prolongada artificialmente mediante el empleo de instrumentos tec-
nológicos que substituyan las funciones vitales del paciente o las
complemente en medida tal que, sin la utilización del correspondien-
te mecanismo, se desencadene fatalmente la muerte con certeza o
alto grado de probabilidad, siempre que la situación fuere médica-
mente irreversible….». Todos los detalles que aparecían en las fór-
mulas publicadas por las comunidades autónomas o por la DMD no
figuran en el modelo notarial aunque pueden incluirse. El otorgante
puede expresar las voluntades que desee pero a quien se dirige el
DVA es al médico, que actuará ateniéndose a la legislación vigente.

7. <http://www10.gencat.net/catsalut/cat/asseg_drets.htm> [Consulta: octubre de


2011].
8. <http://www.eutanasia.ws/testamento_vital.html> [Consulta: septiembre de
2011].

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Aflicciones 187

El documento firmado ante notario queda inscrito en el registro ofi-


cial en menos de cuarenta y ocho horas. El aspecto del documento es
formidable, de ahí que por gastos de gestión cobren unos 50 €. Obje-
ción: el precio. Con un documento notarial tan inespecífico podría
suceder que se pasaran por alto alguna las voluntades del otorgante,
si bien su mera existencia debería ser suficiente. De entrada, tal como
me comentó en su día un notario, una demanda no aplicable escrita
y firmada en el DVA no invalida todo el documento, por lo tanto es
aconsejable —si así se desea— incluir lo que se considere oportuno
y sólo será ejecutado aquello que, llegado el momento, permita la
ley.
Entre el documento notarial y las distintas versiones sugeridas
por los comités de bioética hay además distancias importantes en cuan-
to al contenido que dificultan la compresión y su difusión entre quienes
van a firmar el escrito. El documento notarial requiere una lectura de-
tenida para el profano. Sin embargo, una vez realizado el esfuerzo sólo
obtenemos una obviedad: la solicitud de evitar «la prolongación artifi-
cial de la vida mediante el empleo de instrumentos tecnológicos que
substituyan las funciones vitales del paciente». Los textos propuestos
por los comités permiten incluir más detalles pero no son más sencillos
debido a su ambigüedad terminológica y de ejecución. Mencionan con-
diciones sanitarias como: «situación terminal», «enfermedad irreversi-
ble que inevitablemente me conducirá a la muerte en un período bre-
ve», «estado vegetativo crónico», «demencia grave», etc. Situaciones
en las que no querremos recibir —según consta— «ni antibióticos, ni
terapias no contrastadas, ni ventilación mecánica, ni fluidos intraveno-
sos», aunque sí fármacos para paliar el malestar.
En el texto sugerido por la Generalitat de Catalunya se incluye
además la donación de órganos, aspecto que sólo sería jurídicamente
útil si la familia se opusiera a la donación, lo que es menos frecuente
si se conoce de antemano la voluntad del enfermo. Cabría preguntar a
los equipos de trasplante si se encuentran con casos en los que se re-
quiera la consulta de documentos firmados por el paciente que se
opongan al criterio de los allegados y si se molestan en llevar a cabo
la pesquisa. Seguramente, por el éxito internacional del programa de
trasplantes, de su diseño e implementación, podemos afirmar que sí.
Se hace.
El uso de los DVA es importante porque no se trata sólo de con-

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fiar ciegamente en que aquel familiar o aquel amigo harán que se


cumpla nuestra voluntad. No es eso. En circunstancias previsibles ha-
brá ocasión suficiente para acceder al documento, avalarlo directa-
mente con las palabras del propio enfermo, las de su representante e
incluso las de su médico de familia. Si existe el instrumento es para
que, en ausencia de representantes y en situaciones imprevistas, los
agentes de salud puedan actuar siempre según los deseos del ciudada-
no en lo que respecta al final de su vida.
Con el documento en la mano, el otorgante se plantea otras du-
das. Si un ciudadano dispone de más de una historia clínica, ¿se debe
librar una copia a cada médico, dispensario u hospital? Porque mien-
tras no se unifiquen las historias clínicas de un mismo individuo ni se
puedan consultar por vía telemática desde cualquier lugar, un solo
DVA resulta inútil. Si una de las historias no incluye la copia, o ingre-
san al titular en un lugar desconocido, ¿se tomarán los médicos la
molestia de consultar el Registro si el usuario o su representante lo
solicita? Si nos atienden en una comunidad autónoma distinta de la
suya y en la que todavía el paciente no tiene registrado su documento,
¿respetarán su voluntad?, ¿trataran de acceder al registro de su comu-
nidad o de su lugar de origen?
Los centros públicos y privados deberían incluir un apartado o
entrada en lugar visible en el que se indicara la existencia de un DVA
y de otras disposiciones, como la donación de órganos. La pantalla
que resume la historia clínica debería disponer de un apartado de avi-
sos, documentados por supuesto, que harían referencia —además de a
la información reservada—, a la existencia de un DVA registrado por
el ciudadano.9 La norma data de 2009, pero todavía hoy no es posible
confirmar de forma simple en la HC electrónica de todos los centros
asistenciales la existencia del documento registrado. En uno de mis
hospitales sugieren que se lleve el documento en papel cuando ingrese
el paciente. Seguidamente se lo darán a la secretaria del servicio para
que lo copie y lo adjunte a la HC como un documento más. Cuando el
médico consulte la pantalla verá que dentro de la carpeta de documen-
tos del sistema hay una etiqueta que dice: «Documento administrativo

9. Generalitat de Catalunya, Departament de Salut. Programa de la Història Clínica


Compartida (HCCC), Manual d’usuari per a professsionals assistencials, juny de
2009. Pdf.

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legal». Una vez localizada su existencia, tendrá acceso al documento


copiado. De todas formas, me indica mi informante, en cada ingreso
habrá que avisar al médico de la existencia del mismo.10 Es por tanto
aconsejable llevar encima una copia cuando se ingresa en un hospital
o, en su defecto, decir al acompañante dónde se encuentra, amén de
sugerir al médico que consulte el registro oficial para confirmar su
existencia.
A pesar del amparo de la ley y de la existencia del documento,
podemos encontrarnos con objetores de conciencia que ignoren el va-
lor y sentido de los DVA. Broggi (2011, p. 181) responde diciendo
que no se puede recurrir a la objeción de conciencia para imponer una
actuación a quien no la quiere, aunque sea para alargar la vida al en-
fermo y hasta para salvársela, porque violaría la libertad y el derecho
a la autonomía. Pone el ejemplo de un caso de demanda de retirada de
un respirador a una paciente para decir que, en aquel caso, desconec-
tar no era un actuación sino dejar de actuar. Los pacientes, ejerciendo
el derecho a la negativa, eliminan el deber del profesional de actuar.
Por tanto, no es admisible ni ética ni legalmente la pretendida obje-
ción de conciencia como justificación para no respetar la negativa del
enfermo a una actuación sanitaria, según señalan las recomendaciones
del Comité de Ética de Catalunya aprobadas en marzo de 2010 (pági-
na 15).
Disponemos de un arsenal de documentos que avalan nuestros
derechos, sin embargo hay ciudadanos que los desconocen e ignoran
el derecho a acceder a su historia clínica, el derecho a firmar consen-
timientos informados, la existencia de los DVA como extensión de
ese derecho y el procedimiento de validación y registro de los mis-
mos. Lo más grave es que desconocen la importancia terapéutica del
ejercicio de esos derechos. Habría que preguntarse por qué se ignoran.
Por un lado, porque nadie les informa de su existencia hasta que su
vulneración despierta el interés por los mismos, lo que nos remite a
pensar en omisiones deliberadas. Por otro, porque el ciudadano se
muestra, con demasiada frecuencia, y al margen de su nivel de ins-
trucción, como un ignorante en asuntos relacionados con el cuerpo y

10. Hace mil años que yo llevé a ese hospital una copia en papel de mi DVA, que
debió quedar en la carpeta antes de que las archivaran definitivamente al ser sustitui-
das por la HC electrónica. Me pregunto dónde estará ahora ese papel.

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190 El paciente inquieto

su integridad en situaciones extremas. Asume la pasividad y espera


que se ocupen de él sin mayor implicación. En toda interacción médi-
co-enfermo es necesaria la participación, el diálogo y el consentimien-
to de las partes. El médico debe exponer y describir la situación, pero
es responsabilidad del ciudadano decidir. Estar enfermo no implica
una suspensión de los derechos.
Ante el final de la vida, además, concurren otros elementos. El
deseo de evitar una prolongación innecesaria de la vida sufriendo es
tan intenso como el de otorgar a quienes apreciamos lo que quede de
nuestros bienes y propiedades. Sin embargo, se redactan pocos testa-
mentos, teniendo en cuenta además que cuestan apenas los mismos
50 €. ¿Por qué? La respuesta es cultural y tiene relación con la poca
familiaridad con la que se trata el morir y la muerte. En nuestra socie-
dad se muere mal, se gestiona mal el morir —sobre todo en el hospi-
tal—, se huye de la muerte y se digieren peor las pérdidas. La omisión
y el rechazo de la muerte de la esfera de lo cotidiano son respuestas
culturales y éstas afectan tanto a médicos como a pacientes. Por tanto
esa actitud no ayuda a que los ciudadanos «piensen su muerte» ni sean
capaces de definirse sobre el final de sus días como un acto supremo
de voluntad. Como muestra significativa y derivada, la omisión de la
expresión «Testamento vital» (tal vez de origen anglosajón, living
will) en los DVA.
Concluyendo, los documentos oficiales de voluntades anticipa-
das me parecen un primer paso, política y estéticamente correcto, pero
de limitada utilidad. Los médicos ya no se ensañan tratando de prolon-
gar vidas sin expectativas; los familiares se sienten menos mal ante
fallecimientos rápidos, sin largas y penosas agonías y las sedaciones
profundas no son desconocidas por ellos. De modo que los DVA —en
mi opinión— sirven y son necesarios como ejercicio individual de
declaración de voluntades. Resulta psicológicamente saludable por-
que ayuda a pensar en la toma de decisiones sobre nuestro cuerpo.
Ayuda a reflexionar sobre el morir y contribuye con ello a sobrellevar
el duelo. Eso es todo. Porque, cuando las situaciones son dolorosas y
de duración casi infinita, los DVA no sirven, ya que se requieren ges-
tos castigados hoy por la ley.
Desde el punto de vista de las relaciones entre médicos y pacien-
tes me parece positiva su existencia. Son un buen instrumento de ex-
presión de la autonomía y al mismo tiempo un procedimiento para

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Aflicciones 191

mostrar la necesidad de respetar y promocionar la participación del


enfermo en los procesos asociados a la salud. Y habría que facilitar el
trámite de redacción y registro con la unificación de las historias clíni-
cas, de lo contrario, será papel mojado o un documento exótico que
sólo exhibiremos en los hospitales quienes hemos estado al borde del
abismo.

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3.
Las despedidas de Ramona

Morir es inevitable, pero morir mal no lo es, dice Marc Antoni Broggi
(2011, p. 14) en su libro, en el que aboga por «una muerte apropiada».
Un fragmento muy difundido desde, al parecer, 1981, de una declara-
ción del Consejo de Europa (Comité Europeo de Salud Pública) dice:

Se muere mal cuando la muerte no es aceptada; se muere mal cuando


los que cuidan no están formados en el manejo de las reacciones emo-
cionales que emergen de la comunicación con los pacientes; se muere
mal cuando la muerte se deja a lo irracional, al miedo, a la soledad, en
una sociedad, donde no se sabe morir.

A Marie de Hennezel1 el trato continuo con moribundos le ha enseña-


do a velar en silencio a los que duermen y a los que están en coma; ha
descubierto el placer que se puede sentir quedándose junto a ellos sin
hacer nada, aportando simplemente una presencia despierta, atenta,
como hacen las madres que velan el sueño de sus hijos. Algunos cui-
dadores informales e incluso los esporádicos han comprendido que
eso también es una cura.
Muchos años después de redactar algunas reflexiones en una libre-
ta de fortuna, Ramona, colega y amiga, decidió cedérmelas. El relato
mostraba una inquietud creciente por cómo moríamos y cómo se sentía
quien asistía impotente al sufrimiento del enfermo al final de la vida.
Entonces nadie utilizaba esa expresión, se hablaba de terminales, así que

1. Marie De Hennezel (1996), La muerte íntima, Plaza & Janés, Barcelona, p. 82.

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han tenido que pasar muchos años para que esas preocupaciones que
ahora trascribo se traduzcan no sólo en expresiones menos rudas sino en
políticas, procedimientos paliativos y gestos de acompañamiento.
En enero de 1990 Ramona escribió en su cuaderno lo que sigue:

No hay que llegar hasta esta situación otra vez. Quisiera que fuera la
última. Es horrible. Hay que hacer algo para acabar con este encarniza-
miento. Deberíamos convencer a todos aquellos que aun no creen en la
eutanasia, en la necesidad de informar y educar a los jóvenes sobre qué
hacer ante la enfermedad terminal propia y la de los otros. Se que los
esfuerzos por mantener la vida tienen por objetivo evitar el sufrimiento
y el martirio físico, pero alargan la agonía psicológica incontrolable y,
con el desarrollo científico, más larga.
Hay que cambiar entre nosotros la idea de la muerte. Nadie quiere
conocer cómo sufre quien muere lentamente porque no es un asunto
público. Nunca se muestra la muerte lenta en los medios. En este mo-
mento estoy cerca de un enfermo terminal, en un hospital oncológico
viendo morir a un ser querido. Soy consciente de que aquí hay muchos
otros a punto de morir. Quizás alguno muera esta noche. Es cotidiano.
Entonces, si es una realidad aquí para personas y acompañantes, ¿por
qué esconderlo? Si todo el mundo viera esto alguna vez en la televisión,
la idea de buscar una solución para estas personas sería más fácil.

Tras escribir esas impresiones, Ramona, veló a la enferma que estuvo


tranquila hasta media noche. Nadie pensaba que los acontecimientos
se iban a precipitar, pues para el martes siguiente le tenían programa-
da una sesión de radioterapia y todavía, aquella tarde, la alimentó por
la sonda. Hacia las once se presentó la enfermera con la dosis de anal-
gésico y después se durmieron enferma y cuidadora hasta las tres.

A esa hora se despertó. Le costaba hablar pero me llegó a decir: ¡Ayúda-


me! Le había preguntado por el dolor. Era difícil entenderla aunque me
hizo comprender que no tenía dolor físico. Además allí no se escatimaba
la analgesia. De manera que cuando despertó, consciente de su final, me
pidió ayuda para partir, para salir de aquella agonía. La tomé de la mano
diciéndole que no estaba sola; que la apretara cuando aprobara mis pala-
bras; que quedaba poco y que podía irse en mi compañía, que sería rápi-
do si ambas lo aceptábamos pero, sobre todo, lo deseábamos con inten-
sidad. Deliberadamente no avisé a la enfermera de que hacía demasiadas
horas que la bolsa de la orina estaba seca. (Ramona, 35 años).

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Aflicciones 195

A veces el moribundo necesita que alguien le dé permiso para partir; que


quien le acompañe acepte el fin y le auxilie en el viaje hasta el postre-
ro destino. Necesita que alguien, tal vez no el más implicado, le diga
que no luche más, que no es de cobardes rendirse ni desear una muer-
te que será su liberación. El deseo de morir se comprende mal y se acep-
ta peor. De ahí que yo crea que el enfermo necesita que se «le autorice»
a cumplir ese empeño asegurándole que su partida será digerida. Ramo-
na acompañó como supporter una carrera animando el paso del tiempo,
ganándolo para tener más próxima la victoria y plantar la bandera al
alcanzar la cima. Se sintió exhausta al acabar la penúltima etapa del tour,
pero contenta, y le sorprendió no culpabilizarse. Por la mañana el esfuerzo
en la recta final dejó aún más exánime a la enferma, que no recuperó
más la consciencia. Siguió tranquila, había recorrido el tramo final nece-
sario para dejarse llevar por el organismo sin angustias, respirando aún,
porque el cuerpo obliga, nada más. Horas más tarde, falleció. Ramona la
ayudó a marcharse, pero no presenció su muerte. Lo supo de regreso a
casa cuando percibió que algo se había acabado. Telefoneó de inmediato
al hospital y le dijeron que en aquella habitación ya no había nadie.
Ramona no pertenece en absoluto al mundo de los profesionales
de la salud pero en otros encuentros hemos vuelto a hablar puntual-
mente sobre estos temas. En la Navidad de 2003, preocupada, me re-
mitió la siguiente historia.
La madre de Joan estaba ingresada en un centro socio-sanitario,
con el mar a dos pasos. Ramona confesó a sus amigos que se resistía a
visitarla porque temía que el proceso se acelerara. Insinuó bromeando
que se sentía como un ángel exterminador. Tenía ya entonces esa per-
cepción que después, hablándolo, comprendió que era descabellada por
la expresión que utilizó aunque menos por sus significados. En cualquier
caso, se había comprometido y quería darle un último abrazo a la madre
de Joan. La familia les concedió unos instantes de intimidad. Allí estaba,
en la cama, contenta de verla, humedeciéndose ella misma los labios con
un algodón. Sus manos, impecables como siempre, sujetaron un rato
largo las suyas. No sentía dolor. Hablaron del mar, de la luna reflejándo-
se, de haber cumplido con sus hijos y sus nietos, de haber tenido una
vida plena, pese a que apenas pasara de los setenta. Luego la besó en la
frente y se fue. Al salir del hospital se dio cuenta —percibió, dijo espe-
cíficamente— que aquello iba a acabar de inmediato. Al día siguiente, a
primera hora de la mañana, le comunicaron que el entierro sería veinti-

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cuatro horas después. La madre de Joan debió de seguir el recorrido de


la Luna hasta que las tinieblas del amanecer la envolvieron. Eso le dije
a Ramona. «¿Por qué me pasa eso? ¿Por qué se me mueren nada más
verlos? ¿Hay algo esotérico en ello?», me preguntaba. En absoluto. En
primer lugar, la probabilidad de que murieran a las pocas horas de estar
con ellas era elevada; en segundo, tal vez Ramona les dio la calma y el
calor necesario para que se dejaran llevar, como lo hizo la primera vez.
Es como si les hubieras dicho: «Podéis ir en paz». Así lo han hecho.
Hace apenas un par de años, le tocó el turno a una tía lejana muy
querida de Ramona. Llevaba tantos años enferma y con la espada de
Damocles encima, que podía pasar en cualquier momento, aunque hasta
ese verano, siempre salió airosa de sus crisis. Acababan de ingresarla por
enésima vez pero nada anunciaba el final, incluso llegó en taxi por su
propio pie. Allí estaba, tendida en la cama del hospital, con la vía y el
oxígeno, a ratos sentada, otros tumbada, con las piernas muy hinchadas
y aceptando órdenes a regañadientes. Estuvo dos días compartiendo tur-
nos de compañía con otros parientes y junto a la mujer que se ocupaba
de ella desde hacía unos meses. Sufrió un par de crisis. El médico de
guardia que se hizo cargo de la situación empezó a administrarle morfi-
na, que palió durante unas horas el extremo sufrimiento. Seguía perfec-
tamente consciente y orientada. Y triste. Al día siguiente Ramona debía
regresar a su trabajo en otra ciudad. Le dijo a la cuidadora que la anciana
estaba bastante mal, aunque nunca se sabe cuándo va a ocurrir: «Podría
quedarme, pero si lo hago, se va a prolongar la agonía. Estoy segura.
Aunque si me voy, sé que va a morir en mi ausencia. No sería la primera
vez. Prefieren despedirse y expirar sin que yo lo presencie. De modo que
me iré. No comente con nadie nada de todo esto que acabo de decirle, no
lo entenderían. En cualquier caso, la llamaré antes de subir al tren, y us-
ted me cuenta». Regresó a la habitación. Cogidas de la mano mientras
hablaron, anunció a la enferma que debía irse, que regresaría… lo dejó
en suspenso, para ella y para sí misma. La besó largo en la frente. Puedes
irte. Cuando llegó a la lejana estación telefoneó. La voz llorosa de un
allegado confirmó sus sospechas: había empeorado. Les respondió que
volvería sobre sus pasos. A medio camino, otra llamada: «Ha muerto».
Al día siguiente, al entrar en la iglesia donde se celebraba el fu-
neral, encontró la cuidadora, que abrazada le confesó: «Nunca la olvi-
daré. Usted sabía bien que iba a ocurrir así», a lo que Ramona respon-
dió: «Bueno, yo sólo le dije que marchara en paz».

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Parte IV
EFECTOS SECUNDARIOS

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1.
La pérdida de la imagen

La cultura occidental soporta mal la fealdad porque para triunfar es


necesario ser joven, guapo y aparentar salud. Un porcentaje elevadísi-
mo de negocios se nutre de esos valores en alza. Las empresas de ali-
mentación, la industria farmacéutica, la industria de la cosmética, los
deportes, la moda…, todo aquello que gira en torno al mundo de la
imagen personal vive del fomento de la belleza necesaria. Cambiar
ese modelo requeriría por lo menos una generación y el lanzamiento
de un enorme abanico de ideas totalmente diferente que minimizara el
interés por el culto al cuerpo.
Dicho esto, no es de extrañar que la propia imagen preocupe a
aquellas personas que, como consecuencia de una enfermedad, de un
gran sufrimiento o de la proximidad de la muerte, hayan perdido sus
atributos estéticos o, cuando menos, la imagen que habían concebido
de sí mismos y que mostraban a los otros. Cuando la imagen corporal
se altera de forma rápida o progresiva, el impacto que producen las
diferentes alteraciones físicas dependerá de la visibilidad del trastorno
y de su intensidad. Las miradas, aunque evitables, marcarán aún más
la huella.
La identidad depende de la calidad de la imagen de uno mismo.
«Para vivir es necesario una identidad, es decir una dignidad (…)
quien pierde la una pierde también la otra, muere espiritualmente»
(Levi, 1989, p. 110). En el hospital, sin ser necesario ni tener claros
efectos discriminatorios, a nivel administrativo, se uniformiza al pa-
ciente otorgándosele el número de la cama. A nivel profesional y en
los pasillos de las instituciones hospitalarias, a veces la patología do-
mina tanto que es lo que define al individuo. Si al acto fallido le aña-

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dimos el cambio de aspecto del enfermo por estar disuelto entre otros
con parecidos malestares, tenemos una primera muestra de pérdida de
identidad. Sin diferencias ni referencias, el individuo dependiente no
es más que un objeto. Se puede sentir un objeto. «Nos transformamos.
La cara y el cuerpo van a la deriva, los guapos y los feos se confun-
den. Dentro de tres meses nos diferenciaremos aún menos unos de los
otros. No obstante, cada uno seguirá manteniendo la idea de su singu-
laridad, vagamente», decía Robert Antelme, en La especie humana
(2001, p. 90) refiriéndose a los deportados de los campos de concen-
tración.
La alteración de la imagen corporal como pérdida requiere un
proceso de duelo que debe ser respetado y, si se requiere, acompaña-
do. Todo duelo requiere catarsis, necesidad de compartir el dolor jun-
to a los nuestros; exige dejarse ayudar por quienes ya pasaron por
circunstancias similares y menos por los especialistas…, no vayamos
a psicologizar todas las dificultades. El proceso resultará menos do-
loroso si del duelo resulta algún aprendizaje, y, en este caso, tanto
vale el aprendizaje de la víctima como el de quienes la rodean. Hay
enfermos que rechazan la ayuda solícita de quien puede atenderles,
familia o equipo de salud, porque la imagen que proyectan les parece
degradante; no quieren hundirse ante ellos porque la mirada del otro
resulta un freno para quien está viviendo el desgaste físico de la en-
fermedad. ¿Por dónde empezar a cuidar, entonces? Aprendiendo pri-
mero a mirar.
Los especialistas aconsejan que primero debemos aceptarnos a
nosotros mismos para luego ser capaces de mostrar nuestra imagen
a los demás, pero eso no es muy cierto. Con ese argumento ahondan
en la dimensión personal del problema, olvidando que, en cuestión
de imagen, el reflejo en la mirada de los otros vale más que mil pa-
labras. Porque, cuando «ya nos hemos aceptado», alguien, al vernos
por primera vez, resucita nuestro calvario con la expresión de es-
panto marcada en su rostro. De ahí que un paciente me contara que
antes del alta su enfermera le advirtió: «Juan, antes eras tú quien
miraba, ahora, cuando salgas, debes saber que van a ser los otros
quienes te miren». Juan dice que ese aviso le fue mucho más útil
que las sesiones que mantuvo con el psiquiatra. Mientras estuvo
ingresado se sintió seguro porque era uno más. En el exterior las
cosas cambian mucho, por tanto, hay que darlo a conocer a los en-

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Efectos secundarios 201

fermos y a partir de ahí trabajar para otorgarles herramientas con


las que defenderse. Los demás deben aprender a mirar cuando lo
que tenemos ante nuestros ojos nos atrae o nos fascina. Porque al-
gunas de esas miradas penetrantes parecen sorber la sangre; otras
—no hay que olvidarlo— son acogedoras. Las primeras molestan;
las segundas, se agradecen. Marie de Hennezel (1996) decía que la
experiencia le había enseñado que una persona puede seguir siendo
ella misma y olvidar que tiene un cuerpo deteriorado, si los demás
la siguen mirando con la misma ternura de siempre. Con la de siem-
pre, no una especial. Porque lo que uno espera es no generar ni re-
chazo ni pena. Sobre todo si aún no ha podido hacerse cargo de su
nuevo aspecto.
La mirada del otro es la que me constituye, creo que decía La-
can…, ergo mírame de forma que no me desmorone. Miradme sin
decir con vuestra mirada que os doy pena. Miradme buscándome
—porque es evidente que os sorprendo— y cuando me encontréis, lo
notaré. Percibiré que de nuevo, tras el lapso, volvemos a estar juntos y
vuestra mirada me ayudará.
Pepa estaba ingresada en un minúsculo cuartito donde apenas
cabía la cama y un sillón para el acompañante. Parecía que nada que-
daba de lo que fuera hasta seis meses antes. La cirugía facial, la blan-
cura del pelo, su moribundo silencio y su cuerpo deformado les resul-
taba ajeno a los suyos. Para acompañarla en su última noche hubo que
recurrir a lo que quedaba de la geografía de su cuerpo. El único retazo
físico de sí misma era su mano derecha, que reposaba intacta sobre el
lecho. A través de ella, llegaron hasta Pepa que logró irse… de la
mano de los suyos.
Asirse a un fragmento de la anatomía o a los sentidos del otro es
un buen lazo para aprender a mirar sin pena, sin rechazo y con ternu-
ra. Si es difícil reconocer al ser querido en el envoltorio del cuerpo
deteriorado habrá que buscar algún indicio en él que nos permita re-
cuperar el aliento para reiniciar el diálogo. Así fue con Elsa. Tenía
apenas treinta y ocho años pero un cuerpo imposible: más de cien
kilos de peso y tubos que entraban y salían de aquel volumen, amén
de vendas, gasas y apósitos ensangrentados. ¿Dónde fijar la mirada
para dirigirle una palabra de aliento? En unos ojos de un azul intenso.
A unos nos sirvieron para anclar la mirada, a otros hasta para echarle
un piropo.

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202 El paciente inquieto

Frente a la enorme variedad de reacciones por la pérdida de la


imagen deben articularse la misma variedad de respuestas de ayuda.
Es decir, una para cada paciente. Porque la heterogeneidad es domi-
nante. Lo que ocurre es que cuando el impacto del trastorno es muy
grave, los cuidadores hacen suya la presunta respuesta del enfermo y
conjeturan una reacción adversa, por lo que no disponen de recursos
abiertos. Hay personas que consideran secundarias las consecuencias
estéticas de un trastorno y poco les importa su aspecto mientras están
hospitalizadas; otras, en cambio, sufren convencidas de que en el hos-
pital los pintalabios están prohibidos. También es verdad que algunos
cuidadores disfrutan imponiendo normas y criterios al respecto. Hace
años una enfermera me riñó por pintarme los labios. No entendió que,
sin maquillaje y en el ambiente artificial de una sala cerrada, la frágil
piel que rodea mi boca se cuartea y lo que más a mano tengo son pin-
talabios, de textura más gruesa y duradera que la manteca de cacao.
Además, queda mejor. A la enfermera le pareció extemporáneo y me
dijo que estaba prohibido pintarse. Como en el colegio de monjas:
frivolidades, ninguna.
El enfermo espera que quien le ayuda ni sobredimensione ni ba-
nalice su preocupación por la imagen, sino que se sitúe en el justo
medio que corresponde a la dificultad. De modo que, si quiere acica-
larse, debe hacerlo, y hay que fomentárselo, sin ambages, y eso no
significa que esté haciendo una negación de su enfermedad. Tampoco
es aconsejable que se le diga —sobre todo a una mujer— que es muy
presumida porque quiera peinarse o pintarse estando en un hospital,
porque de ello podría deducir que está mucho peor. Podría entender
que ese presunto piropo significa un para qué. La persona presumida
lo debe ser aun estando en el hospital, de lo contrario, es que está sin-
tiendo —además de una enfermedad— los estragos de la pérdida de la
identidad.
Renunciar por decreto a nuestras personales e indiscutibles cos-
tumbres estéticas supone un esfuerzo añadido inútil que en nada ayu-
da al proceso de recuperación. Tampoco sirve que nos insten por dic-
tamen médico, enfermero y hasta psicológico a velar de nuevo por
nuestra imagen. Aquello de péinate que estás más guapo no se le debe
decir a un enfermo porque confirma, además del mal aspecto, la repul-
sa del otro ante el cambio o el deterioro de la imagen. Hay que ser
muy perspicaz, de la misma manera que lo somos en la calle cuando

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Efectos secundarios 203

nos mordemos la lengua antes que decirle a un amigo que hay que ver
cómo se te notan esos kilos de más.
El proceso de autorreconocimiento de la nueva apariencia tras la
declaración del trastorno debe ser paulatino, no forzado y al ritmo que
requiera el paciente. Si bien es cierto que en algún momento se produ-
cirá la catarsis, que debiera ser fomentada y jamás reprimida, el en-
cuentro con el espejo es un acto íntimo, muy íntimo, que la persona
compartirá con quien decida. Ahora bien, si no quiere verse, si prefie-
re ignorar el estado de esa parte del cuerpo que tanto se transformó
hay que respetar ese deseo. Quien no se mira ni es cobarde ni tiene
problemas de ajuste. Sencillamente, en ese momento no quiere añadir
otro dolor más a los que ya soporta.
Las sondas, las máscaras de oxígeno y los vendajes, materia pri-
ma de la artesanía hospitalaria, suelen enmascarar el yo del que yace
en posición horizontal. La primera tentación del cuidador es suponer,
aplicar los tópicos y, en el peor de los casos, olvidar que tras el deco-
rado hay alguien con su íntegra singularidad. Descubrir al individuo
no es tarea fácil. Le duele todo, se siente muy mal, tiene miedo y, para
colmo, va vestido como todos. En ese caso, no hay nada como conver-
sar mientras se le atiende, para así obtener datos con los que confec-
cionar el mapa mental que nos vamos a hacer del paciente. Así, con la
ayuda de la familia y los amigos, a los montes, las praderas y a los
cabos sueltos de ese cuerpo les pondremos nombre. A partir de ese
mapa se pueden establecer las dificultades y las necesidades asociadas
a la imagen que tiene ese enfermo. En la relación asistencial habría
que trabajar más en la identidad social del individuo (trabajo, afectos,
vida social, gustos y aficiones etc.), que es la que queda al fin y al
cabo; es decir, abundar en aspectos de su vida. Es recomendable cierto
entrenamiento y ponderación para no caer en la trillada frase de «lo
importante es tu belleza interior», porque las vísceras nunca fueron
hermosas.
Los cuidados deben ser además un carpe diem sin aventurar fu-
turo alguno. Acicalar hoy al enfermo, recomponerle la cama, los tubos
y lo que queda de su cabello porque hoy le va a ayudar a sentirse me-
jor. O al menos eso es lo que deberíamos proponernos, y nunca anun-
ciar que se trabaja para un futuro más allá del inmediato.
Es aconsejable favorecer las visitas siempre y cuando el paciente
lo desee, que, adiestradas, deberán mantener la serenidad por impac-

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tante que resulte el deterioro del enfermo, ya que la ansiedad del visitan-
te ante la nueva imagen puede tener efectos negativos, por lo que hay
que evitarla. Si formula preguntas sobre su aspecto, no hay más que
responder, si es posible, con sentido del humor. No hay que hacer de
psicólogos y responder con otra pregunta, porque la persona lo percibe.
En mi modesta opinión, es mejor tratar de hacerle sonreír con una broma.
Tener buen aspecto ayuda a salir adelante, aunque sea útil durante
un único día, y es una forma de lucha contra aquello que quiere usur-
parnos la vida; una manera de mostrar que, a pesar de todo, la enferme-
dad no nos robará la dignidad. Cuidar el aspecto en el final de la vida
para dignificar la muerte hace menos doloroso el tránsito a todos. Al
enfermo en primer lugar, también a los suyos porque mejora la percep-
ción del superviviente y favorece el trabajo de duelo. Ayuda igualmen-
te al equipo de salud, puesto que produce satisfacción profesional.
¿Qué hay de los otros, los desconocidos que nos miran? En más
de una ocasión me he quedado con las ganas de preguntarles, cuando
miran con insistencia, qué es en concreto lo que llama la atención de
mi aspecto: si las deformidades, las cicatrices o las discromías. La
mayor parte de las personas con quemaduras que conozco apenas tie-
nen deformidades notables, sin embargo, también las miran. Miran la
cara, precisamente lo que menos preocupa a quienes tenemos limita-
ciones funcionales o a los que han sido víctimas de un gran sufrimien-
to. La cara no se puede ocultar como los brazos, las piernas, el vientre
o la espalda. Las facciones nos determinan y son elemento indispensa-
ble para la identificación. Así, lo que llama la atención es la marca, el
indicio. Una vez identificado lo que nos hace diferentes de la mayo-
ría y atractivos a la mirada del otro, los interrogantes en la expresión
de quien nos mira son: ¿Cómo ocurrió? ¿Dónde? ¿Por qué? O, lo que
es peor: ¿Qué hiciste para merecerlo? Porque el indicio de la culpabi-
lidad seduce aún más. El incumplimiento de las normas, la violación
de tabúes merecen castigo. Por esa razón en las culturas de tradi-
ción judeocristiana, a pesar del demostrado origen genético o químico
de las malformaciones, o de la causa accidental de un deterioro físico,
la anormalidad induce a sospecha. La señal puede ser una advertencia.
En latín monstru significa, aviso, presagio, advertencia. ¿Es, por tan-
to, la cicatriz el paradigma del estigma?
Fijémonos por ejemplo en los tatuajes como marca o señal cor-
poral. Su uso y su significado han cambiado a lo largo de la historia.

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Efectos secundarios 205

Aún estamos lejos de que la moda actual del tattoo pase a mejor vida.
El tatuaje es en muchas culturas una práctica ancestral vinculada en
sus orígenes al pensamiento mágico-religioso. La palabra procede del
polinesio, pero el término latino para tatuaje era estigma, ya lo hemos
visto. Con la llegada del cristianismo esta práctica fue desterrada por
considerarla sinónimo de idolatría y superstición, y por ser común en-
tre los pueblos considerados paganos. El arte del tatuaje fue redescu-
bierto después por los marineros que navegaban por el Pacífico. Lo
aprendieron de los tatuadores polinesios, lo practicaron a bordo y lue-
go instalaron estudios de tatuaje en los puertos. De la marinería y de
los bajos fondos portuarios pasó a las prisiones, y llegó a su degenera-
ción máxima en los campos de nazis de exterminio, donde los depor-
tados eran marcados con su número en las muñecas, cerrando de nue-
vo el círculo infernal que iniciaran los griegos: la marca como señal
de castigo, de esclavitud. Hoy, en cambio, está de moda y su uso res-
ponde más a su primitivo significado, en el que confluían el arte con
el simbolismo mágico-religioso. En esa espiral cambiante de usos y
significados del tatuaje se detienen algunas miradas.
Serge tiene sida y su familia hace décadas que decidió olvidarle
como hijo. Tras pensarlo detenidamente, un día decidió tatuarse en la
espalda el código de barras de su historia clínica como instrumento
eficaz para su identificación inmediata. En la historia clínica figura su
voluntad de evitar todo contacto con la parentela en caso de gravedad
extrema y propone a cambio los datos de un amigo. Pues bien, Franci-
ne colega común y amiga no soporta la decisión de Serge, ya que una
cifra en la piel le remite a Auschwitz, al castigo, a la deportación.
Mientras tanto Serge luce su marca, por encima de su estigma invisi-
ble (el sida), como pasaporte garante de sus derechos como enfermo.
Se trata entonces de dos lecturas diferentes de un fenómeno de larga
tradición con significados muy distintos, y, este último, novedoso.
Porque el tatuaje de Serge identifica a un candidato a la muerte como
en Auschwitz, aunque, en su caso, con derecho a decidir sobre su pro-
pio fin.
En el otro extremo de la significación están, por un lado, el tattoo
del brazo de Melanie Griffith, que no es más que la visión kitsch que
su portadora tiene sobre su amor latino, Antonio Banderas; por el otro,
los que lucen los familiares de algunas de las víctimas del atentado del
11 de septiembre en Nueva York (We’ll never forget), que nunca olvi-

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darán, porque llevan tatuada en su piel la imagen de los que murieron.


Lecturas distintas de señales idénticas; sólo la mirada y el tiempo las
diferencia.
Buscando imágenes de tatuajes para otro proyecto en el que tra-
bajo, encontré uno sorprendente: la imagen estilizada de un bazo san-
grante tatuada justo por encima de la cicatriz que dejó su extirpación
por accidente. El lema: In Memory of Spleen. El portador perdió el
bazo, no la vida, de modo que le rindió homenaje. Las divas no tatúan
la pérdida de sus arrugas, sin embargo la calva de Jade Goody, cele-
brity del Big Brother emitido en por la televisión británica entre 2002
y 2007, y que falleció tras padecer un cáncer, nada tenía que ver con la
que exhibieron Natalie Portman, Demi Moore o Cameron Díaz en su
momento. Con esto quiero decir que son las representaciones sociales
las que determinan el valor estigmatizador del signo.
El estigma, para serlo, debe tener un carácter visible. Por ejem-
plo, entre una persona que sufrió un ataque al corazón y otra que pa-
dece cáncer, la diferencia es el estigma. El enfermo oncológico puede
perder el cabello, mostrar manchas en la piel o presentar una imagen
edematosa, signos visibles del mal instaurado que se entienden mejor
que el malestar y el dolor. A las personas sometidas a tratamiento con
esteroides se las identifica por la «cara de luna llena», indicio del sín-
drome de Cushing. Las cicatrices que resultan de la reparación estéti-
ca se esconden, pues son el indicio de la misma, las que se dejan en la
piel de un operado, en cambio, se exhiben. Las estéticas rejuvenecen
ficticiamente sin alargar la vida, las otras curan y mejoran la calidad
de la vida.
Las personas portadoras de estigmas adquiridos, cuando salimos
por primera vez a la calle, sufrimos con las miradas que nos eviden-
cian el mal. Al principio, la reacción más común es la reclusión. O
salir con un burka occidental, que aún llama más la atención. Con el
tiempo se articulan respuestas que van desde la indiferencia hasta pre-
guntar sin rodeos al mirón por qué nos mira.
Laia explica que poco después de quemarse mostraba sus lesio-
nes porque le gustaba que la gente se diera cuenta de la suerte que
había tenido al sobrevivir al accidente. Los demás no debían de enten-
derlo así. Para ellos era una provocación, piensan que no es «normal
que no le importe mostrarse tal como está». De un individuo sano
mentalmente se espera que oculte el estigma, ¿para evitar la inducción

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Efectos secundarios 207

al voyeurismo?, ¿o porque nos molesta? Si se muestra puede ser tilda-


do de exhibicionista, como la enferma quemada. Mirar al extraño a mí
me resulta tan agresivo como el piropo soez de quien deduce que una
minifalda o un escote se luce estrictamente para provocar. No obstan-
te, de ahí la contradicción, hay ocasiones específicas en las que se
debe mostrar el estigma deliberadamente para que sea valorado, sobre
todo cuando produce discapacidad. Tal vez, como dice Serge, para
conseguir determinados objetivos deberíamos ir por la calle con una
túnica negra con capucha y haciendo sonar una campanilla a nuestro
paso, cuando un estigma como el sida no es visible.
Erving Goffman1 añade que «un individuo estigmatizado puede
intentar corregir su condición en forma indirecta, dedicando un enor-
me esfuerzo personal en áreas de actividad que por razones físicas o
incidentales se consideran, por lo común, inaccesibles para quien po-
sea su defecto». De ahí que haya muchas personas con discapacidad
que se hayan volcado en el deporte de competición, por ejemplo.
Otras nos defendemos de la mirada banalizándola con el sentido del
humor. Sabine Dardenne, una niña belga que sobrevivió al cautiverio
y a las vejaciones a las que la sometió el pederasta Dutroux, lleva su
tatuaje escondido en la memoria y dice que también la miran. En su
caso, quienes lo hacen saben qué ocurrió, por lo que Sabine ve en sus
ojos compasión. No lo soporta. Dice haberse endurecido y que eso es
para ella un bien.
¿Qué podría hacer el mirón cuando le sorprenden en pleno acto
voyeurista? Los profesionales de la observación, los etnógrafos, nos
entretenemos describiendo varias miradas con sus significados en el
contexto social que se producen. Por ejemplo, la flash smile, la sonrisa
rápida que transmite solidaridad, no compasión ni duda ni interroga-
ción y parece decir: veo como estás y me alegra que estés ahí, vivo, y
tratando de salir adelante a pesar de todo. Recibimos felices la mirada
acogedora. Admitimos aquella mirada que surge por encima del perió-
dico en un tren de cercanías: párpados arriba por encima de las gafas,
movimiento rápido, fotografía exacta evitando en todo momento el
contacto visual e inmediata bajada de la vista sobre la lectura para
proceder a la reflexión. Nos fascina la mirada cómplice, entre perso-

1. Erving Goffman (1970), Estigma, Amorrortu, Buenos Aires, p. 20.

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nas que comparten un estigma aunque sea diferente. Es una mirada


contenida, ilustrada con una ligerísima sonrisa de labios cerrados y
firmes. Cejas hacia arriba y ojos bien abiertos, diciendo: «Estamos en
el mismo barco, ¿no?» Desafortunadamente, la mirada cómplice en
nuestra cultura meridional es escasa, tanto como cuesta a otros evitar
las miradas indiscretas. Habrá por tanto que trabajar a favor del cam-
bio sin que por ello sentirnos desprovistos de una respuesta cultural
que, aunque propia, nada tiene de loable.

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2.
Costes

La salud no tiene precio aunque sí costes médicos, sociales y de enfer-


mería. Coste, según el DRAE, es el gasto realizado para la obtención
o adquisición, en este caso, de un servicio.
Costes médicos. La factura final que resultará de la atención médi-
co-quirúrgica que ha recibido Mónica durante los últimos cinco años va
a ser enorme. Mónica sufrió quemaduras de tercer grado en el cuello. Le
quedaron como secuelas severas retracciones y cicatrices hipertróficas.
Las primeras fueron subsanadas; las cicatrices no se pueden borrar. Tras
un lustro siguió visitando al cirujano, siguió solicitando nuevas inter-
venciones, olvidó que podía volver al trabajo para el que fue preparada
en la universidad, por lo que cobraba una pensión, y siguió ocultando en
público su cuello. A esas alturas Mónica sólo necesitaba que el ciruja-
no le «recetara» una visita a un buen psiquiatra. El cirujano debía to-
mar la decisión de quitársela de encima. Pero no lo hizo.
Tengo una conocida de setenta y cinco años, con una depre repeti-
tiva de otoño que ella misma reconoció. Llamó al centro de salud men-
tal que ya la había atendido en otras ocasiones y le dieron hora para dos
meses después. El agravante es que se trata de la cuidadora informal de
su hermana, aún mayor que ella y dependiente. Si no la atienden en
psiquiatría hasta dentro de sesenta días, para entonces estará por los
suelos y tendremos dos ingresos: la enferma depresiva cuidadora más la
anciana cuidada que para entonces tendrá ya sus úlceras. Lo peor es que
ninguna de las dos va a morirse, porque en el hospital no lo permitirán
y tampoco en el centro socio sanitario. Sólo costarán más caras. Me
llama, por tanto, pidiendo auxilio. Recurro a la red social-médica. Por-
que si no se la atiende pronto tendremos dos por una en la asistencia

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210 El paciente inquieto

pública. Menos mal que me telefonea para pedir ayuda, de lo contra-


rio, desesperada se automedicará y volveremos de nuevo al problema.
Hubo hace años una campaña del Servei Catalá de Salut llamada
—creo recordar— «Vida als anys i no anys a la vida». Dad vida a los
años, pero dadles también facilidades y autonomía para que lo hagan.
Me dirán: «No hay recursos». ¿Y si pensamos por fin en cómo pode-
mos gestionar mejor esos mismos recursos?
Costes sociales. David tenía diecinueve años y sufría de osteogé-
nesis imperfecta grave. Su madre dejó el trabajo cuando nació: había
que cuidarle, y mucho. Cobraba la pensión mínima, estudiaba infor-
mática tres días por semana y podría realizar algún teletrabajo; su ma-
dre se emplearía a tiempo parcial si una trabajadora familiar formada
acompañara al chico a las clases de informática y cuidara de él algu-
nas horas. En ese momento había tres personas inactivas: Raúl, su
madre y una trabajadora familiar. Tres personas menos cotizando a la
Seguridad Social. David murió poco antes de recibir el documento
que confirmaba la evaluación como apto para percibir las prestaciones
establecidas por la ley —mal llamada— de la Dependencia.
Costes médico-sociales y hasta administrativos. Mercedes tuvo
de pequeña poliomielitis. Cumplidos los cincuenta, su funcionalidad
ha sufrido un importante revés que la ha obligado a utilizar bastones
como consecuencia de las secuelas de su enfermedad. Padece un sín-
drome postpolio,1 y ante la debilidad resultante en sus piernas ha em-
pezado a plantearse además el uso más sistemático de una silla de
ruedas, aunque puede manejarse sin ella en espacios reducidos. Por
esa razón pensó que tal vez fuera más adecuado un scooter eléctrico
que una pesada silla con batería, diseñada para personas con impedi-
mentos graves de movilidad. El scooter permite al usuario sentarse y
levantarse sin dificultad, apenas es una plataforma con un asiento y un
manillar simple de motocicleta, y muchos de ellos son plegables y
transportables en un vehículo. Las sillas con batería pesan mucho más
y no son plegables. No obstante, la mayor diferencia es crematística.
Un scooter sencillo no supera los 1.400 € mientras que una silla con
batería puede costar hasta 4.000 €. Mercedes habló con el neurólogo

1. <http://www.minusval2000.com/investigacion/archivosInvestigacion/sindrome
Postpolio.html> y <http://www.post-polio.org/> [Consulta: noviembre 2012].

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Efectos secundarios 211

y con el rehabilitador, y acordaron que, dada la situación en la que se


encontraba en ese momento, podrían prescribirle la necesidad de ad-
quirir uno. Podrían, pero no pueden. El catálogo de prestaciones que
con enorme sabiduría confeccionó el funcionario de turno o el médi-
co-que-ejerce sin mirar lo que ocurre en la calle, no incluye los scoo-
ter porque debieron considerarlo una pijada. Las personas con movi-
lidad reducida debe usar una silla de ruedas manual o, si se precisa,
una con batería, y va que arde. Ante tal circunstancia absurda, de nue-
vo el usuario acaba sacándose de la manga la adaptación secundaria
con la connivencia de la ortopedia. Mercedes costó 2.000 € más a las
arcas de su servicio de salud porque los médicos sólo pudieron pres-
cribirle una silla con batería que luego ella permutó en la ortopedia
por un scooter y una silla manual para cuadrar la cifra total de casi
4.000 €, el valor de la prescrita. La silla manual tal vez algún día la
use; el scooter le ha permitido pasearse e ir por cualquier lugar sin
fatigarse, e incluso meterla en su coche; la silla con batería hubiera
quedado aparcada en el portal de su casa porque ni puede entrarla ni la
precisa.
Prescribir una ayuda técnica es un conflicto, ya lo hemos visto.
Con otras ayudas más económicas, si bien indispensables para la vida
autónoma, ocurre algo parecido. Yo no puedo dar un paso si no intro-
duzco en mi zapato izquierdo una ortesis hecha a medida, de lo con-
trario, debo utilizar silla de ruedas. A efectos de aquella ingeniosa
lista de prestaciones, mi ortesis se considera una plantilla, y como tal
no está cubierta por la Seguridad Social. Ortesis es un término no re-
conocido por el DRAE pero —cómo no— sí lo hace Wikipedia2 y dice
así: «Una ortesis, según definición de la ISO (Organización Interna-
cional para la Estandarización), es un apoyo u otro dispositivo externo
aplicado al cuerpo para modificar los aspectos funcionales o estructu-
rales del sistema neuromusculoesquelético». Mi ortesis de pie suple lo
que me falta: una planta regular en un pie equino-varo. Cuesta unos
150 € pues hay que hacerla con molde a medida. Tras repasar a fondo
el catálogo de prestaciones para ver si alguna se podía adecuar a mi
situación, nos rendimos porque tampoco existía la posibilidad de una
entrada titulada «varios» que dejara la puerta abierta a la infinidad de

2. <http://es.wikipedia.org/wiki/Ortesis> [Consulta: noviembre de 2012].

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212 El paciente inquieto

particularidades ortopédicas que pueden diseñarse. Para eso existen


los técnicos ortopedistas: para imaginar y crear soluciones no estándar
para cada secuela, para cada patología músculo-esquelética o neuro-
nal. Sin embargo, no hay entrada abierta en la lista. El experto catalo-
gador incluyó complejos artilugios pero descartó, por ejemplo, los
cojines antiescaras para otras patologías que no fueran lesiones medu-
lares. Con eso quedaron fuera todos los condenados por una razón u
otra a la silla de ruedas. De modo que para los pies completos y los
glúteos sensibles aunque inútiles no hay ni plantillas ni cojines: son
pijadas. «Es que luego, si ponemos todo, se aprovechan», como debie-
ron pensar de Rosario (46 años), que padece ataxia y me refirió esta
historia.

Pedí un cojín antiescaras para mi silla de ruedas. Se lo solicité a mi


médico de cabecera. La mujer se prestó. Luego me dijeron que aquello
debía recetármelo el especialista. Vale. Mi especialista es un neurólogo,
pero yo tengo un montón de dolores por la silla, las cervicales, la poca
movilidad, de manera que conozco más al traumatólogo. Se lo pido a él,
aprovechando que va a operarme los dedos meñiques para hacerlos más
funcionales, pero dice que tampoco puede hacerlo, que debe ser el neu-
rólogo. La de cabecera me dice luego que sólo tienen derecho a cojín
antiescaras los que tienen afectaciones cerebrales o los de lesión medu-
lar. Así que me dijo que lo comprara, que es muy barato… La verdad es
que no pienso comprarlo. Así que llamé al teléfono de Salud-Informa
de la Consejería de Salud. Hablé con la administrativa, le expliqué mi
problema, y le dije que si yo era una enferma de segunda. Me decía la
mujer que mi enfermedad no entra dentro de las que la Junta pasa. ¿Por
qué yo no tenía derecho a ese cojín si estaba todo el día sentada en una
silla? Que yo no le quitaba el sitio a ninguna persona, a un enfermo con
parálisis cerebral que sé que lo necesita. Pero yo, ¿por qué no? ¿Porque
tengo una enfermedad rara y no saben dónde meterme? Mi médico
dice: Es que eres muy cabezona. Lo veo tan injusto… Iré, por tanto, al
neurólogo que vi hace diez años para que él me lo recete. Esa gestión
hace más de un mes que llevo tramitándola. Primero hay que ir al ins-
pector médico. Fue mi padre quien me llevó, y ahora para ir al neurólo-
go debo ir al hospital. Me llevará mi hermana.
Con la silla manual también tuve problemas. Me daban una de
acero. Nunca voy sola, yo puedo darle un poco. Verás, si tengo que
darle un mijita, vale, pero si pesa mucho… Incluso para las personas
que te llevan debe pesar menos. Pues [solicité] una de aluminio. Nada.

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Efectos secundarios 213

Eso es para parapléjicos, me dijeron. Pero es que yo no soy parapléjica,


no tengo parálisis cerebral, no tengo problema medular… Yo, ¿enton-
ces, qué tengo? Me costó lo mío, pero me la dieron. Me hice con el
número de referencia de la silla de aluminio que tenían en la ortopedia
y así llenó la solicitud el traumatólogo.

Rosario vive de una pensión no contributiva y tiene aprobado un gra-


do de discapacidad del 75 por 100. El coste social y económico de
esas incongruencias, de la insuficiencia o la inadecuación de las pres-
taciones ha sido y sigue siendo un coste muy elevado, tanto para los
que las sufren como para el conjunto de las cargas sociales.
Desde mi accidente, y como consecuencia de una mastectomía
bilateral no oncológica, utilizo prótesis mamarias. Son de silicona y
duran una eternidad, si bien con los años pueden deteriorarse. Como
no recordaba el procedimiento mediante el cual adquirí las primeras,
inicié el periplo para conseguir unas nuevas dirigiéndome a quien me
pareció el especialista responsable de recetármelas, el cirujano plásti-
co. Al fin y al cabo fueron ellos quienes, en su día, se ocuparon de
amputar esa (y otras) partes de mi cuerpo que se vieron afectadas por
el fuego. Esperé hasta el día que ya tenía concertada visita para consul-
tarle otros menesteres. Me contestó que no estaba autorizado para re-
cetar ese tipo de prótesis. Bueno, como al fin y al cabo se trataba de un
objeto ortopédico —o al menos es en las ortopedias donde se acostum-
bran a adquirir—, pensé en pedírselo al rehabilitador que es quien me
extiende las peticiones para todas las otras ortesis, bastones y sillas de
ruedas. Ahí me equivoqué de nuevo. Las prótesis son aparatos o dispo-
sitivos destinados a la reparación artificial de un órgano o parte de él.
La definición del DRAE debería incluir la palabra /sustitución/ para
así distinguirla de la otra que se utiliza en traumatología y rehabilita-
ción y es ortesis. Las glándulas mamarias no son ni funcionales —ex-
cepto durante la lactancia—, ni estructurales, aunque son sustituibles
por prótesis. Sirven, eso sí, para amamantar a un bebé y como reclamo
estético-erótico, pero no impiden el desarrollo de ninguna función bá-
sica ni estructural. En consecuencia, el rehabilitador me dijo que tam-
poco él podía extender una receta a tal efecto. Entonces, ¿quién? Me
pareció que aquellos profesionales que se ocupan holísticamente de mí
podrían resolverlo. De manera que consulté con mi médico de familia.
Niet. Nunca recetan más que medicamentos o artículos para curas, lo

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214 El paciente inquieto

que es un error y una pérdida de tiempo. Si un paciente crónico precisa


—porque así lo puede demostrar incluso desde hace años— de una
ayuda técnica, ¿por qué debemos importunar al especialista para que
extienda una prescripción tan absurda como un bastón de apoyo para
un cojo legendario?
Mi médico de familia me dio la solución: «Vaya al ginecólogo;
le solicito desde aquí hora para la consulta». ¿El ginecólogo? Enton-
ces me percaté de que las mastectomías derivadas del tratamiento del
cáncer las suelen hacer los ginecólogos cirujanos y excepcionalmente
los cirujanos plásticos, cuando en una misma intervención realizan la
reconstrucción inmediata de la mama. Mi mastectomía bilateral, como
toda yo, es rara, traumática y, por tanto, excepcional. Los ginecólogos
nunca me exploran ganglio alguno y una vez hasta me enfadé porque
me telefonearon del centro de primaria porque por edad me corres-
pondía empezar con las mamografías para la detección precoz del cán-
cer. ¡No tengo nada ahí que detectar! (¿no debería figurar en mi histo-
ria clínica?), lo único que quiero son unas prótesis.
Visitar al ginecólogo de mi área de salud no es fácil, la espera
puede ser de entre tres y seis meses; al fin y al cabo, si no es urgente,
una consulta ginecológica rutinaria la podemos prever de año en año
cuando aún somos jóvenes y se nos aconsejan las citologías. Así que
no me parece terrible la espera. Sin embargo, para que me extendieran
una receta —un P10 como le llaman en mi hospital cuando son de or-
topedia—, me parecía poco menos que absurdo. Me imaginé la secuen-
cia. Señora con bastones y andares complejos visita a los cincuenta y
pico por primera vez a la ginecóloga. Ella se preguntará: «Coja, man-
ca y después, ¿con cáncer de mama? ¿Cómo haré la exploración? ¿Su-
birá bien a la mesa de exploración? ¡Qué desastre!». Como no hay
historias clínicas unificadas…, repito. Yo pienso: ahora tendré que
contarle toda mi vida para que me haga la receta. Además de esperar
cuatro meses para eso… Niet. Me quedaba lo de siempre, aquello que
nos hace obsoletos a los ojos de los países avanzados: la adaptación
secundaria en materia asistencial, o, lo que es lo mismo, pedir ayuda a
un conocido de la red social. La prescripción me la hizo mi hermano,
que es pediatra.
Patético. Además de mucho más irregular. ¿Medicina basada en la
evidencia? ¿Por qué no gestión sanitaria basada en la evidencia y el senti-
do común? ¡Qué mayor evidencia que la ausencia de glándulas mamarias!

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3.
Buzón de sugerencias

El buzón de sugerencias invariablemente está ahí, en un muro del hos-


pital, aunque no siempre hay formularios disponibles junto a él. El
buzón responde, pero tarde o mal. Alguna vez he recibido un par de
líneas de excusas tras redactar una reclamación sobre los aparcamien-
tos reservados para personas movilidad reducida, nada más. Silencio.
Así que como los libros son también muros en los que escribir agrade-
cimientos, quejas y reclamaciones, abriré aquí un buzón de sugeren-
cias donde depositaré algunas para empresas, profesionales e institu-
ciones.
Se me ocurren diversos asuntos para incluir en este buzón. Des-
de el procedimiento de detección de problemas, lo que me correspon-
de por profesión, hasta sugerencias para que unos y otros aprendan a
utilizar con sentido común los recursos y los dispositivos sanitarios.
Después de indagar para contrastar mis observaciones con otros
resultados, me doy cuenta de que si algo hay que modificar en el pro-
ceso de detección de problemas de los usuarios de los servicios es la
metodología. Cuando empecé a investigar quedé sorprendida porque
todavía se invierte en encuestas de satisfacción y opinión. ¡Y las pu-
blican! Hace diez o doce años se me antojaba como la fórmula clásica
de valoración. Hoy observo que la formulación y contenido de las pre-
guntas no han variado con los años; tal vez, como vimos más arriba,
se perfilan, nada más. Los resultados obtenidos tampoco resultan rele-
vantes en relación con los años anteriores. La información que se ob-
tiene de la consulta es tan simple que dudo que pueda ser útil para
implementar políticas de cambio. En todo caso podría servir a efectos
de imagen corporativa, ya que los resultados no llegan al usuario. Me

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216 El paciente inquieto

pregunto si no es ya el momento de que las gerencias de salud tomen


en consideración otros métodos que por su apariencia todavía les re-
sultan poco científicos. Las técnicas cualitativas son caras pero no
mucho más que una encuesta telefónica, con sesgos enormes y con
resultados espectaculares en imágenes. Las entrevistas a fondo, los
grupos focales, la escucha activa y experta del paciente, la observa-
ción participante o indirecta y otros procedimientos, como el análisis
de las quejas y de las sugerencias, aportarían una información bastan-
te más rica y puntual sobre cómo percibe el ciudadano el sistema de
salud y qué podría modificarse para conseguir mayor eficiencia. El
sistema es efectivo, pero no eficiente.
Siguiendo en esta línea en la que aconsejo y recuerdo al sector la
existencia de otras disciplinas además de las médicas y las cuantitati-
vas, recomendaría a las facultades de Medicina que diseñaran planes
de estudio que incluyeran procedimientos para aprender a dar respues-
tas a las necesidades de los pacientes. Unos planes donde se les ense-
ñara comunicación médico-paciente, interacción social, fundamentos
de diversidad cultural, gestión de conflictos y gestión de recursos, bio-
ética y política sanitaria, además de la incorporación del punto de vis-
ta del paciente en el aprendizaje en las aulas. Este último aspecto lo
recoge el Foro de los Pacientes en el punto 17 de su agenda política.1
A Marie de Hennezel (2004, p. 173) le parece poco normal que aque-
llos que eligen hacerse cargo del cuidado de los otros nunca sean in-
terpelados durante sus estudios sobre su capacidad de entender el
sufrimiento. Si los nuevos doctores recibieran durante la carrera for-
mación en otras disciplinas, tal vez adquirían mayor soltura para en-
tender al enfermo. Mi amigo, el doctor Rawana, recomendaba a los
doctorandos de su facultad abandonar por una temporada el laborato-
rio para centrarse en la lectura de «clásicos contemporáneos indispen-
sables de la literatura» para sí emprender mejor su trabajo. La expe-
riencia mejora la actuación profesional, pero como la clínica y el
diagnóstico la hará el médico desde su primer día de residencia, algo
habrá que añadir en el curriculum para dotarle de los instrumentos
básicos para saber relacionarse con los pacientes.

1. <http://www.webpacientes.org/fep/page.php?page=agpolitica/index> [consul-
ta: enero de 2012].

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Otra asignatura pendiente tanto para el usuario como para los


profesionales es la gestión de recursos. A este lugar del mundo, el Es-
tado del Bienestar llegó sin antes haber explicado al ciudadano en qué
consistía y qué cargas y beneficios iba a suponer su progresiva im-
plantación. Como el cambio cultural nunca llegó a producirse, con el
tiempo la ciudadanía confundió el Bienestar con la Beneficencia. Tal
vez fue la B mayúscula lo que indujo al error, pero me inclino más por
la semántica y la historia que por la ortografía. Nos convertimos todos
en necesitados de la gratuidad de los servicios públicos, que se con-
virtieron en casas de socorro y misericordia. Como el servicio no re-
quería el pago directo, se llegó sin grandes preocupaciones al des-
pilfarro —como nuevos ricos—, tanto en la solicitud como en la
concesión de la prestación, porque hay quien cree ingenuamente que
los servicios públicos son gratis. Por ejemplo, aquellas pruebas diag-
nósticas que aportan escasa información y que con demasiada fre-
cuencia se ordenan porque no se sabe decir al paciente que no se preo-
cupe, que no le ocurre nada. La mayor parte de las veces que acudimos
al médico es porque algo relacionado con nuestro cuerpo nos produce
inquietud o temor. Buscamos una respuesta a nuestra preocupación.
Por esa razón yo siempre acabo preguntándoles: doctor, ¿me despreo-
cupo? Si confiamos en su criterio y nos responden afirmativamente, la
consecuencia inmediata es el olvido. Si aquello que suscitaba la duda
volviera a producirse, ya sabremos adónde acudir. Didier Sicard, pre-
sidente del Comité Nacional de Ética, en Francia, cree que el sobre-
consumo de tecnologías médicas no responde a las verdaderas necesi-
dades de la población, que son —en muchos casos— necesidades de
escucha y de acompañamiento, más que de resonancias magnéticas
(Hennezel, 2004, p. 89). La certeza nadie la posee pero, cada vez que
se clicka una prescripción debería aparecer un icono en la pantalla del
ordenador indicando el coste total del proceso. Un icono que a su vez
debería ser mostrado al usuario. Es para descartar, nos dicen. ¿Dónde
quedó la experiencia clínica?
¿Cuántas veces percibimos, desde nuestras camas, estancias hos-
pitalarias excesivamente prolongadas? ¿Cuántas veces he observado
que una leve duda por parte del médico o una consulta diagnóstica
simple han determinado añadir un día más al ingreso de un paciente
crónico? Otras veces se trata de un retraso: el especialista responsable
no pasó visita ese día y el residente carecía de iniciativa para dar el

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alta. ¿Y esperar al lunes? El fin de semana es evidente que tiene efec-


tos terapéuticos para el trabajador que libra esos días, aunque todavía
no se ha descrito como curativo para el enfermo. En cambio es caro.
Un despilfarro de tiempo de unos y otros, pacientes y profesionales.
Los crónicos estamos supeditados a los horarios y días que dis-
pongan nuestros doctores, ya lo he mencionado. Nuestra disponibili-
dad debe ser total. Bien cierto es que cuidar del cuerpo es lo primero,
pero si así debe ser, también podrían atendernos de noche y en los días
festivos, cosa que no siempre ocurre. Algunos servicios de pruebas
diagnósticas, frecuentemente externalizados, trabajan 24 sur 24, los
demás solapan sus horarios laborales con los de los pacientes. Pues
bien, la mayor parte de las veces que alguien me ha explicado que fue
atendido a esas horas juzgadas intempestivas, lo ha hecho encantado
porque no hubo ni aglomeración ni retraso alguno. Es pesado para la
gente mayor o para los niños, pero dudo que a ellos se las hagan prue-
bas a esas horas. A la población activa le va bien. Puede evitar la soli-
citud de un permiso laboral para acudir al médico.
Falta mejorar algunos recursos elementales en los equipos de
atención primaria, que facilitarían la reconducción de los procesos te-
rapéuticos básicos hacia el terreno extrahospitalario. Me refiero, por
ejemplo, a la presencia de la fisioterapia y de la terapia ocupacional en
esas unidades, y al desaprovechamiento de su capacidad de movilidad
para el ejercicio de la práctica ambulatoria. El Colegio de Fisiotera-
peutas de Catalunya,2 como muchos otros, aboga por una mayor ra-
cionalización de sus actividades profesionales en un documento sobre
la situación de sus colegiados en la asistencia primaria. Defiende la
necesidad de realizar evaluaciones periódicas de los pacientes cróni-
cos y de los ancianos; considera discreta todavía su dedicación al
campo de la prevención y de la educación sanitaria; observa cierto
aislamiento profesional respecto a los equipos de atención primaria, lo
que provoca un desconocimiento de su trabajo por parte de otros espe-
cialistas, y constata la dificultad para abrir nuevos campos a nivel am-
bulatorio por «la atribución de estas actividades a otros colectivos».

2. <http://www.fisioterapeutes.com/comissions/atencioprimaria/documents/informe/
Pere>. Autors: Martí Grau (Col. 706) Esther Bergel Petit (Col. 131) Teresa Coloma
Salas (col. 709) Esther Moreno Gutiérrez (col. 944) Col·legi de Fisioterapeutes de Ca-
talunya, gener de 2002.

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Efectos secundarios 219

Además, añado yo, sigo observando la escasa presencia de terapeutas


ocupacionales en los equipos de rehabilitación, y no sólo de la aten-
ción primaria. Ambos colectivos tienen como objetivo mejorar las
condiciones físicas de su pacientes y, sobre todo, habilitarlos para re-
cuperar en lo posible la autonomía, para, en su defecto, mostrarles
cómo compensar su pérdida. Se ignora —también la administración
colabora en ello— que su papel es crucial a la hora de reducir depen-
dencias que es lo mismo que reducir gastos a corto, medio y largo
plazo. Pagar a un profesional especializado para que atienda a domici-
lio a la lista de «dependientes» de un cupo es más rentable que enviar-
lo cada día al hospital con un medio transporte para media hora de
rehabilitación o acelerar su ingreso en una institución. Hay, eso sí, que
dar tiempo a los fisioterapeutas y terapeutas ocupacionales para que
hagan pedagogía entre sus clientes y así diferir la necesidad de asis-
tencia constante. Pero no se entiende.
Es más beneficioso para todos facilitar a ese enfermo una ayuda
técnica que le permita desplazarse, que brindarle el brazo para acom-
pañarle, lo que resulta más ventajoso en muchos sentidos; sin embar-
go, tampoco se entiende. Vivimos aún inmersos en una cultura sobre
la supervivencia en la que lo mecánico, los automatismos y lo funcio-
nal se consideran objetos innecesarios porque reemplazan la mano de
obra que puede procurarnos ayuda, y si es de un familiar mejor: donde
hay afecto… Tanto las administraciones como los usuarios siguen
pensando erróneamente en esos términos. Los primeros diseñan listas
de prestaciones que no actualizan; los segundos, se resisten a recono-
cer que una ayuda técnica o aprender ciertas habilidades puede salvar-
les del victimismo al que muchos son adictos.
Hacen falta más equipos multidisciplinarios a domicilio para la
atención a enfermos geriátricos crónicos o que precisen asistencia pa-
liativa. Fíjense que no digo mejores, porque me consta que la ciudada-
nía está contenta, sino más equipos con formación específica para que
«alcancen el otro objetivo univitelino: paliar el sufrimiento y ayudar a
morir a otros seres humanos», como aconsejaba Ramon Bayés (2001,
p. 17).
Hay que enseñar a los jóvenes médicos que la medicina basada
en la evidencia es muy interesante porque diagnostica mejor y quizá
cura, pero no cuida. No se trata de volver atrás y defender al médico
de cabeceradelacama que casi se mete en ella contigo. Se trata de

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trabajar en aquello que no se puede medir: el trabajo cualitativo con el


paciente. Instruirle en el autocuidado, con paciencia y una caña, evita
consultas reiteradas. Mostrar al cuidador informal cómo cuidar las úl-
ceras de una anciana porque tiene beneficios. La anciana no se moverá
de casa, con lo que se evitarán riesgos; se hará en un medio limpio
(previa evaluación de capacidades) y la anciana se sentirá menos en-
ferma. Si se publicara un trabajo comparativo entre la cura realizada
en las consultas externas de un hospital y la cura en el domicilio, estoy
convencida de que el resultado sería que los enfermos tratados en casa
con la supervisión de la enfermera de primaria se curan antes. Tengo
experiencia yo misma, y ha sido así.
El cuidado integral, practicado por la enfermería y la medicina
de familia no existe en el gran hospital, lo que genera secuelas que
deben resolverse de nuevo mediante ingresos a los servicios hospitala-
rios o recurriendo a urgencias. Si hubiera cuidado integral, así como
recomendaciones para el alta, sumadas a la supervisión de las mismas
por el personal de atención primaria a domicilio, las efectos negativos
postingreso serían menores, y la reintegración a la vida ordinaria, más
rápida, sobre todo en trastornos que supongan ingresos largos. Se evi-
tarían los efectos nocivos que todo ello tiene sobre el cuidador infor-
mal, persona que luego acudirá a pedir ayuda a los servicios de aten-
ción primaria debido a la enfermedad del cuidador.
Reconozco que el trabajo en equipo en algunos centros de primaria
junto a la enfermería es beneficioso para el usuario. Un equipo equilibra-
do, en el que la enfermera tenga un papel importante como primera cui-
dadora. Hace unos años, la responsable de enfermería de una zona rural
de unos 12.000 habitantes, con un elevado contingente de población ma-
yor de sesenta y cinco años, me contaba que se desesperaba porque dis-
ponía de dieciséis médicos aunque sólo de nueve enfermeras para una
población que, sobre todo, precisaba de cuidados domiciliarios. «Ne-
cesito que inviertan la cifra, pero no hay manera. Además, sería mucho
más barato. Los médicos poco pueden hacer. Con cuatro o cinco tendría-
mos suficiente, necesito gente que haga curas. Enfermeras, sólo eso.»
Hay que explicar bien al ciudadano cuáles son los cometidos de
la medicina y de la enfermería para hacerle ver que son sus asesores
de salud, que se intercambian y complementan. Hay que explicarle
asimismo al usuario que el médico hospitalario no es más que eso, un
especialista de…, la punta de dedo meñique de la mano izquierda, no

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Efectos secundarios 221

Dios. Para mejorar y economizar hay que hacer como los veterinarios
(aunque ellos cobran mucho), que llaman o envían un mail al propie-
tario del perro cuando le toca la vacuna. Ya se hace, aunque en la me-
dida de lo posible también debería implementarse la posibilidad de
interaccionar mucho más con el enfermos a través de la red. O por te-
léfono. Cuando esperamos la visita domiciliaria, el resultado de una
prueba o el aviso para una intervención nos sentimos muy inquietos.
El sufrimiento adicional de la incertidumbre se podría evitar simple-
mente telefoneando para decirle al enfermo: «Ya pasaremos por su
casa, no nos olvidamos de usted, estamos pendientes de esto o lo otro,
tranquilo». Un gesto tan simple ahorraría mucho tiempo perdido en
daños colaterales y consultas o llamadas a la desesperada. La sensa-
ción de seguridad y de eficacia que genera algo tan simple como reci-
bir una llamada apaciguadora de los servicios médicos es extraordina-
ria. Para demostrarlo, debería medir el coste-eficacia de un proceso, y
todavía no lo he hecho, pero sería el único argumento de peso en favor
de ese tipo de políticas de ahorro. Sin embargo, algo se ha hecho en
este sentido. En enero de 2012 apareció una noticia en La Vanguar-
dia3 que planteaba cómo abrir más quirófanos si el presupuesto era el
mismo ese año que el pasado.

Gracias a la consolidación de las medidas estructurales que fuimos


adoptando a lo largo del 2011 y que ahora ya funcionan desde el 1 de
enero. Son ahorros para siempre: ahorramos en inversiones energéticas
al acudir al mercado libre; en la rebaja de precios de los proveedores;
en usar menos camas para el mismo número de altas disminuyendo la
estancia media; en racionalizar pruebas complementarias y unificar la-
boratorios; en la reordenación de las guardias de la primaria…

Era una primer respuesta. No se ha podido comprobar aún su eficien-


cia pero es uno de los puntos de arranque para otro futuro. Otro más es
apenas un detalle, pero apunta al mañana. A poco de finalizar estas
líneas, como miembro de una asociación, recibí (por correo postal y
con retraso, pero lo perdono) una circular del Servei Català de Salut
en la que se me invitaba a la presentación de un proyecto relativo al

3. <http://www.lavanguardia.com/salud/20120121/54245175314/ics-quiere-
reabrir-quirofanos-recuperar-actividad-2010.html> [Consulta: noviembre de 2012].

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222 El paciente inquieto

Consell Consultiu de Pacients de Catalunya que tiene como reto si-


tuarnos en el centro del sistema de salud para adaptarlo a nuestras
necesidades y garantizar con ello el proceso de asistencia integral.
Siguiendo algunas de las palabras de Jan Bleyen4 con referencia
a la evolución sociocultural y al cambio de los modelos de la atención
hospitalaria reflejados en el uso de las metáforas, podríamos concluir
que estaríamos en el camino de transformar la distancia en intimidad,
la manipulación en participación y la ocultación en la divulgación,
para así hacer más competitiva y eficaz la gestión de la salud de los
ciudadanos.

4. Jan Bleyen (2007), «Death in the maternity room: metaphors of care after still-
birth», Mortality,12: 1,S1-S98.

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4.
El cojín de hablar

Mis estancias en los hospitales son frecuentes pero más breves que
antaño. Como la tecnología también avanza, dispongo de nuevas dis-
tracciones para las esperas. Los dispositivos electrónicos actuales nos
permiten seguir en cualquier lugar y discretamente un episodio de una
serie de televisión sin molestar al vecino, por lo que siempre me
acompañan. Hay series de las que soy fan y acostumbro a volverlas a
ver pasado un tiempo, cuando regreso al lecho o a las interminables
consultas. Las saboreo de nuevo y encuentro en las secuencias ele-
mentos suficientes para sustentar mis propios guiones. Quisiera hacer-
lo también en este epílogo, como ya lo hice en alguna clase o confe-
rencia. El argumento seriado difícilmente se ajusta a la realidad, de lo
contrario no resultaría atractivo para el espectador, dejaría de ser fic-
ción, pero sus fragmentos, indudablemente, surgen de las experiencias
de los autores con el entorno. Al fin y al cabo, los guionistas tienen un
mundo ahí fuera del que nutrirse para componer las escenas. El resul-
tado, en determinados relatos, puede parecer estereotipado porque
aglutina en unos minutos una situación real simplificada. En otros, los
autores ajustan la respuesta de la realidad a la representación de la
misma que ofrecen los personajes de ficción.
Una de mis series favoritas es Breaking Bad,1 que ha obtenido
numerosos premios y nominaciones. Es transgresora, impredecible y
de un definitivo humor muy negro. El protagonista, un triste profe-
sor de química de instituto, es el antihéroe. Walter White acaba de

1. <http://www.imdb.es/title/tt0903747/> [Consulta: diciembre de 2012].

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224 El paciente inquieto

cumplir cincuenta años y está pluriempleado. Es padre de Walter Jr.,


un joven con discapacidad, y esposo de Skyler White, un ama de casa
que está embarazada de pocos meses. Las cosas se le complican cuan-
do le diagnostican un cáncer de pulmón, lo que le lleva a quebrantar la
ley y utilizar sus extraordinarios conocimientos de química para fabri-
car y comercializar metanfetamina a fin de cubrir los gastos del trata-
miento y asegurar el bienestar económico de su familia cuando él ya
no esté.
Se preguntarán qué hace en un epílogo un químico de ficción
que hasta se codeará con lo más violento del narco mexicano. El caso
es que en el episodio 5 de la primera temporada hay una secuencia en
la que Skyler reúne a la familia —dice ella— para entender por qué su
esposo ha decidido renunciar al tratamiento del cáncer. La secuencia
transcurre en la sala de estar de la casa de una familia clase media que
vive en Albuquerque, Nuevo México. Están presentes además los cu-
ñados de Walter. Hank, que es un agente de la DEA (Drug Enforce-
ment Administration) muy primario, y su esposa Marie, hermana de
Skyler, ayudante de radiología y cleptómana. El turno de palabras lo
toma quien está en posesión de un pequeño cojín —el cojín de ha-
blar—, a fin de no interrumpirse, lo que a todos les parece ridículo,
pero tragan. Skyler propone que todos los presentes expresen lo que
piensan para ceder el último turno al enfermo. Es ella quien habla en
primer lugar diciendo que la decisión de no seguir tratamiento alguno
no sólo no le conviene a Walter, el enfermo, sino que tampoco a la
familia. El turno le toca a Hank, aunque el cojín se le cae. «Verás, tío,
no te digo esto a menudo, pero te aprecio y ese cáncer te ha jodido,
aunque la suerte puede cambiar (…) La clave está en aguantar y se-
guir apostando.» Entonces lo explica evocando una jugada difícil en
un partido de béisbol en el que la toma de decisiones resolverá el re-
sultado. Nadie le entiende. Le sigue Walter Jr. Tiene diecisiete años y
sufre parálisis cerebral. La madre le anima a hablar colocándole el
cojín en el regazo. Muy cabreado le dice al padre: «Esto es una mier-
da. Estoy mosqueado porque eres un cagao. Te quieres rajar. ¿Ves
esto? [le enseña las muletas], ¿lo que he pasado yo? ¿Y a ti te da mie-
do un poco de quimioterapia…?». Silencio. El cojín de hablar pasa
finalmente a Marie, la cuñada, que dice, para sorpresa e indignación
de su hermana, que cree que Walter debe hacer lo que quiera porque
es él quien tiene cáncer y la decisión es suya. «Yo hago radiografías

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Efectos secundarios 225

todos los días y, ¿sabes qué? Algunos lo pasan muy mal y no quieren
pasar sus últimas semanas o meses con los médicos, pinchándolos…
¡Pero siguen sufriendo por sus familias!» La discusión sube de tono.
La esposa grita diciendo que no quiere que el marido se muera «aho-
ra»; el hijo dice que todo es ridículo… hasta que el enfermo los hace
callar con un silbido futbolero. Agarra entonces el cojín, se pone de
pie y, compungido, toma la palabra: «Lo que yo quiero, lo que yo ne-
cesito, lo único que me queda, es… elegir cómo llevarlo». Entre sollo-
zos añade: «Los médicos hablan de sobrevivir [y señala unas comillas
con los dedos] un año, dos años, como si fuera lo único que importa.
¿Qué sentido tiene vivir para no poder trabajar, no poder comer, no
poder hacer el amor? (…) Y me recordaríais así. Eso es lo peor. Lo
siento, pero elijo no hacerlo».
Fundido en negro.
En la escena siguiente, Walter se levanta pesadamente de la cama
vacía de matrimonio y ve los libros que hay en la mesilla. Los títulos
son: Cómo hablan los niños, Comer y combatir el cáncer y Cuidar de
tu hijo. Su mujer está en la cocina, él se le acerca, la abraza por detrás
y le dice: «De acuerdo. Haré el tratamiento».
La secuencia me pareció una síntesis perfecta. Aparecen muchos
de los ítems que más arriba he mencionado con ayuda de ejemplos
extraídos de la realidad más inmediata en torno a la toma de decisio-
nes. El cojín de hablar sirve de enlace y al mismo tiempo simbolizaría
aquí aquello que todavía escasea y que es otorgar a cada uno de los
protagonistas de la secuencia asistencial la oportunidad de expresar su
criterio.
La familia, en primer lugar, se reúne para opinar sobre el futuro
de uno de sus miembros. Todos quieren a Walt, por supuesto. A la
esposa le preocupa la supervivencia económica del grupo, perjudicado
por la presencia de un hijo con discapacidad y otro en camino. Que
siga viviendo es una necesidad. A raíz de la crisis económica, las en-
fermeras me han explicado cómo aquí algunas familias ruegan a quie-
nes asisten a sus mayores que hagan todo aquello que esté en sus ma-
nos para prolongar la vida de los ancianos de cuyas pensiones
dependen los miembros del grupo. Vivir por los otros.
Al hijo con parálisis la falta de lucha del padre no le entristece,
le enfada. Le parece indigno que reaccione así ante la adversidad físi-
ca. Entiende que rendirse es de cobardes, que hay que plantar cara a la

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enfermedad y luchar, cueste lo que cueste. Es un desafío. El cuñado,


más primario, lo resuelve como un juego o una apuesta en la que hay
que arriesgar. Es un envite. Marie es la única que acepta la renuncia
de Walter y lo argumenta a partir de lo que vive en su trabajo: es muy
duro aguantar los tratamientos, pero muchos seguimos adelante por
los demás. Es un sacrificio.
¿Qué pedimos? Que nos dejen el cojín de hablar para así poder
mostrar a quienes nos tratan y nos atienden lo difícil que es seguir sólo
porque hay alguien que nos necesita y nos quiere. Queremos elegir
cómo nos gustaría ser recordados. Si es después de «una larga y peno-
sa enfermedad», queremos que pueda retirarse el adjetivo penosa de
nuestra esquela. Para que sea posible, después de que hayamos decidi-
do unilateralmente que queremos entrar en el juego, aquellos profesio-
nales que van a colaborar con nuestro proyecto de resistencia sabrán,
si han escuchado a quienes tuvieron el cojín en sus manos, con qué
elementos diseñar la estrategia. Los que nos quieren tendrán suficiente
con acompañarnos en el viaje y saber que seguimos ahí sin renunciar
a ellos.
Mientras redacté este libro el cojín estuvo en nuestras manos, las
de los pacientes. Ahora me gustaría pasarlo a los profesionales, a los
gestores, a los cuidadores formales, a los informales, a los curators y
a todos aquellos que directa o indirectamente se ocupan de nosotros,
para que la rueda siga.

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