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La batalla del
calentamiento
Marcelo Figueras
ALFAGUARA
ISBN-10: 987-04-0568-1
ISBN-13: 978-987-04-0568-9
Figueras, Marcelo
La batalla del calentamiento - 1a ed. - Buenos Aires:
Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2006.
544 p. ; 24x15 cm.
ISBN 987-04-0568-1
era una autoridad en la materia, sólo había visto lobos en las ilus-
traciones de los libros de Jack London.
Enfrentado a ese quid, reaccionó como lo hubiese hecho cual-
quiera de toparse con un oso polar en el Caribe: registró el absurdo
de la aparición y echó a correr, para garantizarse la posibilidad de sen-
tir asombro hasta la llegada de una edad provecta.
Ya había salido disparado cuando oyó el saludo. Pax tecum, de-
cía el lobo, la paz esté contigo. Como el gigante no se detuvo, la bes-
tia emprendió su propia marcha. Mientras trotaba dijo que no le ha-
ría daño, había ido hasta allí para darle un mensaje. Pero sus
aclaraciones no hicieron más que oscurecer el ánimo del gigante. Uno
podía confundir pax tecum con un bostezo, se puede estornudar de
tal forma que suene parecido a pax tecum (“¡Paxtecum!”, exclama uno,
y le responden: “¡Salud! ”), pero no puede confundir una frase com-
pleja con la contracción involuntaria y brusca del diafragma.
La idea de la locura no sonaba descabellada. El gigante ya era neu-
rótico por naturaleza, en grado similar al de la mayoría de sus congé-
neres. (El nivel de neurosis entre los habitantes de Buenos Aires es ele-
vado y sin embargo permanece dentro de límites normales; o al menos
eso pretenden los psicoanalistas, en salvaguarda de su reputación.) Pe-
ro el pobre venía además de padecer una desgracia real, que lo había
condenado a sufrir algo más grave que su mal du temps. Si hubiese
existido un concurso para aspirantes a la depresión, lo habrían con-
sagrado Estrella del Mañana.
No le quedaba otra esperanza que la de estar atravesando la fase
inicial del colapso: quizás estuviese a tiempo de rechazarlo. Necesi-
taba encontrar un punto débil en la armadura de su delirio, una grie-
ta que le permitiese reingresar al mundo de los sanos. El acento con
que el lobo hablaba en latín, por ejemplo. Le sonaba familiar. Pre-
guntó con resquemor, encaramado sobre ramas trémulas:
“¿Profesor Fatone?”
El lobo bajó el morro y produjo una gárgara. El gigante pensó
que se había atragantado con una piña, pero enseguida entendió que
eso era lo más parecido a una carcajada que podía salir de semejan-
te garganta.
Consideró la posibilidad de estar sufriendo una alucinación. La
ilusión era perfecta, veía al lobo hurgando entre las raíces con la mis-
ma precisión con que estas palabras se recortan sobre el blanco de la
hoja. (Con la misma claridad con que lo vemos, lector, concentrado
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“¿Lo conozco?”
“¿Cómo puedo saberlo?”
“¿No dijiste que enseñaba latín?”
“Me enseñó a mí. Pero adoctrinar lobos es tan sólo una de sus ta-
reas.”
El gigante se convenció: Fatone le había preparado una elabora-
da venganza, a modo de pago por las bromas que perpetrara en su
contra años atrás.
“¡Esto es cosa de Fatone!”
“¿Quién es Fatone?”, preguntó el lobo, intrigado por el apellido
recurrente. Pero el gigante no creyó en su inocencia, e insistió:
“¿Quién más podía saber que yo entiendo el idioma?”
“Mi amo sabe lo que necesita saber”, dijo el lobo.
“Eso está por verse. A lo mejor se equivocó de persona”, dijo el
hombre. Estaba dispuesto a fingir ser otro, con tal de frustrar el come-
tido del bromista. “¿Cómo sabes que yo soy aquel a quien buscas?”
“Tu nombre es Teodoro Labat.”
Teo sintió un vahído. En boca del lobo su apellido sonaba a con-
dena. La-bat: una trampa que se cierra con chasquido metálico. To-
da la voluntad que había reunido para engañar al lobo se disipó en
un segundo. Ya no le quedaba energía para mentir, ni para mentir-
se. ¿Pero cómo había sabido Fatone que Teo iba a estar allí, en ese
bosque, cuando el mismo Teo lo decidió sobre la marcha?
“Me agrada el latín”, dijo el lobo. “Aun así, no quiero aprender otro
idioma humano. Mi garganta no fue concebida para ciertos sonidos.”
En efecto, labiales y sibilantes le demandaban un esfuerzo que
producía dolor en sus mandíbulas y no siempre se coronaba con el
éxito: si se descuidaba, bonum podía sonar como gonum. Y con las
vocales no la tenía más fácil. Para pronunciar la a de forma clara, de-
bía abrir la boca de una forma que le inducía bostezos.
“Tu amo está loco”, dijo Teo. “¿Qué hombre va a quedarse quie-
to delante de un lobo, escuchando lo que tenga para decir?”
“Uno de tu tamaño, por ejemplo.”
Teo se movió en lo alto, inquieto. ¿Lo estaban acusando de co-
barde?
“Mi amo tiene un peculiar sentido del humor”, dijo el lobo. “Me
escogió para hablarte por una razón simple. El mensaje que traigo es
de tal naturaleza, que no lo hubieses creído de labios de un hombre.”
Era un buen argumento, pero Teo no quiso admitirlo.
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1 La mujer se sorprendería poco después, al descubrir que el gigante se llamaba igual que el
Pero así como le enseñó que era diferente, y que de esa excepción
se derivan pena y aislamiento, la experiencia le mostró además las
ventajas de la diversidad.
Ser grande tenía sus encantos. En la imposibilidad de obtener
una bicicleta para adultos con rueditas laterales, a los seis años su ma-
dre le consiguió un triciclo de panadero que lo convirtió en figura
adorada. Sus compañeros se peleaban para que los llevase en la caja
del pan, mientras Teo pedaleaba en el improvisado rickshaw por el
precio de una sonrisa amiga.
Cada vez que la división se enfrentaba a otra en gresca callejera,
Teo era ungido su Aquiles.
Cada vez que sus compañeros querían una revista de desnudos,
dejaba de afeitarse y acudía a comprarla.
Cada vez que un examen prometía devastar el aula, Teo se con-
vertía en el campeón del pueblo. Las primeras veces utilizó métodos
brutales, como despegar la puerta del aula de sus goznes y dejarla
apoyada contra el marco. Los maestros entraban como si nada y eran
arrastrados por la puerta en su caída. El ridículo diluía entonces las
fuentes de su poder, tornando imposible que los alumnos obedecie-
sen la orden de sacar una hoja y tomar nota de las preguntas.
Pronto descubrió que la fuerza era innecesaria. Ante cada emer-
gencia, sus compañeros lo señalaban como delegado. Teo se aproxi-
maba al maestro, inclinando sobre el escritorio su estatura de golem,
y apoyando los nudillos sobre la madera exponía su “petición”. Cuan-
do alguien tiene el tamaño de Teo, resulta difícil decirle que no.
Fue el primero en sentir penas de amor. En consecuencia, fue el
primero en emborracharse. (Nadie le pedía documentos cuando
compraba alcohol.) Y poco más tarde sería el primero en perder la
virginidad. Su exploración de los territorios de la adultez entrañaría
un precio que todavía no había terminado de pagar. Tan precoz fue
para algunas cosas, que a muchas otras llegaría de forma tardía. Era
el único entre sus compañeros que todavía no se había casado ni te-
nía hijos ––y que tampoco sabía, a ciencia cierta, qué quería hacer el
resto de su vida.
Un universo que critica a nuestro cuerpo con insistencia (en la
forma de banderolas que atacan nuestras cabezas, sillas que no resis-
ten nuestro peso, ropas que nunca dan la talla, taxis que nunca fre-
nan y peatones que se cruzan de vereda) moldea una personalidad
como masilla, volviéndola hosca o cuanto menos hipersensible. El
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