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La Revolución Francesa
La Revolución Francesa
2. LA REVOLUCIÓN ARISTOCRÁTICA
2.1 LA ARISTOCRACIA
2.1.2 LA NOBLEZA.
3. LA REVOLUCIÓN BURGUESA
Para oponerse a los ministros, de los que no esperaban nada bueno, numerosos
burgueses, y sobre todo los hombres de leyes, se mostraron favorables a la causa
del Parlamento. Sin embargo, muchos otros se mantuvieron indiferentes, como
Roland y Rabaut-Saint-Étienne, que había promovido en París el proyecto de
edicto en favor de los protestantes. En todo caso, nada permitía prever, en el
verano de 1788, que la burguesía iba a intervenir, en nombre del Tercer Estado,
en el conflicto que enfrentaba la aristocracia al poder real. Pero con la noticia de
que los Estados Generales iban a ser convocados, se estremeció: por primera vez
desde 1614 el rey le autorizaba a hablar. En un primer momento no se ofrecía una
perspectiva de lucha; si el rey llamaba a sus súbditos era para tener en
consideración sus quejas; sus intermediarios se denominaban gustosos «los
nacionales», y la asamblea de Vizille, en la que habían concedido al Tercer Estado
la duplicación, el voto por cabeza y la igualdad fiscal, había causado gran
impresión: el acuerdo no parecía imposible. Pero una vez más, la situación cambió
de aspecto bruscamente cuando el 23 de septiembre el Parlamento de París
especificó que los Estados se constituirían como en 1614.
«El Estado está en peligro…; se prepara una revolución en los principios del
gobierno…; pronto serán atacados los derechos de propiedad y la desigualdad de
las fortunas se planteará como objeto de reforma: se ha propuesto ya la supresión
de los derechos feudales… ¿Podrá vuestra majestad decidirse a sacrificar, a
humillar a su valiente, antigua y respetable nobleza…? Que el Tercer Estado deje
ya de atacar los derechos de los dos primeros estamentos…; que se limite a
solicitar la disminución de los impuestos de los que pueda estar sobrecargado;
entonces, los dos primeros estamentos, reconociendo en el tercero a ciudadanos
que le son queridos, podrán, dada la generosidad de sus sentimientos, renunciar a
las prerrogativas que tienen por objeto un interés pecuniario y consentirán
soportar, en la más perfecta igualdad, las cargas públicas».
En lo que concierne a éstos, la idea fue rechazada. Todos los nobles por herencia
fueron admitidos en la asamblea de bailía correspondiente a su estamento,
personalmente o por procurador, fueran o no propietarios de un feudo.
Los Estados Generales se reunieron el 4 de mayo de 1789 para desfilar con gran
pompa, junto con la corte y el rey, por las calles de Versalles hasta la iglesia de
San Luis, donde asistieron a la misa del Espíritu Santo y escucharon el sermón de
Mgr. de la Fare, obispo de Nancy. Había sido una imprudencia escoger Versalles;
lejos de intimidar a los diputados, la magnificencia de la corte no podía más que
reforzar su desconfianza, mientras que la vecindad de París les animaría a
mantenerse firmes; era de esperar que todo conflicto en los Estados despertaría
un eco temible en la capital. Tales peligros no habían pasado inadvertidos, y se
había pensado en convocar la asamblea en provincias; pero la dificultad para
alojar a tanta gente en una pequeña ciudad, la repugnancia de la corte a pasar
unas semanas de aburrimiento e incomodidad, la vinculación del rey a su caza
cotidiana, hicieron renunciar a tal proyecto. En su torpeza, el gobierno no tomó la
precaución de modificar la etiqueta para suprimir todo lo que pudiera indisponer a
los diputados del Tercer Estado al subrayar demasiado la desigualdad de los
estamentos. Detrás de los guardias aparecieron aquéllos, en cabeza del cortejo,
vestido modestamente con traje negro a la francesa, seguido de la nobleza dorada
y engalanada; los curas, con sotana negra, fueron igualmente agrupados delante
de los obispos y cardenales. Cuando los diputados se dirigieron al palacio para
rendirle homenaje, el rey no se abstuvo de manifestar especiales miramientos con
«su» nobleza y «su» clero.
6. LA REVOLUCIÓN POPULAR.
Tanto los artesanos y pequeños comerciantes como los obreros tenían sus quejas
contra el Antiguo Régimen y odiaban a la aristocracia; pero no podían esperar de
la victoria del Tercer Estado las mismas ventajas inmediatas que los notables.
Sobre todo les atraía el aligeramiento de las cargas fiscales y en especial la
abolición de los impuestos indirectos y de los arbitrios, fuente principal de las
rentas municipales, con gran ventaja para los ricos. En cuanto a las corporaciones,
su opinión no era unánime, ni mucho menos. Políticamente, tendían, en cierto
modo, hacia la democracia, pero nadie pensaba siquiera en prometérsela. En este
sentido, podemos calibrar el carácter mítico que a los ojos del pueblo revestía la
convocatoria de los Estados Generales. Un acontecimiento tan singular despertó
la esperanza, incontenible y vaga a la vez, de una regeneración nacional, de una
nueva era en la que los hombres serían más felices. Por eso, los comienzos de la
revolución recuerdan aquellos movimientos religiosos en los que las gentes
sencillas adivinaban con alegría la promesa de un retorno al paraíso terrenal. En
este fervor se alimentó el idealismo revolucionario. Pero también él inflamó,
simultáneamente, todo un conjunto de pasiones temibles.
7. LA REVOLUCIÓN PARISINA.
Pero fuera, nadie conocía estos puntos debiles. La idea de atacar la Bastilla fue
consecuencia de circunstancias imprevisibles.
8. LA REVOLUCIÓN CAMPESINA.
Hasta el 14 de julio, nadie se acordó de ellos. Sin embargo, eran, por lo menos,
las tres cuartas partes de la población del reino, y hoy podemos advertir que, sin
su adhesión, difícilmente hubiera triunfado la revolución. Pero los cuadernos de
bailía no habían destacado sus quejas o las habían rechazado; en todo caso, no
eran objeto central de preocupación para la Asamblea Nacional, en la que los
campesinos no estaban representados. Pero de improviso, también ellos se
levantaron y defendieron su causa asestando un golpe mortal a los restos del
régimen feudal y señorial. Su insurrección es uno de los rasgos más originales de
la revolución.
En 1789, la gran mayoría de los campesinos franceses eran, desde hacía mucho
tiempo, hombres libres, es decir, que podían desplazarse y trabajar a su gusto,
convertirse en propietarios, promover acciones judiciales. Todavía había siervos,
sobre todo en el Franco Condado y en el Nivernais, pero de hecho ya no estaban
ligados a la gleba y, en 1779, el rey había abolido el derecho de continuidad que
permitía al señor reivindicar sus derechos sobre ellos dondequiera que se
establecieran. El rasgo fundamental que caracteriza al siervo es el no poder
disponer de sus bienes: se le considera propiedad inalienable o susceptible de
serlo y, si a su muerte no deja al menos un hijo que viva en comunidad con él,
todo lo que posee viene a manos del señor. Esto no impide que su situación fuera
infinitamente mejor que la de los campesinos de la Europa central y oriental,
abandonados a la arbitrariedad del noble: en Francia, la justicia del rey protegía a
la persona y los derechos del siervo tanto como del hombre libre.
Sin olvidar que la crisis agraria era una realidad tangible, hay que reconocer que
sólo contra las cargas impuestas al campesino, por el rey o por la aristocracia, se
podía cimentar la unanimidad en el seno de la sociedad rural.
El campesino era casi el único que pagaba la talla y cumplía la milicia. Estaba,
además, obligado al trabajo personal en la conservación de caminos y en los
transportes militares, así como al impuesto per cápita y a los vigésimos. Pero eran
los impuestos indirectos los que más detestaba, sobre todo la gabela, que elevaba
el precio de la sal a trece sous por libra en una gran parte del reino. Las
exigencias reales fueron acrecentándose sin cesar durante el siglo XVIII y los
cuadernos de las parroquias se lamentaban de ello invariablemente. Es probable,
aunque no se pueda asegurar, que, teniendo en cuenta el aumento de los precios,
supusieran en 1789 una parte mayor de la renta nacional que medio siglo antes.
En el Flandes valón, país con Estados y en consecuencia tratado con precaución,
el impuesto directo aumentó un 28%, sólo durante el reinado de Luis XVI. El
campesino no trataba con indulgencia al burgués, puesto que veía que la riqueza
mobiliaria no pagaba su parte correspondiente, pero lógicamente eran los
privilegios de la aristocracia los que excitaban su cólera de manera especial.
8.3 EL DIEZMO.
Los censos que la aristocracia recibía desde antiguo, el impuesto real contribuyó,
de rebote, a hacer odiosos los censos. Al clero se le debía el diezmo, según una
tasa variable, pero casi siempre inferior a la décima parte, sobre los cuatro
«grandes» cereales, trigo, centeno, cebada y avena (es el gran diezmo), sobre los
otros cereales, legumbres y frutas (el pequeño diezmo) y sobre algunos productos
de la ganadería. Por los cuadernos se puede ver que hubiera sido mejor soportado
si el producto, en lugar de ir a parar a los obispos, abadías y cabildos en la mayor
parte de los casos, o incluso a los señores a quienes habían sido «enfeudados»,
mientras que el cura conservaba, en todo caso, el pequeño diezmo, se hubiera
dedicado, como debía ser, al mantenimiento del culto, de la iglesia y la casa
parroquial, y sobre todo a los pobres. Pero, tras haber pagado el diezmo, los
campesinos veían que estas cargas, en su mayor parte, no volvían a él. Por otra
parte, el diezmo presentaba los inconvenientes propios de un impuesto en
especie; el mismo diezmero debía cogerlo: si tardaba, toda la cosecha podía sufrir
los rigores del tiempo; el campesino era despojado de la paja, que era uno de los
elementos principales del abono, el único que conocía; el diezmo retrasaba
también el progreso en la roturación de cultivos nuevos. Finalmente, el alza de
precios aumentaba su importancia; en 1789, se evaluó su producto bruto en 120
millones: en tiempo de escasez era cuando resultaba más sustancioso, a costa de
la alimentación misma del campesino; por lo demás, en cualquier época, el
diezmero parecía un acaparador de oficio.
Lo que quedaba de la feudalidad era aún mucho más impopular. Hay que
distinguir lo que es propiamente feudal y lo que es señorial. Desde el punto de
vista feudal, las tierras constituían feudos dependientes los unos de los otros, y en
último término del rey; estaban sometidas a un derecho especial, cuyo rasgo más
conocido es el derecho de primogenitura, y, en cada mutación o herencia, el señor
feudal exigía el reconocimiento y empadronamiento del vasallo, así como una tasa
de mutación. A menos que el campesino comprara un feudo, cosa rara al menos
en el Norte, este régimen no le interesaba. Si no estaba sometido a él, pagaba al
rey, como el burgués, un censo especial llamado de franc-fief.
El barbecho, ya fuera la tercera parte o la mitad de la tierra cultivable, así como las
tierras que sólo se cultivaban con largos intervalos, eran de uso: común, y todo el
mundo, o al menos todos los propietarios, podían utilizarlas para sus ganados.
Tras la cosecha, el resto de las tierras caían también en el patrimonio común. Las
mismas praderas, tras el primer corte o tras el renadío, eran igualmente sometidas
al pasto libre (vaine pâture). A menudo, la aldea tenía un pastor comunal que
reunía bajo su cayado todos los animales del lugar. Por eso los campos y prados
quedaban abiertos. Excepto en las regiones de roturación trienal, la costumbre
autorizaba al propietario a excluir el ganado ajeno rodeándose de una cerca, pero
casi nunca se usaba esta facultad, porque el cercado era caro y, sobre todo,
porque excitaba el furor de los campesinos. Los bienes comunales, que seguían
siendo inmensos, sobre todo en las montañas y en el Oeste, ofrecían otro recurso
a los pobres. En el bosque, el campesino podía igualmente pastar su ganado,
recoger las ramas secas, cortar árboles para construir o reparar su casa y sus
aperos de labranza, y también para calentarse. Tras la cosecha, se practicaba el
espigueo, y se tenía derecho a cortar los rastrojos, que el empleo casi exclusivo
de la hoz dejaba muy altos. Los economistas condenaban estos derechos
colectivos que dificultaban las mejoras en los cultivos, y los grandes propietarios,
que pertenecían en su mayor parte a la aristocracia, eran de la misma opinión. Ya
los bosques, salvo los comunales, se habían cerrado poco a poco a los
campesinos tras la ordenación de aguas y bosques, promulgada por Colbert en
1669. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, el poder real autorizó el cercado
en cierto número de provincias y permitió el reparto de las tierras comunales. La
aristocracia fue la que más provecho sacó. Cerró sus tierras al pasto libre, al
tiempo que seguía enviando sus rebaños a las de los campesinos. En cuanto a las
tierras comunales, los colonos sólo tenían su usufructo y los juristas reconocían la
propiedad eminente de los señores; además, éstos no dudaban en desmembrarlas
en provecho propio para cultivarlas; en caso de partición, tomaban la tercera parte
por derecho de triage.
Además, eso no era todo: no les pasaba por alto que, teniendo también sus
privilegios las provincias y las ciudades, la aristocracia no dejaría de encontrar en
el mismo seno del Tercer Estado tácitos cómplices. Parisot, diputado de Bar-sur-
Seine, escribió la mañana del 5 de agosto:
-BIBLIOGRAFÍA: