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Elegía

“La princesa está triste … ¿Qué tendrá la princesa?” fue lo primero que pensé cuando
debimos despedirnos. Fue un pensamiento acertado si se tiene en cuenta que la
persona que me había recitado miles de veces Sonatina y que por cariñ o puro me
decía princesita se había ido. Recuerdo el momento exacto en el que supe que ya no
íbamos a estar juntas: solo podía sentir gratitud. Fuiste la madre de todos sin una
madre propia. Fuiste capaz de dar todo el cariñ o que no recibiste.
La manifestació n de ese cariñ o se materializó de muchas formas, entre esas
formas identifiqué una sensació n: el calor. Tenerte cerca era estar siempre cobijada
con un calor vital. No había dolor físico o mental que pudiera resistirse un caluros
abrazo tuyo. Ahora que te siento fría soy yo la que tiene ese calor casi curativo, como
un recuerdo constante de lo alguna vez vivido y de lo que aú n sigue vivo.
Como otra forma de manifestació n de ese inmenso cariñ o recuerdo la sabiduría
que transmitías. Una sabiduría que muchos llamaban popular. Para mi era simple y
elocuente. Frente a dudas sencillas o complejas encontré respuestas acertadas.
Recuerdo aquella vez que me ensañ aste a no hacer juicios apresurados debido a que
“caras vemos, corazones no sabemos”. Lograste transmitir enseñ anzas sin tener un
título que te acreditara.
Con nuestra despedida lo má s difícil fue aprender a vivir sin la corporalidad de
la otra persona. Pero inevitablemente los recuerdos siguen siendo vividos y
recurrentes. Por fortuna, nuestra despedida llena de gratitud hizo posible que la
memoria, como un “caballero vencedero de la muerte”, intentara combatir la inevitable
sensació n de soledad.

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