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Tras el éxito de La reina sin nombre, María Gudín nos plantea, en

este segundo libro, una novela repleta de aventuras acerca del


esplendor del reino visigodo: una historia en la que el amor, la
camadería, el remordimiento, la venganza y el afán de poder se
entrelazan para conformar un rompecabezas en el que todo
finalmente encaja.
María Gudín

Hijos de un rey godo


El sol del reino godo - 2

ePub r2.0
Titivillus 05.09.16
Título original: Hijos de un rey godo
María Gudín, 2009

Editor digital: Titivillus


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A mis hermanos…
Luego, hazte la pregunta: ¿dónde está ahora todo esto? Humo,
cenizas, leyenda o, tal vez, ya ni siquiera leyenda.

MARCO AURELIO,
Meditaciones

La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que


late en dos almas.

ARISTÓTELES
PRÓLOGO

El sol se alza sobre Europa. La cúpula de Hagia Sophia brilla en la ciudad de


los bizantinos. El palacio de oro de los emperadores centellea con las
primeras luces de la mañana. El Bósforo, incandescente de luz, surcado por
naves de velas cuadradas, despide a soldados que parten para combatir al
este, en Persia, al oeste, en Italia.
El sol camina hacia el Occidente y lame las costas del mar Egeo, el de las
mil islas. Más tarde, su luz lava la península itálica desangrada en las guerras
góticas. Ilumina la hermosa Rávena de Teodorico y la Roma imperial, llena de
ruinas y pasados esplendores. La Roma sagrada de los arcos de triunfo y de
las catacumbas agoniza profanada: en el Coliseo, pastan ovejas; en el Palatino,
no hay más que devastación, la muralla ha caído derruida por las tropas de
Belisario; en la colina vaticana, el papado intenta imponerse en un mundo en
guerra.
El astro del día sigue su curso y despierta luces iridiscentes en las aguas
del mar que es el centro de todas las tierras; el Mediterráneo reluce en la costa
africana, la tierra antes cartaginesa, luego romana, después vándala y ahora
bizantina. La decadencia de sus ciudades, la sabiduría de sus eruditos, la
fertilidad de sus campos esperan únicamente una revelación en Oriente para
ser sometidas al poder del Dios de Mahoma.
El gran peñón, que llegará a ser la roca de Tarik, se torna rosáceo por el
sol de levante. Cartago Spatharia, Assidonia y Malacca, ciudades imperiales,
se desperezan, protegidas por murallas ciclópeas, siempre amenazadas por el
poderoso reino de Toledo.
La luz clara de la mañana ilumina ahora el territorio de la antigua
provincia romana de Hispania, un mar de trigo dorado interrumpido por vides
y olivos, rodeado de montañas. La Hispania visigoda se debate convulsa,
herida por luchas entre clanes nobiliarios. Ha pasado ya la época de esplendor
de Leovigildo, el reinado en paz de Recaredo, el breve interregno de Liuva, la
época del traidor Witerico y la del fiel Gundemaro. Ahora reina Sisebuto, un
monarca erudito.
El dios sol, pintor de luz, deshace la noche en las montañas cántabras. Al
este, los picos del Pirineo cubiertos de nieve brillan iluminados por la luz de
la alborada, albergan a los vascones fieles a un idioma ancestral y a
costumbres milenarias. Al oeste, los godos han sometido a los rebeldes
cántabros, a los valientes astures, han aniquilado el reino de los suevos.
Más al norte, el sol calienta las antiguas Galias, ahora las tierras de los
francos, donde los descendientes de Meroveo, siempre en discordia unos con
otros, hacen y deshacen reinos.
Al fin, el amanecer borra las brumas de las costas britanas, de los
acantilados a los que asoman los pueblos celtas sometidos ahora por anglos y
sajones. Una tormenta retoza en el golfo de Vizcaya, la marejada brilla espuma
en la aurora temprana.
Yo soy un Espíritu de Sabiduría, aquel a quienes los romanos nombraron
como Hado o la diosa Fortuna, y los cristianos, Providencia, y abarco un
mundo quebrado que reclama la sanación; por ello, mi mirada busca a través
de las tierras del Occidente de Europa a los hijos del rey godo; los que han de
cumplir su destino. Ellos o los hijos de sus hijos han de realizar el voto que
les ligó a una misión y un destino. Las fuerzas del mal han desatado su poder y
se agolpan en los corazones de los hombres. No habrá descanso en el cosmos
hasta que el ciclo haya concluido, hasta que la copa regrese a los pueblos del
norte, hasta que sea custodiada en un lugar de paz y escape de las manos de los
que buscan el poder injusto. Mi visión persigue desde hace tiempo a los hijos
del rey godo, mi oído los escucha gimiendo, todo mi ser va tras ellos, sufre
con ellos y en ellos descansa.
Algunos murieron.
Son los que descansan en paz o sufren, quizá purgando sus culpas.
Otros viven todavía.
Son los que se esfuerzan en la brega de la vida sin conocer aún su destino.
Mi mirada rastrea tras el hombre que ansia el poder, el hijo del rey godo
Recaredo, un guerrero que observa clarear el alba desde lo alto de las
montañas cántabras.
Su nombre es Swinthila.
Corre el año 620 de la era cristiana, el hombre se enfrenta a su pasado y su
pensamiento es altivo.
I

EL HOMBRE ALADO

En la era DCXXXVIII, en el año diecisiete del imperio de Mauricio,


después del rey Recaredo, reina su hijo Liuva durante dos años,
hijo de madre innoble, pero ciertamente notable por la calidad de
sus virtudes. A Liuva, en plena flor de su juventud, siendo
inocente, le expulsó del trono Witerico, después de usurparle el
poder y habiéndole cortado la diestra.

ISIDORO DE SEVILLA,
De origine Gothorum, Historia Wandalorum, Historia Sueborum.
En el desfiladero

Swinthila detiene el caballo y mira hacia atrás; los bosques descienden


tapando de verdor oscuro la sierra; más allá, el camino se estrecha y sus
hombres han de compactarse para formar una fina hilera de guerreros y
caballos. El cielo, cubierto, clarea de vez en cuando. Al asomar el sol, brillan
las armas de los jinetes. De nuevo, el general godo se pone en marcha; su paso
hace temblar las hojas de los árboles que dejan caer el rocío de la mañana
mojando sus ropas. Acebos y espinos les entorpecen el paso. Ascienden por
un camino estrecho que, poco a poco, se aleja de la vegetación, y se introduce
entre rocas calcáreas. Más abajo, comienza a abrirse un precipicio que se va
haciendo muy pronunciado al ascender la cuesta. El sol se abre por completo
entre las nubes y rebota en el fondo del barranco, sobre las aguas mansas del
riacho. Una avecilla alza el vuelo al paso de la comitiva armada.
Swinthila es un guerrero fornido, de anchas espaldas y rostro aquilino,
decidido. Herido por un pasado doloroso, no sonríe nunca. Una arruga suele
cruzar su entrecejo, y sus ojos, de color acerado, no han sido iluminados por
la alegría desde mucho tiempo atrás. Marca el paso con decisión. Nada le
arredra, nada le retrasa, nada le hace retroceder. Algunos de sus hombres
jadean, pero él no aminora el ritmo.
Han dejado la angostura a sus espaldas y se distancian del despeñadero.
Ahora, el camino se abre en un pequeño valle, circundado por farallones de
piedra. Algún roble joven crece a la vera de la senda, y los matorrales trepan
hacia la quebrada entre las rocas. En la planicie, los guerreros comienzan a
galopar algo más deprisa. Al alejarse de los precipicios, Swinthila se muestra
preocupado y la arruga del entrecejo se le hunde más profundamente. Otea
insistentemente la altura que les rodea, intranquilo.
Entonces, se escucha el silbar de una flecha lanzada desde lo alto. Un
grito. Un hombre cae al suelo herido.
Swinthila ordena:
—¡A cubierto…!
Pero no hay dónde. Desmontan de los caballos y se escucha el quejido de
las espadas al salir de las vainas. Los hombres se cubren con los escudos y
apartan a los caballos contra la pared de piedra. De las rocas comienzan a
descender hombres vestidos con tela de sagun.
—¡Los cántabros! ¡Los montañeses…! —grita uno de los atacados.
—¡No lo creo…! —exclama en voz muy alta Swinthila.
Al enfrentarse con ellos, puede adivinar una cota de malla posiblemente
realizada por los orfebres de Toledo que refulge bajo las túnicas pardas de sus
adversarios. El general godo reconoce quiénes son:
—¡Son hombres de Sisenando…!
La batalla se recrudece. Desde la pendiente descienden más y más
atacantes. Los godos están cercados. Entonces, Swinthila, de un salto, se sube
a uno de los caballos, un rocín de patas fuertes que, guiado por la mano
enérgica del godo, de un impulso se alza sobre los combatientes,
sobrepasándolos y dejando atrás la pelea.
—¡A mí…! ¡Mis hombres, defendedme…! —grita al dar el salto,
ordenando que le cubran la retirada.
Alguno de los asaltantes sale en su persecución, pero los soldados lanzan
flechas que protegen a su general, derribando a los enemigos que han salido
tras él; Swinthila huye de la refriega, conoce bien el camino y sabe adonde
quiere ir. El caballo espoleado con fuerza corre veloz. De nuevo, se encuentra
con la ruta que pende sobre el abismo. El corazón del godo late con fuerza, ha
perdido a sus hombres pero él sabrá vengarse, es un guerrero poderoso,
desciende de una casta ilustre y en su vida nada le ha sido fácil. No tiene
tiempo de compadecerse de sí mismo, ni llorar por los compañeros perdidos,
quizá muchos de ellos ya muertos.
El sol se ha despejado por completo, y reverbera sobre la ruta caliza. El
general godo se acalora con la galopada, embutido en una coraza de hierro, le
parece que va a derretirse bajo los rayos del sol de otoño.
Escucha a lo lejos el galopar de un caballo; es posible que todavía vengan
tras él, por lo que decide dejar el camino e internarse en la serranía. Espinos y
abrojos le dificultan la marcha. Se introduce en un bosque y al final llega a un
lugar despejado, rodeado de robles. En ese momento, se escucha el tono agudo
de un silbido humano. En el claro del bosque, comienzan a aparecer
montañeses armados con lanzas, palos y estacas. Una flecha atraviesa la panza
de su caballo. El guerrero cae al suelo y es rodeado por los cántabros, que
hablan en un latín torpe. A Swinthila le cuesta entender lo que dicen. El godo
es maniatado por los montañeses que le conducen al que parece el capitán.
Swinthila se expresa ante él con orgullo:
—Soy general del ejército visigodo. No podéis matarme, os pagarán un
buen rescate.
—No lo haremos, os llevamos preso…
—¿Adónde me lleváis? —pregunta.
—A la fortaleza de Amaya. Os entregaremos a nuestro señor, Nícer.
—¿Nícer…?
—Conocido por vosotros como Pedro.
Al escuchar aquel nombre el rostro de Swinthila se tranquiliza.
—Sí. Conducidme al duque Pedro.
—A él os entregaremos, pero aún no es el tiempo. Nuestro señor… está en
la guerra con los roccones —le explica uno de los montañeses con su lenguaje
basto.
Después el jefe del grupo de atacantes, observándole detenidamente, le
dice:
—Nuestro señor querrá saber qué hace lejos del ejército un oficial godo.
¿Sois un desertor?
—No. No lo soy.
—¿Sois un espía?
—Si lo fuera, no lo confesaría… —habla sin inmutarse el godo—. Quiero
ver al duque Pedro. Él me reconocerá.
—Ya lo veremos.
Los rústicos lo empujan. Son una partida que ha salido a explorar los
pasos de las montañas, celosamente guardados por su duque y señor. Dejan la
cordillera atrás y emprenden el camino hacia el sur, cruzando bosques de
pinos y robles entre grandes campos de trigo, aún verde. El cielo se cubre de
nuevo y comienza a lloviznar, el agua se introduce en las ropas del godo,
empapándolas. Los astures no parecen sentir la lluvia. Las plantas del borde
del camino toman una tonalidad más viva y el ambiente se colma de la
fragancia de la tierra mojada. Swinthila se tranquiliza. El llamado por los
cántabros Nícer, duque de Cantabria, señor de la Peña Amaya, guarda con el
general godo un cercano parentesco.
Tras varias horas de camino divisan la roca sobre la que se alza el antiguo
castro ahora convertido en fortaleza sometida al poder de los godos.
Un camino suavemente ascendente rodea al baluarte que, al fin, abre sus
puertas ante ellos. Swinthila recuerda que su padre había luchado en Amaya y
que su abuelo la conquistó, no hace tanto tiempo. Atraviesan calles muy
estrechas en las que casas de poca altura parecen casi tocarse. Lo conducen a
la parte más alta de la fortaleza, la morada del duque Nícer. Allí, a través de
un túnel húmedo y oscuro, lo encierran en un calabozo, un lugar lóbrego, lleno
de olor a podredumbre, donde por el techo de madera pasean las ratas
impunemente. No acude a él el desánimo. Sabe que ha llegado adonde él
quería, a encontrarse con Pedro, el ahora poderoso duque de Cantabria. El
tiempo transcurre lentamente en aquel lugar, la comida es escasa y el espacio,
angosto. Durante días, se mueve de un lado a otro incapaz de permanecer
inactivo. En la espera, su mente recorre el pasado, aflorando en su espíritu el
odio y el afán de venganza.
Transcurrido un tiempo indefinible, no puede decir si días o semanas, se
abren las puertas de las mazmorras, le empujan hacia fuera donde un viento
fresco le azota la cara, la llovizna le alivia y lava su piel. Tarda en
acostumbrarse a la luz del día. Rodeando el alcázar, alcanzan la entrada
principal, custodiada por guardias armados. De nuevo, se introducen en la
semipenumbra de corredores de piedra, iluminados por grandes hachones. En
la sala de ceremonias, le espera el señor de Amaya.
Pedro, duque de los cántabros, es un hombre de elevada estatura, de
cuerpo fuerte que comienza a encorvarse. El pelo encanecido, en algunas
zonas conserva el tono amarillo propio del hombre rubio. Los ojos de color
claro, traslúcidos, hacen daño cuando se clavan con fuerza en el visitante,
pero son amables cuando él quiere. Se sienta en una jamuga de madera labrada
y cuero, en un sitial un tanto más elevado que el resto.
Al llegar a la presencia del duque de Cantabria, Swinthila realiza un leve
movimiento de inclinación de cabeza.
—¿Quién sois?
—Mi nombre es Swinthila.
El duque le observa atentamente:
—He oído hablar de vos. Sois un renombrado general de los godos. Sé
que habéis vencido a los orientales, pero también sé que ahora habéis caído en
desgracia y se os ha retirado el mando. Hoy he llegado del frente en el que mis
tropas apoyan a los godos contra los roccones. He recibido noticias de que se
os busca como traidor.
Swinthila se defiende de esta acusación contestando con tono digno y
ofendido:
—Lejos de mí traicionar al legítimo gobierno de las Hispanias, al gran rey
Sisebuto. La envidia y la inquina me persiguen. Desde tiempo atrás deseaba
hablar con vos… pero los hombres de Sisenando lo han impedido…
Después se detiene unos segundos y con voz firme a la vez que suplicante
le dice:
—Mi señor duque Pedro, tenéis la llave de mi destino en vuestras manos.
Debéis ayudarme.
Pedro le escucha sorprendido, aquel hombre, un prisionero, no solicita
clemencia, se muestra ante él con dignidad y firmeza como exigiendo el favor.
Swinthila prosigue:
—Soy hijo del gran rey Recaredo; el mismo que os nombró duque de
Cantabria, en pago a vuestros servicios; pero también porque entre él y vos
hay una relación que no todo el mundo conoce…
Swinthila se detiene, pero después prosigue con voz enfática:
—Vos sois medio hermano de mi padre.
Nícer tarda un tiempo en asimilar lo que ha dicho el godo:
—¿Sois hijo de Recaredo?
—Sí. Lo soy. Yo y mi hermano Gelia fuimos salvados en los tiempos de la
persecución a nuestra familia. En los años en los que el usurpador Witerico
barrió del trono a la noble familia baltinga.
El duque interrumpe sus palabras, dudando:
—¿Cómo puedo saber que lo que decís es verdad?
—Nadie en sus cabales intentaría engañaros con una historia así. Os juro
que mi padre es el difunto rey Recaredo, y mi madre, Baddo, es también
vuestra medio hermana. Me debéis ayuda porque soy sangre de vuestra sangre.
El duque de los cántabros escruta detenidamente el rostro del godo,
encontrando en él los rasgos de Recaredo, pero más aún los de su abuelo
Leovigildo, a quien Pedro, llamado Nícer entre los cántabros, no estima.
Mueve la cabeza a un lado y a otro, después habla en un tono bajo, casi para
sí.
—Pensé que ninguno de los otros hijos de Recaredo y Baddo habría
sobrevivido… —susurra, y después prosigue en voz baja—. Que solo Liuva
vivía.
—¿Vive…? ¿Sabéis dónde está mi hermano Liuva? —pregunta Swinthila
con impaciencia.
—Liuva, el hombre al que sus enemigos cortaron la mano y cegaron, está a
mi cuidado, bajo mi protección.
—Es a él a quien busco. No he desertado del ejército visigodo;
simplemente he venido al norte desde la corte de Toledo, a buscar a aquel en
quien se cebaron todas las desgracias… A mi hermano Liuva —exclama,
mientras piensa para sí: «El que conoce todos los secretos».
Swinthila se ha detenido al hablar porque no quiere revelar cuáles son los
secretos que le interesan, tras una breve vacilación continúa.
—Me hicieron saber que el depuesto rey Liuva, mi hermano, vivía
escondido en estas montañas, en el santuario de Ongar. Allí me dirigía cuando
vuestros hombres me detuvieron. Necesito verle.
Nícer sonríe suavemente, sus ojos claros chispean.
—El viejo, el fiel Liuva está retirado, alejado del mundo. Ahora ya no
habita en el santuario de Ongar sino un lugar cercano al cenobio, pero
escondido de las conjuras de los godos…
—No lo sabía… Mis noticias eran que se hallaba entre los monjes.
—Sí, al principio estuvo en Ongar, pero la insania del rey Witerico, su
verdugo, le persiguió hasta allí, por eso le ocultamos en otro lugar.
—Quisiera verle… Es mi hermano. Me dirigía hacia él, pero unos
hombres me atacaron, sé que eran los hombres de Sisenando.
—Sisenando es ahora el general godo que dirige las tropas del norte…
¿Por qué iba a atacaros a vos, el hijo del noble Recaredo?
Swinthila le contesta con una cierta ironía, a la par que se defiende,
diciendo:
—¿Por qué iba a hacerlo? Le sobran motivos. ¿No los adivináis? El
primero de todos, porque Sisenando es del partido nobiliario, opuesto al de la
casa baltinga, a la que Liuva y yo pertenecemos. Después, porque me odia,
como odia todo lo que proceda de la casa real de los godos. Por último,
porque soy un firme candidato al trono, envidia mi posición en la corte y mi
destreza militar… No quiere competidores. Ha propalado que estoy aliado
con los roccones y que soy un traidor…
—¿No lo sois? —le pregunta simplemente Nícer, calibrando la respuesta
del otro.
Swinthila se muestra aún más ofendido.
—No. Yo protejo mis intereses… No obedezco las órdenes de un hombre
que es un incapaz y que me ha alejado del puesto que me corresponde por
medio de la intriga… Vos sois hermano de Recaredo, mi padre, él os nombró
duque de Cantabria, sois respetado en estas montañas y conocéis los pasos.
Necesito vuestra ayuda.
Nícer lo examina detenidamente; se adivina en él a un hombre de empuje,
tan distinto de Liuva. Algo en Swinthila le resulta atractivo a Nícer, pero algo
le repele y le parece sospechoso. A su mente acude, como un fogonazo, la
antigua historia de Hermenegildo y de Recaredo, dos hermanos unidos y
después enfrentados por cuestiones de raza, de religión y de lealtades. Él,
Nícer, ayudó a Hermenegildo en la guerra civil fratricida, tantos años atrás, y
se opuso a Recaredo. Ahora ambos han muerto, jóvenes, como mueren los
valientes. Nícer les recuerda bien y una herida de tristeza vuelve a abrirse en
el corazón del duque de los cántabros, quien había amado a Recaredo, pero
aún más a su verdadero hermano Hermenegildo, al que nunca podrá olvidar.
Él, Hermenegildo, años atrás le había salvado del deshonor y de una muerte
segura, siendo para Nícer mucho más que un hermano, la reencarnación viva
del padre de ambos, Aster.
Ante Nícer se presenta un hijo de Recaredo, el que había llegado a ser
poderoso rey de los godos, un hijo que se le parece enormemente en su fuerza
y capacidad de mando; pero que quizá no posee las virtudes preclaras de
quien ha llegado a ser el más grande rey de los godos. Un hijo también de
Baddo, su medio hermana. Las cejas oscuras y las pestañas así como la actitud
desafiante de su mirada son las mismas que las de aquella que siempre se le
había enfrentado.
En cualquier caso, aquel hombre fuerte es sangre de su sangre, el legado
de un pasado no tan lejano. Se siente en el deber de ayudarle.
—Tendréis mi colaboración… —dice al fin Nícer.
Swinthila se muestra complacido, a la vez que solicita de nuevo:
—Deseo hablar con Liuva.
—El problema es que no sé si Liuva querrá hablar con vos. No desea
recordar nada de lo acaecido en el sur. Años atrás. Liuva lo perdió todo, está
envejecido, ciego y enfermo; pero lo que más le pesa es la herida del alma, el
desprecio y la traición de los suyos. No quiere saber nada del ayer. —Nícer se
detiene como hablando para sí—. A menudo pienso que le convendría tratar
con gentes de su condición y no estar siempre entre rústicos, viviendo como un
ermitaño, alejado de todo. Allí, lejos del mundo, se reconcome por dentro.
—Debo encontrarle y hablar con él… —insiste el godo.
Nícer se muestra de acuerdo y, pensativo, le contesta:
—Siento compasión por Liuva, es un hombre herido por la desgracia, le
conozco desde niño y su situación me entristece; nunca he podido ayudarle
porque no consigue liberarse del pasado. Quizá vos podáis hacerle hablar. Yo
no lo he conseguido. No sé por qué, él no confía en mí. En realidad, no confía
en nadie.
Nícer se detiene un instante, pensando en aquel a quien cuidó de niño y que
regresó a las montañas enfermo, melancólico, disminuido en su cuerpo y en su
espíritu, por fin decide:
—Os dejaré marchar, uno de mis hombres os guiará hacia Liuva. No es
fácil encontrarle…
—Os agradezco lo que hacéis por mí.
—No lo hagáis, se lo debéis a vuestro padre, mi medio hermano Recaredo,
con quien al final me reconcilié. Se lo debéis a vuestra madre, mi medio
hermana, Baddo. Se lo debéis ante todo a Hermenegildo; el mejor de los
hombres que yo nunca he conocido.
Antes de dejarle marchar, Pedro de Cantabria habla profunda y
detenidamente con el godo. Le interroga sobre la corte de Toledo, sobre
detalles de su niñez y juventud. Desea asegurarse de que no va a introducir en
sus montañas al enemigo. Al fin, convencido de la verdad de sus palabras y la
rectitud de sus intenciones permite que se vaya, proporcionándole ropa y un
caballo. Un criado le acompaña un trecho hasta las montañas y le indica la
senda que conduce a la ermita oculta bajo las cumbres de la cordillera
cántabra. Después Swinthila continúa, solo, entre montañas umbrías y picos
nevados. El águila, rey de los cielos, describe círculos a su paso.
El hombre de la mano cortada

El hombre de la mano cortada mira al frente con expresión vacía, más que
muerto, defenestrado, alejado de todo lo que pudiera suponer pompa u honor o
incluso la vida ordinaria de una persona vulgar. Sí. Aquel ante quien todos se
inclinaron largo tiempo atrás se arrodilla marchito, doblándose hacia la luz.
Su perfil suave, casi femenino, se recorta ante el haz de sol que desde el
estrecho tragaluz, como una lanza, corta el ambiente oscuro, iluminando una
cruz tosca de madera.
La sombría ermita de piedra respira paz. La penumbra, rasgada por el rayo
de luminosidad oblicua y tenue, impide vislumbrar detalles. La cruz, sin
crucifijo, se recorta en las sombras, y él se dobla hacia ella; quizás
intuyéndola, deseando poder volver a ver.
El hombre de la mano cortada viste hábito pardo y se cubre con capa de
raída lana oscura. Sus brazos, fuera de las amplias vestiduras, dejan ver el
muñón donde antes había una mano fuerte, que un día empuñó una espada. De
la capucha se escapan mechones grises, prematuramente encanecidos,
entremezclados con pelo oscuro.
La puerta de la ermita gira sobre sus goznes chirriando, Swinthila irrumpe
con paso fuerte en el interior, se detiene acostumbrándose a la penumbra. Al
fin, distingue al monje. Sabe que aquel hombre, de hinojos ante la luz, esconde
los vínculos que le atan con el ayer, los rastros ocultos del pasado que
explican toda su vida los secretos que le posibilitarán reinar sobre el pueblo
de los godos, unificar todos los territorios al sur de los Pirineos en un nuevo
reino que se recordará siglo tras siglo. Swinthila, el guerrero poderoso,
atraviesa la capilla de piedra con pasos fuertes y arrogantes. Se sitúa junto al
hombre arrodillado. Liuva, en su ensimismamiento, parece no oírle; quizá
piensa que quien turba la paz de la ermita es un leñador de los que acuden a
traerle subsistencias por orden del duque de los cántabros. Entonces, cuando
está junto a él, Swinthila le roza levemente el hombro con la mano. El monje
se desprende de la capucha hacia atrás y, al girar la cabeza, muestra una frente
amplia, cruzada por las arrugas que ha forjado el dolor, las mejillas fláccidas
y unos ojos en los que ya no hay luz. Las pupilas cegadas por el castigo injusto
están turbias y un halo rojizo rodea las cuencas. La mirada, dilatada e
invidente, en la que aún hay miedo se fija en el hombre fuerte, junto a él.
Liuva, en el bulto, intenta reconocer al extraño, sin adivinar de quién se trata;
al fin se sobresalta y con miedo, exclama:
—¿Quién eres?
Swinthila no contesta sino que le aprieta el hombro. Receloso, Liuva
repite:
—¿Quién eres?
—Liuva, hermano… —le dice Swinthila aparentando una suavidad que no
es propia de él.
—Hace años que nadie me llama así, Liuva ha muerto para los hombres.
Ahora solo soy un ermitaño.
El monje se levanta con esfuerzo y le indica que han de salir afuera.
—¿Quién eres…?
—Soy Swinthila…
—Swinthila, el legítimo…
La expresión de su rostro se entristece por una antigua y oculta rivalidad.
Entonces, Liuva, el hombre de la mano cortada, se queda absorto, todo un
universo de recuerdos le domina y su cara pálida y enflaquecida se va
transformando, al tiempo que las memorias acuden a su mente. Tras un breve
silencio, Liuva habla de nuevo, en su voz se adivina una amargura irónica con
la que prosigue:
—Al fin has llegado, tú, el legítimo hijo de Recaredo. Supe siempre que
vendrías. ¿Qué quieres de mí? Yo no soy nadie… ¿Qué deseas de mí? Nada
soy sino aquel que reinó lo suficiente como para ser traicionado.
Swinthila observa al ermitaño con desdén, no le gustan los lamentos del
otro. Piensa que su hora ha llegado y que él, el legítimo hijo de Recaredo,
conseguirá el poder, recuperar el lugar injustamente arrebatado a la estirpe
baltinga. Liuva camina con dificultad, el tiempo ha destrozado a aquel que una
vez fue un hombre fuerte. Los años del monje no superan los cuarenta, pero es
ya un hombre decrépito, enfermo, y cansado. Sus ropas pardas le hacen
parecer más descarnado, su rostro enflaquecido recuerda vagamente al de su
padre Recaredo, pero el de Liuva es un rostro torturado, y el del gran rey
Recaredo fue siempre un semblante vigoroso.
Fuera, la luz de la mañana se cuela entre los olmos junto al río, haciendo
que sus hojas brillen verdinegras. En el fondo del valle, un poblado de casas
dispersas de piedra y adobe se muestran vivas por el humo que se escapa de
ellas hasta el cielo. Cerca se escucha la cascada golpeando las rocas de forma
interminable. Él no ve nada, quizás únicamente la claridad de la mañana y
alguna sombra emergiendo en la fría oscuridad que le rodea.
Lejos ya del recinto sagrado, el monje abraza al recién llegado, diciendo:
—Mi pequeño hermano, el que pensé perdido, es ahora un fuerte guerrero.
Swinthila nota su cuerpo junto a él y, al estrecharle, aprecia nada más que
huesos y pellejo. Su coraza dura choca contra la túnica del monje y, sin saber
por qué, siente asco ante aquel gesto afectuoso.
En los alrededores de la ermita en la que Liuva ha vivido refugiado hay
unas piedras cuadradas que podrían formar un lugar para sentarse. Los dos
hermanos se dirigen allí y se sientan, hombro con hombro, rodeados por picos
nevados y rocas calcáreas, divisando al frente las grandiosas montañas del
norte. Desde allí se distingue el camino que conduce al antiguo castro de
Ongar, ahora una fortaleza. Liuva calla, Swinthila aguarda nervioso,
impaciente por conocer lo que le interesa.
—¿Cómo has podido pasar? ¿Cómo te han dejado los montañeses cruzar la
cordillera, a ti, a un godo?
—Me capturaron, pero Nícer me reconoció y me permitió el paso. Él
quiso que hablases conmigo, que me ayudases.
Liuva suspira y, de algún modo, se puede entender lo que piensa. El recién
llegado le explica:
—He venido a que me ayudes a recuperar lo que me corresponde. El
partido de nuestra casa debe volver al poder, humillando a los nobles que se
nos oponen.
Liuva le interrumpe:
—Las peleas entre los nobles godos no me interesan, me dan igual, no
deseo volver al pasado… Aquí estoy en paz; estoy enfermo y cansado, soy el
eremita, el que rezo por la paz del valle; los paisanos me respetan, me traen
comida, vivo una vida de soledad penitente… ¿Quién eres tú para perturbarla?
No quiero nada del mundo, estoy desencantado de él y de sus grandezas, sin
ganas de buscar nada más.
Swinthila de nuevo se impacienta y le interrumpe:
—Tienes una obligación y un deber…
—Un deber… ¿a qué te refieres?
—Si eres hombre, tienes el deber de la venganza y la obligación de
reponer a tu familia en el trono que perdiste.
Liuva sonríe hoscamente, calla un tiempo y después se dirige a Swinthila,
como dándole una lección, con una aparente seguridad.
—He perdonado tiempo atrás. Nada de eso merece la pena… No quiero
que el odio, otra vez, se apodere de mí… ¡He vencido al odio! A pesar de
todo lo ocurrido… ahora estoy en paz.
Saca su brazo de la túnica, mostrando de nuevo el muñón del miembro que
un día cortaron.
—He aprendido a olvidar, a manejarme sin esta mano. A borrar de la
memoria la luz y a trabajar sin ella… ¿Conseguiría algo lamentándome porque
mi mano no existe? ¿Conseguiría algo quejándome porque ya no veo? Hubo un
tiempo en que estaba ciego aunque mis ojos veían, ahora no veo con los ojos
del cuerpo, pero los de mi espíritu ven más allá. He encontrado la paz en este
lugar retirado y no quiero que esa paz se vea enturbiada por nada.
Al hablar, roza a Swinthila con el muñón, este retrocede alejándose de él,
siente asco al notarlo cerca. El monje lo percibe.
—Tú también huyes de mi brazo amputado…
—Los que te hicieron eso aún viven, son los tiranos que han destrozado el
reino… Hemos de intentar derrotarlos.
Se ríe de manera sardónica, llena de ironía.
—¿Te crees superior a ellos? No, el poder corrompe; es un veneno que
poco a poco penetra en el cuerpo y nos hace desear siempre más, no tolera
competidores, busca siempre dominar.
—No todos los que quieren el poder lo hacen torpemente. Hay reyes
justos, nuestro padre lo fue. Nuestro padre, el gran rey Recaredo, ungido como
rey por la gracia de Dios.
Liuva calla. Una sonrisa triste cruza su cara. Deja que el silencio corte el
ambiente, después prosigue.
—Nadie hay limpio delante de Dios, nadie es enteramente bueno; en el
hombre siempre hay corrupción… Nadie conoce todos los arcanos de la vida.
¿Quién puede juzgar a quién?
Después de aquellas palabras proferidas con un gran esfuerzo, Liuva
cierra los ojos rodeados de arrugas y habla de nuevo:
—Nuestro padre trató de ser justo, y fue traicionado muchas veces incluso
por mí. Mis ojos ciegos se deben a que un día no vi la verdad, cegado por las
palabras arteras de mis enemigos. Mi mano cortada es un justo castigo a mi
infamia.
—¿Infamia…?
—Yo traicioné a Recaredo… ¡Lo oyes bien! —Se excita mucho y sus ojos
ciegos parecen revivir en las órbitas. Lo hice, y lo hice con su enemigo más
acerbo. El mismo ser brutal, Witerico, que después me traicionó a mí…
Swinthila conoce algo de aquella antigua historia e intenta removerla
sacándola a la luz, la historia guardada en el fondo del alma de aquel ser
enfermizo, dolido por el pasado.
—Has pagado con tu mutilación y con tu reino, no debes atormentarte con
culpas que ya han prescrito y por las que ya te has redimido… Tu enemigo
murió…
—¡Fue asesinado…!
—Sí, pero la venganza pasa de una generación a otra. Ahora reina alguien
peor que él, un hipócrita que dice ser afín a Recaredo y que en el fondo es
igual que Witerico, el rey Sisebuto. Debes ayudarme.
—Yo únicamente quiero olvidar el pasado. Un pasado horrible que tú
desconoces.
—Conozco la historia… —afirma Swinthila con altanería.
—Tú… —Liuva grita enloquecido—. ¡Tú no sabes nada…!
Lágrimas acerbas, que no puede controlar, le corren por las mejillas;
después inclina la cabeza, aún sollozando.
Pocas veces ha visto Swinthila llorar así a un hombre y se avergüenza de
él, sintiéndose incómodo. Se pone en pie para despejar esa penosa sensación.
Al levantarse divisa el valle, a lo lejos un rebaño de vacas pace
tranquilamente, son de color pardo y se desdibujan en el paisaje. Distribuidas
por las laderas hay casas de piedra gris, techadas con ramas; alguna de ellas,
más fortificada. Se escucha el trinar de un pájaro, el ambiente es pacífico,
pero Swinthila no tiene tiempo que perder, así que se dirige de nuevo a Liuva,
que parece algo más recompuesto, apoyando su brazo sobre el hombro del
depuesto rey godo.
Él dirige su rostro hacia Swinthila sin verle y habla con esa serenidad
dolorida que le caracteriza.
—Desde siempre supe que vendrías… Sabía que no habías muerto ni tú, ni
Gelia. Tú… sobrevives a todo. Eres el guerrero fuerte, capaz de superar las
conjuras. Supe que levantarías los fantasmas dormidos en el fondo de mi alma.
Yo había alcanzado la paz y ahora de nuevo la he perdido. —Liuva se calla
durante un instante y después, como para sí, prosigue indeciso—. Sí, sé que
tengo un deber. Sí, lo tengo. Debo cumplir mi obligación y abrir los secretos
del pasado… debo transmitirte el legado de nuestra madre.
Swinthila guarda silencio para no interrumpirle, han llegado al punto que
él buscaba; después Liuva prosigue:
—Te envía Pedro de Cantabria. ¿No es así?
—Lo es.
—Quizás él podría haberte aclarado muchas cuestiones…
—Lo hizo, pero él no conoce todo lo ocurrido en tiempos de nuestro
padre. Además quiere que te desahogues, que hables de lo que te atormenta y
no te deja vivir.
Liuva, conmovido, exclama:
—El bueno, generoso y fiel Nícer…
—¿Por qué le llamáis Nícer…?
—Es el nombre que los montañeses dan a Pedro, ¿no lo sabías? Él es
solamente medio godo, al nacer le dieron un nombre celta: Nícer, que después
fue cambiado por Pedro al recibir el bautismo.
Cuando Recaredo llegó al trono, le nombró duque de Cantabria, queriendo
recompensarle. Los magnates godos se opusieron, pero Recaredo le apoyó. Ha
sido un baluarte para los godos poniendo orden entre las tribus del norte,
nunca enteramente pacificadas. Además, Nícer ahora es invencible… posee
algo que le protege.
Swinthila se muestra cada vez más interesado, no quiere interrumpirlo, y le
anima con un gesto apretándole el hombro a que continúe.
—Tú no sabes muchas cosas. Yo me crie entre los cántabros y los astures
en la época en la que mi madre no había sido reconocida aún como la legítima
mujer de Recaredo. Ella misma te contará toda la historia. Existe una carta que
ella te dirige, en la que se explican muchas cosas que nadie conoce.
El godo se estremece de excitación, al fin su hermano llega al punto que
durante largo tiempo ha indagado, lo que le ha conducido al norte.
—¡Quiero esa carta! Es por ella por lo que he venido. Adalberto me habló
de ella.
Al oír hablar de Adalberto, una sonrisa dolorida se dibuja en el rostro del
hombre de la mano cortada.
—Adalberto, el hombre al que yo amé, que me traicionó y al fin me salvó
la vida.
Swinthila no se conmueve ante la expresión melancólica y nostálgica de
Liuva, solo quiere una cosa.
—¡Dame la carta…! ¡Es mía…! Tú mismo dices que me ha sido dirigida.
—Tengo la carta, nunca he podido leer su contenido, llegó a mí cuando la
luz ya había huido de mis ojos. Dudo que estés preparado para aceptar todo lo
que hay en ella, pero has venido y debo dártela. Allí, Baddo, nuestra madre,
explica los secretos de poder… Me da miedo confiártelos… —Liuva calla
unos segundos para continuar después en un tono de voz más bajo—. Se
necesita un corazón recto y compasivo que no posees…
—¡Tú… monje, anacoreta, ermitaño…! —El guerrero godo le insulta con
desprecio—. ¿De qué conoces los corazones de los hombres?
—Los hombres del valle me respetan y me escuchan, se dirigen a mí
buscando guía y consuelo, conozco los pensamientos de los corazones. En el
tuyo solo existe una desmedida ambición… eso te perderá…
—No eres tú el adecuado para echarme nada en cara. Tú causaste la ruina
de nuestra casa con tu traición. ¿Lo sabes?
Liuva, ante aquel ataque, intenta contestar, temblando de vergüenza e
indignación; las palabras no fluyen de su boca, pero al cabo de poco tiempo se
recompone y prosigue gritando:
—El gran Recaredo, como tú le llamas, nos abandonó a mi madre y a mí
cuando yo tenía meses. En aquel tiempo, mi padre buscaba como tú el poder y
no le convenía reconocerme a mí, al fruto de un concubinato. Mi tío Nícer, a
quien conoces como Pedro, nos protegió aunque hubo de alejarnos del
poblado. No pudo refugiarnos en la aldea porque mi madre había sido
deshonrada —en su voz latía la repulsa— por ese al que tú llamas el gran rey
Recaredo. Ella y yo vivimos aquí, solos, ayudados únicamente por las familias
de los montañeses del valle; moramos aquí todos los años de mi niñez.
Recaredo, tiempo después, recordó que tenía una esposa, una concubina regia,
a la que había abandonado. El gran rey Recaredo, como tú le llamas, me quitó
a mi madre enviándome a las escuelas palatinas de Toledo, que fueron mi
perdición.
La historia de Liuva

«Lo que ahora ves como una ermita no siempre fue de este modo, antes había
sido una casa de piedra con techo de madera y paja. Aquí, aislados del mundo
godo, rechazados por los montañeses y al mismo tiempo protegidos por ellos,
vivimos Baddo y yo, cuando era niño. Mi madre conseguía comida en los
caseríos de los alrededores y cuidaba ovejas, de las que extraíamos leche para
alimentarnos y lana para vestirnos. Nuestra madre era una mujer singular que
dominaba la lanza y el arco; de ella aprendí muchas cosas. Estábamos muy
unidos y no solíamos relacionarnos con casi nadie. Baddo no acostumbraba
hablar de mi padre, pero la nostalgia de él se traslucía en sus ojos cuando
desde lo alto del valle observaba el camino que conduce hacia el sur. Las
montañas cántabras estaban en paz; mi tío Nícer, a quien tú llamas Pedro,
guardaba el valle en donde nadie podía entrar sin su beneplácito.
»Una noche de un invierno muy frío, no tendría yo más que cuatro o cinco
años, un hombre se acercó a nuestra cabaña, un hombre que a mí me pareció
enorme, como un gigante, un hombre que abrazó a mi madre y a mí me acarició
el pelo. Supe que él era mi padre; pasó la noche en la cabaña. Desde el pajar
donde yo dormía, oí voces que me llegaron como lamentos y susurros
entrecortados. Mis padres hablaban de alguien a quien ambos amaban y que
había muerto. Me dormí oyendo aquellos sonidos. Por la mañana, él se había
ido.
»Pasaron dos o tres años repletos de una rutina que todo lo impregnaba,
unos años en los que crecí sin tratar prácticamente a nadie, unos años que se
han borrado de mi mente por su vacuidad. Recuerdo como si fuese hoy, el día
en el que en ese camino que cruza el valle apareció un emisario, un hombre
que parecía un montañés y no lo era. Las nubes, blancas y velludas como la
lana recién esquilada, se deslizaban suavemente en el cielo límpido de una
tarde de verano, sombreando a retazos el camino por donde avanzaba aquel
hombre. Desde la altura, lo vi acercarse.
»Fui yo quien le recibí en casa, dejé mis juegos y con curiosidad me
acerqué hasta el borde de la planicie, que después baja hacia el valle. El
extranjero ascendía con esfuerzo la loma; al llegar junto a mí, se inclinó hasta
mi altura y, con el acento de los hombres del sur, me preguntó por la dama
Baddo. Ella estaba en el arroyo y le guie hasta allí. El mensajero depositó en
sus bellas manos dañadas por el trabajo en el campo un pergamino con un
sello de gran tamaño. Noté que el rostro de mi madre enrojecía. Me dijo que
me fuera y, a regañadientes, lo hice; un extranjero era siempre una novedad.
Los dejé solos y hablaron largo rato; después el hombre se fue.
»Vi al emisario alejarse bajando hacia el valle, y supe que mi destino
había cambiado. Cuando él se fue, mi madre me llamó junto a sí; en su rostro
había restos de lágrimas que no eran de tristeza. Ella se situó tal como tú y yo
estamos ahora, mirando hacia ese valle, que ahora yo no soy capaz de ver.
Entonces me habló de él, de nuestro padre.
»—Querido Liuva, iremos al sur. Tu padre nos reclama…
»—¿Mi padre…?
»—El más grande de los reyes godos, aquel que ha conseguido la paz. El
hombre nuevo. Él ha cumplido sus promesas para conmigo.
»Inexplicablemente, sentí celos, unos celos rabiosos de alguien que podía
separarme de la mujer a la que estaba tan unido y, al mismo tiempo, una gran
esperanza de que todo fuera a cambiar y a ser distinto, a mejorar en un futuro
no muy lejano.
»Solamente algunos labriegos vinieron a despedirnos. No teníamos muchas
cosas, pero mi madre quiso dejar todo colocado y limpio.
»Fue en esos días en los que preparábamos la marcha, cuando mi tío Nícer
se hizo presente una noche. Él nos había protegido contraviniendo las órdenes
del senado cántabro y, de cuando en cuando, se acercaba a vernos; nos traía
algún presente o provisiones.
»Aquella noche yo ya estaba acostado arriba en el pajar; era muy tarde
pero no me vencía el sueño, mi madre junto al hogar cantaba suavemente una
balada antigua mientras removía el fuego. Veía el resplandor de las llamas y
brillos rojizos en su cabello ondulado y oscuro. Llamaron a la puerta.
Transcurrió un tiempo entre susurros; entonces oí a mi madre gritar enfadada y
a mi tío decir:
»—Ese hombre no es de fiar, te traicionará una vez más, siempre lo ha
hecho, no debes abandonar a tu raza.
»—Querido Nícer, mi raza ya me ha abandonado. ¿Qué futuro nos aguarda
aquí a mí y a mi hijo? Rechazados como leprosos por todo el valle. Solo tú
vienes a vernos y, cuando lo haces, es para reconvenirme; para que abandone a
mi hijo y contraiga matrimonio con algún jefe de los valles. Vuelvo a quien
debo fidelidad.
»—No podrás ir sola hacia el sur.
»—Eso lo veremos… —respondió ella con firme determinación.
»—Impediré que os vayáis de aquí… Desde mañana tendrás un guarda en
tu puerta.
»Ante esas palabras mi madre se volvió hacia él, desafiándole con ira.
»—¿Cómo puedes ser así de obtuso? ¿Cómo puedes no entender nada?
Desde niña me has controlado de una manera absurda.
»—Y dime… ¿Para qué ha servido? —gritó él. Has hecho siempre lo que
has querido… Has sido la deshonra de la familia. Te uniste con alguien fuera
del clan familiar, que te abandonó.
»—Él no está fuera de tu clan familiar, sabes perfectamente que Recaredo
es tan hermano tuyo como lo soy yo.
»No entendí aquellas extrañas palabras, ¿cómo podía ser mi padre,
hermano de mi tío Nícer?, por ello agucé aún más el oído.
»—Él robó la copa que nos pertenece… y después la perdió —decía mi
tío—. Colaboró en la muerte de Hermenegildo, ¿no lo sabías? ¿No lo
recuerdas? Hermenegildo te salvó la vida y a mí me restauró en mi lugar al
frente de los pueblos cántabros… Después yo luché apoyando a Hermenegildo
en el sur, que se rindió gracias a las arteras palabras de ese hombre. Tu amado
Recaredo se ha aprovechado de su muerte y se ha hecho con el trono…
»—Retuerces de mala manera la verdad de lo que ha ocurrido. No quiero
oírte, siempre he confiado en Recaredo.
»—¿Siempre? ¿Incluso cuando te abandonó? Es un hombre que nunca te ha
convenido, ha labrado tu desgracia. Y tú, ahora, vas tras él como una meretriz
de las que andan en los cruces de los caminos…
»En ese punto no pude aguantar más, salté de mi lecho y bajé por las
escaleras del pajar hecho una furia y me abalancé sobre mi tío provocando que
se tambalease:
»—¡Tú…! ¡Tú no insultas a mi madre! —le grité.
»Ella sollozaba, mientras decía con voz suave.
»—¡Déjale, Liuva, déjale! Eres pequeño, no entiendes las cosas… Quizá
tenga razón…
»Nícer me rechazó con firmeza pero sin hacerme daño, ordenándome:
»—¡Calla, muchacho! No sabes nada de lo que está ocurriendo. Eres un
niño.
»Nunca había visto a mi tío Nícer de aquella manera, iracundo pero a la
vez emocionado y triste.
»—No me ofende lo que me dices —habló entonces con dulzura mi madre
—. Quizás en parte tienes razón, quizás he deshonrado a la familia… pero
¿qué sentido tiene que siga aquí? Debo ir adonde mi destino me reclama y tú
debes dejarme marchar.
»Mi madre se abrazó a su hermano, y lloró sobre su pecho. Advertí la
expresión de Nícer, conmovida.
»—Siempre consigues lo que quieres… Tengo miedo por ti, temo que
Recaredo te haga desgraciada una vez más. El mundo de los godos es tan
diverso al nuestro… quizá se burlen de ti y te crean una montañesa. Aquí, si
hubieras querido, habrías sido la reina de todos estos contornos.
»—Pero no he querido, y tenía muy buenas razones para no quererlo.
»Nícer se separó de Baddo, se quedó callado unos instantes, pensando que
quizás aquello no tenía remedio.
»—Si vas al sur, tienes que conseguir que regrese la copa sagrada.
Recuerda que ese era el deseo de nuestro padre… Tenemos una obligación en
ello. El bien y el mal están en esa copa.
»—La tuviste y la desperdiciaste… —le recordó mi madre.
»—Sí, pero ahora he aprendido y sabría hacer buen uso de ella.
»—Juro que conseguiré la copa para los habitantes de estas montañas si
me dejas marchar —aseguró Baddo con decisión.
»Nícer calló un momento, se le veía luchar dentro de sí.
»—Puedes irte… —dijo al fin—, pero la copa debe volver y, por Nuestro
Señor Jesucristo te lo pido, cuídate…
»—Yo cuidaré de ella —exclamé con voz fuerte cogido a sus faldas.
»Al día siguiente, partimos hacia el lejano reino de los godos. Al
descender la ladera, en el valle, nos encontramos con un emisario de Nícer,
que nos traía una montura y provisiones para el camino. El hombre era Efrén,
uno de los pocos campesinos que nos hablaba y que era muy querido por mi
madre.
»—Iré con vosotros —dijo.
»—Es un viaje arriesgado… Tú no conoces los caminos del sur.
»—Vengo obligado —dijo con una sonrisa—. Si no hubiese venido yo, mi
padre, Fusco, te habría escoltado hasta el mismísimo infierno y él ya no tiene
edad para recorrer caminos. Además, Nícer me lo ha ordenado.
»—Eres libre de irte, o libre de venir conmigo —dijo Baddo.
»—Ya lo sé, soy libre como todos los hombres de estas montañas, gracias
a tu padre y a tu hermano.
»—Gracias a mi padre —afirmó ella muy secamente; mi hermano tiene
poco que ver en la libertad de estos valles…
»—Nunca aceptarás del todo a tu hermano…, ¿no?
»—No —respondió mi madre.
»—Desde niños habéis sido como el perro y el gato, y eso no ha sido
bueno para ninguno de los dos.
»Baddo no le respondió y con destreza montó en el caballo a mujeriegas.
Después Efrén me ayudó a subir encajándome en el rocín por delante de ella.
»El recorrido en el valle fue agradable. Las gentes sencillas nos miraban
con desconcierto; se había corrido la voz de que mi madre y yo partíamos
hacia el lejano reino de los godos. La mayoría de los habitantes de los valles
se despedía de nosotros amablemente; sin embargo, los más ancianos movían
la cabeza con pesar mirando en dirección a mi madre como reconviniéndola.
Ella no hacía caso de nada, era feliz. Su rostro, siempre lo había sido, estaba
todavía más hermoso, en él se dibujaba una sonrisa de felicidad, una sensación
de seguridad que lograba transmitirme. El día era azul, extrañamente azul para
aquellas tierras húmedas, y la luz del sol de otoño parecía acompañarnos en
nuestro camino.
»No te cansaré con detalles del viaje, aunque todo se ha quedado en mi
mente. A menudo, Baddo cantaba y su voz suave se difundía por los caminos.
A mí me gustaba bajar de la montura caminando junto a ella, cerca de Efrén.
Nadie nos detuvo en la tierra de los montañeses, la autoridad benévola de mi
tío Nícer nos defendía. Noté que mi madre y Efrén se preocupaban al salir de
aquellas tierras seguras.
»Mirando a nuestras espaldas, los agrestes picos de la cordillera de
Vindión se mostraban amenazadores en la distancia, parecían oscurecer el
camino. Creo que mi madre y yo, al volver la vista atrás, a las montañas,
teníamos la misma impresión que el reo que ha huido de su cautiverio cuando
mira tras de sí, a los muros que un día le guardaron preso.
»Nos dirigimos a Astúrica[1], donde una guarnición goda nos acogió.
Fuimos recibidos por un hombre que se nombró a sí mismo como Fanto, conde
de las Languiciones.
»—Os esperaba, señora…
»Besó su mano haciéndole honor ante todos. Ella bajó la cabeza como
avergonzada. Yo observaba la reverencia que se hacía a mi madre con cara de
pasmo, pero me alegraba por ella, que sonreía ruborizándose. Escoltados por
las tropas de Fanto nos guiaron a través de callejuelas húmedas. Quizá por las
guerras cántabras la ciudad estaba parcialmente destruida, y muchas de las
casas, en ruinas, se habían convertido en huertos en donde pastaban ovejas o
se cultivaban hortalizas. Al final de una calle estrecha llegamos a una
edificación con columnas romanas y jambas en las que se adivinaban motivos
vegetales, la morada de Fanto. El hombre era grueso, de pelo cano y mirada
amable, en la que se adivinaba un espíritu fuerte a la vez que práctico. El
conde de las Languiciones quería hablar a solas con mi madre, por lo que
intentaron alejarme de ella; sin embargo, pude escuchar algo de lo que se
decían: que él sería como un padre para ella y que confiase en él.
»No nos demoramos mucho en aquella ciudad y pronto reemprendimos el
camino hacia el sur».
Recópolis

«El viaje fue largo y penoso. Muchas leguas de caminar con soldados,
compartiendo la ruda vida de la tropa. A mí me gustaba acercarme a ellos y
preguntarles, pero con frecuencia captaba un deje de sarcasmo en sus
respuestas que me dejaba confuso, se mofaban de mi latín tosco y vulgar, se
reían de que fuese un niño poco fuerte, dependiente aún de su madre; pero de
ella, de Baddo, de mi madre, no se atrevían a burlarse. Fanto la protegía y,
además, un rumor se extendía por la soldadesca, el rumor de que ella estaba
relacionada con el rey. A veces, cuando mi madre no estaba presente, yo pude
escuchar conversaciones de los soldados muy bastas e innobles. La
soldadesca no lograba entender cómo el gran Recaredo había escogido a
aquella montañesa de cabellos oscuros. Sin embargo, la respetaban porque de
ella fluía una fuerza interna difícil de explicar.
»Mi único desahogo era entonces Efrén. Él tampoco había salido nunca del
norte. A los dos nos sorprendían las millas de paisaje plano en donde el trigo
había sido cortado pocos meses atrás. Entre campos cosechados se veían
pinares, bosques espesos y tierras baldías. Hacía frío y una niebla helada
cubría la estepa, el frío se había adelantado aquel año. El cielo se tornó
blanco y un cierzo helado soplaba del norte. Yo me arrebujaba en las pieles, y
el calor del mulo me aliviaba. Efrén, que ocupaba la misma cabalgadura,
estaba pendiente de mí.
»—¿Adónde nos dirigimos…?
»—No lo sé muy bien —me dijo—, en un principio se pensó que a Toledo,
pero he hablado con el capitán y nos han llegado órdenes de quedarnos en la
ciudad de Recaredo, junto al Tajo. Una ciudad que tu abuelo Leovigildo
construyó para tu padre. Allí le esperaremos y allí se decidirá nuestro destino.
»Como ahora, el viaje a través de la meseta no era seguro, bandidos y
salteadores atacaban a las caravanas de viajeros pero, custodiados por una
tropa fuerte, no tuvimos especiales contratiempos.
»Recuerdo la luz de la meseta, los campos inmensos, vacíos de gentes, los
atardeceres rojizos y fríos, el amanecer rosado que nos enfrentaba a un nuevo
día de marcha. Los detalles de aquel viaje se han quedado grabados en mi
memoria.
»Poco antes de alcanzar nuestro destino, hicimos un alto junto a un río
ancho y rebosante por las lluvias del otoño. Nos detuvimos en un molino de
agua, una edificación de mampostería de baja calidad, de planta alargada y
con techo a dos aguas. Dentro había una especie de taberna donde se servía
vino y comidas a los viajeros.
»En aquel lugar, se paraban los campesinos a moler y los viandantes
descansaban antes de entrar en la ciudad de Recaredo. Desde tiempo atrás, se
hablaba de la próxima llegada de una mujer al palacio, la futura esposa del
rey. La molinera ardía de curiosidad y comenzó a interrogar a mi madre.
Mientras tanto, yo me escabullí y por la parte de atrás salí hacia el río. Los
peces cantaban en aquel lugar, puedo asegurarlo. Me detuve a escucharlos, sus
voces se entremezclaban con el rumor de la corriente. Parecía como si
hablasen entre ellos, y creí notar en los peces una risa compasiva dirigida
hacia mi persona. Me acerqué al lugar donde el molinero trabajaba,
arreglando la rueda hidráulica que se había atascado. El hombre había puesto
un gran palo que contenía al rodezno e investigaba lo que había atascado el
funcionamiento de la maquinaria. Ante mi mirada insistente, se puso nervioso
y me increpó:
»—¡Niño! ¿Qué miras?
»—Esa rueda, me gustaría saber cómo funciona…
»El molinero, sorprendido de que un niño de pocos años se interesase por
el funcionamiento del artefacto, respondió:
»—El agua hace girar el rodezno y transmite hacia atrás su fuerza; después
esa fuerza hace girar la prensa que muele el cereal… pero ahora se ha
atascado.
»—¿Le puedo ayudar? —dije suavemente.
»—Esa no es tarea de nobles…
»—No lo soy.
»—Sí lo eres… aquí se sabe tu historia.
»Se volvió a arreglar la pieza y no me hizo más caso. Entré de nuevo en la
posada, donde mi madre aguardaba. Baddo se había puesto muy seria, parecía
no escuchar los mil chismes que la molinera le iba contando. Al fin se
despidió cortésmente de ella y salió hacia la luz, tras ella fue Efrén. Les seguí
a ambos hacia el lugar donde un sauce volcaba las ramas en el río.
»—Dice que el gran rey Recaredo está a punto de casarse con una princesa
franca… No puedo creerlo… ¡No! ¡Otra vez no! —exclamó Baddo con
tristeza.
»—Son chismes de comadres, él nunca te hubiera hecho venir sin ofrecerte
un futuro digno. —Intentó calmarla Efrén.
»—Entonces, dime…, ¿por qué no me lleva a Toledo? ¿Por qué me
esconde? —continuó ella irritada—. Sí. No me mires de esa manera, me
esconde en este lugar lejos de la corte. Quizá Nícer, en último término, tenía
razón.
»—No es así y tú lo sabes —le animó él.
Callaron, en aquel lugar los soldados cepillaban los caballos mojándolos
con agua, la conversación podría ser escuchada. Ella se alejó de Efrén y tornó
caminando hacia el río con su faz entristecida. Poco después, el capitán de la
tropa informó a mi madre que reemprendíamos el camino, no quedaba mucho
hasta llegar al fin de nuestro viaje. Ella se recompuso los cabellos, se alisó la
ropa y cambió la expresión de su cara.
»El camino transitaba a lo largo del río, vimos algún pato nadando. Al fin
torcimos a la izquierda y nos separamos del cauce. Ascendimos una loma y se
abrió a nuestros ojos Recópolis, la ciudad de Recaredo. Situada entre campos
de olivos y cereal, flanqueada por un gran acueducto, la ciudad estaba
emplazada en un montículo, rodeada por una muralla que nunca había visto la
guerra, y circundada por un meandro del Tajo. Al cruzar las puertas sonó el
himno de la monarquía de Leovigildo y se cuadraron los centinelas. Mucha
gente salió a las calles para ver llegar la comitiva del norte.
»Nada más atravesar la muralla, nos encontramos con la ciudad artesana y
sencilla, con tiendas de orfebrería y vidrio y casas de una sola altura
encaladas de blanco. Al frente, al final de la calle principal, un gran arco
separaba la ciudad populosa y menestrala de la parte noble. Rebasamos las
puertas del arco, llegando a una plaza en la que se situaba el palacio de
Recaredo, una mole de piedra con dos plantas, ventanas con celosía y
columnas de corte romano. Al frente del edificio se abría entre columnas una
gran portalada a la que se accedía subiendo unas amplias escaleras. A la
derecha de la explanada, la iglesia palatina abría sus puertas, con planta de
cruz latina y el baptisterio. A los lados, otros edificios oficiales en piedra
arenisca cerraban la plaza.
»Atravesamos el dintel y se abrieron ante nosotros unas estancias
guarnecidas por tapices; la escasa luz penetraba por ventanas cerradas por
teselas de vidrio verdoso y grandes hachones humeando en las paredes. La
servidumbre nos condujo hacia unas habitaciones en la parte superior del
palacio desde las que se divisaba el río.
»Baddo se encontraba en un estado de gran nerviosismo y agitación
continuas que no conseguía calmar. Nos prepararon un baño y nos hicieron
cambiar las vestiduras del viaje. Al fin se sirvió la comida. Después
recorrimos nuestra nueva morada, las estancias inmensas en el palacio sobre
el Tagus[2]. Mi madre desde las terrazas miraba insistentemente el camino que
conducía a Toledo. Caía la tarde tiñendo de tonos rojizos el río.
»Aquella noche llegó Recaredo.
»Bajo la luz de las antorchas reconocí a mi padre, el hombre corpulento
que años atrás había estado en las montañas. Parecía un enorme buey con ojos
sombreados por pestañas rubias y de un color verde tan claro que se hacía
transparente. Entró con paso firme en la estancia. La larga capa del rey se
balanceaba a su paso, y las botas hacían un ruido fuerte sobre el suelo de
madera. Al ver a mi madre en el fondo del aposento, se dirigió corriendo
hacia ella, que le acogió con ansia. Después vi cómo se separaban y mi padre
bebía del rostro de mi madre besándola por doquier sin importarle que alguien
estuviese cerca, sin notar que yo estaba allí, observándolos. Le decía, con el
acento fuerte y el latín puro del sur, que la amaba; ella lloraba y se cogía a él.
Pasó un largo rato que a mí se me hizo eterno, en el que me sentí postergado
por ambos. Al fin, mi madre, liberándose de su abrazo, dirigió a mi padre
hacia mí.
»—Mira, aquí está Liuva.
»Escuché la voz bronca de mi padre que decía:
»—Ha crecido.
»Recaredo se dirigió hacia mí, revolviéndome el cabello y dándome un
cachete cariñoso en la mejilla. Me encontraba confundido por mis
sentimientos, por un lado estaba orgulloso de ser su hijo, de descender de
aquel a quien todos alababan como el forjador de la paz, el que había
conseguido la unidad del reino pero, por otro, unos celos absurdos me
llenaban el alma porque intuía que él me quitaría a mi madre.
»Enseguida, mis padres se retiraron y me quedé solo. Los criados me
condujeron a un aposento donde un calentador ahuyentaba el frío del invierno.
Me mantuve despierto mucho tiempo ante la luz rojiza de las brasas,
percibiendo cómo todo cambiaba.
»Mi padre moraba en Toledo, pero nos visitaba con frecuencia; ordenó que
un preceptor se ocupase de mí. Yo aprendía sin aplicarme demasiado porque
en aquel tiempo no me atraían las letras griegas ni las latinas; así que, con
frecuencia, me escapaba de mi maestro y huía hacia el río, donde me gustaba
oír a los peces hablar; donde recogía cantos rodados, plantas y flores. A
menudo andaba las leguas que me separaban del molino y observaba al
molinero, que nunca fue excesivamente afectuoso conmigo, pero que me
dejaba estar allí. En aquella época yo estaba obsesionado con la maquinaria,
me fijaba en el rodezno, en las ruedas que encajaban entre sí, me gustaba pasar
el tiempo viéndolas girar, insertándose la una en la otra.
»No tenía relación con otros chicos, creía que me evitaban por mi alta
alcurnia. No me importaba, yo también huía de ellos.
»Un día, en la iglesia palatina, unos hombres de origen posiblemente
griego estaban pintando frescos guiándose por un pergamino donde figuraban
grecas y motivos florales. Por la noche, mientras ellos dormían, me dirigí a la
iglesia y pinté uno de los laterales siguiendo un modelo tomado del libro, pero
modificado a mi gusto. A la mañana siguiente los orientales se enfadaron
porque alguien les había deshecho su trabajo. Finalmente, se descubrió que yo
había sido el culpable porque parte de la pintura se me había quedado en la
ropa. Esto llegó a oídos de mi padre y no le agradó. No entendía que me
gustase inventar cosas, dibujar y que estuviese al margen de todo lo que atraía
a otros chicos de mi edad. En la ciudad se corrió la voz de que yo era un poco
lunático.
»Pasado un tiempo de esta vida un tanto independiente, mi padre me hizo
llamar.
»—Me han llegado noticias de tu comportamiento y estoy preocupado —
me dijo muy serio—. No puedes pasarte horas y horas junto al Tajo,
contemplando el río y las nubes… No debes ir con los tejedores a verlos
trabajar, ni con el molinero a interrumpir su tarea. Ellos son de otra clase. Es
inadmisible que te entrometas en los dibujos de los griegos…
»A cada una de estas reconvenciones, yo reconocía que era así y asentía
con la cabeza, ruborizándome.
»—Quizá sobre ti algún día recaiga la corona real, que llevó tu abuelo
Leovigildo y tu tío Liuva, de quien has heredado el nombre. La corona de la
que yo ahora soy dueño.
»Guardé silencio ante la reprimenda.
»—¿Callas?
»—No tengo nada que decir —le contesté hoscamente.
»—Irás a las escuelas palatinas de Toledo. Allí recibirás la formación
como soldado que, posiblemente, necesitarás algún día para guiar ejércitos.
Les diré que te traten con dureza y que olviden que eres el hijo del rey.
Chindasvinto te domará.
»Mi expresión debió de ser abatida y noté que el color de mi cara
desaparecía. Él, entonces, habló con menos dureza inclinándose hacia mí y
apoyando sus fuertes brazos sobre mis hombros.
»—El día de mañana es posible que lleves una pesada carga, debes estar
preparado para ello. Solo un buen guerrero puede llevar la corona con honor.
»No hablé, no sabía qué contestarle, él ambicionaba que su hijo llegase al
trono de los godos; pero todo lo que él me decía me causaba temor. Desvié la
mirada hacia el techo, después él siguió diciendo unas frases que me hicieron
daño.
»—Pronto tu madre y yo contraeremos matrimonio ante los hombres,
aunque hace ya mucho tiempo que ella es mi esposa; sin embargo, no deberás
mencionar que Baddo es tu madre, sería un deshonor para ella haber tenido un
hijo antes del enlace oficial. Me he encargado de que anuncien que, aunque su
linaje no es alto, sus virtudes sí lo son. El conde de las Languiciones la ha
adoptado como hija.
»Enrojecí de ira ante estas palabras. Yo, un deshonor para mi madre. ¿Qué
pretendía decir con eso? Él continuó.
»—No la aceptarán porque no es de estirpe real, ni siquiera desciende de
la nobleza goda, pero todo eso puede subsanarse. Así que no quiero que
además le cuelgue el peso de un hijo habido fuera del matrimonio. Te he
reconocido como hijo, pero no es preciso decir quién es tu madre.
»De nuevo no proferí ni una sola palabra, no le miré y en mi corazón cruzó
un sentimiento en el que se combinaba el desencanto con el odio y la
vergüenza. Él no supo, o no quiso, entenderme. Me abrazó y musitó alguna
palabra aparentemente afectuosa y se fue».
Las escuelas palatinas

«Toledo.
»Solo decir esa palabra y todo mi cuerpo tiembla, Toledo fue mi tormento,
mi triunfo y al fin mi ruina. El lugar donde encontré mi destino, donde perdí la
honra, la salud y la corona.
»Al decir esto, Liuva extiende su brazo amputado, como queriendo ver la
mano que ya no existe; se adivina en sus ojos un rescoldo de vida. Se abren
aún más, ciegos pero vivos. Las escuelas palatinas marcaron su destino».

»Toledo.
»A lo lejos me pareció una isla, rodeada por un brazo de río, el Tagus, que
la envolvía; más allá, la muralla, enhiesta y recortada por torres, ceñía la
ciudad como una corona de piedra. Al fondo se entremezclaban las agujas y
cúpulas de las iglesias, Santa María la Blanca, San Miguel y Santa Leocadia.
Hacia el este, el gran alcázar de los reyes godos elevaba su mole hacia el
cielo, flanqueado de cuatro torres, en las que vibraban gallardetes y banderas
en el aire de otoño. El ruido de campanas tocando a vísperas inundaba el
valle. El sol del atardecer doraba los campos de la Sagra y las piedras de la
muralla de la urbe regia.
»Tras franquear el puente romano y subir una cuesta empinada, alcanzamos
la muralla. Después, lentamente, ascendimos a lomos de cabalgaduras por la
pendiente que conducía al palacio. La ciudad se abrió ante nosotros, colmada
de ruido y algarabía, de gentes de cabelleras oscuras entre las que se
entrecruzaba algún soldado godo de pelo más claro, un comerciante bizantino,
un judío con su vestimenta parda, siervos de la gleba que vendían productos
del campo para sus amos, orfebres y tejedores, mujeres de torpe condición o
de aspecto libre. La ciudad emitía, me parece oírlo aún, un ruido orgulloso y a
la vez cínico. Bañada en un olor ácido y dulzón a la vez, en el que se
confundía el aroma de vinagre y miel tostada, con el efluvio de los orines y el
estiércol de los caballos. En lo alto de la calle, una vez pasada la gran plaza
de piedra donde se reunían los comerciantes, apareció ante nosotros la
soberbia mole del gran palacio de los reyes godos. Un enorme portón abierto
daba paso a una oquedad semejante a un túnel que conducía al patio central de
la fortaleza. La cámara de entrada me recordó las profundas cuevas del norte.
Todo me pareció inmenso, quizá porque yo era un niño.
»En el patio, la guardia se cuadró ante el conde Fanto y las tropas que nos
acompañaban. Oí, como si fuera en sueños, voces que susurraban preguntando
quiénes éramos y de dónde veníamos, el conde les enseñó una cédula real y
les explicó quién era yo; entonces escuché: “Salud al hijo de nuestro señor el
rey Recaredo”. Ante el nombre de mi padre enrojecí por fuera y temblé por
dentro. Desmontamos de las cabalgaduras que nos habían traído desde
Recópolis. Fanto y sus hombres se despidieron de mí con un abrazo frío,
entregándome a los cortesanos. Me quedé solo, asustado por las novedades,
me estremecía ante tantos desconocidos, avergonzado por mi condición de hijo
del monarca, temiendo siempre no estar a la altura. Para no posar la mirada en
nadie, mi vista se dirigió hacia el cielo límpido de Toledo, sin una nube,
donde cruzaban las aves migratorias del otoño.
»Un caballero grueso, con calzas oscuras y una tripa prominente que
colgaba por encima de un grueso cinturón, nos saludó protocolariamente,
diciendo:
»—Soy Ibbas, jefe de las escuelas palatinas por la venia de vuestro padre,
el gran rey Recaredo, guárdele Dios muchos años.
»Respondí a su ampulosa reverencia con una leve inclinación de cabeza.
Él me examinó de arriba abajo, quizá pensando que yo era un muchacho canijo
de aspecto poco militar.
»Por corredores estrechos y poco iluminados me condujo a un patio
porticado en la parte trasera del palacio; los arcos rodeaban una amplia
palestra. Al frente de ella vimos una basílica con la cruz sobre el friso de la
puerta de entrada. De los laterales del pórtico salían voces en lengua latina
repitiendo una cantinela, como una salmodia. Me encontraba en las escuelas
palatinas. Más tarde supe que en aquel lugar se entrenaban y educaban los
hijos de los nobles de mayor abolengo, los más ligados a la corona; los futuros
componentes del Aula Regia.
»En el centro, sobre una arena fina, se adiestraban en el arte de la lucha
unos jóvenes altos, que combatían con el torso desnudo y velludo en una lucha
cuerpo a cuerpo; escuché sus gritos rítmicos. Más allá, dos hombres se batían
manejando dos palos de gran tamaño, entrecruzándolos con gestos ágiles y
rápidos. Me quedé parado observándolos con admiración; los músculos
firmes, perfectamente delineados bajo la piel sudorosa, se tensaban con los
continuos movimientos. Al fondo de la arena, unos chicos entrenaban el tiro
con arco, mientras otros charlaban a un lado. La mayoría eran guerreros
jóvenes, unos ya barbados; en otros, el vello de la cara no era más que una
sombra, muchos mostraban la cara picada por granos. Había adolescentes
fornidos que se contoneaban como jóvenes gallos de pelea; muchachos altos
de aspecto duro que lanzaban flechas y jabalinas, hombres ya adultos que los
guiaban. Yo, en cambio, era un niño imberbe y asustado entre tanto guerrero
musculoso. Mi padre había querido acelerar mi formación como soldado y me
envió allí para que la dura vida semicuartelaria de aquel lugar me curtiese. Me
sentía solo, pequeño y aislado. Nadie dio señal de querer saludarme o
dirigirse a mí, estaban demasiado ocupados entrenándose o charlando.
»—Espera ahí —me dijo Ibbas, y se fue a buscar a alguien.
»Sin él, la única persona conocida, todavía me sentí más indefenso;
comencé a morderme las uñas con nerviosismo. Me situé detrás de una
columna, un poco retirado del resto, esperando a que alguien me indicase lo
que debía hacer.
»El tiempo se me hizo eterno. Para aliviar la espera, me centré en los dos
jóvenes que luchaban con palos a un lado del recinto, escuché cómo
entrechocaban las maderas cadenciosamente; eran muy hábiles, paraban los
golpes arriba, abajo, a los lados, con una frecuencia medida y acompasada;
parecía un baile, un baile impetuoso. Uno era fuerte, de cabellos rizados, casi
negros, la barba corta parecía oriental. El otro era un joven esbelto, de piel
clara casi albina, que había tomado un tinte rosáceo con el sol de primavera,
casi no tenía vello en la cara, su nariz era recta, los labios firmes y decididos.
Recordándolo me pareció evocar la estatua de un dios romano que había visto
en mi estancia en casa de Fanto.
»Ambos contrincantes estaban bañados por el sudor y su piel brillaba al
sol. El hombre rubio giró bruscamente sobre un pie apartándose para evitar un
bastonazo, con el palo golpeó los pies de su contrincante, que cayó al suelo
con estrépito. Sonriendo, con unos dientes alineados y blanquísimos, le dio la
mano al caído para que se levantase.
»—Siempre me vences, Adalberto —afirmó el muchacho de oscuros
cabellos.
»—No, Búlgar, siempre no, hoy ha habido suerte. —La sonrisa iluminó el
rostro del llamado Adalberto al pronunciar estas palabras.
»Tocó una campana y cesó la salmodia que provenía de las aulas a ambos
lados de la palestra. De ellas salieron, gritando, gran cantidad de adolescentes
aún imberbes. Corrían persiguiéndose unos a otros entre las grandes columnas
del pórtico, pero no se atrevían a pasar a la arena central, se detenían viendo
el entrenamiento de los mayores.
»Detrás de los niños aparecieron Ibbas y un monje de unos cuarenta años
con aspecto cansado, ambos se dirigieron hacia mí:
»—Maestro Eterio, a vuestros cuidados encomiendo a mi señor Liuva…
—dijo Ibbas con un tono ceremonioso.
»Me sentí avergonzado ante el trato protocolario; sin apreciarlo, él
continuó con voz estridente:
»—Es hijo del muy grande rey Recaredo, que Dios Nuestro Señor guarde
muchos años. —Ante esas palabras yo bajé la cabeza confuso—. Ha crecido
entre siervos pero es portador de un muy alto destino, debéis enseñarle las
letras y también convertirle en el gran guerrero que es su padre.
»—Las letras se las enseñaré, sí, pero el arte de la lucha sabéis que lo
hará Chindasvinto.
»El monje me observó detenidamente haciéndose cargo de mi aspecto
físico. Ibbas continuó:
»—Es un muchacho enclenque y enjuto, no sé si Chindasvinto logrará
convertirlo en un verdadero luchador. El rey no quiere trato de favor con su
hijo, desea que se le enseñe todo lo necesario; si es preciso tratarle con mano
dura, ha de hacerse así.
»Eterio llamó a uno de los chicos y le habló al oído, el muchacho salió
corriendo. Al fondo de la palestra, a un lado del pórtico, se abría un pasaje
entre las aulas, por allí se iba hacia las caballerizas. Ibbas y Eterio
continuaron hablando. Al parecer, Ibbas había estado fuera un tiempo y no
conocía las novedades que se habían producido en su ausencia. Le preguntó,
entre otros, por el obispo Eufemio. Eterio le dio cumplida cuenta de todo.
Esperaban al capitán Chindasvinto. Al cabo de poco tiempo, del hueco de las
caballerizas apareció un hombre altísimo, con anchas espaldas y de aire
germánico. El cabello de color rubio ceniza se desparramaba sobre los
hombros, peinado con trenzas en la parte anterior, la barba de color más
oscuro era también rizada. Su aspecto era el de un gran oso, con las piernas
arqueadas por el mucho cabalgar; sus pasos eran firmes, haciendo retumbar el
suelo. Cuando le vi entrar, un estremecimiento de angustia me recorrió el
espinazo. La expresión de su rostro me atemorizó aún más, sus ojos de un
color acerado se hundían tras unas cejas espesas, y observaban al interlocutor
de una forma dominante y gélida. Los otros dos maestros de la escuela, de
espaldas a él, se giraron al notar el ruido de sus pasos.
»Ibbas le tendió la mano:
»—Chindasvinto… ¡Ha llegado quien te anuncié!
»De nuevo el capitán fijó los ojos en mí, con una expresión de desprecio y
superioridad.
»—Se llama Liuva, el hijo de nuestro señor el rey Recaredo… Se nos ha
confiado para su educación. Nos han dicho que no debe dispensársele ningún
trato de favor.
»Chindasvinto me atravesó con una mirada tan dura que hacía daño,
aquellos ojos hundidos en las cuencas me amedrentaron. Al percibir mi
turbación se agachó y me tomó por los hombros, noté dolor a la altura de las
clavículas.
»—No eres fuerte, muchacho, yo te enreciaré.
»Entonces se volvió hacia Ibbas y dijo:
»—Irá al pabellón de los medios, allí se curtirá con Sisenando y Frogga.
»—Es muy pequeño todavía para ir con ese grupo… —protestó Ibbas.
»—No hay lugar en ningún otro lado; además, es mejor que al hijo de rey
—dijo con cierta sorna— se le trate como se merece desde un principio.
»Chindasvinto gritó:
»—Sinticio, conduce a Liuva al pabellón de los medios».
»El que había ido a por Chindasvinto, un chicuelo un tanto mayor que yo,
de cabello oscuro, grandes ojos castaños y nariz recta, se acercó a nosotros.
Me observó compasivamente, después me condujo por unas escaleras hacia
una especie de cripta. Bajamos un piso; allí, en el semisótano, se situaban las
habitaciones de los preceptores. Sinticio me explicó que en aquel lugar
dormían Chindasvinto, Eterio e Ibbas. Más abajo, en el sótano, se abría un
pasillo que se dividía entorno a tres grandes pabellones iluminados por
hachones de cera. Eran una especie de dormitorios con catres de paja y
madera, alineados a ambos lados de la pared.
»Los alumnos de las escuelas palatinas estaban distribuidos en tres grupos
que se alojaban en pabellones independientes: el de los menores o infantes,
ocupado por los alumnos más pequeños; el de los medios o mediocres, donde
residían los adolescentes, y el de los mayores o primates, ocupado por los que
estaban a punto de licenciarse y formaban ya parte del cuerpo de espatarios de
la guardia real. Sinticio me condujo al pabellón del medio. Arrastré el saco
con mis pertenencias al lugar que Sinticio me indicó.
»—¿Eres nuevo? —me preguntó por hablar algo.
»—Sí.
»—No te veo muy alto para estar aquí con los medios. Ten cuidado, son un
poco… bueno, no sé cómo decirlo…, ¿duros? ¿Mal encarados? Mejor estarías
con nosotros los pequeños.
»—¿Por qué no hay nadie aquí…? —le pregunté.
»Nuestras voces retumbaban bajo el techo abovedado.
»—Han salido a cabalgar, hoy se instruyen en saltos. Vendrán pronto.
»Sinticio me sonrió. Era la primera vez, desde que había salido de
Recópolis, que alguien me trataba con familiaridad, como de igual a igual.
Sentí un cierto alivio.
»—¿De dónde eres?
»—Vengo del norte… —comencé a decir, pero ahora he llegado
directamente desde Recópolis.
»—Yo soy de Córduba, mi padre es de la orden romana senatorial. Antes
no nos dejaban educarnos aquí, ¿sabes? Todos tenían que ser godos como tú.
Con el rey Recaredo eso ha cambiado; mi padre ha pagado para que yo asista
a las escuelas palatinas. A mí me da igual, pero mi padre considera un gran
honor que yo esté aquí. ¿Quién es tu padre?
»Enrojecí al decirle:
»—Mi… mi padre es el rey Recaredo, yo me llamo Liuva…
»Los ojos de Sinticio se abrieron con asombro.
»—¿Eres hijo del rey?
»—Sí, lo soy…
»—Hace días que se corrió el rumor… de que había un hijo de Recaredo
de madre innoble que vendría aquí…
»Me turbó la admiración que se despertó en Sinticio al conocer quién era
mi padre, al tiempo que me sentía un tanto incómodo al oír decir que mi madre
era innoble.
»—¿Cómo es tu padre?
»—Le conozco muy poco… ya te dije que vengo del norte.
»—Yo quisiera ser espatario real, y pertenecer a la guardia. ¿Me
ayudarás?
»Me reí ante la rápida confianza que Sinticio mostraba en mí.
»—Yo no tengo influencia en mi padre, quiere que sea recio y no lo soy.
»En el rostro del chico apareció una cierta desilusión.
»—Yo de mi padre lo consigo casi todo —dijo petulante.
»—Pues yo no. Mi padre no me aprecia…
»Se oían ruidos fuera y Sinticio no entendió lo que yo le estaba diciendo.
»—Me voy, como vengan los medios y me pillen en su pabellón me van a
cascar…
»—¿Podré verte otra vez? —le pregunté ingenuamente.
»—Sí, aquí nos veremos mucho. Vas a entrenarte con los medios… pero
me imagino que las clases de gramática y retórica las darás con nosotros…
¿Nunca has estudiado nada? ¿No es así?
»—Tuve un preceptor en Recópolis, pero no me gustaban las letras.
»—Ya puedes espabilar, Eterio te palmeará en la cabeza al primer error.
»Las voces que habíamos oído antes se acercaban. Como una anguila,
Sinticio se deslizó a la estancia que ocupaban los pequeños; temía a los
medios.
»Entraron en tromba, unos veinte adolescentes de distintos tamaños y
voces. Había algunos que eran casi tan altos como Chindasvinto, pero sus
espaldas no se hallaban tan desarrolladas como las del capitán. Otros eran
algo mayores que yo pero parecían niños. Se empujaban entre sí y hablaban a
gritos. Estaban cansados del adiestramiento y algunos se tiraron a los lechos
de golpe. Los que se acostaban más cerca de mí me descubrieron:
»—Mira, es un renacuajo…
»—Renacuajo, ¿qué haces aquí?
»Yo balbuceé.
»—Me ha enviado aquí el capitán Chindasvinto… —Mi voz salió
defensiva, aludiendo a aquel a quien pensé tendrían respeto.
»—¡Oh! ¡Ohoo! ¡Ojó…! —se oyó la voz burlona de unos y otros—. Ha
sido el capitán Chindasvinto…
»Comenzaron a burlarse de mí.
»—El famoso capitán Chindasvinto… —dijo uno inclinándose.
»—El enorme capitán Chindasvinto… —gritó otro saltando sobre un
lecho.
»—No, Frogga, es el noble capitán Chindasvinto.
»Un muchacho alto hizo una reverencia y habló con el tono estridente del
adolescente que aún no ha cambiado plenamente la voz:
»—El elegante capitán Chindasvinto…
»Sus ademanes resultaron graciosos. Las risotadas llenaron la estancia,
mientras los muchachos rodeaban mi catre. Yo era una novedad para ellos,
quienes estaban en esa edad en la que los muchachos tienen la agresividad a
flor de piel y tienden a ejercitarla con el más débil.
»—Dinos, ricura, ¿cómo te llamas y cuál es tu estirpe?
»—Soy Liuva, hijo de Recaredo… —dije para defenderme.
»—Ah… —dijo otro con voz burlona—, es hijo del gran Recaredo, de
estirpe real, y le han ascendido nada más llegar al grupo de los medios… pero
para estar aquí se necesita hacer méritos…
»—Muy bien, vas a estar aquí muy contento… guapo… ¿A que es guapo el
chiquitín?
»—Le gustará al muy noble capitán Chindasvinto.
»Me fastidiaba que me dijesen aquello.
»—Sí, es guapo, tan guapo como una nena…
»—¿Eres una nena?
»Entonces todos comenzaron a cantar a la vez:
»—Liuva es una nena… Liuva es una nena…
»—¡Dejadme en paz!
»Cambiaron la letra de la canción, pero siguieron con el mismo soniquete:
»—Hay que dejarle en paz, hay que dejarle en paz.
»Se acercaban cada vez más a mí, yo me encogía en el catre; entonces
ellos, tomando la manta de mi cama, la sacudieron. Comenzaron a mantearme.
Me estremecí al verme por los aires y comencé a gritar.
»Mi tortura no duró mucho tiempo, porque ante el griterío, entraron en el
pabellón de los medios varios muchachos fuertes y mayores. Uno de ellos era
Adalberto, el que había estado entrenando con Búlgar aquella tarde en el
patio.
»—¿Qué está pasando aquí?
»Contemplé a Adalberto con profunda admiración, como un perro
apaleado mira a quien se enfrenta al que le está pegando. De nuevo me pareció
la viva imagen de un dios revivido. Bruscamente soltaron la manta y yo caí al
suelo, lastimándome ligeramente.
»—No nos dejáis dormir… Sois unos hijos de mala madre… solo os
atrevéis con los más pequeños…
»Prosiguió increpándoles con dureza mientas levantaba sus músculos
poderosos doblando el brazo hacia ellos con ademán amenazador.
»—No os atreveríais conmigo, ni con Búlgar…, ¿verdad?
»Uno de los cabecillas, un chico de mediano tamaño y aspecto insolente,
pretendió disculparse.
»—Le estamos dando su merecido…
»—¿Merecido? ¿A qué te refieres, Sisenando?
»—Es que es un mentiroso… Dice que le ha enviado aquí Chindasvinto y
que es hijo del rey Recaredo.
»Adalberto volvió hacia mí sus hermosos ojos claros.
»—¿Has mentido en eso?
»—No, mi señor —contesté con un temblor en la voz—, soy Liuva, hijo de
Recaredo…
»Una voz clara se oyó detrás de Adalberto; era Sinticio.
»—Sí, lo es…
»Los medios lo miraron enfurecidos, agradecí en el alma al pequeño
Sinticio esa muestra de valor, había vencido el pavor que le causaban mis
compañeros de clase para defenderme. Adalberto le preguntó al niño:
»—¿Le envió aquí Chindasvinto?
»—Sí, lo hizo…
»Entonces Adalberto se giró a los medios y comenzó a gritarles invectivas
en un latín barriobajero, lleno de tacos y palabras malsonantes. Después,
seguido por Búlgar, se fue. Sinticio se esfumó sin que nadie se diera cuenta.
»Cuando se hubieron marchado, Sisenando se volvió contra mí.
»—Hoy… hoy no, pero pronto, muy pronto, nos las pagarás.
»No se atrevieron a más, cada uno se acostó en su catre. Yo no podía
dormir, oía a Sisenando cuchichear con alguien que estaba a su lado, escuché
sus risas contenidas, e intuí que se burlaban de mí. Rígido de temor, me
revolví en el lecho. Estaba famélico porque hacía tiempo que no había comido
y nadie se había acordado de proporcionarme alimento. La estancia se quedó
en silencio, un siervo apagó las luces de las antorchas y fuera quedó
únicamente la luz de candiles de aceite en la escalera. No podía conciliar el
sueño, y a medianoche me levanté a orinar, subí por las escaleras a la palestra
y tras una columna hice mis necesidades. Entonces lo vi.
»Chindasvinto abusaba de un chico pequeño.
»Era Sinticio.
ȃl lloraba.
»Temblando regresé al pabellón de los medios. Estuve insomne
prácticamente toda la noche, insomne y asustado. En un momento dado pude
dormir y mi sueño fue intranquilo, veía a Chindasvinto avanzar hacia mí ante
la mirada complaciente de Ibbas, Fanto y mi padre. Cuando él se encontraba
cerca, grité. Entonces noté dolor, abrí los ojos y me di cuenta de que junto a mí
estaba Sisenando, que me había golpeado en la cara.
»—No dejas dormir… Deja ya de hablar en sueños…, ¡necio!
»Las primeras luces de la mañana me sorprendieron aún despierto. Sonó
una trompeta y los criados nos levantaron entre protestas; mis compañeros se
dirigían corriendo a las escaleras y al llegar arriba varios siervos nos tenían
preparada agua para lavarnos. Seguí al grupo como uno más sin preguntar
nada. Se dirigieron a la iglesia, donde rezaron unas oraciones y el monje
Eterio habló acerca de algo que no entendí. Después avanzamos al refectorio,
había leche y pan oscuro con manteca. Comimos con hambre; a lo lejos, en una
mesa larga, el pequeño Sinticio gritaba con los demás peleándose por algún
chusco de pan. Pensé que lo que había visto en la noche habría sido quizás
algún sueño. Más al fondo, busqué con la mirada a Adalberto, que se sentaba
con otros chicos mayores. Hablaban animadamente discutiendo con seriedad
algún tema que les preocupaba. Oí algo del rey franco Gontram y de las
campañas contra Neustria, intuí que hablaban de política. La conversación era
muy viva y de vez en cuando se oían risas estentóreas, los unos insultándose a
los otros, desternillándose divertidos por alguna ocurrencia.
»Hecho el silencio, salimos del refectorio en orden. Un criado nos dividió
por grupos. Con alivio noté que me enviaban con el grupo de los pequeños
hacia una gran aula al lado de la palestra. Nos sentamos en bancos corridos,
los criados nos proporcionaron unas pizarras con un punzón. Busqué con la
mirada a Sinticio, y procuré sentarme cerca de él. Eterio repetía unos versos
en latín clásico y después hacía que alguno explicase con las palabras que
usábamos habitualmente lo que querían decir los versos.
»Los chicos estaban distraídos, por los arcos de la clase penetraba la luz y
el sol de Toledo se colaba por los ventanales. El olor a un verano tardío y el
volar de un moscardón nos producía una cierta somnolencia, más acentuada en
mí, que no había pegado ojo en toda la noche. Al fin, el sopor me rindió,
entonces noté un golpe fuerte en el cogote, Eterio me hablaba.
»—¡A ver, dormilón! ¡Despierta!
»Abrí los ojos, asustado.
»—¿De qué estábamos hablando?
»Una voz suave me susurró por detrás.
»—No hace falta que nadie le sople, ya me doy cuenta de que no estás en
estos muros. Levántate, muchacho, ahora a la esquina con los brazos en cruz.
»Ante la mirada seria de los demás, el maestro Eterio me situó en una
esquina, me extendió los brazos y colocó en las palmas dos o tres pizarras.
Pronto me comenzaron a doler los hombros, y bajaba de vez en cuando la
posición, entonces Eterio me palmeaba. En la clase se logró el silencio; yo oía
a mis compañeros leer a Virgilio en un latín muy diferente al que normalmente
utilizábamos. Al fin terminó la lección. Me retiraron las pizarras y me dejaron
ir.
»Todos los chicos salieron del aula excepto Sinticio, quien se quedó
conmigo.
»—¿Cómo se te ocurre dormirte en clase del maestro Eterio? —me dijo
Sinticio de modo displicente.
—No he dormido en toda la noche… a media noche salí a orinar. Te vi…
»Sinticio se quedó blanco.
»—¿Qué viste?
»—A ti… con… con… el capitán…
»—No digas nada… ¡Por los clavos de Cristo te lo pido…!
»—¿Lo hace con todos?
»—Abusa de los que no son nobles godos y de los pequeños… Es un
castigo…
»—No se cómo lo aguantas…
»—Chindasvinto puede echarme de aquí con deshonor y mi padre se
mataría si eso ocurriese. Algún día me vengaré.
»Salimos a la palestra, todavía no había llegado nuestro preceptor de
lucha. Los otros chicos haraganeaban por el patio y comenzaron a jugar al
burro. Unos apoyados en otros hicieron una larga fila con las cabezas metidas
entre las piernas del anterior. Eran dos equipos, primero saltaba uno de los
grupos tratando de llegar lo más lejos posible sobre la fila de muchachos
agachados. Se trataba de ver quién tiraba a la fila de los oponentes. Varios de
los medios saltaron con gran fuerza machacando las espaldas de los chicos
que estaban debajo. Sinticio y yo, que habíamos subido más tarde, nos
situamos al margen, pero pronto nos vimos envueltos por una marea de chicos
que nos obligó a participar en el juego. Los de nuestro equipo eran medios en
su mayoría, les tocaba ahora situarse debajo para que el otro equipo saltase
sobre ellos. Oíamos las carreras y el impulso de los contrincantes, que
después caían con fuerza sobre nosotros. Yo apoyaba la cabeza entre las
piernas de Sinticio y me sujetaba a sus muslos. Un salto. El muchacho cayó
sobre el chico que estaba más allá de Sinticio. Toda la fila se tambaleó.
Después otro, debía de ser un muchacho grande que se precipitó sobre mi
amigo, no teníamos fuerza para sostenernos, después saltó otro y otro más. Un
joven grueso cayó sobre mí; el golpe fue descomunal, pensé que me había roto
la espalda, caí a tierra y, conmigo, todos los demás.
»Los de nuestro equipo estaban furiosos.
»—Sois unos mierdas, no tenéis resistencia para nada, unos gallinas. No
me extraña que andéis juntos…
Iban ya a pegarnos cuando apareció Chindasvinto. Se hizo silencio en la
palestra. Nadie se atrevía a hablar.
»—¡A formar! —gritó.
»Todos los pequeños nos situamos en una fila alargada delante del pórtico;
detrás de nosotros se dispusieron los medios. Chindasvinto recorrió el grupo
de chicos que se situaba junto a él con la mirada, una mirada de hierro,
escrutadora, que helaba la sangre y hacía detener la respiración.
»Se paseó entre las filas balanceándose sobre sus piernas de oso.
»—El valor, el valor del soldado es lo único importante… el valor y su
resistencia al dolor en la batalla. Veo que habéis aguantado poco en ese juego
de niños. ¿Dónde se ha roto la fila?
»Todos callaron.
»—Un paso atrás el que no haya caído —gritó.
»Todos dieron aquel paso atrás menos Sinticio y yo; que quedamos frente
al capitán.
»—Bien, hoy no comeréis. El ayuno fortalece el espíritu y os hará
espabilar. Ahora, a correr en torno al patio.
»Comenzamos a correr rápido. Con un látigo Chindasvinto golpeaba bajo
nuestros pies para hacernos ir más deprisa. Una vez y otra y otra me sentí
fatigado, pero no podía dejar de trotar. Al fin, la marcha se detuvo.
Chindasvinto gritó:
»—¡Grupos de dos! Frente a frente, vence el primero que tire a su
oponente a tierra.
»Quizá porque él buscó aquel lugar, quizá por casualidad, mi oponente
resultó ser Sisenando. Con cara de alegría, deseando pagarme la humillación
de la noche pasada, se lanzó contra mí y me hizo caer al suelo bruscamente;
luego me abofeteó. Me sentí magullado y ridículo.
»—¡Tiro con jabalina! —gritó el capitán.
»Unos siervos situaron una piel enorme al otro lado de la palestra
extendida entre dos palos clavados al suelo; en su centro había un blanco. Los
criados acercaron lanzas y jabalinas a los jóvenes participantes en la lid.
Aquello me gustaba más que los ejercicios anteriores. Procuré atinar en el
objetivo, recordando los consejos que solía darme mi madre para el
lanzamiento. Atravesé la piel extendida justo en el medio y a la primera
intentona. Me llené de orgullo pensando que aquello se lo debía a mi madre.
Chindasvinto no apreció mi acierto.
»Se oyó una campana, la hora de la comida. Los chicos salieron corriendo
hacia el refectorio. Sinticio y yo nos alejamos de los demás evitando que nos
mirasen.
»—¡Has dado en el centro! Tiras muy bien…
»—Lo aprendí… —entonces recordé que no debía mencionar a mi madre
y concluí apresuradamente—… en el norte.
»—Vámonos de aquí, sé dónde puedo conseguir comida. A lo mejor
salimos ganando…
»Le seguí, él se dirigió a las caballerizas; pasamos entre los cuartos
traseros de los caballos; llegamos a la salida posterior, alcanzando un patio al
que daban las cocinas y las dependencias de los espatarios del palacio, una
especie de cantina donde almorzaban los oficiales. A través de una ventana
Eterio, Ibbas y Chindasvinto comían con fruición regando las viandas de
abundante vino. Los sirvientes trajinaban con bandejas.
»—Se van a dar cuenta de que estamos aquí —susurré.
»—No te preocupes, andan templados por el vino.
»Nos sentamos debajo de la ventana oyendo sus risotadas. Por la puerta de
atrás, un sirviente tiró agua sucia a la calle. Después entró por una puerta
lateral. Sinticio se agachó y se introdujo en el interior procurando no hacer
ruido; contuve la respiración. Al cabo de muy poco tiempo salió con una
hogaza de pan tierno y con un lomo de carne de cerdo curada. Le seguí entre
los vericuetos del palacio real, a través de las callejuelas que formaban las
distintas dependencias de la fortaleza. Por un portillo, salimos de la muralla y
pegados a ella nos sentamos, casi colgados sobre el precipicio, divisando
cómo más abajo discurrían las mansas aguas del Tajo. Sinticio sacó un
cuchillo pequeño y ambos comenzamos a morder con hambre el pan y el lomo.
»—Esto está mejor que la bazofia que nos dan en el refectorio —dijo.
»Comimos hasta hartarnos. Después, él se desahogó:
»—¿Sabes? Los otros no me hablan. Saben lo que me hace el capitán y
procuran evitarme. Tú también vas a tener problemas con él. A Chindasvinto
no le gusta ocuparse del adiestramiento de los jóvenes. Es un buen guerrero y
considera que instruir a los hijos de los nobles es algo inferior a su valer. Nos
machaca siempre que puede. A mí porque no soy godo y contigo lo hará
porque eres de una estirpe superior a la suya.
»—¿De dónde proviene?
»—Él es un noble cuya familia no tiene relación con la estirpe baltinga a
la que desprecia, procede de uno de los linajes más antiguos y nobles del
reino. Creo que se le relaciona con el rey Atanagildo. Está en contra de la
monarquía hereditaria que ha iniciado tu abuelo Leovigildo y que continúa tu
padre. Cree que es apestoso que alguien pueda reinar sin una competencia
pública, solo por el hecho de pertenecer a la familia real.
»—Debe de ser un tipo muy ambicioso… —dije.
»—¡No sabes bien cuánto! Se siente con dotes suficientes como para ser
rey.
»Sinticio calló, pensando en el causante de su tortura.
»—Le detesto, no te imaginas cuánto, le aborrezco tanto que a veces sueño
con matarlo…
»Le pasé un brazo por el hombro, él se turbó y me sonrió.
»Comenzamos a tirar piedras hacia el río, saltaban por la ladera antes de
hundirse en el cauce. Alguna de ellas rebotó en el agua. Entonces los guardias
de la muralla nos vieron y comenzaron a gritarnos. Rápidamente guardamos
los restos de la comida entre las ropas y huimos de allí.
»Al llegar al patio de las escuelas, nadie percibió que entrábamos. Los
medios y los infantes estaban sentados en torno al pórtico, mientras que los
mayores peleaban en un combate con espadas. Sin embargo, lo que hacía que
todo el mundo estuviese pendiente de la contienda era que Chindasvinto
luchaba con ellos. Parecía una enorme fiera de fuerza descomunal. Había
desarmado ya a dos contrincantes y ahora se enfrentaba a un tercero al que
nuevamente dominó y tiró al suelo poniendo su pie sobre el pecho mientras
reía. Tras este combate, Chindasvinto se dirigió hacia uno que nunca había
sido vencido en las luchas con sus compañeros, Adalberto. Se situaron en el
centro del campo, todos los demás dejaron de combatir y se hizo un silencio.
Los dos adversarios, separados por unos pasos, comenzaron a girar midiendo
las fuerzas y posibilidades del contrario. Adalberto sudaba, un tanto asustado
pero firme. La mirada del capitán era cruel. Sinticio me susurró al oído.
»—Chindasvinto hace tiempo que va detrás de Adalberto, es el único que
nunca le ha bailado el agua, y que nunca se ha dejado someter. Quiere saldar
cuentas… con él.
»Al decirlo, noté un tinte de emoción en su voz; y vi cómo Sinticio
enrojecía. Me giré para ver a mis compañeros; se notaba que había tensión
entre ellos. Unos animaban al capitán, pero la mayoría, los más pequeños, los
de menor linaje, los que habían sufrido abusos por parte del capitán, estaban a
favor de Adalberto, aunque no lo demostraban. Intuimos que aquello no era un
combate corriente, que habría sangre y algo más que un simple entrecruzarse
de las espadas. Fue Chindasvinto, seguro de su poderío, el primero que se tiró
a fondo contra Adalberto. Pero este, dotado de una rara serenidad, sostuvo el
envite, torciendo el cuerpo a un lado sin mover los pies del suelo, para
después avanzar dando golpes de espada a diestro y siniestro con agilidad
felina. Adalberto era menos corpulento, pero su ligereza contrarrestaba el
impulso y la fortaleza del otro. Los que iban a favor de Chindasvinto
comenzaron a animarle; nosotros, los que deseábamos con todas nuestras
fuerzas que perdiese, no nos atrevíamos, por miedo, a animar a Adalberto,
pero cruzábamos los dedos para desearle suerte. Uno de los golpes del joven
primate rozó las vestiduras del capitán; la ira asomó a sus ojos. Entonces
Chindasvinto se concentró especialmente y comenzó a dar mandobles hacia
delante con una fuerza inusitada, gritando enardecido. Adalberto retrocedió,
parando los golpes como pudo. Finalmente tropezó y cayó al suelo. Un grito de
horror salió de todas las gargantas, vimos que Chindasvinto se disponía a
atravesar a nuestro compañero. De entre el público salió Ibbas, el jefe de la
escuela palatina, avisado por Búlgar, y detuvo el combate. Chindasvinto, como
un gallo de pelea se giró a los que ocupábamos la palestra.
»—Le perdono, pero podía haberle matado… Nadie…, ¡lo escucháis bien!
… Nadie se me va a oponer… A partir de ahora, en las escuelas palatinas,
mando yo.
»Ibbas no dijo nada y nos miró a todos un tanto avergonzado.
»Por la noche todo eran discusiones por la pelea. Sisenando y Frogga
alababan la forma de luchar de Chindasvinto. Yo pensaba que había sido el
ataque de ira final lo que había conseguido su victoria; sin embargo, aquello
no sería siempre adecuado para vencer en la batalla. La técnica de Adalberto
era mejor, y podía haberle tumbado, pero yo no sabía muy bien por qué razón
se había dejado ganar.
»A partir de la escapada a las murallas, Sinticio y yo nos hicimos
inseparables, nos protegíamos mutuamente. Los mediocres, sobre todo
Sisenando y Frogga, se burlaban de nosotros llamándonos “la parejita”. Nunca
había tenido un amigo así, con el que pudiera compartir las pequeñas
vicisitudes cotidianas, mis preocupaciones y esperanzas. Por las tardes,
cuando no había clases ni entrenamientos, nos escapábamos a Toledo,
vagabundeábamos por las callejas estrechas y umbrías de la ciudad. Nos
gustaba acercarnos a los artesanos para ver su trabajo. Detrás de Santa María
la Blanca, existía en aquella época una pequeña tienda de orfebres.
Fabricaban en bronce y metales preciosos, fíbulas y hebillas de cinturones en
los que incrustaban pasta vítrea. Cerca de la pequeña fragua, nos sentábamos,
viendo cómo el metal se tornaba líquido. Los operarios nos dejaban
permanecer allí, junto a ellos, sin meterse con nosotros. Sabían que
procedíamos de las escuelas palatinas y nos respetaban.
»Recuerdo el aspecto brillante de la pasta de vidrio, cómo caía
vertiéndose en los moldes, el ruido de los plateros golpeando el metal.
Sinticio y yo disfrutábamos con el espectáculo. Y es que, tanto a él como a mí,
nos gustaban los objetos hermosos.
»Había también cerca del palacio un lugar donde se copiaban códices para
la biblioteca real y para su uso en la liturgia. Estaba regentado por monjes,
algunos de ellos ancianos, de pelo encanecido y espaldas encorvadas sobre
los tableros. Solían ser amables con nosotros. Sabían que éramos de noble
condición, por ello quizá nos permitían leer alguno de aquellos maravillosos
códices de piel fina de cabrito o cordero, que olían a ese aroma suave e
intenso que emana de la piel recién curtida. Allí, y no con los palos de Eterio
o con las persecuciones de mi preceptor de Recópolis, fue donde me aficioné
a la lectura. Encontré un manuscrito de astrología. En las noches tórridas de
verano, Sinticio y yo subíamos hasta lo más alto de la fortaleza, las hogueras y
hachones iluminaban la ciudad; después, mirando hacia el cielo, descubríamos
el curso de las estrellas que habíamos leído en aquel antiguo legajo.
»Gracias a Sinticio, mis condiciones de vida en las escuelas palatinas se
dulcificaron, pero yo sufría por la dureza de la instrucción y la agresividad de
mis compañeros. Me acordaba mucho de mi madre y la echaba constantemente
de menos. En cambio, el tiempo de mi infancia, transcurrido en el norte, se me
iba desdibujando en la mente y no lo añoraba.
»No había pasado un año desde mi llegada a Toledo, cuando comenzaron a
circular rumores de que el rey contraría matrimonio con una mujer llamada
Baddo de origen innoble. Me alegré por ella y porque volvería a verla. Se nos
anunció que el domingo, al toque de las campanas de mediodía, la novia haría
su entrada solemne en las calles de la urbe regia. Se nos permitió acudir a las
celebraciones. Aquel día, las casas de la ciudad se engalanaron. Se escuchaba
por doquier el son de la música y el ruido de volatineros. Desde una calle
estrecha vimos avanzar un palanquín rodeado por una fuerte escolta, que
anunciaba su paso con toques de trompeta. Me oculté tras una esquina para ver
pasar a mi madre. Ella saludaba desde su carruaje rodeada por la
servidumbre. A través de las colgaduras del carruaje, su rostro, tan hermoso,
enrojecía de felicidad.
»Las gentes hablaban:
»—Es la futura esposa de nuestro señor el rey Recaredo. Dicen que no
tiene ilustre linaje pero si posee nobles prendas…
»Las dueñas comadreaban inventándose mil historias con respecto a ella.
»—Dicen que la ha adoptado Fanto, conde de las Languiciones.
»Los hombres gritaban piropos bastos, que me sublevaban. No quise
seguir escuchando la algarabía y me retiré a la zona de la guardia.
»—Es hermosa la mujer de tu padre —me dijo Sinticio.
»—Sí, lo es.
»Él sospechaba quizá los lazos que me unían con ella, pero no quise
decirle nada. Mi padre me había ordenado que guardase el secreto para no
deshonrarla, me callé».
«Regresamos al palacio. En aquel tiempo habíamos crecido, y
comenzábamos a entrenarnos en el uso de las armas. Nos hacían cargar con la
pesada armadura para el combate, así nuestros músculos se acostumbraban a
ella. Mientras me la ponía, un servidor entró en la sala de armas y se dirigió
hacia mí.
»—La reina Baddo quiere veros, hijo de rey…
»Dejé la coraza a un lado, y me fui tras él, cubierto tan solo con una larga
camisola y el cinturón. Caminaba en un estado febril, deseoso de ver a aquella
con quien había compartido toda mi niñez.
»Al entrar, mi madre hizo salir a sus damas, me arrodillé a sus pies y me
abrazó, noté sus caricias cálidas, el perfume dulce y a la vez penetrante que
emanaba su cuerpo suave y caliente. Ella, besándome una y otra vez los
cabellos, repetía mi nombre sin cesar. Parece que aún lo recuerdo. Después
me dijo:
»—Mi niño, mi hijito… ¡Cuánto has crecido! Tus músculos están fuertes,
eres ya un joven guerrero…
»Yo escondí la cara junto a su pecho, la angustia me atenazaba el corazón;
quisiera haberle dicho: “¡Madre! Yo no quiero ser un guerrero… No sé luchar,
no soy fuerte… Se burlan de mí…”, pero las palabras se negaron a salir de mi
boca. Sabía bien que mi desahogo no hubiera servido para nada, sino para
entristecerla en aquellos momento de felicidad, el tiempo de su boda con el
rey.
»Yo debía seguir solo.
»La boda se realizó siguiendo el rito católico, lo cual era un desafío por
parte de mi padre a la nobleza arriana y un símbolo de lo que sería después su
reinado. Ante el obispo de la urbe, Eufemio, se unieron mis padres en una
ceremonia solemne y ritual. Mi madre estaba abstraída. De vez en cuando
dirigía su mirada hacia mí. Yo estaba serio, como si en vez de unirse a mi
padre, ella se casase con un padrastro lejano y desconocido. Cómo odiaba en
aquel momento al apuesto rey Recaredo que me la había quitado. Sin embargo,
creo que tampoco hubiese vuelto atrás, a los tiempos del norte, al tiempo de
mi infancia; una nueva etapa se abría ante mí».
Tiempos de aprendizaje

«No veía casi a mi padre. En los primeros años de su reinado, los francos nos
habían declarado la guerra. Al parecer, todo guardaba relación con la muerte
de Ingundis, una princesa merovingia que había estado casada con el hermano
de mi padre, Hermenegildo, a quien no conocí y que se rebeló en una guerra
fratricida contra el poder establecido. De Hermenegildo se decía únicamente
que había sido un traidor, un renegado, y, sin embargo, la figura de aquel a
quien se había condenado a muerte por delitos de lesa majestad me resultaba
misteriosa y atrayente. Nuestra madre, Baddo, lo había conocido; le
consideraba su hermano y a ella nunca le había oído sino alabanzas con
respecto a él; decía que le había salvado la vida y que todo hubiese sido
diferente si Hermenegildo hubiese vivido. Mi tío Nícer lo admiraba. Sin
embargo, en la corte de Toledo hablar de Hermenegildo constituía un tema
vedado, el silencio había cubierto su memoria. Ahora, el rey Gontram de
Borgoña nos había declarado la guerra para vengar la muerte de la esposa de
aquel hombre olvidado. En realidad, los francos, más que la venganza,
buscaban una excusa para atacar al reino godo y, de este modo, lograr la
preeminencia entre los nuevos reinos germánicos de Occidente.
»Los nobles marcharon una vez más a la guerra. Algunos de los mayores
de las escuelas palatinas emprendieron el camino hacia el Pirineo. Hubo
mucho movimiento y excitación entre mis condiscípulos; a todos les hubiera
gustado partir hacia el frente, por ello se asomaban a la parte de la muralla
que daba al río, viendo salir a las compañías de soldados. Al fin, para
acrecentar nuestro espíritu militar nos permitieron despedir a las tropas;
bajamos hasta la muralla exterior de la ciudad. Vi al duque Claudio, como un
hermano para el rey Recaredo, a los otros nobles godos, Segga —padre de mi
enemigo Frogga—, a Witerico y a muchos otros con sus mesnadas, rezumantes
de fuerza y orgullo. La guerra era parte de la vida, algún día saldríamos
también nosotros a batallar contra los enemigos del reino, a conseguir gloria y
poder. Yo pensaba que quizá muchos de los que veíamos partir, la flor y nata
del reino, ya no volverían más; me estremecí. A todos nos conmocionaba ver
salir al glorioso ejército godo.
»Recuerdo que el día antes de la partida de las tropas, Recaredo, mi
padre, me mandó llamar. Siguiendo a un espatario de la corte recorrí el
complicado laberinto palaciego, corredores sin fin a través de los cuales
alcanzamos las estancias reales. Mi padre estaba de pie, delante del trono,
investido con los atributos de rey, el manto y la tiara, serio y orgulloso. Había
sido mi abuelo Leovigildo el que había adoptado los emblemas reales
similares a los de la corte bizantina. Mi padre los había conservado para
imponer su autoridad sobre los nobles, siempre rebeldes y levantiscos. El
espatario que me acompañaba dobló la rodilla ante él y yo le imité, inclinando
también la cabeza. Al levantarla me encontré con el rostro de mi padre; su
expresión era serena y amable. No le había visto desde hacía tiempo. Se
dirigió hacia mí hablándome con voz cordial, me preguntó por mis progresos.
Me sentí turbado y me costaba responderle. Entonces él comenzó a contarme
del tiempo en el que había estado como yo en las escuelas palatinas, de sus
compañeros de aquella época, de los instructores, de las técnicas de batalla…
Yo le oía encantado. Mi padre tenía para todo el mundo un atractivo especial
que hacía amarle a todos los que le conocían.
»Finalmente me dijo:
»—Aprovecha el tiempo allí. El próximo año vendrás conmigo a las
campañas militares, no basta la formación que recibes en palacio con tus
preceptores, tienes que aprender en el campo de batalla.
»Pensé, aunque no era capaz de decírselo, que no me gustaba la guerra. Me
daba asco la sangre y miedo enfrentarme con el enemigo.
»Lo de menos es lo que te enseñan en las escuelas palatinas. Tu tío… tu tío
Hermenegildo nunca fue allí. Él…, él era un buen soldado… De pronto me di
cuenta que al hablar de Hermenegildo, en las palabras de mi padre había una
gran añoranza; en voz baja continuó: El mejor que yo nunca he conocido… —
Después se detuvo y prosiguió—: No pienses que todo se aprende de un
maestro. El arte de la guerra es un don que no a todos se les concede, pero
donde mejor se aprende es en el campo de batalla. Se necesita un corazón
firme para aguantar la pelea.
»Cuando pronunció estas últimas palabras me miró fijamente a los ojos,
quizás intentando adivinar el tipo de guerrero que iba a ser yo. En ese instante
palidecí, sintiendo un vahído de angustia, que mi padre advirtió. Me palmeó la
espalda para animarme, quizá preocupado por su heredero».

«Los días comenzaron a sucederse unos iguales a otros, temía a las clases
de Eterio, pero aún más los juegos con los otros chicos y los entrenamientos
con Chindasvinto. No veíamos mucho a los mayores, me refiero a Adalberto y
Búlgar, quienes me habían protegido en un principio; ellos se adiestraban
fuera del recinto palatino, realizaban guardias con los soldados de la muralla
o hacían salidas fuera de la corte. Sus estudios de letras habían finalizado y lo
que les restaba era aprender bien el manejo de las armas. Alguna vez me crucé
con Adalberto y siempre mi corazón latía deprisa al verle; él me trataba con
cordialidad.
»Sisenando continuó odiándome y haciéndome la vida imposible con la
aquiescencia de Chindasvinto. Por Sinticio supe que mi enemigo pertenecía a
la nobleza más antigua del reino, los que consideraban que mi familia había
usurpado el trono y no acataban la elección real. Nada de lo que yo hacía les
parecía bien, y por todos los medios buscaban excluirme de la vida social,
haciéndome quedar en ridículo.
»Sisenando solía decirme que yo nunca sería rey, que cualquiera de los
que se adiestraban en las escuelas palatinas tenía más valía que yo. Yo no era
capaz de responderle, y me atormentaba a mí mismo sintiéndome sin méritos
para estar allí. Alguna vez hablé con Sinticio de ello, que intentaba animarme
diciendo:
»—No sé qué se cree ese vanidoso… Lucha mal, al menos tú tiras bien
con la jabalina… Tu sangre es real y él ha llegado aquí gracias a los caudales
heredados de su abuela, una dama hispanorromana de la Bética; por lo tanto,
no es godo de pura cepa. Así que deja de quejarte… Tú serás rey, te lo digo
yo. La nobleza no está en los puños, y creo que tampoco en la sangre, está en
el dominio de uno mismo y en la grandeza de corazón.
»Me sorprendió escuchar aquello en labios de Sinticio. Mi amigo era un
hombre acomplejado, herido por los desprecios y burlas a los que le habían
sometido; sin embargo, poseía un espíritu abierto y siempre me fue leal, sí, lo
fue hasta el fin; mientras que yo no siempre correspondí a su afecto
desinteresado. Y es que, cuando crecimos, algunos comenzaron a adularme;
pensaban que más adelante quizá yo sería el sucesor de mi padre y
consideraban que era bueno tenerme de aliado; me fui uniendo a ellos y
alejándome de Sinticio; me daba vergüenza que me viesen con él por su fama
de haber sido usado por los capitanes como mujer. Al principio, yo me
encontraba a gusto con las nuevas compañías pero, en el fondo, reconocía que
no eran realmente mis amigos. No podía contarles mis cuitas y problemas, ya
que debían pensar que yo era fuerte y que nada me afectaba. Llegué a sentirme
solo porque no podía desahogarme con mis nuevos camaradas, a quienes yo
quería impresionar y, al mismo tiempo, evitaba a Sinticio, mi verdadero
amigo. Como los problemas con Sisenando y Chindasvinto continuaron, pensé
en mi madre. Yo confiaba ciegamente en ella, pero las normas de las escuelas
palatinas nos prohibían a los más pequeños el acceso a las estancias reales.
»Al fin, un día, a pesar de los impedimentos pude llegarme hasta ella, que
me recibió con un tierno afecto, haciéndome sentir confuso ante sus
expresiones de cariño.
»Baddo me echaba de menos, se sentía sola dado que el rey Recaredo se
había ausentado por la guerra. Esperaba un hijo, a ti, Swinthila, y las curvas
de la maternidad la hacían parecer más hermosa; se encontraba débil con la
flaqueza que muestran algunas mujeres durante el embarazo; un aura de suave
melancolía la impregnaba. Recostada en un triclinio, no se levantó al verme
dado su avanzado estado de gestación, y yo me senté en el suelo junto a ella;
entonces mi madre, Baddo, me cogió la cara con sus manos examinándome con
detenimiento.
»—¡Has cambiado tanto! ¡Eres casi un hombre! ¡Cuánto tiempo ha pasado
desde que vivíamos en el norte! ¿Recuerdas?
»Sonreí tristemente. Ella continuó:
»—Era una vida libre… Ahora estamos apresados por el protocolo de la
corte, casi no puedo verte, hijo mío.
»Yo permanecí callado y mi madre se dio cuenta de que algo ocurría. Poco
a poco logré ir articulando algunas palabras:
»—Estoy en una jaula…
»—¿No eres feliz?
»No pude reprimirme y exclamé:
»—No, madre, no lo soy.
»Ella clavó sus hermosos ojos oscuros, dulces y comprensivos en mí,
preguntándome:
»—¿Por qué?
»—En las escuelas palatinas hay miedo…
»—¿Miedo?
»—Un capitán nos trata tiránicamente y ha realizado… —me detuve—…
cosas… cosas inconfesables.
»Avergonzado, le relaté lo que ocurría con Chindasvinto: cómo había
abusado de Sinticio y de otros, y cómo maltrataba a los mejores alumnos de
las escuelas.
»—¿Tienes pruebas?
»—No, no hay pruebas más que mi palabra y la de algún otro chico contra
la suya, el capitán Chindasvinto es muy poderoso.
»Ella calló y después prosiguió como hablando consigo misma.
»—Esas cosas son difíciles de probar.
»Entonces una luz se abrió en mi mente, quizás ella sí pudiese hacer algo,
ella era la reina, la esposa del todopoderoso Recaredo.
»—Todo mejoraría si él abandonase las escuelas palatinas. ¿No podrían
ascenderlo y enviarlo a alguna campaña militar lo más lejos posible de
Toledo?
»—Poco puedo hacer, tu padre está en la Septimania… Dices que él es un
buen guerrero…, ¿no? —Bajando la voz, como dudando, prosiguió—. Quizá
podría hablar con el conde de los espatarios…
»Se hacía tarde, yo debía volver; pero ella no quiso separarse de mí y me
acompañó tapada con una capa, de color oscuro. Se fatigaba y se apoyaba en
mí. Antes de llegar a la zona de las escuelas palatinas, en las sombras de un
pasadizo, me abrazó. Ahora ella era más pequeña que yo, besé sus cabellos
olorosos y brillantes. Parecíamos una pareja de enamorados. Permanecí un
tiempo en sus brazos; después ella se fue. Noté que alguien nos estaba
espiando».

«Entre los alumnos de la escuela comenzó a difundirse que yo tenía una


amante. Fue el siempre fiel Sinticio quien me contó estos rumores. Se sentía
celoso de que hubiese una mujer en mi vida. Yo no di importancia a los
chismes riéndome por dentro sin explicar nada. Empecé a tener fama de
libertino. Mis enemigos hicieron correr el rumor de que me daban igual los
hombres que las mujeres.
»Poco tiempo después, Chindasvinto anunció que abandonaba las escuelas
palatinas, con gran alegría de todos los que habíamos soportado su
despotismo. Fue sustituido por Adalberto, quien había terminado ya su período
de adiestramiento. A Chindasvinto se le envío a la campaña con los francos y
se fue, orgulloso y altivo, al frente de una decuria. Sinticio y yo le vimos
marchar con alivio.
»Desde aquel momento, los entrenamientos fueron diferentes, dejaron de
ser una tortura y, para muchos de nosotros, aquel período se volvió uno de los
más alegres y tranquilos de nuestras vidas. Adalberto apreció mi habilidad
con el arco y la lanza, animándome a entrenarme más en estas disciplinas. Las
letras, que tanto me habían costado en un principio, gracias a los libros de
astronomía se me habían hecho amenas. Ahora disfrutaba leyendo códices y
manuscritos, tanto griegos como latinos, de la biblioteca palatina. Dejé de
aburrirme en las clases y de tener problemas con Eterio. En aquel tiempo,
devoré de Virgilio a Homero y a Lucano. La adolescencia que brotaba con
fuerza por todos los poros de mi piel me hacía soñar. En mis sueños estaba
Adalberto presente. ¡Cuánto deseaba serle agradable! ¡Le admiraba tanto! Era
el ideal de guerrero, me hubiera gustado ser tal y como él era. Una reprensión
suya en la instrucción bastaba para tenerme todo el día mustio y
cariacontecido; una alabanza, para que el corazón se me llenase de felicidad.
»Una mañana el capitán Adalberto me llamó. Temí una reconvención, pero
al entrar en sus aposentos vi su rostro amable y sonriente. No iba a ser
amonestado. Me dijo:
»—Liuva, te odian mucho. Tendrás que contar con ello. No es por ti, son
sus padres los que les instigan. Sus padres, que detestan a la dinastía baltinga
y que te odian porque tu origen es ilustre.
»Yo asentí y él prosiguió.
»—Tienes que ser un buen soldado. Te he visto entrenar, eres algo torpe en
la lucha cuerpo a cuerpo; pero posees una vista de águila y dominas la lanza y
las flechas. Sé que no te gustan los adiestramientos; aun así, debes poner más
empeño por tu parte. Quiero entrenarte yo personalmente. Fue un error que te
alistasen con el grupo de Sisenando y Frogga, son mayores que tú y siempre
perderás; ahora ellos son los primates y dominan a las escuelas palatinas. He
pensado hacer un grupo con los de la clase de Sinticio y encaminarnos a las
montañas para que aprendáis una serie de cosas que nunca practicaríais aquí.
Búlgar vendrá con nosotros.
»Enrojecí de alegría. Dejar la corte, aprender cosas en los montes, con los
amigos, lejos de Sisenando y su cuadrilla… ¿Qué más podía pedir? Antes de
acostarnos, me acerqué a Sinticio y le conté lo que se proponía Adalberto. En
el fondo, las alegrías y las penas quería seguir compartiéndolas con Sinticio.
Él se puso muy contento.
»Dos días más tarde, al amanecer, salimos de Toledo. En el grupo íbamos
Sinticio, la mayoría de los que cuando yo comencé en las escuelas palatinas
eran de la clase de los pequeños —aunque ahora eran medios— y yo. Nos
aproximamos a aquellos montes, coronados por crestones de mediana altura,
con caminos de tierra roja y vegetación rala. Después, dejando el camino
atrás, cruzamos un canchal de cantos que aparecían desnudos, como grandes
manchas blancas entre la vegetación. Sobre ellos crecían líquenes y musgos
que los salpicaban de multitud de colores.
»Nos guarecimos por la noche en cuevas, y Adalberto nos sometió a una
formación muy estricta. Nos hacía correr durante horas al sol. No consintió
que trajéramos víveres, así que tuvimos que cazar. Mi habilidad con el arco
me cosechó muchos éxitos. Lejos del acoso de Sisenando y Frogga,
desarrollaba mis aptitudes naturales, las que mi madre de niño me había
enseñado.
»Por las noches entonábamos himnos de guerra. Eran cantos de marcha y
libertad, en los que el glorioso pasado godo se cantaba en baladas. La canción
de Fritigerno, el noble campeón de Adrianápolis, o el paso de los mares del
Norte, o baladas de la estepa. Me agradaba escuchar la voz bien modulada de
Adalberto.
»Una fuerte camaradería se forjó entre nosotros. Me di cuenta de que
Búlgar, Adalberto y Sinticio me profesaban una devoción que no era
fingimiento. Los dos mayores querían que yo fuese un rey de grandes
cualidades y servir en la corte como primates del reino.
»Nada después fue así.
»Mis músculos se fortalecieron al sol, la piel se me tornó más oscura,
parecía ya un soldado godo, pero yo seguía odiando la sangre y cuando cazaba
alguna perdiz o un conejo dejaba que fueran Sinticio y los otros los que
recogiesen la presa herida.
»Tras aquellos días de campo, regresamos a la urbe regia. Comencé a
ganar combates sobre todo a alumnos no demasiado aventajados; eso me dio
una cierta seguridad. Ya no era el último, pero en el fondo de mi ser
continuaba sintiéndome inferior a los demás».
El Concilio Tercero de Toledo

«Mi padre Recaredo venció a los francos en las tierras de la Narbonense. A su


regreso tuvo lugar uno de los acontecimientos más importantes de su reinado:
el Concilio Tercero de Toledo. El rey quería asimilarse a los emperadores
bizantinos, no solo en el ceremonial de la corte sino, ante todo, por su dominio
del reino, de lo temporal y lo espiritual; por eso convocó el concilio.
Recuerdo las palabras que recogen[3] el inicio de la magna reunión:
»En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo el año cuarto del reinado del
gloriosísimo y piadosísimo y a Dios fidelísimo, señor rey Recaredo, el día
octavo de los idus de mayo, era seiscientos veintisiete, celebróse en la regia
ciudad de Toledo este santo concilio por los obispos de la Hispania y de la
Galia…
»En la primera hora del día, antes de que saliese el sol, sonaron las
trompetas convocando a los padres conciliares; después se echó a la gente de
la iglesia de Santa Leocadia y se cerraron las puertas. Los guardianes se
situaron en las puertas por donde debían entrar los obispos, que accedieron
según su preeminencia y ordenación. Después entraron los presbíteros y los
diáconos. Por último, los nobles pertenecientes al Aula Regia. Presidía la
magna reunión: Leandro, obispo de Sevilla, y Eutropio, abad de Servitano.
Cuando todo estuvo dispuesto hicieron su solemne entrada el rey Recaredo y
la reina Baddo.
»La iglesia refulgía oro, grandes tapices colgaban de las paredes y
lámparas votivas iluminaban tenue y cálidamente la basílica. Del techo
colgaban coronas áureas con incrustaciones de piedras preciosas. El olor a
incienso impregnaba el ambiente.
»Oí las palabras de mi padre sin entender nada de lo que iba diciendo:
»Conviene a saber que confesemos que el Padre eterno engendró de su
misma sustancia al Hijo, igual a sí y coeterno; pero que no sea el mismo el
Hijo que el Padre sino que siendo el Padre que engendró persona distinta que
el Hijo que fue engendrado, subsisten uno y otro con la misma divinidad de
sustancia. Del Padre procede el Hijo, pero el Padre no procede de otro alguno
y el Hijo procede del Padre eternamente pero sin disminución alguna.
Confesamos también y creemos que el Espíritu Santo procede del Padre y del
Hijo[4].
»El silencio cubría los hábitos de los monjes, las casullas de los obispos,
las armaduras de los nobles. Mi madre contemplaba a mi padre con una
mirada seria y emocionada. Pensé en cuáles serían sus sentimientos.
»Al fin, todos cayeron de rodillas ante el misterio sagrado, y el rey
Recaredo, mi padre, continuó leyendo las palabras que ponían fin a varios
siglos de disputas teológicas.
»A mí, hijo del rey, y a algunos más de las escuelas palatinas se nos había
permitido escuchar la reunión del concilio, ocultos tras unos tapices detrás del
presbiterio. Ajenos a las disputas teológicas, sin embargo, fuimos capaces de
percibir cómo el mundo hispano-godo cambiaba; cómo el reino parecía más
unido y justo. El cambio no había sido a través de la lucha, sino a través del
convencimiento y de la razón.
»Esos días, en las escuelas hubo celebraciones y se escanció vino y sidra.
Muchos se emborracharon y bajaron a la ciudad que ardía en fiestas. Para
celebrar el éxito del concilio se repartió pan y vino entre los más pobres.
Había bufones y espectáculos callejeros. El rey dispuso unos juegos de lanzas
en una palestra de la vega del Tajo, en los que participaban los nobles.
»En aquellos torneos vimos de nuevo a Chindasvinto. Percibí la marejada
de horror que se producía en el rostro de Sinticio al distinguir a su torturador.
Chindasvinto machacó a sus adversarios y finalmente fue a recoger el premio
de manos de mi madre, a quien le hizo una reverencia tributándole honor.
También hubo lanzamiento de flechas, en una especie de concurso. Adalberto
quiso que yo participase para que mi padre viese mis progresos; no gané, pero
hice un buen papel y noté que Recaredo me miraba con afecto, lo que me llenó
de orgullo.
»Pasado el concilio, corrieron rumores de levantamientos y
disconformidad entre los nobles. En las escuelas palatinas se advertía la
expresión de ira y odio en Sisenando y Frogga. A partir de aquel momento se
unieron en una cuadrilla ajena al resto, reuniéndose en conciliábulos en los
que era evidente que se tramaba algo. Comenzaron a tratarme peor. Ya no me
dirigían jamás la palabra y si lo hacían, era de modo insultante.
»Lo que sucedía es que las diferencias entre los distintos bandos de
muchachos se acentuaban porque, sin duda, eran un reflejo de lo que estaba
ocurriendo en las familias nobles del reino. En definitiva, aunque entre los
alumnos había numerosos grupúsculos, se distinguieron claramente dos
partidos. El primero se reunía en torno a Sisenando y Frogga; a él pertenecían
prácticamente todos los medios, exceptuándome por supuesto a mí. Sostenían
que la corona debería alcanzarse por méritos y no hereditariamente,
profesaban un nacionalismo godo a ultranza que se concretaba en un
arrianismo fanático y rabioso. El otro grupo, liderado por Adalberto, era fiel
al rey Recaredo, por lo tanto, me consideraban como su muy posible sucesor,
me guardaban fidelidad y procuraban ayudarme. Entre ellos estaban los que,
como Sinticio, provenían del orden senatorial de la población hispanorromana
y nobles godos que por su menor nivel no optaban a la corona.
»Una mañana llegó un correo. Los medianos y los pequeños estábamos
reunidos en la palestra haciendo diversos ejercicios físicos, cuando se nos
aproximó Ibbas con cara de preocupación. Hizo detener el entrenamiento y se
dirigió a Frogga. Le sacó de la arena y fuera comenzó a hablar con él.
Adalberto quiso que continuásemos con un ejercicio de pesas mientras se
resolvía lo que fuese con Frogga.
»A la hora del almuerzo, Frogga se había ido. Sisenando estaba blanco
como el papel. Pronto entre las mesas se extendió el rumor de lo ocurrido.
»Se había descubierto una conjura en Mérida, una conjura arriana que
quería devolver al pueblo godo a su primitiva religión, deponiendo al rey
Recaredo. En ella participaba Segga, padre de Frogga; por ello, este último
había sido expulsado de las escuelas palatinas. En la conjura de Mérida se
asociaron Sunna, el obispo arriano de la ciudad, y los condes Segga y
Viagrila; pretendían dar un gran golpe eliminando al obispo católico Mássona
y al duque de la Lusitania, Claudio, mano derecha de Recaredo. La conjura fue
descubierta gracias a uno de los implicados, Witerico, que con ello consiguió
el perdón. Segga fue defenestrado, se le cortaron las manos, su familia perdió
todas las prerrogativas de su rango y fue deportado a la Gallaecia. Por ello
Frogga hubo de abandonar el palacio y las escuelas».
Los preparativos para la guerra

«Pronto Sisenando y el grupo de los medios se fueron también de las escuelas


palatinas. Llegaron chicos más jóvenes y menos experimentados en el arte de
fastidiar a los demás. Por fin, me encontraba realmente a gusto en el palacio
de los reyes godos donde mi instrucción iba lentamente progresando. Acababa
de cumplir dieciséis años. El reino no estaba en paz y se rumoreaba que
pronto se iniciaría una nueva campaña contra los bizantinos.
»Con la edad, se nos habían concedido más prerrogativas y podía ir a
visitar con frecuencia a mi madre y a mis hermanos. Envidiaba la vida
hogareña y pacífica que teníais de pequeños tú y Gelia. Recuerdo cómo madre
se sentaba junto al fuego y jugaba con vosotros. A esos momentos de solaz se
sumaba a veces nuestro padre. Noté pronto el afecto intenso que te profesaba.
Eras un niño hábil y fuerte, sin la timidez casi enfermiza que siempre me había
caracterizado a mí y que enervaba a mi padre. Me sentí a menudo celoso.
»Una vez oí a Recaredo decir a mi madre:
»—¡Cuánto hubiese deseado que el mayor fuera Swinthila! Él tiene
decisión y firmeza… ¡Mira que es pequeño…! Liuva está siempre asustado y
como pidiendo perdón.
»—No digas eso —replicó ella—, Liuva es un muchacho sensible e
inteligente.
»—La sensibilidad no va a serle de gran provecho como gobernante. En
cuanto a la inteligencia es una inteligencia quizá poco práctica. Temo por él.
»En aquel momento entré en la sala y ambos guardaron silencio. Tú,
Swinthila, te lanzaste hacia mí, buscando mis armas. Tenías poco más de tres o
cuatro años y eras un chico fuerte. Gelia permanecía aún en el regazo de
nuestra madre.
»Recuerdo que el fuego calentaba la estancia pero, al oír todo aquello, mi
corazón se tornó frío; el rey, sin darse cuenta de ello, se dirigió hacia mí:
»—En poco tiempo se iniciará la campaña contra las tropas imperiales.
Será tu primera campaña, Liuva, deseo que participes en ella. Estarás al frente
de una decuria de espatarios a caballo. Puedes escogerlos tú mismo de entre
los nobles que han estudiado en las escuelas palatinas. Irás en la compañía de
Witerico, un hombre que ha sabido demostrar su lealtad.
»Yo asentí, pero el nombre de Witerico no me gustó. Había participado en
el complot de Mérida y alguna vez había oído hablar positivamente de él al
grupo de Sisenando.
»De vuelta al cuartel lo comenté todo con Adalberto, Búlgar y Sinticio.
Les dije que quería que viniesen conmigo a la campaña del sur contra los
imperiales. Ellos aceptaron. Escogimos un grupo de jóvenes que me habían
sido siempre fieles. Después en un aparte, Sinticio, siempre al corriente de
todo, me dijo:
»—En estas noticias hay dos partes: una buena, que iremos juntos a la
guerra, y otra peor. No sé si sabrás quién está en la compañía de Witerico.
»—¿Quién?
»—Mi viejo amigo Chindasvinto, a quien yo no quisiera volver a ver en la
vida.
»—No tenemos por qué estar con el resto de la compañía de Witerico,
podemos mantenernos al margen.
»Sinticio me interrumpió, estaba muy preocupado:
»—Además, no me gusta Witerico…
»—¿Por qué?
»—Es un arriano convencido… muy fanático. No creo que haya perdonado
la afrenta que supuso el concilio de Toledo. Conspiró contra tu padre.
»—Sí, pero denunció a los conspiradores…
»—Por eso mismo, es un traidor de quien no conviene fiarse. Tu padre
hace mal en confiar en él. Habla con él.
»—Tengo pocas oportunidades, no le veo casi nunca».
«El día antes de la partida, el rey compareció en las escuelas palatinas.
Nos hicieron formar para que pasase revista a las tropas. Fuimos desfilando
batallón tras batallón agrupados por edades. Junto al rey estaba Claudio,
duque de la Lusitania, y varios nobles godos. Escondido entre mis
compañeros, yo miraba al frente sin desatender la formación y pensaba en lo
que me había dicho Sinticio, por eso observé a Witerico. En aquella época era
un hombre alto, musculoso, con calvicie importante y cabellos largos, de color
castaño, en los que se le entremezclaban las canas. Mi padre le decía algo en
voz baja, y él aparentemente sonreía, pero mientras sus labios mostraban una
expresión complaciente, la mirada de sus ojos era dura.
»Al son de la marcha militar desfiló una compañía y otra, me fijé en
Adalberto; nuestro joven capitán quería que todo el mundo lo hiciese bien y
estaba nervioso.
»Al acabar el desfile, Recaredo nos arengó.
»—Habéis sido adiestrados para ser guerreros del reino godo para
destruir a sus enemigos, para conquistar esta tierra de Hispania que pertenece
a los godos por derecho. Sois los herederos de Baltha y Fritigerno, los
vencedores de los romanos y de los hunos, los conquistadores de Europa.
Habéis sido llamados a un singular destino, vuestra nación, vuestro rey, os
convoca; dejaos guiar por él… Sois los vencedores…
»En ese momento el discurso del rey, inflamado de ardor, fue interrumpido
por los gritos de alabanza de los soldados.
»—Todos los que podáis empuñar un arma iréis a la campaña contra el
imperio a recobrar lo que nos arrebataron injustamente los orientales. Será una
guerra sin cuartel en la que Hispania será unificada por el poder de vuestras
armas. El sol del reino godo asciende sobre vosotros y toda la tierra de
Hispania, al fin, tendrá un único rey y un único Dios.
»Observé los ojos de mis camaradas fijos en mi padre; la fuerza de sus
palabras hacia vibrar a las gentes. Me fijé especialmente en los ojos de mi
amigo Sinticio; estaban llenos de lágrimas, pero no eran de cobardía sino de
ganas de lucha, de emoción por la batalla. Reparé en Adalberto; el capitán de
las escuelas palatinas atendía sin pestañear a la arenga; también nos miraba a
nosotros, inexpertos y novatos en esas lides guerreras. Él ya había participado
en la guerra; quizá pensaba que muchos de los que aclamaban a su rey no
volverían jamás. Él, Adalberto, nos había entrenado durante años desde que
éramos unos imberbes. Había soportado los castigos de Chindasvinto, y había
puesto paz entre las distintas facciones. Ahora nos enviaba a la guerra
conociendo bien nuestro destino. En la batalla morían los bisoños en el arte de
la guerra y nosotros lo éramos, y mucho.
»Sisenando y su grupo, enfebrecidos, también querían luchar para alcanzar
gloria y honor ante los demás. Ya no les importaba que aquel rey que les
estaba arengando fuese el enemigo político de sus padres; solo les afectaba ya
una cosa: la guerra. Una guerra para la que habían sido educados, que iba a
suponer la oportunidad de ganar prestigio y conseguir botín.
»Yo nunca podré olvidar aquella proclama de mi padre, llena de brío y de
vigor. Veo aún en mi mente el rostro de Recaredo inflamado por la pasión y el
afán de someter al enemigo. Mi padre era un hombre carismático capaz de
arrastrar masas. Al mismo tiempo era mi padre, un hombre cercano a mí, pero
por su poder, muy lejano. Le admiraba, le temía, le quería y a la vez le odiaba.
Sí, yo quería y odiaba a aquel padre que buscaba algo en mí que yo no le
podía dar. Yo nunca estaba a su altura; él anhelaba un heredero capaz, un
sucesor que continuase al frente del reino, que completase su obra de
unificación, que fuese el continuador de la gloriosa estirpe de los baltos. Sin
embargo, yo no era, no podría ser nunca, el que él deseaba. Por eso, le temía y
le detestaba.
»Aquel discurso había sido pronunciado para que yo lo escuchase, para
suscitar en mí una reacción y un cambio. Mis amigos, incluso mis adversarios,
Sisenando y los otros, estaban hambrientos de lucha, de ganas de combatir. Yo
no lo estaba. Unos lagrimones grandes rodaron por mis mejillas. Nadie los
vio, solo Sinticio.
»Sonaron las trompas mientras el rey se retiraba a debatir con los
capitanes. Se rompió la formación, vi la mirada comprensiva de mi único
amigo, Sinticio. Me dirigía hacia él cuando un soldado se me acercó para
comunicarme que el rey reclamaba mi presencia.
»En medio de los oficiales, le vi sonriente, conociendo el efecto que sus
palabras habían causado en las tropas. Bebía un vino fuerte y aromático; al
llegar yo, me pasó una copa. Entonces levantó la suya en alto para brindar
conmigo:
»—¡Por la victoria…!
»—Por la victoria —musité yo sin ningún ímpetu, mientras
entrechocábamos las copas.
»Él no pareció advertir mi azoramiento.
»—El capitán Adalberto me ha dado muy buenas referencias tuyas. Dice
que eres decidido y un buen luchador. Que eres rápido en el combate.
»Me ruboricé y aquello pareció no gustar a mi padre. Sin embargo, aquel
día Recaredo estaba eufórico, seguro de su triunfo. Cambió rápidamente de
tema y, hablándome en un tono más bajo y confidencial, me dijo:
»—Eres mi heredero, tengo puestas en ti grandes esperanzas… —Me
examinó entonces con desaprobación, y prosiguió—: Tu aspecto ha de ser
marcial y no lo es.
»Al oír el reproche me sentí todavía más torpe y envarado.
»—¿Has decidido ya quién te acompañará en el frente?
»Aborrecía mandar a los soldados, solo tenía una esperanza para poder
desempeñar con dignidad el papel que mi padre me confiaba.
»—Padre, permite que Adalberto venga conmigo. Él es más experimentado
que yo… con él estaré seguro.
»No le agradó mi respuesta, que mostraba una vez más mi carácter
apocado.
»—No quiero dudas ni indecisiones. Tu inseguridad me asusta. Sí, puedes
ir con Adalberto, será lo mejor. Al parecer necesitas todavía un preceptor —
me dijo con dureza e ironía.
»Con voz trémula, le pedí que viniesen conmigo el resto de los
compañeros que yo consideraba fieles. Él aceptó sin querer entrar en más
detalles. Después hizo llamar a un criado y le dio una serie de indicaciones.
Poco más tarde el sirviente apareció con un bulto alargado envuelto en una
tela adamascada. Al desenvolverlo apareció una espada de grandes
dimensiones, poco manejable.
»—Esta espada perteneció a los baltos durante generaciones, es un arma
poderosa, pero hay que manejarla con pericia y fuerza.
»Me miró dubitativo como pensando para sí: “¿Podrás hacerlo?”. Me
sobrepuse a mis miedos y le contesté:
»—Espero ser digno de ese honor.
»Recaredo pareció complacido con mi respuesta, desenvainó la espada y
me la entregó. El arma era muy pesada y casi estuve a punto de dejarla caer.
La agarré con dificultad y de una forma un tanto desgarbada. Noté que mi
padre se ponía nervioso con mis ademanes torpes. Entonces me la arrancó de
las manos y con fuerza dio unos mandobles en el aire. Después me la devolvió
y me dijo secamente que podía retirarme.
»Al salir me encontré a Sinticio.
»—¿Qué tal…?
»—Como siempre, no estoy a la altura de nada.
»Le expliqué lo sucedido.
»—No sirvo, no valgo para rey ni para guerrero. ¿Sabes qué te digo? Me
gustaría encerrarme en una cueva a leer pergaminos, y pasear como cuando era
niño. Odio la corte, la guerra, el honor militar y todo ese conjunto de patrañas
que a todos os gustan tanto.
»Yo estaba a punto de llorar. Sinticio me entendió.
»—Eso sería de cobardes. ¿Recuerdas lo que Chindasvinto me hacía de
niño? Yo quería morirme o desaparecer; sobre todo cuando los medios se
metían conmigo. Hay que enfrentarse a lo que uno es, sin miedos. Tú serás rey,
te lo digo yo, y serás un rey humano, cercano a la gente.
»—¿Un rey que no sabe manejar la espada de su familia?
»—¡A ver…! Enséñame esa espada…
»La saqué de la vaina y brilló ante nosotros un arma bien templada con
hoja de un acero bruñido. En la empuñadura había varias piedras preciosas.
Sinticio la tomó con su mano derecha. A él le costaba también empuñarla al
dar algunos mandobles al aire, la espada parecía dirigir a mi amigo y no que
él la llevase a ella.
»—¡Lo ves…! No es tan fácil… Hay que practicar… Salgamos de aquí y
vayamos al lugar que está detrás de la muralla, donde no nos ve nadie. Allí
probaremos…
»Cesaron mis lágrimas al darme cuenta de que no era tan fácil el uso del
arma, a Sinticio también le costaba manejarla. Nos fuimos tras la muralla,
donde había un pino viejo y de tronco robusto. Divirtiéndose, Sinticio
comenzó a hacer como si se estuviese batiendo con el árbol. Saltaban trozos
de madera del tronco. Ya más tranquilos empezamos a reírnos. Después me
devolvió la espada e iniciamos un combate frente a frente, él con la suya vieja
y yo con la maravillosa arma que me había regalado mi padre. Recuerdo cómo
al final acabamos los dos rodando por el suelo, riéndonos con carcajadas
nerviosas como si estuviésemos borrachos.
»En aquel momento, vivíamos en la inconsciencia. No imaginábamos hasta
qué punto el frente de batalla cambiaría nuestras vidas».
El asedio a Cartago Spatharia

«Más allá la batalla se estaba recrudeciendo. Hacía calor, un calor infernal


con un viento húmedo y bochornoso proveniente del interior que pegaba las
ropas a la piel. El sol hería las lorigas y los cascos arrancando brillos, todo
estaba bañado en polvo y sangre. El olor a mi propio sudor, a descomposición
y a muerte me provocaba náuseas. Salté por encima de un cadáver
horriblemente descuartizado, con un brazo desprendido prácticamente de la
axila, la cara magullada y lívida, totalmente desfigurada, una mosca volaba
sobre su boca. Aparté rápidamente la vista sintiendo que iba a vomitar. A un
lado luchaba Adalberto, su rubio cabello se había vuelto oscuro por el sudor,
peleaba a la vez con dos guerreros orientales: uno de ellos, más bajo,
intentaba herirle en las piernas con una espada larga, pero mi amigo y capitán
saltaba sin dejarse intimidar. El otro le atacaba por un lado. Con un mandoble
rápido de su espada, Adalberto se libró del guerrero más bajo, enfrentándose
entonces al más peligroso. Ambos cruzaron sus hojas, me di cuenta de que el
joven godo medía a su oponente, yo le había visto muchas veces así en las
escuelas palatinas, calculando nuestros puntos débiles, el lugar menos
protegido o nuestros vicios en la lucha. El oriental era zurdo, por lo que, en un
cierto sentido, estaba en ventaja; pero, por otro, su zurdera hacía que no fuese
capaz de protegerse bien el lado derecho, sobre todo en el cuello. En un
momento dado, Adalberto se tiró a fondo dirigiendo su espada hacia el cuello
desguarnecido, fue un movimiento rápido, muy ágil y natural. El oponente cayó
herido de muerte, echando sangre por la boca.
»Al ver aquello me descompuse y sentí ganas de vomitar, me agaché detrás
del cuerpo muerto de un caballo para esconderme. Allí me encontró
Adalberto, quien me pinchó con la punta de su espada todavía manchada en
sangre.
»—¡Vamos, arriba! ¡No te entrené para que fueses un cobarde!
»Yo pensé que realmente lo era, desesperadamente cobarde. Comencé a
llorar, al ver por todas partes desolación y sufrimiento. No pude contestarle,
así que mi capitán se me enfrentó, y me amenazó obligándome a que me
levantase. Después, con la espada me empujó hacia la batalla. Intenté
retroceder, pero un oriental me cortó el paso, dirigiéndose hacia mí espada en
alto. El miedo me paralizaba el cuerpo y deseé morir.
»Adalberto hubo de abandonarme ante el ataque de varios orientales, su
arma poderosa se elevó cercenando las carnes de sus adversarios.
»El soldado bizantino que se dirigía hacia mí era un hombre moreno de
fuertes hombros y aspecto basto con dientes oscuros e incompletos. Me
amenazaba con un hacha de guerra de enormes proporciones, caí al suelo,
arrodillado y llorando. Iba a morir. Entonces, al sentir el silbido del hacha
descendiendo, el propio terror me hizo reaccionar y me tiré hacia un lado. El
hacha volvió a elevarse y de nuevo bajó hacia mí. Salté una vez y luego otra.
La lucha no era marcial; un sabueso persiguiendo a una liebre. El hacha cargó
de nuevo rozándome en el hombro y desgarrándome las ropas. Me dolió, una
sensación punzante e intensa. Algo entonces se me despertó dentro, algo
visceral y profundo, instintivo e irracional. No iba a dejarme matar. Comencé
a rodar, perseguido por el hacha mientras el pensamiento se me hacía más
claro. En un instante recordé las palabras que se habían dicho de mí delante de
mi padre: “es ágil y tiene certera puntería”. Conseguí sacarme el puñal del
cinto y me puse súbitamente de pie, al tiempo que lanzaba el cuchillo contra
mi agresor. El arma ligera atravesó el aire y se clavó en el pecho de mi
oponente, hiriéndolo de muerte. El hacha cayó a su lado. Sorprendido de mí
mismo me levanté del suelo; entonces me acerqué al hombre caído, un fornido
campesino bastante mayor que yo, curtido por la brega en el campo. Al
acercarme, sus ojos se abrieron espantados y, al fin, dejó de ver. Delante de
mí se transformó en un cadáver rígido y sin alma, tan distinto del rústico que
había luchado conmigo pocos instantes atrás. Posiblemente habría sido levado
por los imperiales de las fértiles huertas del Levante, quizá se habría alistado
para conseguir botín y la paga, pero su destino estaba allí en la batalla: morir
frente a un novato en el arte de la guerra, como era yo. Seguramente me habría
atacado al ver mis hermosas armas, sin ningún odio, ni tampoco por lealtad al
ejército imperial.
»Al recuperar mi cuchillo, sentí cómo salía del interior de lo que ya era un
cadáver, y aquello me asqueó. Después, busqué mi espada entre los muertos
que le rodeaban. La pulida espada familiar que me había entregado mi padre,
la encontré a un lado. Pronto llegaron más enemigos, me vi rodeado por los
bizantinos, comencé a luchar mejor, no por valentía sino por un instinto básico
de supervivencia, no quería morir. Me debatía como un gato: mi agilidad y
juventud, la puntería certera desarrollada en mis años de entrenamiento
constituyeron mi mejor defensa. Decidí quitarme la loriga que me restaba
agilidad. A lo lejos vi a Búlgar, sus cabellos oscuros se movían debajo de un
yelmo plateado y dorado. Deseé estar al lado de alguien conocido, y fui
luchando hasta situarme cerca de él, me defendí bien de los que me iban
acorralando. A lo lejos vi luchar a Adalberto.
»Entonces se oyó el sonido de un cuerno. Llamaba a retirada, por lo que
retrocedimos hacia nuestras líneas; todos excepto un hombre de gran porte y
ojos claros. Era Chindasvinto, mi antiguo preceptor y el torturador de Sinticio;
él seguía luchando, machacando a sus rivales, se defendía bien contra dos
grandes guerreros. Con un golpe de su espada degolló a uno y después golpeó
la cabeza del otro que cayó a tierra inconsciente. Chindasvinto no volvió atrás
sino que se detuvo a despojar a los caídos de sus pertenencias.
»Por la noche Adalberto me llamó a su tienda. Observé su rostro enfadado,
encendido de enojo.
»—Te has puesto en peligro y has hecho peligrar la vida de muchos. No
tienes control sobre ti mismo.
»—Lo sé, soy un cobarde…
»—Eso no basta, eso no me basta en absoluto. Eres el hijo del gran rey
Recaredo. ¿Qué crees que hubiera ocurrido si en vez de estar yo a tu lado, que
soy como una nodriza para ti, hubiera estado Witerico o Chindasvinto?
»—No lo sé…
»—Habrías perdido fama y honor o estarías muerto. Un hombre tiene que
saber dominarse a sí mismo en el combate.
»—Yo, yo… —balbuceé—… no puedo.
»—Sí puedes. Siempre se puede… Al final luchaste y te defendiste bien.
Mira, Liuva, es tu primera batalla, todos hemos sentido miedo, pero hay que
saber dominarlo…
»—Detesto la guerra, aborrezco la sangre… Pude luchar porque me
atacaban, pero soy incapaz de iniciar un combate. No quiero ser un guerrero.
Me gustaría ser un monje o algo así…
»—Pues ese no es tu destino. Si tú no te comportas como un hombre sino
como una mujercilla o un alfeñique, todo lo que tu padre ha conseguido caerá
por tierra y habrá sufrimiento y muerte.
»—Déjame en paz, no quiero nada… —grité—. ¡Déjame en paz!
»Adalberto se fue enfadado. No pude dormir aquella noche, las escenas de
la batalla reaparecían una y otra vez en mi mente. La cara de la muerte de los
caídos en la lid se manifestaba de nuevo ante mí y cuando lograba caer en un
ligero duermevela, los sueños eran terroríficos: hombres muertos que nunca
más serán ya conocidos entre los vivos, cadáveres que se descomponían ante
mis ojos. A todo ello, se unía un profundo desasosiego por no haber estado a
la altura de las expectativas de Adalberto.
»Desde el campamento veíamos a lo lejos brillar el Mediterráneo, y a
Cartago Spatharia rodeada por una bahía rocosa con los barcos de velas
orientales balanceándose en el muelle. En la distancia, nos parecía una
hermosa ciudad; los hombres soñaban con el botín que se obtendría al
conquistarla. Había sido embellecida por los imperiales y en algunas de las
cúpulas de las iglesias brillaba el oro. Más allá de todo, dominaba la ciudad
una fortaleza, el palacio del legado imperial».

«Llevábamos varias semanas atacando a la capital de la Spania[5]


bizantina, que no se rendía y parecía ser invencible. El resto de la campaña,
como siempre, había resultado victoriosa para las tropas de Recaredo que
habían conquistado algunas ciudades cercanas. Sin embargo, yo padecí mucho
en aquella guerra. Lo que en las escuelas palatinas y en los montes de Toledo
era un juego que había llegado a divertirme ahora se había convertido en un
enorme suplicio.
»Sin embargo, sobreviví y evité ser herido. Mi buena puntería me protegió
muchas veces en la batalla. Además, Adalberto, Búlgar y los otros me
protegían y me guardaban fidelidad. No ocurría así con el resto de los
hombres de Witerico. Él, por su parte, me trataba con una aparente deferencia,
que le llevaba incluso a consultarme planes de ataque y de batalla. Yo me
sentía honrado con la actitud servil y oficiosa del magnate. Muchas noches me
invitaba a cenar a su tienda con otros oficiales. Fue a él a quien oí hablar por
primera vez de la copa de poder.
»—Esa copa existe —decía Witerico—, Hermenegildo murió porque no
quiso beber de ella y luego la copa desapareció.
»—Dicen que Ingundis la llevó hasta Bizancio, otros dicen que está
escondida en algún lugar del norte. —Aquella era la voz de Chindasvinto.
»—¿Cómo era? —pregunté.
»—Una copa ritual de medio palmo de altura, exquisitamente repujada con
base curva y amplias asas unidas con remaches con arandelas en forma de
rombo, su interior es de ónice.
»La copa le importaba mucho a Witerico, pensaba que alcanzaría el poder
si la encontraba y que yo, hijo del rey godo, podría ayudarle a hacerlo; pero al
comprender que yo no sabía nada de ella, pronto dejó de nombrarla.
»Pocos días más tarde, asistí a una reunión con los capitanes, se me
permitió acudir en concepto de hijo del rey. En ella estaban Witerico,
Chindasvinto y el bravo capitán Gundemaro, conocido por su valor. Este
último era un hombre de prestigio reconocido y fiel a Recaredo. Había sido
nombrado duque de la Septimania. Junto a ellos, otros muchos oficiales, allí se
discutió el ataque definitivo a la ciudad.
»—No debemos prolongar más el cerco. Nuestras tropas están cansadas y
está resultando difícil el aprovisionamiento. —La voz de Witerico se oyó
expresando impaciencia—. Hay que forzar una salida y luchar cuerpo a
cuerpo.
»—No querrán, tienen víveres que les llegan por mar; podrían mantener
esta situación durante años.
»—Hay que buscar un reducto, algún punto flaco de la muralla.
»—Mis informadores me han dicho que en el sur hay un punto en el que las
defensas flaquean —dijo Gundemaro—. Yo opino que habría que forzar una
salida por la puerta norte, quizá por la noche y, mientras tanto, un grupo
voluminoso y oculto por la nocturnidad, podría atacar la zona débil del sur.
»Siguieron hablando y trazando planes de guerra. Entonces entró un
emisario, que se inclinó ante el rey, comunicándole graves noticias. Habían
desembarcado al norte contingentes bizantinos, tropas que, procedentes de
África, habían llegado para reforzar la ciudad; avanzaban rápidamente hacia
Cartago Nova. De cercadores podríamos pasar a ser cercados.
»Después de sopesar las noticias, el rey decidió dejar un grupo fuerte
defendiendo las posiciones godas ante la ciudad, mientras que él con el resto
del ejército se desplazaría hacia el norte para hacer frente en campo abierto a
los refuerzos bizantinos. Salimos del cerco de Cartago con un grueso número
de hombres entre los que se encontraban Witerico y Gundemaro. Galopamos
deprisa hacia el norte porque el factor sorpresa era esencial. Nos encontramos
con los bizantinos en una amplia explanada frente al mar. Al punto, las tropas
se dispusieron en orden de batalla».

«Vi guerrear a mi padre con esa habilidad férrea que siempre le había
caracterizado. Le gustaba la lucha y era fuerte, muy fuerte, atacaba de frente,
con decisión, sin dudar un momento, como un toro salvaje, con una potencia
sin límites. Manejaba una espada de gran envergadura que había heredado de
su abuelo Amalarico y que antes había pertenecido a su hermano
Hermenegildo. Se introducía entre las filas bizantinas seguido de sus hombres,
que le idolatraban, y que eran incapaces de separarse de él.
»Le seguí desde lejos con la vista, incapaz de introducirme en la batalla.
»En un determinado momento el rey Recaredo comenzó a luchar con un
guerrero joven, muy alto, que llevaba un casco con triple cimera, calado y una
armadura clásica bizantina. Parecían un toro y un león. Uno combatía
arremetiendo hacia delante, con embestidas feroces; el otro era un luchador de
elegancia exquisita, suave en sus formas, cortante en sus ademanes, algo etéreo
había en sus gestos. Mi padre estaba desconcertado y eso le restaba potencia.
El desconocido aprovechó este momento para descargar un tajo sobre él,
quien pudo evitarlo parcialmente; manó sangre de su armadura. Aquello irritó
al rey godo. Se lanzó hacia delante y abatió al bizantino, haciéndole caer al
suelo.
»Mi padre levantó el arma para rematarlo, pero entonces se oyó una voz:
»—Recaredo…
»—¿Quién eres…?
»—La voz del destino, la voz de alguien que viene más allá de la tumba a
saldar cuentas con la injusticia.
»El hombre levantó su cimera, unas greñas oscuras y unos ojos claros casi
trasparentes. Oí un grito de desesperación de la boca de mi padre.
»—¡Hermano, hermano…!
»El rey retrocedió y el desconocido huyó. La batalla finalizaba, los
hombres de Cartago Spatharia dejaban el campo, retirándose a su plaza. En
medio de campo de batalla, mi padre, arrodillado en el suelo, mostraba un
rostro demudado. Una sombra de tristeza lo envolvió y el pasado regresó a él.
Lo condujeron a su tienda, herido, enfermo, a un lecho en el que fue trasladado
a Toledo.
»Habíamos ganado la batalla, pero la guerra contra los bizantinos no había
terminado, el cerco de Cartago Spatharia se levantó. El rey Recaredo estaba
muy enfermo».
En la corte

«La lluvia caía con un crepitar continuo sobre las piedras del palacio de
Toledo; el agua se acumulaba en las oquedades y después rebosaba para
formar pequeños ríos que avanzaban desde el palacio hasta las calles. Desde
una barbacana en la muralla se podía ver el Tajo lanzando sus aguas contra las
riberas y las piedras del cauce, como un dios antiguo enfadado. Cerca de la
muralla un pequeño árbol doblaba sus ramas por el agua de la lluvia, y de él
pendían regueros que acariciaban el suelo suavemente. Unos siervos cruzaron
corriendo hacia la gran puerta de la muralla, se cubrían con unas capas que
sostenían sobre sus cabezas para no mojarse.
»Habíamos regresado del Levante pocas semanas atrás, hubiéramos
podido ganar la guerra de no haber sido por la extraña enfermedad de nuestro
señor y mi padre, el gran rey Recaredo. Ahora yo, espatario real y capitán de
espatarios, no era el niño imberbe de las escuelas palatinas sino que había
ocupado ya mi lugar en la corte. Había pasado la guerra y no quería
recordarla. Noté un brazo que me sostenía por detrás, giré bruscamente
llevando la mano a la empuñadura de mi espada. El otro rio; era Adalberto.
»—¿Has acabado ya de mojarte?
»—Me gusta ver caer el agua… Parece que limpia los campos y a mí me
limpia el corazón…
»Adalberto torció el ceño, no le gustaban las palabras sensibles o
demasiado tiernas.
»—Witerico quiere hablar contigo.
»—¿Sí?
»—Está preocupado por la salud del rey.
»Nos protegíamos por el saliente de la muralla que cubría la barbacana,
como un tejadillo que impedía que nos mojásemos. Adalberto se hallaba muy
cerca de mí. Me examinaba con esa mirada inteligente y traslúcida,
característica de él. Continuó hablando de modo persuasivo y suave, de esa
manera con la que era capaz de convencerme de casi todo.
»—Todos lo estamos… No han pasado muchos años desde que tu padre, el
gran rey Recaredo, que Dios guarde, unificó el reino. Si tu padre fallece
necesitarás apoyos. Creo que deberías hablar con Witerico.
»—Me gustaría que vinieses conmigo —le dije—, Witerico me impone.
No estoy seguro de que sea de fiar.
»—Antes pensaba como tú, pero creo que no es tan ambicioso como
parece, que busca únicamente el bien del reino.
»—Participó en la conjura de Mérida junto a Frogga y a Sunna.
»—Recuerda que los denunció. Es leal a tu padre.
»Había dejado de llover. El ambiente era luminoso, y se escuchaba a los
gorriones trinar, los pájaros de la lluvia anunciando que pronto escamparía.
Un rayo de sol brilló sobre la loriga de Adalberto, poco a poco las nubes se
abrieron y la luz del sol rodeó a mi amigo. Yo estaba en la sombra debajo de
la barbacana; al salir, unas gotas de agua cayeron del tejadillo, me mojaron la
cabeza, resbalándome por la frente. De un gesto brusco me las quité. Seguí a
Adalberto a través de los vericuetos del baluarte. Conocíamos aquella zona
del castillo como la palma de nuestra mano; para acortar subimos hasta el
adarve y cruzamos varias almenas. Desde allí se divisaba el Tajo rugiente,
casi desbordado por las últimas lluvias. Me distraje mirando el río mientras
Adalberto hablaba con entusiasmo de Witerico, duque de la Bética, uno de los
adelantados del reino. Según mi capitán, Witerico era un hombre inteligente y
bien informado. Él quería a toda costa que yo fuese rey. Entre los dos íbamos a
cambiar el reino y dominar el mundo, conquistaríamos las tierras francas
donde Witerico había luchado y también los territorios bizantinos. El reino
godo sería de nuevo, como en tiempos de Teodorico, la gran potencia del
Occidente. Yo escuchaba a Adalberto con arrobamiento; en aquella época todo
lo que él dijese era incuestionable.
»—Los godos somos los verdaderos continuadores del gran Imperio
romano, los que vencimos a Atila, los más civilizados dentro de los pueblos
germanos y ahora, por la gracia de Dios, convertidos de la pestilencia arriana
somos el pueblo llamado a cantar y a alabar las glorias de Cristo.
»Cuando hablaba lo hacía con un rostro de iluminado.
»—Los francos son pueblos aún salvajes. Mira a sus reyes, reparten las
tierras, que gloriosamente conquistó Clodoveo, entre sus hijos, como si fuesen
una finca familiar. Los godos hemos matado reyes, pero la gloria de nuestro
destino ha hecho que el territorio conquistado permanezca unido. Volveremos
a ocupar la totalidad de la tierra hispana que nos pertenece…
»Nunca le había oído hablar de aquella manera; me di cuenta que quizá
Witerico influía en su modo de pensar. Con orgullo continuó describiendo las
tierras del reino godo:
»—Todas las provincias de la Hispania, el África Tingitana y las Galias.
Tú serás el rey que lo lleve a cabo, tú, acompañado de tus generales:
Witerico, Búlgar y yo mismo.
»Aquellas palabras me enardecieron. Sin embargo, en el fondo de mi alma
sabía que no eran verdad; yo nunca sería ese rey que soñaba Adalberto.
Entonces pensé: “Quizá yo no llegue a ser todo eso que desea Adalberto, pero
lo que sí es posible es que ellos sean los generales que quieren llegar a ser”.
»—Necesitarás la ayuda de Witerico si deseas llegar al trono y, sobre
todo, si piensas permanecer en él. En la corte se te conoce como un
bastardo…
»—No lo soy.
»Él me miró asombrado de mi confidencia, que era la verdad. No quiso
entrar en aquella materia espinosa y me dijo:
»—Si ahora no consigues el trono, estoy seguro que habrá una guerra civil.
Es posible que más adelante tu padre o los nobles prefieran a tu hermano
Swinthila antes que a ti.
»Dejamos el adarve al llegar a un paredón por un portillo que se abría ante
nosotros. Nos metimos por los vericuetos que formaban el palacio del rey y
llegamos a las estancias que ocupaba Witerico; duque de la Bética y general
del ejército de Recaredo.
»Nos abrieron paso dos sayones apostados delante de la puerta. Al entrar
Adalberto realizó el saludo militar y yo le imité.
»Witerico era un hombre entrado en años, con el rostro marcado por
cicatrices que le atravesaban uno de los pómulos, con calvicie prominente de
la que partía un escaso pelo entrecano y ralo, largo sobre los hombros. Su
mirada era inquisitiva e inquietante, los ojos en su juventud debieron de ser
claros, pero ahora mostraban las huellas de la vejez. Era un hombre muy
fuerte, poderoso con su armadura brillante y bien troquelada, en la que lucía
un águila dorada con la cabeza vuelta hacia la izquierda. Incluso a Adalberto,
que era un hombre ya maduro, le imponía respeto, así que me situé detrás de
mi capitán y antiguo preceptor, intentando que no se me viese, pero él se
apartó. Me quedé frente al magnate.
»—Me alegro de que hayáis venido pronto. Hay graves asuntos que
debemos dirimir que atañen a vuestro futuro y al de todo el reino.
»—Vos diréis… —balbuceé con voz insegura.
»—Vuestro padre está gravemente enfermo.
»—Lo sé —dije.
»—El fin se avecina inminente. He hablado con el obispo y vuestro padre
recibirá los sacramentos y será decalvado. Eso significará que vos seréis su
sucesor…
»—Me siento indigno de tal honor —respondí con voz débil.
»—Vos sois la esperanza de la regeneración goda. Vuestro padre ha sido
mal aconsejado por algunos, ha dictado normas en detrimento del antiguo
clero, formado por nobles godos. Aconsejado por Leandro e Isidoro ha
desestimado a los que durante años eran cabezas de las sedes
metropolitanas…
»—¿No querréis volver a la herejía arriana…?
»—¡Lejos de mí! —protestó Witerico—. Acato las nobles y justas
decisiones tomadas en el Sacro Concilio. Sin embargo, la aplicación práctica
del mismo ha resultado en desdoro de la nación goda. Vuestro padre se ha
apoyado en nobles hispanorromanos, como Claudio, duque de la Lusitania, o
nobles sin abolengo, como Gundemaro, de la Narbonense; ha desoído buenos
consejos. De nuevo os digo, mi señor Liuva, vos sois la esperanza de la
regeneración goda.
»Adalberto asentía a estas palabras y yo me sentí orgulloso de ellas. Tomé
confianza y el duque de la Bética lo notó.
»—El Consejo Real ha sido convocado para proclamar el nuevo rey.
Tendréis todo mi apoyo, pero solo si desestimáis a los nobles que nombró
vuestro padre, sobre todo a Claudio y a Gundemaro. Si reponéis en las sedes
metropolitanas al antiguo clero godo. Si escogéis como vuestros generales a
hombres de talla y valía como vuestro amigo Adalberto y yo mismo.
»Les miré asombrado. Ellos habían desarrollado una jugada en la que yo
no era nada más que una pieza que habían colocado en medio de la compleja
trama de la política palatina. No me quedaba más remedio que aceptar; con
Witerico en contra, yo no tendría opción al trono.
»Sonreí torpemente mientras declaraba:
»—Necesitaré vuestra ayuda y acepto el noble ofrecimiento de poneros al
mando del ejército.
»Entonces Witerico y Adalberto se inclinaron ante mí.
»—Mañana se reunirá el Sacro Concilio en Santa Leocadia. Seréis
proclamado rey de los godos —dijo Witerico.
»De pronto me sentí orgulloso de mí mismo. Iba a ser proclamado sucesor
de mi padre, ayudado a llegar al trono por algunos de los mismos que se le
habían opuesto. Pensé que podría dominar a los nobles levantiscos y ajenos a
la casa de los baltos. Tendría dos buenos generales y no debería ir a la guerra.
Los mismos que se me habían enfrentado desde niño ahora deberían rendirme
pleitesía y honor.
»El tiempo de mi padre había pasado, ahora llegaba mi momento. El
momento de Liuva; Liuva, rey de los godos. El despreciado iba a ser ahora
coronado rey.
»De nuevo, fuera tras las murallas, comenzó a llover. Una lluvia que
rebotaba contra las piedras de la fortaleza y las limpiaba. A través de una
ventana entreabierta entró el frescor de aquella agua de primavera. Esa lluvia
me purificaba interiormente y yo me sentía seguro y poderoso. Aquel noble de
ilustre cuna me estimaba y apoyaba mi elección. Como todos los inseguros, la
cercanía al poder hacía que desapareciesen mis miedos y el halago de los que
antes me habían despreciado me confortaba.
»No me entristecía la muerte de mi padre. Por un lado, era ley de vida que
él tuviese que morir. Por otro, siempre me había sentido exigido por él y, en el
fondo de mi alma, detestaba a aquel que me había separado de mi madre, le
aborrecía con un odio mezclado con unos celos atroces.
»Mi destino sería ser rey, fuera dudas y vacilaciones, todos los obstáculos
se allanaban ante mí. Mi origen indigno se había olvidado, y yo, Liuva, sería
el rey que todos recordarían, el que, como Adalberto me había augurado,
conduciría a nuestra noble nación a la gloria y al poder.
»Después Witerico me explicó los entresijos de la conjura; él había
convocado a los nobles de todo el reino, de modo que llegasen primero los
que estaban de acuerdo con mi coronación. Había sido muy rápido y sagaz.
También había convocado al clero, los conversos arríanos estaban al tanto, los
católicos habían sido postergados.
»Él mismo me adoctrinó sobre la tradición escrita en el Breviario de
Alarico y el Codex Revisus del gran rey Leovigildo, en lo que se refiere a la
elección real y a la coronación. El rey tenía que ser aclamado por la nobleza y
yo iba a serlo.
»Después de la reunión con Witerico, Adalberto y yo bajamos a la ciudad
y nos emborrachamos. Recuerdo que regresamos al palacio después del toque
de queda; nos detuvieron en la puerta de entrada, pero al reconocernos nos
dejaron pasar.
»A la mañana siguiente busqué a Sinticio. Él, que había sido un amigo fiel
en los tiempos difíciles, debía ser partícipe también de los momentos de
triunfo.
»Su cara se transformó, en lugar de la alegría que yo hubiera esperado, su
rostro se vio velado por una sombra.
»—Tu padre aún no ha muerto… —me dijo—, tú no puedes proclamarte
rey.
»—¿No puedo? —me enfadé yo—, pues voy a hacerlo…
»—Creo que cometes un error fiándote de Witerico.
»—Adalberto está de su lado.
»—Me da igual —dijo Sinticio—, últimamente veo muy raro a Adalberto.
»No le hice caso y proseguí intentando convencerle.
»—Mira, Sinticio, hay que aprovechar las buenas oportunidades. Mi padre
va a morir, soy joven y soy ilegítimo. ¡Necesito apoyos! Yo no tengo realmente
fuerza, pero si los del partido de Witerico me secundan no habrá obstáculos
para que llegue al trono, se evitará una nueva guerra civil.
»Sinticio guardó silencio. Me di cuenta de que no estaba convencido por
mis argumentos.
»—Witerico te está utilizando…
»—Entonces Adalberto y Búlgar también lo hacen y ellos siempre me han
sido fieles. Lo han sido desde los tiempos de Chindasvinto y Sisenando.
Podría dudar de Witerico pero no de Adalberto.
»Sinticio no se conformaba.
»—¿Has hablado con la reina?
»—¿Por qué debería hacerlo? ¡No soy un niño!
»—Ella es tu madre.
»—¿Cómo lo sabes…?
»—No estoy ciego. Ese rumor corre por la corte hace tiempo. La reina
Baddo ha sido siempre muy influyente y respetada, conoce muy bien a tu padre
y también el reino.
»—Mira, Sinticio, a mí me han despreciado siempre. Según todos soy el
ilegítimo, pocos saben que mi madre es la reina. ¿Por qué me han condenado a
ser un bastardo? ¡Solo para protegerla! Cuando sea rey diré la verdad, desharé
las supercherías que mi padre montó.
»—La condenarás a la deshonra…
»—¡No es así!
»—Yo no quiero tu mal. Siempre te he apoyado, pero ¿no crees que
Gundemaro y Claudio te apoyarían?
»—Estoy seguro de que no, ellos apoyarían al que mi padre designe como
rey. Ese sería siempre Swinthila.
»—Swinthila es un niño. No nombrarán rey a un infante manejable por
toda la camarilla de la corte. Tu madre te apoyará… ¡Habla con ella!
»Me enfadé con él, estaba harto de sus críticas y sermones. Le grité:
»—¡Tú qué sabes! Ella prefiere a Swinthila y mi padre también.
»—Eso no es así. Yo he visto cómo te quiere tu madre. ¿Recuerdas cuando
estaba escamado porque pensaba que tenías una amante? Era tu madre que
embozada venía a visitarte…
»—¡Tú no sabes nada! Además, desde que mi padre ha enfermado mi
madre no se separa de su lado, no puedo hablar con ella. Y… aunque pudiese,
te digo que protege a Swinthila. Si mi padre sobrevive, lo nombrarán a él
como sucesor al trono. Yo no valgo nada para ellos. ¡Ahora es mi momento! Es
nuestro momento, viejo amigo, o te subes al carro o te quedas atrás. Tú eliges.
»—Siempre te apoyaré, a ti y a Adalberto. ¡Estás ciego! Te veo lleno de
ambición. Antes no eras así.
»—Me he vuelto realista. Sé a quién tengo que escuchar.
»Sinticio se fue dando un portazo, yo no razonaba, no quería ver lo que era
evidente, lo que mi amigo, mi único y verdadero amigo me quiso mostrar».
La conjura de Santa Leocadia

«La basílica refulgía oro, el olor a incienso se diseminaba gracias a


recipientes de plata y bronce que atravesaban la nave. Entre las columnas,
lámparas votivas de gran tamaño; en el presbiterio, coronas que los reyes
godos habían ofrecido durante años a Dios. Junto al altar, un palio bajo el cual
yo, Liuva, futuro rey de los godos, observaba encogido y azorado la
ceremonia. Se había convocado a toda prisa a los próceres del reino; antiguos
obispos arríanos ahora católicos, obispos católicos pero de tendencia afín a
Witerico; nobles de la Bética y la Lusitania, de la Narbonense y del convento
astur; de la Tarraconense y la Tingitana.
»Como en un sueño oía invocar a los santos y a los ángeles, según el rito
visigodo que no había adoptado la reforma del papa Gregorio y era afín al
bizantino en suntuosidad y refinamiento.
»Se hizo un gran silencio en las oscuras naves de la basílica, todos volvían
sus miradas hacia mí, que estaba sentado en un trono a la derecha del altar. De
pie a mi izquierda, Witerico elevó la voz:
»—¡Gloria al gran rey Recaredo!
»—¡Gloria! —contestaron todos.
»—Ante la hora de la muerte del gran rey Recaredo convoco a todo el
reino, clérigos, obispos, nobles y soldados a tomar una determinación. La
sucesión no debe demorarse al último momento. Hemos de asociar al trono a
aquel que va a ser un digno heredero de tan gran rey. ¡Gloria al gran rey
Recaredo!
»—¡Gloria! —repitieron todos.
»—Nuestro amado rey se enfrenta al Último Viaje, el viaje del que no hay
regreso, va a ser preparado mediante los santos óleos y será decalvado. Nunca
más podrá reinar. El noble rey Recaredo, piadoso por la fe, preclaro para la
paz, tendrá un digno sucesor en su hijo, Liuva, noble príncipe al que Dios
guarde muchos años.
»La camarilla de Witerico se levantó y desenvainó las espadas en lo alto,
al tiempo que daban grandes voces de alabanza. Chindasvinto, junto a ellos, no
se movió; permanecía quieto con el rostro impenetrable y endurecido. Junto a
los de Witerico se levantaron Adalberto y Búlgar, con muchos de mis antiguos
condiscípulos de las escuelas palatinas. El resto de los nobles finalmente
también se alzaron, sorprendidos de la actitud de Witerico. Ninguno habría
pensado que pudieran apoyarme en mi camino al trono.
»De distintos puntos de la nave se escuchó:
»—¡Unción! ¡Unción!
»Witerico había organizado aquello, sus adláteres comenzaron a corear
aquellas palabras que me conducirían hacia el trono. Isidoro y los nobles
Claudio y Gundemaro no entendían el cambio de postura del partido de
Witerico. Sin embargo, no se oponían porque ellos eran fieles a Recaredo y, al
fin y al cabo, yo era su hijo.
»Los gritos continuaron escuchándose por la sala; entonces, empujado por
Witerico, me levanté y tomé la palabra.
»—Llevaré la corona que me ofrecéis con la misma dignidad que la llevó
mi padre. Como adjunto al trono, nombraré al noble Witerico, que será jefe
del Aula Regia, y comandante general de todos los ejércitos de Hispania.
»Entonces, Gundemaro y Claudio entendieron al fin la maniobra. Witerico
había decidido que yo fuese rey, de momento, pero él se reservaba el poder
ejecutivo, es decir, el Aula Regia y el poder militar, el ejército.
»Se hizo un silencio entre los partidarios de Claudio y Gundemaro, los que
habían sido fieles a mi padre. Los otros continuaron gritando. La cara de
Leandro se ensombreció. La tensión se palpaba en el ambiente.
»En aquel momento, se escuchó el toque de una trompeta, y la puerta del
templo se abrió. Quizá yo, que estaba de frente a la puerta principal de la
iglesia, fui el primero en ver quién era el que interrumpía de aquella manera el
concilio. De pie, de espaldas al sol que alumbraba la puerta de Santa
Leocadia, un hombre, medio doblado, apoyado en una mujer y en un siervo,
entraba en la basílica: era mi padre, el rey Recaredo, enfermo pero no muerto.
»Un susurro se extendió entre los asistentes al concilio. Después, un
silencio expectante y doloroso recorrió las naves del templo, el silencio de la
traición descubierta, el silencio de la culpabilidad. En la quietud del templo,
solo se oían los pasos de mi padre, arrastrándose con dificultad por el pasillo
central. A su paso, los hombres doblaban la cabeza. Llegó al presbiterio, junto
a la reja que separaba el lugar sagrado de la nave, bajo un baldaquino;
después, ascendió unos peldaños y, por último, apoyado ya únicamente en mi
madre, se volvió y habló al pueblo:
»—Durante dieciséis años he regido por la gracia de Dios la Híspanla y la
Gallaecia. He vencido a los francos, he pacificado a los astures, he empujado
a los imperiales hasta arrojarles casi al mar. Estos años he mantenido con la
fuerza de la razón lo que mi padre, el rey Leovigildo, ganó con las armas.
Durante mi gobierno la pestilencia arriana ha desaparecido y el reino está
unido. ¿Por cuál de estos hechos queréis defenestrarme y alejarme del trono?
»Nadie respondió. La vergüenza llenaba los corazones. Al fin, el noble
obispo de Hispalis, Leandro, se levantó:
»—Por ninguno de vuestros gloriosísimos hechos, mi señor. Se nos ha
dicho que se convocaba este concilio porque no gozabais de buena salud para
escoger un sucesor vuestro. El duque Witerico ha propuesto a vuestro noble
hijo Liuva.
»El rostro de mi padre se tiñó del color de la ira; me miró a mí,
duramente, y después a Witerico.
»—Pues como bien podéis ver… ¡No estoy muerto! El rey sigo siendo yo
y, por gracia de Dios, elijo al que será mi continuador, mi hijo Liuva.
»Me apoyé en el trono donde me hallaba sentado para no caer, la
vergüenza recorrió mis venas. Mi padre me nombraba su heredero. A pesar de
los rumores que se me habían hecho llegar, yo iba a ser el heredero del trono
godo.
»Mi padre siguió hablando:
»—A él le digo que aún no es tiempo. —Y fijó su mirada en mí,
atravesándome con su decepción—. A él le digo que aún estoy vivo, y también
le digo que todavía no está maduro para reinar. Mi hijo es joven y
manipulable. Hay algunos que quieren controlar el reino… ¿No es así, mi
noble amigo Witerico?
»—Yo, mi señor, quise salvaguardar a vuestro heredero…
»—Sí, y le mentisteis… porque no estoy muerto. ¡Hijo mío! —El grito de
mi padre llegó a lo más profundo de mi corazón—. ¿Piensas que estoy
acabado?
»—No, padre —dije yo en un susurro.
»—No estoy acabado, pero no me queda mucho tiempo. Después, Liuva,
mi heredero, necesitará apoyo por parte de los nobles del reino. Nombro al
fiel Gundemaro, lugarteniente y custodio del reino y de mi noble hijo, Liuva, y
jefe del Aula Regia. Nombro a Claudio, el de las mil victorias, comandante
supremo de todos los ejércitos del reino.
»La cara de Witerico se tornó terrosa y gris. Mi padre había tirado por
tierra todos sus proyectos. Toda la basílica se llenó de gritos de alabanza al
glorioso rey Recaredo; unos eran sinceros, de aquellos que se alegraron de
librarse del control de Witerico, y de aquellos que realmente amaban a mi
padre. Otros fueron de adulación, para congraciarse con aquel rey, Recaredo,
mi padre, el mejor rey que nunca tuvo el reino godo.
»Mi padre parecía no escuchar los gritos y las alabanzas, su rostro estaba
deformado por el sufrimiento moral de la traición que acababa de descubrir y
por el dolor físico que le producía la enfermedad. Mi madre, junto a él, le
sujetaba para que no cayese. Ambos salieron de Santa Leocadia escoltados
por una multitud que les acompañaba en silencio expectante, intuyendo que su
rey se moría».
La reina Baddo

«Durante los siguientes días, no intenté acercarme a nuestra madre, aunque


sabía que solo en ella iba a encontrar consuelo. De cualquier modo, no era
fácil entrar en la cámara real, la reina había limitado el acceso al lecho de
muerte de Recaredo; quería estar a solas con él, con el que había sido su
compañero desde que era apenas una adolescente. La reina Baddo,
derrumbada por el dolor, parecía haber envejecido de pronto. Nuestro padre
agonizaba. Yo no quería ver su final, porque me sentía de algún modo
culpable.
»Me escapaba del palacio, a campo abierto, a galopar con Adalberto y
Búlgar.
»Uno de esos días, mi madre me mandó llamar recibiéndome en la antesala
de la cámara mortuoria de su esposo:
»—Tu padre va a morir con el alma destrozada por su propio hijo. Debes
hablar con él, debes pedirle perdón. Ya no me conoce y delira llamando a su
hermano Hermenegildo; a menudo me dice que lo ve por las noches cuando yo
no estoy, por eso no quiere que me aleje de su lecho. También te llama a ti, sé
que le dolió profundamente que te unieras a sus enemigos. Dime, Liuva…,
¿cómo has podido aliarte con el partido que siempre ha rechazado a tu padre?
¿Con el partido de los fanáticos nacionalistas?
»No quería reconocer que había obrado mal, traicionando las expectativas
de mi padre, por eso le contesté con frialdad.
»—Witerico y Adalberto han sido mis valedores. Creí que obraba bien.
»—Debiste haber confiado en tu padre.
»Entonces me enfurecí y hablé con tono resentido:
»—¿Tú crees…? ¡Mi padre siempre me ha rechazado! Desde los tiempos
en que vivíamos en las montañas, él me ocultó y me convirtió en un bastardo.
Mi padre habría nombrado a Swinthila su heredero. ¡Nunca me hubiera
nombrado a mí! Me ha relegado siempre, me ha corregido continuamente, me
desprecia…
»—Eso no es así, lo ves todo retorcido… Conocía tus debilidades y
quería ayudarte, de algún modo sabía que eres presa fácil de los aduladores.
—Después Baddo dijo en voz más baja—: Como así ha sido. Él te quiere…
»—No. Él quiere a Swinthila, siempre lo ha dicho. Yo se lo he oído decir,
le oí decir que él era el mejor dotado… Si hubiera sido mayor, le habría
nombrado su heredero. Estoy seguro de que si no se hubiese convocado el
consejo, teniéndome que rechazar delante de tanta gente habría nombrado su
heredero a Swinthila…
»Baddo, nuestra madre, me miró compasiva como a un niño pequeño que
no parece entender.
»—Tu padre quería lo mejor para ti. Verás, Liuva, soy tu madre, te he
llevado dentro de mí nueve meses y después estuvimos unidos en aquella
época en la que solo nos teníamos el uno al otro, cuando me rechazaron en las
montañas cántabras…
»No me gustaba que ella se pusiese tan tierna, no sabía qué se proponía
hablándome así.
»—¿Qué me quieres decir?
»—Escucha, Liuva, sé que no serás feliz en el trono. Lo sé, lo veo en tus
ojos, tú no eres un guerrero. Eres un hombre de paz. Un rey en estos tiempos
duros tiene que ser un hombre de guerra y tú no lo eres…
»No quería escuchar aquello; me defendí con las mismas palabras que
usaba el que después me destronó.
»—Witerico dice que un rey no tiene por qué ir a la guerra, que a la guerra
irán sus capitanes, que un rey tiene que ser dominador de hombres y que yo
podré serlo…
»—Witerico te adula porque quiere el control del ejército. ¡Hijo mío!
¡Temo por ti!
»Entonces yo le grité:
»—¡No necesitas temer nada…! Yo sé lo que me hago. No soy un necio, ni
un insensato.
»Se abrió la puerta de la cámara del rey, que estaba en su última agonía,
respirando ya con mucho esfuerzo. Gritaba el nombre de Baddo. Fue ella
quien me obligó a acercarme al lecho de Recaredo, aquella amarga noche. Yo
no quería porque siempre he temido a la muerte. En los aposentos del enfermo
olía a cerrado, a ungüentos y alcanfor, se escuchaban salmodias en latín. Mi
padre deliraba, solo hablaba de una copa y de su hermano Hermenegildo. “Le
he visto… —decía—. Ayer estuvo aquí. Detrás de esos cortinajes, me mira”.
»Baddo gritó:
»—No. No hay nadie. Hermenegildo murió.
»Después se abrazó a él, llorando, y le dijo:
»—No te atormentes… Él murió, pero tú no has tenido la culpa…
»—Sí… Está ahí… Le he visto, me reprocha que le traicioné, que no salvé
a Ingunda, que no cuidé a su hijo. Todos los días viene. Viene cuando tú no
estás…
»—¡No…! ¡No…! —lloraba ella—. No hay nadie.
»Al lado del lecho de mi padre estaba el físico, un judío llamado Samuel.
La reina Baddo confiaba mucho en aquel hombre, así que le insistió.
»—Habladle vos…
»—Es un delirio… —dijo el judío.
»—¡No…! No lo es —negó desaforado Recaredo, y después le dijo al
judío—: vos le habéis visto también.
»El judío no respondió y le administró un brebaje de adormidera, por lo
que el rey cayó en un estado en que alternaba la obnubilación con la agitación.
Después pronunció nuestros nombres, el de Gelia, el tuyo, Swinthila, el mío…
Me situé a su lado; en un momento dado abrió los ojos y los fijó en mí, como
queriendo decirme algo. Algo así como: “Búscale… busca al hombre que me
atormenta”. Sin embargo, las palabras murieron en él, su naturaleza fuerte se
rendía. Comenzó a respirar rápidamente con una gran angustia, al cabo de un
tiempo el jadeo se detuvo y parecía que ya había fallecido, pero su espíritu
obstinado, aún joven, hacía que volviese de nuevo a respirar. En uno de
aquellos momentos, la pausa de la respiración se hizo más prolongada, de tal
modo que parecía que no iba a volver, boqueó una o dos veces más y su
aliento cesó.
»Escuché el grito de mi madre, y vi que con los ojos llenos de lágrimas se
abrazaba al cuerpo inmóvil de nuestro padre, besándole las manos, los labios
yertos y la frente. Intenté separarla de él pero no me dejó. Permaneció allí
largo rato, abrazada al cadáver. Al fin, notando que el frío de la muerte lo
envolvía, con gran amor, le cerró los ojos y se separó de él».

Al llegar a este punto de la historia de Liuva, Swinthila, que no había


interrumpido la larga y prolija narración, exclama:
—Yo estaba allí…
—¿Tú…? —pregunta Liuva.
—Sí. Estaba junto a los cortinajes. Madre quiso que Gelia y yo
estuviésemos con él, en aquel último momento. Gelia era pequeño y no llegó a
entrar, le dio miedo la cámara oscura que olía a ungüentos. Yo no quise
separarme de mi padre, estuve allí todo el tiempo. Vi tu actitud altanera ante el
más grande de los reyes godos. Vi su mirada entristecida…
Liuva cierra los ojos, aquellos ojos ciegos, y se reconcentra en sí mismo,
parece no escuchar lo que su hermano Swinthila le reprocha. La cara de Liuva
se ha desfigurado por el dolor que le produce el recuerdo de aquellos
luctuosos sucesos. No contesta nada. Swinthila se reconcentra en sí mismo y
prosigue:
—… pero él ya había hablado conmigo. Él me previno contra ti y me dijo
que buscase la copa y al hombre… porque había un hombre. Hubo un momento
en que me pareció que efectivamente tras los cortinajes había alguien, alguien
real, no un delirio causado por la fiebre. ¿No te diste cuenta de que había algo
allí…, algo que escapaba a nuestro control?
—Eso es imposible —dice el ciego—. La cámara estaba vigilada por la
Guardia Real, no había otro acceso a la misma. Yo no recuerdo muchas cosas
de aquel día, ni siquiera recuerdo que tú estuvieses allí. Yo estaba lleno de
odio y de despecho. Solo me importaba mi futuro como rey…
Swinthila menea la cabeza, intentado recordar algo que se le escapa
continuamente.
—No lo sé… —habla Swinthila—. Muchas veces he rememorado esos
últimos momentos de nuestro padre y siempre he pensado, he intuido que había
algo maligno allí. Sigue hablando, necesito saber todo, todo hasta el final de tu
traición. Quiero saber por qué nos enviaste a un destino injusto.

»Desde el momento de la muerte del rey, las campanas de la ciudad de


Toledo doblaron a difunto durante dos días hasta que fue enterrado. El agua de
una lluvia incesante corría por las calles empinadas de la ciudad, lavando las
piedras de las casas y de las calles, despertando en los huertos de la ciudad un
olor intenso a tierra recién mojada, a camposanto. La ciudad de Toledo lloraba
a su rey, al hombre nuevo que había unido los pueblos y las razas, las leyes y
la religión. Durante muchos años, cuando ya había perdido mi corona, el
sonido de las campanas a difunto de la capital del reino, el día de la muerte de
mi padre, siguió resonando en mi cabeza y en mi corazón. Un ruido lento y
sonoro que partía el alma.
»El día de las exequias, madre casi no podía sostenerse de pie por el
sufrimiento. Gelia parecía no haberse enterado de lo que había ocurrido, pero
su cara se volvió triste e inquieta. Tú estabas furioso y desafiante, me mirabas
con superioridad.
»Unos días después; Gundemaro, jefe del Aula Regia, gran chambelán de
la corte, reunió a los nobles en el consejo que, entre aclamaciones y gritos de
dolor por el rey perdido, acataron las últimas decisiones del rey Recaredo:
yo, su hijo, sería el nuevo rey de los godos, Gundemaro controlaría el Aula
Regia y Claudio, el ejército.
»Recuerdo el día de mi coronación, la luz de un sol brillante después de
varios días de lluvia iluminó mis aposentos. Durante unos momentos, dejé que
el esplendor de la mañana me acariciase los párpados cerrados, al fin abrí los
ojos. Aquel sería el gran día. Yo, Liuva II, sería coronado rey de los
visigodos, rey de todas las tierras que van desde el Atlántico al Mediterráneo,
más al sur de los Pirineos.
»Saqué los brazos debajo del cobertor, miré al dosel y después con pereza
me incorporé sentándome en la cama. Entraron los criados y comenzaron a
vestirme con gran cuidado y deferencia. Todo lo que ocurrió aquel día
permanece aún en mi cabeza como un sueño. Las calles de Toledo abarrotadas
de gente en el camino que baja desde el Alcázar de los Reyes Godos hasta la
Basílica Pretoriense de San Pedro y San Pablo. El ambiente del templo, turbio
por el incienso, se hacía a veces irrespirable; se escuchaban las palabras de
un salmo que decían: “No toquéis a mi Ungido”, y aquellas otras: “¿Quién
extenderá la mano contra el Ungido del Señor y será inocente?”.
»Después, de pie ante el altar, leí el juramento en el que me comprometía a
gobernar con justicia, proteger la religión católica y a combatir la perfidia de
los herejes y los judíos. Prestado el juramento me postré de rodillas ante el
obispo toledano Eusebio, quien derramó el sagrado óleo sobre mi cabeza.
»No recuerdo el resto del ritual, pero sí se han quedado grabadas en mi
cabeza las palabras del himno:

Dispón un reino fiel


para la gloria del príncipe.
Haz que este reluzca con el sagrado crisma,
que florezca en santidad,
que resplandezca con la corona de la vida,
que domine por la clemencia,
que desborde de gozo con su pueblo
y todo el pueblo se goce con el príncipe.[6]

»Estas palabras…, ¡qué poco se cumplieron después en mi vida!, pero en


aquel momento me enorgullecía de ellas, y me sentía en el centro del mundo:
yo era el Ungido, el Elegido de Dios, a quien debían respetar, temer y amar. Se
cumplió el complejo ceremonial compuesto en el tiempo de mi padre en el que
se mezclaban ritos que aludían a los emperadores romanos, con tradiciones de
los antiguos reyes de Israel, los investidos por la gracia de Dios. Yo, Liuva II,
entraba en las líneas de los reyes godos, los descendientes de Fritigerno y de
Alarico.
»A un lado y bajo palio, nuestra madre y vosotros dos: Swinthila y Gelia
contemplabais en silencio la ceremonia. El hermoso rostro de ella, la reina
Baddo, estaba cubierto por un velo de tristeza y de preocupación. Tristeza por
la añoranza de Recaredo, preocupación por mí. Ella quizás intuía mucho más
que yo mi gran debilidad y las traiciones que me aguardaban. Su vista se
perdía en el infinito, y en el entrecejo se le marcaba una arruga de inquietud.
»Poco tiempo después de la coronación, convoqué al Aula Regia. Se
reunieron los notables del reino: el conde de los Notarios, el de las
Caballerizas, el del Tesoro. Allí estaba Gundemaro, con Claudio y junto a
ellos Witerico y Adalberto; así como muchos otros que ya no están entre los
vivos. Mi única preocupación era ganarme la fidelidad de Witerico, para ello
le concedí títulos y prebendas, que no fueron bien vistas por el resto de los
nobles, y que no eran suficientes para calmar su ambición: él quería más,
siempre más. Por eso apetecía la guerra; la guerra suponía botín y dominio
sobre otros hombres. Propuso atacar a los francos, pero Gundemaro y Claudio
se negaron alegando que mi padre, el rey Recaredo, había conseguido la paz y
que no era el momento de reiniciar las hostilidades. Witerico actuaba dejando
traslucir una enorme rivalidad hacia Gundemaro, pero esto era aún más
acusado con Claudio. Witerico abanderaba el partido godo nacionalista, el que
deseaba una preeminencia de los godos sobre todos los demás pueblos,
especialmente sobre los hispanorromanos; por eso odiaba a Claudio que, a
pesar de ser romano, había tomado el mando del ejército. Gundemaro y
Claudio, muy leales a mi padre, se alineaban en el partido de la unión entre
romanos y godos, y apoyaban a la casa baltinga. Aquel día en el Aula Regia se
elevaron voces airadas, algunos incluso llevaron sus manos a la empuñadura
de la espada.
»Mientras escuchaba las discusiones de modo displicente, me sentí
orgulloso de ser el rey, de poder callar y manejar a mi antojo a quien yo
quisiera. Les dejé hablar y mientras tanto pensé en lo que haría los próximos
meses. Nombraría al noble Witerico jefe del ejército, con él venceríamos a los
francos y a los bizantinos y me aseguraría la gloria del reino. A Gundemaro,
que me hartaba por su superioridad, le enviaría a la provincia más alejada del
reino, a la Septimania. ¡A ver si así me libraba de él y de sus ínfulas!
Devolvería a Claudio de regreso a la Lusitania. A mi buen amigo Adalberto le
nombraría jefe de los espatarios de palacio. Todo se haría a mi gusto. Fue en
aquel momento cuando decidí alejaros a ti y a Gelia de la corte, no quería
intrigantes. Es verdad que erais pequeños, pero para muchos representabais la
continuidad legítima de la casa baltinga, mientras que yo era poco más que un
bastardo del glorioso rey, mi padre.
»La decisión de exiliaros de la corte —que yo tomé por rivalidad, por
envidia y para evitar que nada ensombreciese mi supuestamente glorioso
reinado— quiso la Providencia o el Destino que fuese acertada. Estáis vivos,
mientras que muy pocos de los miembros de nuestra familia sobrevivieron
después a la crueldad de Witerico. Encargué al hombre en quien más confiaba,
Adalberto, que buscase un lugar seguro y alejado para que mis hermanos
fuesen educados de forma vulgar, entre campesinos. Al final, tras la reunión
del Aula Regia, le pedí que lo hiciese. Él me miró sorprendido.
»—¿Adónde quieres que los conduzca?
»—A algún lugar donde estén lejos del ambiente palatino. No deseo saber
adónde van…
»—¿Y vuestra madre…?
»—No debe saber que se han ido hasta que no estén muy lejos de aquí.
»Adalberto, que me era fiel, obedeció.

En aquel momento, Swinthila no puede contenerse e interrumpe de nuevo


la larga perorata de Liuva. Le dice que les ha condenado a Gelia y a él a una
vida de penurias inimaginables, al servicio del noble godo Sisebuto, donde
fueron criados sin honor siendo durante muchos años poco más que unos
siervos. Aquí Liuva suspira y con la misma voz dolida continúa su historia.

«Witerico me adulaba continuamente y yo me sentía atraído por él. Me


encantaba su prestigio en la corte, su palabra fácil y agradable. Era una
personalidad dominante, que se imponía allí donde estuviese. A la par tenía un
don de gentes inigualable. La corte se llenó de bufones y hombres serviles.
Pocas semanas más tarde de la coronación, Witerico se presentó en las
estancias reales.
»—Una conjura ha sido descubierta. Os traicionan los que para vos son
más queridos…
»Sentí una opresión en el pecho.
»—¿A quién acusas? Supongo que tendrás pruebas…
»—Las tengo e irrefutables…
»—La reina y el duque Claudio intentarán que vuestros hermanos no salgan
de la corte. Los quieren tener aquí para poder utilizarlos contra vos en
cualquier momento.
»—¿Lo podéis probar?
»—Tengo un testigo…
»Su voz sonaba triunfante, en aquel tiempo yo me fiaba de muy pocas
personas, de Sinticio, Adalberto y pocos más.
»—¿Quién…?
»—Vuestro fiel amigo y compañero, Adalberto.
»De Adalberto me fiaba porque me había cuidado y protegido desde los
años de las escuelas palatinas; sin embargo, conocer que había personas que
se me oponían me producía una gran intranquilidad; la angustia, ese
sentimiento que con mucha frecuencia me atenazaba, volvió a surgir. Con voz
grave, llena de preocupación, le dije:
»—Hacedle llamar.
»Me levanté del pequeño trono donde estaba sentado. Recuerdo que me
acerqué al vano de una ventana. Desde allí, se veían las aguas del Tajo
discurrir con fuerza. Witerico estaba a mis espaldas. Cuando escuché la puerta
girar y el soldado de la guardia cuadrarse, me di la vuelta, encontrándome con
el rostro amable y hermoso de Adalberto, aquel en quien yo siempre había
confiado; su faz estaba seria.
»—El noble Witerico me ha dicho que hay noticias graves que debes
comunicarme… —le dije.
»—Sí.
»—¿Y bien…?
»—Los nobles Claudio y Gundemaro me atacaron cuando conducía a
vuestros hermanos a su destino… Han raptado a los niños…
»La ira se agolpó con fuerza dentro de mí y me golpeó con latidos fuertes
en las sienes. Solamente podía pensar una cosa: que aquellos, los fieles a
Recaredo, al igual que mi propio padre, no me querían como rey. Estaban
buscando proteger a mis hermanos para derrocarme y poner a otro en mi lugar.
»—¡Los haré empalar…! Morirán como perros. Se han hecho culpables de
un crimen de lesa majestad… Me han traicionado… ¿Dónde están mis
hermanos?
»—No lo sé. Pudimos escapar a duras penas.
»Por todo el país salieron mensajeros buscándoos a ti y a Gelia. Decreté
pena de muerte contra Claudio y Gundemaro, por traición. Nuestra madre no
me hablaba. Ella sabía que los niños habían salido de la corte a un destino
innoble debido a mis órdenes, por eso ella misma había pedido a Claudio que
os salvase.
»Al fin, Claudio fue arrestado en sus posesiones en Emérita. No se rindió
tan fácilmente, se refugió en sus tierras de la Lusitania y se defendió de las
tropas reales comandadas por Witerico. Fue apresado y conducido
encadenado a Toledo. De Gundemaro no hubo trazas. Al parecer había huido
al reino franco.
»Torturé a Claudio, el noble amigo de mi padre, para saber dónde estaban
mis hermanos, pero él, que era un hombre valiente, no habló.
»Bajé a las mazmorras del palacio de Toledo. Atado a una pared,
golpeado hasta la saciedad, con la cara deformada, se hallaba Claudio.
»—¿Dónde has conducido a mis hermanos…?
»—A un lugar seguro… Donde nada les pueda pasar, donde conserven la
herencia de Recaredo que tú has malbaratado.
»A estas palabras, bajé la cabeza y un sayón le golpeó. Intenté
congraciarme con él.
»—Yo no quiero más que el bien de mis hermanos…
»—Sí —afirmó Claudio amargamente—, por eso los alejabas de la corte.
Los separabas de su madre… Te he conocido desde niño. Liuva, tu corazón
está siempre lleno de inseguridad, tu orgullo te ciega. No consentiré que hagas
daño a tus hermanos… o que pierdas lo que tu padre consiguió de forma
pacífica para todos los hispanos.
»—Eres reo de alta traición. Vas a morir.
»—Perderás a alguien que te ha sido siempre fiel… —exclamó Claudio
con dolor.
»—¿Fiel? ¿Como ahora?
»—Sí, como ahora.
»Me encolericé más ante su respuesta. Mis celos y mi odio se agrandaron.
Claudio había tenido toda la confianza de mi padre, una confianza de la que yo
nunca había gozado. Le odiaba, le odiaba intensamente y deseé verle muerto.
»A la salida de la mazmorra, me encaminé a mis habitaciones, tenía
hambre, quizás el estómago se me había revuelto con la conversación con
Claudio. Comí en compañía de varios cortesanos que me lisonjearon con lo
que yo quería oír.
»La reina se dirigió a mi cámara. Había envejecido en los últimos meses
más que en todos los años anteriores, su hermoso cabello castaño peinaba
canas por doquier.
»Como si fuera un muchacho me tomó por el brazo y me dijo:
»—¡No puedes ejecutar y torturar a Claudio! Él es uno de los mejores
generales del reino… Un hombre fiel a tu padre y a tu abuelo Leovigildo.
»—Es un traidor. Ha secuestrado a mis hermanos…
»—No. No los ha secuestrado, les ha liberado del destino indigno que tú
pensabas darles…
»—¿Cómo sabes esto?
»—Lo sé. Yo le pedí que lo hiciera…
»—¿Tú? ¡Mi madre! También me traicionas…
»—No. Eres tú mismo el que te hundes en tus propias conspiraciones.
Nadie conspira contra ti. Yo no te traiciono, Claudio no lo hace, ni mucho
menos Gundemaro.
»Me puse a gritar:
»—¡No os creo! ¡No os creo! ¡A mí la guardia…!
»Entraron varios guardias en la sala:
»—¡Detened a mi madre! ¡Confinad a la reina en sus habitaciones!
»Ella se echó a llorar.
»—¡Estás loco! ¡Estás loco!
»Los guardias la escoltaron fuera de la sala. Aprovechando la salida de mi
madre entró Witerico, quien me animó viéndome decaído.
»—¡Estáis obrando muy cuerdamente! Debéis imponeros y no dejar que os
influyan llantos de mujeres.
»De nuevo, me sentí fuerte, capaz de dominar el reino. Witerico me halagó,
consiguiendo que ese día firmase la condena a muerte del duque Claudio,
quien al día siguiente fue ejecutado.
»Pocos días después, nombré a Witerico general de las tropas godas en la
campaña contra los francos. El ejército salió de la ciudad con las fanfarrias
sonando y los pendones al viento. Me rindieron pleitesía. Al frente de todos,
orgulloso y altivo, cabalgaba Witerico. El mismo que, nada más llegar a
Cesaraugusta, unificó a todo el ejército godo, las tropas procedentes del norte,
de la Septimania, con las que él traía de Toledo. Después consumó la traición.
»El renegado hizo que el ejército regresase a Toledo. Cruzó el Tajo sin
avisar, y en pocas horas tomó la ciudad, que se rindió sin derramamiento de
sangre. Solo Sinticio, con unos pocos hombres, me defendió. Se apostaron en
la puerta de mi cámara y lucharon. Recuerdo el combate en la antecámara de
las estancias reales. Ni Sinticio, ni yo, ni los que me acompañaban habíamos
sido nunca duchos en el arte de la espada. Nos redujeron enseguida, y nos
encerraron en las mazmorras del palacio. Las mismas mazmorras en donde
poco tiempo atrás había estado Claudio.
»Como sabrás, culparon a nuestra madre acusándola de traición y de
adulterio; según Witerico, sus hijos no eran los de Recaredo, sino los de un
hombre servil. Aquello era absurdo y las gentes lo sabían, pero muchos dieron
crédito a las patrañas. Vertieron carretadas de cieno sobre ella, y la
condenaron a muerte.
»Me incriminaron delante del pueblo por incesto y sodomía. Sinticio fue
condenado a muerte por sodomía, el mismo crimen que se me atribuyó a mí.
Sinticio, el fiel, el mejor amigo que nunca he tenido, el hombre a quien muchos
despreciaban y, a pesar de todo, de limpio corazón, fue ajusticiado. Nunca lo
he llorado lo bastante. Después me tocó el turno. Yo era la esperanza, el
heredero de Recaredo, aquel a quien el reino debía la paz y la unidad. Me
cortaron la mano; pero no contentos con eso sacaron las pruebas que me
acusaban de haber traicionado a mi padre y me quemaron los ojos con un
hierro candente tal y como los ves ahora. Desde entonces, todo se volvió
turbio ante mis ojos. Witerico se rio de mí, me dijo que se me aplicaba el
mismo suplicio con el que mi padre había castigado a su compañero de la
revuelta de Mérida, el rebelde Segga».
«Permanecí en un calabozo casi un año, sobreviví a la mutilación y mis
llagas se curaron; pero transcurrió el tiempo y llegué a pensar que moriría en
la prisión. Un hombre me rescató, un hombre que quería el poder, y se había
pasado al bando de Witerico, pero a quien, en el fondo de su alma, en lo más
profundo de su conciencia, quedaban restos de lealtad; ese hombre fue
Adalberto. Adalberto me salvó, él y Búlgar se jugaron la vida y me rescataron.
No sé qué fue de ellos después. Logré escapar hacia el norte; Efrén, el criado
que había sido fiel a mi madre durante todos sus años de destierro de la corte
de Toledo, me condujo junto a los monjes de Ongar. Después debí
abandonarles y ocultarme en este lugar, el lugar donde yo había pasado mi
niñez. Convertimos la casa en una pequeña ermita, e hice una vida de
anacoreta. Durante todos estos años he vivido aquí, lejos de la corte, de las
luchas entre los godos. Meditando sobre mi pasado. Arrepentido de todo lo
que hice en mis años de poder. Entonces, cuando todo lo había perdido, la luz
de Dios llegó a mi alma y se abrieron los ojos de mi espíritu».
La historia de Swinthila

Durante todo aquel largo relato, Swinthila no ha cesado de moverse en su


asiento de piedra; unas veces, nervioso; otras, agitado por la ira; a menudo,
cansado de oír un desahogo en tono lastimero que le resulta fastidioso. En todo
momento, impaciente por conocer las claves ocultas en su pasado.
La luz del día ha crecido en aquellas horas sacando esplendor a la mañana.
Al tiempo que escucha a su hermano, en la mente de Swinthila se despiertan
fogonazos del pasado, de su ya lejana infancia. La infancia que aquel hombre
débil, sentado junto a él, le desposeyó por su envidia, por su negligencia, por
su torpeza e inseguridad.
De niño, Swinthila había vivido en un mundo seco y hostil, tan opuesto a
las tierras que divisaban ahora, húmedas y verdes. Se crio entre labradores, en
la casa de los siervos del noble Sisebuto, el lugar donde Claudio, el fiel
servidor de Recaredo, los condujo a Gelia y a él. Claudio y Gundemaro los
rescataron de las manos de Adalberto, pero no tuvieron mucho tiempo para
ocultar a los hijos del rey godo; los hombres de Witerico y de Liuva podían
aparecer de nuevo. Entonces los partidarios de Recaredo escogieron la casa
de un noble en la región de la Oretania, que parecía ser fiel a la casa de los
baltos. El azar o el destino les condujo a la morada del noble magnate
Sisebuto.
Allí, los jóvenes príncipes godos perdieron todo contacto con la corte y se
convirtieron en rústicos patanes. Siempre que llegaban los soldados del rey,
los enviaban al campo; advirtiéndoles que se ocultasen. Gelia lo consideraba
un juego, Swinthila, no, y le humillaba.
La ropa de estameña, de tela basta, tan diferente a la que habían usado en
la corte de Recaredo, se amalgamaba con el color pardo de los campos y el
verdigris de los olivos haciendo que ambos muchachos desapareciesen ocultos
por la tierra. Desde lejos, al ver los uniformes de los espatarios de palacio,
Swinthila no podía evitar recordar la vida en la corte, las risas con su madre,
Baddo, la fuerza de su padre. No entendía cómo las circunstancias podían
haberle arrastrado hacia allí y, en el interior de su alma de niño, el rencor y el
resentimiento crecieron como plantas dañinas. Gelia no sufría como Swinthila.
No, él casi no recordaba los tiempos de sus padres, era aún muy pequeño
cuando Claudio les salvó de las manos de Witerico conduciéndoles a aquel
lugar, a las tierras del noble Sisebuto; quien parecía haber olvidado que
albergaba a los auténticos descendientes de los baltos, a los herederos del
trono godo, a los hijos del gran rey Recaredo.
En aquellos primeros años de ostracismo, Gelia, por ser niño aún, jugaba
con los hijos de los siervos del magnate mientras era criado por las mujeres;
pero Swinthila era mayor y si quería comer debía trabajar en el campo. Nunca
olvidará ya los días de septiembre en los que la espalda le dolía al haber
estado durante horas recogiendo la uva; o el frío de enero, cuando vareaban
los olivos y en los nudillos de las manos se formaban sabañones. Se hizo un
muchacho hosco y callado, mientras sus músculos se fortalecían con el trabajo
del campo. A veces, cuando nadie le veía, blandía una horca como si fuese una
lanza o fabricaba un arco con una rama tierna de olivo. Y es que Swinthila era
un guerrero, un godo, al que habían convertido en campesino. ¡Cómo odiaba a
los siervos! Se sabía superior a ellos, un noble, y se sentía constantemente
humillado por aquella gente baja e innoble.
Swinthila no podía soportar que Gelia riese con los labriegos, que actuase
con naturalidad ante ellos, que intentase ganárselos a cualquier precio. Por
todos los medios, Swinthila no cesaba en hacerle recordar su origen, pero
Gelia no quería escuchar, bromeaba y sabía escabullirse de los trabajos más
penosos del campo. Al principio, porque era niño, se libró de las tareas más
duras, más adelante supo hacerse con el capataz y se le excusaba de lo que
supusiese demasiado esfuerzo. Gelia siempre fue un hombre capaz de transigir
con todo. Swinthila, no. Él no toleraba que un siervo le mandase, o que se le
reprendiese delante de otros. Continuamente se rebelaba y por ello era
castigado una y otra vez. Las espaldas de Swinthila muestran aún las cicatrices
del látigo.
Cuando los hombros se le cuadraron, la voz tomó el tono grave del adulto
y la barba comenzó a crecerle, ya nadie podía reconocer en aquel rústico en el
que se había convertido, en aquel patán, al hijo de Recaredo. Entonces, el
noble Sisebuto, señor de aquellas tierras, le hizo llamar a la villa. Lo
apartaron de Gelia, que crecía adaptado a su condición. Lo alojaron en la villa
del magnate godo junto a las cuadras y se convirtió en uno más de los criados.
Después de haber sido domado por el trabajo del campo, querían que se
rebajase aún más. El odio fue creciendo en su interior espoleado por palos y
castigos, refrenado únicamente por el afán de supervivencia y de venganza. Le
obligaron a limpiar las letrinas, a cepillar caballos, a barrer los patios, a
cargar con leña. Sin embargo, él siempre recordaba su pasado y soñaba en el
día de su desquite.
Los otros criados le consideraban un lunático, pensaban que estaba loco
por sus bruscos ataques de cólera. Logró dominarse y servir a los nobles pero,
aunque su actitud era aparentemente servil, muchos de sus ademanes eran
altaneros, y un odio infinito se le escapaba por los ojos. Algunos sospecharon
la verdad y entre los siervos se propagaron rumores de que él no era quien
parecía ser.
El noble Sisebuto era padre de varios hijos de corta edad y de dos
adolescentes, Teodosinda y Ermenberga. Había servido a Recaredo
aparentemente con fidelidad y había sido recompensado con largueza; por
ello, al mayor de sus hijos le dio el nombre del gran rey de los godos,
Recaredo. Swinthila aborrecía muy especialmente al hijo de Sisebuto, que se
llamaba como la única persona a quien él había querido hasta la adoración.
No lo soportaba. A veces, cuando veía al joven Recaredo entrenarse,
blandiendo torpemente una espada que, en las manos de Swinthila, hubiese
sido poderosa, le daban ganas de golpearlo con el instrumento de trabajo que
tuviese a mano y retirarle el arma. En aquel tiempo de servidumbre en la casa
del magnate, Swinthila llegó a echar de menos el trabajo de peón de campo, en
el que al menos se podía liberar de la rabia interior a través de un trabajo
corporal extenuante.
Sin embargo, dentro de la mansión de Sisebuto, había algo que a Swinthila
le gustaba más que nada: la posibilidad de conocer noticias provenientes de la
corte. En la villa del magnate, no tan lejana a Toledo, se sucedían con
frecuencia convites y reuniones en los que se discutían las novedades de
palacio. Aunque Sisebuto no buscaba más que su propio interés, él era mucho
más afín al partido baltingo, que apoyaba a la depuesta familia real, que al
partido aristocrático, que sostenía al rey Witerico. Y es que Sisebuto era
ambicioso. Utilizaba a Gelia y a Swinthila como una pieza más del complejo
juego político en el que estaba embebido. No habría guardado ninguna
consideración a los hijos de Recaredo, si no fuese porque pensaba que en un
futuro podría utilizarlos. En el reino abundaban aún partidarios de la casa de
Leovigildo y, ante ellos, a él le interesaba hacerse pasar como el valedor de
los derechos de la casa real. Por otro lado, no se atrevía tampoco a mostrar
abiertamente a los hijos de Recaredo; en aquellos tiempos, en los que Witerico
tiranizaba al reino.
Swinthila recordaba con tedio las veladas del magnate, a las que acudían
nobles de la corte y se tramaban conspiraciones. Sisebuto tenía la costumbre
de leer poesías que él mismo había creado; se mostraba ante sus invitados
como un culto pedante; ellos, su clientela, fingían sentirse deleitados con los
versos, aunque después se riesen de él. Swinthila, desde su puesto como
criado, veía a los invitados bostezar quedamente. Uno de los temas con los
que Sisebuto deleitaba a la audiencia era la astronomía. Compuso Witerico, el
ahora rey, un poema de cincuenta y cinco versos en hexámetros latinos,
llamándolo «Astronomicum». En él se describían los eclipses.
Fue entonces, en uno de aquellos convites que se prolongaban hasta bien
entrada la noche, en una de aquellas veladas, cuando achispados por el vino y
contentos con la buena comida, se habló del secreto de la copa sagrada.
Algunos de los presentes habían pertenecido al Aula Regia y hablaron de la
leyenda de un cáliz misterioso que era el que había proporcionado el poder a
Leovigildo.
Se oyó la voz de Sisebuto gritando:
—¡Quiero esa copa…!
—Muchos la han buscado, pero Recaredo no reveló el secreto a nadie. Ni
siquiera a su hijo Liuva… La única persona que puede saber dónde está la
copa está muerta: la reina Baddo…
—De todas formas, esa copa es peligrosa; según cómo se utilice puede
llenar de poder o destruir al que beba de ella. No conocemos bien su secreto y
por ello es peligroso utilizarla.
Aquello que se decía interesó a Swinthila hasta tal punto que se quedó
parado con una bandeja; sin casi poder hablar, el nombre de su madre abría de
nuevo la herida de odio sembrada en su corazón. Uno de los invitados se
quedó observando con atención extrema a aquel sirviente joven cuyo rostro le
resultó familiar, el nombre del invitado era Chindasvinto.
Después, Sisebuto, con el tono pedante de alguien que se cree culto, habló
de nuevo del eclipse, y relacionó el eclipse y la copa.
—Algo tan sagrado como la copa de poder multiplicaría sus efectos si se
utilizase en el tiempo de la confluencia de los astros…
Se hizo el silencio durante unos minutos y se escanció de nuevo el vino;
los invitados empezaron a vocear, soltando palabras blasfemas o soeces.
Swinthila escuchaba atentamente todo lo que se estaba diciendo. Al mismo
tiempo, aquel hombre, Chindasvinto, no dejaba de observarle, mientras
relataba con voz muy alta y de modo insultante lo ocurrido el día de la muerte
de la reina Baddo. Él había comandado la ejecución. Al final exclamó con la
voz templada por el vino:
—… la puta gritaba como un cerdo…
Sin poder contenerse, Swinthila se abalanzó sobre él, con sus fuertes
manos de campesino le apretó el gaznate y el rostro del oficial godo se tornó
amoratado. Al instante, los fieles a Sisebuto saltaron sobre el joven hijo de
Recaredo, le golpearon y patearon hasta que perdió el conocimiento. Al
volver en sí, totalmente dolorido, se encontró en un calabozo de los sótanos de
la mansión. Recordó lo ocurrido y no le importaron los golpes; volvía a ver
ante sí la cara de aquel cerdo que había afrentado a su madre, llena de angustia
y terror, y deseó haberle matado. Ansias infinitas de vengarse, de machacar a
todos aquellos que habían traicionado a su padre y habían asesinado a su
madre, le llenaron el corazón.
Sisebuto le encerró varias semanas, sin proporcionarle alimento, de tal
modo que Swinthila llegó a pensar que iban a dejarle morir de hambre. Así
hubiera sido en aquellos días, si alguien no le hubiese socorrido de modo
encubierto. Unas manos blancas y suaves introducían comida por una escotilla
de la puerta. Un día Swinthila intentó atraparlas, pero ella no se dejó.
Cuando ya había perdido cualquier esperanza de regresar a una vida
normal, Sisebuto bajó a la prisión y le habló con total claridad:
—Eres un siervo, ¿lo entiendes…? Podrías estar muerto y yo también si el
rey Witerico llegase a saber que escondo a los hijos de Recaredo…
Chindasvinto, que es del partido de los enemigos de tu padre, dijo todo
aquello para probarte. Ahora tus enemigos y los de tu familia sabrán que estás
aquí, pero ya no importa…
Swinthila lo observó desafiante, sin mostrar miedo, dándose cuenta de que
Sisebuto quería imponerse porque estaba asustado, se tocaba nerviosamente
las barbas y se frotaba una mano contra la otra.
—Yo… no quiero hacerte daño…
Después continuó hablando, como disculpándose. Un hombre pusilánime y
a la vez calculador. Swinthila le miró rabioso sin decir nada. Lo que afirmaba
era absurdo: ¡que quería proteger a los hijos de Recaredo y siempre se había
mostrado benigno hacia ellos…! Swinthila pensó que era un hipócrita y que,
de haber estado en otra situación, le hubiese matado: ¿cómo era posible que
dijese aquello el hombre que le había torturado con el dolor, la humillación y
el hambre…?
De cualquier modo, Swinthila no entendía el cambio de actitud de su amo,
no comprendía por qué, de pronto, Sisebuto se había dirigido a la prisión
preocupándose por él y cuál era el motivo por el que estaba tan nervioso.
Después de la visita de Sisebuto a la prisión, los sirvientes lo curaron y le
dieron de comer, le sacaron del calabozo conduciéndole a un aposento que no
estaba ni en la zona de la familia ni en la de los criados. Allí, Swinthila pudo
encontrarse con su hermano Gelia. Él fue quien le dio las nuevas:
—Han asesinado a Witerico… Se ha elegido un nuevo rey… dicen que es
leal a nuestro padre Recaredo…
En aquel momento, Swinthila entendió mejor el nerviosismo de Sisebuto y
su cambio de actitud. Les proporcionaron ropas nuevas y permitieron que se
entrenaran como soldados con los hombres de la casa de Sisebuto. Ahora eran
guerreros, bucelarios[7] del magnate. Swinthila se había convertido en un
hombre muy alto y forzudo debido al trabajo de los últimos años. Desde niño
había tenido el don de manejar la espada y no había podido desarrollarlo. En
cuanto tuvo un arma en sus manos, una gran excitación le dominó. Al principio
se encontró torpe e inseguro, pero poco a poco fue enseñoreándose del arma.
Un día, Recaredo, el hijo de Sisebuto, quiso medirse con él. La victoria de
Swinthila fue total, acorraló a su enemigo en el suelo y disfrutó viendo cómo
le pedía clemencia. Le hubiera matado si unas manos blancas no se hubieran
interpuesto, las manos de alguien que le había llevado comida a la prisión. Las
manos de Teodosinda, la hija de Sisebuto y hermana de su rival.
Ella había sido la que le había salvado en la prisión de morir de hambre.
Una mujer sencilla, en quien Swinthila nunca se había fijado, tímida y suave,
que le observaba con ojos bovinos. Una mujer dulce y débil, a quien ni
siquiera había mirado alguna vez. Teodosinda era mayor que Swinthila y nunca
fue hermosa. De mediana estatura, tez clara y lechosa, nariz algo ganchuda y
ojos grandes de mirar claro. Ligeramente gruesa y de carnes prietas, no
sobresalía por nada. Su hermana Ermenberga era una hermosa muchacha,
soberbia y mal encarada, a la que muchos pretendían. Teodosinda era la
antítesis de su hermana. Swinthila nunca hubiera podido sospechar que ella
hubiese puesto los ojos en él. Le parecía absurdo y pensó que la muchacha no
era alguien inteligente. A partir de aquel momento, Swinthila se dio cuenta de
que ella le seguía constantemente los pasos. El hijo de Recaredo la despreció,
hasta el momento en que le fue útil.
El nuevo rey Gundemaro, sucesor de Witerico, mandó llamar a la corte a
los hijos de Recaredo. Les vino a buscar aquel noble gardingo. Adalberto, el
mismo que años atrás les había raptado de la corte de Toledo, siguiendo las
órdenes de Liuva. Adalberto había sido capaz de mantenerse en pie a pesar de
todos los cambios políticos; sirviendo a unos y a otros según le había
convenido. Poco tenía que ver aquel hombre con el que Liuva había descrito,
el hombre apuesto y buen guerrero. Ahora era un sujeto grueso, de abdomen
prominente, con una calvicie importante y que se adornaba de anillos en las
manos. Su forma de andar era bamboleante, sin la agilidad y la elegancia que
le habían caracterizado en su juventud. Pese a ello, Adalberto continuaba
mostrando un don especial para relacionarse con la gente, hiciera lo que
hiciese suscitaba simpatías. Swinthila le miró siempre con recelo; recordaba
cómo les había conducido al destierro y cómo habían sido liberados por
Claudio y Gundemaro, quienes les habían entregado a Sisebuto.
Adalberto se había amoldado aquellos años a la corte de Witerico, quizá
para sobrevivir, en un período en el que entre los godos reinó el terror. Sin
embargo, en el fondo de su alma quizá continuaba siendo fiel a la familia de
los baltos, o quizá buscaba el bando que más le beneficiase, por ello colaboró
con Gundemaro en la conjura que derrocó a Witerico.
En la corte de Toledo, el rey Gundemaro, sucesor del tirano Witerico, les
otorgó a Swinthila y a Gelia muchas mercedes y les devolvió las posesiones
de su familia. Gelia fue admitido en las escuelas palatinas. Su rostro se tornó
ilusionado y lleno de admiración ante los muros enormes del gran palacio, sus
ojos recorrieron las almenas, observaron atentamente los uniformes de la
guardia, las capas de color pardo y las armas eficaces en manos de los
oficiales. Las puertas de madera oscura remachadas en hierro se abrieron ante
él y desde fuera divisó en la palestra central a los jóvenes nobles godos
entrenándose. Gelia entró con paso seguro en las escuelas palatinas.
Swinthila debía incorporarse directamente a la Guardia Real, por ello
retrocedió por un corredor oscuro hasta una sala grande de piedra, donde le
esperaba Adalberto, jefe de la Guardia.
—No has sido adiestrado en las lides de la guerra, pero eres demasiado
mayor para acceder a las escuelas palatinas. El rey Gundemaro te ha otorgado
la merced de nombrarte espatario real. Servirás a mis órdenes.
Si hubo una época de tranquilidad en la vida de Swinthila, fueron los años
que sirvió al rey Gundemaro. El rey muchas veces le hizo llamar. Solía
hablarle de su padre, Recaredo, y también de aquel hombre, el hermano de su
padre, su tío Hermenegildo. A pesar de considerarlo como un traidor,
Gundemaro lo recordaba con admiración, una admiración no exenta de
añoranza; pero nadie en el reino, ni siquiera los clérigos católicos que le
habían acompañado en la revuelta, hablaban de Hermenegildo.
La tranquilidad no duró mucho tiempo, Gundemaro murió al cabo de cuatro
años de un reinado pacífico. El rey no tuvo hijos de su esposa Hildoara.
Swinthila siempre se había considerado a sí mismo como su sucesor, por
linaje y valía; pero un hombre se interpuso en su camino hacia el trono:
Sisebuto, el mismo que esclavizó su infancia. Por ello Swinthila le odiaba
todavía más; aborrecía a un hombre que había llegado al trono a través de la
intriga y el soborno, no por sus dotes personales.
Muchos auténticos godos no estuvieron de acuerdo con la elección de
Sisebuto. Para los que pertenecían al partido de los baltos, Sisebuto no tenía
sangre real. Pero tampoco para los que pertenecían al partido nobiliario
Sisebuto era el candidato idóneo. El rey debía ser un buen soldado, un hombre
que dominase el arte de la espada, elegido entre los mejores guerreros del
reino. Sisebuto no lo era; era un intrigante, un pedante al que le gustaba la
poesía, arte que se consideraba poco viril.
La torpeza de Sisebuto y su falta de ardor guerrero le hicieron ganarse
muchos enemigos. Mientras tanto, Swinthila comenzó a ascender en las filas
del ejército godo, la suerte le acompañaba porque era un militar nato. Había
algo en él, que procedía de Leovigildo y Recaredo, que le conducía a la
gloria, a guiar a los hombres que le seguían de modo natural, a dominar el arte
de las armas y el combate cuerpo a cuerpo. Por sus méritos y valor, Swinthila
llegó a ser uno de los mejores generales del rey Sisebuto. Condujo a las tropas
del rey a la victoria contra los bizantinos, conquistando Malacca y asediando
Cartago Nova. Hubieran expulsado del reino a los bizantinos si el timorato
afán de dinero del rey no lo hubiera detenido. Sisebuto prefirió seguir
cobrando un tributo a los bizantinos, en lugar de cumplir lo que muchos
consideraban como su deber, arrojar a los imperiales, enemigos de los godos,
al mar. Muchos nobles, y en particular los del partido baltingo, se mostraron
en desacuerdo con su política. Protestaron, tanto abiertamente, como en las
camarillas de la corte.
Los rivales a Swinthila, los nobles Sisenando y Chindasvinto, antiguos
colegas de Liuva, no querían que el hijo de Recaredo consiguiese la gloria de
la destrucción y desalojo de los orientales de la península. Aprovechando el
hecho de que Swinthila había protestado ante el fin de la campaña contra los
bizantinos, lograron que se le alejara del lugar preeminente que ocupaba en el
ejército. Una conspiración le relevó del mando de las tropas godas.
Convencieron al rey de la necesidad de una campaña en el norte. Se decidió
atacar de nuevo a los roccones poniendo al mando del ejército a Sisenando.
Los enemigos del partido nobiliario no estuvieron de acuerdo con ese
nombramiento; una designación que confiaba el poder militar al clan de sus
adversarios. El noble Adalberto, jefe de la Guardia Palatina —que en tiempos
había sido de la facción favorable a Witerico, y ahora se había comprometido
con el partido de los baltos—, inició una conspiración contra aquel estado de
cosas. Movió a la Guardia Palatina a favor de Swinthila y de modo
subrepticio fue dando consignas al ejército para evitar una victoria de
Sisenando en las montañas astures.
Adalberto era ambicioso y sabía que su futuro no estaba, en aquella
ocasión, ligado a Sisenando sino al linaje de Recaredo. Años atrás había
liberado a Liuva. Le había ayudado a llegar junto con Efrén hasta el cenobio
en Ongar. En el viaje hasta las lejanas montañas de Vindión, Efrén le reveló la
existencia de la copa de poder y de la carta, una carta de la reina Baddo, en la
que se ocultaban las claves del pasado, una carta dirigida a Swinthila y que
Efrén entregó al invidente Liuva. En aquel tiempo, en el que se huía de la
tiranía de Witerico, Adalberto no le había dado demasiada importancia a lo
que Efrén le contaba. Años más tarde, en tiempos de Sisebuto, el rey erudito,
salieron a la luz muchas antiguas leyendas, se volvió a hablar de la copa de
poder. Adalberto ató cabos y llegó a la conclusión de que en la carta de Baddo
podría estar la clave del misterio del poder de los baltos. Así que, en el
momento en que Swinthila parecía condenado al ostracismo, Adalberto le
reveló que Liuva seguía vivo; también le habló sobre una legendaria copa de
poder, y de la existencia de una carta de la reina Baddo. Le contó que el
secreto de sus orígenes estaba en el norte y le habló de Pedro, el medio
hermano de Recaredo, duque de Cantabria, quien luchaba también contra los
roccones. Con alguno de los hombres de la casa baltinga Swinthila formó un
pequeño ejército y se incorporó a la campaña del norte buscando a Liuva. Fue
entonces cuando los montañeses apresaron a Swinthila y le condujeron a
Nícer, quien le guio hasta Liuva.

Desde aquel mundo de recuerdos, Swinthila regresa a su ser y mira con


desprecio a su hermano Liuva, un deprecio que aquel no percibe por la
ceguera, pero que intuye de una manera física casi instintiva.
Liuva se dirige a Swinthila. Tras haber confesado el pasado ha sufrido una
purificación interior. Desea ser exculpado de una vida de fracasos y
equivocaciones:
—Te pido perdón por todo el mal que te hice. En aquella época, tras mi
coronación estaba ciego. Siempre me había sentido celoso de ti. Sin embargo,
si hubieras permanecido en la corte estarías muerto, la ira del usurpador
alcanzó después a todos los que habían pertenecido a la familia de Recaredo.
Hubieras muerto.
—Mejor haber muerto con honor que haber sido criado con deshonor
como yo y Gelia lo fuimos —respondió duramente Swinthila.
—¡Estoy arrepentido del pasado! Me duele aún la muerte de Sinticio, y
sobre todo la de Claudio, que yo mismo ordené. Lamento no haberos
protegido. He intentado purgar mi pasado aquí aislado de todo. Ahora solo
quiero ayudarte…
—Hazlo… —dijo Swinthila—… puedes hacerlo. Enséñame esa carta de
la que me has hablado, la carta en la que está el pasado.
Liuva suspiró:
—Efrén, tiempo atrás, me entregó una carta para que la guardase, era de la
reina Baddo: nunca la he podido leer; sé que eso es lo que buscas. Cuando
ella, nuestra madre, la escribió pensaba que yo habría muerto; creo que está
dirigida a ti, Swinthila; quiera Dios que hagas buen uso de ella.
Liuva calla, agotado y lentamente se levanta hacia el altar; moviendo una
piedra, se abre un hueco en el interior y de allí extrae un pergamino, guardado
en un envoltorio de piel.
—Yo nunca he podido leerla —repite Liuva.
Lo acaricia y lo huele, mil veces lo ha hecho en aquellos años de soledad
y aislamiento de un mundo en el que él había brillado y que ya no existía para
él.
—Dámelo… —ordena Swinthila amenazador.
—No sé si eres digno…
—Lo soy —grita el godo—, mucho más de lo que tú nunca lo has sido…
—Posiblemente… —responde el ermitaño mientras baja la cabeza con
humildad—; solo te pido una cosa…
—¿Cuál…?
—Que leas la carta ante mí, quiero volver al pasado, quiero saber qué
estaba en la cabeza de nuestra madre poco antes de ser ejecutada. Quiero la
verdad.
Liuva extiende la mano para darle el pergamino, y Swinthila se lo arrebata
bruscamente. Es la carta de la reina Baddo la que Swinthila ha buscado con
denuedo. El godo rompe los sellos y la abre. Entonces la lee lentamente en voz
alta. Ante ellos, la figura de la reina, la esposa de Recaredo, se alza desde el
pasado.
II

EL TORO Y EL LEÓN

En la era DCVIII, en el año segundo de Justino el Menor,


Leovigildo, una vez que alcanzó el reino de Hispania y de la
Galia, decidió ampliar este reino con la guerra… pues, antes, la
nación de los godos se reducía a unos límites estrechos. Pero el
error de la impiedad ensombreció en él la gloria de tan grandes
virtudes.

ISIDORO DE SEVILLA,
De origine Gothorum, Historia Wandalorum, Historia Sueborum
La carta

Yo, Baddo, reina de los godos, a ti, hijo mío, Swinthila, te revelo el
secreto tanto tiempo guardado.
Yo, Baddo, reina de los godos, de las tierras que se extienden de la
Septimania a la Bética, de la Gallaecia a la Cartaginense, de la Lusitania al
Levante imperial, culpo a los nobles, los obispos, los clérigos y magnates de
este reino de sedición y perfidia.
Yo, Baddo, reina de los godos, pondré al descubierto las intrigas, las
maquinaciones, los crímenes y las mentiras del renegado, el que juró
vengarse. El secreto ligado a un hombre, un hombre marcado que buscó la
desgracia de la noble sangre baltinga que late en tus venas. Los hechos
unidos a una conjura que deshizo nuestra familia, en la que muchos
traidores intervinieron y una sombra tejió los hilos, una sombra que yo no
fui capaz de reconocer. Busca al hombre de las manos manchadas de sangre,
el que aparenta compasión y nobleza pero es pérfido e infame. Búscale,
Swinthila, hijo mío, cumple la última voluntad de la que te llevó en sus
entrañas.
El hombre que retuerce las palabras para que digan la mentira. Búscale.
Te conmino desde la tumba a que lo hagas.
Te revelaré el secreto de la copa sagrada, encuéntrala y utilízala para el
bien.
Tú vengarás el honor de nuestra familia y protegerás a tu hermano
Gelia. Es por ello por lo que te revelo el pasado, ante ti se abrirá el mundo
de mi niñez y mi juventud, el mundo de mi madurez y el mundo de mi
sufrimiento.

Las palabras de la carta se van desgranando una tras otra, delante de Liuva
y de Swinthila, de tal modo que el manuscrito se hace vivido a sus ojos,
mostrando una historia de guerra y pasiones. La historia de un tiempo ya
pasado, de unos hechos que les han marcado a ambos.
La historia de la reina Baddo

La reina Baddo procedía de las tierras del norte, de las tierras sagradas de
Ongar, del valle junto al Sella, rodeado de montañas. En aquel lugar, desde los
altos picachos, en los días claros, se divisaba a lo lejos el mar cántabro, a
veces punteado por la espuma de la marejada, otras veces gris y muchas,
blanquecino, un mar sin horizonte en el que el cielo y el océano no marcaban
sus límites. El mar que exploraron los astures hasta las islas del norte, ignotas
y heladas.
El padre de Baddo era Aster, príncipe de la caída ciudad de Albión.
Cuando Baddo era niña, su padre un día partió hacia el sur a buscar a su
amada, una Jana de los bosques, y a encontrar una copa sagrada. Aster no
volvió nunca más y, en la memoria de Baddo, él se iba esfumando como una
leyenda, como una sombra, como unas manos que la habían acariciado. La
madre de Baddo se llamaba Urna y era una mujer trastornada, que no hablaba
casi nunca pero, cuando lo hacía, se expresaba de un modo cuerdo. Baddo
tenía un medio hermano, Nícer, el hijo del hada, el amado de los dioses y de
los hombres. De niña, a Baddo la había cuidado un ama, Ulge, que conoció la
ciudad bajo las aguas y le habló de ella, la ciudad del palacio y el templo; la
más bella ciudad de las tierras cántabras. La ciudad a la que su padre, Aster,
no mencionaba jamás, a la que ya solo las baladas evocaban.
En lo alto, antes de salir del valle sagrado, hay aún una cueva, la cueva de
Ongar, y una cascada. De niña, a Baddo le gustaba ver desde allí todo el valle:
los bosques de robles y acebos, las praderas verdeando al sol y, en el centro
del valle, la fortaleza, resto de un antiguo castro. En los días de niebla, la
fortaleza de Ongar semejaba un lugar mágico, rodeada de las brumas del río, y
parecía no estar sujeta al suelo. Más allá, en la ladera, se diseminaban otras
casas rodeadas por cercas que parecían murallas.
Tras la cascada y la cueva, el cenobio de Ongar, el lugar donde moraban
los monjes. De todos ellos, Mailoc, el abad, era su amigo y protector. Aster
quiso que Baddo, su hija, aprendiese las letras con él. Nadie entendió su
decisión; ¿para qué educar a una mujer? Pero él no respondió, y quizá pensó
en el hada, la Jana que encontró junto a un arroyo, una mujer bruja que sabía
leer; por eso quiso que su hija Baddo conociese los signos de los pergaminos.
Mailoc… Cuando Baddo recordaba su nombre veía una sonrisa suave y
una luz en la mirada, una expresión bondadosa a la vez que firme y un rostro
anciano, más allá del tiempo. El cenobio era lo último habitado en las tierras
de Ongar; más allá estaba lo prohibido, lo que los niños de Ongar no podían
traspasar y, por eso mismo, les atraía tanto. Solo salían del valle los guerreros
armados; para los demás se había vedado cualquier tipo de escapatoria. Fue
Nícer quien proscribió las salidas. El valle estaba en paz, pero fuera de él, en
el mundo había guerra. Nícer quería alejar aquel lugar hermoso y sagrado de
las pugnas fratricidas de los pueblos de la montaña, de los saqueos de los
suevos, de la lucha frente al godo. En tiempos de Aster, el padre de Nícer, los
mercaderes, escoltados por la guardia, aún alcanzaban el poblado, pero ahora
desviaban su paso a través de las montañas, obviando la entrada a Ongar.
Llegó un tiempo en que, para los hombres ajenos a él, el valle de Ongar se
convirtió en un lugar mítico que hundía sus raíces en la leyenda.
En el tiempo en que Baddo comienza su historia, ella era muy joven, y
estaba sometida a la autoridad de su hermano Nícer, pero no lo respetaba y se
rebelaba contra él. Nícer quería que se hubiese comportado como una mujer y
renegaba de ella cuando se batía con los muchachos de Ongar. Fue Fusco, un
viejo amigo de su padre, quien le enseñó a manejar el arco y la espada, aunque
nadie en su sano juicio le hubiera enseñado jamás a una mujer el arte de las
armas. Sin embargo, Fusco, al mirar a Baddo, decía que veía en sus ojos
negros a Aster, su señor, a quien él había amado y servido en sus años mozos.
La morada de Fusco estaba alejada de la fortaleza, era una casona grande
de piedra que Aster le había regalado, tiempo atrás, cuando Fusco se desposó
con Brigetia. Habían tenido muchos hijos, y cuando Aster abrazó la fe
cristiana, Fusco y Brigetia, siguiendo a su señor, los bautizaron a todos y se
cambiaron de nombre, Brigetia se convirtió en Brígida y Fusco en Nicéforo,
pero nadie se acostumbró a ese nombre tan largo y Fusco siguió siendo Fusco
en todo el valle de Ongar.
La casa de Fusco fue el segundo hogar de Baddo, un techado de paja con
paredes de piedra irregular, rodeada de corrales para el ganado y llena del
desorden y de la algarabía de los hijos. Muy a su pesar, porque él se
consideraba un guerrero, para dar de comer a su numerosa prole labraba los
campos de alrededor. Sin embargo, con el tiempo, consiguió algún siervo y
empleó a sus muchos hijos en las tierras. Entonces pudo dedicarse a la caza y
a guerrear. Él fue uno de los que quiso ir a buscar a la Jana cuando Aster, el
príncipe de la caída ciudad de Albión, partió hacia las tierras del sur; pero
Aster, que quizás adivinaba su propio destino, se lo prohibió para que no
descuidase a sus hijos. Cuando su príncipe no volvió del reino godo, dicen
que Fusco envejeció, su pelo se tornó gris y, a menudo, se dirigía hacia lo alto
de Ongar, al lugar tras la cascada, esperando que su señor volviese; allí
dejaba transcurrir el tiempo. De los hombres que partieron con Aster solo
regresaron dos: Mehiar y Tilego; pero el más querido para el corazón de
Fusco, Lesso, el amigo de la infancia, no regresó.
Fusco no obedecía a Nícer; tampoco le desafiaba abiertamente, pero
cuestionaba continuamente muchas de sus órdenes. Sin querer, comparaba el
genio militar de Aster con los talentos más modestos de su hijo. Él había
idolatrado a Aster, por eso nunca nadie estaría a su altura. Fue por ello por lo
que, contraviniendo las órdenes de Nícer, le gustaba entrenar a Baddo para ser
una mujer guerrera y le hablaba de otra mujer, Boadicea, reina de una tribu de
las islas, que luchaba como un hombre y que siglos atrás derrotó a los
romanos. También le hablaba de Brígida, la abadesa, la mujer santa que
gobernó a mujeres y hombres en la gran isla de Hibernia.
La senda que conducía a la casa de Fusco estaba rodeada de tejos y robles.
En el tiempo en el que comienza esta historia, Baddo caminaba muy deprisa
recogiéndose las faldas de lana para no tropezar con ellas, mirando a un lado y
a otro por si alguien la seguía. Al llegar a la casa, Brígida estaba limpiando a
uno de sus hijos pequeños. Cuando vio a Baddo, la saludó con aspavientos de
alegría y después la abrazó, hundiéndola en aquel pecho voluminoso de
campesina.
—¿Dónde están tus chicos? —dijo Baddo al fin, cuando se libró del
estrujón.
—¿Dónde van a estar? —respondió—. En el prado del castaño matándose
a golpes…
Baddo se despidió de ella agitando la mano, rodeó la casa y enfiló un
sendero empinado, hacia el lugar donde sabía que iba a encontrar a los
mayores con Fusco. Los hijos habían heredado del padre el pelo fosco y
greñudo que caracterizaba a la familia; todos eran alegres y abiertos.
Desde el borde del camino, cruzó un prado tapizado por hierba en la que
lucían, blancas, unas pequeñas margaritas de primavera. En el centro, aislado
del resto del bosque, un gran castaño extendía sus ramas robustas; arriba
relucían tiernas las primeras hojas de primavera. Fusco, a un lado del prado,
les enseñaba a los niños el arte de la lucha. Estaban cortando unos palos
largos, posiblemente ramas de roble, y cada uno construía una lanza a su
medida, con la punta muy afilada. De la cintura de Fusco colgaba una vaina y
en ella una espada de gran tamaño; esa espada le había sido regalada por el
príncipe de Albión cuando conquistaron la ciudad que ahora yace bajo las
aguas.
—¡Vamos, pequeños guerreros de Ongar, a matar al enemigo! ¿Quién será
capaz de atravesar la rama del castaño?
—¿Cuál? —dijo uno de los niños, que no levantaría más de una cuarta del
suelo.
—La de la copa, la situada a la derecha…
La rama parecía muy elevada y difícil de alcanzar. Los niños arrojaban los
palitroques con forma de lanza de uno en uno; la mayoría de las veces no
llegaban al blanco y entonces los palos caían al suelo. Fusco insultaba a sus
hijos cuando erraban el tiro, o los ensalzaba y abrazaba cuando se acercaban
al mismo; todos reían mucho.
Tras un rato en el que mantuvieron el juego, Fusco se percató de que
Baddo estaba allí. Atravesó el prado mientras sus hijos seguían ejercitándose
y se acercó a ella.
—¡Salud a la hija de Aster…!
—¿Cómo estás, Fusco?
—Ya ves, enseñando a estos hijos míos cómo se maneja una lanza. ¡Ven
para aquí, niña!
La cara de Fusco era la de un niño grande, todavía pecoso y con hoyuelos
en los carrillos, cubierta parcialmente por una barba poco espesa y mal
cortada. Sonrió y sus hoyuelos se hicieron más profundos, después desafió a
sus hijos.
—¡Ya veréis cómo la hija de Aster es mejor que todos vosotros juntos!
Ella enrojeció.
—Toma, Baddo, esta lanza y alcanza el objetivo: la rama de la derecha del
castaño.
—¿Cómo…?
Fusco se situó detrás de Baddo, le colocó correctamente los pies para que
disparase bien, al tiempo que le ponía una lanza entre los brazos.
—Ves, debes hacerlo así, balanceando el cuerpo con los pies separados.
Ahora tienes que coger impulso y correr, cuando tus ojos noten que el blanco
está a la altura de la punta de la lanza, impúlsala hacia delante. Suéltala ni muy
cerca ni muy lejos de aquella marca en el prado.
Baddo comenzó a correr, y sus cincos sentidos se dirigieron al castaño. De
modo inusual en ellos, los hijos de Fusco se callaron. Cuando la chica
comprobó que la punta de la lanza enfilaba el blanco, la impulsó con fuerza
hacia delante. La lanza hizo una curva en el aire y golpeó la base de la rama de
la copa del castaño, sin llegar a clavarse en ella; al fin cayó hacia el suelo
rebotando.
Se oyeron gritos, entre otros los de Fusco.
—Lo has hecho muy bien, tu puntería es excelente, pero te falta la fuerza
para atravesar la rama.
La cara de Fusco expresaba asombro, Baddo se puso muy contenta.
—Tu arma es el arco… —le dijo Fusco—, con un arco serías capaz de
atravesar la rama.
Entonces se volvió a uno de sus hijos, un mozalbete dos o tres años mayor
que Baddo.
—¡Efrén! Acércate al arcón de madera que hay junto al hogar… Trae el
arco y las flechas que hay dentro.
El chico miró sonriente a Baddo, quería saber hasta dónde era capaz de
llegar; se habían conocido desde niños y siempre habían sido amigos. Salió
corriendo y desapareció al bajar la cuesta.
Mientras regresaba Efrén, Fusco no paró de hablar, estaba encantado con
la habilidad de Baddo. Para hacer tiempo, se sentó en el suelo y el resto de sus
hijos junto a él, siete chicos fuertes de todos los tamaños. Se subieron a las
espaldas del padre, riendo, y él los levantó por encima de la cabeza para
tumbarlos después en el suelo.
—Ya está bien, todos quietos… A ver, ahora que está Baddo aquí, le
vamos a contar todo lo que sabéis.
Baddo le observó divertida, adivinando adonde se iba a dirigir su arenga.
—Decidme, niños, ¿quiénes fueron los príncipes de Albión?
A coro, los niños respondieron:
—Los príncipes de Albión, hasta su caída, fueron: Aster, que vino del
norte, Verol, su hijo, Vecir, hijo de Verol, Nícer, hijo de Vecir, y Aster.
—¿De dónde vino el linaje de los príncipes de Albión?
Los niños callaron, pero uno de ellos, de unos ocho años de edad, con
pecas en la cara y una sonrisa tímida, le dijo:
—Los príncipes de Albión vinieron de las islas del norte, de las tierras de
los britos…
—¿Quién fue el más grande de los príncipes de los albiones?
Nadie respondió, aquella pregunta había sido hecha para ser respondida
por el propio Fusco, entonces el antiguo guerrero se expresó de modo épico y
grandilocuente:
—El más grande de los príncipes de los albiones fue Aster, que unió a los
pueblos cántabros, astures y galaicos, que venció en la batalla de Amaya, que
fortificó las montañas y las hizo inexpugnables; en su reinado se perdió la
ciudad de Albión.
Se detuvo unos instantes y, cambiando de tono, dijo:
—Ahora os toca a vosotros contestar. ¿Dónde está Albión?
Los niños siguieron callados. En voz baja y un tanto velada por la tristeza,
Fusco dijo:
—Albión está al Occidente, bajo las aguas del mar y del río Eo…
Entonces Baddo preguntó algo que ya conocía:
—¿Por qué se hundió Albión?
—Por la perfidia de los nobles y por la traición de un hechicero llamado
Enol o Alvio.
Fusco miró fijamente a Baddo por encima de las cabezas de todos sus
hijos.
—Aquí en Ongar no hay nobles, en este valle todos somos hombres libres
excepto algún siervo que hemos atrapado en la guerra… Nunca más consentiré
que haya nobles que opriman a hombres libres, ¿lo entiendes, Baddo?
—Sí —dijo.
—Pues tu hermano Nícer no lo tiene tan claro y es ahora el príncipe de los
albiones, de los hombres de Ongar, y de muchas tribus de las montañas que le
rinden vasallaje. Está creando privilegios de unos sobre otros, por eso yo no
estoy de acuerdo con él… Esto, por supuesto, no hace falta que se lo digas a tu
hermano, quien, de cualquier modo, sabe cómo pienso.
Baddo conocía de sobra que Fusco se volvía melancólico cuando hablaba
de aquellos temas, y últimamente descargaba su furia en Nícer. Los niños
estaban serios, al ver que su padre se entristecía. Él quiso cambiar el cariz que
iba tomando la conversación y gritó alto:
—¿Dónde andará Efrén…? ¿Habrá ido a fabricar el arco?
Al poco tiempo, el chico asomó por la cuesta, lo vieron llegar corriendo
con algunas flechas y un viejo arco en la mano.
—Este es el arco que yo utilicé para cazar el lobo cuya piel está en el
suelo de la casa. Era un arma potente pero está ya muy viejo, necesita ser
engrasado.
Los niños se abalanzaron a coger el arco.
—Yo quiero, yo quiero…
—No, es para que pruebe Baddo.
Fusco cogió el arco y, apoyando un extremo en el suelo, lo dobló; después,
del interior de su ropa, extrajo una tripa de oveja curtida para este menester,
formando una cuerda un tanto elástica. Ató la tripa a un extremo del arco y tiró
con fuerza. La cuerda quedó tensa. Después, con los dos pulgares la hizo
vibrar. Entonces le pidió a Efrén una flecha, la apoyó sobre el arco y con
energía la disparó. La flecha atravesó la rama del castaño por su parte más
fina.
—Ahora tú, Baddo —le dijo.
Cogió el arco y guiada por Fusco estiró la cuerda; entonces él la soltó para
que lo hiciese ella sola. Él le indicó:
—Apunta al centro del tronco, es muy fácil, quiero ver si llegas hasta allí.
Dirigió el arco hacia donde se le sugería, la flecha se clavó cerca del
centro.
—¡Hummm…! —dijo Fusco—. Debes practicar…
De sus ojos castaños y expresivos salía de nuevo la luz del recuerdo.
—Tu padre me regaló esta espada…
Fusco desenvainó el arma y la elevó con fuerza hacia el sol, la hoja
refulgió a la luz de la tarde en el aire. Bajó la espada y Baddo la tocó
suavemente; después ella levantó los ojos y su mirada se cruzó con la del
antiguo servidor de su padre. En la expresión del buen hombre había algo
especial:
—Tienes los mismos ojos que tu padre; me asusta tu forma de mirar. Esos
ojos oscuros, con cejas arqueadas.
No quiso seguir hablando de Aster y continuó con otro tema.
—En cambio ese pelo castaño y rizado es el de Urna. ¿Cómo está tu
madre?
—Ya sabes, vaga como un alma en pena; la mayoría de las veces no
entiendo lo que me dice. Mira a Nícer con adoración pero a mí casi no me
reconoce… Me confunde con alguna amiga de su infancia; me llama Lera o a
veces Vereca…
Fusco meneó la cabeza, comprensivo, y dijo:
—Ten paciencia, alguna vez volverá a su ser. No has tenido suerte, tu
padre desaparecido y tu madre que no está en sus cabales…
Baddo detestaba que la compadeciesen porque entonces se enternecía, y la
ternura en aquella época le daba vergüenza.
—No te apenes por mí; tengo a Ulge, que me regaña constantemente pero
que es buena, te tengo a ti, me cuida Mailoc; también la gente del valle se
compadece de mí y a su modo me protege…
—¿Y Nícer?
—Ya sabes que no nos entendemos. Es un pesado, todo el día
sermoneándome, que no haga, que no diga, que no me mueva…
Fusco rio de nuevo. Algunos de sus dientes se habían caído ya y su boca
era oscura. El sol comenzaba a bajar en el horizonte. Todos se dirigieron hacia
la casa de donde salía un olor a garbanzo cocido con alguna col.
Baddo se despidió besando a los pequeños; iba a emprender la bajada
hacia la fortaleza, cuando Fusco la tomó del hombro y, de modo que nadie más
lo oyera, le dijo:
—Este arco es viejo; pero, si lo engrasas y practicas con él, serás una
buena tiradora.
Baddo ya se iba a negar a tomar el regalo, cuando él insistió:
—Le regalo un arma a la hija de quien me enseñó a mí a luchar y me
regaló una espada.
Ella le dio las gracias, entendiendo lo que él quería decir. Se hacía tarde,
por lo que bajó corriendo la cuesta; por el camino escondió el arco entre las
ropas, bajo su capa.
Aquel verano, sola o con Fusco, Baddo comenzó a entrenarse en el manejo
del arma. Con los hijos de Fusco aprendió la lucha cuerpo a cuerpo,
impensable para una mujer de la aldea, a batirse con espadas de madera y a
pelear según se lucha en las tierras del norte.
El oso

Al final de los meses cálidos, cuando los días comenzaban a acortarse, una
mañana sonaron a rebato las tubas de los vigías de uno de los pasos en las
montañas. Mucha gente salió al camino. Unos hombres traían un herido en
parihuelas. Al llegar a la explanada frente al castro, los monjes del cenobio de
Ongar bajaron a atenderle; poco pudieron hacer y el hombre falleció ante sus
ojos.
Baddo se situó detrás del corro que rodeaba al muerto y tocó a uno de los
del poblado por la espalda.
—¿Qué ha ocurrido?
—El oso de los montes de Ongar le atacó y ha muerto.
El hombre era un labriego con bastante familia. Los compañeros del
difunto le condujeron hasta el cenobio y lo dejaron en el centro de la iglesia
para que se hiciese un funeral por él.
En la explanada se reunieron los hombres, estaban furiosos. Se oyeron
primero murmullos y después algunos gritos:
—El oso ya ha asesinado a varios hombres y ha matado a muchos
animales. ¡Hay que acabar con él!
Nícer salió de la fortaleza y les dijo:
—¿Quién quiere perseguir al oso?
Muchas manos se elevaron.
—Está bien, tú, Fusco, tú, Mehiar, tú y tú.
Nícer escogió una partida de veinte hombres. Baddo les vio marchar
armados con espadas, hachas y lanzas, entonaban un canto guerrero y estaban
ufanos, mirando a las mujeres con un aire protector. Baddo sintió envidia al
verlos salir tan alegres, en camaradería viril y fraterna. Se palmoteaban entre
sí las espaldas mientras hablaban de cacerías anteriores. Entonces una idea
indebida atravesó la mente de Baddo. Sin que Ulge la viese, Baddo se acercó
al lugar donde había escondido el arco, lo friccionó con grasa de caballo y se
colgó a la espalda algunas flechas. Se le ocurrió que si lograba matar al oso,
quizá su hermano tomaría en serio sus afanes guerreros.
Los hombres habían avanzado mucho cuando Baddo los alcanzó en su
marcha a través de los riscos. El día era cálido pero, a lo lejos, provenientes
del Cantábrico, algunas nubes oscuras preludiaban la proximidad del mal
tiempo. Baddo procuró no acercarse mucho a los hombres ni alejarse
demasiado de ellos. Llevaban perros que olisqueaban el rastro del oso. A
veces se sentía atemorizada pensando en la fiera, pero aún más pensando en
ser descubierta por su hermano, que la castigaría. Para alejar el miedo, Baddo
agitaba su pelo castaño al viento.
Nícer iba delante con la lanza en la mano y la espada al cinto. Los
hombres lo seguían de cerca. Caminaban a pie porque aquellos peñascos no
eran los adecuados para una cabalgadura.
—El cubil del oso está muy cerca de donde atacó al hombre que ha muerto
—gritaron los hombres de Ongar.
Los cazadores señalaron unas trazas en los árboles, las marcas que
encuadran el territorio en el que mora un oso. Más allá encontraron un venado,
muerto, tapado con ramas. Los hombres comentaron que había sido el propio
oso quien lo había cubierto para después poder alimentarse. Los guerreros de
Ongar sentían un temor reverencial a la fiera; sus antepasados lo habían
adorado como un espíritu del bosque y ellos aún lo respetaban y lo temían.
Los del poblado se encaminaron hacia el arroyo en el centro del bosque.
Baddo los adelantó por un vericueto, corrió entre olmos y algún roble, a la par
que las zarzas del bosque le desgarraban un poco la larga falda de lana. Al fin,
entre los olmos refulgió el agua del manantial; sorprendida, Baddo vio un
curioso espectáculo: un oso de pelaje marrón oscuro de gran tamaño se
bañaba en el río jugando con los peces. La hermana de Nícer estaba situada en
contra del viento, por lo que el oso no podía percibirla; pero cuando los
hombres se aproximaron por el otro lado del regato, el gran macho se puso
alerta. Al incorporarse, Baddo se percató de que su envergadura superaba a la
de los hombres del poblado. Entonces, los guerreros le rodearon dirigiendo
las lanzas hacia él.
Baddo comprendió que aquel era su momento; sacó una flecha de la
cintura, la estiró en el arco, y la flecha impulsada hacia delante describió una
línea en el cielo, escuchándose un silbido al cruzar el aire. En ese segundo el
oso se detuvo. La flecha atravesó limpiamente el pecho de la bestia y dio en el
blanco. La fiera, herida de muerte, se abalanzó contra los que le rodeaban y
comenzó a dar zarpazos en el aire. Los hombres no entendían lo que había
ocurrido, pero arrojaron sus lanzas y atravesaron al oso. Baddo saltaba de
contento al ver cómo el animal caía muerto. Entonces notó detrás de sí una
persona. Se giró y, al ver quién era, dejó escapar un pequeño grito de susto. Se
trataba de Nícer, su rostro denotaba un gran enfado.
—¡De todas las responsabilidades que me ha dejado mi padre, la más
gravosa eres tú! —gritó.
—He matado al oso.
—No, le has herido…
—De muerte.
—Nunca cazamos al oso con flechas, porque a menudo las flechas hieren
al oso sin matarlo y un oso herido es mucho más peligroso. Has de ser tú, la
hermana del príncipe de Ongar, la que contravenga todas las normas. Y ese
arco, ¿quién te lo ha conseguido?
Fusco se adelantó.
—Yo, mi señor.
—Devolverás a mi hermana al poblado. No comentarás nada a nadie de lo
sucedido. El arco será requisado y mi hermana no saldrá de la fortaleza en los
días que dure la próxima luna.
Nícer, enfadado, se dio la vuelta.
Fusco devolvió a Baddo a la gran fortaleza de Ongar. Por el camino, que
ambos hicieron de modo independiente al resto del grupo, no hablaron; pero
Baddo percibió que su viejo amigo Fusco se hallaba contento; su cara
mostraba la expresión de pillería que le caracterizaba. Al llegar al poblado
olvidó requisarle el arco.
El castigo

El castigo de Baddo duró todos los días del ciclo lunar y se le hizo cuesta
arriba, no podía salir de la fortaleza. Se moría de aburrimiento con su madre,
que no hablaba, o desvariaba por las estancias de la fortaleza, y con Ulge, que
la obligaba a tejer y a devanar lana. Por las noches, Baddo miraba las fases de
la luna y le parecía que esta no cambiaba.
Nícer permitió que algunas jóvenes del poblado, con fama de virtuosas y
aburridas, se acercasen a ver a Baddo: Munia, de cabellos castaños; la dulce
Liena, y Tajere, de lengua vivaz. Les gustaba estar cerca de Baddo pues, por
su linaje, ella sería la transmisora de los derechos paternos; sus madres
consideraban que les daría buena reputación estar con la hija de Aster. En el
poblado nada se supo de la hazaña de Baddo con el oso. Se corrió el rumor de
que el mártir san Eustaquio había intervenido desde el cielo con sus flechas.
Ella reía al oír aquella historia. Odió a Nícer por no dejarle lucirse con su
proeza y dejó de dirigirle la palabra. Él, al entrar en las estancias de la
fortaleza, le hablaba, pero Baddo torcía la cabeza y no contestaba a sus
preguntas.
A mitad del ciclo lunar, Baddo y sus compañeras tejían junto al hogar en
una tarde lluviosa; fuera se escuchaba el rumor de los árboles golpeados por
la brisa y el viento. Ellas hablaban de los jóvenes de la aldea, de los partos y
de las muertes; Baddo escuchaba malhumorada.
Liena habló de los tiempos de Aster, cuando se permitía que los
mercaderes llegasen hasta Ongar.
—Tu padre, Baddo, era fuerte y bondadoso, consideraba que el paso de
mercaderes a través de las montañas no suponía un peligro para Ongar. Tu
hermano es… —Liena dudó— más… digámoslo así, prudente.
Baddo se animó al escuchar una crítica al todopoderoso Nícer.
—Sí. No arriesga nada.
Munia se sonrojó, Baddo sabía bien que ella amaba a Nícer.
—Desde que él rige Ongar no ha habido guerra y estamos en paz —le
excusó Munia.
—¿Tú crees que realmente estamos en paz? Estamos aconejados metidos
en una madriguera que en cualquier momento puede ser descubierta… Los
mismos que comerciaban hace unos años pueden revelar los pasos de las
montañas a los godos o a los suevos, y nuestros vecinos, los luggones, siguen
tan belicosos como hace unos años…
Unas palabras secas, detrás de la que así hablaba, vinieron a cortar la
conversación.
—¡Cuánto sabes, Baddo, de los asuntos de gobierno!
Baddo escuchó la voz de Ulge con temor. Ella quería que Baddo fuese la
dama de Ongar, una mujer sumisa, a la vez que fuerte. Por desgracia Baddo no
era nada de lo que Ulge quería para Ongar. Ulge había amado a la primera
esposa de Aster y consideraba que la unión de Aster con la madre de Baddo
había sido algo indecoroso: el jefe de las tribus de las montañas unido a un ser
que no podía casi hablar… En las tierras cántabras, la herencia pasaba por
línea femenina, Aster había llegado a la jefatura de Ongar por su madre, y
ahora Baddo, la hija de la loca, sería la nueva señora de Ongar: Ulge no la
apreciaba. Adoraba a Nícer, se admiraba de su fortaleza, de su rostro similar
al del hada, la de rubios cabellos, a quien Ulge había amado. Así que el ama
insistió agriamente:
—Es tu hermano el que lleva el gobierno de Ongar, y no eres quién para
contrariar sus decisiones.
—No contrarío nada, pero este aislamiento no me parece oportuno…
—¿Sí? Indícame entonces qué es lo que consideras oportuno… ¿Que los
hombres del poblado sean exterminados por los luggones? ¿Que nos invadan
los godos? ¡No sabes de lo que estás hablando! Si hubieses vivido la guerra…
el hundimiento de Ongar… si hubieses visto a los hombres de Amaya llegar
aquí huyendo tras el asedio y la casi destrucción de su castro…
Ulge siguió hablando de los tiempos pasados, y ahora, pensó Baddo,
continuaría hablando de la peste, de la primera mujer de Aster, de los godos a
los que odiaba… Baddo había oído mil veces esa misma cantinela y fingió
escucharla con una media sonrisa. Mientras tanto se preguntaba por qué le
gustaba tan poco a Ulge. Quizá sería por su origen deshonesto, o porque ella
era morena con ojos oscuros como los de su padre y con cabellos rizosos
como su madre. Ulge no aceptaba que Baddo fuese una descendiente de las
antiguas razas de las montañas, que producen hijos de aspecto oscuro. Para
ella ser de piel clara era un don que señalaba la predestinación y un origen
noble.
Munia, bondadosa y sensata, intentó cambiar el tema de la conversación,
interrumpiendo al ama:
—Señora Ulge, ese broche con el que sujetáis vuestro manto es muy
hermoso; ¿de dónde procede?
Baddo sonrió para sus adentros, conociendo la habilidad de Munia para
cambiar el tema de conversación. Ulge, a pesar de sus años, seguía siendo
vanidosa.
—Fue realizado en Astúrica Augusta, una ciudad muy hermosa que
construyeron los romanos pero que ahora está dominada por la mala gente
goda. Es de oro y de pasta vítrea. La trajo un buhonero cuando aún Albión
estaba oprimida por Lubbo.
—¿Astúrica…? —preguntó Baddo—. ¿Está muy lejos de aquí?
En aquellos momentos le interesaba cualquier cosa que pudiera existir en
el mundo exterior.
—En Astúrica hay un mercado grande donde los ganaderos de la zona se
reúnen a cambiar reses, y donde los comerciantes de lana venden buen paño.
Me han contado que existen antiguas iglesias y algún palacio edificado por los
romanos. Las murallas son fuertes y se cierran al anochecer.
Las jóvenes callaron pensando en la gran ciudad al sur, sus ruecas hacían
un ruido armónico. Baddo se dio cuenta de que Tajere pensaba en la ciudad.
Al cabo de un tiempo pronunció unas palabras que no parecían concordar con
lo que hasta el momento se estaba diciendo.
—No queda mucho para la fiesta de las hogueras —dijo Tajere.
La fiesta de las hogueras era una antigua fiesta celta, Beltene, en el
solsticio de verano. Ahora se llamaba la noche de San Juan y se invocaba a
este santo, pero todavía en el poblado la celebraban según el rito antiguo; la
diferencia era que Mailoc y sus monjes bendecían al poblado cuando se
iniciaban las fiestas.
—Ya no es como antes… —dijo Ulge—, los ritos cristianos han
empobrecido la fiesta.
Repentinamente calló, en el interior de Ulge se producía una pugna entre su
lealtad a las tradiciones antiguas y la obediencia que debía a Aster y ahora a
Nícer. Ella no era cristiana de corazón como el resto de la aldea; en realidad,
allí seguían existiendo muchas gentes así, divididas entre su devoción al
pasado y su fidelidad a los príncipes de Albión que ahora eran cristianos. A
Ulge no le gustaban los monjes.
—En los tiempos antiguos, para la fiesta de Beltene nos acicalábamos con
unos afeites que nos hacían parecer más hermosas… Creo que aún se venden
en el sur, llevábamos ajorcas y colgantes en las cinturas… Recuerdo aún cómo
bailábamos en mi juventud…
—Ahora también hay bailes… y más de una boda ha salido de la fiesta de
San Juan.
Liena y Tajere comenzaron a hablar sobre cómo se vestirían para la fiesta;
al poco tiempo estaban cuchicheando entre sí. Repasaban uno a uno los mozos
de la aldea. Munia, más seria, callaba.
Aquella noche Baddo soñó con Astúrica; se ilusionó imaginando a gentes
distintas a las de aquel mundo cerrado de Ongar; le pareció escuchar dialectos
de otras tierras; en sus sueños contempló unas murallas fuertes con soldados
que las protegían. Algo en Baddo era inquieto, algo de sí misma quería llegar
más allá; no podía limitarse a ser la buena esposa del primer guerrero con
quien su hermano Nícer decidiese casarla. Sabía que Ulge y su hermano
estaban ya pensando en un matrimonio conveniente, había oído que ni siquiera
sería alguien conocido en la aldea, sería desposada con algún jefe de los
luggones o de los orgenomescos para estrechar lazos de amistad entre las
tribus, y ella se rebelaba ante tal idea.
Tenía una dote y sabía bien dónde estaba guardada, mantas y ropa de casa
que Ulge había tejido en el invierno. ¡Cuánto habría deseado ser hombre!
Poder labrar su propio destino y no vivir a cuenta del que otros le procurasen.
Sí, aquella noche Baddo se durmió soñando en una ciudad de piedra en la
meseta y, en sus sueños, escuchó los sones de una gaita celta.
El plan

Dos días más tarde, cesó el castigo, y por fin Baddo pudo salir de su encierro.
Hacía fresco y una llovizna caía sobre los campos; a retazos brillaba el sol. Al
salir del antiguo castro de Ongar donde ahora se situaba la fortaleza, Baddo
pudo divisar el hermoso panorama y a hombres libres encaminándose a sus
faenas: labriegos que se dirigían cantando a los campos; a lo lejos, un pastor
que conducía a sus vacas hacia lugares de pasto, y más allá un lugareño
cubierto por una capa encerada se alejaba. Posiblemente iría a las colmenas, a
conseguir miel, el don más preciado en la aldea.
Las familias vivían apartadas de la pequeña fortaleza, rodeadas de campos
que les pertenecían; periódicamente, los hombres debían prestar servicio de
armas para su señor, Nícer, principal en Ongar. En aquel tiempo, las que
labraban los campos eran las mujeres, mientras los varones guerreaban al
servicio de su príncipe.
A los pies de la fortaleza se extendía una gran planicie; allí, a los que les
correspondía el servicio de armas practicaban maniobras relacionadas con el
arte de la guerra y entrenaban a los más jóvenes. Baddo se encaminó hacia
aquel lugar; vio a Cipriano, a Cosme y a Efrén; los dos últimos, los hijos
mayores de Fusco que se dirigieron hacia ella con una sonrisa abierta. Sin
embargo, el gesto de respuesta de Baddo se le quedó helado en los labios
cuando alguien apareció detrás de ellos, su hermano Nícer.
—¿Se puede saber adónde te diriges?
—Quiero ver combatir a los hombres…
—Te he dicho repetidamente que te mantengas fuera de aquí, este no es
lugar para una mujer.
Baddo miró a su hermano y no pudo responderle nada. Él le imponía.
Nícer era un hombre de fuertes espaldas y cabello rubio ceniza, con unas
facciones agradables que infundían respeto; un rostro amable de nariz
aguileña, con pómulos altos, mandíbula fuerte y unas narinas de león que se
abrían cuando estaba enfadado. Su fortaleza era legendaria, era capaz de
levantar más peso que ningún otro en el valle.
Baddo entendió que iba a continuar riñéndola, por lo que se alegró al ver,
a lo lejos, a Munia y a Liena.
—¿Podré ir entonces con Munia y con Liena? —La voz de Baddo se tornó
aparentemente dulce y complaciente.
—Mira, Baddo, quiero que te comportes como lo que eres, la futura dama
de Ongar. No puedes participar en los combates de los hombres, es indigno de
una hija de Aster.
—Lo indigno de una hija de Aster sería luchar mal y yo he batido ya a
muchos…
—¡No quiero seguir hablando o te encierro hasta el próximo invierno…!
¡Vete con las mujeres!
—Lo haré, pero tú recuerda a Boadicea…
Nícer se rio, rio muy fuerte, y a Baddo no le hizo gracia su risa. Se burlaba
de que Baddo, casi una niña, se comparase con la gran reina de los britos. Los
hombres que le acompañaban corearon sus carcajadas. Baddo no tenía
parecido alguno con la célebre reina guerrera que, según la leyenda, era alta,
rubia y muy fuerte, mientras que Baddo era de estatura moderada, delgada y de
ojos y cabello oscuro.
Baddo avanzó por en medio de los guerreros, con el rostro enrojecido por
la vergüenza y el enfado, hacia donde se situaban Munia y Liena, quienes
habían escuchado la reconvención de Nícer. Pronto se acercó Tajere. Los
hombres seguían combatiendo. Cosme atacaba a otro hombre fornido; este era
de la edad de Baddo y el guerrero al que se enfrentaba mucho mayor que él.
Cosme fallaba por la izquierda, el contrincante le atacaba por aquel lado. Sin
poderlo evitar Baddo le gritó:
—Cosme, cubre tu izquierda…
Rápidamente le hizo caso, con lo que el combate se hizo más igualado.
Baddo y sus compañeras se dieron cuenta de la mirada enfadada de Nícer ante
una intervención que se consideraba impropia de una mujer.
Tajere le dijo:
—Baddo, como sigas provocando a tu hermano, vas a estar encerrada
hasta que las hojas del roble se vuelvan azules.
Baddo no le contestó, sentía predilección por aquel pequeño guerrero y se
alegró mucho al verlo vencer.
Cuando terminó el combate, las tres jóvenes rodearon a Baddo y la
censuraron:
—Baddo, ¿qué es lo que te pasa? Antes no le contestabas así a tu hermano;
es absurdo que una mujer quiera pelear como un hombre.
Por un momento, Baddo se angustió, quizás ellas estaban en lo cierto,
quizás había algo caprichoso en su comportamiento, quizá la inseguridad se
producía al verse mayor. Hasta hacía poco tiempo, Baddo era un chicote más
en el pueblo; pero desde su primera menstruación, Nícer le había parado los
pies, ya que pronto debería desposarse y se hacía necesario que se comportase
como una mujer de su rango.
Por otro lado, había algo más que le dolía profundamente, las palabras
suaves y comprensivas de sus amigas lo sacaron fuera.
—Es… —dijo al fin Baddo, llorando—… mi padre… Mi padre me quería
y estaba pendiente de mí. Le dejaron partir hacia el sur con una pequeña tropa
y luego no volvió más… Mehiar y Rondal dicen que le detuvieron los godos y
no sabemos más de él. Mi hermano no se atreve a ir al sur y rescatarle…
—Tu padre murió…
—Sí, eso dicen —balbuceó Baddo entre lágrimas.
—No estás sola; tienes a tu madre y tu hermano Nícer te cuida… y se
preocupa por ti.
—Me da igual…
Las dos jóvenes, en un primer momento, se quedaron desconcertadas al
verla llorar, y se compadecieron ante las lágrimas de Baddo.
—Dinos si podemos ayudarte en algo —le ofreció Liena.
—Quizá sí. Es… es muy simple. Me he enterado a través de Cosme que
detrás de la cascada existe un camino por donde a veces transitan los
buhoneros que van hacia el otro lado de las montañas. Podríamos intentar ir
hacia allí, y preguntar por noticias de mi padre. Los buhoneros saben de estas
cosas, transmiten las noticias de un lado a otro…
Las otras la observaron con una cierta aprensión; lo que Baddo proponía
era muy peligroso y estaba prohibido por las leyes de Nícer. Ella se dio cuenta
de que no las convencía e intentó otro argumento:
—Sé que venden afeites que te vuelven más hermosa y collares y ajorcas,
los mismos de los que habla Ulge. Podríamos ir muy de mañana, y explorar
esa zona. Nadie se enterará…
Tajere y Liena se miraron entre sí, pronto sería la fiesta del solsticio y
ellas, vanidosas y jóvenes, querrían tener algo con lo que no contasen las otras
doncellas del poblado.
—No, nadie se enterará… —repitió Baddo—, no diremos nada. Será un
secreto…
Sin embargo, Munia, más sensata, les dijo:
—Un capricho que os puede costar caro…
—Si no queréis venir, iré sola. Quiero buscar a mi padre.
Se miraron, eran mayores que Baddo y se sentían responsables con
respecto a ella. Por otro lado, la idea de conseguir afeites y joyas para la
fiesta les atraía.
—De acuerdo, te acompañaremos fuera de Ongar; pero prométenos que no
iremos muy lejos.
Ella afirmó con la cabeza, gozosa.
—Yo no iré, no pienso contravenir las órdenes de Nícer… —Se expresó
Munia con calma y dignidad.
Las tres se separaron de Munia, y continuaron planeando la escapada.
Por la noche, Baddo intentó complacer en todo a Ulge, que se mostró
contenta, pero un tanto extrañada de tan buen comportamiento. Al acostarse,
Baddo no podía contener el nerviosismo y tardó en quedarse dormida. Aquella
noche ocurrió algo extraño. Su madre, la mujer que apenas la reconocía, que
desvariaba continuamente, se acercó a su lecho y la besó en la frente. Baddo
sintió las manos huesudas de su madre acariciándola y su pelo gris y ondulado
derramándose sobre ella. Después de aquella extraña muestra de afecto, Uma
se fue y Baddo se quedó dormida.
El primer rayo de luz se coló por las rendijas de la ventana de madera, que
cerraba el habitáculo donde Baddo dormía; ella, presa de la excitación, se
levantó. La mañana era fresca y se abrigó con una capa oscura que cubría la
vestimenta clara y más fácilmente distinguible desde lejos. Baddo se ató el
arco a la espalda y amarró flechas en la cintura, después cogió un palo de
monte que Ulge utilizaba para cuando quería realizar caminatas largas. Abrió
la puerta que la separaba del exterior con cuidado.
Los rayos del sol naciente iluminaban la parte alta de la fortaleza, abajo la
niebla cubría el valle. Bajó saltando por la cuesta de la fortificación y después
ascendió la empinada senda hacia la cascada. Al llegar al monasterio de los
monjes se encontró con Tajere y Liena. Las dos reían presas de una gran
excitación, les hizo guardar silencio. Miraron hacia atrás, la fortaleza de
Ongar se elevaba en un pequeño montículo, rodeada de una neblina que la
hacía parecer irreal, un lugar elevado por encima de la tierra, entre las nubes.
Llegaron a la cascada y se pegaron a la pared para no mojarse. Arrimado a la
roca discurría el camino en la piedra. Una cueva natural se abrió ante ellas, en
el techo brillaban las estalactitas húmedas y de color azulado. El sol del
amanecer se colaba desde la parte posterior de la cueva atravesando la
cascada y produciendo reflejos iridiscentes, y un arco iris se abrió a su paso.
Continuaron descendiendo. El río se enfurecía al llegar a la garganta, las
voces de las ninfas de las aguas cantaban entre las piedras. Se deslizaron
lentamente entre las rocas y al llegar al fondo del cauce divisaron robles
jóvenes que se inclinaban sobre la ribera. Más allá una espuma blanca rebotó
en las piedras. Estaba nublado pero la luz era clara y se introducía en el agua
haciendo que resplandeciese. Las prófugas excitadas, llenas de vida,
disfrutaban ante aquella salida tan poco habitual. Distinguieron que, al lado
del arroyo, las piedras formaban algo similar a un camino, estaban ya más
seguras y avanzaban sin detenerse. Ahora ya les daba igual encontrar o no a
los buhoneros; las jóvenes de Ongar respiraban un aire de libertad como nunca
antes lo habían sentido.
Avanzaron en dirección contraria a la corriente. El río se despeñaba hacia
abajo, hacia la cascada en Ongar, pero más arriba se había bifurcado
previamente en un arroyo que descendía hacia la vertiente opuesta. El día se
anunciaba cálido, un viento fresco movía las ramas de los árboles sobre sus
cabezas. Descendieron entre las piedras saltando ágiles, el arroyo se iba
ensanchando conforme descendía y al otro lado del cauce divisaron algo
parecido a una senda más ancha, que se alejaba entre los bosques.
Baddo les dijo:
—Tenemos que cruzar el cauce para alcanzar la otra orilla, allí está el
camino del que me habló Cosme.
—Más adelante…
—No, ahora —murmuró—, más adelante el río se ensancha todavía más.
Descendieron hacia la orilla, agachándose entre las rocas. Estaban ya
fuera de Ongar; con risas excitadas, contentas, saltaron entre los cantos del río,
adelantándose un buen trecho.
Fue entonces cuando se escuchó un sonido similar al de un caballo. Las
compañeras de Baddo se pusieron pálidas, alguien se acercaba por el camino.
«¿Serían los buhoneros?», pensó Baddo, pero enseguida se dio cuenta de que
ellos solían ir en carretas y mulas, no a caballo. Intentaron esconderse entre
las rocas. Liena y Tajere se agacharon, pero Baddo se mantuvo un tiempo de
pie antes de hacerlo. En aquel momento pudo verlos: guerreros a caballo con
armaduras que eran distintas a las de los montañeses, y cascos de cuero y
plata, puntiagudos, con un penacho de crines de rocín; dos aletas salían del
casco y les tapaban parcialmente la región de la mandíbula. Todos se cubrían
con armadura y una capa de diversos colores a su espalda. Alguno de ellos
blandía una lanza, y a la espalda, el carcaj lleno de flechas. Otros llevaban la
lanza sujeta a la silla de montar. Excepto uno, que era más joven, e iba al
frente de los demás, todos mostraban barbas que les cubrían la cara; aquel
guerrero no llevaba casco. Baddo se dio cuenta de que eran godos; el miedo le
paralizó el corazón. Había oído hablar de su crueldad, y se sospechaba que su
padre había muerto a sus manos.
Los godos siguieron avanzando en contra de la corriente, se oían sus voces
pero, de lejos, no podía entenderse bien lo que decían. Entre el ramaje, Baddo
pudo divisar mejor sus caras.
Las muchachas cántabras no eran capaces de respirar. Desde su escondrijo
veían las herraduras de los caballos, levantando espuma en la corriente.
De nuevo, Baddo se atrevió a asomar la cabeza entre las ramas y pudo ver
más de cerca al que comandaba el grupo de enemigos, un guerrero robusto de
mirada afable. Era muy joven, posiblemente de la misma edad que Baddo o
ligeramente mayor; no tenía perfil de ave de presa, sino más bien de animal
doméstico. Era chato, de nariz ligeramente respingona, boca algo sumida y
barbilla remangada. Los ojos grandes y claros. La frente, más corta,
abombada, no se adornaba con un casco, sino con una banda guerrera que no le
sujetaba los cabellos, demasiado cortos, más bien los acompañaba con
resignación. Llevaba el casco pendiente en la espalda.
Las compañeras de Baddo no se atrevían ni a mirar. Ella, en cambio,
fascinada por los godos, guardaba cada vez menos precauciones. El corazón
de la hermana de Nícer comenzó a latir deprisa y una idea absurda le vino a la
mente: le hubiera gustado hablar con aquel joven. Liena le tiró de la ropa para
que se agachase. Baddo lo hizo de mala gana.
Los godos, al llegar a la parte alta del sendero, viendo que la cascada
cortaba su paso, recularon. Los cuartos traseros de los animales se alejaban de
ellas. Baddo casi se entristeció viendo cómo aquel joven de pelo claro y casi
barbilampiño se alejaba.
Sus compañeras comenzaron a escabullirse entre las peñas. Ante aquel
movimiento se levantaron algunas avecillas; uno de los guerreros de la
retaguardia notó cómo las aves se movían y gritó algo a los otros.
Entonces las descubrieron.
Baddo escuchó las risas soeces de los godos que se alegraban al ver
mujeres; hombres largo tiempo fuera de sus hogares que echaban de menos a
sus esposas y amantes.
Lanzaron los caballos a galope en el agua.
—¡Huid…! —gritó Baddo a Liena y a Tajere.
Rápidamente sacó el arco y apuntó hacia ellos; sus flechas atravesaron al
caballo del que venía delante, derribándole a tierra. Liena se escapó hacia la
cascada por donde habían venido. Tajere se quedó paralizada de miedo, y se
escondió a un lado, tras una peña. Baddo permaneció de pie, protegiendo a las
otras con flechas. Se sentía responsable de haberlas conducido al peligro. No
tardó mucho en cargar una nueva flecha y la lanzó sin dar en ningún blanco.
Mientras cargaba la siguiente, ellos cruzaron el río levantado espuma del agua,
y al llegar al otro extremo del cauce, desmontaron.
El guerrero de la banda en la frente se dirigió directamente hacia Baddo.
Se había bajado del caballo, trepando por las peñas, y pronto llegó junto a
ella. Baddo dejó a un lado el arco y las flechas, tomó una larga vara de fresno,
para defenderse. Él, asombrado por lo inconcebible de una mujer con flechas
y armada, no se defendía bien. Baddo le atizó con su vara de fresno, entonces
él se acercó aún más a ella.
Tras recibir un golpe, gritó a sus compañeros, riendo:
—Dejadme, yo puedo con ella.
—Ya veremos —respondió Baddo.
El combate era desigual, él era mucho más fuerte y mejor adiestrado que
ella; pronto la venció. Baddo cayó a tierra, él clavó la lanza junto a su cuello,
atravesándole la capucha que le cubría el pelo. Baddo le miró fijamente y
comprobó que sus rasgos no eran los de un hombre sanguinario, pero sintió un
miedo atroz; cerró los ojos pidiendo clemencia al Altísimo. Prometió que si se
salvaba, no volvería a desobedecer más a Nícer. En aquel momento de lucidez
reconoció lo absurdo de su testarudez y rebeldía; percibió cómo había puesto
en peligro a toda la aldea. La entrada oculta a Ongar se hallaba muy cerca; si
la encontraban los godos, la guerra habría llegado al lugar que Baddo más
amaba.
Los guerreros la rodearon. Les oyó que se dirigían hacia el que la había
doblegado:
—¡Recaredo…! Hay más mujeres por aquí, busquémoslas, no te quedes
con esa para ti solo.
Él la miró fijamente, era arrogante y decidido, en su rostro algo le resultó
familiar a Baddo. Su mirada dibujó el cuerpo de la mujer caída, centrándose
sobre todo en los ojos. Su boca se iluminó con una sonrisa y soltó ligeramente
la ropa de ella de la presión de la lanza, mientras decía:
—No la tocaréis: yo la he conseguido, es mía.
Los godos comenzaron a trepar entre las rocas buscando a Liena y a
Tajere. Baddo se quedó sola con el joven que la cogió por las muñecas y la
ató con una cuerda. Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de la
doncella; al verla llorar, el llamado Recaredo se conmovió. Era muy joven y
parecía inexperto aún con las mujeres.
—Déjame ir… —le suplicó Baddo.
—No, vosotras venís de algún sitio, por aquí hay un paso entre las rocas y
vais a mostrármelo. Además, eres muy bonita, ¿lo sabías?
Baddo se ruborizó, nadie en el poblado le había hablado así; él la miró
una vez más a los ojos; aquella mirada clara le recordó a Baddo la de su
hermano Nícer.
En ese momento, se escucharon gritos que procedían de lo alto, el ruido de
hombres batiéndose, junto a las voces de Liena y Tajere suplicando socorro.
Con alivio, Baddo entendió que llegaban refuerzos; de las rocas comenzaron a
bajar hombres de Ongar, eran unos diez al frente de los cuales se hallaba
Nícer.
Los godos intentaron escapar, bajando hacia el río. Baddo se defendía de
su captor, que no la soltaba y quería arrastrarla hacia su caballo en el cauce.
Nícer vio a su hermana a lo lejos, y se dirigió hacia ella, enfrentándose al
joven que la había apresado. El godo tuvo que dejarla ir.
Los dos, Nícer y el godo, lucharon frente a frente. El joven godo se puso el
casco que pendía a su espalda, bajándose la celada. Nícer se movía ágilmente,
mientras que su contrincante era fuerte y duro; cada mandoble de su espada
levantaba chispas al rozar la de Nícer. La lucha se prolongó, pero ante la
superioridad de Nícer, el godo retrocedió hasta su caballo, saltó sobre él,
viendo a sus gentes vencidas les hizo un gesto, y gritó retirada.
Los cántabros no persiguieron a aquellos hombres a caballo, se quedaron
con Baddo y sus compañeras, atendiéndolas. Baddo pensó que Nícer la
castigaría delante de todos sus hombres; sin embargo, hizo algo sorprendente:
la cogió por los hombros, la levantó y, de repente, se abrazó a ella. Hacía años
que Nícer no le había hecho un gesto cariñoso.
Baddo lloró en sus brazos.
—Te prometo que nunca, nunca más desobedeceré tus órdenes —dijo,
realmente arrepentida.
—Eso espero… Has puesto a Ongar en peligro… Debes tu vida a Munia,
quien me contó tus planes; temí por ti y decidimos ir a buscaros…
—Haré lo que tú quieras…
—Debes hacerme caso y dejar de querer ser un hombre. Eres la dama de
Ongar…
—Os he puesto a todos en peligro… los godos sabrán que aquí hay una
entrada.
—No te preocupes —sonrió suavemente Nícer, aparentando seguridad en
sí mismo—, reforzaré esta entrada para que nadie más pueda entrar ni salir.
El acuerdo

A partir de aquel momento, algo cambió en la vida de Baddo. Algo en ella


quiso ser femenino, y algo en ella maduró. Advirtió el peligro al que había
expuesto al poblado. Dejó de ir con tanta frecuencia a la casa de Fusco;
cuando iba, ayudaba a Brigetia en las múltiples tareas de su complicado hogar.
Fusco se sorprendió por el cambio, pero estaba contento al verla al lado de su
esposa.
Los días comenzaron a crecer, Baddo pasó largas tardes con Mailoc. Las
letras picudas le desvelaban sus secretos, Mailoc poseía mapas, a través de
los cuales Baddo se acercó al mundo conocido. En el sur de la gran península
de Hispania se situaba el reino de los godos; ella miraba allí y el tiempo
transcurría con su mirada perdida hacia aquel lugar.
Muchas veces pensaba en el joven godo que la había intentado atrapar,
recordaba que había dicho que era bonita. Ahora, con frecuencia, Baddo se
contemplaba reflejada en el cauce del río o en la laguna junto a los monjes.
Así, descubrió a alguien que dejaba de ser niña, alguien con el pelo ondulado
y oscuro que escapaba de cualquier tocado y unos ojos negros que brillaban en
el agua. No era muy alta, pero era fuerte, con fina cintura, las piernas largas y
esbeltas; el torso firme y bien definido.
Se volvió más meditabunda, con frecuencia se situaba en la capilla de los
monjes mirando al altar, donde una vela chispeaba en las sombras. Muchas
veces pensaba en cuál, sería su destino. Ulge estaba más contenta con ella.
Más a menudo, se reunía con Munia, con Tajere y con Liena a tejer y a realizar
las tareas propias de una mujer.
En la fiesta de las hogueras habían esperado que los hombres se dirigiesen
hacia ellas y las invitasen a bailar aquellas danzas en las que las parejas se
entrecruzaban entre sí al son de las gaitas. Baddo bailó con Cosme, su antiguo
compañero de luchas, que era torpe en el baile; se rieron mucho juntos. Munia
danzaba con Nícer y en la cara de ambos brillaba la felicidad.
Se decía que en el próximo verano Liena contraería matrimonio con un
hijo de un tío de Baddo llamado Mehiar, de nombre Damián. Ella estaba
contenta.
Alguna noche, ya acostada, Baddo oía a su hermano conversando con los
hombres de más prestigio en Ongar. Hablaban de las tribus de la montaña.
—No podemos con tantos enemigos… —decía Nícer—. Tenemos que
atraernos de nuevo a los luggones…
—Son peligrosos… Hay algo maligno en ellos, recuerdan la más mínima
ofensa, y no agradecen nunca lo que se ha hecho por ellos. Gracias a tu padre,
Nícer, los luggones siguen existiendo como tribu independiente, y no han sido
masacrados por los godos. Luchamos para salvarlos y ahora, ¿cómo nos lo
devuelven? Robándonos ganado, pidiéndonos peaje por pasar por sus tierras,
lanzándonos a los godos…
—Quizás exageras, Mehiar.
Mehiar, un hombre mayor cubierto de cicatrices, se enfadó.
—No exagero lo más mínimo, son crueles y mentirosos, no han
abandonado el culto a Lug… continúan ofreciéndole víctimas humanas.
—Pero los necesitamos…
Era cierto, los de Ongar precisaban la ayuda de aquellos salvajes que
constituían la frontera en el sur contra el reino godo. Nícer habló de nuevo:
—La única manera de conseguir un cierto acuerdo con los luggones y
frenarlos un poco sería a través del senado. Cuando se abran los pasos
deberíamos convocarlo.
—No se convoca desde los tiempos de tu padre —dijo Fusco.
—Por eso creo yo que ha llegado el momento de volvernos a reunir para
diseñar una estrategia común, al menos frente a los godos y a los suevos; para
intentar llegar a un pacto y limar asperezas.
—¿De verdad crees que con esos salvajes se pueden limar
«asperezas»…? —terció Fusco, muy enfadado—. ¿Con los que nos roban las
vacas…? Creo, Nícer, que eres un ingenuo.
—Mi padre llegó a un acuerdo con ellos…
Fusco pensó para sus adentros: «Tu padre poseía un prestigio que tú no
tienes», pero no dijo nada aunque la expresión de su cara lo revelaba todo.
—Lo cierto es que hay un gran campamento godo al sur, en la meseta, no
muy lejos de Amaya. Justo en el lugar en el que comienzan a elevarse las
montañas; hace poco encontramos una partida de godos cerca de la entrada de
la cascada. Esos no iban de paseo sino que buscaban algo más.
—¿Y qué podemos ofertar a los luggones para unirnos a ellos?
—Quizá se podría concertar una política de matrimonios.
—¡Estás loco! No pretenderás casarte con una de las mujeres de los
luggones.
Nícer calló muy serio y pensativo.
Fusco habló de nuevo.
—¿No pretenderás…?
—Sí.
—¿A tu hermana Baddo…? Es demasiado joven…
—No tanto, a su edad vuestras madres estaban ya casadas.
—Me parece un plan inicuo y descabellado…
—Yo también contraería matrimonio con una mujer de las suyas, ese será
mi destino.
Al decir esto, la piel de Nícer, fina y blanca, se tornó rojiza.
Pero las palabras de Nícer fueron expresadas con demasiada ligereza.
Muchos factores influyen en la vida de los hombres, muchos elementos que
inciden en su destino. Algunos de ellos están lejos, muy lejos de donde
causarán su efecto final.
El campamento de los godos

Un enorme círculo de carros rodeaba las tiendas de los jefes godos; entre
estos y las tiendas, bultos de avituallamiento, forraje para animales y
pabellones más amplios para la soldadesca. El fortín se levantaba en la
planicie, al lado de un riachuelo, donde el ejército se surtía de agua. Más a lo
lejos, en los picos rocosos, se derretía ya la nieve. La cordillera añadía una
muralla más al reducto.
Recaredo regresaba confuso al acuartelamiento godo; aquella era su
primera salida, habían perdido un caballo y uno de sus hombres estaba
malherido. Meditaba sobre lo acaecido mientras en su mente vibraba aún una
mirada femenina rodeada de pestañas oscuras, una mirada brillante que
atravesaba cualquier corazón colmándolo de luz; le parecía verla abrir y
cerrar los ojos como una pequeña presa cogida en una trampa; sus labios,
pequeños y rojos, los dientes blanquísimos, la nariz recta y fina, un tanto
respingada. En fin, le parecía ver aún su pecho pequeño y firme moviéndose
deprisa al ritmo de la respiración acelerada. Sin embargo, Recaredo había
sido adiestrado para la guerra y no dejaba de hacerse algunas preguntas: por
su aspecto y atuendo, la muchacha no parecía una simple labradora, disparaba
bien el arco, uno de los caballos había muerto a causa de su certera puntería.
Los que les habían atacado eran guerreros bien pertrechados, duchos en el arte
de la guerra. Y aquel lugar entre rocas, agua y árboles, le parecía algo
misterioso; habría que regresar a aquel bado e investigar, pudiera ser que no
lejos de allí se encontrase la entrada del misterioso enclave de Ongar.
Oía tras de sí los cascos de los caballos sobre los que montaban los
sayones[8] y bucelarios de la casa baltinga. En el regreso no habían dejado de
hablar preguntándose las mismas cuestiones que a él le intrigaban. Le habían
embromado sobre la montañesa, contándole la leyenda de aquellas tierras
sobre una hermosa mujer, Lamia, la devoradora de hombres. Él, que nunca se
molestaba ante las bromas, se había sentido incómodo; por eso cabalgaba un
tanto alejado del resto. «Si por lo menos Hermenegildo estuviese conmigo»,
pensó.
En aquella primera salida militar, Recaredo había confiado en ir con su
hermano mayor, pero hacía más de dos meses que se habían separado y no
sabía nada de él. Con Hermenegildo se había quedado Lesso, el criado de su
madre; aquel que conocía las tierras cántabras y podría ser su guía. ¡Cómo le
habría gustado contarles su aventura junto al río! Lesso, que conocía aquellas
gentes, le hubiera podido dar alguna pista sobre el significado de aquella
mujer, porque él nunca había oído hablar de guerreras cántabras.
Pocos meses atrás, cuando aún no había finalizado el invierno, salieron de
la corte toledana. El aire frío les cortaba los rostros, pero la ilusión de una
nueva campaña les animaba, se escuchaban cantos guerreros entre las
escuadras. El camino hasta el norte era largo y Leovigildo decidió que las
huestes marcharan cuanto antes para poder atacar a los cántabros en
primavera.
En el patio del palacio cuadraron sus armas ante la reina Goswintha.
Recaredo no pudo evitar un fuerte sentimiento de animadversión al ver a
aquella mujer. Goswintha, una mujer ambiciosa a quien solo le interesaba el
poder, había aprovechado la reciente viudedad de su padre para volver al
trono al que se apegaba como una sanguijuela a la piel; pero Recaredo sabía
que no debía ofenderla y él era por naturaleza amable, poco dado a las
trifulcas. Hermenegildo no era así, no era capaz de saludarla con normalidad,
por eso no había acudido a la presentación de armas, sino que se había
incorporado cuando la reina se había ido ya. Recaredo sabía que aquel
desplante de su hermano mayor no iba a gustar al rey.
La formación del patio de armas del palacio se rompió y los hombres
descendieron en grupos de dos o tres por las callejas de la ciudad de Toledo;
al fin, se abrió ante ellos la planicie y el cortado que une la urbe con el río;
más abajo, a través del puente romano, cruzaron el cauce. Las armaduras
centelleaban bajo el sol del invierno reflejándose en las aguas oscuras del río,
los caballos se dispusieron en filas de a tres; al frente los jinetes y más atrás la
infantería. A Recaredo le había correspondido enarbolar el pendón; un poco
más adelante cabalgaba Hermenegildo, con las insignias de tiufado[9] seguro
de sí mismo. Al verle de lejos, Recaredo se sintió protegido en aquella
primera salida guerrera, los cabellos lisos y negros de su hermano asomaban
por el casco.
A muchos les extrañaba el aspecto de Hermenegildo, muy delgado y alto,
más alto que Recaredo, de cuerpo musculoso y flexible, con unos ojos azules
casi transparentes rodeados de pestañas oscuras. Todos concordaban en que
no se parecía a su padre sino a la bella dama que fue la primera esposa de
Leovigildo.
Lesso cabalgaba un poco más atrás de Recaredo. Se metía con él y le
llamaba el pequeño godo, el godín.
—Oye, godín, enderézate sobre el caballo y pon el estandarte más recto.
¡Tu postura no es muy marcial!
Sin enfadarse, Recaredo adoptó una actitud más castrense y levantó el
estandarte. Lesso sonrió para sí, le gustaba aquel chico tan sereno y dócil.
Algunas veces le parecía un enorme buey capaz de sacar adelante cualquier
empresa. Es verdad que su favorito era Hermenegildo, pero Lesso tenía
muchos motivos para ello.
Junto a Recaredo cabalgaban también Segga, Claudio y Wallamir; todos
eran jóvenes de Emérita Augusta que conocían desde niños a los hijos de
Leovigildo. Segga miró con desprecio a Lesso, no era capaz de entender cómo
su amigo consentía tantas confianzas a un siervo siendo Recaredo el hijo del
rey y descendiente de la estirpe baltinga. Así que acercó el caballo a su altura
e increpándole le dijo:
—¡No permitas que ese criado te corrija en público!
Recaredo contestó.
—¡Va! No tiene importancia, es solo una indicación, nada más. Más vale
que te digan lo que piensan de ti…, ¿no crees?
—No lo sé, pero desde luego no con burlas y delante de las tropas.
Recaredo puso cara de circunstancias y se adelantó con su pendón,
alejándose del criado y del amigo. Uno de los tiufados mayores le hizo una
señal para que mantuviese sus posiciones y no perdiese el ritmo militar, así
que debió regresar atrás.
La camaradería y el ambiente cordial se palpaba entre ellos. Se oyeron
bromas procaces referentes a mujeres. Sin embargo, el hijo pequeño de
Leovigildo no se unió a ellas. En el fondo de su alma latía un punto de tristeza.
No era capaz de olvidar la muerte de su madre, una muerte extraña e
imprevista en una mujer todavía joven. Recordaba con un deje de melancolía
la hermosura de aquella dama que su padre ganó en las montañas cántabras.
De pronto, sonaron las trompas y los capitanes ordenaron marchar en fila
de a cuatro; Recaredo cedió el pendón a otro soldado situándose en la misma
fila que Wallamir, Segga y Claudio. Se adentraron en la calzada romana que
avanzaba hacia el norte. El día transcurrió monótono, pero a Recaredo todo le
parecía nuevo; en aquella primera salida no hubo lugar para el aburrimiento.
Cuando transcurrieron unas horas de marcha y ya estaban lejos de Toledo,
la formación se relajó; entonces, Hermenegildo se acercó a su hermano
indicándole que avanzase ligeramente. El resto permaneció un tanto más atrás.
Recaredo observó a Hermenegildo con sus ojos grandes de mirar bovino;
posiblemente quería decirle algo importante cuando Hermenegildo había roto
la posición.
—Hay novedades…
—¿Sí…?
—Esta noche he de dejaros porque debo ir a Emérita. El rey ha revisado el
cupo de las tropas, le parecen insuficientes para la campaña que se avecina,
quiere que se leven más soldados en la Lusitania. Ha ordenado a Braulio que
reúna más gente; nos enfrentamos a un enemigo complejo que se esconde en
las montañas. Necesitamos más hombres si queremos la victoria. Además, es
posible que después ataquemos el reino suevo. Partiré hacia Emérita mañana.
—Siento que te vayas, pero quizás así podrás cumplir lo que nos pidió;
bueno… ya sabes…
—¿La copa…?
—Sí, la copa al cuidado de Mássona…
—Fue una petición extraña y angustiosa, no la he olvidado; hablaré con
Mássona, creo que madre nos ocultaba algo. Sí, es la oportunidad de recoger
la copa y llevarla hacia el norte. Lesso se viene conmigo.
—Así que me dejáis solo… —advirtió apesadumbrado Recaredo—. Es mi
primera salida a la guerra, me gustaría que vinieseis conmigo.
Hermenegildo sonrió, su dentadura era blanca, sin melladuras.
—¿Solo? Te dejamos con Claudio y Wallamir y con los otros de Emérita;
además de con un ejército de miles de hombres. Intenté que vinieses conmigo,
pero padre se ha negado, dice que no podemos ser tan dependientes el uno del
otro. No estás solo. Además, Recaredo, tienes que valerte por ti mismo…
La cara juvenil de Recaredo mostraba una cierta pesadumbre, entonces
Hermenegildo le aseguró amablemente:
—No será más de un par de semanas.
A él tampoco le hacía gracia dejar a su hermano menor. En las semanas
antes de la partida se habían entrenado juntos y habían hablado muchas veces
del camino hacia el norte, que Hermenegildo conocía bien; el mayor se hallaba
deseoso de mostrar al menor todo lo que había descubierto en la última
campaña unos meses atrás.
Acamparon cerca de una ciudad llamada Albura[10], allí se dividía el
camino, las tropas se dirigirían hacia el norte, hacia la Vía de la Plata, a través
de una ciudad llamada Capera[11]. Hermenegildo y Lesso saldrían hacia el sur
en dirección a Emérita.
Antes de que despertase el alba, Hermenegildo se había levantado ya. En
el cielo sin nubes, aún oscuro, titilaban las estrellas de la mañana; pertrechó
su caballo, un jaco de buen tamaño y de color pardo. Al ir a subirse a él, notó
a alguien a su lado, era Recaredo que venía a despedirse. Los hermanos se
abrazaron palmeándose la espalda. Ambos sintieron la tristeza de la
separación, aún estaba reciente la muerte de la madre. Recaredo vio partir a
Hermenegildo y a Lesso bajo la luz rosada del amanecer. El camino se alejaba
entre encinares en una planicie. Los siguió con la vista largo tiempo hasta
verlos desaparecer tras una colina.
En el campamento, los hombres se desperezaban. Encontró a varios, con el
torso desnudo, lavándose en un gran balde de madera donde unos siervos
habían vertido agua. Claudio y Wallamir comenzaron a lanzarse agua fría,
tenían ganas de pelea; al final, acabaron enzarzados por el suelo. No había
motivo, ni ninguno de ellos estaba enfadado con el otro: eran jóvenes, y la
fuerza fluía por sus venas. Al fin se separaron riendo. Recaredo veía a sus
amigos disfrutar, mientras su cara era de pesadumbre. Al fin Claudio se le
aproximó.
—¿Dónde andas tan cariacontecido?
—Me he ido a despedir de Hermenegildo.
—¿Se ha ido? ¿Adónde?
Claudio era un noble patricio de Emérita, sus padres, senadores de la
ciudad, descendían del emperador Teodosio. Poseía un rostro de facciones
rectas con pelo castaño oscuro y una cara que se afeitaba cuidadosamente al
gusto romano. Por familia, era inmensamente rico, pero él amaba la guerra y
una gran amistad le unía a los hijos de Leovigildo.
—Hermenegildo ha partido hacia Emérita; mi padre le encargó levar
tropas allí, además hay algunos asuntos pendientes relacionados con mi ma…
—de repente Recaredo tartamudeó—… con mi madre.
Claudio se sintió incómodo al recordar a la que nadie nombraba ya.
Corrían muchos rumores sobre la muerte de la madre de Recaredo, ocurrida al
tiempo de la coronación de Leovigildo.
—Tu madre era hermosa, siento su fallecimiento.
—Gracias —dijo Recaredo—. Nunca la entendí del todo. Ella era extraña,
no hablaba mucho, vivía lejos de la realidad, no era como las demás damas
que yo he conocido. Poseía el don de la sanación. Hermenegildo lo ha
heredado, ¿sabes? Hermenegildo sabe curar muchas enfermedades, ella le
enseñó desde niño. Hermenegildo dice que hay algo tras ella, algún misterio
que no conocemos. Creo que Lesso sabe lo que es, quizás algún día nos lo
revele. Hermenegildo se parece a ella, más que en lo físico en sus ademanes y
forma de actuar. A veces me parece que la estoy viendo cuando él está cerca.
—Hermenegildo es especial… —dice Claudio—, he conocido pocos
guerreros como él, es como si adivinase lo que va a realizar el contrario y se
le adelanta.
—Sí. Hermenegildo ve más allá, siempre ve más allá, no se queda en la
superficie de las cosas, busca lo que hay detrás. A veces me asusta.
Se quedaron callados, a ninguno de los dos les agradaba que
Hermenegildo no estuviese con ellos. Al poco, Claudio retomó la
conversación:
—¿Cómo murió tu madre? Yo la vi hace poco más de un mes y estaba sana.
Recaredo se puso muy serio, guardó silencio unos instantes y después le
contestó:
—Te ruego que por tu honor no reveles nada de lo que voy a decirte.
¿Recuerdas que al regresar del norte trajeron un cautivo, un jefe de los
pueblos cántabros…?
—Sí. Lo recuerdo, fue ejecutado en el patio del palacio. Hermenegildo lo
capturó en el norte, yo estaba con él. Fue justa su condena, era un hombre
peligroso.
Recaredo bajó el tono y habló de modo confidencial.
—Bien. Mi hermano me contó que ella poco antes de morir fue a ver a ese
caudillo cántabro.
—¿Al que trajimos del norte…?
—Sí. Ella fue a verle a la prisión poco antes de ser ejecutado. Esos días,
ella no se encontraba bien, a menudo tenía vómitos y había adelgazado; pues
bien, cuando volvió de la prisión entró en un trance, decía palabras extrañas y
hablaba del norte. Pienso que aquel bárbaro le echó el mal de ojo o algo así.
Hermenegildo piensa también eso. Desde que entró en aquel trance final, solo
recuperó la conciencia una tarde y nos mandó llamar para pedirnos algo de lo
que ahora se está encargando Hermenegildo.
De Toledo a Emérita

Las colinas de aquella tierra rojiza, plagada de vides y de mieses aún verdes,
subían y bajaban al ritmo de los caballos. Los dos hombres no eran de muchas
palabras, por lo que pasaban largo tiempo callados. Un joven alto y delgado,
con cabello oscuro y ojos claros que se perdían melancólicamente en el
paisaje; a su lado cabalgaba un hombre rechoncho de estatura y de cejas
juntas, cascado por la vida, con cabello hirsuto, plagado de canas, su rostro
serio, quizás algo triste, parecía fijarse únicamente en el camino; sin embargo,
sus ojos mostraban una mirada amigable.
En un momento del viaje, Hermenegildo, el hombre joven y alto, habló a su
compañero.
—Lesso, viejo amigo, sé que guardas fidelidad a mi madre aún más allá de
la muerte y eso te honra. Necesito saber más… Sospecho que ocultaba ciertas
cosas en su pasado. Cuando iba a morir quiso decirme algo, pero ese algo era
tan terrible que no se atrevió. ¿Quién era el jefe cántabro al que ejecutamos?
El semblante de Lesso se demudó al ser interrogado sobre aquel tema.
Hermenegildo advirtió su apuro. Al cabo de unos instantes de titubear, Lesso
le respondió:
—Ella te lo dijo, fue su primer esposo, el más grande de los príncipes de
las tribus cántabras. Un hombre justo, un hombre fiel a su destino… Un
hombre que no buscaba el poder por sí mismo sino como una misión que le
había sido impuesta buscando el bien de su pueblo…
El joven godo se percató de que la melancolía impregnaba los ojos y la faz
de su compañero. Pensó en cómo sería aquel hombre justo que suscitaba tanto
afecto en el corazón noble de Lesso. Recordaba que el cántabro, en el trayecto
desde que fue apresado hasta llegar a la corte de Toledo, no había hablado
nunca, no se había quejado. La nobleza se percibía en todos sus gestos.
Hermenegildo no sintió remordimiento por su ejecución; él había cumplido
con su deber y aquel rebelde era un enemigo del reino godo. Recordó los
últimos momentos de su madre, sus palabras llenas de misterio; siguió
interrogando a Lesso:
—Ella, mi madre, habló de que tengo un hermano. ¿Quién es…?
—Le conoces…
—¿Le conozco? —se sorprendió el godo.
—En el cerco de Amaya, luchaste con él; te venció.
—¿¡Qué me estás diciendo…!? ¿Mi hermano era aquel hombre del caballo
asturcón?
—Sí. Lo era, y lo peor de todo es que volveréis a enfrentaros en esta
guerra absurda que él, Leovigildo, ha iniciado.
Hermenegildo se enfadó al oír nombrar despreciativamente al rey.
—Mi padre, Leovigildo, es el más grande guerrero de los pueblos godos,
similar a Alarico en fuerza y poder. Es lógico que quiera ampliar su reino; los
suevos son el enemigo, no los cántabros, pero para ello tenemos que tener
asegurada la retaguardia, y en la retaguardia de los suevos están los pueblos
cántabros…
—Hermenegildo, contéstame a un asunto que me preocupa… ¿Confías
mucho en tu padre, mi señor el rey Leovigildo?
Hermenegildo se sintió dolido. Su padre siempre le había postergado un
tanto, pero él desde niño le había admirado, era un guerrero del que todos
propalaban hazañas. Pensó que Lesso le preguntaba aquello porque quería
recordarle que Leovigildo no se había portado bien con él, pero él,
Hermenegildo, hijo del rey godo, no quería recordarlo.
—Sí, es mi padre —dijo secamente este último—. ¿Por qué no habría de
hacerlo?
Lesso solamente repitió casi para sí mismo: «¿Por qué no habrías de
hacerlo?». Entonces azuzó su caballo hacia delante y no habló más, evitando
las preguntas de Hermenegildo. En la cara de Lesso, cincelada por una vida de
luchas, se formó una arruga más de dolor.
Desde aquel momento se mantuvieron en silencio, solamente se oía el
resollar de las cabalgaduras al subir las cuestas. A lo lejos, la sierra del
Rocigalgo y el Chorito, no muy elevadas, cercaban el paisaje en un horizonte
desigual. En aquella época del año el campo estaba desbordante de retamas y
jaras en flor. A ambos lados de la vereda, encinas milenarias sombreaban
prados de aulagas y lirios salvajes; más adelante, el trigo, como una manta
verde, se extendía ante ellos, y las amapolas comenzaban a brotar. Los días
anteriores había llovido y lagos de agua barrosa, esparcidos por el camino, se
levantaban en marejadas al paso de los caballos. El campo verde brillante
bajo la luz del sol amarilleaba a retazos por las flores de primavera; pequeñas
margaritas y jara pegajosa y esteparia en su sazón. Más adelante, un río
rodeado de árboles, con el cauce oculto por los matorrales llenaba de ruidos
de agua el paisaje. Hermenegildo y Lesso se dirigieron hacia él para abrevar
las cabalgaduras.
Después continuaron por un sendero que atravesaba un encinar que parecía
flotar sobre un mar de flores lilas y blancas y, aún más allá, subieron
atravesando un bosque de robles y pinos. Desde lo alto de la sierra, divisaron
la llanura, llena de flores; la primavera se extendía ante ellos con todo su
colorido.
La brisa les golpeaba en la cara y les traía el olor a la retama florecida.
Hermenegildo se olvidó de la muerte de su madre y se llenó de paz, había algo
divino, escondido a la mirada del hombre corriente, en aquel paisaje
primaveral; como si los antiguos dioses de los romanos hubiesen descendido a
la tierra para proveerla de sus dones y así celebrar una orgía de luz y color.
La paz del ambiente se vio de pronto truncada. Subían una colina, cuando a
lo lejos oyeron gritos y el ruido de espadas entrechocando entre sí.
Hermenegildo y Lesso se miraron preguntándose qué ocurría al otro lado del
cerro; sin hablar desmontaron, muy despacio, sin hacer ruido, subieron la
cuesta. Detrás de una encina, contemplaron lo que estaba sucediendo allí
abajo: en el centro de la calzada un carromato se había detenido y estaba
rodeado por unos bandoleros; del vehículo asomaban dos rubias cabezas de
niño y una mujer de mediana edad que intentaba por todos los medios
protegerlos junto a su pecho.
Delante del carromato, un hombre maduro con larga barba castaña y una
mujer joven luchaban contra los bandoleros. Ella empuñaba algo parecido a
una horca de levantar heno y él estaba armado con una espada.
Los bandoleros eran cinco, tres atacaban a los jóvenes y dos se acercaban
peligrosamente por detrás hacia donde estaban la mujer y los niños.
Hermenegildo y Lesso se subieron a los caballos y, sin dudarlo un instante,
se lanzaron gritando contra los bandoleros.
El hijo del rey godo se fijó en la muchacha, que luchaba con valentía, pero
no era ducha en el arte de las armas, por lo que eludía con dificultad los
golpes del contrincante. El hombre de la barba castaña gritó:
—Florentina, tienes a uno detrás de ti.
En ese momento se escucharon los gritos de Hermenegildo y Lesso, los
atacantes abandonaron a sus presas para defenderse de lo que se les venía
encima. De un par de mandobles de espada, Lesso desarmó a dos de los
hombres, que huyeron; de los otros se hizo cargo Hermenegildo. Pronto el
campo estuvo limpio, la batalla había terminado con la huida de los
bandoleros.
La familia se deshizo en agradecimiento a sus salvadores.
El hombre de la barba castaña se adelantó.
—Mi nombre es Leandro —se presentó—; esta es mi hermana Florentina y
mi madre Teodora, los niños son Fulgencio e Isidoro. Procedemos de
Cartagena, donde mi padre estuvo asentado hasta la conquista bizantina. Hace
poco que él falleció y vamos hacia Mérida, donde tenemos familia. No
sabemos cómo agradeceros vuestra ayuda, nos gustaría conocer el nombre de
nuestros salvadores.
—Me llamo Hermenegildo y este es mi compañero Lesso, estamos
destinados en la campaña del norte, pero ahora cumplimos una misión en
Mérida; estaríamos encantados de acompañarles hasta allí.
La madre elevó las manos hacia el cielo y dijo:
—Demos gracias a Dios, que nos ha puesto tan buena compañía para el
camino.
Florentina sonrió, era una mujer alta y esbelta, de cintura fina y caderas
anchas, su cara cuadrada resultaba atractiva con una nariz grande y una boca
de dientes perfectos. Los ojos de color castaño verdoso estaban rodeados por
unas cejas espesas y unas pestañas largas y oscuras. Había algo en ella que
emanaba dignidad y elegancia.
Los niños bajaron del carro acercándose a los dos guerreros, para tocar
sus armas. Hermenegildo rio al ver a los niños palpando con sus deditos la
espada; la desenvainó e hizo como que daba unos mandobles a lo alto; el
mayor de los dos niños se la pidió, casi no podía sostenerla.
Reemprendieron el camino hacia Emérita. Los niños dentro del carro con
la madre, Leandro y Florentina en el pescante.
En algún momento, Florentina, cansada del bamboleo del carro, bajó y se
puso a caminar detrás. Hermenegildo descabalgó y se situó junto a ella, se
sentía un poco tímido al lado de la joven. Él no estaba acostumbrado a tratar
con otras mujeres que las damas de su madre y aquella desconocida, de algún
modo, le intimidaba; por eso inició la conversación con algo obvio:
—Así que… ¿sois de Cartago Spatharia?
—Sí, allí nacimos los cuatro, mi padre era senador romano. Nuestra
familia es de una antigua estirpe romana que desciende del emperador
Trajano. En tiempos de Teudis, mi padre llegó a ser gobernador de la ciudad.
Era un hombre muy justo. En la guerra civil entre Atanagildo y Agila se situó
de parte de Agila, por una cuestión de honor, él consideraba que Agila era el
rey legítimo. Luchó contra los imperiales que acudían a socorrer a Atanagildo.
Al fin fue expulsado de la ciudad por los bizantinos. En aquel tiempo, huimos
hacia Córduba, pero Agila ya había perdido la guerra y nos vimos excluidos
en nuestra propia esfera social; no podíamos regresar a Cartagena; y en el
reino godo no se nos ofrecía ningún destino porque habíamos apoyado al rival
de Atanagildo. Durante una temporada moramos en Hispalis; allí falleció mi
padre. Ahora estamos sin nadie que nos proteja. Leandro ha estudiado a los
clásicos y es un hombre culto. Hemos decidido acudir a Mérida; el obispo de
allí, Mássona, es pariente de mi madre, ella es goda. Quizá pueda ayudarnos y
darle algún oficio a mi hermano.
—Yo conozco a Mássona, es un hombre capaz; la Iglesia católica de allí
posee un buen patrimonio gracias a las donaciones de los fieles.
—¿No eres católico?
—Sí y no… —sonrió Hermenegildo.
—¿Qué quiere decir eso?
—Fui bautizado en ambas confesiones. Mi madre era católica, por cierto
muy afecta a ese Mássona al que buscáis… Intentó educarme en el catolicismo
y creo que de niño me bautizó en esa fe; pero yo soy godo…
—¿Y…? Mássona también lo es.
—Pero no es… —aquí Hermenegildo se detuvo un tanto azorado, no sabía
por qué motivo no quería mencionar a Leovigildo—… el hijo de uno de los
próceres más importantes del reino. Yo, antes que nada, soy godo. Los godos
somos arríanos. La fe de Arrio es más inteligible que esa fe católica vuestra
que afirma que Cristo es a la vez un Dios y un hombre. La fe arriana nos
permite establecer diferencias entre los gobernantes y la clase común.
Leandro, que escuchaba la conversación, se acercó a ellos.
—Cristo no es un Dios: es el único Dios.
—Pues más difícil de comprender me lo pones… —rio de nuevo
Hermenegildo.
—No se trata de comprender, se trata de creer —explicó Leandro—, la fe
es… luminosa oscuridad.
A Hermenegildo las palabras de Leandro le parecieron un tanto exaltadas y
grandilocuentes, así que, con calma, le dijo:
—Escucha, amigo, yo no soy hombre de letras, soy un soldado y no quiero
entrar en esas disquisiciones teológicas. Se nota que habéis estado en contacto
con los orientales. Los bizantinos siempre discuten de esos temas, yo no
quiero discutir. Acepto lo que hay: soy godo, hijo de godos, de estirpe
baltinga; por tanto, mi credo ha de ser el arriano.
Leandro y Florentina cruzaron las miradas y no quisieron proseguir la
discusión. Florentina se embargó del olor del campo, tan hermoso en aquella
época del año, plagado de flores: mantas de margaritas y asfodelos.
—El campo está magnífico… —exclamó ella, cambiando de
conversación.
—Sí, en esta época del año, cuando ha llovido en invierno, el campo de
este lugar se pone así.
Hermenegildo observó a Florentina, su cabello castaño brillaba surcado
por hebras doradas al sol primaveral. Algo sutil había en ella, algo fuera de
este mundo. Hermenegildo se retrasó a atarse las tiras de cuero que sujetaban
sus botas, pudo ver su figura alta y garbosa. Leandro caminaba a su lado, había
entre ellos una gran complicidad, eran hermanos y también amigos, pensó
Hermenegildo. Recordó a Recaredo, también ellos tenían esa amigable
intimidad; le hubiera gustado tener una hermana así.
Cuando de nuevo se acercó a ellos, discutían sobre unos versos de Lucano.
Los oyó de lejos:
—Aléjese de los palacios el que quiera ser justo. La virtud y el poder no
se hermanan bien.
—De acuerdo, Leandro, está bien lo que dice el poeta… —decía
Florentina—, pero si no nos acercamos a los poderosos…, ¿adónde iremos?
¿Cómo vamos a comer?
Hermenegildo se acercó a ellos y les preguntó:
—¿De qué habláis?
—Mi hermano está recitando unos versos de Lucano que hablan de los
peligros de estar cerca del poder… pero yo intento explicarle que bien usado,
el poder, como la espada, puede ser algo bueno.
—Los movimientos de la espada dependen de la mano y el corazón que la
maneja. Eso me lo enseñó…
—¿Lucano…? —rio ella.
—No. Este hombre que tan callado viene conmigo… —Y señaló a Lesso
—. Él fue quien me enseñó a luchar… proviene del norte… Él no sabe leer
pero sus ideas quizá son como las vuestras… Dice que se las enseñó un
caudillo del norte, un jefe de los cántabros que buscó el bien…
—¿Qué ocurrió con aquel hombre?
—Yo le atrapé y fue ejecutado… Desde entonces Lesso ha cambiado y está
reconcentrado en sí mismo. Nunca ha sido muy hablador, pero ahora
escasamente logro que articule alguna palabra…
Del carromato descendió Isidoro. El chico tendría unos ocho o nueve años,
con un color de piel claro y el pelo oscuro; en su cara relucían unos ojos
centelleantes de color verdipardo como los de Florentina.
Desde dentro del carruaje se escuchó una voz, era la madre llamando al
chico. Los dos hermanos mayores sonrieron.
—¡Isidoro…! —le ordenó Leandro—, haz el favor de obedecer a tu
madre…
—No quiero… —protestó el chico.
—¿Qué es lo que no quieres?
—Comer ese pan con manteca rancia, está asqueroso.
—Si no comes te quedarás bajito.
—No me importa… —insistió con testarudez el niño.
—O sea, ¿que quieres quedarte bajito?
—Me da igual…
El chico salió corriendo por delante del carromato y se situó con Lesso,
pensando que este le defendería del acoso de la madre.
A Lesso le hizo gracia el muchacho, muy espabilado y curioso.
—¿Tú también eres godo como Hermenegildo?
—No, yo soy cántabro, de una tribu celta del norte.
—¿Cómo vas con él? Los cántabros luchan contra los godos… ¿No es así?
—Muchacho, es una larga historia, yo soy un siervo; primero serví a su
madre y ahora le sirvo a él. Vamos a Mérida a reclutar hombres para la guerra
del norte, después regresaré con él hacia la frontera y lucharemos. Nosotros
somos guerreros…
—Os vi pelear contra los bandidos y lo hacéis muy bien —dijo el chico—,
pueden asegurarlo los ladrones a los que molisteis a palos.
Lesso sonrió divertido; después, Isidoro continuó hablando.
—A mí me gustaría ser un buen guerrero, mi padre lo fue, y conseguir
victorias, y derrotar a los malos.
El chico cogió un palo del suelo y comenzó a dar mandobles a diestro y
siniestro. Lesso sacó su corta espada y de un certero lance lo desarmó.
Anochecía, estaban en campo raso. Durante un tiempo siguieron caminando
mientras las estrellas se encendían una a una en el cielo, y los colores rojizos
del atardecer se desdibujaban en el horizonte. Florentina y Hermenegildo
miraban las luces del hermoso crepúsculo sin hablar.
Dentro del carromato se escuchó la voz de la madre:
—¡Hijos…! Se hace de noche, debemos buscar algún lugar para
guarecernos.
—¡Hace calor, madre…! Dormiremos al raso.
Se detuvieron a un lado del camino, una pradera de pasto alto llena de
flores amarillas y lilas, era un encinar, con árboles a uno y otro lado; encinas
centenarias que extendían sus brazos bajo la luz de las estrellas. La madre y
Florentina durmieron en el carro, tapadas por el toldo, los demás se tumbaron
en distintos lugares al raso. El más pequeño de los chicos buscó acomodo
junto a su madre, Isidoro y Leandro bajo el carromato. Hermenegildo y Lesso,
más allá, junto a una encina y al lado de los caballos. El relente de la noche
hizo que Hermenegildo sintiese frío, no podía dormir. Pensaba en Florentina,
nunca había conocido una mujer igual, culta, femenina, amable. Le recordaba a
su madre; aquella mujer que por arte y parte de Goswintha, la mujer actual de
su padre, no se nombraba ya en ningún lugar. El joven godo comenzó a
recapacitar una vez más sobre la petición de su madre: buscar una copa en
Emérita Augusta, una copa sagrada celta en una iglesia católica bajo la
custodia del obispo del lugar. Era extraño. ¿Qué tendría aquella copa? ¿Cuál
sería su misterio? Había jurado llevarla al norte y no podía volverse atrás. No
conseguía dormirse; en su duermevela se hizo presente el cautivo, aquel
cautivo rebelde que había apresado en el norte. Era un buen guerrero, un
hombre avezado en las lides de la guerra; podía haberle matado. Se hizo una
luz en su mente. Recordó cómo aquel a quien después cautivó lo había mirado
a los ojos, antes de asestarle el golpe final. Entonces Hermenegildo había
abierto más los ojos con horror, esperando el golpe final. Una voz sonó detrás
de ellos: «No le matéis, mi señor, ese joven es… es hijo del duque
Leovigildo. Hacedlo por su madre».
La voz había sido la de Lesso. ¿Qué relación podía haber habido entre
aquel hombre y su madre? Lesso y ella le habían informado que aquel hombre
había sido su primer esposo. ¿Por qué se habrían separado? ¿Cómo podía ser
posible que su madre amase más al harapiento caudillo del norte que al gran
Leovigildo, duque de los godos y ahora rey? ¿Qué sentido tenía en todo
aquello la copa? Al fin, el cansancio venció al joven godo, y en su sueño se
presentó su madre; había desaparecido de aquel amado rostro el rictus de
tristeza que le había acompañado en los últimos tiempos. Se dio cuenta de que
su madre ahora era feliz y, tiempo después, al recordar aquel sueño, se sintió
en paz.
Mérida

Entraron en Mérida por la Puerta de Toledo. Callejearon y cruzaron bajo el


gran arco del emperador Trajano, un arco romano al que le empezaban a faltar
las placas de mármol que lo habían decorado no tanto tiempo atrás.
Hermenegildo y Lesso escoltaron a los de Cartagena, cruzando la ciudad y la
muralla hasta la iglesia de Santa Eulalia, junto a la que vivía Mássona.
Avisaron al obispo que salió a recibirlos a la puerta de la basílica. Su rostro
amable se emocionó al ver a Teodora, revolvió el cabello de los niños.
—Podéis alojaros en la sede episcopal, que bien modesta es…
Entonces se volvió hacia Hermenegildo.
—¿Qué hace el hijo del rey de los godos en mi casa?
Florentina fijó su mirada en él, asombrada por las palabras de Mássona.
Hermenegildo se sintió incómodo.
—Tengo un encargo de mi madre, vos la conocisteis mucho. Falleció hace
poco más de un mes.
—Lo sé, las noticias vuelan por estos lugares, y más las que incumben a la
casa real. Me imagino cuál es el encargo. Debemos hablar con calma, pero
estos días estaré muy ocupado. Acercaos por la basílica dentro de dos o tres
días después del oficio divino, y responderás a mis preguntas a la vez que yo
lo haré a las tuyas.
Mássona hablaba con amabilidad no carente de una cierta firmeza, sus ojos
chispeantes debajo de unas cejas pobladas y oscuras escrutaban a
Hermenegildo; parecían enorgullecerse al ver a aquel joven que había
conocido de niño convertido en un adulto fuerte y decidido.
—Mi madre me aseguró que no me negaríais lo que os pido; tengo prisa,
me esperan en la campaña del norte y hay muchos asuntos que debo resolver
en Mérida…
—Cada cosa a su tiempo. Hay hechos que no conoces y deberías saber
acerca de lo que te interesa… Ahora no tengo tiempo de explicarte más. Debo
alojar a toda esta familia, que estará cansada. Y vos, señor hijo de rey, quizá
debáis también descansar.
Estas últimas palabras fueron tan amigables y comprensivas que
Hermenegildo no tuvo otro remedio que asentir y retirarse.
Con Lesso atravesó de nuevo la ciudad, henchida de gentes que le
señalaban al pasar. Aquel había sido el lugar de su infancia y juventud,
muchos le reconocían y le saludaban con la admiración que se profesa en los
lugares de provincias a la persona que ha triunfado en la capital. Ahora
Hermenegildo, hijo de Leovigildo, era un tiufado, capitán de los ejércitos
godos, triunfador en las últimas campañas guerreras de su padre, captor de los
enemigos de los godos, y posiblemente el heredero del trono.
El palacio de los baltos asomaba sus celosías hacia el gran río que los
íberos llamaron Anás[12]. Un río de aguas caudalosas que se desparramaban en
un cauce abierto. Un puente romano lo atravesaba de lado a lado haciendo un
alto en una alargada isleta central. Cerca del puente estaban las puertas del
palacio que daban al río, aquellas que Hermenegildo había atravesado de niño
para jugar con sus amigos junto a la corriente del Anás, en la época en la que
aprendían las artes de la guerra en la ciudad de Mérida.
Hermenegildo sintió una punzada de dolor, recordando a su madre.
¡Cuántas veces la había acompañado hasta el río, o a la hospedería que el
obispo Mássona había fundado a las afueras de la ciudad! Allí atendían a los
enfermos. Su madre había sido alguien singular, irrepetible y él se había
sentido muy cercano a ella.
La pared principal de la gran casa de los baltos se situaba al lado de la
muralla y circundada por ella. En el muro de la casa se abría una puerta de
madera claveteada, en la que se distinguía un gran llamador de bronce. Lesso
lo golpeó con fuerza mientas Hermenegildo aguardaba. Las puertas se abrieron
y dentro se escuchó un gran revuelo, la servidumbre se avisaba entre sí para
recibir al amo. Penetraron en el patio en el que se recogía el agua de las
lluvias, estaba lleno de gentes. Un viejo criado se adelantó, era Braulio.
Estaba envejecido, había sido el hombre de confianza de su madre y criado
del joven rey Amalarico, abuelo de Hermenegildo.
Braulio se le abrazó. No lo veía desde que varios años atrás habían
partido de Mérida hacia la corte de Toledo. El anciano le observaba con sus
ojos ya descoloridos por la edad y rodeados de arrugas finas que habían
marcado el sufrimiento y el paso del tiempo.
—Joven amo, ¡qué alegría el veros…! Conocemos vuestras hazañas en el
norte. Sois la viva imagen de vuestro abuelo Amalarico.
—No me has olvidado, buen amigo. Vengo con un recado de mi padre —
respondió Hermenegildo a su saludo.
La sonrisa de Braulio se heló, él no era particularmente adicto a
Leovigildo.
—Necesitamos más hombres para las campañas del norte.
Braulio se azoró ante aquella petición.
—Los aparceros ya han sido levados, quedan pocos siervos en las tierras
de labor… Si os los lleváis, ¿quién labrará los campos?
—Son órdenes de mi padre, no puedo desobedecerlas. Debo llevar
quinientos hombres fuertes conmigo.
—Despoblaréis las tierras… Solo podré levar trescientos, y eso a riesgo
de conseguir una revuelta.
—Iré con vos, les prometeré botín de guerra y nos seguirán.
—¡Ya veremos…! —masculló Braulio.
Hermenegildo no dijo nada ante la reticencia de Braulio, pero pensó que
aquellas eran órdenes de su padre y debía cumplirlas. No quería enfrentarse al
escarnio de Leovigildo si no llevaba a buen fin el encargo que le había
realizado. Su padre le golpeaba a menudo con una indiferencia gélida o con la
ironía y el sarcasmo. Aquello le había ocurrido desde niño. Recordaba
cuántas veces le había esperado fuera de la ciudad más allá del puente junto al
Guadiana, y cómo su padre había pasado de largo junto a él, o saludado
únicamente a Recaredo; sin embargo, Hermenegildo no sentía rivalidad frente
a su hermano, lo quería demasiado como para estar celoso de él.
Por la tarde, Hermenegildo revisó la casa, los graneros, las cocinas, las
cuadras, la armería. Cada rincón le traía recuerdos de la infancia, de los años
transcurridos allí con Recaredo y su madre. La melancolía comenzó a hacer
mella en su espíritu y él, hombre práctico al fin, decidió rechazarla. Estaba
cansado tras los días de camino, cenó pronto y decidió acostarse. Antes de
hacerlo, se asomó a la balconada. Los últimos rayos del sol tocaban levemente
el río, el agua fluía rápidamente bajo los arcos del puente; el puente más largo
que nunca se hubiera construido en el mundo conocido. Le gustaba aquel lugar,
ya de niño se refugiaba allí, y veía pasar los bajeles bizantinos, las naves
griegas, las galeras romanas y barcos godos de negras velas. Él pensaba que
un día dominaría el mundo, que todo estaría a sus pies, y ahora aquel sueño se
iba a convertir en realidad.
Su padre ostentaba ya la dignidad real; Recaredo y él le sucederían. ¿No
corrían rumores de que Leovigildo los iba a asociar al trono? Reinaría al lado
de su hermano, quizá partirían en dos el reino y los dos gobernarían en paz. No
se imaginaba el mundo sin Recaredo: no, los dos eran más que hermanos. Y
eran jóvenes, todo un futuro prometedor se les abría por delante. ¿No había
vencido él al enemigo de su padre? ¿No lo había traído a Toledo preso como
un trofeo de guerra? Cuando Leovigildo lo vio con el cántabro se mostró
complacido y Hermenegildo percibió por primera vez cómo el rey se
enorgullecía de ser su padre.
Vinieron a su mente las palabras de Lesso, sobre un hermano en el norte y
el caudillo cántabro ya ejecutado; se sintió turbado. Quizá Lesso se había
hecho mayor y desvariaba. A él, Hermenegildo, hijo del rey godo, le parecía
inconcebible que su madre hubiera compartido su lecho con alguien que no
fuese Leovigildo. Ella era virtuosa y jamás había dado nada que hablar…,
¿nada…? Bueno, estaba todo el tema de las curaciones y las pócimas; y su
trato irregular con la gente del campo.
Quizá su madre le había dado demasiados vuelos a Lesso, quien se
permitía hacer algunas afirmaciones poco apropiadas. Tendría que hacer caso
a Wallamir; él decía que los godos constituían una raza superior y no debían
mezclarse con la chusma hispanorromana; por eso su religión debía ser
siempre diferente de la de la población del país y, por eso, para Wallamir era
inconcebible que un godo de rancia estirpe contrajese matrimonio con alguien
perteneciente a la plebe.
El sueño se iba apoderando de él, se acostó. En su duermevela vio la
copa, aquella copa con la que Mássona celebraba. No entendía la petición de
su madre, devolver la copa a los pueblos del norte: ¿no era un absurdo? Pero
Recaredo y él habían jurado por su honor devolver la copa a los pueblos
cántabros, y lo harían porque era su deber. La noche cubrió a Hermenegildo,
sus sueños fueron confusos, una copa enorme le engullía, y en ella aparecían
los ojos oscuros de aquel misterioso guerrero del norte, aquel al que había
amado su madre.
Los siervos de la gleba

Muy de mañana, antes de que los primeros haces de luz rompiesen la negrura
de la noche, Hermenegildo, Lesso y Braulio partieron hacia las afueras de
Mérida, a los poblados donde moraban siervos de la casa baltinga; los
acompañaban algunos hombres armados. Las callejas de la ciudad aún oscuras
se iluminaban tenuemente por antorchas situadas en las esquinas de las casas
más pudientes. Al cruzar la muralla, la primera luz de la mañana tiñó el
horizonte de un color violáceo y después rosado. Amenazaba un día caluroso
en aquellas tierras extremas, pero aún los albores de una primavera tardía
ornaban el campo. El trigo verdeaba y sobre él mantas de amapolas rojizas
teñían en sangre la tierra. Las murallas de la ciudad quedaron atrás y con ellas
la algarabía y el ruido de la urbe. Una brisa suave refrescaba el ambiente en el
que unas golondrinas realizaban vuelcos y cabriolas en el cielo sin nubes de la
mañana.
Braulio, serio y preocupado, había protestado una vez más por las órdenes
de Leovigildo. Bien sabía el príncipe godo que aquel hombre y su padre no
simpatizaban. Braulio era un siervo que había pertenecido a la casa real de los
baltos durante más de cuatro generaciones, a Alarico, a Amalarico, a su madre
y ahora les servía a ellos. El antiguo criado había amado a su madre, quien le
había curado de una grave dolencia. Aunque nunca se lo hubiese dicho
expresamente, el siervo no confiaba en el rey de los godos, Leovigildo, lo
consideraba un advenedizo que se había unido a la casa baltinga para acceder
a la corona.
Hermenegildo se dio cuenta de que la espalda del siervo se arqueaba hacia
delante, y de que, en su boca, los dientes se contaban ya con los dedos de las
manos.
—¿Cómo andas de salud?
—Los años no pasan en balde —dijo Braulio—, además ya no tengo la
poción que tu madre solía prepararme. Mezclaba algunas hierbas en un cazo
de cobre, ¿lo recuerdas?
—Sí. Después lo dejaba secar y todos los días te servías algo de los
residuos que quedaban en el fondo. Creo que recuerdo de qué estaba hecho
aquello, muchas veces le ayudé. Cuando volvamos intentaré buscar las hierbas
y te lo prepararé.
Braulio se admiró de que retuviese aquello. Hermenegildo, sonriendo, le
dijo:
—No he olvidado las enseñanzas de mi madre…
—Espero que sea así, que las recuerdes, y no solo las pociones. Tu madre
era una dama hermosa, buena y discreta. En la ciudad muchos no la olvidan.
—No piensan de ella así la reina Goswintha y otras nobles damas de
Toledo.
—¡Mal rayo le parta a Goswintha! ¡Ni me la mientes!
—¿Por qué no te gusta la esposa de mi padre?
—Tengo mis razones…
No hubo forma de sacarle más palabras.
El camino se empinaba ligeramente, a ambos lados encinares; más allá y
tras una tapia, un ciprés se elevaba cortando el cielo. Le dieron algo más de
marcha a las cabalgaduras, que remontaron la cuesta. La cohorte de soldados
los seguía; amo y siervo se situaban por delante, pero a cierta distancia de los
demás, para poder hablar tranquilamente. Lesso les seguía detrás, quizá
recordaba los años en los que él también fue siervo de la gleba, unido a la
tierra de un noble en la Lusitania.
Hacía calor, la luz del sol rebotaba contra las armas de los dos hombres.
El cuero de la coraza se calentaba, Hermenegildo notó el sudor cayéndole
desde la frente. Mieses sin fin les rodeaban, muy a lo lejos, unos pinares
ceñían el horizonte.
Por fin llegaron al villar, unas cuantas casas pequeñas y rectangulares de
paredes de adobe y techos de paja. Los niños salieron a recibir a la comitiva
de soldados, señalando con gritos alegres las armaduras. Pronto los bordes
del camino se llenaron de gentes que veían pasar a los soldados. Varias casas
de barro cocido con el techo de paja les mostraron, en su desnudez, la pobreza
de sus habitantes.
Braulio tocó su cuerno de caza para reunir a los hombres. Uno a uno fueron
llegando los labriegos, se situaron en torno al aljibe en el centro de la plaza.
Callaban, alguno que llevaba sombrero se descubrió ante los de la ciudad. Sus
caras requemadas por el sol destilaban sudor.
Entonces se oyó la voz de Hermenegildo, clara, fuerte, nítida.
—Hombres del Villar del Rey Godo. Hay guerra en el norte, los cántabros
intentan destruir la paz que los valientes godos han logrado sobre la meseta y
las tierras del sur. Estáis obligados a defender a vuestro señor. Todo aquel
capaz de empuñar un arma que avance un paso al frente.
El corro de hombres no se movió, en sus rostros no había ninguna
expresión.
—Conseguiréis botín de guerra y una recompensa por parte de vuestro amo
el buen rey Leovigildo.
Uno se adelantó un paso, diciendo:
—¿Y si morimos quién cuidará de nuestras mujeres? ¿Quién sembrará los
campos?
—Moriréis por una buena causa… No tenéis elección…
Una mujer salió de las casas y gritó:
—¡No…! ¡No os llevéis a mi marido…!
Braulio bajó de la jaca.
—Todos volverán y volverán con bien. Debéis obedecer las órdenes de
vuestro señor.
Se disculparon con algo que no era enteramente cierto:
—Quedamos los mayores y los de corta edad. Si vamos a la guerra, el
campo lo sembrarán las mujeres…
—¡Y qué mayor gloria para un hombre sino combatir!
Un hombre fuerte y joven se acercó al caballo de Hermenegildo.
—Señor, os ruego no me obliguéis a partir, mis padres son muy ancianos, y
están impedidos, mis hijos son muy pequeños. No quiero dejarlos… Os lo
ruego, sed clemente.
Hermenegildo le observó con atención; en su mirada lúcida y clara adivinó
el dolor de aquel hombre, la conmiseración llenó su alma.
—Puedes quedarte. Nos llevaremos al jefe del poblado, tú serás el nuevo
capataz. —Estas últimas palabras las pronunció en voz baja y después
continuó con un tono más alto—. Iremos al norte a conseguir la gloria,
volveréis cargados de botín y de riquezas o no volveréis… La vida del
hombre es corta y conviene gastarla con honor.
De nuevo Hermenegildo los arengó:
—Un paso al frente los hombres que amen el combate. ¡Los cobardes que
se abstengan!
La voz del hijo de Leovigildo se escuchó resonante entre las cabezas de
aquellos siervos ligados al campo. Muchas mujeres se encogieron,
abrazándose los costados como si el frío las atravesase. En los ojos de
algunos jóvenes brilló una luz, la luz de la aventura y la lucha. ¿Qué les
esperaba ligados a la tierra? En cambio, en la guerra habría posibilidad de
conseguir botín. Los hombres casados y mayores sintieron el temor natural de
abandonar a sus familias; si ellos morían, ¿quiénes iban a cuidar de las
mujeres y los niños?
Un hombre joven de piel oscura y cabello casi negro, vestido con una corta
saya, dio un paso al frente. Se oyó un grito detrás:
—Román, no te vayas… piensa que espero una criatura…, ¿qué será de
mí?
—Volveré con dineros y rico… —respondió Román, y en la expresión de
su cara se traslucía un ánimo decidido.
Poco a poco fueron reuniendo hombres en la plazoleta central del poblado.
Se oían los lloros de las mujeres. La joven mujer de Román desapareció
dentro de una de las chozas. Él la vio marchar con pena pero no salió tras ella.
Hermenegildo dispuso a los hombres en una fila de a dos, y salieron del
poblado. Detrás se oyeron gritos lastimeros.
Una escena similar se repitió en el siguiente poblado. Braulio comprobó
cómo Hermenegildo imponía respeto y era capaz de convencer a las gentes. La
leva se organizaba ordenadamente, el discurso de Hermenegildo enfebrecía a
los hombres, con la esperanza del combate. Lo que para los siervos era una
obligación y en ocasiones se había realizado a la fuerza, Hermenegildo había
conseguido que fuese algo menos oneroso. Sin embargo, las mujeres se
quedaban llorando.
Al ver las lágrimas de las plebeyas, Hermenegildo recordó a su madre,
ella hubiera protegido a los siervos; pero él, Hermenegildo, no era una
damisela de la corte. Era noble y godo, de rancia estirpe y no podía
entretenerse con tonterías de mujercillas. Conocía bien sus responsabilidades,
seguro de sí mismo estiró las riendas y su caballo relinchó suavemente. El
penco, al notar la recia mano de su dueño, le obedeció dócilmente.
Reemprendieron el camino, atravesaron varios villorrios más, los hombres
que acompañaban a Hermenegildo y a los de Emérita eran ya una buena tropa.
Soplaba un viento fresco que doblaba las mieses aún verdes haciéndolas
ondear.
Lesso observó al joven guerrero que cabalgaba unos palmos delante de sí,
palpaba su altivez, su dureza de buen luchador. Pensó que estaría orgulloso de
su destino, y que nada podía turbar la seguridad de su ímpetu juvenil. Lesso
divisaba delante de sí el casco de Hermenegildo, del que se escapaban
algunos cabellos oscuros. De pronto, Hermenegildo torció la cabeza y le miró
con un rostro decidido, con una mirada límpida y una expresión autoritaria a la
vez que amable; sus finos labios esbozaron una sonrisa. Las narinas se le
abrieron y Lesso pensó en él como un joven león dispuesto a devorar alguna
presa. ¡Qué distinto a Recaredo! Ambos eran animales de lucha, pero si en el
mayor predominaba una fuerza leonina, aguerrida y ágil, el pequeño era un
toro, potente y dominador.
Él, Lesso, los quería a los dos, los había educado y les había enseñado a
guerrear. Los recordaba aún niños peleándose, pero al mismo tiempo
dependientes el uno del otro, inseparables. Ella, la sin nombre, le había
dejado una pesada carga: cuidar de los dos cachorros que se convertían, a
paso rápido, en animales de guerra.
La senda se hizo más anchurosa, convirtiéndose en calzada. Detrás de
ellos venían los siervos, hombres sin armas, y, el último, Braulio, con los
bucelarios de la casa baltinga. Al doblar un repecho divisaron las murallas de
la ciudad y el puente sobre el río. Hermenegildo ordenó acampar cerca del
cauce. Dejando a los hombres de la leva allí, él se dirigió a su casa, dentro de
la muralla, para pasar allí la noche.
Los días siguientes Hermenegildo dispuso el entrenamiento de los que iban
a constituir las tropas de ataque de la casa real. Dirigía las maniobras con
seguridad y eficacia, los hombres respetaban a Hermenegildo que, amable y
enérgico a la vez, sabía lo que quería mostrándose justo tanto en sus alabanzas
como en sus castigos. Lesso se situaba siempre junto a él. Les enseñó a
desfilar militarmente, a usar la espada y el arco. Consiguió hacer de aquellos
rústicos gañanes hombres de aspecto militar. A cambio, los alimentaba con
abundancia, y muchos de ellos, que nunca habían probado la carne y el buen
vino de la tierra, lo hicieron por primera vez.
También adiestró a los soldados de la casa baltinga para que aprendiesen a
dirigir hombres. Cuando ya parecían un ejército bien organizado,
Hermenegildo dejó al cargo de ellos a Lesso y a los capitanes. Varios asuntos
pendientes le reclamaban. De entre todos, la familia proveniente de Cartago
Spatharia no se le borraba de la mente y del corazón.
La copa

Un nerviosismo íntimo le reconcomía las entrañas cuando se iba acercando a


la iglesia de Santa Eulalia. ¡Cuántos recuerdos guardaba aquel lugar para él!
De niño había ido con su madre a la vieja basílica de la virgen mártir para
escuchar la predicación de los prestes católicos. Ahora, Hermenegildo no
pensaba ya en esos asuntos y la religión de su madre le parecía ajena a sí
mismo, un noble godo. Más atrás de la iglesia, se alzaba el antiguo edificio
fundado por Mássona, donde se albergaban enfermos. No hacía tanto tiempo,
su madre había desempeñado allí su cometido como sanadora. El príncipe
godo debía cumplir la misión jurada ante ella en el momento de su agonía. Aún
le parecía ver el delicado rostro de su madre, contraído por el dolor,
pidiéndoles que recobraran la copa para los del norte.
Desmontó a la puerta de la basílica dejando el caballo al cuidado de
Román. Después atravesó el templo; en un rincón, un lego limpiaba con una
escoba de ramas. Le tocó en el hombro y, al volverse, le indicó:
—Debo ver a tu obispo. Anúnciale que Hermenegildo, hijo de Leovigildo,
desea verle.
El lego, humildemente, se inclinó ante él. Hermenegildo se apoyó en una
columna, contemplando la basílica. A los lados, en las naves laterales, la
penumbra se veía surcada por múltiples haces de luz que provenían de sendas
ventanas entre cada uno de los arcos. Hermenegildo sintió la paz de aquel
lugar, como la había sentido de niño cuando había rezado, quizás en el mismo
sitio, con su madre. Le pareció entreverla aún entre los rayos de luminosidad
oblicua, pero hubo de ahuyentar aquella visión que le entristecía. Se quedó
ensimismado, hasta que unos pasos que se acercaban le sacaron de su estado
de abstracción. Era Mássona. El obispo le abrazó afectuosamente y le condujo
a una pequeña estancia lateral que hacía las veces de sacristía; allí había un
enorme armario de roble, y dos asientos de madera de pino. Al frente, una
mesa con una cruz donde se solían revestir los sacerdotes para el oficio. La
escasa luz entraba por un ventanuco fino y alargado, dotando a la habitación de
un aspecto sombrío.
Mássona comenzó a hablar. Su voz, profunda y sonora, era la misma que él
recordaba, el cabello del obispo se había tornado enteramente blanco, pero no
mostraba calvicie, la nariz recta y voluminosa le marcaba la expresión de la
cara. Sin embargo, en su rostro había un cierto desasosiego, una
intranquilidad, que Hermenegildo no recordaba haber visto cuando de niño lo
visitaba con su madre.
—Sé a qué vienes.
Hermenegildo sonrió.
—Sabéis más de lo que yo mismo sé.
—Vienes a por la copa y sé que debo dártela. Yo mismo le indiqué a tu
madre lo que habría que hacerse con ella pero, ahora, me cuesta mucho
entregártela. Durante estos años he celebrado los misterios con el cáliz
sagrado y, al poner mis ojos sobre él, la luz de su interior me llenaba el
corazón. Ahora mi corazón se quedará un tanto más vacío; pero no es bueno
apegarse a lo material. —Suspiró—. Al final acabamos esclavos de las
cosas…
Hermenegildo pensó que Mássona decía todo esto para convencerse a sí
mismo porque le costaba mucho desprenderse de la copa. Apreció una gran
resistencia en el anciano a hacerlo. Este se levantó con esfuerzo y se dirigió al
armario. De su cintura extrajo una enorme llave que introdujo en la cerradura.
En una balda encima de un paño bordado y con encaje estaba la copa, nada
más que un bulto en la profundidad del armario.
Entonces Mássona se arrodilló, apoyándose en la balda donde se hallaba
el cáliz, y reclinó la cabeza concentrado en sí mismo. Pesadamente se levantó,
tomando la copa entre sus manos. La acercó a la luz del estrecho ventanuco y
el haz de sol brilló sobre ella. Hermenegildo se aproximó, las manos del
obispo temblaban al sujetarla.
—Mírala —dijo—, es muy hermosa. La ves con sus incrustaciones de
ámbar y coral, toda ella de oro. Mira el interior, una pieza única de un
material precioso, quizás ónice, un ónice oscuro y con brillos rojizos. Nunca
he visto nada igual en mi vida. El vaso de ónice está incrustado en esta base
de oro.
Mássona giró la copa y el color rojo oscuro del ónice se hizo más patente.
—He descubierto que, en realidad, en la copa hay dos. La externa, que es
de oro con incrustaciones en ámbar, y la interna, que es un vaso sencillo pero
labrado en esta piedra semipreciosa de gran valor. Pueden desprenderse la una
de la otra.
—Es muy hermosa.
—Son muy hermosas las dos.
El obispo giró el cáliz y de la parte interior se desprendió un vaso muy
simple, de color rojizo oscuro, que con la luz solar brillaba intensamente.
—La copa de ónice es la que tocaron las manos de Cristo, y el vino que
después sería su sangre. La otra copa fue añadida posteriormente.
Mássona se detuvo, acarició el vaso sagrado y, tras un corto silencio,
comenzó de nuevo a hablar. La voz le temblaba cuando, al fin, suplicó al hijo
del rey godo:
—Hijo mío, Hermenegildo, no puedo vivir sin esta copa. Llévate la copa
de oro y déjame la interior.
—No sé si debo hacer eso. No es lo que mi madre me pidió.
—Si tu madre hubiera conocido que había dos copas, estoy seguro de que
hubiera querido que la de los celtas volviese a su pueblo pero la copa
cristiana se quedase en las manos del obispo católico, ella era católica.
Hermenegildo dudó. Ambos callaron contemplando las copas.
—Las dos copas unidas dan la salud corporal, yo mismo he podido
comprobarlo. Cualquier pócima, elaborada en las dos unidas, es infinitamente
más eficaz —siguió Mássona—, sin embargo, la parte interior resplandece en
el oficio divino cuando pronuncio las palabras de la consagración de una
manera que es sobrenatural.
Admiraron la belleza de ambos vasos sagrados. Mássona se hallaba
profundamente conmovido; después el prelado continuó hablando:
—Poco antes de que abandonaseis Mérida, yo tuve una visión. Una noche
me desperté intranquilo. Dios me llamaba, acudí a la iglesia. Algo me condujo
hacia este lugar donde dormía la copa de los celtas, la antigua copa que tu
madre me entregó. Entonces, junto a ella, no lo creerás quizá, me pareció ver a
un hombre que había muerto, el antiguo preceptor de tu madre, Juan de Besson,
y oí su voz: «La copa pertenece a los pueblos de las montañas del norte y debe
volver a ellos, nunca habrá paz si la copa no regresa a los pueblos cántabros».
Entonces desapareció de mi vista. Hablé de la visión con tu madre y ella me
juró que se devolvería adonde pertenecía.
Mássona calló un instante, su cara se volvió más pálida, casi blanca.
—Después de la visión comencé a examinarla con detenimiento, no podía
separarme de ella, la acariciaba en mis noches de insomnio; fue así cuando
descubrí que eran dos copas unidas. Entonces se me reveló que nuestro
humilde maestro, el buen Jesús, no utilizaría una copa de oro y piedras
preciosas sino el vaso de ónice, una copa sencilla que podría haber salido de
algún lugar de Galilea. Devuelve la copa de los celtas al norte y deja este
vaso conmigo.
—Podíais no haberme dicho nada y haber retenido lo que os pareciese.
—No puedo mentirte, además recuerda que debo fidelidad a tu madre…
Tuve miedo de incumplir la promesa. La copa es peligrosa. Tu madre me
relató que un hombre que bebió de ella sangre humana, buscando el poder,
murió de una muerte espantosa… En cambio usada rectamente proporciona la
salud y la felicidad a quien la utiliza. El pueblo que la posea será vencedor en
toda batalla. Los godos la poseímos y dominamos Hispania.
—Mi madre quería que se la diese a los pueblos de las montañas
cántabras. Esa copa les dará la victoria, ¿creéis que debo hacer eso en contra
de mi propio pueblo, el godo, y de mi propia raza?
—No lo sé, quizá podrías devolverles lo que es de ellos y dejar para
nosotros la copa de ónice.
—Debo pensarlo. Hablaré con Lesso, él es quien conoce mejor los deseos
de mi madre. Sé que él arriesgó su vida por la copa.
Hermenegildo saludó a Mássona con una inclinación de cabeza y se fue
pensativo. El encargo era más complejo de lo que pensaba cuando prometió a
su madre que llevaría al norte una copa. En aquel tiempo, no podía ni imaginar
lo que esta significaba.
En la puerta de la iglesia, sentado en el escalón de la entrada, Román
sujetaba con cara de aburrimiento las riendas de los caballos.
—Vamos, ¿qué haces, descansando?
Sus palabras eran bruscas y Román se levantó de un salto. Se fueron de
allí y recorrieron las calles de Mérida. Andando hacia la casa de los baltos,
Hermenegildo guardaba silencio, un silencio hosco, tenso y preocupado, que
extrañó a Román. El hijo del rey godo dudaba qué era lo que debía hacer;
percibía el enorme valor de aquella copa, intuía que su decisión no era banal.
Él solo quería cumplir la voluntad de su madre.
El banquete

Desde la bodega del sótano, Braulio subía fatigosamente el vino especial que
se guardaba para las grandes celebraciones. Al llegar al final de la escalera,
su respiración se tornó muy fatigosa. Los magnates de la ciudad habían sido
convocados a una cena en la casa de los baltos. Toda la servidumbre estaba
alborotada por la fiesta. Más que ninguno de ellos, el anciano criado deseaba
que su joven amo desempeñase bien su cometido de anfitrión de los nobles
emeritenses, por eso trataba de que no faltase el menor detalle. Había
guardado personalmente aquel vino que era de una buena cosecha, de unos dos
años atrás, de olor suave y sabor penetrante. Le pesaban las ánforas en las
manos. «Ya no soy joven —pensó—. He servido a su abuelo, a su madre y
ahora le sirvo a él y a su hermano». Braulio amaba a la familia, sobre todo a
sus últimos vástagos, a quienes había criado. Deseaba verlos en el trono de
Toledo, pero en el fondo de su ser dudaba de poder llegar a contemplar ese
momento, porque su cuerpo se doblaba cada vez más con las enfermedades y
fatigas.
Al llegar a los últimos peldaños, se encontró con Hermenegildo, pero
como subía mirando al suelo no se dio cuenta de su presencia hasta que vio
delante de sí las sandalias claveteadas del hijo del dueño de la casa y,
elevando la mirada, sus recias piernas velludas, la túnica de color claro, el
cinto guarnecido por una hebilla con incrustaciones doradas y, al fin, el
tahalí[13] y la capa; sobre ella el pelo oscuro del joven godo y su rostro
amigable con ojos claros y afables. Se dio cuenta de lo alto que era.
—Amigo mío —le dijo Hermenegildo—, no estás bien.
El anciano habló lenta y pausadamente, un deje de tristeza latía en su voz.
—Son los años, nunca he estado bueno… si estuviese aquí tu madre…
Los ojos de Braulio se humedecieron al hablar de la que fue su señora.
—¿La recuerdas?
—¡No pasa un día…! Ella ha sido lo mejor que ha pasado por esta casa.
Trataba a la servidumbre como si fuesen hijos suyos…
Hermenegildo se conmovió al oír hablar así de su madre, tan
recientemente fallecida, y le dijo.
—Todos la querían.
—No. Todos no.
El príncipe godo no quiso indagar en quién no quería a su madre, pero lo
supuso; él conocía muy bien aquella casa donde había nacido y se había
criado, a todas y cada una de sus gentes, no ignoraba las envidias y las
intrigas.
La cara de Braulio, recia, tallada por la enfermedad, mostraba unas
chapetas rojas en los pómulos, un signo más de la poca fuerza con la que el
corazón del anciano bombeaba la sangre, su espalda se combaba por el peso
de la edad. «Está anciano y debilitado», pensó Hermenegildo, y le sostuvo por
los hombros, conduciéndole a las cocinas. Las sirvientas revolotearon
alrededor, haciendo zalemas al heredero de la casa. Él sonrió, pero no les hizo
mucho caso, pidió agua hirviendo y en ella vertió las hierbas de las que había
hecho acopio días atrás en el campo; todo ello lo hizo cocer un tiempo en un
cuenco de cobre. Se recordaba a sí mismo, aún niño, preparando las hierbas
para Braulio con su madre. Mientras hervía la poción, Braulio le comentó:
—Esta mañana, mientras estabais fuera, vinieron un hombre joven y una
dama; tenían acento del sur.
—¿Ella tenía el pelo castaño y los ojos de color verdoso?
Braulio lo miró con curiosidad, contestando:
—Sí. Era hermosa…, ¿quiénes son?
—Me imagino que serán los hijos del antiguo gobernador de Cartago
Nova, Leandro y Florentina. Los conocí en el viaje desde Toledo.
Braulio, cuyo origen era también romano, recordó quiénes eran.
—Son de una antigua familia senatorial de la ciudad, gente de bien, muy
educada. Descienden de Materno, un familiar del emperador Teodosio, el que
poseyó una hermosa villa al norte de Toledo, en Carranque. Su padre,
Severiano, fue duque de la Cartaginense. Creo que han venido a menos
después de la llegada de los imperiales.
—Buscan ayuda…
—No sé si la encontrarán. Los senadores de la ciudad no quieren
enfrentarse a los godos; y los godos no olvidan tan fácilmente que Severiano,
durante la guerra civil frente a Atanagildo, apoyó a Agila. Los imperiales
respaldaban a Atanagildo. Pero Severiano, que era un hombre de honor, luchó
contra los invasores de su tierra, y por ello indirectamente se enfrentó a
Atanagildo, quien, al fin, ganó la guerra. Después él fue degradado, nadie en el
orden senatorial ayuda a la familia. Viven prácticamente de limosnas cuando
podrían nadar en abundancia porque pertenecían a la nobleza romana.
Hermenegildo escuchó la historia de los de Cartago Nova. Entendió ahora
algo mejor algunas palabras de Florentina que le habían resultado oscuras.
Después, meditando lo que Braulio le había dicho, le confió:
—No entiendo por qué los hijos tienen que cargar con los errores de los
padres. Me he dado cuenta de que esos jóvenes son gente instruida, podrían
hacer un gran bien al reino.
—En este país nuestro ya no importan las prendas intelectuales o humanas
que uno posea sino, ante todo, el partido político al que se pertenezca. Su
padre se equivocó y ellos pagan el error.
—Yo podría ayudarles…
—¿Cómo?
—No lo sé, quizá podría hablar con el conde de los Notarios, se podría
obtener algún cargo en palacio para el hermano mayor. Se necesitan
amanuenses y escribanos…
Braulio sonrió para sí, sabía que la desgracia de los hijos de Severiano
había movido a compasión a Hermenegildo; pensó: «Es como su madre», pero
no dijo nada más. La familia de Braulio, también venida a menos muchos años
atrás, guardaba alguna relación de parentesco con los de Cartago Nova.
Sin hablar, Braulio dio vueltas a la tisana, recordó que el ama solía dejarla
secar y que él tomaba solo del barro de lo hondo del pocillo, donde la cocción
se había mezclado con el cobre. El viejo servidor se encontraba realmente mal
y se fue a acostar un rato.
Desde las cocinas, Hermenegildo salió al patio posterior donde se
asomaban los dormitorios y el triclinio. Con el pie enfundado en la sandalia
acarició los mosaicos del suelo de la estancia, donde algunas de las piezas
habían saltado, otras estaban muy gastadas por el paso de los años. El mosaico
representaba el mito de Orfeo y Eurídice; las paredes del triclinio de color
terracota, pintadas con un fresco ya deslucido, mostraban escenas de caza en
las que se veía a Diana persiguiendo a un ciervo. Todo era muy familiar para
él, pero después de aquellos años fuera se le hacía novedoso. Pasó al patio
central, recordaba cómo él y Recaredo habían jugado allí de niños. Le echaba
de menos… ¡Ojalá le fuese bien en el norte! Era su primera campaña en la
guerra; le hubiera gustado mucho haber estado con él desde el principio para
ayudarle, pero Recaredo era fuerte, sabría defenderse solo.
El patio porticado rodeaba un jardín con una fuente de la que manaba
continuamente agua, produciendo un sonido armonioso. Se sentó junto al borde
y metió la mano en el chorro; el frescor del agua le relajaba y su ruido
monótono le serenó. Meditó sobre la copa. ¡Qué poco sabía de ella! Debía
cumplir una promesa hecha a su madre, pero dudaba del camino correcto. El
único que quizá podía darle alguna información era Lesso. Se levantó para ir a
buscarlo; quería hablar con él. Lo encontró en las caballerizas cepillando con
fuerza uno de los caballos; la piel del rocín brillaba, y el montañés hablaba
con el animal como si fuese una persona.
—¡Vaya, Lesso! No sabía que te gustase hablar con los animales…
—A menudo contestan mejor que las personas —se rio él—. Y, te lo
aseguro, dan bastantes menos coces.
Hermenegildo sonrió con la contestación, pero enseguida se quedó serio y
le dijo.
—He estado con Mássona, por el asunto de la copa…
—¿Y…?
—Mássona dice que la copa tiene dos partes. Una que proviene de las
islas del norte, una copa bruñida de oro y con esmaltes de coral y ámbar, eso
es lo que forma el cuello y la base; pero la copa en sí se puede desmontar para
extraer un cuenco de ónice, similar a un vaso de cristal pero de mayor valor.
Me propone que lleve al norte la parte de oro, que es la celta, y que le deje el
vaso de ónice aquí en la basílica cristiana. Me gustaría actuar como mi madre
hubiera querido que lo hiciese. No sé qué determinación tomar; entiendo que
Mássona ama ese cáliz y que en sus manos está seguro. Dime, amigo…, ¿tú
qué piensas?
Lesso calló, sin saber muy bien qué contestarle, y durante unos minutos
continuó cepillando al bruto, como pensando la respuesta.
—Solo he visto la copa una vez. El viejo Enol, el curandero, la utilizaba
para sanar a nuestra gente cuando aún existía la ciudad de la que te he hablado,
la que está bajo las aguas.
El cántabro de nuevo guardó silencio durante un tiempo, intentando olvidar
dolorosos recuerdos, después siguió:
—Tu madre decía siempre que la copa debía ser usada para un fin
sagrado, que no podía utilizarse para la vida vulgar del hombre común, que
había algo puro en ella. Creo que ella quería que estuviese en un sitio seguro,
por eso la envía a Ongar, a la cueva de Mailoc; pero ahora me da miedo que
esté allí. Ella no conocía, como yo sé, lo divididos que están los pueblos de la
montaña, muchas tribus diversas, aún sometidas a cultos brutales y paganos.
La copa necesita el hombre que la proteja; el hombre recto y honrado, ese era
Aster, ahora él falta…
Al oír hablar de Aster, Hermenegildo recordó de nuevo al guerrero del
norte, ejecutado poco antes de la muerte de su madre. Lesso prosiguió
hablando con la voz velada por una emoción oculta.
—Sí, Aster, el que fue esposo de tu madre, el que fue capaz de aunar a
todas las tribus montañesas. Ahora le habrá sucedido su hijo Nícer, un joven
que tendrá que demostrar su valía. Con Aster y la copa se habría conseguido la
unidad de los pueblos del norte. Ahora no lo sé. Quizá si no nos llevamos la
copa entera, ahorraríamos males mayores. Estoy seguro de que, sin la copa de
ónice, su poder disminuirá. Hará menos bien, pero también hará menos mal a
esos pueblos, si cae en manos perversas.
—¿Crees entonces que la parte cristiana de la copa podría permanecer en
Mérida sin faltar al juramento hecho a mi madre?
—Posiblemente sí.
Siguieron hablando un rato. Lesso volvió a narrarle la caída de Albión, la
hermosa ciudad sepultada bajo las aguas después de la guerra contra los
godos. Allí había estado el país de Lesso; quien hablaba de la ciudad con una
gran añoranza, como si la estuviese viendo ante sí. Le explicó que fue después
de la caída de Albión cuando su madre se vino al sur. Hermenegildo siempre
había pensado que ella era un botín de guerra de su padre, pero Lesso le contó
que no, que su madre había venido voluntariamente al sur para que cesasen las
guerras. No lo había conseguido. Quizá su insistencia en devolver la copa era
tanta porque quería que reinase la paz en los valles del norte y pensaba que
solo algo milagroso, como la vieja copa de los celtas, podía hacerlo.
Comenzó a disminuir la luz en el establo, atardecía. Los próceres de
Mérida y la gente más linajuda de la ciudad estaban a punto de llegar,
Hermenegildo debía cambiarse el vestido sudoroso del día por una túnica
apropiada y peinarse el desordenado cabello.
Un criado arregló su barba corta y de color oscuro, que todavía le
clareaba en las mejillas por su juventud. Después se vistió; cuando estaba
acabando le avisaron que unos desconocidos le estaban esperando en el atrio;
era pronto aún para que llegasen los convidados, pero quizás alguno se había
adelantado.
Al llegar a la entrada se encontró a Leandro y a Florentina. La joven
cubría su cabellera castaña con un largo manto. Hermenegildo se sintió
turbado al encontrársela de nuevo. Había en ella algo que le atraía.
Leandro hablaba, pero él, no sabía bien por qué, no era capaz de atenderle,
se distraía mirando a la hermana. Al cabo de un rato entendió lo que
pretendían decirle, estaban preocupados por Isidoro. El hermano menor era
inquieto y con frecuencia se escapaba, pero en esa ocasión no había acudido
en toda la noche y temían que algo le hubiese sucedido. La última vez que le
vieron fue el día anterior por la mañana, cuando salió de su casa a las clases
de la escuela monacal de Santa Eulalia. No había regresado a almorzar tal y
como acostumbraba. Averiguaron que tampoco había llegado a las clases.
Leandro y Florentina llevaban todo el día y toda la noche buscándole, no
tenían confianza en nadie más que en él y en Mássona, y solicitaban su ayuda.
Llamó a Braulio, el anciano acudió con signos de haberse levantado hacía
poco de su reposo vespertino. Escuchó atentamente la historia, después les
informó de que en la ciudad había bandas armadas que se reunían en
determinadas tascas junto a los viejos foros. Silvano, uno de los criados, había
participado en aquellas bandas, le localizaron y le pidieron que buscase a
Isidoro entre sus antiguos compañeros de armas. Por otro lado, Hermenegildo
daría parte al gobernador de la ciudad, que aquella noche acudiría a la cena,
para que se buscase al muchacho.
—No puedo acompañaros yo mismo, pero mis criados se encargarán: el
chico aparecerá pronto. Anochece y es peligroso pasear por la ciudad; Lesso y
Silvano os guiarán. ¿No deseáis tomar algo?
No quisieron demorarse más y, escoltados por varios criados de la casa,
se fueron a buscar al extraviado.
En la puerta, los dos hermanos se cruzaron con Sunna, el obispo arriano de
la ciudad. En la cara del prelado se produjo un gesto de desagrado.
—¿Les conocéis? —preguntó Hermenegildo cuando ellos se habían ido ya.
—Medio godos, medio romanos, traidores a la causa de los godos, pájaros
de cuenta, no os conviene relacionaros con ellos.
El hijo del rey godo no contestó; detestaba aquellos prejuicios de raza y de
religión. No pudieron seguir hablando porque llegaba más gente. Uno de los
primeros fue el padre de su amigo Claudio, un viejo senador de la ciudad;
descendiente de Dídimo, quien en tiempos de las primeras oleadas bárbaras
había defendido Hispania de la entrada de los bárbaros, levando un ejército
para bloquear los Pirineos. Pertenecía a la gens Claudia, por lo que padre e
hijo se apellidaban Claudio, pero el padre se llamaba Publio Claudio, y el
hijo era Lucio Claudio. Los Claudios eran profundamente respetados en
Emérita Augusta y la familia era muy rica. Lucio Claudio se había criado con
Hermenegildo y Recaredo. El padre le recordó mucho al hijo, pues ambos se
afeitaban al estilo romano.
Después se presentó Frogga, el padre de Segga, uno de sus camaradas de
la campaña del norte. Frogga era un hombre de cara adusta, con expresión de
superioridad, lucía una hermosa espada al cinto, y apoyaba con fuerza la mano
sobre la empuñadura.
Precedido por una escolta, entró en el banquete Argebaldo, duque de la
Lusitania y gobernador de la ciudad. Saludó a Hermenegildo al estilo godo
posando sus brazos en los hombros del joven y dándole un fuerte apretón.
Argebaldo nunca había apoyado a Leovigildo, le consideraba un advenedizo.
Por ello, en la última campaña no había enviado las tropas que se le habían
pedido para las guerras del norte. Hermenegildo sabía que uno de sus
cometidos era conseguir que el duque colaborase en las campañas de su padre.
Las fuerzas vivas de Emérita Augusta, senadores romanos del orden
ecuestre y nobles de la ciudad, fueron llegando a la casa de los baltos. Braulio
se situó a su lado presentándole a cada uno de los que entraban, diciéndole su
nombre en alto; así como algún comentario sobre su lealtad a la casa de los
baltos, en voz más baja. Él los fue saludando. Los nobles godos, en su
mayoría, no eran partidarios de Leovigildo, juzgaban que la elección del rey
no había sido justa sino mediada por las intrigas de la reina Goswintha; la
cual, para afianzar su menguante poder, había organizado la coronación de su
amante Leovigildo y el hermano de este, Liuva. Muchos de ellos se
consideraban con tanto derecho al trono como Leovigildo y Liuva. No querían
ni oír hablar de una monarquía hereditaria y él, Hermenegildo, podría ser en
un futuro un fuerte competidor al trono ya que descendía de la casa baltinga y
era hijo del monarca actualmente reinante. No deseaban facilitarle las cosas.
El banquete tendría lugar en la parte noble de la domus; en la zona del
peristilo, un gran patio porticado con un jardín y una fuente central que daba
paso a la exedra, la sala de banquetes y reuniones. La cena dio comienzo, los
criados trajeron una gran cantidad de platos sabrosos: liebres asadas,
aceitunas, puerros y hortalizas preparadas al estilo romano, que fueron
distribuidos entre las mesas. Corría un buen vino, añejo, de excepcional
calidad y pronto los nobles se fueron achispando. Transcurrida la primera
parte del banquete, Hermenegildo se levantó para conversar con unos y otros.
En primer lugar, se dirigió al duque de la Lusitania, Argebaldo.
—Necesitamos hombres, más hombres… Habrá un buen botín… —le dijo
el príncipe godo—. Hay que erradicar a los enemigos del reino…
—No puedo dejar las villas sin siervos… —arguyó Argebaldo—, ya
hemos colaborado con la corona en otras ocasiones, dando más de lo que, en
justicia, debemos…
Hermenegildo intentó ser conciliador:
—Esta campaña es especialmente importante… Tenemos que pacificar las
tierras cántabras…
Argebaldo lo interrumpió bruscamente:
—Los del norte no son más que unos asnos subidos a las montañas… ¿Qué
botín se espera de una tierra inhóspita y montañosa?
El joven príncipe no hizo caso a la interrupción y prosiguió:
—Bien sabéis que el objetivo de nuestro señor el rey Leovigildo no se
detiene ahí. La meta final es el reino suevo. Todo el oro y la plata que se
produce en Hispania procede de la corte de Bracea. Necesitamos las minas
para no depender de nadie. Los suevos son invasores de una tierra que nos
corresponde gobernar…
Aquí intervino Sunna, quien escuchaba la conversación deseando
intervenir para dar su opinión.
—El territorio hispano pertenece a los godos por derecho; el Imperio
romano se ha visto sucedido por el glorioso reino godo. La primera nación del
Occidente, Hispania, corresponde a los godos como un huerto corresponde a
su amo, para su solaz y cuidado. Los godos somos el pueblo ilustre que se ha
dignado defender a las Hispanias frente a sus enemigos.
Ante el tono grandilocuente del obispo Sunna, Argebaldo sonrió con
desprecio. Hermenegildo prosiguió:
—Los suevos nos atacan constantemente y se alían con los francos. La
misión de mi padre es aunar a todos los pueblos de la península bajo un único
mando. En la campaña del norte hay mucho que ganar. Podéis uniros a las
tropas del rey o negaros. Si hacéis esto último, temo que mi padre no se halle
contento y algún tipo de sanción os corresponderá por haberos negado a cargar
con los deberes que os incumben. Creo que tenéis mucho más que ganar
asociándoos al plan de mi señor, el rey mi padre, que si os rebeláis.
Las palabras del joven príncipe sonaron duras y al mismo tiempo
amistosas.
—¡Lejos de mí rebelarme a las órdenes del rey!
—Si es así, decidme cuántos hombres aportaréis a la campaña.
Hermenegildo y Argebaldo iniciaron una puja en la que el joven godo le
proponía una determinada cantidad de tropas mientras que el otro la disminuía.
La lucha verbal entre ambos finalmente acabó en menos soldados de los que
Hermenegildo pretendía y muchos más de los que el duque hubiera nunca
enviado.
Entre los invitados había una gran curiosidad por el joven hijo de
Leovigildo, aquel que un día posiblemente sería un fuerte candidato al trono.
Todas las miradas se dirigían hacia él enjuiciándole, unos con benevolencia,
la mayoría duramente.
—Es como su padre —decía Frogga, un noble godo—, le gusta el poder,
pero no se lo pondremos fácil.
—A los hombres hay que conocerlos por sus obras y él es un noble
campeón. Se ve la nobleza de su sangre en cada uno de sus movimientos —le
respondió el senador Publio Claudio.
Los dos hombres callaron, pues Hermenegildo se dirigía hacia ellos.
Cuando estuvo cerca, el noble Publio Claudio le abrazó amistosamente.
—¡Nunca habría pensado que aquel que jugaba de niño con mi hijo
llegaría a ser el heredero del trono de los godos! —le dijo mientras le
palmeaba la espalda.
A estas palabras la faz de Frogga se vio cruzada por una expresión no
disimulada de odio. Hermenegildo lo percibió. Frogga y Publio Claudio
iniciaron una discusión aparentemente amigable, pero en la que se cruzaban
burlas e ironías. El ambiente entre ambos se crispaba y Hermenegildo
consideró más conveniente no intervenir. Aprovechó que Sunna se acercaba al
grupo para alejarse de ellos. El obispo arriano deseaba hablar con
Hermenegildo en privado.
—Sé que habéis visitado a Mássona… No es adecuado que el hijo de
nuestro noble rey Leovigildo visite a un obispo católico.
Hermenegildo lo observó con una expresión indescifrable, sin
responderle. Aquel hombre no tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos.
—No es conveniente que visitéis a un enemigo de vuestro padre y de
vuestro pueblo —prosiguió Sunna.
—Ese es un asunto que no os incumbe —respondió Hermenegildo
fríamente—, cumplo un deber filial con mi madre, recientemente fallecida.
A esas palabras, Sunna contestó con sarcasmo:
—¡Deber filial, deber filial! Le visitáis porque deseáis la copa… Esa
copa debía estar custodiada en la noble sede arriana y no en la católica. Fue
vuestra madre la que se la entregó y, sin embargo, pertenecía al tesoro de los
baltos.
—La copa fue regalada muchos años atrás por mi padre al noble Juan de
Besson, preceptor de mi madre, y después ella la heredó.
—Leovigildo fue engañado. Esa es la copa del poder. Muchas veces le he
pedido a vuestro padre la basílica de Santa Eulalia para el culto arriano, pero
no me la ha querido conceder. Ya tiene bastantes enemigos entre los godos
como para enfrentarse a los hispanorromanos. Entregarme Santa Eulalia
significaría una ofensa a los sentimientos de los católicos. Sin embargo, toda
la basílica de Santa Eulalia con todas sus riquezas es nada en comparación
con la copa. Yo sé muy bien que Massona os la daría a vos si se la pedís; al
fin y al cabo, fue vuestra madre la que la entregó a la iglesia de Santa
Eulalia… —En los ojos del obispo arriano se expresó la codicia—. No sé qué
haréis con ella, pero la copa tendría que estar en la noble sede arriana de
Mérida. Decidme, ¿qué pensáis?
—Sigo diciéndoos que no os incumbe…
En aquel momento se escuchó una música suave, el ambiente se volvió más
distendido, unos músicos con liras, flautas y timbales comenzaron a tocar en el
peristilo. El mismo obispo Sunna se distrajo del tema que le ocupaba.
Hermenegildo apreció la belleza de la música; y sin saber por qué, recordó a
Florentina. Cerró los ojos apoyado en la columna para evocar mejor a la joven
mientras sonaba la melodía. Entonces notó que le llamaban por detrás, era
Lesso.
—Joven amo, hemos encontrado al chico, se encuentra herido.
—¿Dónde está…?
—¿Podéis dejar a vuestros invitados un momento?
Hermenegildo miró en torno a sí; la mayoría de los invitados estaban
templados por el vino y distraídos con los músicos. Asintió con la cabeza
siguiendo a Lesso.
Pasaron a la zona del impluvio; en una de las habitaciones encontró a
Isidoro, con marcas de haber sido apaleado.
—No sabemos lo que ha ocurrido, pero le han dado una paliza… Lo
abandonaron inconsciente cerca del antiguo anfiteatro.
El hijo del rey godo le levantó los párpados al chico, Isidoro se opuso a
ello con un reflejo de defensa y comenzó a volver en sí. Hermenegildo
observó que las pupilas no estaban dilatadas y reaccionaban a la luz.
—Se recuperará —dijo—. ¿Habéis avisado a sus hermanos?
—Sí, ya vienen hacia aquí.
Efectivamente, poco después se oyó abrirse la puerta de entrada de la
casa, y varias personas irrumpieron rápidamente en la estancia. Eran Leandro,
Florentina y la madre de ambos. Las mujeres se aproximaron al lecho donde
reposaba Isidoro. Leandro, que observaba todo de pie, se volvió hacia
Hermenegildo.
—Os agradecemos enormemente el interés que os habéis tomado en
encontrar a nuestro hermano. ¿Dónde estaba?
—Al parecer lo encontraron inconsciente en la zona del antiguo anfiteatro,
en una de las jaulas para las fieras… Alguien debió de conducirlo hasta allí,
después de golpearle.
Isidoro gimió de dolor, poco a poco se desperezó en el lecho, abriendo los
ojos.
—¿Dónde estoy…?
—Estás en la mansión de los baltos —le dijo Florentina—, en casa de
amigos. ¿Qué te ha ocurrido?
Isidoro se llevó las manos a las sienes y cerró los ojos, exhalando un grito
de dolor. Después, todavía sujetándose la cabeza con las manos; se incorporó
en la cama y, al fin, bajó los brazos, reposando la cabeza contra la pared.
Hablando muy despacio y con esfuerzo, les refirió lo siguiente:
—Ayer fui a la escuela monacal, llegué más temprano que en otras
ocasiones, todavía no había amanecido. La puerta principal estaba cerrada, así
que rodeé la basílica para entrar por la puerta de los monjes. Entonces oí
ruidos en un patio posterior. Pensé dirigirme allí para que me abrieran. En el
patio vi a unos encapuchados que intentaban entrar en la iglesia a través de una
ventana. Me di cuenta de que querían robar algo en la iglesia. Retrocedí para
buscar ayuda, pero se percataron de mi presencia, me rodearon y comenzaron
a pegarme entre todos. No pude defenderme. Al verme malherido, debieron de
pensar que estaba muerto, les dio miedo que me encontrasen allí y me
montaron en un carro. Por el camino oí algo sobre una copa; creo que eso era
lo que estaban buscando en la iglesia. Me arrojaron a la cisterna del circo y al
caer perdí el conocimiento. Es un milagro que me hayáis encontrado.
—¿Estás seguro de que hablaban de una copa?
—Sí, lo estoy.
—No entiendo cómo no te han matado.
—Yo no era lo que querían…
—Fue Silvano el que adivinó dónde podía estar —dijo Lesso—. Él sabe
bien que cuando estas bandas quieren tapar un crimen a veces esconden al
cadáver en el antiguo anfiteatro, por eso decidió buscarle allí. Ha sido una
gran suerte que lo encontrásemos vivo.

Isidoro se había incorporado en el lecho; intentó levantarse pero le


fallaron las fuerzas. Su hermano Leandro le sostuvo, tuvo que volver a
tumbarse.
—Nos lo llevamos a casa —dijo Leandro.
—Deberíais dejarle aquí unos días. Aquí estará mejor cuidado,
llamaremos al físico.
—Sí. Deberíais dejarlo aquí —les aconsejó Braulio—, esta es una casa
amiga para vosotros. No necesitamos al físico, mi amo conoce bien los
remedios de la curación.
Florentina observó a Hermenegildo extrañada de que él supiese curar. Él
notó un nudo en la garganta ante aquellas pestañas castañas, largas y
sombreantes que lo acariciaban.
—Mi madre me enseñó…
—No dudamos de vuestra pericia, ni tampoco de que aquí estaría atendido
—dijo la joven—, pero no queremos dejarle solo.
—Vos o vuestra madre podéis permanecer aquí con él.
—No queremos molestaros —respondió ella.
—Para mí es un honor que los hijos de Severiano, el defensor de Cartago
Nova, moren en mi casa.
Ella enrojeció, hacía mucho tiempo que nadie había reconocido la nobleza
de su padre. Con un gesto interrogó a Leandro, quien le hizo un ademán de
asentimiento; después le dijo:
—Mi madre es mayor y está enferma, quizás haya que velarle por las
noches. Me quedaré con él.
Hermenegildo se sintió de pronto profundamente alegre. Vinieron a su
mente los días en el camino a Mérida, sus conversaciones con ella, lo mucho
que había disfrutado estando a su lado; ella le recordaba un poco a su madre,
la reina olvidada.
Braulio se hizo cargo de acomodar al herido y a su hermana en dos
cubículos que se comunicaban entre sí, junto al impluvio.
Mientras tanto, Hermenegildo fue llamado al banquete y se retiró llevando
en su retina la cabeza de Florentina tapada por un manto fino, e inclinada
cuidando a su hermano.
Al llegar a la fiesta, percibió que la buena comida y, sobre todo, el vino
habían hecho su efecto sobre los invitados. Muchos estaban borrachos, Sunna
sonreía bobaliconamente. Algunos sirvientes sacaron frutas y Hermenegildo
tomó unas ciruelas, hablando distraídamente con Publio Claudio, que era uno
de los pocos hombres sobrios de la fiesta. La música procedente de flautas y
timbales llenaba aún la sala.
Los concurrentes fueron lentamente dejando sus sitios. Hermenegildo se
despidió de unos y de otros. Sunna fue tropezando hacia la puerta, estaba algo
achispado; quizá por ello el obispo arriano insistió sobre lo que le
preocupaba.
—Mi señor, mi señor, la copa, la copa debe ser mía, de la iglesia arriana
de Emérita.
—¿Habéis tratado de robarla…?
—¿Cómo podéis decir eso…? —De pronto todo su torpor mental pareció
desaparecer, pero su voz continuaba temblando por efecto del alcohol—. La
copa me pertenece y la quiero para mayor gloria del reino godo.
Hermenegildo hubo de sostener al obispo, que se caía hacia los lados, y le
fue acompañando hasta la puerta.
—Me he enterado que hoy han asaltado la basílica de Santa Eulalia, que
buscaban la copa y no la han conseguido. ¿Sabéis algo?
—¿Cómo me podéis hacer semejante pregunta? A mí… Yo no sé nada.
—Sí, sí —le tranquilizó Hermenegildo, dándose cuenta de que mentía.
Llegaron los carruajes y les recogieron. Sunna entró tambaleándose en el
vehículo que le conduciría a su domicilio. La fiesta había terminado. Junto a la
puerta principal de la casa, Hermenegildo despidió a los convidados; Braulio,
a su lado, los veía salir satisfecho por el resultado de la recepción.
—Mañana se comentará en la ciudad este banquete, y el poder de vuestro
padre.
—Creo que hemos conseguido lo que buscábamos. Argebaldo me ha
prometido más hombres y otros nobles también.
—Tendréis que ir a visitarlos uno a uno para que se atengan a sus
compromisos.
Hermenegildo asintió, se encontraba cansado. Al ir hacia sus aposentos
pasó por delante de la habitación que ocupaban Florentina y su hermano. Aún
había luz. Sintió el deseo de acercarse y entrar. Se acercó hasta la puerta, pero
allí se detuvo con indecisión. Siguió adelante y cruzó el patio porticado donde
los criados recogían los restos de la cena, saludando a unos y a otros. Antes de
llegar a su aposento, se encontró a Lesso.
—Debemos llevarnos la copa al norte cuanto antes… —le dijo
Hermenegildo.
Después le resumió lo que había relatado Isidoro y lo que pudo sonsacar a
Sunna.
—La copa no debe caer en manos arrianas y menos aún en las de algunos
nobles godos que buscan el poder a toda costa. Sí debemos llevarnos la copa
de oro —le previno Lesso—. Anunciad que os la lleváis. La de ónice podría
quedarse en Mérida. Decidle a Mássona que la oculte, que no la muestre al
pueblo.
—De acuerdo, así nadie poseerá por entero el poder de las dos copas.
Mañana iré a ver a Mássona, en el curso de esta semana nos marcharemos al
norte.
Los hispanos

Aquella noche, Yo, Espíritu de Sabiduría y de Fortuna, me introduje en los


sueños de Hermenegildo: en la mente del príncipe godo apareció su madre,
más joven que cuando murió, con el aspecto que tenía ella cuando
Hermenegildo era aún muy niño, el pelo dorado le caía sobre la espalda. La
sin nombre esbozaba una sonrisa suave. Detrás de ella, de modo difuso pudo
divisar el rostro de aquel hombre moreno, al que llamaban Aster, a quien
había aprisionado en el norte y a quien ajusticiaron apenas unos meses atrás.
Le sorprendió la mirada de él, con una expresión de profunda serenidad y de
afecto. Se despertó varias veces recordando la mirada de aquel hombre.

La luz del sol le iluminó la cara; todo había sido un sueño, pero en
Hermenegildo persistió una inquietud vaga. Se levantó del lecho, se aseó,
recorrió los patios buscando a Braulio; el viejo criado se ocupaba estudiando
algunos legajos. Le preguntó por los hispanos. Braulio sonrió con sorna y le
indicó que estaban bien. Entonces, Hermenegildo se dirigió a los aposentos de
los dos hermanos, Isidoro mostraba muy buen aspecto. Se había despertado y
ya no le dolía tanto la cabeza, estaba desayunando en la cama un tazón de
leche con pan. Florentina, sentada a su lado, lo vigilaba.
—¿Ya estás mejor?
—Sí. He dormido bien…
Hermenegildo le palpó la cabeza con cuidado con sus largos y finos dedos.
Las heridas estaban cicatrizando.
—Hoy y mañana deberás guardar reposo, no puedes moverte de la cama ni
hacer esfuerzos. En tres o cuatro días estarás bien.
Florentina alzó los ojos para hablar con él; su piel nacarada enrojeció
ligeramente mientras le decía:
—¿Cómo podremos agradecer vuestras atenciones…?
—De ninguna manera… He hecho lo que estaba en mi mano…
Ella tomó las manos de Hermenegildo y las besó en señal de gratitud.
Isidoro esbozó una sonrisa disimulada, mientras Hermenegildo decía sin
apartar los ojos de la dama:
—Debo irme, me esperan en la ciudad.
Después, cuando el príncipe godo recorría las estrechas callejas de la
urbe, notaba todavía los labios suaves y húmedos de ella sobre sus manos.
Aquella impresión no se le borró en todo el día.
Uno a uno, fue visitando a los próceres con los que había hablado la noche
anterior. Almorzó en casa del gobernador. Menos excitado por el alcohol que
en la fiesta, Argebaldo no rebajó el número de hombres pero intentó posponer
su envío. Hermenegildo no cedió; le instó para que, antes de finalizar la
semana, tuviese las tropas dispuestas.
Por la tarde, visitó a otros nobles que también intentaron retrasar o
disminuir el envío de tropas; él se negó a aceptar. Convenció a unos, tentó con
promesas a otros, al final prácticamente todos le prestaron su colaboración.
Bajando una pequeña cuesta fuera de los muros de la ciudad, llegó a Santa
Eulalia. Mássona le recibió con un semblante que expresaba preocupación.
—Sabrás que han intentado asaltar la basílica.
Hermenegildo asintió y le contó brevemente su diálogo con Sunna.
—Los arríanos buscan la copa.
Mássona estuvo de acuerdo y Hermenegildo le apremió:
—No debemos posponer ya más el encargo de mi madre. Lo intentarán de
nuevo de una manera o de otra.
La expresión de Mássona al asumir que iba a perder la copa fue de tristeza
y un cierto resentimiento le asomó a los ojos. Hermenegildo prosiguió:
—He decidido que conservéis la copa de ónice. Me preocupa enviar las
dos al norte. En realidad, no sabemos bien qué nos aguarda allí y si ambas
unidas son tan poderosas, podría resultar arriesgado llevarlas a un lugar
desconocido. Es evidente que la copa de oro pertenece a los pueblos
cántabros, pero no lo veo tan claro con la de ónice. Ese cáliz es sagrado, debe
dedicarse al culto divino, estará mejor con vos.
Entonces la actitud de Mássona cambió, su rostro se relajó y una sonrisa
asomó en su cara.
—Os agradezco la confianza que depositáis en mí —dijo Mássona…
—Solamente os pido una cosa. Es importante que no la uséis
públicamente; decid que no tenéis ninguna de las dos. Tanto vos como la copa
estaréis más seguros.
El obispo le juró que la ocultaría. Después ambos cruzaron la basílica,
alcanzando la pequeña sacristía cercana a la nave central. Al abrir el armario
donde la copa estaba guardada, tanto Hermenegildo como Mássona se
inclinaron en una actitud reverente. Hermenegildo notó cómo el obispo
católico oraba con gran intensidad en dirección a la reliquia. Al fin, la sacó y
desprendió una copa de la otra. Devolvió la de ónice al interior del armario y
envolvió la de oro en una pieza de lana, para introducirla en un cofre
tachonado en hierro. Hermenegildo recibió el cofre de manos del obispo y lo
ocultó bajo su capa. Después se despidió de Mássona.
Anochecía cuando llegó a la casa de los baltos, llamó a Lesso y le encargó
que protegiese la copa. Lesso advirtió que su príncipe estaba nervioso, pensó
que era por el asunto de Mássona, pero no era aquello lo que le producía
inquietud. Hermenegildo paseó un par de veces por delante de los aposentos
de los hispanos, pero se hallaban cerrados y no se atrevió a entrar.
Durante la noche, los sueños de Hermenegildo fueron inquietos. Se vio a sí
mismo en una ciudad del sur luchando contra Recaredo. Había muerte y
destrucción por doquier. Se despertó. Fuera cantaba un gallo, era la
madrugada. Después de cierto tiempo de dar vueltas en el lecho, se quedó de
nuevo dormido.
En los días siguientes, antes de salir a inspeccionar al ejército, se
acercaba a ver a Isidoro. Las heridas cicatrizaban bien. Le administraba
adormidera para que descansase y el chico pasaba la mayor parte del tiempo
dormido. El hijo del rey godo disfrutaba hablando con la hermana; entre ellos
se desarrolló un clima de confianza.
Una mañana se encaminó a los aposentos de los jóvenes de Cartago Nova.
Al atravesar la puerta, se sintió más inquieto que de costumbre, quería hablar
con ella. Dentro se encontró a Isidoro durmiendo aún, mientras su hermana le
velaba cosiendo algo de ropa.
Hermenegildo se acercó al lecho. Le abrió los ojos suavemente y
comprobó que todo estaba bien. El chico se despertó, pero se volvió a quedar
dormido enseguida.
—Vuestro hermano está bien, os ruego que vengáis conmigo, lo podéis
dejar solo un tiempo.
Ella sonrió con aquella expresión que a Hermenegildo le turbaba tanto y lo
observó sin miedo. Después se levantó grácilmente y se colocó los pliegues
del vestido. Su cintura era estrecha y sus hombros, más anchos; desde ellos
caía la túnica que se recogía sobre el pecho marcando sus formas delicadas.
Hermenegildo se fijó en cada detalle de su figura, particularmente en el rostro.
Había recogido su hermoso pelo castaño en una trenza que le colgaba a la
espalda. Salieron al atrio, Isidoro no se movió de su lecho.
Hermenegildo se sintió feliz, le agradaba oírla hablar ya que la
conversación de Florentina era inteligente y discreta. La belleza de Florentina
iba ligada a su forma de ser, se ocultaba a la vista de los hombres, pero
cuando se la trataba, afloraba a la luz. Él se la comía con los ojos, y apreció
todos aquellos detalles que sabe ver alguien que ama: un hoyuelo en sus
mejillas; las cejas curvadas en un arco perfecto y elevado; los ojos grandes,
castaños o verdes según la luz; la dentadura perfecta que le iluminaba la cara
al sonreír.
Hablaron de naderías mientras él le iba enseñando las estancias de la casa.
Subieron al solárium; desde allí se veía toda la estructura del viejo palacio
que había sido fortificado en los últimos años, los patios interiores, las
antiguas termas, los establos y cobertizos para el ganado. Los criados
trajinaban de un lado a otro. Desde aquel terrado, a lo lejos, se podía divisar
una amplia extensión de terreno y el río. Un día claro, sin nubes, como
acostumbran ser en aquella tierra. Una brisa muy suave movía el pelo de ella,
desligándolo de la trenza formando como un halo. A lo lejos, viñedos y olivos,
una tierra plana, pero a Hermenegildo le pareció distinguir las montañas
cántabras en la distancia, como en un espejismo.
—Debo volver al norte para continuar la guerra, servir a mi padre y
cumplir una vieja promesa. Cuando regrese quisiera veros de nuevo…
—No me encontraréis aquí.
—¿Os vais?
—Nadie nos ha ayudado en esta ciudad…
—¿Mássona…?
—Él no puede hacer nada. No es noble y la riqueza que administra no es
suya, no puede ayudarnos. Mi hermano quiere intentar que vayamos a Toledo,
quizás allí…
—Yo puedo proporcionaros cartas para el conde de los Notarios, quizás él
pueda conseguir un empleo para vuestro hermano.
Ella le agradeció sus atenciones y le dijo conmovida:
—Desde que nos hemos encontrado, no habéis dejado de ayudarnos…
¿Qué queréis de nosotros? ¿Cómo podemos agradeceros?
Hermenegildo calló avergonzado, algo cálido cruzó su corazón. La vio
muy hermosa, de pie con la luz del sol brillando sobre su pelo castaño, con sus
grandes ojos color de oliva mirándole parpadeantes y luminosos. Su boca
suave se abría hacia él. Él se inclinó hacia ella.
—Sois muy hermosa…
Florentina se estremeció y habló envarada.
—No digáis eso.
—Es la verdad. Yo quisiera…
—Vos sois el hijo del rey y yo, una dama de origen romano… Hay una
prohibición expresa…
Ella se detuvo sin querer continuar, enrojeciendo como avergonzada.
—Algún día eso cambiará.
—No. Hay cosas que no cambiarán nunca.
Él prosiguió en un tono muy alto.
—¡Yo haré que el mundo cambie!
—¿Estáis loco? —rio la dama.
Entonces se alejó del hijo del rey godo, retrocediendo hacia la oscuridad,
a las escaleras que conducían al piso inferior. Para Hermenegildo, el sol dejó
de brillar. Se detuvo un instante pensando que no había sabido expresar bien
lo que sentía. Al fin salió tras ella, a tiempo de ver cómo su vestido claro se
ocultaba tras las sombras de la casa.
Al llegar al peristilo, la joven ya no estaba, cruzaba la entrada al atrio; allí
la alcanzó y puso la mano sobre su hombro.
—¿Por qué huyes de mí, Florentina?
La joven se sonrojó al oírle, dirigiéndose con tanta familiaridad. El rostro
de la hispana estaba serio y grave cuando le contestó:
—No huyo… He dejado mucho tiempo solo a mi hermano. Dejadme ir,
señor.
—Me gustaría estar contigo, hablar contigo como en el camino a Mérida.
¿Te acuerdas?
—Allí estaba mi familia, no es decoroso para una dama estar a solas con
vos. ¿Qué pretendéis?
Hermenegildo calló. «¿Qué pretendo?», se preguntó a sí mismo, y no pudo
darse una respuesta. Al fin cayó en la cuenta de que la quería, pero no era
lícito para un hombre godo dirigirse a una hispana de su clase. Se sintió
frustrado cuando Florentina entró en la habitación de Isidoro y cerró la puerta.
La soledad de aquella casa le abrumó; no una soledad física, estaban los
criados, Lesso y Braulio; más que criados, amigos; se trataba de la soledad de
quien echa de menos un tiempo perdido; faltaba su madre, su hermano
Recaredo, el ambiente feliz que habían vivido allí de niños. En un instante, se
vio en la vieja casona de Mérida, con el cabello lleno de canas, cuando las
guerras hubiesen acabado ya, en un tiempo de paz, rodeado de gritos y juegos
de niños.
Aquel nunca sería su destino.
Él siguió pensando. Florentina encajaba en todo aquello, pero ella nunca
se dirigiría a él sin una proposición de matrimonio; lo cual era imposible: las
leyes actuales lo prohibían. Es verdad que el rey Teudis había contraído
matrimonio con una ricahembra hispanorromana, pero Teudis era ostrogodo y
un general de prestigio. Hermenegildo se sabía en una posición delicada;
conocía bien que en la corte se hablaba ya de su posible unión con una
princesa franca. Él no podría desobedecer a su padre, toda su vida había
estado marcada por la falta de afecto y confianza de Leovigildo, el
todopoderoso rey de los godos, su padre. Nunca podría desposarse con una
mujer de quizá noble ascendencia, pero hispana, y sin ningún patrimonio. Les
separaba más la diferencia de linaje y posición social que el credo o la
nación.
Miró al cielo desde el atrio del impluvio; el sol estaba en su cénit y su luz
se introducía por todas las esquinas de la casa. El reloj solar de la pared
marcaba el mediodía. Debía finalizar muchas tareas en el día de hoy si quería
irse al norte a finales de semana. Llamó a Lesso y a Román; por la tarde
salieron de la ciudad a caballo hacia el campamento de los sayones y siervos
de la gleba. Las tiendas se extendían en una llanura cercana al pantano de
Proserpina, aquel que abastecía de agua a la urbe. Las tropas de los Claudios
estaban ya acampadas allí y también las de otros muchos nobles de Emérita.
Mañana llegarían las del gobernador y las de Frogga. Se sintió satisfecho,
había reunido un buen ejército. Esperaba que, al menos por una vez, su padre
se mostrase contento con él.
Con Braulio y Lesso comenzó a examinar la destreza de aquellos hombres
que nunca habían usado una espada, desafió a alguno de ellos y lo venció, pero
se defendieron bien. Se sintió contento. Después hizo disparar a los arqueros;
una nube de flechas oscureció el cielo límpido de la Lusitania.
Al llegar a casa, rendido por los entrenamientos con los hombres del
campamento, alguien le estaba esperando: era Leandro.
—Isidoro está mejor. Mi hermana quiere llevárselo a nuestra casa.
—Habéis venido libremente, podéis iros de aquí cuando queráis.
—Quiero deciros que mi hermana y yo os estamos muy agradecidos.
—Aprecio la amistad que me brindáis.
—No os olvidaremos. Tenemos que irnos de esta ciudad que no se ha
portado bien con nosotros… ¿Creéis que Isidoro podría emprender un viaje?
—Sí, Isidoro se ha recuperado muy bien. A finales de semana parto hacia
la campaña contra los cántabros. Vuestra hermana me ha confiado que queréis
ir a la corte de Toledo. Podríais hacer parte del camino conmigo y con el
ejército que se dirige al norte, iríais más seguros.
Leandro aceptó complacido.
—De nuevo os agradezco vuestra ayuda.
—También creo que pretendéis conseguir un oficio en la corte como
escribiente. Os podría enviar con cartas para el conde de los Notarios, hace
tiempo que le conozco…
Leandro le interrumpió, expresando de nuevo su gratitud.
—Nadie nos ha ayudado en esta ciudad como vos… A nosotros, una
familia sin fortuna.
A Hermenegildo le abrumaban las muestras de reconocimiento del romano,
por lo que habló con timidez, como intentando disculparse de lo que estaba
haciendo:
—Hace dos meses falleció mi madre. Ella era una dama a la que
conmovían las necesidades ajenas; era católica como lo sois vos, creo que si
hubiera estado en vida habría querido que yo os ayudase. Os ruego que no me
deis las gracias, hago lo que está en mi mano.
—Espero poder corresponder a vuestra generosidad de algún modo.
Hermenegildo se detuvo un momento, para después continuar diciendo:
—Quizás algún día vos tengáis también que ayudarme, y entonces os
tomaré la palabra.
Eso se iba a cumplir. De algún modo que ambos no conocían, aquello se
iba a cumplir pasado el tiempo.
El regreso a Toledo

La larga caravana de tropas y útiles para la campaña del norte avanzaba


renqueante por la calzada romana. Los caballos de guerra, acostumbrados a
galopar, resoplaban como indicando a sus amos que tenían prisa por llegar a la
guerra. La marcha era lenta porque a las tropas se sumaba una intendencia de
algunas mujeres y carromatos con víveres.
Hermenegildo cabalgaba despacio rodeado de su guardia personal; Lesso
y Román formaban parte de ella. Detrás de él, avanzaban las tropas de la casa
de los baltos; más atrás, las del gobernador y, aún más atrás, las de otras casas
nobles de Mérida; por último, los carromatos. En uno de ellos, Leandro guiaba
con mano fuerte los caballos que la generosidad de Hermenegildo había
puesto a su disposición; su madre hablaba animadamente con él. Fulgencio,
subido a uno de los pencos, jugaba.
En el interior del carromato, Florentina cuidaba a un Isidoro aún no
totalmente repuesto de la brutal paliza que le habían dado. Los ojos castaños
del chico, llenos de viveza, captaban que algo le ocurría a su hermana. En los
días pasados en la casa de los baltos, ella había sido feliz y desgraciada a la
vez y, aunque no hablaba, poco se podía escapar a la aguda sensibilidad del
muchacho. Ahora estaba meditabunda, había escondido la cabeza entre las
manos y su hermoso cabello castaño le colgaba a los lados movido por el
vaivén de la carreta. En un momento dado, levantó los ojos, mostraban signos
de haber llorado.
—¿Te ocurre algo?
—No. Nada… no pasa nada.
—Tus ojos están enrojecidos.
—Sí —dijo ella—, es el polvo que levanta la carreta.
Él, que estaba muy unido a ella y que la conocía bien, no se rindió ante la
respuesta.
—Yo soy más joven y quizá no tengo experiencia, pero entiendo que te
sucede algo de lo que no quieres hablarme.
Florentina no pudo más y comenzó a desahogarse:
—Piensa que hubieras deseado algo… y que ese algo se te brindase pero
que fuese totalmente inalcanzable y quisieras retirarlo de tu mente… que ese
algo fuese más valioso que tu vida, que tu misma vida… que estar cerca de
ello fuese un tormento y que estar alejada de él, una profunda agonía… Así me
siento yo.
—¿Es Hermenegildo…?
No le contestó y ocultó la cabeza entre las manos; después la levantó y
habló lentamente.
—Siempre he pensado que mi camino no era el de ser madre y esposa.
Hace años yo me sentí llamada a ser una virgen retirada del mundo. Lo he
hablado a veces con Leandro; él me animaba en mi decisión, pero me decía
que debía esperar; vosotros, Fulgencio y tú, erais pequeños y no era el
momento de dejar a madre sola. Pasado el tiempo, la idea de irme a un lugar
apartado para orar y alejarme de todo se reafirmó. Sería sabia e instruida y
devota. Me parecía vulgar el destino de otras mujeres abocadas a criar hijos y
a la rutina de un hogar. Todo era así, claro y diáfano. Pasarían los años, os
haríais mayores y yo me retiraría a un convento, a vivir en paz. Todo estaba
muy claro. Lo estuvo siempre hasta que el hombre más bueno que nunca he
conocido, un hombre valiente y justo, apareció en nuestras vidas… y ese
hombre me ama y yo sé que no puedo, que no debo corresponder.
Isidoro no contestó a su hermana, era pequeño aún, tendría unos doce años,
pero entendió que ella sufría. Se incorporó ligeramente y le acarició el
cabello. Ella comenzó a llorar, las lágrimas caían lentamente sobre su rostro y
ella las dejó manar.
Llegó la noche, la comitiva acampó junto a un pequeño río. Se montaron
hogueras, un olor a sebo quemado y a frituras se extendió por el campamento.
Los hijos de Severiano comieron sus modestas viandas. Cuando acabaron,
Florentina se acercó al arroyo para limpiar en el agua los utensilios que se
habían manchado en la cena. Al regresar, la luz de la hoguera era solo
rescoldo, todos se habían acostado y ella se sintió también cansada. Entonces
notó la presencia de alguien junto a ella. Era el hijo del rey godo.
Ella se volvió y la luz de las brasas le iluminaron la cara, sus ojos color
de aceituna.
—Quisiera hablar con vos.
—Ya lo estáis haciendo —respondió ella con una cierta brusquedad.
—En mi casa os hice una pregunta que no llegasteis a contestar…
—No recuerdo de qué me estáis hablando.
Él se acercó a ella, puso las manos sobre sus hombros, ella tembló al
sentir el contacto para después envararse, rígida, como asustada.
—No os voy a hacer daño —le dijo él.
Los ojos de Florentina se llenaron de lágrimas.
—Mañana nos separaremos, nuestros caminos se dividen. Antes de ir a la
guerra, a un lugar de donde no sé si regresaré, necesito saber si me amáis, y si
es así, si me esperaríais.
Ella tomó las manos de él e intentó retirarlas de sus hombros.
—¿Qué es el amor? La emoción de un día que se va y no regresa. ¿Qué es
el amor? Una fuerza que nos arrastra y deshace. ¿Qué es el amor? Una luz que
arde un segundo y se apaga. Nada de eso es el amor. No, el amor es construir
algo juntos, es hacernos el uno al otro, compartir dos vidas, no compartir dos
lechos. Buscar el bien del amado, eso es el amor. Vos y yo no podremos hacer
eso, hay barreras legales…
—Las cambiaré…
—Hay destinos separados…
—Los uniré…
—Hay barreras de linaje y de raza…
—No me importa.
Florentina se estremeció al notarle a él, palpitando a su lado,
aprisionándola con sus brazos. Hizo acopio de todas sus fuerzas y se retiró de
él, diciendo:
—Y yo tengo un compromiso previo que no puedo obviar.
Ante aquello, Hermenegildo enrojeció de celos.
—¿Quién es él? Le retaré y me batiré por vos…
Ella sonrió suavemente.
—No podéis hacer eso. Vuestro rival es mucho más poderoso de lo que
vos nunca lo seréis.
Él la asió de nuevo por los hombros y la zarandeó suavemente.
—¿Quién es?
—Aquel de quien nos vienen todas las gracias, el Creador y Redentor del
género humano.
Él la soltó y ella continuó hablando.
—Hace años que me he sentido llamada a ingresar en un convento. Cuando
mi familia ya no me necesite, me iré.
—Ante ese rival no puedo competir —protestó él—, soy arriano por
imposición, no entiendo de cuestiones religiosas; pero os respeto. Solo
decidme una cosa, si no existiese esa llamada que decís, ¿me querríais?
Entonces Florentina respondió con una frase que Hermenegildo en aquel
momento no entendió.
—Sin esa llamada yo no sería yo y no me amaríais, es algo constitutivo a
mi forma de ser; por tanto, vuestra cuestión no tiene respuesta.
—Sois de recia condición…
—Os digo la verdad.
Se separaron el uno del otro, él besó su mano y se retiró. Ella sintió largo
tiempo aquel beso húmedo y cálido sobre su piel. Sus ojos no pudieron
conciliar el sueño durante la noche. Desde las mantas en las que estaba
rebujada, en la carreta, ella vio el amanecer. La luz rosada de la mañana
surgió gradualmente, iluminando la fogata ya apagada y los carromatos
vecinos. El campamento se puso de pie y se inició otro día de camino.
Hacia el este se extendían los montes de Toledo, serrezuelas bajas
cubiertas de retama, jara y encinas. Una posada marcaba el cruce de caminos,
allí se despidieron. Hermenegildo abrazó a Leandro, después al pequeño
Fulgencio y, por último, a Isidoro. Saludó caballerosamente a la madre; al fin
se dirigió a Florentina. Los ojos de ambos se cruzaron, en los de él había un
reproche que no asomó a los labios. Los ojos de ella eran inescrutables,
mostraban un dolor profundo muy difícil de expresar en palabras.
Aquella no sería la última vez que se verían. Sus destinos estaban ligados
hasta más allá de la muerte, de algún modo que ellos no podían adivinar.
El encuentro

El ejército godo cabalgaba entre mares verdes de trigo y bosques de coníferas,


atravesaron colinas suavemente onduladas que ascendían y descendían al
ritmo de los caballos. Desembocaron en las estribaciones de las montañas
cántabras. Muy a lo lejos, podía vislumbrarse, como una atalaya sobre la
meseta, la Peña Amaya: farallones de piedra y descomunales peñascos en
donde se encumbraba un castro fortificado de grandes dimensiones. Los
hombres de Hermenegildo, cubiertos por el polvo del camino, deseaban llegar
al campamento godo cuanto antes, allí los esperaba el resto del ejército.
El camino bajó una colina, remontó otra y por último, a unos cientos de
pasos, se despejó en una explanada en la que se abrían las puertas del fortín.
El campamento estaba rodeado de una empalizada de troncos en la que se
apoyaban los carros y, en el centro, las distintas tiendas con los pendones de
los nobles o de la casa real. Sonó una trompa y se abrieron las puertas del
recinto. Prácticamente toda la población del campamento salió a recibirles,
entre ellos muchos viejos amigos. Hermenegildo pudo identificar entre la
multitud a Wallamir y a Claudio; este último se acercó a saludarlo, el hijo del
rey godo, desde lo alto del caballo, le mostró las tropas qué provenían de la
casa de los Claudios en Emérita Augusta; el romano se alegró al distinguir a
muchos conocidos de la clientela paterna.
Hermenegildo estaba deseoso de ver a Recaredo, pero no le reconoció
entre la multitud. Siguió cabalgando entre gritos de bienvenida y de alegría,
encaminándose a los pabellones del rey. La tienda real, grande y con múltiples
pendones, se abría al exterior por un toldo clavado en el suelo con unas guías,
guarnecido por revoques de oro. Allí, alto, autoritario, severo, el rey
Leovigildo recibía a las tropas procedentes de Mérida en un lugar ligeramente
elevado. Hermenegildo desmontó y se acercó al sitial del rey. Al llegar junto a
él, dobló la rodilla haciendo una inclinación respetuosa a su padre, el rey de
los godos. Leovigildo, de pie, con las piernas entreabiertas y una mano
apoyada en la espada, en actitud de dominio, imponía respeto a todos.
—Hace más de una semana que te esperábamos —habló Leovigildo sin
permitir que su hijo mayor se levantase de su posición inclinada.
Hermenegildo se sintió incómodo ante aquellas palabras que parecían un
reproche, por ello miró a su padre como diciéndole: «Padre, no me juzgues
mal». Y, al mismo tiempo, pensó: «He hecho todo lo que he podido para
cumplir tus órdenes»; por último, habló con serenidad.
—He levado tropas en Emérita y en otras poblaciones de la Lusitania. Los
nobles han rendido pleitesía a su señor, el rey Leovigildo, y se han sumado a
esta, que será una gloriosa campaña. Vienen conmigo quinientos jinetes y más
de dos mil hombres de a pie.
—Una buena cantidad de hombres… Puedes levantarte. Sin embargo, he
de decirte que no has cumplido lo que se te indicó. Tus órdenes eran llegar
aquí lo antes posible…
—Y con la máxima cantidad de tropas. Eso lo he cumplido.
—Lo has hecho con lentitud. No me eres de utilidad si no sabes
obedecerme. Necesito una sumisión ciega, total, por parte de mis hijos,
adelantándose incluso a lo que yo pienso… ¿Lo entiendes?
El tono del rey era despectivo y no admitía réplica, por lo que
Hermenegildo le contestó:
—Sí, padre…
Los ojos del hijo del rey expresaron una gran decepción al ver cómo su
padre le daba la espalda y se introducía en la tienda. Dentro de ella, se oyeron
las risas de Sigeberto y otros capitanes. Prefirió pensar que las risas eran por
algún otro motivo; sin embargo, la furia y la frustración lo embargaron. De la
tienda salió uno de los oficiales godos de alto rango que le explicó cómo
debía disponer en el fortín los refuerzos que llegaban del sur. Hermenegildo
supervisó la distribución de sus hombres dando órdenes a los capitanes.
Cuando terminó se encontró con Wallamir y Claudio. Hermenegildo estaba
serio y les preguntó:
—¿Qué le ocurre…?
Ellos entendieron que se refería al rey.
—Quería haber atacado Amaya hace dos semanas, estaba esperando tus
tropas —dijo Wallamir—. Ya sabes que tiene un carácter muy fuerte y es
impaciente. Le consume esperar…
—Has traído muchos hombres… —le alabó Claudio.
—Una gran parte de los efectivos pertenece a la casa de los Claudios —se
dirigió a su amigo—. Tu padre ha colaborado con gran parte de ellos… Tú
estarás al mando de los soldados de tu casa.
Claudio, quien años después llegaría a ser duque de la Lusitania, el
hombre fuerte de Recaredo, sonrió encantado de poder comandar sus propias
tropas.
Hermenegildo continuó hablando con una cierta amargura, diciendo:
—Sí. Creo que la mitad de Emérita Augusta se ha venido conmigo pero,
haga lo que haga, mi padre nunca estará contento…
Claudio le animó, diciendo:
—Un ejército tan grande cuesta movilizarlo…
—Eso el rey no lo entiende… o no quiere entenderlo.
Los otros callaron, no querían criticar al rey, pero no les gustaba cómo
trataba a su amigo. Hermenegildo les miró con afecto, eran dos buenos amigos
y estaba contento de haber regresado junto a ellos. Los embromó golpeándoles
suavemente con los puños en el hombro de uno y otro.
—¡Estáis curtidos y con barbas pobladas!
Los otros respondieron a sus bromas y comenzaron a pelearse como
jugando entre ellos.
—A ti, en cambio, se te ve elegante y fino como siempre.
—¡No fastidies…! Llevo más de mil millas de galopada. Muy fino no
puedo estar. ¿Dónde anda Recaredo?
—¡Ah! ¡Recaredo! Tu hermano está desconocido…
—¿Qué le sucede…?
Los dos se miraron con guasa y comenzaron a reír.
—Está enamorado.
—¿Enamorado? ¡Si es un crío! ¿De quién?
—De una cántabra que se encontró en un arroyo con la que peleó, una
mujer guerrera…
—¿Una mujer guerrera…? ¿Qué es eso de una mujer guerrera?
Entonces, interrumpiéndose el uno al otro, Claudio y Wallamir le contaron
la historia que corría por el campamento, convenientemente aderezada de
múltiples invenciones y detalles picantes, desarrollados por la imaginación
calenturienta de hombres sin mujeres. En aquel lugar, eminentemente
masculino, se echaban en falta mujeres; solo alguna barragana acompañaba a
los soldados. Había alguna más que se encargaba del abastecimiento; mujeres
mayores, poco agraciadas y, sobre todo, con marido.
—Bueno… —preguntó Hermenegildo—, ¿dónde se ha metido?
—Desde que conoció a la cántabra, sale todos los días en las patrullas de
vigilancia a ver si la vuelve a ver…
—¿Y…?
Los dos rieron, exclamando a la par:
—¡No ha habido suerte…!
Después continuó Wallamir.
—A veces está mustio y se enfada mucho cuando tocamos el tema… A
nosotros nos gusta provocarle.
Claudio, que entendía las ganas de ver a su hermano que tenía
Hermenegildo, le anunció:
—Al anochecer lo verás.
Después los tres amigos se fueron hacia la zona del campamento donde
estaba la tienda de Hermenegildo y Recaredo, príncipes de la casa baltinga.
Claudio y Wallamir, contentos de reencontrarse con Hermenegildo, se
explayaron comunicándole las novedades. Estaban cubriendo la zona,
bloqueando las montañas para impedir que los cántabros atacasen los
poblados de la meseta, pero los más de los días debían permanecer en el
recinto, con lo que las ganas de hacer algo, aunque fuese combatir, les
reconcomían. Por otro lado, una parte de las tropas había ido hacia el este a
luchar contra los suevos. Les preguntó por Segga; Wallamir, Claudio, Segga y
los dos hijos de Leovigildo habían sido inseparables desde niños. Le
extrañaba que no estuviese con ellos. Los dos amigos de Hermenegildo se
pusieron serios.
—No nos habla…
—¿Que no os habla…? —preguntó Hermenegildo.
—Un día, sin saber por qué, comenzó a insultar a Claudio —dijo Wallamir
—, le llamó cerdo romano…
—Te puedes imaginar que no me contuve…
—Sí. Yo me puse de su parte. Claudio luchó contra Segga y le venció…
delante de todo el mundo… Ya sabes lo soberbio que es. Desde entonces no se
habla con nosotros y se relaciona con nobles de Toledo de la más «rancia
estirpe visigoda» —prosiguió Wallamir, remarcando las últimas palabras.
—Él se lo pierde… —Al decir esto, Hermenegildo le dio un leve empujón
a Claudio, con lo que se cortó la tensión que se había producido al nombrar a
Segga.
Eran jóvenes. Estaban deseosos de entrar en la batalla para la que se
habían entrenado durante años. Continuaron el camino hasta la tienda de
Hermenegildo golpeándose mutuamente con los puños y saltando o corriendo
para liberarse del nerviosismo, la impulsividad y la fuerza de sus miembros
mozos.
Por la tarde, Hermenegildo revisó las tropas que habían llegado de la
Lusitania, las consideraba algo suyo. Comprobó cómo estaban acomodadas.
Nunca había tenido tantos hombres a su mando, aquellas semanas de marcha le
habían obedecido. De entre ellos, los siervos de la gleba de la casa de los
baltos, los que provenían de las tierras de labor, le eran particularmente
queridos. Sentado junto a un fogón en lo más alto del acuartelamiento y
limpiando unas aves, se encontró con Román. El mozo, de cuando en cuando,
miraba hacia el norte impresionado tal vez con las cumbres de las montañas
cántabras, cubiertas por nieves perpetuas; al tiempo que observaba con recelo
y un cierto temor la Peña Amaya y el castro fortificado que debían conquistar.
Quizás en aquella fortaleza se hallase su destino.
Durante el viaje habían corrido rumores de que en aquel lugar se ocultaban
grandes tesoros. Se decía que la batalla que se avecinaba iba a ser cruenta,
por eso Román pensó que quizás allí, en la fortaleza de Amaya, era posible
que en lugar de la riqueza encontrase la muerte.
Hermenegildo se acercó al siervo, él dejó las aves y se puso en pie para
saludar a su señor, quien le palmeó el hombro.
—¿Cómo andas, Román?
—¡Deseoso de entrar en combate! Mi señor… —dijo el siervo
nerviosamente.
Hermenegildo sonrió:
—No queda mucho. Ahora eres un buen guerrero.
Era así, todos aquellos labriegos habían aprendido a combatir gracias al
adiestramiento de los últimos meses. Román le contestó, sonriendo:
—Un buen guerrero que limpia pollos, mi señor.
El joven príncipe godo se rio ante la contestación. Continuó
inspeccionando a sus soldados, vio a Claudio al frente de los hombres de su
casa. Este último y los capitanes que le habían acompañado desde Emérita se
fueron reuniendo junto a él; los condujo fuera de la empalizada para
inspeccionar el terreno y para que viesen lo que les aguardaba. Como en la
campaña de dos años atrás, la Peña Amaya parecía inexpugnable;
inexpugnable y sombría. El sol se guarecía tras los riscos, estaba
anocheciendo. Bromearon, pero en el fondo de sus corazones imperaba el
temor. Tres años atrás, allí habían combatido y muerto varios de sus
compañeros de armas. Temían la forma de luchar de los cántabros, salvaje,
llena de un furor guerrero. Hermenegildo no, él luchaba así, Lesso le había
entrenado. Desde lejos Hermenegildo pudo ver el lugar donde había derrotado
a Larus, jefe de los orgenomescos, y le había hecho morder el polvo en la
campaña pasada. Su enemigo, un hombre gigantesco, había muerto. Hubieran
tomado Peña Amaya de no mediar un ataque de los cántabros de las montañas.
Más allá, junto a un bosque, recordó que había luchado con un guerrero de
rubios cabellos y ojos claros; prácticamente hubiera sido aniquilado por él si
Claudio y Wallamir no lo hubieran rescatado. Lesso afirmaba que aquel
hombre era su hermano, él no podía creer semejante historia. Hermenegildo se
sentía godo, de linaje real, nunca podría estar relacionado con un cántabro o
un astur.
Se retiró a cenar con los llegados de Emérita, a los que se unieron Claudio
y Wallamir. El día se le hizo largo, le parecía que tardaba en anochecer porque
esperaba a su hermano con ilusión. El resto de los hombres estaban alegres
por el vino, hablaban de la pasada campaña, exagerando lances. Después,
elevaron sus voces en canciones guerreras, baladas germanas de los tiempos
pasados, en los que los godos habían devastado la Grecia, la Iliria y el Ponto.
A aquellas trovas siguió un canto melancólico de un guerrero que había
perdido a su amada. Hermenegildo calló, sobre el fuego se elevó el rostro
bello y sereno de Florentina.
Las estrellas titilaban en la bóveda del cielo, cuando se escuchó el ruido
de las trompas a la entrada del acuartelamiento. Regresaban algunos
exploradores. Al abrirles las puertas, se precipitaron unos doce o trece
hombres entre las tiendas, uno de ellos se separó del resto, preguntó algo y se
dirigió hacia donde estaba Hermenegildo. Recaredo llegó como una tromba,
bajó del caballo y se tiró hacia su hermano, dando gritos de alegría. El resto
de los compañeros les miraron divertidos, poco acostumbrados a actos tan
efusivos.
Recaredo llegaba muerto de hambre y se sentó a comer con apetito en el
suelo junto a su hermano. Los otros continuaron con las conversaciones y los
cantos mientras ellos, los dos hermanos, hablaban.
—He conseguido muchos hombres en el sur —le dijo Hermenegildo—.
Estuve en Mérida y vi a Mássona y a Braulio, ambos me dan recuerdos para ti.
He traído casi tres mil hombres, pero padre no está contento.
—Está nervioso y deseando atacar; aquí todos lo estamos, por eso yo
salgo a explorar. No resisto el encierro y el ambiente del campamento; solo se
escuchan quejas, críticas y murmuraciones. Hoy he estado en Sasandon y en
una villa romana más al sur. Todos están asustados por los cántabros, sobre
todo por los roccones, ellos les llaman luggones.
—¿Por…?
—Son muy salvajes. Roban doncellas y practican sacrificios humanos.
Quieren librarse de ellos a toda costa…
—Hablando de doncellas… me han dicho que has encontrado una mujer en
las montañas.
Recaredo enrojeció. Estaba harto de las bromas que se habían producido
en el campamento con aquella historia. Le contó resumidamente a su hermano
lo ocurrido.
—¿Cómo era? —preguntó Hermenegildo.
—Muy hermosa…
Ante la mirada de guasa de su hermano, Recaredo prosiguió:
—Pero lo que realmente me llamó la atención fue que llevase un arco de
gran tamaño y disparase tan bien. Sus ropas eran de buena calidad, no era una
bagauda, ni alguien así. He vuelto varias veces porque creo que por allí debe
existir alguna entrada hacia Ongar, el santuario fortificado de los cántabros.
No he encontrado nada. Aquí todos creen que voy por la chica…
—¿No es así…?
—Bueno —admitió él—, en parte sí y en parte no.
Hermenegildo se dio cuenta de que aquel encuentro en las montañas había
trastornado a su hermano. Se divirtió viéndole confuso.
—¿Traes la copa? —dijo Recaredo.
—Sí. Me costó convencer a Mássona, esa copa domina los corazones.
Después tuve un problema con el obispo arriano Sunna, decía que la copa
pertenecía a los godos… pero debemos cumplir el juramento hecho a nuestra
madre…
—No sé cómo… Nosotros, los godos…, ¿penetrar en Ongar?
—Lo he hablado con Lesso, él conoce la entrada y nos acompañaría…
—¿Lesso conoce la entrada a Ongar?
—Sí. Él es de allí. Me ha dicho que nos conducirá hasta Ongar. Me ha
hecho jurarle que no revelaremos los pasos.
—¿Cuándo iremos?
—Cuando Amaya sea conquistada. Antes será imposible ausentarse.
—¿Y si no cae?
—Caerá, tengo alguna idea de cómo atacaríais batalla de Amaya.
A la mañana siguiente, Leovigildo convocó a todos los capitanes, entre los
que se hallaban sus hijos, en una gran tienda llena de tapices bordados en oro
y objetos de lujo. Incluso en el frente, el rey gustaba de rodearse de boato
como los emperadores bizantinos. Mostrábase con una corona de oro y piedras
preciosas, con barba bien peinada y bastón de mando, sentado sobre una silla
de cuero de amplias proporciones.
—Señores, la campaña comienza. Destruir la ciudad de los cántabros ha
de ser nuestro primer objetivo. Los cántabros son alimañas, peores que
animales salvajes, seres que no tienen conciencia ni honor. No dejaremos
piedra sobre piedra. Dios está de nuestro lado, del lado de los pueblos que le
sirven. —Su voz se tornó vehemente y exaltada—. No podemos permitir que
ataquen constantemente las villas y ciudades de la meseta, que roben nuestras
mujeres y que las sacrifiquen a sus dioses crueles. Amaya es además la llave
de la conquista del reino de los suevos. Así, Hispania será una sola nación
bajo un solo poder. ¡El poder del reino godo!
Se oyeron aclamaciones. Hermenegildo admiró a su padre, la fuerza del
rey se transmitía a los que lo rodeaban y él, Hermenegildo, deseaba agradarle
y contribuir al grandioso proyecto del rey Leovigildo.
—Ahora hemos conseguido un numeroso ejército. Parte del mismo ha sido
levado por mi hijo Hermenegildo, príncipe de los godos.
Este último se sintió orgulloso por la alabanza del rey.
—Saldremos mañana al alba, la sorpresa será nuestro mejor aliado.
Atacaremos la ciudad por el flanco de la meseta. Un gran contingente de
hombres se encaminará hacia allí y desafiará a los hombres de Amaya.
Los duques del ejército godo aceptaron la propuesta del rey, discutiendo
los detalles de la salida. Sin embargo, Hermenegildo propuso otro plan de
batalla.
—Perdonad mi atrevimiento, padre mío, mi rey y señor. Hace dos años, en
estas mismas puertas de Amaya, los godos fuimos vencidos. La fortaleza es
difícil de rendir por el hambre y por la sed. La sorpresa puede jugar un buen
papel a nuestro favor, pero los habitantes se replegarán a su interior y poco
podremos hacer. Me han informado de que, a menudo, los cántabros se
refugian en la ciudad y nos acribillan a flechas. Pienso que debiéramos usar
máquinas de guerra que lanzasen piedras contra las murallas y las derruyesen.
Leovigildo preguntó a uno de los oficiales, el que se encargaba de los
pertrechos de guerra y de la intendencia.
—¿Cuántas catapultas tenemos?
—Solo seis…
—Necesitaríamos más del doble.
Intervino entonces uno de los capitanes más experimentados.
—Al sur de Sasemón sé que hay una villa rodeada por grandes bosques de
madera, su dueño tiene siervos expertos en carpintería… Podrían construirse
más.
—Eso haría que se retrasase la campaña… No. Saldremos mañana, las
catapultas se concentrarán al sureste de la fortaleza de los cántabros. Serán
protegidas por mi hijo Hermenegildo, quien tanto defiende su uso.
Al primogénito del rey no le gustó lo que le encomendaba su padre,
supondría un trabajo de ingeniero y constructor, en lugar de lo que él estaba
acostumbrado, que era a guerrear.
—Pero, padre…
—¡No me contradigas! —exclamó Leovigildo imperiosamente. Después,
con voz queda y seca, le susurró—: Bastante has retrasado la campaña. Con
las catapultas debes demoler la zona sureste de la muralla e introducir a las
tropas que has conducido desde Emérita.
Hermenegildo no habló más, le dolió el tono empleado por el rey. El
encargo de las catapultas le pareció poco honroso, pero no protestó ante las
palabras de su padre. Él llegaría más tarde a la contienda a si debía ir con las
catapultas. Le parecía que era un error el orden de la batalla, sus tropas eran
hombres de refresco bien entrenados, pero su padre los trataba como si fuesen
hombres novatos sin fuste para la guerra. Hermenegildo sabía que no era así y
se lo demostraría. La única ventaja de lo que su padre proponía era que todos
los hombres que habían llegado con él desde Emérita irían juntos a la batalla.
Él sabría conducirlos a la gloria, pensó.
Por otro lado, Recaredo iría en la vanguardia; aquello tampoco le gustaba
a Hermenegildo. Sabía que, aunque valiente, Recaredo era bisoño en el arte de
la guerra. Le hubiera gustado acompañarle para poder protegerle, pero como
no podía ser así, le pidió a Wallamir que se mantuviese cerca de Recaredo en
la batalla, aquella que iba a ser la primera ofensiva de guerra para su
hermano.
Al conocerse las nuevas, durante el resto del día, un nerviosismo incesante
atravesó el fortín de un lado a otro.
Hermenegildo se hizo acompañar por Román, que conocía algo del arte de
la carpintería, algunos de los capitanes de Emérita y por Claudio. Comprobó
el estado de las vigas de las catapultas. En algunos lugares estaban
carcomidas, por lo que ordenó repararlas. Las transportarían en carros hasta
cerca de Amaya, para montarlas en unos bosques cercanos a la fortaleza.
Emprendieron la marcha por la mañana; un largo reguero de soldados
avanzaba por el camino que conducía al castro.
Recaredo se entretuvo atrás con su hermano. Por la noche ya habían
hablado de algunas cosas, pero todavía quedaban otras muchas pendientes.
—¿Qué es lo que ocurre con Segga? No le he visto desde que he llegado
aquí… Me han hablado de una pelea con Claudio. Siempre han sido amigos.
Recaredo sonrió medio divertido, medio preocupado.
—Se ha vuelto un nacionalista godo. Según él, los godos debemos dominar
el universo… Se une a unos cuantos del ejército de Toledo, entre otros
Witerico y gentes afines a nuestra madrastra Goswintha. Presionan a nuestro
padre para que les conceda privilegios y disminuya los de los
hispanorromanos.
—¿Qué dice nuestro señor padre, el rey Leovigildo?
—No se fía. Nuestro padre quiere que recaiga más poder sobre la corona,
no desea que el rey sea un títere de los nobles godos. Se apoya más en los
hispanorromanos, buscando la unidad de los pueblos de la península. Se dice
que nuestro padre va a abolir la ley de los matrimonios mixtos.
A Hermenegildo se le vino a la cabeza Florentina, eso sería un obstáculo
menos entre ambos. Aunque, en apariencia, indiferente y esquiva, él
sospechaba que ella le amaba y que todas esas teorías de una llamada divina
se vendrían abajo en el momento en que él pudiera proponerle matrimonio. Si
la ley de matrimonios mixtos se derogaba, ella podría ser su esposa. Ante
aquellas perspectivas se alegró internamente. Recaredo continuó hablando:
—Desde el día que Claudio le venció, Segga no se habla con él ni con
Wallamir. Para mí, son mucho más importantes estos dos que ese majadero que
se cree salido de la pata de Fritigerno.
Hermenegildo se rio con la comparación; Fritigerno había sido el
vencedor de Adrianápolis, la gran victoria goda contra los romanos, un mito
entre los godos. Siguieron hablando de los nobles.
—Estamos en un momento de desunión… —dijo Hermenegildo—. A mí
tampoco me gusta la actitud de Segga. Él es uno más del movimiento
nacionalista y nobiliario que se opone al rey.
Entonces Recaredo habló, lleno de admiración hacia su padre:
—Nuestro padre busca la unidad y estoy de acuerdo con él. Es mejor unir
el reino que dejarse doblegar por los intereses partidistas de los nobles.
También Hermenegildo compartía esas ideas:
—Estoy de acuerdo en que el rey debe apoyarse en los hispanos para
fortalecer su poder. Entre ellos hay gente muy cultivada. En el viaje a Mérida
conocí una familia que me impresionó, la familia del duque Severiano de
Cartagena. Fueron expulsados por los imperiales, están arruinados y buscan un
empleo. Envié al hermano mayor al conde de los Notarios. Su hermana es una
mujer muy bella.
—¿Tú también tienes tu montañesa?
Hermenegildo no le contestó, le avergonzaba hablar de ella. Al notar su
silencio, Recaredo se volvió buscando a Lesso. El montañés siempre les había
acompañado y no lo veía por ningún sitio.
—¿Y Lesso…?
—Me ha pedido permanecer en el campamento. Él no quiere atacar
Amaya…
Cabalgaron juntos un corto trecho más; después, Wallamir se acercó para
llevarse con él a Recaredo. Los hermanos se despidieron y el menor se
encaminó hacia la vanguardia. La fila del ejército godo se estiraba hacia
delante, caminaban rodeados de campos de trigo alto y verde. La fortaleza de
Amaya se iba haciendo más cercana a ellos; al principio como un pequeño
punto en el horizonte, después con sus torres, y al fin vieron los hombres sobre
la muralla. Más atrás, mucho más atrás, quedaba le retaguardia del ejército
godo. Al final de las huestes godas, avanzaba más lentamente el cuerpo de
ingeniería militar con las catapultas. Recaredo pensó que le hubiera gustado
participar en aquella primera batalla junto a su hermano mayor, pero
Hermenegildo estaba atrás con las máquinas de guerra, y él, Recaredo, debía
incorporarse a su puesto en la cabecera del ejército, se sentía asustado ante la
inminente batalla.
La vanguardia, al fin, alcanzó la ciudad, desplegándose ante sus muros en
un largo arco. Se escucharon trompas de desafío y respuestas desde la muralla.
Después, salieron algunos guerreros cántabros y se entabló una lucha en la
explanada que precedía al castro. Recaredo se dirigió hacia los enemigos en
la parte central del frente, Claudio y Wallamir con él. Segga, por su parte,
también avanzó con otros nobles godos en el lado más oeste. La parte oriental
quedaría para Hermenegildo con las catapultas. La idea de Leovigildo era
concentrar las tropas en un lado de la muralla para que en el otro, más
desguarnecido, se pudiese llevar a cabo la operación de destrucción y toma de
la fortaleza con las máquinas de guerra.

De la Peña Amaya salieron unas señales de humo, que los godos no


tomaron en cuenta. Esas señales originaron otras en un lugar alejado y alto de
las montañas y más allá otras que llegaron hasta Ongar. El sistema de atalayas
diseñado en tiempos de Aster, príncipe de Albión, se puso en movimiento.
Pronto llegaron noticias a la fortaleza de Ongar: Amaya había sido atacada de
nuevo, como tres años atrás en tiempos de Aster. El castro era el baluarte, la
entrada a las tierras cántabras y, aunque Ongar, santuario escondido en la
cordillera, permanecería a salvo, la posición de los montañeses se debilitaría
si la Peña Amaya era tomada.
De nuevo, Baddo sintió celos al ver salir a las tropas. Le hubiera gustado
ir con ellos, luchar en la batalla. Se sabía ducha en el arte de disparar el arco.
Habló con Nícer, le suplicó que la dejara ir en la retaguardia con su arco, le
recordó la historia de la reina celta Boadicea. Él se negó, primero, riéndose y
después, con enfado. La hija de Aster se llenó de ira. Cuando Munia intentó
consolarla haciendo que recapacitase, Baddo se indignó con todo el mundo y
se escapó. Buscó ropa de hombre, una túnica vieja de Nícer y una capa, asió
el arco y las flechas. Sin que nadie se diese cuenta, en la anarquía de la salida
de las tropas, Baddo se unió a la retaguardia de los hombres que salían a
luchar. Caía una llovizna suave, así que, tapada con la capucha, nadie la
reconoció. Caminó confundida entre los hombres de otro poblado que se había
unido a la batalla, sin hablar.
AI abandonar la cordillera, desde lo alto de una montaña, Baddo divisó el
enfrentamiento y, de pronto, se asustó. Los visigodos luchaban contra los
habitantes de la ciudad en las faldas de la Peña Amaya. Una multitud de
guerreros, como hormigas, avanzaba por las tierras colindantes al castro,
destrozando el trigo verde. Cuando llegaron las tropas de Ongar, entre las que
se encontraba Baddo, el combate se había convertido en una carnicería. El
terreno hedía a sangre y a muerte.
Nícer, de una ojeada, se hizo cargo de lo que estaba ocurriendo, los
hombres de Amaya estaban siendo destrozados por el todopoderoso ejército
godo; en lugar de retirarse a la fortaleza y guarecerse allí esperando que
llegasen refuerzos, los de Amaya, rabiosos de ira, seguían saliendo del
interior del fortín a una muerte segura. La única posibilidad que Nícer tenía de
ayudarles era atacar por detrás con flechas para cercar a los godos entre dos
frentes.
El príncipe de Ongar ordenó a los hombres que avanzasen sin hacer ruido
rodeando el campo de batalla. Cuando se situaron detrás de ellos, ordenó que
los arqueros disparasen. Baddo tensó el arco y comenzó a apuntar a los godos,
una flecha y otra se hundían en las carnes del enemigo. La hija de Aster sentía
un placer irracional. Allí soltaba toda la amargura que le había hecho soportar
Nícer en los días de reclusión en el castro. Sin embargo, los ojos de la
montañesa intentaban distinguir a alguien entre la masa de enemigos.
Los godos comenzaron a replegarse, intentando guarecerse de las flechas
que los acosaban por detrás y de los de Amaya que les atacaban por delante.
Los cercadores se habían convertido en cercados.
Un hombre godo tuvo, en ese momento, la llave de la batalla, era
Hermenegildo. Cuando avanzaba con los carros arrastrados pesadamente por
bueyes, se dio cuenta de la masacre y de lo que estaba ocurriendo. Al punto,
congregó a sus tropas a caballo y dejó los carros con los soldados de a pie.
Ordenó que los hombres a caballo atacasen a los guerreros cántabros en una
carga; mientras tanto, los de a pie, tirando de los carros, deberían continuar
hacia el lado sureste que se hallaba desprotegido para destrozar la muralla con
las catapultas.
Los jinetes de Hermenegildo irrumpieron como una tempestad sobre sus
enemigos. El hijo del rey godo se cubrió el casco con la cimera y agarró con
fuerza la lanza. Baddo escuchó los gritos de los godos tras de sí y los cascos
de los caballos rebotando contra la tierra. Hasta aquel momento, Baddo no
había entrado realmente en la batalla, jugaba a lanzar flechas; pero ahora la
muerte se hallaba tras ella, en aquellos guerreros que avanzaban gritando,
hiriendo, matando. De nuevo, como aquel día junto al cauce del río, se sintió
pequeña y estúpida, como una niña que se ha metido en los asuntos de los
mayores y ya no sabe salir. Se atemorizó de tal modo que soltó el arco y se
tiró al suelo. Aquello le salvó posiblemente la vida. A su lado pasaron los
jinetes godos, las pisadas de los caballos casi rozándole.
La pelea continuaba más adelante de la hija de Aster, quien desde el suelo
percibía cómo la batalla invertía sus términos. Los capitanes godos, al verse
ayudados, recuperaron fuerzas y los de Amaya comenzaron a retroceder hacia
el castro. En aquel momento, las catapultas, montadas durante la batalla, al
otro lado del campo de combate, comenzaron su labor destructiva,
deshaciendo, pulverizando la muralla de piedra y adobe del glorioso castro de
Amaya.
Nícer, viendo la batalla perdida, tocó retirada. Ahora los godos estaban en
la ciudad. Reptando, Baddo retrocedió y se ocultó entre unos matorrales.
Fusco pasaba a caballo. Al distinguirlo, Baddo se levantó, se descubrió la
cabeza bajándose la capucha y él la recogió del camino, sin preguntarle nada;
sabía que la chica había incumplido las órdenes de su hermano Nícer, pero
Fusco estaba descontento, no entendía cómo Nícer podía tocar a retirada ahora
que el castro se hundía. De nuevo pensó que Aster nunca lo hubiera
consentido.
Los de Ongar volvieron a su refugio en las montañas, derrotados. Muchos
de ellos habían caído y ahora, con la pérdida de Amaya, las defensas de Ongar
se habían debilitado. Detrás, una larga hilera de fugitivos emprendía la
retirada.
En Amaya, Leovigildo ordenó pasar a cuchillo a todos los hombres en
edad de guerrear, tomando prisioneros a mujeres y niños. La bandera goda
ondeó en la fortaleza al caer la noche.
Amaya era goda, y lo sería así, nunca volvería a estar bajo el poder de los
cántabros.
El fin de Amaya

Dentro del castro, Leovigildo ordenó la masacre. Las órdenes fueron


terminantes: destrucción del enemigo. Así, los godos se ensañaron con los
habitantes de Amaya. Fueron asaltando casa por casa buscando oro, joyas y
dinero. Mucho no pudieron encontrar. Entonces los godos, sedientos de botín,
pagaron sus ansias con hombres, mujeres y niños. Se oían los gritos de las
mujeres al ser violadas, el ruido del fuego que devoraba las casas junto a las
imprecaciones y voces de los soldados. Particularmente crueles fueron los que
adornaban sus vestiduras con la cruz gamada, el grupo de nacionalistas godos,
entre los que se encontraba Segga.
Hermenegildo se horrorizó por la saña de sus correligionarios pero, ante
las órdenes del rey, no cabía oposición. De todos modos, intentando poner
algo de orden, llevó a sus tropas a la fortaleza. Ya dentro del recinto
amurallado se encontró con Recaredo y Wallamir, borrachos y riendo,
cantaban una canción absurda, mezcla de un himno militar y una canción de
taberna. Ebrios de sangre después de la batalla, sedientos y cansados, habían
entrado en una bodega del castro donde habían bebido vino hasta perder el
juicio.
Hermenegildo se enfadó con ellos. No era el momento de borracheras.
—Muy responsable… hermano —habló Recaredo en una media lengua—,
eres muy responsable… El hijo mayor del gran rey Leovigildo, el heredero del
trono, el hombre de hierro…
Después gritó canturreando:
—Quiero vivir la vida y encontrar a mi hermosa cántabra… ¿Dónde te has
metido, mujer guerrera…? Llevo buscándote toda la guerra. Amigo
Wallamir… ¡busquemos a la cántabra!
—Sí. Busquemos a la mujer de la montaña, quizá tenga una compañera
para mí…
De repente, Hermenegildo se echó a reír viéndolos, a los dos, tan fuera de
lugar. Ellos también rieron desaforadamente sin ningún motivo. Llamó a
Román, su joven escudero; con su ayuda pudo conducir a los dos borrachos a
la acrópolis.
Dentro de la fortaleza, se amontonaban los heridos de la batalla,
Hermenegildo llamó al físico y procedió a asistirle, distribuyendo a los
heridos según la gravedad. Los cortes banales, las contusiones, las piernas y
los brazos rotos fueron vendados e inmovilizados convenientemente. Sin
embargo, había lesionados de mucha gravedad, compañeros de campaña que
iban a morir. La guerra era así. Suerte había tenido su hermano de haber salido
ileso. Ahora él y Wallamir dormían la mona en un lugar de la fortaleza.
Fuera, en un patio, se amontonaban los prisioneros. Hermenegildo se
enteró de que alguno se había suicidado al ser atrapado por los godos.
Aquellos hombres serían enviados al sur y convertidos en siervos. Eran de
diversas tribus cántabras, fundamentalmente orgenomescos y blendios.
Desde la gran conquista del lado occidental de las montañas de Vindión,
las diversas gentilidades de las razas cántabras se habían mezclado y los
castros habían ido perdiendo su fuerza. Solo Amaya sobrevivía, el gran castro
de la meseta, encaramado a los crestones de las montañas, protegida por un
pueblo de enorme fuerza, había resistido el empuje del reino godo. Sí,
solamente Amaya y el santuario escondido de Ongar, que cerraba las puertas a
los invasores del sur.
Amaya fue pacificándose y, al caer el sol, se oyeron trompetas. Leovigildo
se aproximaba a la fortaleza a tomar posesión de lo que había conquistado,
comprobaba satisfecho la ruina de lo que había sido el baluarte de sus
enemigos.
El rey ascendió por la cuesta que permitía el acceso al castro. De lejos,
observó la muralla caída en la parte más oriental, gracias a las máquinas
godas. Los hombres formaron a los lados del camino, lanzas en alto, doblando
la cabeza al paso del rey. La faz del monarca godo revelaba su naturaleza
agresiva y dominante, sus ojos escudriñaban hasta los últimos rincones.
En las puertas del castro, abiertas de par en par, los capitanes godos
rindieron pleitesía a su rey y señor. Leovigildo les dijo con voz tonante:
—Guerreros del reino de Toledo, capitanes godos, hemos rendido la
fortaleza inexpugnable, Amaya ha caído en nuestras manos y con ella toda la
región cántabra pronto será nuestra.
Sisberto gritó:
—¡Gloria al rey de los godos! ¡Alabanza al nobilísimo rey Leovigildo!
El grito fue coreado por miles de gargantas. Leovigildo, exultante de gozo,
se dirigió a su hijo, exclamando:
—¡Has luchado bien!
Hermenegildo enrojeció de satisfacción.
—¿Dónde está tu hermano?
El hijo del rey godo tragó saliva, antes de contestar:
—Recuperándose en la fortaleza…
Entonces el soberano, volviéndose a todos los que le rodeaban, anunció:
—Mis hijos, Hermenegildo y Recaredo, son buenos soldados y en sus
venas circula la sangre de los reyes que han llevado al reino godo a la gloria.
¡Sabedlo todos! Desde este momento han sido asociados al trono del reino de
Toledo.
Se oyeron gritos de sorpresa y aclamaciones. Desde el grupo de Segga
salió un murmullo casi inaudible de disconformidad. Sisberto mostró una faz
inescrutable, en el fondo de sus ojos latía el rechazo a las nuevas decisiones
del rey godo.
Hermenegildo se sintió confundido. Muchas veces había pensado que su
padre le tenía en menos, pero ahora le nombraba heredero y príncipe asociado
al trono.
—Debemos dar gracias por la designación de estos príncipes que serán
gloria de los reinos hispanos.
Leovigildo se bajó del caballo y abrazó a su hijo. Después, volvió a
montar y fue cabalgando suavemente por las calles de la ciudad seguido por
los demás guerreros. La fortaleza había sido cubierta de tapices además se
acondicionó un trono para el rey en la estancia principal.
Hermenegildo fue a buscar a su hermano, que se despertaba de la
borrachera, con mala cara y un fuerte dolor de cabeza. Junto a él estaba
Wallamir todavía dormido.
—Recaredo, nuestro padre nos ha asociado al trono…
—¿Qué dices?
—Ante la victoria, nuestro padre ha decidido que seamos sus herederos.
Quiere verte…
Recaredo se cogió la cabeza con ambas manos, algo le estallaba dentro.
—No puedo… Me va a estallar la cabeza.
Hermenegildo le acercó una tisana:
—Bebe esto.
El otro bebió lentamente un líquido que le quemó la garganta, era
asqueroso. Entonces comenzó a vomitar. Con cada vómito el dolor de cabeza
era más fuerte, le parecía que su cabeza iba a explotar en cualquier momento.
Después de los vómitos persistió una sensación nauseabunda, pero el dolor de
cabeza comenzó a ceder.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Acabamos la batalla machacados, Wallamir me salvó varias veces y yo
también a él. Estábamos cubiertos de sangre. Entonces miré atrás en el
campamento y me pareció ver…
Recaredo se detuvo confuso, pero ante la mirada inquisitiva de su hermano
no tuvo más remedio que decir:
—Creo que pude ver a lo lejos una mujer con un arco… Intenté llegarme a
ese lado de la batalla, pero un hombre a caballo se la llevó. Después
continuamos luchando, fuimos liquidando enemigos hasta entrar en la fortaleza.
Al llegar aquí me horroricé ante la matanza. Todo me daba vueltas, estaba
borracho de sangre. En una antigua bodega abandonada encontramos un gran
odre lleno de una bebida fermentada. Teníamos sed, nos lanzamos sobre ella y
bebimos hasta que perdimos el juicio.
—¡Estáis locos…!
—La batalla me trastornó…
—Ha sido tu primera batalla, siempre ocurre así. En cambio, Wallamir
podía haber tenido más cuidado… ¿Estás mejor…?
—Creo que sí.
—Ven conmigo.
Estaba inclinado hacia delante y con mala cara. Al ver el aspecto poco
marcial de su hermano, Hermenegildo le enderezó la espalda y le estiró la
ropa. Tambaleándose, Recaredo siguió a Hermenegildo. Durante el trayecto
hasta la sala real, fue recomponiéndose. Al llegar, tenía el aspecto de estar
cansado de la batalla, no de haber bebido.
Al entrar en la sala, los dos hermanos se detuvieron en el umbral. La voz
de su padre, Leovigildo, tronaba arengando a sus capitanes:
—¡Hombres del ejército godo! ¡Bucelarios y sayones! ¡Tiufados y
espatarios reales! Hemos vencido, los salvajes cántabros han sido liquidados.
Dios ha estado grande con nosotros, ha eliminado al pueblo idólatra, los
dioses de los cántabros han muerto. En el nombre de Dios Padre
Todopoderoso, en el de Jesucristo, inferior en poder al Padre, en el del
Espíritu Santo creado por el Hijo, como nuestra santa doctrina arriana enseña,
afirmo que la Trinidad está de nuestro lado. Yo, Leovigildo, rey de los godos,
llevaré a nuestro pueblo a la gloria y fundaré una dinastía que pervivirá por
los siglos. Un solo pueblo bajo una sola guía…
Se escucharon gritos en el exterior y dentro de la sala, gritos de adhesión a
las palabras de Leovigildo. El rey buscó con la mirada a sus hijos y ordenó:
—Que se acerquen mis hijos Hermenegildo y Recaredo…
Se hizo un silencio, los hombres se apartaron dejando un espacio para que
pasasen los hijos del monarca.
—En la batalla mis hijos han combatido con coraje. Gracias a vuestro
príncipe Hermenegildo la muralla ha sido destruida; Recaredo ha luchado con
denuedo y valor. Son dignos hijos de la estirpe de la que proceden. Desde
ahora, ellos serán parte de mí mismo. Lo que ellos hagan será como si yo lo
hiciese. Debéis respetarlos y servirlos con la devoción con que lo habéis
hecho conmigo.
Mientras los capitanes aclamaban, Recaredo percibió que muchos nobles
estaban descontentos aunque no se atrevían a hablar abiertamente,
cuchicheaban por lo bajo unos con otros. Entre ellos, Witerico —el eterno
enemigo de su padre—, Sisberto —capitán de las tropas del norte— y el
grupo de los nacionalistas, entre los que se encontraba Segga.
Hermenegildo no veía a los hombres de la estancia del trono, solo tenía
ojos para su padre. Estaba abrumado. Por primera vez desde que era niño, su
progenitor reconocía en público sus méritos. Se sintió conmovido y decidió
servir a su padre aún con más fidelidad y esfuerzo de lo que lo había hecho
anteriormente. Pero Leovigildo tomó primero a Recaredo por el brazo y lo
puso a su derecha; después, acercó a Hermenegildo al trono colocándolo a su
izquierda. Hermenegildo no captó que el sitio preeminente era para su
hermano; posiblemente, aunque lo hubiese notado, no lo habría tenido en
cuenta porque Hermenegildo era insensible a la envidia y a la vanidad.
Además, amaba a Recaredo mucho más que a un hermano; para él, Recaredo
era parte de sí mismo.
Claudio y Wallamir, así como otros compañeros de armas, rodearon a los
hermanos, felicitándolos. Muchos querían congraciarse con los afortunados
hijos del rey, adulándolos; sin embargo, los viejos amigos de Mérida se
alegraban sinceramente.
Después de aquello, se sirvió una cena en la que se asaron carnes. Los
hombres, desfallecidos por la lucha, comían con hambre; el olor de los
corderos asados, la caza, y las especias llenó la sala. Corría el buen vino del
valle del río Durius[14].
Un juglar sacó un instrumento de cuerda, y otros le acompañaron con
flautas. Hermenegildo sintió de pronto todo el cansancio acumulado durante
aquellos días de lucha. Iba a retirarse cuando fue requerido por su padre.
—¡Has luchado bien, hijo mío! Mañana partiré hacia Leggio[15], debo
poner en marcha la segunda parte de la campaña. Ahora nuestros enemigos
serán los suevos. Los cántabros deberán ser aniquilados o asumidos mediante
pactos. Dejaré en Amaya una fuerte guarnición. Tú deberás mover las tropas al
oeste, a lo largo de la cordillera. Tu misión será bloquear a los cántabros para
que no puedan salir de las montañas. Tú y Recaredo montaréis un campamento
en el Deva, e intentaréis seguir controlando las tribus de las montañas. El
objetivo último sería destruir Ongar. ¿Has entendido lo que te ordeno?
—Sí, mi señor.
—Pronto os haré llamar a mi lado para que compartáis lo que os he
prometido. Quiero de ti la fidelidad más absoluta, que cumplas todas mis
órdenes como si fueses un cadáver que se le lleva donde uno quiere.
—Os serviré fielmente.
Las palabras del rey eran recias y no había afecto en ellas. «Destruir
Ongar… —pensó para sí Hermenegildo—… el lugar donde viven los monjes
que deben guardar la copa. Debo conducir la copa cuanto antes a ese lugar. Sin
embargo, no traiciono a mi padre; luchamos contra guerreros, no contra los
monjes. El campamento en el Deva está casi en el corazón del valle sagrado,
desde allí será fácil cumplir nuestra promesa».
El camino a Ongar

Hacía frío, un viento helador corría por aquellas tierras norteñas. El cielo se
cubrió de nubes anaranjadas. A lo lejos podían ver cómo en la meseta se
formaba una tormenta y un velo de agua caía desde el cielo hacia la tierra
rojiza. Un viento gélido movía sus ropajes. La tormenta se desplazaba hacia
ellos y pronto la tuvieron encima. La lluvia les caló las túnicas y las armas.
Llevaban horas galopando desde que habían salido del campamento en el
Deva. Las montañas aún estaban lejos, pero se vislumbraban ya en la lejanía.
Un arco iris completo cubrió el horizonte desde el este al oeste. Quizás aquel
arco de luz era la puerta a las montañas, que les recibían de modo amigable.
Tres hombres de muy distinta complexión: Hermenegildo, delgado y alto;
Recaredo, muy fuerte y musculoso; Lesso, un hombre de baja estatura y recia
constitución, caminaban hacia Ongar. Debían cumplir una promesa,
Hermenegildo cargaba en las alforjas con la copa. Lesso los guiaba. Los dos
hermanos calzaban botas de pieles de animales, una túnica hasta las rodillas y
se cubrían con la capa de los montañeses. Sobre todo Hermenegildo parecía
uno de ellos.
El sol se metió entre las montañas y el arco de luz fue desvaneciéndose. El
ocaso tiñó las montañas y la luminosidad del ambiente fue en decremento.
Entonces, cuando ya era casi de noche y estaban ya cerca de los picos nevados
de Vindión, Lesso desmontó y ordenó a los otros que también lo hiciesen.
Condujeron a los caballos tirándoles de las riendas. Una luna más que
mediada les iluminaba el camino. Las estrellas fueron saliendo una a una.
Lesso les señaló la dirección a Ongar. Después, los guio a una cueva, donde
pasarían allí la noche. Al alba se pondrían de nuevo en camino.
Soñaron con visiones diversas: Hermenegildo notaba la copa dentro de las
alforjas que utilizaba como almohada, quizá por eso sus sueños se referían a la
copa; Lesso vio a Aster y a su esposa, la hermosa dama de nombre olvidado;
Recaredo soñó con una guerrera cántabra de cabellos oscuros.
Antes del primer rayo de luz, se despertaron. Emprendieron la marcha y
los haces de un sol naciente les iluminaron el camino. En los tejos y hayas, el
rocío matutino formó diamantes y joyas sobre las hojas. Todo brillaba por la
humedad.
Dejaron los caballos cerca de la cueva y junto a un arroyo de montaña,
atados con una larga cuerda que les permitiría comer pasto y beber en el río.
En lo alto de un bosque, cubierto de pinos, se iniciaba una senda; más allá,
multitud de montañas que con sus picos rozaban el cielo, ornadas de un blanco
níveo, refulgente en el sol de la mañana. La senda en un principio era ancha y
con signos de que por allí circulaban carros, después torcía hacia el
Occidente, pero Lesso dejó el camino frente a un talud algo escarpado;
bajaron por él. Al avanzar resbalaban y las piedras se deslizaban rodando
hacia la hondonada. En un momento dado, para no caerse, Hermenegildo debió
apoyarse en su espada, utilizándola como un bastón. En lo profundo del
precipicio circulaba un río de mediano caudal, que se despeñaba desde las
alturas entre las piedras. Saltando entre una y otra, lo cruzaron, y se
encontraron frente a una gran pradera con vacas, no se veía señal del pastor.
Siguieron el cauce del río, más allá se encontraron con unas casas de piedra
semiderruidas, posiblemente los restos de un castro de los tiempos antiguos.
Ahora, después de las guerras con los godos, no había castros. Las
poblaciones se habían dispersado en las montañas, protegidas por los
ejércitos de uno y otro señor. Aquel lugar estaba deshabitado, pero Lesso
extremó las precauciones para que nadie les siguiese. El rumor del arroyo
serenaba el alma de Hermenegildo; después de los días pasados de batallas y
dificultades, le parecía que se entretenían con algún juego de niños, o bien que
se entrenaban en las escuelas palatinas con sus compañeros de armas.
La luz se colaba entre las hojas de los árboles que sombreaban el río y
reborbotaba en sus aguas. A lo largo de la cañada muchos otros arroyos con
aguas del deshielo desembocaban en el caudal principal. Siguiendo el cauce
de uno de ellos, ascendiendo por un repecho con robles y hayas, en un campo
atravesaron un camino que nadie nunca había hollado. Al llegar a la parte más
alta, Lesso se separó de ellos y les pidió que no lo siguiesen. Cruzó el
pequeño regato y trepó hasta unas rocas peladas. Ascendiendo sobre ellas,
miró el horizonte, recordó los tiempos de su infancia y juventud. Al oeste
estaba Ongar; más allá de Ongar, en las aguas del mar cántabro la hundida
ciudad de Albión, y entre medias los restos del castro de Arán donde había
vivido de niño.
Desde aquella altura divisó las aguas del río precipitándose en una
cascada y los bosques centenarios que cubrían espacios inmensos, entre ellos
prados con pasto y algún animal. El ruido de la catarata era ensordecedor. Al
ver desde lo alto las tierras que le rodeaban, Lesso se orientó. Después bajó
donde le esperaban los dos hermanos. No se habían movido; algo fatigados
por la subida de la cuesta, observaban el espectáculo del río, despeñándose
entre las rocas.
Recaredo intentó formarse un mapa en su cabeza. De algún modo se dio
cuenta de que no estaban tan lejos de donde él había visto unos meses atrás a
las montañesas; quizás Ongar estaría más arriba, en la cuenca de uno de los
afluentes que desembocaban en el río; pero le costaba organizar en su mente
los lugares; todas aquellas montañas le parecían un enorme laberinto. Solo los
hombres de Ongar, como Lesso, las conocían bien. Le vieron acercarse y en la
cara del montañés se adivinó una sonrisa:
—Al atardecer llegaremos a la parte más alta de la montaña; después
comenzaremos a bajar. Entraremos en Ongar de noche y nos acercaremos sin
hacer ruido al lugar de los monjes. Debéis permanecer en silencio. Nadie debe
conocer que dos godos han llegado a Ongar. Moriríamos todos, vosotros y yo.
Revelar el secreto de Ongar está penado con la muerte. Todo extranjero que
penetra sin haber sido llamado será ajusticiado según las leyes del senado
cántabro.
Ellos asintieron. Ninguno de los dos hermanos experimentó el miedo
porque el afán de aventura y el deber de cumplir lo prometido a su madre los
animaba. Recaredo y Hermenegildo se miraron el uno al otro sonrientes; quizá
la inconsciencia de sus años mozos les impedía intuir el peligro al que se iban
acercando.
La mujer cántabra

Tras la derrota de Amaya, el regreso a Ongar de Baddo y los otros fue


doloroso. El gran castro de Amaya, una fortaleza y un símbolo de libertad para
los pueblos cántabros, había sido destruido. Con ellos regresaron muchos
hombres, mujeres y niños de Amaya, escapados de la masacre que los godos
habían decretado. En la vuelta hasta Ongar, Fusco intentó ocultar a Baddo
tapándola con su capa, pero muchos la reconocieron y la noticia de que la
hermana de Nícer había participado en la batalla de Amaya se difundió.
La visión de la guerra no se alejaba, ni un momento, de la mente de Baddo:
los heridos y los muertos, el olor a sangre y a carne quemada. Tampoco se fue
de su recuerdo la figura de un guerrero godo joven y de cabellos como el trigo
maduro que pudo ver a lo lejos, matando y destruyendo. Baddo pensaba
obsesivamente en él, como si alguna de las flechas que había lanzado, matando
a guerreros godos, hubieran dado la vuelta en el aire y la hubieran atravesado
a sí misma.
Nícer no dejó de recibir emisarios de un lugar y de otro. En un primer
momento, estuvo muy ocupado organizando las defensas de Ongar. Ahora que
Amaya había caído, Ongar era la primera línea de choque frente a las tropas
godas. Nícer envió mensajeros a todos los pueblos cántabros y astures, a lo
que quedaba de las antiguas gentilidades para reunir de nuevo al senado y
tomar una decisión conjunta. Al valle de Ongar llegaron representantes de
todos los clanes y de algún señor de estirpe romana de la zona costera con sus
mesnadas. Solo un pueblo se mantuvo al margen, los luggones, los que los
godos llamaban roccones, aquellos que adoraban al dios Lug y despreciaban
al resto de los pueblos que habían abrazado el cristianismo, abjurando de los
dioses antiguos. Ellos no querían ser dominados ni ponerse de acuerdo con el
resto de los pueblos cántabros. No habían combatido en la batalla de la Peña
Amaya.
La reunión tuvo lugar en Onís, cerca del río con el antiguo puente de
piedra, a la entrada de los pasos que conducían al santuario de Ongar, el lugar
perdido donde nadie tenía entrada sino los descendientes de Aster y el antiguo
pueblo de las montañas que lo había habitado.
—Hermanos de las montañas —dijo tomando la palabra Rondal, uno de
los más ancianos—, queremos seguir nuestro estilo de vida; el modo de vivir
que ha sido el de nuestros padres y el de nuestros abuelos, no queremos estar
sometidos al yugo de los godos. No queremos que nuestras casas sean
saqueadas por el invasor, ni servir en el sur en sus ejércitos o en sus campos.
Cada vez somos menos y estamos arrinconados en unas montañas y una
pequeña franja de terreno en la costa. Los pueblos transmontanos, los de la
meseta, han caído. Amaya ha sido destruida como años atrás Albión. Solo las
montañas serán nuestra defensa. Como nuestro bienamado príncipe Aster
pronosticó, el tiempo de los castros ha muerto, nuestras murallas son
únicamente los montes inaccesibles de la cordillera de Vindión.
—¡Hablas bien, anciano Rondal! ¡Tus canas han nacido de una buena
cabeza! —exclamó un hombre llegado del Occidente—. Solo hay un punto
débil en la cordillera: los luggones, los salvajes enemigos de todo el que se
les oponga. Atacan a los godos sin consultar al senado de pueblos cántabros y
después permiten su paso para que destruyan aldeas que no son las suyas.
—Debemos aislarles.
—No —se oyó la voz aguerrida de Fusco—. Debemos combatirles como
si fueran tan enemigos como los godos, destruirles.
—Eso es imposible —habló prudentemente Nícer—. Tenemos ya bastante
con un fuerte enemigo como son los godos, no podemos atacar a dos a la par.
—No estoy de acuerdo contigo… Los roccones son nuestro mayor
enemigo.
Se hizo el silencio; quien hablaba era Cayo Cornelio; un hombre
proveniente de una estirpe romana, no céltica. Poseía tierras en las
inmediaciones de la desembocadura del Sella, era comerciante y muy
poderoso en la zona. Desde hacía más de un siglo, su familia se había hecho
fuerte en la costa. Despreciaba a los montañeses, pero ahora los necesitaba.
Su negocio era comerciar con las islas británicas y vender a los francos los
productos. Los godos querían destruir todo comercio con las antiguas Galias.
Desde hacía varias generaciones los francos, conquistadores de las Galias, y
también los pueblos germánicos, habían sido rivales de los godos, tanto en el
comercio como en el control de las vías marítimas y terrestres. La campaña
actual del ejército godo tenía dos fines: el primero, destruir a los suevos y
alzarse con las minas de oro de las tierras galaicas; el segundo, dominar el
golfo de Vizcaya y todos los puertos de la costa cantábrica.
—Los godos están hundiendo nuestros negocios y destruyendo las
haciendas. Los roccones arrasan las cosechas. Yo os ofrezco hombres y
caudales para que controléis los pasos de las montañas y ataquéis tanto a
godos como a luggones.
—Tú solo buscas tu dinero…
—¡Bien que os conviene a todos!
—Pensaremos en tu propuesta, Cayo Cornelio —intervino juiciosamente
Nícer.
De aquella reunión no salió más acuerdo que reforzar los pasos de las
montañas. «Ser todavía más conejos —le decía Fusco a Baddo—. Escondidos
en la madriguera hasta que la comadreja se meta dentro y nos destruya a todos,
o hasta que la serpiente nos envenene». La comadreja eran los godos, la
serpiente, los hijos de Lug.
Al regreso de Onís, Nícer llamó a Baddo a su presencia. Ella sabía bien
cuál era el motivo: la batalla de Amaya. Mientras tuvo lugar la reunión del
senado, se corrió entre los asistentes que la hermana de Nícer había
participado en la batalla y que su certera puntería había abatido gran cantidad
de godos. Con sorna, muchos le felicitaron por tener una hermana semejante a
Boadicea. Nícer estaba furioso con Baddo, se sentía responsable de ella y se
daba cuenta de que había corrido un gran peligro.
—¿Hasta cuándo vas a desobedecer mis órdenes? ¿Hasta cuándo vas a
seguir comportándote como un muchacho? ¡Eres una mujer…! Las mujeres no
combaten.
Después, cambiando de tono e intentando ser conciliador, le puso la mano
sobre los hombros:
—Podías haber muerto, o lo que es aún peor, haber sido tomada prisionera
y ahora estar en el lecho de uno de esos bárbaros… ¿Te das cuenta de lo que
has hecho?
—Sí, hermano.
—¿Te das cuenta de que las guerras de los montañeses no son un juego de
niños?
—Sí, hermano.
—Te irás con los monjes de Ongar, en el cenobio de las mujeres
aprenderás disciplina y saldrás de allí para contraer matrimonio con quien y
como se te diga.
—Entonces no saldré jamás de allí.
Nícer indignado, le gritó:
—¡Tú misma has escogido tu propio destino!
Aquella tarde, Ulge la acompañó al monasterio de las mujeres, situado
cerca de la cueva de los monjes. Era un lugar solitario, alejado de los caminos
de los hombres. En él vivían ancianas, la mayoría de ellas viudas, que
lloraban su pasado y se preparaban para la muerte. Además, habitaba en el
convento alguna joven que había sentido la llamada a una vida cercana a Dios,
o que quería escapar de algún matrimonio forzado. Pronto a Baddo le pesó el
encierro.
Hilaban, rezaban y limpiaban. Maitines, laudes, vísperas… todo se repetía
monótonamente. Baddo no podía creer que aquello fuese su destino. Por un
lado, el espíritu de la hija de Aster se serenó; pero en lo más profundo de su
corazón una figura de cabellos claros blandiendo una espada junto a la
fortaleza de Amaya se le hacía cercana. Era extraño, pero Baddo, en aquella
época, confiaba volver a ver al joven godo que alteraba su aparente paz.
Conforme fueron pasando los días, la desesperación de Baddo se tornó
mayor al sentir el encierro; ella que siempre había sido libre de ir adonde le
apeteciese. Su única salida ocurría al amanecer cuando las monjas se
encaminaban a la cueva de Ongar a asistir al oficio divino.
La restitución de la copa

Descendieron resbalando entre rocas de pizarra, espinos y matojos que los


arañaban. La noche era muy oscura, unas nubes de lluvia tapaban los cielos. A
lo lejos aulló un lobo. Al aproximarse a las luces de Ongar, apagaron la
antorcha que les había iluminado en la bajada. Conforme se iban acercando al
lugar poblado, los perros de las cabañas ladraban intranquilos, y se
escuchaban los ruidos de los animales domésticos. De una pequeña choza de
piedra salió un hombre y, con el fuerte acento de Ongar, exclamó:
—¿Quién va ahí?
Ellos se pegaron a un árbol, conteniendo el aliento.
—¿Quién va ahí? —repitió.
Del interior de la cabaña se escuchó la voz de Brigetia:
—Déjalo, Fusco, será algún animal.
A Lesso le latió el corazón deprisa. A pocos metros de él estaba su viejo y
querido camarada Fusco. Hubiera querido salir de detrás del roble, donde se
escondía, para darle un abrazo, pero aquel no era el momento oportuno.
—De acuerdo, de acuerdo —rezongó Fusco, con una voz que pudieron
escuchar claramente—, pero yo creo que alguien con dos patas ronda por ahí
fuera…
La puerta se cerró y el perro continuó ladrando. Con alivio, Lesso pensó
que, al menos, Fusco no lo había soltado.
Los tres intrusos, una vez que Fusco se hubo marchado, saltaron al camino
desde la cuesta de la montaña. Al girar un repecho, el ruido de la cascada
junto a la cueva de Ongar se hizo atronador. Lesso percibió que habían llegado
a su destino. Más abajo podía divisar oscuramente la fortaleza, la que se
elevaba entre las nieblas y que ahora se perfilaba en la ennegrecida oscuridad
de la noche.
Deprisa, casi corriendo, subieron la última cuesta que los separaba del
lugar de los monjes.
Lesso aporreó la puerta de madera haciendo un ruido fuerte pero sordo.
—¿Quién va?
—¡Amigos…! ¡Queremos ver al abad Mailoc!
La puerta del cenobio se dividía en dos de modo horizontal; se corrió la
parte superior asomando la cara de un monje de rasgos gordezuelos, con cejas
negras y cabello cano. Su nariz era grande y ganchuda. Manifestó una enorme
sorpresa al ver desconocidos en Ongar, pero antes de que hablase demasiado
alto o fuese a gritar, Lesso lo agarró por el cuello con una mano mientras que
con la otra le tapaba la boca.
Después indicó a Hermenegildo que abriese la puerta, desenganchando el
portalón inferior. Los tres entraron con el monje todavía aprisionado y
cerraron. Lesso le soltó, al tiempo que le indicaba:
—No te haremos nada; busca a Mailoc.
El monje, asustado, inclinó la cabeza y se coló dentro del cenobio. Los
tres se quedaron en una estancia pequeña y de techo bajo que debía hacer las
veces de zaguán y refectorio. En el centro había una larga mesa donde
comerían los frailes y una cruz colgada sobre la pared de piedra. Al cabo de
unos minutos entraron varios monjes armados con palos protegiendo al prior.
Al ver a Mailoc, Lesso se tiró a sus pies. El abad era un hombre anciano
pero fornido, en su cara los sufrimientos y la vida de un intenso ascetismo
habían labrado arrugas de surcos profundos.
Inmediatamente, Mailoc levantó a Lesso abrazándole:
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Pensé que nunca más volvería a verte…
Lesso se levantó y, con el rostro desfigurado por la emoción, le dijo:
—Vuelvo a Ongar a cumplir la misión a la que fui destinado por mi señor
Aster, que en gloria de Dios se encuentre, traigo la copa…
—Dos noticias me confías… —exclamó el abad con voz temblona y
bondadosa—. Temíamos la primera, pero nunca hubiéramos supuesto la
última. Cuéntame…, ¿qué le sucedió al señor de estas montañas?
—Fue hecho prisionero y ejecutado hace más de un año…
—Eso son noticias terribles que se rumoreaban desde hace tiempo…
Un silencio se hizo entre los monjes, un silencio que afectó a
Hermenegildo y a Recaredo. Una vez más, Hermenegildo recordó al caudillo
cántabro al que habían ejecutado tiempo atrás por orden de su padre. Recordó
que aquel hombre había sido visitado por su madre antes de morir, y que del
encuentro había salido la misión que su madre, en el lecho de muerte, les había
encomendado. Entonces Hermenegildo terció:
—Ese hombre del que habláis, la noche anterior a ser ejecutado, se
comunicó con mi madre…
La mirada de todos los asistentes se volvió hacia Hermenegildo. Al fijarse
en él, Mailoc se sobresaltó profundamente. Le pareció ver a Aster redivivo
delante de sí, pero los ojos del que le hablaba eran claros, tan claros como lo
habían sido los de la mujer sin nombre, aquella que había sido la primera
esposa de Aster, príncipe de los albiones. En las sombras, los ojos de
Hermenegildo parecían oscuros como los de su padre. El parecido para los
que habían conocido a Aster era asombroso. Ante la actitud de todos los
presentes, Hermenegildo se calló, percibiendo que algo raro ocurría. Mientras
tanto, continuó hablando Recaredo:
—Ella también ha muerto, en su agonía nos pidió que trajésemos una copa
que guardaba un santo hombre en Mérida a estas tierras del norte, al cenobio
en Ongar.
Hermenegildo soltó la alforja que pendía sobre su hombro y la abrió. De
su interior salió una copa labrada, un cáliz ritual de medio palmo de altura,
exquisitamente repujada con base curva y amplias asas unidas con remaches
con arandelas en forma de rombo.
Mailoc se arrodilló al ver la copa y con él todos los presentes.
—¡Dios sea loado! La copa sagrada está de nuevo entre nosotros.
Desde su lugar arrodillado en el suelo, Mailoc alzó las manos y
Hermenegildo, delicadamente, la depositó en ellas. El monje la besó con
unción. Después, poniéndose en pie, bendijo con ella a todos los presentes. A
continuación, se levantaron y la copa pasó de mano en mano. Después, el abad
la recuperó y se dirigieron al templo de Ongar, aquel labrado en la roca. Allí
detrás del altar, en una oquedad del muro, depositaron el cáliz sagrado.
Mailoc ordenó que se velara día y noche la copa y los monjes se quedaron allí
adorando la preciosa reliquia, que parecía refulgir oro, ámbar y coral.
Lesso, los dos hermanos y el monje se retiraron a la celda del prior, pues
tenían mucho de qué hablar y mucho que contarse mutuamente. El monje
abrazó a los dos jóvenes pero de modo más intenso a Hermenegildo, diciendo:
—Debo agradeceros que la copa vuelva al lugar donde siempre ha debido
estar; este cenobio en las montañas, donde los monjes la protegeremos.
Los hermanos, contentos de haber cumplido el encargo, sonrieron, serenos.
Les parecía entender algo más el pensamiento de su madre y, de algún modo,
sentirla cerca.
En ese momento, Lesso intervino:
—Debemos regresar cuanto antes. Nadie debe saber que hemos estado
aquí, si alguien te pregunta, monje, di que la copa ha llegado de modo
milagroso conducida por dos arcángeles y por el espíritu de Aster.
—Es muy tarde, el camino está oscuro en esta noche sin luna. Yo quisiera
que mañana asistieseis al oficio divino que se celebrará antes de amanecer.
—Podemos ser descubiertos…
—Los monjes no dirán nada, me deben obediencia.
—Pero es que a ese oficio vienen más gentes.
—Las cosas están revueltas en el poblado desde la caída de Amaya. Ahora
no sube nadie, exceptuando las hermanas. El sacrificio divino os dará gracia y
fuerza para el regreso. Además, debéis dormir y descansar…
A estas palabras, el abad llamó a un hermano lego e hizo que les preparase
un lecho para cada uno y se les diese de cenar. Tras una rápida y frugal
colación se acostaron. Hermenegildo no podía quedarse dormido. En sus
sueños apareció el príncipe cántabro, aquel al que había hecho prisionero.
Recordaba cómo en el combate, el que todos llamaban Aster, se había dejado
ganar por él a una palabra de Lesso. A su lado, asomando por el cobertor su
cabello de color claro, dormía Recaredo con una respiración acompasada. Él
dormía tranquilo.
Antes del alba los despertaron y a ambos les pareció que no había pasado
ni una hora. Les costó espabilarse. Conducidos por los monjes se dirigieron al
templo en la roca. La copa seguía allí, los monjes la habían venerado toda la
noche.
Comenzó el oficio divino, tan distinto de los ritos arríanos a los que
Hermenegildo y Recaredo habían asistido muchas veces. En un momento dado
Mailoc levantó la copa diciendo las palabras en un latín clásico, tan distinto
del burdo latín que utilizaban habitualmente: Hic est enim calix sanguinis
mei[16]. Recaredo y Hermenegildo, que habían observado la ceremonia desde
el fondo de la iglesia en pie, en ese momento se sintieron forzados a
arrodillarse.
Al incorporarse, Recaredo examinó lo que le rodeaba con curiosidad. Fue
entonces cuando se dio cuenta de que a un lado del templo se arrodillaban
varias mujeres, algunas de ellas de mucha edad. Vestían los ropajes pardos de
las monjas y se cubrían la cabeza con un manto oscuro. Solamente una de ellas
parecía una montañesa, cubierta con un manto más claro, una mujer
particularmente esbelta, a quien al levantarse se le escapó un mechón castaño
de debajo de la toca. Él escrutó su perfil. Al reconocerla, estuvo a punto de
gritar. La mujer era la misma que había ocupado sus sueños los últimos meses.
Baddo no le vio. Concentrada en el oficio, rezaba. Le pedía al Dios de
Mailoc que la sacase de aquella situación. No podía resistir ya más la vida de
enclaustramiento a la que la había castigado su hermano.
Al finalizar la liturgia, Hermenegildo, Lesso y Recaredo salieron de la
cueva de Ongar. Este último miraba continuamente hacia atrás, queriendo
distinguir a aquella mujer entre sus compañeras, quedándose algo retrasado.
El cielo cubierto y oscuro amenazaba de nuevo lluvia; corría un viento
helador. Mailoc se despidió de los tres hombres. De nuevo abrazó de un modo
intenso a Hermenegildo. Recaredo, distraído, no prestaba atención a la
afectuosa despedida del monje. Y es que en aquel momento las mujeres
comenzaron a salir del santuario, enfilando, de una en una, la cuesta que torcía
hacia abajo y a la derecha. Recaredo no podía dejar de observarlas. Al salir,
Baddo se arrebujó en el manto, pues hacía frío, y buscó en el pórtico de la
entrada unas madreñas de madera que solían usar para evitar el barro. De
pronto, sintió que alguien la vigilaba, una sensación de cosquilleo en la nuca
hizo que se girase. Su corazón dejó casi de latir. Los ojos de Recaredo estaban
fijos en ella. ¿Qué estaba haciendo en la cueva de Ongar, el lugar más sagrado
de los pueblos celtas, un godo? Quiso gritar, pero él la avisó con tal mirada de
complicidad y de petición de ayuda que se vio impelida a permanecer en
silencio.
Al bajar la cuesta, Baddo giraba constantemente la cabeza hacia atrás. La
mirada del godo quedó dentro de ella, una mirada tan amorosa, tan tierna y a la
vez tan penetrante que la hacía temblar.
La lluvia comenzó a caer mezclada con nieve, hacía un frío muy intenso.
Al cabo de poco tiempo dejó de llover y los copos de nieve se hicieron más
gruesos. Los hijos del rey godo y Lesso se hallaban ya en un bosque trepando
entre las rocas. Una fina capa blanca lo cubría todo al tiempo que la luz se
multiplicaba por el resplandor de la nieve.
El ascenso se hizo más penoso y Recaredo resbaló al meter el pie en un
hoyo. Al sacarlo, notó que le dolía el tobillo, Hermenegildo lo examinó y
comprobó que no estaba roto. Llevaban ya varias horas entre la nieve y el
ascenso se hacía más y más dificultoso, por lo que Lesso se vio obligado a
parar.
—¡Debemos encontrar un refugio hasta que cese la nevada…! —les gritó.
—¿Dónde…?
—Hay una cabaña de leñadores un poco más hacia arriba… podemos
refugiarnos allí hasta que cese la tormenta.
Los dos hermanos lo siguieron; para ir al refugio tenían que regresar sobre
sus pasos. De nuevo se hallaban relativamente cerca de Ongar. Nevó toda la
mañana y toda la tarde. Por la noche, la nieve se convirtió en hielo. Hacía un
frío atroz, no querían encender fuego para no ser descubiertos. En las alforjas
llevaban algo de pan, ya duro, y queso, con lo que pudieron calmar algo el
hambre que les comenzaba a atenazar. Lesso decidió que pasarían otro día allí
antes de recomenzar la marcha.
Por la noche, Recaredo le comunicó en voz baja a Hermenegildo:
—La he visto…
—¿A quién? —contestó el otro que estaba ya medio dormido.
—A la montañesa con la que luché, no es una alucinación ni una Jana. Es
una mujer y existe…
Hermenegildo se dio cuenta de que su hermano enrojecía.
—No es para ti —le advirtió y, en aquel momento, pensó en Florentina—.
Los hijos del rey godo debemos unirnos con quien nuestro padre ordene. No es
para ti, olvídala, a no ser que sea una barragana. —A estas palabras, Recaredo
se enfadó muchísimo:
—Estaba con los monjes, asistiendo al oficio divino, rezaba con gran
devoción. ¡No es una barragana…!
—Pues si es una mujer decente, olvídate de ella…
Recaredo pensó para sí: «No pienso hacerlo», pero nunca solía oponerse a
su hermano, quien las más de las veces solía tener razón.
Hermenegildo se durmió soñando con su madre y echando de menos el
peso de la copa que había llevado a sus espaldas. Recaredo era incapaz de
conciliar el sueño. Una y otra vez se le venía a la cabeza los ojos enormes y
rodeados de unas pestañas largas y negras que sombreaban las mejillas, la
boca pequeña con un labio inferior más gordezuelo, la cara ovalada, la esbelta
figura de aquella que no sabía si iba a volver a ver. Fueron pasando las horas
de la noche; Hermenegildo y Lesso dormían.
Recaredo salió de la cabaña, la luna había amanecido y multiplicaba su luz
en la nieve; se abrigó con la capa y comenzó a descender con cuidado
iluminado por la luz de la luna, saltando entre riscos. No estaban lejos del
santuario de Ongar.
Pasó por delante de la cueva de Mailoc, y continuó bajando por la cuesta
por la que se habían alejado las mujeres. Torció como ellas a la derecha y
encontró el cenobio. Tocaban a maitines. La puerta estaba abierta; nada temían
las hermanas en la seguridad del valle sagrado. Sin hacer ruido, pudo
observarlas ocultándose en la entrada. Las mujeres, intentando entrar en calor,
daban vueltas a un modesto patio con columnas que no llegaba a ser un
claustro mientras musitaban una salmodia. Entre ellas, descubrió a Baddo.
Muy despacio, sin hacer ruido, se escondió tras una columna cercana a la
entrada; amanecía. Entonces, cuando Baddo pasaba cerca de él, la agarró de la
mano y la arrastró fuera. Baddo hizo ademán de gritar, pero las palabras no
llegaron a salir de su boca al ver a Recaredo, que le hacía gestos pidiéndole
que no hiciese ruido. Ella se sobresaltó, pero algo le decía que no debía temer
de aquel que había poblado sus sueños los últimos meses.
Se alejaron corriendo del cenobio, cuesta arriba, detrás de un roble
cubierto por la nieve; hablaron:
—¿Quién eres…?
—Soy un soldado godo…
—Eso ya lo sé…
—Mi nombre es Recaredo…
—Eso también lo sé. Tus compañeros te llamaron así cuando luchamos
junto al río. ¿Recuerdas? ¿Qué quieres de mí?
—Decirte que no te olvido…
—¿Y para eso te has sometido a semejante peligro…? Mi hermano te
mataría si sabe que has llegado hasta aquí…
Al darse cuenta de la expresión asustada de Baddo al nombrar a su
hermano, Recaredo le preguntó:
—¿Tu hermano…? ¿Quién es tu hermano?
—Mi hermano Nícer, príncipe de los cántabros desde la muerte de mi
padre Aster…
Recaredo, inquieto, siguió interrogándola:
—¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre?
—Mi nombre es Baddo, soy hija del príncipe de los albiones y señor de
estas montañas; él desapareció porque fue al sur buscando una copa y un hada.
Le apresaron los godos. ¿Sabes algo de él?
—Murió ejecutado hace un año.
Al oír la noticia, Baddo comenzó a llorar, unas lágrimas incontenibles
bajaron por sus mejillas. Recaredo pasó la mano por su cabello castaño como
acariciándola. No sabía qué hacer al verla llorar, por eso le susurró
quedamente:
—No llores.
Ella levantó sus ojos oscuros, en los que aún había lágrimas, y le contestó:
—En el fondo lo sospechaba. Le he pedido muchas veces al Dios de
Mailoc que mi padre volviese. Mi padre no hubiera consentido lo que quiere
Nícer para mí. Mi padre era sabio. Nícer me tiene aquí encerrada, por eso me
he escapado en multitud de ocasiones. La primera fue cuando te vi junto al río.
Quiere que me despose con algún caudillo cántabro, pero yo no quiero.
Recaredo se horrorizó ante el destino de Baddo y exclamó:
—¡No será así, vente conmigo!
Baddo se acobardó al verle tan joven, tan inexperto. Recaredo no tendría
más de dieciséis años, ella acababa de cumplir quince. Pero, súbitamente,
Baddo pensó que la oración de aquella mañana había sido escuchada. Se dio
cuenta también de que no podía vivir encerrada allí, en aquel convento,
levantándose al alba, aburrida en una rutina interminable.
Les rodeaba una naturaleza blanca, y ella vio los ojos de él, sonrientes y
animosos. Baddo recordó las palabras de Nícer, que habían sido muy claras:
el convento o un horrible jefe cántabro, pestilente y oliendo a alcohol, que la
utilizaría como una vaca que le diese hijos. En cambio, junto a ella estaba la
juventud y el amor. Era una locura, pero todo sería mejor que el convento.
—¡De acuerdo! —le dijo Baddo—. Iré adonde me lleves.
Él le agarró con fuerza de la mano, empujándola hacia arriba a la montaña.
Hacía mucho frío, pero al principio ninguno de los dos lo sentía, por el calor
de la subida y por otro ardor que ambos llevaban dentro. Sin embargo, al cabo
de algún tiempo, Baddo comenzó a temblar. Recaredo se quitó su capa y la
cubrió. Caminaron unas dos o tres horas. El sol estaba ya alto sobre las
montañas cuando alcanzaron la cabaña de los leñadores.
Encontraron a Hermenegildo, alarmado, dando vueltas en torno al refugio y
oteando a lo lejos. Lesso había salido a buscar al desaparecido.
Baddo, que iba detrás de Recaredo, escuchó cómo Hermenegildo le
gritaba:
—¿Dónde te has metido? Estábamos muy preocupados por tu ausencia.
¿Dónde…?
Se detuvo, viendo aparecer a Baddo detrás de su hermano cubierta por la
capa de él y, todavía más enfadado, le dijo:
—¡Estás completamente loco! ¿Cómo te has atrevido a traértela…? ¡Es
una niña…!
—¡No soy una niña…! —repuso Baddo.
En aquel momento, atraído quizá por las voces, regresó Lesso.
Se detuvo al ver una mujer entre ellos y preguntó como reconociéndola:
—¿Baddo…?
—Se la ha traído mi hermano Recaredo.
—A la hija de Aster y Urna… Dentro de menos de lo que te piensas
tendremos aquí a todo el poblado de Ongar detrás de ella. No puede venir con
nosotros… El camino es muy difícil… Está todo helado y frío. Debe volver…
Ella protestó:
—No. No quiero. Nunca volveré, mi hermano me ha encerrado en el
convento de las monjas y me casará con algún horrible jefe cántabro. No lo
haré.
Lesso la observó entre divertido y exasperado.
—Mira, niña… ¡No puedes venirte con nosotros! Tu padre no querría eso.
Yo conocí a tu padre, fui su escudero y su amigo. No puedes venir al reino de
los godos.
Ella se echó a llorar, con lo que Recaredo se enterneció nuevamente.
—Se vendrá con nosotros… Le he prometido que la protegería…
—¡De ninguna manera…! —protestó Lesso firmemente—. Yo la devolveré
a Ongar. Vosotros debéis continuar el camino. Si me encuentran a mí no
ocurrirá nada, yo soy uno de Ongar. Si os encuentran a vosotros, moriremos
los tres.
Hermenegildo tomó del brazo a Recaredo, mientras que Lesso sujetó
fuertemente a Baddo. Ambos se miraron a los ojos sin querer separarse,
comprendieron que su corta escapada había llegado a su fin.
—¡Volveré a verte!
—¡Vendré a por ti! Conquistaré estas montañas y serás la reina de todo.
—Estáis locos —interrumpió Lesso, riéndose.
Le quitaron a Baddo la capa de Recaredo, sustituyéndola por la de Lesso,
quien la arrastró como se hace con un niño pequeño que se ha portado mal.
Ella se dejó llevar, desandando el camino que la había llevado hasta allí.
Hermenegildo discutió algún tiempo más con Recaredo antes de proseguir;
finalmente, este último hubo de rendirse, era absurdo llevarse a la hermana del
príncipe de los cántabros y pretender salir con vida de aquel lugar. Los hijos
del rey godo reemprendieron el camino, en solitario, en un ambiente helador.
Intentaron orientarse según las indicaciones que les había dado Lesso. Pronto
se perdieron en una niebla que fue descendiendo lentamente sobre los árboles.
El bosque bajo la bruma adoptaba formas fantasmagóricas. La niebla se
convirtió en esa lluvia fina, típica del norte, que atraviesa las ropas.
Caminaron varias horas y, al fin, comprobaron que habían hecho un recorrido
circular, volviendo a sitios ya pisados por ellos.
Hermenegildo tuvo una idea, buscar un arroyo y seguir su curso. Aquello
los llevaría a la parte más elevada de la cordillera y, desde algún alto, podrían
orientarse mejor. Recordaron que un poco a la izquierda y arriba habían
encontrado un pequeño río.
Subieron de nuevo buscando la corriente y al fin encontraron un riachuelo
de cauce estrecho. Entonces comenzaron a ascender de nuevo por las
márgenes. Tardaron varias horas en llegar a la parte más alta, desde donde se
divisaban los valles de la cordillera de Vindión y, al frente, las montañas
nevadas de las que no se podía ver su final, pues estaban cubiertas de niebla.
Se miraron descorazonados: ¿hacia dónde tirar? Hermenegildo no hablaba, se
daba cuenta de que si Lesso hubiese estado con ellos no se habrían perdido.
Estaba tan irritado con Recaredo que le hubiera golpeado, pero enfadándose
con su hermano no iba a conseguir nada; así que marchaba serio y decidido,
sin hablarle. Recaredo oscilaba entre admitir lo insensato que había sido al
traerse a Baddo y un sentimiento de felicidad al haber comprobado que, de
algún modo, ella había pensado en él y no le rechazaba.
La vista desde la parte más alta de la montaña era muy hermosa, el sol se
ocultaba hacia el oeste en la cordillera; roquedos inmensos de una altura
inimaginable para ellos que habían sido moradores de la meseta, la nieve
cubriendo los picos y gran parte del valle.
—Quizá podamos dirigirnos hacia el este y el sur. La meseta tiene que
estar en dirección opuesta a la costa y creo que el mar está allí. —
Hermenegildo señaló un punto entre las montañas.
Recaredo, algo avergonzado, afirmó con la cabeza y siguió las
indicaciones de su hermano. De nuevo comenzaron a andar, ahora
descendieron la montaña en la dirección que habían visto desde la cima. Al
bajar tropezaron en multitud de ocasiones. El terreno resbaladizo por la última
nevada no era propicio para correrías. Se iba haciendo de noche. En ese
momento encontraron un camino. Pensaron que tenían que seguirlo en la
dirección que habían divisado desde la cumbre. Por el camino avanzaban más
deprisa, pero pronto se encontraron con un destacamento de soldados
cántabros que volvían de hacer una guardia en las atalayas de la cordillera.
—¡Alto…!
Recaredo y Hermenegildo desenvainaron sus espadas; aquello quizás era
lo peor que hubieran podido hacer. Los soldados tocaron una trompa, los hijos
del rey godo se vieron rodeados por una multitud de enemigos y hubieron de
rendirse.
Atados, los condujeron a la fortaleza de Ongar. Era de noche cuando
penetraron en el castro iluminado por cientos de antorchas. Su ropa estaba
deshecha por la larga caminata del día, heridos por los espinos y zarzales del
camino, con golpes por la refriega con sus captores.
La noticia de que unos hombres godos habían entrado en Ongar se corrió
rápidamente por todo el poblado.
Mientras tanto, Lesso condujo a Baddo al cenobio donde las hermanas ya
habían dado la voz de alarma, avisando a Nícer. Lesso acompañó a Baddo
hasta muy cerca del monasterio de las hermanas; después se fue, temía que
Hermenegildo y Recaredo se hubiesen perdido. Se encaminó a casa de Fusco,
su antiguo compañero de armas; quizás él podría ayudarle. Confiaba que nada
malo les hubiese sucedido a los dos hermanos.
Nícer se hallaba ya en el convento cuando Baddo llegó, estaba muy
enfadado:
—¿Dónde has estado?
—Me escapé… —lloró ella.
—No haces nada de lo que te ordeno.
Baddo gimió de nuevo.
—No aguanto más en el convento, por eso me he escapado. Permíteme
volver a Ongar, haré lo que tú quieras…
De una esquina surgió Uma, la loca; se abalanzó hacia Baddo abrazándola
y besándola repetidamente, mientras farfullaba un lenguaje ininteligible. De
pronto, se volvió a Nícer y en una verborrea imparable se insolentó con él,
golpeándole al final con la mano abierta.
—Veo que tu madre te echa de menos… y nosotros también. Puedes
quedarte en la fortaleza, pero quiero que estés siempre con Munia. Ella, que es
más sensata que tú, te vigilará.
Aquello era lo mejor que había oído Baddo de labios de su hermano en
meses. No solamente no la sermoneaba sino que le permitía regresar a Ongar.
—Gracias, gracias… hermano.
Baddo retornó a la fortaleza, escoltada por Nícer y por su madre, que iba
saltando a su lado. Pensó una vez más en Recaredo. Temía que algo pudiese
haberle ocurrido, Lesso le había confiado en el camino de vuelta que los
godos habían venido a Ongar con una misión de paz que ya habían cumplido.
Después la había amonestado diciéndole que con sus locuras les había puesto
en peligro a los tres, y que ahora los godos estarían perdidos en la montaña.
A medianoche, Baddo escuchó ruidos en el castro. Habían entrado muchos
hombres en la fortaleza; gritaban algo como que los godos les atacaban. La
hermana de Nícer se cubrió con una capa y salió al patio, adivinando lo que se
iba a encontrar.
En el centro del patio de armas localizó a Hermenegildo y a Recaredo
atados a unos postes. Nícer se estaba informando de lo ocurrido. Baddo se
culpabilizó de la detención de los godos. ¡Cómo podía haber sido tan tonta
huyendo con él! Recaredo, que mantenía baja la cabeza, en aquel momento la
levantó y divisó a Baddo. Ella se acercó aprovechando que todo el mundo
estaba pendiente de lo que contaban los que habían atrapado a los godos. Le
hizo un gesto que ella entendió, Recaredo le pedía que fuese a buscar a
Mailoc.
Baddo pensó que no podía abandonar la fortaleza, no podía jugársela de
nuevo con su hermano Nícer. Solo imaginar un nuevo encierro en el cenobio le
revolvía el estómago. Buscó a Munia y le pidió que fuese rápidamente al
monasterio, le contase al abad que habían detenido a los godos y que lo
trajese. Munia se apresuró a cumplir el encargo, al ver la expresión de
angustia de su amiga.
Nícer comenzó a interrogar a los prisioneros.
—¿Quiénes sois?
Hermenegildo contestó:
—Somos hombres de la meseta… Hombres del sur.
—¿A qué habéis venido a Ongar?
—A cumplir una promesa que hicimos a nuestra madre en su lecho de
muerte.
—¿Sabéis que la entrada en Ongar a alguien que no haya autorizado el
senado cántabro está penada con la muerte?
—Lo sabemos.
—¿Quién os ha guiado hasta aquí?
—Nadie, hemos entrado solos.
Entonces se escuchó la voz de Lesso, que apareció en las sombras de la
noche.
—Yo los he guiado hasta aquí y deberías tener más cuidado, mi señor
Nícer, al hablar con tus hermanos…
—¿Hermanos…?
—Esos hombres son hijos, al igual que tú, de Jana, la primera esposa de tu
padre Aster.
—¿Tú quién eres?
Entre el público que les rodeaba, se dejó oír otra voz; era la de Fusco.
—Se llama Lesso, fue escudero y amigo de tu padre. Se perdió en el sur y
después volvió con noticias de tu madre. Él formó parte de la expedición que
iba a buscar a tu madre y a la copa, una copa sagrada. Él quizás ha sido el
último que pudo ver con vida a tu padre.
—¿Cómo sé que no es un traidor? ¿Cómo sé que no fue él quien entregó a
mi padre a los godos?
Se escucharon murmullos en la gran explanada de Ongar. Después todos se
giraron, un carro penetró en la plaza; en él venía Mailoc. Al abad de Ongar le
acompañaban Munia y algunos otros monjes.
—¡Paso al abad de la cueva…!
Ante el ruido, el interrogatorio se detuvo.
—¡Nícer! Estos hombres no son enemigos. —Le dijo Mailoc.
—Han violado todas las leyes de nuestro pueblo, han entrado sin ser
convocados y sin salvoconducto. Han puesto en peligro la seguridad de Ongar.
—Estos hombres son tus hermanos, hijos de tu madre… Y sí, han sido
llamados, han sido llamados…
—¿Por quién?
—Por Aster, príncipe de los albiones, que encargó a tu madre la
devolución de la copa sagrada.
De nuevo se escuchó un murmullo que salía de la gente que abarrotaba ya
la explanada.
—¿Cómo sé que eso que dices es verdad?
—Porque tengo la copa sagrada, la que devolverá su verdadero ser a los
hombres de las montañas…
Entonces Mailoc, que estaba sentado en el carromato, se puso de pie y
levantó la copa, la maravillosa copa de oro con incrustaciones de ámbar y
ónice. La visión de la copa calmó los ánimos.
Se produjo un momento de silencio expectante.
Cuando todos callaban, se escuchó un grito.
Era Uma.
La loca corría hacia donde Hermenegildo estaba de pie, amarrado a un
poste. Se abrazó a sus rodillas y continuó gritando un quejido de alegría y
asombro. En un principio no se entendía lo que la loca estaba diciendo, pero
como las palabras eran siempre las mismas, acabaron por entender al fin lo
que exclamaba:
—¡Aster! ¡Príncipe de los albiones! ¡Has vuelto!
Repetía estas frases una y otra vez con la misma cadencia. Poco a poco
todos fueron mirando a Hermenegildo; allí estaban todos los amigos de Aster y
los hombres de su propia familia. En un principio, él miraba hacia abajo a la
loca cogida a sus rodillas; pero tras un rato, moviendo su cabello oscuro hacia
atrás, dirigió su mirada a los circundantes.
Ante todo el pueblo de Ongar, apareció Aster redivivo, bastante más joven
y con unos ojos claros de un azul intenso rodeados por pestañas oscuras. La
misma boca pequeña, interrogadora, la misma nariz y la estructura de la cara.
La misma estatura.
Baddo pudo ver a su padre reaparecido como por un milagro.
Al ver la reacción de los de Ongar, Lesso se emocionó más que ninguno.
Tantos años al lado de Hermenegildo y de su madre, sospechando lo que ahora
era evidente. Fusco se le acercó por detrás, poniéndole el brazo sobre el
hombro. Ambos se miraron y sonrieron, entendiéndose con la mirada. Para
ellos dos, más que para ninguno, la aparición de aquel otro hijo de Aster era
un consuelo, un premio y una alegría muy grande. Nadie dijo nada, pero todos
entendieron.
La actitud de Nícer fue distinta, quería cumplir con lo establecido y
aquella reaparición de su padre en la figura de Hermenegildo pareció no
afectarle.
—El caso ha de ser llevado ante el senado cántabro. Estos dos hombres
son prisioneros, y tú —dijo dirigiéndose a Lesso— serás también arrestado,
no se puede introducir a enemigos en las tierras de Ongar.
Lesso bajó la cabeza, demasiado cansado para responder.
Entonces, con su voz de adolescente, Baddo gritó:
—¡Han traído la copa! ¿Cómo puedes ser tan injusto?
—¡Cumplo la ley de Ongar! —respondió, y después, en voz más baja, la
amenazó—. Una palabra más y te encierro en el cenobio de por vida…
Ante tal advertencia, ella guardó silencio.
Se llevaron a Lesso, Hermenegildo y Recaredo a un cobertizo que hacía
las veces de prisión, anejo a la fortaleza. Había sido un antiguo establo. Les
ataron las manos y ellos se tumbaron sobre la paja sucia del albergue de
animales.
Ulge condujo a Baddo, casi a empujones, dentro de la casa, la antigua
fortaleza de los príncipes de Ongar, donde la joven intentó en vano conciliar el
sueño.
Durante la noche se corrió por todo Ongar y por las montañas la noticia de
que la copa había regresado a las tierras cántabras. A través de hogueras y
fumarolas se emplazó al senado de los pueblos cántabros.
Despierta, Baddo vio los fuegos que convocaban a todos los hombres con
capacidad de juicio y decisión en Ongar. Aquellas señales de algún modo le
indicaban que su mundo iba a cambiar.
Las estrellas de invierno, de un cielo helado, cubrían su cabeza. Baddo
pensó en Recaredo, recordó su cara de ojos claros y pestañas rubias; un rostro
en el que no había labrado aún arrugas el sufrimiento, el rostro de un niño
grande que la amaba, y que la atravesaba con la fuerza de su deseo. ¿Cómo era
posible amar así, sin casi conocerse? Y, sin embargo, Baddo se daba cuenta de
que aquel amor era real, muy a pesar suyo, lo era. El día anterior, Baddo y
Recaredo se hubieran ido juntos al fin del mundo, porque solo existía el
momento presente. Todo era una locura. Cuando en la cabaña del leñador les
hicieron volver atrás, a la realidad, un sueño murió. Eran niños que
comenzaban a vivir, experimentando el delirio de la adolescencia.
Baddo pensó también en Hermenegildo, en su sorprendente parecido con
su padre, Aster; adivinó que Hermengildo era tan hijo del hada como Nícer
porque ambos tenían el mismo padre.
Las fogatas en las torres de la cordillera se calmaron. Todo quedó en
silencio. El nerviosismo y la ebullición cesó en Ongar y en el resto de los
pueblos de las montañas. Las estrellas fueron describiendo su curso en los
cielos y entonces Baddo, como una comadreja, se deslizó atravesando un patio
y otro del castillo. Salió de la fortaleza por un establo aún abierto, la rodeó y
se dirigió al cobertizo.
En la puerta de la prisión de los godos, dos soldados montaban guardia,
pero por la parte de atrás aquel viejo establo dejaba huecos en las maderas
que permitían vislumbrar débilmente el interior. Se divisaban tres bultos
grandes: el más pequeño acurrucado lejos de la pared intentando dormir, era
Lesso; el segundo, un hombre alto que paseaba de un lado a otro
nerviosamente, Hermenegildo; por último, muy cercano adonde estaba Baddo
y sentado en el suelo con las piernas cruzadas y los codos apoyados en los
muslos, se situaba Recaredo.
Desde el exterior, Baddo se acercó a la pared de tablas carcomidas donde
se apoyaba Recaredo y le llamó.
Él se volvió y, sorprendido, preguntó:
—¿Quién es?
—Soy yo —le susurró—, Baddo.
Hermenegildo se dio cuenta de su presencia y dejó de dar paseos,
acercándose a la pared:
—Mañana os juzgarán. Han enviado mensajeros a todos los poblados de
las montañas de Vindión.
—Escucha, Baddo, hemos venido en son de paz a cumplir la promesa que
nuestra madre hizo al príncipe de estas montañas. No es posible que nos maten
por eso.
Baddo continuó en voz muy baja.
—Habéis incumplido la ley de Ongar. Está penado con la muerte cruzar
los valles de Ongar sin permiso. Además, mi hermano está en vuestra contra.
No sé por qué; quizá quiera hacer valer su autoridad, que algunos han
cuestionado últimamente. Mailoc os defenderá, lo sé. Pero aquí el único que
realmente tenía fuerza para aunar el valle era mi padre. Él murió. Tu hermano
godo parece la reencarnación de mi padre.
—¿Yo…? —dijo Hermenegildo, sorprendido.
—Todos nos dimos cuenta esta noche. Aún ahora me parece que entre las
sombras está mi padre. Si no fuese por tus ojos claros y tu acento del sur,
creería que eres Aster. Habla tú, di que es Aster quien te envía a devolver la
copa, quizás así les calmarás.
—¿Por qué nos dices todo esto? —le preguntó Hermenegildo.
—Fue mi culpa que os detuviesen. Si Lesso no hubiera tenido que
llevarme de vuelta al poblado estaríais libres.
Entonces intervino Recaredo:
—Fui yo quien quiso llevarte con nosotros, aún ahora te llevaría con
nosotros adonde tú quisieses.
Recaredo introdujo los dedos entre las maderas tratando de rozarla.
—¡Estáis locos! —Se escuchó la voz de Hermenegildo que, de pie, detrás
de su hermano les contemplaba.
—¡Ayúdanos a huir! —le pidió Recaredo.
Fue entonces Lesso, despierto por completo ya de su duermevela, quien
habló:
—No podemos huir, los valles de Vindión están protegidos por todas
partes. No, la única solución es someternos al juicio, y rezar al Dios de Aster
que nos ampare y proteja. Baddo tiene razón, hemos cumplido una misión que
Aster nos confió, deberían respetarnos por ello.
Escucharon pasos en el exterior, los soldados habían percibido algo
extraño y se acercaban rápidamente; Baddo se separó del cobertizo y huyó. Al
entrar en los corredores del castillo se encontró a su madre, que vagaba en la
noche sin rumbo fijo. Canturreaba contenta. Desde la partida de Aster, Urna
nunca había estado así. De pronto, al verla tan fuera de sí, tan vulnerable y
sencilla, Baddo se enterneció y la besó.
—¿Qué cantas, madre…?
Ella la abrazó también y recitó algo así como: «Mi amado ha vuelto, nunca
más se irá, yo soy para mi amado y él es para mí, Aster está aquí». Baddo
sonrió diciendo:
—No es Aster.
—Lo es —dijo claramente— y, si no es él, es su hijo.
Los locos y los niños dicen las verdades. Ella por loca y Baddo por niña
habían adivinado el secreto.
Baddo la condujo hasta su lecho, tapándola con cariño. Después la besó en
la frente, inmediatamente ella se quedó dormida como un niño pequeño; Baddo
se acurrucó a su lado en el lecho, notando la cercanía de su calor.
Baddo y Recaredo

Tambores y trompas resonaron por los valles de Ongar, despertando a Baddo


de sus sueños, en los que galopaba, libre, lejos de allí. Su madre ya no estaba
en el lecho, la había arropado cuidadosamente y se había ido a una de esas
caminatas interminables que constituían su vida.
A Baddo le vino a la cabeza todo lo ocurrido el día anterior. Hoy sería el
juicio. Se levantó, se lavó la cara y con un pequeño peine de madera se atusó
el cabello. Rápidamente se dirigió al convento de Mailoc; se culpabilizaba de
la detención de los godos, quería hablar con el abad, quien la consoló.
Después del mediodía, las gentes se agolparon en la explanada frente a la
acrópolis de Ongar. En el centro se había dispuesto un patíbulo, un estrado
elevado con un tronco de árbol cortado en medio y un hacha de grandes
dimensiones, el verdugo estaba allí. Baddo se estremeció al verlo. Procuró
centrar su atención en los que iban llegando. Hombres de los pueblos de la
costa, algunos orgenomescos, el pueblo que había habitado Amaya, antiguos
pésicos, restos de albiones. Incluso gentes provenientes de los luggones, que
por primera vez en mucho tiempo habían arribado a Ongar al llegarles noticias
de que la copa sagrada había retornado.
No eran demasiados, pero eran los restos de los últimos pueblos astures y
cántabros. En un pasado reciente, la gran mayoría de los castros habían sido
destruidos y aniquilados tras las campañas godas. Los montañeses se
agrupaban en torno a algunas familias. Las antiguas gentilidades desaparecían
por la presión visigoda, que había conquistado lentamente la costa, la parte
más occidental de los montes de Vindión, y después los pueblos
transmontanos. Restaban algunos vestigios celtas en la costa más oriental de
las tierras cántabras y en los picos porque nadie se atrevía a introducirse hasta
allí, a la zona más profunda de los bosques de Vindión.
Mailoc, el anciano abad de Ongar, se acomodó a la derecha del estrado
rodeado de sus monjes. Nícer se situó en la presidencia, más alto que los
demás, cerca del patíbulo.
Baddo, resguardada entre las gentes, con Ulge y su madre al lado, seguía
atentamente lo que allí se iba diciendo.
Se escuchó una trompa con un sonido intenso y penetrante. Salieron los
prisioneros conducidos por un piquete de soldados.
Entró primero Lesso, después muy alto y con aspecto digno Hermenegildo
y, por último, Recaredo. Su rostro no mostraba la despreocupación habitual en
él; un tanto cohibido, miraba a todas partes, buscando a Baddo.
—¡Hermanos de las montañas! Hemos sido convocados aquí al juicio de
Dios. Ayer apresamos a estos tres hombres. Dos de ellos son extranjeros, al
parecer godos, y el tercero les facilitó el paso a través de las montañas. No
habían sido convocados ni llamados. Según nuestras leyes deben morir.
—Oigamos su defensa, si alguna hay —dijo Rondal.
Rondal era un jefe cántabro, tío de Nícer y un hombre bien considerado en
Ongar. A sus palabras Hermenegildo dio un paso al frente, se escuchó su voz,
una voz en la que sonaba el acento fuerte del sur, de las tierras godas; pero en
el tono de su lenguaje, un latín vulgar que todos podían comprender, les
pareció percibir la voz de Aster.
—Somos extranjeros en estas tierras, nos introdujimos sin permiso de los
actuales jefes de Ongar. Sin embargo, sí hemos sido convocados. Hemos sido
convocados por aquel a quien debéis sumisión y respeto.
—¿Por quién? —preguntó Rondal.
—Por vuestro señor Aster.
Al pronunciar aquel nombre, algo vibró en el ambiente, pero Rondal no se
dejó convencer.
—¿Cómo puedes probar eso?
Entonces se adelantó Lesso:
—En la primavera de dos años atrás, Aster, Mehiar, Tilego y yo partimos
hacia el sur. Nuestra misión era recuperar una mujer y una copa. La mujer era
tu madre, Nícer. La copa era la copa de poder.
—Esa historia la sé.
—Aster fue apresado, y logró salvar a Mehiar y Tilego.
—Eso fue así… —dijo Mehiar.
—Fue conducido a Emérita y allí ajusticiado. Antes de morir se encontró a
la mujer, a la que llamamos Jana, el hada, la madre de nuestro actual soberano
Nícer. Aster le pidió que devolviera la copa al norte. Al poco tiempo, ella
también falleció, pero en su lecho de muerte pidió a sus hijos que cumpliesen
la promesa. Estos dos hombres son hijos de la esposa de Aster. ¿La recordáis?
Fue la mujer que, a muchos de vosotros, os cuidó en la peste. La que abandonó
a su hijo Nícer y a su esposo Aster para defenderos del ataque de los godos.
Ella os los envía, obedeciendo la petición que Aster le hizo antes de morir. Es
injusto que se diga que estos hombres, Hermenegildo y Recaredo, han venido
sin ser convocados. Ellos han devuelto la copa al cenobio de Mailoc, al lugar
donde Aster quiso que estuviese.
Se hizo un silencio entre los hombres de Ongar. Todos conocían la antigua
historia de la esposa perdida de Aster, a la que siempre había amado, y entre
todo el pueblo corría la leyenda de una copa de poder que traería la paz y la
prosperidad a las tierras del norte.
Entonces habló de nuevo Hermenegildo:
—¡Hermano! —Y miró a Nícer—. Por la memoria de nuestra madre, por
el nombre de Aster, tu padre… ¡Déjanos marchar! No corra la sangre entre
nosotros.
—¡Que hable el consejo! No puedo mancharme con la sangre de mis
hermanos.
—Si lo que decís es verdad… —habló uno de los más ancianos del
consejo—… todos los valles de la cordillera de Vindión estaremos
agradecidos por siempre a estos hombres godos. Sois libres pero…,
¡queremos ver la copa!
En aquel momento, Nícer desenvainó la espada y cortó las ataduras de sus
hermanos; después, les abrazó. Todos gritaron solicitando el perdón de los
cautivos. Por último, el anciano Mailoc fue ayudado a llegar al lugar que se
elevaba sobre la explanada, donde se situaba el patíbulo. Sacó de una alforja
la copa y bendijo con ella al pueblo haciendo una señal de la cruz en el aire.
Los hombres de Ongar doblaron la rodilla ante la copa; sin embargo, del
lugar que ocupaban orgenomescos y luggones se escucharon abucheos y
protestas. Abneo, el jefe de la caída Amaya, vociferaba muy excitado al ver la
copa:
—¡Esa es la copa de los pueblos celtas! ¡La copa del poder! ¡No es una
copa cristiana! Estamos ahogados por los godos y a punto de morir, esa copa
nos pertenece, la necesitamos para sobrevivir.
Entonces los orgenomescos y los luggones desenvainaron las espadas y
comenzaron a luchar, intentando acercarse a la copa. Nícer la tomó de las
manos de Mailoc protegiéndola con su espada. De modo sorprendente, los
luggones y los orgenomescos, al aproximarse a Nícer, notaron que sus fuerzas
fallaban y al cabo de poco tiempo de lucha debieron rendirse.
—¡Realmente es la copa sagrada! ¡La que hace vencer en las batallas! La
que serena los espíritus —musitó Nícer.
Apresaron a todos los agitadores y los expulsaron del valle. La alegría
llenó Ongar, una alegría quizás enturbiada por la lucha entre pueblos
hermanos.
Pusieron a Hermenegildo, a Lesso y a Recaredo en libertad. Esa noche
tuvo lugar una gran fiesta. Bailes y cánticos llenaron el valle. Hacía frío, pero
cerca de las hogueras la gente reía y bailaba para entrar en calor. Uma no dejó
un momento a Hermenegildo, a él le hacía gracia la loca y la atendía con
deferencia, con la misma actitud con la que Aster la había tratado años atrás.
Aquella noche Baddo no se separó de Recaredo, bailaron al pie de las
hogueras aquellas danzas que él desconocía. Reían cuando él se equivocaba en
los pasos; eran felices. Se retiraron de la luz de la hoguera, seguidos por la
mirada siempre vigilante de Ulge. Sin embargo, el ama estaba contenta y lo
consentía. ¿No era acaso Recaredo, hijo de Jana y hermano de Nícer?
La nieve cerró los pasos de la cordillera; Recaredo y Hermenegildo
debieron permanecer en Ongar. Allí, durante un tiempo, compartieron la vida
de los hombres de las montañas.
Hermenegildo exploró el valle. Todo le resultaba familiar aunque nunca
antes hubiese estado allí. ¡Tantas veces había hablado de aquel lugar con
Lesso! Visitó a muchos enfermos y habló con los que habían conocido a su
madre. Muchos, al verle, le hablaban de Aster, pero nadie se atrevió nunca a
revelarle la sospecha que todos compartían. El godo parecía no caer en la
cuenta de nada. Con frecuencia se acercaba a la cascada, y a la cueva de
Ongar. El valle le parecía un lugar mágico. Siguió el curso del río, descubrió
que desembocaba en el Deva y que, avanzando en contra de la corriente, río
arriba desde la costa se podría llegar a Ongar. Uno a uno fue desvelando los
pasos ocultos en las montañas.
Recaredo y Baddo se encontraron repetidamente. Acudían a casa de Fusco,
donde se sentían más libres que bajo los muros de la fortaleza. Ella le mostró
sus habilidades con el arco. Luchaban con los hijos de Fusco, como jugando.
Rodaban, riendo, en la nieve. Después, acudían a la casona, donde Brigetia les
daba leche caliente y pan moreno y se sentaban junto al hogar. Allí, Fusco les
relató las antiguas historias de tiempos ya casi olvidados. Lo hacía con pasión
y orgullo, en tono épico, rodeado de la algarabía de sus hijos, la mirada
brillante de Baddo y la expresión sorprendida de Recaredo. El príncipe godo
no retiraba sus ojos de la hija de Aster.
El tiempo mejoró, se abrieron los pasos de la cordillera. Recaredo y
Hermenegildo tendrían que volver al sur. Lesso no quiso regresar a la meseta
con los godos. Había cumplido su cometido, lo que años atrás jurara a Aster,
devolver la copa. Decidió quedarse en la cueva, con Mailoc, entre los monjes.
La noche antes de la partida, tuvo lugar una fiesta en el valle. Se reunió
mucha gente agradecida a los hombres que habían devuelto la copa y la
seguridad a Ongar.
Un tanto retirados del barullo, Baddo y Recaredo iniciaron una larga
conversación.
Recaredo le habló de la corte de Toledo; de su padre, el gran rey
Leovigildo, a quien él adoraba; del oro y la munificencia que se había
introducido en el palacio de los reyes godos, similar al de las cortes de
Oriente. El hijo del rey godo le pidió que fuera su esposa y que se marchase
con él al sur. Baddo le miró inquieta y le aseguró que Nícer nunca lo
consentiría.
—Mañana hablaré con tu hermano… —habló Recaredo con
determinación.
La mañana en la que los godos iban a abandonar Ongar, Recaredo se
inclinó ante Nícer y solicitó entrevistarse a solas con él. Al verlos retirarse
juntos, Baddo sintió angustia y un cierto temor. Hablaron mucho tiempo;
entonces Nícer mandó llamar a Hermenegildo. De nuevo tardaron un tiempo en
salir. Después, Baddo fue convocada.
—Recaredo quiere desposarse contigo —le dijo Nícer.
—Sí, hermano —se sonrojó ella.
—Es muy joven y tú también. Debéis esperar. Ya sabes que existen
compromisos previos que habría que anular. Sois de pueblos rivales. No
puedo daros mi consentimiento. Hermenegildo también cree que debéis
esperar, por lo menos a que acabe la guerra.
Recaredo y Baddo se miraron con desolación. Para ellos, aquello
significaba una negativa cerrada. No cabía esperanza, la guerra entre godos y
cántabros no parecía tener fin. Después, cuando los dos jóvenes godos
hubieron salido, Nícer le dijo con tristeza a Baddo.
—No puedo entregar a mi única hermana al hijo de mi mayor enemigo.
Llegó el momento de la partida. Hermenegildo y Recaredo montaron en
unos hermosos caballos asturcones regalo de Nícer. Los guiaba Fusco hasta la
salida de Ongar, quien disfrutaba estando cerca de Hermenegildo, con aquel
sorprendente parecido a Aster.
Antes de salir, les hicieron jurar que no revelarían a nadie lo que hubieran
conocido de los pasos de Ongar.
Al montar en el caballo, mirándola a los ojos, Recaredo le juró a Baddo:
—Nos volveremos a ver. Te juro que volveré a por ti y yo siempre cumplo
mis promesas. Te quiero.
Baddo se echó a llorar y él le acarició la cabeza desde lo alto del caballo.
Durante largo tiempo, Baddo les acompañó hasta la salida del valle, desde lo
alto del camino les siguió con la mirada, mientras ellos se iban transformando
en unos bultos en el camino, en unos pequeños puntos; hasta que no les pudo
divisar más.

En el campamento godo les daban por muertos. Los dos hermanos habían
salido con la excusa de un reconocimiento de campo y habían pasado los días
sin que se hubiese tenido noticias de ellos. Los caballos que habían dejado
atados se habían escapado y habían regresado al campamento sin alforjas.
Sisberto, el capitán de la campaña del norte, había enviado exploradores a
buscarles, pero volvieron sin noticias. Solo Claudio y Wallamir intuían algo
de lo que estaba ocurriendo.
Un día, inopinadamente, los hijos del rey godo reaparecieron, con buen
aspecto y en unos caballos asturcones de buena envergadura. Sisberto les
interrogó, pero ellos no le dieron demasiadas explicaciones de lo que les
había sucedido y de dónde habían estado. Cuando les preguntaron por Lesso,
dijeron que había sido apresado por los cántabros y, cuando les interrogaron
sobre los caballos asturcones que montaban, respondieron que los habían
requisado. Sisberto comprendió que ocultaban algo pero, al fin y al cabo, eran
los hijos de Leovigildo y no le interesaba enfrentarse con el rey.
El encargo de Leovigildo

Un mensajero llegó al campamento con un escrito del rey Leovigildo para el


capitán de la campaña del norte: el muy noble Sisberto. Sisberto leyó la carta
y llamó a Recaredo.
—Nuestro señor por la gracia de Dios, el rey Leovigildo, desea ver a su
amado hijo Recaredo. Nos encontraremos con el rey, en Leggio. Desea que su
noble hijo Hermenegildo asuma el mando de las tropas del norte.
Los hermanos cruzaron sus miradas. Recaredo pensó en Hermenegildo:
«¡Así que te quedas al frente de esto… buena te ha caído!». Por su parte,
Hermenegildo se preguntó: «¿Qué querrá mi padre de Recaredo?». Ambos se
entendieron sin hablar y sonrieron. El viaje era largo y Recaredo escogió una
buena montura, un caballo de patas fuertes y crines oscuras, no había postas
hasta Leggio.
El camino atravesaba montes espesos, llanuras con ganado y aldeas de
diverso tipo; algunas eran villas romanas divididas entre sus ocupantes que
constituían cúmulos aislados de población; otras, asentamientos de
campesinos de origen godo. Cruzaron un río de aguas caudalosas, levantando
espuma con los caballos. El sol llameaba y, con el trote del caballo, Recaredo
sintió calor, aunque el tiempo aún era frío.
En el sofoco de la marcha, Recaredo pensó que hacía tiempo que no veía a
su padre. Siempre le había admirado; recordaba cuando él era aún muy
pequeño y le esperaban cerca del puente en Mérida para verle pasar al frente
de sus tropas. Se había sentido orgulloso al divisarle, galopando rodeado de
sayones y bucelarios. Después, Leovigildo arribaba al palacio junto al río
Anás. Su presencia lo cambiaba todo. Nada podía fallar cuando el duque godo
llegaba al palacio. Los criados temblaban ante su presencia. Desde pequeño,
Recaredo pudo notar cómo su padre trataba a su madre imperiosamente, con
frialdad y con una cierta indiferencia. Él creía que su padre era un hombre
noble, que guardaba distancias con las mujeres, sabiéndose imponer ante ellas.
Su madre le temía, siempre se la veía asustada ante él. Recaredo intuía
oscuramente que su madre no amaba a su padre. Nunca les decía nada en
contra de él; pero el joven godo se daba cuenta de que cuando su padre
desaparecía de Mérida debido a sus ocupaciones políticas y militares, su
madre descansaba y su expresión se volvía más alegre. Ella temblaba siempre
ante la presencia del muy noble Leovigildo y, en alguna ocasión, se rebeló
contra él. Más de una noche, oyó los sollozos de ella y la voz de su padre,
insultante. Recaredo no podía entender la actitud de su madre; que ella se
rebelase y no acatase todas las órdenes del noble Leovigildo. ¿Acaso no era
su padre el hombre más gallardo y poderoso del reino? Cualquier mujer se
hubiese sentido honrada al ser su esposa.
Tras muchas horas de cabalgada avistaron Leggio, sus murallas, sus calles
cruzándose de modo perpendicular, una ciudad recia, creada para albergar la
Legión VII Gemina, en la que quinientos años después de su fundación
persistía aún un cierto aspecto militar. La muralla ancha, formada por grandes
cubos, estaba flanqueada por dos ríos: el Bernesga y el Torio. Varios puentes
de origen romano los cruzaban. Fuera de los muros de la urbe, bajo su sombra
protectora, tiendas y chabolas formaban un barrio de gente modesta. Entraron
por la puerta del norte y atravesaron la ciudad hasta la calle ancha.
El rey Leovigildo se alojaba en la mansión de uno de los patricios de la
ciudad, donde se había formado una pequeña corte. Recaredo, acompañado de
Sisberto, cruzó los patios y corredores.
La guardia anunció su presencia y entraron en el interior de una sala con
colgaduras y unos ventanales velados por vidrios de colores que dejaban
pasar una luz fría y azulada. El rey Leovigildo, sentado sobre un escabel, en
una silla amplia con aspecto de trono, alzó la cabeza cuando entró su hijo. A
Recaredo le pareció que estaba abatido; sin embargo, sus ojos, enmarcados
por ojeras profundas, chispeaban con la luz que siempre les había distinguido,
la luz de la firmeza, de la seguridad en sí mismo y de una ambición desmedida.
Aquella mirada había asustado a Recaredo muchas veces cuando era niño, y
ahora continuaba siendo imperativa y turbadora. Su padre vestía con lujo, una
larga capa recamada con cenefas doradas, se ceñía la frente con una diadema
de oro, en sus manos lucían varios anillos en los que brillaban piedras
preciosas, y de su pecho colgaba una cadena de oro muy gruesa terminada en
una cruz de ágatas y topacios. Los cabellos y la barba peinados
cuidadosamente con aceites caían suavemente sobre los hombros y sobre el
pecho. Calzaba unas botas altas cubiertas por una túnica que le llegaba por
debajo de las rodillas.
Junto a él, un obispo arriano y varios caballeros de la guardia palatina le
prestaban acompañamiento.
Recaredo dobló la rodilla delante de su padre, se llevó la mano al pecho e
inclinó la cabeza. Leovigildo se levantó del trono, acercándose a su hijo, al
que abrazó y besó en ambas mejillas, ceremoniosamente, alzándole del suelo.
—La campaña del norte se prolonga y hacía tiempo que deseaba veros a ti
y a tu hermano. Como ves he ascendido a tu hermano Hermenegildo a capitán
del ejército del norte —dijo Leovigildo mirando a Sisberto, quien palideció al
sentirse postergado—, ya es hora de que esa campaña llegue a su fin.
—Hemos hecho avances —dijo Sisberto—. Los roccones han sido
prácticamente derrotados.
—Solo queda el nido de víboras de Ongar… —entonces el rey se detuvo
y, mirando muy fijamente a su hijo, continuó—… con el que me parece que tú
y tu hermano habéis tenido contacto.
Recaredo se puso serio, tragó saliva y recordó Ongar, a todos aquellos a
quienes había aprendido a amar: a Nícer, su medio hermano, a su hermosa
Baddo y a Mailoc, el monje santo.
—¿Callas…? Sé que habéis estado en Ongar.
—Cumplimos una promesa, una promesa que hicimos a nuestra madre en
su lecho de muerte.
—A tu madre, la montañesa, la hija de Amalarico… tu madre… Sí, ya
veo…
Leovigildo calló unos instantes y después, dirigiéndose a su corte, ordenó:
—¡Fuera todos, quiero quedarme a solas con mi hijo, el príncipe
Recaredo!
La sala se despejó de gente. El rey se sentó de nuevo en el trono, marcando
las distancias con su hijo. Permanecieron a solas en el salón enorme, la voz
parecía hacerles eco cuando hablaban. El padre sentado, muy erguido,
dominaba desde su solio al hijo. Este se asustó, temía a su padre y, más aún,
quedarse a solas con él. El ambiente de la sala se tornó todavía más frío.
—Dime, hijo mío… ¿Cuál es el encargo de tu madre en sus últimos
momentos? ¿Por qué yo no supe nunca nada de ello?
Los ojos del rey godo se inyectaron de ira, su faz aquilina se pareció aún
más a la de un águila que se dispone a atacar. Recaredo recapacitó, él y su
hermano habían hecho cosas a espaldas de su padre que podían no gustarle, así
que respondió con voz poco firme.
—El encargo… el encargo fue rescatar una copa de manos del obispo
católico de Emérita Augusta y conducirla a un monasterio en Ongar, donde
vive un monje santo llamado Mailoc. No os dijimos nada porque tenéis
muchas ocupaciones y no queríamos añadir una más. Además… además —
balbuceó Recaredo—, temíamos…
—Temíais que yo no lo aprobase, porque ese encargo guarda relación con
la visita de tu madre a un prisionero del norte, unos días antes de que ella
falleciese. ¿No es así?
—Sí, padre.
—De todo esto, lo que más me desagrada es vuestra poca franqueza para
conmigo. Yo hubiese entregado la copa a ese monje santo.
—¿Sí…? —preguntó esperanzado Recaredo.
—Lo que nunca hubiera hecho es entregar la copa —aquí Leovigildo
levantó el tono—… la copa de poder en manos de los mayores enemigos del
reino godo: los cántabros de Ongar. Esa gente está poseída por los demonios.
No hay manera de vencerles y ahora poseen la copa sagrada, gracias a mis
adorados hijos. ¿Sabes lo que esa copa significa?
Leovigildo se detuvo para continuar hablando en voz más queda como
quien confiesa algo que nadie más debe saber:
—Yo tampoco lo sabía plenamente, solamente lo intuía. El viejo Juan de
Besson me engañó una vez más. Me engaño más allá de la muerte… y tu
madre, la noble y dulce hija de Amalarico, también. El obispo Sunna me ha
relatado el secreto de la copa de poder. He descubierto que el pueblo que
posea la copa vencerá todas las batallas. ¿Lo entiendes…? Los romanos
vencieron porque la poseían, los godos vencieron a Atila y cruzaron Europa
victoriosamente porque la poseían. Ahora está en manos de nuestros enemigos
los cántabros, porque mis hijos tenían que cumplir una promesa. ¿Entiendes mi
enfado…?
—Sí, padre.
—¿Por qué no me consultaste? De ti nunca lo hubiera esperado.
Hermenegildo es distinto, ha estado siempre demasiado cercano a su madre, es
independiente… pero tú, mi querido hijo Recaredo, debiste tener más sentido
común.
A estas palabras, Recaredo agachó la cabeza, pensativo. Le conmovían las
palabras de su padre, se sentía preferido ante su hermano y aquello le llegaba
al corazón.
—Yo solo lucho por dejaros a vosotros, mis hijos, un reino fuerte, pero
necesito que me ayudéis y no lo estáis haciendo.
—Haríamos cualquier cosa por vos y por el reino godo.
—¿Lo harías? ¿Harías cualquier cosa?
—Sí, padre, lo que queráis.
—Recupera entonces para mí la copa de Ongar.
Recaredo guardó silencio y su piel blanca se tornó rosada en las mejillas.
—¿No me contestas?
—No veo cómo puedo llegar hasta donde está ahora.
—Mira, hijo mío. Tú eres mi esperanza. Te contaré los anhelos que el
corazón de tu viejo padre guarda dentro. Quiero fundar una dinastía, una
dinastía fuerte que dure generaciones, que perpetúe durante siglos el nombre
de mi familia, el nombre de Leovigildo y Liuva, el de Recaredo y
Hermenegildo. La dinastía que ha unido la noble sangre de los míos con la
sangre real baltinga. Mucho se ha conseguido ya. He logrado unir a las dos
grandes facciones del reino, la de los nobles y la de aquellos que apoyan el
poder real. He hecho retroceder a los bizantinos a la franja costera. Gracias a
tu tío Liuva, he conseguido contener a los francos, evitando que invadan la
Septimania. Las nuevas leyes lograrán que los hispanorromanos, que proceden
de emperadores, se unan a la raza goda. Voy a aleanzar la unidad religiosa,
todo el país pronto será arriano. ¿No te das cuenta de que todo eso va a ser
así? ¿Que va a ocurrir muy pronto? Y vosotros, mis hijos, tú y Hermenegildo,
seréis los continuadores de un reino influyente, rico y en paz.
La mirada de Leovigildo era febril, se hallaba trastornado por la visión de
aquel reino poderoso. Recaredo se sintió sobrecogido y contagiado por
aquella misma pasión. Pensó: «¿Acaso no soy yo de estirpe real? ¿Acaso no
soy godo? ¿Acaso por mis venas no corre la sangre de Alarico, y de Walia, de
Turismundo y del gran Teodorico?». Se sintió llamado a una alta misión. Con
Hermenegildo, lo conseguiría. Inclinó la cabeza y su padre posó su mano
sobre el hombro de Recaredo, quien habló:
—Mi señor padre, podéis confiar en mí.
Después, en un tono de voz convincente, Leovigildo continuó:
—¿No entiendes que no podemos dejar la copa de poder en manos de
nuestros enemigos? Cuando todos los pueblos del norte hayan sido sometidos,
entonces ya cumplirás la promesa que hiciste a tu madre y llevarás la copa o
lo que tú quieras al hombre santo de Ongar.
—Conseguiré lo que me pedís.
—Sabía que podía fiarme de ti.
Leovigildo dio unas palmadas y entraron los que habían salido antes.
Leovigildo mostraba una faz muy distinta a la del comienzo de la entrevista,
había rejuvenecido y en sus ojos brillaba una luz de malicia y de ambición.
—Mis hijos, Hermenegildo y Recaredo, son los portadores de la sangre
real baltinga. Debéis amarlos y obedecerlos.
Los nobles y clérigos presentes en la sala aclamaron a Recaredo.
—¡Salve a nuestro príncipe el gran Recaredo!
De nuevo Recaredo enrojeció mientras escuchaba las palabras de su
padre:
—Volverás al norte y derrotarás a los roccones y a los hombres de Ongar.
Recaredo abandonó la sala, aquella noche hubo una cena copiosa en la que
se reunió toda la corte que acompañaba al rey. Bebió mucho, y rio con todos,
quizá bebió de más porque en el interior de su alma persistía la duda. En su
mente se libraba una batalla, estaba contento de la confianza que su padre
había depositado en él; pero pensaba: ¿por qué en él y no en Hermenegildo?
El cariño filial por su padre no era superior al afecto profundo que siempre le
había unido a Hermenegildo. Los dos sentimientos en este momento tiraban en
direcciones contrarias. Sabía que su hermano no iba a consentir que se retirase
la copa de Ongar. Además, se acordaba de lo prometido a su madre. Por
mucho que se hiciese a la idea de que lo cumpliría más adelante, cuando todo
estuviese resuelto y los cántabros vencidos, había algo en él que se resistía a
contravenir lo que su madre le había pedido en su lecho de muerte. ¡Oh, cuánto
le habría gustado hablar con Lesso! Realmente en él, en el noble y viejo Lesso,
era en quien más confiaba su corazón.
Por la noche, en su lecho de la ciudad de Leggio, dando vueltas a todos
estos pensamientos, volvieron a su imaginación unos ojos castaños que habían
reído de placer al ver la copa, le habían mirado agradecidos, y le habían
salvado de la mano de Nícer. Recaredo se quedó dormido y, en sus sueños,
vio aquellos ojos, antes alegres, llorar.
Se demoraron allí varios días, pues Leovigildo quiso organizar unos
juegos en su honor. Por las noches corría el vino y los juglares amenizaban las
veladas. Leovigildo deseaba mostrar a su hijo toda la riqueza y poderío de los
que disponía. Recaredo, por su parte, se sentía halagado, el centro de todas las
atenciones. Al fin, el rey le ordenó regresar al norte con una única misión,
recuperar la copa perdida.
Ongar en llamas

Una columna de humo espeso que subía de las montañas se comenzó a ver en
el campamento godo cercano a Amaya, los hombres se reunían en corros
señalando aquel fenómeno que ensombrecía la luz del sol y ascendía hacia el
cielo. El humo denso, oscuro, se elevaba como una columna amenazadora. Se
corrieron rumores, se decía que un bosque estaba ardiendo. Pero ¿cómo se
había incendiado? Todos habían detenido sus quehaceres para observar la
señal que se abría en la cordillera. Hermenegildo, lleno de consternación,
adivinó lo que podría estar ocurriendo.
—Ongar está ardiendo, lo han atacado.
—Quizá sea un incendio en los bosques… —dijo Wallamir, que le
acompañaba.
—No lo creo, tengo la sospecha de que algo grave les está ocurriendo allí.
—Sí, pero…, ¿qué…?
—No lo sé.
Durante todo el día vieron con preocupación la colosal humareda que salía
tras los riscos. El humo se elevaba cada vez más alto, cada vez más negro.
Detrás de aquellas montañas no había ya enemigos, sino gente muy querida
para Hermenegildo: Nícer, su medio hermano; el sabio Mailoc, el monje;
Urna, a quien en su locura había cobrado afecto; la niña mujer, Baddo y, sobre
todo, su querido Lesso, el hombre que le había enseñado a luchar.
Hermenegildo hubiera deseado que Recaredo estuviese allí, pero este cumplía
las últimas órdenes de su padre y estaba ya en Leggio.
Las horas transcurrieron con una inquietud creciente; al atardecer se oyó
una trompeta en las torres de los vigías del campamento. Alguien se
aproximaba. Vieron llegar a Lesso con un montañés desconocido para ellos.
Era Efrén, uno de los hijos de Fusco. Lesso se dirigió hacia Hermenegildo en
un estado de excitación muy grande, sus ropas estaban desgarradas por
diversos sitios, y en los brazos mostraba las señales de múltiples arañazos.
Hermenegildo le cogió por los hombros cuando estaba a punto de caer por el
agotamiento:
—Los roccones… —dijo con voz entrecortada— han atacado Ongar, se
han llevado la copa de poder; han apresado a muchos, entre otros a Nícer y a
la hija de Aster…
—¡No puede ser! —exclamó Hermenegildo.
El humo de las llamas del incendio parecía menguar en la lejanía. Según
Lesso, los roccones se habían hecho con la fortaleza y dominaban Ongar.
—¿Qué ha ocurrido exactamente? —le preguntó Hermenegildo.
—Nícer, ensoberbecido con el poder de la copa, atacó una vez y otra a los
roccones. Uno de ellos, fingiendo ser un peregrino, entró en Ongar, robó la
copa, que después entregó a Abneo. El valle dejó de estar protegido. Después,
unos traidores abrieron las entradas al valle y los roccones tomaron venganza
cumplida. Mataron a muchos hombres de Ongar. Nícer y los demás se
defendieron. Cuando todo estaba perdido pensé que mi única esperanza erais
vosotros, los hermanos de Nícer, los hombres del sur. A través de los bosques
hui con Efrén, uno de los hijos de Fusco. ¡Ay! Hermenegildo, te lo ruego por lo
que más quieras, debemos darnos prisa. Mañana es plenilunio, y celebrarán la
victoria con sacrificios humanos. Siempre lo hacen así. Matarán primero a dos
doncellas, seguramente una de ellas será Baddo.
Hermenegildo pensó en las gentes de Ongar y también en los que ellos
llamaban roccones, y entre los celtas, luggones, un pueblo guerrero de
costumbres paganas que acostumbraba reunirse en las noches de luna llena
para celebrar los ancestrales ritos de culto.
—Entraremos en Ongar…
Hermenegildo reunió a los camaradas más afectos a él y a la casa baltinga
en su tienda. Les explicó brevemente lo que sucedía en Ongar. Se mostraron de
acuerdo en ayudarle y entrar en el valle sagrado de los montañeses.
Él les dijo:
—Esperaremos al plenilunio, y entonces les atacaremos de noche;
tomaremos primero la copa cuando estén en la fiesta, alucinados y borrachos.
Todos se mostraron de acuerdo.
—¿Resiste alguien? —le preguntó a Efrén.
—Han dominado la fortaleza, pero la casa de Fusco y otras en el valle no
han sido sometidas. Ellos nos ayudarán.
—¿Por dónde entraron? —continuó preguntándole Hermenegildo.
—Pensamos que por el paso del noreste…
—¿No conocen el paso de la cascada ni lo tienen vigilado?
—Pienso que no. No han protegido bien el paso del barranco. Tampoco
conocen el paso del río…
—Nos dividiremos en tres grupos —dijo Hermenegildo—. Tú, Lesso,
guiarás a Gundemaro y a unos cuantos hombres por la cascada, alertaréis a los
que todavía no hayan sido sometidos a los roccones. Después, le abriréis paso
al segundo grupo, a Claudio con los hispanos de Emérita, que irán a través del
paso del barranco. Wallamir y Efrén con unos cuantos iréis conmigo
navegando por el río Deva, corriente arriba. Tendremos que dar un rodeo
circunvalando las montañas. Desembarcaremos muy cerca del valle de Ongar,
yo me dirigiré a la fortaleza: hay personas muy afines a mí que corren grave
peligro.
Aquí, Hermenegildo se detuvo pensando en Baddo y en Nícer; después
prosiguió ordenando la estrategia a seguir.
—Mientras tanto, Efrén y Wallamir con los suyos deberéis ir a la torre de
vigía y abrir el paso del barranco, por allí entrará el grueso del ejército godo.
Finalmente todos nos dirigiremos a la fortaleza de Ongar, donde se librará la
batalla final[17].
Desde aquel momento, el campamento godo se puso en movimiento,
muchos más se unieron a la campaña. Nadie deseaba quedarse, querían luchar,
seguir a Hermenegildo.
Los primeros en salir fueron los del grupo de Lesso y Gundemaro. Para
ese grupo, Hermenegildo designó a los hombres que habían ido ya
previamente con Recaredo en la primera salida al torrente. Marcharon
tomando una senda que se adentraba en el bosque, ya oscuro porque el sol se
hundía entre las ramas de los árboles. Al anochecer, todo se volvió sombrío y
tenebroso. Con una cadencia monótona se oía el ruido repetitivo de un búho.
Los compañeros de Lesso y Gundemaro sintieron una gran aprensión, pero
continuaron avanzando sobreponiéndose al temor. Llegaron al lugar donde
Recaredo, tiempo atrás, había luchado con Baddo y prosiguieron cauce arriba,
guiados por Lesso.
—Debemos desmontar. El resto del camino lo haremos a pie —dijo con
voz queda.
Ataron los caballos a los árboles, en un lugar cerca del agua, donde los
animales pudiesen beber y donde hubiese pasto. Después se pertrecharon con
arcos, cuchillos y espadas. Lesso iba al frente, seguido por Gundemaro.
Comenzaron a subir, saltando entre las peñas. Con yesca y pedernal, el
cántabro encendió una antorcha. Todo estaba lóbrego, la luna aún no había
salido y las estrellas fulguraban débilmente entre las hojas de los árboles. No
había nubes, el olor a bosque les colmaba la boca y los pulmones.
Treparon entre las rocas hasta llegar a los peldaños que ascendían por la
cascada; estaban resbaladizos, por lo que subían lentamente. A lo largo de la
caminata, la luna amaneció entre los árboles, una luna llena y redonda en la
que se veían las manchas, que parecían amenazadoras. Al llegar a la cumbre
sobre la cascada, aquella luna fría de invierno resplandeció iluminando Ongar.
Abajo, la fortaleza se erguía rodeada de fogatas; hasta la altura llegaba el
ruido de la fiesta. Los roccones celebraban la victoria. Desde tan lejos, Lesso
no podía identificar las figuras con precisión, pero advertía el caos
ocasionado por los roccones. El cántabro recordó cuando años atrás con
Aster, príncipe de Albión, había descubierto Ongar por aquella bajada. Deseó
llegar al valle donde muchos de sus compatriotas permanecían presos; sin
embargo, su misión era otra: desde donde se encontraban no se hallaba muy
lejos del gran paso del barranco, donde tendrían que someter a los vigías,
permitiendo el paso a Claudio con las tropas de Emérita.
Mientras tanto, Hermenegildo y los suyos galopaban rodeando las
montañas del valle de Ongar, hasta alcanzar el Deva no muy lejos de su
desembocadura. Abordaron el río en las grandes barcazas que se usaban
habitualmente para cruzarlo en aquel punto. Dejaron los caballos atrás con
algunos hombres. Wallamir, al subirse a la barca, se inquietó porque no era
hombre de agua. Los remeros bogaban cautelosos, el agua les salpicaba a
menudo y era fría. Los árboles dejaban caer sus ramas sobre la corriente de
modo que debían apartarlas para poder avanzar; por otra parte, gracias al
ramaje evitaban ser vistos. Su misión no era fácil: aproximarse remando
contracorriente varias leguas y encontrar un embarcadero muy cercano a la
fortaleza de Ongar. Hermenegildo miró hacia el cielo, las luces del firmamento
les alumbraban en aquella noche tan clara, sin una nube. Aún no habían
llegado al final del recorrido en la barca, cuando la luna apareció grande y
redonda sobre las montañas nevadas. Era una visión majestuosa desde el río,
con las montañas al fondo que brillaban blancas en sus cimas. La nieve hacía
que el plenilunio multiplicase su esplendor. La luz de la luna resplandecía
también sobre el agua del río creando una larga estela.
Al fin, las barcazas atracaron en un lecho de arena. No estaban lejos de
Ongar. Hermenegildo saltó a tierra con rapidez, desenvainó la espada y con
ella exploró el terreno con cuidado, intentando encontrar el camino. Estaba
preocupado por Nícer y Baddo, algo le unía a ellos. Nícer, al fin y al cabo, era
su medio hermano. Con Baddo había una relación especial, recordaba bien
cómo les había protegido. Se había percatado de que ella lo identificaba con
Aster. La noche en la que les detuvieron se sorprendió ante el grito de Urna, su
madre, y advirtió que, en el poblado, todos le relacionaban con Aster, el que
había sido su señor durante tantos años. Confiaba que Uma, Nícer y Baddo
estuviesen vivos. Al pensar en el grito de Uma al verle, algo se volvía confuso
en su interior: él procuraba no pensar en ello.
Desde el pequeño camino que salía del embarcadero, alcanzaron la vía
más ancha del valle, la que conducía directamente al castro y la fortaleza.
Andaban despacio, evitando producir ruido. Tras una revuelta del camino,
divisaron la fortaleza de Ongar, iluminada como si fuese de día. Las casas que
la rodeaban habían sido quemadas, aquello era lo que había originado el humo
oscuro que percibieron por la mañana desde el campamento. El aspecto del
poblado era desolador.
En la altura, se comenzó a escuchar un ruido rítmico de tambores. Junto a
él, el sonido de voces que de modo acorde entonaban algún tipo de canto
ritual.
Los luggones no sospechaban que alguien fuera a atacarlos, habían
derrotado a los de Ongar, y nadie más se les oponía en las montañas.
En un calabozo, en la fortaleza, se apiñaban hombres y mujeres. Nícer
ocultaba la cabeza entre las manos, hundido. Por primera vez en mucho tiempo
Baddo sintió conmiseración por su hermano, se acercó a él, apartando a la
gente, y le puso la mano sobre el cabello. «Mi bueno, mi fiel Nícer», le
susurró. Él retiró la mano de su hermana, no le gustaba que se compadeciesen
de él.
—Tú no tienes la culpa… —le dijo ella.
—Sí. La tengo. No debí utilizar la copa, la guardé en la fortaleza en lugar
de dársela a Mailoc. Es una copa ritual que lleva la bendición y la maldición
consigo. Los luggones se han vengado; y ahora el pueblo más beligerante y
peligroso es el que posee el poder… Tu madre, Uma, ha muerto; Ulge también.
Yo debiera haberlas protegido. Los roccones han asesinado a muchos. Nos
someterán a todos y nos obligarán a rendir culto a esos dioses inmundos. No
hay esperanza.
Baddo permaneció junto a él en silencio, entristecida por la muerte de su
madre y del ama. De todo lo ocurrido solo había algo bueno: que ella y Nícer,
después de tantos años de rencillas, estaban unidos. Entonces comenzó a oírse
el ruido de los tambores y los gritos rítmicos de la multitud. Los presos se
echaron a temblar.
Alguien gritó:
—¡Ha llegado el tiempo del sacrificio! ¡Vamos a morir!
Se abrieron las puertas del calabozo, y entraron los hombres de Abneo.
Con sus lanzas amenazantes apartaron a los que intentaban hacerles frente o
detenerles el paso; después apresaron a Baddo y a Munia.
Nícer se levantó, enfrentándose a ellos:
—¿Qué vais a hacer con mi hermana?
—Concederle un gran honor, ofrecérsela a Lug.
—¡No…! ¡No lo haréis!
Ellos rieron y, golpeándole, lo empujaron hacia atrás.
Condujeron a las dos mujeres al patio principal de la fortaleza.
Allí, medio borracho, derrengado en una especie de trono de cuero y
madera, Abneo presidía los ritos a Lug.
—¡A ver…! ¿Qué me traéis?
Al distinguir a Baddo, pronunció torpemente algunas palabras:
—Pero si es la hija de Aster, la que se negó a desposarse conmigo.
Se acercó a ella, que notó su hedor alcohólico cerca de la cara, sintiendo
una gran repugnancia.
—¡Lástima que Lug las desee vírgenes!
Después vio a Munia:
—¿Y tú? Eres también muy bella, se rumoreaba que Nícer pensaba
contraer matrimonio contigo, hasta que se comprometió con mi hija.
Toqueteó de una manera indecente a Munia, que se estremeció.
—Ninguna de las dos va a hacer nada más… Os conduciremos al reino de
Lug. Allí seréis diosas y él aplacará su sed de venganza. Llenaremos la copa
de Lug con vuestra sangre, la beberemos y después moriréis.
Munia palideció a punto de caer; finalmente con un gran esfuerzo, pudo
sostenerse.
En el centro del patio de la fortaleza, habían construido una pira, a la que
se subía por unos escalones. Las hicieron subir y las ataron cada una a un palo
en medio de la leña. Cuando la luna apareció en el cielo, se escucharon gritos
entre el gentío; entonces se acercó a ellas el sacrificador con una hoz dorada
en las manos, pronunciando unas palabras en una jerga antigua. Baddo, al ver
cómo se aproximaba la hoja afilada al cuello, pensó que había llegado su fin.
El verdugo la hirió con un corte fino del que comenzó a manar sangre, la
recogió en la copa sagrada, la mezcló con vino, en el que añadió algunas
hierbas, posiblemente alucinógenos. Inmediatamente realizó el mismo gesto en
Munia. Juntó también su sangre y mostró la copa al pueblo.
El sacrificador ofreció la copa a Abneo. Primero bebió el jefe y después
fue pasándola a todos los que tenían más alcurnia. Cayeron de rodillas al suelo
y perdieron el conocimiento, experimentando movimientos convulsos.
Los luggones danzaron en torno a Baddo y a Munia, que sentían una
debilidad extraña quizá provocada por la pérdida de sangre, que no cesaba de
manar. Durante un corto espacio de tiempo solo se escuchaba la música ritual.
Los jefes de los luggones yacían en el suelo, Baddo pensó que parecían
muertos.
El sacrificador se aproximó de nuevo a las mujeres, era el fin. Tomó fuego
de una antorcha y lentamente lo elevó hacia la luna, hacia el Oriente y hacia el
Occidente. Se escuchó un grito y, al fin, aproximó la llama a la pira. Munia
estaba ya sin sentido. Las llamas comenzaron a rodear a las dos jóvenes.
Baddo no podía respirar, pensó que iba a morir.
Entonces una flecha surcó el aire y se clavó en el vientre del sacrificador y
luego otra y otra más. La gente medio borracha o enteramente ebria no sabía lo
que estaba ocurriendo, se oyeron gritos. Abneo y los otros jefes estaban caídos
sin conocimiento. Después se comprobó que algunos habían muerto ya por
haber bebido sangre de la copa.
Desde la muralla de la fortaleza comenzaron a descolgarse unos cuantos
guerreros godos. Se oyeron gritos. Pronto Baddo vio a su lado a aquel que se
parecía tanto a su padre, el godo Hermenegildo; quien recogió del suelo la
copa caída de manos del sacrificador. El godo, ayudado por sus hombres, les
cortó las ataduras a Baddo y a Munia. Separaron a las jóvenes de la pira, que
continuó ardiendo. Después se dispusieron en círculo en torno a ellas y
empuñaron las espadas.
Los roccones que montaban guardia fuera de la fortaleza, ajenos a la fiesta
y, por tanto, sobrios, al oír el tumulto entraron para auxiliar a los hombres de
Abneo, y atacaron a los godos de Hermenegildo. Se oyeron cuernos y tubas
llamando a todos al combate. La fortaleza se llenó de roccones. Los hombres
de Hermenegildo se dispusieron a luchar. Su situación se volvió desesperada,
la batalla parecía perdida, a pesar de que Abneo estaba ya muerto.
—Debemos salir de aquí, estamos al alcance de las flechas… —le dijo
Lesso.
Los godos se cubrieron con los escudos y comenzaron a retroceder hacia
los muros de la fortaleza, arrastrando con ellos a las jóvenes, heridas. Cuando
la situación se hacía más insostenible, se escucharon gritos fuera; eran los
hombres de Claudio, con ellos Gundemaro y Wallamir, hispanos y godos
atacaban la fortaleza de Ongar.
Combatieron palmo a palmo la batalla. Fusco, que se había unido al grupo
de Gundemaro, penetró en la fortaleza y se dirigió adonde habían encadenado
a Nícer. Lo liberó y con él a muchos de los hombres de Ongar que se sumaron
a la lucha.
Al amanecer, la luz del sol hizo brillar la sangre de los caídos en la
batalla. Habían muerto muchos roccones, algún godo y bastantes hombres de
Ongar.
Se escuchó a Mehiar decir a Hermenegildo:
—¿Vosotros los godos liberáis a vuestros enemigos, los de Ongar?
—Nosotros, los godos, luchamos con nuestros hermanos los hombres de
Ongar. —Después, se volvió hacia Nícer y, mirándolo fijamente, le dijo:
—Nunca más reine entre nosotros la desunión y la guerra… A estas
palabras dichas en un tono muy alto, contestaron todos con clamores de
conformidad y alegría.
La traición

Corría un viento muy fresco que provenía de las montañas. Cuanto más se
acercaban al norte, el aire se volvía más helador, les arañaba continuamente el
rostro. En el cielo cruzaban nubes grisáceas entreveradas con la luz del sol. El
suelo, empapado por las últimas lluvias, había embalsado lagunas de agua
clara por doquier. Los caballos levantaban mareas en aquellos charcos
enormes, galopaban deprisa. Una vez que se hubo decidido, él, Recaredo, no
se detenía; debía cumplir lo encomendado y quería hacerlo cuanto antes; pero
le costaba obedecer y recuperar la copa que, poco tiempo atrás, había dejado
en las manos de Mailoc. Al cabalgar, observaba de refilón el rostro impasible
de Sisberto; no tenían nada en común y era incapaz de hablar con él. Sisberto
era un hombre extraño, extremadamente callado y fiel a su padre. Miró la
cicatriz que le cruzaba el rostro y su perfil de águila, en donde una mirada
fanática y decidida se dirigía siempre adelante. ¿Qué estaría pensando? Sabía
que le había molestado que le quitasen el mando, dándoselo al joven
Hermenegildo, pero no se había rebelado activamente, ni había protestado.
Ahora cabalgaba junto a Recaredo y no decía una sola palabra, ni siquiera un
gesto para quejarse del frío que bajaba de las montañas.
Desde un altozano divisaron a lo lejos el campamento junto a la orilla del
río, las tiendas agrupadas unas junto a otras en largas hileras. El recinto
mostraba un aspecto diferente al de otras veces, de su interior no salían las
humaredas de las fogatas. No vieron, como era habitual, a los hombres
gritando o armando jaleo. Solo se divisaba algún perro deambulando entre las
tiendas, la guardia en la entrada y un siervo que trasladaba leña de un lugar a
otro. A Recaredo le pareció extraño tanto silencio y tanta falta de movimiento.
Al llegar, la guardia los saludó y les abrió paso. Solo quedaba un pequeño
destacamento en el fortín.
—¿Dónde están?
—En Ongar.
—¿Ongar?
—Hace unos días se vio un extraño fenómeno en las montañas; una
columna de humo se elevaba en el horizonte. Averiguamos que los roccones
habían atacado Ongar y habían conseguido entrar prendiéndole fuego. Llegaron
unos hombres de allí pidiendo ayuda. Nos explicaron que los roccones
pensaban celebrar una fiesta a su dios en el plenilunio y realizar sacrificios
humanos, matando a algunas mujeres. Con la ayuda de los propios hombres de
Ongar, Hermenegildo descubrió las entradas, organizó el ataque y ahora ha
vencido.
—Iremos a Ongar…
El guarda interrumpió, orgulloso de la victoria:
—Podéis ir cuando y como queráis, los pasos están libres gracias a
nuestro señor, el príncipe Hermenegildo, que Dios guarde muchos años.
La faz de Sisberto palideció, envidiosa, al oír la victoria del hijo mayor de
Leovigildo. Recaredo se alegró. Con Amaya conquistada y los pasos abiertos
en las montañas, la campaña del norte tocaba a su fin. El sol del reino godo se
elevaba sobre las montañas, y su águila imperecedera dominaba para siempre
sus cumbres. Con la paz vendrían tiempos mejores.
Sin detenerse sino para cambiar de caballos, Recaredo y Sisberto salieron
del fortín. El sol aún resplandecía alto sobre la cordillera. El camino parecía
distinto al de tantas otras veces, se escuchaba el trinar de los pájaros entre los
árboles, y el paso de las nubes sombreando el suelo ya no parecía amenazador
como antaño. La paz había llegado a las montañas, una paz fruto de la victoria
y de los acuerdos alcanzados entre los godos y los hombres de Ongar.
Avanzaban sin precaución, disfrutando del paisaje; los desfiladeros de
piedra cubiertos de verdín se abrían a su paso, y el sonido del río a sus pies
era armonioso. Al llegar a una curva del camino, donde antaño les hubieran
saludado flechas y pedruscos, encontraron un destacamento godo que se
dirigía a la base. Se detuvieron; el que iba al frente bajó del caballo.
—No hay peligro ya en estas montañas, hemos hecho prisioneros a los
jefes de los roccones, y todos los demás han huido. Los de Ongar están de
nuestra parte.
—¿Falta mucho?
—Seguid el camino sin desviaros… llegaréis antes de que haya
anochecido.
Efectivamente, el sol se había ocultado ya entre las montañas, pero aún
destellaban los últimos rayos del ocaso cuando llegaron a la entrada de Ongar.
Desde lo alto vieron el valle, todavía salía humo de algunas casas quemadas
por la furia de los roccones; pero la gran fortaleza de los jefes de Ongar se
hallaba indemne. En el valle no existían murallas ni cercados. Recaredo se
acordó de cómo Nícer le había explicado tiempo atrás que las murallas de
Ongar eran los picos siempre enhiestos de la cordillera cantábrica. Entre las
casas jugaban los niños, que ya habían olvidado el sufrimiento de la guerra y
corrían persiguiéndose unos a otros.
Fue Wallamir el primero de los capitanes que salió a recibirlos.
—Salud, noble hijo de Leovigildo… ¡Hemos vencido! Hermenegildo y el
jefe de este pueblo, un tal Nícer, han firmado un acuerdo de paz.
—¿Dónde está mi hermano?
—Os acompañaré. ¿Tú sabías que tu hermano Hermenegildo era capaz de
realizar sanaciones?
—Aprendió con mi madre.
—Ha realizado una curación portentosa. Las mujeres que iban a ser
sacrificadas, una de ellas, la hermana del jefe de Ongar…
A estas palabras, Recaredo se estremeció. Wallamir continuó hablando:
—… Habían sido drogadas con unas sustancias alucinógenas y habían
perdido mucha sangre. Hermenegildo preparó un tónico con distintas hierbas y
lo mezcló todo en una copa, se lo dio y la mujer ha despertado.
Recaredo apenas le oía, acelerando el paso, con rápidas y fuertes
zancadas, recorrió los patios siguiendo a Wallamir. Al fin, alcanzó una
cámara. En el centro de la estancia había un lecho. Allí yacía Baddo y, sentado
junto a ella en el borde de la cama, se encontraba Hermenegildo. En la
penumbra, a los lados de la cama, otras figuras que Recaredo no supo
identificar. Junto al lecho, en una mesa baja, Recaredo pudo ver una copa de
oro con un líquido claro en su interior; de vez en cuando y a pequeños sorbos,
Hermenegildo se lo hacía tragar a Baddo.
Al oír los pasos en la habitación, Baddo levantó la vista. Allí estaba
Recaredo. Baddo se ruborizó al verse en aquella situación ante él. Entonces
ella rompió el silencio y señalando a Hermenegildo le dijo a Recaredo:
—Me ha salvado, vuelvo del mundo de la muerte.
Después, dirigiéndose a su salvador, le dijo:
—¿Cómo podré agradecer lo que has hecho por mí?
A lo que Nícer también preguntó:
—Sí, dinos cómo corresponder a lo que has hecho por este pueblo de
Ongar. Nos has defendido contra nuestros enemigos y has salvado a mi
hermana.
Confuso, Hermenegildo rechazó el reconocimiento.
—Solo he realizado lo que debía hacer en justicia.
—Te daremos lo que nos pidas.
Sisberto solo tenía ojos para la hermosa copa. Entonces, en la sala se oyó
una voz agria con un fuerte acento godo.
—Por orden de nuestro señor el rey Leovigildo procedo a confiscar la
copa, ya que esta copa pertenece a Sunna y a la iglesia arriana de Mérida.
Era Sisberto.
—¡No puedes consentir eso! —exclamó Baddo, dirigiéndose a Recaredo.
El hijo menor de Leovigildo, asintiendo a las palabras de Sisberto y con
voz algo velada por la vergüenza, corroboró.
—Ha de hacerse así…
Los cántabros se llevaron las manos a las espadas.
—La copa es la copa sagrada de Ongar y no saldrá de estos valles.
Hermenegildo callaba contemplando la escena.
—Nos debéis la libertad —dijo Recaredo.
—Se la debemos a Hermenegildo.
—Sí, pero él es tiufado del ejército godo y capitán. Esta copa es un botín
de guerra y en realidad pertenece a la iglesia de Mérida, ahora la requiere
nuestro gran rey Leovigildo.
Recaredo se dirigió a Hermenegildo, hablándoles con dureza como nunca
antes lo había hecho.
—Son órdenes del rey. Hay que cumplirlas. Esa copa no puede
permanecer aquí porque no es seguro. En ella va el destino del pueblo godo.
Debes ayudarme. Juro por lo más sagrado que la copa tornará aquí cuando
llegue la paz, pero ahora nos es necesaria.
Recaredo tomó el cáliz de las manos de Baddo, en el fondo de la copa
quedaba algo de líquido, que vertió al suelo.
Entonces Nícer desenvainó su espada.
—La copa sagrada no saldrá de los valles de Ongar, perteneció a nuestro
pueblo durante generaciones, no lo consentiré…
—¡No se vierta la sangre entre nosotros! —gritó Hermenegildo.
De las sombras surgió una figura, era Mailoc.
—La copa sagrada volverá a estos valles, quizás aún no es el tiempo. No
corra la sangre de hermanos en el sagrado valle de Ongar.
Entonces Recaredo, conciliador, se dirigió a Nícer.
—Te lo juro por lo más sagrado, por la sangre de la que fue nuestra madre,
la copa volverá a Ongar algún día…
—No, no te la llevarás —dijo Baddo.
Recaredo se acercó a ella, con voz tan trémula como abochornada, le
prometió:
—Te juro que la copa volverá a ti. Es necesaria para que llegue la paz.
—Los godos os han salvado… —habló Mailoc intentando poner paz—.
Tú, Nícer, no supiste hacer buen uso de ella… Algún día, cuando estés
preparado, la recuperarás.
—Tu mando, mi señor Hermenegildo, era únicamente momentáneo —dijo
Sisberto—. Ahora soy yo quien da las órdenes. La copa volverá al que tiene
poder sobre todos nosotros, nuestro señor el rey Leovigildo.
Hermenegildo se mordía los labios y contraía los puños, que se volvieron
blancos en los nudillos. Bajó la cabeza. De la estancia salieron Recaredo y
Sisberto con la copa. Este último reclutó a muchos de los godos que habían
tomado parte en la batalla de Ongar y se los llevó con él. Sin demora,
emprendieron el camino hacia el sur. Nadie los siguió. Era ya de noche, una
noche sin nubes, con el cielo plagado de estrellas pero en la que no brillaba la
luna.
Dentro de la estancia, al salir Recaredo, Baddo lloró, se sentía
traicionada. No entendía su cambio de proceder, su actitud prepotente. Le
comparó, serio y dominante, con Hermenegildo, el que la había curado, y
pensó que quizá la diferencia entre ambos radicaba en que por este último
corría la sangre de Aster, su padre. Aunque quizás él no lo supiese.
Los días siguientes, Hermenegildo y Nícer colaboraron juntos en la
reconstrucción de Ongar. Los soldados godos, fundamentalmente aquellos que
habían venido con Hermenegildo desde Mérida, obedecían las órdenes del que
había sido su capitán y los había conducido a la victoria.
Muchas veces, Hermenegildo se retiraba a la cueva con los monjes. Nunca
se supo lo que se habló allí o lo que hacía dentro, pero siempre salía
confortado.
Cuando en Ongar se hubieron despejado los restos de la batalla y las casas
de los moradores comenzaron a reconstruirse, Hermenegildo se despidió de
Nícer y de Baddo; se fue al campamento godo en las estribaciones de la
cordillera cántabra. Aconsejó a Nícer que rearmara los puestos de vigilancia
en las montañas frente a los enemigos que podrían volver. El jefe cántabro,
arrodillándose, le rindió pleitesía.
Hermenegildo, rodeado por sus fieles Claudio y Wallamir, reemprendió el
camino hacia el campamento en el Deva, en la entrada de las montañas.
Baddo, ya repuesta, le siguió corriendo agitando la mano hasta la salida
del poblado. Con ella iban muchos a los que había curado, muchos que le
amaban.
Ordenes de Leovigildo

Al regresar al campamento junto al Deva, Hermenegildo fue requerido a la


base del ejército godo en Amaya. Con él fue Segga, el nacionalista godo, a
quien se le habían dado órdenes de conducir encadenados a los numerosos
prisioneros —roccones y orgenomescos— que se habían capturado en la
batalla de Ongar. Hermenegildo vio cómo marchaban delante de él,
aherrojados y sometidos a golpe de látigo. Aquello no le gustó.
En Amaya, Hermenegildo esperó órdenes. Le llegaron unos días más tarde,
de la mano de Recaredo, quien había ido a Leggio a entregar personalmente la
copa de poder a su padre.
—Nuestro padre está orgulloso de que hayamos dominado a los cántabros
y que la copa sagrada esté de nuevo en manos godas. La entregará a Sunna, el
obispo arriano de Mérida.
Hermenegildo no podía dar crédito a lo que estaba oyendo, su hermano se
comportaba como si todo lo que habían hablado durante aquellos años, como
si la promesa hecha a su madre, le fuese indiferente. Indignado, Hermenegildo
le contestó:
—¡Nunca debió haber llegado allí! Has hecho lo contrario a lo que
juramos a nuestra madre en su lecho de muerte. ¡Me opongo a tu actitud!
Recaredo enrojeció, su piel blanca y fina se encendió:
—¡Debemos obediencia a nuestro padre y tú no quieres aceptarlo!
—¡También adquirimos un compromiso ante el lecho de muerte de nuestra
madre! —le gritó—. Un compromiso que nos obligaba gravemente y que tú
pareces olvidar. Sabía que nuestro padre te prefería y nunca entendí el motivo,
ahora lo veo claro. ¡Tú estás hecho de su misma pasta!
—¿A qué te refieres?
—El gran rey Leovigildo atormentó a nuestra madre en aras de sus
intereses. Ella solo nos pidió una cosa y tú has abjurado de tus promesas.
La voz de Recaredo salió sin firmeza, mientras afirmaba:
—Estás equivocado, yo cumpliré lo que prometí, pero no lo haré ahora.
Esa copa es la copa de poder y el reino godo la necesita para ser fuerte,
dominar a sus enemigos y alcanzar la paz.
Hermenegildo, furioso, no quiso seguir hablando, se sentía alejado de
aquel que había sido más un amigo que un hermano. La sed de ambición y de
poder le había sido contagiada por su padre y, en eso, los dos hermanos no
podían estar de acuerdo. Él, Hermenegildo, buscaba la justicia y, ahora lo
advertía bien, había muchas cosas injustas en el reinado de su padre, muchas
que no compartía. Recaredo intentó congraciarse con su hermano y prosiguió:
—Nuestro padre está orgulloso de cómo has llevado la campaña del norte;
quiere que regreses a Toledo. Mientras tanto, aquí continuaremos la campaña
atacando a los suevos. Yo me quedaré algún tiempo más para organizarlo todo
según la mente de nuestro padre.
—¿A qué te refieres?
—Nuestro padre quiere que se deje un destacamento que controle a los
cántabros…
—Prometí a Nícer que serían libres.
—Por supuesto que lo serán, pero tendrá que haber una guarnición goda a
la entrada de los valles y protección para los caminos.
—Ahora ya no son necesarias, ellos tienen su propio sistema de defensa;
de hecho ya se han montado de nuevo los puestos de vigilancia en las
montañas.
—¿Vigilancia? ¿Contra quién? Nosotros somos sus amigos y protectores.
Las otras tribus están dominadas. Haré que desaparezcan esos puestos de
vigilancia.
—¡Haz lo que quieras! Tendrás que explicárselo a Nícer y también…, ¿ya
no te importa nada?… a Baddo.
Los músculos del rostro de Recaredo se tensaron, bajó la cabeza y
confesó:
—Quiere también que se descabece a todos los jefes de los rebeldes.
—Es decir, a Nícer. ¿Serás capaz de atacar a tu propio hermano?
—Yo sabré cómo hacerlo —dijo Recaredo—, sabré contemporizar.
Hermenegildo se acongojó al ver a su hermano tan ofuscado. En aquel
momento, Recaredo le pareció la viva imagen de su padre Leovigildo. Era
como si hubiese madurado de repente y, al hacerlo, se hubiese convertido en
un lacayo de aquel rey tiránico y cruel, al que ahora Hermenegildo comenzaba
a odiar. Su hermano parecía otro; un hombre, duro y legalista, obediente a un
padre al que admiraba y temía.
—¿Cuándo tengo que irme? —le dijo secamente Hermenegildo.
—Lo antes posible.
—Lo haré. Solo te ruego que no dañes a los cántabros, te lo pido por
nuestra madre.
No se despidieron como antaño, una barrera se elevaba sutilmente entre
ellos. Hermenegildo, rodeado de muchos capitanes godos, partió hacia el sur.
En las montañas, al desaparecer la copa, los roccones se levantaron de
nuevo contra el resto de las tribus cántabras. La cordillera tornó a ser un lugar
peligroso y oscuro.
Una mañana, Recaredo abandonó Amaya y se encaminó al campamento
godo sobre el Deva, a la entrada de los pasos que conducían a Ongar y que
nuevamente se habían cerrado.
Alguien lo había llamado.
La promesa

Recaredo galopaba sin descanso, se alejaba de Ongar. En su montura, delante


de él, iba Baddo. Su montañesa le había llamado y él había acudido junto a
ella. Baddo había optado por un camino arriesgado depositando su honra y
todas sus esperanzas en él. A pesar de todo, a pesar de lo ocurrido con la
copa, a pesar de que en Ongar se le consideraba un renegado, Baddo le
disculpaba y confiaba en él. Por su parte, Recaredo le juró que nunca más se
separarían.
Hermenegildo estaba lejos, jamás hubiera aprobado aquel rapto: le
hubiera parecido una locura, porque no se fiaba ya de Recaredo.
Al galopar, Recaredo apoyó su cara en el pelo de la hija de Aster, y guio
el caballo con más fuerza, hacia delante. El olor a mujer le llenó el cuerpo y
se apretó fuerte contra ella. Con una mano en las riendas guiaba al bruto
mientras que con la otra acariciaba el cabello de Baddo, que le caía en rizos
oscuros por la espalda. Ante aquel gesto de él, ella se turbó.
Cruzaron un bosque, agachándose para no ser golpeados contra las ramas.
Baddo notó el peso del cuerpo amado de Recaredo sobre su espalda. No sabía
adónde la conduciría el destino, pero ella no soportaba estar lejos de él,
perderle.
Los días en los que habían estado separados, desde aquella noche aciaga
en la que él se llevó la copa, se habían tornado grises y monótonos para ella.
En aquel tiempo, Nícer ya no la abrumaba para que contrajese matrimonio con
uno o con otro. Tampoco la obligó a regresar al convento. Sin embargo, la
fortaleza de Ongar, sin su madre y sin Ulge, con Nícer luchando contra los
roccones y constantemente fuera, se tornó un lugar agobiante y triste. Entonces
regresaron a su mente los días aquellos en los que por la nevada,
Hermenegildo y Recaredo hubieron de permanecer en Ongar; los juegos en la
casa de Fusco, el baile bajo las hogueras, las palabras ardientes de él. Su
futuro, su destino, ella lo intuía, no estaba ya en Ongar. Entonces, habló con
Lesso y él, que había amado a los hijos de Jana y Aster, la ayudó e hizo llegar
un mensaje al hijo del rey godo. Él acudió a su llamada y escaparon hacia más
allá de las montañas del valle del Deva.
En su huida de Ongar, cabalgando junto a Recaredo, Baddo deseaba que
aquel momento, aquella galopada que la conducía a la libertad y al amor,
durase para siempre.
Desde una loma divisaron el campamento godo. Las tiendas de campaña se
agrupaban en hileras, salía humo entre ellas. Baddo había dejado su mundo
atrás, el mundo de su niñez, y no sabía a qué se estaba enfrentando. Era una
locura, pero Baddo siempre había sido una rebelde, una inconsciente, una
loca.
Recaredo no la condujo a su pabellón sino que fue custodiada como si
fuese una rehén en otra tienda del campamento, al cuidado de la vieja esposa
de uno de los oficiales. Después, él se ausentó unos días. Baddo se sintió sola
y prisionera, contaba los minutos para volver a estar con él.
Con la mujer que la custodiaba, Baddo comenzó a coser, a realizar las
pequeñas tareas del hogar que siempre había odiado. Quería ser una buena
esposa; se acordaba de Brigetia, la mujer de Fusco, y quería ser como ella. Se
sentía sola porque Recaredo prohibió que, en su ausencia, nadie entrase allí
sino gente de su entera confianza. Quería protegerla de sus hombres y temía
que Nícer regresase a buscarla.
Una noche, él apareció en la tienda. Al verlo, Baddo se ruborizó.
Recaredo se sentó a su lado, le habló de la copa, le contó cómo su padre la
había requisado y enviado al sur. Le juró que algún día la conseguiría y la
devolvería a la cueva de Ongar. Después, hablaron de Hermenegildo. Baddo
percibió el intenso afecto que Recaredo profesaba a su hermano.
Había algo más que él quería decirle, pero no era capaz.
Al fin, con gran esfuerzo, él masculló:
—Yo… yo… quiero que seas mi esposa… pero…
Ella le miró y tembló, aquello ya lo había hablado en Ongar, tiempo atrás,
la noche de su despedida. ¿Qué peros había ahora? ¿Qué le ocurría? ¿Por qué
dudaba?
—Mi padre quiere que contraiga matrimonio con una princesa franca, pero
yo no puedo vivir sin ti. Tampoco soy capaz de enfrentarme a mi padre.
—¿Entonces…? —le dijo ella.
Recaredo se detuvo contemplando el rostro adorado, los ojos relucientes
de ella, su nariz fina, su labio inferior gordezuelo que le pedía que la besase.
¡Cuánto la amaba! Pero por eso mismo debía respetarla, era la hermana de su
hermano. No podía ser su concubina y aún menos una barragana. Tampoco
quería perderla y que regresase a Ongar para que un día fuese obligada a un
matrimonio con algún guerrero cántabro.
Por fin, él se explicó, avergonzándose un tanto de su respuesta, una
respuesta en la que intentaba conciliar su amor hacia ella con el temor
reverencial a su padre; una respuesta que él sabía era la de un cobarde.
—Serás mi esposa, pero nadie debe saberlo. No puedo enfrentarme con mi
padre… ¿Querrás ser mía?
—Ya lo soy, desde el día del torrente lo soy. Te debo la vida…
—No. Se la debes a Hermenegildo.
—Te debo la vida —repitió Baddo—, porque sin ti nada ya tendría
sentido.
Se enterneció porque también para él la vida estaba vacía sin ella. Sin
embargo, él no se había jugado honra y futuro, lo que sí había hecho ella por
él.
—Hablaré con Mailoc. Él nos bendecirá y después te trasladarás a mi
tienda.
Unos días más tarde. Mailoc, llegado desde Ongar, les unió en una sencilla
ceremonia. Se emocionó durante el rito. Quizá le parecía ver de nuevo a la
madre de Recaredo y a Aster. Fue en una mañana clara de frío invierno, los
días comenzaban ya a crecer.
La guarnición goda permaneció allí seis meses más. Ambos, Baddo y
Recaredo, en medio de una guerra, aislados del mundo, encontraron su dicha.
Después, las huestes godas se movieron hacia el oeste, a atacar el reino
suevo. Él le pidió a Baddo que le esperase, le juró que volvería y ella le
creyó, como siempre le creyó; le creyó porque le amaba.
Al levantarse vieron el campamento cubierto por varios palmos de nieve.
Mientras él se alejaba, a Baddo se le quebraba el alma en dos. Confiaba
ciegamente en Recaredo, pero la distancia era tanta, los peligros del viaje, tan
diversos, y sus deberes en el sur, de tal naturaleza, que a Baddo le parecía que
nunca más le volvería a ver. Sin poderlo demorar más, Recaredo hubo de
partir. Ella le siguió saltando en la nieve, y él azuzaba a su caballo, queriendo
no verla. Al llegar a lo alto de la colina, Baddo no pudo continuar.
Después advirtió que había alguien a su lado, era Lesso.
—Te conduciré a Ongar. Recaredo me lo ha pedido. Ten confianza en él,
volverá.
Juntos regresaron a Ongar. Nícer fue el primero en evidenciar su estado.
Rugió de cólera.
—¿Que volverá…? ¿Que esperas un hijo de él? ¿Que eres su esposa…?
¿Que nadie lo sabe? Palabras, palabras y promesas vanas. Un godo no cumple
sus promesas y menos con una montañesa que está a millas de distancia. Si
tanto te ama, ¿por qué no te ha llevado con él?
No le contestó. Esa misma pregunta se la había hecho ella cien veces.
Conocía la respuesta, él tenía miedo de su padre; lo respetaba y no quería
contrariarle. Pero aquella respuesta le dolía porque se daba cuenta de que el
temor a su padre era superior a cualquier otro afecto en el alma de Recaredo;
incluso al amor que le profesaba a ella.
Baddo se mantuvo en silencio, quieta, mirando hacia el suelo, mientras
Nícer continuaba expresándose furioso.
—Nos has deshonrado. Si Hermenegildo hubiera estado con él, esto no
hubiera sucedido. Ese hombre no sabe lo que es el respeto ni la decencia.
Ella lo escuchó entre lágrimas, mientras Nícer le decía duramente:
—Ya sabes tu destino; te irás fuera del poblado, como van las mujeres de
mala vida. ¡Nunca me has respetado, nunca me has hecho caso! Esta es la
conclusión de todo. No quiero que te vean. Vivirás cerca de la casa de Fusco,
su familia te protegerá. No quiero que te relaciones con nadie de Ongar. ¿Qué
autoridad voy a tener para ellos si mi propia hermana no me respeta?
La historia del hijo del rey godo

Recaredo se había ido muchas lunas atrás, tantas que a Baddo le parecía
imposible que nunca hubiese estado con él. Ella solo tenía un consuelo: su hijo
pequeño. Por deseo de su padre se llamaba con el nombre de Liuva, que
quería decir «el amado» y era el nombre del hermano del gran rey Leovigildo,
fundador de la nueva dinastía de la que Recaredo formaba parte.
En los primeros años, Recaredo combatió en las cercanas tierras de los
suevos. Desde tiempo atrás, Leovigildo había querido controlar las ricas
tierras del noroeste, la antigua Gallaecia de los romanos, las tierras entre el
río Sil y el Miño, las tierras llenas de oro, las tierras del fin del mundo. Los
suevos se habían defendido de los godos durante más de doscientos años y
solían aliarse a los francos, de quienes recibían ayuda y armamento. Habían
sido católicos o arríanos según las conveniencias políticas. Ahora, finalmente,
eran católicos, quizá para acercarse a los francos y a la población autóctona.
Aquello no les valió de nada. Leovigildo había firmado un tratado de paz
con los francos, por eso ahora los suevos no estaban protegidos por su aliado
del norte. Además, las últimas campañas de los godos contra los cántabros
habían despejado la costa, impidiendo que llegasen ayudas desde las islas del
norte a la Gallaecia. Todos sabían que pronto empezaría la contienda. Al rey
Leovigildo solo le faltaba un pretexto para atacar a los suevos. El
desencadenante de las hostilidades fue algo, como ocurre siempre en las
guerras, de poca importancia. Un noble romano de la meseta norte llamado
Aspidio se rebeló contra los godos y pidió ayuda a los suevos, quienes se la
brindaron. Los godos, al frente de los cuales se encontraba Recaredo, atacaron
al noble Aspidio y, a la par, declararon la guerra a los suevos. La campaña
duró algo más de un año. Al fin, consiguieron someter a los suevos y su rey
Miro accedió a pagar un tributo en oro a la corte de Toledo.
Cuando la lucha contra los suevos acabó, Recaredo fue llamado por su
padre al sur. Antes de emprender el viaje a la corte de Toledo, de nuevo
regresó junto a Baddo por muy poco tiempo. Le contó a su esposa que
Leovigildo le había entregado una ciudad, llamada Recópolis, y que le había
nombrado duque. Permaneció poco tiempo junto a ella, escasamente el
necesario para conocer a su hijo recién nacido; después se fue durante muchas,
muchas lunas. Entonces llegaron los años de soledad, en los que parecía que el
hijo del rey godo nunca había estado en la vida de Baddo. En aquellos años,
de cuando en cuando y a través de los medios más insospechados, le llegaba
una carta o un presente que le recordaba que Recaredo no había sido un sueño,
que Recaredo existía.
Nícer se había desposado con Munia, quien le daba periódicamente hijos,
pero Baddo no frecuentaba su compañía porque tenía prohibido el acceso al
poblado, como si fuese una mujer perdida. Con frecuencia, Nícer se acercaba
a la cabaña en las montañas, fuera del poblado, donde moraba su hermana, la
casa cercana a la de Brigetia y Fusco, que la protegían. Nícer le insistía una y
otra vez que olvidase a Recaredo y que se desposase con uno o con otro de sus
hombres. Nícer nunca entendió a Baddo, intentaba defenderla y ayudarla, pero
ella no quería su protección. Baddo amaba a Recaredo.
Pasados los años, un día Nícer se acercó al refugio de su hermana para
anunciarle que había guerra en el sur entre Leovigildo y su hijo mayor; que
este último había reclamado tanto su ayuda como la de los suevos; que él iría a
la guerra con Hermenegildo. Baddo no se atrevió a preguntar por Recaredo,
pero ante su mirada inquisitiva, Nícer continuó informándole que su esposo se
había enfrentado a Hermenegildo y luchaba contra él, a favor de su padre. Le
dijo que Recaredo, como siempre, era un traidor, un renegado ambicioso.
La hija de Aster recordaba el intenso afecto que Recaredo sentía por
Hermenegildo, pareciéndole imposible que los dos hermanos pudiesen estar
en distintos frentes en aquella guerra civil. Baddo, de modo inexplicable, a
pesar de que Hermenegildo le había salvado la vida y lo amaba como a un
hermano, a pesar de que Recaredo la había abandonado, siguió confiando en
él.
La hermana de Nícer sabía que este hablaría siempre en contra de su
esposo, no le había perdonado la usurpación de la copa y mucho menos que se
hubiese desposado con ella sin mediar un permiso por su parte.
Pasaron los meses, Nícer volvió derrotado. A su regresó, se supo que
Hermenegildo había sido apresado en una ciudad al sur, en Córduba. Nícer le
narró a Baddo una historia de traiciones en las que Recaredo no desempeñaba
un papel airoso; también que su esposo planeaba casarse con una dama franca.
Baddo no quiso escucharlo; y siguió creyendo, a pesar de los pesares, llena de
dudas, en Recaredo.
El tiempo se volvió gris, y con él las nubes del recelo cruzaron por el
espíritu de Baddo. Rezaba al Dios de Mailoc, pidiendo que Recaredo
volviese, suplicando con todas las fuerzas de su ser que él regresase a por ella
y a por su hijo.
Una noche golpearon fuertemente en la puerta. Liuva prorrumpió en llanto,
tenía pocos años. Inmediatamente, se escuchó la voz de Fusco, quien,
aporreando la puerta, gritaba:
—Abre, hija de Aster…
Baddo descorrió la tranca, surgiendo ante ella la amada faz de Recaredo.
Él entró tambaleándose y la abrazó con ansia, como un náufrago a su tabla de
salvación, como un hombre rodeado de fuego se tira al agua. Entonces lloró.
Aquella fue la única ocasión en la que se vio llorar al gran rey Recaredo.
Había cambiado, había dejado de ser el adolescente de barba casi lampiña y
se había transformado en un hombre, muy fuerte, barbudo y musculoso. Sus
ojos claros eran los que Baddo recordaba, aunque ahora estaban llenos de
lágrimas.
—Ha muerto… —le dijo descompuesto.
—¿Quién…?
—Mi hermano… —se detuvo—, tu hermano, Hermenegildo o Juan, como
se hacía llamar en los últimos tiempos. Mi padre fue su asesino.
Apoyándose en Baddo, avanzó hacia el interior de la pequeña cabaña en la
que ella había vivido todos aquellos años. Estaba profundamente demacrado y
cansado de tan largo viaje. Fusco, prudentemente, optó por marcharse. Liuva
volvió a dormir. Entonces, en el silencio de la noche, Baddo se sentó junto a la
lumbre del hogar y él, el príncipe Recaredo, le contó su pesar y su traición:

«Nunca, te lo juro por lo más sagrado, quise dañar a Hermenegildo,


obedecí órdenes del rey, confié ciegamente en él. Desde la muerte de
Hermenegildo, el remordimiento y el horror llenan mi vida».

Baddo se acercó a él, quien sentado junto al fuego hablaba. Su cara, rojiza
por el reflejo de las llamas y por la vergüenza y el dolor, se arrugaba en la
frente y se contraía en las mejillas bajo el peso del sufrimiento. No parecía la
suya sino la de un hombre prematuramente envejecido. Baddo había amado a
aquel hombre y, por muy grande que fueran sus culpas, ella le seguiría amando
hasta el final del mundo, hasta que las estrellas cayesen del firmamento.
Ahora, débil y derrotado, Baddo le quería aún más que en los momentos de
felicidad, a la par que comprendía que su amor era sanador para él, que él lo
necesitaba. Recaredo agachó la cabeza entre sus manos, la escondió,
revolviéndose los cabellos con angustia. Baddo le abrazó para darle ánimos.
Tras reponerse un poco, levantó la cabeza comenzando a hablar, a contar la
larga historia que le había conducido de vuelta hasta ella:

«A la llamada de mi padre, Hermenegildo volvió al sur. No nos


despedimos. Él estaba enfadado por mi actitud con la copa, que le parecía
juego sucio. Le molestaba además que mi padre Leovigildo lo llamase con
tanta prisa y no entendía para qué se le requería en la capital del reino. Pidió
que le acompañasen sus fieles, Claudio y Wallamir. Con él llevaban a los
luggones que habían caído presos en la batalla de Ongar. Regresaban
victoriosos, pero él no estaba contento. La copa no se encontraba en el
santuario, en el lugar en donde siempre había debido estar, custodiada por los
monjes.
»Era invierno. Un tiempo desapacible los acompañó durante todo el viaje,
aunque al llegar a la meseta la luz del mediodía se abrió ante ellos, una luz
blanca y esplendente que cubría los campos de un color dorado. La luz del sur
alegró el alma de Hermenegildo y disipó gran parte de sus pesares. Cabalgaba
hacia la corte, allí estaba la mujer que en aquella época llenaba toda la mente
y el corazón de Hermenegildo, la hija de Severiano, y la hermana de Leandro,
una mujer sabia, bella y prudente, una reina para su corazón y para el trono de
Toledo. La amargura por haber perdido la copa cedió el paso a una cierta
conformidad. Había hecho todo lo que había podido; estoy seguro de que
soñaba pensando en que quizás algún día, cuando él fuese poderoso, podría
recuperarla de nuevo y conducirla adonde nuestra madre nos había pedido, a
los montes astures y cántabros; a un monasterio lejos de la codicia de los
hombres. Mientras tanto, debería obedecer los mandatos del rey.
»Hacía frío, el frío cortante de la meseta. Al llegar a las montañas de la
serranía, la nieve con copos finos, volando como plumas, se hizo presente. La
calzada romana se llenó de una fina capa de polvo blanco, que se rompía en
cada pisada. Miró tras de sí, sus hombres le seguían con dificultad, sobre todo
aquellos que no iban a lomo de un caballo. Decidió desmontar e ir más
despacio. Fue mirando a sus soldados uno a uno, confiaban en él; de entre
ellos distinguió a Román, hacía tiempo que no lo había visto. Caminó junto a
él, marcando su mismo paso.
»—Pronto estarás en los campos cerca de Emérita, con tu mujer. Vuelves
como un guerrero.
»—Me dirá que no regreso rico.
»—No hay grandes riquezas en los pueblos del norte… pero ¿te hubieras
vuelto atrás?
»—El hecho de servir a vuestro lado es ya un premio… Sé luchar, sé
defenderme y algo he traído en dineros y botín de la toma de Amaya. No me he
sentido esclavo sino un hombre libre luchando a vuestro lado, mi señor.
»Hermenegildo sonrió poniendo su mano sobre el hombro del siervo, con
confianza; el uno se apoyaba en el otro porque les costaba avanzar por el
aguanieve y la ventisca. Poco a poco dejaron de caer los copos de nieve y
llegaron a lo alto de la loma. Desde allí se divisaba un panorama hermoso, el
cielo se abría a retazos aunque en otros lugares permanecía gris marengo; el
sol, aunque seguía oculto entre las nubes, se colaba entre aquellos claros,
iluminando encinas y alcornocales en las laderas suaves de la montaña. Atrás
quedaban las altas cumbres llenas de nieve y más abajo, en la llanura, el
campo ralo, casi sin vegetación, del invierno en la meseta.
»De nuevo montó a caballo y lentamente se dirigió a la cabecera de las
tropas, donde marchaban Claudio y Wallamir. El primero regresaría a Emérita
con las tropas de su padre, pero antes debía presentarse en la corte de Toledo.
»Los tres cabalgaban juntos, al mismo paso. La ventisca había cedido y ya
no había nieve en el camino.
»—Se ha tomado Amaya y la cordillera cántabra sin demasiadas pérdidas
para nuestro ejército. Tu padre debería estar contento.
»Wallamir había tocado una vez más el asunto que más le dolía a
Hermenegildo, por lo que este se puso serio y replicó:
»—Nunca lo está. Nada es suficiente para él.
»Después de estas palabras, Hermenegildo se calló. No quería criticar al
rey, su señor y padre, Leovigildo. El rey no había demostrado ni una palabra
de encomio por la labor realizada, ni un gesto amigable. Quiso olvidar esa
curiosa actitud pensando que su carácter era seco e inflexible, que le exigía
como a hijo suyo para que fuese un buen guerrero. Sin embargo, en los últimos
tiempos, había recibido más reproches que parabienes de boca de su padre.
Movió la cabeza para disipar los malos pensamientos. Al fin y al cabo,
durante unos días le había nombrado capitán de las tropas del norte, y ¿no era
aquello un reconocimiento implícito a lo que habían luchado? Mi hermano se
animó pensando que en aquellos años él había tenido suerte, y no solo suerte,
lo consideraban uno de los guerreros más valiosos y valientes en el ejército
godo. Saberlo así le animaba sin llenarle de vanidad. A pesar de todo, a veces
le hubiera gustado un poco de reconocimiento por parte del rey delante de la
gente. Pero, quizás aún más que no se admitiesen sus méritos en la campaña
del norte, a Hermenegildo le dolía que la repartición del botín de guerra no se
hubiese hecho con justicia ni equidad; esto era aún más doloroso para él,
cuando pensaba en Claudio. Su amigo había aportado gran cantidad de tropas
de su familia a la campaña y no se le había recompensado como a otros. ¿Por
qué no le gustaba a su padre? Era un buen soldado, y había luchado con valor.
¿Sería porque era hispanorromano? Pero ahora más que nunca, Leovigildo se
apoyaba en los hispanos. O quizá, sencillamente, mi hermano no quería pensar
en ello, Claudio desagradaba a Leovigildo por la confianza ciega que
mostraba hacia el propio Hermenegildo. En cambio, a Segga, quien se había
apartado de su amistad, el rey le había recompensado con un buen lote del
botín y con el reconocimiento por sus hechos de armas. Unas hazañas que,
todos conocíamos, no habían sido demasiado sobresalientes.
»Claudio se dirigió a él, le parecía extraño que el rey los hubiese llamado
sin haber finalizado por completo una guerra que avanzaba satisfactoriamente,
y con la que estaban familiarizados.
»—¿Tienes idea de por qué te ha convocado tu padre con tanta prisa en
Toledo?
»—No me lo imagino. Creo que quiere empezar otra campaña en el sur. Ha
dividido el ejército en dos frentes; el uno combate a los suevos y el otro, en el
sur, a los orientales. Parece que voy a ser destinado al frente bizantino.
»—¿No sería lo lógico, ahora que está conquistada Amaya y la costa
cántabra desembarazada de enemigos, acabar de una vez por todas con los
suevos? —le preguntó Wallamir.
»—Las ideas de mi padre suelen ser lúcidas e inteligentes, pero no las
comparte con nadie —le contestó secamente Hermenegildo.
»—Dicen que se ha aliado de nuevo con los francos. Goswintha está en
ello.
»—Pues si Goswintha está en ello… Mi padre no atacará a los francos…
»Al notar la acritud de su respuesta, cambiaron de tema.
»—Has conseguido un gran avance sometiendo a los cántabros; ellos
confían en ti —dijo Claudio.
»—Me llegó un mensaje de mi padre diciendo que quería que los hubiese
eliminado por completo. Una masacre como la de Amaya, pero no lo hice;
preferí conseguir un pacto. No creo que mi padre esté contento de no haber
acatado sus órdenes.
»—El rey Leovigildo odia a los cántabros —le advirtió Wallamir—.
Recuerdo que mi padre sirvió con él, en la primera campaña. En aquella en la
que se liberó a tu madre.
»—Ella se entregó, él no tuvo que liberarla de nada. Se casó con ella
porque era el camino hacia el trono que le había señalado la propia
Goswintha.
»Wallamir y Claudio se dieron cuenta de que cada vez había más amargura
en las palabras del hijo del rey godo. Sabían cuán unido estaba a su madre;
también que Hermenegildo no congeniaba demasiado bien con la nueva reina.
»—Goswintha es una mujer inteligente y ambiciosa. Domina el reino
godo…
»—Quisiera no hablar de la reina —les espetó Hermenegildo en tono
amargo—. ¿No sabéis que he de llamarla madre y tratarla con deferencia?
Pero…, ¿qué tipo de mujer es esa que acepta casarse con un hombre cuando
aún está caliente el cadáver de la anterior esposa?
»Ellos le entendieron. La boda de Leovigildo y Goswintha había suscitado
críticas en todo el reino al considerarla una boda movida por el interés.
Incluso se decía que Leovigildo y Goswintha se habían entendido antes del
fallecimiento de la primera esposa del rey y que ella había sido su amante.
»—Te está esperando en Toledo. Se rumorea que le gustan los hombres
jóvenes… y a ti te ha mirado siempre con buenos ojos…
»Hermenegildo se enfadó ante las palabras de Wallamir, no le gustaban
aquellas bromas. Se acordó de cómo la reina, cuando aún no se había casado
con su padre, le había condecorado al llegar de la primera campaña del norte.
En aquella campaña se había sentido gozoso por haber apresado al cabecilla
de los cántabros. Ahora sabía que aquel hombre era el padre de su hermano
Nícer. La reina le había besado en ambas mejillas, como era la tradición, y en
aquel beso había algo de sensual que le había excitado. En aquel entonces se
había sentido ufano por su acción, aunque ahora no era capaz de recordarla
con orgullo. Desde que había estado en Ongar muchas de sus ideas habían
cambiado. Pensó que le hubiera gustado conocer a aquel hombre, al cabecilla
de los cántabros. El hombre que había aunado a las tribus tan dispares que
poblaban las montañas. Lesso le había hablado mucho de él, pero ahora Lesso
no estaba a su lado sino en Ongar, junto a Nícer. Mi hermano le echaba mucho
de menos. Lesso era un amigo y un hombre leal. Ambos confiábamos en él».
La reina Goswintha

«Llegaron a Toledo tras un largo camino, brillaba un sol de invierno. Las


aguas del Tagus discurrían entre paredones de piedra cubiertos de hielo. Las
laderas del profundo meandro en torno a la urbe relucían parcheadas por
restos de nieve. En las torres de las iglesias, la nevada había pintado un halo
de claridad. Todo era extraño y fantasmagórico. Pocas veces Hermenegildo
había visto la capital del reino godo bañada por la nieve. Los ruidos sonaban
de modo apagado, incluso las campanas doblaban de una manera extraña, su
tañido llegaba más lejos pero de modo más velado. Cerceaba un aire gélido,
que cortaba los rostros. Sin embargo, no sentían frío, quizás era por la
galopada, quizá porque habían llegado a su destino.
»Al atravesar el gran puente romano hollaron la nieve aún impoluta;
después subieron la cuesta que conducía a la ciudad con dificultad, en algunos
momentos los caballos estuvieron a punto de resbalar en la escarcha. En la
puerta de la muralla se detuvieron cuando les pidieron que se identificasen.
Después pasaron por delante de la plaza del mercado, ahora vacía de
vendedores por el mal tiempo. Enfilaron la pendiente hacia el palacio y
cruzaron sus murallas. Algunos hombres y mujeres se asomaron a las ventanas
para ver llegar al ejército del norte con sus banderas al viento, con los
cautivos y, al frente, el hijo del rey godo. Cuando llegaron a la plaza, el
temporal arreció de nuevo y las gentes se retiraron al calor del hogar. En el
centro del zoco, un gran pilón en el que solían abrevar los caballos o en el que
las mujeres recogían agua estaba helado.
»Cruzaron el segundo murallón, el que aislaba las estancias reales del
resto de la ciudad. Al llegar al patio de las caballerizas desmontaron. Los
cautivos fueron conducidos a la prisión y los soldados de a pie a un gran
cobertizo, donde pudieron comer algo. Los capitanes godos, con
Hermenegildo al frente, se dirigieron a las estancias reales, allí esperaron a
ser recibidos.
»A Claudio, Wallamir y Hermenegildo se les hizo eterna la espera, a causa
del agotamiento por el viaje. Fuera, la luz del sol en su ocaso coloreaba los
tapices que decoraban la estancia. Tomaron asiento en una gran bancada.
Claudio se quedó dormido, los otros callaron. De pronto, el gran portón de
madera se abrió, dejándose oír la voz de un paje que anunciaba al rey la
llegada de los hombres de la campaña del norte.
»Sobre un gran trono de madera labrada, ceñido por una corona áurea con
incrustaciones de piedras preciosas, escoltado por dos espatarios reales, se
hallaban el rey Leovigildo acompañado por la reina Goswintha. Dos lámparas
votivas de gran tamaño iluminaban a los reyes. De pie, vestida con una túnica
adamascada de color claro y ceñida por una diadema con perlas y oro, la reina
dirigió su mirada sobre ellos, unos ojos almendrados, rodeados por finas
estrías y con pestañas alargadas por algún afeite. El cabello, que había sido
quizá castaño, mostraba ahora el color rojizo de alguna tintura oriental. Los
labios pintados de rojo se abrían en una sonrisa estudiada y quizás un tanto
desdeñosa. Su cara era cuadrada, de pómulos elevados, frente amplia y
despejada. El busto, poderoso, se dibujaba bajo las líneas de su túnica. Una
hermosa figura en una mujer que se iba marchitando, pequeñas arrugas se
aglutinaban en los párpados y en los bordes de los labios, seguramente habría
pasado tiempo atrás los cuarenta años. Su belleza no era algo natural, sino
sumamente estudiada y arreglada con un cuidado exquisito; el atractivo de
alguien que quiere sobresalir y seguir siendo hermosa aunque el paso del
tiempo va dejando su huella. La mano descansaba sobre el hombro del rey, en
una actitud entre seductora y dominante. De cuando en cuando y a lo largo de
la conversación, el rey levantaba los ojos buscando la aprobación de su
esposa.
»Los tres oficiales inclinaron profundamente la cabeza ante los reyes
mientras doblaban las rodillas en señal de sumisión.
»—Habéis regresado de la campaña del norte, victoriosos según creo.
»—Sí, padre.
»—¡Has hecho tu voluntad…! —le gritó Leovigildo.
»—He hecho lo que me ordenasteis —respondió serenamente
Hermenegildo—, dominar a los cántabros. Toda la costa del norte, desde el
país de los suevos al de los vascos, está expedita y libre…
»El rey le interrumpió.
»—Mis órdenes eran no dejar con vida a ningún jefe cántabro y tú no las
has cumplido.
»—¡Nos rinden sumisión!
»—¡Ya no! —gritó Leovigildo—. Me ha llegado un correo del norte
diciendo que los pasos se han cerrado de nuevo. Los roccones son de nuevo
independientes…
»—¿Los roccones? —preguntó Hermenegildo.
»Se dio cuenta de que su padre, como la mayoría de los hombres del sur,
confundía una tribu con otra.
»—Sí. Los roccones y sus aliados. Esas tribus del norte deben ser
exterminadas una a una, y liquidados todos los jefes cántabros.
»Hermenegildo no habló, pero pensó para sí mismo: “Entre los jefes
cántabros, mi hermano Nícer… ¿Cómo demonios cree que voy a matar a mi
propio hermano? ¡Él lo sabe! ¡Sabe que es mi medio hermano!”. Pero sus
palabras no asomaron al exterior, su rostro se tornó como la grana por el
esfuerzo de callar.
»La voz suave, profunda y melodiosa de la reina, una voz que predisponía
los ánimos en su favor, cruzó la sala.
»—El príncipe Hermenegildo ha luchado con valor. Si bien no cumplió tus
órdenes, mi querido esposo, trae rehenes y, al parecer, hay paz en el norte.
»El gran rey Leovigildo pareció tranquilizarse con las palabras de su
esposa; ordenó que saliesen del salón regio los acompañantes de su hijo. La
reprensión había terminado, él sabía que a mi hermano le dolería más una
reconvención delante de extraños que a solas.
»Una vez que todos hubieron salido, el rey se levantó del trono, como para
dar mayor fuerza a lo que iba a decir a su hijo.
»—Te he mandado llamar por un asunto importante para ti y para toda
nuestra dinastía.
»Hermenegildo agachó la cabeza, con una cierta inquietud, y se preguntó a
sí mismo: “¿Cuál sería aquel asunto tan importante como para hacerle venir
desde el norte?”.
»—Como bien dice tu madre Goswintha, has luchado valientemente en la
campaña contra los cántabros y mereces una consideración por nuestra parte.
»Ahora, después de la reprimenda que había sufrido delante de sus
compañeros; escuchar que iba a recibir un premio le sorprendió; permaneció
en silencio, entre confuso y abrumado.
»—Sabes bien que debemos a nuestro amado antecesor Atanagildo, primer
esposo de la reina, la corona, que debió pasar a uno de sus hijos varones. Sin
embargo, la reina Goswintha solo pudo darle mujeres.
»El príncipe godo levantó la cabeza; no sabiendo adónde iba a conducir
aquello, notó que la reina se ponía tensa. El rey prosiguió:
»—A nuestra reina y señora Goswintha, de su matrimonio anterior le
sobrevive una única hija, la dulce Brunequilda… reina de Austrasia.
»Leovigildo se detuvo; miró a su esposa, que hacía un gesto de forzada
pesadumbre. De todos era conocido que la hermana de Brunequilda,
Gailswintha, había sido asesinada por su esposo, instigado por una concubina.
También de todos era conocido que Brunequilda era una mujer de carácter
fuerte, similar a su madre y ajena a la dulzura. El rey continuó:
»—Brunequilda, reina de Austrasia y esposa de Sigeberto, tiene dos hijas:
las princesas Ingunda y Clodosinda. Ingunda acaba de alcanzar la edad núbil,
tiene ya trece años.
»Hermenegildo comenzó a entender.
»—Contraerás matrimonio con la princesa franca que se encamina ya hacia
la corte de Toledo. Ese será tu premio por la campaña del norte. Tú y
Recaredo os desposaréis con las hijas de Sigeberto. La menor es demasiado
joven, pero la mayor será una buena esposa y será reina de estas tierras.
Devolveremos la deuda de nuestra familia con el rey Atanagildo y con la reina
Goswintha, de quien nos han venido toda clase de bienes.
»Una cólera sorda estalló en el interior de Hermenegildo. Delante de él
cruzó la figura de la dama romana, como un espejismo de la felicidad. ¿Cómo
no lo había pensado antes? Su matrimonio y el mío eran asuntos de estado.
¿Qué sentido tenía para los hijos de un rey godo el amor? Se casaría con una
niña, extranjera y ajena totalmente a él. Por un momento, intentó protestar.
»—Pero… padre…
»—Está todo decidido. Contraerás matrimonio después de la Pascua de la
Navidad.
»Goswintha le miró, triunfadora y autoritaria. Sus nietas estarían en el
trono godo, y sus bisnietos serían los continuadores de una estirpe poderosa.
»—¿Me entiendes?
»—Sí, padre.
»—Puedes marcharte.
»En las palabras del rey no había ningún aprecio, ningún afecto, solo
frialdad. Hermenegildo, sin hablar, apretó los nudillos para no responder a su
padre algo inconveniente. Antes de que se fuese, cuando ya estaba saliendo,
todavía añadió el monarca:
»—No. No te vayas aún. Antes de irte tengo un encargo para ti: sé que
estás cerca de los romanos, de hecho contigo ha combatido en la campaña del
norte un joven de la casa de los Claudios en Emerita. El joven Claudio puede
regresar a Emérita, no necesitarás, de momento, su asistencia militar aquí.
Después es mi deseo que regrese al norte con tu hermana, a quien le será de
ayuda, apoyándole con todas las tropas hispanas que pueda aportar.
»Hermenegildo pensó que su padre le retiraba todo aquel que pudiera
resultar un apoyo; cada vez más enfurecido se calló ante esta nueva
arbitrariedad. Estaba acostumbrado a la disciplina militar, había que acatar
siempre las órdenes. Además, estaba tan dolido por el resultado de toda la
conversación que solo percibía una gran insensibilidad interior. Todo le daba
igual, si su padre, en aquel momento, le hubiera pedido que se tirase de la
muralla, él quizá lo habría hecho.
»—Es mi deseo que conozcas la legislación romana y la goda, que te
instruyas con el conde de los Notarios, estudiarás a fondo los códigos de
Eurico y Alarico y colaborarás en la reforma que pienso plantear en el reino.
Sabrás que es mi deseo abolir la ley de matrimonios mixtos…
»—Sí, padre… —contestó Hermenegildo maquinalmente.
»—También es mi deseo reformar la religión arriana para encontrar una
vía común. Deseo que todos mis súbditos tengan un mismo rey, una única
religión y una legislación común. Tú trabajarás en ello. ¿Me entiendes?
»Hermenegildo respondió como en un sueño:
»—Yo no sé de leyes ni de dogmas religiosos.
»—Ya es hora de que aprendas.
»Leovigildo no albergaba piedad. Para él, Hermenegildo se había
convertido en una pieza más de un magno proyecto que debería cambiar la
historia, un instrumento de los planes de aquel rey visionario que fue mi padre.
»No hubo opción al diálogo y Hermenegildo se retiró de la presencia de
los reyes con la cabeza caliente y el corazón frío. Al salir no era capaz de
distinguir nada, ni los alabarderos que le rendían pleitesía, tampoco los
tapices ni las colgaduras. Caminó ensimismado hacia la salida de la fortaleza.
Allí, Claudio y Wallamir le esperaban. Se dieron cuenta de que algo le sucedía
a su compañero de armas, su rostro cerúleo, la actitud con la espalda inclinada
hacia delante, el aspecto derrotado lo mostraba así.
»—¿Qué ocurre?
»—Nada.
»Le conocían bien y era obvio que algo grave le había ocurrido, además
tenían curiosidad por saber qué estaba maquinando el rey. Así que Claudio
insistió:
»—No. Algo te ocurre.
»Hermenegildo respiró hondo, los miró y sonrió forzadamente.
»—Soy un peón más dentro de la política de los baltos. He de casarme.
»—¿Casarte? ¿Con quién?
»—Una nieta de la reina… princesa franca… trece años.
»Wallamir y Claudio decidieron quitar importancia al asunto; así que el
primero le animó:
»—Bueno. Podía ser peor. Crecerá, y dicen que las francas son muy
bellas…
»Claudio, con gesto divertido, suspiró:
»—Mujeres francas… Rubias… Blancas…
»—Yo no quiero casarme. No. Desde luego, no ahora.
»—Tendrás que obedecer… —le aconsejó Wallamir.
»De nuevo Hermenegildo esbozó algo parecido a una mueca.
»—Sí. Tendré que obedecer, Recaredo también deberá hacerlo, él se
casará también con otra nieta de la reina.
»Fue Claudio, quien te conocía a ti, mi hermosa Baddo, el que preguntó:
»—¿Y su cántabra?
»—¿Crees que un príncipe de la familia de los baltos tiene algo que hacer
con una cántabra? —le preguntó Wallamir con orgullo de godo.
»—De momento no tendrá que casarse —le contestó Hermenegildo—. La
princesa franca no ha llegado todavía a la pubertad.
»—Entonces aún pueden pasar muchas cosas y Recaredo es muy testarudo
—dijo Claudio—. ¿Qué te pasa? ¿Hay otra mujer?
»Hermenegildo guardó silencio. ¿Cómo explicar a Claudio, romano como
ella, que él no podría contraer matrimonio con alguien de su raza? Ante la
mirada insistente del otro, el príncipe godo no pudo menos que asentir con la
cabeza, claro que había otra mujer en su vida.
»—Podrás gozar de ella. Ninguna mujer se resistirá al heredero del trono.
»—Ella no es una cualquiera… Es una dama culta e ilustre, una romana
como tú. Una mujer noble, no una fulana…
»Claudio entendió algo.
»—El rey, tu padre, quiere acercarse a los hispanos. Quizá podría
entenderlo.
»—¿Con Goswintha enfrente? Esa mujer quiere que sus nietas lleguen al
trono del reino godo. ¡Estás loco, Claudio, si piensas que puedo cambiar su
manera de pensar o contrariar las expectativas que tiene con sus nietas!
»Habían recorrido la fortaleza y se encaminaron hacia las caballerizas. Al
llegar al patio central, se detuvieron.
»—Bueno, querido hermano de armas, ten paciencia con tu padre y con las
circunstancias. Seguro que lo de la franca no es tan malo. Antes o después
tenía que ocurrir.
»Hermenegildo de nuevo sintió una opresión interior, pero no dijo nada y
cambió de tema.
»—El rey ha dado su permiso para que regreses a Mérida. ¿Cuándo
quieres irte? —le preguntó Hermenegildo.
»—Lo haré mañana al amanecer, lo antes posible. Ya he cumplido mi
cometido. ¡Llámame si hay que descabezar a un cántabro, a un suevo o a un
oriental!
»—El rey ha dicho que pronto solicitará que vayas a la campaña del
norte… con Recaredo —le anunció Hermenegildo.
»—De momento, descansaré aburrido junto a las riberas del río Anás.
»—No creo, no creo —bromeó Wallamir—. Allí hay hermosas mujeres,
mucha caza… No creo que nos eches de menos.
»Al oír aquel plural, Hermenegildo se alegró:
»—¿Tú no te vas?
»—No. Mi sitio está al lado del príncipe de los baltos, el futuro marido de
la princesa franca —le aseguró Wallamir sonriendo—. Nada se me ha perdido
en Emérita. Allí está únicamente mi padre, que es mayor y se las arregla muy
bien sin mí; incluso podría decir que estará contento de no tener que alimentar
una boca más bajo su techo.
»Hermenegildo sonrió, lo que Wallamir decía era verdad; su padre no lo
iba a recibir con los brazos abiertos; en cambió él, Hermenegildo, estaba
encantado de que se quedase. Después, el hijo del rey godo se volvió al
hispanorromano.
»—Claudio —habló Hermenegildo—, quiero que te lleves a los hombres
de la casa de mi padre contigo a Mérida, que vuelvan con sus esposas, que
regresen a su tierra. Han servido bien en la campaña del norte, pero no voy a
necesitarlos, ahora que me voy a dedicar al aburrido mundo de las leyes.
»Cenaron juntos como despedida en un figón donde se reunían los oficiales
del ejército, dentro de las murallas del alcázar de los reyes godos. Un lugar en
el que servían buenos asados donde los alumnos y oficiales de las escuelas
palatinas se sentaban en una larga bancada pegada a la pared y se
emborrachaban juntos. Les recordó el tiempo de adiestramiento antes de partir
a las campañas del norte, cuando aún no conocían la guerra y todavía no
habían entrado en las preocupaciones de la edad adulta. Se sentían mayores y
lo eran, unos adultos ya barbados. Ninguno de los tres había llegado a los
veinte años».
El conde de los Notarios

«Hermenegildo no volvió a ser convocado por el monarca. Alguna noche, en


una cena entre múltiples invitados o cuando era llamado a alguna ceremonia,
cruzaba la mirada con la de su padre, quien parecía no verlo. La reina
Goswintha, por el contrario, lo trataba con deferencia, ahora que, gracias a él,
una de sus nietas podía aspirar al trono de los godos.
»Por las mañanas, el hijo del rey se dirigía hacia las estancias de los
notarios. En un ala de la fortaleza había, desde antiguo, una biblioteca con
pergaminos envejecidos enrollados; un espacio alargado con ventanas que
dejaban pasar la luz a través de vidrieras de cristales oscuros; un lugar con
hachones en las paredes y un gran fuego. Allí trabajaban los copistas reales, al
mando del conde de los Notarios. Era este un anciano de largas vestiduras,
muy sabio y documentado, que dominaba el arameo, el griego y el latín
clásico; un buen conocedor de las leyes godas y romanas. De nombre, Laercio;
era un hombre de origen godo, aunque por educación, romano. Un hombre que
amaba el olor a piel de los libros. Hermenegildo leía los antiguos códices que
guardaban las leyes de nuestro pueblo; pero también el derecho romano y lo
que sustentaba todo: la filosofía griega. Se aficionó a los diálogos de Platón o
los escritos de Aristóteles. Le gustaba pensar sobre lo que planteaban los
antiguos sabios, la existencia del alma, o el arjé último que formaba el ser de
los vivientes. Hermenegildo, mi hermano, nunca se detenía en la superficie de
las cosas; era un hombre que iba más allá, siempre más allá. Cuando después
el príncipe godo fue perseguido, Laercio recordaría las conversaciones que
sostuvieron en aquel tiempo. Decía que en él, en Hermenegildo, siempre había
existido una inquietud que le hacía ser fiel a sí mismo, a lo que él consideraba
verdadero, eso le había conducido a la muerte.
»Aquel día, Hermenegildo había tomado un manuscrito antiguo, una
reproducción en latín del Fedro de Platón.
»—El alma —leyó Hermenegildo— es semejante a un carro alado…
Platón habla ya de alma… ¿Qué es el alma?
»—Lo espiritual del hombre —contestó Laercio, distraídamente, mientras
revisaba los manuscritos de los copistas. Hermenegildo no se dio por
conforme con esa rápida respuesta, así que prosiguió:
»—Los sabios griegos afirman que el alma es inmortal; sin embargo, el
hombre muere y su cuerpo se corrompe. Dicen también que el alma es
principio vital y que los animales tienen alma.
»El conde de los Notarios se resignó a ser interrumpido. Cuando
Hermenegildo iniciaba un tema, no lo dejaba hasta sacar sus últimas
consecuencias.
»—Todo eso es correcto —sonrió Laercio—, ¿qué problema te plantea esa
doctrina filosófica?
»El príncipe godo enrolló el manuscrito y prosiguió con su razonamiento:
»—Según los griegos, el alma animal desaparece, el alma humana, no;
porque es inmortal…
»Laercio cruzó los brazos sobre el pecho, se incorporó en el asiento y le
contestó.
»—Alma quiere decir lo que “anima”, lo que da vida. Los griegos
llamaban alma a un principio de operaciones que coordina el funcionamiento
de los seres vivos como un todo, que los conforma por dentro, que estructura
los órganos y sentidos. Todo sistema que esté vivo, ya sea planta, animal o
persona, está dotado de alma, si no fuera así, no existiría como ser vivo.
»—Las plantas mueren… su alma desaparece. A los animales les ocurre lo
mismo. Dicen que el hombre pervive más allá de la muerte. ¿A qué se debe
esto? ¿No somos los hombres como animales o como plantas?
»—Dime, joven príncipe, ¿para qué sirve una planta? ¿Cuáles son sus
operaciones?
»—Crecer, dar frutos —le contestó Hermenegildo.
»—Eso es material. En los animales ocurre algo similar, la vaca nos da
leche, un perro ladra o ataca. Todo eso es material. El hombre es diferente.
Recuerda, ¿cuáles son las operaciones propias del hombre?
»—Según los clásicos, conocer y amar.
»—Esas operaciones no son materiales. ¿Cuánto pesa un pensamiento?
¿Cuánto mide el amor? Lo espiritual no se puede medir, contar ni pesar. Lo
material muere; lo espiritual, no; tiene algo de eterno en sí mismo.
»Hermenegildo, que disfrutaba con aquella conversación, continuó en el
mismo sentido profundizando aún más; se había sentado en una bancada,
pegada al muro de piedra, uno de sus pies reposaba en ella; todo su cuerpo
estaba relajado, escuchaba con gusto a Laercio, quien continuó:
»—Pensemos en Dios. Dios, claro está, es puro espíritu porque no muere.
Es Uno, no se puede partir, ni romper.
»—He oído —afirmó Hermenegildo— que Dios piensa una Idea Eterna
que es el Verbo; y ama un Amor Eterno que es Espíritu Santo. Todo ello es
indivisible.
»—Esas son las ideas católicas… ¿Dónde has oído eso? —dijo Laercio.
»—De niño escuché a Mássona en Emérita Augusta, mi madre me llevaba
a oírle. Él fue quien me explicó el dogma católico sobre la Trinidad, era un
hombre sabio. Me pareció una doctrina bella y profunda; sí, más elevada que
esa de un semidiós que defendemos los arríanos.
»Laercio se mostró parcialmente de acuerdo con Hermenegildo.
»—¿Qué sentido tiene un semidiós?
»—¡Ah! —se rio Hermenegildo—. ¡Claro que lo tiene! El Padre es
superior al Hijo, tal y como los nobles y el rey somos superiores al populacho.
»—Un motivo bien poco filosófico; pero veo que te ríes de él…
»—Camino a Emérita Augusta conocí a un hombre y a su hermana, ellos
también eran católicos, su cabeza estaba llena de sabiduría. El hombre del que
os hablo creo que se llamaba Leandro, me recordó las ideas que mi madre me
había explicado de niño y que yo no había podido olvidar.
»Al oír hablar de Leandro, Laercio se acordó de él.
»—¿El hombre del que habláis no sería el que estuvo aquí hace unos
meses? Trabajó como copista. Le recuerdo bien; Leandro, hijo de Severiano.
Vos mismo me lo recomendasteis.
»—No sabía qué había ocurrido con él; creí que finalmente no habría
venido a veros.
»—Lo hizo y permaneció un tiempo entre nosotros. Procedía de Cartagena
y había estado en Mérida, era un hombre formado en los clásicos, un romano.
»La expresión de la cara del hijo del rey godo cambió, la imagen de
Florentina volvió a él. Deseaba conocer cómo estaba. Lentamente preguntó:
»—¿Qué sabéis de él?
»—Ya os dije que trabajó con nosotros unos meses; era un hombre muy
bien dotado, con una amplia cultura, pero que no encajaba bien entre nosotros.
Los copistas son amanuenses que únicamente transcriben textos. A él, como a
vos, le gustaba filosofar. A menudo se paraba en su escritura y mantenía
sabrosas discusiones conmigo. Era católico. Hablamos mucho de la Trinidad y
del dogma que defienden los romanos.
»Laercio se detuvo y rio.
»—Casi me convence con sus teorías y creencias, pero yo soy perro viejo.
»—¿Qué ocurrió con él?
»—No estuvo mucho tiempo, los primeros meses de verano. Un día dejó
de venir. Nos enteramos de que su madre estaba muy enferma y que, después,
falleció. Vino a despedirse. Nos dijo que había decidido ingresar en
Servitano, el cenobio que los monjes africanos han fundado en Servitum. Se
llevaba con él a sus hermanos.
»Entonces Hermenegildo preguntó tímidamente:
»—Tenía una hermana…
»—Sí, creo que ella se fue a Astigis[18], a ingresar también en un convento.
»El hijo del rey godo se quedó pensativo. Si ella no iba a ser para nadie,
si iba a ser para Jesucristo, aquel Dios Hombre, en el que ella creía, su dolor
sería menor. Al fin ella había conseguido lo que quería. “En cambio a mí —
pensó—, me empujan adonde no quiero”.
»No siguió la conversación con Laercio. Hojeó un libro, la antigua Biblia
gótica de Ulfilas, un texto godo. El viejo lenguaje de sus antepasados se
olvidaba en su pueblo. Ahora todos hablábamos un latín de sonido recio
modificado por germanismos. Nuestros nombres se habían latinizado. Él era
Hermán hilde, el guerrero fuerte; pero su nombre, latinizado, se había
transformado en Hermenegildo. Su padre, Liuv hilde, el guerrero amado, se
nombraba como Leovigildo, y yo mismo, Rich red, el rey famoso, se
pronunciaba como Recaredo. Todos habían tomado las declinaciones latinas.
Sí, desde hacía más de cien años los nombres godos habían pasado al román
paladino, al lenguaje de un bajo latín de finales del imperio y la lengua gótica
se perdía. Una nueva época comenzaba, una época en la que lo germano
moriría avasallado por el poder de lo romano. Era verdad que los godos
desdeñábamos a los romanos, a quienes considerábamos un pueblo servil,
degenerado por su excesivo refinamiento. Sin embargo, nosotros, los godos —
a pesar de nuestro poder militar y político—, envidiábamos la cultura y el
saber del antiguo imperio ya muerto. Aquello era lo que todavía conservaban
algunos romanos. Y, además, en Hispania, mucho más que en las Galias o en
otras regiones del imperio, lo romano no había perdido del todo su pujanza, su
poder fáctico. ¿No tenía, por ejemplo, el padre de Claudio hombres y tierras
superiores a cualquier predio real? El rey, nuestro señor padre Leovigildo,
había entendido que la fuerza del nuevo país que quería construir debía
sustentarse tanto en lo hispano como en lo romano; por eso debía unificar el
reino. Así, Leovigildo pretendía arrianizar a los hispanos, englobando a godos
y a romanos en un nuevo imperio del que él sería el fundador. Mi padre era un
visionario, un megalómano. Deseaba construir un futuro grandioso para su
estirpe. Leovigildo magnetizaba a sus hombres con la fuerza de sus ideas. Los
hacía fieles a él. Los dos, mi hermano y yo, compartíamos aquella devoción,
aquel fervor ciego hacia nuestro padre».

Recaredo calló, los pliegues de su cara se curvaron aún más en una sonrisa
amarga, dolorida. Baddo captó que la devoción y afecto, que habían llenado la
vida de su esposo y la de su hermano hacia Leovigildo, habían desaparecido
hacía ya mucho tiempo. Baddo se acercó a él, le apretó su fuerte antebrazo y él
siguió hablando:

«Recordando el pasado puedo decirte, ahora lo entiendo con claridad, que


mi padre detestaba a Hermenegildo; aunque él hiciese todo lo posible para
agradarle. Él, mi hermano Hermenegildo, era fuerte de cuerpo y de espíritu. Su
nombre Herman hilde, el fuerte guerrero, le iba bien. Aunque sufría por los
desplantes casi continuos de mi padre, le disculpaba. Pensaba que el problema
estaba en sí mismo, que no actuaba correctamente. Además, de vez en cuando,
ahora me doy cuenta, el rey le concedía, para atraérselo, algún privilegio,
alguna dádiva o presente pequeño que hacían que olvidase cualquier desplante
anterior. Por otro lado, Hermenegildo y yo nos teníamos, de alguna manera, el
uno al otro. Además, nos rodeaban amigos tan cercanos como Claudio o
Wallamir, y criados tan fieles como Braulio, Lesso y más adelante Román. El
espíritu de mi hermano nunca estuvo amargado por los desplantes de mi padre,
aunque siempre echaba de menos una pequeña alabanza, una palabra de aliento
que nunca recibió.
»Los días de aquel invierno, en el palacio del rey godo, pasaron
lentamente; como los copos de nieve posándose sobre las cúpulas y las torres
de los palacios y de las iglesias de la urbe regia. A pesar del frío,
Hermenegildo y Wallamir bajaban a entrenarse al gran patio de la fortaleza,
junto a las escuelas palatinas.
»Hermenegildo trabajó con los jurisconsultos y con Laercio en la ley de
matrimonios mixtos. Lograron subsanar los problemas que se derivaban de una
situación que, desde casi cien años atrás, era ya insostenible. Por todo el
reino, los matrimonios de tipo mixto eran una realidad patente. El rey
Leovigildo, mi padre, había calado en la necesidad de solucionar el problema.
Leovigildo no pudo menos que quedar satisfecho con la solución dada por los
notarios a su consulta, en la que había colaborado, en gran medida, el propio
Hermenegildo. Una solución que reconocía, incluso con carácter retroactivo,
los derechos de los cónyuges así como los de los hijos habidos en aquellos
matrimonios.
»Después el rey les encargó que realizaran un estudio para llegar a una
síntesis de las dos religiones que se practicaban en el reino. Hermenegildo
trabajaba en el nuevo plan de su padre cuando algo sucedió que cambiaría
profundamente su vida. La princesa Ingundis, o Ingunda, arribó a Toledo».
La llegada de Ingunda

«Dicen que la ciudad de Toledo se engalanó ante la llegada de la princesa


franca. Banderas y gallardetes cubrían las calles que iba a cruzar la futura
desposada, y se habían llenado de alfombras de pétalos de flores y
banderolas. La reina Goswintha había supervisado personalmente todos los
detalles. Desde el puente sobre el Tagus hasta la fortaleza de los reyes godos,
se dispuso un ejército de tiufados, sayones, espatarios, palafreneros, formando
una guardia a lo largo de las calles por donde pasaría la princesa.
»Los reyes, con su hijo mayor, esperaban la comitiva, llegada de las
Galias, al pie de la cuesta que conducía a la ciudad, junto al puente romano.
Al aproximarse el cortejo, los vigías hicieron sonar desde las torres las
trompas y timbales.
»El príncipe godo, sereno y al mismo tiempo impaciente, observó cómo el
séquito de la princesa enfilaba el puente. Al frente de la comitiva, soldados
francos a caballo con golas y armaduras de fabricación muy distinta de las que
se usaban en la corte de Toledo. En el centro, una litera porteada por
palafreneros, y detrás, carromatos para las doncellas de la princesa; por
último, soldados a pie. Se fueron aproximando lentamente y, al llegar adonde
la comitiva de los reyes godos les esperaba, los jinetes francos se
distribuyeron a derecha e izquierda, dejando en medio y un tanto al frente la
pequeña litera. Un lacayo depositó un escabel junto al carruaje de la princesa,
las cortinillas se abrieron. Del interior asomaron unos borceguíes de cuero
labrado teñidos en color claro, después, surgieron unas vestiduras de tela
blanca, fina y suave, bordada con hilos dorados. Ágilmente, una joven de
mediana estatura descendió del carruaje, ayudada por dos criados.
Hermenegildo desmontó de su caballo y se acercó a ella, una adolescente
menuda y rosada, de piel nacarada y grandes ojos azules. Era una niña, pero
las nacientes formas de mujer se mostraban debajo de aquellas galas que la
cubrían.
»Hermenegildo pensó que tenía ante sí un ser frágil y delicado, un jarrón
de porcelana fina que se podía romper en cualquier momento, no una mujer
con quien compartir el reino, la vida y el lecho. Tomó su mano y, al contacto,
se dio cuenta de que de aquella pequeña mujer, tan delicada, fluía una suave
fuerza. Los dos jóvenes se miraron mutuamente con curiosidad. Los ojos de él,
con pestañas negras y de color azul intenso, se cruzaron con los de ella,
sombreados de pestañas rubias y de un azul más claro, casi transparente. Cada
uno adivinó en el otro que la boda era una obligación forzada. Después de
aquellos segundos en los que se observaron con timidez y curiosidad, ella bajó
la mirada. Entonces la niña se dirigió a su abuela, llamándola madre. La reina
Goswintha sonrió con placer, contenta ante el donaire y galanura de su nieta.
Al fin, Ingunda saludó al rey, realizando una reverencia, inclinándose hasta
tocar con la rodilla el suelo. Leovigildo levantó a su futura nuera y la besó
suavemente en ambas mejillas, contemplándola luego con curiosidad y un
cierto sobresalto.
»Terminadas las presentaciones, la niña volvió a la litera, se cerraron las
cortinillas y toda la comitiva emprendió el ascenso por la cuesta que conducía
hacia el palacio.
»Al día siguiente tendría lugar la boda. Por la ciudad, se sucedían las
fiestas; habían llegado cómicos, comerciantes y buhoneros de todas partes. El
Tajo se había llenado de barcazas con luces y la música rebrotaba por todos
los rincones; se escuchaban antiguos romances, música de cítaras y timbales.
Al caer la noche, Toledo se iluminó con fogatas y las gentes bailaron alegres
por las calles.
»Hermenegildo y Wallamir, vestidos como gente del burgo, se perdieron
en el claroscuro de antorchas, entre las muchedumbres que se divertían.
Cruzaron puestos de dulces de miel y quesos, pepinillos en vinagre, migas y
gachas de almortas. En el cruce de unas calles, un saltimbanqui tragaba fuego.
Una anciana buhonera se acercó a Hermenegildo y le leyó la mano. Le habló
de una mujer rubia y de que moriría joven. Algo achispado por el vino, él se
rio de la vieja. Hacía frío y se hacía tarde, pero no lo parecía porque la noche
era clara, iluminada por fuegos y luminarias en honor a las bodas del hijo del
rey y de la princesa franca. Cuando ya habían reído y bebido bastante,
Wallamir felicitó a Hermenegildo:
»—¡Tienes suerte! Al menos, es hermosa, todo el mundo lo dice…
»En ese momento, Hermenegildo pareció despertar de un sueño; lo que
celebraban eran sus bodas con alguien a quien no había escogido y a quien no
amaba.
»—Es una niña —le contestó secamente.
»—No tanto, es evidente que no es impúber.
»—Me da miedo hacerle daño. No me siento con fuerzas como para
tomarla.
»—Podéis esperar.
»—Sí, esperaré lo que sea necesario —afirmó como sin ganas.
»—¡Hermenegildo…! Nos conocemos desde tiempo atrás. ¿Qué te ocurre?
»—Nada.
»—No. A ti te ocurre algo, tu matrimonio no es una tragedia, tu esposa es o
va a ser una hermosa mujer…
»—Pero yo no quiero casarme con ella.
»—¿Piensas en la otra…?
»—Intento no hacerlo, porque es algo imposible. Déjame, bebamos,
Ingunda será tan buena esposa como cualquier otra; además, no tengo otra
elección.
»Siguieron bebiendo hasta casi perder el sentido, regresaron casi al filo
del amanecer cantando una canción de guerra que les recordaba los tiempos en
los que habían luchado contra los cántabros.

»Las bodas francas tuvieron lugar en una mañana fría y azul, con la luz
rebotando sobre los restos de nieve que barnizaban la ciudad. Un clérigo
arriano los recibió en la iglesia de Santa Leocadia. Hermenegildo esperó la
llegada de la novia; le dolía la cabeza por la resaca y le parecía que estaba en
otro mundo. La princesa niña avanzó hasta situarse junto a él. Durante la
ceremonia ella lo acechaba, de tanto en tanto, con una expresión entre
sorprendida, asustada y esperanzada, pero él no miraba a Ingunda.
»El legado del rey cubrió las manos de ambos con una estola, como en un
sueño escucharon las palabras del clérigo arriano:
»—¿Quién entrega esta mujer a este hombre?
»Se escuchó la voz del legado de la corte de Austrasia:
»—Sigeberto, rey de los francos y de Austrasia y Neustria, por la gracia
de Dios, os la entrega.
»Los novios intercambiaron los anillos y el legado mostró la dote de la
novia: jarros de oro y joyas en un cofre que abrió ante el altar.
»El clérigo pronunció las palabras del rito en latín clásico:
»—Ego vos in matrimonio coniúngo.
»La ceremonia acabó con una bendición final. Esa noche debía consumarse
el matrimonio y al día siguiente tendría lugar la ceremonia nupcial en la que
durante una misa arriana se daría gracias a Dios por el feliz enlace.
»Todas las campanas de la ciudad doblaron por la felicidad de los novios
y ellos salieron del interior del templo sonrientes, cogidos de la mano.
Hermenegildo parecía proteger a Ingunda de la multitud que se apiñaba para
verlos.
»Aquella noche el rey brindó por la felicidad de los novios, bajo la
mirada astuta y sonriente de la reina. La cena duró hasta muy tarde; casi al
amanecer se retiraron los últimos convidados.
»Condujeron a la novia a la cámara nupcial. Más tarde, cuando ella ya
estaba preparada, accedió el novio. Al entrar él, Ingunda, temblando, sentada
en el borde del lecho, de espaldas a su esposo, miraba fijamente por la
ventana el refulgir de una luna grande y blanca. Los haces de la luna y los
hachones de madera refulgían en su cabello dorado.
»Hermenegildo se situó detrás de ella, rozó levemente su cabello y notó
cómo ella se estremecía aún más.
»—No te haré daño —le dijo él.
»Rodeó la cama y se sentó en el suelo a los pies de ella intentando
vislumbrar aquel rostro que había bajado los ojos hacia el suelo, con timidez.
La cara de la desposada, iluminada por el fuego de la chimenea que caldeaba
la estancia, estaba enrojecida y surcada por un reguero de lágrimas. Era la
cara de una niña pequeña y muy asustada.
»Ella no pronunció palabra alguna ni realizó el más mínimo gesto.
»Hermenegildo se enterneció. Le habían dado una esposa que más que una
compañera era una niña.
»Entonces fue él quien tomó la palabra:
»—Tranquila…
»Ella bajó aún más la cabeza.
—No te tocaré. Ni ahora ni nunca, si tú no quieres.
»Las lágrimas de ella cesaron.
»—Esta boda me es tan ajena como a ti. Yo no quería tener una esposa,
pero alguien ha dispuesto que lo seas. Yo soy tuyo porque se me ha ordenado.
Procuraré amarte y respetarte siempre.
»Cuando ella levantó la cabeza, sonriendo entre sus lágrimas, se miraron
un segundo. Él besó su mano delicadamente y se levantó. Se retiró a un lugar
oscuro de la estancia para desvestirse. Después, se acostó en el mismo lecho
donde ella estaba sentada y, al poco tiempo, se durmió.
»Ingunda permaneció largo rato con las manos entrelazadas en casi la
misma postura que la había dejado Hermenegildo. Más tarde, a través de la
pequeña ventana de cristal oscuro y esmerilado, vio brillar una estrella en el
firmamento. Ingunda se sintió desfallecer de sueño. Escuchó la respiración
acompasada del joven guerrero, que ya era su esposo, y se quedó dormida.
Durante la noche se acurrucó juntó a Hermenegildo, y apoyó la cabeza en el
fuerte brazo de él. El primer rayo del amanecer los encontró así; él se
despertó, pero no osó moverse para no turbar el sueño de ella».
La solución intermedia

«Tras la boda, nada cambió en la vida de Hermenegildo. Acatando las órdenes


de su padre, continuó asistiendo al scriptorium donde se debatía la nueva
legislación y la unidad religiosa que quería aprobar Leovigildo. Pocos días
más tarde, en la sala de los notarios, se escucharon voces de una discusión
acalorada.
»—¡Tiene que haberla! Una solución que contente a todos, arríanos y
católicos. Solo se trata de que cedamos en algún punto nosotros y en algún
otro, ellos.
»Era Hermenegildo el que hablaba, sus ojos claros brillaban. Él y Laercio
llevaban mucho tiempo estudiando legajos de una y otra religión.
»—Lo veo muy difícil. ¿Recordáis lo que hablamos ayer? Vos proponíais
que cediésemos en el tema de Jesucristo; en cambio, que mantuviésemos que
el Espíritu Santo era inferior al Padre… Ayer hablé con los católicos…,
¿sabéis qué me contestaron?
»—No —dijo Hermenegildo.
»—Que la Trinidad no es la hidra de tres cabezas en la que cortando una,
se generan dos… Que no se puede quitar nada de lo revelado.
»El príncipe esbozó una sonrisa cansada; habían trabajado mucho en los
documentos que iban a entregar a los católicos; les habían presentado dos
ofertas distintas, que fueron rechazadas por la autoridad eclesiástica católica.
»—Hace meses les propusimos que, para el paso al arrianismo, no
precisarían un nuevo bautismo, que aceptamos el suyo».
—¿Y…?
»—Algunos, pocos, se convirtieron. Eran los menos convencidos, pero ni
los potentados hispanorromanos ni la jerarquía eclesiástica lo hizo.
»El que así hablaba era uno de los hombres más experimentados en leyes,
llevaba trabajando con ellos desde un tiempo atrás.
»—No entiendo por qué no ceden. Hemos sido muy generosos.
»Laercio se volvió al jurisconsulto con una mirada crítica y, después,
habló:
»—Ellos afirman que en cuestiones de fe se cree al completo, si no, la fe
no es tal. Una fe aguada no les convence. Dicen que durante varios siglos los
Concilios de Nicea, Calcedonia y Constantinopla discutieron el tema trinitario
y que cuatro jurisconsultos y teólogos arríanos no van a saber más que todos
los Santos Padres de la Iglesia…
»—En fin… —suspiró Hermenegildo—, que no hemos avanzado nada,
señores.
»—La solución quizá sería un sínodo de obispos arríanos y católicos en el
que ellos mismos se pusieran de acuerdo en sus diferencias.
»—Sin un control del rey, eso sería como un avispero… Habría tal tumulto
que tendríamos que enviar la guardia palatina para que no se matasen. Estoy
seguro de que no saldría nada positivo de algo semejante.
»Propusieron una teoría tras otra, analizaron un dogma tras otro y,
finalmente, se retiraron cansados de discutir.
»Hermenegildo necesitaba hacer ejercicio físico. Estaba fatigado de estar
sentado durante horas en la misma posición, sobre legajos y rollos de piel.
Buscó a Wallamir, a quien encontró en las caballerizas, limpiando con fuerza
la piel de un caballo. Normalmente aquella tarea la realizaban los siervos,
pero Wallamir era un noble de segunda fila que no tenía criados a su servicio,
exceptuando en campaña, cuando le proporcionaban una decuria o una
centuria. El godo sudaba por todos los poros de su piel. Tan inmerso estaba en
su tarea que se sobresaltó al oír llegar a Hermenegildo.
»—Tienes mala cara, compañero… —le dijo Wallamir al verlo.
»—No te imaginas lo que son las discusiones que se sostienen en las salas
de los jurisconsultos…
»—Prefiero no imaginármelas —rio el otro—. Prefiero descabezar
cabezas de vascones o cántabros…
»—¡Vámonos…! Vayamos vega arriba, necesito despejarme la cabeza, que
me va a estallar. Quizá podamos cazar algo.
»Salieron cuando el sol lucía aún muy alto en el horizonte, hacía frío pero
el cielo no estaba cruzado por ninguna nube. En cuanto cruzaron el río,
pusieron los caballos a galope, se desafiaron con la mirada entre sí,
emprendiendo una rápida carrera hasta más allá de una colina. Todo el campo
se extendía ante ellos, matorrales bajos y bosques de encinas. Una sensación
de plenitud, ante la vega abierta, les llenó. Al llegar a la cima de la loma, se
detuvieron. Más atrás quedaba la urbe regia. Entonces se dirigieron a un
arroyo que desembocaría en el Tajo, para abrevar los caballos. A los lados
del riachuelo, terraplenes de tierra y matorrales. Antes de bajar por la
pendiente, divisaron unos jabalíes que bajaban a beber a la caída de la tarde.
Los dos jóvenes se pusieron en tensión. Junto a su montura, sobresalía una
lanza que extrajeron sin hacer ruido. Entonces, lanza en ristre, emprendieron el
galope pendiente abajo; los caballos resbalaban por la tierra, el ruido provocó
la huida de los jabalíes. Wallamir y Hermenegildo salieron en su persecución.
Consiguieron acercarse lo suficiente como para arrojar las lanzas hacia una
jabata que corría la última. La hirieron, y el animal se revolvió. Con su espada
y, desde el caballo, de un único tajo, Wallamir la degolló, cargándola después
sobre su montura. Contentos, los dos jóvenes reemprendieron el viaje a la
ciudad.
»Se hacía tarde y se dieron prisa, pues las puertas de la ciudad se cerraban
al atardecer. Antes de llegar al puente, vislumbraron, a lo lejos, en el camino
que conducía hacia el oeste, una comitiva. Hermenegildo tuvo un
presentimiento, el aspecto de aquellos hombres le era familiar. Cuando
estuvieron cerca, reconoció a un siervo de la casa baltinga de Emérita
Augusta. Con un gesto, le indicó a Wallamir que prosiguiese hacia la ciudad
con la caza.
»Al verlo, los hombres se apresuraron hacia él. Eran varios de los
combatientes que habían luchado en la campaña del norte. Todos procedían
del mismo poblado, de las tierras de la Lusitania, de la casa de los baltos.
»—¿Qué ha pasado?
»—Nos atacó un grupo de bandoleros. Destruyeron uno de los poblados,
matando a mucha gente… Apresaron a vuestro escudero…
»—¿Román…?
»—Se lo llevaron cautivo; su esposa murió, y también su hijo.
»—¿Quiénes eran?
»—No lo sabemos, mi señor. Braulio nos ha enviado a que os
comunicásemos las nuevas.
»—¿Quién se puede atrever a enfrentarse a la casa baltinga? ¿A la casa de
Leovigildo?
»—No lo sabemos. Pensamos que vienen del sur. Quizá son gentes que
comercian con siervos…
»Los recién llegados prosiguieron hablando mientras Hermenegildo les
escuchaba con preocupación. El poblado, donde vivía Román y aquellos
hombres, estaba mal defendido. Otros tenían los muros de defensa de una
antigua villa romana, o estaban situados en un lugar elevado, o protegidos por
un río. Sus habitantes eran colonos sometidos a los baltos en un régimen de
clientelismo. El ataque a un poblado de la casa real reinante entre los godos
no podía considerarse como un error, sin más. Podría ser que hubiese algo
detrás para desacreditar a la corona. También cabía pensar que estaban en
tiempos inseguros en los que las agresiones de bandoleros eran frecuentes.
»Se sintió triste por Román, un hombre que le había sido fiel, que había
regresado de la campaña del norte con algún botín con el que pensaba mejorar
su vida. Recordaba la leva de hombres, cómo su esposa le había pedido que
no se fuera. Ahora ella moría en su propio poblado y él no había podido
defenderla. Tendría que comunicar las nuevas al rey, quien —como siempre—
buscaría la forma de inculparle en el asunto».
La ira de Goswintha

«Las voces se oían por todo el palacio: gritos destemplados y suaves sollozos.
Por los pasillos del gran Alcázar de los Reyes Godos, la servidumbre
procuraba no hacer ruido, asustada. Si alguien se acercaba a las estancias
reales podría escuchar una voz femenina muy fuerte y otra más suave de una
niña, con acento del norte. Goswintha e Ingunda se enfrentaban como un gato
furioso y un pequeño pajarito asustado. Dentro de la estancia, las palabras
rotundas, terminantes, de Goswintha resonaban contra los tapices, que
parecían bambolearse con el aire de su voz.
»—¡No consentiré esto! ¡Eres la esposa del futuro rey godo! ¡Los godos
somos arríanos y tú eres arriana! ¡No comulgaste el día de la ceremonia
nupcial! Ya hablamos de ello y te mostré la necesidad de ser una arriana
devota. No puedo entender que te sigas negando… Todo el mundo se ha dado
cuenta y critican. ¿Cómo puedes ser tan terca y obstinada?
»—Yo sigo la fe de mis padres, la que se me ha enseñado. Soy nieta
también de Clodoveo y de Clotilde… No comulgaré de ese rito arriano. ¡No!
¡No lo haré!
»Se escuchó el sonido brusco de una bofetada. La reina había golpeado a
su nieta. Los dedos de la mano habían dejado una huella en la pálida y
delicada faz de Ingunda. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
»Goswintha salió de la habitación, furibunda. A su paso, los criados se
pegaban a la pared, dejando espacio a un vuelo de tocas y sayas guiado por la
furia de la reina.
»La esposa del rey godo irrumpió en las estancias reales. Era la única
persona en el reino que poseía el privilegio de entrar allí, sin ser anunciada.
»Leovigildo levantó la cabeza, trabajaba sobre unos mapas. Como el gran
Constantino, quería edificar una ciudad, próxima a Toledo, en el curso del alto
Tajo, comunicada con la urbe regia por vía fluvial. Se llamaría con el nombre
de su hijo menor, el príncipe Recaredo: Recópolis. La ciudad de Recaredo,
una ciudad con una clara influencia bizantina, rodeada por un río, con el más
hermoso palacio del Occidente de Europa. Sería un presente para su hijo
menor, que había derrotado a los suevos y, a la vez, una muestra del poder y
opulencia de la corte de Toledo.
»El ruido de la puerta hizo que levantase la cabeza de los mapas y, al ver
la actitud de la reina, los que rodeaban al monarca se retiraron intimidados.
Poniendo las manos en jarras, se enfrentó a ella:
»—¿Qué ocurre?
»—Mi nieta. La futura reina de los godos no comulgó el día de la misa
nupcial, la he reconvenido una y otra vez, pero continúa negándose. Se obstina
en no comulgar de un clérigo arriano. Dice que es católica.
»El rostro de Leovigildo no esbozó ni una mueca.
»—¿Qué importancia tiene una religión u otra?
»—¡Importancia! Toda la del mundo. Mi señor Leovigildo, me parece que
estáis cediendo ante los romanos en una cuestión que es altamente importante.
Habéis permitido los matrimonios mixtos, de un arriano con una católica y
viceversa… No me opuse porque me pareció una cuestión de oportunidad
política por vuestra parte. Ahora, consentís que, en esta corte, se admita a una
persona de la familia real, católica. Mi nieta será la madre del futuro rey de
los godos. ¿Queréis tener un nieto católico que rompa con las tradiciones de
nuestros mayores? ¿Lo queréis? Pues… yo no. Los godos han de estar por un
lado; los romanos por otro. Cada uno con sus leyes y su religión. Eso es el
orden en el reino y vos sembráis el desorden. Dentro de nada, los
hispanorromanos ocuparán el trono que, con tanto esfuerzo, los godos…
»Leovigildo escuchaba la reprensión de su esposa con paciencia, hasta que
se hartó y, con calma, pero en tono fuerte, con la voz velada por el disgusto, le
cortó:
»—Estáis mezclando un tema con otro. Sabéis, señora, perfectamente que
la nobleza no nos apoya, que necesitamos el apoyo de los hispanos; que la ley
de matrimonios antigua no se cumple y es impopular… También hemos
hablado de asimilar el reino al del franco Clodoveo, que unificó la fe de sus
súbditos.
»La reina bramó enfurecida y su voz, con un tono cada vez más alto, hizo
vibrar las luces de las velas.
»—Clodoveo era pagano y erró convirtiéndose con todo su pueblo a la fe
del Papa de Roma. Nosotros creemos en el verdadero cristianismo; el que no
mezcla la divinidad de Dios con la humanidad de Cristo. El arrianismo afirma,
entre otras cosas, que los reyes, es decir, nosotros, estamos como Jesucristo, a
un nivel superior sobre el pueblo… Esa fe es la que nos conviene y la que hay
que defender.
»Leovigildo suspiró y trató de hacerla entrar en razón:
»—En todos estos temas hemos estado de acuerdo… Ahora lo mezcláis
con el asunto de la religión de vuestra nieta.
»—¡No puedo soportar a los romanos! ¡No aguanto esa religión que nos
hace depender del Papa de Roma! ¡Ahora es mi nieta la que se opone a mis
deseos, a toda razón y a toda lógica! ¡Una niña recién salida del cascarón…!
¡Se hará arriana quiera o no quiera!
»Los ojos de Leovigildo examinaron detenidamente a su esposa. El rostro
de ella estaba deformado por el enfado, sus mejillas enrojecidas habían
perdido los afeites con los que habitualmente se acicalaba. La piel se
mostraba acartonada y falta de vida, velada por un tinte amarillento. El pelo se
le había soltado del habitualmente, pulcro tocado. Los ojos, llenos de ira,
adoptaban una expresión poco agradable a la vista. De pronto, Leovigildo
recordó como por ensalmo el hermoso rostro de la que había sido su primera
esposa: sus ojos grandes, de mirar dulce, siempre doloridos, su boca perfecta,
su cabello claro como una nube de oro, su cuerpo de diosa. La expresión del
rey se volvió extraña y anhelante. La había maltratado y no era ajeno a su
fallecimiento; pero, en la muerte de ella, estaba su propio castigo. Leovigildo
la había despreciado y creía que no le importaba; sin embargo, ella, la reina
olvidada, era la única mujer que había logrado tocar su corazón, endurecido
como el yunque de un herrero. Ella no le había amado. A pesar del paso del
tiempo, había guardado una fidelidad absoluta al rebelde del norte y, a
menudo, cuando estaba junto a ella, cuando él abusaba de ella, cuando la
trataba como a un perro, veía los restos de aquel amor que había llenado toda
la vida de la sin nombre, un amor que le daba fortaleza para resistir. Además,
su primera esposa le había dejado un hijo, Hermenegildo, con su increíble
parecido al hombre del norte, un hijo que él, Leovigildo, el gran rey de los
godos, no podía afirmar que fuese suyo. Leovigildo no podía soportar la
mirada del que todos nombraban como su hijo, una mirada que era tan clara
como la de su primera esposa y tan llena de dignidad como la del jefe
cántabro.
»Goswintha siguió despotricando contra su nieta, la princesa franca; él ya
no escuchaba sus gritos aunque simulaba atender. Al parecer, la princesa no se
doblegaba a los requerimientos de su abuela. Pensó que Ingunda estaba hecha
de la misma pasta que su primera esposa, ambas descendían de los francos,
ambas eran católicas y, entre ellas, había un cierto parecido físico. La primera
vez que vio a la que iba a ser su nuera, Leovigildo se estremeció; le pareció
tener delante de sí a la innombrada, a la mujer que había traído del norte. Más
tarde, se había dado cuenta de que aquello no era así; quizá los
remordimientos y la añoranza por su primera esposa habían hecho que se
traicionase a sí mismo.
»El enfado de Goswintha crecía y le pareció más y más desaforado. ¿Qué
importancia tenían aquellas cuestiones religiosas? El mundo evolucionaba y
él, Leovigildo, iba a crear una religión que fuese una síntesis de las anteriores,
que aunase a católicos y arrianos: un compendio perfecto y ecléctico.
»Con buenas palabras, consiguió calmar a Goswintha, sin enfrentarse a
ella, y es que él, Leovigildo, temía a su esposa. Había alcanzado el trono
gracias a ella y no podía oponerse a la reina, a esa furia desmelenada que
tenía enfrente.
»A mi padre, quizá, le hubiera gustado que la vida hubiese discurrido por
otros derroteros, que su primera esposa le hubiese amado; que él se hubiese
dado cuenta, desde el principio de su matrimonio, de que él la amaba también;
pero solo ahora, cuando ya era tarde, había descubierto que no podía
olvidarla.
»Mi padre, el rey Leovigildo, quizás habría deseado que el poder hubiese
llegado más fácilmente a sus manos; pero no fue así. Cada día de su vida había
sido una lucha continua por el poder; un poder al que amaba con pasión
lasciva. El hijo de un noble de segunda fila, procedente de las filas
ostrogodas, un advenedizo para los visigodos auténticos, había llegado a ser
un rey temido y odiado gracias a su matrimonio con mi madre; pero, sobre
todo, gracias al favor de la reina Goswintha. Si el poder le hubiese llegado de
una manera más fácil, quizás él no hubiera tenido que eliminarla, a ella, a su
primera esposa».

Recaredo se detuvo, dirigió la mirada hacia Baddo con ojos llenos de agua
y ella lo miró a su vez. Lo que contaba con aparente naturalidad era espantoso:
el asesinato de su madre, a quien adoraba, por parte de su padre, Leovigildo,
el hombre a quien él había admirado y temido. El alma de Recaredo sangraba
de dolor, cuando prosiguió diciendo:

«Fue así, años más tarde lo supe. Mi padre había matado a mi madre para
hacerse con el poder, para complacer a aquel engendro de maldad que era su
esposa Goswintha. Yo conocí esto muchos años más tarde. Desde entonces me
alejé de él; pero demasiado tarde. Hermenegildo ha muerto y yo me siento
culpable.
»Para mi padre, al igual que para Goswintha, el poder sería, siempre, lo
primero. En eso, eran almas gemelas y por eso se entendían. A Goswintha, la
hija de un mediocre[19] de Córduba que había conseguido hacer una buena
boda con un noble de rancio abolengo, Atanagildo, el poder y el afán de
mando se le habían subido a la cabeza. Nadie, en los últimos años, se le había
opuesto y ella se sentía un ser superior al resto. Por eso no podía tolerar que
aquella mocosa de trece años se le enfrentase. En cuanto a mi padre, su
ambición no tenía límites y su única meta en la vida era la de ser un rey que
cambiase el mundo, que generase una dinastía capaz de perpetuarse durante
siglos. Los godos habían recorrido Europa y habían acabado siendo los
señores de las tierras más occidentales del continente. El sol del reino godo
brillaba ahora en todo su esplendor, sobre las tierras de la antigua Hispania
romana, y había sido él, Leovigildo, de una oscura familia de la nobleza, quien
estaba consiguiendo hacerse con la hegemonía del mundo occidental, gracias a
oscuras alianzas. Mi padre, en aquella época, intentaba convencer a su esposa
de sus propósitos. Sin embargo, ella era la única en el reino que se le resistía.
»—Para mantenerme en el trono necesito a los romanos. La nobleza goda
me odia y conspira contra mí. Solo puedo confiar en los hispanorromanos.
Señora, os suplico que dejéis las desavenencias con la princesa Ingunda. Las
pendencias y trifulcas que ocurren entre las dos están trascendiendo fuera de la
corte. Todo eso menoscaba la autoridad real. Los romanos deben pensar que
no solo toleramos su religión sino que somos afines a ella. Vos no podéis
dejaros llevar por vuestros sentimientos.
»—¡No puedo verla! ¡No puedo aguantar la cara de esa mosquita muerta!
»—Creo que ayer la arrojasteis a un estanque… Eso no es propio de
vuestra dignidad. ¡Tiene que acabar!
»—¡La mataría…!
»—¡No digáis cosas necias…!
»—Pues hablad vos con ellos, con Ingunda y con Hermenegildo. Él la
apoya.
»Harto de recriminaciones, Leovigildo dio una palmada. Aparecieron dos
siervos.
»—Llamad a la princesa Ingunda a mi presencia. Convocad al príncipe
Hermenegildo.
»Goswintha pareció conforme. La mirada de Leovigildo seguía perdida.
Su esposo no era dado a sentimentalismos, era un hombre duro y rígido que
pocas veces se reconcentraba en sí mismo. Goswintha se dio cuenta de que
algo raro sucedía.
»—¿Qué os ocurre…?
»—Nada —contestó secamente él.
»A Goswintha le disgustó aquella respuesta. Ambos permanecieron
callados. Él se volvió hacia el mapa, mirándolo con detenimiento. Ella se
replegó hacia la ventana, desde allí se divisaba el Tagus serpenteando
alrededor de la ciudad, bajo la muralla.
»Llamaron a la puerta. Escucharon los pasos jóvenes y fuertes de
Hermenegildo, que entró en la estancia. Un lapso de tiempo más tarde,
apareció Ingunda; en su rostro había aún rastros del llanto reciente.
»De nuevo, Leovigildo se detuvo en el rostro de la joven. Era diferente al
de su primera esposa, pero algo en él se la hacía recordar. La echaba de
menos, ¿cómo era posible que recordase, con dolor, a aquella a quien, sin
ningún remordimiento, había acosado tanto?
»Después, su mirada se posó en Hermenegildo. Había estado cabalgando,
quizá, con aquellos hombres afines a él que había traído del norte. Su rostro
estaba acalorado por la galopada, el cabello se disponía, desordenadamente,
alrededor de aquella cara, de rasgos rectos, sin apenas barba, en la que los
ojos se abrían mirando directamente a su padre, dejando ver su color azul, tan
intenso, con las pestañas espesas y las cejas negras, densas, casi juntas. Un
rostro, cincelado al modo de un antiguo caudillo del norte, al que Leovigildo
había ejecutado. Además en aquellos ojos de mirada clara, al rey le pareció
ver la luz que brillaba en los de su primera esposa, a la que él había
asesinado. ¡Cómo odiaba a su hijo! Pero a la vez, era él quien debía contribuir
a sus planes de construir una nueva dinastía gloriosa.
»Los jóvenes príncipes doblaron la rodilla ante el rey, después se alzaron.
»—Habéis sido convocados por mí y por mi amada esposa, la reina
Goswintha.
»Hermenegildo dobló la cabeza ante la reina; Ingunda se mantuvo serena
aunque llorosa.
»—Se te ha otorgado el don del matrimonio con una princesa de alta
alcurnia… Tu esposa es una niña que debe ser instruida en la religión de esta
corte. Eres el culpable de que tu esposa permanezca en una doctrina afín al
Papa de Roma. ¡Educarás a tu esposa en el respeto a sus mayores!
»Hermenegildo intentó hablar, pero el rey no le dejó:
»—Es vergonzoso que una niña se oponga a los deseos de la muy noble
reina Goswintha. Como bien sabes, mi objetivo es conseguir la unión religiosa
entre los hispanos. Las desavenencias entre la princesa Ingunda y la reina han
transcendido y dificultan la política de unión que he propuesto para el reino.
Por tanto, he decidido que ambos os vayáis de la corte de Toledo.
»—¿Adónde me destináis?
»—Necesito alguien en el frente bizantino…
»Hermenegildo bajó la cabeza y se alegró; fueran cuales fuesen los planes
de su padre, su más íntimo deseo era combatir. No le agradaba la vida entre
pliegos y legajos antiguos.
»—Te nombraré duque de la Bética. Partirás para Hispalis, con tu esposa,
cuanto antes.
»Hermenegildo levantó la cabeza y su rostro se iluminó; por primera vez,
su padre le concedía un encargo de peso que le situaba entre los principales
del reino. Goswintha frunció el ceño, enfurecida. No entendía a su esposo; no
solamente no castigaba a la rebelde, sino que la alejaba de la corte para que
ella, la reina, no pudiese controlarla. A ella y a su joven esposo, aquel
guerrero de hermosa presencia, el hijo de la anterior esposa de Leovigildo, le
entregaba una de las regiones más cultas, más antiguas del reino. Sin embargo,
la designación del príncipe como duque de la Bética suponía que su nieta
estuviese más cerca del poder; por ello, calmó su enfado y sonrió a los
príncipes mientras ordenaba con su hermosa voz:
»—Es mi deseo que la princesa Ingunda se eduque en la fe arriana, que es
la fe de los godos. Es responsabilidad tuya esa educación y ese cambio.
»Hermenegildo observó a Ingunda, quien ahora bajaba la cabeza con las
mejillas suavemente enrojecidas. No habían hablado demasiado aquellos
últimos tiempos; él, entretenido en mil tareas en la corte, en sus estudios de
leyes, en sus entrenamientos con los jóvenes de las escuelas palatinas. Desde
aquella primera noche, no había vuelto a hablar con la niña con quien le
habían casado. Quizá se hallaba un poco asustado de tener una esposa y
procuraba mantenerse lejos de ella, por eso solía llegar al tálamo cuando ya
estaba dormida. Entonces la contemplaba cómo quien mira a un objeto
precioso, que no se debe tocar porque se podría llegar a romper. Había
escuchado rumores de las peleas por materia religiosa entre la nieta y la
abuela; pero a él no le importaba que su esposa fuese católica. Se sentía más
afín a las ideas de su madre, a su concepto religioso de la vida que a la fría
religión arriana. Una religión a la que se había sometido por deber porque él,
Hermenegildo, se sabía godo; un godo de estirpe real, que debía obedecer las
tradiciones y servir, fielmente, a su padre y señor.
»—Agradezco a mi padre y soberano el don concedido. Mi esposa y yo
iremos adonde indiquéis. Me ocuparé personalmente de la educación de mi
esposa, que todavía es una niña que no ha conocido mundo.
»La princesa Ingunda cambió su rostro, en el que aparecían los signos del
enfado al escuchar que la llamaban niña y, más aún, al oír que sería educada
en la fe arriana. Después Leovigildo continuó:
»—La campaña contra los suevos y los francos ha finalizado. Gracias a tu
hermano Recaredo, el reino suevo nos rinde pleitesía. Quiero que tú, mi hijo,
uno de mis capitanes más dotados, continúes la expansión del reino godo.
Iniciarás la ofensiva contra los bizantinos. Los orientales ocupan las costas
frente a la Tingitana; Malacca, Cartago Nova y otras muchas ciudades son
suyas. Debemos expulsarlos del territorio ibérico. Tú, hijo mío, eres un jefe
respetado, deseo que me representes en el sur. Los hispanorromanos de la
Bética están más cerca de los orientales que de nosotros, lo que hace que sea
posible su traición. Debes ganarte a los próceres, senadores y nobles de la
ciudad de Hispalis. Una princesa franca de origen católico también será de su
agrado, pero quiero que os mantengáis dentro de la ortodoxia arriana. ¿Me
puedes entender?
»—Sí, padre.
»—Confío en ti. Deberás actuar en mi nombre, como duque de la Bética,
mis órdenes te irán llegando. No desobedecerás a nada de lo que se te indique.
»Leovigildo bajó la cabeza, extendió una mano que los príncipes besaron,
después les indicó la salida, ellos doblaron la rodilla, con una reverencia ante
el rey, y abandonaron la estancia. La pesada puerta de madera, claveteada en
hierro, se cerró tras de ellos aislándoles de los reyes. Dentro continuó
oyéndose, de modo alejado, la voz fuerte de Goswintha. Caminaron por un
largo corredor de piedra, iluminado débilmente por hachones de cera. De
cuando en cuando se cruzaban con piquetes de la Guardia Real, que les
saludaban con una inclinación de cabeza. Llegaron al lugar que había sido su
cámara nupcial, la cámara nupcial de un matrimonio aún no consumado.
Cerraron la puerta tras de sí. En cuanto estuvieron a solas. Ingunda se dirigió a
su esposo, entrecortadamente:
»—No soy una niña. Sé bien lo que quiero. He sabido que mi padre,
Sigeberto, ha sido asesinado el día en que iba a ser coronado rey de Neustria.
Mi madre, Brunequilda, lucha ahora por mantenerse en el trono y necesita a
los godos de su lado. He sido conducida a ti por la política franca. Yo no te he
escogido como esposo, te ruego que me dejes practicar la fe que me consuela,
me anima y me permite vivir.
»Hermenegildo miró el rostro desafiante de la niña mujer que tenía ante sí.
Sus rasgos rectos y definidos que le recordaban un tanto a su propia madre.
»—Mi madre fue una princesa, desconocida para vosotros, de origen
franco. Ella también creía en la fe que tú practicas. Me educó en esa misma
fe…
»Ella se sorprendió ante aquella respuesta.
»—Entonces… No me obligarás… —se extrañó ella.
»—No. Haz lo que quieras, pero hazlo discretamente, sin llamar la
atención. Debo obedecer a mi padre, no puedo enfrentarme a él. Mi padre es
un gran rey a quien yo admiro y venero, pero yo no quiero inmiscuirme en esos
temas de fe. Hubo un tiempo en el que yo creía en la fe de mi madre.
»—¿En qué crees ahora…?
»—En nada… —suspiró él—, en lo que mi padre crea. ¿Qué más da una
doctrina que otra? ¿Qué importancia tienen esas disquisiciones teológicas que
ocupan la mente de todo el mundo?
»Ingunda dudó en la respuesta. Después, como titubeando, le contestó
suavemente con una voz temblorosa.
»—Yo no sé nada de teologías… pero me eduqué en la corte de mi
bisabuela Clotilde; ella convirtió el reino franco al catolicismo, a través de mi
bisabuelo Clodoveo. Dicen que es santa. No puedo traicionar lo que me
enseñaron de pequeña. Tampoco puedo darte razones de lo que creo. Lo creo
porque sí. Déjame seguir a mi Dios a mi manera. Sé que Jesús es Dios. Lo sé
porque me lo enseñaron así, vosotros creéis otra cosa. Jesús es Dios, un Dios
cercano, que me consuela cuando me siento sola.
»De nuevo, Hermenegildo se conmovió ante aquella niña que tenía delante
de sí, tímida, y a la par, fuerte y obstinada. No entendió o no quiso entender las
razones que ella le ofrecía, pero la tranquilizó poniéndose de su lado.
»—Seremos amigos —dijo él—, yo te protegeré, como lo hice con mi
madre. Muchas veces le oculté a mi padre lo que ella hacía…
»Ingunda le miró interrogante.
»—En Emérita Augusta curaba a los pobres y se ocupaba de la gente del
pueblo. Se relacionaba con el obispo católico, Mássona, un gran hombre, al
que yo también estimo. Muchas veces la acompañé y muchas otras oculté sus
pasos. Te querré y guardaré tus pasos como guardé los de mi madre.
»—Yo también te querré —dijo ella ingenuamente— porque eres bueno,
un hombre bueno.
»Entonces, alzándose de puntillas, depositó un beso sobre la cara de él, en
la que asomaba una barba joven».
Hispalis

«La ciudad que nunca ha cerrado los ojos, alumbrada por la luz del mediodía,
se desplegó a su vista: una ciudad ruidosa, radiante, llena de luz y sedienta de
placer. Hispalis, nacida íbera, mestiza de fenicios y griegos, desposada por
Roma, asolada por los vándalos, restaurada por los godos, alhajada por los
bizantinos… En los tiempos de mi padre, Leovigildo, había sido forjada de
nuevo, esta vez, visigoda.
»La comitiva, procedente de Toledo, cruzó el puente romano. El río, el
Betis de los tartessos, leguas de agua dulce, atraviesa la urbe dividiéndose en
afluentes, siempre acariciando la ciudad. Por él navegaban barcos de distinto
calado y origen: suevos, bizantinos, francos. La ciudad se abre a la vega feraz
del Betis, nunca encerrada en sí misma.
»Allí, Ingunda despertó a un mundo nuevo, resplandeciente, lejos de las
brumas de las Galias y de las resecas tierras mesetarias. A la princesa le
parecía que siempre había vivido en las tierras hispanas: su acento se había
acoplado al de su nuevo país, había crecido en aquellos meses, sus formas
eran ya las de una bella joven. Desde su carruaje observó detenidamente lo
que ocurría a su alrededor: unos niños se perseguían en un juego infantil, más
allá varias mujeres obesas con un cántaro a la cintura charlaban a gritos. Tras
una esquina unas niñas bailaban con brazos desnudos y morenos. Se
escuchaban voces y cánticos, a lo lejos sonaban las campanas. Hacía calor, un
calor húmedo que subía desde el río, un calor al que no estaba acostumbrada.
»Al lado del carruaje cabalgaba su esposo, su cabello oscuro escapaba del
casco plateado, sus ojos claros la observaban divertidos al ver su alegría
infantil. Alguna vez, Hermenegildo giraba la cabeza y bromeaba señalando el
campo o las personas. Aquellas semanas él había sido más un padre o, quizás,
un hermano que un marido para ella. La había confortado de la melancolía por
haber dejado atrás las tierras francas, había escuchado sus quejas y peticiones.
La había consolado de la ira de Goswintha.
»Él se retrasó y ella lo siguió con la mirada, diciéndole adiós con su
pequeña mano. Los días del viaje habían sido un descubrimiento mutuo, él
aprendió que ella no era tan niña. Ingunda perdió el recelo hacia el príncipe
godo que le había atemorizado los primeros días, al notar la consideración con
la que él la trataba.
»Al final de la comitiva, en unos carromatos, viajaban los amanuenses.
Hermenegildo había solicitado a su padre que Laercio le acompañase a
Hispalis. Necesitaba un hombre, conocedor de las letras y de toda confianza,
para lidiar con los próceres hispanos de la ciudad, que siempre retorcerían la
ley en su contra.
»Hispalis había sido conquistada por Leovigildo, pocos años antes, del
dominio imperial. Durante la época bizantina, la ciudad se había orientalizado,
llenándose de iglesias, torres y campanas; se había fortificado mediante
gruesas murallas. Su aspecto había cambiado, pero también su forma de ver la
vida. Los nobles de la ciudad, senadores y patricios de origen romano, se
habían sentido más cercanos a los imperiales, católicos como ellos, que a
aquel pueblo de bárbaros herejes, que éramos nosotros, los godos. Con los
bizantinos habían llegado ideas nuevas procedentes de Oriente y textos
antiguos que había revitalizado su cultura.
»Por todas las esquinas, a todos los rincones, se había difundido la noticia
de que un hijo del rey godo gobernaría la ciudad. Las gentes se aglomeraban
por las calles; desde las ventanas, algunas mujeres tiraban flores ante el
carruaje y, ellos, los jóvenes duques de la Bética, escuchaban el clamor de la
multitud.
»Hispalis vibraba al paso de los príncipes, quienes contemplaron una
ciudad rica por el comercio de aceite, leguminosas y salazones; una ciudad
llena de orfebres que trabajaban las joyas con una delicadeza infinita; una
ciudad, en fin, abierta al río, donde su puerto la ponía en contacto con el resto
del orbe. Quizás había perdido el esplendor del Bajo Imperio; muchas casas
se veían derruidas pero, frente a ellas, se alzaban otras en las que podía
apreciarse la riqueza de sus dueños. En las bóvedas de las iglesias, en los
capiteles de las columnas, en las jambas de las puertas, se apreciaba la
influencia del imperio greco-oriental, lejano apenas unas leguas, en la
provincia bizantina de Spaniae.
»Más adelante, en la plaza de los antiguos foros, les esperaba el
gobernador. Un hombre barbado con rizados cabellos castaños que
sobresalían del casco; una cicatriz le cruzaba la mejilla izquierda; un hombre
que, cuando no sonreía, aparentaba un aspecto siniestro pero, cuando lo hacía,
mostraba su fuerte dentadura blanca y los ojos chispeantes de color claro.
Hermenegildo lo conocía, pues había luchado junto a él en la campaña del
norte, colaborando en el asalto a Ongar. Los romanos le llamaban Gundemaro.
Gundemaro era de sangre puramente germánica, de una antigua familia que
poseía siervos, sayones y bucelarios; uno de los hombres de confianza de
Leovigildo.
»Como símbolo de sumisión, Gundemaro les entregó las llaves de la
ciudad. Desde las escaleras que accedían al palacio, Hermenegildo, en buen
latín clásico, saludó al pueblo predominantemente romano que abarrotaba la
plaza:
»—¡Hispalenses! Yo, Hermenegildo, hijo del muy noble rey Leovigildo, he
llegado a esta ciudad y a las tierras de la Bética. Me comprometo a gobernarla
con equidad y justicia. Os pido lealtad a mi padre frente a los invasores
imperiales. Los godos hemos sido designados por Dios para gobernar las
tierras hispánicas, somos los auténticos sucesores del Imperio romano, al que
pertenecisteis. Los bizantinos han aprovechado la debilidad del reino para
invadirnos.
»Gundemaro, bajo las barbas, sonrió ante aquellas palabras, que le
sonaron ingenuas. Se alzó un murmullo entre las gentes sencillas. Un hombre
de entre la multitud gritó de modo espontáneo en un bajo latín, modulado por
el suave acento del sur:
»—Líbranos de los recaudadores, que nos extorsionan a impuestos.
Sálvanos de los nobles, que nos despojan de lo nuestro, nos roban y abusan de
nuestras mujeres. Haz justicia, pues solo hay jueces corruptos.
»—Eso… Eso… —gritaron—. Tenemos hambre…
»Hermenegildo exploró con la mirada, muy lentamente, a los que alzaban
sus manos y se dirigían a él con expectación y esperanza.
»—¡Se hará justicia! —dijo Hermenegildo—. Presentad vuestra causa ante
el tribunal y se os escuchará.
»No le creyeron. Sin embargo, apreciaron su buena voluntad. Se escuchó,
de nuevo, otro grito; provenía de un hombre con hábito de monje.
»—Permítenos vivir en la fe de nuestros padres.
»Ante aquella súplica, la princesa Ingunda, desde lo alto de su caballo,
giró la cabeza hacia quien así hablaba y sonrió levemente. La atención de los
hispalenses se volvió hacia ella, sabían que, como ellos, era católica. Hispalis
amaba la belleza desde su nacimiento en los tiempos de los tartessos y sabía
apreciar una cara bonita.
»—¡Viva la princesa franca! ¡Los ojos más bellos a orillas del Betis!
¡Guapa…!
»Hermenegildo rio abiertamente. Entre los príncipes godos, jóvenes,
llenos de vida, y aquel pueblo espontáneo y adulador, se produjo una corriente
de simpatía mutua. Los aclamaron. Al llegar al alcázar real desmontaron de
los caballos, y desde lo alto de las escaleras volvieron a saludar al pueblo.
»Dentro del palacio, Ingunda se retiró a los aposentos reales, fatigada del
viaje; mientras, Hermenegildo se dirigió a la sala de recepción, una estancia
de piedra amplia y oscura, con hachones y unas estrechas ventanas, profundas
y alargadas, que permitían la ventilación. Se sentó en un pequeño trono de
madera labrada, ligeramente elevado con respecto al resto de la sala. Mientras
tanto, Gundemaro le iba presentando a los prohombres de la urbe. Apenas
había godos entre ellos. La ciudad era romana; en ella habían nacido
emperadores y filósofos; de quienes procedían los hombres que dominaban la
ciudad. En Mérida, el lugar de su niñez y primera juventud, también había
coincidido con hombres de procedencia romana, su hermano de armas Claudio
y sus amigos de la infancia, Antonio y Faustino; todos de noble cuna
senatorial. Sin embargo, Hermenegildo nunca había vivido en una provincia
netamente romana, como era la Bética. Los godos habíamos penetrado en
Hispania como federados del imperio, y nunca había existido una
confrontación entre nosotros y los hispanos. Pero ahora, los que en un
principio habíamos sido nada más que los pacificadores de suevos, vándalos y
alanos, nos habíamos hecho con el poder, legislando y rigiendo a los hispanos,
habíamos apartado a la nobleza romana del control efectivo de su propio país.
En la Bética se había producido un ambiente general de rechazo hacia los
dominadores godos; por ello, Hermenegildo advirtió, de modo mucho más
intenso que en Emérita Augusta, la frialdad con la que era recibido por los
próceres hispalenses.
»—Cayo Emiliano —le presentó Gundemaro.
»Ante el joven duque se cuadró un hombre de unos cincuenta años, con
cara astuta y servil, picada por las viruelas, afeitado al gusto de los romanos y
con una calvicie prominente. Vestía una túnica blanca con un manto fino, de
color melaza, abrochado en una fíbula redondeada. El hombre realizó una
profunda reverencia ante el príncipe y habló:
»—Nos sentimos muy honrados por la presencia del hijo del rey godo en
estas tierras…
»—Yo también estaré a gusto entre vosotros si me brindáis vuestra
confianza y apoyo.
»—La tendréis, mi señor, la tendréis. Necesitaréis buenos consejeros… —
dijo obsequiosamente.
»—¿Conocéis a alguno que pueda serlo?
»—Yo mismo podría brindarme a ello.
»—Vuestra ayuda será bien acogida, Cayo Emiliano. Pronto convocaré a
los principales de la ciudad, entre los que espero contar con vos.
»Cayo Emiliano aceptó honrado la propuesta. De sus ojos se escapó un
brillo de astucia y codicia.
»Después de haber saludado a todos los nobles de origen romano, solo
quedaba en la sala un hombre, con dos bucles en la parte anterior de su
cabellera, luenga barba, cubierto por una larga túnica de lana fina a rayas y
tocado por un pequeño bonete.
»Hermenegildo adivinó, por aquellas trazas, que era un judío. Gundemaro,
al verlo, torció ligeramente el ceño.
»—Este es el viejo Solomon ben Yerak, un hombre dotado en el arte de la
curación, un potentado, el hombre del que depende toda Hispalis… —en voz
más baja, que no pudo escuchar el judío, continuó—… un usurero y un
nigromante.
»El judío, que solamente había escuchado la primera parte de la
presentación, sonrió diciendo:
»—Yo administro mis bienes con cordura. Soy el único que mantiene
liquidez, mientras los demás la pierden…
»Hermenegildo lo examinó atentamente, su espalda encogida, los ojos
aceitunados, marcados por las estrías, que señalaban un hombre que se había
desgastado con el trabajo y había logrado su fortuna con esfuerzo. Algo en él
le resultaba cercano y amable.
»—Amigo, seáis bienvenido al palacio de los duques de la Bética. Me
alegro de conocer a un buen sanador. Ese arte no me es ajeno, mi madre lo
dominaba y me instruyó en algunos de sus secretos. Me gustaría que, algún día,
pudiésemos hablar de vuestras habilidades.
»El judío se sorprendió de ser tratado por un godo, y de tan alta alcurnia,
como un igual; de que alguien así quisiera compartir experiencias con él;
pensó que se burlaba, pero Hermenegildo hablaba de corazón. Mi hermano
siempre había amado la antigua ciencia de Hipócrates y Esculapio. Aún
recuerdo cómo, en Mérida, acompañaba a mi madre al gran hospital de
beneficencia, que había fundado el obispo Mássona. El arte de la sanación era
algo que le atraía, desde la infancia, y su petición no era una simple deferencia
hacia el judío. Gundemaro se escandalizó ante aquella propuesta del joven
hijo del rey godo.
»—Mi señor, poco sé de este arte —dijo el judío—, pero lo poco que sé,
lo compartiré con vos.
»Se inclinó profundamente ante el príncipe, quien sonrió levemente, y una
complicidad, por la ciencia que ambos veneraban, se estableció entre ellos.
Cuando Solomon hubo salido, Gundemaro, con voz fría, reconvino a
Hermenegildo, advirtiéndole que no era oportuno que el hijo del rey de los
godos se relacionase con gente como la judía. Tanto la Iglesia católica como la
arriana recomendaban una distancia con este tipo de gente, ningún noble tenía
trato con ellos. Hermenegildo no le contestó, recordando, una vez más, a su
madre, a quien no le había importado tratar con gente notable o humilde, con
sabios o con ignorantes.
»La reunión con los romanos había terminado. Gundemaro, entonces,
introdujo a los jefes godos, militares de rango intermedio, vestidos con
corazas, capas y, algunos de ellos, con casco. Los nobles godos solamente
hablaban de un tema: los bizantinos habían reconquistado Sidonia, una plaza
fuerte en la frontera que, pocos años antes, había sido tomada por Leovigildo.
»—¡Hay que atacar de nuevo! —propuso el capitán de la plaza—.
Reconquistarla y derruir las murallas.
»—Los imperiales no tienen fuerzas suficientes para luchar en campo
abierto y se refugian en el interior de las ciudades al amparo de sus murallas,
que son muy fuertes. Cartago Nova ha elevado sus muros varios palmos desde
que nuestro señor, el rey Leovigildo, comenzó a atacar de nuevo las provincias
bizantinas.
»Hermenegildo, desde su asiento un poco más elevado que el resto, los
escuchaba:
»—¿Si no tienen fuerzas como para luchar a campo abierto cómo es
posible que no consigamos derrotarles y, además, que vayan ganando terreno?
»Entonces, en voz baja, ronca y grave, otro de los capitanes godos le
contestó:
»—Mi señor duque Hermenegildo, les apoyan los hispanorromanos, que
hacen de su ayuda a los bizantinos una cuestión de fe. Esos mismos que habéis
recibido hoy, los que os han rendido pleitesía zalameramente, son los que
discuten el gobierno godo. Nos consideran unos herejes arríanos. Los
bizantinos son, como ellos, católicos, y obedecen al emperador y al Papa de
Roma. Ellos siguen sintiéndose parte del antiguo Imperio romano, los
orgullosos descendientes de Teodosio, de Trajano, de Adriano y de Marco
Aurelio.
»Gundemaro terció con tono conciliador:
»—Hay otros pueblos germanos que han cambiado su religión hacia la
católica. Clodoveo lo hizo y, ahora, sus descendientes controlan las Galias,
indiscutidos por los galorromanos. Nosotros continuamos siendo arríanos, una
religión nacional y cerrada en sí misma.
»Las palabras de Gundemaro fueron recibidas con frialdad. Un murmullo
de desacuerdo brotó entre los godos y se concretó en las palabras bruscas de
uno de ellos:
»—¡Nosotros nunca seremos católicos! La doctrina cristiana correcta es la
que se nos predicó… No obedeceremos al Papa de Roma que, en definitiva,
está sometido a los bizantinos. No hay unidad posible con los católicos.
»Hermenegildo se sorprendió al escuchar aquella voz tan visceral y
enconada; una voz, habitualmente pacífica, pero que vibraba ahora con una
gran carga de pasión. Era la de su amigo y compañero de armas, Wallamir.
»Hermenegildo se dirigió a él, con tono suave pero lleno de fuerza.
»—Quizá te equivocas, Wallamir. Mi señor y padre, el rey Leovigildo,
está buscando una solución intermedia entre la fe católica y la arriana. Él
considera que nuestro deber, como rectores de los destinos de Hispania, es el
de unificar el reino. Una sola ley, una sola religión, un solo pueblo; en eso yo
estoy enteramente de acuerdo con mi padre.
»Las últimas palabras las dijo en voz más baja, como para sí mismo, pero
Wallamir, su propio amigo, lleno de furor godo, habló en tono alto, enfadado,
ante lo que consideraba una debilidad de la familia de Leovigildo, con unas
palabras que Hermenegildo había escuchado ya en labios de los católicos.
»—A mí no me gustan las medias tintas, en cuestiones de fe, de raza y de
honor no hay una postura intermedia…
»Hermenegildo lo miró con cierta tristeza; en aquel punto, nunca se habían
entendido. Desde los años en que compartían juegos en Mérida, Wallamir
siempre había sido godo; por apego a mí y a Hermenegildo, se había alejado
de Segga y de los que proponían un partido godo acérrimo; pero él seguía
siendo un godo nacionalista. En su espíritu había un orgullo de casta que le
llevaba a despreciar a los romanos. Orgullo que solo cedía, quizás, ante
Claudio por la amistad que les unía, pero que no le permitía llegar a
componendas políticas con los que consideraba inferiores. Aquel orgullo se
debía, tal vez, a que su estirpe no era de prosapia, sino de una baja nobleza.
Para él, ser godo significaba estar en un nivel social por encima de los ricos
senadores romanos.
»Hermenegildo se dirigió a los nobles godos exponiendo las ideas que
había desarrollado con los jurisconsultos y los notarios de Laercio; unas ideas
que eran semejantes a las que nuestro propio padre pretendía imponer.
»—Señores, debemos negociar y hablar con los hispanos. Si pretendemos
ganar esta guerra, si pretendemos devolver a los bizantinos al mar del que
proceden, si pretendemos dominar el occidente de Europa, la única manera es
negociar con los hispanos. Obligarles a que no acudan en ayuda de los
imperiales porque se sientan honrados de ser hispanos, como lo somos
nosotros: una sola población hispana, no godos y romanos; sino hispanos,
hombres que habitan en este antiguo país y lo aman. Si a los imperiales les
falta el abastecimiento de comida, tendrán que rendirse, pero si los
abastecimientos se los proporcionan los ricos terratenientes romanos y los
judíos, nunca se rendirán. Hay que impedir la colaboración con los bizantinos;
para ello habrá que negociar con los hispanos y los judíos.
»De nuevo, se escuchó un murmullo de desacuerdo. Muchos godos de
antigua raigambre, entre ellos amigos tan cercanos como Wallamir, no querían
negociar con quienes consideraban inferiores; querían únicamente aplastarlos
con el peso de las armas. La discusión continuó unas horas, en las que hicieron
un alto para comer, para proseguir, después, sopesando la necesidad de
bloquear por mar a la armada bizantina. Las naves orientales asaltaban, con
frecuencia, a las godas y, sobre todo, impedían el comercio con el norte de
África, con la antigua provincia Tingitana. Salían de Malacca y de Cartago
Nova e impedían el tráfico por el antiguo mar de todas las gentes, el
Mediterráneo».
El duque de la Bética

«Después del oficio arriano, como una de sus muchas obligaciones, mi


hermano Hermenegildo dedicaba las primeras horas del día a atender las
necesidades de sus súbditos y a despachar negocios públicos. Solían pedir
audiencia los menesterosos, pero también hombres sedientos de mercedes, que
buscaban la ayuda o el favor del príncipe. Muchas veces Gundemaro y los
nobles de su séquito en Hispalis se asombraron de la cordura y discreción de
su juicio. Era un hombre que sabía penetrar en el interior de las personas,
reconociendo las intenciones íntimas en las mentes de los que se dirigían hacia
él. Esa misma cualidad la habían poseído su padre, Aster, y su abuelo, Nícer.
»Una de aquellas mañanas, un hombre de avanzada edad consiguió
acercarse hasta donde el joven duque godo administraba justicia; le pidió que
se castigase el daño que le había sido infligido por un noble. El poderoso
había prendido fuego a unas vides secas; era un día de mucho calor, se levantó
el aire y las ascuas, arrastradas por el viento, incendiaron la casa del anciano,
quien al intentar controlar el fuego se quemó las manos y la cara. El vecino
poderoso era un godo y el anciano, un romano. Como sabrás, la ley no protege
al romano sino al godo. Los tribunales romanos —generalmente presididos
por el obispo católico de la ciudad— estaban constituidos para asuntos entre
romanos; los tribunales godos juzgaban los pleitos de los godos. Cuando había
un problema de competencias entre godos y romanos, lo dirimían los
tribunales godos. Así, los romanos solían hallarse en franca desventaja legal.
Hermenegildo se compadeció del anciano, pero no quería saltarse la ley, ni
desacreditar a los tribunales.
»En la sala de Audiencias se agolpaban orgullosos nobles godos y algún
hispanorromano. Me puedo imaginar a Hermenegildo observándoles a todos,
uno por uno, con sus ojos claros, perspicaces e inteligentes. Aquella era una
añagaza para desacreditarlo, para que tomase un claro partido. Si fallaba a
favor del godo, perdería la escasa confianza que había conseguido con su
discurso inicial ante el pueblo de Hispalis. Si fallaba en contra, perdería el
prestigio y la autoridad ante los godos, al haber desacatado una de sus leyes.
Entonces, tras examinar al noble godo de arriba abajo, comenzó a preguntarle:
»—¿Vos sois noble godo?
»—Lo soy…
»—¿Combatisteis en la campaña contra los cántabros?
»—No, no lo hice.
»—¿Combatisteis, entonces, en la campaña contra los francos, cuando
asediaron durante meses la ciudad de Cesaraugusta y nos salvaron las
reliquias del santo mártir Vicente?
»—Tampoco lo hice. Ocurrió mucho tiempo atrás.
»—¿Combatisteis con mi padre en Sidonia echando a los bizantinos de
nuestras tierras de la Bética?
»El godo tragó saliva. Aquella guerra era muy cercana. Por ley los nobles
godos debían acudir a apoyar a su rey. En un hilo de voz, el godo dijo:
»—No…
»—¿Sabéis que nuestras leyes penan al noble que no acude a la llamada de
su rey?
»—Estaba muy ocupado… Mi esposa había dado a luz…
»—Entonces, debisteis haber pagado el tributo.
»El hombre bajó la cabeza. Todo su orgullo había desaparecido.
Hermenegildo llamó al escribano de la corte encargado de registrar los
tributos y preguntó si aquel godo había pagado lo que debía. Ante la negativa,
el joven duque dictaminó:
»—Los godos tenemos preeminencia en este reino y la conservaremos, si
cumplimos nuestras obligaciones. Los godos somos el ejército de este país,
esta tarea nos fue encomendada por el antiguo Imperio romano. Hemos
luchado siempre valientemente y el pueblo hispano nos debe respeto y
sometimiento. Ese sometimiento se constata en nuestras leyes. Vos no habéis
cumplido vuestras obligaciones. No podéis pensar que conservaréis vuestros
privilegios. Pagaréis el tributo y esa cantidad le será dada a este anciano al
que habéis perjudicado.
»Se hizo el silencio en la sala. La cantidad que debía pagar el noble godo
era superior a la que hubiera debido pagar en indemnización por una casa
quemada. El anciano levantó las manos, heridas y tumefactas, y, también, miró
al príncipe con un rostro desfigurado por el dolor que le causaban, pero en sus
ojos brilló el agradecimiento. Hermenegildo fingió no verlo, pero susurró
algo, en voz baja, a uno de los soldados que hacían guardia junto a él.
»El noble godo y el anciano romano se retiraron; el primero, rígido y lleno
de cólera; el otro, con su espalda inclinada haciendo reverencias al joven
duque de la Bética.
»Continuaron los pleitos y los asuntos de estado. Ante Hermenegildo se
presentaron dos hombres vestidos con ropas que indicaban su pertenencia al
estamento clerical. El primero llevaba una larga barba y su aspecto era el de
un clérigo arriano. El otro era un monje, cuya capucha le cubría la cara. Un
lacayo los anunció, primero señaló al clérigo arriano y gritó en voz alta:
»—Ermanrico, obispo de la Iglesia arriana de Itálica.
»Después, el encapuchado dio un paso al frente descubriéndose la cara;
inmediatamente fue reconocido por Hermenegildo, mientras se escuchaban las
palabras en voz muy alta del heraldo:
»—Leandro, obispo de la Iglesia católica de Hispalis. —El hijo del rey
godo se levantó inmediatamente y se acercó a Leandro tomándole por los
hombros. El arriano les observó, sorprendido de que el duque conociese a su
rival.
»—Viejo amigo, me habían dicho que estabas en Servitano, en un
convento…
»—Y era así; pero desde hace algunos meses; he sido elegido obispo de la
ciudad… Y no me han dejado retirarme mucho tiempo…
»—¿Cómo está…? —Hermenegildo se detuvo; de pronto se dio cuenta de
que todos los asistentes a la sesión estaban pendientes de sus palabras.
»—¿Mi familia…? —Leandro entendió a quién se refería, pero prefirió
desviar la contestación—. Bien, están todos bien.
»No debían hablar allí, delante de un tribunal donde se solventaban
asuntos de estado, así que Hermenegildo regresó a su sitial. El chambelán de
la corte presentó el pleito entre ambos obispos. Recientemente había fallecido
el obispo arriano de Hispalis; según Ermanrico, obispo de Itálica, la sede le
correspondía, pero aún no había llegado la designación real. Con la sede de
Hispalis, le pertenecían una serie de iglesias que utilizaban los católicos;
aquellas iglesias habían sido confiscadas años atrás a los romanos. El prelado
fallecido había permitido que las usasen los católicos, más numerosos que los
arríanos. A su muerte, Ermanrico quería recuperarlas.
»—Se me ha otorgado poder para nombrar un nuevo obispo arriano en esta
ciudad y podría hacerlo. Entonces vos perderíais el control sobre esas iglesias
que deseáis obtener.
»—Sí, mi señor.
»—Es mi decisión que no se nombre un nuevo obispo arriano, que vos
seáis el obispo de la corte de Hispalis. Podréis celebrar en la iglesia palatina.
Pero es también mi decisión que los fieles católicos conserven sus iglesias.
»—En cuanto a vos, obispo Leandro, deberéis respetar a los adeptos a la
religión arriana.
»Los dos prelados besaron el anillo real y se inclinaron ante el príncipe. A
Hermenegildo le dio tiempo de susurrar al obispo católico:
»—Nos veremos más tarde.
»En aquel momento se escuchó un ruido fuera de la sala, un correo
solicitaba ser recibido. Hermenegildo con un gesto despidió a Leandro, y
autorizó la entrada del correo, el cual llegó con la cara descompuesta por
haber venido galopando, sin detenerse, desde un lugar lejano.
»—Los imperiales han logrado levantar el sitio de Cástulo[20] —anunció
—. La ciudad de Cástulo había sido cercada por nuestras tropas varios meses
antes. Pensábamos que estarían desfallecidos por el hambre y a punto de
rendirse, pero no ha sido así. Les han ayudado y han salido de la plaza bien
armados y pertrechados, con tropas de refresco.
»—¿Los romanos?
»—Ellos han sido… Los nuestros se han retirado al fuerte que hay más
allá del río Sannil, y amenazan la fortaleza junto al río. Se ha corrido la
frontera.
»—Esos lugares habían sido conquistados por mi padre, el rey Leovigildo;
su pérdida sería una gran desgracia.
»—Ya no aguantan más, se necesitan refuerzos.
»—Los tendrán.
»Gundemaro intervino, bruscamente:
»—¿De dónde, mi señor? Nuestros hombres son escasos. El rey no ha
enviado, con vos, nada más que una pequeña escolta.
»—Los romanos nos los proporcionarán, al igual que han favorecido la
caída de Cástulo, favorecerán su reconquista… si les convencemos.
»El gobernador, de nuevo, observó con escepticismo al príncipe sin
parecer convencido en absoluto. A Hermenegildo no le importó, estaba seguro
de lo que hacía.
»Condujeron al agotado mensajero a las habitaciones de un cuartel cercano
al palacio, para que se recuperase; salió desfallecido apoyado en dos
soldados. Ya no había más peticiones de merced. Las audiencias habían
terminado aquella mañana. Fuera una turba de soldados godos montaban
guardia. Durante la recepción se habían oído sus voces que, en ocasiones,
habían sido ruidosas. Hermenegildo se levantó, cansado de escuchar a tanta
gente.
»Al salir, Gundemaro le preguntó:
»—¿Cómo habéis sabido que el noble godo no había participado en
ninguna de las campañas?
»Hermenegildo se burló:
»—Soy adivino.
»El otro prosiguió sin inmutarse:
»—No lo creo… ¿Le conocíais de antes? En la ciudad se le conoce como
un cobarde, un hombre pendenciero y ocioso, que nunca ha participado en
ninguna acción militar.
»—No. Es la primera vez que le veo. El godo era un hombre fofo,
arrogante, que nada hacía mover a compasión. Un hombre así no ha sufrido ni
ha luchado. No es un guerrero.
»Era así. Aquel hombre, con su enorme panza, con su cara fláccida y sus
brazos sin músculo, era imposible que hubiese empuñado un arma o hubiese
realizado una acción guerrera.
»—Ha sido una buena jugada. Habéis abatido el orgullo del godo, y habéis
hecho justicia. Los nobles godos se pensarán, muy mucho, no acudir a la
llamada del rey, si tienen que pagar el tributo.
»—Lo sé.
»Hermenegildo estaba contento. Gundemaro continuó preguntándole:
»—¿Cómo pensáis aliaros con los hispanorromanos?
»—No lo sé; quizás hablando con ellos, quizá mostrándoles que tienen más
que perder, al alejarse de los godos. Nosotros somos los aliados que el
Imperio romano ha puesto a su cuidado. Mostrarles que los hombres
orientales, los bizantinos, en el fondo están mucho más lejos que nosotros en
pensamientos e ideas.
»—¿Así que con la palabra y sin la fuerza?
»—Pienso que sí. Los he convocado a un banquete en el palacio ducal. Me
gustaría que vos, buen Gundemaro, jefe de la Guardia Real, estuvieseis
presente.
»—Lo estaré, si así lo deseáis.
»—Sé que estáis casado con una dama virtuosa. ¿Cuál es su nombre?
»—Hildoara…
»—Bien. Me gustaría que vuestra esposa asistiese al banquete en el que
convocaré a las autoridades romanas de la ciudad. La princesa Ingunda
debería presidirlo; me gustaría que vuestra esposa estuviese pendiente de ella;
Ingunda es aún muy joven para actuar como anfitriona.
»Gundemaro se sintió halagado por la confianza que el duque depositaba
en él, dejando a la princesa franca al cuidado de su propia esposa.
»Franquearon varios patios, dirigiéndose hacia el triclinio, donde
comerían algo. Antes de llegar allí, un hombre les estaba aguardando. Era el
anciano de la mano herida. Al verlo, Hermenegildo se detuvo. El hombre, de
baja estatura, se inclinó profundamente ante el príncipe, quien lo alzó,
tomándole por los hombros. Hermenegildo se agachó aún más palpando las
manos heridas. Los dedos estaban tumefactos y las uñas había desaparecido.
Olía a podredumbre; algunos de los trozos de carne de la mano de color
negruzco parecían a punto de caer. El joven duque de la Bética ordenó que le
trajesen agua limpia y paños, así como vino y grasa. Delicadamente, lo
condujo a un cubículo, al lado del patio, y allí, pronto, llegó lo que había
pedido. En un lebrillo vertió agua con un jarro, dejándola correr sobre la
mano herida; después, la limpió con un paño de lana fino, frotando con alguna
fuerza. Al realizar esta maniobra, se desprendieron trozos de carne podrida y
seca; la mano comenzó a sangrar. Después tomó vino, un buen vino blanco de
alta graduación, y dejó que corriera sobre la extremidad quemada arrastrando
la sangre. Cuando la mano se quedó en carne viva, la envolvió en grasa,
cubriéndola con unas vendas limpias. Por último, ordenó que el anciano se
quedase en el palacio, en las habitaciones de los siervos, hasta que mejorase.
»Gundemaro se sorprendió de lo que estaba viendo. Un godo, un príncipe
godo, había tenido unas atenciones y cuidados hacia un romano impensables en
la severa estratificación de la sociedad hispalense. Mi hermano amaba el arte
de la curación y, cuando podía, lo practicaba. No curaba solo por compasión
sino porque le gustaba ejercer aquel arte, poder comprobar cómo un miembro
herido iba cicatrizando.
»Aunque el sol estaba aún alto, la tarde decaía; había refrescado, era el
momento del solaz. Seguido de Wallamir y otros nobles de la guardia,
Hermenegildo salió de caza. La práctica cinegética los mantenía en forma para
el combate y era la afición preferida de los nobles godos. Al alejarse del
palacio, los hombres de la ciudad se paraban, viendo pasar a aquellos nobles
a caballo. Alguna mujer reconoció al hijo el rey godo y, a gritos, se lo señaló a
las vecinas.
»Recorrieron las orillas del Betis entre juncales. Pronto vieron su presa,
una manada de patos nadando en las aguas mansas, más arriba de la ciudad.
Desmontaron de los caballos, cargaron los arcos y apuntaron a las aves, que
salieron en desbandada. Después lanzaron a los perros hacia las aves caídas
en el cauce. Regresaron a la ciudad con las presas sobre sus monturas. Se
hacía de noche.
»Hermenegildo se acercó a ver a Ingunda. La niña se echó en sus brazos,
diciéndole ingenuamente que le había echado de menos. Él le mostró la caza y
le contó sus andanzas en los juicios, la historia del noble godo y el anciano.
Por último, añadió que Leandro vendría a verla. Ella le miraba con asombro,
todo lo que él hacía le parecía bien. Cuando Hermenegildo le habló de la
fiesta en el palacio, una gran fiesta de la que ella sería la anfitriona, ella abrió
mucho los ojos y, en un momento dado, pareció que se iba a echar a llorar del
susto. Después recobró la calma cuando él le prometió que estaría a su lado, y
que una dama llamada Hildoara, la esposa del gobernador de la ciudad, la
acompañaría.
»Unos días más tarde, al anochecer, el palacio se iluminó con multitud de
antorchas y luces flotando sobre los estanques. Los invitados al gran palacio
de los duques de la Bética fueron descendiendo de sus carruajes. Fuera, una
multitud de ociosos y desocupados iba señalando la identidad de los
convidados.
»—Hildoara, la esposa de Gundemaro…
»—El viejo Cayo Emiliano, menudo zorro.
»—El obispo arriano, Ermanrico, mal rayo lo parta, quiere quedarse con
todas las iglesias…
»—Nuestro buen obispo Leandro.
»—Los nobles senadores Gaudilio y su esposa, la hermosa Justa…
»—El senador Lucio Espurio… hace tiempo que no viene por la ciudad,
suele estar refugiado en su villa junto al Sannil, que es como una fortaleza.
»Los nobles hispalenses competían en joyas y aderezos por parecer más
opulentos que los demás. Dentro, en el atrio del gran palacio, Hermenegildo y
su esposa, risueños, iban recibiendo a los asistentes. Ingunda lucía un tocado
de perlas que hacía resaltar su pelo dorado. Había crecido en el viaje y, con
sus adornos de fiesta, parecía mayor. Hermenegildo la vigilaba, la princesa se
comportaba con empaque, siguiendo las normas de la protocolaria y
tradicional corte franca.
»Hildoara se inclinó ante la princesa; Ingunda, con un gesto digno a la vez
que afectuoso, corrió a levantarla y la besó en ambas mejillas. La mujer de
Gundemaro era una dama entrada en carnes, alegre y rosada. Pronto, Ingunda
se colgó de su brazo como si fuese una vieja amiga y, a partir de aquel
momento, no dejaron de hablar.
»Los invitados se acomodaron en unos divanes largos y cubiertos de
cojines; delante había mesas bajas, con manteles purpúreos sobre las que se
disponían las viandas. A los godos, aquellos divanes les resultaban
incómodos, pues estaban acostumbrados a sentarse en la mesa militar, un tanto
más alta y en un banco duro, pero enseguida se habituaron a la postura y
lograron situarse confortablemente. La sala estaba dispuesta en una
semicircunferencia en torno a un estanque central, detrás del cual se situaba un
pequeño escenario, ligeramente más elevado que el resto. Allí tendrían lugar
las actuaciones de juglares y danzarinas.
»Una nube de criados atravesó aquel enorme comedor al aire libre,
llevando platos de olivas, puerro picado, huevos dispuestos en diversos
guisos, cebollas tiernas, atún en vinagre, salchichas en rodajas y lechuga y
marisco. La noche era cálida y estrellada, una noche de finales de junio. Sonó
una música, de laúd y cítara, muy movida y alegre. Entonces aparecieron unas
hermosas mujeres de cabellos oscuros, danzando un baile de ritmo ardoroso.
Llevaban ajorcas en los tobillos que hacían sonar; los brazos subían y bajaban
grácilmente, al son de la música. Cuando esta cesó, Hermenegildo se levantó
para ir saludando uno a uno a los magnates de la ciudad. Ellos se incorporaban
del lugar en donde se hallaban recostados para saludar al duque, con quien
entrechocaron los vasos de vino, achispados por la bebida.
»Las copas de los invitados se hallaban siempre llenas; un copera estaba
pendiente de que así fuese. Cuando la conversación decaía se servía un vino
más fuerte; cuando se exaltaba demasiado, el copero mezclaba agua en el vino.
»—Buen Cayo Emiliano, dijisteis que querríais darme sabios consejos…
»—Sí, mi señor —respondió el romano con voz trémula por el alcohol—,
yo soy el único que puede salvar al reino.
»Hermenegildo, para sus adentros, se rio de él, se dio cuenta de que
fanfarroneaba por el vino.
»—¿Ah sí? Estaré encantado de conocer todo lo que tengáis el gusto de
sugerirme.
»—Conmigo, y no con Lucio Espurio… —al decir aquellas palabras
arrastró el nombre del patricio— es con quien tenéis que hablar. Yo soy un
hombre siempre leal a la causa goda, pero Lucio se ha vendido a los
bizantinos. Él ha sido quien suministró hombres y alimentos a los de Cástulo.
»El rostro de Hermenegildo se tornó grave: no le gustaban las calumnias ni
las murmuraciones.
»—¿Cómo sé que me decís la verdad? Eso que afirmáis es una acusación
muy seria.
»—Puedo proporcionaros los albaranes de lo que se envió a Cástulo…
»—Entonces deberé preguntaros… ¿Cómo es que los poseéis?
»—Yo colaboré con él.
»—Eso no os deja en buen lugar, y unos albaranes de compra no
demuestran nada…
»—Sí, si son de armas y han sido enviados a Cástulo.
»Hermenegildo se impacientó; le parecía todo poco creíble y además no
entendía por qué de repente aquel hombre colaboraba de esa manera con él,
cuando poco tiempo atrás estaba vendido a los bizantinos.
»—Lo que me estáis diciendo está penado por nuestras leyes como
traición; podría encarcelaros.
»El otro sonrió con una mueca astuta.
»—No lo haréis. Me necesitáis demasiado y yo a vos.
»—¿Qué es lo que deseáis?
»—Arruinar a Lucio… Posee una villa cerca de Cástulo que es una
auténtica fortaleza. Allí se refugia y es inabordable. Posee miles de siervos y
una auténtica fortuna. Si deseáis parar las ayudas a los bizantinos tendréis que
enfrentaros a Lucio y destruir su guarida…
»—¡Odiáis a ese hombre!
»—Sí, mucho. También odio a los bizantinos. En la guerra civil en tiempos
del rey Atanagildo arrasaron las propiedades rurales de mi familia y me tuve
que dedicar al comercio. Los negocios no me han ido mal, pero no perdono ni
a los bizantinos ni a un hombre como Lucio Espurio, que se ha vendido a ellos.
Yo soy hispano, de origen romano, no me gustan los griegos. Los bizantinos
son ajenos a nuestro país y a nuestra cultura.
»—Los godos también somos extranjeros.
»Cayo sonrió, de modo complaciente, y alabó a la raza del príncipe, con
quien estaba hablando:
»—Sois los continuadores del muy noble Imperio romano. A vosotros, el
emperador os dio el poder. Prefiero a los godos que a las sanguijuelas griegas.
¡Mirad la Tingitana y las provincias africanas! ¡Se derrumban comidas a
impuestos por los bizantinos, después de haber sido arrasadas por los
vándalos! África era el granero del imperio, el paraíso donde todos los
pueblos germanos soñaban llegar y, ahora, todos huyen de allí. ¡Hasta los
monjes! No, prefiero a los herejes godos, herederos de Roma, que a los
griegos, orientalizados y medio persas.
»—No sé si muchos de los romanos piensan como vos…
»—Mi señor —dijo Cayo Emiliano con voz servil—, vos sois la
esperanza para estas tierras. Estáis cerca de los romanos; habéis juzgado con
discreción en los asuntos de ambos pueblos. Los hispanos queremos un rey
godo como vos.
»Hermenegildo sabía que nadie da nada por nada; que aquellas lisonjas
tenían un precio.
»—¿Qué deseáis, entonces, de mí?
»—Nombradme conde del tesoro en vuestra corte de Hispalis. Yo sabré
corresponder a vuestra confianza.
»—Esos nombramientos los realiza mi padre. Ya hay un conde del tesoro.
Quizás en un futuro… Yo recompensaré vuestros servicios generosamente.
»—Bien. Os aconsejo lo siguiente: levad hombres y armas de los
terratenientes de la Bética. Algunos se negarán, pero otros os seguirán
gustosamente, porque les ocurre como a mí, no les gustan los orientales. Antes
de atacar a los bizantinos, alistad un ejército con los hombres de la Bética.
Acercaos a los católicos y creaos fama de hombre tolerante.
»La música llenó el ambiente; volatineros, saltimbanquis y acróbatas se
introdujeron danzando en la amplia sala, donde tenía lugar la fiesta. Se separó,
entonces, de Cayo Emiliano con la cabeza llena de lo que acababa de oír.
Consideró que Emiliano tenía razón. Antes de emprender cualquier campaña
frente a los bizantinos debía conseguir hombres, dinero y armas de los
próceres hispanos de la Bética.
»A lo lejos vio a Leandro. El obispo se sentía ajeno al espectáculo,
Hermenegildo se dio cuenta de ello. En cambio, su esposa Ingunda palmeaba
feliz, ante los saltos y danzas de los equilibristas, mientras hablaba
animadamente con Hildoara y otras mujeres, algunas de ellas romanas.
»Leandro se acercó a Hermenegildo.
»—Quisiera retirarme, noble señor.
»—¿No os gusta esta fiesta…?
»—Me siento fuera de lugar, mi mundo es otro, un mundo de estudio y
oración. El vino me marea, la música me saca fuera de mí.
»Hermenegildo lo entendió, pero él deseaba aún otras cosas del obispo.
»—Quisiera hablar detenidamente con vos. Si os place, podríamos ver los
libros y pergaminos que se albergan en este antiguo palacio.
»Leandro se animó ante la propuesta, era un amante de los libros y aquello
le atraía más que el ruido y el bullicio de la recepción. Ambos hombres se
alejaron de la sala porticada y atravesaron distintas estancias. A través de
unas escaleras se subía a una sala amplia abierta a una terraza e iluminada por
antorchas. En la sala se acumulaban manuscritos. Leandro fue examinándolos
uno a uno: Celso, escritos de Aristóteles y Platón, Plotino, Cicerón; La guerra
de las Galias de César. Además, las leyes romanas y los códigos de Eurico y
Alarico. Los tratados jurídicos reposaban sobre una mesa, con signos de haber
sido utilizadas recientemente.
»—¿Estudiáis leyes?
»—Mi padre quiere lograr un acuerdo para unir a romanos y a godos. Me
ha encargado de que examine, personalmente, las leyes godas y romanas para
lograr una postura intermedia; pero yo no encuentro muchas soluciones, no soy
hombre de letras.
»—En las leyes, quizás encontraréis una postura intermedia; pero esta no
existe en las cosas de Dios, ni en lo que afecta profundamente al espíritu
humano. Las leyes, la guerra, la política, son campos para la opinión. Mirad
esa alcuza de aceite, si la veis desde abajo la veréis abombada, si la
observáis desde arriba, la veréis excavada. Ambas opiniones son verdad.
Pero, en lo que afecta a la naturaleza del hombre y a Dios, la media verdad no
es la verdad, y el medio error no es una verdad. La verdad es una.
»Hermenegildo escuchó atentamente las palabras de Leandro y después
afirmó como hablando consigo mismo:
»—Estoy de acuerdo en lo que decís, los hombres calamos parcialmente
en lo que es la verdad de las cosas. La verdad absoluta no existe.
»—Sí, esto es así —continuó Leandro, obispo de Hispalis—. Solo Dios,
Verdad plena, capta por entero la verdad que hay en las cosas. Nosotros somos
limitados, nos movemos en un mundo de opiniones; pero eso no quiere decir
que no podamos llegar a conocimientos verdaderos. Encontramos aquí, en este
mundo, porciones de verdad, girones de infinito que nos salpican y nos llenan
de júbilo.
»—Pero…, ¿qué es la verdad?
»Leandro se sonrió ante aquella antigua pregunta.
»—Hablas como Pilatos. Él también preguntó lo que era la Verdad, a la
Verdad misma, a Jesucristo.
»—Para ti Jesucristo es Dios.
»—Para mí Jesucristo es la Verdad. Él mismo lo dijo: “Yo soy el Camino,
la Verdad y la Vida”. La Verdad es Dios. Sí. Lo es; sin esa creencia nada
tendría sentido.
»—Para nosotros, los godos, es un profeta más. Un hombre sabio e ilustre
que nos comunicó la existencia de un Dios único frente al paganismo
idolátrico. Nuestra religión es más sencilla que esos complicados vuelcos
filosóficos que realizáis los católicos.
»Mientras Hermenegildo seguía hablando, el obispo se fijó en su rostro:
los rasgos se le habían afilado, eran los de un hombre inquieto, que buscaba el
conocimiento.
»—Nosotros podemos ceder —dijo Hermenegildo—, buscar una vía
intermedia para que el país esté unido. Cristo puede ser el más eximio de los
hombres; pero ¿por qué habría de ser Dios?
»Entonces, Leandro cambió el tono; de hablarle como un obispo a su
príncipe, pasó a hablarle como un padre habla a un hijo, tuteándole con
confianza.
»—Hermenegildo, sé que tu madre fue católica, sé que te educó en nuestra
fe… ¿Tú crees que es posible esa vía intermedia? Las cosas son o no son. A
ningún romano va a convencer la religión que está montando tu padre.
»—Lo sé.
»—¿Sabes que tu padre, el gran rey Leovigildo, está persiguiendo a mis
correligionarios?
»—No. No lo sabía. ¿Qué ha ocurrido?
»—Ha desterrado a Mássona de Emérita Augusta. Ha expulsado a Eusebio
de Toledo. Convocó un concilio arriano y católico, en el que no se pusieron de
acuerdo… Mejor dicho, los católicos no aceptaron las imposiciones del rey…
»—Lo supongo. ¿Dónde está Mássona ahora?
»—Creo que en Astigis…
»Al oír el nombre de la ciudad, Hermenegildo se sobresaltó y recordó a
aquella dama romana, Florentina, que, en un tiempo pasado, había llenado sus
pensamientos. Entonces, con voz levemente trémula, le dijo:
»—Allí está tu hermana…
»—¿No la has olvidado?
»—La herida no duele ya tanto. He encontrado a Ingunda y deseo
olvidarla; ella, Florentina, no me quiso…
»—¿Lo crees así?
»—Eso me dijo.
»—Yo sé que mi hermana Florentina puso el corazón en ti, pero es una
dama y, desde tiempo atrás, tenía otro destino. Yo la oí llorar muchas noches
después de haberte conocido. No quiso darte falsas esperanzas y ahora
compruebo que ha sido lo mejor.
»Hermenegildo se quedó callado. A su cabeza volvió el rostro sereno y
hermoso de Florentina, el rostro de algo imposible para los dos.
»—Sí. Yo también creo que ha sido lo mejor para ambos… pero ha
dolido, me ha dolido mucho…
»—Lo imagino.
»Se quedaron callados, el hijo del rey godo no quería seguir hablando de
Florentina, un asunto que le pesaba en el corazón. Comenzaron, una vez más, a
examinar pergaminos. Hermenegildo se encontraba a gusto con Leandro.
Rieron, comentando algunas citas de autores antiguos. Finalmente alguien
llamó a la puerta; en el banquete buscaban a Hermenegildo.
»—Puedes demorarte entre los libros el tiempo que quieras; además,
tienes mi permiso para acercarte a este lugar y trabajar o leer a tu gusto… De
hecho, me gustaría mucho verte por esta mi casa.
Creo que a la princesa le confortaría que te acercases a ella, necesita
alguien próximo a su fe, como lo eres tú.
»Tras estas palabras, Hermenegildo regresó a la fiesta. En su mente se
debatía la idea de verdad que le había propuesto Leandro. El banquete estaba
en su punto álgido. Las mujeres se habían separado de los hombres y estos
hablaban, formando diversos grupos. En general, los godos se habían separado
de los romanos aunque, en algún lugar, estaban mezclados.
»Hermenegildo se dirigió a un grupo de magnates romanos, entre los que
estaba Lucio Espurio. Al acercarse el joven duque, se produjo una situación
incómoda. Uno de ellos, un joven con una fina barba pero sin bigote,
cuidadosamente arreglado, con cabello oscuro peinado hacia atrás, se dirigió
a Hermenegildo. Se llamaba Gaudilio. A primera vista se dejaba ver que era
un tipo que nunca había trabajado en nada, ni combatido por nadie.
»—Joven duque, habéis sobrepasado los banquetes de Lucio Espurio… A
partir de este momento no habrá hombre o mujer en Hispalis que no desee ser
invitado a esta casa…
»—Las bailarinas son hermosas y el espectáculo de acróbatas hacía
tiempo no se veía en la ciudad. Hasta ese viejo cascarrabias de Leandro se
quedaba mirándolas sin pestañear.
»Todos rieron. Leandro era conocido en la ciudad por sus homilías en las
que rechazaba los espectáculos públicos. A los jóvenes patricios les gustaba
reírse del nuevo obispo, al que consideraban excesivamente riguroso.
»—Es vuestro obispo —dijo Hermenegildo, a quien en el fondo no le
divertían aquellas bromas—, quizá podríais cambiarlo por uno arriano.
»—¿Ermanrico, por ejemplo? —continuó el joven atildado—. No, gracias.
A nuestro obispo no le gustan los placeres de la carne, al vuestro le gustan
demasiado esos placeres y el vino. Si no me creéis, mirad hacia allí.
»El grupo se volvió hacia el lugar que señalaba el joven; el obispo dormía
en una esquina roncando ruidosamente. El grupo se rio al escuchar los
ronquidos. Entre dientes se rio también Hermenegildo, un tanto molesto por la
actitud del prelado. Aquello no era la vía intermedia que quería su padre. Al
día siguiente la borrachera del obispo arriano se comentaría por toda la
ciudad.
»—Sé que la postura de este clérigo no os gusta. Que despreciáis a los
arríanos y que os sentís más cercanos a los imperiales que obedecen al obispo
de Roma. Hispalis es romana, los bizantinos son griegos. Los godos hemos
sido los primeros aliados del Imperio romano. Ahora hablamos vuestro mismo
idioma. En cambio, no compartís la lengua, ni la forma de ver la vida de los
orientales… Hispania debe ser una sola nación, regida por nosotros, los
godos, pero con la colaboración de los romanos. Nosotros los godos queremos
una nación fuerte, cosa que también a vosotros os conviene.
»Se produjo un silencio en el grupo de nobles hispalenses, un silencio
expectante. Hermenegildo continuó:
»—Necesitamos vuestra ayuda, para beneficio mutuo. Sé que muchos
comerciáis con los orientales. También, que les habéis prestado ayuda en
diversas ocasiones…
»Se elevó un murmullo de desacuerdo, los senadores romanos negaban tal
colaboración. Hermenegildo pensó que lo hacían para congraciarse con él.
»—Necesito vuestra ayuda —repitió—. Si colaboráis con hombres y
armas en la lucha contra el invasor bizantino, seréis recompensados en botín
de guerra y se os disminuirá la carga del fisco.
»—Mi señor —habló uno de los senadores—, nadie nos ha hablado así.
Vuestros antecesores han esquilmado nuestras tierras, han impuesto sus leyes y
prerrogativas. Podéis contar con la ayuda de mi casa.
»Varios nobles más se pronunciaron en el mismo sentido, eran ricos
comerciantes y grandes terratenientes. Otros, discretamente, se fueron, sin
comprometerse a nada. Hermenegildo reparó en quiénes eran. Uno de los que
salían era Lucio Espurio; pensó que, quizá, los informes de Cayo Emiliano
podrían ser verosímiles.
»Se hacía tarde y el banquete iba decayendo, los convidados de mayor
edad abandonaron la sala del banquete. Poco a poco, los concurrentes fueron
saliendo, dejando aquel desorden característico de una fiesta. Los criados
limpiaron silenciosamente el lugar, mientras los últimos invitados iban
saliendo.
»Hermenegildo estaba contento, la velada había sido fructífera para sus
planes. Tras la salida del último invitado, estiró sus músculos,
desperezándose. De pronto, advirtió que alguien estaba detrás de él, una mujer
menuda; era Ingunda, quien, colgándose de su brazo, se quejó:
»—No os he visto en toda la noche…
»—Pero habéis disfrutado, os vi alegre con Hildoara y las otras mujeres.
»—Sí. Pero no habéis estado conmigo y os he echado de menos…
»—¿Así que ahora me echáis de menos cuando estoy a poco más de unos
pasos de vos?
»—Sí. Me gustaría que estuvieseis siempre conmigo. Con vos estoy
segura. Tanta gente extraña me asusta.
»Hermenegildo se rio, la veía pequeña y desprotegida. Estaban juntos,
pero no solos. Los criados que recogían las salas les espiaban divirtiéndose al
ver al guerrero alto y fuerte bajarse hacia la pequeña princesa franca, la de los
rubios cabellos.
»Durante los días siguientes, Hermenegildo fue visitando uno a uno a los
nobles que habían asistido a la fiesta. De modo sorprendente consiguió ayuda
y tropas incluso de los más reluctantes a hacerlo. Poco a poco, formó un
ejército en una explanada cercana al río. Un ejército integrado,
fundamentalmente, por hispanorromanos. Después, se dedicó a entrenarlos.
Adquirió caballos y armas. Los bizantinos poseían una caballería famosa en
todo el orbe por su disciplina y eficacia. El conde Belisario, uno de los
generales del ejército de Justiniano, había desarrollado un grupo de lanceros a
caballo de gran potencia militar. Contra aquel tipo de jinetes era difícil
competir. Durante algunos meses, Hermenegildo, ayudado por Gundemaro y
Wallamir, entrenó a los bisoños soldados hispanos en el arte de la caballería
militar. Rebajó el peso de las armaduras; en ellas colocó el ristre para apoyar
la lanza. Tornó a aquel equipo de hombres en guerreros expertos en el manejo
de las armas. Las gentes de la ciudad acudían al adiestramiento de los
soldados, les divertía ver los combates y la habilidad de los soldados.
Muchos jóvenes se unieron espontáneamente al ejército de Hermenegildo,
jóvenes sedientos de gloria y honor que se sentían unidos con aquel duque,
casi de su misma edad, que les enseñaba un modo nuevo de combatir. Algunos
eran menestrales de la ciudad pero, pronto, se unieron los hijos de los nobles
romanos. Los padres, ante el riesgo que corrían sus hijos, se apresuraban a
dotarlos de hombres a su servicio que pasaban a engrosar el ejército de la
Bética.
»Hermenegildo necesitaba dinero, cada vez en mayor abundancia, para
comprar más caballos y armas. Así, mi hermano intentó sanear la economía de
la ciudad, rebajando impuestos; sin que disminuyesen por ello los ingresos a
las arcas del estado. Había, entre los oficiales godos dedicados al cobro de
impuestos, algunos que son capaces de cobrar para el fisco, engrosaban sus
arcas personales. Hermenegildo supervisó las cuentas del estado
personalmente. Cambió los recaudadores por gente de su total confianza;
muchos de ellos habían combatido en la campaña del norte; y los hizo trabajar
al lado de hispanorromanos que dominaban el arte de la contabilidad. Sin
embargo, aquello no era suficiente».
El judío

«La luz de la mañana le despertó. En cuanto recobró enteramente la


conciencia, los problemas económicos y de abastecimiento de su ejército le
agobiaron una vez más. Hermenegildo había enviado misivas a Toledo en
repetidas ocasiones pidiéndole tropas y dinero a su padre, el rey Leovigildo,
pero no había obtenido respuesta; solo en una ocasión el rey le había
contestado. Prefería no recordar su respuesta. En tono insultante, le informaba
de que era al duque de la Bética al que le correspondía levar tropas en sus
dominios, y que el erario real no podía hacerse cargo de ningún gasto más.
Ahora que el rey construía ciudades y llenaba de boato la corte de Toledo,
quería que le resolviesen la guerra del sur, contra los imperiales, sin dar nada
a cambio. No iba a ayudar a aquel que siempre había resuelto las cosas por sí
mismo. Hermenegildo se intentó convencer de que debía tener paciencia. Su
padre siempre le había pedido imposibles y, ahora, una vez más, le pedía que
consiguiese algo de lo que no se veía capaz.
»Se lavó vertiendo agua con una jarra en un lebrillo; al notar el agua fresca
sobre la cara se despejó. Después se secó con un paño. Miró hacia el lecho,
Ingunda dormitaba, se había revuelto entre los cobertores al oír el ruido del
agua al caer, pero no se había despertado. En su cara de niña se dibujó una
sonrisa suave. Salió sin despertarla y cruzó los patios. La guardia se cuadró
ante él. Ágilmente, subió las escaleras que conducían hacia la biblioteca, el
lugar donde Laercio solía trabajar. Allí lo encontró, redactando un escrito con
cálamo y tinta. Abstraído en su trabajo, no notó la presencia del príncipe.
Hermenegildo apoyó la mano en el hombro del jurisconsulto, quien se
sobresaltó.
»—¿Cuadrando cuentas?
»El otro afirmó con la cabeza.
»—¿Cuánto…?
»—No llegamos a cien mil sueldos de oro, necesitaríamos más del doble
para equipar un ejército que pueda emprender la campaña contra los
bizantinos.
»—¿Qué proponéis?
»—Habría que imponer un nuevo tributo…
»Hermenegildo le apretó el hombro:
»—No puedo hacerlo, los aranceles del comercio están ya altos y es un
tributo que debe llegar a la corte; en cuanto a los impuestos directos a la
población, solo puedo deciros que los hispanos se rebelarán y, a la postre,
sería peor…
»—Debierais pedir un préstamo…
»Hermenegildo suspiró.
»—¿Cómo…?
»—Un préstamo, a pagar con el botín de campaña. Debéis hablar con los
judíos.
»Ambos estaban preocupados, caer en manos de los prestamistas de la
ciudad podría suponer una grave equivocación. Inquietos, salieron de la sala
donde debatían estos asuntos, y accedieron al peristilo. En una sala había fruta
y leche fresca, se sentaron discutiendo todavía la financiación de la campaña.
Mientras estaban comiendo escucharon a una persona que se quejaba; una voz
ronca gritaba de dolor. Rápidamente el joven príncipe se incorporó y se
dirigió hacia el lugar de donde salía el lamento continuo.
»—¿Quién se queja? —preguntó Laercio.
»—Aquel viejo hispano, al que curé hace unas semanas, ha empeorado.
Tiene fiebre y delira. Lo albergo aquí porque se quedó sin casa.
»Hermenegildo se introdujo en el laberinto de pasillos que conducía a la
zona de los criados. En un catre, tumbado, se encontró al anciano a quien había
curado un tiempo atrás. Estaba temblando de fiebre. Le miró los brazos; una de
las manos, deforme por las quemaduras, había cicatrizado. La otra, en cambio,
estaba tumefacta y purulenta. La infección posiblemente habría pasado a la
sangre.
»—Está muy grave —dijo Hermenegildo—. Yo sé curar heridas sencillas
del campo de batalla, pero habría que avisar al físico.
»El príncipe godo envió a buscarlo. Le apenaba ver a aquel anciano,
agonizando debido a una injusticia; le preocupaba no haberle podido curar.
Durante toda la mañana, siguió trabajando con Laercio. Al mediodía, Ingunda
comió con ellos, no paró de contarle cosas que había descubierto con las
mujeres de Hispalis. Su joven esposo la escuchaba, distraídamente,
entretenido por su parloteo incesante.
»Por la tarde se hizo anunciar el físico. Hermenegildo reconoció enseguida
al judío Solomon ben Yerak. Entró en el palacio encogidamente, haciendo
reverencias a un lado y a otro. Le condujeron a la habitación del herido; allí
comenzó a inspeccionar la mano. La que se había curado mostraba las
cicatrices, pero la otra, envuelta en paños y grasa, se había gangrenado.
»—¿Qué opináis? —le preguntó Hermenegildo.
»—La única solución que tiene este hombre es amputarle la mano…
»El joven duque asintió. Él también había pensado lo mismo, pero no se
consideraba totalmente capacitado para tomar una decisión tan seria, ni
tampoco para realizar la intervención.
»—Sin embargo, puede morir… —dijo el príncipe.
»—No queda más remedio.
»El herido se quejaba continuamente, el roce con las sábanas le molestaba
su miembro dolorido. Les miró suplicante.
»Entonces Hermenegildo habló:
»—Debemos cortarte la mano… ¿Me entiendes?
»El anciano negó con la cabeza.
»—Si no, morirás…
»—Soy viejo, ha llegado mi hora. —El anciano se expresaba lentamente
—. No quiero entrar en el reino de Dios con un miembro menos. Mi señor
príncipe, os agradezco todo lo que habéis hecho por mí.
»A Hermenegildo le conmovieron aquellas palabras.
»—Entonces solo queda una solución… —dijo el físico—, aliviar el
dolor.
»De unas alforjas, sacó un líquido, se lo hizo beber al anciano. Este entró
en la inconsciencia. Solomon dejó una buena cantidad de calmante para el
anciano, y se levantó. Los gritos de dolor habían cesado.
»—¿Qué es?
»—Una solución de adormidera, lúpulo y opio.
»—¿Opio…?
»—Es una planta que mis barcos traen de Oriente.
»—Os agradezco que hayáis calmado el dolor de este hombre.
»—No durará más de un día o dos, tampoco la amputación era una buena
solución, posiblemente no la habría resistido…
»—También podría haberlo salvado.
»—Quizá… —dijo dubitativo Solomon.
»Hermenegildo condujo al judío a una sala interior; allí les sirvieron un
vino oloroso, que el judío bebió a placer.
»—¿Qué os debo por vuestros servicios?
»—Ya hace tiempo que no vivo de la medicina, que de todas maneras no
da para mucho. Nada, mi noble señor, si un médico no cura, no recibe
gratificación. Es la ley.
»—Lo sé, pero vos habéis aliviado a este hombre.
»—Para mí, la medicina no es algo que pueda pagarse. Yo no necesito eso
para vivir.
»—Me han informado que sois el hombre más rico de toda Hispalis.
»El anciano sonrió.
»—Es así, tengo negocios en ultramar. Joyas, telas y paños venidos de
Oriente, muebles de buena factura llegan a través de mis barcos a la ciudad.
Ahora no son buenos tiempos. Los barcos godos y los bizantinos a menudo
asaltan mis naves…
»Una idea se abrió paso en la mente del godo.
»—Necesitaría vuestra ayuda para derrotar a los bizantinos y que haya
paz.
»—¿Paz? Nunca la habrá.
»El judío hablaba displicentemente, sabía que el príncipe buscaba algo,
por lo que le preguntó sin rodeos:
»—Decidme… ¿Qué deseáis de mí?
»—Ayudadme a equipar el ejército que estoy levando frente a los
bizantinos.
»—Puedo hablar con los judíos de mi aljama… ¿Cuánto necesitáis?
»—Cien mil sueldos de oro.
»—Hablaré con ellos…
»—Cien mil sueldos a devolver al finalizar la guerra…
»Hermenegildo pensó que si vencía a los bizantinos, no tendría problemas
para devolver el crédito. Si era derrotado, es posible que no pudiese nunca
más devolver nada.
»—Yo responderé por vos… —le dijo el judío.
»—Me tratáis con benignidad.
»—Conozco a los hombres. Aquí dicen que soy un prestamista y un
usurero, pero yo soy ante todo un sanador, un hombre que conoce la
humanidad. Vos sois un auténtico noble. Si vencéis, sé que me devolveréis el
préstamo. Hay hombres en los que no se puede confiar; en vos, sí. Nunca
prestaría nada a vuestro padre…
»A Hermenegildo no le gustó que hablase así del rey.
»—Espero que tengáis éxito en la campaña. Desearía que vinieseis a mi
noble casa. Uno de mis hijos os admira y, a menudo, pese a mis prohibiciones,
ha ido a ver los adiestramientos de vuestros hombres. Sé que mi hijo Samuel,
al final, se irá con vos; lo quiera yo o no.
»De nuevo se escuchó el quejido del anciano, más amortiguado por el
opio, y profirió un grito de dolor. Ambos se miraron y Solomon exclamó:
»—Lo quiera o no lo quiera, debemos amputarle la mano… Sufre
demasiado.
»El anciano se despertó, su rostro mostraba un dolor desesperado.
»—Debemos cortarte el brazo…
»—Haced lo que queráis… Llamad a Leandro… —dijo el anciano romano
—, sé que voy a morir.
Solomon envió al criado que le había acompañado a pedir sus
instrumentos a su casa. Durante ese lapso de tiempo los tres hombres, el godo,
el judío y el hispano, permanecieron callados en la misma habitación. El godo
pensando en la campaña militar que se avecinaba; el judío, en su hijo que
deseaba partir a la guerra; el romano, hundido en la semiinconsciencia del
dolor, intuyendo, en los momentos de lucidez, que se aproximaba la muerte.
»No regresó el criado de Solomon sino su hijo Samuel. El joven era un
muchacho fuerte que vestía con una túnica corta. Hermenegildo recordó, al
punto, a aquel muchacho, que los días anteriores no había quitado ojo del
adiestramiento de los soldados.
»Laercio administró de nuevo al anciano una pócima. Entre Hermenegildo
y Samuel lo sujetaron. Solomon aplicó un torniquete al brazo, mucho más
arriba del lugar donde estaba la gangrena. Pronto se oyó el ruido de una sierra
cortando el hueso; Samuel no se inmutó, el joven estaba acostumbrado a
aquellas tareas de su padre, al que acompañaba. Hermenegildo, a pesar de
hallarse preparado para la intervención, no pudo evitar una sensación de
náuseas y hubo de mirar hacia otro lado.
»La mano fétida y de color negruzco reposó al fin sobre el lebrillo.
Solomon soltó el torniquete y dejó que sangrase el muñón, después comenzó a
presionarlo con paños a los que ató con vendas. Al anciano inconsciente se le
relajaron los rasgos de la cara que no eran ya de dolor.
»Le dejaron dormir. Hermenegildo se dirigió a Samuel:
»—En el ejército se necesitan físicos… Tú conoces el arte de la sanación,
podrías ir con nosotros…
»—Nada me gustaría más, mi señor…
»Solomon intentó protestar, pero Hermenegildo le tranquilizó:
»—No le ocurrirá nada… Tu hijo aprenderá el arte de la guerra… y nos
será muy útil.
»Alguien llamó a la puerta. Era Leandro.
»—¿Me habéis mandado llamar, noble señor?
»—Se ha amputado la mano a este hombre… Está muy grave y puede
morir. Ha sido él mismo quien ha solicitado vuestra presencia.
»Leandro se quedó parado al ver a Solomon, se veía que no se encontraba
a gusto con el judío.
»—Necesito estar a solas con este hombre —anunció secamente Leandro
— para darle las recomendaciones del alma.
»—Nos íbamos ya —afirmó el príncipe saliendo con los judíos de la
estancia.
»En la puerta de la casa, se despidió de los judíos afectuosamente. Los dos
hombres se inclinaron ante él, en señal de respeto y sumisión. Hermenegildo
regresó junto a Leandro, que salía ya de la habitación del enfermo.
»—Duerme plácidamente. Es un buen hombre…
»—Lo sé…
»El obispo y el duque godo se entendieron.
»—A veces, para que alguien se cure del todo es preciso amputar lo
dañado. En la guerra ocurre igual, para ganar a veces hay que amputar el
tejido dañado…
»—¿Os referís a los bizantinos?
»—Sí, y también algunos godos y romanos que no obedecen a la autoridad
del rey.
»—No obstante, yo creo en un Dios que se humilló hasta tomar la forma de
siervo. Que se dejó matar y no utilizó la ira. La violencia no es buena
consejera…
»—Estamos en un mundo en guerra… —Hermenegildo hablaba enardecido
—. A veces creo que mi padre tiene razón cuando dice que los católicos
profesan una religión de esclavos. Es imposible que ese Cristo vuestro sea
Dios y al mismo tiempo se deje humillar hasta el punto de ser ejecutado como
un vulgar ladrón…
»—Tomó sobre sí nuestras culpas y pecados… Solo Dios puede hacer
eso…
»—No lo comprendo enteramente.
»—Algún día lo harás.
»Hermenegildo se quedó callado. “Algún día…”, quizá sí, pero ahora
debía obediencia a su padre, y su padre era arriano. La religión del rey
debería ser la suya.
»—Mi esposa desea que celebréis el rito cristiano en esta casa. No puedo
consentir que acuda a la iglesia católica de la ciudad o tendré graves
problemas con mi padre.
»—Eso me dará una oportunidad para acercarme a esta casa y consultar
los libros que poseéis.
»—¡Seréis siempre bienvenido! Deseo que conozcáis a Laercio. En la
corte de Toledo era el conde de los Notarios. Aquí se ocupa de la
administración del gobierno de la Bética y es quien cuida de los libros y
manuscritos de esta casa.
»Seguido por Leandro recorrieron las estancias y los patios de la casa, al
fin subieron por las escaleras a la habitación en el solárium, donde se
custodiaban los libros.
»—No os gustan los judíos… —le dijo Hermenegildo.
»—Según los más estrictos de entre nosotros mataron a Cristo…
»—No puedo creer que penséis semejante cosa, Cristo fue judío.
Además, ellos se defienden diciendo que los que mataron a Cristo fueron
los judíos de Palestina, que los judíos hispanos han vivido aquí mucho antes
de la muerte de Cristo…
»—Me da igual, son una camarilla, un grupo cerrado que solo quiere el
poder… Mercachifles y nigromantes… Os aconsejo que no os acerquéis a
ellos.
»—Solomon ha curado a este buen anciano. Conozco los corazones de las
gentes, es un hombre recto. Además, necesito su ayuda… dinero para la
guerra.
»—No luchéis contra los bizantinos… Son poderosos, debierais aliaros
con ellos… No os fieis de los judíos, son unos usureros y gente maligna.
»—En todos los pueblos hay personas rectas y otros que lo son menos. No
se puede juzgar a todos por el mismo rasero. Solomon me ha prometido su
ayuda y la de sus hermanos y la voy a aceptar.
»Leandro movió la cabeza en señal de desacuerdo, amaba la paz y
recordaba cuando era niño las guerras con los bizantinos. No se fiaba de los
judíos, aquello era algo visceral que le había sido transmitido con sus otras
creencias religiosas; en el fondo de su alma, había un rechazo profundo hacia
aquella raza y no podía describir por qué.
»Leandro permaneció aquel día con el duque de la Bética y su noble
esposa, la princesa Ingunda. Durante la cena, Ingunda y el obispo hablaron de
la fe católica que ambos profesaban. Hermenegildo no seguía las
disquisiciones de ambos; en su cabeza estaba la guerra que se aproximaba y la
forma de sufragarla.
»Unos días más tarde la aljama de Hispalis proporcionaba a su noble
duque y señor Hermenegildo los caudales suficientes para cubrir los gastos de
la larga y sangrienta campaña, que el ejército godo libraría contra el
bizantino».
Entre naranjos

«En el aire se mascaban los rumores de guerra; el ejército ultimaba los


preparativos, la tensión se hacía más presente en la ciudad.
»Como cada atardecer, Hermenegildo buscó a Ingunda. Atraído por unas
risas alegres, recorrió el patio del estanque central y, después, otras estancias
abiertas al cielo límpido de la Bética. En la parte posterior de la casa, se
abría un jardín porticado de mediano tamaño, rodeado de habitaciones; en él
florecían los naranjos. Oculto detrás de las columnas que rodeaban el patio,
observó la escena que formaban Ingunda, riendo, acompañada por las damas
que había traído desde Austrasia, algunas jóvenes de la ciudad e Hildoara, la
poco agraciada mujer del gobernador Gundemaro. Una de las jóvenes
hispalenses empuñaba una cítara oriental con un largo mástil. Ingunda,
acompañada de otro instrumento similar, intentaba aprender a tocarlo, pero sus
notas salían desafinadas y las demás bromeaban. Ella fingía enfadarse, pero
después se unía a las risas del resto. Al fin, cedió el instrumento a otra joven
más dotada; una música muy rítmica y alegre salió de él, una cadencia circular
con notas que se repetían una vez tras otra. Varias muchachas comenzaron a
danzar, arrastrando a Ingunda con ellas, que reía más y más fuerte, con
carcajadas contagiosas. Poco a poco se dejaron llevar por la magia de la
música. Ingunda parecía haber entrado en un trance. Se sentía como si volase;
con el ejercicio sus mejillas adquirieron un color rosado y sus ojos chispearon
de alegría.
»Hermenegildo se acercó subrepticiamente, intentando no estropear la
escena, de tal modo que no lo vieron hasta que no llegó casi junto a ellas. Las
bailarinas detuvieron sus danzas, pero las tañedoras de las cítaras continuaron
todavía algún tiempo. Ingunda, al verle llegar, enrojeció.
»—Veo que os divertís… —les dijo el príncipe godo.
»Ellas sonrieron con timidez y se dieron algún discreto golpe con los
codos, obligándose mutuamente a callar. Hildoara habló rápidamente:
»—Vuestra esposa, señor, es una buena danzarina…
»—Pero toco muy mal el laúd… —replicó ella con un mohín.
»—Lo he visto y lo he oído… —se rio él.
»Una de las jóvenes, la que había bailado con la princesa, exclamó:
»—¡Baila mejor que las gaditanas…!
»El godo y la princesa franca se examinaron mutuamente. Ella había
crecido, ya no era una niña. Hermenegildo se había dado cuenta de que sus
formas firmes y plenas se dibujaban bajo la túnica y, al danzar, su pecho subía
y bajaba acompasadamente. Aún permanecieron así unos segundos,
dibujándose el uno al otro con los ojos.
»—Debo irme —se despidió Hildoara.
»Las otras, lentamente, también fueron saliendo entre risas dejándoles
solos. Ya no había temor entre ellos. Se sentaron en la acera del pórtico,
contemplando caer a lo lejos el agua de la fuente.
»—Vengo a despedirme…
»—¿Os vais? —preguntó ella con pesar.
»—Sí, querida mía, hay guerra. Los bizantinos atacan nuestros puestos
fronterizos, y yo he sido enviado aquí para pacificar la zona.
»—Me quedo sola…
»—No lo creo así. Habéis encontrado muy buenas compañeras.
»Ella sonrió tímidamente mientras le confesaba:
»—Con ellas me río, pero solo con vos puedo hablar…
»—¡Ah!, ¿sí?
»—Sí, solo estoy segura a vuestro lado, os echo mucho de menos cuando
no estáis.
»—Entonces… ya no estáis aquí por razones políticas, por salvar al reino
franco de las perfidias de Chilperico.
»—No.
»—¿Entonces por qué estáis aquí?
»Ella dejó el tono protocolario y le habló con total sencillez.
»—Porque me importas, porque… porque te…
»Hermenegildo no la dejó terminar, la abrazó muy suavemente, besándola
tal y como se hace con una hermana querida. En aquel tiempo sus relaciones
eran así. Después ella, todavía entre sus brazos, protestó:
»—Quiero que vuelvas, me oyes. No te arriesgues en esa guerra. ¡Quédate
detrás! Deja que tus hombres guerreen delante y quédate tú en la retaguardia.
Eres el duque, deja que los demás luchen.
»—¡Eso no sería muy valiente por mi parte! No te preocupes tanto, yo sé
cuidar de mí mismo… —afirmó él, ufano.
»Eran dos adolescentes unidos por oscuras razones políticas, pero una
fuerza de la naturaleza pujaba en ellos.
»—Tú nunca te enfadas conmigo, tienes paciencia infinita y todo te parece
bien. Mi madre, la reina Brunequilda, siempre me reprendía: “Esto no lo hace
una dama, esto tampoco” o “Debes ser una buena católica”. Ella es sabia y
poderosa. Yo siempre me sentía como una hormiga ante su poder. Ella,
Brunequilda, quería que te convirtiese al catolicismo para hacerte un aliado de
los francos. Yo no sé hacer eso. Mi madre, Brunequilda, me impone, me da
miedo… —Acabó como sollozando.
»La entendió y, al mismo tiempo, delante de él surgió la imagen del
poderoso rey Leovigildo, su padre, al que nunca conseguía agradar. Por eso se
expresó ante ella, no como el duque de la Bética, ni como su esposo, sino
como un adolescente que también necesita comprensión.
»—Tampoco mi padre está contento con lo que hago… Dice que no sé
guerrear como un verdadero godo, que actúo como un salvaje del norte y que
no obedezco sus órdenes.
»Ella se asombró; para Ingunda, cada vez más y más, Hermenegildo era el
prototipo de lo que debe ser un caballero.
»—¡Eso no es así! Todos dicen que eres el mejor guerrero del reino, el
más fuerte. Que venciste a los cántabros… No lo escuches. Tú eres el mejor y
más valiente.
»—¡Quiera Dios que eso fuese así!
»Se separó un poco de ella para poder verla mejor y, con las manos, le
apartó el pelo que le caía por la cara, tras el esfuerzo del baile.
»—¿Cuándo te vas?
»—Mañana al alba.
»Ingunda se entristeció, pero antes de que protestase más, él le anunció:
»—Tengo un encargo para ti.
»—¿Para mí?
»—Deseo que frecuentes la compañía de las hijas de Cayo Emiliano.
Quiero que te reúnas a menudo con ellas, que acudas a su casa y te las ganes a
ellas y al padre. Intenta averiguar si tienen contacto con los imperiales.
»Ella rio divertida.
»—Eso me gusta. Seré una espía y tendré trabajo en tu ausencia.
»Él movió la cabeza, sonriendo mientras ella le abrazaba. De pronto,
comprendió lo mucho que la amaba y cuánto iba a echarla de menos».
La frontera bizantina

«En el puesto fronterizo, los hombres se alineaban, rindiendo pleitesía al


duque de la Bética, el glorioso príncipe Hermenegildo. Él les pasó revista,
eran apenas unos cuarenta soldados con tres o cuatro oficiales.
»Con Wallamir, Hermenegildo subió a la torre del baluarte godo para
contemplar el frente de guerra. Desde allí se divisaba un paisaje
esplendoroso: olivares alineados de los que no se alcanzaba el fin, monte bajo
con retamas florecidas y, más a lo lejos, cerros de color pardo, alzándose en
la lejanía. El sol calentaba en sus corazas. Al frente y a lo lejos, cerca ya del
horizonte, se alzaban las torres de Cástulo, la ciudad invicta de los bizantinos,
reducto de los imperiales. Hacia el este, más allá del fuerte godo y de la
ciudad sitiada, se divisaba un campamento bizantino, una posición de frontera,
hombres que formaban la avanzadilla del ejército de los imperiales y que
acosaban a las tropas godas que cercaban la ciudad.
»Junto a ellos, en la atalaya, viendo el frente de combate, se hallaba el
capitán del fortín, un hombre barbado, en la cincuentena, poseedor de algunas
tierras en el norte pero que, a causa de su comportamiento díscolo e
indisciplinado, había sido enviado por el alto mando godo a aquel lugar,
perdido en la frontera septentrional del reino. Su nombre era Bessas, un tipo
mal encarado, siempre descontento, pero buen luchador.
»En el campamento del enemigo se produjo un movimiento de hombres y
armas. Bessas acercándose al príncipe, señaló las líneas enemigas y la lejana
silueta de Cástulo:
»—Antes nos atacaban con frecuentes combates mortales, pero ahora
apenas hacen alguna incursión. No quieren asaltarnos frontalmente.
»La voz de Bessas sonaba cansada de bregar, era la voz de quien, tras
meses de combatir sin conseguir nada, se encuentra desesperanzado. El jefe
del reducto continuó explicando:
»—Desde que fuimos derrotados hace unos meses en Cástulo, la frontera
se ha fortificado, han construido ese campamento bizantino que nos impide
atacar directamente a la ciudad. Sin embargo, ellos tampoco pueden salir.
Cástulo, aparentemente, se ha hecho impenetrable. Sin embargo, resiste.
Pensamos que existen túneles subterráneos que unen la ciudad con algún lugar
lejano por el que se abastece. Nuestros rastreadores los han buscado
repetidamente, pero no los han encontrado. Hay quien dice que acaba
directamente en alguna villa romana.
»AI oír hablar de los romanos, el rostro de Wallamir adquirió una
expresión dura, mientras su voz dejaba traslucir el desprecio:
»—Es lo más probable, esas sabandijas hispanas no dudan en colaborar
con los orientales en cuanto ven la ocasión.
»—Si poseen un lugar por donde entrar y salir, el cerco es ficticio —
afirmó el príncipe—. Habría que obligarles a salir a campo abierto.
»Hermenegildo se limitaba a señalar lo evidente, pero a Bessas aquellas
palabras le sonaron a un reproche; se ofendió y replicó con una cierta
insolencia, no ajena a la ironía:
»—Dinos cómo, ya que eres tan ducho en el arte de la guerra.
»Había desechado el trato protocolario hacia su príncipe; sin embargo,
este no se dio por ofendido con las palabras, un tanto descorteses, del capitán
godo.
»—Hay que encontrar el punto débil de la fortaleza…
»—Largo tiempo hemos buscado ese punto débil, pero no lo hay: las
puertas son macizas e inquebrantables, rodeadas de torres desde donde arrojan
aceite hirviendo —contestó Bessas—. Han sellado los portillos de salida y
los han cerrado con piedras.
»Hermenegildo preguntó:
»—¿El agua?
»—Tienen pozos y el río circunda la ciudad con un foso.
»Hermenegildo caminó, rodeando la torre, mientras dirigía su mirada a lo
lejos, a todas aquellas tierras, llanas y cubiertas de olivos que, tiempo atrás,
habían plantado los romanos. Al este del campamento godo se alzaba el frente,
establecido entre el campamento bizantino y la propia ciudad de Cástulo.
Cuando rodeó la torre hacia el oeste, pudo ver un espacio cubierto de una
arboleda y cercado por una gran muralla. Era la mansión de Lucio Espurio. Al
divisar la villa una sospecha se abrió paso en su mente, pero no tenía pruebas
de ello y la villa romana se alzaba, como una fortaleza, a lo lejos.
»Continuó su paseo por la atalaya y, al regresar junto a Bessas y los otros,
ordenó:
»—Mañana por la noche saldré con algunos hombres de exploración, hay
luna llena. Me gustaría que tú, Bessas, vinieses conmigo. Tú conoces bien la
zona.
»Al hacerse oscuro, Bessas, Wallamir y Hermenegildo salieron del fuerte
godo. Por particular decisión de este último, los acompañaba Samuel, el hijo
del judío.
»El motivo de la salida era doble: por una parte, a mi hermano le gustaba
reconocer el terreno por sí mismo; pero, por otra, había apreciado el
cansancio de Bessas y su espíritu pesimista, lo que le invalidaba para
encontrar alguna entrada o fallo del terreno que les permitiese conquistar la
ciudad. Había que demostrar al capitán godo que la ciudad no era
invulnerable.
»Al salir del campamento, la luna asomó sobre el horizonte, una luna
blanca, redonda y grande, brillando con un tenue y extraño resplandor y
permitiéndoles ver el terreno. Se cubrieron con capas de color pardo para no
ser reconocidos desde lejos y caminaron con cuidado de no hacer ruido. Hacia
el este, dejaron el campamento bizantino que amenazaba los reales godos. Al
fin, divisaron la ciudad de Cástulo. El espacio que les separaba de ella
durante el día era, apenas, de media hora a caballo; pero, por la noche, al
avanzar despacio y sigilosamente, se les hizo interminable. Al aproximarse,
les impresionó el aspecto de la urbe con multitud de torres y vigías. Desde
abajo, podían divisar a la guardia haciendo la ronda en la muralla. La noche
era muy cálida, aunque corría una brisa fresca que la hacía algo más tolerable
a los godos, sudorosos por la caminata.
»Se acercaron al río que bañaba la ciudad a través de un foso profundo. Al
ver las defensas, a Hermenegildo le pareció inexpugnable. Con semejante foso
y con las murallas, las máquinas de guerra podrían únicamente acariciar la
urbe. Los proyectiles no serían efectivos. Si realmente existía una fuente de
aprovisionamiento de la ciudad, esta nunca se rendiría. Se volvió a Bessas,
que seguía detrás, quien le miró con un gesto expresivo como diciendo: “Es
inconquistable”. Estaban tan cerca de los muros que podían oír las
conversaciones de los soldados, sin distinguir claramente sus palabras.
Escucharon también los cánticos y gritos en su interior.
»Siguieron andando muy despacio, agachados, rodeando a la población.
En la zona este de la muralla, desaparecía el foso. Hermenegildo se percató de
que, en aquel lugar, las catapultas se podrían acercar lo suficiente como para
dañar los muros de la urbe. Continuaron circunvalando el foso, caminando por
la ribera del río iluminado a retazos por la luna. Se alejaron durante un largo
tiempo cauce abajo, hasta un lugar donde pudieron cruzarlo; entonces, por la
otra ribera, regresaron hacia Cástulo. Un poco más allá, encontraron un
pequeño terraplén por el que debieron bajar: se dieron cuenta de que era un
cauce seco proveniente de la ciudad. Hermenegildo les hizo un gesto para que
lo siguiesen; recorrieron aquel foso, que los condujo de nuevo en dirección
hacia las murallas, pero algo más al norte. Al cabo de un tiempo de transitar
por él, se dieron cuenta de que se hundía en la tierra; transformándose en un
túnel. Se introdujeron por él; la oscuridad era muy densa en su interior. Samuel
extrajo de su cintura un hachón y, con pedernal, lo encendió. La luz producía
sombras que bailaban en la pared; el lugar era lóbrego y de un hedor
insoportable. No habían caminado nada más que unos cuantos pasos, cuando
se toparon con una pared formada por piedras amontonadas de cualquier
modo. Hermenegildo observó un hueco amplio en la parte superior; del suelo
tomó una piedra y la tiró hacia el otro lado; se la escuchó rebotando contra las
paredes, el túnel seguía más adelante. Con el ruido, los otros dieron un
respingo. Sin mediar palabra, comenzaron a retirar piedras entre todos. Pronto
se abrió ante ellos un pasadizo aún más oscuro. Caminaron por él con
precaución. Un poco más adelante se dieron cuenta de que en la parte superior
se abría un hueco de luz, escucharon las conversaciones de una casa y a un
niño gritar.
»Hermenegildo se volvió a los otros:
»—Señores, hemos encontrado las alcantarillas de la ciudad de Cástulo,
secas por el estío o cegadas, hace un tiempo, por sus habitantes, que
posiblemente se habrán olvidado de ellas. Este es el punto débil que
buscábamos.
»—¡Bien! —exclamó Wallamir—. ¡Lo hemos encontrado!
»Bessas, por primera vez, sonrió de satisfacción.
»—Volvamos al campamento —dijo Hermenegildo.
»Salieron despacio del túnel, alejándose sin hacer ruido. Cruzaron, de
nuevo, el río. Cuando llegaron al camino, tras una curva se encontraron a una
patrulla de soldados que iban del campamento bizantino hacia Cástulo.
Bessas, sacando la espada, reaccionó rápidamente; los otros hicieron lo
mismo.
»Hacia Bessas se abalanzó un guerrero enorme; un oriental, cubierto con
una cota de hierro y galones de cuero, blandía un mazo enorme y vociferaba
salvajemente.
»—¡Godos! —gritó en griego.
»Bessas, espada en mano, se enfrentó a aquel hombre.
»Mientras tanto, tres guerreros, entre los que se encontraba el que
comandaba la tropa, se dirigieron hacia Hermenegildo. Samuel y Wallamir se
vieron rodeados por un par de enemigos cada uno.
»Bessas se agachó ante un envite del arma del enorme guerrero imperial,
giró sobre sí mismo y se alzó, cuando el golpe circular ya había pasado. El
bizantino repitió el golpe que en esta ocasión le tiró por tierra, golpeándole en
el escudo y haciéndole soltar la espada. Su rival comenzó a descargar golpes
con la maza, pero Bessas pudo irlos evitando. El otro se acercó aún más, para
aplastarle, pero ágilmente a pesar de su gran complexión, el godo se levantó,
recogió la espada del suelo y pudo herir al gigante en la parte alta del muslo,
junto a la ingle. El bizantino comenzó a sangrar, pero aunque siguió luchando,
los golpes de su maza no tenían la fuerza de antes. Bessas pudo ahora
regatearlos con más facilidad. Pasó a hostigarle con la espada hasta encontrar
la ocasión de tirarse a fondo y atravesarle el pecho. El guerrero cayó hacia
atrás, herido de muerte.
»Entonces, Bessas se volvió hacia sus compañeros. Hermenegildo se
defendía frente a tres guerreros bizantinos, pero era evidente que necesitaba
ayuda. Avanzó Bessas, con la maza del guerrero caído, un arma de gran
tamaño, con la que pudo alcanzar a dos de los que rodeaban a Hermenegildo.
Este pudo dedicarse al que parecía comandar el grupo; cruzaban sus espadas,
sin encontrar hueco en la coraza. En un momento de descuido, el príncipe godo
se lanzó a fondo y atravesó el abdomen de su contrincante, que se desplomó
sin lanzar un grito.
»Wallamir se defendía bien de sus dos atacantes, pues, afortunadamente,
era un guerrero muy ágil, ambidextro, que desconcertaba a sus rivales con
cambios continuos en los mandobles del arma; así, pudo librarse de ellos con
facilidad. Solo quedaban los dos que rodeaban a Samuel, el judío, que se
rindieron al verse rodeados por los godos. Ataron a los que quedaban vivos y
los amordazaron, para que no diesen la voz de alarma, alejándose después con
gran celeridad».
»A la mañana siguiente, en el fuerte godo, Hermenegildo expuso el plan de
campaña a los jefes godos.
»—Las murallas de Cástulo no son inexpugnables, necesitamos máquinas
de guerra y más refuerzos. Volveré a Hispalis, a una nueva leva de hombres.
Es mi deseo que no deis tregua a la ciudad, que la hostiguéis continuamente;
impedid cualquier salida y que se aprovisionen, pero no iniciéis el ataque
hasta que yo regrese con refuerzos. Los hombres de Cástulo deben pensar que
el ataque se producirá desde el fuerte, que hay más tropas aquí de lo que
parece. Toda la atención de la ciudad debe estar centrada en vosotros, en este
pequeño fuerte de frontera. Mientras tanto, con los refuerzos que vendrán de
Hispalis, rodearemos Cástulo, atacando por el este.
»Wallamir, Hermenegildo y el joven Samuel regresaron al campamento
junto al Betis. Dejaron atrás los cerros de aquellas antiguas montañas de color
pardo, cubiertos de monte bajo y pinares. El calor les requemaba, pareciendo
querer dar fin a la primavera. Atravesaron cauces de río secos. El corazón de
Hermenegildo latía cada vez con más fuerza al aproximarse a la ciudad junto
al río y un ardor que no podía explicarse le recorría el cuerpo.
»Divisaron la ciudad cuando el sol, tras haber llegado a su cénit,
comenzaba a descender. Hacía calor, un calor insoportable, propio de aquellas
tierras. Del río salía una humedad que se difundía por toda la urbe y la
empapaba de bochorno. Al entrar en ella, al mediodía, la ciudad junto al Betis
parecía una ciudad fantasma. Alguna mujer se atrevía a salir escondiéndose
del calor entre las sombras de las calles, oscurecidas por casas altas —
antiguas ínsulas romanas— y apretadas entre sí. Poco a poco, descendió el sol
y un hálito cálido que movía los toldos de las casas recorrió la ciudad. Al caer
la tarde, las calles se llenaron de gentes y la música de vihuelas y laúdes se
escuchó por todas partes. En algún sitio, dos mujeres danzaban cruzándose
rápidamente entre sí, mientras que otras entonaban sones desgarrados. La vida
latía en la ciudad.
»Tras refrescarse del viaje, Hermenegildo se dirigió hacia las
habitaciones de su esposa; olía a azahar, un perfume que embriagaba los
sentidos y hacía nacer en la mente deseos inconfesados. La encontró sola,
cortando ramas en flor de los naranjos, en el pequeño jardín del palacio de los
godos. Por el calor, vestía una túnica de una tela fina, casi transparente. Su
cabello dorado y desparramado sobre los hombros estaba húmedo para hacer
más llevaderos los ardores del estío; volaba secándose en la brisa tórrida del
incipiente ocaso. El sol, al descender, tornó traslúcidas las blancas vestiduras
de Ingunda. Hermenegildo la llamó. Antes de salir a la guerra, cada tarde
había bajado a hablar con ella al jardín, entre los naranjos; se había sentido en
paz a su lado, pero aquel día algo era distinto. Quizá sería el olor de la
primavera; quizás el bochorno en el ocaso; quizá, que ella era un capullo que
se abría en flor ante su presencia; o, tal vez, la fatiga del guerrero le incitase a
llegarse a la mujer amada. Hermenegildo miró a Ingunda con ojos distintos:
una figura perfecta cubierta por una blanca túnica que alzaba los brazos para
tomar la flor del azahar de un naranjo. El príncipe godo se quedó sin aliento al
verla y la deseó. Percibió la plenitud de la belleza de Ingunda y, al volverse,
ella también se detuvo, conmovida ante la mirada amorosa y deslumbrada del
hijo del rey. Eran jóvenes, la sangre caliente fluía bajo la piel de la hermosa
princesa franca y el fuerte guerrero godo. La naturaleza los condujo sin ellos
apenas darse cuenta, fundiéndolos entre sí. Pasaron las horas, unas horas de
intensa intimidad en las que un placer profundo, nunca antes experimentado,
brotó entre ellos. Solo el instinto les guiaba y se unieron, sintiendo un único
latido, una única sangre que corría por sus venas.
»Al despertar, Ingunda lo descubrió a su lado. Al fin se dio cuenta de que
era a él a quien amaba, a su esposo, el que había sabido aguardar.
Hermenegildo abrió los ojos y, en ellos, se reflejó el rostro de Ingunda.
»Hubiera deseado no separarse de ella, en aquel momento en el que el
deseo y el amor los llenaba, pero la guerra lo reclamaba. Él era godo,
perteneciente a un pueblo siempre en combate, cuyo único motivo para existir
eran las guerras. Guerras góticas que les habían conducido desde las heladas y
blancas tierras bálticas a los confines del continente, a las doradas y ardientes
tierras hispanas. La campaña contra los orientales estaba en su punto álgido.
Se sentía fuerte y poderoso, quizás el amor de Ingunda, su confianza ciega en
él, le llenaba de seguridad.
»Levó el ejército junto al río y, para mostrar su poder, atravesó Hispalis al
son de cuernos y trompetas, ante las aclamaciones de la multitud y la mirada
de adoración de Ingunda. En una jornada, habían alcanzado las líneas de la
frontera bizantina».
La conquista de Cástulo

«Tal y como habían planeado antes de la partida, el grueso del ejército, dando
un enorme rodeo por el sur, se dispuso a abordar la ciudad por el este, en
aquel lugar donde la muralla era más débil. Hermenegildo puso esas tropas
bajo las órdenes del experimentado gobernador Gundemaro. Necesitaban
varios días de marcha, durante los cuales el príncipe godo se dispuso a
preparar la batalla desde el campamento de Bessas, quien le esperaba
impaciente por atacar.
»Los hombres de Bessas lo habían pasado mal y había sufrido diversas
bajas pero, a pesar de ello, no había cesado de hostigar al enemigo. La ciudad
de Cástulo continuaba inquebrantable sin dar muestras del menor signo de
debilidad. Bessas recibió con alegría a su príncipe y señor, aunque protestó de
que no hubiesen llegado más refuerzos al lugar donde la batalla era más dura.
»Al día siguiente de la llegada del duque, desde el fuerte godo, salió una
expedición hacia el campamento bizantino. Hermenegildo conocía bien que,
para que las tropas pudiesen tomar Cástulo, se hacía necesario destruir
primero el campamento de frontera de los imperiales. Las fuerzas godas
estaban formadas por casi quinientos hombres al frente de los cuales estaba
Hermenegildo y, a su derecha, Bessas. Con catapultas y troncos de madera
arremetieron contra las defensas del campamento, que eran de madera.
Lanzaron teas y bolas incendiarias, el fuego se propagó por el recinto
enemigo. Pronto los soldados del fortín debieron salir a combatir a campo
abierto. Allí, la superioridad de los godos se hizo evidente. Al fin, los
capitanes bizantinos tocaron retirada y sus tropas hubieron de refugiarse tras
los muros de la ciudad. La primera fase del asalto a Cástulo se había
conseguido.
»Ahora comenzaba la conquista de la invicta ciudad de Cástulo. A primera
hora de la tarde, desde el reducto godo, salieron las tropas a pie, seguidas,
poco después, por la caballería. Al atardecer, el ejército godo se desplegó
frente a la muralla. Una larga fila de jinetes se situó a una distancia de la
ciudad donde no podían ser asaeteados por las flechas, detrás la infantería.
Allí, Hermenegildo hizo sonar las trompas; los hombres a caballo, lo mejor
del ejército godo, se dispusieron ante el foso. Desde lo alto de las torres se
escucharon silbidos y gritos de desprecio.
»Hermenegildo se adelantó a todos ellos y retó a los capitanes bizantinos.
»—¡Hombres de Cástulo! ¡Dejad vuestra guarida y enfrentaos a nosotros!
La cobardía es esconderse tras las murallas. ¡Rendíos a las tropas del gran rey
Leovigildo o salid a luchar!
»Pasaron unos segundos de un silencio expectante. Después Hermenegildo
prosiguió:
»—Si sois nobles, si sois varones de ánimo recio, combatid… Yo, el hijo
del muy noble rey Leovigildo, reto a los jefes de la ciudad a que se enfrenten a
nosotros, capitanes godos, a un combate cuerpo a cuerpo. Si perdemos
levantaremos el cerco; si perdéis vosotros, rendiréis la ciudad.
»Dentro de la ciudad se escucharon ruidos y expresiones de burla, pasó un
corto intervalo de tiempo. Por fin, un guerrero con los distintivos de un oficial
de alto rango del ejército bizantino contestó.
»—Se hará tal y como queréis: unos cuantos de nuestros mejores hombres
se enfrentarán a los vuestros.
»Se abrieron las puertas de la ciudad y unos cuantos oficiales imperiales
se dirigieron a la formación enemiga. Hermenegildo bajó del caballo y el resto
de los capitanes godos le imitó; después, se dispusieron alrededor del joven
duque. Este dio un paso al frente y desenvainó con un movimiento amplio la
espada. El resto de los capitanes godos le imitó. Los enemigos se desplegaron,
uno frente a otro, sopesando la fuerza y armamento de los adversarios; un
ardor de lucha desbordó los corazones de todos, al tiempo que sonaban las
trompas y los cuernos de guerra. Al fin, dio comienzo un combate cuerpo a
cuerpo entre los oficiales godos y los bizantinos, presenciado tanto por los
atacantes godos a pie como por los habitantes de la ciudad que se asomaban a
las torres. En el combate quedó patente la fuerza y habilidad de Hermenegildo,
quien se desembarazó del primer enemigo con rapidez, para continuar luego
guerreando con uno y con otro; la espada se le iba cubriendo de sangre de sus
enemigos y su cabello oscuro brillaba, mojado por el sudor del esfuerzo.
»Mientras tanto, el grueso del ejército godo, acaudillado por Gundemaro,
avanzaba con sus máquinas de guerra y su caballería bien adiestrada por el
sur, prosiguiendo después hacia el este, y ascendiendo por último de nuevo
hacia el norte: alcanzaron la ciudad a la caída de la tarde. Pocos de sus
habitantes se dieron cuenta de lo que se avecinaba porque la mayoría estaba
pendiente del combate cuerpo a cuerpo que se estaba desarrollando en el lado
contrario de la muralla. Cuando los de Cástulo avistaron el peligro, era ya
demasiado tarde. Fue entonces cuando se escuchó la llamada a retirada desde
los torreones. Los bizantinos comenzaron a retroceder para guarecerse dentro
de la ciudad y organizarse frente al enemigo que llegaba por el sur.
»Al tiempo, se escucharon gritos dentro de la urbe. Los hombres de
Wallamir habían entrado por las alcantarillas y estaban atacando la ciudad
desde el interior. Fue Samuel, el judío hijo de Solomon ben Yerak, quien
consiguió alcanzar la torre y, con otros hombres, bloqueó el mecanismo que
permitía cerrar las puertas de la ciudad.
»Por el lado este de la urbe, en el lugar en el que el foso no rodeaba las
murallas, las máquinas de guerra de Gundemaro lanzaban piedras de gran
tamaño y teas incendiarias que lograron derruir un trozo de sus cuadernas. Por
aquel lugar y, a través de la gran puerta de entrada que había sido abierta por
Wallamir y Samuel, el ejército godo se introdujo en Cástulo.
»La batalla fue cruenta, calle a calle, casa a casa; ni los hispanos ni los
bizantinos querían rendirse al ejército godo.
»Después de horas de encarnizada lucha, la ciudad cayó en las manos del
hijo de Leovigildo. Tras la rendición, el comandante bizantino le entregó las
llaves, en medio del silencio dolorido de la multitud. Las calles de la ciudad
estaban llenas de muertos y heridos, sin que nadie pudiese hacer nada por
ellos. Los hombres y las mujeres de la antigua ciudad de Cástulo vieron entrar
al invasor godo con horror y angustia. La ciudad había sido siempre un estado
autónomo. No gustaba, en absoluto, de los godos y, aunque había tenido que
soportar a los bizantinos, no quería rendirse al poder del reino de Toledo.
»Mi hermano intentó impedir el saqueo de la ciudad, pero despojar al
enemigo caído formaba parte de la soldada de los combatientes. El botín de
guerra fue cuantioso, la ciudad era rica en joyas y bienes de todo tipo.
»Hubo saqueos, raptos, violaciones y estupros, muchas casas se
incendiaron. La hermosa ciudad de Cástulo fue arrasada.
»Hermenegildo sintió angustia ante el mal que él mismo había
desencadenado y que ya no podía detener. Durante la noche, soldados
borrachos recorrían la ciudad, capitaneados por el propio comandante del
fuerte, el godo Bessas. Hermenegildo y Wallamir organizaron una patrulla para
evitar tantos desmanes. Wallamir se sentía especialmente indignado ante la
barbarie de sus compatriotas, y no dudó en enfrentarse a los hombres de
Bessas, y al propio comandante, al que encontraron borracho arrastrando a una
mujer hispana, quizás una sierva, por los cabellos. Wallamir se lanzó contra
él, pero Bessas, que no quería abandonar su presa, la utilizó como un escudo
humano. En ese momento, por detrás, Hermenegildo desenfundó su puñal y se
lo puso al cuello a Bessas, quien hubo de soltar a la mujer. Finalmente, el
comandante y sus compinches fueron apresados y conducidos a los calabozos
en la fortaleza de la ciudad.
»Los detenidos cargaban con algunos sacos; dentro de ellos descubrieron
carne macerada y pellejos de vino.
»—¿Dónde los habéis encontrado?
»Con voz temblorosa aún por el alcohol, respondieron:
»—En la casa de la mujer hispana… Queríamos que ella nos mostrase
dónde hay más tesoros…
»—No sé nada —dijo ella.
»Hermenegildo se dirigió a Wallamir:
»—Esta carne está demasiado fresca, yo creo que podría ser una pista para
saber cómo se aprovisionaba la ciudad.
»Interrogada la mujer, condujo a sus salvadores a una casa en cuyos
sótanos había un enorme almacén con productos que habrían llegado
recientemente allí, ya que eran perecederos.
»Registraron a conciencia aquel lugar, en el que no parecía haber nada
especial. Sin embargo, cuando Wallamir dio un golpe con la empuñadura de su
espada a las paredes, una de ellas sonó hueca. La derribaron. De allí partía un
túnel. Interrogaron a los criados de la casa, confesaron que aquel túnel
conducía a la villa del patricio, Lucio Espurio.
»Hermenegildo decidió enfrentarse a aquel enemigo poderoso. Debería
conseguir o bien que reconociese su colaboración con los bizantinos,
rindiéndose y llegando a un acuerdo, o bien destruir para siempre al romano.
»Poco sabía mi hermano que en la villa del noble patricio de la casa de
los Espurios tendría lugar el fin de su vida hasta ese momento y el principio de
una nueva».
Lucio Espurio

«Cuando la ciudad se pacificó por completo, acompañado de un pequeño


grupo de guerreros, Hermenegildo salió de Cástulo. Rodearon la muralla hacia
el oeste. Una vía amplia, restos de una calzada romana, se dirigía entre
trigales y olivos hacia un poblado de casas de pequeña altura, alrededor de la
mansión del patricio.
»—Allí está la villa del senador Lucio Espurio. No es de fiar, siempre se
ha dicho que ha colaborado con los imperiales… —anunció el jefe del
destacamento godo.
»Hermenegildo asintió:
»—Tenemos pruebas irrefutables de ello.
»—¡Maldito cerdo romano! ¡Hay que castigarle! ¿Por qué no le atacamos?
—explotó Wallamir.
»—Es un hombre de gran prestigio entre los hispanos, inmensamente
rico… —contestó Hermenegildo—. No podemos atacarle con este
destacamento de cincuenta hombres, ni mover las tropas de Cástulo o de la
frontera para hacerlo. Los orientales pueden regresar al frente con refuerzos en
cualquier momento. La villa es una fortaleza y Lucio tiene a su servicio más
hombres de los que imaginamos. Yo quiero ganarme a ese hombre, no
destruirlo.
»Cabalgaban con esfuerzo a primera hora de la tarde, bajo el sol tórrido
de la planicie, que derretía lorigas y corazas. Atravesaron los sembrados y
galoparon al lado de un río. A ambos lados se desplegaban sembrados de
cebada y de centeno, que vestían la meseta, llegando hasta la ribera. El río
corría mansamente bordeado por el color violáceo de los lirios, que marcaban
el límite con los campos de cultivo. Cruzaron un puente de piedra y las
armaduras reflejaron destellos metálicos sobre el río. La senda se alejó de la
corriente y enfiló hacia la mansión de los Espurios.
»Alcanzaron a la villa romana.
»Un altísimo muro, casi una muralla, con torres y troneras, en las que se
disponían arqueros, les recibió. Allí les detuvieron y les hicieron
identificarse. Tras las oportunas indagaciones por parte de los criados,
hubieron de esperar, todavía, un rato ante la entrada de la propiedad,
aguardando hasta que los siervos recibieron la autorización del dueño de la
casa para franquear las puertas. Finalmente les dejaron pasar. Un camino largo
y serpenteante, bordeado por cipreses, conducía hacia la mansión del magnate.
»Antes de llegar a la villa, divisaron a su derecha una basílica de amplias
dimensiones, adonde se dirigían unos campesinos. A su izquierda un antiguo
templo romano, derruido, había sido transformado en un silo. Por fin,
alcanzaron la casa del patricio Lucio Espurio; una villa suntuosa, construida
en tiempos de Teodosio, el emperador romano antepasado del patricio. El
edificio, ubicado sobre una ladera de suave pendiente, se alzaba sobre una
planta de gran tamaño, superior a los palacios godos de Toledo, Emérita o
Hispalis; de tal modo que, al acercarse, Wallamir y Hermenegildo no pudieron
abarcarla con la vista en toda su enorme extensión.
»Las paredes exteriores, de piedra y ladrillo, se elevaban en dos plantas
en tanto que en las esquinas y en el centro se disponían torreones[21]. El acceso
a la mansión se realizaba a través de una gran puerta, flanqueada por dos
baluartes laterales. Les dieron paso, pero solo a Hermenegildo, duque de la
Bética, y a su acompañante Wallamir, mientras que el resto del destacamento
debió permanecer en el exterior.
»Unos escalones daban paso al vestíbulo de planta circular. En el suelo
del zaguán, mosaicos antiguos dibujaban un rostro con cabellos de serpientes,
el semblante de la Gorgona, advirtiéndoles del peligro de penetrar en la
mansión sin ser llamados. Después, atravesaron un patio central porticado
exuberante de plantas, en torno al cual se distribuían las salas y dormitorios,
así como la estancia para recibir y el comedor. La casa era antigua y hermosa,
con las paredes cubiertas por frescos que habían perdido su prestancia
original. Ya no había artesanos que reparasen las añejas pinturas de las
paredes, ni operarios que recompusiesen las teselas de los mosaicos del suelo.
»Guiados por un criado armado, fueron conducidos al lugar donde el
patricio solía recibir a sus huéspedes: una amplia sala profunda y con un
escabel. En el suelo, un mosaico representaba un tema mitológico, Heracles y
la hidra de tres cabezas. En las paredes, frescos con una escena de caza: unos
guerreros abatiendo un enorme león. En el techo, múltiples lámparas de aceite
iluminaban los rincones oscuros de la sala. Al frente, la sala se abría al patio a
través de una vidriera en tonos azules, bajo la que manaba una fuente.
»Lucio Espurio les hizo esperar a la entrada junto a la fuente, provocando
una cierta inquietud en los dos jóvenes. Se distrajeron con la fontana; en la
pila, la cara de Océano, dios de los mares, con cuernos y una larga barba
cubierta perennemente por el agua parecía observarles. Wallamir y
Hermenegildo intercambiaron miradas de admiración, toda la mansión era un
prodigio de riqueza, no podía compararse a los palacios de los reyes godos, ni
en Toledo ni en Hispalis.
»Tras la larga espera, entró el magnate, un hombre muy alto para ser
romano, casi tanto como Hermenegildo o Wallamir, ambos de elevada estatura.
El noble Lucio Espurio los saludó fríamente y, después, se dirigió al sitial,
situado en un lugar preeminente del aposento al que se accedía por unos
escalones. Los evaluó con gesto de superioridad, entrando directamente a lo
que le interesaba:
»—¿Qué trae por estas tierras al noble hijo del rey godo Leovigildo?
»Las palabras del romano parecían amables, pero su actitud no lo era, se
apreciaba un tono despreciativo y un tanto irónico al pronunciar las palabras
“noble hijo del rey godo”, como si aquel rey no tuviera nada que ver con él.
Hermenegildo se dio cuenta de que el ataque iba dirigido directamente contra
él, por lo que se vio abocado a abordar el asunto que les había traído allí.
»—El ejército de mi señor padre, el buen rey Leovigildo, al que Dios
guarde muchos años, ha sido derrotado repetidamente porque su enemigo
bizantino ha sido ayudado por gentes de la zona. Ahora hemos conquistado la
ciudad de Cástulo.
»El patricio lo escuchaba displicentemente, con desprecio.
»—Eso a mí no me incumbe…
»—¡Os incumbe más de lo que pensáis! —repuso Hermenegildo en tono
grave—. Tengo pruebas de que habéis ayudado a los imperiales, olvidando la
lealtad que debéis a mi padre…
»Lucio Espurio se puso en pie y, con gesto altanero, dijo:
»—¿Y bien? ¿Pensáis detenerme?
»Después señaló a la guardia que le rodeaba.
»—Si pensabais hacerlo, deberíais haberos protegido con un grupo más
nutrido de soldados que los que habéis traído.
»Hermenegildo intentó no mostrarse afectado por el tono de desdén que se
desprendía de las palabras del noble romano; por lo que sonrió suavemente,
mirando directamente a los ojos de su oponente.
»—No. Solo deseo que colaboréis y cambiéis vuestra actitud.
»—No colaboraré con un hereje arriano. Con un pueblo que está en
constante guerra entre sí. Los bizantinos están en Hispania, no porque los
nobles romanos los hayamos invitado, sino porque el antecesor de vuestro
padre, el noble Atanagildo de Córduba, se levantó en tiranía frente al legítimo
rey Agila y pidió la ayuda de los orientales. El país ha sido asolado en
repetidas ocasiones por las múltiples guerras civiles que mantenéis los nobles
godos para conseguir el poder.
»Hermenegildo no se dejó intimidar y le respondió:
»—Ahora el país está en paz; con el rey Leovigildo hemos entrado en un
tiempo nuevo. Mi padre ha buscado la paz y la concordia entre los pueblos…
»—Sí. La famosa vía intermedia entre católicos y arrianos, que ha llevado
a que el obispo católico de Cesaraugusta deserte de la verdadera fe; a que
Mássona y Eusebio, los de Mérida y Toledo, sean desplazados de sus sedes.
Si no aceptamos la nueva religión impuesta por el “noble rey godo
Leovigildo” somos perseguidos o desterrados.
»—Os aseguro que la intención mía y la de mi padre es buscar la
concordia.
»—¿Concordia? Ahora mismo, en mi casa, está refugiada una persona, que
puede testificar las intenciones torcidas de vuestro padre, una persona de alto
linaje y gran sabiduría.
»Hermenegildo lo miró sorprendido, no sabía a quién se estaba refiriendo.
El noble susurró algo en voz baja a uno de los criados, que salió de la sala.
Después, prosiguió:
»—He tenido noticias de todo lo que vuestro padre ha hecho en los
últimos tiempos: destierros, confiscaciones de bienes, ejecuciones. Solo he de
deciros que no colaboraré con los godos, unos herejes intrusos en estas tierras,
que las han asolado bañándolas en sangre.
»Wallamir se revolvió de ira ante las palabras del romano, se llevó la
mano a la espada y la desenvainó, abalanzándose contra el patricio. Los
guardias saltaron para proteger a su señor, mientras que Hermenegildo se
interpuso entre los soldados hispanos y su amigo. Tras un breve forcejeo los
guardias los desarmaron a los dos; a la vez que el príncipe godo se dirigió al
patricio romano:
»—Venimos en son de paz y nos insultáis. Os advierto que no ganáis nada
con esa actitud… Yo deseo colaborar con vos y llegar a un acuerdo.
»—Así lo veo por la actitud de vuestro amigo.
»—Nos habéis ofendido —gritó Wallamir—, a nosotros, a quienes
debierais guardar respeto y sumisión.
»Lucio Espurio se enfureció ante las orgullosas palabras de Wallamir. En
aquel momento, el criado, que había salido antes, entró en la sala acompañado
de un hombre mayor.
»Era Mássona.
»—Noble señor —dijo Mássona dirigiéndose a Lucio—, ¿me habéis
mandado llamar?
»Hermenegildo se alegró al ver al prelado, pero el recuerdo de la copa
volvió a su mente de modo inmediato, avergonzándole. Había perdido aquel
tesoro precioso y, de algún modo, se sentía culpable. El joven godo,
retirándose de los soldados que lo apuntaban, se lanzó a los pies del obispo de
Emérita, al que besó la mano. Lucio se sorprendió al ver la actitud de
deferencia del joven godo frente al obispo.
»—¿Os conocéis? —le interrogó Lucio Espurio.
»—Su madre fue una de las mujeres más notables que he tratado en mi
vida —sonrió suavemente Mássona—, y él mismo es un hombre en el que se
puede confiar.
»El patricio les observó estupefacto. Mientras tanto, Hermenegildo se
dirigió a Mássona, preguntándole:
»—¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
»—Gracias a vuestro padre, el muy noble rey Leovigildo —manifestó
Mássona y, en su alusión protocolaria al rey, se podía adivinar cierta ironía—.
Convocó un concilio para hacernos abjurar de nuestra fe en aras de una nueva
religión, que él mismo se había inventado. Algunos cayeron en la trampa,
como Vicente, el obispo de Cesaraugusta; pero Eusebio de Toledo y yo nos
negamos, por ello hemos sido desterrados de nuestras sedes. Así que el buen
Lucio Espurio me acogió en su casa.
»Las palabras del prelado sonaron mansas y sin rencor, caldeando el
ambiente gélido de la sala. Mientras pronunciaba estas palabras, Mássona
advirtió que Wallamir había sido desarmado y uno de los criados de la casa le
amenazaba con la espada. Percibió, también, que los guardias de Lucio
parecían a punto de atacar a los godos.
»—¿Qué ha ocurrido aquí? —quiso saber Mássona.
»—No, nada que no se pueda solucionar. Dirimíamos unas discusiones
teológicas… —se explicó Hermenegildo, no sin un cierto punto de humor,
quitando importancia al asunto.
»—¿Con la espada?
»—El noble godo que acompaña al príncipe Hermenegildo se ha sentido
ofendido por algunas de mis palabras y ha intentado atacarme. —Habló Lucio
Espurio—. Su amigo y pupilo vuestro, el noble Hermenegildo, se ha alzado
también contra mí.
»El prelado intervino con palabras de paz.
»—Vamos, vamos, Lucio. Os aseguro que este hijo de Leovigildo es un
hombre en quien se puede confiar.
»—Me acusa de colaborar con los bizantinos…
»—Y, acaso, ¿no es así?
»—Lo es; pero esa es mi obligación. Colaborar con los que sostienen la
misma religión que yo. Quiero una nueva Hispania, en paz, controlada por el
imperio de Oriente, sin bárbaros invasores que destruyan el reino…
»Mássona intentó calmar al senador romano.
»—Los godos fueron aliados del antiguo Imperio romano, del que
procedéis —dijo Mássona.
»—¿Creéis eso? ¿Vos, un obispo católico?
»—Sí, lo creo; y también pienso que deberíais absteneros de participar en
esta guerra… Debéis respetar los acuerdos entre godos y romanos que
provienen desde muy antiguo…
»—Nos oponemos a esos herejes arríanos a la mayor gloria de Dios.
»Mássona pensó en cuántas veces utilizaban los hombres el nombre de
Dios para atacarse entre sí.
»—He de recordaros que Dios no quiere las guerras.
»Lucio bajó la cabeza ante la autoridad del obispo; después, este habló en
tono de súplica:
»—Me gustaría que invitaseis al duque godo a esta vuestra casa, al menos
por esta noche. Deseo hablar con él de algunos asuntos que nos incumben a
ambos…
»—Los deseos del obispo Mássona son, para mí, órdenes. El noble
Hermenegildo puede quedarse en esta casa todo el tiempo que deseéis, pero su
amigo deberá irse. No me gusta que se levanten las armas contra mí, en mi
propia casa.
»Wallamir protestó, pues no quería dejar solo a Hermenegildo en casa del
enemigo, sin protección; pero este, que también deseaba hablar con Mássona,
consiguió convencerlo para que regresase al campamento godo. Wallamir
partió con el resto de las tropas rumbo a Cástulo, pero antes de salir le susurró
a Hermenegildo que atacarían la mansión del romano, si no regresaba en un
par de días.
»Le acomodaron en una hermosa estancia con un maravilloso mosaico de
caza, con liebres, perdices y jabalíes en el suelo desgastado por el uso. Las
paredes, aunque algo desconchadas, estaban cubiertas por un fresco con
escenas mitológicas, la luz entraba a través de una pequeña ventana con rejas.
Le trajeron agua para asearse y una túnica limpia. Cansado del largo día, se
tumbó en el lecho, contemplando un fresco en las paredes que representaba la
escena de la entrega de la esclava Briseida a Aquiles. Pensando en Ingunda,
deseando estar junto a ella, entró en una ligera duermevela.
»Unos golpes en la puerta le despertaron. Era Mássona. En los ojos del
obispo latía una mirada de afecto; quería pedirle que salieran, pues deseaba
hablar con él en privado y el interior de la mansión no era el lugar oportuno,
ya que los ojos y oídos de los criados, omnipresentes, eran otros tantos ojos y
oídos con los que Lucio Espurio controlaba a sus huéspedes.
»Se alejaron de la casa, dando un paseo hacia el río. Atravesaron el
camino delante de la zona de la basílica, y las casas de los múltiples siervos y
asalariados de la domus, un nutrido poblado. En una amplia palestra se
entrenaban los guerreros, que constituían la guardia del prohombre.
Hermenegildo pudo apreciar el poderío militar de la casa de los Espurios.
»Caminaron por el campo; las mieses se doblaban por el peso del fruto. El
campo amarilleaba por doquier. El sol descendía al fondo, en las montañas. Se
escuchaba correr el río lleno de agua, un rumor que serenaba los espíritus.
»Por el camino le relató escuetamente a Mássona cómo le había sido
arrebatada la copa. Finalizó diciendo:
»—He perdido la copa, no he cumplido la promesa realizada a mi madre.
»El prelado le tranquilizó:
»—Cumpliste con lo prometido, hijo mío, la copa llegó adonde debía
estar. Tu promesa ha sido realizada, aunque motivos ajenos a ti hayan dado al
traste con todos tus esfuerzos. Sin embargo, me preocupa profundamente que la
copa de poder esté con alguien que no la merece. Ese alguien es el rey
Leovigildo.
»Aunque la confianza ciega que siempre había depositado en Leovigildo
hacía tiempo que había comenzado a debilitarse, Hermenegildo no era un
traidor y debía fidelidad al rey, por ello protestó.
»—Es de mi padre, vuestro rey y señor, de quien habláis.
»Mássona le habló, de modo ajeno al protocolo, como cuando él era un
muchacho en Emérita y le explicaba cosas.
»—Tú, como yo, sabes que el rey Leovigildo no debe poseer esa copa. Tu
madre no quiso eso, por eso jamás le habló de ella. La copa no debe estar
sometida a alguien que está lleno de ambición…
»De nuevo Hermenegildo defendió al rey, aunque quizás en su voz había
una cierta inseguridad.
»—No debéis hablar así de mi padre. Sé que el rey os ha desterrado, pero
sigue siendo el rey. Mi padre…
»—¿Vuestro padre…? Vos creéis que conocéis a vuestro padre y no es así.
»Mássona se detuvo como queriendo decir algo más, algo que no estaba
seguro de querer decir. Hermenegildo se extrañó ante aquellas palabras. Una
vez más, se dio cuenta de que había algo desconocido en su pasado, algo que
él ignoraba.
»A veces pienso que mi hermano Hermenegildo siempre había intuido la
verdad sobre sus orígenes; pero le ocurría como al enfermo de una dolencia
mortal, que no desea oír un mal augurio y evita preguntar lo doloroso.
»Hermenegildo, sin pronunciar palabra, miró expectante a Mássona, quien
comenzó a hablar de nuevo de la copa:
»—Recuerdas el día que hablamos en Emérita Augusta y te expliqué todo
lo que conozco de la copa. Ese día te revelé que el cáliz sagrado tenía dos
partes… Una copa de ónice y una copa de oro de origen celta. Te llevaste la
copa celta, que era la que debía ser entregada al abad del monasterio junto a la
cueva. Yo me quedé con la de ónice. Pues bien, me he dado cuenta de que esa
copa no es mía, que de alguna manera te pertenece.
»Mássona buscó en sus amplios hábitos pardos. Del interior de una
faltriquera sacó un pequeño cuenco brillante; lo levantó y de él salió un
destello rojizo que brilló un momento al sol del atardecer.
»—Esta es la copa auténtica, la copa que Nuestro Señor utilizó. Un vaso
sencillo; pero de un material excepcional, no tiene adornos ni está cincelada…
Cuando celebro en él, me parece que puedo notar que Cristo está cerca.
»Hermenegildo observó aquel vaso tan sencillo y, casi sin darse cuenta,
extendió su mano hacia él. Mássona no solo permitió que la tocase, sino que la
dejó en sus manos. El joven miró hacia el fondo de la copa. En la piedra
transparente y oscura le pareció ver un hombre barbado que le sonreía; la
mirada más amable que nunca hubiese existido atravesó su corazón. En un
segundo la visión cesó. Levantó sus ojos claros del interior de la copa y su
mirada se encontró con la de Mássona.
»—¿También lo has visto?
»—Sí. Alguien que me mira desde el fondo de esa copa. Alguien con la
mirada más amable que nunca jamás he conocido…
»Mássona se emocionó e, interrumpiéndole, le dijo:
»—Hijo mío, se necesita limpieza de corazón para ver lo que tú has visto.
Yo he podido adivinar el misterio escasamente alguna vez. Leovigildo me
persigue, creo que sospecha que la copa que tiene está incompleta. La forma
más segura de esconder este vaso sagrado sería que tú lo guardases, sin decir
a nadie que lo tienes. No puede llegar a tu padre. ¿Lo entiendes?
»—Yo nunca traicionaré a mi padre…
»—A no ser… —Mássona dudó.
»—¿A no ser qué?
»—Que aceptes lo que es evidente para todos, excepto para ti.
»—No os entiendo.
»El obispo de Mérida titubeó durante un segundo más, en el que se
concentró en sí mismo y pensó en la madre de Hermenegildo. Ella le había
dicho alguna vez que llegaría el momento de decir la verdad a su hijo. Quizás
este era el momento. Algo se abrió paso en su interior y le pareció escuchar,
dentro de sí, una voz femenina, muy suave, que le animaba a revelar la verdad.
Consideró que la ocasión había llegado, la oportunidad de enfrentarse al
pasado. Mássona habló despacio pronunciando las palabras con claridad, para
no dejar ninguna duda y ser entendido.
»—Leovigildo, rey de los godos, no es tu padre.
»La ira encendió el rostro de Hermenegildo, quien exclamó:
»—De todas las patrañas que se me han dicho en mi vida, esa es la que
colma el vaso. Yo soy godo, hijo de godos, nieto de godos, orgulloso de mi
estirpe.
»—¡Hijo mío! Eres nieto de godos, eres hijo de una princesa goda, hija de
Amalarico, de la estirpe real de los baltos, pero tu padre no es Leovigildo.
»—¡No! ¡No es así! ¿Cómo puedes saberlo…? —gritó el joven.
»—Atendí a tu madre cuando llegó a Emérita. Estaba esperando un hijo.
La princesa lloró muchas veces conmigo, diciéndome que su hijo iba a ser
asesinado por el noble duque Leovigildo, su esposo. Ella, tu madre, sabía
quién era el padre de la criatura.
»—¿Por qué nunca me lo dijo…?
»—Al principio, ella tenía miedo y tú eras un niño… Cuando te hiciste
mayor, admirabas a Leovigildo y estabas orgulloso de tu estirpe visigoda…
»—No. No lo puedo creer…
»Mássona le miró compasivamente; la agitación y la incredulidad luchaban
en el alma de Hermenegildo pero, en el fondo de sí mismo, sabía desde mucho
tiempo atrás que lo que Mássona le estaba manifestando era la verdad.
Siempre lo había intuido, siempre había sabido que algo en su pasado era
oscuro.
»—Y… —Dudó al hacer la pregunta—. ¿Quién dices que es…?
»—Un guerrero cántabro… Su nombre era Aster, el mismo que tenía otro
hijo, a quien creo que has conocido.
»—¡No! —gritó de nuevo Hermenegildo—. ¡No es posible!
»La cara de Hermenegildo se tornó pálida por la angustia; después,
continuó:
»—Leovigildo siempre me ha reconocido como hijo suyo; delante de todos
lo soy.
»—El rey Leovigildo quería fundar una dinastía, le venía bien aquel hijo
de la princesa franca. Lo aceptó como suyo, pero nunca lo quiso. Dime,
Hermenegildo… ¿Te has sentido amado alguna vez por el que dice ser tu
padre?
»El joven guardó silencio. Todas las dudas, toda la amargura que había
albergado en su interior los últimos años, se abrieron como en una cascada.
De pronto, se le hicieron patentes los años de sufrimiento de su madre, y
recordó al hombre a quien él había hecho prisionero en el norte, el jefe de los
cántabros. Resonó en su mente el grito de Uma, en Ongar, y las miradas de
todos los montañeses, fijas en él. Repasó también todas las humillaciones que
le había infligido en los últimos años el gran rey Leovigildo, al que debía
llamar padre. No, nunca se había sentido amado por el rey de los godos
Leovigildo, sino más bien humillado, despreciado y postergado.
»Hermenegildo intentó una nueva defensa, más débil. Lo que Mássona le
había revelado suponía un cambio total en todas las convicciones del príncipe
godo.
»—El rey es recto, tiene un carácter noble y fuerte; por eso, a menudo, ha
tenido que reconvenirme.
»—No. Nunca ha sido así con Recaredo. Cuando erais niños y vivíais en
Mérida pude comprobar la diferencia, una diferencia que tú te negaste siempre
a aceptar, porque amabas a Recaredo; le querías tanto que no podías sentir
celos de él. Querías a Recaredo y aún te importa más que nada en el mundo, a
pesar de vuestras diferencias. Considerabas que él era mejor que tú y que, por
eso, merecía el trato de favor de tu padre. Y sí, ha habido un trato de favor…
Si no es así, dime por qué a él le ha construido una ciudad de nueva planta en
el Alto Tajo, por qué le protege tanto, y por qué te ha enviado aquí al sur, con
los hispanos; lejos del ambiente de la corte, sin darte ayudas, en una guerra
con los orientales en la que tienes todas las de perder.
»Hermenegildo parecía no escuchar lo que le estaba diciendo Mássona.
»—¿Él es su hijo?
»—Sí. Lo es.
»El joven duque de la Bética sintió unas enormes ganas de huir, huir de
Mássona, huir de sí mismo y del que siempre había llamado padre. Poco a
poco, algo se fue abriendo en su mente y todo el pasado se ordenó. Intentó
evocar la faz del guerrero cántabro, rememoró su barba oscura y poblada,
recordó sus ojos casi negros de mirar tan amable. Cayó en la cuenta de que el
día en el que le capturó, le podía haber matado, y no lo hizo; le dejó vivir ante
unas palabras de Lesso, que le hablaban de su madre.
»—Hijo mío, la copa es tuya. La copa perteneció siempre a la familia de
Aster, tu padre; por tanto, es tuya. La copa es poderosa cuando está toda unida,
el cuenco de ónice y la copa de oro celta. Debes recuperarla por entero y
devolverla adonde corresponde. ¿Lo harás?
»En Hermenegildo ya no quedaban fuerzas para resistir; se había rendido a
lo evidente, a lo que siempre había sospechado en el fondo de su corazón, a lo
que había querido negar durante años.
»—Sí, lo haré…
»Miró a Mássona; en el rostro del príncipe godo persistía aún, una
expresión de incredulidad. El labrantío se extendía ante ellos, la luz de la
tarde rebotando en los campos de trigo y cebada. El que, hasta ahora, se había
sabido hijo de un rey godo, ya no lo era. Todas sus reservas mentales se
vinieron abajo. Necesitaba estar solo, pensar sobre todo aquello que le había
golpeado y que no era capaz de asimilar. Entonces, levantó los ojos claros,
sinceros, límpidos, hacia Mássona suplicándole:
»—Déjame. Quiero estar solo.
»Mássona lo entendió, le acercó el cáliz de ónice, que Hermenegildo tomó
torpemente de su mano. Se separaron, Mássona volvió a la casa dejando tras
de sí, la figura angustiada y encorvada de Hermenegildo, que se alejaba
caminando por la orilla del río. A su paso, una bandada de patos levantó el
vuelo. Después de un tiempo de andar errante, se sentó junto a los lirios de la
rivera.
»Su mente estaba vacía. Solo oía el ruido manso del agua, en su cabeza no
había palabras y mantuvo el juicio en suspenso. El sol se ponía a lo lejos, con
parsimonia, en aquella tarde de calor. Descuidadamente metió el cuenco de
ónice en el río, lo llenó de agua y lo levantó. Miró en el fondo y le pareció ver
a su padre, a su auténtico padre, que le vigilaba; su mirada era una mirada
paterna, una mirada comprensiva y afectuosa. Y la paz colmó su corazón.
Bebió de aquella agua del río en la copa; una nueva fuerza inundó su ser. La
verdad, la única verdad de su vida se alzó ante él. De pronto, sintió un
profundo desprecio hacia aquel hombre, Leovigildo, que había marcado su
infancia y juventud. Todos los agravios, sufridos aquellos años, se removieron
ante él. Recordó todos los padecimientos de su madre, la princesa franca.
Reparó en que ahora era el momento de poner todo en su sitio, el momento de
recuperar lo que era suyo. Consideró que su sangre era goda, pero también
cántabra, como la de su verdadero padre, y que él estaba más cerca de los
hispanos que de los godos. También entendió que aquella religión arriana no
era la suya, no colmaba las ansias de verdad y de bien que siempre había
albergado en el fondo de su corazón. Su padre, su verdadero padre, había sido
un católico como Mailoc, como Lesso, como Mássona. Su madre también. Él
había sido arriano para respetar la tradición goda. Ahora era libre de buscar
la verdad.
»Se percató de toda la maldad que albergaba el corazón de Leovigildo.
Recordó que le había obligado a dirigir la ejecución de su propio padre.
Además, recordaba la muerte de la que ya nadie nombraba. Los extraños
rumores que corrieron por Toledo.
»Quería la verdad, la verdad sobre la muerte de su madre.
»Después minaría el poder omnímodo de aquel rey godo al que rechazaba;
pero lo haría con prudencia; se rebelaría subrepticiamente contra él. Una idea
insistente se repitió en su cabeza: se independizaría de Leovigildo. No por
afán de dominio o poder, no por ambición, sino por justicia. Separaría a los
hispanos de la Bética del dominio de aquel rey tirano. Sí, los romanos le
apoyarían; Bizancio también: los suevos, católicos como él, lo harían, y los
cántabros y astures, su hermano Nícer. Los francos, regidos por Brunequilda,
respaldarían a Ingunda. Sería el fin de Leovigildo, de su imperio de mentiras y
de miedos.
»Bebió de nuevo del cáliz de ónice. Intentó ver en el fondo la figura del
hombre barbado que le miraba, pero lo único que pudo ver fue la piedra de
ónice, brillando, y su propia faz, encendida aún por el despecho y el dolor.
»El sol rozó, con sus últimos rayos, el río. En el cielo brilló la estrella de
la tarde. Hermenegildo, levantándose, envolvió el cuenco de ónice en su capa.
Al fin, tomó el camino de regreso hacia la casa de Lucio Espurio.
»Atravesó un trigal, los siervos labraban la tierra, vigilados por capataces.
Entonces, un hombre de mediana estatura, uno de los siervos que estaban
trabajando en el campo; salió corriendo hacia él, perseguido por el capataz, y
se arrojó a sus pies, gimiendo.
»—Mi señor, mi señor Hermenegildo… Libradme de la servidumbre.
»Aquel hombre era Román.
»—¿Qué haces aquí?
»—Asaltaron mi casa, mataron a mi mujer y me vendieron al noble Lucio
Espurio, convirtiéndome en siervo…
»El capataz había llegado también junto a ellos, blandiendo un látigo.
Hermenegildo se situó entre ambos. El capataz, al ver la actitud del príncipe
godo y su indumentaria, se detuvo.
»—Os ruego no golpeéis a este siervo… Ha trabajado para mi familia
hace algún tiempo.
»—Debe volver al trabajo…
»—Lo hará.
»Hermenegildo se agachó hacia él y murmuró alguna palabra en su oído.
Con reticencia, Román volvió al campo. El joven duque godo le vio retirarse
con una expresión de compasión; después, él se dirigió a la mansión de Lucio.
»En el vestíbulo de la Gorgona, la guardia se cuadró ante él. Asaltado por
mil pensamientos, cruzó los patios, sin ver las hermosas salas ni las fuentes,
hasta llegar al comedor, donde los demás comensales lo esperaban. En la sala
se sentaban recostados Lucio Espurio, su esposa Pulquería, el obispo Mássona
y varios hijos de la familia; eran jóvenes, el mayor tendría unos quince años;
se llamaba Licinio. La conversación se dirigió hacia temas intrascendentes.
Las cosechas, los siervos huidos y las incursiones de bandidos que eran
frecuentes. La cena fue deliciosa, con vinos suaves de la zona, pato con
hierbas aromáticas, espárragos y puerros; pero Hermenegildo se hallaba
ausente. Mássona se preocupó ante su silencio obstinado. De pronto,
interrumpiendo la conversación, el príncipe godo intervino:
»—Amigo Lucio, vuestra familia está asentada en tierras de la Bética
desde siglos atrás.
»Lucio sonrió, aquel tema le agradaba especialmente. Se sentía orgulloso
de los orígenes de una familia que enraizaban en la leyenda.
»—La tradición de mis mayores une los orígenes de mi familia con
Hércules, el hijo de Zeus, el fundador de Gades, el que separó las columnas
del estrecho. Dicen que Argantonio, el gran rey tarteso, fue hijo suyo y que mi
familia procede de él. También se dice que los griegos fueron nuestros
antepasados. De hecho, siempre hemos comerciado con Oriente, y de ahí
procede nuestra fortuna. En las guerras púnicas mis predecesores apoyaron a
los romanos frente a los cartagineses, quienes nos impedían el comercio con la
Hélade. El nombre de mi familia, Espurio, quiere decir bastardo…
»—No parece muy agradable…
»—Indica que somos descendientes del bastardo de Júpiter, Heracles…
Estamos orgullosos de ese nombre.
»—¿Desde cuándo sois cristianos?
»Volvió a sonreír, mientras respondía:
»—Muchas generaciones atrás, no recuerdo cuándo, éramos paganos.
»—¿Os sentís fuertemente católicos?
»—Lo somos. En las persecuciones de Diocleciano hubo mártires en mi
familia. Nunca seguiremos a un príncipe que no sea fiel a la fe ortodoxa.
»—¿Odiáis a los godos?
»Mássona miró preocupado a Hermenegildo, no sabía adónde quería
dirigirse con aquel interrogatorio. Temió que el patricio pudiera molestarse,
pero no era así; Lucio disfrutaba con la historia de su familia y demostrando su
poder.
»—No. Quizá me habré explicado mal, no es odio, pero os considero
fuertemente incivilizados, alejados del mundo cultural romano.
»—¿Nunca seríais capaces de seguir a un godo?
»—Pienso que no.
»—¿Y a un godo que os respetase, que os hiciese formar parte del Aula
Regia? Un príncipe que, realmente, respetase la religión que profesáis.
»—Quizá, sí…
»—Pues bien, sabed que esta tarde he estado hablando con Mássona y, en
Hispalis, he discutido largamente con vuestro obispo Leandro. Si yo os
asociase al gobierno de la Bética, a vosotros, a los nobles hispanos…, ¿la
población romana me apoyaría?
»Lucio se incorporó bruscamente del diván en donde estaba echado, muy
animado por el cariz que iba tomando la conversación.
»—Si no fuese una añagaza para dominarnos… realmente sería mucho más
de lo que cualquiera de nosotros pudiera desear. Si eso fuese así… ¡Brindo
por Hermenegildo, el futuro rey de la Bética!
»Lucio se levantó y alzó la copa. Hermenegildo, al oírse llamar rey, se
sintió entre sorprendido y asustado.
»Durante la cena continuaron haciendo planes sobre el futuro reino de la
Bética. La esposa de Lucio se sentía admirada de lo que estaba ocurriendo.
»—Necesito una tregua con los bizantinos. Sé que vos los conocéis de
cerca y que se fían de vosotros.
»—Comenciolo, el magister militum de la provincia bizantina de Spaniae,
es amigo mío. Me debe, como sabéis, muchos favores; entre otros, el
aprovisionamiento de Cástulo.
»—Necesitaría una entrevista personal con él. Podría tener lugar, si no os
oponéis, en esta misma casa. Quiero conseguir la paz con los bizantinos: una
alianza entre pueblos católicos.
»—No creo que Comenciolo se oponga. La situación de los bizantinos es
crítica. Desde que les derrotasteis en Cástulo, sus posiciones han empeorado.
Sobreviven en Hispania porque los antiguos hispanorromanos, de raigambre
católica, les apoyamos. No podrían nada frente a una Hispania realmente
unida. El emperador Tiberio tiene demasiados problemas en el frente persa
como para enviar tropas a la lejana Hispania. Estará encantado de negociar
con vos.
»—Pues os ruego que hagáis las gestiones necesarias…
»Lucio escrutó atentamente a Hermenegildo, no entendía el cambio de
actitud del príncipe godo:
»—¿Vuestro padre qué dirá de esto?
»—Me es indiferente. Yo soy ahora el gobernador de la Bética, con plenos
poderes que me han sido concedidos por gracia divina.
»Mássona presenciaba la conversación entre godo y romano sin intervenir.
Le preocupaba el cambio de actitud de Hermenegildo; sabía cuál era el origen
último de aquello: el príncipe godo rechazaba al que ya no consideraba su
padre.
»Hicieron planes. Lucio Espurio deseaba participar en el nuevo gobierno
de la Bética. Tras asegurarle, Hermenegildo, el profundo cambio que iba a
tener lugar, fue inquiriendo sobre las personas con las que podía contar. En la
conversación salió la figura de Cayo Emiliano.
»—Ese hombre no es de fiar. Un comerciante al que solo interesa el
dinero. Hoy estará de vuestro lado pero, en cuanto exista un mejor postor, os
venderá… Es una víbora…
»—¿Lo odiáis mucho?
»—Él era un liberto de mi familia. Nos educamos juntos, pero a él solo le
interesa el oro. Se siente avergonzado de haber trabajado para los Espurios.
Nos vendió a los godos y después a los bizantinos…
»—Él cuenta una historia completamente distinta.
»—Podéis averiguarlo vos mismo.
»La conversación continuó. Hermenegildo se sinceró con Lucio Espurio:
tenía grandes planes que iba forjando al ritmo de sus palabras.
»—Quiero separarme de mi padre. Me he dado cuenta de que es un tirano.
Sin embargo, no desearía que corriese la sangre de hispanos y godos en una
nueva guerra civil, una más de las tantas que han ocurrido durante la
dominación goda.
»Lucio le hizo descender a la realidad:
»—Al final, habrá guerra. Los godos no consentirán la escisión de su
territorio. En eso son muy diferentes a los francos. Los reyes merovingios
consideran sus estados como parte de su patrimonio, lo dividen entre sus hijos
como si fueran sus fincas. Después los descendientes de Meroveo guerrean
entre ellos, se matan y vuelven a unir otra vez el territorio. Los godos tienen
una conciencia nacional diferente. Habrá guerra y habéis de prepararos para
ella.
»Se escuchó la voz de Licinio, el hijo de Lucio:
»—Si hay guerra, yo quisiera combatir…
»Ni su padre ni su madre estaban de acuerdo, y esta última se volvió para
advertirle:
»—En el ejército godo solo caben los godos.
»—En el ejército del reino de la Bética, habrá godos y romanos, luchando
juntos. Yo empecé a combatir cuando tenía tu edad… pero tú aún dependes de
la potestad de tu padre.
»—Ya hablaremos —concluyó este.
»Mássona se encontraba incómodo, el cambio de actitud de Hermenegildo
venía dado por el conocimiento de la verdad de su vida que él acababa de
revelarle.
»—No debéis enfrentaros en una guerra civil contra vuestro padre… —le
previno Mássona—, los godos os rechazarán y muchos hispanos también.
»—Yo pienso que este es el momento, y que Hermenegildo es el hombre
—protestó Lucio—. Le apoyaré…
»—Os lo agradezco de corazón —le manifestó Hermenegildo.
»—Si hay algo que yo pudiese hacer por vos… No tenéis más que pedirlo.
»Hermenegildo pensó en Román.
»—Sí. Hay algo. Cuando volvía hacia aquí por el campo, me encontré con
un antiguo liberto de la casa de los baltos. Hace tiempo el poblado en que
vivía fue asaltado por algunos bandoleros, que mataron a su familia. Al
parecer, él ha sido vendido como siervo. Me gustaría recuperarlo. Os daré lo
que me pidáis.
»—No hay inconveniente. Aunque hoy día, los siervos son un bien escaso,
os lo cederé de buena gana. Sabed que podréis contar conmigo en el
establecimiento del nuevo reino de la Bética.
»Aquella noche mi hermano no durmió. Su vida había cambiado;
posiblemente no habría ya una vuelta atrás. Al amanecer, se levantó cansado
de dar vueltas en el lecho y salió al patio, en el que la fuente océana manaba
sin fin. Se sentó junto a ella, jugando con el agua durante horas. No supo bien
cuándo Mássona se situó a su lado.
»—El odio no es buen compañero, ni guía.
»—Yo no odio a Leovigildo.
»—¿Estás seguro?
»—Siento un dolor profundo. En Leovigildo hay algo malvado. Comandé
el pelotón que ajustició a mi verdadero padre. Antes de morir, me miró; sé que
me miró con una mirada profundamente compasiva. No la entendí. Sí, hay algo
perverso en la mente de Leovigildo. En la campaña del norte, me ordenó que
matase a los jefes cántabros; hubiera matado a Nícer, mi propio hermano. ¿No
es todo esto cruel?
»—Lo es, pero debes perdonar. Nuestro Señor Jesucristo lo hizo.
»—No sé si le perdono o no; quiero olvidar a ese monstruo.
Sencillamente, no quiero pensar en él; mi único anhelo es que triunfe la
justicia. Es injusto que Leovigildo detente un poder que no le corresponde, que
proviene de mi madre, a quien despreció y maltrató. La oí llorar tantas veces
cuando yo era niño… También está su muerte…
»—Debes olvidar.
»—No puedo. Leovigildo es un tirano que oprime a su propio pueblo y a
los hispanos. No merece reinar.
»Ambos callaron. Mássona se arrepintió de haber abierto la caja de
Pandora de la que surgen todos los males. No sabía cómo calmar a
Hermenegildo. Después de un rato de silencio, el joven duque de la Bética
volvió a hablar:
»—Mássona, amigo mío, no te preocupes por mí. Regreso a Hispalis. Iré
al campamento godo. Hablé con Lucio, él me conseguirá una reunión con
Comenciolo, el jefe bizantino.
»Tras unos instantes de silencio prosiguió:
»—Querido Mássona, Leovigildo es un opresor que solo busca el poder.
Sé que finalmente habrá una ruptura. Leovigildo no me quiere como su
heredero y habrá guerra. Confío en que siempre estarás a mi lado. Solo le pido
a ese Dios en el que crees que, en la guerra, Recaredo y yo no estemos en
distintos frentes…
»La casa de Espurio había despertado y se llenó de gente. Algunos criados
limpiaban en el patio; miraron con sorpresa a los dos hombres, levantados a
horas tan tempranas.
»Después de un breve almuerzo Hermenegildo se despidió del amo de la
casa, que había comenzado su colaboración con el joven duque de la Bética,
aportando una pequeña cohorte de guerreros, a la que se sumó su hijo Licinio.
En la puerta le esperaba Román, al que abrazó; juntos emprendieron el camino
hacia el fuerte godo.
»Antes de llegar se encontraron con Wallamir, iba al frente de un grupo de
soldados.
»—¿Estás bien? —le gritó—. Salíamos a rescatarte de esa guarida de
romanos.
»—Sí, lo estoy y traigo más hombres para engrosar nuestro ejército.
»Wallamir miró de arriba abajo a aquellos hombres preguntando con
incredulidad:
»—¿Más hispanos…?
»—Sí. Es lo que se vende por aquí… —rio Hermenegildo sin darle
demasiada importancia.
»Para sí, pensó: “Yo también soy hispano”.
Una tarde de estío

«—¿Eres feliz? —le dijo Ingunda olvidando todo protocolo.


»Unos meses atrás, Hermenegildo había regresado victorioso de la
campaña contra los bizantinos; toda Hispalis había salido a aclamar a su
príncipe, a contemplar el botín de guerra. Poco después, el duque de la Bética
había firmado la tregua con el jefe bizantino Comenciolo. La paz reinaba en la
hermosa ciudad de Hispalis, regida por la mano firme y justa de
Hermenegildo. Los hispanos secundaban, cada vez más, el gobierno de su
duque y señor. Los godos, por su parte, parecían también colaborar, pero había
descontento entre ellos.
»Aquellos meses, desde su regreso de Cástulo, los príncipes se habían
acercado aún más el uno al otro. Ella observó con asombro cómo él
abandonaba las prácticas arrianas, cómo frecuentaba al obispo de Hispalis.
Gracias a la palabra elocuente de Leandro, Hermenegildo se aproximaba a la
fe católica. Ingunda se sintió dichosa. El anuncio de que un nuevo príncipe de
los baltos vendría al mundo les encontró absortos en su felicidad.
»Ahora él estaba con Ingunda, ambos recostados en el mismo triclinio,
escuchando caer el agua en un gran estanque de uno de los patios. Un calor
húmedo y denso llenaba la casa y toda la urbe.
»—Solamente quiero estar para siempre así, a tu lado —le contestó él
sonriendo—, solo deseo estar toda mi vida junto a ti…
»Hermenegildo le acariciaba el dorado cabello. Ella detuvo sus caricias y
se levantó, nerviosa. Desde días atrás, pensaba lo que quería decirle. Caminó
hasta el borde del estanque y bajando sus limpios ojos hacia el agua, sin
mirarle, le dijo en el tono protocolario que ambos adoptaban para los
momentos trascendentes:
»—Mi señor y príncipe, sé que algo en vos ha cambiado. Desde que
volvisteis de la guerra no habéis parado de trabajar para acercaros a los
hispanos; hay rumores en la ciudad. Os critican, lo sé. Hildoara me ha dicho
que os enfrentáis a vuestro padre, que os ha llamado a Toledo y os habéis
negado.
»Él se levantó; acercándose por detrás, la sujetó por los hombros.
»Las imágenes de ambos se reflejaban en el agua del estanque.
»—Ingunda, necesitaré que confíes en mí. He decidido cambiar mis
lealtades.
»Ella, sorprendida, le habló de nuevo en un tono informal.
»—¿A qué te refieres?
»—Quiero ser como tú, quiero ser católico y creer en lo que tú crees. La
religión de los romanos es la verdadera.
»Ella, gozosa, le miró; las huellas de un primer embarazo la hermoseaban,
redondeando las finas líneas de su rostro.
»—Nuestro hijo profesará la fe de Clodoveo y Clotilde… —musitó
Ingunda—, pero será godo. Se llamará Atanagildo. Mi madre me pidió que si
tenía un hijo, este llevase el nombre de su padre; el noble Atanagildo.
Cambiaremos el reino. Decidme, esposo mío, cómo habéis decidido dar ese
paso, cambiar algo que estaba unido a vuestra condición de príncipe godo.
¿Cómo habéis llegado a acepar la fe de mis padres como la verdadera?
»—Leandro dice que hay que servir a Dios antes que a los hombres. Yo
servía a mi padre, le obedecía. Aunque siempre he sabido que la religión de
mi madre, la de Mássona, la de Leandro, es la verdadera. Todo en ella
siempre ha sido coherente y diáfano para mí. La religión arriana es pura
política nacionalista. Yo me sometí a ella porque antes guardaba una lealtad
profunda hacia el rey. Ahora ya no.
»—Sé que ocurre algo. Adivino que hay un motivo íntimo en vuestro
cambio. Sin embargo, no entiendo por qué abandonáis así a vuestro padre.
Decidme, mi señor. ¿Por qué rechazáis de tal modo al rey Leovigildo…?
»Él calló, dudando en revelar el secreto.
»—Le rechazo como padre. Él nunca lo ha sido.
»—Nadie puede rechazar a su padre.
»Entonces, Hermenegildo miró a su esposa, pero con ojos desfigurados
por el miedo a perderla, mientras le preguntaba con gran confianza:
»—Ingunda…, ¿me querrás siempre? ¿Me querrías aun cuando yo no fuese
de estirpe real?
»—¿Cómo puedes decir eso?
»—Imagina que soy hijo de un campesino, de un siervo de los que cultivan
las tierras… ¿Me querrías?
»—Te querría, sí, pase lo que pase.
»—¿Estás segura?
»—Sí.
»Hermenegildo calló unos segundos que se le hicieron eternos, después
tomó fuerzas para confesarle:
»—Mi padre no es Leovigildo…
»Ella le miró con ojos de incomprensión.
»—Eso es imposible.
»—No, no lo es, mi padre fue un rebelde cántabro, el primer esposo de mi
madre, un hombre que no poseía la sangre real de los baltos. Leovigildo me
hizo pasar como hijo suyo, pero yo no soy hijo del rey.
»Ella comprendió que su esposo decía la verdad. Sin embargo, ya desde
tiempo atrás Ingunda no estaba unida al príncipe godo con quien la habían
desposado. Ingunda amaba al hombre, a Hermenegildo, y sabía que nada ya la
podría separar de él. Sin embargo, ella no podía olvidar que era una mujer de
estirpe real, hija y nieta de reyes; así que, con su acento suave del norte, pero
en tono serio, le tranquilizó:
»—Leovigildo tampoco la tiene. Vos tenéis verdadera sangre real por
vuestra madre… En cualquier caso, me da igual quién sea vuestro padre.
»Después, dirigiéndose a él con un enorme amor y convicción, continuó:
»—Yo te quiero por lo que eres. No me importa el tipo de sangre que
circule por tus venas. Si tienes que enfrentarte a tu padre, yo me enfrentaré
también a él. Además, he de decirte algo.
»La expresión de ella al decir estas palabras era misteriosa. Hermenegildo
la observó entre enternecido y regocijado: “¿Qué le cruzaría por la mente a su
bella esposa?”.
»—Mi madre, la reina Brunequilda, ahora regente en el trono de los
francos ante la minoría de edad de mi hermano Childeberto, quiere apoyaros,
mi señor y príncipe. Me han llegado nuevas de la corte de Austrasia. A ella no
le gusta el rey Leovigildo, quiere que su nieto, el que yo llevo dentro, llegue al
trono de los godos. Tendréis toda su ayuda.
»—Vuestra madre y el reino de Austrasia están muy lejos.
»—Ella es poderosa entre los francos. Sus enviados me han ofrecido su
cooperación. Estoy segura de que habrá guerra, y esta será larga y difícil.
»Hermenegildo, que de pronto pareció adivinar el futuro, se entristeció:
»—Si el rey Leovigildo nos ataca, algo que antes o después ocurrirá,
deseo que salves a mi hijo, que huyas…
»—Nunca te abandonaré.
»—¡Harás lo que te digo!
»Ella calló, sorprendida ante la energía de unas palabras que le
produjeron un profundo dolor. Él, al advertirlo, continuó en un tono mucho más
suave, casi en un susurro:
»—Y si muero, al menos protege a mi hijo…
»—¡Eso no va a ocurrir!
»Ingunda comenzó a llorar desconsoladamente. Él no sabía cómo calmarla.
Una vez más comprobaba que no era una mujer fuerte sino una niña, aquella a
quien un tiempo atrás le habían dado por esposa».
La guerra civil

Recaredo calló unos segundos. Entraba en la parte más dura de la historia, en


la guerra civil, cuando había luchado en el frente contrario a su hermano. Tras
ese breve lapso de tiempo tomó ánimos para continuar el relato, confortado
por la mirada dulce y amante de Baddo.
«Durante meses, mientras mi hermano Hermenegildo cambiaba
enteramente su vida y sus lealtades, yo combatía en la Gallaecia. Una lucha
complicada frente a unos enemigos, los suevos, bien adiestrados y que
conocían el terreno. Soñaba contigo. Muchas noches te sentía cerca y me
parecía hundirme en el placer profundo de tu cuerpo; pero al despertarme, tú
no estabas. A menudo me parecía escuchar en sueños tu risa fuerte, y deseaba
acariciar tu cabello rizado y castaño.
»Un rumor insistente comenzó a escucharse en el frente: la reina
Goswintha deseaba unir la sangre goda con la franca; ya había casado a su
nieta mayor con Hermenegildo. Ahora proyectaba matrimoniar a la pequeña, la
princesa Clodosinda, conmigo; pero yo me sentía con suficiente fuerza ante mi
padre como para posponer las proposiciones matrimoniales que Goswintha
buscaba con tanto afán. Con distintas artimañas, pude ir retrasando el posible
enlace. Mientras tanto, los correos atravesaban las Galias y las tierras
hispanas, llevando y trayendo mensajes que, por un motivo u otro, postergaban
las bodas francas.
»En aquel tiempo, yo estaba preocupado por Hermenegildo, de quien me
llegaban noticias aisladas y poco consistentes. Sabía de su matrimonio con
Ingunda. Al frente nos llegaron también los rumores de las peleas entre la
católica princesa franca y la arriana reina Goswintha. Se conoció que
Hermenegildo había sido nombrado duque de la Bética; pero, de pronto, un
silencio sobre lo que estaba sucediendo en Hispalis se extendió por el reino.
Esa falta insistente de nuevas, como si alguien me ocultase algo, llegó a
intranquilizarme profundamente.
»Unos meses más tarde, mi padre llegó al frente del norte procedente de la
corte de Toledo. La campaña contra los suevos se recrudecía; con él trajo
tropas de refuerzo: hombres que provenían de Mérida, y entre ellos pude ver
al frente de una cohorte a mi viejo amigo Claudio, quien, aburrido en la villa
de sus padres en Emérita Augusta, se incorporó a la campaña contra los
suevos. Me alegré mucho de su regreso al frente de combate. Sabes bien que
Wallamir, Claudio, mi hermano y yo estábamos muy unidos. A Claudio le gusta
la guerra y es un hombre alegre; nos contó con tono jocoso el casorio de
Hermenegildo con la niña franca y muchos chismes de la corte. Por él supe los
detalles de la llegada de Hermenegildo a Toledo y la actitud de mi padre para
con él. Con la llegada de mi noble amigo hispano y con la de mi padre, la
campaña tomó otro cariz, la suerte se puso de nuestro lado. Se rumoreaba que
Leovigildo poseía un amuleto de poder; una copa sagrada y que, al beber de
ella, se hacía invulnerable. Por otro lado, todos advertíamos que nuestros
enemigos, los suevos, nada podían frente a la superioridad del eficiente
ejército visigodo.
»Ya sabes que los suevos son salvajes, buenos jinetes pero no demasiado
buenos militares porque no son disciplinados como nosotros, los godos. Mi
padre Leovigildo me enseñó la importancia de la obediencia en el mundo
militar. Decía que un capitán o consigue hacerse obedecer por sus soldados o
es hombre muerto, que a un gobernante o se le acata o se le paraliza, que el
poder del rey depende de la sumisión de sus súbditos. Sí, mi padre era un gran
hombre, al que yo admiraba. Cualquier orden suya representaba para mí y para
los capitanes del ejército, en aquella época, algo que debíamos respetar como
proveniente de la mano de Dios Nuestro Señor. Su ascendiente se debía a sus
éxitos militares, a su prestigio de buen guerrero y a que él mismo se hacía
rodear por un aura de majestad.
»Él siempre se mostró orgulloso de mí. Yo le correspondía, sometiéndome
a sus órdenes sin contradecirle. Al principio yo no sabía por qué él me
prefería; ahora lo sé; ahora sé que soy su único hijo, el único descendiente de
su sangre. Además, mi padre amaba a mi madre, mucho más que a la reina
Goswintha, porque mi madre era una mujer digna de amor. Su muerte fue un
castigo para él, los remordimientos le atormentaron toda su vida. En aquel
tiempo, cuando estábamos juntos en la campaña del norte, él la recordaba con
dolor; la nombraba únicamente como “tu madre”, sin pronunciar nunca su
nombre. Cuando él hablaba así, ambos nos quedábamos callados y sospecho
que algo dulce llegaba a su duro corazón.
»Alcanzamos finalmente la victoria sobre Miro, rey de los suevos; con ella
un enorme tributo en oro pasó a engrosar las arcas de palacio. Así, de día en
día, el reino de Toledo se engrandecía gracias a las campañas de mi padre.
Cuando concluimos la guerra sabíamos que los suevos se rebelarían de nuevo,
pero en aquel momento era necesario cerrar ese frente, pues otros muchos
problemas reclamaban a Leovigildo en distintos lugares del reino.
»Y es que, a lo largo de todo su reinado, la guerra no había cesado nunca
de ser su compañera de camino. En los primeros años mi padre había luchado
en la Sabbaria, venciendo a los sappos; después, conquistamos Amaya y
sometimos a los roccones. En el sur había rechazado a los bizantinos,
conquistando Córduba; la ocupación de la ciudad le proporcionó un enorme
prestigio. Fue en aquel tiempo cuando Leovigildo se ciñó con manto y corona
para realzar su poder. Por último, en esta dura campaña habíamos vencido a
los suevos, cuyo rey Miro hubo de rendir vasallaje al gran rey Leovigildo.
Con este triunfo, mi padre había alcanzado la gloria de nunca haber sido
vencido en batalla.
»El reino godo ardía siempre, en un lugar u otro. Después de haber
sometido a los suevos, se produjo un levantamiento de los vascones, apoyados
por los francos, cerca de los Pirineos. El rey decidió que regresásemos a la
corte y enviar una parte del ejército hacia los Pirineos con Sisberto al frente.
Los vascones fueron derrotados y mi padre fundó Vitoriacum[22] en la llanura
que preludia las montañas vascas.
»Regresábamos lentamente a Toledo, nuestro paso era cansino porque
reflejaba el agotamiento de una larga guerra; llevábamos mucho tiempo fuera y
convenía que aquel ejército victorioso encontrase su solaz en las tierras de la
fértil vega del Tagus. Fue entonces, durante el camino, cuando poco a poco nos
fueron llegando noticias sobre Hermenegildo. Supimos que después de haber
vencido en Cástulo, había firmado una tregua con los bizantinos, a la que se
había llegado sin la aquiescencia real; es más, contraviniendo las órdenes del
rey. Mi padre montó en cólera ante tal indisciplina. No toleraba que nadie se
opusiese a él; cuando menos, mi hermano Hermenegildo, a quien nunca quiso.
Después supimos que se había acercado al catolicismo, la religión de los
romanos. Mi padre, en un principio, se rio diciendo que era un pusilánime que
se había pasado a la religión de su mujer y bromeó pensando en la ira de
Goswintha. Pero cuando nos llegaron unas monedas acuñadas en Hispalis, en
las que figuraba Hermenegildo como rey de la Bética, la ira del rey no
conoció límites: aquello constituía ya una franca insurrección. Leovigildo, en
un principio, no había querido inmiscuirse en aquellos asuntos, pero aquello
rebasaba lo tolerable: la rebeldía se sumaba a la sedición.
»La noche anterior había tenido lugar una escena explosiva; mi padre se
inflamó de rabia al ver las monedas que confirmaban la insubordinación de su
supuesto hijo. Se aceleró la marcha hacia la corte; nos levantamos al alba y
nuestro paso se hizo más rápido. Cabalgando junto a Claudio, tuve la
oportunidad de interrogarle para calmar mi angustia:
»—¿Qué le ocurre a Hermenegildo? ¡Se ha vuelto loco! No tiene ejército
ni apoyo entre los godos; los hispanos no saben luchar, ni son hombres de
armas. No entiendo lo que le está ocurriendo. ¡Está cavando su propia tumba!
»—Tampoco yo puedo imaginarlo. Hermenegildo siempre se ha sentido
postergado por tu padre. Y, en el fondo, algo había de verdad en ello… pero
Hermenegildo no es un rebelde ni un traidor. Siempre ha estado del lado de la
ley. Quizá su esposa católica le haya influido. En Hispalis está también
Leandro, un obispo católico con el que tiene confianza. Los nobles hispalenses
le habrán instigado contra el rey…
»—¡No puedo soportar luchar contra mi propio hermano! —exclamé
dolorido—. Alguien debería hablar con él…».

»La guerra se hizo omnipresente. Al llegar a Toledo, supimos que las


ciudades de Mérida, Elbora y Córduba se habían levantado contra el rey
Leovigildo proclamándose leales a Hermenegildo.
»Pronto llegaron noticias de que, desde el norte, los suevos enviaban
refuerzos hacia la Bética para engrosar las filas de Hermenegildo. El rey Miro
se había eximido del juramento prestado a mi padre, proclamando que lo
jurado ante un rey godo bien podía cumplirse ante otro rey godo, al fin y al
cabo, católico como él. Miro no llegó a Hispalis; Claudio y yo salimos a
combatirle en su camino hacia la Bética y le derrotamos. Herido de muerte a
su regreso a la Gallaecia, falleció. Después comenzó una guerra civil en el
reino suevo entre Eborico, hijo de Miro, y su cuñado, Audeca. Mi padre, el
rey Leovigildo, aprovechó la crisis de los suevos para tomar una Gallaecia ya
debilitada por las guerras. Así, el noroeste de la península dejó de ser suevo y
se convirtió en una parte más del gran reino de Toledo. Mi padre se invistió en
Toledo como rey de Hispania y de Gallaecia.
»Lo peor de la guerra estaba aún por llegar. Hermenegildo solicitó ayuda a
los bizantinos, quienes en un principio aceptaron pero, más tarde, comprados
por el oro de Leovigildo, se abstuvieron de intervenir; aparentando una
neutralidad, que no era tal, pues seguían ayudando al rebelde, sobre todo a
través de los nobles hispanos de la Bética.
»En lo más crudo de las hostilidades, Wallamir y Gundemaro llegaron a la
corte de Toledo. Ellos se consideraban godos, rechazaban la rebelión de
Hermenegildo y habían desertado del ejército de mi hermano. Se sumaron a
las filas del ejército de mi padre, con sus antiguos compañeros de armas.
Ninguno de los godos, ni siquiera muchos de los hispanorromanos, aprobaban
el fervor católico de quien se había proclamado a sí mismo rey de la Bética.
Con ellos llegaron, también, otros muchos nobles godos e, incluso, hispanos a
los que la rebelión de Hermenegildo no parecía sino una locura con pocos
visos de llegar a triunfar. Mi hermano les había dejado ir sin impedírselo,
sabiendo que se pasaban a las filas del enemigo.
»Por todas partes, se decía que Hermenegildo se había vuelto loco.
»En Toledo, Claudio, Wallamir y yo nos reuníamos en las estancias reales.
Las mismas estancias donde, años atrás, nos habíamos juntado con mi
hermano, las que él había ocupado tras su matrimonio con Ingunda. Ahora, las
paredes de piedra, iluminadas por hachones, parecían distintas que en épocas
pasadas.
»Se me ha quedado grabada, muy profundamente, la expresión del rostro
de Wallamir al contarnos la traición de mi hermano. El capitán godo, de pie,
apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre su pecho, nos relató lo
ocurrido desde la boda de Hermenegildo, pasando por su llegada a Hispalis,
los tratos con los nobles hispanorromanos, los combates con los bizantinos y
su cambio de actitud que él no lograba comprender. Después, abriendo los
brazos y con ademanes expresivos, pasó a contarnos lo sucedido en los
últimos tiempos desde la rebelión:
»—Se hace llamar Juan, como el apóstol amado del Señor, se considera un
enviado de Dios. Nos ha dejado desertar porque dice que cada cual tiene que
obedecer lo que su conciencia le dicte.
»—¡Está loco…! —exclamó Claudio.
»—Un loco muy hábil, que ha manejado a Comenciolo, magister militum
de los bizantinos, a su gusto. A través de Ingunda, ha solicitado ayuda al reino
de Austrasia y a Borgoña. Ha levantado a los hispanos de las tierras del norte
y a los suevos. Les ha convocado y han acudido a su llamada. Junto a ellos,
venían también un grupo de montañeses de Ongar. ¿Recuerdas a aquel guerrero
cántabro que os cuidó de niños?
»—¿Lesso…? —pregunté».
—Sí.
«—Lesso fue un padre para nosotros —recordé—, el hombre que nos
enseñó a luchar…
»—Está con él y también lo está un hombre potente, alto, de rubios
cabellos, que era el cabecilla de los roccones…
»—¿Nícer?
»Al conocer aquellas noticias me quedé callado, profundamente abatido.
Pronto empezaría la campaña frente a los rebeldes. Iba a luchar con hombres a
los que me unían lazos de amistad y de sangre. Aquella guerra no sería como
otras, sería un enfrentamiento fratricida, en el que yo no podía dejar de
intervenir. Había sido educado para el combate, para batallar al frente del
ejército godo. Me habían sido inculcadas, en lo más profundo de mi ser, ideas
de vasallaje y sumisión al rey, mi padre. No me resultaba comprensible la
actitud de Hermenegildo. Para nosotros, los que componíamos el ejército
godo, los que nos sentíamos orgullosos de la nación goda, una nación que
había asolado Europa, que se consideraba superior al resto de las razas de la
tierra, Hermenegildo era un traidor. Wallamir se rebelaba contra él, y Claudio,
aunque hispano, era un hombre de clase pudiente, aliado de los godos,
tampoco entendía su postura.
»Las tropas se reunieron en la vega del Tagus, en la llanura de la Sagra,
junto a las aguas mansas del río que circunda Toledo. Mi padre preparó
aquella campaña como cualquier otra. Me di cuenta de que no sentía tristeza al
luchar contra su propio hijo, sino un cierto desdén mezclado con rabia. Había
asumido la guerra civil como una campaña más, en la que debía guerrear para
conseguir la gloria y esplendor de su reino, el único fin de su vida. Me extrañó
la indiferencia de mi padre hacia mi hermano Hermenegildo. En aquel tiempo,
yo ignoraba que Hermenegildo no era realmente hijo de mi padre.
»Mérida se rindió sin guerrear. Los nobles hispanos, en un principio
rebeldes a Leovigildo y sumisos a mi hermano Hermenegildo, al divisar el
ejército godo acampado ante sus murallas, decidieron capitular. Siempre
habían pensado que el rey Leovigildo cedería ante su hijo y podrían disfrutar
de una mayor libertad política y religiosa bajo el mando del príncipe rebelde;
pero Leovigildo no flaqueó en ningún momento y los magnates de las ciudades,
que no querían perder sus privilegios, se sometieron al rey. Al frente de ellos,
una embajada presidida por Publio Claudio, jefe de la casa del mismo
nombre, solicitó gracia y perdón para los sublevados. Leovigildo fue clemente
y evitó el saqueo de la ciudad.
»Ante el ejemplo de Mérida, Elbora y el resto de las ciudades de la
Lusitania se rindieron también. Después las tropas se dirigieron hacia el valle
del río Betis. Yo no fui a Hispalis, mi padre me ordenó que permaneciese en
Emérita Augusta. La batalla en la capital de la Bética, el bastión de
Hermenegildo, fue crudelísima. El ejército de Leovigildo, primero, tomó
Itálica; después, se dirigió a la fortaleza de Osset[23], desde allí, hostigó sin
cesar a Hispalis, que resistió empecinadamente. Ante aquella oposición,
bloqueó el río, y asedió la ciudad por el hambre.
»A pesar de todo, mi hermano no habría sido derrotado si no le hubiesen
traicionado y si la copa de poder no hubiera proporcionado a mi padre la
fortuna: el viento siempre soplaba a su favor.
»Unos días antes de la capitulación de la ciudad, Hermenegildo, junto al
río, se despidió de Ingunda para siempre. El barco inflaba las velas y parecía
querer desprenderse del dique en el muelle.
»—Cuando la guerra termine, volverás…
»Ingunda lloró.
»—Presiento que no volveré a verte nunca y, sin ti, no podré seguir
viviendo. No seré un lastre para ti. Morirme no sería más desgracia que no
verte ya más.
»Hermenegildo la abrazó muy fuerte. La luz de la ciudad de Hispalis,
reborbotando en el Betis, les dibujaba; un hombre y una mujer frente a frente,
de pie en el muelle. Un viento cálido levantó la capa de Hermenegildo y jugó
con el largo cabello dorado de Ingunda que, como un manto, le cubría la
espalda. Detrás de ellos una criada sostenía a Atanagildo, su único hijo.
Hermenegildo acarició al niño unos instantes y después se volvió hacia ella.
»—¡Oh, Ingunda! Estoy lleno de dudas. Dios me ha abandonado; pensé
que, luchando contra Leovigildo, luchaba por el honor de Dios, frente al
incrédulo… ¡Tantos han muerto en la guerra! ¡Tantos me han traicionado!
»Ella apoyó su mano sobre el hombro de él, después le acarició
suavemente el rostro.
»—Tú has buscado la verdad y el bien.
»—¿Lo crees así, Ingunda? Muchas veces he querido machacar a ese
hombre, Leovigildo, que asesinó a mis padres. Quería la venganza y, al mismo
tiempo, he deseado un mundo mejor, donde hispanos y godos conviviésemos
bajo una misma ley, bajo una misma religión, la religión verdadera…
»—Tú siempre quisiste el bien, yo lo sé…
»—Ahora más que nunca, recuerdo a mi verdadero padre, el hombre que
murió. Yo estuve en su ejecución. Ahora, mirando atrás, me doy cuenta de su
nobleza, de su valentía. Quiera el Dios suyo, el Dios nuestro y Padre nuestro,
que yo afronte lo que tenga que venir con su fortaleza y dignidad.
»—No quiero irme; quiero compartir tu destino.
»Él la acarició en la mejilla:
»—Sálvate, salva a nuestro hijo. En Bizancio podrás cuidarle en libertad,
sin riesgo y sin miedos… El emperador Mauricio te salvará y nuestro hijo se
educará en su corte. Allí te espera Leandro, que no ha podido conseguir mucho
del emperador, pero que es un hombre fiel. Sí. Salva a Atanagildo, sálvate tú,
y en mi vida habrá un sufrimiento menos.
»Un hombre joven se les acercó. Era Samuel ben Solomon, el hijo del
judío.
»—Mi señor, el barco debe partir ya.
»—Cuida de ella, cuida de mi hijo; condúcelos a la corte del emperador
en Bizancio… En esta bolsa llevas un mensaje para el emperador y caudales
suficientes…
»Después miró una vez más a Ingunda, su esposa niña, que ahora parecía
más fuerte. Se separaron y ella subió las escalerillas que conducían al barco,
una nave de gran velamen que hacía la ruta hacia Bizancio, recalando en
distintos puertos del Mediterráneo. Dicen que Hermenegildo no apartó la vista
de aquel barco que lentamente se deslizaba por el río hacia el mar; que,
durante mucho tiempo, miró el bajel, mientras iba haciéndose pequeño en el
río y desaparecía tras un meandro. En él iba su vida.
»A aquel lugar en el muelle, los hispalenses lo llaman todavía el muelle
del rebelde, y dicen que, por las noches, un guerrero fantasmal llora mirando
al infinito, hacia el lugar donde su amada se ha ido.
»Hispalis fue saqueada y vencida. Hermenegildo huyó con sus leales a
Córduba, donde tuvo lugar la última batalla. Mi padre me llamó junto a él,
seguro ya de su triunfo, quería que presenciase la humillación de mi hermano».
Recaredo habla dolido, sintiéndose engañado por su padre, y culpable de
la fatalidad que cayó sobre su hermano. Durante un instante, guardó silencio.
En la pequeña cabaña del norte, solo se escuchaba el crepitar de las llamas.
El asedio de Córduba

»Un sol blanco, de gran tamaño, que parecía palpitar en el cielo, se


balanceaba sobre el horizonte de Córduba. La calima que ascendía del río
Betis y un polvo caliente proveniente de las tierras africanas permitían que
mirásemos al sol de frente, un sol que abrasaba sin deslumbrarnos. El sudor
me empapaba la ropa bajo la coraza.
»Pensé que, quizás, al otro lado del río, mi hermano Hermenegildo
recorrería la muralla, mirando hacia la sierra y a la muchedumbre de hombres
que formaban el ejército de mi padre, el gran rey Leovigildo. Quizá se
detendría observando los estandartes y banderas del ejército del rey godo, un
ejército al que, desde niño, se había sentido orgulloso de pertenecer. Debajo
de aquellas banderas, él había luchado y ahora combatían sus amigos, Claudio
y Wallamir, sus compañeros de armas, Segga y Gundemaro y, por último, yo,
Recaredo, su propio hermano. Quizás Hermenegildo decidió no pensar en ello;
ahora tenía otras lealtades. Junto a él estaría Licinio —el joven hijo del
patricio Lucio Espurio—, quien había luchado con él desde el inicio de la
campaña y que, más tarde, sería apresado con él. Más allá, abrumados por el
bochorno de la ciudad se apostarían Efrén y Lesso. Los hombres del norte
aguantaban mal el calor abrasador de la ciudad de Córduba. Con ellos, estaría
Nícer, al que en el norte llamaban el hijo del hada, quien no había dudado en
acudir a la lucha contra el tirano.
»Se escuchó el sonido agudo de una trompeta desde las filas godas. Del
campamento atacante se destacó un jinete de figura alta y gruesa, con cabello
canoso que le cubría la espalda, ceñido por una corona y ataviado con un
manto de color purpúreo. Era Leovigildo. Tras él, una escolta. Al parecer, el
grupo de godos se acercaba a la muralla de Córduba en son de paz. Yo era uno
de ellos, iba al lado de mi padre, le había convencido para que negociase con
mi hermano una rendición honrosa.
»En aquel momento, se abrió la puerta de la ciudad y avanzó
Hermenegildo, rodeado de sus fieles. No lo había visto desde la guerra de
Amaya, habían pasado varios años. Su rostro era aún más delgado de lo que
yo recordaba, cincelado por las luchas, su cabello oscuro se arremolinaba
como siempre en torno a su frente. Se había afeitado al gusto romano, lo que le
hacía aparecer más joven. Me recordó al tiempo en el que éramos niños en
Emérita. Sus ojos claros y penetrantes eran los de siempre, pero en ellos latía
una íntima tristeza. Nos observamos el uno al otro, escrutándonos
detenidamente con cierta vergüenza y confusión; después cada uno retiró del
otro la vista. Nos hacía daño mirarnos. Habíamos sido un alma, habitando en
dos cuerpos; un corazón, latiendo en dos almas, y ahora estábamos
distanciados. Quizás él no me habría perdonado mi traición con respecto a la
copa y yo no entendía su actitud rebelde frente a mi padre.
»Leovigildo y mi hermano desmontaron; el resto de los hombres de las dos
escoltas nos quedamos atrás, sobre los caballos. El rey y el príncipe
Hermenegildo hablaron entre ellos con un lenguaje airado, en términos
cortantes. No podíamos descifrar lo que decían. Nunca supo nadie lo que se
dijeron el uno al otro. En un momento dado, me pareció entender que
Hermenegildo acusaba a mi padre de un asesinato. Leovigildo levantó la
cabeza, orgulloso, se dio la vuelta, montó a caballo y exclamó con voz
resonante:
»—No hay componendas, ni treguas posibles con los renegados, con los
desleales a su pueblo, a su religión y a sus hermanos de armas, contra los que
se levantan en tiranía contra el gobierno legítimamente constituido de una
nación —gritó Leovigildo a las tropas, dirigiéndose sobre todo a mí—. Mi
hijo Hermenegildo es un traidor y entre las tropas godas no caben traidores…
»Nos alejamos. Yo miré hacia atrás, a Hermenegildo; aprecié en él una
dignidad indomable, una fuerza inquebrantable a las amenazas e insultos de mi
padre.
»Regresamos al campamento godo. Mientras Claudio y Wallamir
mostraban su indignación contra mi hermano, yo no podía articular palabra. Al
verle, me di cuenta de cuánto le había echado de menos en los últimos
tiempos; de cuánto me habría gustado compartir con él los triunfos en las
últimas campañas, sentirle cerca en el combate; pero, ahora, ocupábamos
lugares opuestos en el frente de batalla.
»En el momento en que aquel sol extraño, blanco, cálido y cubierto de
bruma comenzó a inclinarse sobre la vega del río, fuimos convocados a la
tienda del rey godo. Recorrí el campamento acompañado por Wallamir y
Claudio. Yo seguía sin hablar, ellos respetaron mi silencio. Entre las tiendas,
corrían los siervos limpiando las armas y cepillando a los caballos. Yo seguía
en tensión. Un chucho se interpuso a mi paso y lo golpeé con la puntera de la
bota. El animal salió aullando. Claudio intentó bromear:
»—Así se trata a los traidores…
»—¡Déjame en paz…! —le contesté.
»Él no se molestó, siguió caminando, callado, junto a Wallamir.
»En la tienda del rey, se estaba planeando el ataque a la ciudad como si
fuese una campaña, igual a tantas otras. Mi padre no deseaba que se
prolongase el asedio, sino dar fin al sitio de la ciudad cuanto antes. En el norte
los vascones se rebelaban de nuevo y los francos, ante la debilidad del reino,
podían atacar otra vez con la excusa de ayudar al católico Hermenegildo y a su
esposa Ingunda. Se discutió una solución y otra. Entonces un hispano se hizo
anunciar. Su nombre era Cayo Emiliano.
»—Os diré las vías de acceso a la ciudad.
»Mi padre lo miró con desconfianza.
»—¿No eres tú un romano?
»—Sí, pero obedezco las leyes godas.
»Hizo una inclinación ante mi padre y prosiguió diciendo:
»—Soy fiel al buen gobierno del noble rey Leovigildo. Los hombres de
Hermenegildo no creerán que se va a atacar tan pronto, la sorpresa es
primordial. Compraré a uno de los hombres de la guardia, que dormirá a los
otros, y abriremos la puerta junto al puente romano. Por allí podréis entrar.
»—¿Cuándo…?
»—Dentro de dos noches, cuando la luna no luzca en el cielo.
»—¿Qué pides a cambio?
»—Mil sueldos de oro y, cuando acabe la guerra, deseo las posesiones y
las tierras de un noble de la Bética, el patricio Lucio Acneo Espurio, que
sostiene la causa de vuestro hijo.
»—Tendrás tu recompensa cuando nos hayas abierto la ciudad.
»—No. Quiero la mitad ahora.
»El rey receló, de nuevo, de aquel personaje.
»—¿Quinientos sueldos? ¿Cómo sé que no me traicionarás?
»—Si lo hiciera, sé que me buscaríais por todo el reino. Necesito ese
dinero para comprar a la guardia. No. No os traicionaré, sé que, de una
manera u otra, venceréis en la campaña contra vuestro hijo. Además, yo quiero
vengarme de Lucio Espurio, un traidor y un felón.
»—Si nos ayudas a entrar en Córduba obtendrás lo que pides —le
prometió el rey.
»Sentí un desprecio profundo hacia aquel hombre. En aquella época yo era
joven y me importaba quizás aún más que hoy el honor, odiaba las acciones
sórdidas.
»Sabíamos que el asalto a la ciudad sería encarnizado y brutal. Los
habitantes de Córduba no quisieron rendirse, era una ciudad autónoma que ya
había sido saqueada en dos ocasiones por los godos. La primera en tiempos
del rey Agila, cuando se profanó el sepulcro del mártir San Acisclo, la
segunda en la primera conquista por parte del rey Leovigildo, apenas unos
años atrás. En la memoria de muchos cordobeses permanecían aún los saqueos
y los abusos de los godos. La ciudad, además, amaba a Hermenegildo, quien la
había dotado de un gobierno autónomo, justo y eficaz. No, la ciudad no habría
caído tan fácilmente sin la traición del noble hispanorromano.
»Cayo Emiliano cumplió su palabra. Dos noches más tarde, compró la
guardia y abrió las puertas de la muralla. Mientras los hombres de mi padre
con máquinas de guerra forzaban la puerta opuesta al río, nosotros —Claudio,
Wallamir y un buen destacamento del ejército godo— cruzábamos, en silencio,
el puente romano sin ser molestados por la guardia, sobornada por el traidor.
Pronto alcanzamos la plaza junto al alcázar del gobernador godo y la iglesia
del mártir San Vicente. Allí nos encontramos con la guardia de los alcázares,
la guardia personal de Hermenegildo, y se inició el combate. Los defensores
de la ciudad, atentos a lo que entraba por la zona atacada por mi padre, habían
desguarnecido el acceso principal de la urbe. Entonces sonaron los cuernos de
los guardias del palacio, avisando de que los enemigos habían penetrado por
el puente y atacaban el alcázar del gobernador.
»La planicie, frente a la iglesia de San Vicente, se llenó de combatientes
de uno y otro bando. Pronto nos vimos rodeados por los hispanos, la pelea se
hizo más y más cruenta. En un momento dado, a mi lado, saltó la cabeza de un
soldado godo degollado por los rebeldes. La furia me dominó, comencé a
atacar a uno y a otro con saña. Sentí el ardor guerrero del que me había
hablado Lesso siendo niño; esa ansia que te conduce a herir y a matar casi sin
pensarlo a todo aquel a quien consideras un adversario. Me cercaron unos
hombres del norte, vestidos con sus capas de sagún.
»De pronto, me enfrenté a un guerreo de cabellos claros de gran tamaño:
era Nícer. Nos observamos un instante, antes de reconocernos.
»—Luchas contra Baddo —me gritó—, luchas contra tu propio hermano
Hermenegildo. Eres un miserable, un hombre sin conciencia que has
deshonrado a mi hermana. Un traidor…
»Sus palabras me enervaron y le ataqué de frente, exclamando:
»—No soy un traidor, lucho por mi padre y por la paz del reino.
»Nícer bajó la espada y, mirándome fijamente, me dijo:
»—No te atacaré… Llevas la sangre de mi madre… Tienes un hijo que
mora en mis tierras… Solo te digo que Baddo nunca te perdonará si me ocurre
algo a mí o a Hermenegildo.
»Nícer giró en redondo y se alejó, atacando a otros godos que invadían la
plaza. Yo también bajé la espada, cayendo de pronto en la cuenta de que Nícer
tenía razón, quizá tú no me perdonarías nunca si algo le hubiera ocurrido a él o
a Hermenegildo. No podía luchar contra mis propios hermanos. Ante mi
actitud de desconcierto, dos soldados cordobeses, de cabellos oscuros y mal
entrenados, me atacaron; los maté sin pesar. Otros continuaron abalanzándose
sobre mí; también me deshice de ellos, sin problemas. Un poco más allá vi a
Lesso. Seguía siendo un experto guerrero, aunque la edad no le perdonaba, le
faltaba la agilidad de antaño. Pude ver cómo le atravesaba un costado un puñal
enemigo, cayó al suelo; sin embargo, tambaleándose, se puso de pie, se
arrancó sin miramientos el puñal que lo había herido y siguió combatiendo,
como si nada hubiese ocurrido.
»Cada vez más y más godos fieles a Leovigildo llenaron la plaza. Divisé a
Hermenegildo, luchando valientemente al otro lado del recinto, cerca de la
iglesia de San Vicente. Se libraba de uno y de otro sin parecer que hacía
ningún esfuerzo, luchaba de aquella manera que yo tanto admiraba, con golpes
prontos y certeros, con la agilidad de un felino. Logró librarse de sus
enemigos, pero al fin, viendo a tantos hombres caídos, y ante la superioridad
numérica del enemigo, dio un grito:
»—¡Todos a la iglesia de San Vicente!
»Las tropas de Hermenegildo retrocedieron hasta la iglesia, refugiándose
allí. La iglesia tenía una estructura basilical, coronada por torres. Desde su
interior, los refugiados nos acosaban con sus flechas. Cercamos aquel último
reducto de resistencia, la ciudad había ya caído. La ciudad fue tomada así
aquella noche, pero unos cuantos, los más fieles a Hermenegildo, se cobijaron
junto a él en la iglesia de San Vicente que, como lugar sagrado, no nos
atrevimos a atacar.
»El alba llegó a la urbe incendiada, recogimos los cadáveres de uno y otro
ejército. Córduba fue una vez más saqueada, y mi padre —como escarmiento a
la ciudad rebelde— consintió que aquella noche sus hombres desvalijasen las
casas, violasen a las mujeres y prendiesen fuego a muchos lugares de la
ciudad.
»Cercamos la iglesia. Enfrente de ella, los oficiales del ejército victorioso
celebraron la rendición dentro del antiguo alcázar del gobernador godo.
Corrió el vino y las alabanzas al invicto rey Leovigildo. Me di cuenta de que,
entre sus manos, brillaba una copa de ámbar y oro; él bebió vino con deleite
de su interior. Me sentí asqueado al ver cómo su boca de borracho lamía él
cáliz con fruición, un cáliz que había sido usado para el culto sagrado, un cáliz
que mi madre nos había encomendado llevar al norte. Mi padre estaba ebrio y
gritaba enloquecido. Fastidiado y dolido, me alejé del banquete. Desde fuera,
en la plaza junto al alcázar, pude ver luces dentro de la iglesia de San Vicente;
allí estaba mi hermano Hermenegildo, la persona a quien más había querido y
confiado en mi vida, aquel a quien había estado unido desde niño. Sobre la
iglesia no había luna, la calima se había disipado y en el cielo se divisaban las
estrellas de verano que lucían con fuerza. En lo alto un punto brillante de color
rojizo, una estrella más grande que las demás. Era Marte, el dios de la guerra
que fulguraba en aquella noche aciaga.
»Dentro de la iglesia, un hombre estaba agonizando; junto a él
Hermenegildo, el llamado hijo del rey godo, le confortaba. El hombre era
Lesso.
»—Eres como Aster, tu verdadero padre —Lesso habló con dificultad—,
el mejor guerrero que nunca he conocido, pero la suerte no estuvo de su
lado…
»Después su respiración se tornó más y más dificultosa, intentó seguir
hablando, sin lograrlo; bruscamente dejó de jadear y los que le rodeaban
comprendieron que había muerto.
»Al ver al amigo, al antiguo siervo, a su fiel compañero de armas dejar el
mundo de los vivos, la desolación se adentró en el alma de mi hermano. No
podía más. Aquellos meses la incertidumbre se había hecho presente en tantas
ocasiones… Había intentado decirse a sí mismo que luchaba por la verdadera
fe y contra el gobierno inicuo de un tirano y un asesino. A pesar de ello,
durante la campaña la duda le había asediado constantemente. Leandro le
había aconsejado en los momentos iniciales, le había dicho que a veces
conviene enfrentarse a un mal para evitar otro mayor, que su causa era justa,
que el beneplácito divino estaba con él. Pero ahora Leandro no estaba; en los
primeros tiempos de la guerra, le había enviado a Constantinopla para recabar
ayuda del emperador bizantino. Una ayuda que nunca había llegado, ni llegaría
ya, a tiempo. Quizá regresase cuando él hubiese muerto. Él, Hermenegildo, no
podía más.
»No más sangre, no más guerra, no más odio. No más luchas fratricidas. Se
dirigió hacia un lugar donde una cruz de madera con un Cristo deforme le
contemplaba. Se dio cuenta de que todo estaba perdido. Entendió también que
si se rendía, su capitulación sería una muerte lenta; que, aquel hombre, al que
había llamado padre no tendría piedad, no perdonaría jamás su sedición; que
moriría a sus manos. El dolor llenó su corazón y decidió entregarse. No tenía
otra opción, no había otro futuro. Le quedaba una única esperanza; su esposa
estaba a salvo, su hijo también; quizá, pasado el tiempo, su hijo venciese
donde él había fracasado.
»Las primeras luces del alba encendían la ciudad de Córduba cuando
Hermenegildo salió a la puerta de la iglesia, acompañado por alguno de sus
hombres.
»Levantó su espada y gritó:
»—Deseo hablar con el príncipe Recaredo. Solo a él me rendiré.
»Al verlo salir por la gran puerta del templo, me destaqué entre los
hombres que asediaban la iglesia. Lentamente caminé hacia mi hermano
Hermenegildo. Nos miramos frente a frente, y yo bajé la cabeza, como
avergonzado; después la volví a alzar. Con una seña, me indicó que lo
acompañase. La puerta de la iglesia se abrió y entramos. Allí me guio junto al
cadáver de Lesso.
»—Ha muerto. Yo soy el culpable. Quiero que finalice esto.
»Contemplé el cuerpo rígido del que había sido nuestro protector y amigo,
del hombre que nos había entrenado de niños. Las lágrimas me humedecieron
los ojos, y después miré de frente a Hermenegildo.
»Le miré esperanzado; se rendiría y ya todo volvería a ser como antes,
pensé. ¡Qué iluso! En aquella época, yo aún imaginaba que cabía algo de
piedad en el corazón de mi padre; por eso le aconsejé:
»—Acércate y prostérnate a los pies de nuestro padre y todo te será
perdonado.
»—No —gritó—. Ni es mi padre ni deseo su perdón.
»—¿Qué estás diciendo?
»—El rey de los godos, Leovigildo, no es mi padre.
»No le entendí, creí que él rechazaba a Leovigildo; entonces contesté:
»—Nadie puede renegar de su propio padre. Wallamir me insinuó que
estabas loco; no quise creerle, pero, realmente, lo estás.
»Hermenegildo no se alteró ante mi voz insultante. Me midió
atravesándome con sus ojos, con aquella mirada suya tan clara y penetrante en
la que no cabía la mentira.
»—Recaredo, debes creer todo lo que te voy a contar ahora. Mi padre no
es el rey, mi padre fue el primer esposo de nuestra madre, el cántabro al que
capturé en mi primera campaña del norte. El padre de Nícer, a quien tienes
presente aquí… ¡Nícer…! —gritó—. Dile la verdad a Recaredo.
»De entre los hombres sentados en el suelo, se levantó uno que estaba
apoyado en una de las columnas del templo, un guerrero alto, desfigurado y
cubierto por la sangre de sus enemigos. Era Nícer.
»—Cuando llegasteis a Ongar, todos descubrimos el extraordinario
parecido entre Aster y Hermenegildo. Uma, la madre de Baddo, la loca, lo
adivinó.
»Con voz trémula por la emoción y la fatiga, Hermenegildo me relató lo
ocurrido en los últimos meses. Su historia me pareció inverosímil y no le creí,
pero decidí no discutir más con él, así que continué intentando persuadirle:
»—Aunque sea así, mi padre, Leovigildo, que es un rey justo, te
perdonará…
»—¡Un rey justo…! Dime, Recaredo, ¿de qué murió nuestra madre?
»—¿Qué quieres decir?
»—La innombrada, la que nadie puede mencionar en la presencia de la
zorra de Goswintha, la mujer que nos trajo al mundo, la que nos cuidó de
niños… ¿De qué murió?
»—Una enfermedad del vientre.
»—¿Sí…? Dime por qué sus uñas tenían marcas blancas, por qué motivo
fue perdiendo fuerza… En Hispalis aprendí muchas cosas de un judío. Me
explicó cómo era el envenenamiento por arsénico. Conocí a alguien que fue
envenenado así. Nuestra madre murió envenenada, por orden de la reina
Goswintha. Y a ello no era ajeno el gran rey Leovigildo.
»Ahora me pareció que, realmente, Hermenegildo se había trastornado,
que estaba completamente fuera de sí.
»—¡Estás loco…!
»—Habla con Lucrecia, la criada de nuestra madre, tiéntala con oro. Ella,
la fiel doncella de nuestra madre, te lo contará todo, todo, quizá te cuente que
fue ella misma la que le preparaba la comida y echó el veneno.
»—No te creo. Estos meses he podido comprobar cómo Leovigildo amaba
a mi madre; llora cada vez que se menciona su nombre… Él la amaba…
»Hermenegildo no se dio por vencido; sabía muy bien a lo que se estaba
refiriendo.
»—Pudo haberla amado y, sin embargo, matarla. Me da igual que me creas
o no, pero lo que te digo es la verdad y debes saberla. Desde la muerte de
nuestra madre, Leovigildo vive atormentado.
»No le creí, pensaba que estaba loco, que le habían embaucado los
hispanos de la Bética. A pesar de ello, Hermenegildo era mi hermano, yo
quería que la guerra acabase y que no corriese más sangre.
»—Olvida todo eso y ríndete…
»—Veo que no me crees. Ya lo descubrirás todo por ti mismo. Sí, me
rendiré… pero júrame que la copa volverá al norte. La copa de poder.
»—Lo haré. Se lo juré a nuestra madre y en cuanto la consiga lo haré.
»—Serás rey de los godos; no olvides este juramento, como olvidaste el
que pronunciaste ante el lecho de muerte de mi madre.
»Hermenegildo se detuvo, la angustia trasformaba sus facciones.
»—Necesito algo más de ti… Cuida a mi hijo, cuida a Ingunda. Creo que
están a salvo; pero a veces temo que caigan bajo el poder de Leovigildo. Sé
que él mataría a mi hijo, no quiere otra dinastía que la suya, de la que tú eres
el único eslabón.
»Creí que aquello era absurdo, que mi padre no mataría a uno de sus
nietos; pero, al ver a Hermenegildo tan fuera de sí, le juré que lo haría.
»Hermenegildo se emocionaba al hablar.
»—Una última cosa… No quiero que haya más sangre. Deja escapar a los
montañeses, deben volver al norte, es su lugar. Han luchado bien; pero
olvidaba que la suerte no se halla de mi parte.
»Al fondo de la nave, tumbados en el suelo, derrengados por el cansancio,
estaban los cántabros. Hermenegildo se volvió a Nícer que, en silencio, seguía
nuestra conversación.
»—Eres mi hermano, mucho más de lo que nunca hubiera supuesto. En el
momento de adversidad, has estado conmigo.
»Hermenegildo retiró hacia atrás la capa; de una faltriquera extrajo un
vaso de ónice. Le dijo:
»—Esto es parte de la copa sagrada. Vienen malos tiempos para mí, deseo
quedarme la copa un tiempo, es lo que me queda de nuestra madre…
Al sacar la copa, Nícer se arrodilló ante ella. Yo también lo hice. Sin
darnos cuenta ambos estábamos arrodillados ante Hermenegildo.
»—¡Levantaos…! —dijo, confuso, Hermenegildo.
»Entonces se dirigió a Nícer con un profundo afecto:
»—Nícer, hermano, voy a rendirme a Leovigildo. Por las catacumbas de
esta iglesia podéis escapar. No hay más futuro para mí. Quiero que regreséis
al norte. Esta guerra no es la vuestra.
»Nícer intentó protestar.
»—Sí que lo es. Es nuestra guerra; la guerra de la venganza de los hijos de
Aster frente al tirano Leovigildo. Ese hombre con el que luchas, es el asesino
de mi madre y el verdugo de mi padre…
»—Ahora no es el momento… —Hermenegildo habló con voz profética—.
Algún día llegará la venganza; una venganza que vendrá de lo Alto que ni él
mismo se imagina.
»Después se volvió hacia mí.
»—Desde niño has sido mi otro yo. Algún día entenderás que lo que te
digo no son locuras sino la verdad. Estamos aquí los tres hijos de la
innombrada, Nícer no la conoció; tú y yo, sí. Ella creía en Jesucristo como
Dios, cuando seas rey de los godos, cuando haya pasado el tiempo, acuérdate
de mí y piensa en la fe de tu madre. La fe que puede unir, de nuevo, a este
reino.
»Una vez más, Hermenegildo se emocionó. Los dos nos estrechamos
fuertemente y, en nuestro abrazo, notamos los brazos membrudos de Nícer,
envolviéndonos.
»Mi hermano Hermenegildo me condujo hacia la puerta. Mientras tanto,
Nícer y sus hombres huían a través de las antiguas catacumbas.
»No quedaba mucho tiempo. El príncipe rebelde se recogió en la esquina
de una capilla de la iglesia, frente al vaso de ónice. Los que lo vieron, en
aquella ocasión, percibieron un rostro transfigurado por una luz especial. Junto
a él persistieron Román, Licinio y otros pocos hombres fieles que le amaban y,
en la adversidad, no querían abandonarle.
»Salí de la iglesia conmocionado; ahora la luz del sol volvía a lucir en el
amanecer y me molestaba a los ojos. Entretuve a mi padre, dando tiempo a que
los cántabros escapasen de la ciudad. Conseguí distraer a la guardia que
patrullaba la zona por donde ellos iban a escapar.
»Aquella misma la tarde, al caer el sol, las puertas de San Vicente se
abrieron y los hombres refugiados en la iglesia salieron sin armas. Al frente de
todos ellos, con la cabeza baja, salió Hermenegildo.
»Delante del ejército godo, de sus antiguos compañeros de armas, mi
padre le degradó. Le despojó de todas las insignias, que indicaban su rango
militar y su dignidad real. Lo envió al calabozo del alcázar de Córduba. Solo
permitió que un siervo hispano acompañase al que había sido príncipe de los
godos y ahora era únicamente un traidor y un renegado».
La huida

«Después de la detención de Hermenegildo, mi padre quiso dar un


escarmiento. Ordenó una brutal persecución contra los católicos y contra todo
aquel que se hubiese opuesto al poder real. También aprovechó la ocasión
para quitarse de en medio a competidores odiosos o, simplemente, a aquellos
potentados que hubieran suscitado su envidia. Así, las propiedades de sus
enemigos fueron expropiadas y pasaron a engrosar el caudal de las arcas
reales. El partido godo se fortaleció y muchos hispanorromanos sufrieron la
opresión del rey. Los nacionalistas godos, Segga y su grupo, la reina
Goswintha y tantos otros hombres, de pura estirpe visigoda, recibieron
mercedes y prebendas; se afianzó su poder. Los hispanorromanos fueron
alejados de la corte. Por ello, sobre todo en el sur, muchos hispanos
recordaron a Hermenegildo con añoranza. Y no solo ellos; en el ejército,
Hermenegildo siempre había sido muy respetado, muchos habían considerado
su afrenta en público y posterior degradación delante de las tropas, un castigo
excesivo, indigno de un noble godo. Muchos reconocían que Hermenegildo no
había iniciado las hostilidades, ni había desafiado abiertamente al rey, sino
que se había negado a obedecerle en un territorio que le había sido
encomendado. Sin embargo, con él se habían sublevado las ciudades del sur,
unidas por un lazo débil al reino de Toledo; lo que había desencadenado la
guerra civil. Muchos godos sentían que Leovigildo podría haber negociado
con su hijo. Lo cierto es que nunca nadie llegó a adivinar los motivos más
íntimos de las diferencias entre Hermenegildo y el rey.
»La Bética fue pacificada por las tropas de mi padre. Los Espurios
perdieron sus posesiones, que les fueron entregadas a Cayo Emiliano. Vi a
Claudio muy afectado; aquella antigua familia de añejo abolengo tenía un
lejano parentesco con la suya, por lo que le dolió en gran manera el castigo
que se les había infligido. En levantamientos anteriores se había respetado a
las familias que constituían el orden senatorial en Hispania; y la de los
Espurios, lo era. A estas familias, aunque se hubiesen alzado en armas contra
los godos, se les infería alguna sanción pecuniaria, se les sometía con nuevos
tributos, pero continuaban en su lugar, manteniendo el tejido social. Los
anteriores gobiernos godos no habían sido capaces de enfrentarse a ellas. Sin
embargo, con la potestad firme y autocrática de Leovigildo, los tiempos
parecían estar cambiando.
»Tras someter enteramente la Bética, regresamos a la urbe regia,
Hermenegildo fue conducido hasta Toledo en un carro cerrado; con él estaba
Román. No pude verle en todo el viaje. Dejamos atrás la fértil vega del río
Betis, sus campos de cultivo asolados por la guerra, el suave calor de aquellas
tierras y, por un camino entre montañas sombreadas por pinos, llegamos a la
meseta.
»Mi padre hizo la entrada triunfal en Toledo con el príncipe rebelde, su
hijo Hermenegildo, como prisionero de guerra. Quiso que se le expusiera al
escarnio de la plebe, conduciéndole atado detrás de una tropa de soldados
comandada por Wallamir. El populacho insultó a mi hermano e hizo mofa de
él. En un momento del recorrido, Wallamir no aguantó más la humillación del
que había sido su amigo y superior, por lo que se enfrentó a los que le
zaherían. La plebe se calmó y se contuvo en sus denuestos al ver un oficial
godo, de alto rango, defender al preso.
»Aquel otoño, el reino estuvo en paz. Los vascones habían sido
rechazados a las montañas del Pirineo, el reino suevo dominado, los cántabros
que habían perdido demasiados hombres ayudando a Hermenegildo, no
suponían ya un problema, y los bizantinos se había replegado más allá de sus
fronteras. El poder omnímodo de mi padre quedó así consolidado. Sin
embargo, el gran rey Leovigildo se destruía a sí mismo, alcoholizado. Bebía
vino sin tasa en la copa de oro, acuciado por la pasión de poder; creía que sus
victorias habían sido favorecidas por el cáliz sagrado; y, de alguna manera,
aquello le iba trastornando la mente. Seguía siendo el rey, a todos nos
inspiraba un temor respetuoso, pero todos nos dábamos cuenta de su
perturbación progresiva. En medio de su delirio, solo mostraba una obsesión:
mi hermano Hermenegildo, a quien, en sus borracheras, insultaba
continuamente. Él, que nunca había sido un ferviente arriano, instigado por la
reina Goswintha, quería inducir a mi hermano a una apostasía pública para
confirmar aún más el poder real. Hermenegildo siempre se negó; pero el rey
no se daba por vencido, a menudo bajaba a la prisión y ordenaba que le
torturasen; cuanto más firme se mostraba mi hermano en sus convicciones, más
se excitaba la ira del rey. Leovigildo parecía disfrutar con el tormento del que
todos seguían considerando como su hijo.
»Desde un principio de la detención del príncipe godo, el rey ordenó que
se buscase a Ingunda y al hijo de Hermenegildo, el pequeño Atanagildo. Decía
que de esa manera lograría rendirle. Averiguó que habían sido evacuados de
Hispalis en un barco con destino a las costas orientales del Mediterráneo, y
envío una flotilla en su persecución. Yo no hice nada por impedirlo, pensé que
no los encontrarían y que el rey no podría ser tan cruel que buscase la muerte
de su propio nieto. Como en tantas otras cosas que se referían a mi padre, de
nuevo me equivoqué.
»A mí solo me llegaban algunos rumores de lo que estaba ocurriendo, no
podía ver a mi hermano, a quien, por orden expresa del rey, se le había aislado
en los calabozos de la fortaleza junto al Tagus, acompañado por el siervo
Román.
»Saber que mi hermano estaba preso me producía una continua inquietud.
Además, aquellos tiempos de paz me enervaban. Si al menos hubiese podido
liberar la furia interna que me reconcomía en una batalla quizás hubiera
podido calmar el desasosiego que llevaba dentro. Aquellos días sombríos,
Wallamir, Claudio y yo nos adiestrábamos en la palestra, galopábamos muchas
horas al día hasta extenuar los caballos, o cazábamos de un modo cruel. No
hablábamos de Hermenegildo. Todo era demasiado doloroso. De hecho no
conversábamos de casi nada, ni tampoco bromeábamos como antaño. Nos
emborrachábamos a menudo y, por las noches, acudíamos a los burdeles de la
ciudad, intentando divertirnos con rameras. Un continuo nerviosismo nos
dominaba. Confieso que no te fui fiel. Perdóname, amada Baddo, pero te
aseguro que, en medio de mis locuras en mi corazón siempre has estado tú».
Recaredo y Baddo se miraron en silencio. Baddo siempre le había sido
fiel. La mirada de ella fue limpia, resplandeciendo en comprensión y en
perdón. El hijo del rey godo entendió cuánto le había echado de menos, cuánto
había sufrido ella en los tiempos de su separación. El príncipe godo bajó los
ojos, con vergüenza y aspirando aire, con esfuerzo como si el peso de esta
confesión le ahogase, prosiguió:

«El ambiente era ceniciento, tanto porque había comenzado el otoño y el


tiempo era gris, como porque no nos quitábamos de la cabeza la atroz guerra
civil, en la que tantos habían muerto.
»En mi interior resonaba a menudo la última conversación con
Hermenegildo. Lo que en un principio me había parecido absurdo empezó a
crecer como la semilla de una duda que poco a poco se abría paso dentro de
mí. No soportaba que se me acercase la reina Goswintha. Por fin, la
intranquilidad provocada por la sospecha me hizo buscar a aquella Lucrecia
de la que me había hablado mi hermano.
»En uno de los sótanos del castillo vivía la antigua criada de mi madre. Su
aspecto era el de una vieja bruja desquiciada. La mujer había perdido la
cabeza y hablaba y hablaba, mezclando presente y pasado, unas ideas con
otras, de una manera irrefrenable. Me pasé mucho tiempo junto a ella,
escuchando su monólogo incesante. Hasta que, cuando ya mi paciencia estaba
a punto de agotarse, salieron de su boca unas frases reveladoras.
»—La innombrada… —reía con su boca desdentada—. No era virgen
cuando se casó. Yo la bañé, aquel cuerpo no era el de una mujer virgen.
Esperaba un hijo, ya estaba embarazada. Siempre supe que aquel hijo sería un
traidor. Un traidor porque no era hijo del rey. Sí. Siempre lo supe. Recaredo,
sí, Recaredo es un verdadero godo, un auténtico godo, por todos los lados.
Siempre ha sido mi preferido…
»En un lapso de lucidez me reconoció e intentó abrazarme, sentí repulsión
ante sus manos huesudas y su aliento fétido; noté su pecho caído, como dos
pellejos fláccidos apretándose junto a mi túnica. Me dio asco y la rechacé;
pero ella no pareció notarlo y, sin dejar de sonreír, se hundió de nuevo en el
pasado.
»—Ella murió. No se encontraba bien, y Goswintha me ordenó prepararle
un remedio. Unos polvos blancos…
»Después cerró los ojos y parecía dormir, quizá sus ojos veían el pasado,
que evocaba como si lo tuviese presente ante sí.
»—“Ya queda poco”, le decía Leovigildo a Goswintha. “Serás reina otra
vez…”. Si Leovigildo lo sabía… Lo sabía todo…
»Claudio, que me había acompañado en alguna de aquellas largas
peroratas, oyó, al igual que yo, las palabras de la vieja. Hubo de sujetarme
para que no la ahogase con mis propias manos. Salimos de allí con una
sensación de repulsión.
»Unos días más tarde, Lucrecia se cayó desde lo alto de una de las torres
de la fortaleza. Se dijo que, como estaba loca, se había tropezado. Algunas
malas lenguas sospecharon que la mujer hablaba en demasía y que alguien de
la casa de la reina quiso acallarla.
»El día en que Lucrecia murió, un hombre al que yo no conocía quiso
hablar conmigo. Había servido en la primera campaña del norte junto a mi
hermano Hermenegildo. Fui conducido por él a uno de los corredores del
castillo, un lugar donde nadie podía vernos, donde no había posibilidad de ser
escuchados. Me contó de qué modo mi hermano estaba siendo torturado por mi
padre, me dijo que estaba muy enfermo y que podía morir. Sabía que, aunque
yo había sido fiel a mi padre, quería a mi hermano. Escuché lo que me decía
sin responderle nada.
»Por la tarde logré reunirme con Claudio y Wallamir para transmitirles lo
que ocurría.
»—Debo verle… —afirmé.
»—¡Iremos contigo! —exclamó Wallamir con determinación.
»Me sorprendió que Wallamir desafiase las normas dictadas por mi padre.
Aquella noche sobornamos a la guardia. Atravesamos pasadizos húmedos,
llenos de olor a orín y a rata, hasta un calabozo un poco más grande que los
demás, donde nos encontramos, recostado en un camastro, a Hermenegildo. Mi
hermano estaba desfigurado por la tortura. Su barba había crecido; junto a él,
Román, el siervo de la casa de los baltos, le atendía. Los ojos de mi hermano
mostraban signos de locura; no me saludó ni me preguntó cómo había llegado
hasta allí. Me miró con ojos de perturbado.
»—¡Juraste que protegerías a Ingunda…! Sé que algo le ha ocurrido.
»—¿Cómo puedes saberlo…?
»Sus ojos se abrieron aún más, los ojos de un hombre fuera de sí.
»—Lo he visto…
»—¿Lo has visto?
»—Recuerdas… madre también tenía sueños y siempre se cumplían. Yo he
visto a Ingunda y a mi hijo en peligro… ¡Ayúdame, te lo ruego! Me
reclaman…
»Pensé que se había trastornado, que todo era un delirio causado por la
enfermedad. De hecho, sus ojos brillaban por la fiebre. ¿Qué podía hacer?
Hermenegildo era mi hermano, mi amigo, mi otro yo. Miré a Claudio y a
Wallamir.
»—Le ayudaremos, pero no debe enterarse tu padre… —dijo Claudio.
»—¡Me da igual que mi padre lo sepa o no! —les grité.
»Se miraron, quizá ya antes habían hablado entre sí de la suerte de
Hermenegildo, quizá deseaban aliviarle en algo su sufrimiento. Sensatamente,
me advirtió Wallamir.
»—Recaredo, tú eres el hombre nuevo, abierto a godos e hispanos; no
manches tu prestigio ante los godos con una traición. Claudio y yo lo haremos.
Tú no debes mezclarte en esto.
»Les observé boquiabierto, sobre todo me quedé admirado de la actitud de
Wallamir, por lo que le pregunté:
»—¿Tú?, ¿el godo ejemplar? El que siempre se ha mantenido bajo la ley.
»—Sí, soy godo, lo sigo siendo; pero Hermenegildo es mi amigo, no
quiero que muera aquí. Le ayudaré aunque nuestros bandos sean opuestos.
»Ambos se dirigieron a Hermenegildo.
»—Te ayudaremos a escapar…
»En pocas palabras trazaron un plan en el que yo debía permanecer al
margen. Cortaron sus ataduras y le dejaron los puñales. Antes, al entrar a la
prisión, ninguno de los guardias se había atrevido a detenerme a mí, al
heredero del trono, al hijo del rey godo, ni a mis acompañantes y, mucho
menos, a quitarnos las armas; nadie nos registró tampoco al salir.
»Aquella noche se escucharon unos gritos lastimeros dentro de la celda del
príncipe rebelde. Al entrar los carceleros desprevenidos, Hermenegildo y
Román les atacaron. Aunque Hermenegildo estaba débil por la tortura y la
fiebre, era un guerrero experimentado y Román, un hombre de campo muy
fuerte. Tras conseguir las llaves de la prisión, fueron liberando, uno a uno, a
los rebeldes, a los hombres que le habían seguido en el levantamiento. Ese día
escaparon de la prisión unos diez reclusos, todos ellos fieles a Hermenegildo.
»Wallamir y Claudio les ayudaron en su huida; sobornando a la guardia, en
algún punto, y luchando contra ellos, en otros, consiguieron salir del alcázar
de los reyes godos. Después, a través de los múltiples túneles que en Toledo
conducen al río, por las antiguas cuevas de Hércules, llegaron a la ribera del
Tagus. Cruzaron el río a nado. Más allá, en la vega, en una pequeña granja
abandonada, les esperaban otros hombres con caballos. Al despedirse,
Wallamir y Claudio abrazaron a Hermenegildo.
»—¡Huye…! ¡Huye lejos de aquí…!
»—Quiera la fuerza del Altísimo que nunca más volvamos a estar en
distintos frentes en la batalla.
»Hermenegildo les observó detenidamente, eran sus hermanos de armas,
sus compañeros.
»—¿Cómo podré agradeceros…?
»—No dejándote atrapar de nuevo… ¡Corre…!
»Desde la vega del Tagus, al amanecer, vieron partir al que había sido su
capitán y amigo. No cesaron de mirar en aquella dirección hasta que
Hermenegildo y sus pocos acompañantes desaparecieron a lo lejos. Cantó el
gallo en la amanecida. Wallamir y Claudio volvieron silenciosamente a la
corte.
»En Toledo, la confusión reinaba en el palacio y en la ciudad. Se registró
casa por casa intentando encontrar al príncipe rebelde que había conseguido
huir. Sé que muchos de los hombres, a los que él había capitaneado,
colaboraron borrando sus huellas. Los católicos de la ciudad decían que un
milagro había ocurrido y que un ángel había salvado a mi hermano.
»Mi padre desconfió de mí, de Claudio y de Wallamir, pero no tenía
pruebas. Quizá no quiso perder a su verdadero hijo, al único que le quedaba, a
su heredero.
»Por todo el reino se difundieron bandos en los que se proclamaba la
traición de Hermenegildo y en los que se ofrecía una recompensa por él, vivo
o muerto.
»Mi hermano cruzó las estribaciones de los montes de Toledo, la Sierra
Morena, los amplios campos de olivares y alcanzó, una vez más, a las feraces
tierras del valle del Betis. Buscando noticias de su esposa, se dirigió a
Hispalis. Él y los suyos vestían con las armas del ejército visigodo; parecían
una patrulla que se dirigía al sur para cumplir alguna misión. Aunque la barba
le había crecido, en su rostro macilento se adivinaban las huellas de la
enfermedad, la tortura y la prisión. En los pueblos donde paraban oían los
bandos que le buscaban, a él, al príncipe traidor, y fingían ser una patrulla
visigoda que estaba buscando al evadido.
»En cuatro o cinco días arribaron a la capital junto al río Betis. Dejó a sus
hombres en una posada cerca de la ciudad. Con el fiel Román, vestido como
un buhonero, entró en Hispalis. Nadie le reconoció. Fue Román quien tiempo
más tarde me contó que cuando mi hermano divisó las torres de los alcázares
de Hispalis, el lugar donde había sido rey, donde había vivido feliz con
Ingunda, su rostro mudó de color, estaba tan débil que debió sujetarse para no
caer.
»Subieron hacia la judería y, atravesando las callejas de la aljama, casas
blancas con patios llenos de flores alrededor de los pozos, se detuvieron ante
una edificación encalada: la morada de Solomon ben Yerak.
»En el patio central, lleno de flores, sonaba el ruido del agua con un
runruneo cadencioso. Los criados de la casa se sobresaltaron al ver llegar a
aquellos hombres armados y desconocidos. Avisaron a su amo.
»Al ver a Hermenegildo, el judío cayó a sus pies.
»—Mi señor, ¡qué desgracia! ¡Qué desgracia tan grande!
»—¿Qué ha ocurrido? —preguntó sobresaltado con el temor pintado en el
rostro.
»—Mis barcos fueron atacados por la armada visigoda. El navío en el que
viajaba vuestra esposa se hundió…
»—¿Hundido…?
»—Los otros barcos se salvaron, las tropas del rey atacaron al navío en el
que viajaban. No hemos tenido noticias de supervivientes.
»En ese momento, Hermenegildo se quedó mudo; había perdido lo único
que ya le importaba, lo único que le quedaba en la tierra. No podía articular
palabra.
»—Dicen que el rey sabía que en ese barco iban Ingunda y Atanagildo —
dijo el judío— y dio órdenes de hundirlo en alta mar.
»Solomon continuó hablando:
»—Cayo Emiliano os traicionó de nuevo.
»—Me vengaré… ¡Juro ante Dios que lo haré! Me vengaré de ese hombre
sin honor y sin decencia que es el rey Leovigildo…
»El viejo Solomon se abrazó llorando a sus pies.
»—Mi señor, esta casa es la vuestra… Siempre os he amado, siempre os
he sido fiel, pero si el rey llegase a saber que habéis estado aquí, toda mi
familia moriría.
»Aquella noche les permitió dormir bajo su techo; pero, al amanecer,
cuando las puertas de la ciudad se abrieron, mi hermano emprendió el camino
hacia el norte. Hacia las Galias. Tenía un único plan: aliarse con los reyes de
Austrasia y de Borgoña, que vengarían la muerte de Ingunda, y atacar de nuevo
al que un día había llamado padre.
»La suerte no estaba de su lado, en la Vía Augusta, camino de los reinos
francos, fue detenido por una patrulla que le buscaba. Lucharon, pero
Hermenegildo ya no tenía fuerza para enfrentarse al enemigo. Muchos de sus
hombres murieron; él fue entregado a Sisberto, gobernador de la Tarraconense,
y encerrado en la prisión de la ciudad de Tarraco, esperando las órdenes del
rey mi padre».
Tarraco

«Hace no mucho tiempo estuve en la celda donde mi hermano pasó las últimas
horas de su vida. Como a él, hombre de espacios abiertos, las paredes de
piedra oscura de la pequeña celda me produjeron una sensación de ahogo.
Pensé que, desde su ventanuco, él vería un trozo de cielo sin nubes y podría
escuchar el mar, bramando a los pies de la fortaleza. Tumbado en aquel
pequeño catre, intentaría incorporarse. Entonces me sentí sorprendentemente
cerca de mi hermano e imaginé sus últimas horas. Su cuerpo, entumecido por
la humedad de la prisión, parecería no responderle. Quizá se alzaría sobre los
pies, agarrado a los barrotes de la ventana, y miraría hacia fuera. En el
exterior, el cielo azul muy cálido; más allá, el mar con las olas formando una
suave marejada; cerca de la pared de piedra de la prisión, unos pájaros que
trinaban y, a lo lejos, se oirían los ruidos de gaviotas y cormoranes. Fuera
estaba la vida, una vida que se le escapaba. ¡Oh, Dios! Tendría miedo a la
muerte y aquel era su último día en este mundo. Dentro de unas horas, le
vendrían a buscar y Sisberto, una vez más, le pediría que renegase de su fe y
que comulgase en el rito arriano. ¡Muy simple…! Beber del cáliz que había
llevado siempre consigo, según un rito distinto, y la vida volvería a él. El
mismo cáliz que Sisberto le arrebató el día que lo apresaron, con todo lo que
él llevaba encima. Según su carcelero, el rey le perdonaría si se sometía, y la
primera prueba de su sumisión sería la comunión arriana. Pero él no podía
hacer eso. Nunca lo haría, no se doblegaría, ni traicionaría lo que ahora eran
sus más íntimas convicciones; sin embargo, le fallaba el ánimo.
»No tenía fuerzas, pero no era un cobarde. Muchas veces en la batalla se
había enfrentado a la muerte; pero, en la guerra, la muerte era un azar que
podía ocurrir o no. Su valor se basaba en el optimismo en que no llegaría el
final fatídico. Ahora, todo era distinto. Su muerte tenía una hora, un lugar, y no
habría vuelta atrás a esa hora y a ese final. A pesar de que nada le ligaba ya a
la tierra, Hermenegildo no quería morir. La savia de la juventud circulaba aún
por sus venas, empujándole a la vida. Miró al cielo, tan límpido, tan claro, sin
una nube; de pronto, todo su espíritu se serenó. Hermenegildo se sintió en paz,
cesó la desesperación que le había dominado los últimos días, y una fuerza
que le era propia y, a la vez, ajena le embargó.
»Ya no odiaba a Leovigildo, en aquel momento supremo en el que todo iba
a acabar, el odio no parecía tener sentido. Se sintió poca cosa, un hombre
pecador, que había odiado y se había rebelado contra aquel que, a la vista de
todos, era su legítimo señor. No. No era tan distinto de Leovigildo, él quizá
también había buscado el poder como aquel rey, a quien tanto había
despreciado.
»Se abrió la celda y dos soldados le soltaron los grilletes de los pies,
atándole las manos. Le condujeron afuera, se acercaba el momento final. Tras
él, el fiel Román le seguía. Atravesó los largos corredores de piedra hasta
llegar a la sala que presidía Sisberto, duque de la Tarraconense. Le miró de
frente, recordando que, pocos años atrás, habían combatido juntos en la
campaña contra los cántabros; él, Sisberto, había sido su capitán, se acordó
del momento en el que le había arrebatado la copa de poder. Ahora, él iba a
probarle una vez más, para saber si traicionaba a su fe, a sus convicciones y a
sus principios.
»No. No lo haría. Aquel era su fin.
»Sisberto se rio. Y, cuando él se negó a tomar la comunión arriana,
bebiendo de la copa de ónice, Sisberto le abofeteó y le lanzó el contenido de
la copa a la cara. Después, despreciativo, tiró la copa al suelo, que rodó lejos.
Hermenegildo no pudo retirarse ni defenderse, con las manos atadas a la
espalda.
»Después Sisberto salió de la celda sin importarle ya nada, sin mirar hacia
atrás. Humillaría al hijo del rey, al que siempre había envidiado, le enviaría al
verdugo.
»En el patio de la gran fortaleza de Tarraco se elevaba el patíbulo.
Atravesaron las calles de la ciudad, llenas de gente, un populacho enfebrecido
por la expectativa de sangre. Un detalle y otro, absurdos, se clavaban en la
retina de mi hermano; la cara de una mujer gritando, la fíbula tosca de la capa
de algún soldado. Eran sus últimos momentos de vida. Respiró hondo,
intentando calmarse, y llenó sus pulmones de aire. Sintió las manos
entumecidas, la boca seca. Finalmente empezó a subir la escalerilla. Lo hizo
con dignidad y, al llegar arriba, contempló la multitud vociferante. Gentes
desconocidas que no habían estado con él en la guerra, que no le habían
apoyado, ni le querían. Se volvió hacia ellos; tiempo después me transmitieron
sus últimas palabras:
»—Fiel a la fe en Jesucristo, verdadero Dios y hombre, apoyado
únicamente en su gracia, perdono a los que me han hecho algún mal y pido
perdón a los que, de algún modo, haya causado daño.
»Después de haber dicho estas frases, la cara de Hermenegildo se
transformó; perdió su palidez asustadiza colmándose de fuerza, una fuerza que
parecía provenir de lo alto.
»El hacha cercenó su cuello y Hermenegildo dejó de estar entre los vivos.
»La noticia de su muerte me llegó cuando yo guerreaba en el Pirineo contra
los francos que se habían unido a los vascones. Gontram de Borgoña y
Childeberto de Austrasia nos atacaron tras haberse difundido la noticia de la
muerte de Ingunda. Les vencimos sin demasiados problemas. En aquel tiempo
la suerte siempre acompañaba a mi padre, el rey Leovigildo, quizá porque la
copa de poder conducía a la fortuna a su lado.
»Al conocer la noticia de la ejecución de mi hermano, grité de horror.
Pude abandonar la campaña del norte y, al llegar a Tarraco, me condujeron al
calabozo, donde él había pasado sus últimas horas, y lloré. Sisberto, ufano, se
sentía orgulloso de haber ejecutado al hijo del rey godo; estuve a punto de
golpearle, pero me contuve. Juré que me vengaría de aquel hombre. Fue
Román quien me reveló los últimos momentos de mi hermano, el siervo fiel
que le había acompañado en su cautiverio. Aprecié en Román un cambio
profundo: había amado y servido a Hermenegildo hasta el fin y su muerte le
había transformado íntimamente. Me pidió que le dejase ir al sur. Así lo hice.
»Después pensé en ti. Las nuevas de la muerte de Hermenegildo se
propagaban rápidamente por el reino. Quería que todo aquello, tan doloroso,
lo supieras por mí, que su muerte llegase a tus oídos tal y como había sido. No
quería que Nícer o cualquier otro deformase lo ocurrido. He recorrido el reino
sin descansar, para verte, para poder hablar contigo.
»Te juro, Baddo, que yo nunca quise que él muriera, pero Hermenegildo
nació bajo un signo infausto. Tú sabes bien lo que mi hermano suponía para
mí. Muchas veces habíamos soñado que llegaría un día en el que reinaríamos
juntos. Nunca hubo entre nosotros celos o envidias. Hermenegildo era mi alma
gemela, mi otro yo, la persona que había crecido a mi lado, mi camarada y mi
aliado, mi confidente y amigo. Muchas veces, fue un padre para mí.
»Para los godos e incluso para muchos hispanos de nuestra época,
Hermenegildo había sido un traidor. Para los católicos, un mártir de su fe;
pero, para mí, Hermenegildo fue mi amigo, mi hermano, mi otro yo.
»Lo había perdido para siempre».
Calló un instante, Baddo observó a aquel hombre, su esposo, que la había
traicionado y que se sentía culpable de la muerte de su hermano. Un hombre al
que ella amaba y que necesitaba sentirse perdonado; que Baddo confiase en él.
El fuego crepitaba en la pequeña cabaña del norte. Fuera se escuchaba el
viento y el ulular de un búho. Baddo y Recaredo guardaron silencio, las
lágrimas mojaban sus rostros. Al fin, Baddo habló:
—No eres culpable. No, la vida es compleja. Hiciste cuanto estuvo en tu
mano por protegerle; pero, como tú mismo dices, Hermenegildo nació bajo un
signo aciago. Estás vivo y estás a mi lado. Por ti he perdido a mi gente, mi
raza y mis antepasados. Te necesito; quiero estar junto a ti. No te vayas nunca
más de mi lado.
La faz de Recaredo pareció descansar ante estas palabras, entonces se
arrodilló ante ella y le juró:
—Tú siempre estás conmigo. Pronto estaremos juntos para siempre y te
juro que nada ni nadie nos volverá a separar jamás.
Sí, Hermenegildo había nacido bajo un signo nefasto, pero ahora él
descansaba en paz. Su vida había llegado a término. No había más sufrimiento,
más pesar. Hermenegildo había llegado al lugar de su último reposo.
Recaredo permaneció junto a Baddo, dos días y dos largas noches. Liuva
le tenía miedo y se asustaba ante él. Tras este corto período de paz, hubo de
irse; juró, una vez más, que volvería a por Baddo.
Al fin, pasados unos años, cumplió su promesa enviando a sus emisarios,
que les condujeron hacia el sur. Liuva y su madre llegaron a la ciudad en el
Alto Tajo, la ciudad fundada por Leovigildo para su hijo Recaredo: la ciudad
de Recópolis.
El reencuentro

Baddo nunca olvidó su llegada a Recópolis, Liuva estaba aturdido. Su madre


le observaba continuamente, siempre le había preocupado aquel hijo tan
sensible, tan centrado en sí mismo, tan poco seguro de sí.
Al anochecer llegó él. Sus pasos fuertes resonaron por la escalera que
conducía al primer piso del palacio, en la ciudad de Recópolis. Al verle,
Baddo se sintió pequeña ante aquel hombre corpulento de mirada penetrante,
que la estrechaba contra sus brazos fuertes, estremecido por la alegría.
Preguntó por Liuva, el chico se escondía asustado. Él le acogió con enorme
afecto, le revolvió el cabello y le empezó a preguntar cosas. Liuva no
respondía, constreñido por una extraña timidez. Al fin, Recaredo y Baddo se
retiraron.
Aquella noche no durmieron, fue una noche de amor y tristeza. Recaredo
no cesó de hablar de todo lo ocurrido en los años de separación. En su alma
existía una profunda herida, una herida de la que nunca se recuperó: la de la
muerte de Hermenegildo. Recaredo y Baddo, por diferente vía, eran hermanos
de Hermenegildo, ambos le habían amado, ambos le debían la vida; y ahora él
estaba muerto. Recaredo no quería la corona que le habían impuesto los
partidarios de la casa baltinga. Añoraba a aquel que había sido un hermano y
amigo.
Lentamente fue explicando a Baddo todo lo sucedido en los últimos
tiempos:
«Tras la muerte de Hermenegildo, mi padre fue cayendo en un desvarío
continuo, producido por el abuso de alcohol. Bebía vino, vino rojo en aquella
antigua copa celta que mi madre nos había encargado que condujésemos al
norte. La reina Goswintha aprovechó el estado en que se encontraba mi padre
para controlar con mano férrea el reino, consiguiendo más y más prerrogativas
y fortaleciendo el partido nacionalista godo; el de aquellos que se sentían
superiores al resto de los habitantes de Hispania.
»La copa se convirtió en la obsesión de Leovigildo. Se reunió con
alquimistas y nigromantes, quienes elaboraron una curiosa teoría en torno a
ella: si el rey bebía sangre de sus vasallos, estos nunca podrían traicionarle.
Entonces Leovigildo nos convocó a todos los componentes del Aula Regia.
Había preparado una magna reunión. Sentado en el trono real, ceñido por la
corona y sosteniendo en la mano el cetro, imbuido en orgullo y vanidad.
»Cuando todos hubieron llegado, ante el silencio expectante de nobles y
clérigos, mi padre Leovigildo habló con voz fuerte y sonora.
»—Yo, Leovigildo, rey de la Hispania y de la Gallaecia, el más grande rey
que nunca los godos hayan tenido, haré llegar a nuestro pueblo a la hegemonía
del mundo conocido. He conseguido unir la copa del poder; el cáliz que porta,
en sí mismo, el misterio de la supremacía sobre los pueblos y las razas. La
copa que me arrebató mi primera esposa entregándosela a sus hijos. Cuando
beba de ella la sangre de mis fieles, nada podrá detener el esplendor del reino
godo, mi poder absoluto.
»Después se detuvo unos instantes observándonos con desconfianza:
»—Necesito vuestra sangre, la sangre de todos vosotros, los que decís que
me sois fieles.
»Nos observamos unos a otros, asustados, pensando adonde quería llegar
el rey. Él, sin inmutarse, prosiguió:
»—Todos los que me sois fieles verteréis un poco de vuestra sangre en la
copa sagrada. Así jamás me traicionaréis, yo tendré vuestra sangre, vuestras
almas y vuestras vidas en mí.
»La guardia palatina nos rodeó a todos; Sisberto, duque de la
Tarraconense, preboste del Aula Regia, tomó la copa en su mano izquierda,
con un estilete afilado se dirigió hacia nosotros. Los soldados de la Guardia
Palatina nos sujetaron y Sisberto nos dio un pequeño corte en la mano,
haciendo manar sangre, que recogió en la copa. Uno a uno, fuimos sometidos a
este ritual. Al acabar, la copa estaba mediada en sangre; después, mi padre
ordenó completar la capacidad de la copa con vino.
»Con gesto solemne se levantó del trono, alzó la copa sobre su cabeza y
bebió de ella, de la copa de poder. Bebió con ansia, con tensión febril, lleno
de una gran inquietud. Entonces su cara mudó de color, se tornó pálida y
después azulada. Se quedó rígido y pequeño, pálido reflejo de sí mismo.
»Así fue como murió el gran rey Leovigildo, mi padre.
»Nunca debí haberle entregado la copa a mi padre, el rey Leovigildo.
Hermenegildo me avisó y yo no le hice caso. La copa significó la perdición
del rey, le corrompió aún más y le condujo a un fatídico final».
Baddo miró a Recaredo horrorizada. Comprendía que, a pesar de todo,
para Recaredo, aquel hombre cruel y sanguinario, aquel hombre ansioso de
poder que se había conducido a sí mismo a un fin desgraciado, había sido su
padre, su mentor y guía desde niño. Aquel hombre, que lo había supuesto todo
para él había muerto de una manera indigna en un rito absurdo y pagano.
Recaredo había venerado tanto a su padre como ahora se avergonzaba de
él.
Él prosiguió hablando:

«Hermenegildo tenía razón, no fue precisa la venganza, mi padre se


condujo a sí mismo a su fin. El afán de poder, el ansia de supremacía labró su
desgracia, le condujo a su destino final. Una venda cayó de mis ojos al ver, en
el suelo, el cuerpo exánime de mi padre. Toda la admiración, todo el respeto
que yo había tributado a aquel hombre se transformaron en un profundo
desprecio. Ordené que, bajo pena de muerte, nadie dijese nada de lo ocurrido
en aquel lugar; todos obedecieron. Desde ese momento, me hice con el poder;
en un principio nadie se opuso al hijo del gran rey Leovigildo, el príncipe
Recaredo, ya asociado al trono.
»Mi coronación tuvo lugar con toda pompa y esplendor en la ciudad de
Toledo. Mantuve a la reina Goswintha en un lugar preeminente. Ella persistía
con la obsesión del poder que había infundido en mi padre. Quería que tomase
por esposa a una de sus nietas francas; pero los merovingios no deseaban otra
unión con un fin tan desastroso como el de la princesa Ingunda. Yo,
aparentemente, asentía a todo lo que la zorra miserable de mi madrastra me
proponía, porque deseaba asegurarme el control del reino; pero solo
aguardaba la hora de la venganza.
»Mandé ejecutar mediante una muerte crudelísima que no quiero relatarte a
Sisberto, el asesino de Hermenegildo. Creí que con aquel acto haría justicia y
quedaría libre de los remordimientos que me atormentaban desde la muerte de
mi hermano. No fue así, siempre estaré torturado por su muerte.
»Intenté hacer lo que Hermenegildo hubiese hecho. Y desde el principio de
mi reinado solo tuve tres propósitos. El primero, unificar el reino tanto desde
el punto de vista político como el religioso. La corona necesitaba de los
hispanos y de la Iglesia, pero para ello era necesaria la conversión de los
reyes godos a la que era la fe del pueblo más numeroso del reino. Sabía que el
camino emprendido por Hermenegildo era el correcto, pero que mi hermano se
había equivocado en la forma de emprenderlo. Había que ser cauto para no
despertar la ira de los godos más exaltados; los que consideraban que su raza
era superior al resto.
»El segundo, devolver la copa al norte; pero se trataba del cáliz de poder
y, de momento, la necesitaba para que la fortuna me acompañase. Poco tiempo
antes de morir, mi padre había enviado a Mássona como obispo de la sede de
Complutum, un lugar cercano a Recópolis. A él se la entregué y, con
frecuencia, iba a verle realizar el oficio sagrado. Sentí que a mi madre y a mi
hermano Hermenegildo les habría gustado que fuese así. Pero mi intención
profunda era que la copa regresase al norte.
»Por último, mi más importante objetivo era…».

Recaredo calló un momento, miró con una profunda ternura a Baddo y le


dijo:

«… mi más importante objetivo era tenerte conmigo para siempre, que tú,
la hija de Aster, la hermana de Hermenegildo, fueses mi esposa, la reina de los
godos. Porque a ti, Baddo, te amo más que a nada en el mundo».
La reina Baddo

Recaredo cumplió todas sus promesas. Tras un tiempo de espera en Recópolis,


Baddo fue llamada a la corte de Toledo, donde tuvieron lugar las bodas. Toda
la corte aclamó a la reina, y aquel día fue un día feliz.
Recaredo supo ganarse al pueblo y, con gran habilidad, hizo llegar a los
habitantes de la ciudad, a los nobles del reino, historias sobre los orígenes
nobles de su esposa y sus muchas virtudes. Ocultó que Liuva era hijo de
Baddo, para evitar la deshonra de su esposa; pero lo reconoció como príncipe
de los godos y heredero suyo.
Después nació Swinthila, a quien iba destinada la carta de Baddo. Sus
dotes naturales fueron evidentes desde que era niño: inteligente y despierto,
hábil con las armas, seguro de sí mismo. Baddo y Recaredo sabían que él
debería heredar el reino. Más tarde, nació el pequeño Gelia, un muchacho
fuerte y alegre que físicamente se parecía a su abuelo Leovigildo, pero con un
carácter más suave y complaciente.
Al rey Recaredo le sobrevenían accesos de melancolía; guardaban
relación con la muerte de su hermano Hermenegildo, a quien nunca olvidó.
Siempre se sintió en deuda con él. Quiso cumplir la promesa que le había
hecho en Córduba, en su despedida en la iglesia de San Vicente. Entonces,
Recaredo decidió unificar el reino, pero lo hizo mesuradamente con la fuerza
de la razón y no con el poder de las armas.
El rey convocó tres reuniones de obispos de las dos confesiones. En la
primera, pidió a los obispos arríanos que expusieran sus razones, que él
escuchó gentilmente, pareciendo haber sido convencido. Después, emplazó un
segundo concilio en el que se reunieron obispos de las dos religiones. A él
acudieron las más preclaras cabezas de la Iglesia católica, entre otros el
anciano Mássona, y Leandro, obispo de Hispalis, a quien se había conocido
como valedor de Hermenegildo. También estuvo presente Eusebio, obispo de
Toledo, de donde había sido expulsado por Leovigildo.
Finalmente, después de escuchar a todos los implicados, llamó a los
obispos católicos y les explicó su decisión de abjurar del arrianismo y
convertirse, junto a su familia, a la religión católica. Desafiando al partido
nacionalista godo y con el apoyo de la gran mayoría del pueblo hispano, el rey
Recaredo, el 13 de enero del año 587 de Nuestro Señor, hizo pública su
conversión delante de todo el reino.
No es de extrañar que aquella decisión, después de varios siglos de
arrianismo entre los godos, produjese un enorme revuelo. El partido
nacionalista germano, tan fortalecido en los años finales del reinado de
Leovigildo, se rebeló y varios nobles se reunieron para conspirar contra un
rey que parecía haber dado la espalda a la legitimidad goda.
La reina Goswintha se alzó frente al poder lícito del rey Recaredo,
alentando una conspiración que tuvo su origen en la Lusitania. El obispo
arriano de Mérida, Sunna, y algunos nobles como los condes Segga y Viagrila,
pretendieron eliminar al obispo Mássona y a Claudio, el hombre fuerte de
Recaredo, que había sido nombrado duque de la Lusitania. Pero la artífice y
motor de la sedición fue la reina Goswintha. Todo se llegó a conocer gracias a
la delación del ya maduro conde Witerico, un hombre que aspiraba al trono y
que, en el último momento, se dio cuenta de que su oportunidad aún no había
llegado; que sacaría más beneficio con la delación de los implicados que
alzándose en una conjura, sin visos de triunfar. En aquel momento, el poder de
Recaredo era grande y su prestigio en el reino, inmenso. La reina Goswintha
fue detenida, se la obligó a suicidarse: a probar el mismo veneno que ella
había administrado a sus víctimas.
Fue convocado el magno Concilio, el III de Toledo. Las calles de la ciudad
se llenaron de comitivas de obispos procedentes de todos los rincones de las
tierras hispanas. Emerenciano, obispo de Barcino, y su colega Livgardo, el
obispo arriano de la misma sede, Prudencio y Lotario, Eudes y Víctor.
Algunos eran hombres humildes; otros, nobles pagados de su poder. Las
discusiones del concilio tuvieron lugar abiertamente. La gran mayoría católica
apoyaba a sus obispos, con gritos y aplausos ante sus intervenciones. A
menudo, abucheaban a los arríanos. Se comportaban como si hubiesen estado
en las carreras de galgos. El rey presidía todo, moderando las interminables
discusiones. Finalmente, Leandro proclamó las verdades de fe y todos
suscribieron las actas del concilio.
Entre los delegados, llegó un hombre anciano y vestido con las ropas de un
monje celta, parecía un milagro que aquel hombre, casi centenario, hubiese
viajado desde las lejanas tierras del norte y hubiese llegado allí vivo: era
Mailoc.
Baddo se llenó de gozo al ver a su antiguo mentor. Él le informó sobre
Nícer y Munia, sobre todos aquellos que habían sido amigos de la reina en su
juventud. Le contó que Fusco estaba cojo y que se había reconciliado con
Nícer. Por él supo que Recaredo había llegado a un acuerdo con todas las
tribus cántabras excepto, cómo no, con los roccones o luggones. Recaredo
había nombrado a Nícer, su medio hermano, a quien ahora todos llamaban
Pedro, duque de Cantabria. Nícer, hijo de dos razas, era el puente entre el
mundo godo y los astur-cántabros. Pedro se estableció en la antigua fortaleza
de Amaya.
El día anterior a la clausura del concilio se reunió con Mailoc y con
Baddo en las estancias regias. Hizo que todo el mundo saliese de allí, después
un criado trajo un pequeño cofre. Ordenó que el fámulo también se fuera y,
cuando estuvieron los tres solos, lo abrió: dentro de él refulgía la copa
sagrada brillando en toda su belleza. Al verla, en el rostro de Recaredo
apareció un gesto de desolación y disgusto; tomó la copa y, entregándosela a
Mailoc, le dijo:
—Esta es la copa de poder que fabricaron los celtas. Por ella murió mi
padre, por su poder fue derrotado y muerto Hermenegildo. No quiero que
nadie más sea dañado por ella. Solo podrá utilizarse para el culto divino.
Después, mirando especialmente a Baddo, prosiguió:
—Mi madre, la reina innombrada, y tu padre, Aster, príncipe de los
albiones, desearon que la copa estuviese en el norte, en el cenobio donde
viven los hombres de paz, alejados del mundo. Nadie debe saber que está allí.
Tú, Mailoc, que conociste a aquellos que lucharon por la copa, debes
conducirla al lugar donde permanecerá escondida para siempre, olvidada de
las luchas de los hombres.
El monje tomó el cáliz de manos del rey y levantó aquel vaso sagrado, que
brilló bajo la luz del sol de mediodía, en la ciudad goda de Toledo.
—¡Quiera Dios que esta copa sea motivo de unión de los pueblos, no
motivo de escándalo o división!
Mailoc abandonó la urbe regia, rumbo al norte. Supimos que fue atacado
en el camino hacia Ongar.
La copa pareció desaparecer de los caminos de los hombres.
Pasaron los años y, un día, Recaredo partió hacia una campaña frente a los
bizantinos, a una guerra que sería la última para él. En el cielo claro, sin
nubes, cruzó un águila volando lentamente y a todos les pareció un buen
presagio.
Unos días más tarde, Baddo supo que su esposo había sido herido en el
frente de batalla. Llegó a Toledo en un estado de muy profunda melancolía. No
hablaba, sufría una gran conmoción interior y se encerró en sí mismo.
Pacientemente, la reina le veló, sentada día y noche junto a su lecho. El rey
empeoraba y a sus espaldas los traidores maquinaban, queriendo servirse de
Liuva como un títere en sus manos.
Enfermo y debilitado, el rey Recaredo acudió a Santa Leocadia a la
coronación de su hijo, evitando que adoptase compromisos con los hombres
del partido godo. Nombró a Gundemaro tutor de Liuva y gran chambelán del
reino y, al glorioso general Claudio, jefe del Ejército.
Cuando Baddo y Recaredo regresaron de Santa Leocadia, el rey se sintió
morir. Su cara enflaquecida, prematuramente avejentada y llena de arrugas,
expresaba el más profundo dolor. Entonces su silencio de aquellos días se
rompió.
—En el sitio de Cartago Spatharia vi a mi hermano, el decapitado, el
hombre al que traicioné. Tenía una marca en el cuello y estaba igual que
cuando éramos jóvenes.
—Tú no le traicionaste…
—Sí, sí que lo hice; entregué la copa a mi padre, en contra de lo que
Hermenegildo me había pedido. Te digo que le he visto, le he visto en el
asedio.
—Lo que dices no es posible… —dijo Baddo.
—No estoy loco, le vi. Durante todos estos días he estado dudando; pero
ahora tengo la absoluta certeza de que él, Hermenegildo, ha vuelto para
avisarme de que mi hijo Liuva no es digno de heredar el reino. Es un gran
misterio. Si mi hermano está vivo, debéis encontrarlo y devolverle lo que es
suyo. No confío en Liuva, he intentado hacerlo, pero él no es válido para
ocupar el trono. Quiero que cuando yo muera, protejas a Liuva y reveles a
Swinthila el misterio de la presencia de mi hermano en Cartago Spatharia y el
secreto de la copa de poder.
Baddo se echó a llorar, no podía soportar separarse del que había sido su
amigo, su compañero, el único amor de su vida.
—Se lo diré…
—Él es un águila, él es el águila que levantará el reino de los godos…
Revélale el misterio de la copa sagrada, él sabrá lo que debe hacer…
—Ahora es un niño.
—Llegará a ser adulto.
Poco después, Recaredo, el hombre nuevo, el destinado a ser el rey que
uniría a pueblos de distintos credos y razas, murió.
El final de la carta

Las palabras de Baddo ahora sonaron ante Liuva, pronunciadas con un tono
vigoroso por Swinthila:

Mi esposo, tu padre, el gran rey Recaredo, había reinado dieciséis años,


fue el hombre nuevo, el mejor rey que nunca hubiese regido las tierras
hispanas, amigo de la paz, hombre sereno y valeroso.
Quizás, hijo mío, Swinthila, sabrás cómo Witerico traicionó a Liuva. No
puedo soportar pensar que le han lacerado los ojos, que le han cortado la
mano, a mi pequeño, al que le di de mamar, al que creció en la soledad del
norte. Ahora me queda ya poco tiempo de vida. El traidor me ha condenado
en un juicio inicuo. Witerico es un traidor, un renegado, un hombre cruel
quien, movido por alguien, buscó la desgracia de la noble sangre de
Recaredo, la que late en tus venas.
Desconfía, hijo mío, de hombres como Witerico, de los fanáticos, de los
que ven en la sangre un motivo de división, desconfía de los que se
consideran superiores por su linaje al resto de los hombres.
El traidor no actuó solo. La conjura es compleja y se extiende más allá
de las fronteras de este reino. Hijo mío, Swinthila, busca al hombre que
apareció en el cerco de la ciudad de Cartago Spatharia, el que hizo que tu
padre enfermase de melancolía.
Busca al hombre que amargó los días de tu padre Recaredo, el hombre
que maquinó la ruina de tu hermano Liuva.
Te conmino desde la tumba a que lo hagas.
Ahora que falta poco para el final de mis días, te desvelaré el secreto
que encierra la copa, la copa de poder.
Muchas veces hablé en Ongar de la copa, de sus extraños poderes.
Lesso, el que fue el fiel amigo de Aster, el que murió junto a Hermenegildo,
la había conocido, y Mailoc también sabía muchas cosas acerca de ella. Es
una copa poderosa, pero actúa de modo diverso según se separen sus
diversas partes.
El que beba de la copa de oro, decorada en ámbar y coral, conseguirá el
poder, sojuzgará a sus semejantes, que le verán como un hombre superior.
Así le ocurrió a Leovigildo, el rey que venció en todas las batallas, el
hombre poderoso al que todos respetaron. Pero la copa debe usarse con
moderación, porque si no se hace así, el poder embriaga y el que la utiliza
se esclaviza a ella. Además, el maligno la domina y conduce a que se beba
sangre en ella. Conoce bien lo siguiente: el que beba sangre en la copa de
oro morirá.
Así murió Leovigildo, así murieron los jefes de los roccones y, en el
pasado, el tirano Lubbo.
El que bebe de la copa de ónice, bebe de la copa en la que un día bebió
el Señor. Será capaz de todo sacrificio sin desfallecer, y emprenderá el
camino del bien.
Asile ocurrió a Hermenegildo.
Cuando las dos partes están unidas, la copa llega a su máximo poder. Se
vuelve entonces extremadamente peligrosa; solo el hombre de limpio
corazón, el hombre que busca el bien, puede beber de ella y así encontrará
el vigor, la salud y la fortaleza.
El que bebe de la copa sagrada sin estar bien dispuesto bebe su propia
condenación.
Hijo mío, Swinthila, recupera la copa sagrada y alcanza la posición que
te corresponde. Después devuélvela al lugar donde debe estar custodiada:
las montañas del norte.
Sé, hijo mío, que utilizarás la copa con sabiduría y no permitirás que el
pecado de la ambición manche tu corazón.
Adiós para siempre, hijo mío, Swinthila, el mundo se acaba ya para mí.
Me reúno ante Dios con mi padre Aster, con Urna, la mujer que fue mi
madre, con mi amado esposo Recaredo, posiblemente pronto me encontraré
con tu desgraciado hermano Liuva. Estoy en paz.

La carta de Baddo finaliza con expresiones de amor hacia Swinthila y


hacia Gelia, a las que el primero no hace excesivo aprecio, pareciéndole que
son nada más que ternuras de mujer. Los ojos de Liuva están enrojecidos y
húmedos.
Allí está todo lo que Swinthila quiere saber, el misterio de la copa
sagrada; la que le conducirá hacia el trono de los godos. Utilizará la copa
celta hasta embriagarse de poder. Sabe que debe evitar el vaso de ónice.
Sobre todo, no debe utilizar las dos juntas porque su corazón no es limpio. Su
corazón quiere llegar a la cima del reino godo para encontrar la venganza,
para saciar su ambición. Swinthila desea más que nada en el mundo
encontrarla, pero… ¿dónde está? Mira a Liuva, se da cuenta de que él lo sabe.
Tendrá que ser paciente y escuchar de nuevo sus monsergas melancólicas,
porque está seguro de que su hermano mayor, aquel desecho de hombre, sabe
dónde encontrarla.
Liuva ha permanecido, durante toda la lectura de la carta, en silencio. A
veces ha llorado. Otras, unos suspiros suaves, casi femeninos, han salido de
sus labios. A Swinthila le pone nervioso su actitud.
—¿Qué piensas, hermano? —le pregunta.
—Que soy hijo de un gran rey… Que mi madre era una mujer digna de
admiración que luchó por nosotros…
—Sí, sí —afirma Swinthila sin hacerle demasiado caso—. Escúchame,
Liuva, debo saber dónde está la copa, nuestra madre sabía que debía ser
mía… Necesito tu ayuda. ¿Sabes dónde está?
—Sí. Lo sé.
Se calla y su rostro permanece serio, en él hay una desconfianza patente.
—¿No me lo vas a decir?
—No lo sé.
—Incumplirás los deseos de tu madre.
—Quizá…
—¿Entonces…?
—Estás lleno de vanidad, eres presuntuoso y estás lleno de orgullo. La
copa es peligrosa…
Swinthila desea estrangularle al oír aquellas palabras dichas con voz
suave, pero se contiene y grita:
—Seré todo eso que tú dices, pero el deseo de nuestra madre era que yo
poseyese la copa. Soy hijo del gran rey Recaredo y su único digno sucesor.
—Lo sé.
Liuva se levantó. Quizá recuerda sus celos de niño, las veces que se ha
sentido menospreciado y rechazado por su padre; quizá piensa en su traición a
Recaredo; quizás intuye que si su madre estuviera aquí le habría dado la copa
a Swinthila.
Entonces le dice lentamente:
—La copa sigue en Ongar bajo la custodia de los monjes que sucedieron a
Mailoc. Te ayudaré a conseguirla, pero júrame que la utilizarás para el bien.
—Lo juro. Ahora dime, Liuva, ¿quién es el traidor? Witerico…
—Sí. Él ya ha muerto, pagó sus crímenes…
—Pero la carta…
—Es oscura, parece mencionar a alguien más. Deberás desvelar la
conjura, encontrar al renegado, al hombre que apareció en la batalla de
Cartago Nova.
—Tú le viste.
—Sí. No le olvidaré nunca, era un hombre joven, quizá mayor que yo. Yo
no conocí a Hermenegildo, pero los que le conocieron decían que aquel
hombre de rostro lampiño y con una cicatriz en el cuello era la viva imagen
del hermano de nuestro padre.
Swinthila se queda pensativo.
Aquel día los dos emprenden el camino hacia Ongar. Liuva con sus hábitos
de monje, Swinthila como un peregrino que desea visitar el santuario en las
montañas.
III

EL ÁGUILA

En la era DCLVIII, en el año diez del reinado de Heraclio, el


gloriosísimo Swinthila, por gracia de Dios, tomó el cetro de
poder.

ISIDORO DE SEVILLA,
De origine Gothorum, Historia Wandalorum, Historia Sueborum
El tiempo perdido

En el camino hacia el valle, entre las montañas astures, Liuva y Swinthila


permanecen callados. La carta de Baddo los ha inquietado de muy diferente
manera. En Liuva se despierta de nuevo el dolor producido por los fantasmas
del ayer. Ante Swinthila se abre la posibilidad de recuperar lo que de niño le
ha sido arrebatado, su ánimo fluctúa entre la excitación y el orgullo. Caminan
despacio, Swinthila ha dejado su caballo junto a la ermita; Liuva, a pesar de
su ceguera, es capaz de guiarse por una senda recóndita que conoce al detalle.
Desde tiempo atrás, cuando el invierno se volvía duro, y las nieves cubrían las
montañas, Liuva solía refugiarse con los monjes de Ongar, recorriendo aquella
trocha.
El ermitaño avanza con torpeza, midiendo sus pasos, sin dejarse ayudar
por el guerrero. Así, Liuva conduce a Swinthila hacia Ongar por vericuetos
escarpados, ocultos en las montañas. El terreno embarrado hace que el ciego
se resbale dando traspiés hacia ninguna parte; Swinthila sujeta a Liuva,
asiéndole del manto e impidiendo que llegue a caer; él se lo agradece, quizá
sintiéndose humillado por su infortunio, y le confía:
—Falta poco para el convento de los monjes. Al llegar a lo alto de esta
cuesta lo contemplarás.
—¿Cómo lo sabes, si no lo ves?
—De niño vine mil veces por estos parajes con madre. Allí, más adelante,
a la derecha verás un árbol, en el aprendí a lanzar flechas, debe de tener aún
las marcas…
Liuva, ligado de algún modo a la tierra que lo vio nacer, soporta a duras
penas no poder divisar las cumbres que se elevan, nevadas, formando un techo
sobre las brillantes praderas y los bosques oscuros. Escucha el ruido del agua
manando por doquier.
—¿Por qué te ocultaste aquí, en el norte? —le pregunta Swinthila.
—Cuando Adalberto y Búlgar me liberaron, les pedí que me condujesen al
lugar de mi infancia, a estas montañas perdidas; aquí Witerico no me
encontraría. Los monjes me ayudaron; a temporadas viví con ellos. Después,
me di cuenta de que tenían miedo a que el rey Witerico me descubriese y
atacase Ongar, por eso decidí vivir solo. La soledad me gusta. Llegué a estar
feliz conmigo mismo. Cuando estoy con otras personas me recuerdan que no
puedo ver. Echo de menos poder ver…
La ceguera ha supuesto un estigma atroz para aquel hombre débil y
sensible; lo ha relegado a un mundo gris, en donde todo se ha vuelto borroso,
en donde se orienta por los bultos que se mueven y en donde, sin embargo, ha
sido capaz de defenderse y sobrevivir.
Jadean al llegar a la cumbre. Desde allí, Swinthila vislumbra el Sagrado
Valle de Ongar, el mítico valle de los pueblos cántabros que muy pocos han
sido capaces de hollar. Atardece. A lo lejos, el sol se desliza entre las
montañas, encendiendo fuego en las nubes iridiscentes de un ocaso límpido y
calmo. Desde lo alto, se divisan los espesos bosques del norte con castaños y
robles, llenos de matojos que impiden el tránsito a los caminantes. Entre los
árboles, los últimos rayos del sol iluminan un atardecer dorado; de frente, la
cueva, y recostado en ella, el cenobio de Ongar.
—Creo que conoces al abad… —dice Liuva.
—¿Quién es…?
—Se llama Efrén, fue criado de nuestra madre, el hombre que me guio
hasta aquí. Es sabio y prudente.
—Adalberto me habló de él.
—¿Adalberto…?
Al pronunciar aquel nombre, la expresión de Liuva de nuevo se dulcifica.
Adalberto ha sido el hombre a quien Liuva amó en su juventud, el que un día le
traicionó y el que, al fin, le había salvado.
—A él le encomendé la tarea de alejaros de la corte a Gelia y a ti. Me he
recriminado a mí mismo, muchas veces, el haberlo hecho, pero si aquello no
hubiese ocurrido, Witerico se hubiera ensañado con vosotros. Al tirano no le
convenía que los hijos de Recaredo estuviesen vivos.
Swinthila, que no ha perdonado a su hermano el hecho de haberlo relegado
de la corte a una vida de penuria, le contesta con una voz cargada de odio:
—¡Pero lo estamos y nos vengaremos…! ¡Recuperaremos lo que es
nuestro…!
El hombre de la mano cortada apoya el palo que le sirve de bastón en el
suelo y da un paso al frente, sintiéndose avergonzado por lo ocurrido años
atrás, confundido por su propia debilidad.
Swinthila le pregunta:
—La copa…, ¿estará guardada por alguna tropa de soldados cántabros?
—No. Nadie guarda la copa. Aquí no se puede acceder sin el permiso del
senado cántabro y los que llegan aquí nunca se atreverían a tocarla. La mejor
defensa del valle son las montañas y los puestos de alarma que las guardan.
¡Ay de aquel que se atreva a mancillar el sagrado valle!
—¿Nadie protege la copa?
—La copa se protege a sí misma…
Liuva enmudece. Está preocupado. En él se debate la fidelidad a las
tradiciones cántabras que ha vivido desde niño, con el deseo de reparar el
daño que infligió a sus hermanos, cuando él era un rey joven, inexperto y
engañado.
Al acercarse a Ongar, escuchan el ruido de la cascada cerca del cenobio,
un son armonioso y constante. Liuva se deja guiar por aquel ruido. Alcanzan la
puerta de madera de una edificación de proporciones no muy grandes,
coronada por una tosca cruz de palo. El monasterio ha sido construido,
apoyándose en la roca del cortado que forma su pared trasera; por delante, se
levanta una edificación de piedra, insertada en la oquedad, con una puerta que
se abre hacia la cueva y otra, más grande, ojival, hacia el valle. Allí moran
diez o doce monjes. La mañana está mediada cuando los dos hermanos llegan
al cenobio. Los monjes trabajan en el campo. Solo uno de ellos guarda el
convento. Liuva le pide que avise al abad. El monje, un muchacho apenas, sale
corriendo hacia el lugar donde sus compañeros labran la tierra. Mientras tanto,
Liuva se acerca al santuario, atraído por el resplandor de los hachones, que
improntan una mancha borrosa en su retina. Swinthila inspecciona la ermita,
otea el camino que asciende por detrás del monasterio. Prepara su huida. El
abad Efrén no tarda mucho en llegar. No es joven, pero tampoco
excesivamente anciano. Al encontrarse con él, Swinthila le reconoce como el
criado que sirvió a su madre en Toledo, cuando él era un niño.
Al ver a Liuva, el abad sonríe con afecto; sin embargo, el ciego no se da
cuenta de su presencia hasta que le habla con voz suave:
—Hermano…, ¿a qué debemos el honor de vuestra visita?
—Este hombre, que veis junto a mí, es Swinthila, es hijo de aquella a
quien servisteis, mi madre, la reina Baddo.
El abad sonríe de nuevo, quizá recuerda al Swinthila de los tiempos, ya tan
lejanos, en los que cruzó la meseta y vivió en el sur, en la corte de los godos.
—Hemos leído la carta de mi madre, aquella que, muchos años atrás, me
entregasteis. La carta iba dirigida a mi hermano Swinthila. Sabemos todo lo
que ocurrió en nuestra familia.
La expresión del monje se cubre de añoranza, él había vivido aquella
época con angustia y dolor. Había asistido a la reina Baddo hasta el final,
hasta su dolorosa ejecución a manos de los hombres de Witerico. Después, el
camino del siervo Efrén se alejó de los centros de poder de la corte visigoda;
pero, en el corazón del abad, perviven los recuerdos de una ya lejana juventud
y la devoción que profesó a la que fue reina de los godos.
Swinthila, por su parte, no anda interesado en nostalgias del ayer, ni quiere
recordar tiempos antiguos; solo le interesa algo muy concreto: la venganza y
alcanzar el trono; para lo que le es imprescindible la copa. El único motivo de
su ida al santuario de Ongar es conseguir el cáliz sagrado, y lo hará, quieran o
no sus guardianes.
—Hemos leído en ella la existencia de una copa… —dice.
Ante su altitud altanera, la sonrisa del abad se enfría.
—¡Queremos esa copa…! —estalla Swinthila.
Liuva, dándose cuenta de que aquel no es el modo de tratar al monje,
intenta ser conciliador y, con voz blanda y suave, intenta persuadir al abad:
—¡Amigo Efrén! La copa permitirá a mi hermano recuperar lo que es suyo.
Debido a mis errores y pecados, el reino se perdió para mi familia. Tengo una
obligación con los míos. Debéis entregarle la copa. Mi madre lo hubiera
hecho así.
La cara de Efrén se torna adusta ante la petición de Liuva y, en su
expresión, se descubre una cierta angustia. Como a muchos otros, la copa de
poder le ha cautivado, Efrén se siente su guardián, sabe que de ella depende la
paz de las montañas. No confiará la copa de poder a nadie y, mucho menos, a
aquel guerrero engreído que se le enfrenta.
—La copa pertenece a los pueblos de las montañas cántabras, a los
pueblos astures… Gracias a ella estamos unidos. Gracias a ella, hay paz. No
puedo cederla a nadie, por muy justos que, aparentemente, sean vuestros
derechos.
—La copa pertenece a los descendientes de la casa de los baltos y yo soy
uno de ellos —afirma Liuva—, y Swinthila también. La necesitamos para
recuperar lo que nos ha sido arrebatado.
—¡Quiero ver la copa…! —grita iracundo Swinthila.
El abad, desentendiéndose de sus pretensiones, le da la espalda con
desprecio mientras concluye con firmeza:
—La podrás ver si asistes al oficio divino…
—No. La queremos ahora, no hay tiempo.
Swinthila, sin previo aviso, ataca al monje derribándolo por tierra. A sus
gritos nadie acude, los otros monjes se encuentran lejos, en sus tareas
agrícolas. Liuva no puede hacer nada; cuando el ciego intenta acercarse para
ayudar al abad, Swinthila, con un empeñón, le derriba al suelo. Después, el
godo clava la punta del cuchillo de monte sobre la garganta del abad Efrén,
haciéndole entrar en el cenobio para que le conduzca hasta la copa. No le es
difícil llegar hasta ella: el cáliz sagrado reposa sobre el altar, donde desde
años atrás es venerado por los pobladores del valle. En aquel momento, la
copa parece aguardarles, nadie se ha acercado a orar, las gentes trabajan en
los campos, la ermita está sola. Swinthila la contempla, brevemente, con una
mirada de avaricia y deseo. Sin más dilaciones, ata al monje dejándole en el
suelo. Liuva grita fuera de la ermita, caído, sin poder ver lo que ocurre,
suplicándole:
—No, no lo hagas. Así no… —le insta—, la copa no debe ser obtenida
por la violencia.
—¡Te arrepentirás de lo que estás haciendo! —exclama el abad.
—Quizá… —responde Swinthila.
Después, se acerca a la copa. Al contemplarla, le embarga una emoción
profunda: la copa de los baltos, el cáliz de poder, es un hermoso vaso de oro y
piedras preciosas. La examina despacio, una copa de medio palmo de altura,
labrada en oro, con incrustaciones de ámbar y coral. Mira hacia su interior:
según la descripción de Baddo, el vaso sagrado es inconfundible, dentro de él
se reflejan, en el fondo de ónice, imágenes del pasado o del futuro. De nuevo
mira atentamente al cuenco interior. Entonces grita:
—¡Maldición…! ¡Me habéis engañado…! ¡Esta no es la copa de poder!
Se acerca amenazador hacia el monje.
—¿Dónde está? ¿Dónde está la auténtica copa…?
—Es esta. Nunca ha habido otra. Preside el altar, preside nuestros rezos.
No hay otra. ¡No os la llevéis!
—No, no es esta. El fondo debe ser de ónice y no dorado.
—La copa celta siempre ha sido así. Es la copa que nos envió el rey
Recaredo, la que hemos custodiado. Os lo juro.
Al fin comprende que aquel hombre les dice la verdad. Entonces se dirige
hacia Liuva con indignación:
—¡Tú me has engañado!
—¡No…! Yo no veo… Nunca he visto la copa sagrada. Solo sé que
nuestro padre la envió a los monjes años atrás cuando yo era aún un niño.
Cuando fue coronado rey, tras el concilio de Toledo. Esta es la copa dorada,
en ella va el poder.
—¡Falta la copa de ónice…!
—¡Quizá nunca ha llegado aquí…!
Swinthila, furioso, agarra a su hermano por el cuello; pero al escuchar las
voces de los monjes y de los lugareños que vuelven del campo, el general
godo se guarda la copa en una faltriquera que pende al cinto; en cuanto la ha
ocultado, sale raudo de la cueva de Ongar.
Liuva grita:
—Si te llevas la copa violentamente, me matarán por haberte conducido a
Ongar. No puedes robar el tesoro de los celtas.
—¿Qué pensabas…? ¿Que nos la iban a ceder con súplicas? Solo los
fuertes conducen su destino… Los débiles deben quedar atrás…
Swinthila empuja a Liuva hacia la cuesta que los ha conducido
previamente al monasterio obligando a su hermano a caminar delante de él.
Piensa que podrá utilizarlo en su huida.
Al cabo de poco tiempo, el eco de los valles transmite los gritos de los
monjes, que han encontrado al abad y piden auxilio. El general godo acelera el
paso, pronto una cuadrilla de lugareños estará tras él. Liuva no puede seguirle,
por lo que, de un empujón, le precipita hacia el barranco donde cae
golpeándose en la cara e hiriéndose con las zarzas. Al proseguir la marcha,
Swinthila hace que unas piedras se despeñen por el camino, deteniendo
brevemente a los perseguidores. A pesar de los obstáculos, estos continúan
avanzando y pocos metros más adelante encuentran a Liuva, tendido en el
borde del camino. Le rodean amenazadores:
—¿Dónde está…? La copa, ¿dónde está?
—No, no la tengo…
Le registran y no encuentran nada. Unos cuantos se detienen a sujetar a
Liuva, le atan las manos y le llevan preso. El resto sale en persecución de
Swinthila. Han perdido un tiempo precioso, que el godo aprovecha para
escapar impune.
Comienza a llover. Swinthila ha llegado a lo alto de la montaña; a un lugar
donde la vegetación escasea y el terreno se torna pétreo. Los perseguidores,
mucho más atrás, se escurren en el terreno embarrado que se ha vuelto
resbaladizo por el agua de lluvia. Swinthila alcanza la cima y, por un segundo,
retorna su pensamiento hacia Liuva, que será castigado por haber conducido a
un enemigo a Ongar. Pero al godo no le importa Liuva, a quien considera un
ser inferior. Ha sido por culpa de su hermano, a causa de sus errores, por lo
que se ha perdido la corona para su familia. ¡Que pague por ello! Solo
necesitaba a Liuva para recuperar la copa; lo que después le ocurra no tiene
ninguna importancia para él.
Desde lo alto de la montaña, Swinthila intenta orientarse. Ahora, en el
momento necesario, ha dejado de llover, las nubes se elevan lejos de la tierra.
El día, a pesar de las nubes, es sorprendentemente despejado y claro, como si
la lluvia hubiese lavado el paisaje, el ambiente se ha vuelto transparente. Al
norte, puede vislumbrar la costa cántabra, abajo Ongar y, más allá, en el
interior, los lagos de Enol y Ercina. Decide encaminarse hacia el mar. Conoce
bien que Sisebuto había enviado a la armada visigoda contra los roccones.
Algunos de los marinos godos que han servido con él tiempo atrás en la
campaña contra los bizantinos es posible que le ayuden. En cambio, detrás de
la cordillera de Vindión, al sur, le aguarda el campamento godo y, al frente de
él, su viejo enemigo Sisenando. Si regresa al campamento, le acusarán de
deserción. No puede volver hacia el acantonamiento visigodo, debe dirigirse
hacia la costa. Le parece que este camino puede estar libre, solo hay un
obstáculo: los hombres de Ongar denunciarán el robo de la copa ante el duque
Pedro de Cantabria. Es él la única persona a la que Swinthila verdaderamente
teme. Nícer se sentirá engañado, posiblemente nunca habría supuesto que
haber ayudado al hijo de Recaredo iba a conducirle a perder el más valioso
tesoro de los cántabros: la copa de Ongar. Nícer, que controla bien su área de
mando y a los astures, en cuanto sepa lo ocurrido con la copa, cerrará los
pasos de las montañas. Por ello, Swinthila debe darse prisa en llegar a la
costa antes de que aquello acontezca.
Se va haciendo noche cerrada.
A lo lejos, divisa la luz de una cabaña de leñadores y se dirige hacia allí.
Los rústicos se asustan cuando entra un hombre de gran tamaño, empuñando
una espada. Ante su actitud altanera, se ven obligados a admitirle en el
estrecho cuchitril, donde moran dos familias con varios niños y los abuelos.
Dentro de la cabaña, todo huele a humo porque el hogar no tira bien. Puede
calentarse y secarse la ropa. Le dan de lo poco que tienen: leche de oveja y
pan oscuro, que engulle vorazmente. No ha comido nada desde aquella mañana
cuando, de madrugada, salió en busca de Liuva.
A pesar de su natural temor, los que le han acogido se retiran finalmente a
descansar. El más anciano continúa mirándole con prevención largo tiempo,
pero, al final, Swinthila escucha sus ronquidos rítmicos, e intenta también
descansar. Sin embargo, a pesar de estar extenuado, no consigue dormirse; la
copa, oculta en una faltriquera junto al pecho, se le clava en las costillas y le
impide conciliar el sueño. Entonces la saca. Ahora puede contemplarla. La
examina detenidamente junto a las llamas del hogar. Aprecia lo hermosa que
es, brillando dorada y ámbar contra el fuego con sus incrustaciones de coral.
Todo se ajusta a las palabras de la reina Baddo, pero falta la copa de ónice.
Recuerda los mensajes de advertencia sobre los riesgos que albergan las dos
partes unidas. Sin embargo, el poder de mando sobre los hombres lo alberga
la copa de oro. La otra, la de ónice, conduce a la sabiduría. Algún día buscará
la sabiduría, pero ahora le basta conseguir el dominio sobre sus semejantes.
Vierte en la copa dorada zumo de manzana fermentada y bebe. Cuando el
líquido atraviesa su boca, sus fauces, sus entrañas, provoca en él un
sentimiento de euforia. Algo le dice que nada se opondrá a sus ansias de poder
y de venganza: Él, Swinthila, se siente el hombre indicado con el objeto
preciso. El cáliz será su escudo y su salvaguarda, le traerá la fortuna. Más
adelante, cuando él sea rey de los godos, encontrará la copa de ónice, las unirá
y llegará a ser el más sabio y poderoso rey que nunca hubiese regido las
tierras hispanas.
Se vengará de sus enemigos.
Antes de conciliar el sueño, de pronto, a Swinthila le viene a la mente que
Baddo, en la carta, ha mencionado algo más; un hombre, un traidor a su
familia. Deberá descifrar el enigma de la muerte de su padre. La conjura que
derrocó a Liuva no ha sido totalmente descubierta; debe encontrar al hombre
que atentó contra los baltos. Recuerda lo que dice la carta del hombre de
Cartago Nova. Quizás aquel hombre sepa dónde se halla el cáliz de ónice. Sí,
lo encontrará, y así se romperá el maleficio que pesa sobre los hijos del rey
godo. Con la copa completa y el traidor descubierto, la estirpe baltinga, los
descendientes de Alarico, el vencedor de Roma, volverán al centro del poder
en el mundo.
La abadesa

Con las primeras luces del alba, Swinthila exige a los leñadores que le
muestren el camino hacia la costa; forzando a uno de ellos a que lo acompañe;
le obliga a caminar deprisa por las montañas, huyendo de los hombres de
Ongar que no deben estar lejos. Al atravesar bosques de zarzas y tojos, la ropa
del godo se desgarra.
Cuando Swinthila vislumbra a lo lejos el litoral, permite que el rústico que
lo ha guiado se marche. Prosigue solo y, algo más adelante, desde un repecho
elevado, a lo lejos, puede divisar las murallas empinadas de la ciudad de
Gigia, un puerto donde se balancean barcazas de pescadores y algunas naves
de mayor calado; más allá, una playa abraza en un arco amplio la bahía. El
mar brilla en tonos grises reflejando las nubes de un día oscuro en el que, en la
distancia, brama una tormenta.
Gigia se abre ante él, ya han pasado los tiempos del imperio en los que el
tráfico de barcos hacia las islas del norte y hacia los puertos francos era
continuo. El antiguo puerto de los romanos es ahora un poblado empobrecido.
Swinthila atraviesa la muralla, en algunos puntos medio derruida. Apoyadas
sobre ella, hacia el interior del recinto, unas casuchas de piedra, con techo de
paja y madera, cobijan a la parte más menesterosa de la población. Hay tráfico
de gentes dentro de la villa; de un chamizo, sale una madre con un niño en
brazos, tiznados por el hollín; más allá, una mujer lleva a su hijo atado a la
espalda y apoya un cántaro en la cintura; un pescador repara las redes junto a
la casa. Los lugareños miran con prevención a Swinthila, cuando se les
acerca, preguntándoles la dirección hacia el acuartelamiento godo. Le indican
que solo tiene que seguir la playa y alcanzar el cerro de Santa Tecla; más allá,
junto al puerto, acampan los godos. El cuartel está aislado del resto del puerto
y de la ciudad por una empalizada de madera; en la entrada, un soldado
imberbe hace guardia:
—¿Quién va?
—Conocerás mi nombre, soy Swinthila, general del ejército godo. Quiero
ver a tu capitán.
El soldado examina el aspecto de Swinthila, la ropa desgarrada y el
cabello en desorden, la capa raída. Ha oído hablar del general Swinthila,
incluso en los últimos tiempos ha llegado hasta la costa un rumor de traición.
Observa que la espada del recién llegado es de buena factura y el broche que
cierra la capa, de oro con incrustaciones de pasta vítrea en forma de águila.
Puede ser verdad o no lo que le dice el supuesto general pero, en cualquier
caso, la actitud de Swinthila es la de un hombre que sabe lo que quiere y él, el
vigía, es un joven recién llegado a las campañas del norte. Llama a un
compañero para no abandonar su puesto, e introduce al hombre de las
montañas en la guarnición.
Un antiguo colega de la campaña contra los bizantinos es quien comanda
aquel destacamento, un godo de antigua prosapia, el capitán Argimiro.
Swinthila sonríe al verlo; la cara de Argimiro continúa mostrando las señales
del buen bebedor; unos pómulos eternamente rosados, una mirada brillante y
un aliento espeso.
Al ver al general, Argimiro lo abraza con efusividad, diciendo:
—Mi señor Swinthila, se rumoreaba que habíais huido… que erais un
traidor.
Swinthila se ríe de él.
—Tan traidor soy yo como tú abstemio…
—Lejos de mí ese pecado. Sí, lo reconozco, me gusta el vino, me gusta
mucho… —habla Argimiro con voz pastosa—. En cambio, habéis de saber
que no me gusta Sisenando, con él no me llega la soldada. Es un mal militar y
un cerdo prepotente, vos sois un soldado aguerrido. Recuerdo la campaña en
el sur…
Swinthila le interrumpe, no desea iniciar una conversación de veteranos.
—Argimiro, los hombres de Sisenando me persiguen. Tengo un encargo
para el rey. Debo llegar, cuanto antes, a la corte de Toledo.
Argimiro parece despertar de su estado de permanente ebriedad; con voz
ya más sobria, le contesta:
—Mañana parte un barco hacia Hispalis. No os será difícil desde allí
llegar a la corte… conozco al capitán, un viejo bribón… pero esta noche os
albergaréis conmigo… Recordaremos la guerra en el sur. Aquí me muero de
aburrimiento y bebo más de lo que debo…
Tras tantos días de peligros y luchas, Swinthila se divierte escuchando las
bravatas y fanfarronadas del capitán godo de Gigia. Beben mucho y acaban
cantando a voz en grito por los muelles del puerto. Visitan el burdel del
poblado y allí Swinthila se despierta con dolor de cabeza por la resaca. Sin
embargo, al capitán godo aquello no parece afectarle; por la mañana el humor
de Argimiro sigue siendo tan festivo como por la noche. El capitán del fuerte
acompaña al general godo al barco, un cascarón de dos palos, que realiza
navegación de bajura y lleva carga procedente de las Galias hacia el sur.
—Sé que llegarás lejos, mi viejo amigo Swinthila. Cuando recuperes tu
honor y seas un hombre importante, acuérdate de mí y llévame al sur. A las
tierras de la Lusitania, allí me aguarda mi familia. Bebo de tristeza y de
añoranza. Quiero volver a las tierras donde luce el sol, aquí me pudro con
tanta lluvia.
Swinthila lo toma por los hombros y, mirándole a los ojos, le asegura:
—Si en algún momento llego al poder te ayudaré; pero júrame solo una
cosa: si alguien de los cántabros o de los godos llega a este lugar preguntando
por mí, confúndele, dile que he ido muy lejos. A las tierras del norte, adonde
tú quieras; pero no le digas que he tomado un barco hacia Hispalis. Me
persiguen y no cejarán hasta encontrarme.
Argimiro le promete que lo hará y Swinthila sube por la escala de tablas
hacia la cubierta. De la misma faltriquera donde guarda la copa, Swinthila
extrae unas monedas con las que paga. El capitán del navío no pregunta nada.
En el viaje, el bajel va costeando el litoral cántabro, las suaves costas de
la Gallaecia y la hermosa Lusitania. En el largo recorrido, Swinthila tiene
tiempo de meditar sobre la carta de Baddo y lo ocurrido en los últimos
tiempos. Los pormenores del pasado, que le han llegado con la carta de su
madre, se ordenan en su mente.
Una de aquellas noches encuentra a Swinthila desvelado, algo le ronda en
la imaginación; algo pugna por abrirse paso en su mente, algo que enciende
una luz en su pasado, algo que ocurrió, unos años atrás, en la campaña contra
los bizantinos. En aquella época, una mujer le había ayudado. Se llamaba
Florentina, y era la hermana de dos obispos célebres, Leandro e Isidoro, una
hispana de estirpe senatorial que le curó de heridas en la guerra. Una idea, un
recuerdo, un presentimiento se abren paso en la mente de Swinthila. Intuye que
ella, Florentina, puede saber parte del secreto, quizá podría ayudarle.
Y es que, cuando en tiempos de Gundemaro, Swinthila fue nombrado
espatario real, su primer destino fue la guerra contra los imperiales en la
provincia bizantina de Spaniae. Mandaba una centuria y consiguió sus
primeras victorias, su fama de buen soldado se extendió por el reino. En
aquella campaña, fue herido por primera vez. Al principio, parecía que la
lesión no tendría más importancia pero, de pronto, la fiebre y el malestar le
hicieron dificultoso el camino. El lugar habitado más cercano era la antigua
ciudad de Astigis. Llegaron allí y, al ver que la situación de su capitán se
agravaba, sus hombres preguntaron por alguien ducho en el arte de la sanación;
les indicaron un convento. La abadesa era aquella mujer que ahora recordaba,
de nombre Florentina, una dama muy sabia, capaz de curar y estimada en la
comarca. El cenobio era un lugar de clausura; contiguo a él, había un pequeño
dispensario en donde algunas de las hermanas dirigidas por ella atendían a los
enfermos. En aquel lugar le dejaron sus hombres pensando que quizá moriría.
No fue así.
Por la fiebre, Swinthila entró en un delirio profundo. En su desvarío,
cuando de tarde en tarde se despertaba, vislumbraba a la abadesa
atendiéndole, limpiándole el sudor y cuidándole como una madre cuida a su
hijo. Alguna vez la pudo ver sentada junto a su lecho, observándole fijamente.
Alguna vez la oyó llorar. Cuando mejoró, pudo observar a Florentina con más
detenimiento y percibió en ella el empaque de una gran dama. Una mujer
cultivada y aristocrática, una dueña de alcurnia, una matrona romana que, por
algún motivo que él no podía entender, se había refugiado en aquel lugar,
alejada de lo mundano. Un día, en el que Swinthila se encontraba mejor, ella
habló:
—Vuestros hombres, al dejaros aquí, nos dijeron que sois hijo del rey
Recaredo.
—¿Le conocisteis?
—No. A él, no.
Swinthila guardó silencio, esperando a lo que pudiera añadir la abadesa,
que por su actitud, había tratado a alguien cercano a su familia. ¿Qué sabría de
los baltos aquella monja? Sintió curiosidad, la expresión en la voz de
Florentina traslucía que un suceso en su vida, relacionado con Recaredo, la
había marcado y que aquello estaba aún presente en su mente.
—Conocí a su hermano Hermenegildo.
En su voz había dulzura. En aquel tiempo, Swinthila no había leído la carta
de Baddo y todo lo que sabía de Hermenegildo era que había provocado una
guerra civil entre los godos.
—¿El traidor…?
—Si lo hubierais tratado no hablaríais así. Hermenegildo era un hombre
noble, el más noble que nunca he conocido.
Swinthila percibió que, entre aquella noble dama y el hermano de su padre
había existido algún tipo de relación muy cercana. Sin saber por qué, le
interrogó de nuevo:
—¿Cuándo le visteis por última vez?
El rostro de ella palideció, como si guardase un secreto del que le
resultaba muy doloroso hablar; finalmente se recompuso y le contestó:
—La última vez que le vi, él huía de las tropas del rey Leovigildo. Había
estado preso en Toledo y se había marchado a Sevilla, buscando noticias de su
esposa.
—… la princesa Ingunda falleció en el camino a Bizancio, dicen que su
hijo también…
—Esa noticia se había difundido en el reino, pero él no la podía creer.
Decía que estaba seguro de que ella vivía. De hecho permaneció una noche en
el convento y me pidió que le ayudase, como así lo hice. Él confiaba en mí.
¿Sí…?
De pronto, Swinthila notó que ella se sentía tímida, como una mujer
madura que confiesa algo íntimo a un hombre mucho más joven que ella.
Finalmente, se sinceró:
—Cuando yo era joven, él quería contraer matrimonio conmigo…
Enrojeció, aún más, al pronunciar aquellas palabras.
—… pero era un tiempo en el que las leyes se oponían… y yo… yo tenía
otro destino.
Movió las tocas de su hábito como para olvidar el pasado, elevó los
párpados de unos ojos que en su día habían sido hermosos y, por último,
explicó:
—Hermenegildo veía más allá. Era un hombre singular. El más singular
que nunca he conocido, dominaba el arte de la curación y muchos decían que
tenía la capacidad de ver el futuro… Me dijo que su madre también poseía
este don.
—¿Nunca más volvisteis a verle?
Ella se mostró confusa y tras pensar un tiempo la respuesta, titubeando, le
contestó:
—No lo sé.
—¿Qué queréis decir?
No quería hablar, como si guardase un secreto doloroso. Swinthila aguarda
pacientemente. Al fin, ella le dice:
—Pensaréis que estoy loca. Poco después de aquella última vez que hablé
con él, sé que fue apresado por los esbirros de su padre; fue juzgado y
ejecutado por traidor. Sin embargo, bastantes años más tarde, los soldados del
imperio asolaron Astigis. Yo, abadesa de este lugar, debí defender a mi grey y
me enfrenté a ellos. Entonces, entre los que pretendían entrar en el convento,
distinguí a un hombre…
Ella se levantó de donde estaba sentada, nerviosa, no sabiendo si
Swinthila la iba a creer. Después prosiguió:
—Un hombre tan parecido a Hermenegildo como no os lo podéis imaginar:
muy alto, delgado, con cabellos oscuros y sus mismos ojos claros, de un azul
intenso.
En aquel momento, Swinthila no dio importancia a lo que la monja le
decía. Le parecieron supercherías de una mujer encerrada en un convento, que
creía ver a un antiguo amor de juventud en un soldado bizantino joven. Tras
leer la carta de Baddo, todo era distinto. La abadesa había visto al mismo
hombre que, de alguna manera, desencadenó la muerte de Recaredo.
Por eso, aquella noche en el barco que le conduce a Hispalis, Swinthila,
uniendo ideas, comprende que debe hablar de nuevo con la abadesa. Decide
desviarse en su camino, desde las tierras del norte a la corte de Toledo, y
encaminarse a Astigis. Entonces Swinthila recuerda también cómo su padre, en
su lecho de muerte, dijo que seguía viendo a Hermenegildo. ¿Es posible que
las alucinaciones de su padre en la agonía estuviesen provocadas por alguien
real? Porque si había sido así, detrás de la muerte de su padre existió una
trama que era preciso aún desvelar; una trama amenazadora y maligna.
Tras unas semanas de navegación en calma, el barco llega a la bahía, la
hermosa bahía gaditana, y enfila el estuario del gran río de los tartessos. A los
lados, las marismas colmadas de cormoranes y patos. Entre los juncos, algún
caballo; más allá de las riberas, cerca de la costa, crecen palmeras y, más en
la lejanía, pinos. El barco avanza lentamente, cauce arriba. El día es claro, sin
nubes en el horizonte. Cruzan villorrios de pescadores y al fin desembarcan en
la ciudad del Betis.
Un sol deslumbrador quema la capital hispalense. Al llegar allí, a
Swinthila le parecen lejanas las brumas del norte en aquella urbe
esplendorosa. No se detiene mucho en la ciudad de los emperadores romanos;
solo lo suficiente para comprar un buen caballo y dormir una noche. Al día
siguiente se levanta al alba, cruza las murallas nada más abrirse las puertas.
Hacia el norte y hacia el este, atraviesa un valle de regadío de vegetación
exuberante, sigue el curso del Betis y después asciende cerca del cauce del
Sannil. Alcanza las tierras de Astigis a la caída de la noche, cruza el puente y
atraviesa las puertas de la ciudad en el momento en que van a cerrarse. Tras
algunas consultas a sus habitantes, se encamina hacia el lugar que le han
indicado, el lugar donde Florentina es abadesa.
Golpea la puerta con energía.
Una hermana lega, toda asustada, abre suavemente la cancela
permitiéndole entrar en el atrio del convento, donde hay un torno.
—¡Quiero ver a la abadesa!
—Se ha retirado ya.
—¡Es importante que la vea ahora…!
Detrás de la lega, se escucha la voz de la mujer a quien está buscando. Al
fin, la divisa tras el torno, como una sombra de ropas oscuras.
—¡Ah…! —exclama la abadesa—, el hijo de Recaredo… ¿Qué os trae
por aquí?
—Hace varios años… vos me curasteis. —Swinthila intenta ser cortés—.
Os estoy agradecido por ello.
—Vuestro agradecimiento os lleva a irrumpir en la clausura a estas horas
de la noche… —le responde ella con ironía.
—Os ruego que me disculpéis. Voy camino de Toledo y debo presentarme
allí cuanto antes. Mis enemigos conjuran contra mis intereses en la corte, es
imperioso que llegue allí lo antes posible, no sin haceros previamente unas
preguntas. Necesito saber de un hombre. Un soldado bizantino del que una vez
me hablasteis, un hombre que se parecía al hermano de mi padre,
Hermenegildo.
Al oír aquel nombre, ella se ruboriza.
—Solo sé lo que os dije. Era un hombre delgado con el pelo oscuro y los
ojos claros, con las cejas juntas y la nariz recta. Se parecía a Hermenegildo.
—¿Tenía una cicatriz en el cuello?
—¿Cómo lo sabéis?
—Es decir…, ¡la tenía!
—Sí.
—¿Cuál era su nombre?
—Le llamaban Ardabasto.
—Un nombre griego.
—Sí. Él hablaba griego.
—¿No sabéis nada más?
Ella duda un momento antes de contestarle. Por fin, le dice:
—No. Yo, no.
Swinthila la observa con desconfianza.
—¿Hay alguien que sepa algo más de ese hombre?
De nuevo, Florentina calla unos instantes y, al fin, se explica:
—En los tiempos de la guerra civil entre Leovigildo y su hijo mayor, mi
hermano Leandro fue enviado por Hermenegildo a Bizancio. Tardó varios
años en volver. Allí, Leandro pudo enterarse del destino de la familia de
Hermenegildo…
—¿Dónde está ahora vuestro hermano?
—Sabréis que Leandro murió hace unos diez años.
—Entonces la historia llega a su fin.
Ella niega con la cabeza y dice:
—Mi hermano Isidoro fue formado por Leandro y, tras su muerte, le
sucedió en la sede de Hispalis. Deberíais hablar con él. Isidoro es sabio, os
ayudará a perdonar.
Swinthila levanta los ojos con angustia.
—Sí. Tengo que resolver este enigma. El enigma del traidor que ha
causado la pérdida de mi familia, la ruina de mi padre…
Ante estas palabras, ella se entristece.
—Nada que venga de Hermenegildo puede ser malo, nada hay traicionero
o ruin en él…
Swinthila piensa que aquella mujer confía plenamente en alguien, recuerda
además cómo años atrás le cuidó sin pedirle nada, como si él fuera su hijo. La
observa de nuevo detenidamente, sin hablar. Al godo, herido por el pasado, le
parece imposible fiarse de nadie. Él, Swinthila, solo ha confiado en su padre,
que murió por alguna sombría conjura, en la que posiblemente estuvo
implicado aquel hombre, el del cuello marcado. No, él no puede creer ya a
nadie.
Florentina levanta los ojos verdipardos en los que hay paz y, Swinthila, sin
saber claramente el porqué, se siente avergonzado ante ella. Pensativo, se
retira del cenobio, buscando una posada donde pasar la noche. Al alba,
abandona la ciudad de Astigis.
Isidoro

Las palabras de Florentina le conducen hasta el centro de la villa hispalense, a


la sede catedralicia. Atraviesa oscuras salas de piedra y patios luminosos,
sombreados por cipreses y naranjos. Unos clérigos le informan de que puede
encontrar al obispo Isidoro en el scriptorium consultando pergaminos y
legajos. La puerta maciza, engastada en hierro, abierta de par en par, le
permite ver a los copistas trabajando ordenadamente. La luz entra oblicua por
los ventanales e ilumina las plumas de ave que se mueven a un ritmo
acompasado y rápido. Intenta entrar allí pero, antes de poder hacerlo, un
monje le detiene.
—¿Qué deseáis…?
—Ver al señor obispo.
—Está ocupado.
—No creo que lo esté para mí.
—¿Quién sois?
—Me llamo Swinthila, soy hijo del difunto rey Recaredo, a quien vuestro
obispo tan fielmente sirvió.
El monje lo inspecciona con atención, de arriba abajo, y le advierte:
—En cualquier caso, seáis quien seáis, al noble obispo de Hispalis no le
gusta que le interrumpan cuando está trabajando; tendréis que esperar aquí, el
señor obispo está ocupado.
Cruza el pasillo entre los copistas y se dirige al fondo de la sala hacia un
hombre que se inclina sobre un amanuense, es el obispo Isidoro. El obispo
viste hábito de monje, es de mediana estatura, con calvicie incipiente y nariz
recta, ojos castaños que escrutan con atención lo que escribe el copista, al
tiempo que le dicta en voz baja algo que Swinthila no logra escuchar. El
portero le toca en el hombro y el obispo levanta la cabeza de lo que está
dictando. Sus ojos se dirigen al fondo de la sala, al lugar donde Swinthila le
aguarda. Le indica al portero que haga pasar a Swinthila, a la vez que, sin
perder tiempo, le pasa otro texto al amanuense.
Swinthila sigue al portero, hacia el lugar donde Isidoro está tan atareado.
Al acercarse puede oír lo que le dice con la voz vibrante de un hombre
nervudo. Es una carta:
… Obligas a la fe a los que debes atraer por la razón, muestras celo en
ello pero no según sabiduría[24]…
Al notar que el recién llegado está cerca, Isidoro levanta la cabeza y lo
examina con una mirada de color avellana, entreverada en tonos verdes. Es la
mirada de la tierra y del campo de olivos, la mirada de la firmeza, la
seguridad y la decisión; lo analiza por entero y Swinthila por un momento se
siente incómodo.
—¿Sois el noble Swinthila…?
—Sí.
—Hijo de un gran hombre —sonríe—, pero sois más apresurado que
vuestro padre. Interrumpís mi trabajo.
—Lo lamento. Debo hablar con vos de algo de gran importancia para mí y
para el reino.
Las plumas de algunos de los copistas cesan su vuelo sobre el papel, o lo
aminoran. Isidoro percibe que la atención de muchos de ellos se halla fija en
las palabras de Swinthila. Con gesto decidido, toma un capote cercano al
banco donde escribe el copista, se lo echa sobre los hombros y, despidiéndose
de su ayudante, con paso rápido se encamina fuera de la sala, indicándole a
Swinthila que le siga.
Alcanzan un claustro, un lugar de tránsito por donde el godo ya ha pasado
antes, un patio rodeado de soportales, con naranjos y limoneros que no están
todavía en flor; en el centro un ciprés. El sol los ilumina con fuerza y una brisa
suave les mece suavemente las ropas. Se dirigen hacia el centro del patio,
donde hay un pozo y, junto a él, un banco de piedra, en el que toman asiento. A
Isidoro le importan muchas cosas; hay en él una curiosidad innata, un afán de
investigar y de conocer, una mente analítica que disfruta diseccionando los
cuerpos animados e inanimados, los asuntos de un tiempo pasado o presente;
pero, sobre todo, a las personas.
El obispo comienza, haciéndole un interrogatorio sobre su infancia y
juventud; sabe escudriñar el alma humana sin parecer que lo está haciendo, es
capaz de introducirse en el interior de sus interlocutores desvelando sus
rincones más ocultos. Capta el odio de Swinthila por Sisebuto, el desprecio
del godo por Sisenando y la casta nobiliaria, junto a la profunda soberbia de
Swinthila, enraizada en los años de privaciones de su infancia y anclada en lo
más íntimo de su ser. Isidoro lo escucha atentamente, interrumpiéndole solo en
alguna ocasión para llegar más allá en el relato, a la postre le advierte:
—¡Estáis lleno de odio…! Eso será siempre vuestra debilidad…
—O mi fuerza para mantenerme vivo… —le interrumpe el godo
expresándose con voz fuerte.
Es en ese momento cuando Swinthila se percata de que quizás ha hablado
de demasiadas cosas, que le ha confiado sentimientos e ideas que, hasta ese
momento, ni a sí mismo se había atrevido a confesarse, pero también se da
cuenta de que no está llegando al punto adonde quiere llegar.
—Vuestra hermana —Swinthila cambia de tema— me dijo que vos sabrías
algo que quizá podría interesarme de Hermenegildo, el hermano de mi padre.
—Yo no lo traté mucho. De él solo recuerdo que me salvó siendo niño y
me curó. Mi hermana Florentina estuvo muy cerca de él en su juventud, sé que
nunca ha podido olvidar al hermano de vuestro padre…
—Pude apreciarlo…
A Swinthila le había parecido que la voz y la expresión de Florentina era
la de alguien que había amado y sin poder arrinconar enteramente ese
recuerdo.
—Fue Leandro, mi hermano, quien realmente lo conoció a fondo. En la
época de la rebelión frente a Leovigildo, él era el obispo de esta ciudad y fue
su consejero. Sé que Leandro admiraba profundamente a Hermenegildo.
Muchas veces me habló de él como de un hombre de vida desgraciada, en la
que el destino, o lo que nosotros, los hombres de fe, llamamos la Providencia,
le condujo por un camino lleno de dificultades.
—Leandro le convirtió a la fe de los romanos.
Isidoro le interrumpe en tono un tanto duro y dogmático:
—No. No lo creo; a una decisión como esa solo se llega por una
iluminación personal de Dios. Además, en la conversión de Hermenegildo y su
posterior rebelión, no contó solo el hecho religioso, hubo también motivos
políticos y algo en torno al misterioso origen del propio Hermenegildo que no
sé si conocéis.
Swinthila sabe ahora a lo que se refería el obispo, a la antigua historia de
su abuela y un jefe cántabro.
—Lo conozco…
—Leandro lo acompañó y estuvo siempre cerca de Hermenegildo. Mi
hermano era un buen consejero. El mejor que yo he conocido pero quizá se
equivocó ayudándole en la rebelión. Lástima que mi hermano no pudiera estar
con él al final de la guerra, quizá las cosas hubiesen discurrido de otro modo.
—¿Dónde estaba Leandro al final de la guerra?
—En Constantinopla. Al principio de la revuelta, Comenciolo, el magister
militum de los romanos orientales, prometió apoyo a Hermenegildo, firmando
un pacto de ayuda mutua; pero fue sobornado por Leovigildo. Cuando los
suevos fueron derrotados por el rey Leovigildo y los francos demoraron su
ayuda, Hermenegildo se quedó solo; entonces Hermenegildo envió a Leandro
como legado a Constantinopla, para que el emperador obligase a Comenciolo
a cumplir lo prometido y para reclamar más refuerzos imperiales. Mi hermano
Leandro cruzó el Mediterráneo rumbo a Constantinopla. Él recordó siempre
aquel viaje…
Constantinopla

El obispo recuerda, entonces, la historia de Leandro; una historia que,


seguramente, su hermano le habría relatado en infinidad de ocasiones:
«Cruzando los Dardanelos, y a través del mar de Mármara, divisaron el
Bósforo. Al inclinarse sobre la borda de la nao que enfilaba el puerto, mi
hermano contempló la luz de la tarde tiñendo de color rojizo las aguas del
estrecho. La cúpula de Hagia Sophia y, más al frente, las torres del palacio del
emperador y la muralla, se dibujaban en el cielo del crepúsculo. Leandro
nunca olvidará la visión de la mole augusta de Santa Sofía. El esplendor de la
cúpula, refulgente en oro, la mayor iglesia del mundo cristiano parecía
iluminar la ciudad. El Bósforo, cruzado constantemente por barcos
procedentes de los países eslavos o navíos griegos, un brazo de mar que no
parece tener fin, une mundos míticos ya olvidados. El mar de Hero y Leandro,
el camino hacia el antiguo Ponto Euxino de los griegos, hizo recordar a mi
hermano leyendas de los tiempos paganos. La ciudad, nueva Roma, rodeada
por las murallas de Constantino, era la admiración de Occidente. ¡Tantas
veces, a su vuelta, mi hermano Leandro me habló de ella…!
»Desembarcó en el puerto Koontoskalion, atestado de barcos de todas las
nacionalidades. Cargado con su pequeño equipaje, caminó por una amplia
avenida, al fondo de la cual se divisaban el foro de Teodosio y el Capitolio.
El primer deseo de Leandro era adorar a Dios en el templo dedicado a la
Sabiduría Divina, Hagia Sophia. Preguntó a unos viandantes, que le indicaron
una calle ancha con columnas, la Messe que, atravesando el foro de
Constantino, le conduciría hasta la puerta principal. Paseando por la Messe,
divisó al sur el hipódromo, al este, los restos de las antiguas termas de
Zeuxipo. El esplendor de la ciudad le conmocionó, nunca había visto nada
igual.
»En una explanada, frente al ágora con su columnata, se eleva aún la
basílica de Hagia Sophia. Leandro atravesó la zona exterior del santuario,
atestado de edificios de toda índole, y accedió al atrio, cercado por pórticos
en los que alternaban rítmicamente dos columnas por cada pilar. Las grandes
puertas romanas de bronce estaban abiertas y, a través de ellas, se desveló
ante Leandro la nave cubierta con su enorme cúpula y las semicúpulas.
Empezó, entonces, a admirar el dilatado espacio que conformaba el mayor
templo de la cristiandad, el templo que superaba en magnificencia y belleza al
del rey Salomón. Al entrar en él, las últimas luces del ocaso penetraban por
las vidrieras iluminando alabastros, jaspes, pórfidos y serpentinas. Las
ventanas dejaban pasar la luz del ocaso a través de grandes paneles de cristal:
azul oscuro, rojizo, amarillo púrpura claro. El color inundó la retina de
Leandro; el templo, cubierto por piedras semipreciosas y mosaicos
centelleantes, semejaba una impresionante joya. La majestuosa cúpula
simbolizaba el cielo. A través de la cúpula, la luz se distribuía de modo
uniforme gracias a las cuarenta ventanas que la rodeaban. Leandro no sabía si
se hallaba en el paraíso o en la tierra, pues jamás había contemplado nada
igual. Había canceles de mármol con bajorrelieves de flores y pájaros,
pámpanos y hojas de hiedra.
»En el sector del arco oriental, el altar se escondía bajo una cubierta
argéntica, que se extendía no solo sobre las paredes sino también sobre las
columnas, seis parejas en total. Frente a aquel maravilloso presbiterio de
plata, Leandro elevó a Dios una plegaria fervorosa solicitando ayuda para la
tarea que debía desempeñar ante el emperador y, sobre todo, oró por los que
dejaba atrás en una guerra fratricida. Se demoró largo rato y, cuando salió de
Santa Sofía, en la basílica se encendían miles de lámparas que le conferían un
aspecto irreal. Fuera ya del templo, palomas y aves marinas cruzaban el cielo
límpido del ocaso.
»Atravesando el espacio ajardinado que separaba el templo de Justiniano
de las estancias imperiales, Leandro presentó los documentos que lo
acreditaban como representante del rey de la Bética, Hermenegildo. Tras los
acostumbrados trámites lo alojaron en unas dependencias anexas al palacio.
»Mi hermano, siempre sobrio, siempre acostumbrado a una vida recoleta
en el convento o en su modesta sede catedralicia, se encontró incómodo en
aquel lugar lujoso, lleno de comodidades y atenciones hacia su persona, pero
no hacia el encargo que lo traía de tan lejos.
»Le dieron largas.
»El emperador Mauricio proseguía guerras interminables; en Oriente
contra los persas, en la península balcánica, contra los eslavos y los ávaros.
¿Qué podía importarle un príncipe que se rebelaba contra su padre en la lejana
Hispania, el lugar más occidental del mundo conocido? La suerte no era
favorable al césar bizantino. Ya no eran los tiempos del brillante Belisario o
el sabio Narsés, generales de Justiniano. La dirección de la mirada del
emperador estaba dirigida hacia los diversos frentes de batalla, que no le
proporcionaban victorias, sino que desangraban su reino. Muchos asuntos que
ocupaban su cabeza, y las peticiones de los diversos reinos se acumulaban sin
que se les diese una respuesta. Lo que el enviado de un reyezuelo en el
extremo más occidental de su imperio pudiera decirle no le interesaba; por
ello, retrasó la entrevista con el incómodo embajador de Hermenegildo, el
obispo Leandro.
»En aquellos días de espera, mi hermano aprovechó para estudiar viejos
textos de los grandes escritores clásicos. La biblioteca del emperador se abrió
a su afán de conocimiento; al mismo tiempo tuvo la oportunidad de hacerse
copiar muchos textos que ahora figuran en la biblioteca de esta noble catedral
hispalense».
Isidoro indicó con un gesto las ventanas del scriptorium donde se
copiaban aquellos textos que su hermano había traído de Oriente junto a
muchos otros que el afán de saber de Isidoro había reunido. Sin hacer apenas
pausa, prosiguió:
«Allí Leandro conoció a Gregorio, quien llegó a ser el obispo de Roma.
Gregorio, en aquel tiempo, era el apocrisiario, legado papal en
Constantinopla. Los dos hombres cultos, dedicados a la religión y
profundamente interesados en el saber clásico, compartieron conocimientos e
inquietudes, que menguaron algo la impaciencia de mi hermano, al no ser
recibido por el emperador. Leandro no cabía en sí de zozobra al ir pasando
los días sin que el emperador mostrase interés en recibirle, por ello se
desahogaba con Gregorio. Mi hermano se sentía inquieto por la situación de
los que había dejado atrás. Lejos de la corte de Hispalis, se daba más y más
cuenta de la locura de Hermenegildo enfrentándose al potente ejército de su
padre, con unos hombres bisoños en el combate. No podía quitarse de la
cabeza la imagen de Ingunda, asustada ante la guerra, y su pequeño hijo, tan
frágil. Además, conocía los motivos íntimos de la enemistad entre Leovigildo
y el que todos suponían su hijo. Se daba cuenta de que Hermenegildo no
llegaría nunca a un acuerdo amistoso con aquel hombre a quien no consideraba
su padre, que había causado la muerte de su madre y ordenado la ejecución de
quien le había dado la vida.
»Se sucedieron los meses de espera; unos meses que marcaron
profundamente el modo de pensar y de sentir de Leandro. No solamente por
los estudios que pudo realizar en aquella corte de sabios, sino también por su
íntima amistad con el enviado del pontífice, Gregorio. Leandro se romanizó.
Las ideas estrechas y cerradas de un reino, de una iglesia localista, que
imperaban entre los godos e incluso entre los hispanorromanos, se deshacían
ante el mundo amplio que Leandro estaba viendo. Experimentó la realidad de
una iglesia universal, lejana a la idea goda de la iglesia nacional cerrada en sí
misma. Y es que aquel era el tiempo en el que se producía la expansión del
cristianismo hacia la tierra de los anglos y de los germanos, el tiempo de
Bonifacio y de Agustín de Cantorbery, el tiempo de la evangelización de
Inglaterra y de las tierras nórdicas. El momento en el que se forjaban las
raíces de un nuevo continente, Europa, surgido de las ruinas del Imperio
romano.
»Corrieron rumores en la corte. La guerra en Hispania no era favorable al
príncipe rebelde, pero las noticias eran confusas. Por fin un día, después de
tan larga espera, el emperador Mauricio le recibió. Mi hermano me contó más
tarde cómo le abrieron las enormes puertas que daban paso a la muralla, la
cual aislaba las estancias del emperador del resto del palacio. Las sombras de
los árboles de los jardines imperiales cubrían las amplias calles de las
estancias regias y unos parques exuberantes llenos del rumor de las fuentes y
los cantos de los pájaros, que parecían conducir al paraíso, se manifestaron
ante él.
»A una explanada grande se abrían distintas dependencias; allí estaban las
cocinas, capaces de hacer comida para más de diez mil personas, las
caballerizas, el lugar donde se reunían las mujeres de la corte, los artesanos
que trabajaban al servicio imperial. Rodeando la muralla y el palacio se
extendía el mar, el antiguo Ponto de los griegos.
»El emperador recibía en un lugar techado en oro, sobre un trono elevado.
El basileus se cubría con manto y en su corona refulgían las piedras preciosas.
Los chambelanes anunciaron la presencia del legado. Al entrar, Leandro se
inclinó profundamente ante el emperador, quien pasó a tratar directamente el
tema que le preocupaba.
»—Un correo, llegado de la provincia de Spaniae, nos ha comunicado la
caída de la ciudad de Córduba en manos del rey Leovigildo y la detención de
vuestro príncipe, Hermenegildo.
»La cara de Leandro palideció; lo que había intentado conseguir, la unidad
religiosa de su país de origen, la paz entre arrianos y católicos, se había
convertido ahora en una quimera irrealizable.
»—Todo ha acabado… —murmuró.
»Mauricio prosiguió, sin advertir la angustia que embargaba a su
interlocutor.
»—Su esposa embarcó en una nave rumbo a mis tierras, meses antes de la
caída del príncipe; una nave que fue atacada por la escuadra goda y naufragó
frente a las costas de la provincia Tingitana. La princesa Ingunda falleció en el
naufragio…
»—¿Su hijo…?
»—Al parecer está vivo. Le hirieron, muy gravemente, en el cuello. He
dado órdenes de que le trasladen a la corte de Bizancio… El niño viaja con un
judío que es, a la vez, su guardián y protector.
»Unas semanas más tarde, un barco procedente de la provincia Tingitana
tocó tierra en Bizancio. Del barco descendió un niño de cabellos oscuros y
ojos claros, no contaría más que tres o cuatro años.
Lo acompañaba un hombre de raza judía llamado Samuel. En el puerto le
aguardaban los pretorianos, que lo condujeron a palacio; mi hermano Leandro
los siguió de lejos. El niño fue alojado con los hijos del emperador y el judío
permaneció con él. Leandro intentó ver al niño, pero las estancias regias
estaban cerradas a visitas extrañas. Tras muchos esfuerzos consiguió acercarse
al judío.
»Aquel hombre estaba lleno de odio, había sobrevivido al horror del
naufragio y a la muerte de Ingunda.
»—Quisiera ver a Atanagildo —le dijo Leandro.
»—Ese nombre no existe, el hijo de Ingunda se llama Ardabasto y es parte
de la familia imperial…
»—Ese niño es godo y debe ser devuelto a su rey, a su familia, a su raza, a
su nación…
»—¿A quién os referís? A un rey que ha matado a su padre y ha hecho que
muera su madre… Al hermano de su padre que, con engaños, hizo que se
rindiese y que fuese encarcelado para después ser ejecutado. No, este niño
permanecerá aquí y yo, Samuel, le enseñaré la verdad sobre su pasado y haré
que vengue la muerte de sus padres. Sí, yo sé la verdad. La conocí en el viaje
hasta Constantinopla por boca de los que huían del tirano; de los fieles a
Hermenegildo.
»—Os equivocáis, provocando odio en el corazón de ese niño.
»—Mi religión me dice: ojo por ojo y diente por diente. La naturaleza de
las cosas no se recupera hasta que la venganza haya tenido lugar. Ese niño se
resarcirá de los que asesinaron a su padre y con él desagraviará a mi raza,
oprimida por el usurpador godo.
»Leandro no fue capaz de hacerle razonar de otro modo, tampoco pudo ver
al niño. Mi hermano no debía regresar a las tierras ibéricas, donde Leovigildo
realizaba crueles purgas entre los enemigos de su trono, entre los fieles a
Hermenegildo, por lo que permaneció en la corte de Mauricio, hasta que
llegaron rumores de que la vida del rey Leovigildo llegaba a su fin. En ese
momento decidió el retorno al reino godo, donde fue el mejor consejero de tu
padre Recaredo y el alma del Concilio III de Toledo, en el que se consiguió la
unidad del reino, por la que él tanto había luchado.
—Mi señor Swinthila, general de los godos, hijo de Recaredo, habréis de
saber que vuestro padre estaba carcomido por unos remordimientos
tremendos; se sentía indirectamente culpable de la muerte de su hermano.
Recaredo adoraba a Hermenegildo. Creo que Leandro nunca llegó a revelar a
Recaredo la existencia de Atanagildo. Conociendo el carácter de vuestro
padre, sé que se hubiese sumido en profundas dudas sobre la legitimidad de su
poder. Pero, para los godos, Hermenegildo no había sido nada más que un
traidor a su país y a su raza; el causante de muchas muertes en una guerra civil.
En aquel momento, Recaredo estaba uniendo las dos religiones del país
enfrentadas una con otra. No, Leandro consideró que no debía desvelar el
secreto, que aquel niño estaba a salvo en la corte bizantina donde se criaba
con los hijos de Mauricio. Pensó que más adelante, cuando la situación fuese
más estable, encontraría el momento propicio para hacerle aquella revelación
a Recaredo, pero, como quizá sabréis, mi hermano Leandro falleció
repentinamente. Yo nunca estuve tan cerca de Recaredo como Leandro lo
estuvo, y tampoco consideré que fuese el momento oportuno para desvelar a
vuestro padre lo que mi hermano me había confiado.
Swinthila, no contento con aquellas explicaciones, quiso recabar más
datos:
—En el cerco de Cartago, cuando mi padre enfermó, había un hombre.
—Sí. Mi hermana Florentina también lo vio. Estoy seguro de que era
Atanagildo.
—¿Vive…? ¿Dónde está…?
—No lo sé. Hay un hombre que lo sabe todo sobre él.
—¿Quién…?
—Samuel, el judío. En tiempos de Witerico volvió a Hispalis y ahora vive
en la judería, lo encontrarás allí. Pero no confíes en él. Está lleno de odio.
Odia todo lo que sea visigodo, y a todo lo cristiano… Y quizá tiene cierta
razón en odiarnos…
—¿Cómo podéis decir eso?
—Cuando llegaste al scriptorium me oíste dictar una carta.
—Sí. Escuché lo que decíais.
—Sisebuto ha obligado a convertirse a todos los judíos. Los ha bautizado
a la fuerza…
—Muy propio de él… —afirma Swinthila despectivamente.
—Está obsesionado con la fortaleza del reino, con un solo estado y una
única raza. Quiere machacar a los judíos y a todo lo que se oponga a su idea
de una nación unida por el poder central de los godos. Se cree investido de
razón y que, sobre él, está la mano de Dios; es un loco megalómano.
—Estoy de acuerdo con vos… —asiente el godo.
—No conseguirá nada forzando a los judíos a conversiones obligadas.
Sisebuto ha demostrado un celo imprudente al intentar conseguir la unidad
católica de todos sus súbditos. Ha amenazado con la expulsión o la muerte a
todos los judíos que no se bauticen. Muchos lo han hecho debido a las
amenazas, pero no son cristianos de corazón. Sin embargo, ahora ya está
hecho, por lo que no puede volverse atrás. La Iglesia ha reconocido que los
bautismos son válidos. Cualquier retractación de un judío convertido a la
fuerza será considerada como apostasía y hará que sea condenado a muerte,
destierro o expropiación. Samuel ha sido uno de los muchos obligados al
bautismo. Todo el odio que de siempre albergó contra los godos se ha
multiplicado.
—Mi madre, la reina Baddo, me hablaba en una carta de un renegado…
—Ella no sabía que Atanagildo se había salvado, pero desconfiaba del
judío. Samuel era médico y atendió a tu padre en el lecho de muerte… Creo
que ella sospechaba que alguien podría haber facilitado la muerte de
Recaredo, aunque siempre pensó que eran sus enemigos políticos, Witerico y
el partido godo. Solo muy tardíamente, antes de ser ejecutada, sospechó que
alguien penetraba en la cámara de Recaredo envenenándole el cuerpo y la
mente.
—Yo creo que alguien, a quien no conocemos, estaba en la habitación del
enfermo sus últimos días… Yo era niño y recuerdo que mi padre estaba muy
asustado, creía ver a Hermenegildo… Ahora pienso que ese al que creía ver
mi padre no era un fantasma sino alguien real. Posiblemente, Atanagildo. De
todos modos, ¿cómo pudo penetrar en la cámara de mi padre sin que la guardia
lo advirtiese? ¿Creéis que el judío pudo estar implicado? ¿Creéis que lo
envenenó?
—No, no lo sé, vuestro padre estaba gravemente enfermo, a una persona
ducha en el arte de la medicina le es fácil no aplicar el remedio adecuado en
el momento oportuno…
Callan los dos. En el reino de los godos hay muchos enemigos que se
oponen a la casa real baltinga. Más de los que Swinthila nunca ha pensado.
Isidoro habla de nuevo. Sus palabras son de perdón y concordia. Swinthila no
le escucha, ya conoce lo suficiente. Solo tiene ya una idea: debe encontrar al
judío.
En el barrio judío

El hijo de Recaredo se expresa con palabras de paz, diciéndole a Isidoro todo


lo que este desea oír, asegurándole que, cuando él sea rey, actuará con
comprensión y clemencia. De modo curioso, en el momento en que pronuncia
estas palabras, Swinthila las siente como ciertas. Quizás el contacto con un
hombre que se dedica a hablar del bien y de la verdad le transforma durante un
breve lapso de tiempo. Quizá si Swinthila no hubiera sido quebrantado por la
vida, no hubiera sido un hombre tan duro, tan curtido por la adversidad, tan
ajeno a cualquier compasión; pero, ahora, vive inmerso en el odio, la
ambición y la venganza. Quizá si la ambición no le dominase, su boca hablaría
con palabras de verdad.
Poco después, al cruzar las calles de la ciudad, llenas de gente, dejando el
río atrás, Swinthila retorna a su ser y la rabia brota de nuevo en su corazón.
Una furia honda, continua, que le mantiene vivo y que hace que todo en su vida
gire alrededor de un único centro: recuperar el poder, vengarse de los
enemigos que le han despojado del trono asesinando a su padre, Recaredo, y
ejecutando a su madre.
Nunca hubiera podido suponer que en el misterio que rodeaba a la muerte
de su padre estuviese implicado un judío. Swinthila los desprecia; como los
han despreciado antes sus antepasados. Y es que Swinthila es un godo, un
germano orgulloso de una raza, que se cree superior a las demás: a los
hispanorromanos, un pueblo degenerado; a los bizantinos, a quienes ha
vencido repetidamente; a los demás pueblos germanos. Él es godo, y se
vanagloria de serlo.
Camina con paso decidido entre las blancas casas de la aljama. Los
hombres y las mujeres de raza hebrea que atraviesan las calles poco
concurridas a la hora del mediodía, probablemente se preguntan por qué él, un
godo, se atreve a traspasar el barrio más allá de la catedral, el lugar donde
escasamente acceden los incircuncisos. Swinthila aprieta la empuñadura de la
espada con fuerza. Con insolencia observa a los judíos que se cruzan en su
camino; ellos bajan la vista aparentando sumisión ante la figura de un militar
godo.
Swinthila pregunta por la casa de Samuel ben Solomon. Una mujeruca de
aspecto asustadizo le indica una callejuela; al final de ella, entre muros
blancos, encuentra un gran portalón de madera oscura, en el que se abre una
puerta más pequeña. Golpea la aldaba y el portero, un hombre con bonete y
largos bucles, sale a abrir. Tras un forcejeo verbal con él, finalmente,
Swinthila consigue que le dejen pasar.
La casa ha sido recientemente remozada y decorada con lujo: mosaicos de
mármol, importados desde Siria, grecas al fresco en las paredes, lámparas de
oro que iluminan suavemente las estancias interiores. Allí han morado
generaciones de judíos, que, con Samuel, han alcanzado el culmen de su
riqueza. La familia se jacta de haber habitado en las tierras hispalenses, mucho
antes de que llegasen los romanos. Se consideran más hispanos que los
propios hispanorromanos. Seguramente, es así.
Le ofrecen aceitunas negras y vino blanco, un vino seco, dorado y frío que
se le sube ligeramente a la cabeza. Es mediodía. Al fin Samuel aparece. Un
hombre de nariz ganchuda, labios carnosos y curvados, con pelo encanecido
de entradas profundas. Su rostro es un rostro fuerte, decidido, los ojos de
color oscuro, casi negros, muestran una expresión entre dolorosa y endurecida.
—¿Qué se os ofrece, noble señor…?
—Mi nombre es Swinthila. Soy hijo del finado rey Recaredo…
El judío le observa con una expresión indescifrable.
—No podéis negarlo, sois la viva imagen de vuestro abuelo el rey
Leovigildo… —se expresa al fin Samuel, y después continúa con amargura—,
a quien el Dios de mis padres confunda… Bien dice la Escritura: «El Señor
dispersará a sus enemigos, sus adversarios huirán delante de él como se disipa
el humo, como se derrite la cera en el fuego…». Así desaparecerán los
impíos, delante del Señor. Así desaparecerá la casta réproba del rey
Leovigildo…
Aquellas palabras suponen un insulto difícil de ignorar, y Swinthila se
indigna ante aquel hombre, de una raza servil, que es capaz de denigrar al gran
rey Leovigildo. No obstante, el judío le interesa, por lo que acalla su furia
para lograr su confianza. El judío conoce parte del secreto; por ello, Swinthila
intenta que no le afecten sus palabras altaneras, tratando de ganárselo.
—He estado hablando con el obispo Isidoro. Me relató una antigua
historia. Vos acompañasteis a Ingunda y a su hijo a Constantinopla…
Samuel levantó la cabeza, en sus ojos reaparece un antiguo sufrimiento, los
recuerdos de un pasado doloroso le laceran el alma.
—Casi muero en el naufragio causado por el ataque de las naves de
vuestro abuelo Leovigildo —responde el judío—, de mal recuerdo para
nosotros, los judíos… El Dios de Abraham le hunda en los infiernos…
Hicieron zozobrar la nave donde iban los inocentes, los miembros de su
propia familia…
De nuevo, Swinthila se enfurece y solo con un gran esfuerzo consigue
dominar la ira que barbotaba en su interior; al fin calla mientras el judío
prosigue:
—Yo crie a Atanagildo, le acompañé durante toda su infancia. No podía
volver a las tierras hispanas. Vuestro abuelo expulsó a mi padre de su casa, le
expropió toda su hacienda como venganza por haber albergado a
Hermenegildo… Cuando se vio sin la herencia de sus antepasados, mi padre
murió de tristeza.
Se hace un silencio muy tenso en la sala. Samuel no puede perdonar al que
ha causado la desgracia de su padre y el oprobio a su familia. El judío
prosigue:
—Cuando regresé a mi tierra, no encontré a nadie de los míos; esta casa se
encontraba en ruinas…
Swinthila observa, detenidamente, la faz del judío. Aquel hombre parece
conocer lo que le interesa y eso es lo único que a él le importa; por lo demás,
los sufrimientos que pueda padecer un hombre, y sobre todo un judío, no le
conmueven.
—¿Qué sabéis de Atanagildo…?
—No sé nada, quizás ha muerto. —El judío habla con tristeza.
—No lo creo.
—Pues la verdad es esta. Ardabasto me abandonó antes de la muerte de
vuestro padre. Dejó estas tierras hispanas, adonde había venido conmigo, y
regresó a Bizancio. Allí llegó a emparentar con la casa real, se casó con
Flavia, hija de Mauricio; pero en el año del señor 602, el emperador Mauricio
fue asesinado en la rebelión de Focas, y con él toda su familia… Todos
murieron, el mismo Ardabasto fue asesinado. Pero yo ya no estaba con él. En
aquella época yo me encontraba en Hispania, sirviendo al noble rey Witerico,
a quien el Dios de Abraham guarde muchos años, el que me devolvió las
posesiones de mi familia.
—Para recompensaros la traición a mi padre Recaredo…
—Me insultáis al llamarme traidor…
El judío se enerva, Swinthila conserva su aplomo, cada vez está más
seguro de que aquel hombre puede revelarle muchos aspectos del pasado que
él ignora. Entonces Swinthila prosigue:
—Mi padre vio a un hombre en el sitio de Cartago Nova.
—¿Sí…?
—Sé que era Atanagildo.
—Puede ser… pero Atanagildo ahora está muerto.
—La abadesa de Astigis también le vio en aquella época, vio a un hombre
llamado Ardabasto.
Samuel se intranquiliza.
—No sé nada de ese hombre.
—Era la viva imagen de mi tío Hermenegildo y tenía una cicatriz en la
garganta.
—Os digo que no sé nada. Nada para un hombre que pertenece a la raza
goda.
«Por lo tanto, sabe algo para alguien que no sea godo», deduce Swinthila,
y prosigue:
—¿Odiáis a los godos?
—Sí. Vuestro abuelo Leovigildo causó la muerte del hombre que yo más
he admirado, el príncipe Hermenegildo, el que me aceptó para luchar en su
ejército y me formó como hombre. Después Leovigildo trató de exterminar de
un modo inicuo a la esposa y al hijo de este hombre admirable. Además,
provocó la ruina de mi familia por haber acogido a Hermenegildo cuando
huía. Confiscó todos sus bienes. Más tarde, su sucesor Recaredo, vuestro
padre, convirtió en siervos a mis hermanos de raza. Ahora, el noble rey godo
Sisebuto me ha obligado a abjurar de la religión de mis padres… Aborrezco
todo lo que sea godo…
—Servisteis fielmente a un godo, al hijo de Hermenegildo…
—Hermenegildo no era propiamente un godo, no descendía de Leovigildo
sino de los pueblos del norte. Hermenegildo era justo, no persiguió a mi raza,
sino que nos ayudó. Yo y mi padre le estuvimos siempre agradecidos. Por ello
protegemos a…
En ese momento, Samuel se calla. Swinthila ya no consigue que hable más.
Hay algo que el judío oculta. El godo intenta sonsacarle lo que sabe, ya con
ruegos, ya con amenazas o con insultos. Cuando la voz de Swinthila sube
demasiado de tono, los criados de la casa entran en la estancia; rodeándolo, le
obligan a salir de allí.
Aquella noche, en la fonda donde se hospeda, Swinthila saca la copa y
decide beber de ella una vez más. Nuevamente se encuentra con fuerza para
dominar a todos sus enemigos. Ahora posee la copa de poder. Sabe, además,
que su padre no fue atacado por un fantasma sino por alguien vivo que atenta
contra su estirpe; alguien a quien debe encontrar.
Cuando el alba tiñe rosácea la mañana, en el frescor de la amanecida,
Swinthila reemprende el camino hacia la ciudad regia de Toledo.
El eclipse

Entre las ramas de un antiguo bosque de robles y encinas, Swinthila divisa los
recios muros de la capital del reino iluminados por la luz fuerte de un sol en su
cénit. Más allá de la urbe, el astro solar, brillante y blanco, alumbra con fuerza
una planicie ondulada que parece no acabar nunca. Trinan los pájaros entre las
ramas de los árboles, posándose en los matojos del cortado que ha excavado
el río.
De pronto, la naturaleza se torna muda, se hace un silencio extraño, la luz
clara y blanca de la mañana se transforma en amarillenta; lentamente va
cambiando su color. El día se oscurece. Swinthila siente miedo. ¿Qué está
ocurriendo? Mira al sol, pero no logra verlo con claridad, las copas de los
árboles se interponen entre el cielo y su pupila. Algo le está ocurriendo al sol.
Entonces, en la memoria del general godo se abre el recuerdo de Sisebuto, su
obsesión por los fenómenos astronómicos. Tiempo atrás, el rey había
pronosticado que los años siguientes serían pródigos en fenómenos estelares y
el sol perdería en algún momento su luz. Según él, aquella sería la señal para
que una nueva era se iniciase.
Sobrecogido, Swinthila permanece en el bosque, y ve cómo en el río se
refleja un sol que no está tapado por las nubes, al que cubre una ominosa
sombra oscura, disminuyendo su luz. El brillo solar es ahora más tenue,
ambarino, casi rojizo: la planicie y la ciudad muestran también otro color. El
sol se cubre por entero con un disco sombrío, se convierte en un anillo que
proyecta rayos brillantes. Los pájaros han dejado de cantar y la naturaleza
parece muerta. Todo es irreal y mágico. Las vides, los olivos, los campos de
trigo, extendiéndose en la lejanía, han adoptado una coloración parda.
Swinthila permanece quieto, evitando aquella luz dañina para la vista; deja
pasar el tiempo, erguido y envarado en lo alto del caballo, que no emite ni un
ruido. Al fin, el anillo de luz que rodea al disco solar oscurecido lanza un rayo
más intenso y lentamente el sol se va desvelando. Por último, el campo
recupera sus colores vivos, el trinar de los pájaros se deja oír y el caballo
relincha, como afirmando que todo ha acabado.
Aquel prodigio solar le parece a Swinthila un augurio; algo en el reino va
a cambiar y él será el catalizador del cambio. Espolea el caballo rumbo a la
ciudad; ahora Swinthila sabe muchas cosas sobre su pasado, sobre quienes
traicionaron a su padre y a su hermano, sobre los que le alejaron del trono.
Aún tiene dudas sobre quién estuvo detrás de la conjura que destronó a su
padre y humilló a su familia. En Swinthila hay, únicamente, una idea: la
venganza y una ambición: recuperar el trono que debe ser suyo.
Ahora su porvenir está claro.
En el eclipse le aguarda su destino. Swinthila, un astro aparentemente
menor, cubrirá al sol del rey Sisebuto y, para que nada impida su gloria, hará
que muera, se deshará del mediocre hijo del rey, recuperando al fin lo que, por
nacimiento y valía, considera suyo. Restablecerá la estirpe de los baltos. Se
considera superior a todos; los hombres débiles quedan atrás: el endeble
Liuva, quejumbroso y llorón, el indulgente Nícer, duque de Cantabria, que
consintió que la copa fuese tomada de donde Recaredo la había escondido, y
su enemigo Sisenando, el hombre que ha sido vencido en la campaña del norte.
El caballo resbala por la cuesta que desciende hasta el Tajo. Más adelante
el camino se abre y, bifurcándose en dos ramales, uno de los cuales termina en
el gran puente que construyeron tiempo atrás los romanos. Swinthila enfila
aquel sendero. Al acercarse a la ciudad de sus mayores, escucha las
campanas, repiqueteando alegremente el mediodía. En la corte encontrará de
nuevo a víboras humanas, despedazándose mutuamente para conseguir el
poder. Swinthila los detesta, imbuido del íntimo convencimiento de que solo
él es el legítimo heredero de Recaredo; los demás usurpan algo que no les
corresponde y, por tanto, deben ser sometidos.
De entre los matorrales, surge una pequeña serpiente que cruza el camino y
asusta al caballo del general godo. Este lo contiene con mano fuerte y continúa
su camino hacia la vega del río. A lo lejos, los campesinos inclinados sobre el
campo retiran las malas hierbas, sin levantar los ojos de la tierra.
Una labradora joven detiene su trabajo y fija con descaro su vista en la
figura del general godo. Muchas mujeres le han observado así a lo largo de su
vida, con la admiración con la que se contempla al hombre fuerte, decidido.
Ahora bien, entrado en la treintena, le importan menos las mujeres, solo quiere
recobrar lo que es suyo, le importa el poder. La campesina mantiene su mirada
en él, contemplando su descenso por la cuesta hacia la vega del río, mientras
domina con una sola mano el caballo. La moza pone sus manos en la cintura y
se inclina hacia un lado riendo zalamera.
Franquea el puente y la guardia de la muralla le saluda, rindiendo
reverencia al noble Swinthila, general del ejército visigodo. Se siente
orgulloso de sí mismo y, ahíto de soberbia, le parece escuchar el murmullo de
admiración de los viandantes. Asciende por las callejuelas de la ciudad hasta
un lugar cercano a Santa María la Blanca; una antigua domus romana, el lugar
palaciego que el rey Sisebuto ha donado a su hija Teodosinda al contraer
matrimonio.
Las puertas están abiertas y Swinthila accede al interior; al fondo se
escucha una fuente con su ruido melódico y armonioso. Ya en el atrio, la
servidumbre le ayuda a despojarse de las armas. Un muchacho, su hijo
Ricimero, se abalanza hacia él. Es ya casi un adolescente, un germano de
cuerpo vigoroso y rasgos decididos; será el continuador de la estirpe. Detrás
del chico, su hija Gádor inclina la cabeza y dobla la rodilla saludándole con
una pequeña reverencia protocolaria; Swinthila la observa con deleite, una
niña de cabello tan rubio que parece blanco y ojos color verde agua.
Al fin ha llegado a su hogar, al lugar adonde se vuelve, al descanso del
guerrero. Tras el gesto cariñoso de la niña, él se encamina a su aposento.
Cuando se ha despojado de la capa y comienza a desvestirse; sin hacer ruido,
Teodosinda penetra en la habitación. Es una mujer pequeña, de tez blanquísima
con ojos azules de mirar suave, el pelo canoso y la figura deformada por los
partos. Al ver la cara de su consorte, Swinthila la recuerda joven, siempre
tímida y asustadiza, siempre insegura. Nunca ha sido hermosa, pero ahora,
prematuramente envejecida, Swinthila percibe con claridad que parece más
una madre que una esposa. Cuando Gelia y él, aún niños, llegaron a la
fortaleza de Sisebuto, ella, mayor que los dos hermanos, les acogió,
cuidándoles. Teodosinda posee esa capacidad maternal de la que gozan
algunas mujeres, la capacidad de intuir lo que el otro necesita sin preocuparse
demasiado de sí misma. Nunca fue una amante sino una amiga y consejera para
él, quien la traicionó en múltiples ocasiones. El hijo del rey godo, por un lado,
la desprecia por su falta de belleza y por su debilidad, pero, por otro, se siente
confortado y acogido a su lado. Es la única persona en la que Swinthila es
capaz de confiar un poco; pero, a menudo, su amor vigilante y tierno le cansa.
Al ver a su esposo, el rostro de Teodosinda enrojece, como si fuese
todavía una jovencita; se dirige a él con voz tímida:
—Mi señor, lleváis muchos meses fuera, no hemos tenido noticias
vuestras. El rey, mi padre, ha preguntado repetidamente por vos. Se me ha
dicho que en cuanto lleguéis, debéis dirigiros a palacio.
Swinthila hace una mueca que no es claramente una sonrisa mientras le
espeta:
—¿No tendré tiempo de reposar después de tan largo viaje…?
—El rey quiere veros —repite ella.
—Estará impaciente por contarme el eclipse —se burla—; finalmente sus
cálculos fueron acertados, no se equivocó ni en el día ni en la hora.
—Mi padre piensa que se ha equivocado…
Swinthila levanta las cejas preguntándose en qué. Desde que es rey,
Sisebuto suele estar demasiado orgulloso de sí mismo para equivocarse o
dudar. Ella continúa:
—Mi padre se ha equivocado en la confianza que había puesto en vos.
—¿Qué queréis decir?
—Mi señor Swinthila…
Teodosinda se detiene y lo mira con aquellos ojos suyos un poco saltones,
muy penetrantes.
—Mi señor Swinthila, tenéis enemigos que quieren deshacerse de vos.
—Lo sé, Sisenando…
—Él mismo y el viejo Chindasvinto… Ha resultado muy extraño para
todos que el mejor general del reino se ausente de la guerra en el momento en
el que los godos están siendo derrotados por los roccones. Os han acusado de
traición.
Swinthila gruñe, enfadado:
—¡Yo no comandaba la campaña del norte! Ellos mismos se opusieron
porque pensaron que ya había tenido bastante gloria con la victoria contra los
bizantinos; ahora, les tocaba ganar a ellos —dice con ironía—. No es mía la
culpa si no saben conducir un ejército…
—Pero se os vio en el norte y después desaparecisteis, Chindasvinto y
Sisenando os han acusado de pasar información al enemigo. Se os culpa de
haber traicionado al rey…
—¡Tonterías…! —responde, sintiéndose intranquilo—. ¿El rey ha creído
esas patrañas?
Ella prosigue suavemente para no excitar más su cólera:
—Ya sabéis cómo es… le influyen mucho las habladurías y vuestros
enemigos han aprovechado cumplidamente vuestra ausencia. Os aconsejo que
os presentéis cuanto antes en palacio.
—Antes necesito comer y beber algo… Vengo de un largo viaje —solicita
ya algo más calmado.
Teodosinda se retira con una reverencia dispuesta a prepararlo todo.
Pronto entran criados con una bandeja en la que hay vino tinto, queso y carne
adobada. Swinthila come hasta hartarse. Durante el almuerzo, Teodosinda se
mantiene a su lado, callada. Después le ayuda a desvestirse de los arreos
militares, Swinthila percibe que, al tocarle la piel desnuda, ella se estremece
como si fuese aún una doncella; pero él no tiene tiempo para el amor. Permite
que ella le ayude a ponerse el traje de corte, una túnica recogida por un
cinturón ancho de cuero, que termina en una hebilla recamada en piedras
preciosas. Teodosinda le coloca el manto, ciñéndolo con una fíbula, e
introduce en la vaina de su cintura una espada de doble filo, la que heredó de
Recaredo.
Swinthila acaricia la cabeza de Teodosinda como se hace a un perrillo que
ha cumplido su cometido. Ella sonríe y se inclina acercándose a él, haciendo
una reverencia profunda.
—Cada día que habéis estado fuera, se me ha figurado eterno… —susurra
ella—, os he recordado cada instante.
—Yo también a vos, mi señora… —afirma él a su vez, pero ella sabe muy
bien que no es así.
—Temo por vos… Sisenando os aborrece.
—¿Ha regresado ya de la campaña del norte?
—Hace más de dos meses. Le rodea una camarilla que lo adula. Ya los
conocéis… Os denigran en privado. No se atreven a hacerlo en público,
porque saben que sois el esposo de la hija del rey.
—Sí —dice presuntuosamente Swinthila—. Me envidian. Yo soy el mejor
general que nunca han tenido los godos. Saben que he conducido con gloria
una brillante campaña en el sur; una campaña que destruyó casi por completo
el poder del Imperio bizantino sobre las provincias más meridionales del
reino visigodo… Vuestro padre no me dejó acabar mi obra.
—Mi padre quería la paz…
—La paz o cobrarle impuestos a los imperiales… —la interrumpe
Swinthila con dureza—. Además, Sisenando me odia porque he logrado
vuestra mano, él también os quería…
Las mejillas de Teodosinda enrojecen suavemente.
—Él quiere solamente el trono de los godos… Yo siempre os he amado,
siempre he sido vuestra…
—¡Tuvisteis muchos pretendientes…!
—Que supe evitar… me buscaban porque era noble y rica. No me amaban,
lo sé. Vos tampoco.
Le contempla anhelante, deseosa de escuchar las protestas de amor de él;
pero Swinthila no se conmueve. La devoción que le profesa, a él le parece
enternecedora y absurda; por ello, Swinthila la considera tonta y débil; así que
solamente dice:
—No he sido un marido afectuoso, no he colmado vuestras expectativas…
No os he dado una buena vida…
—Yo he buscado en vos lo que nunca me habéis querido dar… Solo la
venganza os interesa. Hay en vos una coraza de rencor…
Swinthila no contesta a sus palabras, siempre lastimeras, siempre
demandantes de amor, algo que él no es capaz de darle; después la abraza, la
cabeza de Teodosinda se apoya en el pecho de Swinthila; y él besa aquellos
cabellos que comienzan a ser canosos. El abrazo dura un tiempo que a
Teodosinda le pareció un segundo y a él, una eternidad. Swinthila se separa de
ella bruscamente.
—Deseadme suerte y rezad para que los santos me protejan…
—Cuidaos, mi señor… —suplica ella con los ojos arrasados en lágrimas.
Después, él atraviesa los patios donde juegan sus hijos más pequeños,
despidiéndose del mayor, su hijo Ricimero, la esperanza de la casa baltinga.
Gádor, al ver a su padre con el atuendo de corte, le observa orgullosa mientras
él la acaricia.
Swinthila sale de su casa situada en la parte alta de la ciudad; desde allí se
puede ver, no muy lejana, la torre de la iglesia de Santa María la Blanca y las
callejas que descienden hacia el cauce del Tajo. Acompañado por un criado
baja la cuesta hasta la iglesia para después volver a ascender al lugar donde el
alcázar del rey godo se encarama sobre el río. El palacio, una enorme
fortaleza alzada sobre la roca, es un laberinto de salas y corredores: las
escuelas palatinas, las dependencias de la corte donde habita el rey Sisebuto,
las cocinas, una amplia biblioteca, las capillas reales, la cámara del tesoro y
tantos patios, estancias y recovecos tan familiares para él.
Antes de dirigirse a las estancias reales, Swinthila se encamina hacia las
salas que ocupa la Guardia Real, al lugar donde mora Adalberto. El capitán de
la Guardia Real, que hace meses no sabe nada de él, se sorprende al verlo y
ordena salir a sus hombres.
—Tengo la copa… —anuncia Swinthila—. Nuestra hora ha llegado…
En resumidas palabras, le cuenta lo ocurrido. Ahora que poseen el secreto
del poder, ha llegado el momento de dar un golpe rápido de mano, por eso le
confía sus planes y solicita su ayuda. Deben asaltar el trono y hacerlo por
sorpresa, de modo expedito, lo antes posible. Adalberto, que se muestra de
acuerdo en lo que Swinthila le propone, le promete que hablará con Búlgar y
otros hombres afines al partido del difunto rey Recaredo. A mediodía tendrá
lugar el cambio de guardia junto al rey; el capitán de la Guardia Palatina
enviará hombres fieles a la casa baltinga, con instrucciones concretas sobre
cómo actuar si algo le sucediese al rey. Brindan repetidamente por el buen
resultado de su empresa. Adalberto, una vez más, estará en el partido de los
vencedores.
El sol marca el mediodía y Swinthila se despide del capitán de la guardia
con un saludo militar recio y decidido.
Swinthila se demora todavía algún tiempo en una y otra estancia del
palacio, recuperando y alentando a aquellos que le son fieles, mientras la
conjura recorre la corte de Toledo.
Atraviesa los corredores del palacio, pensando que todo aquello pronto
será suyo, recuperará lo que le corresponde. Impaciente, debe aguardar ante el
salón del trono a ser anunciado. Al fin se abre la puerta y un paje grita:
—El noble Swinthila, general del ejército de su majestad…
La sala donde el rey recibe es una amplia estancia con ventanales
cubiertos por celosías a través de las cuales se puede divisar la ribera del
Tagus. El rey Sisebuto se sitúa sobre un estrado, sentado en un trono dorado
con patas terminadas en forma de garras de león. Detrás de él, suspendidas del
techo, lámparas y coronas votivas. Una de ellas es muy hermosa, decorada con
gemas, perlas y vidrios. Del centro de la corona pende una cruz de gran
tamaño, cada brazo de la cruz se retuerce rematada en varias perlas. Del
extremo inferior del aro cuelgan cadenas y argollas que componen la
inscripción votiva.
El rey viste los atributos que son propios de tal dignidad; una hermosa
diadema de oro y pasta vítrea le ciñe las sienes, se cubre con un manto y, en la
mano, sostiene el cetro de poder. Ahora es un anciano, poco tiene que ver con
el hombre que torturó a Swinthila siendo niño, el hombre a quien había temido
en el pasado, al que aún continuaba odiando. La guardia recién relevada se
dispone a su lado. Swinthila sabe que los hombres que ahora rodean al rey son
fieles a su capitán Adalberto y, por ende, a la casa de los baltos y a su
persona.
La venganza del hijo de Recaredo se acerca.
Swinthila avanza con paso firme hacia el rey, dobla la rodilla ante su
presencia y escucha la voz dura y autoritaria de Sisebuto:
—¡Habéis sido buscado por todo el reino y reclamado como traidor!
Aunque Swinthila aparenta calma, su interior tiembla ante la regia
acusación. Si realmente Sisebuto le considera un traidor, puede acabar en el
patíbulo o con todas sus tierras expropiadas.
—Me llaman traidor los mismos que no se preocupan por el reino; los que
no os sirven con fidelidad. Los que pierden las batallas mientras yo las gano.
Los que viven cómodamente mientras yo me esfuerzo. Mi señor, yo siempre os
he secundado con total lealtad.
El rey no parece mostrarse de acuerdo.
—Hace cinco meses que desaparecisteis de Toledo. Se os vio, por el
norte, en un momento en el que los cántabros nos derrotaron. Después supimos
que embarcasteis en Gigia y que al fin llegasteis a Hispalis…, ¿me podéis dar
cuenta de vuestros pasos?
—La señal de un nuevo tiempo ha llegado. El eclipse que vos mismo
predijisteis es el signo de que una nueva era se acerca. El rey Sisebuto llegará
a la cima de poder entre los godos y ya nunca será derrotado.
—¿Qué queréis decir?
—Vuestros deseos siempre han sido la línea de mi conducta… He
conseguido algo que es más preciado para vos que la mitad de vuestro reino.
El rey está expectante; Swinthila ha tocado el punto débil de aquel rey
mojigato y santurrón, aquel rey supersticioso, que precisa seguridad.
—Vos, que fuisteis capaz de predecir el eclipse, sabéis que hay algo que
concede el poder a los hombres…
Mientras pronuncia estas palabras, Swinthila se va acercando al trono, sin
que el rey dé muestras de querer impedírselo. Al llegar junto a él, prosigue en
un tono de voz bajo e insinuante.
—Mi padre no fue derrotado en ninguna batalla —asegura—, porque lo
poseía. Quizás habréis oído hablar de… una copa… del cáliz de poder.
El rostro de Sisebuto se transforma. La leyenda de la copa de Leovigildo,
la que había hecho que nunca fuese derrotado, era algo que se había difundido
por todo el reino, un rumor que hasta los niños conocían, que muchos
consideraban una leyenda. La codicia le ilumina los ojos. Si aquello era
verdad, él conseguiría afirmar su hegemonía. El cáliz de poder además
aparece en un momento oportuno, que él mismo, Sisebuto, había predicho, el
día en que se ha producido un eclipse. La mentalidad supersticiosa y estrecha
del rey se inquieta de ambición, por lo que afirma:
—Se decía que el rey Leovigildo poseyó una copa, y que en ella
encontraba las fuerzas para combatir, pero que Recaredo la perdió.
—Mi padre la guardó en un lugar seguro porque el reino estaba en paz. No
la usó en su reinado, pero sabía dónde estaba y le protegía, por eso mi padre
Recaredo nunca fue derrotado. Ahora estamos en lucha contra los vascones y
roccones, los bizantinos nos atacan de nuevo. He cruzado toda Hispania para
encontrarla y entregárosla.
Hace una seña al criado que lo acompaña, quien le acerca un bulto
envuelto en unas telas. Swinthila las desenvuelve y la copa, tan hermosa como
siempre, aparece a la vista. Es el cáliz de oro, que brilla esplendoroso bajo la
luz de las antorchas y las lámparas votivas. Con una reverencia entrega la
copa al rey, un rey culto pero, también, dado al trato con alquimistas y
nigromantes; un rey que quiere poder y necesita sojuzgar a los nobles; un rey
angustiado ante su propia debilidad y sus muchos enemigos, un rey que busca
la potestad suprema. Sisebuto extiende la mano, cuajada de anillos, hacia la
copa; la toca, contemplándola totalmente extasiado. Siente la misma
fascinación que aquel vaso sagrado ha producido en tantos.
—Para que un hombre sea poderoso debe beber sangre de la copa, sangre
mezclada con vino… —afirma Swinthila.
—¿Sangre…?
—Tendréis mi propia sangre…
Entonces, con el cuchillo, Swinthila se hace un corte en el dorso de la
mano; mana sangre que él mismo recoge en la copa. Después mezcla vino de
una mesa cercana al trono. De la copa brota un embrujo. La víctima, el rey
Sisebuto, también se siente cautivado, acerca los labios a la copa, sin casi
poder evitarlo.
Bebe.
Swinthila le mira expectante.
Ahora debe morir.
El rey mira a Swinthila con los ojos muy abiertos.
Se levanta fatigosamente del trono y cae hacia delante, desplomándose.
Se escucha su voz diciendo en voz muy baja:
—Sois realmente un traidor.
Swinthila grita pidiendo ayuda y la sala se llena de gente que es contenida
por la guardia que le es fiel.
El rey Sisebuto ha muerto.
En el norte

Únicamente logra intuir la luz, penetrando desde una esquina en aquel lugar de
tremenda oscuridad. Se escucha un ruido, el mismo de todos los días, quizás a
la misma hora, la trampilla descorriéndose y un grito; le pasan el cuenco de
barro con comida y una jarra de agua. Liuva no sabe cuánto tiempo lleva allí.
Los hombres de Ongar le han hecho responsable de la desaparición de la copa.
Le acusan de haber introducido en el lugar sagrado a un extraño que ha robado
el más preciado de los bienes de los pueblos astures. Aquel extranjero, el
godo, desapareció como si fuera uno de los antiguos trasgos de la cordillera
cantábrica.
En el valle no se han compadecido de la ceguera de Liuva. Allí, muchos le
consideran un extranjero, un hombre marcado, nacido de una madre
deshonrada, fuera de las costumbres de los cántabros. El mismo día de la
desaparición de la copa, lo habrían ejecutado de no haber mediado Efrén,
quien apeló al Senado de los pueblos cántabros. Lo condujeron hasta aquel
lugar que él no conocía y allí espera su juicio desde hace varios meses.
En su ceguera, Liuva solo adivina luces y sombras; en cambio, posee una
percepción especial para la temperatura y la humedad, un discernimiento
singular para los olores, que hace todo más doloroso. La humedad y el frío se
le introducen hasta los huesos; el olor fétido a excrementos y podredumbre, lo
marea. No puede imaginarse cuánto tiempo ha pasado desde que su hermano
Swinthila lo encontró en la ermita, desde que este le leyó la carta de su madre.
Ha contado las veces que se ha abierto la trampilla por donde le pasan la
comida, veinte, treinta… quizá más, pero posiblemente no le dan de comer
todos los días. El tiempo se le hace eterno allí, sin otra compañía que algún
grito lejano y los pasos rápidos de las ratas. Una y otra vez piensa, de modo
obsesivo, en la carta de su madre. Cuando escuchaba las palabras de la carta
de la reina Baddo, a él le ha ocurrido —quizás a Swinthila también— que, de
algún modo, el ayer parecía revivir. Todos aquellos años, que él siempre
quiso olvidar, regresaron a su mente, las heridas antiguas se abrieron de
nuevo; todavía le escuece lo ocurrido tanto tiempo atrás, requemándole las
entrañas.
No guarda rencor a Swinthila. Ya no. De niño, de adolescente, se lo habría
guardado, pero ahora no. Quizá su capacidad de sufrir se ha anestesiado con el
propio sufrimiento. Como cuando a alguien se le golpea una y otra vez en una
zona del cuerpo, hasta macerarla, y se pierde la capacidad de discriminar el
estímulo, porque un dolor continuo lacera la sensibilidad, extinguiéndola.
Liuva ya no es capaz de experimentar más amargura.
Swinthila busca lo que él un día encontró y no supo retener: el poder. De
la carta de Baddo solo le ha preocupado una cosa, la copa, la copa con la que
podría alcanzar el trono. En cambio, Liuva ha desechado tiempo atrás la
búsqueda del dominio sobre los otros, ha aceptado su propia vida limitada.
En aquellos días de soledad, ha tenido mucho tiempo para meditar la carta,
las palabras de su madre. Ella, la reina Baddo, le advertía contra algo, contra
el mal que se cebaría en su descendencia. Baddo intuía que Recaredo, su
esposo, había sido víctima de una conjura, muy sutil y venenosa; una conjura
que iba mucho más allá de Witerico; una conjura en la que estaban implicados
nobles, clérigos y colaboradores del rey. Recaredo cayó preso en una tela de
araña. La misma que después atrapó al propio Liuva.
Alguien ha movido los hilos de la trama y él, Liuva, desconoce quién es el
causante de todo; quién ha hecho que su padre muriese, quién fue el causante
de su desgracia.
A su memoria, en aquel largo período de encierro, retornan las escenas de
la cámara donde su padre agonizaba. Tras los cortinajes se movía algo, o
alguien; algo o alguien que Swinthila también percibió. De pronto, en su
recuerdo, apareció, como en un fogonazo, la faz del judío que había atendido a
su padre. Un rostro impasible ante el dolor que le rodeaba, unos ojos fríos que
no sonreían. Después, otro fogonazo en su mente, veía cómo fuera de la alcoba
de su padre, los nobles, los jerarcas de la Iglesia se reunían a conspirar en
torno a alguien. Una muerte de un rey supondría la elección de otro. ¿Pero
quién se beneficiaba de aquello? Witerico obviamente; pero ¿solo él?
Liuva se mueve, desasosegado, por la celda. Algo se le escapa en la
muerte de su padre. Intenta recabar más datos sobre aquel momento, el
momento en el que Recaredo se muere; fuera se escuchan voces, alguien
sonríe, un extranjero. Después, otra escena: él, Liuva, era ya rey; ese mismo
extranjero le presenta sus credenciales. ¿Quién era? Entonces se hace una luz
en su mente. Aquel hombre era un legado, un embajador de las Galias, del
reino de Austrasia.
El gran Recaredo, según todos, había fallecido de una muerte natural, pero
la carta de Baddo dejaba traslucir que alguien había facilitado la muerte de
aquel a quien se consideraba el más grande de los reyes godos. Baddo sabía
que una conjura se había cebado sobre su esposo, pero no era capaz de
desvelar todos los nombres. Lo obvio era pensar que Witerico era el
responsable; él había sido beneficiado con la muerte de Recaredo y aún más
con la defenestración de Liuva. Sin embargo, la reina había acusado a todos y
a alguien más, alguien más que había movido los hilos de la trama. ¿Quién
era? Quizá los francos, proverbiales enemigos en el control del occidente de
Europa.
Liuva se pregunta por qué se tortura con algo a lo que no puede dar
solución. Posiblemente, le iban a condenar a muerte. No siente miedo. Quizás
en la muerte encuentre su descanso. Ha sido monje durante los últimos años;
pero, en su alma, solo hay frialdad. Le había dicho a Swinthila que estaba en
paz, pero no era así. Le duele, profundamente, todo lo ocurrido y, sobre todo,
el hecho de haber sido privado de la luz, de los colores, de la naturaleza.
Durante años ha vivido en un mundo gris. Supuestamente, tendría que haber
encontrado en Dios su consuelo, pero no había ocurrido así. Con los monjes
había recitado el padrenuestro, pero él siempre lo había hecho
descuidadamente, porque si Dios era Padre, tenía que ser un padre como el
suyo y Liuva nunca había podido amar a Recaredo; lo había temido, lo había
admirado profundamente, pero nunca había sentido un afecto filial hacia él.
Después de su muerte, Recaredo continuaba atormentando sus sueños y él,
Liuva, se sentía de algún modo responsable de su fallecimiento. Sin embargo,
más aún, se culpabiliza de la muerte de su madre, a la que siempre había
adorado.
La carta de Baddo era una acusación y pedía una reparación del daño.
Quizá por ello, Liuva había conducido a Swinthila hasta la copa, aun sabiendo
que le podría traicionar, como así ocurrió. Liuva quería vengarse del que mató
a su madre y conseguir justicia. Justicia, sí; pero ¿justicia contra quién?
Witerico había muerto, había sido asesinado. Quizá Witerico había
aprovechado la situación, pero había más culpables. Los había, sí, y él, Liuva,
no puede hacer nada, ciego y encerrado en aquel remoto lugar de la Hispania;
por lo que aquellos remordimientos y recuerdos solo contribuyen a acrecentar
más en él la desesperación.
El tiempo transcurre, sin dejar huella, en aquel lugar en el que todo es
igual una hora tras otra, un segundo tras otro. Ponerse de pie, sentarse, intentar
rezar algo, dormir, comer, sentir hambre, hacer sus necesidades, sentir frío o
calor. Todo da igual.
Tras un tiempo, que se le antoja interminable, una mañana se abre la puerta
para dejar pasar una claridad algo más intensa que inunda su retina, y Liuva, el
rey destronado, se dispone a comparecer ante sus acusadores.
El hedor del calabozo queda atrás para dejar paso a un ambiente que le
parece límpido en comparación con aquel sepulcro inmundo donde había sido
encerrado. Lo empujan y él se cae en varias ocasiones, porque no sabe dónde
está y no puede ver lo que le rodea.
Advierte, por el rumor que se alza cuando él accede al recinto, que ha
llegado a una sala amplia donde una multitud está reunida. Le empujan atado,
vacila inestable pero logra permanecer en pie.
—¿De qué se le acusa al reo…?
Liuva escucha en su brumosa oscuridad.
—De traición a la gens que lo vio nacer, de haber introducido en el valle
de Ongar a un extranjero. De haber robado la copa de los pueblos cántabros.
—¿Quién avala esa acusación…?
El murmullo va subiendo de tono.
—Nosotros, los hombres de Ongar, los guardianes del cáliz sagrado. Lo
encontramos huyendo el día que desapareció la copa, caído en un barranco.
Había guiado hasta el santuario de Ongar a un extranjero, a un godo que se
llevó la copa sagrada. El hijo de la deshonrada ha sido cómplice del robo.
—Si esto es así, ha violado una de las leyes más sagradas de nuestras
tierras introduciendo a un extranjero en el santuario de Ongar —profiere uno
de los ancianos—; este hombre debe morir.
Dirigiéndose a Liuva, pregunta:
—¿Tiene el preso algo que alegar?
El prisionero se tambalea, se encuentra débil por la falta de comida y el
largo encierro. Al verlo tan desamparado, unos —los menos— sienten
compasión por él, otros le desprecian y alguno se siente asqueado ante el
hedor que desprenden sus ropas.
—Yo… —balbucea— he vivido entre vosotros de niño. Ahora no os
recuerdo bien a todos, pero a muchos os traté en mi infancia. Después la
desgracia se cebó en mí, no os veo y mi mano ya no está… ¡Nunca quise
traicionaros…! Conduje al extranjero hasta la copa que mi padre había
entregado a los monjes de Ongar, quería recuperar lo que había sido de mi
familia para conseguir la venganza de los que habían matado a mi padre y
ejecutado a mi madre…
La voz de Liuva se quiebra. Los acusadores lo atacan de nuevo.
—¿Reconoces que colaboraste con el extranjero…?
Liuva calla. Su silencio se interpreta como aquiescencia.
—¡Su castigo sea la muerte…! —se escucha la voz del más anciano.
—¡Muerte…! —corean todos.
Los acusadores lo rodean y lo empujan. Todo está ya perdido para Liuva.
Sin embargo, en aquel momento, en las salas de la fortaleza de las
montañas, se escucha cómo se abren puertas y resuenan botas y espuelas
contra el suelo de piedra, el ruido de muchos guerreros avanzando. Liuva
piensa que vienen a prenderle para la ejecución, que su fin ha llegado.
Un grito hace retemblar los muros de la sala:
—¡Deteneos…! Escuchad la voz de Nícer, hijo de Aster, señor de Ongar,
el duque Pedro de los pueblos cántabros.
En respuesta, una voz altiva se alza en la asamblea:
—¿Qué tienes que decirnos? ¡Amigo de los godos…! Muchos de nosotros
no estamos de acuerdo con tu política de contubernio con el godo invasor.
Nícer, acostumbrado a sus adversarios, los nacionalistas cántabros que
siempre se le oponen con parecidas acusaciones, hace caso omiso mientras
recuerda a los presentes:
—Tiempo atrás, mi padre Aster hizo estas montañas inexpugnables.
Gracias a su sistema de defensa nunca hemos sido vencidos. Yo soy el
heredero de aquel al que los moradores de las montañas veneran. Cuando yo
sucedí a mi padre, unos hombres, mis hermanos Hermenegildo y Recaredo,
recuperaron la copa sagrada para los pueblos cántabros. Los luggones la
robaron y masacraron a muchas de nuestras gentes. Mi hermano Hermenegildo
nos salvó de su opresión y nos devolvió la copa. Muchos de los que estáis
aquí presentes recordáis a Hermenegildo… muchos le guardáis
reconocimiento. Después luchasteis con él en la guerra civil en el sur. Él
murió para permitir que escapásemos… Después de la guerra, Recaredo, su
hermano, nos devolvió la copa. Desde entonces hemos estado en paz.
Ante las palabras de Nícer, aquel senado desunido se mantiene en silencio,
se hallan congregados hombres que han luchado en el sur con Hermenegildo,
hombres que han sufrido el acoso de los luggones, hombres de la costa y del
interior, algunos cristianos, muchos todavía paganos que siguen ritos
ancestrales.
Solo comparten dos cosas: todos son hombres de las montañas de Vindión
y todos consideran a Aster como un ser mítico al que temen, respetan y
admiran. Nícer, sabedor de ello, intenta conducirlos hacia el respeto a la
sangre de Aster.
—Nosotros, los hijos de Aster, el aquí presente, sobrino nuestro —
continúa señalando a Liuva—, nunca hemos traicionado a los pueblos de las
montañas. Vosotros, pueblos astures y cántabros, debéis un respeto a la
progenie de mi padre y no podéis matar al hijo de quien devolvió la copa a
Ongar…
Un hombre muy anciano de una antigua familia noble, con la cara
enrojecida por la ira, exclama:
—Las palabras que pronuncias no son verdaderas. La copa de poder era
muy hermosa, todos los ancianos la conocimos, su fondo estaba cubierto por
una piedra preciosa de ónice. Ese hombre, Recaredo, quien según tú nos la
devolvió, no lo hizo por entero. Cuando la copa llegó a Ongar estaba
incompleta, le faltaba su interior de ónice; la copa que se devolvió a Ongar no
era así…
—En cualquier caso, Recaredo devolvió la copa dorada… —se defiende
Nícer—. ¡No podéis matar a su hijo!
—¡Ha introducido a un extranjero!
—¿Qué vais a conseguir matando a este pobre ciego? ¿Recuperar la copa?
¿Conquistar la gloria? ¿Os llenaréis acaso de honor?
Todas las miradas se dirigen hacia la faz ciega de Liuva, que está
temblando de frío y de dolor; otras se posan sobre el muñón, medio oculto
entre los andrajos.
—¡Tened piedad…! Compadeceos del que nunca os dañó —prosigue
Nícer—. ¡Castigadle, sí! Incluso a un castigo peor que la muerte, pero no le
quitéis la vida.
—¿Qué propones?
—Expulsadle de estas tierras y que jure recuperar la copa de los albiones,
la copa de Ongar, para lavar su honor y recuperar su fama…
—¡Está ciego…! ¿Cómo podrá recuperar la copa sagrada…?
—En ello estará el juicio de Dios; si lo consigue… regresará con honor. Si
muere en el empeño, el mismo Dios todopoderoso castigará su culpa.
Las palabras de Nícer son fuertes y convincentes. Todavía se alza alguna
voz pidiendo la muerte, pero los gritos se acallan cuando interviene uno de los
ancianos, un hombre debilitado, casi una sombra, un hombre al que todos
respetan.
—Soy Mehiar, asistí a la caída de Albión, la que está bajo las aguas, fui
compañero de Aster. ¡No podemos matar a este hombre…! ¡Aster nunca lo
hubiera consentido! Las palabras de Nícer son sabias. Dejémosle marchar y
que él mismo labre su destino. Debe regresar con la copa completa, la de oro
y la de ónice, para que por siempre reposen en Ongar.
La veneración que todos profesan a Mehiar hace que cambie el parecer de
aquellas gentes. Las voces de los ancianos se inclinan hacia sustituir la muerte
por la vida. Sin embargo, Liuva no siente alivio; en la muerte podría hallar su
sosiego, está cansado de vivir.
Al fin el jefe de los ancianos toma la palabra:
—Sea así, que este hombre recupere la copa de Ongar o muera al
conseguirlo.
Liuva escucha voces que celebran el acto de clemencia del senado.
Alguien le suelta las manos y es empujado fuera del recinto, bajo la luz de un
sol que quema su retina, sin dejarle distinguir nada más que bultos. Los
hombres se retiran, dejándolo allí, caído en las escaleras de piedra que
conducen al lugar donde ha estado preso. El aire fresco de la mañana le
reanima. Entonces, sentado en aquel lugar, con la cabeza apoyada entre las
piernas, descansa, sin fuerzas para iniciar la marcha.
Dentro, en la sala, la reunión no ha acabado; un hombre muy alto con
rasgos endurecidos por el rencor habla. Él es de los que han pedido la muerte
de Liuva.
—No todos te obedecemos, Nícer. Ha habido paz porque la copa sagrada
nos ha protegido. Queremos saber cómo llegó el extranjero aquí. ¡Tú lo
condujiste…! Quizás el prudente y sabio Nícer —exclama en tono de burla—
tiene más que decir del paradero de la copa.
—¿Yo…?
—Sí. Tú, el aliado de los godos. El que combate junto a ellos… ¿No
tendrás que ver tú también con la desaparición de la copa en Ongar?
Se escucha un murmullo en la sala. Algunas miradas se vuelven con
desconfianza hacia Nícer.
—¿Cómo te atreves…?
—¡Escuchad! Hace no mucho tiempo, yo y mis hombres condujimos al
godo hacia Amaya, se lo entregamos a Nícer, quien sin juzgarle ni escudriñar
sus propósitos le permitió marchar hacia Ongar: incluso, uno de sus hombres
le condujo por los valles hasta la morada de Liuva.
—No conocía sus intenciones… —se exculpó Nícer.
—Incumpliste la ley que prohíbe el paso hacia el santuario al extranjero.
Tú, el noble señor de Ongar.
Otro hombre gritó:
—¡Eres tan culpable como el hijo de la deshonrada…!
Nuevamente se produce un gran revuelo, cruzándose insultos y acusaciones
entre unos y otros. Los hombres de las montañas se dividen en varios grupos;
la mayoría permanece fiel a la casa de Aster, pero los que siempre han
disentido del gobierno de Nícer aprovechan la ocasión para mostrar, a las
claras, su descontento. Al fin, se levanta Mehiar, el más respetado entre los
ancianos. Poco a poco, al verlo en pie, los hombres se van serenando. Cuando
se hace por completo el silencio, Mehiar dictamina con sabias palabras:
—Está claro que la ausencia del cáliz del destino ha traído la división a
nuestra tierra… Si tú, hijo de Aster, tienes alguna responsabilidad en la
desaparición de la copa, debes también devolverla. No es justo que un ciego
cargue con toda la culpa; además, él solo nunca podrá encontrarla. ¡Deberás
acompañar al ciego! No regresaréis a las montañas hasta que retornéis ambas
copas, la de ónice y la de oro, a Ongar.
Un rumor aprobatorio recorre la sala. Nícer baja la cabeza. Se siente viejo
y cansado para emprender el largo viaje hacia donde quiera que esté la copa.
—Acato las órdenes del senado cántabro. Es posible que vaya a la
muerte… —afirma Nícer—. Os ruego que la herencia de Aster pase a mi hijo
mayor para que ocupe su puesto sobre las tierras de Ongar.
Los ancianos en representación de todas las gentes de Ongar aceptan la
petición de Nícer, acatan a su hijo como a su sucesor. El duque de los
cántabros abandona la sala. Fuera, en la escalera, en la misma posición que lo
habían dejado, encuentra a Liuva. Se acerca a él tocándole en el hombro. El
ciego, con la sensibilidad que ha desarrollado a lo largo del tiempo que ha
vivido en la oscuridad, percibe inmediatamente la presencia de Nícer y,
girándose lentamente hacia él, le habla en un tono preñado de amargura:
—¿Por qué lo has hecho…? ¿Por qué me has librado de la muerte…? Yo
quiero morir, quiero descansar, la vida no me atrae.
Nícer, reconviniéndole como cuando era niño, le dice:
—Tienes un deber, debes recuperar la copa. Yo también lo tengo, al fin y
al cabo yo fui quien te envió a aquel que la robó. He sido también enviado. Iré
contigo, se lo debo a Recaredo, que me nombró duque de los cántabros, se lo
debo a Hermenegildo, el más noble entre los hombres…
—¿Vendrás conmigo…?
—Es mi castigo por confiar en el hombre del sur. Además, hay algo más.
Conseguí la carta y me la hice leer. Hay algo en ella que indica que hubo una
conjura que mató a mis hermanos y estoy dispuesto a descubrirlo. Se lo debo a
ellos.
Así fue como los dos hombres se unieron, emprendiendo el camino en
busca de la copa sagrada. Era preciso que algún superviviente de la sangre de
Aster cumpliera su destino.
Swinthila, rex gothorum

En Toledo, en la iglesia de Santa Leocadia bajo el humo del incienso y los


cantos de los monjes, Swinthila es coronado rey de los visigodos. El obispo
de la sede lo unge con el óleo sagrado, como a los antiguos reyes bíblicos,
como a David, como a Salomón. El aceite bendecido indica la protección
divina; nadie puede poner las manos sobre el ungido del Señor. La unción se
realiza ante la mirada servil y halagadora de unos, envidiosa y resentida de
otros. Junto a él, el obispo Isidoro, el noble Adalberto, los nobles fieles a su
persona.
El momento de Swinthila ha llegado. No le ha sido fácil llegar a la corona.
Tras la extraña muerte de Sisebuto, el partido nobiliario reclamó que se
obedeciese la costumbre de la elección real. Ellos tenían un candidato,
Sisenando. Frente a ellos, el partido de la casa baltinga proponía a Swinthila,
el mejor general del reino y además hijo del gran rey Recaredo. Sin embargo,
muchos rechazaban a Swinthila, se rumoreaba que algo había oculto en la
muerte del rey, ocurrida justamente en el momento en que Swinthila había
llegado a la corte, inmediatamente después de presentarse ante el rey. Se
sospechaba que el general godo estaba implicado en la muerte de Sisebuto.
En la ciudad de Toledo hubo revueltas y luchas entre los que apoyaban a
uno y otro candidato. Finalmente se llegó a una solución de compromiso. Se
mantendría en el trono a Recaredo II, el hijo del finado rey Sisebuto, que él
mismo había asociado al trono. La Iglesia apoyó la elección.
La decepción de Swinthila y la de los suyos no conoció límites; por lo que,
en cuanto se produjo la coronación de aquel débil rey Recaredo II,
comenzaron de nuevo las intrigas. El partido realista se fortaleció; quizá la
copa de poder hizo más hábil a Swinthila. Gelia, su hermano, pareció ponerse
de parte del nuevo rey, pero apoyaba a Swinthila en la sombra. Así, Gelia, que
se había educado en la corte y conocía a los principales del Aula Regia, los
encaminó hacia el partido de Swinthila.
A los dos meses de haber sido elegido rey, el joven Recaredo II falleció en
circunstancias que no fueron nunca aclaradas. Era demasiado joven e
inexperto para ocupar el complejo trono de los godos. La marea de la
ambición y del poder se lo llevó. Nunca se supo si alguien del partido de
Sisenando o del de Swinthila lo causó.
Una vez más, tuvo lugar una nueva elección real. Los afines a las clientelas
nobiliarias de la casa baltinga, los leales a Recaredo, miraban a Swinthila con
esperanza. Anhelaban un reinado fuerte, justo y en paz como el de su padre.
Swinthila, el invicto, general del ejército godo, podría llegar a ser un rey
poderoso, recordado en los anales por su fuerza y energía. Un rey que sabría
castigar a los que se le opusieran y recompensar generosamente a los fieles. El
partido de Sisenando perdió adeptos; sus recientes derrotas con los vascones y
su posible relación con la muerte del último rey godo lo desaconsejaban como
el candidato idóneo.
Finalmente, Swinthila fue elegido rey y ahora era ungido con óleo y ceñido
con la corona real por el obispo de Toledo.
Entre el incienso y los cantos sagrados, la reina Teodosinda parece no
hallarse en el lugar de la ceremonia; se inclina ante el nuevo rey, aquel a quien
amó. Arrugas de tristeza marcan su rostro. El extraño fallecimiento de su
padre, la aún más misteriosa muerte de su hermano, la han hecho más retraída,
más tímida. Su rostro, antes amable, está velado por sombras de desolación y
su corazón está repleto de sospechas.
Ahora es Gelia quien rinde pleitesía al nuevo rey. Junto a Gelia, se van
postrando muchos nobles que amaron al gran rey Recaredo y que consideran a
Swinthila su legítimo sucesor. Todos doblan su rodilla ante Swinthila en señal
de sumisión y de respeto. Uno a uno los principales del reino, los que forman
el Aula Regia, le juran fidelidad.
Un hombre, de unos sesenta años, de gran estatura, con aspecto germano,
ojos claros y cabello que un día fue rubio y ahora es plateado, rinde pleitesía
al rey. Es Wallamir, él ayudó a Hermenegildo en su última huida, fue el amigo
incondicional de Recaredo, el que salvó a Swinthila de niño de las garras de
Witerico. Tiempo atrás, fue recompensado con haciendas y siervos, lejos de la
corte de Toledo, en la Lusitania. Había vivido allí, en las tierras cercanas al
mar que conduce al fin del mundo conocido, administrando y defendiendo sus
campos, lejos de las luchas intestinas de la corte. Había conseguido
mantenerse al margen de las constantes intrigas y persecuciones. Wallamir, un
hombre de prestigio entre los godos, rinde sumisión al nuevo rey, mientras
dice:
—Pedí al Dios misericordioso que me permitiese, antes de morir, ver a un
sucesor de la casa de vuestro padre en el trono. Yo he servido con fidelidad al
linaje de los baltos. Veros ocupando el trono de los godos ha sido la mayor
recompensa…
Wallamir se conmueve al decir estas palabras y logra transmitir a
Swinthila esa misma emoción. Muchos otros acatan al rey, pero ninguno de
ellos tan afín a Swinthila como el noble Wallamir.
Otro hombre avanza, se llama Búlgar, el compañero de Adalberto y de
Liuva en las escuelas palatinas. Al arrodillarse ante el nuevo rey, pasa revista
a los males que los adversarios de la corona baltinga le han hecho sufrir: ha
sido privado de su dignidad social y de sus bienes, confinado a diversas y
lejanas tierras, padecido vejaciones y tormentos, hambre y sed. Ahora solicita
clemencia, que le sean devueltas sus tierras y el cargo que ocupó en tiempos
de Recaredo. El nuevo rey ordena que así se haga.
Swinthila se engríe; su poder es, ahora, absoluto; hará justicia a unos y a
otros, premiando a los que han sido fieles a la casa de los baltos y
desposeyendo de sus bienes a la nobleza, siempre levantisca y desleal.
El jefe de la aljama de Toledo se presenta para rendirle homenaje. El rey
le acoge con aparente amabilidad. Necesitará dinero para las próximas
campañas y es preciso que se gane a los hombres que controlan el comercio
del reino.
El judío le habla de las conversiones forzosas de tiempos de Sisebuto.
Duramente, el rey le replica que, como dice la Escritura, lo hecho, hecho está.
Los judíos convertidos no pueden volverse atrás porque lo que se les ha
aplicado, el bautismo, constituye una señal indeleble que imprime en el alma
una marca imborrable; por ello deberán comportarse como cristianos. Si no lo
hacen así, serán perseguidos. El judío calla, pero se rebela ante tamaña
injusticia. A Swinthila le resulta indiferente la suerte de los judíos.
—Para recobrar el favor real —afirma Swinthila—, debéis buscar a un
hombre de vuestra raza, llamado Samuel ben Solomon, en Hispalis. Ese
hombre debe ser procesado y torturado hasta que confiese su papel en la
muerte de mi padre el rey Recaredo y en la desaparición del hijo del hermano
de mi padre.
El judío levanta la cabeza, se atusa la barba de color rojizo excusándose:
—Samuel ben Solomon es un hombre conocido entre los míos y de gran
prestigio. Su fortuna es incalculable pero, tras la muerte del rey Sisebuto, se
dirigió hacia las tierras bizantinas con su familia.
—Os aconsejo que lo busquéis y lo presentéis ante mí.
Dando por terminada la audiencia con el judío, el rey sigue recibiendo a
sus súbditos. Van pasando los obispos de las sedes cercanas a Toledo, entre
ellos está Isidoro. Aquel hombre ejerce sobre Swinthila una cierta
fascinación. Sirvió fielmente a Recaredo. Posee prestigio entre los
hispanorromanos y ante la Iglesia. Alguien a quien Swinthila debe ganar para
su bando, un hombre al que tendrá que doblegar para lograr sus fines.
Isidoro habla de paz. Swinthila levanta la cabeza con orgullo y afirma que
la paz es resultado de un gobierno fuerte. Para ese gobierno fuerte se necesita
la unión de todo el territorio peninsular bajo una mano firme, la suya. Es
importante reconquistar Cartago Nova y expulsar definitivamente a los
bizantinos. Al escuchar estas palabras, en el interior de Isidoro se enfrentan el
deseo de paz con la esperanza de recuperar las tierras donde pasó su infancia,
el lugar de donde su familia es oriunda. Así pues, pide justicia a la vez que
clemencia para con el enemigo.
De nuevo, como meses atrás en Hispalis, Swinthila manifiesta lo que
Isidoro quiere oír. Isidoro, en el tono retórico que le caracteriza, le responde
señalándole las virtudes que ha de poseer un príncipe: fidelidad, prudencia,
habilidad extremada en los juicios, atención primordial a las tareas de
gobierno, generosidad con los pobres y necesitados, y pronta disposición para
el perdón.
Swinthila asiente ante aquel sermón, como mostrando su conformidad;
aunque, en su interior, se encuentra muy lejos de tales planteamientos. El
obispo piensa que esas son las disposiciones del nuevo rey, pero Isidoro está
confundido. Swinthila, rey de los godos, solo piensa en el poder. Luchará y
vencerá a todos sus enemigos armado con la copa de poder, se vengará de la
muerte de su padre, no tendrá misericordia alguna.
En las montañas

Un hombre ciego caminando torpemente y otro ya mayor, pero vigoroso, se


internan por las serranías. Los picos de roca gris están pintados por manchas
de nieves perpetuas, en las laderas se extienden hayedos, tejos y robles. Liuva
se deja guiar. Nícer, duque de Cantabria, se siente fatigado, envejecido. Un
pequeño destacamento los escolta, son montañeses designados por el senado
para que comprueben que abandonan las tierras astures. Desde la fortaleza de
Amaya, en tierras de la meseta lindando con la cordillera cántabra, los dos
proscritos han de atravesar las montañas, rumbo a la costa, siguiendo los
pasos de Swinthila. Ahora no están muy lejos del santuario de Ongar.
Nícer está pensativo. Se había hecho leer la carta de Baddo, su rebelde y
nunca olvidada hermana. En sus palabras se fue desvelando el secreto, y
comprobó que el destino de los suyos iba ligado también a esa copa, al cáliz
sagrado que debería estar protegido por los hombres santos. Desde que falta la
copa, él ha perdido el ascendiente que le corresponde entre los montañeses.
Se vuelve hacia Liuva para preguntarle:
—¿Dónde está la copa de ónice?
Liuva niega con la cabeza, diciendo:
—No lo sé.
—¿Cuándo desapareció?
—Has leído lo que ocurrió, en la prisión de Tarraco: Hermenegildo
rechazó la comunión arriana que le querían administrar en esa copa. Después
no se supo más de ella… Hermenegildo huía hacia el país de los francos,
cuando fue detenido por Sigeberto…
Ambos callaron.
—¿Crees que la copa de ónice llegó a Ongar?
Liuva, cuando regresó al norte, ya había perdido la vista, por ello nunca
había podido comprobar cómo era la copa que guardaban los monjes.
—Lo ignoro… —El ciego se detiene preocupado, y después prosigue—:
Estos días pasados en prisión yo no dejé de cavilar sobre la copa, me
obsesionaba… ¿Sabes? Puede ser que alguien no quiso que llegasen las dos
copas al norte. Alguien que tenía miedo del poder excesivo que surgía de la
unión de ambas. Ese sería alguien muy cercano a la copa sagrada, a mi
padre… Alguien que conozca la historia y las propiedades de la copa…
Nícer suspira:
—A lo mejor es algo más sencillo, sin más un ladrón que la ha vendido.
Quizá nunca sepamos dónde está el vaso de ónice.
—Si hubiera sido un ladrón, se hubiese llevado la copa entera… Solo se
llevó una parte. Se llevó la que concede los bienes espirituales, la que
Hermenegildo conservó hasta su muerte. No, ha de ser alguien que busca lo
que esa copa representa, alguien perteneciente al estamento clerical…
La faz de Nícer se anima, sus ojos rodeados de estrías se iluminan.
—Quizá los monjes sepan algo… Por lo menos deberían conocer si llegó a
Ongar o no.
—Tal vez sí, o tal vez nunca sepamos nada y nuestro sino sea vagar sin
encontrar nada, que la copa no vuelva nunca más a Ongar…
—No sabemos dónde está la copa de ónice, pero la de oro, gracias a ti,
está ahora en manos de Swinthila… —exclama enfadado Nícer.
—¡Cuyo paradero ignoramos…!
—Pero, al menos, sí que tenemos alguna idea sobre qué camino tomó.
—¿Cuál?
—Me han llegado noticias de que se encaminó hacia la costa, —le explica
Nícer—, quizás allí encontremos su pista.
Los dos hombres callan. Cruzan pasadizos horadados en la montaña por el
agua desde tiempo inmemorial y abiertos al barranco; desde la altura se divisa
el río que durante siglos ha erosionado una profunda garganta en la piedra
negra. A los lados, a través de las oquedades en los túneles, el agua del
deshielo se precipita hacia el profundo cauce, como una lluvia torrencial. El
río fluye con fuerza estrellándose y saltando sobre las piedras, originando un
gran estruendo.
Más adelante, el camino continúa atravesando un puente que se bambolea
sobre el abismo. El ciego se encuentra inseguro en las tablas que penden sobre
el barranco, se agarra con su única mano a la cuerda de la pasarela, Nícer le
conduce llevándole suavemente del brazo acabado en un muñón.
La corriente fluye ahora por una estrecha angostura en la roca. Nícer mira
de frente; las paredes de las montañas están cubiertas por hayedos que exhiben
el verdor tierno de la primavera. A su lado, distribuidas por las laderas, las
encinas de montaña, de tronco oscuro y grácil, extienden sus brazos
milenarios, su color oscuro se distingue del color grisáceo del roquedo. Una
cabra roe los brotes tiernos de un haya. A lo lejos se escucha el aullido de un
lobo. Un águila eleva un lento vuelo hacia las cumbres.
Una primavera tardía ha cubierto aquel lugar, misterioso y extraño, de
aulagas.
El ruido del agua, siempre rítmico, les acompaña en el camino. Nícer
observa la marcha del ciego, premiosa e insegura. Remontan un camino, desde
lo alto se divisan las cumbres nevadas de las montañas. Deberán irse de allí,
de aquel lugar, donde ambos pasaron su infancia. Proscritos. No volver hasta
cumplir su misión. Una misión que se asemeja a un imposible. Nícer, aunque
muy fuerte, ya no es tan joven, Liuva está ciego y enfermo. No saben si
regresarán. El duque de los cántabros contempla la cordillera para llenarse de
ella.
Entre el murmullo del agua, Liuva exclama:
—¡Debemos hablar con Efrén…!
—¿Qué dices…? —grita Nícer.
—No podemos abandonar las montañas sin hablar con Efrén. Él acompañó
a Baddo. Él sabe más, estoy seguro…
—¡No podemos volver a Ongar…!
—Nosotros, no. Pero puedes hacer que uno de estos hombres se acerque al
santuario y requiera a Efrén. Él vendrá.
Nícer se detiene, mientras las palabras de Liuva prosiguen en tono
convincente:
—¡Escucha, Nícer! Efrén acompañó a mi madre hasta el final. Él tiene que
conocer algo del vaso de ónice… Debe saber por qué se ha perdido y es
posible que tenga una idea de dónde pueda estar.
—Quizá tengas razón.
—No estamos lejos de los lagos, desde allí hay una bajada de unas pocas
leguas hasta Ongar. ¡Envía a uno de los hombres…!
Emprenden de nuevo la subida de una empinada cuesta. Un viento frío
procedente de las cumbres nevadas hiere sus rostros, las manos, todo lo que
no está a cubierto. Un poco más arriba divisan un refugio de pastores. A Nícer
le duelen todos los huesos, ya no puede más. Entran en la cabaña y encienden
el fuego del hogar. Colocan las ropas húmedas junto al calor de la llama.
Nícer estira una rodilla dolorida; después, mira a aquellos hombres, los que le
acompañan, gente fiel, a quienes les duele el destierro del señor de Ongar.
—Necesito que traigáis al abad de los monjes, al hermano Efrén. Tú,
Cosme, busca al abad. Hazlo con sigilo… Somos proscritos de estas
montañas.
—Lo haré, mi señor, el abad Efrén es mi hermano…
Cosme dobla la rodilla ante Nícer y sale al frío viento de la sierra. Los
dos, Liuva y Nícer, se acurrucan junto al fuego. El resto de la comitiva se
dispone a descansar de los días de marcha. Se hace el silencio en la cabaña.
Las horas transcurren despacio. Alguien saca tocino y lo asa al fuego; alguien,
un trozo de pan y queso. Fuera, una nieve tardía cae sobre las montañas en
copos finos que se deshacen. El viento frío se cuela a través de las junturas de
la cabaña. Cae la noche.
Liuva entra en un sueño inquieto, ve la copa, la copa de ónice. Algo que
nunca ha visto antes. En su sueño ve también el rostro de un hombre de
cabellos oscuros, sus rasgos son céreos. Quizás está muerto. Aquel hombre
muerto agarra en sus manos la copa de ónice. Él quiere quitársela, pero el
muerto no le deja. Al intentar tirar, el cadáver abre los ojos; unos ojos azules,
traslúcidos.
Se oyen golpes.
Alguien llama a la puerta de la cabaña.
Al abrir, perciben que está amaneciendo, un sol sin fuerza entre nubes
oscuras. En el vano de la puerta, unas vestiduras de color pardo y una nariz
afilada bajo una capucha; es Efrén.
El monje tarda un tanto en acostumbrarse al ambiente oscuro de la choza.
Pronto distingue a Nícer, ante quien se arrodilla en señal de sumisión. Se da
cuenta de que detrás de él está Liuva; al verlo, se conmueve y le dice:
—¡Oh! Liuva…, ¿cómo os atrevisteis a traer a Ongar a aquel hombre? Os
habéis labrado vuestra propia perdición tras tantos años de penitencia. Erais
estimado en los valles. ¿Quién volverá a confiar más en vos?
Liuva responde con voz lastimera:
—Siempre obro mal, siempre me equivoco. Pensé que podía confiar en
él… Además, me sentí obligado… con él y con mi familia… Perdieron todo…
—Pero eso no os daba derecho a permitir el robo del tesoro más grande de
estas tierras —le echa en cara el abad—, y ahora, vos, que no sois culpable,
deberéis pagar por ello.
—Soy culpable de muchas otras cosas… ¿Qué más da? Mi destino
siempre ha sido funesto.
Nícer interrumpe los lamentos de Liuva, dirigiéndose al abad en tono
afable:
—No es ahora el momento de amonestarnos por lo ocurrido. Hermano
Efrén, necesitamos vuestra ayuda…
—Para eso he venido, si está en mi mano…
—Sabéis quizá nuestro castigo… Recuperar la copa que trae la paz a estas
montañas.
—Se la llevó Swinthila…
—Swinthila se llevó parte de la copa. Necesitamos saber más. La copa
poseía dentro de ella un cuenco de ónice, su parte más preciosa. Aquel era el
verdadero cáliz del Señor, la copa que conduce hacia la verdad y el bien.
Sabéis algo de ello… ¿Desde cuándo falta el vaso de ónice del santuario?
Efrén cierra los ojos guardando silencio unos instantes.
—La copa de ónice no llegó nunca a Ongar…
—¿Qué decís…?
—La copa que nos dio Recaredo, la que trajo Mailoc, no contenía nada
más que oro en su interior.
—Vuestra señora la reina Baddo, mi madre, en su carta nos reveló que la
auténtica copa constaba de dos partes: una de oro y la otra de ónice.
—Quizás Hermenegildo lo sepa…
—¡Hermenegildo está muerto…! —exclaman ambos a dúo.
—¿Estáis seguros?
—Le cortaron la cabeza —afirma Liuva.
Muy suavemente, como hablando para sí, Efrén les mira detenidamente a
los ojos; primero a Pedro, después a Liuva:
—Escuchadme bien, vuestro padre Recaredo, antes de morir, en la
campaña contra los bizantinos, vio a un hombre tan parecido a su hermano
como no os lo podéis imaginar. Yo combatí con Recaredo en el cerco de
Cartago Nova… De niño, en Ongar, yo había conocido a Hermenegildo. Pues
bien, puedo jurar que el hombre que luchó contra Recaredo en el frente
bizantino era Hermenegildo. Yo lo vi…
—¿Lo visteis…?
—Sí, puedo afirmarlo. Era Hermenegildo… Los mismos ojos claros, la
misma agilidad felina, la misma forma de manejar la espada… Su armadura
era del imperio oriental, pero todo lo demás… ¡Os lo aseguro! Era
Hermenegildo.
Al acabar el relato, el cuerpo del monje se pone a temblar de miedo,
recordando lo ocurrido. Liuva y Nícer callan. Al cabo de un tiempo, Nícer
interrumpe el silencio para decir:
—La copa de ónice la poseyó Hermenegildo hasta su muerte. Yo vi la copa
en Córduba. Lo último que recuerdo de Hermenegildo es cómo la veneraba…
Cuando le dejé allí en aquella iglesia de Córduba, oraba delante de aquel
cáliz, casi postrado a tierra. Después, todos huimos y él se entregó a las tropas
de Leovigildo.
La cara de Nícer palidecía al hablar del que había sido su hermano, el que
en dos ocasiones le había salvado la vida. La imagen de Hermenegildo
postrado delante de aquel cáliz se torna vivida ante él…
—Yo vi la copa en Toledo, antes de salir hacia el norte… —dijo el monje.
—¿Estaba completa…?
—No puedo decirlo. Creo que no.
—¿Nadie se dio cuenta…?
—La copa de oro es tan hermosa, y la de ónice, tan sencilla, que quien la
ve por fuera, a no ser que se incline sobre el cáliz para examinar
detenidamente su interior, es difícil que la descubra —responde el abad—.
Cuando Leovigildo murió, Recaredo guardó aquel cáliz que, al fin y al cabo,
había sido el causante de la muerte de su padre. A pesar de todos los errores
de Leovigildo, Recaredo siempre estuvo unido a Leovigildo. Al ser
convocado el Concilio III de Toledo, llegó Mailoc representando a su cenobio
del norte. Entonces, Recaredo recordó la promesa realizada ante el lecho de
muerte de su madre, y decidió desprenderse de aquella copa que le resultaba
maldita. Creo que no miró en su interior… La entregó directamente a Mailoc
sin examinarla.
—¿Cuándo desapareció, entonces? —pregunta Nícer.
—En el camino al norte los francos atacaron a Mailoc y a su comitiva.
Eran hombres que llevaban la librea de Austrasia. Wallamir fue el designado
para protegernos hasta las montañas cántabras, era un buen guerrero y nos
salvó. Pero, según lo que yo pienso ahora, la copa de ónice ya no estaba con la
de oro en aquella época.
—¿Pudieron haber sido los francos los que robaron la copa de ónice y
cuando os atacaron pretendían llevarse el botín completo? —indaga Nícer.
A lo que Liuva pregunta también:
—¿Con qué motivo…? Y ¿cómo pudo haber llegado a sus manos la otra?
El abad no olvida el ayer, ha sido fiel servidor de Baddo y se acuerda aún
de las complejas intrigas políticas de la corte.
—Austrasia era la tierra de Ingunda, la joven esposa de Hermenegildo. Su
madre Brunequilda no fue ajena a la guerra civil. Brunequilda controlaba
Europa en aquella época, era una mujer fuerte, odiada por muchos. Con el
matrimonio de su hija con Hermenegildo, la reina había conseguido poner sus
garras en el trono de los godos. La rebelión de Hermenegildo concordaba bien
con sus planes. Era una mujer que ansiaba más poder, porque sabía que no
podía ser débil. El día que perdiese el control sobre los nobles, su fin habría
llegado; como así ocurrió. Murió despedazada, arrastrada por un caballo,
cuando era ya una anciana, así se vengaron los que ella había avasallado.
Todos callan ante el fin de la poderosa reina de los francos.
—¿Y qué tiene que ver toda esa historia con la copa…? —pregunta Nícer.
El abad le contesta imaginando lo que pudo haber sucedido tiempo atrás.
—No es de extrañar que esta mujer, descendiente de Goswintha y
Atanagildo, sucesora en el trono de los merovingios, supiese algo de la copa
de poder y, conociendo la historia, es posible que desease poseerla. Además,
sabemos que existió un hombre muy similar a Hermenegildo… Hermenegildo
tuvo un hijo.
—Sí. Atanagildo.
—Ese niño era nieto de Brunequilda… Ella intentó por todos los medios
recuperar al niño. —Habla el abad—. Lo sé por los legados imperiales, a los
que traté mucho en mis tiempos en la corte de Recaredo. Siempre he creído
que la copa de ónice fue robada por los hombres de Brunequilda. Que está en
algún lugar de las cortes francas.
Liuva y Nícer se miraron con desaliento.
—¿Qué nos aconsejáis? ¿Adónde ir para recuperar la copa?
—Seguid a Swinthila. Es muy posible que él mismo os conduzca a la copa.
Hace un tiempo unos leñadores de estas montañas se vieron obligados a
acogerle. A uno de ellos lo obligó a guiarle hacia Gigia y en el puerto
embarcó.
—De allí, ¿adónde fue?
—Mi confidente no lo sabía.
—En Gigia os dirán qué barco tomó y en qué dirección.
En el país de los francos

Después de hablar con Efrén no dudan el camino que deben tomar. La única
pista que conocen es que Swinthila se ha encaminado a Gigia, por lo que se
dirigen hacia allí. En el puerto, zarpan barcos hacia muchos lugares. Merodean
por el muelle, preguntando a unos y a otros si han visto al godo. Una noche en
una taberna un hombre les aborda. Es Argimiro, el capitán de los godos en
aquella zona.
—Buscáis a un godo, un hombre que estuvo aquí hace varias semanas…
—Sí.
—Yo puedo deciros en qué barco partió y hacia dónde iba, pero tengo sed,
una sed salvaje y ya me he gastado todo…
Su voz de beodo les resulta poco convincente.
—Quieres dinero…
—Solo una ayuda. Soy soldado, pero no me pagan con regularidad…
Nícer desliza una moneda.
—¡Más…! —dice el godo.
—Antes, dime lo que sabes…
—Hace varias semanas, llegó aquí un godo, su nombre era Swinthila. Le
conozco bien, fuimos compañeros en las campañas del sur. Batallamos juntos.
Es un buen tipo.
—¿Adónde fue…?
—Partió en un barco que salía hacia el norte…
Nícer recuerda lo que hablaron con Efrén, así que exclama:
—Sospechamos que ese hombre pueda haberse dirigido hacia las tierras
de los francos…
Argimiro se da cuenta de que eso es lo que ellos se figuran; así que apoya
sus sospechas.
—Sí. A las tierras francas…
Liuva y Nícer se sienten descorazonados, piensan que Swinthila busca la
copa de ónice para asegurarse el poder, por eso se ha dirigido a las cortes
francas.
—¿Hace mucho tiempo…?
—Poco más de dos lunas.
El tiempo concuerda.
Por el puerto van preguntando a unos y a otros. Hacía más de dos meses
que el godo había estado por allí, desde entonces muchas otras gentes han
circulado por el puerto; la mayoría no lo recuerda. Finalmente alguien más les
dice que ha visto a un hombre godo borracho con el capitán del fuerte.
Averiguan que en aquel tiempo ha zarpado un navío hacia las tierras francas,
hacia la corte del rey Dagoberto, en las lejanas tierras del reino de Neustria,
el París de los galos, la Lutecia de los romanos.
Discuten durante muchas noches qué hacer, pero les parece que
indudablemente el destino los dirige hacia las cortes francas. Les cuesta
mucho encontrar algún barco que salga del puerto hacia el norte, en la
dirección en la que suponen se ha embarcado Swinthila, porque se aproxima el
tiempo frío, ya no es época de navegación a países tan lejanos. Embarcan, al
fin, en un bajel desvencijado que cruzará el golfo de Bizcaia hacia las tierras
de Britania, una nave que recorrerá las costas galas.
Pasado ya el ardor del estío, parten del puerto de Gigia, y navegan cerca
del litoral, porque los vientos les son contrarios. Desde el barco divisan las
elevadas cumbres de Vindión, con sus laderas pétreas y las suaves colinas
verdes que descienden hasta la costa. Atraviesan los mares del país de los
vascones, siguiendo después hacia el norte. Durante muchos días la
navegación es lenta y a duras penas consiguen llegar a la altura de las landas,
alcanzando después la desembocadura del Garunna[25]. Como el viento no les
deja fondear en el estuario del río, continúan navegando al abrigo de la costa;
bordeándola con dificultad, llegan a un lugar llamado Calas Blancas, cerca del
cual se encuentra la isla de Oleron. Ha transcurrido bastante tiempo y la
travesía se va haciendo cada vez más peligrosa, pues se aproximan las
tormentas de otoño.
Como el puerto no es a propósito para invernar, el capitán decide hacerse
a la mar desde allí, por si es posible llegar a Corialus[26], un puerto más allá
de las tierras bretonas, y pasar allí el invierno. Sopla ligeramente el viento del
norte y el capitán piensa que puede poner en práctica su propósito; levan
anclas, costeando la Bretaña gala.
No resulta ser una buena idea; el navío parece deshacerse a cada golpe de
viento, las cuadernas tiemblan con la marcha.
Nícer mira al mar con aprensión, ya no se marea como en las primeras
semanas de la travesía, pero la gran masa de agua inabarcable le impone:
hacia babor, el océano se derrama hacia el fin del mundo. Prefiere mirar a
estribor, a la costa gala, en la que hay peligros pero no desconocidos. Ha
dejado muchas cosas atrás: su pueblo, su mujer, Munia, y sus hijos. Los
recuerda preocupado, piensa que son jóvenes aún para dirigir un pueblo tan
díscolo como es el cántabro. Se ha obligado a regresar con la copa. Ha
proferido un juramento que debe cumplir.
Liuva descansa junto a la proa del barco, mantiene los ojos entrecerrados,
pero la luz del sol le atraviesa los párpados hiriendo la retina de sus ojos
ciegos. El agua del mar empapa la cubierta, calando sus gruesas ropas de
monje. Tiembla de frío.
Un marinero lo zarandea pensando que está enfermo o quizá borracho. Le
insulta, burlándose de él. Como movido por un resorte, Nícer se levanta en su
defensa, suena amenazador el ruido de la espada del jefe cántabro saliendo de
la vaina.
—No quería haceros nada… —se excusa.
—¡Fuera de aquí…!
El marinero se retira asustado al darse cuenta de que esos hombres están
armados. Trepa a una jarcia para poner espacio por medio.
Nícer saca algo de líquido de un pellejo pequeño de cuero para reanimar a
Liuva, un vino edulcorado con miel que había conseguido en Gigia antes de
partir y que reserva para los momentos de mareo que acometen con frecuencia
al monje; este intenta incorporarse del suelo, tambaleándose.
—Abajo… hay un hedor espantoso que me marea, y aquí en la cubierta la
humedad y el frío me traspasan los huesos. ¿Dónde estamos?
—No lo sé con seguridad.
—A veces me parece que esto es un sueño. Me despierto en las montañas
con el aroma de los prados y la suave llovizna. Me puedo refugiar en mi
ermita…
Nícer pone su mano sobre el hombro del ciego; ambos se apoyan en la
amura. Nícer mira a lo lejos.
—¿Qué ves? —pregunta Liuva—. Sé que estás mirando a lo lejos.
—Millas de agua de color azul oscuro, las nubes a retazos que, en el
horizonte, parecen agolparse en lo que podría ser una tormenta. Allá, no muy
lejos, está una costa verde y la desembocadura de un río.
Se quedan ensimismados, Nícer intentando abarcar el paisaje, Liuva
tratando de imaginar lo que Nícer le ha contado. Tan abstraídos están que no
se dan cuenta de que el capitán de la nao se les acerca por detrás hasta que
está junto a ellos. Nícer le pregunta:
—¿Qué es aquella costa…?
—Las tierras de la Armórica, la Britania gálica —responde el capitán—.
Tierras salvajes con costumbres nefandas.
Nícer calla, no le gustan las opiniones del capitán con respecto a los
celtas, sabe que aquellos países son semejantes al suyo; lugares que han
adorado a los mismos dioses, países que tienen costumbres parecidas a las de
las amadas montañas cántabras. Tierras como la suya, poco romanizadas.
El capitán es un hombre curtido por mil brisas y marcado por cicatrices en
la cara, calvo y de nariz gruesa. Durante días, ha observado a los dos
pasajeros, sabe que han sido proscritos de las tierras del norte de Hispania,
pero no parecen delincuentes. Se siente intrigado.
—El tiempo parece ayudarnos hasta ahora, pero hemos navegado muy
lentamente. En estas costas las tormentas son peligrosas… Hubiéramos
llegado a Britania en un par de semanas de haber sido favorables los vientos.
Ahora, el invierno se acerca, noviembre es mal mes para la navegación. ¿Cuál
es vuestro destino?
—Nos dirigimos a las tierras del antiguo reino de Neustria, a la ciudad de
Lutecia.
—Quizás invernemos en algún puerto cercano a Alet[27], o en Corialus. No
me gustaría cruzar el canal que separa Britania de la Galia en invierno.
—Si invernáis en uno de esos puertos, ¿cómo podríamos llegar hasta la
corte de Dagoberto desde allí?
—Tendréis que encaminaros por tierra, pero los caminos están infestados
de salteadores. Los hombres de la guerra imponen un peaje a los viandantes
para permitirles continuar. Hay hambre en el campo, tanta que a veces los
hombres se comen unos a otros por no tener nada que llevarse a la boca. Yo os
aconsejo que invernéis con nosotros y que, en el estuario del Sena, toméis
algún barco que suba el río hasta Lutecia.
Nícer se da cuenta de que no pueden demorarse tanto tiempo, Swinthila les
lleva ya varios meses de ventaja. Va a ser muy difícil encontrarle. No pueden
ir tan despacio y al mismo tiempo la llegada del mal tiempo los frena.
El barco comienza a moverse con más fuerza; a lo lejos, se cierran nubes
de tormenta. El capitán tuerce el ceño y preocupado se dirige hacia el timón
del barco, donde habla con el piloto. Poco a poco, la tormenta les cubre y el
barco comienza a bambolearse con fuerza. Una ola de gran altura barre la
cubierta. La nave es arrastrada por la tempestad. Pierden de vista la costa. No
pudiendo hacer frente al viento, la nao se abandona a la deriva.
Nícer y Liuva se agarran al trinquete, el viento parece arrastrarles. Un
marinero les grita a grandes voces:
—¡Debéis bajar de la cubierta…!
Arrastrándose y agarrándose adonde pueden, alcanzan la escotilla,
dejándose caer en las bodegas. El barco salta como una mosca en el interior
de la botella de vino de un borracho. Liuva vomita sin poderlo remediar. La
tormenta se prolonga hora tras hora. Llega la noche y amanece sin que haya
cesado el temporal. Se escuchan gritos en cubierta de miedo y desesperación.
Nícer sube por la escotilla y la visión de lo que está ocurriendo le estremece.
Las olas son más altas que los palos del barco, el cielo está oscuro y de las
nubes se desprende un incesante aguacero, la costa ha desaparecido por
completo de la vista. Están perdidos en alta mar. De pronto, se escucha un
enorme crujido, el palo de mesana se desploma sobre el barco. El capitán
ordena a los marineros que lo corten y lo echen al mar, pues el peso del mástil
sobre la cubierta hace que el barco gire sobre la quilla y el agua comienza a
inundar las bodegas. Nícer saca su cuchillo de monte e intenta ayudar cortando
las jarcias que unen el palo a la nave. Retumban los hachazos de los marineros
tratando de liberar la nave del mástil que la hunde. Nícer advierte que van a
naufragar, baja a la bodega y arrastra a Liuva fuera.
El barco se hunde ahora irremisiblemente.
Se sumergen en el agua fría del océano. Nícer sabe nadar, los otros
hombres, no. Consigue arrimarse hacia los restos del barco; un gran trozo de
una de las cuadernas se ha desprendido por el golpe del palo de mesana. Al
fin, con esfuerzo, Nícer se sube a las tablas que forman como una gran balsa.
Desesperado busca a Liuva, lo consigue divisar entre las olas. Las ropas del
monje, su capa encerada, impiden que se ahogue; Liuva se deja arrastrar por la
atracción del mar, pensando que ha llegado su hora.
Aún no es su momento.
Por fin, Nícer consigue asir al monje del manto y arrastrarle hasta la balsa.
Pasan un día y otra noche flotando sobre el océano. Hay momentos en los que
la desesperación cunde en el alma de Nícer. Por su parte, Liuva permanece
mucho tiempo inconsciente.
Lentamente, va amainando el temporal. La costa no se ve por ningún sitio.
Nuevamente cae la noche.
Al amanecer, escucha el graznido largo y profundo de las gaviotas. Nícer
piensa que la costa no puede estar lejos. Invoca a su madre, el hada de los
pueblos cántabros, la mujer a la que no conoció y que le dio a luz. Nícer está
cumpliendo lo que ella pidió en el lecho de muerte a sus hermanos. Si existe
algún poder en los cielos, si ella está entre las ánimas del más allá, quizá
pueda ayudarle, por eso, desesperado, acude a ella.
Paulatinamente, el viento se calma y la corriente del mar cambia su rumbo.
Una costa baja, aplanada, de arenas oscuras y en la que varios ríos forman una
marisma va surgiendo ante su vista.
Los náufragos se acercan a la costa. En un golpe de mar, la tabla, que ha
constituido su soporte durante días, es lanzada sobre la arena. Nícer siente
tierra firme debajo de él. Una ola los cubre de nuevo, pero ya están a salvo.
Con dificultad, tira de Liuva y lo conduce hacia arriba. La marea está bajando
y ambos logran llegar a terreno seco con alguna dificultad.
En aquel lugar descansan, no son capaces de moverse. Hace frío. Nícer
respira fatigosamente, ya no es tan joven. Le parece un milagro haber llegado
allí. Junto a él, Liuva se asemeja a un cadáver; sus finos rasgos aparentan la
palidez cérea de la muerte, sus ojos ciegos parecen cerrados para siempre.
Nícer se levanta fatigosamente, escucha el corazón de Liuva latiendo lenta
pero acompasadamente, y se desploma de nuevo a su lado.
El cielo de tormenta, al fin, se abre, y la luz atraviesa el ambiente mojado.
Un rayo de sol acaricia a Liuva, quien entreabre los ojos, sin ver nada e
incapaz de moverse. Durante unas horas, los dos náufragos descansan sobre la
arena de la playa. Al cabo de un tiempo, Nícer advierte que alguien está cerca.
Unos hombres los rodean, visten unas túnicas cortas, botas hechas de tiras de
cuero, les cuelgan a la espalda capas andrajosas formadas por las pieles de
animales pequeños.
—¡Agua…! —suplica Liuva.
Uno de ellos le aplica un pellejo a la boca. Entre varios los ayudan a
levantarse y los conducen a un lugar techado. Nícer no es capaz de averiguar
adonde les han llevado. Al cabo de un tiempo, se da cuenta de que está en una
cabaña de madera, edificada sobre arena. Les tumban en un amasijo de ramas
y les cubren con paja por no disponer de otra cosa.
Transcurren lentamente muchas horas, en las que duermen un sueño
profundo. Al despertarse, Nícer observa el chamizo, está oscuro; en el fondo
de la cabaña arde la lumbre. Fuera aún no ha amanecido, una mujer escuálida
trajina de un lado a otro.
Nícer se da cuenta de que le ha desaparecido la fíbula de plata con la que
suele cerrar su capa y la bolsa con monedas que trajo consigo. Con gesto
instintivo, se lleva la mano a la cintura, buscando su espada; el arma ha
desaparecido en el naufragio.
—¿Dónde estoy? —gime.
La mujer le responde en un latín rudo y torpe, arrastrando las erres y
aspirando los finales de las palabras:
—En las tierras del rey Dagoberto… Al que Dios mantenga muchos años.
—¡Loado sea el Altísimo…!
—¡Por siempre loado sea! ¿De dónde provenís?
—De las montañas al norte de las tierras hispanas. Nuestro barco
naufragó… ¿Quién sois? ¿Por qué nos habéis ayudado?
—Cada cosa a su tiempo. Somos pescadores. Os hemos ayudado porque
entre nosotros es un deber atender a los que el mar salva. El que se salva de un
naufragio es un bendito de los dioses.
—¿No sois cristianos…?
—Lo somos… A veces…
—¡Necesitamos llegar a Lutecia…!
La mujer le habla sin cesar de dar vueltas a lo que parece un caldo de
berza.
—Tres días de marcha desde aquí, pero antes debéis descansar y curaros
de las heridas. Tenemos vuestra bolsa, no os preocupéis.
Nícer intenta levantarse, no puede mover bien las articulaciones
entumecidas. Es mayor y los días en el mar han causado su destrozo en el
mermado organismo del antiguo duque de Cantabria.
Fuera está amaneciendo, a través de la puerta entreabierta se ven los rayos
del sol que asoma sobre la planicie e ilumina las cabañas de los pescadores.
Se escucha un grito masculino, alguien llama a la mujer, quien sale de la
choza.
Liuva se despereza en su lecho. A sus ojos no acude nada más que una
intensa oscuridad. Nícer escucha su gemido.
—¿Cómo estás?
—Vivo —responde hoscamente el monje—, que no es poco.
—A Dios gracias estamos a salvo y no muy lejos de la corte de los reyes
merovingios.
—No estoy tan seguro de que estemos tan a salvo… —dice muy nervioso
Liuva.
—¿Por…?
—Me he despertado varias veces en la noche. Mi ceguera hace que el oído
se me haya aguzado. Me ha parecido escuchar que quieren entregarnos a
alguien…
—¿A quién?
—Hablan de un tal Gundebaldo; debe de ser su señor, un noble. Tú no lo
entiendes. En vuestra tierra hay hombres libres que te obedecen a ti, que eres
uno más entre ellos. Aquí, en las tierras francas, los hombres son esclavos o
siervos de los señores, están sometidos de tal manera que hasta las mujeres
que poseen son suyas y el noble puede utilizarlas para lo que le plazca.
Nosotros somos algo que han encontrado y que deben entregar a su señor…
—Me han quitado la bolsa y la fíbula de plata.
—Eso es lo de menos. Otros hablaban de no dar parte a su señor y acabar
con nosotros…
Nícer le mira horrorizado, exclamando:
—¿Qué…?
—Están hambrientos. Los hombres de Gundebaldo los extorsionan. Les
está prohibido cazar. Con las tormentas no han podido pescar. No han comido
carne hace mucho tiempo, la carne humana es tan buena como cualquier otra.
—¡No es posible…!
—Lo es. ¿Qué te ha parecido la mujer que nos ha cuidado? ¿Gruesa…? Yo
no veo, pero por su modo de andar he deducido que no debe de pesar mucho.
—Está en los huesos.
—¿Y la sopa…?
Nícer se aproxima al caldo.
—No tiene más que algunas berzas flotando…
—Debemos huir, pero yo no me siento con fuerza. Huye tú, busca la copa.
Encuentra a Swinthila y regresa a Ongar. ¡Cumple con la promesa!
Liuva le coge la mano a Nícer, la aprieta con fuerza y le dice:
—Huye. Yo te cubriré, saldré corriendo en otra dirección. Yo estoy ciego,
no sirvo de mucho, tú puedes seguir…
Nícer abraza a Liuva.
—Huiremos los dos, en direcciones contrarias.
Nícer bebe de la sopa y le da también a Liuva. No es más que agua y
aquella extraña verdura, pero como está caliente les entona. Busca algo con
qué cubrirse. Sus ropas están cerca del fuego y se viste con ellas. Están aún
húmedas. Liuva se levanta también.
La puerta del chamizo cede con facilidad a un empujón de Nícer. Se
escucha a uno de los famélicos perros de los pescadores ladrar. Retroceden,
fuera de la línea de las cabañas hay una cerca de madera. La van rodeando
buscando un lugar en el que la valla esté más endeble. En un punto, la madera
está tan carcomida por la humedad del mar que, al empujar con fuerza, salta y
se abre un boquete hacia el exterior. La luz del sol es aún escasa y una niebla
cubre el poblado. Atraviesan la valla. No saben bien dónde están ni qué hacer.
Escuchan el rumor del mar a lo lejos. El mar debe estar hacia el norte; por
tanto deben huir en dirección contraria, hacia el sur. Después se separarán
huyendo uno hacia el este y el otro, al oeste.
Nícer siente angustia al abandonar a Liuva, que corre torpemente en la
playa.
Al cabo de un tiempo, Nícer percibe que le vienen persiguiendo. A través
de la niebla, se oyen las voces de los hombres del mar. Son jóvenes y él es un
viejo. Sus huellas se han quedado grabadas en la arena y no es difícil saber
adónde se han encaminado. Escucha un grito, le parece la voz de Liuva, lo han
debido de atrapar.
Resuena el sonido de una caracola marina.
Nícer advierte que están sobre él, sigue corriendo pero está extenuado, sus
músculos se le agarrotan y no puede ir más deprisa. Los hombres del mar se
acercan. Un lazo vibra en el aire. La cuerda le atrapa por los hombros, alguien
tira de él; escucha las risas de los pescadores.
—¡Eh…! ¡Vosotros, hombres del sur, malos, muy malos, huis de nuestra
hospitalidad!
Saltan contentos por haberlos atrapado. Gritan salvajemente. Nícer ve a
Liuva, atado también como él. Los hombres brincan como fieras a su
alrededor. Su dentadura afilada brilla al vociferar.
De pronto, la fiesta se detiene. Todos se quedan paralizados, la niebla se
levanta y escuchan un cuerno de caza, el galope de los caballos.
—¡Gundebaldo…! —gritan los hombres del mar con horror.
Unos jinetes rodean a los pescadores y a sus prisioneros. Son diez
hombres a caballo, con ropajes desastrados, barbas largas, blandiendo látigos
con los que golpean a los pescadores.
—Tiempo ha que quería saldar cuentas contigo —dice el hombre al frente
de la comitiva—. ¡Todo lo vuestro es de vuestro señor Gundebaldo! ¿Qué…?
¿Queríais cenaros a los prisioneros…?
—¿Cómo podéis decir eso, mi señor?
—Puedo decirlo porque ya os he descubierto en otras ocasiones. ¿Quiénes
son ellos?
—Gente importante —interviene la mujer—, quieren ir a la corte del rey.
—¿Ah, sí?
—Procedemos de las costas cántabras —responde Liuva—. Nuestro barco
ha naufragado…
El que capitanea la tropa no le escucha y se dirige a los hombres de la
costa.
—¡En cuanto a vosotros…! No saldréis impunes de haber desacatado las
órdenes de vuestro señor, cogiendo prisioneros sin habérselo comunicado al
noble Gundebaldo.
El tal Gundebaldo hace una seña a sus hombres, quienes derriban a Nícer y
a Liuva. Les registran, después hacen gestos a su señor indicando que no
encuentran nada en los prisioneros.
—Veo que los hombres que habéis cogido no tienen nada. ¿Les habéis
robado?
Gundebaldo les interroga a la vez que hace chasquear el látigo. El jefe de
los hombres del mar no tiene más remedio que soltar la bolsa de monedas que
ha robado a Nícer y la hebilla de plata de su capa.
Gundebaldo hace montar en sendos caballos a Nícer y a Liuva, detrás de
un guerrero franco.
Cruzan una gran planicie situada al mismo nivel del mar, una tierra cruzada
por ríos, que forman marismas y conducen el agua dulce hasta el océano. En
aquel páramo no crecen los árboles, y los arbustos son de poca altura.
Llovizna un agua mezclada con nieve continuamente.
Hace frío.
Nícer se siente desfallecer.
Camino hacia Lutecia

En una estancia de piedra, estrecha y lóbrega, húmeda y tremendamente fría,


que no llega a ser un calabozo, el noble señor Gundebaldo los ha retenido. De
nada les han servido súplicas o protestas. El noble señor quiere sacar algún
partido a los presos, los ha interrogado repetidamente, los ha torturado. Al fin,
ha deducido que sus prisioneros no tienen valor; proscritos de unas tierras
lejanas y perdidas, que buscan algo o a alguien imposible de encontrar. Ha
pensado en deshacerse de ellos, pero duda. El monje parece ser de estirpe
real, quizás alguien pueda pagar un rescate por él. Ahora no tiene tiempo. Y es
que Gundebaldo, el noble señor de Caen, se halla en conflicto continuo con
Argimundo, el noble señor de Auges. La guerra le ocupa ahora todas sus
energías y su tiempo, por ello les ha arrojado a la prisión, olvidándose
después de ellos.
Mientras Nícer duerme; Liuva, levantado y nervioso, aguza su oído; fuera
se escuchan las risas de los guardianes. El monje suspira; un día tras otro,
igual. No sabe cuánto tiempo ha pasado. Una vez más, la luz del sol se
introduce perezosamente desde un tragaluz. Todo transcurre con lentitud en
aquel pequeño recinto en el que Liuva puede descansar de las privaciones de
los últimos meses, y curarse de las heridas del naufragio. Mientras tanto,
Nícer enferma. Al cabo de una semana, una tos cavernosa y profunda señala el
inicio de una pulmonía, resultado posiblemente de los días pasados en las
frías aguas del mar del Norte. Empeora gradualmente hasta que la gravedad de
su estado se hace crítica, delira sin cesar y le abrasa la fiebre. Liuva poco
puede hacer si no es darle agua.
Por la noche, la respiración del enfermo se convierte en un estertor
angustioso de cuando en cuando, parece que se detiene. Liuva se asusta; si
Nícer falleciese; él, un ciego, se quedaría desamparado y no podría cumplir su
misión.
Al amanecer, la situación continúa siendo crítica. De pronto, Nícer se
incorpora con los ojos desorbitados. Después se desploma. Liuva necesita
ayuda, no sabe qué hacer, aislado con un enfermo que agoniza. En ese
momento de zozobra se le ocurre una idea; solicita a los guardianes que le
envíen un clérigo para que imponga los óleos e imparta la unción al enfermo.
Los carceleros no se atreven a negarle los sacramentos a un moribundo.
A media mañana, aparece una figura encapuchada que observa con
curiosidad a Liuva. Con calma unge en la frente, en las manos y en los pies al
enfermo, musitando las palabras sagradas.
Después, Liuva y el monje guardan silencio. La respiración de Nícer se
hace más suave. El monje se levanta para irse. Liuva le detiene.
—¡En el nombre de Jesucristo os ruego que nos ayudéis…!
El clérigo deja paso a la curiosidad y pregunta:
—Vos sois monje como yo… —exclama—. ¿De dónde provenís?
—Procedemos de las tierras cántabras, soy un ermitaño, pero dependo de
un lugar sagrado llamado Ongar, donde vivió el santo monje Mailoc.
—Conocí a Mailoc…
—Llevamos encerrados aquí varias semanas. Debemos ir hacia la corte de
París.
—Poco puedo hacer por vosotros… —le explica el monje compadecido
—. Sois prisioneros del poderoso y cruel señor de Caen. Mi monasterio está a
pocas leguas de aquí. Si conseguís escapar, podéis acogeros al lugar sagrado.
Id hacia el norte siguiendo el curso del río que baña el castillo, y encontraréis
el lugar donde vivo. Os podréis refugiar allí. Gundebaldo es supersticioso y
quizá no se atreverá a perseguiros en un lugar sagrado. —El monje suspira—.
Ya en otras ocasiones hemos acogido a gentes huidas de la crueldad de los
nobles.
—Mi compañero está muy enfermo. Yo estoy ciego… ¿Cómo escapar de
aquí? Parece imposible…
Liuva deja caer la cabeza entre las manos; el monje, compadecido de él, le
revela:
—Ahora mismo la fortaleza está menos vigilada, el señor de Caen partió
hacia la guerra. Me he dado cuenta de que las cuadras se abren al exterior por
una puerta amplia, que no está bien custodiada. Debéis salir por el pasillo que
cruza delante de este aposento, seguirlo unos veinte pasos y torcer a la
izquierda en el primer corredor; después bajaréis unas escaleras que conducen
a un sótano, continuad hacia delante y encontraréis unas cuadras que, como ya
os he dicho, están abiertas al campo.
—Pero… ¿podremos burlar la guardia?
—Dentro de dos lunas, en plenilunio, celebrarán una antigua fiesta pagana;
los hombres se reunirán en el patio de armas y se emborracharán. Seguramente
bajará la vigilancia.
—¿Cómo podré agradeceros?
El monje hace un gesto, pero no llega a contestarle. Al oír su charla, los
guardianes entran y le obligan a salir.
Gradualmente, Nícer comienza a mejorar. Liuva percibe la claridad de la
luna bañando el aposento de la prisión. Comienza a calcular la curvatura que
describa en el cielo y la fase lunar. Pronto se da cuenta de que la luna podría
estar mediada. En dos o tres semanas llegará el momento que le sugirió el
monje.
Una mañana, al despertarse, Liuva descubre que Nícer se ha incorporado
de la cama. El jefe cántabro inspira hondo y tose, pero su tos ya no es tan
profunda. La respiración se hace pausada. Nícer ha adelgazado mucho, y
también envejecido, pero continúa siendo un hombre fuerte. Liuva le cuenta
sus planes para escapar.
—¡Debes reponerte…!
Liuva cede parte de su comida al otro, quien no quiere aceptarlo.
—Yo estoy bien —insiste el antiguo ermitaño—, si tenemos que irnos, eres
tú quien debe recuperar las fuerzas. Ya sabes que yo no puedo luchar.
Nícer va mejorando. Poco a poco recupera su vigor; mientras va trazando
un plan para la huida, examina el catre donde suele dormir y lo levanta en alto,
está hecho de una madera fuerte y de paja, piensa que llegado el momento
puede serles muy útil.
Cuando la luna se llena, Nícer está prácticamente recuperado de la
enfermedad. Es evidente para ambos que ha llegado el momento de la huida
cuando, en la noche, penetra una claridad especial por el ventanuco. Se
escuchan sones de tambores y dulzainas, las voces agudas de mujeres jóvenes.
Pronto, gritos de beodos resuenan por la fortaleza.
Liuva apoya el oído en la puerta, en las inmediaciones de la celda hay
silencio. La escasa guardia que custodia aquel lugar se ha debido de sumar a
la fiesta. El cántabro toma con sus brazos fornidos, aunque debilitados por la
enfermedad, el catre y, utilizándolo como una palanca, se abalanza sobre la
puerta una vez y otra hasta que salta. Fuera no hay nadie. Como han supuesto,
la guardia está en la fiesta. Escuchan gritos de ayuda desde los calabozos
vecinos; pero no pueden hacer nada. Liuva recuerda las instrucciones del
monje.
Recorren el pasillo en la dirección indicada: al torcer hacia el otro
corredor que los conduce a las cuadras, se encuentran con dos soldados
beodos. Nícer lanza a uno hacia Liuva, que lo golpea con su único puño. Al
otro, le propina tal golpe en la cabeza que lo deja inconsciente. Después ayuda
a Liuva a deshacerse de su enemigo, al que inmoviliza. Prosiguen hacia
delante, bajando unas escaleras. Al fondo, tal y como el monje le había
indicado a Liuva, encuentran las cuadras. No hay vigilancia; un soldado, que
duerme la mona, intenta levantarse al oír pasar a los evadidos, pero da dos
traspiés y cae al suelo sobre unas pajas, donde continúa su interrumpido
sueño.
El día amanece cuando Liuva y Nícer se encaminan hacia la libertad,
siguiendo el curso del río. A lo lejos, junto a la orilla y a la entrada de un
bosque, divisan el convento. Liuva solicita acogida y protección en el lugar
sagrado. El abad es el mismo monje que le dio la unción a Nícer y, al
reconocerlos, abraza a Liuva con un gesto de bienvenida fraternal.
Les alimentan con pan oscuro y leche de cabra. Mientras devoran los
alimentos acuciados por el hambre, el viejo monje les asaetea a preguntas, a
las que Liuva trata dar cumplida respuesta entre ansiosos bocados.
—Somos proscritos de las tierras cántabras. Hace ya casi un año, un
hombre robó una copa sagrada en el convento del que procedo. Nos acusaron
de colaborar en la desaparición. No podremos regresar a nuestra tierra hasta
que la recuperemos.
—¿Adónde fue ese hombre…?
—Tenemos noticias de su ida a la corte del rey Dagoberto, en la antigua
Lutecia, pero ha pasado ya tanto tiempo que nuestras esperanzas de
encontrarlo algún día son cada vez más escasas.
El monje calla por un momento, pensativo.
—He oído hablar de esa copa. La copa sagrada de los celtas. Años atrás
fui abad en Besson, un monasterio cerca de los Vosgos; allí se hablaba de un
hombre, Juan de Besson, que buscó también esa copa. Sí… la copa de poder,
la han perseguido los reyes merovingios: el gran Clodoveo, sus hijos, la reina
Brunequilda, después Clotario y, ahora, el hijo de Clotario, Dagoberto. Sé que
Dagoberto conoce la leyenda y que la ha buscado. Conozco bien a Dagoberto,
fui su preceptor… ¡Poco ha aprendido de lo que intenté enseñarle! Os daré
cartas para él y si el hombre que buscáis no está en la corte de París, al menos
podréis conseguir una ayuda o información del rey.
—¿Cómo podremos agradecer todo lo que hacéis por nosotros?
—Os ruego que, si algún día encontráis esa copa, me la mostréis. Siempre
he soñado con verla, con celebrar el oficio divino con ella…
—Lo haremos.
—Descansad aquí unos días. Los hombres de Gundebaldo os buscarán,
pero no se atreverán a entrar en el lugar sagrado. Si os encuentran fuera de
aquí, estoy seguro de que os matarán.
—No podemos perder mucho tiempo. Aunque es poco probable que sea
así, el hombre que buscamos aún puede estar en Lutecia. Queremos llegar allí
cuanto antes —le explica Nícer—. Peligros siempre habrá.
El monje insiste, apoyado por Liuva, que desea permanecer allí hasta el
verano siguiente, cuando los viajes sean más fáciles y la persecución de
Gundebaldo haya amainado. Piensa que han perdido completamente la pista al
godo y que, por tanto, lo mismo da irse un poco antes o un poco después.
También duda que el rey Dagoberto pueda ayudarles. Por el contrario, Nícer
quiere irse; desea ardientemente regresar a su hogar, con su familia. A Liuva
nadie le espera, parece encontrarse a gusto con aquellas gentes. Al fin, Nícer
consiente en quedarse por algún tiempo, se siente mayor y debilitado; la edad
y las penalidades van dejando su huella. Finalmente comprende que debe
descansar.
El abad les trae noticias; en el castillo los soldados han inventado una
complicada historia para evitar la ira del señor de Caen, según la cual el
mismo san Miguel habría llegado al castillo para liberar a los prisioneros.
Liuva y Nícer se suman a la rutina del convento de los monjes de Caen. El
antiguo ermitaño sigue sin pereza laudes, vísperas y maitines. Sin saber
claramente el porqué el hijo de Recaredo se encuentra en paz consigo mismo,
por primera vez en mucho tiempo; quizás es el hecho de tener una misión y un
destino; quizás el haberse encontrado con sus antiguos compañeros de religión
le hace sentirse en casa. Nícer, sin embargo, está inquieto, necesita desfogarse
cortando leña para los monjes y lentamente percibe cómo no solo su
organismo sino también su alma se van recuperando de las privaciones y
fatigas de los últimos meses.
Transcurre un crudo invierno, más frío de lo que nunca hubieran recordado
en las suaves tierras de la comarca de los cántabros. El frío atenaza a los dos
hispanos que viven en compañía de los monjes. En la campiña, la nieve lo tiñe
todo, apaga los ruidos, produciendo una sensación de paz. Sin embargo, por
las noches bajan lobos de las montañas, dejando oír sus aullidos para terror de
monjes y labriegos.
Pasadas las témporas de Navidad, al llegar el deshielo, Nícer decide que
ha llegado el momento de proseguir el viaje. El abad les suministra algunas
provisiones para el camino; así como atuendos de monjes; vestidos de esta
manera, quizá los salteadores, tan frecuentes en aquellas tierras, los respeten.
Una mañana soleada, se despiden del abad:
—Desearía que algún día nos volviésemos a ver —les dice—. Confío en
que vuestra misión llegue a buen término.
—No olvidaremos nunca lo que habéis hecho por nosotros.
Aún hace frío y a menudo llueve. La campiña es verde y llana,
interrumpida por bosques sombríos que evitan cruzar. A su paso pueden ver
signos de la violencia que asola aquellas tierras, graneros quemados, campos
sin cultivar, signos de dejadez y abandono, hambre y pobreza. Desde una
altura divisan el Sena, que discurre plácidamente en su camino hacia el mar.
Un aguacero fino y constante torna grises sus aguas. En el río cruzan
embarcaciones de diverso calado, que se dirigen a las islas del norte llevando
vinos y trigo verde, o regresan del mar, trayendo lanas y estaño hacia la ciudad
de los merovingios.
En la ribera derecha del cauce, descubren un poblado amurallado con
casas de madera y piedra, la antigua ciudad celta que los romanos llamaron
Rotomagus[28]. Allí, Liuva y Nícer se convierten en mendigos, fuerte prueba
para el orgullo de Nícer. Piden limosna por las calles de la ciudad y junto a la
antigua catedral de la Santa Victoria. Por las noches, se resguardan en un
establo vacío. Al fin, consiguen el caudal suficiente para el pasaje a la ciudad
de los francos, París, la antigua Lutecia.
En una barcaza grande, a golpe de remos, ascienden por el cauce del río.
La vegetación cubre las orillas, y a su paso divisan aldeas pobres. Más allá,
un molino de agua. La fuerza de la corriente mueve la rueda hidráulica. El
molinero saluda a los hombres que bogan en la barcaza.
En la proa de la embarcación, dos monjes con las caras cubiertas por una
capucha grande guardan silencio, contemplando el caudal de agua. La lancha,
atestada de hombres y carga se bambolea a un lado y a otro. El viaje se les
hace largo. Unos chiquillos juegan peleándose, sin querer hacer caso de los
gritos de su madre. De pronto, chillan más fuerte, al divisar muy a lo lejos las
primeras trazas de la antigua Lutecia.
Liuva y Nícer alzan los ojos. El río, rodeado de bosques tupidos, con
árboles que inclinan sus ramas sobre la corriente, se abre en dos brazos.
Ambos divisan los muros pétreos de la isla en el Sena, en donde los edificios
se alzan sobre un atolón central que parece un barco. Nubes de color sepia se
agolpan sobre la urbe y los puentes. De cuando en cuando, en un claro, las
nubes dejan pasar un haz de luz que rebota en las aguas del río. Al llegar a la
ciudad, cae una lluvia muy fina que les roza la ropa sin mojarla. Desembarcan
en el pequeño puerto cerca del conglomerado de casas en la ribera izquierda.
Preguntan por un convento de la orden de San Columbano. Varias
edificaciones de piedra; una de ellas con planta de crucería y tres alturas, es la
iglesia, a su lado varias estancias unidas en torno a un claustro central
albergan a los monjes. Nícer llama al portón de madera y un fraile joven, con
faz amigable, les abre la puerta, le muestran cartas del abad de Caen; gracias a
ellas, son acogidos en el monasterio.
Tras una noche de descanso, se encaminan al amanecer a la fortaleza en la
margen izquierda del río, allí tiene su sede el rey.
Les dan largas.
El rey está fuera de París.
Trascurren varios meses en la espera; durante aquel tiempo investigan la
llegada a la ciudad de los parisios de un hombre godo, en un barco procedente
de las tierras cántabras.
Preguntan a unos y a otros.
Nadie lo ha visto.
Nadie sabe nada de ese barco.
Han perdido cualquier rastro del godo. El desánimo los atenaza
nuevamente y dudan si permanecer allí o regresar a las tierras hispanas, pero
finalmente deciden esperar a ser recibidos por el rey. Quizás él pueda saber
algo más que les ayude en su misión.
Tras muchos días de tensa espera, de improviso llega de la corte la noticia
largamente ansiada: el rey Dagoberto está dispuesto a recibirlos.
Dagoberto

Desde la hospedería de los monjes donde han vivido los últimos meses, un
atardecer bordean las márgenes del río hacia la fortaleza del rey Dagoberto.
Liuva se deja guiar por Nícer, quien nerviosamente mira a uno y otro lado; se
siente intranquilo al conocer que el todopoderoso monarca de los francos va a
recibirles. Se fija en un navío de gran tamaño con velas latinas que navega por
el cauce fluvial. Más allá, un sauce deja caer sus ramas sobre el agua, y una
mujer lava la ropa en la corriente. La fortaleza de los reyes merovingios
aparece ante ellos, cuando tuercen hacia la derecha y caminan unos cientos de
pasos. Ya no es la sencilla fortaleza de los tiempos de Clodoveo, sus
sucesores han dejado sentir toda la fastuosidad que caracterizará a la corte
merovingia. Los dos extranjeros atraviesan diversas murallas, puestos de
guardia, y después varias estancias. Nícer, poco acostumbrado al boato, se
maravilla ante las salas espaciosas en las que cuelgan tapices de lana,
aislando las paredes del frío, tan frecuente en aquellas tierras del norte. Al fin,
entran en una estancia muy amplia, antesala de la pieza donde se alza el trono
del gran rey Dagoberto.
Suenan las trompas, el portón se abre; en el centro de la cámara, un
estrado; sobre él, un hermoso trono de bronce[29] con patas rematadas por la
figura de animales, posiblemente un león, los brazos suavemente cincelados y
acabados en dos pequeñas esferas. El respaldo triangular sostenido por cinco
grandes círculos huecos. Esperan unos minutos, suenan unas trompetas, el rey
rodeado por la guardia entra en la estancia, sube el escabel y se sienta
negligentemente en el trono.
Dagoberto es un hombre de una edad indefinida, evidentemente no es muy
joven, pero tampoco es un viejo. La dentadura es negra y picada; el rostro,
fuerte, con pómulos prominentes y nariz grande; los ojos, claros y sin belleza,
pero muy perspicaces y vivos. Su forma de hablar, algo pretenciosa, es la
propia de un hombre acostumbrado a la adulación; quizá por ello, muy
precavido. Se dispone a iniciar la audiencia casi recostado sobre un lado del
trono, con gesto displicente. Varios soldados montan guardia a derecha e
izquierda.
Ante él, Nícer y Liuva se inclinan con una reverencia protocolaria. Nícer
viste una túnica corta y capa, tiempo atrás ha dejado los arreos de monje.
Liuva esconde el muñón de su mano cortada en las mangas de su capa.
Dagoberto se dirige a ellos.
—El abad de Caen me pide que os ayude, pues sois gente de recia
condición, que habéis sobrevivido a un naufragio, y de origen noble. ¿Cuál es
vuestro nombre y el motivo de haber atravesado el mar para llegar a estas
tierras?
—Mi nombre es Nícer, bautizado como Pedro, soy hombre principal en el
país de los cántabros. Este hombre ciego, que me acompaña, se llama Liuva.
Es hijo del finado rey Recaredo, fue rey entre los godos, condenado por sus
enemigos a la amputación de la mano y a la ceguera. Venimos de las tierras del
norte de Hispania…
Liuva descubre los brazos, separando las amplias mangas del hábito
monacal, con lo que deja ver el muñón. El rey interrumpe las palabras de
Nícer.
—He oído hablar de él. Creí que había muerto; pero veo que solo está
afectado por el mal de los godos —dice irónicamente al ver el brazo—, que
cambian a sus reyes a golpe de hacha. Así que habéis sobrevivido. Bien, bien.
¿A qué habéis venido al país de los francos?
—Hace más de un año, abandonamos las tierras que nos vieron nacer.
Buscamos a un noble godo, llamado Swinthila, que ha robado el tesoro más
precioso de los cántabros. Es un hombre alto y fuerte, que dice descender del
finado rey Recaredo.
Dagoberto, al escuchar el nombre de Swinthila, se sobresalta ligeramente,
asegurando:
—Ese hombre no ha llegado a las tierras francas.
La expresión de Liuva y Nícer señala el desánimo.
—¿Cómo podéis saberlo? —pregunta Nícer.
—¿Hace mucho tiempo que faltáis de las tierras de la Hispania? —le
pregunta a su vez Dagoberto.
—Hace más de dos años.
—¿No habéis tenido noticias de allí?
—No.
El rey ríe, entre divertido y burlón, al darse cuenta de lo desorientados que
están sus visitantes.
—Bien. Puedo deciros dónde se encuentra ese Swinthila a quien buscáis
con tanto afán.
Dagoberto se detiene para examinarlos con ojos vivos e inteligentes, en
los que hay una luz maliciosa mientras les revela:
—Hace un año, un hombre llamado Swinthila, que dice descender del rey
Recaredo, ha sido ungido como rey de los visigodos…
Liuva y Nícer profieren una exclamación de desconcierto. Dagoberto
continúa hablando con cierta ironía:
—Podéis buscarle en Toledo.
Callan ahora, abatidos. El rey los observa, mientras va pensando en la
complicada maraña política en la que está envuelto, sopesando sacar provecho
de la situación de aquellos desdichados.
—Decís que robó un tesoro… —pregunta el rey—. ¿Cuál es ese tesoro…?
Ante la pregunta, se sienten incómodos. Al fin, Liuva no tiene más remedio
que confesar:
—Una copa de oro.
El interés comienza a despertarse en Dagoberto, que se incorpora desde su
posición recostada en el trono y habla como si le hubiesen aguijoneado.
—De medio palmo de alto, con incrustaciones de ámbar y coral, una copa
muy antigua. ¿Es así?
—Lo es, mi señor.
Dagoberto prosigue como hablando para sí mismo.
—Por eso, Swinthila vence en todas las batallas y ha llegado al trono.
Nunca pensé que la copa estuviese en el norte, en las tierras de los astures.
Baja del estrado y se aproxima a los dos extranjeros.
—¿Qué sabéis de esa copa? Si deseáis conservar la vida, decidme todo lo
que sepáis de ella.
Ante esa amenaza, Liuva se demora unos instantes con el fin de seleccionar
en su memoria aquellos datos que pueda revelar al rey sin perjuicio para ellos
ni para su misión; al fin, se expresa despacio:
—La copa dorada se guardó, desde los tiempos del rey Recaredo, en el
norte, en un santuario en las montañas. Swinthila la tomó con violencia del
monasterio donde era custodiada. Pensábamos que Swinthila se había dirigido
a vuestro reino.
De nuevo, Dagoberto les responde irónicamente:
—En cierto sentido, sí. Muchos nobles han huido de Hispania a las tierras
de la Galia para escapar de la insania del rey Swinthila… Él les ha atacado en
las tierras francas, por eso puede decirse que se ha dirigido hacia mis
dominios. Dicen que es el mejor general godo desde Recaredo. Ahora sé el
porqué… posee la copa…
El rey analiza con más detenimiento a los hombres que están frente a él: un
ciego y un hombre fuerte pero casi anciano que buscan lo que él siempre
deseó. Algo que podría ser el fin de sus problemas frente a los nobles
levantiscos, frente a los otros pueblos germanos que atacan sus fronteras,
frente a los godos y al imperio oriental. De pronto, en la amplia estancia, se
escucha un ruido extraño, un ruido que sale de la propia garganta del rey,
quien comienza a reír, como si estuviese loco. Los que le acompañan, los
chambelanes y la guardia también ríen, acompañando las carcajadas del rey.
—Yo… Yo también la he buscado… Como la buscó Clodoveo, como la
buscó Childeberto y mi padre Clotario; como todos los reyes merovingios lo
hicieron… Jamás hubiera supuesto que estuviese en un lugar perdido de la
cordillera cantábrica…
Liuva y Nícer observan perplejos la extraña risa del rey; este prosigue con
unas frases que les intrigan aún más.
—Siempre pensamos que la copa guardaba relación con el príncipe
Hermenegildo…
El rey se levanta otra vez del trono, muy nervioso, y comienza a moverse
de un lado a otro por el estrado, mirando a los dos extranjeros. Sin transición
alguna, Dagoberto comienza a relatar una antigua historia que aparentemente
nada tiene que ver con la copa.
—Durante casi cuarenta años los reinos de Neustria, de donde procedía mi
padre, y el reino de Austrasia, que regía la reina Brunequilda, se enfrentaron
en una guerra salvaje. El origen de todo ello fue la rivalidad enfermiza entre
Fredegunda, reina de Neustria, y Brunequilda, reina de Austrasia. Las dos
tejieron los destinos de Europa, enfrentándose entre sí con un odio irracional.
Fredegunda había causado la muerte de la hermana y del esposo de
Brunequilda. A su vez, esta había ordenado el asesinato de Chilperico, esposo
de Fredegunda. Al final de sus días, la reina Brunequilda fue ajusticiada y
atormentada por lasciva y asesina de su propia familia. Mi padre Clotario,
nieto de Fredegunda, quedó como único rey de los francos. Él pensó que había
vencido. Sin embargo, cada vez me doy más cuenta de que el derrotado fue él.
Dagoberto se detiene un momento y exclama:
—Ahora pienso de modo muy distinto de la reina Brunequilda.
Nícer mira a Liuva, quien está tenso, completamente perdido en sus
reflexiones. Dagoberto prosigue hablando de la reina de Austrasia.
—Brunequilda buscó siempre la unidad de la estirpe merovingia,
fortaleciendo la autoridad de la casa real frente a los desmanes de los nobles;
por eso, ellos la odiaban y no pararon hasta conseguir su muerte. Sí. Los
nobles de Austrasia se valieron de mi padre, el rey de Neustria, Clotario, para
deshacerse de su reina. Después le utilizaron para sus fines y, ahora; yo soy
prisionero de ellos. Me imponen su candidato como Mayordomo de Palacio, y
el que realmente gobierna el reino es él. Soy un prisionero de mis nobles. He
conseguido resistir, pero no podré hacerlo siempre; por eso he buscado esa
copa. Ahora, vosotros, extranjeros, afirmáis que la copa la posee mi rival
Swinthila y que antes había estado en manos de los cántabros…
—Mi padre, el rey Recaredo, la poseyó y la guardó en el norte de
Hispania… —repite Liuva.
Los ojillos inteligentes y astutos del rey Dagoberto brillan de nuevo
mientras examina detenidamente a Liuva, quien, a pesar de su falta de visión,
nota en aquel momento la mirada del rey, detenida en él.
—Brunequilda odió a vuestro padre, le consideró causante de la muerte de
su hija Ingunda y de la ejecución inicua de su esposo Hermenegildo. Sí, ella
era muy ambiciosa. Lideró en las sombras la rebelión de Hermenegildo, le
ayudó con dinero y con tropas. Una mujer audaz y muy inteligente que pensó
que podría controlar los dos lados de los Pirineos si su hija o su nieto
llegaban al trono. Buscó también la copa de poder. Pero la guerra civil goda
fue un fracaso para Hermenegildo, quien fue ejecutado; Ingunda también murió.
Así que, cuando Recaredo se proclamó rey, la reina Brunequilda intentó de
nuevo vencerle por la fuerza de las armas y, al no poder conseguirlo, intentó
ganárselo a través de un matrimonio con otra de sus hijas, pero él contrajo
matrimonio con una plebeya. Aquello ofendió mortalmente a la reina franca,
por lo que decidió matarlo. Pasó años tramando su venganza, nunca se
detenía… Una venganza que era muy sencilla: situar a Atanagildo, su nieto, en
el trono de Toledo eliminando al rey Recaredo. Quería dominar la corte
hispana como dominaba los destinos de los francos. Ahora ella está muerta;
los nobles de Austrasia la mataron. Sí. Brunequilda fue la causante de vuestros
sufrimientos y la decadencia de vuestra familia.
Liuva se sobresalta, de pronto intuye que la conjura de la que había
hablado su madre en la carta podía haberse originado en la corte de los
francos. Había sido Brunequilda la que había organizado la muerte de
Recaredo, la que había movido los hilos para que a él mismo lo destronasen.
—No le valió de mucho —prosiguió Dagoberto—; no bien hubo
conseguido la muerte de vuestro padre, fue traicionada. El propio Atanagildo,
nunca se supo muy bien por qué, no quiso continuar con los planes de venganza
de su abuela, regresando a Bizancio, donde murió. Witerico, que había jurado
lealtad a Brunequilda y conseguir el reino para Atanagildo, tardó poco en
apropiarse de él.
Liuva interroga al rey, buscando una respuesta precisa, una respuesta que
explicará el misterio que rodeó a la muerte de Recaredo.
—¿Fue Brunequilda la causante de la muerte de mi padre?
—Digamos que colocó las piezas del juego adecuadamente, de modo que
el trono godo retornase a su familia. ¡No consiguió nada…!
Liuva baja la cabeza angustiado; mientras que el rey, alzando el tono de
voz, repite:
—¡No consiguió nada! Dicen que le faltaba la copa, una copa que
Recaredo poseyó… Siempre pensamos que Hermenegildo poseía la clave del
paradero de la copa.
—¿Por qué Hermenegildo? —inquiere Nícer muy interesado.
—Cuando mi padre destronó a Brunequilda y fue ajusticiada como sus
crímenes le hacían merecer, mi padre, Clotario, encontró una carta que los
espías de la reina habían interceptado en la corte de Bizancio. La carta era una
misiva que Hermenegildo había enviado al emperador Mauricio como
presentación para su hijo y su esposa, cuando estos huyeron hacia
Constantinopla.
El rey Dagoberto se dirigió a uno de los criados de palacio y le dijo:
—¡Traedme el cofre que custodia el conde de los Notarios! Él sabrá bien
cuál es.
El criado sale de la estancia, se demora escasos minutos, después entra
con un cofre, se arrodilla delante del rey y lo abre. El rey rebusca en su
interior.
—Aquí está, os la leeré, está escrita con extrañas palabras que ocultan
algo; quizá vosotros podáis ayudarme a esclarecer lo que hay detrás. La carta
dice así:

In nomine Domini anno feliciter secundo regni Domni nostri Erminigildi


regis quem persequitur genetor sus Domiinus Liuuigildus rex in cibitate
Ispalensem.
Domino meo, Mauritio Imperatori:
In manibus vestris meam uxorem et meum filium Atanagildum colloco,
confido ut earum fidem et praesidium acciperant. Meo filio rogo ut bonum
veritatemque, quae in fati cálice refluunt, quaerat. Inpostremae requietis
loco illum quaerat.

ERM ENEGILDI, REX[30]

El rey aprieta el pergamino, como queriendo extraer de él su contenido.


—Mi padre leyó muchas veces esta carta; la entregamos a los eruditos de
la corte. Se inicia con un encabezamiento del lugar en que fue escrita; en la
ciudad de Hispalis, en el segundo año del reinado de Hermenegildo, cuando su
padre lo persigue, al inicio de la guerra civil. Después continúa un mensaje
muy simple y muy breve:
A mi Señor, el emperador Mauricio:
Pongo en vuestras manos a mi esposa y a mi hijo Atanagildo, confío que de
ellas obtengan protección y amparo. A mi hijo le ruego que busque el bien y la
verdad que rebosan en la copa del destino. Que la busque en el lugar de mi
último descanso.

HERM ENEGILDO, REY

Nícer se turba ante aquella carta. Le gustaría decirle algo a Liuva, algo que
ha entendido al momento, algo que no desea que Dagoberto sepa; pero Liuva,
ciego y ensimismado, no se percata de la actitud de Nícer. El rey, sin tampoco
captar la causa de la inquietud de Nícer, prosigue hablando.
—Hay algo extraño en la carta. Pensábamos que en ella estaba la clave del
misterio del cáliz de poder. Cuando la carta alude a la copa podría parecer
que se trata de una expresión metafórica, pero quizá podría ser que se refiera a
un objeto real. Durante mucho tiempo pensamos que Hermenegildo quería que
esa copa llegase a manos de su hijo y por eso había escrito la carta. Me
pregunto ¿qué quería decir con «el lugar de mi último descanso»?
Nícer calla, no desea comunicar al rey lo que ha descubierto. Sin embargo,
Liuva habla:
—Al parecer, la madre de Hermenegildo y Recaredo les indicó que
devolvieran la copa al norte, que no podrían descansar hasta que lo hiciesen…
El descanso de Hermenegildo quizá sea el santuario de Ongar.
Dagoberto sube de nuevo al estrado, se sitúa en el trono, apoyando la
cabeza en una mano, como descansando, y entonces les dice:
—Si la copa ha estado en el lugar que decís en las montañas, esta carta no
tiene mucho valor ya. Realmente, yo no creo que Hermenegildo tuviese la copa
de poder, si la hubiese tenido no habría sido tan fácilmente derrotado…
El rey, malhumorado, arroja la carta al suelo:
—Esta carta no significa nada…
Rápidamente, sin dudar, Nícer la recoge. Dagoberto, harto de aquel
misterio que no ha podido aclarar, se dirige al cántabro:
—Sí. Podéis quedárosla, de poco me ha servido, no la necesito para
nada… Durante tantos años, desde la corte de los francos la buscamos en un
lugar y en otro. Finalmente, la copa estaba en el país de los cántabros y ahora
la posee su rey, Swinthila, él llegó antes. Veo que estáis interesados en lo que
os cuento.
—Sí —contestan los dos a la par.
—Os ayudaré a regresar a vuestra tierra. Os ruego que busquéis la copa y
la traigáis al reino de los francos; si lo hacéis así, os recompensaré
generosamente. Si no lo hacéis, encontraréis mi venganza.
El rey da la audiencia por finalizada. Encarga al chambelán de la corte que
les proporcione monturas, algún dinero y una escolta para regresar a las
tierras hispanas.
Liuva sale de la sala del trono de los reyes francos cariacontecido. Piensa
que no han conseguido nada, que solo han perdido tiempo alejándose de su
destino final. Ha logrado tener más luz sobre el fin de su padre y sobre el final
de su propio reinado, pero ¿para qué le sirve ahora eso? Debe recuperar la
copa; sin embargo, ha caminado en sentido contrario a ella. Swinthila y el
cáliz de oro se hallan en Hispania, a miles de leguas de allí. Nícer, en cambio,
muestra una expresión tranquila, como si nada hubiese ocurrido. Guarda
cuidadosamente la carta de Hermenegildo.
Un criado los acompaña a unas estancias en la fortaleza, interesándose en
la fecha en la que desean partir; sus órdenes son acompañarles con una
escolta. Fijan la salida para el día siguiente de madrugada. Les introduce en un
amplio aposento; encima del lecho hay ropas para el viaje para ambos, una
buena espada para Nícer y una bolsa llena de sueldos de oro.
Después se quedan solos.
Liuva se sienta en el lecho, en medio de la estancia, inclinando la cabeza
con ademán de desasosiego. Nícer le observa preocupado, pero pronto esboza
una sonrisa.
—Querido Liuva… ¿Qué te ocurre?
—Todo lo que hemos hecho no ha servido para nada. Han pasado más de
dos años y estamos peor que cuando comenzamos.
—Yo no lo creo así…
—¿No?
—Es verdad que Swinthila se ha escapado con la copa de oro; pero
Dagoberto nos ha dado una luz muy clara sobre la copa de ónice. Dagoberto
no sabe que la copa tiene dos partes, ha acertado al decir que la copa de poder
nunca la ha tenido Hermenegildo. Este poseyó únicamente la de ónice… La
carta tiene la clave del paradero de la copa de ónice. Estoy completamente
seguro.
Liuva se yergue con prontitud al oír aquellas palabras.
—¿Tú crees?
—Tengo la seguridad…
—¡Léela…!
Nícer le lanza una mirada sardónica, antes de responder:
—No sé leer.
—¡No es posible…!
—No, no sé, solo he sido educado para manejar la espada…
—¿Entonces…?
—Mira, Liuva, no sé leer pero tengo buena memoria para lo que se habla.
He fijado la carta en mi mente. En ese texto hay dos cosas, un encabezamiento,
al que el rey no ha dado importancia, y unas palabras dirigidas a su hijo en las
que le dice que la copa está en el lugar de su descanso. De todo, lo que más
me llama la atención es el encabezamiento: que se hable del segundo año del
reinado de Hermenegildo, cuando realmente la carta debió de ser escrita al
final de la guerra civil, es decir, cinco años más tarde. Por otro lado, el
encabezamiento está escrito en un lenguaje distinto al resto de la carta, y
señala que Hermenegildo fue feliz en Hispalis. Estoy seguro de que la copa de
ónice está en el sur, en la ciudad de Hispalis.
—Mal me lo pones… Eso está muy lejos…
—Por lo menos sabemos dónde dirigir nuestros pasos y poseemos la clave
del lugar en el que pueda estar la copa de oro. Los que conocieron a
Hermenegildo y le amaron en la ciudad de Hispalis sabrán algo más y
entenderán lo que está oculto en la carta. Sí. Debemos ir allí, a la Bética y
mostrarles la carta.
—¿Qué propones? —pregunta con un cierto temor Liuva.
—Regresar al sur; conseguir la copa en Toledo de Swinthila y después
encaminarnos a Hispalis, donde debe de estar la copa de ónice.
Liuva da muestras de desesperación mientras se queja:
—¡Algo imposible…! Yo no soy capaz de seguir…
Nícer le anima:
—¡Has llegado hasta aquí! Yo creo en la Providencia, o en el Destino.
Creo que algo guía nuestros pasos… En los últimos meses has cambiado
mucho, no pareces ya aquel hombre débil e indeciso que salió de las montañas
cántabras. Me has salvado la vida, organizaste la huida de la fortaleza de
Gundebaldo… ¿No te encuentras mejor?
Liuva percibe que en las palabras de Nícer hay una luz, una esperanza. Es
verdad que ya no desea morir, como antaño, sino conseguir su misión; y, ya
con más serenidad, le responde:
—Sí. Lo estoy… Desde niño parecía que la vida me llevaba por donde no
quería, que algo me arrastraba en una dirección fija. Ahora soy yo el que
busco la copa, como si al fin fuese dueño de mis propias acciones. Parece
como si todo tuviese un sentido, por eso las palabras de Dagoberto fueron
como un mazazo, como un poner término a la misión que me había sido
encomendada y para la que vivía.
—No. No es así. Dagoberto nos ha puesto en el buen camino.
Ambos se animan, después de tanto tiempo ven alguna luz; alguna remota
posibilidad de conseguir lo que tanto han buscado. Sin embargo, Liuva
advierte:
—Hay un problema más.
—¿Cuál…?
—La escolta. En realidad, pienso que son espías que Dagoberto envía
hacia el sur con el fin de arrebatarnos la copa en cuanto la consigamos. Es muy
raro que nos haya dado una carta tan comprometedora…
Nícer se sorprende de la clarividencia de aquel hombre que está ciego.
—Creo que debemos irnos ya… —prosigue Liuva—. Sin esperar a que
llegue la mañana. Aún no se ha hecho de noche.
Toman la bolsa de oro y la espada, silenciosamente salen de los aposentos.
Atardece, pero las puertas de la fortaleza están aún abiertas. No quieren tomar
un barco que, al fin y al cabo, puede estar vigilado por los espías del rey. No
se despiden de los monjes del cenobio donde han vivido los últimos tiempos
para no comprometerlos. Caminando, se dirigen hacia las tierras de Caen a ver
al abad, para, desde allí, retornar a las tierras de Hispania.
Colinas verdes, valles estrechos, bosques frondosos, una senda que parece
no tener fin. Marchan procurando no ser reconocidos, saben que los espías de
Dagoberto pueden estar siguiéndoles. En las noches claras se guían por las
estrellas.
A muchas leguas de Lutecia, el sendero atraviesa un bosque espeso y
umbrío. Son atacados por unos bandoleros, un grupo de hombres
desharrapados y muertos de hambre. Nícer, con sus fuerzas íntegras, puede
defenderse de ellos y Liuva, guiado por una intuición especial, ya que no por
la vista, le presta apoyo. Continúan su camino sin más incidentes.
Al fin, a lo lejos, desde una colina, Nícer divisa las tierras de Caen y, más
en lo lejano, la abadía. Al irse acercando, puede ver con mayor detenimiento
el lugar que les ha servido de refugio. La abadía está ennegrecida y el techo se
ha caído.
—¿Qué ocurre…? —pregunta Liuva a Nícer, al darse cuenta de que este se
ha detenido.
—Creo que la abadía se ha incendiado…
—… o le han prendido fuego intencionadamente… —dice Liuva—;
vayamos con cuidado.
Con suma precaución se acercan a la aldea. Perros famélicos y mugrientos
salen a su encuentro. Los lugareños, por su parte, los vigilan con desconfianza.
—¿Qué ha ocurrido en la abadía…?
—El señor de Caen, mal rayo le parta, quiera Dios se hunda en los
infiernos, la incendió…
—¿Qué…?
—Sí. Eso ha ocurrido, fue apenas unas tres semanas atrás.
—¿Los monjes…?
—Murieron todos.
—¡No es posible…! ¿Nadie va a detener a ese criminal? ¿A ese blasfemo?
—Ya se ha hecho.
Sin más preámbulos pasaron a relatarles la historia.
El señor de Caen se había encaprichado de la hija de un campesino. Quiso
llevársela con él, pero ella escapó, refugiándose en el convento. Gundebaldo
rodeó el monasterio con sus hombres, ordenándole al abad que entregase a la
mujer. Al negarse los monjes, prendió fuego al monasterio con todos sus
integrantes dentro. Ni uno solo escapó vivo.
Ahora, nadie se atreve a acercarse al lugar. En las noches parecen
escucharse los gemidos lastimeros de los muertos. Después de aquella terrible
acción, Gundebaldo fue excomulgado por el obispo de Caen. Al ser reprobado
por la Iglesia, todos los juramentos de lealtad de sus súbditos perdieron valor.
No transcurrió mucho tiempo antes de que el señor de Auges, su enemigo, le
atacase y los vasallos de Gundebaldo le abandonasen. El castillo fue arrasado
y él murió en el incendio, recibiendo justo castigo por sus crímenes. Ahora se
rumorea que la abadía y el castillo están poblados por fantasmas. Nadie se
acerca allí.
Liuva y Nícer se alejan de aquel lugar de horror. Emprenden un largo, muy
largo camino, que les conduce hacia el sur, al lugar donde Swinthila domina
los destinos de los hombres.
El fin de Cartago Spatharia

La muralla blinda las espaldas de la antigua Cartago Nova como una barrera
inexpugnable. Al frente centellea la bahía. Detrás de la urbe fortificada, desde
los cerros que la rodean, el ejército godo se dispone en orden de batalla, como
un enjambre de abejas haciendo aletear sus alas. De cuando en cuando
retumban tambores y trompas, que ensordecen los gritos de los cercadores y el
fragor de las armas, templándose para la batalla. El griterío, que se difunde en
la hondonada, penetra en los oídos de los habitantes de la ciudad y provoca un
temor casi supersticioso en ellos. La metrópoli, fundada por los cartagineses,
capital de la Spaniae bizantina, se defiende de sus enemigos germánicos. La
armada rodea el puerto, que desde hace días ha sido bloqueado. Las velas, de
color negruzco en los navíos visigodos, motean con finas pinceladas la bahía y
oscurecen la costa.
Amanece el sol sobre el mar, colmando de esplendores resáceos la
ensenada. Durante la noche, teas incendiarias han recorrido el cielo. La ciudad
aislada, sin otra defensa que la que pudiera provenir de sí misma, aún resiste.
Anteriormente, los godos habían conquistado y arrasado los campos, las
pequeñas villas y ciudades que la rodean. Sin embargo, Cartago Nova se
mantiene aún invicta y orgullosa; una antigua nobleza en sus habitantes les
impide rendirse. Temen al godo. Malacca fue saqueada y demolida por las
tropas de Swinthila cuando todavía él era un general del rey Sisebuto. Muchos
de sus antiguos pobladores que habitan ahora en la ciudad sitiada, no guardan
buen recuerdo de Swinthila. En la época de la caída de Malacca, Sisebuto
negoció la paz cuando la guerra podía haber acabado para siempre,
expulsando de una vez por todas a los orientales de tierras hispanas.
Swinthila, sin embargo, no está dispuesto a transigir en nada. Los habitantes de
la ciudad lo saben, quizá por eso su defensa es más desesperada.
Resuena una trompa, se abren las puertas de la ciudad y de ellas destaca un
hombre, el magister militum bizantino. Vestido a la usanza romana oriental,
con túnica corta y coraza de bronce guarnecida en plata, el jefe de la milicia
imperial avanza. Tras él, militares bizantinos de diversa graduación lo rodean,
seguidos por las autoridades de la ciudad. El grupo se aproxima a Swinthila,
quien les habla de un modo imperativo; en el tono de su voz late el orgullo del
militar invicto.
—Debéis rendir la ciudad… —exclama.
—Mis órdenes son que la ciudad tiene que resistir a vida o muerte hasta el
fin…
—No hay para vosotros posibilidad alguna de vencer.
—Ni para vos tampoco…
—Os equivocáis. Yo soy Swinthila, el triunfador, nunca he sido derrotado
en ninguna batalla. Ni lo seré jamás, yo poseo la llave del poder. Nadie, lo oís
bien, ni Dios mismo podrá vencerme.
Entre las filas de los imperiales, se extiende el silencio, que de pronto se
rompe por una voz:
—¡Eso es una blasfemia…! Nadie puede afirmar que nunca ha sido
derrotado y que no lo será jamás.
La voz proviene de un hombre joven de cabello negro y ojos oscuros,
vestido con una túnica corta al estilo oriental, en la que se ven las señales de
su alta alcurnia.
—¿Quién se atreve a hablar así…?
El joven habla con voz fuerte, sin intimidarse:
—Yo. El legado del emperador Heraclio.
—Vuestra juventud va a la par de vuestra desfachatez e imprudencia.
Debéis rendiros y abandonar las tierras de Hispania para siempre.
Al legado no le intimidan las palabras del rey godo. Con parsimonia,
examina atentamente a Swinthila, respondiendo ante su prepotencia con
palabras claras y sonoras.
—No lo haremos —anuncia—. Los godos habéis pasado a saco nuestras
ciudades, habéis destruido Malacca. El emperador vendrá en nuestra ayuda y
habréis de enfrentaros con el ejército mejor preparado de la cristiandad…
Swinthila ríe con afectación, seguro de que no será vencido; se sabe
poseedor del cáliz de poder, con él aplastará a sus enemigos sin compasión.
Años atrás había vencido a los bizantinos sin la copa, ahora que la posee,
nadie podrá detenerle. La ha probado repetidamente, y ha comprobado sus
poderes. Por otro lado, el emperador está muy lejos, allende el mar, no se
ocupa de unas ciudades perdidas en el extremo occidental de su imperio.
Swinthila vuelve en grupas su caballo, sin dignarse responder a aquel
hombre que le ha desafiado, no duda de que lo aplastará, más pronto o más
tarde. Henchido de arrogancia regresa al acuartelamiento.
Aquella noche, en su tienda del recinto godo, Swinthila toma la copa de
oro entre sus manos y la acaricia como si de una mujer se tratase. Después se
arrodilla ante ella y la adora. Sin embargo, algo le incomoda aún, sigue
faltando el vaso de ónice de su interior; en los años que lleva en el poder, ha
dado órdenes de que se busque, pero sus esfuerzos han sido vanos; parece
como si se la hubiese tragado la tierra. Ha logrado averiguar que los francos
tienen algo que ver con la pérdida de la copa; pero, por más que ha enviado
espías y mensajeros a Austrasia y a Neustria, nada ha conseguido. Finalmente,
al experimentar la eficacia de la copa de oro, Swinthila ha ido olvidando la
vieja historia. No quiere nada más que lo que la copa de poder le proporciona.
Siguiendo su costumbre Swinthila bebe toda la noche hasta perder el
sentido. Por la mañana, contrariamente a lo que sería de esperar, se despierta
lleno de vigor, despejado, con seguridad en la victoria.
Aún no ha amanecido cuando, desde el campamento godo, se ordena el
ataque. Con catapultas se lanzan enormes capazos llenos de fuego y teas
incendiarias, que recorren el cielo oscuro y plagado de estrellas de la noche,
una noche sin luna.
Las teas hacen arder la ciudad. La suerte o el destino lleva a alguna de
ellas a caer sobre los almacenes de grano, llenos de cereales para resistir el
asedio. Las llamas del incendio se elevan leguas arriba, un gran dragón de
fuego se alza sobre el cielo de Cartago Nova. Desde el campamento godo se
escuchan los gritos de desesperación de los civiles. En la ciudad, después de
días de asedio, escasea el agua y si no la hay para beber, tampoco la hay para
apagar las llamas. Sus habitantes intentan sofocar el incendio con tierra y
arena, pero la solución se demuestra ineficaz.
El fuego se propaga de casa a casa; las viviendas sencillas de los
menestrales de la ciudad, de los pescadores, de los artesanos, construidas de
madera, arden como la yesca, transmitiendo el incendio de un lugar a otro.
La ciudad se convierte en un horno. Desde el campamento godo, observan
cómo la desesperación cunde en las calles y cómo los hombres se tiran desde
las torres de la muralla para huir del fuego.
En ese momento de horror, una señal luminosa parte de la montaña detrás
del campamento enemigo, es la orden para que la armada goda desembarque y
ataque. Al tiempo, el ejército de tierra, sirviéndose de catapultas, horada la
muralla y hace caer las puertas.
Las tropas visigodas se ensañan con los habitantes de Cartago Nova.
Swinthila consiente una gran masacre en la ciudad rebelde para dar un
escarmiento a todo aquel que se oponga a su poder. No hay piedad. Por orden
del rey se detiene a todos los judíos de la ciudad. Swinthila busca a una
persona, un judío, Samuel, el hombre que pudo haber estado implicado en la
muerte de su padre. Quiere vengarse.
Entre las gentes distinguidas de la urbe, el conquistador retiene a algunos
rehenes; en medio de ellos está aquel joven legado imperial que se le ha
enfrentado ante la muralla. Swinthila pedirá un rescate al emperador, por lo
que le envía a Toledo escoltado con otros cautivos, mientras él acaba de
sofocar los últimos focos de insumisión. Ordena que se le trate como merece
su rango, el emperador de Oriente debe conocer la magnificencia, el esplendor
y el poderío del rey godo Swinthila.
En la urbe derrotada todavía se mantienen en lucha pequeños núcleos de
heroica resistencia. Al fin, cae la noche sobre una Cartago Nova aniquilada.
Swinthila no quiere que queden ni los cimientos de lo que, anteriormente a la
destrucción, fue la metrópoli de la provincia bizantina de Spaniae.
Desde la montaña, donde se sitúa el campamento del ejército godo; el rey
divisa la gran bahía y el puerto, la muralla caída, las casas arrasadas,
columnas de humo ascendiendo al cielo; escucha gritos y sollozos surgiendo
entre las ruinas.
Una pequeña cuadrilla de soldados godos procedentes de la ciudad
devastada irrumpe en el lugar donde Swinthila presencia el exterminio de los
vencidos. Allí conducen a algunos presos, heridos y con quemaduras causadas
por el incendio, con caras ennegrecidas por el humo. El espatario que dirige al
grupo dobla su rodilla ante el rey para anunciar:
—Mi señor, hemos encontrado a aquel hombre al que buscabais.
Swinthila examina atentamente al grupo de desarrapados antes de
preguntar:
—¿A quién…?
—Un hombre judío llamado Samuel ben Solomon, poderoso entre los de
su raza; intentaba huir. Ha sido entregado por sus propios compatriotas para
alcanzar clemencia ante vos.
—¿Dónde está? ¿Quién es?
—Aquí lo traemos…
El capitán visigodo empuja a un hombre vestido pobremente, quizá
disfrazado para poder huir. Al levantar la cabeza, Swinthila reconoce en él al
judío que, tiempo atrás, le expulsó de su casa en Hispalis. La cara de Samuel
ben Solomon, enflaquecida por las privaciones del asedio, palidece pero sus
ojos manifiestan una desesperada determinación y conservan el odio que, años
atrás, Swinthila encontró latiendo en su mirada. El rey ordena que lo flagelen y
lo sometan al potro. Con la tortura confesará la verdad. Él repara asustado en
el rey, pero no solicita clemencia; presiente que el godo no tendrá compasión.
Los hombres del rey lo conducen hacia una empalizada, la prisión del
campamento.
Swinthila prosigue dictando disposiciones para la demolición final de
Cartago Spatharia. Al mismo tiempo, ordena que todos los bienes saqueados
sean entregados a la corona; ni una sola moneda ni una sola joya podrá ser
retenida; cualquier robo se castigará con la amputación de las manos. Los
hombres protestan, en otras campañas, el botín se ha considerado parte de la
paga de los soldados. El rey ha de dominarlo todo, no quiere la más mínima
insubordinación, todos deben someterse; quizá después tendrá tiempo de ser
generoso con quien le convenga.
Swinthila, rey de los godos, se engríe cada vez más, considerándose a sí
mismo, como el soberano más poderoso que nunca haya regido las tierras que
se extienden desde el mar Atlántico al Mediterráneo. Nunca, en la historia de
la nación que los griegos llamaron Iberia, los romanos, Hispania y los judíos,
Sepharad, un único soberano ha dominado todo el territorio peninsular. El
todopoderoso Swinthila se sabe señor de la Hispania y la Gallaecia, de la
Lusitania y de la Tarraconense, de las tierras de la Septimania y parte de la
Tingitana. Ha dominado a los rebeldes hispanorromanos del sur y Bizancio ha
sacado su pie de la tierra de sus mayores.
Además, Swinthila ha encontrado al hombre que posee la clave del
misterio que rodea a su familia. Al atardecer, el rey godo se dirige a la prisión
del campamento, una cerca en la que se amontonan los prisioneros. Ordena
que le traigan al judío. El olor a sangre y a sudor cubre a aquel a quien
Swinthila considera causante de la muerte de su padre y de la ruina de su
hermano. Ahora se aproxima el momento de interrogarle y conocer los
secretos que aquel hombre encierra.
Ha negado ser quien era, pero al reconocer en Swinthila, ahora rey, al que
despidió de su casa unos años atrás, tiembla. El rey ordena que le tumben en el
potro. La tortura hace a los hombres sinceros:
—¿Cuál es tu nombre?
—Samuel ben Solomon —contesta en voz baja.
Swinthila quiere averiguar todo lo ocurrido desde los tiempos de la guerra
civil, cuando aquel príncipe rebelde, Hermenegildo, se levantó en armas frente
a su padre, el poderoso rey Leovigildo.
—¿Conocisteis al hermano del rey Recaredo, al príncipe Hermenegildo?
—El judío calla.
A una señal del rey, el esbirro da una vuelta al torno; sale un grito de la
boca del judío, que balbucea:
—Sí, le conocí muy de cerca. Él me ayudó. ¡Ojalá él estuviese al frente
del ejército godo y no vos!
Ante estas insolentes palabras, el verdugo gira el torno. Samuel grita de
dolor.
—Ni en la tortura dejáis de ser insolente… ¿Qué más conocéis del
hermano de mi padre?
—Luché con él en Cástulo. Después, yo… yo fui el guardián de la esposa y
del hijo de aquel príncipe.
—¿Qué ocurrió con ellos?
—Cuando yo era un hombre joven, Hermenegildo me encargó de la
custodia de Ingunda y de su hijo Atanagildo. La guerra civil estaba acabando y
parecía desfavorable para el entonces rey de la Bética, Hermenegildo.
Embarcamos en uno de los navíos de mi padre con rumbo a Constantinopla.
El judío jadea por el dolor. Se ordena que se suelte un poco el torno para
facilitar que hable.
—Me jugué la vida por un godo… por alguien de vuestra familia —llora
— y vos me torturáis…
—Sois un traidor, lo sé.
—¡Nooo…! —protesta.
El judío baja la cabeza, calla un segundo y después grita:
—¡Salvé a su hijo! Cuando el barco se hundía, me acerqué al
compartimento de Ingunda, el suelo del camarote se había agrietado, ella y su
hijo habían caído a la bodega. Ingunda debió de morir al caer, pero el niño aún
vivía, estaba llorando en el suelo, magullado. Yo no podía bajar hasta allí
pero, desde el techo, logré amarrarlo con una cuerda… —exclama el judío—.
Al sacarle, la cuerda fue subiendo por el cuerpo del niño hasta que acabó
rodeando su cuello. Miré al niño colgando por el cuello, balanceándose en la
soga, amoratado. Recuerdo su mirada, una mirada clara tan parecida a la de
Hermenegildo. Juré que le protegería siempre como su padre me ayudó y
protegió a mí. Juré que me vengaría de los asesinos de su madre. La soga le
laceró el cuello causándole una cicatriz, que persistió por siempre. Después,
el Dios de Abraham me ayudó, logramos llegar a la costa sobre las tablas del
naufragio que flotaban en el mar. En la Tingitana nos rescataron las tropas del
imperio de Oriente. Allí me enteré de la ejecución de Hermenegildo y de la
ruina de mi familia, de la muerte de mi padre… Juré que me vengaría de todo
lo que fuese godo.
—Conozco bien el resto de la historia —le dice el rey—. Llenasteis de
odio la cabeza del hijo de Hermenegildo, que finalmente se enfrentó a mi
padre y le causó la muerte.
Swinthila se pasea lentamente alrededor del potro; los soldados y el
verdugo callan, no entienden mucho de lo que allí se está revelando, un
combate verbal entre el judío y el rey.
—Sois poderoso, un potentado entre los vuestros… ¿Dónde robasteis
vuestra riqueza…?
—Conseguí el control del comercio de perlas en el Mediterráneo. El
emperador Mauricio me favoreció mucho, por haber conducido al hijo de
Hermenegildo a su corte… Después proseguimos el viaje hacia Contantino. El
emperador Mauricio acogió al pequeño Atanagildo en su familia, y le llamó
Ardabasto. A mí me encargó de su educación…
—También del agradecimiento del tirano Witerico, que os devolvió el
favor de haber matado a mi padre.
—¡No…!
—Ah ¿no? ¿Negáis conocer al rey Recaredo?
—Bien sabéis que fui su médico personal…
—Lo sé, confesad ahora cómo procurasteis su muerte…
Los ojos de Samuel, llenos de sangre, llorosos por la tortura, se detienen
en el rey. Se incorpora en el potro y con un profundo desprecio, exclama:
—Sé que voy a morir. También sé que no duraréis vos mucho en ese trono
de iniquidad e injusticia.
El judío gime ante otra vuelta del torno; después, como si ya todo
careciese de sentido, como si su confesión fuese su última arma para hacer
sufrir a los que tanto había odiado, ratifica lo que Swinthila ya había supuesto.
—A Constantinopla, llegaron misivas de la reina Brunequilda; ella quería
recuperar a su nieto para usarlo como arma frente a Recaredo. El emperador
Mauricio no lo cedió sino que chantajeó a la reina con el niño. Yo entré en
contacto con los legados de la reina, me sobornaron para que consiguiese que
el heredero de Hermenegildo volviese a Hispania, a oponerse a Recaredo
para recuperar su trono. Así que, cuando aquel niño, al que los bizantinos
llamaron Ardabasto y los godos habían nombrado como Atanagildo, se hizo
mayor, instigado por mí, quiso vengar a su padre. Solicitó al emperador
Mauricio luchar al frente de las tropas en las provincias occidentales del
imperio, en Hispania. Ardabasto era un hombre alto, bien formado, e
increíblemente parecido a su padre. Se acercaba el momento de mi venganza.
Yo lo había educado en el odio y él quería luchar contra Recaredo, el enemigo
de su padre. Al llegar a Hispania, dejé a Atanagildo en Cartago Nova y me
dirigí a la corte de Toledo. Allí…
Se detuvo para tomar aire, un momento, y después continuó:
—En Toledo pude entrar en la maraña que se cernía en torno a Recaredo
porque seguí en contacto con los espías de Austrasia. Su reina quería asesinar
a Recaredo y a Liuva para poner a su nieto en el poder. Entre todos, tramamos
la conjura para conducir a Atanagildo al trono de los godos. Con mis riquezas
y dádivas a la comunidad mosaica conseguí que me hicieran acreditar como
sanador, trabajé con el médico real, a quien llegué a sustituir. Así, llegué a
ganarme la confianza de la reina Baddo. Ella necesitaba alguien de confianza;
a menudo, se sentía sola porque Recaredo, demasiado ocupado con los asuntos
regios, no podía acompañarla. A través de Baddo conocí los remordimientos
atroces que llenaban el corazón de Recaredo, quien se sentía culpable de la
muerte de su hermano Hermenegildo. Fue el momento indicado para poner por
obra el plan. Solo tendríamos que esperar que se reanudasen las hostilidades
contra los bizantinos. No transcurrió mucho tiempo antes de que aquello
sucediese. Yo ya me había dado cuenta del enorme parecido ente Ardabasto y
su padre, pero en aquel momento se hizo claro ante mí que podía ser un arma
frente a Recaredo. Le expliqué a Ardabasto que Recaredo era el causante de la
muerte de su padre y que la sombra de la culpa le perseguía. Así, en lo más
crudo de la batalla, luchando contra Recaredo, Ardabasto levantó la visera de
hierro que le cubría la cara. El hijo de Hermenegildo me contó después la
expresión de horror en la cara del rey, al enfrentarse a aquel que se parecía
tanto a su hermano; palideció intensamente, quedándose como agarrotado por
el terror al verlo. Ardabasto logró herirle, pero no pudo matarlo. Sus hombres
lo rescataron a tiempo. Tras ese encuentro, Recaredo enfermó de melancolía.
Después todo fue muy fácil, la reina Baddo me llamó para curar a su esposo.
Le administré alucinógenos y fui debilitando su salud. Se volvía loco. Sufría,
sí, sufría mucho.
—¿Le envenenasteis?
—No fue necesario… simplemente favorecí que la enfermedad hiciese su
obra… sin aplicarle el remedio oportuno. Algunas noches, hice pasar a
Ardabasto a las estancias regias cuando no estaba la reina. Aquello aumentaba
el delirio del rey. Pero, en un momento dado, Ardabasto no quiso seguir.
Comprendió que aquel hombre no había querido el mal para su padre. El día
antes de la muerte de Recaredo me abandonó. Toda la intriga política, que
había tramado con la corte de Austrasia, se hundió. Sí, me dejó y regresó a
tierras bizantinas, donde le aguardaba la hermosa Flavia, la hija de Mauricio,
que llegó a ser su esposa. Fue un error. Un año más tarde tuvo lugar la
rebelión frente a Mauricio y toda la familia imperial bizantina murió… Pero
yo ya me había vengado.
La furia acumulada en el interior de Swinthila, durante el relato del judío,
explota al fin.
—¡Morirás…!
El judío ríe con desesperación, y en su angustia, en su afán de venganza,
exclama:
—Lo sé; pero ahora tú también lo sabes. He quebrantado la estirpe
baltinga en todo lo que he podido…
—Mi madre sospechaba de vos…
—Solo al final, pero la perra murió ajusticiada.
Swinthila no puede aguantar más, la mención a su madre le conduce a un
paroxismo de ira. Entonces grita desaforadamente:
—¡Te mataré…! Eres una víbora…
Presa de furor, se lanza contra el hombre encadenado; saca su puñal y le
atraviesa el pecho. El judío esboza una última sonrisa. Su venganza se ha
consumado. Swinthila le da la espalda y abandona iracundo el lugar de la
tortura.
Al salir de aquel lugar de horror, el rey godo eleva la vista al cielo, que
aparece cubierto por el humo del incendio, nubes sombrías que llegan desde el
mar. Swinthila se ha tomado la revancha en aquel que planeó y ejecutó la
muerte de su padre; pero, en el interior de su ser, sabe que no le basta, necesita
más, necesita más poder, torturar y matar. La venganza se ha apoderado de él
como un veneno. Muchos se han enfrentado al mal, intentando rehacer el
pasado. Swinthila lo ha hecho, pero el mal a menudo nos consume. A
Swinthila lo está deshaciendo por dentro. Siente que necesita alivio y que solo
lo encontrará bebiendo de la copa, del gran cáliz dorado que recuperó en las
tierras de los astures. Acerca sus labios sedientos al cáliz. Al notar el líquido
rojizo y ardiente correr por su garganta y llegar a su vientre, recobra la
serenidad; una vez más, el cáliz le embriaga.
El legado del emperador

El sol luce con fuerza sobre las onduladas tierras de la meseta, preludiando la
llegada gloriosa de las tropas de Swinthila. Lejano queda ya el día en el que
un eclipse cambió el destino del reino de los godos; el día aquel en el que un
general godo, perseguido, regresaba a Toledo. Ahora, toda la pompa y todo el
boato que un soberano altivo puede organizar para dar un espectáculo ante el
pueblo, para consolidar su poder, se representa en las calles de la capital de
reino, remarcando la victoria real, como propaganda política. El populacho
aclama a los victoriosos soldados godos procedentes del frente bizantino. En
las calles se oyen fanfarrias y trompetas; al paso del rey, caen pétalos de
flores. El pueblo adulador aclama a Swinthila, quien siente el orgullo del que
se sabe invicto. Sin embargo, aquellas gentes no aman a su rey; Swinthila lo
sabe, pero no le importa; no quiere la estima de sus compatriotas, solo
dominarlos.
En el palacio que corona la ciudad, la reina lo espera. Junto a ella, sobre
la amplia escalinata que da acceso al palacio, los hijos mayores de Swinthila:
Ricimero y la hermosa Gádor. La hija de Swinthila, una joven alta, de anchos
hombros, de mirada diáfana, esboza una sonrisa suave, alegre, al divisar al
rey, su padre. La reina no sonríe. Ha llegado a sus oídos la matanza en Cartago
Nova. Los labios de Teodosinda, mudos, no emiten una queja, pero su
expresión está llena de reproches. No ha perdonado la muerte de su padre, de
su joven hermano. Swinthila capta la callada desaprobación de su esposa
pero, reconfortado por la copa, no se siente culpable de nada. Junto a la reina,
reciben a Swinthila los nobles del Aula Regia y los clérigos. En la comitiva
que sigue al monarca, para realzar aún más su gloria, se encuentran los rehenes
de alcurnia que fueron apresados en Cartago Nova. Son los que días atrás
fueron enviados a la corte como cautivos con objeto de canjearlos por un
rescate. Entre ellos está aquel hombre joven de tez morena, el legado del
emperador para la provincia bizantina de Spaniae.
Cuando entran en el palacio, las puertas se cierran tras la comitiva real,
dejando fuera la multitud vociferante. La reina no habla, no se atreve a
enfrentarse al poder absoluto de Swinthila. Ella se da cuenta de que su esposo
una vez más ha abusado de la copa, sus ojos son los ojos brillantes de un
maníaco. Habla y habla del futuro de sus conquistas y de la grandeza del reino
godo. La reina se desespera viendo a aquel al que ha amado, enloquecido por
una dependencia brutal de la copa de poder, del alcohol y de la ambición. Ella
lo sabe todo y calla porque le teme; cualquier palabra de reprensión podría
excitar la cólera de su esposo.
Solo una persona se opone todavía a Swinthila. Isidoro, obispo de
Hispalis, quien, al ser convocado a la corte para ser testigo del triunfo del rey,
conserva la fuerza suficiente como para censurar al monarca la represión cruel
en Cartago Spatharia, la urbe que le vio nacer. Swinthila escucha
pacientemente las palabras del clérigo; para calmarle, para mantener contenta
a la Iglesia, promete hacer penitencia. En aquel momento de poder supremo,
en el que él, el hijo de Recaredo, ha vencido a sus enemigos, en el momento en
que ha de afirmar aún más su soberanía absoluta, no escucha a nadie.
Las fiestas se suceden aquellos días. Bufones y juglares llegan a la corte.
Swinthila, pródigo con los amigos, derrocha dones entre ellos, pero también
expropia las tierras de los nobles, magnates y obispos que se le oponen, de los
enemigos de la casa baltinga, de los que forman parte de las castas
aristocráticas y se enfrentan al linaje real. Las continuas revueltas nobiliarias
son sofocadas sin piedad por Swinthila. Cada vez son más los prohombres del
reino que huyen a la región de la Septimania, donde se unen a la resistencia
armada que encabeza Sisenando. Ante este hecho, Swinthila se encoge de
hombros; no le preocupa, está convencido de su invulnerabilidad, de la
imbatibilidad que le proporciona la copa de poder. Nadie podrá derrotarle.
En una de aquellas fiestas en las que Toledo arde en luces, y en las que el
palacio está lleno por la nobleza del reino; el legado imperial se acerca
repetidamente a una doncella de cabello claro. Son jóvenes y parecen
entenderse bien. Las dueñas, que rodean a la dama, les vigilan, pero les dejan
hablar un tanto retirados del resto. Ella le sonríe con sus ojos de color verde
agua, él la embruja con una mirada oscura. Pronto ella prorrumpe en
carcajadas, una risa nerviosa provocada por la excitación que siente ante
aquel hombre joven que la corteja. Al principio ella se sentía tímida, hasta el
punto de resultarle difícil hablar. Pero ya no, ya no le intimida conversar con
él de las cosas que a ambos les interesan; mientras que él, en la soledad
forzada de su cautiverio, descubre el goce del amor a su lado. En los últimos
tiempos, ante la complicidad de las dueñas del palacio, se cuentan naderías o
se miran sin hablar pero, más a menudo, ríen por todo y por nada.
La fiesta prosigue, un hombre acompañado de un laúd entona una larga
balada sobre las victorias del gloriosísimo rey Swinthila. Los comensales
aplauden. Muchos se acercan al rey para adularle a fin de conseguir mercedes.
Le cansan, la velada se prolonga, y el rey se levanta, retirándose a sus
aposentos.
A su paso, todos se inclinan reverenciándole. Hace calor, o quizá
Swinthila se encuentra enfebrecido, necesita una vez más beber de la copa.
Cruza una galería y se asoma a una balconada abriendo las jambas de madera
de la ventana que chirrían; ante él se abre un cielo oscuro y estrellado. El
fresco de la noche le sosiega. Desde allí, se entretiene admirando la ciudad en
fiestas, llena de luces, los jardines del palacio alumbrados por mil antorchas.
Muy a lo lejos, más allá del río, hay movimiento de tropas en el camino que
conduce a la ciudad; seguramente serán las que vienen del valle del Ebro, allí
hay problemas con los vascones. Swinthila se pregunta: «¿Nunca lograré la
paz?».
Suspira y dirige la vista hacia los jardines de la fortaleza. El palacio de
los reyes godos está en calma. La luna amanece a lo lejos, en el horizonte,
desdibujando las luces de las estrellas. Desde un balcón en el que todo lo
domina, Swinthila se entretiene viendo danzar a las parejas jóvenes de la
corte. Entre las mujeres descubre a su hija. Se da cuenta de que es ya una
mujer casadera, aprecia orgulloso su hermosura. Desde su mirador el rey
distingue cómo ella danza una y otra vez con el mismo joven. Él pone su mano
en la cintura de ella. Los movimientos de ambos son suaves y armoniosos.
Callan. Él se inclina hacia ella. Entonces Swinthila le reconoce, es el legado
del emperador. Ha permitido que el rehén acuda a las fiestas de palacio para
que pueda apreciar la magnificencia de la corte de Toledo y, cuando sea
pagado su rescate, difunda la gloria del reino visigodo, pero ahora Swinthila
piensa que el bizantino se está extralimitando con su hija. Se despiertan los
celos en su corazón de padre al ver a Gádor, su adorada hija, feliz en los
brazos de un hombre joven; por lo que monta en cólera y se retira del balcón.
De inmediato busca a alguien sobre quien desahogar su ira; le echa la culpa a
Teodosinda. Enfurecido, se dirige a la cámara real, desde donde la hace
llamar. Mientras la espera recorre de un lado a otro el aposento, bramando:
«La simple de mi esposa no entiende que es peligroso dejar en libertada a una
joven doncella, y permite que Gádor coquetee con un joven que, políticamente,
no nos conviene».
Un correo se hace anunciar, proviene del obispo Braulio de Cesaraugusta.
Es un largo pergamino en el que el prelado de la ciudad le informa de la
situación crítica que atraviesa la urbe y las zonas circundantes; bandas de
vascones infestan el valle del Ebro, han causado cuantiosas pérdidas en la
zona, y se han atrevido a cercar la ciudad.
Los vascones han supuesto siempre un aguijón para los godos, quienes los
consideran como un pueblo primitivo de lenguaje ininteligible, un pueblo
nunca plenamente romanizado, gentes salvajes, que viven del saqueo y la
rapiña. El rey decide que aquello debe acabar, da órdenes a los gardingos
reales para que al día siguiente se convoque un consejo de guerra, que prepare
una nueva y victoriosa campaña; esta vez contra los vascones.
Cuando se retira el correo, Swinthila abre el cofre que siempre viaja con
él, tachonado en oro y con una cerradura muy labrada. De él saca la copa…,
¡qué hermosa es! La besa como su más preciado tesoro. Se arrodilla ante ella,
después la manosea y la llena de un vino rojizo, parece sangre. Consume
ávidamente su contenido hasta ver el fondo dorado del cáliz de poder.
Recuerda que hay otra copa de ónice, pero él no necesita más; la de oro le
sacia por completo. Swinthila se siente fuerte. Ahora cada vez más está
sometido a su influjo, precisa beber y beber de ella para mantener su vigor;
cuando por algún motivo ha de espaciar las libaciones, nota cómo su energía
mengua. A la par que su necesidad de beber se acrecienta, el color de su piel
se va tornando amarillento y su mirada a menudo es vidriosa.
No bien ha terminado de guardarla en el cofre, se escuchan unos pasos
suaves. La reina se introduce, sin hacer apenas ruido, en las estancias reales,
inclinándose ante su esposo. Al levantar la vista, Teodosinda se da cuenta de
que él ha bebido y ella, que nunca alza la voz, que no se opone a los gustos del
monarca, le advierte con dulzura:
—Bebéis demasiado, os estáis haciendo daño…
—Yo sé lo que me conviene… —le responde agriamente Swinthila.
Teodosinda, amedrentada a la vez que inquieta por él, le susurra:
—Es esa copa. Os va comiendo el alma…
—¡Soy el rey! ¡Hago lo que me place y no debo dar cuentas a nadie! Esta
copa es la que consigue que nunca haya sido vencido, la heredé de mi padre
para lograr el poder.
—¡Ya lo habéis conseguido! Ahora debierais guardarla y destinarla al
culto para el que se forjó. —Teodosinda se detiene unos instantes—. Sé que
tiene poder… pero ese poder puede destruir al que abusa de él. Mi padre…
mi padre… sé que murió por haber bebido de la copa.
Swinthila piensa en cómo es posible que ella pueda conocer el secreto de
la muerte de Sisebuto. Ella, Teodosinda, le sorprende siempre, aparentemente
parece que solo le preocupan los asuntos domésticos, que es de menguada
inteligencia, pero no es así. Teodosinda penetra en todo con perspicacia. Le
conoce muy bien. Detesta la actitud prepotente del rey, su afán de guerrear
siempre, su crueldad. Le ha amado esperando que quizás algún día él
cambiaría; porque ve en él al hombre fuerte y enérgico a la vez que justo, que
Swinthila hubiera podido llegar a ser si no hubiese sido herido desde la
infancia. Siempre desde los tiempos en los que ambos eran jóvenes, ella había
supuesto que, en un futuro, todo sería distinto. Quizá cuando sea nombrado
general, quizá cuando tenga un hijo, quizá cuando venza en una u otra campaña
guerrera, pensaba ella. Sin embargo, todo eso ha sucedido y Swinthila persiste
en su actitud. Sin embargo, ahora ella se da cuenta de que hay algo más. Es la
copa, sí, la copa con la que se embriaga continuamente, la que le ha
embrujado. Ella desespera ya de que algún día pueda llegar a ocurrir una
transformación en su esposo, ha perdido toda confianza. Es más, los múltiples
desprecios y desdenes la han herido profundamente; por lo que busca que, de
alguna manera, él escarmiente. Sin embargo, se acobarda ante la fuerza del que
es su dueño y señor.
Teodosinda ha sacado de quicio al rey una vez más; Swinthila vocifera,
haciéndole sentir toda su furia:
—¡Basta ya de insolencias…! No sois vos quien tenéis derecho a
reconvenirme, sino al contrario, soy yo el que debe censuraros. Es vuestra
obligación guardar la honra de vuestra hija. He visto a Gádor con el joven
bizantino. Su comportamiento con el legado imperial es indecoroso.
Teodosinda enrojece pero, armándose de valor, decide que debe
confesarle lo que Gádor y el legado del emperador le han propuesto, aún
exponiéndose a la cólera real.
—Él quisiera contraer matrimonio con Gádor. En vuestra ausencia, me ha
pedido su mano.
—¿Que le habéis dicho…? —grita él, profundamente airado.
—Que lo consultaría con vos. Creo que Gádor ya tiene edad para contraer
matrimonio…
—¿Con un extranjero…? ¡Estáis loca…!
—Ardabasto no es un extranjero, proviene de una familia goda y ha sido
criado por el emperador. Emparentaríamos con el más poderoso de los
soberanos de nuestra época.
Al oír aquel nombre, Ardabasto, Swinthila se paraliza, enfocando
fijamente la suave carita de su esposa, sus pequeñas arrugas, sus ojos
atemorizados, y pregunta con voz mucho más serena:
—¿Ardabasto…? Decís que su nombre es Ardabasto…
—Sí, Octavio Heraclio Ardabasto… ¿Por qué…? ¿Qué ocurre?
—Ese nombre está ligado a la muerte del rey Recaredo… —le dice el rey
godo sombríamente.
Swinthila comienza a atar cabos. Por un lado, Ardabasto es un nombre
griego como cualquier otro. El hijo de Hermenegildo, al parecer, fue
asesinado, y el legado imperial es demasiado joven; el hombre al que se
enfrentó Recaredo en el sitio de Cartago Nova tendría que tener ahora al
menos cincuenta años. Sin embargo, en las palabras del judío había algo
oculto… ¿Por qué estaba el judío en Cartago Nova? ¿Buscaba a alguien?
¿Quizás al legado?
El rey, con gesto brusco, despide a Teodosinda, no quiere hablar más con
ella, le indica ásperamente que vigile a su hija. Durante largo tiempo,
atraviesa a grandes zancadas la cámara real, de un lado a otro, encolerizado y
rabioso con la actitud insolente de su hija y de su esposa. A la vez,
sorprendido e intranquilo por la coincidencia de nombres del legado
bizantino. Tras unas horas de divagar, exhausto, se tumba en el lecho sin casi
desvestirse. Un criado intenta ayudarle, pero el rey le despide. El hecho de
haber bebido de la copa le produce ahora una intensa somnolencia. Duerme y,
en su sueño, ve a Liuva en un barco, en medio de una tempestad, que le mira
con la misma expresión vacía, sin luz, de siempre.
La luz del amanecer hiere el rostro de Swinthila, retornando a su mente lo
ocurrido la noche pasada. Tras ser revestido por los criados, desayuna con
frugalidad y se prepara para el consejo.
Cuando penetra en la sala donde se reúne el Aula Regia, se ve rodeado
inmediatamente por nobles, duques y condes de palacio, están también
presentes los gardingos; todos ellos hombres experimentados en mil
campañas, que desean la guerra. Sin embargo, esta vez no será como la
campaña contra los bizantinos; en Cartago Spatharia el botín fue abundante.
¿Qué les pueden ofrecer unos vascones desarrapados que viven guarecidos en
las montañas? La lucha contra los vascones será difícil y sin la recompensa de
otras expediciones. Sin embargo, Swinthila no puede consentir que alguien se
levante contra él y contra su reino; piensa que cuanto más les sea tolerado a
aquellos hombres sin ley, a más se atreverán. Movilizará todo el ejército
contra ellos, pero al mismo tiempo sabe bien que aquello no será el final de
las tierras vascas; no está tan lejano el reino de los francos, sus proverbiales
enemigos. La campaña continuará atacando a los francos, de quienes podrán
obtener un buen botín. Es así como Swinthila decide iniciar una nueva guerra.
Muchos de los asistentes al Aula Regia están de acuerdo, son hombres que se
encuentran en su elemento en el frente de batalla.
Al término de la reunión, el rey les indica que su hijo Ricimero los
acompañará al frente de las tropas, que deben servirle y obedecerle como si
de sí mismo se tratase, porque será asociado al trono como su sucesor.
Algunos aclaman a su príncipe, otros no dicen nada. Están molestos.
Pertenecen a la facción nobiliaria, la que busca que el nombramiento real sea
electivo para así poder tener opción al trono.
Los preparativos para la guerra mantienen al rey tan ocupado que no puede
entrevistarse con el legado bizantino hasta pasados varios días. Mientras tanto
ordena que sea puesto bajo custodia y que nadie ose acercarse a él.
El día antes de la salida contra los vascones, Swinthila recibe al legado.
Es un hombre alto, bien parecido, con ojos muy oscuros rodeados de pestañas
espesas y cabello negro como la pez. Por su aspecto y complexión, podría ser
un hombre del sur de Hispania. Es un hombre altivo, de aspecto orgulloso.
—¡Habéis puesto bajo custodia al legado imperial…! —le dice el
bizantino al entrar—. Mi cargo merece respeto, represento al emperador. Al
insultarme a mí, insultáis al soberano más poderoso del mundo…
—Vuestro cargo quizá merezca un respeto, pero vos —le dice— me habéis
engañado…
Él no entiende de lo que el rey le está hablando; después Swinthila
prosigue:
—¿Quién sois…?
—Mi nombre es Octavio Heraclio…
—¿Cómo os llaman…?
—Ardabasto.
—Un nombre griego…
—Lo es.
—Mi esposa me ha dicho que vuestra familia es goda.
—De niño perdí a mi familia. En la revuelta de Focas asesinaron a todos
los hijos del emperador Mauricio, entre los que se encontraban mi padre y mi
madre. Una criada consiguió esconderme y salvarme; me envió a la Tingitana,
allí fui criado por el exarca de África, Heraclio, quien me adoptó. Ahora,
Heraclio se ha convertido en emperador. He venido a Spaniae en calidad de
embajador del imperio y porque quería conocer los orígenes de mi familia. Un
hombre…
Swinthila le escucha estupefacto. Antes de que acabe le interrumpe. Todo
parece concordar, así que le pregunta a bocajarro:
—¿Cuál es el nombre de vuestro padre?
—Mi padre entre los bizantinos fue llamado también Ardabasto, mi madre
era Flavia Juliana, hija del emperador Mauricio.
—¿Vuestro padre era godo?
—Sí. Lo era…
—¿Su clase…? ¿Su estirpe?
Ardabasto permanece durante unos segundos en silencio.
No quiere mentir.
No sabe cómo va a reaccionar aquel rey prepotente y tiránico ante la
verdad.
Al fin, con valentía confiesa:
—Mi padre poseía el nombre godo de Atanagildo, era hijo de
Hermenegildo, quien fue rey de la Bética.
Al escuchar aquellas palabras Swinthila explota furioso:
—Hermenegildo no fue rey de la Bética, fue únicamente un traidor. Vos
habéis venido para conspirar contra mí. No merecéis vivir.
Inmediatamente, Swinthila hace venir a la guardia.
—Llevaos a este hombre de mi presencia y custodiadlo bien. Reo es de
muerte por alta traición.
Ardabasto, sumido en la angustia, cala el odio y el despotismo del rey
godo, se da cuenta de que está delante de un hombre al que nada detiene, que
jamás ceja en sus propósitos; un hombre para quien él solo significa un
obstáculo a su poder absoluto, por lo que no dudará en matarle.
Swinthila ordena que se le conduzca a un calabozo hasta su regreso. Su
suerte está echada, pero antes el rey desea saber más. Hay muchos pormenores
ocultos en la figura del bizantino. Le interrogará más a fondo cuando él,
Swinthila, regrese victorioso de su campaña contra los vascones.
La campaña contra los vascones

Cuando finalizan los preparativos, el ejército godo sale de la urbe regia de


Toledo en una marcha triunfal. En medio de los generales, el príncipe
Ricimero. Es un chico aún enclenque; la nobleza no está conforme con esta
decisión. La reina Teodosinda se despide de él entre lágrimas, al oído le
indica algo; él afirma con la cabeza.
Pronto dejan la ciudad atrás.
El camino hacia Cesaraugusta atraviesa la llanura por las antiguas
calzadas romanas. Dejando Titulcia[31] atrás, alcanzan Complutum[32], una
ciudad cuadrangular y amurallada en una planicie; allí pasan la noche.
Swinthila ordena que se requisen dos tercios del ganado de la ciudad y la
mitad del grano para aprovisionar a las tropas. Se alzan lamentos de las casas
de los labradores, no hay piedad. El pueblo debe colaborar con la guerra.
En dos jornadas llegan a Bilbilis[33]; la antigua ciudad de los lusones, la
patria del poeta Marcial, encaramada a un cerro; desde allí, a un día de
marcha alcanzan Cesaraugusta. En una fértil planicie, se alza la ciudad junto al
río Ibero. Los restos romanos han sido fortalecidos por una imponente muralla,
que ha resistido al empuje de los vascones, el ataque de vándalos y alanos, y a
las sucesivas luchas contra los francos.
Al acercarse, desde el alto de la Muela, los godos ven los campos,
quemados por la furia del enemigo, pero ya no hay rastro de él. Los vascones
han huido ante el ejército godo que avanza. Braulio, obispo de la urbe, y su
máxima autoridad política, sale a recibir al ejército a las puertas de la
muralla. Es un hombre maduro, de rostro recio, como cincelado por un
herrero.
—Los vascones quieren recuperar sus tierras… dicen que el valle del río
Ibero perteneció a sus antepasados y que es suyo —explica Braulio—. Si ellos
no pueden poseerlo, impedirán que nadie lo haga. Además viven de la rapiña.
Mi señor…, ¡debéis poner fin a esta barbarie! Roban, destrozan las cosechas,
se llevan a las mujeres.
—¿Dónde están ahora…? —pregunta Swinthila.
—Al conocer que vuestro ejército se aproximaba huyeron a las montañas.
—Iré a cazarlos como a ratones en su madriguera…
—Necesitaréis alguien que os guíe… Las montañas vascas son difíciles de
penetrar para el que no las conoce. Estarán ocultos en los montes, para
tenderos emboscadas a la menor oportunidad. Los vascones son muy valientes,
guerreros inteligentes y muy bravos, extremadamente temerarios en la defensa
de su tierra.
—¿Conocéis a alguien que pueda servirnos de guía? —pregunta el rey.
—Quizá sí; pienso ahora en una persona en quien podéis confiar, es un
renegado, un hombre que odia a los vascones, siendo como es uno de ellos.
Será un buen confidente, alguien que os pueda guiar por los vericuetos que
solo ellos conocen…
Braulio hace que venga el guía, un hombre que ha sido expulsado de las
tierras vascas por querer comerciar con los godos. Se rebeló frente a los jefes
de los vascones y ha sido expulsado del territorio. Le han destruido sus tierras
y propiedades, matando a su familia. Quiere vengarse. Los conoce bien porque
es uno de ellos.
—Nunca os atacarán en campo abierto… —expone claramente.
—¿Entonces…?
—Debéis ir destruyendo, uno a uno, los principales puestos de combate,
las haciendas de los cabecillas… Yo os guiaré. No necesitáis emplear todo el
ejército, debéis dividirlo e ir atacando los lugares que os indico. Lo mejor es
atacar a la vez en muchos puntos con dureza y sin piedad, para que no puedan
ayudarse entre sí.
El rey decide actuar según las indicaciones del renegado; divide el potente
ejército godo en varias escuadras, cada una de ellas debe atacar por separado
los distintos puestos enemigos, los refugios en las montañas, casi fortalezas
donde se resguardan los jefes de los vascones. El ataque se hace
simultáneamente, en una maniobra perfecta, de tal forma que los distintos
grupos vascones queden aislados. Swinthila ordena destruir todas las guaridas
de los rebeldes. Pone a Ricimero al frente de uno de los batallones, es su
primera salida a la guerra; y el muchacho lucha enardecido, destrozando a sus
enemigos.
La victoria es total, se obtienen numerosos rehenes que son sometidos y
utilizados para la reconstrucción de la antigua fortaleza de los íberos sobre un
altozano, Oligitum[34]. Los rebeldes vascones apresados en la campaña,
esclavizados y sometidos con dureza, se revuelven contra sus captores, pero
Swinthila no tiene piedad.
El rey godo envía a Ricimero a Cesaraugusta para comunicar la victoria y
preparar su entrada triunfal, mientras él permanece al frente de las obras de la
nueva ciudad. Será una urbe como Recópolis, la ciudad que Leovigildo
construyó a Recaredo, una ciudad que se recordará a lo largo de la historia. El
rey hace que los hombres trabajen a destajo, supervisando personalmente los
planos y las edificaciones.
Al fin, ordena el regreso a Cesaraugusta. Al llegar, las campanas de las
iglesias repican con fuerza cantando la gloria y la alabanza del rey de los
godos, el glorioso rey Swinthila, nunca derrotado por sus enemigos.
Una nueva victoria, la copa le protege.
Swinthila anhela verla, beber de ella. Por lo arriesgado de la campaña, la
ha dejado oculta en Cesaraugusta, y al rey no gusta separarse de su más
preciado tesoro. Ha conseguido vencer a todos sus enemigos. Piensa que él,
Swinthila, es invulnerable, desea beber una vez más de la copa de poder; por
ello, con paso firme penetra deprisa en las estancias reales del palacio godo
de Cesaraugusta, abre el cofre que contiene lo más valioso de su reino.
El cofre está vacío.
El rey godo busca el cáliz sagrado con desesperación, llama a la guardia y
nadie sabe nada. Ordena que torturen a todos los que han custodiado la cámara
real, pero ninguno confiesa nada a pesar del tormento. Nadie ha visto nada. La
copa se ha desvanecido. Alguien se ha atrevido a penetrar en las habitaciones
del rey, alguien que no ha sido visto por nadie. Swinthila solo logra averiguar
que un hombre ciego con la mano cortada estuvo en la ciudad y se acercó al
palacio. Ordena que lo busquen, pero se ha desvanecido sin dejar rastro.
En las torres

Ardabasto ha sido encerrado en un aposento dentro de una de las torres que


coronan el palacio de los reyes godos. Una estancia amplia, como corresponde
al legado imperial, constantemente vigilada por la guardia. Se abre a una gran
terraza cuadrangular, desde la que se ve el Tagus, y se divisan las otras torres
y los torreones de vigía ornados con gallardetes y banderas. En el cielo
límpido de Toledo no cruza una nube. Los gorriones y alguna golondrina, que
ha labrado su nido en la pared, lo acompañan. En una de las esquinas de la
terraza hay una antigua garita de vigía que no se utiliza desde hace años.
Ardabasto quiere huir de aquel lugar.
La conversación con Swinthila le ha sumido en una angustiosa zozobra, la
gélida mirada del rey se ha clavado en su mente, recuerda una y otra vez la
crueldad que el monarca ejerció contra sus compatriotas en Cartago Spatharia;
es bien conocida la fama de Swinthila de hombre despiadado. No, Ardabasto
no quiere morir, no ahora, cuando todavía no ha cumplido la misión a la que ha
venido a aquellas tierras. Desea huir de aquel lugar cada vez más peligroso,
en el que se consume de ociosidad, un lugar que puede ser la antesala del
patíbulo.
El bizantino va examinando las estancias que constituyen su prisión piedra
a piedra, madera a madera buscando un lugar por donde escapar. Podría
descolgarse por la almena, pero el precipicio se abre sobre el Tagus, por allí
no hay salida, el río se despeña al sol, sus aguas refulgen; las rocas rodean la
corriente, amenazadoras. En el terrado, desde donde Ardabasto divisa el río,
hace calor, un calor abrasador. Para aliviar un tanto el sofoco, el bizantino
busca la sombra del antiguo torreón del vigía, abre la puerta y se introduce
dentro. Es un lugar estrecho, no huele bien. En la garita solo tiene cabida un
pequeño catre desvencijado, detrás del cual se abre una portezuela. El legado
retira las maderas del catre e intenta abrir la puerta; ha sido clausurada,
claveteada con dos estacas. Ardabasto es un hombre fuerte, acostumbrado a
combatir. Tras varios esfuerzos, la puerta cede y se abre a un pequeño
pasadizo oscuro, por el que posiblemente tiempo atrás se realizaría el cambio
de guardia. Baja torpemente unos escalones apoyándose en la pared; todo está
oscuro, la luz que queda a sus espaldas, poco a poco, suavemente va
desapareciendo. El antiguo pasadizo es una rampa que desciende hacia las
murallas del alcázar, el bizantino avanza lentamente con suma precaución, el
corredor tuerce hacia la izquierda. Al final, el pasadizo está cerrado.
Ardabasto, tras su inicial desilusión, comienza a palpar las piedras con las
que lo cegaron tiempo atrás, aprecia que son de mediano tamaño y que no
están pegadas entre sí por argamasa. Extrae una piedra sin dificultad; después,
poco a poco, durante horas, va retirándolas pacientemente, una tras otra. Al
final, una luz tenue se introduce por el hueco que ha conseguido abrir entre
ellas.
Se hace tarde y, si sus carceleros entran en el aposento donde ha sido
encerrado, no tardarán en descubrir que ha encontrado una salida. Vuelve
ágilmente sobre sus pasos; al llegar a la terraza, el sol descendiendo sobre el
Tagus, lo deslumbra con sus últimos rayos.
Día tras día, Ardabasto va quitando las piedras que obstaculizan la luz del
túnel y las arroja, por la noche, al barranco. Finalmente, logra un hueco que es
capaz de atravesar. Más allá de la oquedad, hay una puerta con una pequeña
reja, desde donde divisa la guardia haciendo la ronda por las almenas. Acecha
hasta que se alejan y entonces intenta una vez más abrir la puerta. No cede al
primero ni al segundo intento. El bizantino debe cejar en su empeño porque de
nuevo se acerca la guardia. Quieto, escucha el paso rítmico de los soldados
que, al fin, se alejan de nuevo. Una y otra vez vuelve sobre su objetivo, el
hierro enmohecido de los goznes cede al fin haciendo un ruido chirriante.
Camina, agachado por el adarve de la muralla, durante un espacio de
tiempo que le parece eterno. El sol calienta fuerte, pero él se resguarda bajo el
murete que protege a uno y a otro lado el adarve o tras alguna almena,
evitando de este modo ser visto. Corre deprisa, pero sin rumbo. El alcázar es
un laberinto, cruza de una torre hasta la siguiente. Se da cuenta de que no está
llegando a ningún sitio, puede ser descubierto en cualquier momento; sus
vestiduras, las de un oriental, le delatarán.
Es entonces, tras un tiempo en el que se ha cansado de caminar por las
almenas, sin encontrar la salida y con el temor de que su ausencia sea
descubierta por la guardia, cuando un sonido distinto hace que se ponga en
tensión. Más allá, abajo, en el interior del castillo de los godos, oye unas
voces, voces femeninas que ríen. Desde lo alto de la muralla, intenta divisar
de dónde provienen. En la parte baja del castillo hay un hermoso jardín, con
rosales y vides emparradas. Una mujer joven alza sus brazos para recoger las
rosas, mientras su pelo claro le cae hacia atrás. Al descubrirla Ardabasto se
queda absorto durante un segundo; ella es la hija de Swinthila; después la
contempla ávidamente, quizá no pueda volver a verla nunca más.
Escucha ruidos tras de sí, de nuevo avanza la guardia. Desde el jardín
donde está Gádor unas escaleras de piedra suben hasta el adarve, semiocultas
entre plantas trepadoras. El bizantino desciende por ellas, ocultándose entre la
hiedra hasta llegar al suelo de aquel patio ajardinado.
Gádor se gira al escuchar el ruido y, al verle, su hermoso rostro enrojece.
Los ojos de la princesa goda se abren asombrados. Él se lleva un dedo a los
labios, mientras que con la mirada le ruega que guarde silencio y que le oculte.
Gádor sabe que, en cualquier momento, entrarán sus compañeras. Con un gesto
le indica que la siga conduciéndole hacia una pequeña abertura en el muro,
tapada por la hiedra. Allí guardan sus aperos los hombres que cuidan el jardín.
—¡No os mováis de aquí…! —le indica ella en un susurro.
Fuera se alzan voces femeninas preguntando por la hija de Swinthila. Ella
las distrae con una excusa banal y logra que se ausenten de nuevo. Después
entra en el improvisado escondite de Ardabasto.
—¿Estáis bien? En la corte se rumoreó que queríais alzaros contra el
rey… que ibais a ser condenado a muerte. Yo… Yo estaba muy asustada, muy
preocupada por vos.
—Vuestro padre quiere matarme.
—¿Cómo es posible? ¿Qué habéis hecho?
—Nada —responde él—. El rey Swinthila ha descubierto quién soy
realmente y piensa que puedo ser un competidor. Gádor, necesito vuestra
ayuda. Necesito que confiéis en mí.
—¿Quién sois realmente? —le pregunta inquieta.
—Procedo de la casa real baltinga, desciendo de Hermenegildo, para
algunos de los godos, un rebelde y un usurpador; pero para muchos, un mártir y
el verdadero rey de los godos. Vuestro padre sabe bien que aún hay gentes que
guardan su recuerdo y teme que haya venido a Hispania a recuperar mis
derechos, como una vez lo hizo mi padre…
—¿No es así…? —dice ella.
—No. No deseo el poder. Los godos me son ajenos. Yo pertenezco al
Imperio romano oriental. Mi misión es otra.
En frases cortas y rápidas el bizantino le revela todo su pasado y el
verdadero motivo por el que ha llegado a las tierras hispanas. Así, ella va
conociendo la infancia de él en la Tingitana, en las provincias bizantinas del
norte de África; donde creció con la familia del exarca de Cartago, Heraclio.
Siempre supo que no era hijo de Heraclio; pero su minoría de edad transcurrió
tan plácidamente como era posible en aquellos agitados tiempos. Sabía que
sus padres habían sido asesinados en la rebelión de Focas, pero en la familia
de Heraclio no le educaron en la venganza sino en el olvido y el perdón.
Cuando Ardabasto no había cumplido los diez años, ante los actos de
terror perpetrados por el tirano Focas y los extensos territorios perdidos ante
los persas, ante la invasión de los Balcanes por ávaros y eslavos, Heraclio
armó una flota que puso rumbo a Egipto, donde se le unió la armada local.
Desde allí, partió hacia Constantinopla, reclutando seguidores, especialmente
del partido de los verdes[35], que odiaban a Focas. Una vez en Constantinopla,
derrocaron al usurpador, asesino de Mauricio y su familia, lo ejecutaron, y
derrumbaron la estatua del tirano en el hipódromo.
El exarca de Cartago fue proclamado emperador en el momento más difícil
de Bizancio, cuando la situación en todos sus frentes era absolutamente
desesperada. Sin embargo, Heraclio salvó la crisis y fortaleció el imperio.
Ardabasto creció en Constantinopla y se adiestró en el ejército bizantino,
llegando a ser un alto oficial; combatió con el emperador en los diversos
frentes que constantemente se abrían en uno y otro lado del imperio.
En el extremo más occidental de los dominios bizantinos, en el Levante
hispano, Cartago Spatharia estaba siendo acosada por los godos. Heraclio
quiso enviar allí a alguien de su total confianza, como legado y gobernador de
la provincia bizantina de Spaniae. El elegido fue Ardabasto, siendo como era,
un hijo para él. Antes de partir para Cartago, el emperador le entregó unos
viejos legajos. Eran pergaminos antiguos, cartas de su abuelo Hermenegildo,
dirigidas a Atanagildo, su padre. Aquellos documentos eran enigmáticos y
oscuros, hablaban de una copa sagrada. Se referían una y otra vez a la reina de
los francos, Brunequilda, que iba a ser su aliada. Revelaban también que una
abadesa, Florentina, en la ciudad de Astigis, conocía el secreto de una copa de
poder. Se decía que el destino de la familia de Atanagildo estaba ligado a una
copa, el cáliz sagrado que les conduciría a la verdad y al bien. Cuando
Ardabasto lo encontrase debería reintegrarlo a un lugar del norte de Hispania.
Por eso, él había venido a aquellas tierras, buscando cumplir su misión.
Además de los documentos de su abuelo, Ardabasto encontró una carta,
como una confesión, de su padre, Atanagildo. En él hablaba de que alguien le
había engañado incitándole al mal, a la venganza; pero ahora, en el momento
en que escribía la carta, Atanagildo ya sabía que no había nada que vengar.
Solo cabía cumplir el destino de la copa y entregarla a los guardianes
designados por el Hado, los monjes de Ongar, en la cordillera cántabra en el
norte de Hispania.
Por lo tanto, Ardabasto había llegado a la Spaniae bizantina decidido a
encontrar la copa. Pero…, ¿cómo encontrarla? Él no la quería para sí. Era
inmensamente rico. Al ser por vía materna el único descendiente del asesinado
emperador Mauricio, Heraclio dispuso que heredase los bienes que
pertenecían a la familia del finado.
Tampoco buscaba el poder, Ardabasto era fiel al emperador Heraclio,
como un padre para él. Amaba su ciudad, Constantinopla; no quería sumarse a
los destinos de los godos.
Los ojos de Gádor relucen al oír aquella antigua historia.
—Yo os ayudaré… —le asegura.
Él siguió diciendo que no quería ponerla en peligro, pero ella le
interrumpió con decisión.
—Sí. Yo os ayudaré. El palacio es un laberinto, pero conozco bien las
salidas y recovecos, sé cuándo tienen lugar los cambios de guardia.
Necesitaréis ropas y algo de dinero para poder huir. ¿Cómo habéis llegado
hasta aquí?
—A través del torreón del vigía…
Ella sonríe.
—Hace tiempo, mi hermano Ricimero y yo exploramos el palacio, esos
pasadizos de los torreones fueron cegados cuando se alzó la torre del alcázar y
la vigilancia subió a un piso superior, pero se pueden abrir. Regresad a
vuestra prisión. Yo prepararé la huida.
Él se acerca, asiéndola por los hombros. La huida significa la libertad,
pero también la separación, y ahora él, al reencontrarse de nuevo con ella, no
se siente capaz de abandonarla, intuye de un modo confuso que los destinos de
ambos están unidos.
—¡Huid conmigo! —se atreve a pedirle.
Ella con firmeza le retira las manos de sus hombros, después se dirige a él
muy seria, con la tristeza latiéndole en la voz.
—No. No debo; no me pidáis eso.
Después da unos pasos hacia atrás y le ordena:
—¡Esperadme aquí oculto! Y, por favor, no os mováis. Quiero ayudaros.
Con ligereza sale del pequeño cuarto en el que habían mantenido esta
conversación. Al cabo de un tiempo, que a Ardabasto se le hace eterno,
regresa con una capa de algún soldado de la guardia.
—¡Cubríos! —le dice.
Salen del escondrijo, vestido con la capa goda. La princesa le acompaña
hasta la entrada del corredor junto a las almenas. Al cruzarse con la guardia,
estos solo ven a la princesa goda seguida por un hombre con una capa de la
Guardia Real.
—Volved mañana al jardín del palacio antes de la puesta del sol… —le
dice.
Ya dentro de su prisión, Ardabasto se siente, ahora, animoso. Cae la
noche. El legado se acuesta y entra en un sueño intranquilo, ve la ciudad de
Constantino que le aguarda más allá, en el otro extremo de Mediterráneo, y le
parece divisar a Gádor, reflejándose en el estanque del palacio de la ciudad
del Bósforo.
Al alba se dirige al torreón; allí alguien —él sospecha muy bien quién es
— ha dejado el atuendo completo de la Guardia Real, monedas de oro y unas
joyas.
El día pasa lentamente para el prisionero. Recorre la celda de un lado a
otro, caminando nerviosamente. Cuando el sol comienza a descender sobre el
horizonte de la meseta, Ardabasto se viste con el uniforme de la guardia,
recoge unas cuantas pertenencias y aquellas cartas, tan queridas para él, que
hablan de su destino; después, sale del torreón, cruzando el adarve sin ser
reconocido.
Baja la escalera que conduce al jardín. Gádor no ha llegado aún. El patio
vacío se llena de las sombras del atardecer. Ardabasto escucha un ruido y se
esconde en aquel cobertizo que utilizan los jardineros, esperando a que ella
aparezca. Al poco tiempo, una figura blanca y suave surge entre los macizos
de mirto y las rosas. Unas vestiduras de tela muy fina se balancean, movidas
por el viento de la tarde, que parece querer abrazar a la princesa. Camina
suavemente sin hacer apenas ruido, moviendo las largas sayas y las amplias
mangas del vestido; un fino cordón dorado le realza el pecho. El cabello del
color del trigo maduro, rizoso y largo cae sobre su espalda hasta alcanzar la
cintura. La piel de Gádor es muy blanca, con un color suavemente rosado en
las mejillas, la nariz recta y firme, marca sus rasgos, dotándola de una
expresión de determinación. Ardabasto no se mueve de su escondite
contemplando su belleza. Ahora que quizá no vuelva a verla, el legado desea
grabar en su mente el hermoso rostro de Gádor, su airosa figura, para no
olvidarla cuando esté lejos.
La princesa dirige la vista a uno y otro lado, con precaución. Ardabasto se
da cuenta de que lo está buscando y que en sus ojos late un punto de tristeza.
Bruscamente, él irrumpe desde su escondite. Ella da un respingo exclamando:
—Me habéis asustado.
—No debéis temer de mí.
De nuevo, ella examina lo que les rodea asegurándose de que no haya
nadie cerca, le dice en un susurro:
—Debemos esperar a que caiga el sol para que no os descubran. Venid
conmigo.
Le indica que la siga. Al fondo del jardín hay un lugar cerrado por
arrayanes y macizos de flores; tras él se abre un arco bajo la muralla que entre
rejas deja ver la vega del Tagus, con la llanura de la Sagra a lo lejos. Sobre la
celosía crece la hiedra tamizando el paso de la luz. Gádor ama aquel lugar que
pocos conocen, se sienta junto al arco y él a su lado. Necesitan hablar; están
impacientes, excitados por la huida. Probablemente no les queda ya mucho
tiempo para estar juntos.
—Ayer me hablasteis de los secretos de vuestra familia. Esta noche no he
podido dormir…
—Yo tampoco —dice él—, vos turbabais mis sueños.
Ella, muy seria, reconcentrada en sí misma, le dice.
—Hay algo que tenemos en común. Mi padre también posee una copa.
Ante el gesto interrogador de Ardabasto, Gádor prosigue:
—Esa copa lo destroza. Mi madre le ha dicho que no beba de ella, pero él
está atado, esclavizado a la copa, depende totalmente de ella. Es la que le da
el poder… Cuando ayer hablasteis de la copa de vuestra familia yo me acordé
de la de mi padre. No sabemos cómo la consiguió. Mi madre dice que por esa
copa murió mi abuelo Sisebuto. Que en ella hay algo maligno… Vos habláis de
una copa que conducía al bien y la verdad; pero en mi familia solo existe una
copa, la que conduce a la perdición.
Ante estas palabras, Ardabasto se altera; ella le está revelando algo que
enlaza con el cometido que le ha traído a las tierras más occidentales del
mundo, el encargo unido a los suyos, a sus antepasados. El legado, entonces, le
revela a ella:
—Sí, hay dos copas, un cáliz de oro que llena de ambición al que bebe de
él y es el cáliz de poder; pero hay otro, una copa de ónice, que lo
complementa. He llegado a estas tierras buscando el cáliz y la copa. No habrá
paz entre los míos hasta que se cumpla la promesa. Tiempo atrás se me hizo
llegar la historia de mi familia, de mi padre y del padre de mi padre. Una
historia que se me reveló en una carta. Ahora entiendo mejor su sentido.
Escuchad lo que dice el que murió.
Ardabasto introduce la mano en su túnica, para sacar una carta de una
faltriquera interior, un pergamino antiguo, estropeado y amarillento por el paso
del tiempo. Lo desenrolla y lee:
Hijo mío, Atanagildo:
Ahora no eres más que un niño, pero un día llegarás a ser un hombre adulto
y te preguntarás por qué tu padre originó una guerra civil entre hombres de la
misma raza. Nunca obré de mala fe, busqué la justicia y alejar al tirano de un
trono que detentaba indignamente. Yo no inicié la guerra, Leovigildo me atacó
con una saña y un odio fuera de lo común.
Nada ha ocurrido como yo pensaba.
No he cumplido el juramento que hice ante el lecho de agonía de mi madre.
Es posible que muera, los hombres del rey Leovigildo me siguen los
pasos. Mi última esperanza es llegar a tierras francas, a Borgoña o Austrasia,
allí encontraré protección y apoyo.
Perdono a todos los que me han hecho mal, hazlo tú también. Mi hermano
Recaredo no entendió mi postura, mi rebelión contra quien él llamaba padre y
yo no consideraba más que un asesino.
Recaredo y yo, desunidos por los avatares de la vida, estamos unidos por
una promesa que debemos cumplir.
Has de saber que existe un vaso de ónice que me ha acompañado y
sostenido en las horas amargas de los últimos días de mi vida; es el cáliz del
Bien, la Verdad y la Belleza. La copa de Cristo. Ese vaso debe regresar a los
pueblos del norte, al santuario oculto en las montañas de Vindión, al convento
de los monjes de Ongar.
El rey Leovigildo posee la parte complementaria: una hermosa copa de
oro adornada de ámbar y coral; una copa que lleva al Triunfo y al Poder, pero
que es peligrosa y puede deshacer el corazón de los hombres, encadenándolos
al mal. El poder de la copa aumenta cuando ambos cálices, el de oro y el de
ónice, están unidos.
Busca a Florentina, abadesa de Astigis, ella conoce el contenido de esta
carta; le haré saber dónde se oculta la copa de ónice.
Hijo mío, Atanagildo, esperanza de los godos y de los francos, en quien la
estirpe de Alarico y la de Meroveo ha sido unida, cumple la promesa que ha
marcado a nuestra familia. Si pasases de este mundo sin cumplirla, esta se
transmitirá a los hijos de tus hijos. No habrá paz para nosotros mientras la
copa sagrada no regrese a Ongar.
Hijo mío, Atanagildo, respeta la voluntad de tu padre.
Hermenegildo, príncipe de los godos, rey de la Bética. Gádor, escucha las
palabras de la carta; entiende mejor el peligro al que está expuesto su padre;
el porqué de su apego a la copa. Ambos callan un momento; después Gádor
exclama:
—¡Hay dos copas…! Por un lado la copa del poder que conduce al
deshonor. Por otro, la copa de la verdad que conduce al bien. ¡Estoy segura de
que mi padre posee la copa del deshonor! —concluye con amargura.
—Nada es azar, nada proviene de un destino ciego. No es casualidad que
nos hayamos encontrado.
—No, no lo es.
—Mi abuelo era un príncipe godo… —le dice Ardabasto.
—Mi abuelo fue el gran rey godo Recaredo… —habla Gádor.
—Ambos eran hermanos.
—Debemos encontrar las dos copas. Así, el mal morirá.
—Huyamos de aquí, Gádor, venid conmigo hacia el sur. Busquemos a esa
mujer de la que habla mi padre.
La princesa se levanta, se apoya en la reja y ve entre las hojas de hiedra
las aguas del Tagus fluyendo con fuerza. Continúa hablando:
—Desearía ir con vos. Oh, sí, lo desearía tanto… pero no debo hacerlo.
—¿Piensas en las damas de la corte, en el qué dirán…? Teodora, la mujer
del gran Justiniano, fue actriz y muchas veces se vistió de muchacho, salvó al
imperio en la revolución Nikka.
Ella se dirige a él, con dulzura.
—No. No es eso.
—Oh, Gádor, huid conmigo… —le insiste Ardabasto con determinación
—. Averiguaremos lo que sea de la copa y en Hispalis tomaremos un barco
hacia la ciudad de Constantino. Allí nadie nos perseguirá. Deseo que
conozcáis la más hermosa ciudad del mundo civilizado… El Bósforo surcado
de naves y lleno de luces en las noches…
Está oscureciendo, una luna de verano redonda y blanca se levanta en el
horizonte. Mientras, Ardabasto describe la capital del imperio, allá en lo alto,
muy lejos, brilla alguna estrella.
Ella se conmueve, y se sienta de nuevo, pensativa. Intuye que nunca llegará
a ver aquellas cosas hermosas de las que él habla con tanta pasión. Es una
dama. Entre ellos se alzan, oponiéndose a su unión, obstáculos políticos, de
raza y cuna. Conmovida, le asegura con voz tierna de la que ha huido ya de
todo protocolo:
—Yo he sido educada para ser princesa goda. No sería feliz huyendo de
mis obligaciones. No, ese no es el camino. No, no huiré con vos… Encontrad
la copa de ónice, unidla a la de oro, quizás así se rompa el maleficio sobre mi
padre. Quizás entonces él acceda a nuestra unión. Os lo pido… ¡Juradme que
volveréis!
—Regresaré. Lo juro por mi honor, volveré a vos. El destino querrá que
cuando las copas se unan, nosotros lo hagamos también.
En la llanura, los últimos rayos del sol lo tiñen todo de un color violáceo.
La luna llena resplandece con fuerza. Apenas pueden ya distinguirse. Por
último, ella se levanta, apretando suavemente la mano de Ardabasto; al tocarse
algo vibra en el interior de ambos. Con su mano en la de él, Gádor le conduce
hacia delante siguiendo la pared cubierta de hiedra. Unos cuantos metros más
allá, ella levanta la capa de hiedra y se encuentran con un portillo en la
muralla. Al abrir la puerta, entran a un amplio pasillo que les lleva hacia las
salas regias. En las paredes del corredor lucen antorchas que lo iluminan, está
vacío. Gádor mira a uno y otro lado, cruza el pasillo y desprende de la pared
uno de los hachones. Enfrente y oculta por un tapiz hay una pequeña puerta. Al
abrirla, ven unos escalones, que descienden, iluminados por el resplandor
tenue del hachón de madera. Ella va delante, guiándole, aquellos escalones
avanzan rectos al principio, para después torcer a la derecha. Conforme van
bajando, se nota la humedad del río. En algún momento escuchan ruidos y
deben detenerse, pegándose a la pared, apretándose el uno contra el otro.
Gádor tiene frío y tiembla. Él se desprende de la capa y se la coloca sobre las
finas vestiduras. Al fin llegan a la parte más baja del pasadizo. Salen a un
camino embarrado que circunda por dentro de la muralla. Gádor apaga la
antorcha al salir, para no ser vistos por los vigías; les guía la luna. Unos pasos
más allá escuchan los relinchos de los caballos. Gádor mira con confianza a
Ardabasto y le sonríe. Él no la ve bien por la oscuridad, pero siente su
sonrisa. La princesa le pide que se quede fuera y penetra en unas cuadras.
Sabe bien que, a esa hora, los hombres que cuidan los caballos salen a buscar
el rancho que se les distribuye por la noche y suelen bajar la guardia. Se
acerca a un hermoso caballo negro, de patas nervudas, al que conoce bien, lo
ha montado en innumerables ocasiones. El bruto se deja conducir por la dama,
quien lo carga con algunos pertrechos y víveres que previamente ha guardado
en el establo. Salen de la cuadra.
Fuera se despiden.
Gádor tiene los ojos llenos de lágrimas. Él la besa, mil veces, en los
párpados húmedos, en la cara. Se llenan el uno del olor del otro. No saben
separarse. Arriba se oyen gritos en la muralla. En la cuadra los caballerizos
están entrando, pronto se darán cuenta de que falta uno de los animales. Gádor
le separa de sí, se quita la capa y se la devuelve, abrazándole.
No saben si volverán a verse.
El cerco de Cesaraugusta

Como si la desaparición de la copa actuase de una forma maligna, conjurando


las fuerzas del mal contra Swinthila, las desgracias comienzan a suceder. Los
vascones, nunca totalmente derrotados, se levantan de nuevo. El rey godo se
encuentra sin fuerzas, la debilidad va aumentando gradualmente en él; solo
desea beber, pero el vino sin la copa no le sacia, se le sube a la cabeza, sin
proporcionarle el vigor de antaño.
Una y otra vez intentando encontrar la fuerza que ha perdido bebe y bebe
alcohol, Swinthila está continuamente borracho. Se torna más y más cruel.
Piensa que los enemigos le rodean por todas partes.
Ricimero intenta impedir que se embriague continuamente; pero Swinthila
le desprecia. Se burla de él, le dice que está unido a las faldas de su madre,
que es flojo y apocado. Él no se atreve a enfrentarse a su padre, al rey de los
godos, al poderoso Swinthila. Cree que se ha vuelto loco y, en parte, es así;
Swinthila no resiste vivir sin la copa.
Sí. Una interminable sucesión de desdichas se va acumulando en torno a
Swinthila. El rey decide regresar a Toledo, pero entonces llegan nuevas de que
un gran ejército, al frente del cual está Sisenando, con Chindasvinto y los
nobles desterrados o purgados a lo largo de su gobierno, avanza desde la
Septimania. Swinthila no se atreve a moverse de Cesaraugusta, al menos allí
está protegido por las murallas. El rey convoca los restos del ejército de
Toledo, pero nadie acude en la defensa de un rey débil, borracho y cruel.
Algunos de los hombres del ejército de la ciudad comienzan a desertar.
Los enemigos de Swinthila, bajo el mando de Sisenando y coaligados en la
Narbonense, han solicitado ayuda al rey franco Dagoberto. Este, informado
por sus espías de que el rey godo está completamente enajenado y sus días se
reducen a gemir por una copa, deduce que el cáliz de poder ha desaparecido y
que, por lo tanto, Swinthila puede ser derrotado. Sisenando promete al rey
merovingio parte del tesoro de los godos, con la bandeja que el general
romano Aecio regaló a Turismundo tras la victoria contra Atila en los Campos
Cataláunicos.
A finales de la primavera del año 631. Sisenando cruza los Pirineos con un
ejército de mercenarios francos, aliado con todos los enemigos de Swinthila.
Este llama a sus fieles a la ciudad de Cesaraugusta. Nadie acude. Sin la copa,
Swinthila no tiene ya seguridad en la victoria. El fin se aproxima para el rey
godo y para los suyos. A pesar de todo, Ricimero permanece con su padre y le
es fiel. Gelia, hermano del rey, en el momento de la dificultad, ha huido.
El ejército de Sisenando dispone sus tiendas frente a Cesaraugusta, la
ciudad del río Ibero. Swinthila intenta organizar su mermado ejército para el
combate. Él se sabe un prestigioso militar, que ha vencido en mil batallas,
incluso sin la copa de poder; pero su mente, quizá por el vino, no está tan clara
como antaño y ya no es capaz de dejar de consumir alcohol. Recoge lo que
sembró en los años pasados, los aduladores huyen de él, los buenos soldados
godos que han apoyado la casa baltinga se sienten desilusionados ante un rey
alcoholizado y enfermo. Surgen voces diciendo que su reinado ha sido tiránico
e injusto, las de aquellos que pocos meses atrás le halagaban. Llegado el
momento, las tropas se niegan a batallar. Incluso hombres como Adalberto, el
noble amigo de Liuva, no le apoyan. Muchos dejan de combatir, o se pasan al
enemigo. Saben que la suerte no está de parte del rey y que la venganza de
Sisenando puede alcanzarles. Cada día se suceden las deserciones y las
traiciones.
La llanura del río Ibero se puebla de un ejército hostil al rey Swinthila, las
tiendas del enemigo cubren el valle; el ruido de las trompas, el clamor de la
multitud de enemigos, los cantos guerreros llegan hasta los lugares más
recónditos de la antigua ciudad del César Augusto.
La urbe se rinde sin combatir y es el mismo Adalberto quien entrega a
Swinthila al enemigo. Todo acaba para el rey godo. Su adversario lo humilla
públicamente, y lo envía encadenado junto con su hijo Ricimero a la ciudad
del Tajo.
La huida

Dicen que los antiguos pensaban que las Parcas ataban y desataban los hilos
de las vidas de los hombres, cruzando y descruzando su rumbo, para formar un
tapiz. Yo, el Destino o la Providencia, doy fe de que así ocurre. Las vidas de
los hombres se entremezclan, se unen y se desunen, confluyen o se disgregan.
¿Qué hay tras ello? La voluntad del Único que lo conoce todo, y que yo, el
Destino, no hago sino obedecer.
Un hombre moreno, alto, de aspecto oriental se dirige al sur por los
caminos que un día labraron los romanos, monta en un caballo nervudo de
patas finas y color negro. Su paso es rápido, la altiplanicie se extiende ante él,
álamos y abedules junto a un riacho, reseco por el calor. La tierra es ocre o
anaranjada. Al fondo, las montañas del sur.
El día atardece en aquellas montañas morenas, el sol pierde su luz al
descansar sobre ellas. Los olivos y encinas alargan su sombra hasta que esta
se convierte en un todo continuo, haciendo borrosos los rasgos de los
viandantes. Es el largo crepúsculo del final de la primavera.
Escucha un ruido detrás; parece que la calzada vibra al paso de caballos al
galope. Una tropa de soldados godos se abalanza camino abajo. El hombre se
repliega a los lados de la calzada, dejándoles pasar. La centuria va demasiado
deprisa y se pierde tras una curva del camino.
El sol se ha ocultado y una luna de verano redonda, de color violáceo, guía
sus pasos. El hombre se interna en la serranía por una senda estrecha. A lo
lejos, se oye aullar a un lobo. Durante el día, el calor le ha abrasado, ahora la
temperatura desciende por una brisa que trae el frescor de las montañas.
Asciende fatigosamente una ladera entre árboles, internándose después por
una pequeña vereda que conduce al sur. Ardabasto se orienta mirando al cielo;
se encamina hacia las tierras feraces que cruza el Betis, alejándose de la
estrella polar.
Al cabo de un tiempo, aminora la marcha. La luna se ha ocultado tras una
nube y el camino se ha estrechado hasta al fin desaparecer. Desmonta, se
encuentra perdido.
Muy a lo lejos, al otro lado de un valle, brilla una luz; quizá son pastores
durmiendo a la intemperie que tal vez puedan indicarle el camino. Decide
acercarse a aquel lugar, donde la luz parece señalarle su destino.
—Debes esperarme aquí… —habla suavemente al caballo acariciándole.
Lo ata a un árbol y relincha suavemente en la noche. Después camina con
precaución, en aquellas serranías se ocultan los bandoleros y la luz pudiera
ser de ellos.
Con un ruido rítmico y continuo, ulula un pájaro, quizás un búho.
Ardabasto escucha ratones de campo moviéndose entre las matas, continúa su
sigilosa aproximación al lugar donde brilla la luz.
No son pastores.
Entre los árboles ve a un encapuchado, parece un monje; con un palo
grande mueve un puchero en el fuego; cocina un conejo de monte en las brasas
de la lumbre. No parece peligroso.
Se escucha un silbido en la noche, un lazo acorrala a Ardabasto, que se
revuelve intentando liberarse. El monje se levanta ágilmente hacia donde oye
el ruido.
—Vengo en son de paz… —logra decir Ardabasto a través de la cuerda
que le ahoga—. He perdido el camino…
—¿Por qué, entonces, os acercáis sigilosamente en las sombras? ¿Por qué
nos espiáis? —dice el monje.
—¿Adónde vais por estas serranías perdidas? —pregunta el hombre que le
ha capturado.
Ardabasto intenta contestar a ambos, a la vez que trata de liberarse del
lazo que le aprieta.
—Huyo de los soldados del rey, pero soy hombre de paz… Por favor,
soltadme y dejadme seguir mi camino.
El hombre que le ha atrapado le dice:
—Todo a su tiempo. Queremos conocer quiénes sois… y por qué nos
espiáis.
La voz del asaltante atraviesa a Ardabasto. A la luz se da cuenta de que es
un hombre casi anciano pero muy fornido. Ha debido de ser un buen luchador,
valiente y muy experimentado, que sabe protegerse.
—Me dirijo hacia Hispalis, donde tomaré un barco hacia Constantinopla.
Mi nombre es Ardabasto, fui legado del emperador en Cartago Spatharia hasta
que esta cayó. He sido retenido prisionero por el rey Swinthila. Debéis saber
que el emperador pagará un buen rescate por mí, y que yo puedo…
El hombre mayor le observa fijamente, sonriendo con cierta sorna.
—Nos da igual, ¿cómo vamos a cobrar ese rescate? Además, tampoco
nosotros tenemos demasiado interés en encontrarnos a los hombres del rey
Swinthila…
—¿Proscritos…?
—Sí, lo somos.
—¿Huis también de los godos?
—Ahora sí pero, en realidad, fuimos expulsados de nuestra tierra, en las
montañas cántabras.
Al oír aquello, Ardabasto les preguntó:
—Entonces, ¿conoceréis un lugar… un santuario en las montañas, llamado
Ongar?
—De allí provenimos… Yo fui monje en Ongar —dijo el ciego—. Fui
expulsado de los valles…
—¿Cuál fue el motivo? —habló Ardabasto cada vez más interesado.
—… hace años desapareció del santuario de Ongar en las montañas
cántabras un objeto sagrado. Algo pequeño pero muy valioso para nuestras
gentes. Nos acusaron de haber facilitado la huida del que lo robó. El consejo
de ancianos nos ha desterrado hasta que lo recuperemos…
Entonces, la voz del legado resuena en la noche, temblorosa.
—¿Era ese objeto una copa?
—¿Cómo lo sabéis? —le pregunta el monje.
Habla Ardabasto:
—Mi padre, al morir, me legó unos pliegos de su padre. En ellos me pedía
que buscase una copa y la reintegrase a sus verdaderos dueños, un convento de
monjes en las montañas cántabras.
—Yo he hablado con la verdad… —dijo Nícer asombrado—; contestadme
vos también con toda la verdad. ¿Quién sois en realidad?
—Ya os lo he dicho, mi nombre es Ardabasto.
Entonces le pregunta Liuva:
—¿Cuál es vuestra estirpe?
—Mi padre se llamaba también Ardabasto entre los orientales; pero era
godo, su nombre godo era Atanagildo.
Muy nervioso, le interroga de nuevo Nícer:
—¿Cuál era el nombre del padre de vuestro padre?
—Mi abuelo… mi abuelo se llamaba… Hermenegildo.
—¡Loado sea Dios! —exclama Nícer—. Existe el Destino, la Ventura o la
Providencia. Yo luché con vuestro abuelo y estoy ligado a él con lazos de
sangre más fuertes que el hierro, él era mi hermano. Este hombre se llama
Liuva, y es sobrino de vuestro padre.
En la sombra los tres hombres se abrazan.
—Como ya os hemos dicho, hemos pasado por Cesaraugusta… Allí
conseguimos algo, algo a lo que debemos dar su legítimo destino.
Entonces Nícer se levanta, se dirige hacia unas alforjas de las que saca una
maravillosa copa de oro, decorada en ámbar y coral.
Ardabasto, atónito, se inclina hacia la copa, la que ha buscado entre los
godos, está allí a su alcance. Después, dirigiéndose a ellos con una cierta
sospecha, expone en tono de duda:
—Pero… Vos no os dirigís al norte. Camináis hacia el sur.
—La copa no está completa, falta…
—La copa de ónice —ataja Ardabasto—, de la que hablaba el testamento
de mi abuelo Hermenegildo.
—Sí. La copa de ónice… la parte más valiosa. La copa que lleva en sí el
bien y la verdad —afirma Liuva, que continúa hablando, despacio, como
recordando todo lo ocurrido en aquellos años de destierro.
—Desde hace varios años, hemos vagado de un lado a otro de Europa;
hemos naufragado, hemos sido torturados, apresados en cárceles varias veces,
hemos perdido nuestro camino. Sería muy largo relatar todas las penurias que
hemos sufrido. Hace unos meses, llegamos a la corte de Toledo; yo pude
hablar con la reina y convencerla para que devolviese la copa al norte. Fue el
hijo del rey, Ricimero, que no podía levantar sospechas, el que la consiguió y
nos la cedió para reintegrarla al norte. Sin embargo, Swinthila sospechó de
mí, porque alguien me vio por la ciudad del río Ibero y yo soy fácil de
recordar; puso precio a mi cabeza. Huimos de allí…
—¿Por qué os dirigís entonces a Hispalis?
—En la corte del rey Dagoberto encontramos una carta de Hermenegildo
al emperador Mauricio en la que se decía que la copa se halla en el lugar de
su último descanso. Después, pensamos que el lugar del último descanso de
Hermenegildo quizás es…
Aprovechando una pausa de Liuva, Nícer toma la palabra…
—Creemos que es el lugar donde Hermenegildo fue enterrado.
—¿Dónde…?
—Investigamos sobre el paradero del cuerpo de Hermenegildo… Sabemos
que sus partidarios se lo llevaron a la ciudad donde reinó.
—Quizá sea así —titubea Ardabasto—, pero quizás ahora yo pueda
ayudaros. Mis noticias complementan las vuestras. Yo también tengo otra carta
de Hermenegildo; en ella dice que busque a la abadesa de Astigis, que ella
sabe dónde está la copa sagrada. No sé si esa mujer vive o no, porque ha
pasado demasiado tiempo. Yo me dirigía hacia allí.
Ardabasto extrae de la faltriquera el pequeño pergamino y lo lee. Después,
Nícer saca la carta que ha conseguido en la corte del rey Dagoberto. Muchas
cosas concuerdan. Durante horas, los tres hombres analizan los antiguos
pergaminos, atando cabos. Así, deciden unir sus caminos y dirigirse hacia la
ciudad de Astigis, donde una mujer guarda un secreto desde largo tiempo
atrás. Una mujer que posee la clave del paradero de la copa sagrada.
El regreso de Hermenegildo

Montes pardos, matojos de poca altura, encinas dispersas que nunca formarán
la sombra compacta de un bosque; alguna laguna que parece morir de calor;
pinos enhiestos, de copa redonda; acebuches salvajes y laderas de olivos
domesticados por la mano del hombre; la serranía se abrasa. La jara está
reseca y la aulaga se adormece bajo los rayos ardientes de un sol de
comienzos del estío. Muy a lo lejos, una casita blanca en lo alto de un monte
yace como desprotegida. Es la sierra dulce y morena del sur, por donde
caminan un anciano alto y musculoso, otro hombre más joven y un monje
ciego, hermanados entre sí bajo la luz de un astro esplendente. Nadie diría que
huyen, su paso es lento. El hombre joven guía el caballo y, tras él, monta el
ciego. A su lado, camina Nícer. Ya no evitan el paso por las ciudades. Varios
días atrás en un poblado, Ardabasto escuchó un rumor: el rey Swinthila había
sido derrocado, todas sus órdenes habían prescrito. En los pueblos se hablaba
únicamente del nuevo rey: Sisenando.
La calzada asciende una cuesta, dobla una curva y, al fin, ante ellos, un río,
el antiguo río Sannil[36] y, al frente, unas murallas. Han llegado a la ciudad de
Astigis[37]. En ella se alzan campanarios y torres de iglesias por doquier. La
calzada entra en la villa cruzando un puente de amplias arcadas. En el calor
del verano, el caudal ha decrecido, los juncos se doblan hacia la ribera
cenagosa.
Pasadas las puertas de la muralla, encuentran una pequeña plazoleta con
una fuente, en la que las mujeres llenan sus cántaros de agua y beben las
bestias.
Mientras el animal abreva, Nícer se dirige a una de las mujeres,
preguntándole por el convento de las monjas; le señalan una de las travesías
que parten de la plazoleta, para que prosigan por allí.
Cruzan las transitadas calles de Astigis, vías estrechas y anchas, huertos de
hortalizas, iglesias y conventos, una ciudad polvorienta y al mismo tiempo
alegre, con flores en las casas y pequeñas tiendas de orfebres, tejedores,
guarnicioneros que abren sus puertas en la mañana.
El convento está adosado a una iglesia de piedra de nave basilical; una
mujer devota sale de la iglesia; se topa con los visitantes y los guía hacia la
puerta del monasterio. No está cerrada sino simplemente entornada. Ardabasto
la empuja con decisión. Cuando se acostumbran a la penumbra, alcanzan a
distinguir que se encuentran en una pequeña estancia de techo bajo donde hay
una ventana cubierta por celosías; al lado, una campana. Nícer se acerca a ella
y la toca repetidamente. Pasan unos minutos y al otro lado de la reja de
madera, se escucha el ruido de sayas.
—Ya voy…
Se descorre una cortina y, a través de la celosía, en la sala contigua,
vislumbran una hermana gruesa de pelo blanco.
—¿Qué desean de estas pobres siervas de Dios…? —La voz de la monja
es gangosa.
—Queremos ver a la abadesa… —responden.
—Tendrán que aguardar un momento; además, la abadesa ya no recibe
visitas.
—Decidle que es un asunto importante… que afecta a personas que ella ha
querido. —La voz suave de Liuva se difunde por la pequeña portería del
convento.
—¿Quiénes sois?
Entonces, Nícer contesta con voz fuerte:
—Decidle únicamente que Hermenegildo ha regresado.
La hermana lega los inspecciona con desconfianza y extrañeza, antes de
desaparecer en las sombras.
—Se lo diré…
Transcurre algún tiempo de espera que a todos se les hace muy largo.
Nícer y Liuva no paran quietos por el nerviosismo. El resultado de años de
fatigas parece estar ya ante ellos.
Al fin, en la penumbra del claustro, aparece la figura de una anciana, las
tocas le cubren el pelo y la frente; la cara es de cutis muy blanco y con pocas
arrugas; los ojos de color verdipardo muestran en sus pupilas el cerco oscuro
que deja en ellos la edad, están bordeados por unas cejas grises, anchas y
expresivas.
—¿Qué deseáis de una sierva de Jesucristo…? ¿Qué relación tenéis con
aquel que murió ajusticiado inicuamente?
Ardabasto se adelanta a exponer.
—Mi padre se llamaba Atanagildo y fue educado en Bizancio en la corte
del emperador Mauricio. El padre de mi padre fue príncipe entre los godos y
rey de las tierras béticas, se llamaba Hermenegildo. Murió ejecutado
injustamente.
La monja no habla, solo observa atentamente el rostro de Ardabasto como
queriendo reconocer en la faz de aquel hombre joven los rasgos de otro que
ella amó en su juventud.
—Mi padre me hizo llegar una carta de Hermenegildo. Os leeré lo que
dice.
Ardabasto saca el pergamino; en ese momento, Florentina le dice:
—No hace falta, conozco su contenido.
La abadesa habla con una voz como de más allá de esta vida, una voz
velada por la emoción:
—Han pasado más de cuarenta años desde la muerte de Hermenegildo…
¿Por qué regresáis ahora a turbar la paz de los muertos?
—El juramento que Hermenegildo realizó en el lecho de muerte de su
madre debe cumplirse. Mi padre, Atanagildo, no lo hizo, se le ocultó el
contenido de esta carta, que expresa el perdón. Se le educó en el rencor hacia
la estirpe de Recaredo; finalmente, él, mi padre, Atanagildo, descubrió la
verdad: la muerte de Hermenegildo fue debida únicamente al rey Leovigildo;
Recaredo no fue culpable.
La abadesa lo escucha como si tuviese delante de sí una visión. Después
habla con voz conmovida.
—Yo sé que Recaredo no fue culpable de la muerte de su hermano. Conocí
a vuestro padre, Atanagildo, cuando los orientales ocuparon estas tierras. En
aquel tiempo, Atanagildo no debía de conocer el contenido de la carta, estaba
lleno de rencor. Yo intenté convencerlo de que perdonase. ¿Cómo le llegó a
Atanagildo la carta?
—Cuando regresó a Bizancio, tras la muerte de Recaredo; el emperador
Mauricio se la entregó junto con otros documentos que, tras recorrer las tierras
de Europa, por fin habían llegado a la corte bizantina tiempo después de que él
partiese hacia Hispania, a la guerra contra Recaredo. Comprendió que su
deber era buscar la copa y devolverla, pero lo fue postergando. En Hispania
reinaba Witerico y no era el momento de regresar, el tirano habría matado a
cualquier persona que perteneciese a la casa real de los baltos. Además, en
aquella época, mi padre contrajo matrimonio con Flavia, la hija del emperador
Mauricio, y fue feliz. Poco tiempo le duró su felicidad, en el año segundo de
su matrimonio, los rebeldes de Focas se sublevaron contra el emperador
Mauricio, asesinando a toda la familia real. Yo fui salvado por una nodriza de
la corte que me entregó al entonces general bizantino Heraclio, con unos
papeles que acreditaban mi origen, entre los que se hallaba esta carta que
podéis leer.
La abadesa se retira un poco de la reja de la clausura dando unos pasos
atrás, quizá no quiere que se trasluzca su emoción. Entonces, se escucha el
ruido de una enorme llave introduciéndose en una cerradura antigua. La puerta
situada junto a la celosía se abre y la abadesa entra en la pequeña sala. Es una
mujer alta ligeramente inclinada hacia delante que mira Interrogante a las
personas presentes en la sala.
Ardabasto habla de nuevo:
—¿Sabéis dónde reposa Hermenegildo…?
—Lo sé, pero antes de revelaros el misterio, quisiera conocer la identidad
de los que os acompañan.
La abadesa descubre al monje ciego, lo observa con curiosidad. Ardabasto
le explica:
—Este hombre ciego fue rey entre los godos, es hijo de Recaredo; su
nombre es Liuva. La inquina de los nobles le ha conducido a este estado.
—Habéis sufrido mucho de la mano de los hombres —reconoce ella.
Liuva, tras tantos años de penalidades, encuentra en aquellas palabras su
consuelo, un bálsamo que calma el dolor de sus heridas.
Después, Florentina se vuelve hacia aquel hombre alto y fuerte, con el pelo
blanco y en el que las fatigas pasadas han cincelado estrías en la cara. Nícer
habla de sí mismo, presentándose:
—Soy Nícer, hijo de Aster, quien fue príncipe de los albiones, mi madre lo
fue también de Recaredo y Hermenegildo. En las tierras del norte fui bautizado
como Pedro, soy duque de los cántabros. Guardo la copa dorada que poseyó
Recaredo.
De una faltriquera, Nícer extrae la hermosa copa de medio palmo de altura
revestida de ámbar y coral. La copa que conduce al poder.
La abadesa prosigue entonces en un tono de voz apacible y melodioso:
—El destino nos ha unido a todos aquellos que de un modo u otro amamos
a Hermenegildo. La Providencia divina ha dispuesto que demos cumplimiento
a la promesa.
Con unas manos blancas que quizás hace tiempo no han visto el sol, la
abadesa acaricia suavemente la copa dorada.
—En ella van los odios y el destino, es una copa consagrada para el culto
divino, destruye a quien la utiliza mal. —Ahora la voz era la de Liuva, quien
ha presentido que la copa se halla próxima.
Florentina observa fijamente su interior, el oro resplandece. Entonces les
anuncia:
—Ha llegado la hora de la verdad…
—¿Sabéis dónde reposan los restos de Hermenegildo?
La abadesa se concentra en sí misma para rememorar el pasado:
—En el año segundo del feliz reinado de Hermenegildo, este construyó una
iglesia en una población cercana a Hispalis. En aquella época le perseguía ya
su padre. La dotó de hermosas coronas votivas, cruces y ornamentos dignos de
la fe que él profesaba. Amaba mucho aquel lugar y en él se veneraba una copa,
una copa que después llevó consigo hasta la muerte. Cuando sus fieles trajeron
los restos, los enterramos allí. Yo presencié su sepultura.
—¿Dónde está ese lugar?
—No muy lejos de aquí, a veinte leguas de camino, junto al río Betis. Iré
con vosotros, será mi último homenaje a Hermenegildo, el hombre más noble
que nunca he conocido.
Acaba con una frase misteriosa pronunciada como para sí misma.
—Creo que me gustará verle de nuevo.
La abadesa cubre su rostro con el velo que indica su condición de
enclaustrada; después toca la campana junto a la puerta y acude la hermana
lega. Florentina le indica que permanecerá fuera del convento por un tiempo
indeterminado, también le pide que el mandadero del convento le provea de
una mula.
Poco tiempo después, la ciudad de Astigis ve salir a una mujer envelada y
tres hombres que toman el camino hacia el sur. Atraviesan la campiña
ondulada, reseca y agrietada por el calor, un calor que no les deja casi
respirar, y que torna lentos los pasos. Cruzan olivares y campos de trigo,
siguen el curso del río, lo que les proporciona un cierto frescor. Más abajo, en
una población grande, el río Sannil se une con el Betis. Allí se detienen en
unos puestos junto a la calzada, para mercar tocino seco y pan negro. En todas
partes se escuchan noticias de la derrota de Swinthila.
Florentina se lamenta:
—Sé que no era un hombre justo. Le matarán… No solo eso, destruirán a
su familia. Ningún rey godo depuesto ha sobrevivido.
Durante un cierto tiempo, guarda silencio, interrumpido por unas palabras
que Liuva articula lentamente.
—Yo lo he hecho. Yo fui rey, fui destronado y sobreviví.
—Vos sois distinto…
—¿Distinto…? ¿En qué? Quizá queréis decir que yo fui un rey débil, un
pobre tonto, quizá por eso sobreviví. Swinthila es un hombre fuerte, quizá por
eso morirá…
Ella, que no quiso anteriormente ofenderle, se intenta excusar.
—Vos quizá teníais amigos… Swinthila no los tiene, alrededor de ese
hombre solamente hay clientelas de gente servil que le traicionarán y le
venderán.
—¿Amigos? Pasé veinte años en el norte abandonado por todos… Ya no
me importa. Ahora, después de tanto tiempo, ya no tiene relevancia para mí ser
o no ser como se espera que sea un rey. Creo que cada uno se labra su propio
destino. Yo lo hice, soy culpable de mis propios errores. Desde que hace diez
años Swinthila apareció en mi retiro del norte y se llevó la copa, he aprendido
muchas cosas. He aprendido que, a veces, el débil es el que sobrevive, y el
fuerte, el que muere. ¿Habréis oído la fábula del junco y el roble?
—Sí, el junco en la tormenta se doblega; el roble no y se troncha…
—Efectivamente. Cada vez me veo más como el junco…
Liuva esboza una suave sonrisa, quizás hace años que no lo ha hecho.
Florentina logra que se encuentre a gusto. Con ella, Liuva recuerda el pasado,
que de tan sombrío, se le ha hecho menos doloroso.
Ella, con su suave tono de voz, continúa:
—Nícer y vos habéis sobrevivido a muchas cosas.
—Sí. Desde que nos hemos hecho —Liuva habla en tono jocoso—,
digamos que inseparables, hemos sufrido un naufragio, casi nos comen, meses
de prisión, tormentos, asaltos… Lo hemos superado todo. Ya ves: un ciego y
un hombre ahora ya anciano.
—Nícer lucha muy bien.
—¡Todos los hijos de Aster lo hacen…!
—¿Aster? —pregunta Ardabasto, que está escuchando la conversación.
Liuva no quiere decir nada más y resume con presteza el asunto.
—Una leyenda, una leyenda de los pueblos del norte. El padre de los
astures.
Nícer camina delante de los que así conversan, levanta la cabeza al oír
hablar de los hijos de Aster. Entonces observa atentamente a Ardabasto, ahora
que se ha desprendido de su atuendo oriental y se cubre con una simple capa y
las vestimentas de un hombre rústico, le recuerda más a Aster, su padre.
Continúan andando bajo un sol que parece que les va a derretir las
entrañas. El camino se les hace largo, cuando escuchan la voz de la abadesa,
quien levanta la mano y señala un lugar a los lejos. En aquella dirección se
levanta una iglesia pequeña, de tres naves de piedra, con contrafuertes y techo
cubierto de madera. Las campanas repican con el toque del mediodía. Algunos
labriegos salen de su interior.
—¿Nos permitirán abrir el sepulcro…?
—Yo conozco al preste que cuida la iglesia y vos, mi señor Nícer, si como
decís luchasteis al lado de Hermenegildo, también lo conoceréis.
—¿Quién es?
—El hombre que le acompañó en su muerte, su escudero Román; el que
recogió la copa de ónice tras su ejecución.
En la iglesia, la triple arquería se apoya en sobrios pilares, cubiertos por
estuco. La luz proviene de una ventana trífora situada sobre la bóveda de la
capilla mayor. Florentina atraviesa la nave central y entra en la sacristía.
Habla detenidamente con un clérigo, un hombre ya anciano. Es Román, aquel
antiguo siervo que acompañó a Hermenegildo en sus últimos momentos. El
siervo saluda a Florentina y observa con curiosidad a las otras personas que
forman la comitiva. Después, ambos inician una larga conversación. En un
determinado momento, la abadesa va señalando a las gentes que la
acompañan. Después, la monja y el clérigo se dirigen a ellos. Tras unos
saludos apresurados, el ahora preste Román cierra las puertas del templo.
La iglesia de gruesas paredes de piedra, sorprendentemente luminosa, se
divide en tres naves alargadas. En la parte superior de las naves se abren
ventanas cubiertas de finas celosías que dejan entrar la luz. El presbiterio y el
altar están separados del resto del templo con un cancel. Florentina se dirige
sin dudar a una capilla lateral que parece sobresalir hacia el exterior; en ella
hay un pequeño altar contiguo a la pared. Sobre el altar en la penumbra puede
leerse, en una piedra alargada, una inscripción latina:
In nomine Domini anno feliciter secundo regni Domni nostri Erminigildi
regis quem persequitur genetor sus Domiinus Liuuigildus rex in cibitate
Ispalensem duti aione[38].
Florentina la lee en voz alta, en un latín más vulgar y comprensible para
todos.
En el nombre del Señor, en el año segundo del feliz reinado de nuestro
señor Hermenegildo, el rey, a quien persigue su padre, nuestro señor el rey
Leovigildo; conducido a la ciudad de Hispalis para siempre.
Aquellas palabras traen a la memoria de Nícer la carta que había
conseguido en la corte de los francos, por lo que exclama:
—Esas son las mismas palabras que nos leyó Dagoberto.
—Hermenegildo quiso que la inscripción fuese como una señal para que
su hijo llegase a encontrar lo que él más quería, la copa sagrada, la que
conduciría a su hijo al bien y a la verdad —explica Román.
—Sí —reconoce Florentina—. En su huida hacia las tierras francas,
Hermenegildo pasó por Astigis. Él había heredado de su madre la capacidad
de la adivinación, el don de penetrar en el tiempo y en el espacio. Siempre se
había sentido muy unido a ella, la sin nombre, y le dolía no haber podido
cumplir el juramento proferido en su lecho de muerte. Poco tiempo antes de
venir a mi convento, al mirar en el fondo de la copa de ónice se le había
revelado que su hijo no había muerto, que había sobrevivido al naufragio; por
eso, en Astigis, hizo que yo escribiese la carta que ahora posee Ardabasto. En
ella, le pedía a Atanagildo que cumpliese la promesa y devolviese la copa al
norte. Esa carta dirigida a Atanagildo le llegó a este muchos años más tarde.
Román asiente a lo expuesto por Florentina y a su vez añade:
—La inscripción se realizó al principio de la rebelión, cuando todo
parecía ir bien a nuestro señor Hermenegildo, pero si os fijáis, la parte final
de la inscripción difiere de la segunda parte. Se ha borrado lo que ponía
anteriormente y lo sustituimos por cibitatem Ispalensem ducti aione, su
sentido más profundo es este: «traído a la ciudad de Hispalis para siempre».
Este es el lugar de su último descanso. Cuando Hermenegildo murió, yo recogí
la copa. Él me había pedido que lo enterrase aquí junto a la copa, en Hispalis,
donde había sido feliz, en la pequeña iglesia que él mismo mandó construir, y
en la que había esta inscripción.
Román suspiró con tristeza al recordar el pasado:
—Recaredo nunca supo que era aquí donde se guardaba la copa de ónice.
De hecho, él no quiso saber nada más de ella, le hacía sufrir demasiado. Pensó
que había cumplido su misión, devolviendo al norte la copa de oro. Nunca
preguntó por la copa de ónice. La copa de ónice siempre ha estado aquí, junto
a Hermenegildo. Cuando le enterramos, la guardamos en la tumba, que
cubrimos con una losa en la que estaba grabada la inscripción; solo
cambiamos el final de la misma, para avalar que Hermenegildo llegó a
Hispalis, ducti aione[39] para siempre. Así, con esta inscripción y en este lugar
oculto, nadie, sino los más íntimos, los que le amamos, podría deducir que
aquí se hallaba enterrado el príncipe rebelde, nuestro amado Hermenegildo y,
con él, la copa de la verdad y el bien.
Román se detiene emocionado. Todos callan un momento.
Después, Román saca del interior de la sacristía unas palas de hierro.
Ayudado por Nícer y Ardabasto, introducen las palancas en el borde de la
losa. Tras algún esfuerzo, descubren la tumba, una tumba en la pared con un
crismón por único detalle decorativo y la inscripción latina.
Al abrirla no notan olor a podredumbre, sino un olor a tierra mojada
mezclado con un perfume suave que ninguno de los presentes es capaz de
distinguir. Un grito se escapa de la boca de Florentina al ver el cuerpo del que
ella había amado; los demás guardan silencio conmovidos. Allí está
Hermenegildo. Su rostro es pálido y sereno, como una estatua de cera. La
herida larga y rojiza de su cuello indica la causa de la muerte. Su cuerpo no ha
conocido la corrupción. Parece hallarse descansando. En sus manos, la copa
de color rojo oscuro brilla reflejando la luz de las antorchas.
Florentina solloza y exclama:
—Aquí está la copa que tantos habéis buscado. Solo el que es carne de su
carne y sangre de su sangre puede tomarla.
Ardabasto, con esfuerzo, avanza y, guiado por una certera intuición, besa
las manos, yertas y rígidas sobre la copa. Al roce de los labios del legado,
Hermenegildo parece aflojarlas, como abriéndolas. Ardabasto se la arranca
sin esfuerzo y retrocede algunos pasos hacia atrás. Nícer le acerca el cáliz de
oro. Ardabasto une ambas copas, la de ónice encaja perfectamente en la de
oro, y deposita ambas sobre el altar. Todos se arrodillan.
En la capilla sucede algo portentoso, una luz sobrenatural sale de la copa y
lo envuelve todo. Ilumina el sepulcro, abierto tras del altar, con el cadáver
incorrupto de Hermenegildo, el propio altar con la copa y, más allá,
resplandece sobre los que han amado al que fuera rey de la Bética. Un silencio
profundo y reverente invade la estancia. Todos permanecen de rodillas
sintiendo que un prodigio acontece en sus corazones.
Entonces sucede algo de lo que nunca volverán a hablar. A todos les
parece que Hermenegildo abre los ojos y se levanta de su lecho de piedra,
interpelando a cada uno de los presentes. En ese momento sus espíritus se
llenan de una paz profunda e inefable.
Para Florentina no hay palabras, sino que se siente envuelta por su mirada,
una mirada que expresa un amor más allá de la muerte.
A Ardabasto le parece entender unas palabras que le dicen: «Has
cumplido el destino de la copa, eres mi digno sucesor».
Hermenegildo, atravesando la ceguera de Liuva, le confía: «Tu destino va
unido al de Swinthila, deberás ayudarle y entonces retornará a ti la visión del
cuerpo y la del alma. Te aguarda una larga vida».
A Nícer, Hermenegildo le hace ver las tierras del norte, sus hijos
defendiéndose de las luchas entre clanes; en ese momento percibe claramente:
«Pronto llegará la paz y tú regresarás con los tuyos. Conducirás la copa al
lugar que le corresponde; con ella vendrá la concordia a los pueblos del norte.
Después, llegará un tiempo en el que todo se derrumbará, pero la salvación
vendrá de las montañas cántabras, de los hijos de tus hijos». Nícer no entiende
las últimas palabras, que se graban para siempre en su interior; sin embargo,
se alegra sabiendo que volverá con los suyos.
Román siente cómo Hermenegildo le agradece toda la fidelidad con la que
le ha servido, colmándose de un consuelo y una alegría superiores a todo lo
que él ha experimentado en los días de su vida.
La quietud se hace más densa; un silencio sagrado les envuelve.
Después, el cuerpo del príncipe se deshace ante sus ojos, y solo queda del
que había sido rey de los godos un poco de polvo, como de ceniza.
El Concilio IV de Toledo

Durante varios meses, Swinthila permanece junto a Ricimero en presidio, en


los calabozos de la fortaleza regia de Toledo. No sabe nada de su esposa ni de
sus otros hijos. Sin embargo, Gelia, su hermano, está libre y seguro; no solo
eso, Gelia no ha perdido su preeminencia entre los godos, ha sabido acoplarse
a los tiempos; siempre mantuvo contactos con los rebeldes. Su traición al rey
Swinthila le ha sido muy bien recompensada. Ahora que se ha salvado, Gelia
no quiere acordarse del caído.
Swinthila puede ver desde el tragaluz de su prisión un retazo de cielo, casi
siempre límpido, de la ciudad del Tajo. Esa visión de un fragmento de libertad
le basta para considerar que la vida es hermosa, se siente apegado a ella. No
quiere morir. Le obsesiona la idea de que pronto llegará el momento de la
ejecución, cada día que pasa le parece un nuevo milagro. Escucha los ruidos
de la ciudad y unas ansias nuevas de vivir, de obrar de una manera distinta a
como lo ha hecho estos años, asoman en su corazón. ¿Adónde le ha llevado su
afán de venganza? ¿Adónde le han conducido los deseos de poder?
A veces habla de todo esto con Ricimero, que le escucha con ojos grandes,
claros, abiertos, que dejan traslucir su alma. Swinthila se desespera, pensando
que aquellos ojos habían confiado en él. En este tiempo de cautividad le
cuenta la historia de su padre Recaredo, de Hermenegildo, la historia de la
copa de poder. Le habla de Liuva, el hombre de la mano cortada, a quien
quemaron los ojos, y que quizás en su ceguera veía mucho más allá de lo que
él nunca ha visto. En este tiempo de adversidad, el corazón de Swinthila se va
transformando; en el infortunio, va naciendo un hombre nuevo.
Ricimero guarda silencio; por un lado, se da cuenta de que está ocurriendo
lo que su madre quería, el cambio interior de aquel ser prepotente que había
regido el destino de los godos. Sin embargo, por otro lado, Ricimero se siente
también culpable. Él sustrajo la copa, la copa de poder ya no está con ellos y
de ahí han venido todos los males. No se atreve a hablar de ello al rey.
Hasta la prisión llegan rumores, el nuevo rey Sisenando ha convocado un
concilio para legitimar su acceso a la corona que es, a todas luces, abusivo y
tiránico.
Las voces de los convocados al nuevo concilio rebasan los muros del
alcázar de los godos, bajan a los patios y al fin descienden hasta los calabozos
en donde mora el rey destronado. Ricimero y su padre escuchan las trompas y
los tambores que entonan antiguas marchas guerreras. Se oyen gritos alegres en
las calles, señalando la bienvenida a un noble o a un obispo que acude a tan
magno acontecimiento. Desde mucho antes de la muerte del rey Recaredo, no
ha tenido lugar en la ciudad del Tagus una reunión así.
El día en que comienza el concilio, la prisión se abre. El depuesto rey
Swinthila ha sido convocado también a la magna asamblea, en donde se
dictarán disposiciones y leyes, el órgano legislativo de los godos. El concilio
es una reunión eclesiástica pero, en aquella ocasión, al mismo tiempo tendrá
lugar un juicio sumarísimo contra la persona del rey destituido.
Encadenado, rodeado por los denuestos y maldiciones de la gente,
atraviesa las calles de la ciudad hasta la iglesia de Santa Leocadia, donde
tendrá lugar el proceso. Los ciudadanos se congregan en las calles lanzando
piedras y basura contra el rey derrocado y contra su hijo, insultándoles ante la
mirada complaciente de los soldados leales a Sisenando.
Los que le ultrajan son, tal vez, los mismos hombres que, no mucho tiempo
atrás, le vitoreaban, cuando entraba triunfador al frente del ejército. Swinthila
cavila para sí: «Yo conduje al reino a la cima de su poder, vencí a los
bizantinos, a los cántabros y a los vascones. Todo ha sido olvidado, ahora solo
recuerdan que he sido un tirano. Soy un hombre caído que merece únicamente
el insulto y la ignominia».
Los conducen a un lugar apartado, a una nave lateral de la iglesia; desde
allí puede observar bien la magna asamblea. Todos les miran, muchos con
desprecio. Desde aquel lugar ínfimo, Swinthila observa atentamente a su rival,
Sisenando. Ya no puede odiarle, le da igual todo. Después de tantos meses en
la prisión, con una condena a muerte sobre su cabeza, Swinthila solo desea
una cosa, desea vivir.
El rey Sisenando, orgulloso y displicente, se sienta en un trono a la
derecha del presbiterio. Es el elegido de Dios, por tanto se sienta a la diestra
del altar.
Junto al altar izquierdo cuelga una hermosa corona votiva, la corona que el
mismo rey Swinthila había ofrecido en los días felices de su reinado, la
corona de oro y piedras preciosas de la que pende, en el centro, una cruz
engastada en perlas. Colgadas en el aro de oro de la corona unas letras:
SUINTHILA REX OFFERET[40], el rey Swinthila la ofrece. Parece un
contrasentido, el rey Swinthila ha sido derrotado, pero la corona de la victoria
sigue luciendo cerca de una lámpara votiva.
En el centro de la iglesia, los clérigos; detrás, los nobles. Las puertas se
cierran para que solo los convocados puedan asistir. Isidoro, obispo de
Hispalis, preside la celebración y modera las intervenciones.
Se van leyendo los cánones y conclusiones. En el canon setenta y cinco se
reafirma la dignidad regia; como una paradoja, el rey Sisenando penará a
aquellos que se alcen contra la autoridad real. El mismo rey que se ha
rebelado contra su predecesor dicta una ley que prohíbe lo mismo que él ha
hecho. Después el canon sigue diciendo que el rey que incurriese en tiranía, en
abuso de autoridad, puede ser depuesto. Con esas palabras se justifica la
actuación del actual monarca, son palabras que atañen directamente al
destronado rey Swinthila.
La atención de todos se vuelve hacia donde el monarca destituido espera
su juicio, encadenado. Muchos nobles piden su cabeza, se oyen gritos de:
«¡Muerte al tirano!».
Isidoro intercede, su voz clara y potente se deja oír en todo el templo:
—El reino godo se ha convertido en el hazmerreír de Occidente. Un rey
derroca a otro, derramando su sangre y este al siguiente. Los francos se burlan
del morbus gothorum, la enfermedad que nos hace matar a nuestros reyes —
grita Isidoro con energía—. ¡Basta ya de sangre! ¡Basta ya…!
Un noble de menor alcurnia se levanta entre los asistentes:
—El rey Swinthila confiscó mis tierras sin motivo justo, necesitaba
caudales para sus guerras. Estoy arruinado…
Después, otro y otro:
—Me condenó al destierro injustamente.
—Mis hijos murieron en sus guerras.
—Me quitaron los caballos y los ganados…
Un hombre alto se levanta; es Gelia, en la desgracia se une a los
vencedores y ataca al caído:
—Mi nombre es Gelia, desciendo de Leovigildo, soy hijo del gran rey
Recaredo. Este tirano inicuo…
—¿Dónde están mi esposa y mis hijos? —le grita Swinthila desesperado.
—A salvo… en un convento donde no intriguen más.
Después, Gelia continúa acusando a su hermano, con lo que él mismo
procura exculparse y, como colofón, dirigiéndose al público que abarrota la
sala del concilio, denuncia:
—Él mató por un medio pérfido al rey Sisebuto y favoreció la muerte de
su hijo… Yo le apoyé, pero él determinó que mi familia fuera desplazada de la
corte para quedarse él solo con el poder…
Es entonces cuando un hombre fuerte, de cabello cano, se levanta entre el
público; un guerrero de gran prestigio entre los godos y muy valiente, un noble
de rancia estirpe, acérrimo defensor de la casa baltinga. Su nombre es
Wallamir.
—Te equivocas, Gelia, al acusar a tu hermano y no defenderle; siempre
has estado al sol que más calienta. Tu padre Recaredo fue un rey íntegro y
cabal que buscó siempre hacer la justicia. Este concilio tiene lugar gracias a
él. Los godos nos hemos dado unas leyes que respetamos y Recaredo fue
valedor de esas leyes. Debemos, por su memoria, respetar a su hijo Swinthila.
No podemos poner nuestras manos sobre el hijo de Recaredo, el que un día fue
ungido.
Se hace un silencio en la reunión. Entonces se levanta el rey Sisenando. El
odio mana por su boca:
—Este hombre, Swinthila, ha sido un tirano, hay pruebas más que
suficientes para condenarle a muerte… Debe morir.
Se escuchan voces coreando las palabras del rey. Isidoro se levanta de
nuevo, colocándose en medio del templo.
—Noble rey Sisenando, has alcanzado el poder gracias a que los magnates
de este reino, y los francos, te han apoyado…
Un silencio tenso recorre la sala. Nadie se ha atrevido nunca a hablar así a
un monarca reinante; pero aquel hombre, Isidoro, posee el prestigio y la fuerza
moral suficiente como para enfrentarse a cualquier rey de los godos.
Isidoro prosigue, con voz fuerte:
—Las leyes que este mismo concilio ha dictado se deben cumplir.
Después, dirigiéndose al rey, le habla con una confianza impropia en un
vasallo:
—¿Qué será de ti si los mismos que ahora te han apoyado un día se
rebelan contra ti? Respeta a tu predecesor y serás respetado por todos.
Castígalo, pero no le quites la vida. ¡Que se conozca la munificencia y
generosidad del rey Sisenando con los que lo han perseguido!
El rey se muestra inseguro y cavilante ante las palabras de Isidoro. La
amenaza que el obispo le ha lanzado ha hecho mella en su ánimo —los mismos
que le han coronado pueden un día volverse en contra de él—, pero el odio le
domina.
Desde las filas de los clérigos, un hombre con hábito monacal, caminando
muy despacio, un hombre ciego, se abre paso entre las gentes que abarrotan el
concilio. Apoyándose en un bastón, se sitúa delante del presbiterio, muy cerca
de Isidoro, más allá de los obispos y de los nobles. Alza el brazo, le falta la
mano que ha sido amputada tiempo atrás.
—¿Me conocéis? Mi nombre es Liuva. Soy el legítimo sucesor del rey
Recaredo al que muchos de vosotros servisteis con devoción. La tiranía de
Witerico me cortó la mano y me dañó los ojos. Gracias a algunos de los que
estáis aquí, aún sigo vivo. Adalberto, ¿dónde estás? ¿Búlgar…? —grita.
Nadie le contesta. Adalberto y Búlgar, del partido del rey depuesto, no
asisten al concilio. La muchedumbre enmudece, compadecida de aquel que
reinó y ahora es un desecho humano. Al no oír respuesta, prosigue en un tono
dolorido:
—Decidme, ¿a qué conduce todo esto? ¿A qué tantas luchas, tantas guerras,
tanto odio? ¿Conseguiréis algo ejecutando a Swinthila? Él es mi hermano y me
traicionó. Me utilizó para robar lo más sagrado y después me abandonó a mi
suerte.
Muchos recuerdan a Liuva, su juventud tronchada por el tirano. Repasan
también los años terribles que siguieron cuando Witerico el usurpador fue rey
y su gobierno despótico sembró el terror en el reino. Las palabras de Liuva y
de Isidoro provocan una fuerte oleada de clemencia entre las gentes que
asisten al concilio. Se escuchan voces que solicitan el perdón real.
Sisenando no está de acuerdo, pero no tiene más remedio que transigir; le
interesa legitimar la usurpación del trono y señalarse, ante la Iglesia y el
concilio, como un rey moderado, frente al gobierno tiránico que,
supuestamente, Swinthila ha ejercido. Al fin logra dominar su odio y se
levanta del sitial.
—¡Sea así! Sea Swinthila condenado al destierro con su familia. Nunca
más pise la Corte de Toledo, y ninguno de sus descendientes, ni sus hijos, ni
los hijos de sus hijos puedan acceder al trono de los godos. ¡Sea así!
—¡Sea así…!
Desde un rincón Swinthila mira, con agradecimiento, a Isidoro y, con
asombro, a Liuva. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí?
El concilio prosigue, discutiéndose en él asuntos de disciplina eclesiástica
y también cuestiones políticas. Las esperanzas de Swinthila se han hundido
pero, al menos, conserva la vida. Podrá volver a ver el sol, a sus hijos, las
tierras onduladas de Hispania.
Al finalizar el concilio Swinthila y Ricimero regresan a la prisión,
mientras se decide qué se hará con ellos.
Unos días más tarde, gracias a la influencia de Isidoro, el rey Sisenando no
tendrá más remedio que liberarlos. Isidoro les comunica que se ha
dictaminado que Ricimero y él deben recluirse en un convento, bajo la
jurisdicción monacal. El lugar elegido es Agali, un monasterio que no está muy
lejos de la corte. En un amanecer, cuando todos duermen en el alcázar real,
Swinthila y su hijo salen de la prisión.
Isidoro los está esperando, les conduce junto a Liuva, el ciego. Desde el
calabozo Liuva y Swinhila recorren las estancias del palacio de los reyes
godos, el lugar donde ambos llegaron a reinar.
Liuva no puede ver las escuelas palatinas, el lugar de su desdicha, la
palestra, las estancias reales… Pero tampoco esa visión lograría ya afectarle.
Su alma está en paz.
Fuera, un hombre fuerte y siempre leal les espera, es Wallamir. Les han
preparado varios caballos. Wallamir hace subir a Liuva detrás de él.
—Venid —les dice—, debéis acompañarme. El rey ha ordenado que os
conduzcan a Agali. Allí os esperan.
Swinthila no pregunta quién les espera, se deja conducir por Wallamir y
Liuva. Atraviesan los montes de Toledo, es invierno y la vegetación escasea.
Algún conejo salta entre las retamas, libre. Ahora Swinthila también se siente
libre, se ha liberado de la cárcel, pero también del afán de venganza, y de
aquel deseo desmedido de poder que le consumía en todo momento, una
profunda libertad le llena el alma. Recuerda la leyenda del águila. Dicen que
las águilas al final de su vida deben arrancarse todas sus plumas y el pico.
Estos crecerán de nuevo y el águila se renueva para vivir una nueva vida. Los
días del cautiverio han domado al águila de Swinthila, que ahora solo desea
volar libre de odios y de rencor.
Alcanzan Agali, un convento de monjes venidos del África Tingitana
bastantes años atrás, expulsados por las tropas vándalas. Un edificio de
piedra, sostenido por contrafuertes, con pequeñas ventanas ojivales, la planta
grande de tres naves, con cubierta de tejas. En el atrio del templo les espera su
esposa Teodosinda, sus hijos pequeños. Teodosinda le abraza. Swinthila se
sorprende porque nada ha disminuido el amor que ella siempre le ha guardado
en su corazón. La hija de Sisebuto siempre le ha esperado. Ha confiado en
Swinthila a pesar de las locuras del espíritu indómito de su esposo, siempre
alejado de todo lo bueno. El derrocado monarca llora y ríe abrazando a sus
hijos. Teodosinda estrecha fuertemente a Ricimero. Ha de pasar algún tiempo
antes de que Swinthila se dé cuenta de que más atrás están dos jóvenes.
Se trata de Gádor, la nieta de Recaredo, y Ardabasto, el nieto de
Hermenegildo.
Gádor dobla la rodilla ante Swinthila, y le pide la bendición para su
matrimonio… ¿Qué puede hacer Swinthila sino aceptar?
Nícer está más atrás. El duque de Cantabria le ofrece a Swinthila ocultarse
en las tierras del norte. El abad del convento de Agali, bajo cuya jurisdicción
ahora está Swinthila, ha aceptado que la familia real se vaya lejos de la corte
de Toledo, a las montañas cántabras, en un lugar ajeno a los odios y venganzas
de los godos.
Swinthila accede, como atontado.
Entonces, Liuva lo conduce a la iglesia.
Allí, en el centro del altar, junto con los ornamentos preparados para el
oficio divino, un objeto centellea bajo la luz que penetra por las ojivas. Es la
copa sagrada.
—¿Tú…?
—Sí.
—Le hablé de la copa a tu esposa, ella la consiguió, gracias a Ricimero.
Fue tu hijo quien la robó en Cesaraugusta, y me la confió. Nadie iba a
sospechar del hijo del rey. Teodosinda te ama y sabía que la copa te estaba
matando lentamente. Le expliqué su poder y ella decidió que debías
desprenderte de ella.
El rostro de Swinthila palidece. Liuva no se da cuenta de lo que le ocurre,
cree que ya nada le importa a aquel que es una piltrafa de sí mismo. Ambos
avanzan hacia el altar.
En el atrio los jóvenes y Teodosinda reunidos y dichosos parecen haberse
olvidado de las penas; contentos de haber recuperado a su padre, felices al
estar de nuevo unidos.
Acompañando a Swinthila, Liuva y Wallamir están dentro del templo,
Liuva al lado de Swinthila, muy cerca de la copa, Wallamir les observa mucho
más atrás desde el dintel de la puerta. Al contemplar la copa, la rabia y la
locura regresan a Swinthila. Reconsidera con rencor que ella, la buena y
amante esposa, le ha traicionado y su propio hijo también; guiados de muy
nobles intenciones, los dos le han quitado lo que Swinthila más ama en el
mundo. Entonces el deseo, la pasión por la copa, la insania, la locura más
feroz se despiertan de nuevo en su corazón.
La necesita.
Necesita beber de la copa una vez más, tan solo una vez más. Si bebe de
ella, recuperará su reino. Sabe que es peligroso cuando el cáliz de oro y el de
ónice están unidos. Solo el de corazón limpio puede beber de la copa, pero
ahora que Swinthila se siente arrepentido, todo puede cambiar. Todo va a ser
distinto. Junto al cáliz, preparada para la misa, hay una jarra pequeña
transparente con vino. Swinthila vuelca el licor de uva en la copa sagrada.
Aquel ruido alerta a Liuva en su ceguera, quien adivina lo que está ocurriendo
con la copa y con su hermano. Cuando la copa se inclina hacia los labios del
depuesto rey godo, en el mismo instante en el que la roza, Liuva se le adelanta
y la retira:
—No debes hacerlo, morirás.
Para evitar que su hermano beba su contenido, preso de una gran
determinación y venciendo las limitaciones de su ceguera, Liuva forcejea con
Swinthila, le arranca la copa de las manos y bebe de ella. Inmediatamente cae
al suelo como muerto. Ha querido salvarle, pero Swinthila no quiere ser
salvado, lo único que desea es beber de la copa; agitado por una ciega pasión
ingiere lo que resta de la copa, solo queda ya un sorbo de vino. Lo bebe y
pierde el sentido. En su semiinconsciencia, una gran debilidad lo invade, la
piel se le va cubriendo de pústulas; como si la maldad que alberga su corazón
saliera al exterior. Su esposa grita y cae de rodillas junto a él. No está muerto,
el mal ha salido al exterior.
Liuva, al pasar un lapso corto de tiempo, se levanta. Se han desprendido
de sus ojos las escamas que los han cubierto durante años.
Mira con ojos llenos de luz a todos los que lo rodean y llora.
Yo, la Providencia o la Fortuna, aquella a que los romanos llaman la
Parca, sé muy bien que cada uno se labra su propio destino.
EPÍLOGO

El hombre de la mano cortada mira al frente, su expresión está llena de luz y


es gozosa. Los verdes valles de Ongar descienden delante de él e inundan
completamente su retina. Se recrea viendo cada rama, cada árbol, cada flor. El
ganado paciendo a los lejos, el vuelo del águila imperial en los cielos claros.
Puede ver las gotas del rocío sobre las hojas del manzano. Allá a lo lejos, en
el fondo del valle una tormenta de verano moja la tierra, baña los valles,
vivificándolos con su fino caer. Más en la distancia, las altas montañas de
Vindión cubiertas de nieves perpetuas parecen rozar los cielos, y los rayos del
sol rebrotan en las cumbres nevadas.
El valle está en paz y su corazón también. Detrás de él, en un altar, con
trazos simples han sido esculpidos los signos del tetramorfos: el hombre
alado, el león, el toro y el águila. Los signos que contienen la clave, la síntesis
de las vidas de los hijos del rey godo. Swinthila fue un águila, que quizá voló
demasiado alto, quemándose al llegar al sol. Recaredo, el toro, embistió de
frente a la vida, conduciendo hacia delante su destino, uniendo los pueblos y
las razas. Pereció víctima de su propia fuerza. Hermenegildo, el león, siguió
los designios de la Providencia y alcanzó una corona imperecedera. Liuva, el
hombre alado, me ha vencido a mí, al Destino, resurgiendo como el fénix de
sus propias cenizas.
Sobre el ara del altar, una copa de oro y ónice reluce, protegida por los
cantos de los monjes.

Ciudad Real, 13 de abril de 2009


Ficción y realidad

La historia de Hermenegildo, el príncipe rebelde, ha llegado hasta nosotros


envuelta en el misterio. Los cronistas contemporáneos estaban divididos con
respecto al hijo de Leovigildo. Por un lado, sus mismos compatriotas le
consideraron únicamente un traidor que se levantó contra la autoridad
legítimamente constituida, no le perdonaron que hubiese sido el causante de
una terrible guerra civil. Sin embargo, el papa Gregorio Magno le alaba y le
considera un mártir de la fe católica.
Su figura histórica plantea muchas dudas. La primera es el mismo hecho de
que su padre autorizase su muerte. A lo largo de la historia muy pocos
gobernantes han ordenado la ejecución de sus hijos. Leovigildo, aunque lo
narrado en la novela pudiera hacerlo pensar así, no fue un rey sanguinario,
sino un hábil político. Los mismos católicos a quien él persiguió no le
denigran, sino que le consideran un monarca prudente y justo. Es extraño que
hiciese matar a su propio hijo.
También resulta curioso que Hermenegildo, ya asociado al trono, y con
muchas posibilidades de heredarlo, se rebelase contra su padre. La solución
que se plantea en la novela —que Hermenegildo no es auténticamente hijo de
Leovigildo— es una solución de ficción. No hay ningún dato para pensar que
Hermenegildo no lo fue. Lo único que se intenta señalar es que en la vida de
Hermenegildo hubo un enigma. Como enigmático es también el hecho de su
ejecución en Tarragona, un lugar tan alejado de las tierras en las que él
desarrolló su vida, hecho que hace pensar en una huida hacia las cortes
francas. Entra dentro de lo históricamente posible que Brunequilda, madre de
la princesa franca Ingunda, apoyase la rebelión de Hermenegildo y que él se
dirigiese hacia la cabeza oculta de la rebelión en las Galias.
La figura de Brunequilda es una de las figuras más apasionantes de la
Europa del siglo VI. Esta princesa nacida en Toledo controló los destinos de
los reinos francos, y su rivalidad con Fredegunda marcó a la dinastía
merovingia con asesinatos y muertes de todo tipo.
La inscripción, que se conserva en el museo arqueológico de Sevilla,
acerca de san Hermenegildo constituye uno de los pocos restos alusivos a este
príncipe y a la rebelión frente a su padre. Una interpretación de esta
inscripción (Fernández Martínez, C. y Gómez Pallarés, J., 2001) parece
señalar que se escribió en dos períodos distintos: el primero, en el reinado de
Hermenegildo y, el segundo, después de su muerte. Sin embargo, a la luz de
trabajos recientes, como el discurso de ingreso en la RAH de Luis García
Moreno, no es descartable que pueda ser una falsificación moderna. De
cualquier modo, la visión de esta antigua inscripción supuso para la autora una
fuente de inspiración. Quizá fue allí, bajo aquella losa, donde se conservó un
tiempo el cadáver de Hermenegildo. En la actualidad su cuerpo se ha perdido,
pero la cabeza descansa, desde tiempos de Felipe II, en un relicario en el
monasterio de El Escorial.
Recaredo fue un rey ponderado e inteligente que logró consolidar los
éxitos de su padre. Durante su reinado hubo de hacer frente a múltiples
conjuras. Murió en su lecho; no hay datos para pensar en una muerte violenta.
Hubo negociaciones para casar a Recaredo con las princesas francas Rigunthis
y Clodosinda, pero no consta que dichos enlaces llegaran a celebrarse. De
hecho, en el año 589, en el concilio de Toledo, Recaredo aparece casado con
la dama goda Baddo o Bado o Bada, supuesta hija del conde de las
Languiciones. Las negociaciones para casarlo con Rigunthis se realizaron
hacia el año 582 o 583 y las nuevas negociaciones matrimoniales de las que
tenemos noticias son del año 587. Como su hijo mayor, Liuva II, nació hacia el
año 581 o 582 (murió con alrededor de veinte años hacia el año 601); se
piensa que pudo ser hijo natural. Así, el texto de la Crónica de san Isidoro,
que se cita al inicio de la primera parte de la novela, el Águila, indica:
«Liuva… hijo de madre innoble, pero ciertamente notable por la calidad de
sus virtudes». Para conocer mejor la época de Leovigildo, Hermenegildo y
Recaredo resulta de sumo interés el libro de Santiago Castellanos: Los godos
y la Cruz.
Liuva II fue un rey débil que llegó al trono muy joven. El morbus
gothorum, la enfermedad de los godos que hacía que los nobles asesinasen a
su rey para obtener el poder, se lo llevó. Los datos que poseemos
históricamente son que fue derrocado cortándole la mano derecha, y que un
año después fue ejecutado. En la novela, sobrevive y constituye el hilo
conductor de la historia. Este hecho es también ficticio.
Swinthila fue un rey que consiguió la unidad de la península Ibérica en
manos visigodas. Anteriormente a su llegada al trono se le conoció como un
gran general que conspiró para alzarse con el poder y que lideró la campaña
contra los bizantinos. La crónica isidoriana escrita antes de su defenestración,
le alaba como un buen gobernante. Sin embargo, poco tiempo después, en el
Concilio IV de Toledo, es denostado como un tirano. Es el primer rey godo
que no muere tras perder el trono. Algunas fuentes señalan que él y Gelia
fueron hijos de Recaredo. Históricamente no está claro que lo fueran, no hay
datos para pensarlo así. De hecho, san Isidoro, en su Historia de los godos, no
señala este hecho, por lo que es muy probable que ni Swinthila ni Gelia fueran
hijos de Recaredo. Muchos de los datos que tenemos acerca de los visigodos
provienen de crónicas medievales en las que la monarquía era ya hereditaria.
Son crónicas que intentan formar una dinastía entre los distintos reyes godos,
que muy posiblemente no existió. En la novela se supone que Swinthila, Gelia
y Liuva son hijos de Baddo, y que esta estuvo casada previamente en secreto
con el rey Recaredo.
Leandro, Isidoro, Fulgencio y Florentina fueron una familia de
hispanorromanos oriundos de Cartagena, que llegaron a altos cargos
eclesiásticos en el siglo VI. Isidoro, cumbre de las letras hispanas en la era
visigoda, recopiló el saber de esa época culturalmente oscura. Leandro visitó
Constantinopla en tiempos de la rebelión de Hermenegildo, posiblemente para
recabar ayuda de manos del emperador. Hay correspondencia que indica que
en aquel tiempo conoció a san Gregorio Magno. Llegó a Bizancio en una
época en la que la catedral de Santa Sofía había sido recientemente construida.
La descripción de Santa Sofía y Constantinopla se ciñe a la de un viajero del
siglo VI, Evagrio. Florentina vivió en Écija, su hermano Isidoro le dedicó dos
tratados sobre la virginidad. Fulgencio fue obispo de esa misma ciudad.
La situación en la cornisa cantábrica en el siglo V y VI ofrece multitud de
problemas de interpretación y puntos oscuros. Se sabe que en la época de la
conquista romana —siglo I a. C.— existían una serie de pueblos que fueron
descritos por los historiadores romanos dentro de los astures y cántabros. Es
verdad que es cuestionable la pervivencia en el siglo V y VI de los grupos
étnicos que describe Estrabón en época de la conquista romana. En la novela
se describen tribus de albiones, orgenomescos y luggones. Esto podría ser
anacrónico. Sin embargo, y como explica Santos Yangüas en su libro Los
Pueblos de la España Antigua, tras la caída del Imperio romano se produjo un
resurgir de aquellos pueblos sometidos, y eso se puede recoger en documentos
de la época (Santos Yangüas, J., 1997). También sabemos que había distintos
pueblos contra los que luchó Leovigildo; entre otros, los sappos y los
roccones (Peralta Labrador, 1998). Los roccones eran un pueblo de
ascendencia posiblemente astur que habitaron un señorío semiautónomo en los
siglos V y VI; han sido identificados con los cántabros (Fernández Mata,
1997), los araucones —habitantes de un señorío semiautónomo entre los
reinos visigodo y suevo— y los luggones argandenos, uno de los pueblos
principales de Asturias (Maya, 1989). Algunos autores identifican a los
luggones con los roccones de tiempos visigodos, se basan en que la «r» y la
«l» son consonantes que pueden intercambiarse, al igual que la «g» y la «k».
Los sacrificios humanos de los pueblos del norte en época visigoda son
mencionados por Martín de Braga (Martín de Braga, Sermón contra las
supersticiones rurales). La romanización de Asturias y Cantabria fue más
tardía y superficial que en el resto de la península. Por supuesto, las antiguas
gentilidades de origen portocéltico que nombra Estrabón se fueron
transformando en gran medida durante la época romana. Sin embargo, en
escritos de época visigoda, como La vida de San Millán, y en el mencionado
tratado de San Martín de Braga, se habla de una pervivencia del paganismo, y
de la existencia de gentilidades. También en la Historia Gothorum de san
Isidoro se menciona este hecho. Sisebuto y Swinthila lucharon contra pueblos
cántabros. Así, Sisebuto: «fue esclarecido en las lecciones de la guerra y en la
victoria. A los astures rebeldes, enviando su ejército, los redujo a su dictado.
A los roccones, cercados por todas partes en los montes escarpados por los
duques, los venció». Mientras que Swinthila: «habiendo alcanzado bajo el rey
Sisebuto el oficio de duque, dominó los castillos romanos, venció a los
roccones». La conclusión de todo esto es que en la época en la que discurre la
novela había pueblos en la cornisa cantábrica que se enfrentaron a los
visigodos. La naturaleza de estos pueblos es difícil de definir exactamente. En
la novela anterior, La reina sin nombre, que se sitúa a finales del siglo V y
principios del VI, se supone que los castros estaban habitados. Hay datos
arqueológicos en el castro de Coaña de que esto pudo ser así. Esto se justificó
en la novela anterior por las migraciones célticas de este período. En esta
novela se ha producido ya la desintegración de los castros, pero con una cierta
pervivencia de las gentilidades de tipo céltico. Todo esto entra dentro de la
ficción.
Aquí creo que hay que diferenciar el celtismo de lo propiamente celta.
Para hablar de pueblos celtas tendríamos que remontarnos a varios siglos
antes de Cristo, conocer que los celtas no constituyeron nunca una única
nación y que impregnaron prácticamente toda Europa desde Turquía hasta la
península Ibérica. En la península Ibérica, los pueblos propiamente celtas no
ocuparon la cornisa cantábrica sino la meseta norte. Otra cosa es el celtismo;
el celtismo pervive en nuestros días en los países del eje atlántico de Europa.
No sabemos bien por qué, pero Galicia, Asturias y Cantabria son celtas, celtas
en sus costumbres, celtas en su folclore, celtas en sus leyendas. Y, sobre todo,
celtas en sus gentes; muchas veces yendo por las calles de cualquier pueblo o
lugar del norte se adivinan sujetos con unas características antropomórficas
que podrían corresponder a gentes de las islas británicas o de la Bretaña
francesa. Es el gran eje atlántico que ha mantenido contactos ininterrumpidos
desde la época precristiana hasta el siglo XIX.
Entre los pueblos celtas era frecuente la presencia de recipientes mágicos
y de uso ritual: entre otros el caldero Gundestrup; famoso porque a través de
sus grabados se ha podido conocer cómo era la vida de los celtas. Es ahí
donde conecta el otro problema que se plantea la novela: el tema de la copa
mágica. La copa mágica se ha relacionado en la novela con el cáliz de la
Última Cena. Al parecer, los primeros Papas utilizaban una copa que, según la
tradición, habría sido usada por Jesucristo la noche previa a su pasión. La
historia afirma que tras el martirio de san Lorenzo, la copa fue trasladada a
España, en concreto a Huesca; que durante la Edad Media se conservó en el
monasterio de San Juan de la Peña y que, finalmente, se conserva en la
catedral de Valencia.
Actualmente, la copa de Valencia consta de dos partes, una parte oriental
que es un maravilloso cuenco de ónice —piedra semipreciosa—, que es de
origen antiguo, siglo III o IV a. C., y lo que sostiene a la copa que es posterior,
al parecer medieval, labrada en los talleres mozárabes. Desde luego, lo que no
sabemos es cómo pudo estar dispuesta la copa de ónice en el siglo IV, V y VI;
ahí es donde entra la imaginación. No es inverosímil que en esa época la copa
de ónice estuviese ligada a una copa de otro origen. La relación del Grial con
el celtismo es algo evidente en las leyendas medievales. Imaginar una
conexión inmemorial entre el Grial y los pueblos célticos no es algo
descabellado, sino que entra dentro de lo que conocemos como ficción
mágica.
En realidad, la copa, con sus dos partes, no es más que una figura literaria
en la que se trata de fabular la pasión por el poder capaz de dominar al ser
humano. La copa de oro es ficticia. La copa de ónice se guardó tras la caída
del reino visigodo en el monasterio de San Juan de la Peña, en las
estribaciones del Pirineo; cómo llegó hasta allí, esa es otra historia.
Glosario

Por orden alfabético

Adalberto. Personaje de ficción, capitán de las escuelas palatinas,


después capitán de la Guardia Real.
Ardabasto. Personaje de ficción. Este nombre se aplica al hijo y al nieto
de Hermenegildo. El hijo se llama también por un nombre godo,
Atanagildo, se casa con Flavia, hija del emperador Mauricio. El nieto es
Octavio Heraclio Ardabasto, se casa con Gádor, hija de Sisebuto.
Argimiro. Personaje de ficción. Capitán de una tropa en Gigia.
Aster. Personaje de ficción, jefe de los pueblos cántabros.
Baddo. Reina de los visigodos, esposa de Recaredo. No se conoce bien
su origen. En la novela es hija de Aster y de una mujer local llamada
Urna.
Brigetia. Personaje de ficción, esposa de Fusco y madre, entre otros, de
Cosme y Efrén.
Brunequilda. (Toledo, 543 - Renéve, 613), princesa visigoda hija de
Atanagildo y Goswintha. Por matrimonio llegó a ser reina de Austrasia.
Participó en los conflictos y guerras contra Neustria causados por el
asesinato de su hermana Gailswintha, también conocida como Galsuinda
o Galesvinta. Fue regente en Austrasia y Borgoña.
Búlgar. Personaje real que sufrió destierro en tiempos de Witerico. En la
novela amigo de Adalberto y Liuva.
Claudio. En la realidad, duque de la Lusitania, hombre de confianza de
Recaredo y uno de sus mejores generales. En la novela hay dos Claudios,
padre e hijo: Pablo y Lucio. El hijo es el amigo de Recaredo.
Chindasvinto. En la realidad fue un rey visigodo famoso por sus purgas.
En la ficción es el capitán de las escuelas palatinas.
Efrén. Personaje de ficción, sirve a Baddo y es después nombrado abad
de Ongar.
Enol o Alvio o Juan de Besson. Personaje de ficción, druida, tutor de
Jana.
Florentina. Abadesa de Astigis. Santa de la Iglesia católica. Hermana de
Leandro, Isidoro y Fulgencio.
Frogga. Noble visigodo, opuesto a Recaredo. En la novela el nombre de
Frogga sale en dos generaciones.
Fulgencio. Hermano de Leandro, Isidoro y Florentina. Obispo de
Cartagena y Astigis.
Fusco. Personaje de ficción. Amigo de Lesso, sirvió a Aster.
Gádor. Personaje de ficción, hija de Swinthila, se casa con Ardabesto.
Gelia. Según los cronicones, supuesto hermano de Swinthila y, como él,
hijo de Recaredo.
Goswintha (? - 589), reina de los visigodos; esposa de Atanagildo y, tras
enviudar de él, de Leovigildo. Solo tuvo frutos de su primer matrimonio,
del que nacieron dos hijas: Brunequilda (casada con Sigeberto I de
Austrasia), primera reina de Francia y Gailswintha (casada con
Chilperico I de Neustria) y asesinada por su concubina y después reina,
Fredegunda (segunda esposa de Chilperico I, quien también ajusticiaría a
Brunequilda, cuarenta años después).
Gregorio, también llamado Magno (nace en el año 540 en Roma y
fallece el 12 de marzo de 604), fue el sexagésimo cuarto Papa de la
Iglesia católica. Uno de los cuatro Padres de la Iglesia latina y Doctor de
la Iglesia. También fue el primer monje en alcanzar la dignidad pontificia,
y probablemente la figura definitoria de la posición medieval del papado
como poder separado del Imperio romano.
Gundebaldo. Personaje de ficción. Noble franco.
Gundemaro (? - Toledo, 612), fue rey de los visigodos (610 - 612).
Heraclio (Capadocia, c. 575 - Constantinopla, 11 de febrero de 641), fue
emperador bizantino desde el 5 de octubre de 610 hasta su muerte.
Hildoara. Reina de los godos, esposa de Gundemaro.
Ibbas. Personaje de ficción, jefe de las escuelas palatinas.
Ingundis o Ingunda (? - 584), reina visigoda. Princesa franca, hija de
Sigeberto I y de Brunequilda y, dentro de una política de alianzas
políticas pactada entre su madre Brunequilda y su abuela, la reina
visigoda Goswintha, se casó con Hermenegildo, hijo del rey visigodo
Leovigildo.
Isidoro. Obispo de Flispalis, autor de las Etimologías.
Jana. La reina sin nombre. Personaje de ficción. Supuestamente hija de
Amalarico y de Clotilde.
Justiniano (Tauresium, 11 de mayo de 483 - Constantinopla, 13/14 de
noviembre de 565), uno de los más notables gobernantes del Imperio
romano de Oriente.
Leandro. Obispo de Hispalis. Hermano de Isidoro y Florentina.
Leovigildo. Rey de los visigodos de 572 a 586. Asociado al trono con su
hermano Liuva, le sucedió después. Casó por dos veces. A la primera
esposa las crónicas mozárabes la hacen llamar Teodosia, pero esto
parece un hecho legendario para ligar a este rey con el Imperio romano.
En la ficción contrae matrimonio con Jana, la reina sin nombre, de quien
tuvo dos hijos: Hermenegildo y Recaredo. Su segunda esposa fue
Goswintha (viuda de Atanagildo).
Lesso. Personaje de ficción, amigo de la infancia de Jana, cuidó a sus
hijos Hermenegildo y Recaredo. Sirvió junto a Aster.
Liuva II (583 - 603), rey de los visigodos (601 - 603), sucedió a su
padre Recaredo y accedió al trono cuando contaba unos 18 años. A su
juventud e inexperiencia se le unía su origen bastardo (era hijo de madre
plebeya), lo cual hizo que contara con pocos apoyos en la nobleza
visigoda.
Mailoc. En la realidad, fue obispo de un cenobio celta en la montañas
cántabras. Se supone que este cenobio entronca con las migraciones
celtas del siglo V hacia la península Ibérica. En la ficción es el abad de
Ongar.
Mauricio (Constantinopla, c. 539 - 27 de noviembre de 602), emperador
de Bizancio de 582 a 602.
Mehiar. Líder cántabro, amigo de Aster.
Nícer. Personaje de ficción, primer hijo de Jana y Aster. Llega a ser jefe
de los cántabros. Tras su bautismo se hace llamar Pedro de Cantabria.
Recaredo I (? - 601), fue rey de los visigodos desde 586 a 601, cuando
murió en Toledo. Hijo y sucesor de Leovigildo, combatió a los francos, a
los bizantinos (aún presentes en el litoral andaluz) y a los vascones, y
hubo de sofocar varias revueltas de los nobles visigodos.
Recaredo II (? - 621), rey de los visigodos (621). Contaba solo unos
pocos años cuando sucedió a su padre el rey Sisebuto. Su oportuna
muerte a los pocos días o semanas de reinado, muerte seguramente
provocada, propició el acceso al trono de un noble destacado de la
misma facción en el poder llamado Swinthila, vencedor de los roccones
(612) y destacado en la guerra contra los bizantinos (614 - 615).
Ricimero. Hijo del rey Swinthila.
Román. Siervo de la Lusitania, que atendió a Hermenegildo en sus
últimos días.
Rondal. Líder cántabro, amigo de Aster.
Samuel ben Solomon. Personaje ficticio. Judío de Hispalis.
Segga. Noble visigodo opuesto a Recaredo.
Sinticio. Personaje de ficción de origen hispanorromano, amigo de Liuva
en las escuelas palatinas.
Solomon ben Yerak. Personaje ficticio. Judío de Hispalis.
Sisebuto (? - 621), rey de los visigodos (primavera de 612 - febrero de
621). Rey erudito que compuso un poema sobre los eclipses y otro sobre
la vida de san Desiderio. Fue intolerante y un católico radical, persiguió
a los judíos.
Sisenando (? - 636), rey de los visigodos (631 - 636). Siendo duque de
la Septimania, Sisenando ayudó a destronar a Swinthila, conquistando la
Tarraconense, con ayuda de Dagoberto de Neustria.
Sigeberto I (535 - Vitry, 575), fue uno de los hijos de Clotario I. En 561,
a la muerte de su padre, ascendió al trono de Austrasia, una de las cuatro
partes en que se dividió el reino franco. Esposo de Brunequilda.
Sisberto. En la realidad y en la ficción es el ejecutor de Hermenegildo,
además en la ficción interviene en la campaña contra los cántabros.
Swinthila (? - 634), rey de los visigodos (621 - 631). Combatió contra
los bizantinos establecidos en la península Ibérica en el año 620, estando
a las órdenes del rey Sisebuto. Al año siguiente fue elegido rey, después
de la muerte de Recaredo II. Siendo ya rey, Swinthila derrotó a los
vascones, que saqueaban la Tarraconense, consiguiendo una rendición
incondicional, nunca antes lograda. Los prisioneros fueron obligados a
construir «Oligicus», que junto con Vitoria formarían una línea defensiva
contra futuras incursiones.
Teodosinda. Personaje de ficción, hija de Sisebuto, esposa de Swinthila.
Ulge. Personaje de ficción, ama de Baddo cuando niña.
Urna. Personaje ficticio, madre de Baddo y segunda esposa de Aster.
Viogrila. Noble visigodo de Emérita Augusta, traicionó a Recaredo.
Wallamir. Personaje de ficción, noble godo amigo de Recaredo y de
Hermenegildo. Procede de Mérida.
Witerico o Viterico (? - 610), rey de los visigodos (603 - 610). Sucedió
en el trono a Liuva II. Es muy escasa la información que se posee de su
reinado, pero se sabe que estuvo enfrentado a una parte de la nobleza y
del clero.
Bibliografía

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Emperadores Bizantinos del S. VI y VII

Justino I (518-527)
Justiniano 527-565)
Tiberio (565-582)
Mauricio (582-602)
Focas (602-610)
Heraclio (610-641)
Mapas
Estirpe visigoda de los baltos y Estirpe merovingia
AGRADECIMIENTOS

Esta novela ha supuesto un notable esfuerzo de documentación y creación.


Nunca se hubiese llevado a cabo sin la colaboración de muchas personas,
amigos y familiares.
Debo agradecer muchas de las ideas, haberme aguantado mensualmente y
sus oportunos consejos a Pilar de Cecilia, crítica literaria, una persona
caracterizada por su amplia cultura y buen quehacer profesional.
No puedo menos que recordar siempre los alegres momentos que disfruté
con Lourdes Álvarez Rico, comentando los errores y lapsus de la novela, ni
olvidaré nunca aquel día en el Café Gijón, cuando nos reíamos sin podernos
controlar por motivos ajenos al caso.
Licinio Moreno ha sido un mentor, una ayuda solícita, amable y
comprensiva en la realización de esta novela.
Eladia Peralta, con su buen hacer, me ayudó a rematar la corrección final
de galeradas, cuando yo casi ya no veía nada.
A Ramón Conesa y a los amigos de Balcells, les debo su ánimo y
exigencia.
Ángel Cabrero me puso en la tesitura de acabar hasta el final los últimos
detalles y me ayudó con sus comentarios.
No puedo menos que mostrar mi agradecimiento al profesor Santiago
Castellanos, de la Universidad de León, que me ayudó a deslindar la ficción
de la realidad. Mª José Peña, con sus oportunos comentarios y por su
colaboración en las fuentes de esta novela, me ayudó a adentrarme en esta
época oscura y difícil de documentar. También en la parte histórica agradezco
a Mª Cruz Ulescas su ayuda y entusiasmo.
Siempre agradeceré a todos los miembros del equipo de Neurología del
Hospital General de Ciudad Real su paciencia y comprensión hacia una labor
ajena al mundo de la medicina.
Agradezco a Pilar Liaño y a Inmaculada Palomo sus ideas e indicaciones.
También a Chus Díaz Santos, María Menor, Nieves García Hoz, Virginia y
Fuencisla, y a todos los que compartimos aficiones literarias en estas tierras
manchegas.
A Óscar Rodríguez, sus comentarios siempre optimistas.
A todo el equipo editorial de Ediciones B, su colaboración en la edición
final de la novela, especialmente a don Faustino Linares y a Yolanda
Cespedosa.
A mi hermana Maite, que confía en mí, a mi hermano José, a quien tanta
lata le he dado, a mi hermana Ana, que es una mujer admirable, a mi hermano
Faustino, que es otro literato y un buen jurista, les agradezco de todo corazón
el aliento que me han dado.
A mi hermano Antonio, sus oportunas indicaciones sobre la novela
histórica y el uso de los gerundios.
A mi madre, que fue quien creó en mí la pasión por la literatura.
A mi padre, que nunca se acabará mis novelas, aunque lo intenta siempre.
A las personas con las que comparto mi vida, no puedo menos que
agradecerles su ánimo y paciencia.
NOTAS
[1] Actualmente Astorga. <<
[2] Tajo. <<
[3] Actas del Concilio III de Toledo. <<
[4] Actas del Concilio III de Toledo. <<
[5]
Nombre que se dio a la provincia bizantina en la península Ibérica VI y VII.
<<
[6] Himno en el rito de la coronación de un rey visigodo. <<
[7] Entre los visigodos, hombre libre que voluntariamente se sometía al
patrocinio de un magnate, a quien prestaba determinados servicios y del cual
recibía el disfrute de alguna propiedad. <<
[8]salones o sayones eran hombres vinculados a un patrón que era quien los
armaba (aunque las armas pasaban a ser propiedad del sayón) y a quien
pasaban todo el botín obtenido. <<
[9] Jefe de mil hombres en el ejército visigodo. <<
[10] Antigua ciudad romana. <<
[11] Ciudad romana, cerca de Oliva de Plasencia. <<
[12] Guadiana. <<
[13]Cinta que atravesaba desde el hombro derecho y llegaba al lado izquierdo
del cinto, sosteniendo la espada. <<
[14] Antiguo nombre para el río Duero. <<
[15] La antigua ciudad de León, fundada por los romanos. <<
[16]«Este es el cáliz de mi sangre». Palabras que se pronuncian habitualmente
en la consagración del vino, durante la misa católica. <<
[17] Véase mapa de Ongar (al final del texto). <<
[18] Écija. <<
[19] Noble de baja alcurnia. <<
[20]Antigua ciudad íbera, capital de la Oretania, localizada muy cerca de la
actual ciudad española de Linares. <<
[21]La casa de Lucio Espurio está inspirada en la Villa de Materno en
Carranque (Toledo). <<
[22]Posiblemente la ciudad de Vitoria. Vitoriacum, Recópolis y Oligitum
fueron las tres ciudades hispanas fundadas por los visigodos. <<
[23] San Juan de Aznalfarache. <<
[24] Este texto se recoge en una carta de san Isidoro al rey Sisebuto. <<
[25] Río Garona. <<
[26] Actual Cherburgo. <<
[27] Puerto de Saint-Malo. <<
[28] Ruan. <<
[29] Trono de Dagoberto, Biblioteca Nacional, París. <<
[30]En el siglo VI y VII, que es cuando discurre la novela, el lenguaje de los
pueblos de Europa es el latín. Todavía no han nacido las lenguas romances.
Posiblemente, en aquella época, todos podrían entender la carta; parte de ella
—el encabezamiento— se inspira en una inscripción real que se encontró en
Alcalá de Guadaira y que se conserva en el museo arqueológico; para dar
unidad al texto la carta está escrita también en un latín similar al de la carta.
<<
[31] Ciudad de origen prehistórico en la confluencia del Jarama y el Tajuña. <<
[32] Actual Alcalá de Henares. <<
[33] Actual Calatayud. <<
[34]Actual Olite, ciudad fundada por Swinthila después de las guerras contra
los vascones. <<
[35]Junto al partido de los azules, una de las dos facciones del hipódromo que
jugaron un papel de primer orden en las controversias político-religiosas del
Imperio bizantino. <<
[36] Actual río Genil. <<
[37] Écija. <<
[38] Inscripción en el museo arqueológico de Sevilla. <<
[39]Es muy interesante el artículo de los profesores Fernández Martínez y
Gómez Pallarés, de la Universidad de Sevilla, sobre esta parte de la
inscripción (ducti aione) que ha inspirado el final de la novela.
«Hermenegildo, ¿para siempre en Sevilla? Una nueva interpretación de IHC,
n. 76 = ILCV, n. 50». Fernández Martínez, C. y Gómez Pallarés, J., Gerion
(2001), pp. 629-658. <<
[40]
Esta corona se encontró en el tesoro de Guarrazar, pero fue robada y ha
desaparecido; existen reproducciones de la misma. <<

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