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Hijos de Un Rey Godo - Maria Gudin
Hijos de Un Rey Godo - Maria Gudin
ePub r2.0
Titivillus 05.09.16
Título original: Hijos de un rey godo
María Gudín, 2009
MARCO AURELIO,
Meditaciones
ARISTÓTELES
PRÓLOGO
EL HOMBRE ALADO
ISIDORO DE SEVILLA,
De origine Gothorum, Historia Wandalorum, Historia Sueborum.
En el desfiladero
El hombre de la mano cortada mira al frente con expresión vacía, más que
muerto, defenestrado, alejado de todo lo que pudiera suponer pompa u honor o
incluso la vida ordinaria de una persona vulgar. Sí. Aquel ante quien todos se
inclinaron largo tiempo atrás se arrodilla marchito, doblándose hacia la luz.
Su perfil suave, casi femenino, se recorta ante el haz de sol que desde el
estrecho tragaluz, como una lanza, corta el ambiente oscuro, iluminando una
cruz tosca de madera.
La sombría ermita de piedra respira paz. La penumbra, rasgada por el rayo
de luminosidad oblicua y tenue, impide vislumbrar detalles. La cruz, sin
crucifijo, se recorta en las sombras, y él se dobla hacia ella; quizás
intuyéndola, deseando poder volver a ver.
El hombre de la mano cortada viste hábito pardo y se cubre con capa de
raída lana oscura. Sus brazos, fuera de las amplias vestiduras, dejan ver el
muñón donde antes había una mano fuerte, que un día empuñó una espada. De
la capucha se escapan mechones grises, prematuramente encanecidos,
entremezclados con pelo oscuro.
La puerta de la ermita gira sobre sus goznes chirriando, Swinthila irrumpe
con paso fuerte en el interior, se detiene acostumbrándose a la penumbra. Al
fin, distingue al monje. Sabe que aquel hombre, de hinojos ante la luz, esconde
los vínculos que le atan con el ayer, los rastros ocultos del pasado que
explican toda su vida los secretos que le posibilitarán reinar sobre el pueblo
de los godos, unificar todos los territorios al sur de los Pirineos en un nuevo
reino que se recordará siglo tras siglo. Swinthila, el guerrero poderoso,
atraviesa la capilla de piedra con pasos fuertes y arrogantes. Se sitúa junto al
hombre arrodillado. Liuva, en su ensimismamiento, parece no oírle; quizá
piensa que quien turba la paz de la ermita es un leñador de los que acuden a
traerle subsistencias por orden del duque de los cántabros. Entonces, cuando
está junto a él, Swinthila le roza levemente el hombro con la mano. El monje
se desprende de la capucha hacia atrás y, al girar la cabeza, muestra una frente
amplia, cruzada por las arrugas que ha forjado el dolor, las mejillas fláccidas
y unos ojos en los que ya no hay luz. Las pupilas cegadas por el castigo injusto
están turbias y un halo rojizo rodea las cuencas. La mirada, dilatada e
invidente, en la que aún hay miedo se fija en el hombre fuerte, junto a él.
Liuva, en el bulto, intenta reconocer al extraño, sin adivinar de quién se trata;
al fin se sobresalta y con miedo, exclama:
—¿Quién eres?
Swinthila no contesta sino que le aprieta el hombro. Receloso, Liuva
repite:
—¿Quién eres?
—Liuva, hermano… —le dice Swinthila aparentando una suavidad que no
es propia de él.
—Hace años que nadie me llama así, Liuva ha muerto para los hombres.
Ahora solo soy un ermitaño.
El monje se levanta con esfuerzo y le indica que han de salir afuera.
—¿Quién eres…?
—Soy Swinthila…
—Swinthila, el legítimo…
La expresión de su rostro se entristece por una antigua y oculta rivalidad.
Entonces, Liuva, el hombre de la mano cortada, se queda absorto, todo un
universo de recuerdos le domina y su cara pálida y enflaquecida se va
transformando, al tiempo que las memorias acuden a su mente. Tras un breve
silencio, Liuva habla de nuevo, en su voz se adivina una amargura irónica con
la que prosigue:
—Al fin has llegado, tú, el legítimo hijo de Recaredo. Supe siempre que
vendrías. ¿Qué quieres de mí? Yo no soy nadie… ¿Qué deseas de mí? Nada
soy sino aquel que reinó lo suficiente como para ser traicionado.
Swinthila observa al ermitaño con desdén, no le gustan los lamentos del
otro. Piensa que su hora ha llegado y que él, el legítimo hijo de Recaredo,
conseguirá el poder, recuperar el lugar injustamente arrebatado a la estirpe
baltinga. Liuva camina con dificultad, el tiempo ha destrozado a aquel que una
vez fue un hombre fuerte. Los años del monje no superan los cuarenta, pero es
ya un hombre decrépito, enfermo, y cansado. Sus ropas pardas le hacen
parecer más descarnado, su rostro enflaquecido recuerda vagamente al de su
padre Recaredo, pero el de Liuva es un rostro torturado, y el del gran rey
Recaredo fue siempre un semblante vigoroso.
Fuera, la luz de la mañana se cuela entre los olmos junto al río, haciendo
que sus hojas brillen verdinegras. En el fondo del valle, un poblado de casas
dispersas de piedra y adobe se muestran vivas por el humo que se escapa de
ellas hasta el cielo. Cerca se escucha la cascada golpeando las rocas de forma
interminable. Él no ve nada, quizás únicamente la claridad de la mañana y
alguna sombra emergiendo en la fría oscuridad que le rodea.
Lejos ya del recinto sagrado, el monje abraza al recién llegado, diciendo:
—Mi pequeño hermano, el que pensé perdido, es ahora un fuerte guerrero.
Swinthila nota su cuerpo junto a él y, al estrecharle, aprecia nada más que
huesos y pellejo. Su coraza dura choca contra la túnica del monje y, sin saber
por qué, siente asco ante aquel gesto afectuoso.
En los alrededores de la ermita en la que Liuva ha vivido refugiado hay
unas piedras cuadradas que podrían formar un lugar para sentarse. Los dos
hermanos se dirigen allí y se sientan, hombro con hombro, rodeados por picos
nevados y rocas calcáreas, divisando al frente las grandiosas montañas del
norte. Desde allí se distingue el camino que conduce al antiguo castro de
Ongar, ahora una fortaleza. Liuva calla, Swinthila aguarda nervioso,
impaciente por conocer lo que le interesa.
—¿Cómo has podido pasar? ¿Cómo te han dejado los montañeses cruzar la
cordillera, a ti, a un godo?
—Me capturaron, pero Nícer me reconoció y me permitió el paso. Él
quiso que hablases conmigo, que me ayudases.
Liuva suspira y, de algún modo, se puede entender lo que piensa. El recién
llegado le explica:
—He venido a que me ayudes a recuperar lo que me corresponde. El
partido de nuestra casa debe volver al poder, humillando a los nobles que se
nos oponen.
Liuva le interrumpe:
—Las peleas entre los nobles godos no me interesan, me dan igual, no
deseo volver al pasado… Aquí estoy en paz; estoy enfermo y cansado, soy el
eremita, el que rezo por la paz del valle; los paisanos me respetan, me traen
comida, vivo una vida de soledad penitente… ¿Quién eres tú para perturbarla?
No quiero nada del mundo, estoy desencantado de él y de sus grandezas, sin
ganas de buscar nada más.
Swinthila de nuevo se impacienta y le interrumpe:
—Tienes una obligación y un deber…
—Un deber… ¿a qué te refieres?
—Si eres hombre, tienes el deber de la venganza y la obligación de
reponer a tu familia en el trono que perdiste.
Liuva sonríe hoscamente, calla un tiempo y después se dirige a Swinthila,
como dándole una lección, con una aparente seguridad.
—He perdonado tiempo atrás. Nada de eso merece la pena… No quiero
que el odio, otra vez, se apodere de mí… ¡He vencido al odio! A pesar de
todo lo ocurrido… ahora estoy en paz.
Saca su brazo de la túnica, mostrando de nuevo el muñón del miembro que
un día cortaron.
—He aprendido a olvidar, a manejarme sin esta mano. A borrar de la
memoria la luz y a trabajar sin ella… ¿Conseguiría algo lamentándome porque
mi mano no existe? ¿Conseguiría algo quejándome porque ya no veo? Hubo un
tiempo en que estaba ciego aunque mis ojos veían, ahora no veo con los ojos
del cuerpo, pero los de mi espíritu ven más allá. He encontrado la paz en este
lugar retirado y no quiero que esa paz se vea enturbiada por nada.
Al hablar, roza a Swinthila con el muñón, este retrocede alejándose de él,
siente asco al notarlo cerca. El monje lo percibe.
—Tú también huyes de mi brazo amputado…
—Los que te hicieron eso aún viven, son los tiranos que han destrozado el
reino… Hemos de intentar derrotarlos.
Se ríe de manera sardónica, llena de ironía.
—¿Te crees superior a ellos? No, el poder corrompe; es un veneno que
poco a poco penetra en el cuerpo y nos hace desear siempre más, no tolera
competidores, busca siempre dominar.
—No todos los que quieren el poder lo hacen torpemente. Hay reyes
justos, nuestro padre lo fue. Nuestro padre, el gran rey Recaredo, ungido como
rey por la gracia de Dios.
Liuva calla. Una sonrisa triste cruza su cara. Deja que el silencio corte el
ambiente, después prosigue.
—Nadie hay limpio delante de Dios, nadie es enteramente bueno; en el
hombre siempre hay corrupción… Nadie conoce todos los arcanos de la vida.
¿Quién puede juzgar a quién?
Después de aquellas palabras proferidas con un gran esfuerzo, Liuva
cierra los ojos rodeados de arrugas y habla de nuevo:
—Nuestro padre trató de ser justo, y fue traicionado muchas veces incluso
por mí. Mis ojos ciegos se deben a que un día no vi la verdad, cegado por las
palabras arteras de mis enemigos. Mi mano cortada es un justo castigo a mi
infamia.
—¿Infamia…?
—Yo traicioné a Recaredo… ¡Lo oyes bien! —Se excita mucho y sus ojos
ciegos parecen revivir en las órbitas. Lo hice, y lo hice con su enemigo más
acerbo. El mismo ser brutal, Witerico, que después me traicionó a mí…
Swinthila conoce algo de aquella antigua historia e intenta removerla
sacándola a la luz, la historia guardada en el fondo del alma de aquel ser
enfermizo, dolido por el pasado.
—Has pagado con tu mutilación y con tu reino, no debes atormentarte con
culpas que ya han prescrito y por las que ya te has redimido… Tu enemigo
murió…
—¡Fue asesinado…!
—Sí, pero la venganza pasa de una generación a otra. Ahora reina alguien
peor que él, un hipócrita que dice ser afín a Recaredo y que en el fondo es
igual que Witerico, el rey Sisebuto. Debes ayudarme.
—Yo únicamente quiero olvidar el pasado. Un pasado horrible que tú
desconoces.
—Conozco la historia… —afirma Swinthila con altanería.
—Tú… —Liuva grita enloquecido—. ¡Tú no sabes nada…!
Lágrimas acerbas, que no puede controlar, le corren por las mejillas;
después inclina la cabeza, aún sollozando.
Pocas veces ha visto Swinthila llorar así a un hombre y se avergüenza de
él, sintiéndose incómodo. Se pone en pie para despejar esa penosa sensación.
Al levantarse divisa el valle, a lo lejos un rebaño de vacas pace
tranquilamente, son de color pardo y se desdibujan en el paisaje. Distribuidas
por las laderas hay casas de piedra gris, techadas con ramas; alguna de ellas,
más fortificada. Se escucha el trinar de un pájaro, el ambiente es pacífico,
pero Swinthila no tiene tiempo que perder, así que se dirige de nuevo a Liuva,
que parece algo más recompuesto, apoyando su brazo sobre el hombro del
depuesto rey godo.
Él dirige su rostro hacia Swinthila sin verle y habla con esa serenidad
dolorida que le caracteriza.
—Desde siempre supe que vendrías… Sabía que no habías muerto ni tú, ni
Gelia. Tú… sobrevives a todo. Eres el guerrero fuerte, capaz de superar las
conjuras. Supe que levantarías los fantasmas dormidos en el fondo de mi alma.
Yo había alcanzado la paz y ahora de nuevo la he perdido. —Liuva se calla
durante un instante y después, como para sí, prosigue indeciso—. Sí, sé que
tengo un deber. Sí, lo tengo. Debo cumplir mi obligación y abrir los secretos
del pasado… debo transmitirte el legado de nuestra madre.
Swinthila guarda silencio para no interrumpirle, han llegado al punto que
él buscaba; después Liuva prosigue:
—Te envía Pedro de Cantabria. ¿No es así?
—Lo es.
—Quizás él podría haberte aclarado muchas cuestiones…
—Lo hizo, pero él no conoce todo lo ocurrido en tiempos de nuestro
padre. Además quiere que te desahogues, que hables de lo que te atormenta y
no te deja vivir.
Liuva, conmovido, exclama:
—El bueno, generoso y fiel Nícer…
—¿Por qué le llamáis Nícer…?
—Es el nombre que los montañeses dan a Pedro, ¿no lo sabías? Él es
solamente medio godo, al nacer le dieron un nombre celta: Nícer, que después
fue cambiado por Pedro al recibir el bautismo.
Cuando Recaredo llegó al trono, le nombró duque de Cantabria, queriendo
recompensarle. Los magnates godos se opusieron, pero Recaredo le apoyó. Ha
sido un baluarte para los godos poniendo orden entre las tribus del norte,
nunca enteramente pacificadas. Además, Nícer ahora es invencible… posee
algo que le protege.
Swinthila se muestra cada vez más interesado, no quiere interrumpirlo, y le
anima con un gesto apretándole el hombro a que continúe.
—Tú no sabes muchas cosas. Yo me crie entre los cántabros y los astures
en la época en la que mi madre no había sido reconocida aún como la legítima
mujer de Recaredo. Ella misma te contará toda la historia. Existe una carta que
ella te dirige, en la que se explican muchas cosas que nadie conoce.
El godo se estremece de excitación, al fin su hermano llega al punto que
durante largo tiempo ha indagado, lo que le ha conducido al norte.
—¡Quiero esa carta! Es por ella por lo que he venido. Adalberto me habló
de ella.
Al oír hablar de Adalberto, una sonrisa dolorida se dibuja en el rostro del
hombre de la mano cortada.
—Adalberto, el hombre al que yo amé, que me traicionó y al fin me salvó
la vida.
Swinthila no se conmueve ante la expresión melancólica y nostálgica de
Liuva, solo quiere una cosa.
—¡Dame la carta…! ¡Es mía…! Tú mismo dices que me ha sido dirigida.
—Tengo la carta, nunca he podido leer su contenido, llegó a mí cuando la
luz ya había huido de mis ojos. Dudo que estés preparado para aceptar todo lo
que hay en ella, pero has venido y debo dártela. Allí, Baddo, nuestra madre,
explica los secretos de poder… Me da miedo confiártelos… —Liuva calla
unos segundos para continuar después en un tono de voz más bajo—. Se
necesita un corazón recto y compasivo que no posees…
—¡Tú… monje, anacoreta, ermitaño…! —El guerrero godo le insulta con
desprecio—. ¿De qué conoces los corazones de los hombres?
—Los hombres del valle me respetan y me escuchan, se dirigen a mí
buscando guía y consuelo, conozco los pensamientos de los corazones. En el
tuyo solo existe una desmedida ambición… eso te perderá…
—No eres tú el adecuado para echarme nada en cara. Tú causaste la ruina
de nuestra casa con tu traición. ¿Lo sabes?
Liuva, ante aquel ataque, intenta contestar, temblando de vergüenza e
indignación; las palabras no fluyen de su boca, pero al cabo de poco tiempo se
recompone y prosigue gritando:
—El gran Recaredo, como tú le llamas, nos abandonó a mi madre y a mí
cuando yo tenía meses. En aquel tiempo, mi padre buscaba como tú el poder y
no le convenía reconocerme a mí, al fruto de un concubinato. Mi tío Nícer, a
quien conoces como Pedro, nos protegió aunque hubo de alejarnos del
poblado. No pudo refugiarnos en la aldea porque mi madre había sido
deshonrada —en su voz latía la repulsa— por ese al que tú llamas el gran rey
Recaredo. Ella y yo vivimos aquí, solos, ayudados únicamente por las familias
de los montañeses del valle; moramos aquí todos los años de mi niñez.
Recaredo, tiempo después, recordó que tenía una esposa, una concubina regia,
a la que había abandonado. El gran rey Recaredo, como tú le llamas, me quitó
a mi madre enviándome a las escuelas palatinas de Toledo, que fueron mi
perdición.
La historia de Liuva
«Lo que ahora ves como una ermita no siempre fue de este modo, antes había
sido una casa de piedra con techo de madera y paja. Aquí, aislados del mundo
godo, rechazados por los montañeses y al mismo tiempo protegidos por ellos,
vivimos Baddo y yo, cuando era niño. Mi madre conseguía comida en los
caseríos de los alrededores y cuidaba ovejas, de las que extraíamos leche para
alimentarnos y lana para vestirnos. Nuestra madre era una mujer singular que
dominaba la lanza y el arco; de ella aprendí muchas cosas. Estábamos muy
unidos y no solíamos relacionarnos con casi nadie. Baddo no acostumbraba
hablar de mi padre, pero la nostalgia de él se traslucía en sus ojos cuando
desde lo alto del valle observaba el camino que conduce hacia el sur. Las
montañas cántabras estaban en paz; mi tío Nícer, a quien tú llamas Pedro,
guardaba el valle en donde nadie podía entrar sin su beneplácito.
»Una noche de un invierno muy frío, no tendría yo más que cuatro o cinco
años, un hombre se acercó a nuestra cabaña, un hombre que a mí me pareció
enorme, como un gigante, un hombre que abrazó a mi madre y a mí me acarició
el pelo. Supe que él era mi padre; pasó la noche en la cabaña. Desde el pajar
donde yo dormía, oí voces que me llegaron como lamentos y susurros
entrecortados. Mis padres hablaban de alguien a quien ambos amaban y que
había muerto. Me dormí oyendo aquellos sonidos. Por la mañana, él se había
ido.
»Pasaron dos o tres años repletos de una rutina que todo lo impregnaba,
unos años en los que crecí sin tratar prácticamente a nadie, unos años que se
han borrado de mi mente por su vacuidad. Recuerdo como si fuese hoy, el día
en el que en ese camino que cruza el valle apareció un emisario, un hombre
que parecía un montañés y no lo era. Las nubes, blancas y velludas como la
lana recién esquilada, se deslizaban suavemente en el cielo límpido de una
tarde de verano, sombreando a retazos el camino por donde avanzaba aquel
hombre. Desde la altura, lo vi acercarse.
»Fui yo quien le recibí en casa, dejé mis juegos y con curiosidad me
acerqué hasta el borde de la planicie, que después baja hacia el valle. El
extranjero ascendía con esfuerzo la loma; al llegar junto a mí, se inclinó hasta
mi altura y, con el acento de los hombres del sur, me preguntó por la dama
Baddo. Ella estaba en el arroyo y le guie hasta allí. El mensajero depositó en
sus bellas manos dañadas por el trabajo en el campo un pergamino con un
sello de gran tamaño. Noté que el rostro de mi madre enrojecía. Me dijo que
me fuera y, a regañadientes, lo hice; un extranjero era siempre una novedad.
Los dejé solos y hablaron largo rato; después el hombre se fue.
»Vi al emisario alejarse bajando hacia el valle, y supe que mi destino
había cambiado. Cuando él se fue, mi madre me llamó junto a sí; en su rostro
había restos de lágrimas que no eran de tristeza. Ella se situó tal como tú y yo
estamos ahora, mirando hacia ese valle, que ahora yo no soy capaz de ver.
Entonces me habló de él, de nuestro padre.
»—Querido Liuva, iremos al sur. Tu padre nos reclama…
»—¿Mi padre…?
»—El más grande de los reyes godos, aquel que ha conseguido la paz. El
hombre nuevo. Él ha cumplido sus promesas para conmigo.
»Inexplicablemente, sentí celos, unos celos rabiosos de alguien que podía
separarme de la mujer a la que estaba tan unido y, al mismo tiempo, una gran
esperanza de que todo fuera a cambiar y a ser distinto, a mejorar en un futuro
no muy lejano.
»Solamente algunos labriegos vinieron a despedirnos. No teníamos muchas
cosas, pero mi madre quiso dejar todo colocado y limpio.
»Fue en esos días en los que preparábamos la marcha, cuando mi tío Nícer
se hizo presente una noche. Él nos había protegido contraviniendo las órdenes
del senado cántabro y, de cuando en cuando, se acercaba a vernos; nos traía
algún presente o provisiones.
»Aquella noche yo ya estaba acostado arriba en el pajar; era muy tarde
pero no me vencía el sueño, mi madre junto al hogar cantaba suavemente una
balada antigua mientras removía el fuego. Veía el resplandor de las llamas y
brillos rojizos en su cabello ondulado y oscuro. Llamaron a la puerta.
Transcurrió un tiempo entre susurros; entonces oí a mi madre gritar enfadada y
a mi tío decir:
»—Ese hombre no es de fiar, te traicionará una vez más, siempre lo ha
hecho, no debes abandonar a tu raza.
»—Querido Nícer, mi raza ya me ha abandonado. ¿Qué futuro nos aguarda
aquí a mí y a mi hijo? Rechazados como leprosos por todo el valle. Solo tú
vienes a vernos y, cuando lo haces, es para reconvenirme; para que abandone a
mi hijo y contraiga matrimonio con algún jefe de los valles. Vuelvo a quien
debo fidelidad.
»—No podrás ir sola hacia el sur.
»—Eso lo veremos… —respondió ella con firme determinación.
»—Impediré que os vayáis de aquí… Desde mañana tendrás un guarda en
tu puerta.
»Ante esas palabras mi madre se volvió hacia él, desafiándole con ira.
»—¿Cómo puedes ser así de obtuso? ¿Cómo puedes no entender nada?
Desde niña me has controlado de una manera absurda.
»—Y dime… ¿Para qué ha servido? —gritó él. Has hecho siempre lo que
has querido… Has sido la deshonra de la familia. Te uniste con alguien fuera
del clan familiar, que te abandonó.
»—Él no está fuera de tu clan familiar, sabes perfectamente que Recaredo
es tan hermano tuyo como lo soy yo.
»No entendí aquellas extrañas palabras, ¿cómo podía ser mi padre,
hermano de mi tío Nícer?, por ello agucé aún más el oído.
»—Él robó la copa que nos pertenece… y después la perdió —decía mi
tío—. Colaboró en la muerte de Hermenegildo, ¿no lo sabías? ¿No lo
recuerdas? Hermenegildo te salvó la vida y a mí me restauró en mi lugar al
frente de los pueblos cántabros… Después yo luché apoyando a Hermenegildo
en el sur, que se rindió gracias a las arteras palabras de ese hombre. Tu amado
Recaredo se ha aprovechado de su muerte y se ha hecho con el trono…
»—Retuerces de mala manera la verdad de lo que ha ocurrido. No quiero
oírte, siempre he confiado en Recaredo.
»—¿Siempre? ¿Incluso cuando te abandonó? Es un hombre que nunca te ha
convenido, ha labrado tu desgracia. Y tú, ahora, vas tras él como una meretriz
de las que andan en los cruces de los caminos…
»En ese punto no pude aguantar más, salté de mi lecho y bajé por las
escaleras del pajar hecho una furia y me abalancé sobre mi tío provocando que
se tambalease:
»—¡Tú…! ¡Tú no insultas a mi madre! —le grité.
»Ella sollozaba, mientras decía con voz suave.
»—¡Déjale, Liuva, déjale! Eres pequeño, no entiendes las cosas… Quizá
tenga razón…
»Nícer me rechazó con firmeza pero sin hacerme daño, ordenándome:
»—¡Calla, muchacho! No sabes nada de lo que está ocurriendo. Eres un
niño.
»Nunca había visto a mi tío Nícer de aquella manera, iracundo pero a la
vez emocionado y triste.
»—No me ofende lo que me dices —habló entonces con dulzura mi madre
—. Quizás en parte tienes razón, quizás he deshonrado a la familia… pero
¿qué sentido tiene que siga aquí? Debo ir adonde mi destino me reclama y tú
debes dejarme marchar.
»Mi madre se abrazó a su hermano, y lloró sobre su pecho. Advertí la
expresión de Nícer, conmovida.
»—Siempre consigues lo que quieres… Tengo miedo por ti, temo que
Recaredo te haga desgraciada una vez más. El mundo de los godos es tan
diverso al nuestro… quizá se burlen de ti y te crean una montañesa. Aquí, si
hubieras querido, habrías sido la reina de todos estos contornos.
»—Pero no he querido, y tenía muy buenas razones para no quererlo.
»Nícer se separó de Baddo, se quedó callado unos instantes, pensando que
quizás aquello no tenía remedio.
»—Si vas al sur, tienes que conseguir que regrese la copa sagrada.
Recuerda que ese era el deseo de nuestro padre… Tenemos una obligación en
ello. El bien y el mal están en esa copa.
»—La tuviste y la desperdiciaste… —le recordó mi madre.
»—Sí, pero ahora he aprendido y sabría hacer buen uso de ella.
»—Juro que conseguiré la copa para los habitantes de estas montañas si
me dejas marchar —aseguró Baddo con decisión.
»Nícer calló un momento, se le veía luchar dentro de sí.
»—Puedes irte… —dijo al fin—, pero la copa debe volver y, por Nuestro
Señor Jesucristo te lo pido, cuídate…
»—Yo cuidaré de ella —exclamé con voz fuerte cogido a sus faldas.
»Al día siguiente, partimos hacia el lejano reino de los godos. Al
descender la ladera, en el valle, nos encontramos con un emisario de Nícer,
que nos traía una montura y provisiones para el camino. El hombre era Efrén,
uno de los pocos campesinos que nos hablaba y que era muy querido por mi
madre.
»—Iré con vosotros —dijo.
»—Es un viaje arriesgado… Tú no conoces los caminos del sur.
»—Vengo obligado —dijo con una sonrisa—. Si no hubiese venido yo, mi
padre, Fusco, te habría escoltado hasta el mismísimo infierno y él ya no tiene
edad para recorrer caminos. Además, Nícer me lo ha ordenado.
»—Eres libre de irte, o libre de venir conmigo —dijo Baddo.
»—Ya lo sé, soy libre como todos los hombres de estas montañas, gracias
a tu padre y a tu hermano.
»—Gracias a mi padre —afirmó ella muy secamente; mi hermano tiene
poco que ver en la libertad de estos valles…
»—Nunca aceptarás del todo a tu hermano…, ¿no?
»—No —respondió mi madre.
»—Desde niños habéis sido como el perro y el gato, y eso no ha sido
bueno para ninguno de los dos.
»Baddo no le respondió y con destreza montó en el caballo a mujeriegas.
Después Efrén me ayudó a subir encajándome en el rocín por delante de ella.
»El recorrido en el valle fue agradable. Las gentes sencillas nos miraban
con desconcierto; se había corrido la voz de que mi madre y yo partíamos
hacia el lejano reino de los godos. La mayoría de los habitantes de los valles
se despedía de nosotros amablemente; sin embargo, los más ancianos movían
la cabeza con pesar mirando en dirección a mi madre como reconviniéndola.
Ella no hacía caso de nada, era feliz. Su rostro, siempre lo había sido, estaba
todavía más hermoso, en él se dibujaba una sonrisa de felicidad, una sensación
de seguridad que lograba transmitirme. El día era azul, extrañamente azul para
aquellas tierras húmedas, y la luz del sol de otoño parecía acompañarnos en
nuestro camino.
»No te cansaré con detalles del viaje, aunque todo se ha quedado en mi
mente. A menudo, Baddo cantaba y su voz suave se difundía por los caminos.
A mí me gustaba bajar de la montura caminando junto a ella, cerca de Efrén.
Nadie nos detuvo en la tierra de los montañeses, la autoridad benévola de mi
tío Nícer nos defendía. Noté que mi madre y Efrén se preocupaban al salir de
aquellas tierras seguras.
»Mirando a nuestras espaldas, los agrestes picos de la cordillera de
Vindión se mostraban amenazadores en la distancia, parecían oscurecer el
camino. Creo que mi madre y yo, al volver la vista atrás, a las montañas,
teníamos la misma impresión que el reo que ha huido de su cautiverio cuando
mira tras de sí, a los muros que un día le guardaron preso.
»Nos dirigimos a Astúrica[1], donde una guarnición goda nos acogió.
Fuimos recibidos por un hombre que se nombró a sí mismo como Fanto, conde
de las Languiciones.
»—Os esperaba, señora…
»Besó su mano haciéndole honor ante todos. Ella bajó la cabeza como
avergonzada. Yo observaba la reverencia que se hacía a mi madre con cara de
pasmo, pero me alegraba por ella, que sonreía ruborizándose. Escoltados por
las tropas de Fanto nos guiaron a través de callejuelas húmedas. Quizá por las
guerras cántabras la ciudad estaba parcialmente destruida, y muchas de las
casas, en ruinas, se habían convertido en huertos en donde pastaban ovejas o
se cultivaban hortalizas. Al final de una calle estrecha llegamos a una
edificación con columnas romanas y jambas en las que se adivinaban motivos
vegetales, la morada de Fanto. El hombre era grueso, de pelo cano y mirada
amable, en la que se adivinaba un espíritu fuerte a la vez que práctico. El
conde de las Languiciones quería hablar a solas con mi madre, por lo que
intentaron alejarme de ella; sin embargo, pude escuchar algo de lo que se
decían: que él sería como un padre para ella y que confiase en él.
»No nos demoramos mucho en aquella ciudad y pronto reemprendimos el
camino hacia el sur».
Recópolis
«El viaje fue largo y penoso. Muchas leguas de caminar con soldados,
compartiendo la ruda vida de la tropa. A mí me gustaba acercarme a ellos y
preguntarles, pero con frecuencia captaba un deje de sarcasmo en sus
respuestas que me dejaba confuso, se mofaban de mi latín tosco y vulgar, se
reían de que fuese un niño poco fuerte, dependiente aún de su madre; pero de
ella, de Baddo, de mi madre, no se atrevían a burlarse. Fanto la protegía y,
además, un rumor se extendía por la soldadesca, el rumor de que ella estaba
relacionada con el rey. A veces, cuando mi madre no estaba presente, yo pude
escuchar conversaciones de los soldados muy bastas e innobles. La
soldadesca no lograba entender cómo el gran Recaredo había escogido a
aquella montañesa de cabellos oscuros. Sin embargo, la respetaban porque de
ella fluía una fuerza interna difícil de explicar.
»Mi único desahogo era entonces Efrén. Él tampoco había salido nunca del
norte. A los dos nos sorprendían las millas de paisaje plano en donde el trigo
había sido cortado pocos meses atrás. Entre campos cosechados se veían
pinares, bosques espesos y tierras baldías. Hacía frío y una niebla helada
cubría la estepa, el frío se había adelantado aquel año. El cielo se tornó
blanco y un cierzo helado soplaba del norte. Yo me arrebujaba en las pieles, y
el calor del mulo me aliviaba. Efrén, que ocupaba la misma cabalgadura,
estaba pendiente de mí.
»—¿Adónde nos dirigimos…?
»—No lo sé muy bien —me dijo—, en un principio se pensó que a Toledo,
pero he hablado con el capitán y nos han llegado órdenes de quedarnos en la
ciudad de Recaredo, junto al Tajo. Una ciudad que tu abuelo Leovigildo
construyó para tu padre. Allí le esperaremos y allí se decidirá nuestro destino.
»Como ahora, el viaje a través de la meseta no era seguro, bandidos y
salteadores atacaban a las caravanas de viajeros pero, custodiados por una
tropa fuerte, no tuvimos especiales contratiempos.
»Recuerdo la luz de la meseta, los campos inmensos, vacíos de gentes, los
atardeceres rojizos y fríos, el amanecer rosado que nos enfrentaba a un nuevo
día de marcha. Los detalles de aquel viaje se han quedado grabados en mi
memoria.
»Poco antes de alcanzar nuestro destino, hicimos un alto junto a un río
ancho y rebosante por las lluvias del otoño. Nos detuvimos en un molino de
agua, una edificación de mampostería de baja calidad, de planta alargada y
con techo a dos aguas. Dentro había una especie de taberna donde se servía
vino y comidas a los viajeros.
»En aquel lugar, se paraban los campesinos a moler y los viandantes
descansaban antes de entrar en la ciudad de Recaredo. Desde tiempo atrás, se
hablaba de la próxima llegada de una mujer al palacio, la futura esposa del
rey. La molinera ardía de curiosidad y comenzó a interrogar a mi madre.
Mientras tanto, yo me escabullí y por la parte de atrás salí hacia el río. Los
peces cantaban en aquel lugar, puedo asegurarlo. Me detuve a escucharlos, sus
voces se entremezclaban con el rumor de la corriente. Parecía como si
hablasen entre ellos, y creí notar en los peces una risa compasiva dirigida
hacia mi persona. Me acerqué al lugar donde el molinero trabajaba,
arreglando la rueda hidráulica que se había atascado. El hombre había puesto
un gran palo que contenía al rodezno e investigaba lo que había atascado el
funcionamiento de la maquinaria. Ante mi mirada insistente, se puso nervioso
y me increpó:
»—¡Niño! ¿Qué miras?
»—Esa rueda, me gustaría saber cómo funciona…
»El molinero, sorprendido de que un niño de pocos años se interesase por
el funcionamiento del artefacto, respondió:
»—El agua hace girar el rodezno y transmite hacia atrás su fuerza; después
esa fuerza hace girar la prensa que muele el cereal… pero ahora se ha
atascado.
»—¿Le puedo ayudar? —dije suavemente.
»—Esa no es tarea de nobles…
»—No lo soy.
»—Sí lo eres… aquí se sabe tu historia.
»Se volvió a arreglar la pieza y no me hizo más caso. Entré de nuevo en la
posada, donde mi madre aguardaba. Baddo se había puesto muy seria, parecía
no escuchar los mil chismes que la molinera le iba contando. Al fin se
despidió cortésmente de ella y salió hacia la luz, tras ella fue Efrén. Les seguí
a ambos hacia el lugar donde un sauce volcaba las ramas en el río.
»—Dice que el gran rey Recaredo está a punto de casarse con una princesa
franca… No puedo creerlo… ¡No! ¡Otra vez no! —exclamó Baddo con
tristeza.
»—Son chismes de comadres, él nunca te hubiera hecho venir sin ofrecerte
un futuro digno. —Intentó calmarla Efrén.
»—Entonces, dime…, ¿por qué no me lleva a Toledo? ¿Por qué me
esconde? —continuó ella irritada—. Sí. No me mires de esa manera, me
esconde en este lugar lejos de la corte. Quizá Nícer, en último término, tenía
razón.
»—No es así y tú lo sabes —le animó él.
Callaron, en aquel lugar los soldados cepillaban los caballos mojándolos
con agua, la conversación podría ser escuchada. Ella se alejó de Efrén y tornó
caminando hacia el río con su faz entristecida. Poco después, el capitán de la
tropa informó a mi madre que reemprendíamos el camino, no quedaba mucho
hasta llegar al fin de nuestro viaje. Ella se recompuso los cabellos, se alisó la
ropa y cambió la expresión de su cara.
»El camino transitaba a lo largo del río, vimos algún pato nadando. Al fin
torcimos a la izquierda y nos separamos del cauce. Ascendimos una loma y se
abrió a nuestros ojos Recópolis, la ciudad de Recaredo. Situada entre campos
de olivos y cereal, flanqueada por un gran acueducto, la ciudad estaba
emplazada en un montículo, rodeada por una muralla que nunca había visto la
guerra, y circundada por un meandro del Tajo. Al cruzar las puertas sonó el
himno de la monarquía de Leovigildo y se cuadraron los centinelas. Mucha
gente salió a las calles para ver llegar la comitiva del norte.
»Nada más atravesar la muralla, nos encontramos con la ciudad artesana y
sencilla, con tiendas de orfebrería y vidrio y casas de una sola altura
encaladas de blanco. Al frente, al final de la calle principal, un gran arco
separaba la ciudad populosa y menestrala de la parte noble. Rebasamos las
puertas del arco, llegando a una plaza en la que se situaba el palacio de
Recaredo, una mole de piedra con dos plantas, ventanas con celosía y
columnas de corte romano. Al frente del edificio se abría entre columnas una
gran portalada a la que se accedía subiendo unas amplias escaleras. A la
derecha de la explanada, la iglesia palatina abría sus puertas, con planta de
cruz latina y el baptisterio. A los lados, otros edificios oficiales en piedra
arenisca cerraban la plaza.
»Atravesamos el dintel y se abrieron ante nosotros unas estancias
guarnecidas por tapices; la escasa luz penetraba por ventanas cerradas por
teselas de vidrio verdoso y grandes hachones humeando en las paredes. La
servidumbre nos condujo hacia unas habitaciones en la parte superior del
palacio desde las que se divisaba el río.
»Baddo se encontraba en un estado de gran nerviosismo y agitación
continuas que no conseguía calmar. Nos prepararon un baño y nos hicieron
cambiar las vestiduras del viaje. Al fin se sirvió la comida. Después
recorrimos nuestra nueva morada, las estancias inmensas en el palacio sobre
el Tagus[2]. Mi madre desde las terrazas miraba insistentemente el camino que
conducía a Toledo. Caía la tarde tiñendo de tonos rojizos el río.
»Aquella noche llegó Recaredo.
»Bajo la luz de las antorchas reconocí a mi padre, el hombre corpulento
que años atrás había estado en las montañas. Parecía un enorme buey con ojos
sombreados por pestañas rubias y de un color verde tan claro que se hacía
transparente. Entró con paso firme en la estancia. La larga capa del rey se
balanceaba a su paso, y las botas hacían un ruido fuerte sobre el suelo de
madera. Al ver a mi madre en el fondo del aposento, se dirigió corriendo
hacia ella, que le acogió con ansia. Después vi cómo se separaban y mi padre
bebía del rostro de mi madre besándola por doquier sin importarle que alguien
estuviese cerca, sin notar que yo estaba allí, observándolos. Le decía, con el
acento fuerte y el latín puro del sur, que la amaba; ella lloraba y se cogía a él.
Pasó un largo rato que a mí se me hizo eterno, en el que me sentí postergado
por ambos. Al fin, mi madre, liberándose de su abrazo, dirigió a mi padre
hacia mí.
»—Mira, aquí está Liuva.
»Escuché la voz bronca de mi padre que decía:
»—Ha crecido.
»Recaredo se dirigió hacia mí, revolviéndome el cabello y dándome un
cachete cariñoso en la mejilla. Me encontraba confundido por mis
sentimientos, por un lado estaba orgulloso de ser su hijo, de descender de
aquel a quien todos alababan como el forjador de la paz, el que había
conseguido la unidad del reino pero, por otro, unos celos absurdos me
llenaban el alma porque intuía que él me quitaría a mi madre.
»Enseguida, mis padres se retiraron y me quedé solo. Los criados me
condujeron a un aposento donde un calentador ahuyentaba el frío del invierno.
Me mantuve despierto mucho tiempo ante la luz rojiza de las brasas,
percibiendo cómo todo cambiaba.
»Mi padre moraba en Toledo, pero nos visitaba con frecuencia; ordenó que
un preceptor se ocupase de mí. Yo aprendía sin aplicarme demasiado porque
en aquel tiempo no me atraían las letras griegas ni las latinas; así que, con
frecuencia, me escapaba de mi maestro y huía hacia el río, donde me gustaba
oír a los peces hablar; donde recogía cantos rodados, plantas y flores. A
menudo andaba las leguas que me separaban del molino y observaba al
molinero, que nunca fue excesivamente afectuoso conmigo, pero que me
dejaba estar allí. En aquella época yo estaba obsesionado con la maquinaria,
me fijaba en el rodezno, en las ruedas que encajaban entre sí, me gustaba pasar
el tiempo viéndolas girar, insertándose la una en la otra.
»No tenía relación con otros chicos, creía que me evitaban por mi alta
alcurnia. No me importaba, yo también huía de ellos.
»Un día, en la iglesia palatina, unos hombres de origen posiblemente
griego estaban pintando frescos guiándose por un pergamino donde figuraban
grecas y motivos florales. Por la noche, mientras ellos dormían, me dirigí a la
iglesia y pinté uno de los laterales siguiendo un modelo tomado del libro, pero
modificado a mi gusto. A la mañana siguiente los orientales se enfadaron
porque alguien les había deshecho su trabajo. Finalmente, se descubrió que yo
había sido el culpable porque parte de la pintura se me había quedado en la
ropa. Esto llegó a oídos de mi padre y no le agradó. No entendía que me
gustase inventar cosas, dibujar y que estuviese al margen de todo lo que atraía
a otros chicos de mi edad. En la ciudad se corrió la voz de que yo era un poco
lunático.
»Pasado un tiempo de esta vida un tanto independiente, mi padre me hizo
llamar.
»—Me han llegado noticias de tu comportamiento y estoy preocupado —
me dijo muy serio—. No puedes pasarte horas y horas junto al Tajo,
contemplando el río y las nubes… No debes ir con los tejedores a verlos
trabajar, ni con el molinero a interrumpir su tarea. Ellos son de otra clase. Es
inadmisible que te entrometas en los dibujos de los griegos…
»A cada una de estas reconvenciones, yo reconocía que era así y asentía
con la cabeza, ruborizándome.
»—Quizá sobre ti algún día recaiga la corona real, que llevó tu abuelo
Leovigildo y tu tío Liuva, de quien has heredado el nombre. La corona de la
que yo ahora soy dueño.
»Guardé silencio ante la reprimenda.
»—¿Callas?
»—No tengo nada que decir —le contesté hoscamente.
»—Irás a las escuelas palatinas de Toledo. Allí recibirás la formación
como soldado que, posiblemente, necesitarás algún día para guiar ejércitos.
Les diré que te traten con dureza y que olviden que eres el hijo del rey.
Chindasvinto te domará.
»Mi expresión debió de ser abatida y noté que el color de mi cara
desaparecía. Él, entonces, habló con menos dureza inclinándose hacia mí y
apoyando sus fuertes brazos sobre mis hombros.
»—El día de mañana es posible que lleves una pesada carga, debes estar
preparado para ello. Solo un buen guerrero puede llevar la corona con honor.
»No hablé, no sabía qué contestarle, él ambicionaba que su hijo llegase al
trono de los godos; pero todo lo que él me decía me causaba temor. Desvié la
mirada hacia el techo, después él siguió diciendo unas frases que me hicieron
daño.
»—Pronto tu madre y yo contraeremos matrimonio ante los hombres,
aunque hace ya mucho tiempo que ella es mi esposa; sin embargo, no deberás
mencionar que Baddo es tu madre, sería un deshonor para ella haber tenido un
hijo antes del enlace oficial. Me he encargado de que anuncien que, aunque su
linaje no es alto, sus virtudes sí lo son. El conde de las Languiciones la ha
adoptado como hija.
»Enrojecí de ira ante estas palabras. Yo, un deshonor para mi madre. ¿Qué
pretendía decir con eso? Él continuó.
»—No la aceptarán porque no es de estirpe real, ni siquiera desciende de
la nobleza goda, pero todo eso puede subsanarse. Así que no quiero que
además le cuelgue el peso de un hijo habido fuera del matrimonio. Te he
reconocido como hijo, pero no es preciso decir quién es tu madre.
»De nuevo no proferí ni una sola palabra, no le miré y en mi corazón cruzó
un sentimiento en el que se combinaba el desencanto con el odio y la
vergüenza. Él no supo, o no quiso, entenderme. Me abrazó y musitó alguna
palabra aparentemente afectuosa y se fue».
Las escuelas palatinas
«Toledo.
»Solo decir esa palabra y todo mi cuerpo tiembla, Toledo fue mi tormento,
mi triunfo y al fin mi ruina. El lugar donde encontré mi destino, donde perdí la
honra, la salud y la corona.
»Al decir esto, Liuva extiende su brazo amputado, como queriendo ver la
mano que ya no existe; se adivina en sus ojos un rescoldo de vida. Se abren
aún más, ciegos pero vivos. Las escuelas palatinas marcaron su destino».
»Toledo.
»A lo lejos me pareció una isla, rodeada por un brazo de río, el Tagus, que
la envolvía; más allá, la muralla, enhiesta y recortada por torres, ceñía la
ciudad como una corona de piedra. Al fondo se entremezclaban las agujas y
cúpulas de las iglesias, Santa María la Blanca, San Miguel y Santa Leocadia.
Hacia el este, el gran alcázar de los reyes godos elevaba su mole hacia el
cielo, flanqueado de cuatro torres, en las que vibraban gallardetes y banderas
en el aire de otoño. El ruido de campanas tocando a vísperas inundaba el
valle. El sol del atardecer doraba los campos de la Sagra y las piedras de la
muralla de la urbe regia.
»Tras franquear el puente romano y subir una cuesta empinada, alcanzamos
la muralla. Después, lentamente, ascendimos a lomos de cabalgaduras por la
pendiente que conducía al palacio. La ciudad se abrió ante nosotros, colmada
de ruido y algarabía, de gentes de cabelleras oscuras entre las que se
entrecruzaba algún soldado godo de pelo más claro, un comerciante bizantino,
un judío con su vestimenta parda, siervos de la gleba que vendían productos
del campo para sus amos, orfebres y tejedores, mujeres de torpe condición o
de aspecto libre. La ciudad emitía, me parece oírlo aún, un ruido orgulloso y a
la vez cínico. Bañada en un olor ácido y dulzón a la vez, en el que se
confundía el aroma de vinagre y miel tostada, con el efluvio de los orines y el
estiércol de los caballos. En lo alto de la calle, una vez pasada la gran plaza
de piedra donde se reunían los comerciantes, apareció ante nosotros la
soberbia mole del gran palacio de los reyes godos. Un enorme portón abierto
daba paso a una oquedad semejante a un túnel que conducía al patio central de
la fortaleza. La cámara de entrada me recordó las profundas cuevas del norte.
Todo me pareció inmenso, quizá porque yo era un niño.
»En el patio, la guardia se cuadró ante el conde Fanto y las tropas que nos
acompañaban. Oí, como si fuera en sueños, voces que susurraban preguntando
quiénes éramos y de dónde veníamos, el conde les enseñó una cédula real y
les explicó quién era yo; entonces escuché: “Salud al hijo de nuestro señor el
rey Recaredo”. Ante el nombre de mi padre enrojecí por fuera y temblé por
dentro. Desmontamos de las cabalgaduras que nos habían traído desde
Recópolis. Fanto y sus hombres se despidieron de mí con un abrazo frío,
entregándome a los cortesanos. Me quedé solo, asustado por las novedades,
me estremecía ante tantos desconocidos, avergonzado por mi condición de hijo
del monarca, temiendo siempre no estar a la altura. Para no posar la mirada en
nadie, mi vista se dirigió hacia el cielo límpido de Toledo, sin una nube,
donde cruzaban las aves migratorias del otoño.
»Un caballero grueso, con calzas oscuras y una tripa prominente que
colgaba por encima de un grueso cinturón, nos saludó protocolariamente,
diciendo:
»—Soy Ibbas, jefe de las escuelas palatinas por la venia de vuestro padre,
el gran rey Recaredo, guárdele Dios muchos años.
»Respondí a su ampulosa reverencia con una leve inclinación de cabeza.
Él me examinó de arriba abajo, quizá pensando que yo era un muchacho canijo
de aspecto poco militar.
»Por corredores estrechos y poco iluminados me condujo a un patio
porticado en la parte trasera del palacio; los arcos rodeaban una amplia
palestra. Al frente de ella vimos una basílica con la cruz sobre el friso de la
puerta de entrada. De los laterales del pórtico salían voces en lengua latina
repitiendo una cantinela, como una salmodia. Me encontraba en las escuelas
palatinas. Más tarde supe que en aquel lugar se entrenaban y educaban los
hijos de los nobles de mayor abolengo, los más ligados a la corona; los futuros
componentes del Aula Regia.
»En el centro, sobre una arena fina, se adiestraban en el arte de la lucha
unos jóvenes altos, que combatían con el torso desnudo y velludo en una lucha
cuerpo a cuerpo; escuché sus gritos rítmicos. Más allá, dos hombres se batían
manejando dos palos de gran tamaño, entrecruzándolos con gestos ágiles y
rápidos. Me quedé parado observándolos con admiración; los músculos
firmes, perfectamente delineados bajo la piel sudorosa, se tensaban con los
continuos movimientos. Al fondo de la arena, unos chicos entrenaban el tiro
con arco, mientras otros charlaban a un lado. La mayoría eran guerreros
jóvenes, unos ya barbados; en otros, el vello de la cara no era más que una
sombra, muchos mostraban la cara picada por granos. Había adolescentes
fornidos que se contoneaban como jóvenes gallos de pelea; muchachos altos
de aspecto duro que lanzaban flechas y jabalinas, hombres ya adultos que los
guiaban. Yo, en cambio, era un niño imberbe y asustado entre tanto guerrero
musculoso. Mi padre había querido acelerar mi formación como soldado y me
envió allí para que la dura vida semicuartelaria de aquel lugar me curtiese. Me
sentía solo, pequeño y aislado. Nadie dio señal de querer saludarme o
dirigirse a mí, estaban demasiado ocupados entrenándose o charlando.
»—Espera ahí —me dijo Ibbas, y se fue a buscar a alguien.
»Sin él, la única persona conocida, todavía me sentí más indefenso;
comencé a morderme las uñas con nerviosismo. Me situé detrás de una
columna, un poco retirado del resto, esperando a que alguien me indicase lo
que debía hacer.
»El tiempo se me hizo eterno. Para aliviar la espera, me centré en los dos
jóvenes que luchaban con palos a un lado del recinto, escuché cómo
entrechocaban las maderas cadenciosamente; eran muy hábiles, paraban los
golpes arriba, abajo, a los lados, con una frecuencia medida y acompasada;
parecía un baile, un baile impetuoso. Uno era fuerte, de cabellos rizados, casi
negros, la barba corta parecía oriental. El otro era un joven esbelto, de piel
clara casi albina, que había tomado un tinte rosáceo con el sol de primavera,
casi no tenía vello en la cara, su nariz era recta, los labios firmes y decididos.
Recordándolo me pareció evocar la estatua de un dios romano que había visto
en mi estancia en casa de Fanto.
»Ambos contrincantes estaban bañados por el sudor y su piel brillaba al
sol. El hombre rubio giró bruscamente sobre un pie apartándose para evitar un
bastonazo, con el palo golpeó los pies de su contrincante, que cayó al suelo
con estrépito. Sonriendo, con unos dientes alineados y blanquísimos, le dio la
mano al caído para que se levantase.
»—Siempre me vences, Adalberto —afirmó el muchacho de oscuros
cabellos.
»—No, Búlgar, siempre no, hoy ha habido suerte. —La sonrisa iluminó el
rostro del llamado Adalberto al pronunciar estas palabras.
»Tocó una campana y cesó la salmodia que provenía de las aulas a ambos
lados de la palestra. De ellas salieron, gritando, gran cantidad de adolescentes
aún imberbes. Corrían persiguiéndose unos a otros entre las grandes columnas
del pórtico, pero no se atrevían a pasar a la arena central, se detenían viendo
el entrenamiento de los mayores.
»Detrás de los niños aparecieron Ibbas y un monje de unos cuarenta años
con aspecto cansado, ambos se dirigieron hacia mí:
»—Maestro Eterio, a vuestros cuidados encomiendo a mi señor Liuva…
—dijo Ibbas con un tono ceremonioso.
»Me sentí avergonzado ante el trato protocolario; sin apreciarlo, él
continuó con voz estridente:
»—Es hijo del muy grande rey Recaredo, que Dios Nuestro Señor guarde
muchos años. —Ante esas palabras yo bajé la cabeza confuso—. Ha crecido
entre siervos pero es portador de un muy alto destino, debéis enseñarle las
letras y también convertirle en el gran guerrero que es su padre.
»—Las letras se las enseñaré, sí, pero el arte de la lucha sabéis que lo
hará Chindasvinto.
»El monje me observó detenidamente haciéndose cargo de mi aspecto
físico. Ibbas continuó:
»—Es un muchacho enclenque y enjuto, no sé si Chindasvinto logrará
convertirlo en un verdadero luchador. El rey no quiere trato de favor con su
hijo, desea que se le enseñe todo lo necesario; si es preciso tratarle con mano
dura, ha de hacerse así.
»Eterio llamó a uno de los chicos y le habló al oído, el muchacho salió
corriendo. Al fondo de la palestra, a un lado del pórtico, se abría un pasaje
entre las aulas, por allí se iba hacia las caballerizas. Ibbas y Eterio
continuaron hablando. Al parecer, Ibbas había estado fuera un tiempo y no
conocía las novedades que se habían producido en su ausencia. Le preguntó,
entre otros, por el obispo Eufemio. Eterio le dio cumplida cuenta de todo.
Esperaban al capitán Chindasvinto. Al cabo de poco tiempo, del hueco de las
caballerizas apareció un hombre altísimo, con anchas espaldas y de aire
germánico. El cabello de color rubio ceniza se desparramaba sobre los
hombros, peinado con trenzas en la parte anterior, la barba de color más
oscuro era también rizada. Su aspecto era el de un gran oso, con las piernas
arqueadas por el mucho cabalgar; sus pasos eran firmes, haciendo retumbar el
suelo. Cuando le vi entrar, un estremecimiento de angustia me recorrió el
espinazo. La expresión de su rostro me atemorizó aún más, sus ojos de un
color acerado se hundían tras unas cejas espesas, y observaban al interlocutor
de una forma dominante y gélida. Los otros dos maestros de la escuela, de
espaldas a él, se giraron al notar el ruido de sus pasos.
»Ibbas le tendió la mano:
»—Chindasvinto… ¡Ha llegado quien te anuncié!
»De nuevo el capitán fijó los ojos en mí, con una expresión de desprecio y
superioridad.
»—Se llama Liuva, el hijo de nuestro señor el rey Recaredo… Se nos ha
confiado para su educación. Nos han dicho que no debe dispensársele ningún
trato de favor.
»Chindasvinto me atravesó con una mirada tan dura que hacía daño,
aquellos ojos hundidos en las cuencas me amedrentaron. Al percibir mi
turbación se agachó y me tomó por los hombros, noté dolor a la altura de las
clavículas.
»—No eres fuerte, muchacho, yo te enreciaré.
»Entonces se volvió hacia Ibbas y dijo:
»—Irá al pabellón de los medios, allí se curtirá con Sisenando y Frogga.
»—Es muy pequeño todavía para ir con ese grupo… —protestó Ibbas.
»—No hay lugar en ningún otro lado; además, es mejor que al hijo de rey
—dijo con cierta sorna— se le trate como se merece desde un principio.
»Chindasvinto gritó:
»—Sinticio, conduce a Liuva al pabellón de los medios».
»El que había ido a por Chindasvinto, un chicuelo un tanto mayor que yo,
de cabello oscuro, grandes ojos castaños y nariz recta, se acercó a nosotros.
Me observó compasivamente, después me condujo por unas escaleras hacia
una especie de cripta. Bajamos un piso; allí, en el semisótano, se situaban las
habitaciones de los preceptores. Sinticio me explicó que en aquel lugar
dormían Chindasvinto, Eterio e Ibbas. Más abajo, en el sótano, se abría un
pasillo que se dividía entorno a tres grandes pabellones iluminados por
hachones de cera. Eran una especie de dormitorios con catres de paja y
madera, alineados a ambos lados de la pared.
»Los alumnos de las escuelas palatinas estaban distribuidos en tres grupos
que se alojaban en pabellones independientes: el de los menores o infantes,
ocupado por los alumnos más pequeños; el de los medios o mediocres, donde
residían los adolescentes, y el de los mayores o primates, ocupado por los que
estaban a punto de licenciarse y formaban ya parte del cuerpo de espatarios de
la guardia real. Sinticio me condujo al pabellón del medio. Arrastré el saco
con mis pertenencias al lugar que Sinticio me indicó.
»—¿Eres nuevo? —me preguntó por hablar algo.
»—Sí.
»—No te veo muy alto para estar aquí con los medios. Ten cuidado, son un
poco… bueno, no sé cómo decirlo…, ¿duros? ¿Mal encarados? Mejor estarías
con nosotros los pequeños.
»—¿Por qué no hay nadie aquí…? —le pregunté.
»Nuestras voces retumbaban bajo el techo abovedado.
»—Han salido a cabalgar, hoy se instruyen en saltos. Vendrán pronto.
»Sinticio me sonrió. Era la primera vez, desde que había salido de
Recópolis, que alguien me trataba con familiaridad, como de igual a igual.
Sentí un cierto alivio.
»—¿De dónde eres?
»—Vengo del norte… —comencé a decir, pero ahora he llegado
directamente desde Recópolis.
»—Yo soy de Córduba, mi padre es de la orden romana senatorial. Antes
no nos dejaban educarnos aquí, ¿sabes? Todos tenían que ser godos como tú.
Con el rey Recaredo eso ha cambiado; mi padre ha pagado para que yo asista
a las escuelas palatinas. A mí me da igual, pero mi padre considera un gran
honor que yo esté aquí. ¿Quién es tu padre?
»Enrojecí al decirle:
»—Mi… mi padre es el rey Recaredo, yo me llamo Liuva…
»Los ojos de Sinticio se abrieron con asombro.
»—¿Eres hijo del rey?
»—Sí, lo soy…
»—Hace días que se corrió el rumor… de que había un hijo de Recaredo
de madre innoble que vendría aquí…
»Me turbó la admiración que se despertó en Sinticio al conocer quién era
mi padre, al tiempo que me sentía un tanto incómodo al oír decir que mi madre
era innoble.
»—¿Cómo es tu padre?
»—Le conozco muy poco… ya te dije que vengo del norte.
»—Yo quisiera ser espatario real, y pertenecer a la guardia. ¿Me
ayudarás?
»Me reí ante la rápida confianza que Sinticio mostraba en mí.
»—Yo no tengo influencia en mi padre, quiere que sea recio y no lo soy.
»En el rostro del chico apareció una cierta desilusión.
»—Yo de mi padre lo consigo casi todo —dijo petulante.
»—Pues yo no. Mi padre no me aprecia…
»Se oían ruidos fuera y Sinticio no entendió lo que yo le estaba diciendo.
»—Me voy, como vengan los medios y me pillen en su pabellón me van a
cascar…
»—¿Podré verte otra vez? —le pregunté ingenuamente.
»—Sí, aquí nos veremos mucho. Vas a entrenarte con los medios… pero
me imagino que las clases de gramática y retórica las darás con nosotros…
¿Nunca has estudiado nada? ¿No es así?
»—Tuve un preceptor en Recópolis, pero no me gustaban las letras.
»—Ya puedes espabilar, Eterio te palmeará en la cabeza al primer error.
»Las voces que habíamos oído antes se acercaban. Como una anguila,
Sinticio se deslizó a la estancia que ocupaban los pequeños; temía a los
medios.
»Entraron en tromba, unos veinte adolescentes de distintos tamaños y
voces. Había algunos que eran casi tan altos como Chindasvinto, pero sus
espaldas no se hallaban tan desarrolladas como las del capitán. Otros eran
algo mayores que yo pero parecían niños. Se empujaban entre sí y hablaban a
gritos. Estaban cansados del adiestramiento y algunos se tiraron a los lechos
de golpe. Los que se acostaban más cerca de mí me descubrieron:
»—Mira, es un renacuajo…
»—Renacuajo, ¿qué haces aquí?
»Yo balbuceé.
»—Me ha enviado aquí el capitán Chindasvinto… —Mi voz salió
defensiva, aludiendo a aquel a quien pensé tendrían respeto.
»—¡Oh! ¡Ohoo! ¡Ojó…! —se oyó la voz burlona de unos y otros—. Ha
sido el capitán Chindasvinto…
»Comenzaron a burlarse de mí.
»—El famoso capitán Chindasvinto… —dijo uno inclinándose.
»—El enorme capitán Chindasvinto… —gritó otro saltando sobre un
lecho.
»—No, Frogga, es el noble capitán Chindasvinto.
»Un muchacho alto hizo una reverencia y habló con el tono estridente del
adolescente que aún no ha cambiado plenamente la voz:
»—El elegante capitán Chindasvinto…
»Sus ademanes resultaron graciosos. Las risotadas llenaron la estancia,
mientras los muchachos rodeaban mi catre. Yo era una novedad para ellos,
quienes estaban en esa edad en la que los muchachos tienen la agresividad a
flor de piel y tienden a ejercitarla con el más débil.
»—Dinos, ricura, ¿cómo te llamas y cuál es tu estirpe?
»—Soy Liuva, hijo de Recaredo… —dije para defenderme.
»—Ah… —dijo otro con voz burlona—, es hijo del gran Recaredo, de
estirpe real, y le han ascendido nada más llegar al grupo de los medios… pero
para estar aquí se necesita hacer méritos…
»—Muy bien, vas a estar aquí muy contento… guapo… ¿A que es guapo el
chiquitín?
»—Le gustará al muy noble capitán Chindasvinto.
»Me fastidiaba que me dijesen aquello.
»—Sí, es guapo, tan guapo como una nena…
»—¿Eres una nena?
»Entonces todos comenzaron a cantar a la vez:
»—Liuva es una nena… Liuva es una nena…
»—¡Dejadme en paz!
»Cambiaron la letra de la canción, pero siguieron con el mismo soniquete:
»—Hay que dejarle en paz, hay que dejarle en paz.
»Se acercaban cada vez más a mí, yo me encogía en el catre; entonces
ellos, tomando la manta de mi cama, la sacudieron. Comenzaron a mantearme.
Me estremecí al verme por los aires y comencé a gritar.
»Mi tortura no duró mucho tiempo, porque ante el griterío, entraron en el
pabellón de los medios varios muchachos fuertes y mayores. Uno de ellos era
Adalberto, el que había estado entrenando con Búlgar aquella tarde en el
patio.
»—¿Qué está pasando aquí?
»Contemplé a Adalberto con profunda admiración, como un perro
apaleado mira a quien se enfrenta al que le está pegando. De nuevo me pareció
la viva imagen de un dios revivido. Bruscamente soltaron la manta y yo caí al
suelo, lastimándome ligeramente.
»—No nos dejáis dormir… Sois unos hijos de mala madre… solo os
atrevéis con los más pequeños…
»Prosiguió increpándoles con dureza mientas levantaba sus músculos
poderosos doblando el brazo hacia ellos con ademán amenazador.
»—No os atreveríais conmigo, ni con Búlgar…, ¿verdad?
»Uno de los cabecillas, un chico de mediano tamaño y aspecto insolente,
pretendió disculparse.
»—Le estamos dando su merecido…
»—¿Merecido? ¿A qué te refieres, Sisenando?
»—Es que es un mentiroso… Dice que le ha enviado aquí Chindasvinto y
que es hijo del rey Recaredo.
»Adalberto volvió hacia mí sus hermosos ojos claros.
»—¿Has mentido en eso?
»—No, mi señor —contesté con un temblor en la voz—, soy Liuva, hijo de
Recaredo…
»Una voz clara se oyó detrás de Adalberto; era Sinticio.
»—Sí, lo es…
»Los medios lo miraron enfurecidos, agradecí en el alma al pequeño
Sinticio esa muestra de valor, había vencido el pavor que le causaban mis
compañeros de clase para defenderme. Adalberto le preguntó al niño:
»—¿Le envió aquí Chindasvinto?
»—Sí, lo hizo…
»Entonces Adalberto se giró a los medios y comenzó a gritarles invectivas
en un latín barriobajero, lleno de tacos y palabras malsonantes. Después,
seguido por Búlgar, se fue. Sinticio se esfumó sin que nadie se diera cuenta.
»Cuando se hubieron marchado, Sisenando se volvió contra mí.
»—Hoy… hoy no, pero pronto, muy pronto, nos las pagarás.
»No se atrevieron a más, cada uno se acostó en su catre. Yo no podía
dormir, oía a Sisenando cuchichear con alguien que estaba a su lado, escuché
sus risas contenidas, e intuí que se burlaban de mí. Rígido de temor, me
revolví en el lecho. Estaba famélico porque hacía tiempo que no había comido
y nadie se había acordado de proporcionarme alimento. La estancia se quedó
en silencio, un siervo apagó las luces de las antorchas y fuera quedó
únicamente la luz de candiles de aceite en la escalera. No podía conciliar el
sueño, y a medianoche me levanté a orinar, subí por las escaleras a la palestra
y tras una columna hice mis necesidades. Entonces lo vi.
»Chindasvinto abusaba de un chico pequeño.
»Era Sinticio.
ȃl lloraba.
»Temblando regresé al pabellón de los medios. Estuve insomne
prácticamente toda la noche, insomne y asustado. En un momento dado pude
dormir y mi sueño fue intranquilo, veía a Chindasvinto avanzar hacia mí ante
la mirada complaciente de Ibbas, Fanto y mi padre. Cuando él se encontraba
cerca, grité. Entonces noté dolor, abrí los ojos y me di cuenta de que junto a mí
estaba Sisenando, que me había golpeado en la cara.
»—No dejas dormir… Deja ya de hablar en sueños…, ¡necio!
»Las primeras luces de la mañana me sorprendieron aún despierto. Sonó
una trompeta y los criados nos levantaron entre protestas; mis compañeros se
dirigían corriendo a las escaleras y al llegar arriba varios siervos nos tenían
preparada agua para lavarnos. Seguí al grupo como uno más sin preguntar
nada. Se dirigieron a la iglesia, donde rezaron unas oraciones y el monje
Eterio habló acerca de algo que no entendí. Después avanzamos al refectorio,
había leche y pan oscuro con manteca. Comimos con hambre; a lo lejos, en una
mesa larga, el pequeño Sinticio gritaba con los demás peleándose por algún
chusco de pan. Pensé que lo que había visto en la noche habría sido quizás
algún sueño. Más al fondo, busqué con la mirada a Adalberto, que se sentaba
con otros chicos mayores. Hablaban animadamente discutiendo con seriedad
algún tema que les preocupaba. Oí algo del rey franco Gontram y de las
campañas contra Neustria, intuí que hablaban de política. La conversación era
muy viva y de vez en cuando se oían risas estentóreas, los unos insultándose a
los otros, desternillándose divertidos por alguna ocurrencia.
»Hecho el silencio, salimos del refectorio en orden. Un criado nos dividió
por grupos. Con alivio noté que me enviaban con el grupo de los pequeños
hacia una gran aula al lado de la palestra. Nos sentamos en bancos corridos,
los criados nos proporcionaron unas pizarras con un punzón. Busqué con la
mirada a Sinticio, y procuré sentarme cerca de él. Eterio repetía unos versos
en latín clásico y después hacía que alguno explicase con las palabras que
usábamos habitualmente lo que querían decir los versos.
»Los chicos estaban distraídos, por los arcos de la clase penetraba la luz y
el sol de Toledo se colaba por los ventanales. El olor a un verano tardío y el
volar de un moscardón nos producía una cierta somnolencia, más acentuada en
mí, que no había pegado ojo en toda la noche. Al fin, el sopor me rindió,
entonces noté un golpe fuerte en el cogote, Eterio me hablaba.
»—¡A ver, dormilón! ¡Despierta!
»Abrí los ojos, asustado.
»—¿De qué estábamos hablando?
»Una voz suave me susurró por detrás.
»—No hace falta que nadie le sople, ya me doy cuenta de que no estás en
estos muros. Levántate, muchacho, ahora a la esquina con los brazos en cruz.
»Ante la mirada seria de los demás, el maestro Eterio me situó en una
esquina, me extendió los brazos y colocó en las palmas dos o tres pizarras.
Pronto me comenzaron a doler los hombros, y bajaba de vez en cuando la
posición, entonces Eterio me palmeaba. En la clase se logró el silencio; yo oía
a mis compañeros leer a Virgilio en un latín muy diferente al que normalmente
utilizábamos. Al fin terminó la lección. Me retiraron las pizarras y me dejaron
ir.
»Todos los chicos salieron del aula excepto Sinticio, quien se quedó
conmigo.
»—¿Cómo se te ocurre dormirte en clase del maestro Eterio? —me dijo
Sinticio de modo displicente.
—No he dormido en toda la noche… a media noche salí a orinar. Te vi…
»Sinticio se quedó blanco.
»—¿Qué viste?
»—A ti… con… con… el capitán…
»—No digas nada… ¡Por los clavos de Cristo te lo pido…!
»—¿Lo hace con todos?
»—Abusa de los que no son nobles godos y de los pequeños… Es un
castigo…
»—No se cómo lo aguantas…
»—Chindasvinto puede echarme de aquí con deshonor y mi padre se
mataría si eso ocurriese. Algún día me vengaré.
»Salimos a la palestra, todavía no había llegado nuestro preceptor de
lucha. Los otros chicos haraganeaban por el patio y comenzaron a jugar al
burro. Unos apoyados en otros hicieron una larga fila con las cabezas metidas
entre las piernas del anterior. Eran dos equipos, primero saltaba uno de los
grupos tratando de llegar lo más lejos posible sobre la fila de muchachos
agachados. Se trataba de ver quién tiraba a la fila de los oponentes. Varios de
los medios saltaron con gran fuerza machacando las espaldas de los chicos
que estaban debajo. Sinticio y yo, que habíamos subido más tarde, nos
situamos al margen, pero pronto nos vimos envueltos por una marea de chicos
que nos obligó a participar en el juego. Los de nuestro equipo eran medios en
su mayoría, les tocaba ahora situarse debajo para que el otro equipo saltase
sobre ellos. Oíamos las carreras y el impulso de los contrincantes, que
después caían con fuerza sobre nosotros. Yo apoyaba la cabeza entre las
piernas de Sinticio y me sujetaba a sus muslos. Un salto. El muchacho cayó
sobre el chico que estaba más allá de Sinticio. Toda la fila se tambaleó.
Después otro, debía de ser un muchacho grande que se precipitó sobre mi
amigo, no teníamos fuerza para sostenernos, después saltó otro y otro más. Un
joven grueso cayó sobre mí; el golpe fue descomunal, pensé que me había roto
la espalda, caí a tierra y, conmigo, todos los demás.
»Los de nuestro equipo estaban furiosos.
»—Sois unos mierdas, no tenéis resistencia para nada, unos gallinas. No
me extraña que andéis juntos…
Iban ya a pegarnos cuando apareció Chindasvinto. Se hizo silencio en la
palestra. Nadie se atrevía a hablar.
»—¡A formar! —gritó.
»Todos los pequeños nos situamos en una fila alargada delante del pórtico;
detrás de nosotros se dispusieron los medios. Chindasvinto recorrió el grupo
de chicos que se situaba junto a él con la mirada, una mirada de hierro,
escrutadora, que helaba la sangre y hacía detener la respiración.
»Se paseó entre las filas balanceándose sobre sus piernas de oso.
»—El valor, el valor del soldado es lo único importante… el valor y su
resistencia al dolor en la batalla. Veo que habéis aguantado poco en ese juego
de niños. ¿Dónde se ha roto la fila?
»Todos callaron.
»—Un paso atrás el que no haya caído —gritó.
»Todos dieron aquel paso atrás menos Sinticio y yo; que quedamos frente
al capitán.
»—Bien, hoy no comeréis. El ayuno fortalece el espíritu y os hará
espabilar. Ahora, a correr en torno al patio.
»Comenzamos a correr rápido. Con un látigo Chindasvinto golpeaba bajo
nuestros pies para hacernos ir más deprisa. Una vez y otra y otra me sentí
fatigado, pero no podía dejar de trotar. Al fin, la marcha se detuvo.
Chindasvinto gritó:
»—¡Grupos de dos! Frente a frente, vence el primero que tire a su
oponente a tierra.
»Quizá porque él buscó aquel lugar, quizá por casualidad, mi oponente
resultó ser Sisenando. Con cara de alegría, deseando pagarme la humillación
de la noche pasada, se lanzó contra mí y me hizo caer al suelo bruscamente;
luego me abofeteó. Me sentí magullado y ridículo.
»—¡Tiro con jabalina! —gritó el capitán.
»Unos siervos situaron una piel enorme al otro lado de la palestra
extendida entre dos palos clavados al suelo; en su centro había un blanco. Los
criados acercaron lanzas y jabalinas a los jóvenes participantes en la lid.
Aquello me gustaba más que los ejercicios anteriores. Procuré atinar en el
objetivo, recordando los consejos que solía darme mi madre para el
lanzamiento. Atravesé la piel extendida justo en el medio y a la primera
intentona. Me llené de orgullo pensando que aquello se lo debía a mi madre.
Chindasvinto no apreció mi acierto.
»Se oyó una campana, la hora de la comida. Los chicos salieron corriendo
hacia el refectorio. Sinticio y yo nos alejamos de los demás evitando que nos
mirasen.
»—¡Has dado en el centro! Tiras muy bien…
»—Lo aprendí… —entonces recordé que no debía mencionar a mi madre
y concluí apresuradamente—… en el norte.
»—Vámonos de aquí, sé dónde puedo conseguir comida. A lo mejor
salimos ganando…
»Le seguí, él se dirigió a las caballerizas; pasamos entre los cuartos
traseros de los caballos; llegamos a la salida posterior, alcanzando un patio al
que daban las cocinas y las dependencias de los espatarios del palacio, una
especie de cantina donde almorzaban los oficiales. A través de una ventana
Eterio, Ibbas y Chindasvinto comían con fruición regando las viandas de
abundante vino. Los sirvientes trajinaban con bandejas.
»—Se van a dar cuenta de que estamos aquí —susurré.
»—No te preocupes, andan templados por el vino.
»Nos sentamos debajo de la ventana oyendo sus risotadas. Por la puerta de
atrás, un sirviente tiró agua sucia a la calle. Después entró por una puerta
lateral. Sinticio se agachó y se introdujo en el interior procurando no hacer
ruido; contuve la respiración. Al cabo de muy poco tiempo salió con una
hogaza de pan tierno y con un lomo de carne de cerdo curada. Le seguí entre
los vericuetos del palacio real, a través de las callejuelas que formaban las
distintas dependencias de la fortaleza. Por un portillo, salimos de la muralla y
pegados a ella nos sentamos, casi colgados sobre el precipicio, divisando
cómo más abajo discurrían las mansas aguas del Tajo. Sinticio sacó un
cuchillo pequeño y ambos comenzamos a morder con hambre el pan y el lomo.
»—Esto está mejor que la bazofia que nos dan en el refectorio —dijo.
»Comimos hasta hartarnos. Después, él se desahogó:
»—¿Sabes? Los otros no me hablan. Saben lo que me hace el capitán y
procuran evitarme. Tú también vas a tener problemas con él. A Chindasvinto
no le gusta ocuparse del adiestramiento de los jóvenes. Es un buen guerrero y
considera que instruir a los hijos de los nobles es algo inferior a su valer. Nos
machaca siempre que puede. A mí porque no soy godo y contigo lo hará
porque eres de una estirpe superior a la suya.
»—¿De dónde proviene?
»—Él es un noble cuya familia no tiene relación con la estirpe baltinga a
la que desprecia, procede de uno de los linajes más antiguos y nobles del
reino. Creo que se le relaciona con el rey Atanagildo. Está en contra de la
monarquía hereditaria que ha iniciado tu abuelo Leovigildo y que continúa tu
padre. Cree que es apestoso que alguien pueda reinar sin una competencia
pública, solo por el hecho de pertenecer a la familia real.
»—Debe de ser un tipo muy ambicioso… —dije.
»—¡No sabes bien cuánto! Se siente con dotes suficientes como para ser
rey.
»Sinticio calló, pensando en el causante de su tortura.
»—Le detesto, no te imaginas cuánto, le aborrezco tanto que a veces sueño
con matarlo…
»Le pasé un brazo por el hombro, él se turbó y me sonrió.
»Comenzamos a tirar piedras hacia el río, saltaban por la ladera antes de
hundirse en el cauce. Alguna de ellas rebotó en el agua. Entonces los guardias
de la muralla nos vieron y comenzaron a gritarnos. Rápidamente guardamos
los restos de la comida entre las ropas y huimos de allí.
»Al llegar al patio de las escuelas, nadie percibió que entrábamos. Los
medios y los infantes estaban sentados en torno al pórtico, mientras que los
mayores peleaban en un combate con espadas. Sin embargo, lo que hacía que
todo el mundo estuviese pendiente de la contienda era que Chindasvinto
luchaba con ellos. Parecía una enorme fiera de fuerza descomunal. Había
desarmado ya a dos contrincantes y ahora se enfrentaba a un tercero al que
nuevamente dominó y tiró al suelo poniendo su pie sobre el pecho mientras
reía. Tras este combate, Chindasvinto se dirigió hacia uno que nunca había
sido vencido en las luchas con sus compañeros, Adalberto. Se situaron en el
centro del campo, todos los demás dejaron de combatir y se hizo un silencio.
Los dos adversarios, separados por unos pasos, comenzaron a girar midiendo
las fuerzas y posibilidades del contrario. Adalberto sudaba, un tanto asustado
pero firme. La mirada del capitán era cruel. Sinticio me susurró al oído.
»—Chindasvinto hace tiempo que va detrás de Adalberto, es el único que
nunca le ha bailado el agua, y que nunca se ha dejado someter. Quiere saldar
cuentas… con él.
»Al decirlo, noté un tinte de emoción en su voz; y vi cómo Sinticio
enrojecía. Me giré para ver a mis compañeros; se notaba que había tensión
entre ellos. Unos animaban al capitán, pero la mayoría, los más pequeños, los
de menor linaje, los que habían sufrido abusos por parte del capitán, estaban a
favor de Adalberto, aunque no lo demostraban. Intuimos que aquello no era un
combate corriente, que habría sangre y algo más que un simple entrecruzarse
de las espadas. Fue Chindasvinto, seguro de su poderío, el primero que se tiró
a fondo contra Adalberto. Pero este, dotado de una rara serenidad, sostuvo el
envite, torciendo el cuerpo a un lado sin mover los pies del suelo, para
después avanzar dando golpes de espada a diestro y siniestro con agilidad
felina. Adalberto era menos corpulento, pero su ligereza contrarrestaba el
impulso y la fortaleza del otro. Los que iban a favor de Chindasvinto
comenzaron a animarle; nosotros, los que deseábamos con todas nuestras
fuerzas que perdiese, no nos atrevíamos, por miedo, a animar a Adalberto,
pero cruzábamos los dedos para desearle suerte. Uno de los golpes del joven
primate rozó las vestiduras del capitán; la ira asomó a sus ojos. Entonces
Chindasvinto se concentró especialmente y comenzó a dar mandobles hacia
delante con una fuerza inusitada, gritando enardecido. Adalberto retrocedió,
parando los golpes como pudo. Finalmente tropezó y cayó al suelo. Un grito de
horror salió de todas las gargantas, vimos que Chindasvinto se disponía a
atravesar a nuestro compañero. De entre el público salió Ibbas, el jefe de la
escuela palatina, avisado por Búlgar, y detuvo el combate. Chindasvinto, como
un gallo de pelea se giró a los que ocupábamos la palestra.
»—Le perdono, pero podía haberle matado… Nadie…, ¡lo escucháis bien!
… Nadie se me va a oponer… A partir de ahora, en las escuelas palatinas,
mando yo.
»Ibbas no dijo nada y nos miró a todos un tanto avergonzado.
»Por la noche todo eran discusiones por la pelea. Sisenando y Frogga
alababan la forma de luchar de Chindasvinto. Yo pensaba que había sido el
ataque de ira final lo que había conseguido su victoria; sin embargo, aquello
no sería siempre adecuado para vencer en la batalla. La técnica de Adalberto
era mejor, y podía haberle tumbado, pero yo no sabía muy bien por qué razón
se había dejado ganar.
»A partir de la escapada a las murallas, Sinticio y yo nos hicimos
inseparables, nos protegíamos mutuamente. Los mediocres, sobre todo
Sisenando y Frogga, se burlaban de nosotros llamándonos “la parejita”. Nunca
había tenido un amigo así, con el que pudiera compartir las pequeñas
vicisitudes cotidianas, mis preocupaciones y esperanzas. Por las tardes,
cuando no había clases ni entrenamientos, nos escapábamos a Toledo,
vagabundeábamos por las callejas estrechas y umbrías de la ciudad. Nos
gustaba acercarnos a los artesanos para ver su trabajo. Detrás de Santa María
la Blanca, existía en aquella época una pequeña tienda de orfebres.
Fabricaban en bronce y metales preciosos, fíbulas y hebillas de cinturones en
los que incrustaban pasta vítrea. Cerca de la pequeña fragua, nos sentábamos,
viendo cómo el metal se tornaba líquido. Los operarios nos dejaban
permanecer allí, junto a ellos, sin meterse con nosotros. Sabían que
procedíamos de las escuelas palatinas y nos respetaban.
»Recuerdo el aspecto brillante de la pasta de vidrio, cómo caía
vertiéndose en los moldes, el ruido de los plateros golpeando el metal.
Sinticio y yo disfrutábamos con el espectáculo. Y es que, tanto a él como a mí,
nos gustaban los objetos hermosos.
»Había también cerca del palacio un lugar donde se copiaban códices para
la biblioteca real y para su uso en la liturgia. Estaba regentado por monjes,
algunos de ellos ancianos, de pelo encanecido y espaldas encorvadas sobre
los tableros. Solían ser amables con nosotros. Sabían que éramos de noble
condición, por ello quizá nos permitían leer alguno de aquellos maravillosos
códices de piel fina de cabrito o cordero, que olían a ese aroma suave e
intenso que emana de la piel recién curtida. Allí, y no con los palos de Eterio
o con las persecuciones de mi preceptor de Recópolis, fue donde me aficioné
a la lectura. Encontré un manuscrito de astrología. En las noches tórridas de
verano, Sinticio y yo subíamos hasta lo más alto de la fortaleza, las hogueras y
hachones iluminaban la ciudad; después, mirando hacia el cielo, descubríamos
el curso de las estrellas que habíamos leído en aquel antiguo legajo.
»Gracias a Sinticio, mis condiciones de vida en las escuelas palatinas se
dulcificaron, pero yo sufría por la dureza de la instrucción y la agresividad de
mis compañeros. Me acordaba mucho de mi madre y la echaba constantemente
de menos. En cambio, el tiempo de mi infancia, transcurrido en el norte, se me
iba desdibujando en la mente y no lo añoraba.
»No había pasado un año desde mi llegada a Toledo, cuando comenzaron a
circular rumores de que el rey contraría matrimonio con una mujer llamada
Baddo de origen innoble. Me alegré por ella y porque volvería a verla. Se nos
anunció que el domingo, al toque de las campanas de mediodía, la novia haría
su entrada solemne en las calles de la urbe regia. Se nos permitió acudir a las
celebraciones. Aquel día, las casas de la ciudad se engalanaron. Se escuchaba
por doquier el son de la música y el ruido de volatineros. Desde una calle
estrecha vimos avanzar un palanquín rodeado por una fuerte escolta, que
anunciaba su paso con toques de trompeta. Me oculté tras una esquina para ver
pasar a mi madre. Ella saludaba desde su carruaje rodeada por la
servidumbre. A través de las colgaduras del carruaje, su rostro, tan hermoso,
enrojecía de felicidad.
»Las gentes hablaban:
»—Es la futura esposa de nuestro señor el rey Recaredo. Dicen que no
tiene ilustre linaje pero si posee nobles prendas…
»Las dueñas comadreaban inventándose mil historias con respecto a ella.
»—Dicen que la ha adoptado Fanto, conde de las Languiciones.
»Los hombres gritaban piropos bastos, que me sublevaban. No quise
seguir escuchando la algarabía y me retiré a la zona de la guardia.
»—Es hermosa la mujer de tu padre —me dijo Sinticio.
»—Sí, lo es.
»Él sospechaba quizá los lazos que me unían con ella, pero no quise
decirle nada. Mi padre me había ordenado que guardase el secreto para no
deshonrarla, me callé».
«Regresamos al palacio. En aquel tiempo habíamos crecido, y
comenzábamos a entrenarnos en el uso de las armas. Nos hacían cargar con la
pesada armadura para el combate, así nuestros músculos se acostumbraban a
ella. Mientras me la ponía, un servidor entró en la sala de armas y se dirigió
hacia mí.
»—La reina Baddo quiere veros, hijo de rey…
»Dejé la coraza a un lado, y me fui tras él, cubierto tan solo con una larga
camisola y el cinturón. Caminaba en un estado febril, deseoso de ver a aquella
con quien había compartido toda mi niñez.
»Al entrar, mi madre hizo salir a sus damas, me arrodillé a sus pies y me
abrazó, noté sus caricias cálidas, el perfume dulce y a la vez penetrante que
emanaba su cuerpo suave y caliente. Ella, besándome una y otra vez los
cabellos, repetía mi nombre sin cesar. Parece que aún lo recuerdo. Después
me dijo:
»—Mi niño, mi hijito… ¡Cuánto has crecido! Tus músculos están fuertes,
eres ya un joven guerrero…
»Yo escondí la cara junto a su pecho, la angustia me atenazaba el corazón;
quisiera haberle dicho: “¡Madre! Yo no quiero ser un guerrero… No sé luchar,
no soy fuerte… Se burlan de mí…”, pero las palabras se negaron a salir de mi
boca. Sabía bien que mi desahogo no hubiera servido para nada, sino para
entristecerla en aquellos momento de felicidad, el tiempo de su boda con el
rey.
»Yo debía seguir solo.
»La boda se realizó siguiendo el rito católico, lo cual era un desafío por
parte de mi padre a la nobleza arriana y un símbolo de lo que sería después su
reinado. Ante el obispo de la urbe, Eufemio, se unieron mis padres en una
ceremonia solemne y ritual. Mi madre estaba abstraída. De vez en cuando
dirigía su mirada hacia mí. Yo estaba serio, como si en vez de unirse a mi
padre, ella se casase con un padrastro lejano y desconocido. Cómo odiaba en
aquel momento al apuesto rey Recaredo que me la había quitado. Sin embargo,
creo que tampoco hubiese vuelto atrás, a los tiempos del norte, al tiempo de
mi infancia; una nueva etapa se abría ante mí».
Tiempos de aprendizaje
«No veía casi a mi padre. En los primeros años de su reinado, los francos nos
habían declarado la guerra. Al parecer, todo guardaba relación con la muerte
de Ingundis, una princesa merovingia que había estado casada con el hermano
de mi padre, Hermenegildo, a quien no conocí y que se rebeló en una guerra
fratricida contra el poder establecido. De Hermenegildo se decía únicamente
que había sido un traidor, un renegado, y, sin embargo, la figura de aquel a
quien se había condenado a muerte por delitos de lesa majestad me resultaba
misteriosa y atrayente. Nuestra madre, Baddo, lo había conocido; le
consideraba su hermano y a ella nunca le había oído sino alabanzas con
respecto a él; decía que le había salvado la vida y que todo hubiese sido
diferente si Hermenegildo hubiese vivido. Mi tío Nícer lo admiraba. Sin
embargo, en la corte de Toledo hablar de Hermenegildo constituía un tema
vedado, el silencio había cubierto su memoria. Ahora, el rey Gontram de
Borgoña nos había declarado la guerra para vengar la muerte de la esposa de
aquel hombre olvidado. En realidad, los francos, más que la venganza,
buscaban una excusa para atacar al reino godo y, de este modo, lograr la
preeminencia entre los nuevos reinos germánicos de Occidente.
»Los nobles marcharon una vez más a la guerra. Algunos de los mayores
de las escuelas palatinas emprendieron el camino hacia el Pirineo. Hubo
mucho movimiento y excitación entre mis condiscípulos; a todos les hubiera
gustado partir hacia el frente, por ello se asomaban a la parte de la muralla
que daba al río, viendo salir a las compañías de soldados. Al fin, para
acrecentar nuestro espíritu militar nos permitieron despedir a las tropas;
bajamos hasta la muralla exterior de la ciudad. Vi al duque Claudio, como un
hermano para el rey Recaredo, a los otros nobles godos, Segga —padre de mi
enemigo Frogga—, a Witerico y a muchos otros con sus mesnadas, rezumantes
de fuerza y orgullo. La guerra era parte de la vida, algún día saldríamos
también nosotros a batallar contra los enemigos del reino, a conseguir gloria y
poder. Yo pensaba que quizá muchos de los que veíamos partir, la flor y nata
del reino, ya no volverían más; me estremecí. A todos nos conmocionaba ver
salir al glorioso ejército godo.
»Recuerdo que el día antes de la partida de las tropas, Recaredo, mi
padre, me mandó llamar. Siguiendo a un espatario de la corte recorrí el
complicado laberinto palaciego, corredores sin fin a través de los cuales
alcanzamos las estancias reales. Mi padre estaba de pie, delante del trono,
investido con los atributos de rey, el manto y la tiara, serio y orgulloso. Había
sido mi abuelo Leovigildo el que había adoptado los emblemas reales
similares a los de la corte bizantina. Mi padre los había conservado para
imponer su autoridad sobre los nobles, siempre rebeldes y levantiscos. El
espatario que me acompañaba dobló la rodilla ante él y yo le imité, inclinando
también la cabeza. Al levantarla me encontré con el rostro de mi padre; su
expresión era serena y amable. No le había visto desde hacía tiempo. Se
dirigió hacia mí hablándome con voz cordial, me preguntó por mis progresos.
Me sentí turbado y me costaba responderle. Entonces él comenzó a contarme
del tiempo en el que había estado como yo en las escuelas palatinas, de sus
compañeros de aquella época, de los instructores, de las técnicas de batalla…
Yo le oía encantado. Mi padre tenía para todo el mundo un atractivo especial
que hacía amarle a todos los que le conocían.
»Finalmente me dijo:
»—Aprovecha el tiempo allí. El próximo año vendrás conmigo a las
campañas militares, no basta la formación que recibes en palacio con tus
preceptores, tienes que aprender en el campo de batalla.
»Pensé, aunque no era capaz de decírselo, que no me gustaba la guerra. Me
daba asco la sangre y miedo enfrentarme con el enemigo.
»Lo de menos es lo que te enseñan en las escuelas palatinas. Tu tío… tu tío
Hermenegildo nunca fue allí. Él…, él era un buen soldado… De pronto me di
cuenta que al hablar de Hermenegildo, en las palabras de mi padre había una
gran añoranza; en voz baja continuó: El mejor que yo nunca he conocido… —
Después se detuvo y prosiguió—: No pienses que todo se aprende de un
maestro. El arte de la guerra es un don que no a todos se les concede, pero
donde mejor se aprende es en el campo de batalla. Se necesita un corazón
firme para aguantar la pelea.
»Cuando pronunció estas últimas palabras me miró fijamente a los ojos,
quizás intentando adivinar el tipo de guerrero que iba a ser yo. En ese instante
palidecí, sintiendo un vahído de angustia, que mi padre advirtió. Me palmeó la
espalda para animarme, quizá preocupado por su heredero».
«Los días comenzaron a sucederse unos iguales a otros, temía a las clases
de Eterio, pero aún más los juegos con los otros chicos y los entrenamientos
con Chindasvinto. No veíamos mucho a los mayores, me refiero a Adalberto y
Búlgar, quienes me habían protegido en un principio; ellos se adiestraban
fuera del recinto palatino, realizaban guardias con los soldados de la muralla
o hacían salidas fuera de la corte. Sus estudios de letras habían finalizado y lo
que les restaba era aprender bien el manejo de las armas. Alguna vez me crucé
con Adalberto y siempre mi corazón latía deprisa al verle; él me trataba con
cordialidad.
»Sisenando continuó odiándome y haciéndome la vida imposible con la
aquiescencia de Chindasvinto. Por Sinticio supe que mi enemigo pertenecía a
la nobleza más antigua del reino, los que consideraban que mi familia había
usurpado el trono y no acataban la elección real. Nada de lo que yo hacía les
parecía bien, y por todos los medios buscaban excluirme de la vida social,
haciéndome quedar en ridículo.
»Sisenando solía decirme que yo nunca sería rey, que cualquiera de los
que se adiestraban en las escuelas palatinas tenía más valía que yo. Yo no era
capaz de responderle, y me atormentaba a mí mismo sintiéndome sin méritos
para estar allí. Alguna vez hablé con Sinticio de ello, que intentaba animarme
diciendo:
»—No sé qué se cree ese vanidoso… Lucha mal, al menos tú tiras bien
con la jabalina… Tu sangre es real y él ha llegado aquí gracias a los caudales
heredados de su abuela, una dama hispanorromana de la Bética; por lo tanto,
no es godo de pura cepa. Así que deja de quejarte… Tú serás rey, te lo digo
yo. La nobleza no está en los puños, y creo que tampoco en la sangre, está en
el dominio de uno mismo y en la grandeza de corazón.
»Me sorprendió escuchar aquello en labios de Sinticio. Mi amigo era un
hombre acomplejado, herido por los desprecios y burlas a los que le habían
sometido; sin embargo, poseía un espíritu abierto y siempre me fue leal, sí, lo
fue hasta el fin; mientras que yo no siempre correspondí a su afecto
desinteresado. Y es que, cuando crecimos, algunos comenzaron a adularme;
pensaban que más adelante quizá yo sería el sucesor de mi padre y
consideraban que era bueno tenerme de aliado; me fui uniendo a ellos y
alejándome de Sinticio; me daba vergüenza que me viesen con él por su fama
de haber sido usado por los capitanes como mujer. Al principio, yo me
encontraba a gusto con las nuevas compañías pero, en el fondo, reconocía que
no eran realmente mis amigos. No podía contarles mis cuitas y problemas, ya
que debían pensar que yo era fuerte y que nada me afectaba. Llegué a sentirme
solo porque no podía desahogarme con mis nuevos camaradas, a quienes yo
quería impresionar y, al mismo tiempo, evitaba a Sinticio, mi verdadero
amigo. Como los problemas con Sisenando y Chindasvinto continuaron, pensé
en mi madre. Yo confiaba ciegamente en ella, pero las normas de las escuelas
palatinas nos prohibían a los más pequeños el acceso a las estancias reales.
»Al fin, un día, a pesar de los impedimentos pude llegarme hasta ella, que
me recibió con un tierno afecto, haciéndome sentir confuso ante sus
expresiones de cariño.
»Baddo me echaba de menos, se sentía sola dado que el rey Recaredo se
había ausentado por la guerra. Esperaba un hijo, a ti, Swinthila, y las curvas
de la maternidad la hacían parecer más hermosa; se encontraba débil con la
flaqueza que muestran algunas mujeres durante el embarazo; un aura de suave
melancolía la impregnaba. Recostada en un triclinio, no se levantó al verme
dado su avanzado estado de gestación, y yo me senté en el suelo junto a ella;
entonces mi madre, Baddo, me cogió la cara con sus manos examinándome con
detenimiento.
»—¡Has cambiado tanto! ¡Eres casi un hombre! ¡Cuánto tiempo ha pasado
desde que vivíamos en el norte! ¿Recuerdas?
»Sonreí tristemente. Ella continuó:
»—Era una vida libre… Ahora estamos apresados por el protocolo de la
corte, casi no puedo verte, hijo mío.
»Yo permanecí callado y mi madre se dio cuenta de que algo ocurría. Poco
a poco logré ir articulando algunas palabras:
»—Estoy en una jaula…
»—¿No eres feliz?
»No pude reprimirme y exclamé:
»—No, madre, no lo soy.
»Ella clavó sus hermosos ojos oscuros, dulces y comprensivos en mí,
preguntándome:
»—¿Por qué?
»—En las escuelas palatinas hay miedo…
»—¿Miedo?
»—Un capitán nos trata tiránicamente y ha realizado… —me detuve—…
cosas… cosas inconfesables.
»Avergonzado, le relaté lo que ocurría con Chindasvinto: cómo había
abusado de Sinticio y de otros, y cómo maltrataba a los mejores alumnos de
las escuelas.
»—¿Tienes pruebas?
»—No, no hay pruebas más que mi palabra y la de algún otro chico contra
la suya, el capitán Chindasvinto es muy poderoso.
»Ella calló y después prosiguió como hablando consigo misma.
»—Esas cosas son difíciles de probar.
»Entonces una luz se abrió en mi mente, quizás ella sí pudiese hacer algo,
ella era la reina, la esposa del todopoderoso Recaredo.
»—Todo mejoraría si él abandonase las escuelas palatinas. ¿No podrían
ascenderlo y enviarlo a alguna campaña militar lo más lejos posible de
Toledo?
»—Poco puedo hacer, tu padre está en la Septimania… Dices que él es un
buen guerrero…, ¿no? —Bajando la voz, como dudando, prosiguió—. Quizá
podría hablar con el conde de los espatarios…
»Se hacía tarde, yo debía volver; pero ella no quiso separarse de mí y me
acompañó tapada con una capa, de color oscuro. Se fatigaba y se apoyaba en
mí. Antes de llegar a la zona de las escuelas palatinas, en las sombras de un
pasadizo, me abrazó. Ahora ella era más pequeña que yo, besé sus cabellos
olorosos y brillantes. Parecíamos una pareja de enamorados. Permanecí un
tiempo en sus brazos; después ella se fue. Noté que alguien nos estaba
espiando».
«Vi guerrear a mi padre con esa habilidad férrea que siempre le había
caracterizado. Le gustaba la lucha y era fuerte, muy fuerte, atacaba de frente,
con decisión, sin dudar un momento, como un toro salvaje, con una potencia
sin límites. Manejaba una espada de gran envergadura que había heredado de
su abuelo Amalarico y que antes había pertenecido a su hermano
Hermenegildo. Se introducía entre las filas bizantinas seguido de sus hombres,
que le idolatraban, y que eran incapaces de separarse de él.
»Le seguí desde lejos con la vista, incapaz de introducirme en la batalla.
»En un determinado momento el rey Recaredo comenzó a luchar con un
guerrero joven, muy alto, que llevaba un casco con triple cimera, calado y una
armadura clásica bizantina. Parecían un toro y un león. Uno combatía
arremetiendo hacia delante, con embestidas feroces; el otro era un luchador de
elegancia exquisita, suave en sus formas, cortante en sus ademanes, algo etéreo
había en sus gestos. Mi padre estaba desconcertado y eso le restaba potencia.
El desconocido aprovechó este momento para descargar un tajo sobre él,
quien pudo evitarlo parcialmente; manó sangre de su armadura. Aquello irritó
al rey godo. Se lanzó hacia delante y abatió al bizantino, haciéndole caer al
suelo.
»Mi padre levantó el arma para rematarlo, pero entonces se oyó una voz:
»—Recaredo…
»—¿Quién eres…?
»—La voz del destino, la voz de alguien que viene más allá de la tumba a
saldar cuentas con la injusticia.
»El hombre levantó su cimera, unas greñas oscuras y unos ojos claros casi
trasparentes. Oí un grito de desesperación de la boca de mi padre.
»—¡Hermano, hermano…!
»El rey retrocedió y el desconocido huyó. La batalla finalizaba, los
hombres de Cartago Spatharia dejaban el campo, retirándose a su plaza. En
medio de campo de batalla, mi padre, arrodillado en el suelo, mostraba un
rostro demudado. Una sombra de tristeza lo envolvió y el pasado regresó a él.
Lo condujeron a su tienda, herido, enfermo, a un lecho en el que fue trasladado
a Toledo.
»Habíamos ganado la batalla, pero la guerra contra los bizantinos no había
terminado, el cerco de Cartago Spatharia se levantó. El rey Recaredo estaba
muy enfermo».
En la corte
«La lluvia caía con un crepitar continuo sobre las piedras del palacio de
Toledo; el agua se acumulaba en las oquedades y después rebosaba para
formar pequeños ríos que avanzaban desde el palacio hasta las calles. Desde
una barbacana en la muralla se podía ver el Tajo lanzando sus aguas contra las
riberas y las piedras del cauce, como un dios antiguo enfadado. Cerca de la
muralla un pequeño árbol doblaba sus ramas por el agua de la lluvia, y de él
pendían regueros que acariciaban el suelo suavemente. Unos siervos cruzaron
corriendo hacia la gran puerta de la muralla, se cubrían con unas capas que
sostenían sobre sus cabezas para no mojarse.
»Habíamos regresado del Levante pocas semanas atrás, hubiéramos
podido ganar la guerra de no haber sido por la extraña enfermedad de nuestro
señor y mi padre, el gran rey Recaredo. Ahora yo, espatario real y capitán de
espatarios, no era el niño imberbe de las escuelas palatinas sino que había
ocupado ya mi lugar en la corte. Había pasado la guerra y no quería
recordarla. Noté un brazo que me sostenía por detrás, giré bruscamente
llevando la mano a la empuñadura de mi espada. El otro rio; era Adalberto.
»—¿Has acabado ya de mojarte?
»—Me gusta ver caer el agua… Parece que limpia los campos y a mí me
limpia el corazón…
»Adalberto torció el ceño, no le gustaban las palabras sensibles o
demasiado tiernas.
»—Witerico quiere hablar contigo.
»—¿Sí?
»—Está preocupado por la salud del rey.
»Nos protegíamos por el saliente de la muralla que cubría la barbacana,
como un tejadillo que impedía que nos mojásemos. Adalberto se hallaba muy
cerca de mí. Me examinaba con esa mirada inteligente y traslúcida,
característica de él. Continuó hablando de modo persuasivo y suave, de esa
manera con la que era capaz de convencerme de casi todo.
»—Todos lo estamos… No han pasado muchos años desde que tu padre, el
gran rey Recaredo, que Dios guarde, unificó el reino. Si tu padre fallece
necesitarás apoyos. Creo que deberías hablar con Witerico.
»—Me gustaría que vinieses conmigo —le dije—, Witerico me impone.
No estoy seguro de que sea de fiar.
»—Antes pensaba como tú, pero creo que no es tan ambicioso como
parece, que busca únicamente el bien del reino.
»—Participó en la conjura de Mérida junto a Frogga y a Sunna.
»—Recuerda que los denunció. Es leal a tu padre.
»Había dejado de llover. El ambiente era luminoso, y se escuchaba a los
gorriones trinar, los pájaros de la lluvia anunciando que pronto escamparía.
Un rayo de sol brilló sobre la loriga de Adalberto, poco a poco las nubes se
abrieron y la luz del sol rodeó a mi amigo. Yo estaba en la sombra debajo de
la barbacana; al salir, unas gotas de agua cayeron del tejadillo, me mojaron la
cabeza, resbalándome por la frente. De un gesto brusco me las quité. Seguí a
Adalberto a través de los vericuetos del baluarte. Conocíamos aquella zona
del castillo como la palma de nuestra mano; para acortar subimos hasta el
adarve y cruzamos varias almenas. Desde allí se divisaba el Tajo rugiente,
casi desbordado por las últimas lluvias. Me distraje mirando el río mientras
Adalberto hablaba con entusiasmo de Witerico, duque de la Bética, uno de los
adelantados del reino. Según mi capitán, Witerico era un hombre inteligente y
bien informado. Él quería a toda costa que yo fuese rey. Entre los dos íbamos a
cambiar el reino y dominar el mundo, conquistaríamos las tierras francas
donde Witerico había luchado y también los territorios bizantinos. El reino
godo sería de nuevo, como en tiempos de Teodorico, la gran potencia del
Occidente. Yo escuchaba a Adalberto con arrobamiento; en aquella época todo
lo que él dijese era incuestionable.
»—Los godos somos los verdaderos continuadores del gran Imperio
romano, los que vencimos a Atila, los más civilizados dentro de los pueblos
germanos y ahora, por la gracia de Dios, convertidos de la pestilencia arriana
somos el pueblo llamado a cantar y a alabar las glorias de Cristo.
»Cuando hablaba lo hacía con un rostro de iluminado.
»—Los francos son pueblos aún salvajes. Mira a sus reyes, reparten las
tierras, que gloriosamente conquistó Clodoveo, entre sus hijos, como si fuesen
una finca familiar. Los godos hemos matado reyes, pero la gloria de nuestro
destino ha hecho que el territorio conquistado permanezca unido. Volveremos
a ocupar la totalidad de la tierra hispana que nos pertenece…
»Nunca le había oído hablar de aquella manera; me di cuenta que quizá
Witerico influía en su modo de pensar. Con orgullo continuó describiendo las
tierras del reino godo:
»—Todas las provincias de la Hispania, el África Tingitana y las Galias.
Tú serás el rey que lo lleve a cabo, tú, acompañado de tus generales:
Witerico, Búlgar y yo mismo.
»Aquellas palabras me enardecieron. Sin embargo, en el fondo de mi alma
sabía que no eran verdad; yo nunca sería ese rey que soñaba Adalberto.
Entonces pensé: “Quizá yo no llegue a ser todo eso que desea Adalberto, pero
lo que sí es posible es que ellos sean los generales que quieren llegar a ser”.
»—Necesitarás la ayuda de Witerico si deseas llegar al trono y, sobre
todo, si piensas permanecer en él. En la corte se te conoce como un
bastardo…
»—No lo soy.
»Él me miró asombrado de mi confidencia, que era la verdad. No quiso
entrar en aquella materia espinosa y me dijo:
»—Si ahora no consigues el trono, estoy seguro que habrá una guerra civil.
Es posible que más adelante tu padre o los nobles prefieran a tu hermano
Swinthila antes que a ti.
»Dejamos el adarve al llegar a un paredón por un portillo que se abría ante
nosotros. Nos metimos por los vericuetos que formaban el palacio del rey y
llegamos a las estancias que ocupaba Witerico; duque de la Bética y general
del ejército de Recaredo.
»Nos abrieron paso dos sayones apostados delante de la puerta. Al entrar
Adalberto realizó el saludo militar y yo le imité.
»Witerico era un hombre entrado en años, con el rostro marcado por
cicatrices que le atravesaban uno de los pómulos, con calvicie prominente de
la que partía un escaso pelo entrecano y ralo, largo sobre los hombros. Su
mirada era inquisitiva e inquietante, los ojos en su juventud debieron de ser
claros, pero ahora mostraban las huellas de la vejez. Era un hombre muy
fuerte, poderoso con su armadura brillante y bien troquelada, en la que lucía
un águila dorada con la cabeza vuelta hacia la izquierda. Incluso a Adalberto,
que era un hombre ya maduro, le imponía respeto, así que me situé detrás de
mi capitán y antiguo preceptor, intentando que no se me viese, pero él se
apartó. Me quedé frente al magnate.
»—Me alegro de que hayáis venido pronto. Hay graves asuntos que
debemos dirimir que atañen a vuestro futuro y al de todo el reino.
»—Vos diréis… —balbuceé con voz insegura.
»—Vuestro padre está gravemente enfermo.
»—Lo sé —dije.
»—El fin se avecina inminente. He hablado con el obispo y vuestro padre
recibirá los sacramentos y será decalvado. Eso significará que vos seréis su
sucesor…
»—Me siento indigno de tal honor —respondí con voz débil.
»—Vos sois la esperanza de la regeneración goda. Vuestro padre ha sido
mal aconsejado por algunos, ha dictado normas en detrimento del antiguo
clero, formado por nobles godos. Aconsejado por Leandro e Isidoro ha
desestimado a los que durante años eran cabezas de las sedes
metropolitanas…
»—¿No querréis volver a la herejía arriana…?
»—¡Lejos de mí! —protestó Witerico—. Acato las nobles y justas
decisiones tomadas en el Sacro Concilio. Sin embargo, la aplicación práctica
del mismo ha resultado en desdoro de la nación goda. Vuestro padre se ha
apoyado en nobles hispanorromanos, como Claudio, duque de la Lusitania, o
nobles sin abolengo, como Gundemaro, de la Narbonense; ha desoído buenos
consejos. De nuevo os digo, mi señor Liuva, vos sois la esperanza de la
regeneración goda.
»Adalberto asentía a estas palabras y yo me sentí orgulloso de ellas. Tomé
confianza y el duque de la Bética lo notó.
»—El Consejo Real ha sido convocado para proclamar el nuevo rey.
Tendréis todo mi apoyo, pero solo si desestimáis a los nobles que nombró
vuestro padre, sobre todo a Claudio y a Gundemaro. Si reponéis en las sedes
metropolitanas al antiguo clero godo. Si escogéis como vuestros generales a
hombres de talla y valía como vuestro amigo Adalberto y yo mismo.
»Les miré asombrado. Ellos habían desarrollado una jugada en la que yo
no era nada más que una pieza que habían colocado en medio de la compleja
trama de la política palatina. No me quedaba más remedio que aceptar; con
Witerico en contra, yo no tendría opción al trono.
»Sonreí torpemente mientras declaraba:
»—Necesitaré vuestra ayuda y acepto el noble ofrecimiento de poneros al
mando del ejército.
»Entonces Witerico y Adalberto se inclinaron ante mí.
»—Mañana se reunirá el Sacro Concilio en Santa Leocadia. Seréis
proclamado rey de los godos —dijo Witerico.
»De pronto me sentí orgulloso de mí mismo. Iba a ser proclamado sucesor
de mi padre, ayudado a llegar al trono por algunos de los mismos que se le
habían opuesto. Pensé que podría dominar a los nobles levantiscos y ajenos a
la casa de los baltos. Tendría dos buenos generales y no debería ir a la guerra.
Los mismos que se me habían enfrentado desde niño ahora deberían rendirme
pleitesía y honor.
»El tiempo de mi padre había pasado, ahora llegaba mi momento. El
momento de Liuva; Liuva, rey de los godos. El despreciado iba a ser ahora
coronado rey.
»De nuevo, fuera tras las murallas, comenzó a llover. Una lluvia que
rebotaba contra las piedras de la fortaleza y las limpiaba. A través de una
ventana entreabierta entró el frescor de aquella agua de primavera. Esa lluvia
me purificaba interiormente y yo me sentía seguro y poderoso. Aquel noble de
ilustre cuna me estimaba y apoyaba mi elección. Como todos los inseguros, la
cercanía al poder hacía que desapareciesen mis miedos y el halago de los que
antes me habían despreciado me confortaba.
»No me entristecía la muerte de mi padre. Por un lado, era ley de vida que
él tuviese que morir. Por otro, siempre me había sentido exigido por él y, en el
fondo de mi alma, detestaba a aquel que me había separado de mi madre, le
aborrecía con un odio mezclado con unos celos atroces.
»Mi destino sería ser rey, fuera dudas y vacilaciones, todos los obstáculos
se allanaban ante mí. Mi origen indigno se había olvidado, y yo, Liuva, sería
el rey que todos recordarían, el que, como Adalberto me había augurado,
conduciría a nuestra noble nación a la gloria y al poder.
»Después Witerico me explicó los entresijos de la conjura; él había
convocado a los nobles de todo el reino, de modo que llegasen primero los
que estaban de acuerdo con mi coronación. Había sido muy rápido y sagaz.
También había convocado al clero, los conversos arríanos estaban al tanto, los
católicos habían sido postergados.
»Él mismo me adoctrinó sobre la tradición escrita en el Breviario de
Alarico y el Codex Revisus del gran rey Leovigildo, en lo que se refiere a la
elección real y a la coronación. El rey tenía que ser aclamado por la nobleza y
yo iba a serlo.
»Después de la reunión con Witerico, Adalberto y yo bajamos a la ciudad
y nos emborrachamos. Recuerdo que regresamos al palacio después del toque
de queda; nos detuvieron en la puerta de entrada, pero al reconocernos nos
dejaron pasar.
»A la mañana siguiente busqué a Sinticio. Él, que había sido un amigo fiel
en los tiempos difíciles, debía ser partícipe también de los momentos de
triunfo.
»Su cara se transformó, en lugar de la alegría que yo hubiera esperado, su
rostro se vio velado por una sombra.
»—Tu padre aún no ha muerto… —me dijo—, tú no puedes proclamarte
rey.
»—¿No puedo? —me enfadé yo—, pues voy a hacerlo…
»—Creo que cometes un error fiándote de Witerico.
»—Adalberto está de su lado.
»—Me da igual —dijo Sinticio—, últimamente veo muy raro a Adalberto.
»No le hice caso y proseguí intentando convencerle.
»—Mira, Sinticio, hay que aprovechar las buenas oportunidades. Mi padre
va a morir, soy joven y soy ilegítimo. ¡Necesito apoyos! Yo no tengo realmente
fuerza, pero si los del partido de Witerico me secundan no habrá obstáculos
para que llegue al trono, se evitará una nueva guerra civil.
»Sinticio guardó silencio. Me di cuenta de que no estaba convencido por
mis argumentos.
»—Witerico te está utilizando…
»—Entonces Adalberto y Búlgar también lo hacen y ellos siempre me han
sido fieles. Lo han sido desde los tiempos de Chindasvinto y Sisenando.
Podría dudar de Witerico pero no de Adalberto.
»Sinticio no se conformaba.
»—¿Has hablado con la reina?
»—¿Por qué debería hacerlo? ¡No soy un niño!
»—Ella es tu madre.
»—¿Cómo lo sabes…?
»—No estoy ciego. Ese rumor corre por la corte hace tiempo. La reina
Baddo ha sido siempre muy influyente y respetada, conoce muy bien a tu padre
y también el reino.
»—Mira, Sinticio, a mí me han despreciado siempre. Según todos soy el
ilegítimo, pocos saben que mi madre es la reina. ¿Por qué me han condenado a
ser un bastardo? ¡Solo para protegerla! Cuando sea rey diré la verdad, desharé
las supercherías que mi padre montó.
»—La condenarás a la deshonra…
»—¡No es así!
»—Yo no quiero tu mal. Siempre te he apoyado, pero ¿no crees que
Gundemaro y Claudio te apoyarían?
»—Estoy seguro de que no, ellos apoyarían al que mi padre designe como
rey. Ese sería siempre Swinthila.
»—Swinthila es un niño. No nombrarán rey a un infante manejable por
toda la camarilla de la corte. Tu madre te apoyará… ¡Habla con ella!
»Me enfadé con él, estaba harto de sus críticas y sermones. Le grité:
»—¡Tú qué sabes! Ella prefiere a Swinthila y mi padre también.
»—Eso no es así. Yo he visto cómo te quiere tu madre. ¿Recuerdas cuando
estaba escamado porque pensaba que tenías una amante? Era tu madre que
embozada venía a visitarte…
»—¡Tú no sabes nada! Además, desde que mi padre ha enfermado mi
madre no se separa de su lado, no puedo hablar con ella. Y… aunque pudiese,
te digo que protege a Swinthila. Si mi padre sobrevive, lo nombrarán a él
como sucesor al trono. Yo no valgo nada para ellos. ¡Ahora es mi momento! Es
nuestro momento, viejo amigo, o te subes al carro o te quedas atrás. Tú eliges.
»—Siempre te apoyaré, a ti y a Adalberto. ¡Estás ciego! Te veo lleno de
ambición. Antes no eras así.
»—Me he vuelto realista. Sé a quién tengo que escuchar.
»Sinticio se fue dando un portazo, yo no razonaba, no quería ver lo que era
evidente, lo que mi amigo, mi único y verdadero amigo me quiso mostrar».
La conjura de Santa Leocadia
EL TORO Y EL LEÓN
ISIDORO DE SEVILLA,
De origine Gothorum, Historia Wandalorum, Historia Sueborum
La carta
Yo, Baddo, reina de los godos, a ti, hijo mío, Swinthila, te revelo el
secreto tanto tiempo guardado.
Yo, Baddo, reina de los godos, de las tierras que se extienden de la
Septimania a la Bética, de la Gallaecia a la Cartaginense, de la Lusitania al
Levante imperial, culpo a los nobles, los obispos, los clérigos y magnates de
este reino de sedición y perfidia.
Yo, Baddo, reina de los godos, pondré al descubierto las intrigas, las
maquinaciones, los crímenes y las mentiras del renegado, el que juró
vengarse. El secreto ligado a un hombre, un hombre marcado que buscó la
desgracia de la noble sangre baltinga que late en tus venas. Los hechos
unidos a una conjura que deshizo nuestra familia, en la que muchos
traidores intervinieron y una sombra tejió los hilos, una sombra que yo no
fui capaz de reconocer. Busca al hombre de las manos manchadas de sangre,
el que aparenta compasión y nobleza pero es pérfido e infame. Búscale,
Swinthila, hijo mío, cumple la última voluntad de la que te llevó en sus
entrañas.
El hombre que retuerce las palabras para que digan la mentira. Búscale.
Te conmino desde la tumba a que lo hagas.
Te revelaré el secreto de la copa sagrada, encuéntrala y utilízala para el
bien.
Tú vengarás el honor de nuestra familia y protegerás a tu hermano
Gelia. Es por ello por lo que te revelo el pasado, ante ti se abrirá el mundo
de mi niñez y mi juventud, el mundo de mi madurez y el mundo de mi
sufrimiento.
Las palabras de la carta se van desgranando una tras otra, delante de Liuva
y de Swinthila, de tal modo que el manuscrito se hace vivido a sus ojos,
mostrando una historia de guerra y pasiones. La historia de un tiempo ya
pasado, de unos hechos que les han marcado a ambos.
La historia de la reina Baddo
La reina Baddo procedía de las tierras del norte, de las tierras sagradas de
Ongar, del valle junto al Sella, rodeado de montañas. En aquel lugar, desde los
altos picachos, en los días claros, se divisaba a lo lejos el mar cántabro, a
veces punteado por la espuma de la marejada, otras veces gris y muchas,
blanquecino, un mar sin horizonte en el que el cielo y el océano no marcaban
sus límites. El mar que exploraron los astures hasta las islas del norte, ignotas
y heladas.
El padre de Baddo era Aster, príncipe de la caída ciudad de Albión.
Cuando Baddo era niña, su padre un día partió hacia el sur a buscar a su
amada, una Jana de los bosques, y a encontrar una copa sagrada. Aster no
volvió nunca más y, en la memoria de Baddo, él se iba esfumando como una
leyenda, como una sombra, como unas manos que la habían acariciado. La
madre de Baddo se llamaba Urna y era una mujer trastornada, que no hablaba
casi nunca pero, cuando lo hacía, se expresaba de un modo cuerdo. Baddo
tenía un medio hermano, Nícer, el hijo del hada, el amado de los dioses y de
los hombres. De niña, a Baddo la había cuidado un ama, Ulge, que conoció la
ciudad bajo las aguas y le habló de ella, la ciudad del palacio y el templo; la
más bella ciudad de las tierras cántabras. La ciudad a la que su padre, Aster,
no mencionaba jamás, a la que ya solo las baladas evocaban.
En lo alto, antes de salir del valle sagrado, hay aún una cueva, la cueva de
Ongar, y una cascada. De niña, a Baddo le gustaba ver desde allí todo el valle:
los bosques de robles y acebos, las praderas verdeando al sol y, en el centro
del valle, la fortaleza, resto de un antiguo castro. En los días de niebla, la
fortaleza de Ongar semejaba un lugar mágico, rodeada de las brumas del río, y
parecía no estar sujeta al suelo. Más allá, en la ladera, se diseminaban otras
casas rodeadas por cercas que parecían murallas.
Tras la cascada y la cueva, el cenobio de Ongar, el lugar donde moraban
los monjes. De todos ellos, Mailoc, el abad, era su amigo y protector. Aster
quiso que Baddo, su hija, aprendiese las letras con él. Nadie entendió su
decisión; ¿para qué educar a una mujer? Pero él no respondió, y quizá pensó
en el hada, la Jana que encontró junto a un arroyo, una mujer bruja que sabía
leer; por eso quiso que su hija Baddo conociese los signos de los pergaminos.
Mailoc… Cuando Baddo recordaba su nombre veía una sonrisa suave y
una luz en la mirada, una expresión bondadosa a la vez que firme y un rostro
anciano, más allá del tiempo. El cenobio era lo último habitado en las tierras
de Ongar; más allá estaba lo prohibido, lo que los niños de Ongar no podían
traspasar y, por eso mismo, les atraía tanto. Solo salían del valle los guerreros
armados; para los demás se había vedado cualquier tipo de escapatoria. Fue
Nícer quien proscribió las salidas. El valle estaba en paz, pero fuera de él, en
el mundo había guerra. Nícer quería alejar aquel lugar hermoso y sagrado de
las pugnas fratricidas de los pueblos de la montaña, de los saqueos de los
suevos, de la lucha frente al godo. En tiempos de Aster, el padre de Nícer, los
mercaderes, escoltados por la guardia, aún alcanzaban el poblado, pero ahora
desviaban su paso a través de las montañas, obviando la entrada a Ongar.
Llegó un tiempo en que, para los hombres ajenos a él, el valle de Ongar se
convirtió en un lugar mítico que hundía sus raíces en la leyenda.
En el tiempo en que Baddo comienza su historia, ella era muy joven, y
estaba sometida a la autoridad de su hermano Nícer, pero no lo respetaba y se
rebelaba contra él. Nícer quería que se hubiese comportado como una mujer y
renegaba de ella cuando se batía con los muchachos de Ongar. Fue Fusco, un
viejo amigo de su padre, quien le enseñó a manejar el arco y la espada, aunque
nadie en su sano juicio le hubiera enseñado jamás a una mujer el arte de las
armas. Sin embargo, Fusco, al mirar a Baddo, decía que veía en sus ojos
negros a Aster, su señor, a quien él había amado y servido en sus años mozos.
La morada de Fusco estaba alejada de la fortaleza, era una casona grande
de piedra que Aster le había regalado, tiempo atrás, cuando Fusco se desposó
con Brigetia. Habían tenido muchos hijos, y cuando Aster abrazó la fe
cristiana, Fusco y Brigetia, siguiendo a su señor, los bautizaron a todos y se
cambiaron de nombre, Brigetia se convirtió en Brígida y Fusco en Nicéforo,
pero nadie se acostumbró a ese nombre tan largo y Fusco siguió siendo Fusco
en todo el valle de Ongar.
La casa de Fusco fue el segundo hogar de Baddo, un techado de paja con
paredes de piedra irregular, rodeada de corrales para el ganado y llena del
desorden y de la algarabía de los hijos. Muy a su pesar, porque él se
consideraba un guerrero, para dar de comer a su numerosa prole labraba los
campos de alrededor. Sin embargo, con el tiempo, consiguió algún siervo y
empleó a sus muchos hijos en las tierras. Entonces pudo dedicarse a la caza y
a guerrear. Él fue uno de los que quiso ir a buscar a la Jana cuando Aster, el
príncipe de la caída ciudad de Albión, partió hacia las tierras del sur; pero
Aster, que quizás adivinaba su propio destino, se lo prohibió para que no
descuidase a sus hijos. Cuando su príncipe no volvió del reino godo, dicen
que Fusco envejeció, su pelo se tornó gris y, a menudo, se dirigía hacia lo alto
de Ongar, al lugar tras la cascada, esperando que su señor volviese; allí
dejaba transcurrir el tiempo. De los hombres que partieron con Aster solo
regresaron dos: Mehiar y Tilego; pero el más querido para el corazón de
Fusco, Lesso, el amigo de la infancia, no regresó.
Fusco no obedecía a Nícer; tampoco le desafiaba abiertamente, pero
cuestionaba continuamente muchas de sus órdenes. Sin querer, comparaba el
genio militar de Aster con los talentos más modestos de su hijo. Él había
idolatrado a Aster, por eso nunca nadie estaría a su altura. Fue por ello por lo
que, contraviniendo las órdenes de Nícer, le gustaba entrenar a Baddo para ser
una mujer guerrera y le hablaba de otra mujer, Boadicea, reina de una tribu de
las islas, que luchaba como un hombre y que siglos atrás derrotó a los
romanos. También le hablaba de Brígida, la abadesa, la mujer santa que
gobernó a mujeres y hombres en la gran isla de Hibernia.
La senda que conducía a la casa de Fusco estaba rodeada de tejos y robles.
En el tiempo en el que comienza esta historia, Baddo caminaba muy deprisa
recogiéndose las faldas de lana para no tropezar con ellas, mirando a un lado y
a otro por si alguien la seguía. Al llegar a la casa, Brígida estaba limpiando a
uno de sus hijos pequeños. Cuando vio a Baddo, la saludó con aspavientos de
alegría y después la abrazó, hundiéndola en aquel pecho voluminoso de
campesina.
—¿Dónde están tus chicos? —dijo Baddo al fin, cuando se libró del
estrujón.
—¿Dónde van a estar? —respondió—. En el prado del castaño matándose
a golpes…
Baddo se despidió de ella agitando la mano, rodeó la casa y enfiló un
sendero empinado, hacia el lugar donde sabía que iba a encontrar a los
mayores con Fusco. Los hijos habían heredado del padre el pelo fosco y
greñudo que caracterizaba a la familia; todos eran alegres y abiertos.
Desde el borde del camino, cruzó un prado tapizado por hierba en la que
lucían, blancas, unas pequeñas margaritas de primavera. En el centro, aislado
del resto del bosque, un gran castaño extendía sus ramas robustas; arriba
relucían tiernas las primeras hojas de primavera. Fusco, a un lado del prado,
les enseñaba a los niños el arte de la lucha. Estaban cortando unos palos
largos, posiblemente ramas de roble, y cada uno construía una lanza a su
medida, con la punta muy afilada. De la cintura de Fusco colgaba una vaina y
en ella una espada de gran tamaño; esa espada le había sido regalada por el
príncipe de Albión cuando conquistaron la ciudad que ahora yace bajo las
aguas.
—¡Vamos, pequeños guerreros de Ongar, a matar al enemigo! ¿Quién será
capaz de atravesar la rama del castaño?
—¿Cuál? —dijo uno de los niños, que no levantaría más de una cuarta del
suelo.
—La de la copa, la situada a la derecha…
La rama parecía muy elevada y difícil de alcanzar. Los niños arrojaban los
palitroques con forma de lanza de uno en uno; la mayoría de las veces no
llegaban al blanco y entonces los palos caían al suelo. Fusco insultaba a sus
hijos cuando erraban el tiro, o los ensalzaba y abrazaba cuando se acercaban
al mismo; todos reían mucho.
Tras un rato en el que mantuvieron el juego, Fusco se percató de que
Baddo estaba allí. Atravesó el prado mientras sus hijos seguían ejercitándose
y se acercó a ella.
—¡Salud a la hija de Aster…!
—¿Cómo estás, Fusco?
—Ya ves, enseñando a estos hijos míos cómo se maneja una lanza. ¡Ven
para aquí, niña!
La cara de Fusco era la de un niño grande, todavía pecoso y con hoyuelos
en los carrillos, cubierta parcialmente por una barba poco espesa y mal
cortada. Sonrió y sus hoyuelos se hicieron más profundos, después desafió a
sus hijos.
—¡Ya veréis cómo la hija de Aster es mejor que todos vosotros juntos!
Ella enrojeció.
—Toma, Baddo, esta lanza y alcanza el objetivo: la rama de la derecha del
castaño.
—¿Cómo…?
Fusco se situó detrás de Baddo, le colocó correctamente los pies para que
disparase bien, al tiempo que le ponía una lanza entre los brazos.
—Ves, debes hacerlo así, balanceando el cuerpo con los pies separados.
Ahora tienes que coger impulso y correr, cuando tus ojos noten que el blanco
está a la altura de la punta de la lanza, impúlsala hacia delante. Suéltala ni muy
cerca ni muy lejos de aquella marca en el prado.
Baddo comenzó a correr, y sus cincos sentidos se dirigieron al castaño. De
modo inusual en ellos, los hijos de Fusco se callaron. Cuando la chica
comprobó que la punta de la lanza enfilaba el blanco, la impulsó con fuerza
hacia delante. La lanza hizo una curva en el aire y golpeó la base de la rama de
la copa del castaño, sin llegar a clavarse en ella; al fin cayó hacia el suelo
rebotando.
Se oyeron gritos, entre otros los de Fusco.
—Lo has hecho muy bien, tu puntería es excelente, pero te falta la fuerza
para atravesar la rama.
La cara de Fusco expresaba asombro, Baddo se puso muy contenta.
—Tu arma es el arco… —le dijo Fusco—, con un arco serías capaz de
atravesar la rama.
Entonces se volvió a uno de sus hijos, un mozalbete dos o tres años mayor
que Baddo.
—¡Efrén! Acércate al arcón de madera que hay junto al hogar… Trae el
arco y las flechas que hay dentro.
El chico miró sonriente a Baddo, quería saber hasta dónde era capaz de
llegar; se habían conocido desde niños y siempre habían sido amigos. Salió
corriendo y desapareció al bajar la cuesta.
Mientras regresaba Efrén, Fusco no paró de hablar, estaba encantado con
la habilidad de Baddo. Para hacer tiempo, se sentó en el suelo y el resto de sus
hijos junto a él, siete chicos fuertes de todos los tamaños. Se subieron a las
espaldas del padre, riendo, y él los levantó por encima de la cabeza para
tumbarlos después en el suelo.
—Ya está bien, todos quietos… A ver, ahora que está Baddo aquí, le
vamos a contar todo lo que sabéis.
Baddo le observó divertida, adivinando adonde se iba a dirigir su arenga.
—Decidme, niños, ¿quiénes fueron los príncipes de Albión?
A coro, los niños respondieron:
—Los príncipes de Albión, hasta su caída, fueron: Aster, que vino del
norte, Verol, su hijo, Vecir, hijo de Verol, Nícer, hijo de Vecir, y Aster.
—¿De dónde vino el linaje de los príncipes de Albión?
Los niños callaron, pero uno de ellos, de unos ocho años de edad, con
pecas en la cara y una sonrisa tímida, le dijo:
—Los príncipes de Albión vinieron de las islas del norte, de las tierras de
los britos…
—¿Quién fue el más grande de los príncipes de los albiones?
Nadie respondió, aquella pregunta había sido hecha para ser respondida
por el propio Fusco, entonces el antiguo guerrero se expresó de modo épico y
grandilocuente:
—El más grande de los príncipes de los albiones fue Aster, que unió a los
pueblos cántabros, astures y galaicos, que venció en la batalla de Amaya, que
fortificó las montañas y las hizo inexpugnables; en su reinado se perdió la
ciudad de Albión.
Se detuvo unos instantes y, cambiando de tono, dijo:
—Ahora os toca a vosotros contestar. ¿Dónde está Albión?
Los niños siguieron callados. En voz baja y un tanto velada por la tristeza,
Fusco dijo:
—Albión está al Occidente, bajo las aguas del mar y del río Eo…
Entonces Baddo preguntó algo que ya conocía:
—¿Por qué se hundió Albión?
—Por la perfidia de los nobles y por la traición de un hechicero llamado
Enol o Alvio.
Fusco miró fijamente a Baddo por encima de las cabezas de todos sus
hijos.
—Aquí en Ongar no hay nobles, en este valle todos somos hombres libres
excepto algún siervo que hemos atrapado en la guerra… Nunca más consentiré
que haya nobles que opriman a hombres libres, ¿lo entiendes, Baddo?
—Sí —dijo.
—Pues tu hermano Nícer no lo tiene tan claro y es ahora el príncipe de los
albiones, de los hombres de Ongar, y de muchas tribus de las montañas que le
rinden vasallaje. Está creando privilegios de unos sobre otros, por eso yo no
estoy de acuerdo con él… Esto, por supuesto, no hace falta que se lo digas a tu
hermano, quien, de cualquier modo, sabe cómo pienso.
Baddo conocía de sobra que Fusco se volvía melancólico cuando hablaba
de aquellos temas, y últimamente descargaba su furia en Nícer. Los niños
estaban serios, al ver que su padre se entristecía. Él quiso cambiar el cariz que
iba tomando la conversación y gritó alto:
—¿Dónde andará Efrén…? ¿Habrá ido a fabricar el arco?
Al poco tiempo, el chico asomó por la cuesta, lo vieron llegar corriendo
con algunas flechas y un viejo arco en la mano.
—Este es el arco que yo utilicé para cazar el lobo cuya piel está en el
suelo de la casa. Era un arma potente pero está ya muy viejo, necesita ser
engrasado.
Los niños se abalanzaron a coger el arco.
—Yo quiero, yo quiero…
—No, es para que pruebe Baddo.
Fusco cogió el arco y, apoyando un extremo en el suelo, lo dobló; después,
del interior de su ropa, extrajo una tripa de oveja curtida para este menester,
formando una cuerda un tanto elástica. Ató la tripa a un extremo del arco y tiró
con fuerza. La cuerda quedó tensa. Después, con los dos pulgares la hizo
vibrar. Entonces le pidió a Efrén una flecha, la apoyó sobre el arco y con
energía la disparó. La flecha atravesó la rama del castaño por su parte más
fina.
—Ahora tú, Baddo —le dijo.
Cogió el arco y guiada por Fusco estiró la cuerda; entonces él la soltó para
que lo hiciese ella sola. Él le indicó:
—Apunta al centro del tronco, es muy fácil, quiero ver si llegas hasta allí.
Dirigió el arco hacia donde se le sugería, la flecha se clavó cerca del
centro.
—¡Hummm…! —dijo Fusco—. Debes practicar…
De sus ojos castaños y expresivos salía de nuevo la luz del recuerdo.
—Tu padre me regaló esta espada…
Fusco desenvainó el arma y la elevó con fuerza hacia el sol, la hoja
refulgió a la luz de la tarde en el aire. Bajó la espada y Baddo la tocó
suavemente; después ella levantó los ojos y su mirada se cruzó con la del
antiguo servidor de su padre. En la expresión del buen hombre había algo
especial:
—Tienes los mismos ojos que tu padre; me asusta tu forma de mirar. Esos
ojos oscuros, con cejas arqueadas.
No quiso seguir hablando de Aster y continuó con otro tema.
—En cambio ese pelo castaño y rizado es el de Urna. ¿Cómo está tu
madre?
—Ya sabes, vaga como un alma en pena; la mayoría de las veces no
entiendo lo que me dice. Mira a Nícer con adoración pero a mí casi no me
reconoce… Me confunde con alguna amiga de su infancia; me llama Lera o a
veces Vereca…
Fusco meneó la cabeza, comprensivo, y dijo:
—Ten paciencia, alguna vez volverá a su ser. No has tenido suerte, tu
padre desaparecido y tu madre que no está en sus cabales…
Baddo detestaba que la compadeciesen porque entonces se enternecía, y la
ternura en aquella época le daba vergüenza.
—No te apenes por mí; tengo a Ulge, que me regaña constantemente pero
que es buena, te tengo a ti, me cuida Mailoc; también la gente del valle se
compadece de mí y a su modo me protege…
—¿Y Nícer?
—Ya sabes que no nos entendemos. Es un pesado, todo el día
sermoneándome, que no haga, que no diga, que no me mueva…
Fusco rio de nuevo. Algunos de sus dientes se habían caído ya y su boca
era oscura. El sol comenzaba a bajar en el horizonte. Todos se dirigieron hacia
la casa de donde salía un olor a garbanzo cocido con alguna col.
Baddo se despidió besando a los pequeños; iba a emprender la bajada
hacia la fortaleza, cuando Fusco la tomó del hombro y, de modo que nadie más
lo oyera, le dijo:
—Este arco es viejo; pero, si lo engrasas y practicas con él, serás una
buena tiradora.
Baddo ya se iba a negar a tomar el regalo, cuando él insistió:
—Le regalo un arma a la hija de quien me enseñó a mí a luchar y me
regaló una espada.
Ella le dio las gracias, entendiendo lo que él quería decir. Se hacía tarde,
por lo que bajó corriendo la cuesta; por el camino escondió el arco entre las
ropas, bajo su capa.
Aquel verano, sola o con Fusco, Baddo comenzó a entrenarse en el manejo
del arma. Con los hijos de Fusco aprendió la lucha cuerpo a cuerpo,
impensable para una mujer de la aldea, a batirse con espadas de madera y a
pelear según se lucha en las tierras del norte.
El oso
Al final de los meses cálidos, cuando los días comenzaban a acortarse, una
mañana sonaron a rebato las tubas de los vigías de uno de los pasos en las
montañas. Mucha gente salió al camino. Unos hombres traían un herido en
parihuelas. Al llegar a la explanada frente al castro, los monjes del cenobio de
Ongar bajaron a atenderle; poco pudieron hacer y el hombre falleció ante sus
ojos.
Baddo se situó detrás del corro que rodeaba al muerto y tocó a uno de los
del poblado por la espalda.
—¿Qué ha ocurrido?
—El oso de los montes de Ongar le atacó y ha muerto.
El hombre era un labriego con bastante familia. Los compañeros del
difunto le condujeron hasta el cenobio y lo dejaron en el centro de la iglesia
para que se hiciese un funeral por él.
En la explanada se reunieron los hombres, estaban furiosos. Se oyeron
primero murmullos y después algunos gritos:
—El oso ya ha asesinado a varios hombres y ha matado a muchos
animales. ¡Hay que acabar con él!
Nícer salió de la fortaleza y les dijo:
—¿Quién quiere perseguir al oso?
Muchas manos se elevaron.
—Está bien, tú, Fusco, tú, Mehiar, tú y tú.
Nícer escogió una partida de veinte hombres. Baddo les vio marchar
armados con espadas, hachas y lanzas, entonaban un canto guerrero y estaban
ufanos, mirando a las mujeres con un aire protector. Baddo sintió envidia al
verlos salir tan alegres, en camaradería viril y fraterna. Se palmoteaban entre
sí las espaldas mientras hablaban de cacerías anteriores. Entonces una idea
indebida atravesó la mente de Baddo. Sin que Ulge la viese, Baddo se acercó
al lugar donde había escondido el arco, lo friccionó con grasa de caballo y se
colgó a la espalda algunas flechas. Se le ocurrió que si lograba matar al oso,
quizá su hermano tomaría en serio sus afanes guerreros.
Los hombres habían avanzado mucho cuando Baddo los alcanzó en su
marcha a través de los riscos. El día era cálido pero, a lo lejos, provenientes
del Cantábrico, algunas nubes oscuras preludiaban la proximidad del mal
tiempo. Baddo procuró no acercarse mucho a los hombres ni alejarse
demasiado de ellos. Llevaban perros que olisqueaban el rastro del oso. A
veces se sentía atemorizada pensando en la fiera, pero aún más pensando en
ser descubierta por su hermano, que la castigaría. Para alejar el miedo, Baddo
agitaba su pelo castaño al viento.
Nícer iba delante con la lanza en la mano y la espada al cinto. Los
hombres lo seguían de cerca. Caminaban a pie porque aquellos peñascos no
eran los adecuados para una cabalgadura.
—El cubil del oso está muy cerca de donde atacó al hombre que ha muerto
—gritaron los hombres de Ongar.
Los cazadores señalaron unas trazas en los árboles, las marcas que
encuadran el territorio en el que mora un oso. Más allá encontraron un venado,
muerto, tapado con ramas. Los hombres comentaron que había sido el propio
oso quien lo había cubierto para después poder alimentarse. Los guerreros de
Ongar sentían un temor reverencial a la fiera; sus antepasados lo habían
adorado como un espíritu del bosque y ellos aún lo respetaban y lo temían.
Los del poblado se encaminaron hacia el arroyo en el centro del bosque.
Baddo los adelantó por un vericueto, corrió entre olmos y algún roble, a la par
que las zarzas del bosque le desgarraban un poco la larga falda de lana. Al fin,
entre los olmos refulgió el agua del manantial; sorprendida, Baddo vio un
curioso espectáculo: un oso de pelaje marrón oscuro de gran tamaño se
bañaba en el río jugando con los peces. La hermana de Nícer estaba situada en
contra del viento, por lo que el oso no podía percibirla; pero cuando los
hombres se aproximaron por el otro lado del regato, el gran macho se puso
alerta. Al incorporarse, Baddo se percató de que su envergadura superaba a la
de los hombres del poblado. Entonces, los guerreros le rodearon dirigiendo
las lanzas hacia él.
Baddo comprendió que aquel era su momento; sacó una flecha de la
cintura, la estiró en el arco, y la flecha impulsada hacia delante describió una
línea en el cielo, escuchándose un silbido al cruzar el aire. En ese segundo el
oso se detuvo. La flecha atravesó limpiamente el pecho de la bestia y dio en el
blanco. La fiera, herida de muerte, se abalanzó contra los que le rodeaban y
comenzó a dar zarpazos en el aire. Los hombres no entendían lo que había
ocurrido, pero arrojaron sus lanzas y atravesaron al oso. Baddo saltaba de
contento al ver cómo el animal caía muerto. Entonces notó detrás de sí una
persona. Se giró y, al ver quién era, dejó escapar un pequeño grito de susto. Se
trataba de Nícer, su rostro denotaba un gran enfado.
—¡De todas las responsabilidades que me ha dejado mi padre, la más
gravosa eres tú! —gritó.
—He matado al oso.
—No, le has herido…
—De muerte.
—Nunca cazamos al oso con flechas, porque a menudo las flechas hieren
al oso sin matarlo y un oso herido es mucho más peligroso. Has de ser tú, la
hermana del príncipe de Ongar, la que contravenga todas las normas. Y ese
arco, ¿quién te lo ha conseguido?
Fusco se adelantó.
—Yo, mi señor.
—Devolverás a mi hermana al poblado. No comentarás nada a nadie de lo
sucedido. El arco será requisado y mi hermana no saldrá de la fortaleza en los
días que dure la próxima luna.
Nícer, enfadado, se dio la vuelta.
Fusco devolvió a Baddo a la gran fortaleza de Ongar. Por el camino, que
ambos hicieron de modo independiente al resto del grupo, no hablaron; pero
Baddo percibió que su viejo amigo Fusco se hallaba contento; su cara
mostraba la expresión de pillería que le caracterizaba. Al llegar al poblado
olvidó requisarle el arco.
El castigo
El castigo de Baddo duró todos los días del ciclo lunar y se le hizo cuesta
arriba, no podía salir de la fortaleza. Se moría de aburrimiento con su madre,
que no hablaba, o desvariaba por las estancias de la fortaleza, y con Ulge, que
la obligaba a tejer y a devanar lana. Por las noches, Baddo miraba las fases de
la luna y le parecía que esta no cambiaba.
Nícer permitió que algunas jóvenes del poblado, con fama de virtuosas y
aburridas, se acercasen a ver a Baddo: Munia, de cabellos castaños; la dulce
Liena, y Tajere, de lengua vivaz. Les gustaba estar cerca de Baddo pues, por
su linaje, ella sería la transmisora de los derechos paternos; sus madres
consideraban que les daría buena reputación estar con la hija de Aster. En el
poblado nada se supo de la hazaña de Baddo con el oso. Se corrió el rumor de
que el mártir san Eustaquio había intervenido desde el cielo con sus flechas.
Ella reía al oír aquella historia. Odió a Nícer por no dejarle lucirse con su
proeza y dejó de dirigirle la palabra. Él, al entrar en las estancias de la
fortaleza, le hablaba, pero Baddo torcía la cabeza y no contestaba a sus
preguntas.
A mitad del ciclo lunar, Baddo y sus compañeras tejían junto al hogar en
una tarde lluviosa; fuera se escuchaba el rumor de los árboles golpeados por
la brisa y el viento. Ellas hablaban de los jóvenes de la aldea, de los partos y
de las muertes; Baddo escuchaba malhumorada.
Liena habló de los tiempos de Aster, cuando se permitía que los
mercaderes llegasen hasta Ongar.
—Tu padre, Baddo, era fuerte y bondadoso, consideraba que el paso de
mercaderes a través de las montañas no suponía un peligro para Ongar. Tu
hermano es… —Liena dudó— más… digámoslo así, prudente.
Baddo se animó al escuchar una crítica al todopoderoso Nícer.
—Sí. No arriesga nada.
Munia se sonrojó, Baddo sabía bien que ella amaba a Nícer.
—Desde que él rige Ongar no ha habido guerra y estamos en paz —le
excusó Munia.
—¿Tú crees que realmente estamos en paz? Estamos aconejados metidos
en una madriguera que en cualquier momento puede ser descubierta… Los
mismos que comerciaban hace unos años pueden revelar los pasos de las
montañas a los godos o a los suevos, y nuestros vecinos, los luggones, siguen
tan belicosos como hace unos años…
Unas palabras secas, detrás de la que así hablaba, vinieron a cortar la
conversación.
—¡Cuánto sabes, Baddo, de los asuntos de gobierno!
Baddo escuchó la voz de Ulge con temor. Ella quería que Baddo fuese la
dama de Ongar, una mujer sumisa, a la vez que fuerte. Por desgracia Baddo no
era nada de lo que Ulge quería para Ongar. Ulge había amado a la primera
esposa de Aster y consideraba que la unión de Aster con la madre de Baddo
había sido algo indecoroso: el jefe de las tribus de las montañas unido a un ser
que no podía casi hablar… En las tierras cántabras, la herencia pasaba por
línea femenina, Aster había llegado a la jefatura de Ongar por su madre, y
ahora Baddo, la hija de la loca, sería la nueva señora de Ongar: Ulge no la
apreciaba. Adoraba a Nícer, se admiraba de su fortaleza, de su rostro similar
al del hada, la de rubios cabellos, a quien Ulge había amado. Así que el ama
insistió agriamente:
—Es tu hermano el que lleva el gobierno de Ongar, y no eres quién para
contrariar sus decisiones.
—No contrarío nada, pero este aislamiento no me parece oportuno…
—¿Sí? Indícame entonces qué es lo que consideras oportuno… ¿Que los
hombres del poblado sean exterminados por los luggones? ¿Que nos invadan
los godos? ¡No sabes de lo que estás hablando! Si hubieses vivido la guerra…
el hundimiento de Ongar… si hubieses visto a los hombres de Amaya llegar
aquí huyendo tras el asedio y la casi destrucción de su castro…
Ulge siguió hablando de los tiempos pasados, y ahora, pensó Baddo,
continuaría hablando de la peste, de la primera mujer de Aster, de los godos a
los que odiaba… Baddo había oído mil veces esa misma cantinela y fingió
escucharla con una media sonrisa. Mientras tanto se preguntaba por qué le
gustaba tan poco a Ulge. Quizá sería por su origen deshonesto, o porque ella
era morena con ojos oscuros como los de su padre y con cabellos rizosos
como su madre. Ulge no aceptaba que Baddo fuese una descendiente de las
antiguas razas de las montañas, que producen hijos de aspecto oscuro. Para
ella ser de piel clara era un don que señalaba la predestinación y un origen
noble.
Munia, bondadosa y sensata, intentó cambiar el tema de la conversación,
interrumpiendo al ama:
—Señora Ulge, ese broche con el que sujetáis vuestro manto es muy
hermoso; ¿de dónde procede?
Baddo sonrió para sus adentros, conociendo la habilidad de Munia para
cambiar el tema de conversación. Ulge, a pesar de sus años, seguía siendo
vanidosa.
—Fue realizado en Astúrica Augusta, una ciudad muy hermosa que
construyeron los romanos pero que ahora está dominada por la mala gente
goda. Es de oro y de pasta vítrea. La trajo un buhonero cuando aún Albión
estaba oprimida por Lubbo.
—¿Astúrica…? —preguntó Baddo—. ¿Está muy lejos de aquí?
En aquellos momentos le interesaba cualquier cosa que pudiera existir en
el mundo exterior.
—En Astúrica hay un mercado grande donde los ganaderos de la zona se
reúnen a cambiar reses, y donde los comerciantes de lana venden buen paño.
Me han contado que existen antiguas iglesias y algún palacio edificado por los
romanos. Las murallas son fuertes y se cierran al anochecer.
Las jóvenes callaron pensando en la gran ciudad al sur, sus ruecas hacían
un ruido armónico. Baddo se dio cuenta de que Tajere pensaba en la ciudad.
Al cabo de un tiempo pronunció unas palabras que no parecían concordar con
lo que hasta el momento se estaba diciendo.
—No queda mucho para la fiesta de las hogueras —dijo Tajere.
La fiesta de las hogueras era una antigua fiesta celta, Beltene, en el
solsticio de verano. Ahora se llamaba la noche de San Juan y se invocaba a
este santo, pero todavía en el poblado la celebraban según el rito antiguo; la
diferencia era que Mailoc y sus monjes bendecían al poblado cuando se
iniciaban las fiestas.
—Ya no es como antes… —dijo Ulge—, los ritos cristianos han
empobrecido la fiesta.
Repentinamente calló, en el interior de Ulge se producía una pugna entre su
lealtad a las tradiciones antiguas y la obediencia que debía a Aster y ahora a
Nícer. Ella no era cristiana de corazón como el resto de la aldea; en realidad,
allí seguían existiendo muchas gentes así, divididas entre su devoción al
pasado y su fidelidad a los príncipes de Albión que ahora eran cristianos. A
Ulge no le gustaban los monjes.
—En los tiempos antiguos, para la fiesta de Beltene nos acicalábamos con
unos afeites que nos hacían parecer más hermosas… Creo que aún se venden
en el sur, llevábamos ajorcas y colgantes en las cinturas… Recuerdo aún cómo
bailábamos en mi juventud…
—Ahora también hay bailes… y más de una boda ha salido de la fiesta de
San Juan.
Liena y Tajere comenzaron a hablar sobre cómo se vestirían para la fiesta;
al poco tiempo estaban cuchicheando entre sí. Repasaban uno a uno los mozos
de la aldea. Munia, más seria, callaba.
Aquella noche Baddo soñó con Astúrica; se ilusionó imaginando a gentes
distintas a las de aquel mundo cerrado de Ongar; le pareció escuchar dialectos
de otras tierras; en sus sueños contempló unas murallas fuertes con soldados
que las protegían. Algo en Baddo era inquieto, algo de sí misma quería llegar
más allá; no podía limitarse a ser la buena esposa del primer guerrero con
quien su hermano Nícer decidiese casarla. Sabía que Ulge y su hermano
estaban ya pensando en un matrimonio conveniente, había oído que ni siquiera
sería alguien conocido en la aldea, sería desposada con algún jefe de los
luggones o de los orgenomescos para estrechar lazos de amistad entre las
tribus, y ella se rebelaba ante tal idea.
Tenía una dote y sabía bien dónde estaba guardada, mantas y ropa de casa
que Ulge había tejido en el invierno. ¡Cuánto habría deseado ser hombre!
Poder labrar su propio destino y no vivir a cuenta del que otros le procurasen.
Sí, aquella noche Baddo se durmió soñando en una ciudad de piedra en la
meseta y, en sus sueños, escuchó los sones de una gaita celta.
El plan
Dos días más tarde, cesó el castigo, y por fin Baddo pudo salir de su encierro.
Hacía fresco y una llovizna caía sobre los campos; a retazos brillaba el sol. Al
salir del antiguo castro de Ongar donde ahora se situaba la fortaleza, Baddo
pudo divisar el hermoso panorama y a hombres libres encaminándose a sus
faenas: labriegos que se dirigían cantando a los campos; a lo lejos, un pastor
que conducía a sus vacas hacia lugares de pasto, y más allá un lugareño
cubierto por una capa encerada se alejaba. Posiblemente iría a las colmenas, a
conseguir miel, el don más preciado en la aldea.
Las familias vivían apartadas de la pequeña fortaleza, rodeadas de campos
que les pertenecían; periódicamente, los hombres debían prestar servicio de
armas para su señor, Nícer, principal en Ongar. En aquel tiempo, las que
labraban los campos eran las mujeres, mientras los varones guerreaban al
servicio de su príncipe.
A los pies de la fortaleza se extendía una gran planicie; allí, a los que les
correspondía el servicio de armas practicaban maniobras relacionadas con el
arte de la guerra y entrenaban a los más jóvenes. Baddo se encaminó hacia
aquel lugar; vio a Cipriano, a Cosme y a Efrén; los dos últimos, los hijos
mayores de Fusco que se dirigieron hacia ella con una sonrisa abierta. Sin
embargo, el gesto de respuesta de Baddo se le quedó helado en los labios
cuando alguien apareció detrás de ellos, su hermano Nícer.
—¿Se puede saber adónde te diriges?
—Quiero ver combatir a los hombres…
—Te he dicho repetidamente que te mantengas fuera de aquí, este no es
lugar para una mujer.
Baddo miró a su hermano y no pudo responderle nada. Él le imponía.
Nícer era un hombre de fuertes espaldas y cabello rubio ceniza, con unas
facciones agradables que infundían respeto; un rostro amable de nariz
aguileña, con pómulos altos, mandíbula fuerte y unas narinas de león que se
abrían cuando estaba enfadado. Su fortaleza era legendaria, era capaz de
levantar más peso que ningún otro en el valle.
Baddo entendió que iba a continuar riñéndola, por lo que se alegró al ver,
a lo lejos, a Munia y a Liena.
—¿Podré ir entonces con Munia y con Liena? —La voz de Baddo se tornó
aparentemente dulce y complaciente.
—Mira, Baddo, quiero que te comportes como lo que eres, la futura dama
de Ongar. No puedes participar en los combates de los hombres, es indigno de
una hija de Aster.
—Lo indigno de una hija de Aster sería luchar mal y yo he batido ya a
muchos…
—¡No quiero seguir hablando o te encierro hasta el próximo invierno…!
¡Vete con las mujeres!
—Lo haré, pero tú recuerda a Boadicea…
Nícer se rio, rio muy fuerte, y a Baddo no le hizo gracia su risa. Se burlaba
de que Baddo, casi una niña, se comparase con la gran reina de los britos. Los
hombres que le acompañaban corearon sus carcajadas. Baddo no tenía
parecido alguno con la célebre reina guerrera que, según la leyenda, era alta,
rubia y muy fuerte, mientras que Baddo era de estatura moderada, delgada y de
ojos y cabello oscuro.
Baddo avanzó por en medio de los guerreros, con el rostro enrojecido por
la vergüenza y el enfado, hacia donde se situaban Munia y Liena, quienes
habían escuchado la reconvención de Nícer. Pronto se acercó Tajere. Los
hombres seguían combatiendo. Cosme atacaba a otro hombre fornido; este era
de la edad de Baddo y el guerrero al que se enfrentaba mucho mayor que él.
Cosme fallaba por la izquierda, el contrincante le atacaba por aquel lado. Sin
poderlo evitar Baddo le gritó:
—Cosme, cubre tu izquierda…
Rápidamente le hizo caso, con lo que el combate se hizo más igualado.
Baddo y sus compañeras se dieron cuenta de la mirada enfadada de Nícer ante
una intervención que se consideraba impropia de una mujer.
Tajere le dijo:
—Baddo, como sigas provocando a tu hermano, vas a estar encerrada
hasta que las hojas del roble se vuelvan azules.
Baddo no le contestó, sentía predilección por aquel pequeño guerrero y se
alegró mucho al verlo vencer.
Cuando terminó el combate, las tres jóvenes rodearon a Baddo y la
censuraron:
—Baddo, ¿qué es lo que te pasa? Antes no le contestabas así a tu hermano;
es absurdo que una mujer quiera pelear como un hombre.
Por un momento, Baddo se angustió, quizás ellas estaban en lo cierto,
quizás había algo caprichoso en su comportamiento, quizá la inseguridad se
producía al verse mayor. Hasta hacía poco tiempo, Baddo era un chicote más
en el pueblo; pero desde su primera menstruación, Nícer le había parado los
pies, ya que pronto debería desposarse y se hacía necesario que se comportase
como una mujer de su rango.
Por otro lado, había algo más que le dolía profundamente, las palabras
suaves y comprensivas de sus amigas lo sacaron fuera.
—Es… —dijo al fin Baddo, llorando—… mi padre… Mi padre me quería
y estaba pendiente de mí. Le dejaron partir hacia el sur con una pequeña tropa
y luego no volvió más… Mehiar y Rondal dicen que le detuvieron los godos y
no sabemos más de él. Mi hermano no se atreve a ir al sur y rescatarle…
—Tu padre murió…
—Sí, eso dicen —balbuceó Baddo entre lágrimas.
—No estás sola; tienes a tu madre y tu hermano Nícer te cuida… y se
preocupa por ti.
—Me da igual…
Las dos jóvenes, en un primer momento, se quedaron desconcertadas al
verla llorar, y se compadecieron ante las lágrimas de Baddo.
—Dinos si podemos ayudarte en algo —le ofreció Liena.
—Quizá sí. Es… es muy simple. Me he enterado a través de Cosme que
detrás de la cascada existe un camino por donde a veces transitan los
buhoneros que van hacia el otro lado de las montañas. Podríamos intentar ir
hacia allí, y preguntar por noticias de mi padre. Los buhoneros saben de estas
cosas, transmiten las noticias de un lado a otro…
Las otras la observaron con una cierta aprensión; lo que Baddo proponía
era muy peligroso y estaba prohibido por las leyes de Nícer. Ella se dio cuenta
de que no las convencía e intentó otro argumento:
—Sé que venden afeites que te vuelven más hermosa y collares y ajorcas,
los mismos de los que habla Ulge. Podríamos ir muy de mañana, y explorar
esa zona. Nadie se enterará…
Tajere y Liena se miraron entre sí, pronto sería la fiesta del solsticio y
ellas, vanidosas y jóvenes, querrían tener algo con lo que no contasen las otras
doncellas del poblado.
—No, nadie se enterará… —repitió Baddo—, no diremos nada. Será un
secreto…
Sin embargo, Munia, más sensata, les dijo:
—Un capricho que os puede costar caro…
—Si no queréis venir, iré sola. Quiero buscar a mi padre.
Se miraron, eran mayores que Baddo y se sentían responsables con
respecto a ella. Por otro lado, la idea de conseguir afeites y joyas para la
fiesta les atraía.
—De acuerdo, te acompañaremos fuera de Ongar; pero prométenos que no
iremos muy lejos.
Ella afirmó con la cabeza, gozosa.
—Yo no iré, no pienso contravenir las órdenes de Nícer… —Se expresó
Munia con calma y dignidad.
Las tres se separaron de Munia, y continuaron planeando la escapada.
Por la noche, Baddo intentó complacer en todo a Ulge, que se mostró
contenta, pero un tanto extrañada de tan buen comportamiento. Al acostarse,
Baddo no podía contener el nerviosismo y tardó en quedarse dormida. Aquella
noche ocurrió algo extraño. Su madre, la mujer que apenas la reconocía, que
desvariaba continuamente, se acercó a su lecho y la besó en la frente. Baddo
sintió las manos huesudas de su madre acariciándola y su pelo gris y ondulado
derramándose sobre ella. Después de aquella extraña muestra de afecto, Uma
se fue y Baddo se quedó dormida.
El primer rayo de luz se coló por las rendijas de la ventana de madera, que
cerraba el habitáculo donde Baddo dormía; ella, presa de la excitación, se
levantó. La mañana era fresca y se abrigó con una capa oscura que cubría la
vestimenta clara y más fácilmente distinguible desde lejos. Baddo se ató el
arco a la espalda y amarró flechas en la cintura, después cogió un palo de
monte que Ulge utilizaba para cuando quería realizar caminatas largas. Abrió
la puerta que la separaba del exterior con cuidado.
Los rayos del sol naciente iluminaban la parte alta de la fortaleza, abajo la
niebla cubría el valle. Bajó saltando por la cuesta de la fortificación y después
ascendió la empinada senda hacia la cascada. Al llegar al monasterio de los
monjes se encontró con Tajere y Liena. Las dos reían presas de una gran
excitación, les hizo guardar silencio. Miraron hacia atrás, la fortaleza de
Ongar se elevaba en un pequeño montículo, rodeada de una neblina que la
hacía parecer irreal, un lugar elevado por encima de la tierra, entre las nubes.
Llegaron a la cascada y se pegaron a la pared para no mojarse. Arrimado a la
roca discurría el camino en la piedra. Una cueva natural se abrió ante ellas, en
el techo brillaban las estalactitas húmedas y de color azulado. El sol del
amanecer se colaba desde la parte posterior de la cueva atravesando la
cascada y produciendo reflejos iridiscentes, y un arco iris se abrió a su paso.
Continuaron descendiendo. El río se enfurecía al llegar a la garganta, las
voces de las ninfas de las aguas cantaban entre las piedras. Se deslizaron
lentamente entre las rocas y al llegar al fondo del cauce divisaron robles
jóvenes que se inclinaban sobre la ribera. Más allá una espuma blanca rebotó
en las piedras. Estaba nublado pero la luz era clara y se introducía en el agua
haciendo que resplandeciese. Las prófugas excitadas, llenas de vida,
disfrutaban ante aquella salida tan poco habitual. Distinguieron que, al lado
del arroyo, las piedras formaban algo similar a un camino, estaban ya más
seguras y avanzaban sin detenerse. Ahora ya les daba igual encontrar o no a
los buhoneros; las jóvenes de Ongar respiraban un aire de libertad como nunca
antes lo habían sentido.
Avanzaron en dirección contraria a la corriente. El río se despeñaba hacia
abajo, hacia la cascada en Ongar, pero más arriba se había bifurcado
previamente en un arroyo que descendía hacia la vertiente opuesta. El día se
anunciaba cálido, un viento fresco movía las ramas de los árboles sobre sus
cabezas. Descendieron entre las piedras saltando ágiles, el arroyo se iba
ensanchando conforme descendía y al otro lado del cauce divisaron algo
parecido a una senda más ancha, que se alejaba entre los bosques.
Baddo les dijo:
—Tenemos que cruzar el cauce para alcanzar la otra orilla, allí está el
camino del que me habló Cosme.
—Más adelante…
—No, ahora —murmuró—, más adelante el río se ensancha todavía más.
Descendieron hacia la orilla, agachándose entre las rocas. Estaban ya
fuera de Ongar; con risas excitadas, contentas, saltaron entre los cantos del río,
adelantándose un buen trecho.
Fue entonces cuando se escuchó un sonido similar al de un caballo. Las
compañeras de Baddo se pusieron pálidas, alguien se acercaba por el camino.
«¿Serían los buhoneros?», pensó Baddo, pero enseguida se dio cuenta de que
ellos solían ir en carretas y mulas, no a caballo. Intentaron esconderse entre
las rocas. Liena y Tajere se agacharon, pero Baddo se mantuvo un tiempo de
pie antes de hacerlo. En aquel momento pudo verlos: guerreros a caballo con
armaduras que eran distintas a las de los montañeses, y cascos de cuero y
plata, puntiagudos, con un penacho de crines de rocín; dos aletas salían del
casco y les tapaban parcialmente la región de la mandíbula. Todos se cubrían
con armadura y una capa de diversos colores a su espalda. Alguno de ellos
blandía una lanza, y a la espalda, el carcaj lleno de flechas. Otros llevaban la
lanza sujeta a la silla de montar. Excepto uno, que era más joven, e iba al
frente de los demás, todos mostraban barbas que les cubrían la cara; aquel
guerrero no llevaba casco. Baddo se dio cuenta de que eran godos; el miedo le
paralizó el corazón. Había oído hablar de su crueldad, y se sospechaba que su
padre había muerto a sus manos.
Los godos siguieron avanzando en contra de la corriente, se oían sus voces
pero, de lejos, no podía entenderse bien lo que decían. Entre el ramaje, Baddo
pudo divisar mejor sus caras.
Las muchachas cántabras no eran capaces de respirar. Desde su escondrijo
veían las herraduras de los caballos, levantando espuma en la corriente.
De nuevo, Baddo se atrevió a asomar la cabeza entre las ramas y pudo ver
más de cerca al que comandaba el grupo de enemigos, un guerrero robusto de
mirada afable. Era muy joven, posiblemente de la misma edad que Baddo o
ligeramente mayor; no tenía perfil de ave de presa, sino más bien de animal
doméstico. Era chato, de nariz ligeramente respingona, boca algo sumida y
barbilla remangada. Los ojos grandes y claros. La frente, más corta,
abombada, no se adornaba con un casco, sino con una banda guerrera que no le
sujetaba los cabellos, demasiado cortos, más bien los acompañaba con
resignación. Llevaba el casco pendiente en la espalda.
Las compañeras de Baddo no se atrevían ni a mirar. Ella, en cambio,
fascinada por los godos, guardaba cada vez menos precauciones. El corazón
de la hermana de Nícer comenzó a latir deprisa y una idea absurda le vino a la
mente: le hubiera gustado hablar con aquel joven. Liena le tiró de la ropa para
que se agachase. Baddo lo hizo de mala gana.
Los godos, al llegar a la parte alta del sendero, viendo que la cascada
cortaba su paso, recularon. Los cuartos traseros de los animales se alejaban de
ellas. Baddo casi se entristeció viendo cómo aquel joven de pelo claro y casi
barbilampiño se alejaba.
Sus compañeras comenzaron a escabullirse entre las peñas. Ante aquel
movimiento se levantaron algunas avecillas; uno de los guerreros de la
retaguardia notó cómo las aves se movían y gritó algo a los otros.
Entonces las descubrieron.
Baddo escuchó las risas soeces de los godos que se alegraban al ver
mujeres; hombres largo tiempo fuera de sus hogares que echaban de menos a
sus esposas y amantes.
Lanzaron los caballos a galope en el agua.
—¡Huid…! —gritó Baddo a Liena y a Tajere.
Rápidamente sacó el arco y apuntó hacia ellos; sus flechas atravesaron al
caballo del que venía delante, derribándole a tierra. Liena se escapó hacia la
cascada por donde habían venido. Tajere se quedó paralizada de miedo, y se
escondió a un lado, tras una peña. Baddo permaneció de pie, protegiendo a las
otras con flechas. Se sentía responsable de haberlas conducido al peligro. No
tardó mucho en cargar una nueva flecha y la lanzó sin dar en ningún blanco.
Mientras cargaba la siguiente, ellos cruzaron el río levantado espuma del agua,
y al llegar al otro extremo del cauce, desmontaron.
El guerrero de la banda en la frente se dirigió directamente hacia Baddo.
Se había bajado del caballo, trepando por las peñas, y pronto llegó junto a
ella. Baddo dejó a un lado el arco y las flechas, tomó una larga vara de fresno,
para defenderse. Él, asombrado por lo inconcebible de una mujer con flechas
y armada, no se defendía bien. Baddo le atizó con su vara de fresno, entonces
él se acercó aún más a ella.
Tras recibir un golpe, gritó a sus compañeros, riendo:
—Dejadme, yo puedo con ella.
—Ya veremos —respondió Baddo.
El combate era desigual, él era mucho más fuerte y mejor adiestrado que
ella; pronto la venció. Baddo cayó a tierra, él clavó la lanza junto a su cuello,
atravesándole la capucha que le cubría el pelo. Baddo le miró fijamente y
comprobó que sus rasgos no eran los de un hombre sanguinario, pero sintió un
miedo atroz; cerró los ojos pidiendo clemencia al Altísimo. Prometió que si se
salvaba, no volvería a desobedecer más a Nícer. En aquel momento de lucidez
reconoció lo absurdo de su testarudez y rebeldía; percibió cómo había puesto
en peligro a toda la aldea. La entrada oculta a Ongar se hallaba muy cerca; si
la encontraban los godos, la guerra habría llegado al lugar que Baddo más
amaba.
Los guerreros la rodearon. Les oyó que se dirigían hacia el que la había
doblegado:
—¡Recaredo…! Hay más mujeres por aquí, busquémoslas, no te quedes
con esa para ti solo.
Él la miró fijamente, era arrogante y decidido, en su rostro algo le resultó
familiar a Baddo. Su mirada dibujó el cuerpo de la mujer caída, centrándose
sobre todo en los ojos. Su boca se iluminó con una sonrisa y soltó ligeramente
la ropa de ella de la presión de la lanza, mientras decía:
—No la tocaréis: yo la he conseguido, es mía.
Los godos comenzaron a trepar entre las rocas buscando a Liena y a
Tajere. Baddo se quedó sola con el joven que la cogió por las muñecas y la
ató con una cuerda. Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de la
doncella; al verla llorar, el llamado Recaredo se conmovió. Era muy joven y
parecía inexperto aún con las mujeres.
—Déjame ir… —le suplicó Baddo.
—No, vosotras venís de algún sitio, por aquí hay un paso entre las rocas y
vais a mostrármelo. Además, eres muy bonita, ¿lo sabías?
Baddo se ruborizó, nadie en el poblado le había hablado así; él la miró
una vez más a los ojos; aquella mirada clara le recordó a Baddo la de su
hermano Nícer.
En ese momento, se escucharon gritos que procedían de lo alto, el ruido de
hombres batiéndose, junto a las voces de Liena y Tajere suplicando socorro.
Con alivio, Baddo entendió que llegaban refuerzos; de las rocas comenzaron a
bajar hombres de Ongar, eran unos diez al frente de los cuales se hallaba
Nícer.
Los godos intentaron escapar, bajando hacia el río. Baddo se defendía de
su captor, que no la soltaba y quería arrastrarla hacia su caballo en el cauce.
Nícer vio a su hermana a lo lejos, y se dirigió hacia ella, enfrentándose al
joven que la había apresado. El godo tuvo que dejarla ir.
Los dos, Nícer y el godo, lucharon frente a frente. El joven godo se puso el
casco que pendía a su espalda, bajándose la celada. Nícer se movía ágilmente,
mientras que su contrincante era fuerte y duro; cada mandoble de su espada
levantaba chispas al rozar la de Nícer. La lucha se prolongó, pero ante la
superioridad de Nícer, el godo retrocedió hasta su caballo, saltó sobre él,
viendo a sus gentes vencidas les hizo un gesto, y gritó retirada.
Los cántabros no persiguieron a aquellos hombres a caballo, se quedaron
con Baddo y sus compañeras, atendiéndolas. Baddo pensó que Nícer la
castigaría delante de todos sus hombres; sin embargo, hizo algo sorprendente:
la cogió por los hombros, la levantó y, de repente, se abrazó a ella. Hacía años
que Nícer no le había hecho un gesto cariñoso.
Baddo lloró en sus brazos.
—Te prometo que nunca, nunca más desobedeceré tus órdenes —dijo,
realmente arrepentida.
—Eso espero… Has puesto a Ongar en peligro… Debes tu vida a Munia,
quien me contó tus planes; temí por ti y decidimos ir a buscaros…
—Haré lo que tú quieras…
—Debes hacerme caso y dejar de querer ser un hombre. Eres la dama de
Ongar…
—Os he puesto a todos en peligro… los godos sabrán que aquí hay una
entrada.
—No te preocupes —sonrió suavemente Nícer, aparentando seguridad en
sí mismo—, reforzaré esta entrada para que nadie más pueda entrar ni salir.
El acuerdo
Un enorme círculo de carros rodeaba las tiendas de los jefes godos; entre
estos y las tiendas, bultos de avituallamiento, forraje para animales y
pabellones más amplios para la soldadesca. El fortín se levantaba en la
planicie, al lado de un riachuelo, donde el ejército se surtía de agua. Más a lo
lejos, en los picos rocosos, se derretía ya la nieve. La cordillera añadía una
muralla más al reducto.
Recaredo regresaba confuso al acuartelamiento godo; aquella era su
primera salida, habían perdido un caballo y uno de sus hombres estaba
malherido. Meditaba sobre lo acaecido mientras en su mente vibraba aún una
mirada femenina rodeada de pestañas oscuras, una mirada brillante que
atravesaba cualquier corazón colmándolo de luz; le parecía verla abrir y
cerrar los ojos como una pequeña presa cogida en una trampa; sus labios,
pequeños y rojos, los dientes blanquísimos, la nariz recta y fina, un tanto
respingada. En fin, le parecía ver aún su pecho pequeño y firme moviéndose
deprisa al ritmo de la respiración acelerada. Sin embargo, Recaredo había
sido adiestrado para la guerra y no dejaba de hacerse algunas preguntas: por
su aspecto y atuendo, la muchacha no parecía una simple labradora, disparaba
bien el arco, uno de los caballos había muerto a causa de su certera puntería.
Los que les habían atacado eran guerreros bien pertrechados, duchos en el arte
de la guerra. Y aquel lugar entre rocas, agua y árboles, le parecía algo
misterioso; habría que regresar a aquel bado e investigar, pudiera ser que no
lejos de allí se encontrase la entrada del misterioso enclave de Ongar.
Oía tras de sí los cascos de los caballos sobre los que montaban los
sayones[8] y bucelarios de la casa baltinga. En el regreso no habían dejado de
hablar preguntándose las mismas cuestiones que a él le intrigaban. Le habían
embromado sobre la montañesa, contándole la leyenda de aquellas tierras
sobre una hermosa mujer, Lamia, la devoradora de hombres. Él, que nunca se
molestaba ante las bromas, se había sentido incómodo; por eso cabalgaba un
tanto alejado del resto. «Si por lo menos Hermenegildo estuviese conmigo»,
pensó.
En aquella primera salida militar, Recaredo había confiado en ir con su
hermano mayor, pero hacía más de dos meses que se habían separado y no
sabía nada de él. Con Hermenegildo se había quedado Lesso, el criado de su
madre; aquel que conocía las tierras cántabras y podría ser su guía. ¡Cómo le
habría gustado contarles su aventura junto al río! Lesso, que conocía aquellas
gentes, le hubiera podido dar alguna pista sobre el significado de aquella
mujer, porque él nunca había oído hablar de guerreras cántabras.
Pocos meses atrás, cuando aún no había finalizado el invierno, salieron de
la corte toledana. El aire frío les cortaba los rostros, pero la ilusión de una
nueva campaña les animaba, se escuchaban cantos guerreros entre las
escuadras. El camino hasta el norte era largo y Leovigildo decidió que las
huestes marcharan cuanto antes para poder atacar a los cántabros en
primavera.
En el patio del palacio cuadraron sus armas ante la reina Goswintha.
Recaredo no pudo evitar un fuerte sentimiento de animadversión al ver a
aquella mujer. Goswintha, una mujer ambiciosa a quien solo le interesaba el
poder, había aprovechado la reciente viudedad de su padre para volver al
trono al que se apegaba como una sanguijuela a la piel; pero Recaredo sabía
que no debía ofenderla y él era por naturaleza amable, poco dado a las
trifulcas. Hermenegildo no era así, no era capaz de saludarla con normalidad,
por eso no había acudido a la presentación de armas, sino que se había
incorporado cuando la reina se había ido ya. Recaredo sabía que aquel
desplante de su hermano mayor no iba a gustar al rey.
La formación del patio de armas del palacio se rompió y los hombres
descendieron en grupos de dos o tres por las callejas de la ciudad de Toledo;
al fin, se abrió ante ellos la planicie y el cortado que une la urbe con el río;
más abajo, a través del puente romano, cruzaron el cauce. Las armaduras
centelleaban bajo el sol del invierno reflejándose en las aguas oscuras del río,
los caballos se dispusieron en filas de a tres; al frente los jinetes y más atrás la
infantería. A Recaredo le había correspondido enarbolar el pendón; un poco
más adelante cabalgaba Hermenegildo, con las insignias de tiufado[9] seguro
de sí mismo. Al verle de lejos, Recaredo se sintió protegido en aquella
primera salida guerrera, los cabellos lisos y negros de su hermano asomaban
por el casco.
A muchos les extrañaba el aspecto de Hermenegildo, muy delgado y alto,
más alto que Recaredo, de cuerpo musculoso y flexible, con unos ojos azules
casi transparentes rodeados de pestañas oscuras. Todos concordaban en que
no se parecía a su padre sino a la bella dama que fue la primera esposa de
Leovigildo.
Lesso cabalgaba un poco más atrás de Recaredo. Se metía con él y le
llamaba el pequeño godo, el godín.
—Oye, godín, enderézate sobre el caballo y pon el estandarte más recto.
¡Tu postura no es muy marcial!
Sin enfadarse, Recaredo adoptó una actitud más castrense y levantó el
estandarte. Lesso sonrió para sí, le gustaba aquel chico tan sereno y dócil.
Algunas veces le parecía un enorme buey capaz de sacar adelante cualquier
empresa. Es verdad que su favorito era Hermenegildo, pero Lesso tenía
muchos motivos para ello.
Junto a Recaredo cabalgaban también Segga, Claudio y Wallamir; todos
eran jóvenes de Emérita Augusta que conocían desde niños a los hijos de
Leovigildo. Segga miró con desprecio a Lesso, no era capaz de entender cómo
su amigo consentía tantas confianzas a un siervo siendo Recaredo el hijo del
rey y descendiente de la estirpe baltinga. Así que acercó el caballo a su altura
e increpándole le dijo:
—¡No permitas que ese criado te corrija en público!
Recaredo contestó.
—¡Va! No tiene importancia, es solo una indicación, nada más. Más vale
que te digan lo que piensan de ti…, ¿no crees?
—No lo sé, pero desde luego no con burlas y delante de las tropas.
Recaredo puso cara de circunstancias y se adelantó con su pendón,
alejándose del criado y del amigo. Uno de los tiufados mayores le hizo una
señal para que mantuviese sus posiciones y no perdiese el ritmo militar, así
que debió regresar atrás.
La camaradería y el ambiente cordial se palpaba entre ellos. Se oyeron
bromas procaces referentes a mujeres. Sin embargo, el hijo pequeño de
Leovigildo no se unió a ellas. En el fondo de su alma latía un punto de tristeza.
No era capaz de olvidar la muerte de su madre, una muerte extraña e
imprevista en una mujer todavía joven. Recordaba con un deje de melancolía
la hermosura de aquella dama que su padre ganó en las montañas cántabras.
De pronto, sonaron las trompas y los capitanes ordenaron marchar en fila
de a cuatro; Recaredo cedió el pendón a otro soldado situándose en la misma
fila que Wallamir, Segga y Claudio. Se adentraron en la calzada romana que
avanzaba hacia el norte. El día transcurrió monótono, pero a Recaredo todo le
parecía nuevo; en aquella primera salida no hubo lugar para el aburrimiento.
Cuando transcurrieron unas horas de marcha y ya estaban lejos de Toledo,
la formación se relajó; entonces, Hermenegildo se acercó a su hermano
indicándole que avanzase ligeramente. El resto permaneció un tanto más atrás.
Recaredo observó a Hermenegildo con sus ojos grandes de mirar bovino;
posiblemente quería decirle algo importante cuando Hermenegildo había roto
la posición.
—Hay novedades…
—¿Sí…?
—Esta noche he de dejaros porque debo ir a Emérita. El rey ha revisado el
cupo de las tropas, le parecen insuficientes para la campaña que se avecina,
quiere que se leven más soldados en la Lusitania. Ha ordenado a Braulio que
reúna más gente; nos enfrentamos a un enemigo complejo que se esconde en
las montañas. Necesitamos más hombres si queremos la victoria. Además, es
posible que después ataquemos el reino suevo. Partiré hacia Emérita mañana.
—Siento que te vayas, pero quizás así podrás cumplir lo que nos pidió;
bueno… ya sabes…
—¿La copa…?
—Sí, la copa al cuidado de Mássona…
—Fue una petición extraña y angustiosa, no la he olvidado; hablaré con
Mássona, creo que madre nos ocultaba algo. Sí, es la oportunidad de recoger
la copa y llevarla hacia el norte. Lesso se viene conmigo.
—Así que me dejáis solo… —advirtió apesadumbrado Recaredo—. Es mi
primera salida a la guerra, me gustaría que vinieseis conmigo.
Hermenegildo sonrió, su dentadura era blanca, sin melladuras.
—¿Solo? Te dejamos con Claudio y Wallamir y con los otros de Emérita;
además de con un ejército de miles de hombres. Intenté que vinieses conmigo,
pero padre se ha negado, dice que no podemos ser tan dependientes el uno del
otro. No estás solo. Además, Recaredo, tienes que valerte por ti mismo…
La cara juvenil de Recaredo mostraba una cierta pesadumbre, entonces
Hermenegildo le aseguró amablemente:
—No será más de un par de semanas.
A él tampoco le hacía gracia dejar a su hermano menor. En las semanas
antes de la partida se habían entrenado juntos y habían hablado muchas veces
del camino hacia el norte, que Hermenegildo conocía bien; el mayor se hallaba
deseoso de mostrar al menor todo lo que había descubierto en la última
campaña unos meses atrás.
Acamparon cerca de una ciudad llamada Albura[10], allí se dividía el
camino, las tropas se dirigirían hacia el norte, hacia la Vía de la Plata, a través
de una ciudad llamada Capera[11]. Hermenegildo y Lesso saldrían hacia el sur
en dirección a Emérita.
Antes de que despertase el alba, Hermenegildo se había levantado ya. En
el cielo sin nubes, aún oscuro, titilaban las estrellas de la mañana; pertrechó
su caballo, un jaco de buen tamaño y de color pardo. Al ir a subirse a él, notó
a alguien a su lado, era Recaredo que venía a despedirse. Los hermanos se
abrazaron palmeándose la espalda. Ambos sintieron la tristeza de la
separación, aún estaba reciente la muerte de la madre. Recaredo vio partir a
Hermenegildo y a Lesso bajo la luz rosada del amanecer. El camino se alejaba
entre encinares en una planicie. Los siguió con la vista largo tiempo hasta
verlos desaparecer tras una colina.
En el campamento, los hombres se desperezaban. Encontró a varios, con el
torso desnudo, lavándose en un gran balde de madera donde unos siervos
habían vertido agua. Claudio y Wallamir comenzaron a lanzarse agua fría,
tenían ganas de pelea; al final, acabaron enzarzados por el suelo. No había
motivo, ni ninguno de ellos estaba enfadado con el otro: eran jóvenes, y la
fuerza fluía por sus venas. Al fin se separaron riendo. Recaredo veía a sus
amigos disfrutar, mientras su cara era de pesadumbre. Al fin Claudio se le
aproximó.
—¿Dónde andas tan cariacontecido?
—Me he ido a despedir de Hermenegildo.
—¿Se ha ido? ¿Adónde?
Claudio era un noble patricio de Emérita, sus padres, senadores de la
ciudad, descendían del emperador Teodosio. Poseía un rostro de facciones
rectas con pelo castaño oscuro y una cara que se afeitaba cuidadosamente al
gusto romano. Por familia, era inmensamente rico, pero él amaba la guerra y
una gran amistad le unía a los hijos de Leovigildo.
—Hermenegildo ha partido hacia Emérita; mi padre le encargó levar
tropas allí, además hay algunos asuntos pendientes relacionados con mi ma…
—de repente Recaredo tartamudeó—… con mi madre.
Claudio se sintió incómodo al recordar a la que nadie nombraba ya.
Corrían muchos rumores sobre la muerte de la madre de Recaredo, ocurrida al
tiempo de la coronación de Leovigildo.
—Tu madre era hermosa, siento su fallecimiento.
—Gracias —dijo Recaredo—. Nunca la entendí del todo. Ella era extraña,
no hablaba mucho, vivía lejos de la realidad, no era como las demás damas
que yo he conocido. Poseía el don de la sanación. Hermenegildo lo ha
heredado, ¿sabes? Hermenegildo sabe curar muchas enfermedades, ella le
enseñó desde niño. Hermenegildo dice que hay algo tras ella, algún misterio
que no conocemos. Creo que Lesso sabe lo que es, quizás algún día nos lo
revele. Hermenegildo se parece a ella, más que en lo físico en sus ademanes y
forma de actuar. A veces me parece que la estoy viendo cuando él está cerca.
—Hermenegildo es especial… —dice Claudio—, he conocido pocos
guerreros como él, es como si adivinase lo que va a realizar el contrario y se
le adelanta.
—Sí. Hermenegildo ve más allá, siempre ve más allá, no se queda en la
superficie de las cosas, busca lo que hay detrás. A veces me asusta.
Se quedaron callados, a ninguno de los dos les agradaba que
Hermenegildo no estuviese con ellos. Al poco, Claudio retomó la
conversación:
—¿Cómo murió tu madre? Yo la vi hace poco más de un mes y estaba sana.
Recaredo se puso muy serio, guardó silencio unos instantes y después le
contestó:
—Te ruego que por tu honor no reveles nada de lo que voy a decirte.
¿Recuerdas que al regresar del norte trajeron un cautivo, un jefe de los
pueblos cántabros…?
—Sí. Lo recuerdo, fue ejecutado en el patio del palacio. Hermenegildo lo
capturó en el norte, yo estaba con él. Fue justa su condena, era un hombre
peligroso.
Recaredo bajó el tono y habló de modo confidencial.
—Bien. Mi hermano me contó que ella poco antes de morir fue a ver a ese
caudillo cántabro.
—¿Al que trajimos del norte…?
—Sí. Ella fue a verle a la prisión poco antes de ser ejecutado. Esos días,
ella no se encontraba bien, a menudo tenía vómitos y había adelgazado; pues
bien, cuando volvió de la prisión entró en un trance, decía palabras extrañas y
hablaba del norte. Pienso que aquel bárbaro le echó el mal de ojo o algo así.
Hermenegildo piensa también eso. Desde que entró en aquel trance final, solo
recuperó la conciencia una tarde y nos mandó llamar para pedirnos algo de lo
que ahora se está encargando Hermenegildo.
De Toledo a Emérita
Las colinas de aquella tierra rojiza, plagada de vides y de mieses aún verdes,
subían y bajaban al ritmo de los caballos. Los dos hombres no eran de muchas
palabras, por lo que pasaban largo tiempo callados. Un joven alto y delgado,
con cabello oscuro y ojos claros que se perdían melancólicamente en el
paisaje; a su lado cabalgaba un hombre rechoncho de estatura y de cejas
juntas, cascado por la vida, con cabello hirsuto, plagado de canas, su rostro
serio, quizás algo triste, parecía fijarse únicamente en el camino; sin embargo,
sus ojos mostraban una mirada amigable.
En un momento del viaje, Hermenegildo, el hombre joven y alto, habló a su
compañero.
—Lesso, viejo amigo, sé que guardas fidelidad a mi madre aún más allá de
la muerte y eso te honra. Necesito saber más… Sospecho que ocultaba ciertas
cosas en su pasado. Cuando iba a morir quiso decirme algo, pero ese algo era
tan terrible que no se atrevió. ¿Quién era el jefe cántabro al que ejecutamos?
El semblante de Lesso se demudó al ser interrogado sobre aquel tema.
Hermenegildo advirtió su apuro. Al cabo de unos instantes de titubear, Lesso
le respondió:
—Ella te lo dijo, fue su primer esposo, el más grande de los príncipes de
las tribus cántabras. Un hombre justo, un hombre fiel a su destino… Un
hombre que no buscaba el poder por sí mismo sino como una misión que le
había sido impuesta buscando el bien de su pueblo…
El joven godo se percató de que la melancolía impregnaba los ojos y la faz
de su compañero. Pensó en cómo sería aquel hombre justo que suscitaba tanto
afecto en el corazón noble de Lesso. Recordaba que el cántabro, en el trayecto
desde que fue apresado hasta llegar a la corte de Toledo, no había hablado
nunca, no se había quejado. La nobleza se percibía en todos sus gestos.
Hermenegildo no sintió remordimiento por su ejecución; él había cumplido
con su deber y aquel rebelde era un enemigo del reino godo. Recordó los
últimos momentos de su madre, sus palabras llenas de misterio; siguió
interrogando a Lesso:
—Ella, mi madre, habló de que tengo un hermano. ¿Quién es…?
—Le conoces…
—¿Le conozco? —se sorprendió el godo.
—En el cerco de Amaya, luchaste con él; te venció.
—¿¡Qué me estás diciendo…!? ¿Mi hermano era aquel hombre del caballo
asturcón?
—Sí. Lo era, y lo peor de todo es que volveréis a enfrentaros en esta
guerra absurda que él, Leovigildo, ha iniciado.
Hermenegildo se enfadó al oír nombrar despreciativamente al rey.
—Mi padre, Leovigildo, es el más grande guerrero de los pueblos godos,
similar a Alarico en fuerza y poder. Es lógico que quiera ampliar su reino; los
suevos son el enemigo, no los cántabros, pero para ello tenemos que tener
asegurada la retaguardia, y en la retaguardia de los suevos están los pueblos
cántabros…
—Hermenegildo, contéstame a un asunto que me preocupa… ¿Confías
mucho en tu padre, mi señor el rey Leovigildo?
Hermenegildo se sintió dolido. Su padre siempre le había postergado un
tanto, pero él desde niño le había admirado, era un guerrero del que todos
propalaban hazañas. Pensó que Lesso le preguntaba aquello porque quería
recordarle que Leovigildo no se había portado bien con él, pero él,
Hermenegildo, hijo del rey godo, no quería recordarlo.
—Sí, es mi padre —dijo secamente este último—. ¿Por qué no habría de
hacerlo?
Lesso solamente repitió casi para sí mismo: «¿Por qué no habrías de
hacerlo?». Entonces azuzó su caballo hacia delante y no habló más, evitando
las preguntas de Hermenegildo. En la cara de Lesso, cincelada por una vida de
luchas, se formó una arruga más de dolor.
Desde aquel momento se mantuvieron en silencio, solamente se oía el
resollar de las cabalgaduras al subir las cuestas. A lo lejos, la sierra del
Rocigalgo y el Chorito, no muy elevadas, cercaban el paisaje en un horizonte
desigual. En aquella época del año el campo estaba desbordante de retamas y
jaras en flor. A ambos lados de la vereda, encinas milenarias sombreaban
prados de aulagas y lirios salvajes; más adelante, el trigo, como una manta
verde, se extendía ante ellos, y las amapolas comenzaban a brotar. Los días
anteriores había llovido y lagos de agua barrosa, esparcidos por el camino, se
levantaban en marejadas al paso de los caballos. El campo verde brillante
bajo la luz del sol amarilleaba a retazos por las flores de primavera; pequeñas
margaritas y jara pegajosa y esteparia en su sazón. Más adelante, un río
rodeado de árboles, con el cauce oculto por los matorrales llenaba de ruidos
de agua el paisaje. Hermenegildo y Lesso se dirigieron hacia él para abrevar
las cabalgaduras.
Después continuaron por un sendero que atravesaba un encinar que parecía
flotar sobre un mar de flores lilas y blancas y, aún más allá, subieron
atravesando un bosque de robles y pinos. Desde lo alto de la sierra, divisaron
la llanura, llena de flores; la primavera se extendía ante ellos con todo su
colorido.
La brisa les golpeaba en la cara y les traía el olor a la retama florecida.
Hermenegildo se olvidó de la muerte de su madre y se llenó de paz, había algo
divino, escondido a la mirada del hombre corriente, en aquel paisaje
primaveral; como si los antiguos dioses de los romanos hubiesen descendido a
la tierra para proveerla de sus dones y así celebrar una orgía de luz y color.
La paz del ambiente se vio de pronto truncada. Subían una colina, cuando a
lo lejos oyeron gritos y el ruido de espadas entrechocando entre sí.
Hermenegildo y Lesso se miraron preguntándose qué ocurría al otro lado del
cerro; sin hablar desmontaron, muy despacio, sin hacer ruido, subieron la
cuesta. Detrás de una encina, contemplaron lo que estaba sucediendo allí
abajo: en el centro de la calzada un carromato se había detenido y estaba
rodeado por unos bandoleros; del vehículo asomaban dos rubias cabezas de
niño y una mujer de mediana edad que intentaba por todos los medios
protegerlos junto a su pecho.
Delante del carromato, un hombre maduro con larga barba castaña y una
mujer joven luchaban contra los bandoleros. Ella empuñaba algo parecido a
una horca de levantar heno y él estaba armado con una espada.
Los bandoleros eran cinco, tres atacaban a los jóvenes y dos se acercaban
peligrosamente por detrás hacia donde estaban la mujer y los niños.
Hermenegildo y Lesso se subieron a los caballos y, sin dudarlo un instante,
se lanzaron gritando contra los bandoleros.
El hijo del rey godo se fijó en la muchacha, que luchaba con valentía, pero
no era ducha en el arte de las armas, por lo que eludía con dificultad los
golpes del contrincante. El hombre de la barba castaña gritó:
—Florentina, tienes a uno detrás de ti.
En ese momento se escucharon los gritos de Hermenegildo y Lesso, los
atacantes abandonaron a sus presas para defenderse de lo que se les venía
encima. De un par de mandobles de espada, Lesso desarmó a dos de los
hombres, que huyeron; de los otros se hizo cargo Hermenegildo. Pronto el
campo estuvo limpio, la batalla había terminado con la huida de los
bandoleros.
La familia se deshizo en agradecimiento a sus salvadores.
El hombre de la barba castaña se adelantó.
—Mi nombre es Leandro —se presentó—; esta es mi hermana Florentina y
mi madre Teodora, los niños son Fulgencio e Isidoro. Procedemos de
Cartagena, donde mi padre estuvo asentado hasta la conquista bizantina. Hace
poco que él falleció y vamos hacia Mérida, donde tenemos familia. No
sabemos cómo agradeceros vuestra ayuda, nos gustaría conocer el nombre de
nuestros salvadores.
—Me llamo Hermenegildo y este es mi compañero Lesso, estamos
destinados en la campaña del norte, pero ahora cumplimos una misión en
Mérida; estaríamos encantados de acompañarles hasta allí.
La madre elevó las manos hacia el cielo y dijo:
—Demos gracias a Dios, que nos ha puesto tan buena compañía para el
camino.
Florentina sonrió, era una mujer alta y esbelta, de cintura fina y caderas
anchas, su cara cuadrada resultaba atractiva con una nariz grande y una boca
de dientes perfectos. Los ojos de color castaño verdoso estaban rodeados por
unas cejas espesas y unas pestañas largas y oscuras. Había algo en ella que
emanaba dignidad y elegancia.
Los niños bajaron del carro acercándose a los dos guerreros, para tocar
sus armas. Hermenegildo rio al ver a los niños palpando con sus deditos la
espada; la desenvainó e hizo como que daba unos mandobles a lo alto; el
mayor de los dos niños se la pidió, casi no podía sostenerla.
Reemprendieron el camino hacia Emérita. Los niños dentro del carro con
la madre, Leandro y Florentina en el pescante.
En algún momento, Florentina, cansada del bamboleo del carro, bajó y se
puso a caminar detrás. Hermenegildo descabalgó y se situó junto a ella, se
sentía un poco tímido al lado de la joven. Él no estaba acostumbrado a tratar
con otras mujeres que las damas de su madre y aquella desconocida, de algún
modo, le intimidaba; por eso inició la conversación con algo obvio:
—Así que… ¿sois de Cartago Spatharia?
—Sí, allí nacimos los cuatro, mi padre era senador romano. Nuestra
familia es de una antigua estirpe romana que desciende del emperador
Trajano. En tiempos de Teudis, mi padre llegó a ser gobernador de la ciudad.
Era un hombre muy justo. En la guerra civil entre Atanagildo y Agila se situó
de parte de Agila, por una cuestión de honor, él consideraba que Agila era el
rey legítimo. Luchó contra los imperiales que acudían a socorrer a Atanagildo.
Al fin fue expulsado de la ciudad por los bizantinos. En aquel tiempo, huimos
hacia Córduba, pero Agila ya había perdido la guerra y nos vimos excluidos
en nuestra propia esfera social; no podíamos regresar a Cartagena; y en el
reino godo no se nos ofrecía ningún destino porque habíamos apoyado al rival
de Atanagildo. Durante una temporada moramos en Hispalis; allí falleció mi
padre. Ahora estamos sin nadie que nos proteja. Leandro ha estudiado a los
clásicos y es un hombre culto. Hemos decidido acudir a Mérida; el obispo de
allí, Mássona, es pariente de mi madre, ella es goda. Quizá pueda ayudarnos y
darle algún oficio a mi hermano.
—Yo conozco a Mássona, es un hombre capaz; la Iglesia católica de allí
posee un buen patrimonio gracias a las donaciones de los fieles.
—¿No eres católico?
—Sí y no… —sonrió Hermenegildo.
—¿Qué quiere decir eso?
—Fui bautizado en ambas confesiones. Mi madre era católica, por cierto
muy afecta a ese Mássona al que buscáis… Intentó educarme en el catolicismo
y creo que de niño me bautizó en esa fe; pero yo soy godo…
—¿Y…? Mássona también lo es.
—Pero no es… —aquí Hermenegildo se detuvo un tanto azorado, no sabía
por qué motivo no quería mencionar a Leovigildo—… el hijo de uno de los
próceres más importantes del reino. Yo, antes que nada, soy godo. Los godos
somos arríanos. La fe de Arrio es más inteligible que esa fe católica vuestra
que afirma que Cristo es a la vez un Dios y un hombre. La fe arriana nos
permite establecer diferencias entre los gobernantes y la clase común.
Leandro, que escuchaba la conversación, se acercó a ellos.
—Cristo no es un Dios: es el único Dios.
—Pues más difícil de comprender me lo pones… —rio de nuevo
Hermenegildo.
—No se trata de comprender, se trata de creer —explicó Leandro—, la fe
es… luminosa oscuridad.
A Hermenegildo las palabras de Leandro le parecieron un tanto exaltadas y
grandilocuentes, así que, con calma, le dijo:
—Escucha, amigo, yo no soy hombre de letras, soy un soldado y no quiero
entrar en esas disquisiciones teológicas. Se nota que habéis estado en contacto
con los orientales. Los bizantinos siempre discuten de esos temas, yo no
quiero discutir. Acepto lo que hay: soy godo, hijo de godos, de estirpe
baltinga; por tanto, mi credo ha de ser el arriano.
Leandro y Florentina cruzaron las miradas y no quisieron proseguir la
discusión. Florentina se embargó del olor del campo, tan hermoso en aquella
época del año, plagado de flores: mantas de margaritas y asfodelos.
—El campo está magnífico… —exclamó ella, cambiando de
conversación.
—Sí, en esta época del año, cuando ha llovido en invierno, el campo de
este lugar se pone así.
Hermenegildo observó a Florentina, su cabello castaño brillaba surcado
por hebras doradas al sol primaveral. Algo sutil había en ella, algo fuera de
este mundo. Hermenegildo se retrasó a atarse las tiras de cuero que sujetaban
sus botas, pudo ver su figura alta y garbosa. Leandro caminaba a su lado, había
entre ellos una gran complicidad, eran hermanos y también amigos, pensó
Hermenegildo. Recordó a Recaredo, también ellos tenían esa amigable
intimidad; le hubiera gustado tener una hermana así.
Cuando de nuevo se acercó a ellos, discutían sobre unos versos de Lucano.
Los oyó de lejos:
—Aléjese de los palacios el que quiera ser justo. La virtud y el poder no
se hermanan bien.
—De acuerdo, Leandro, está bien lo que dice el poeta… —decía
Florentina—, pero si no nos acercamos a los poderosos…, ¿adónde iremos?
¿Cómo vamos a comer?
Hermenegildo se acercó a ellos y les preguntó:
—¿De qué habláis?
—Mi hermano está recitando unos versos de Lucano que hablan de los
peligros de estar cerca del poder… pero yo intento explicarle que bien usado,
el poder, como la espada, puede ser algo bueno.
—Los movimientos de la espada dependen de la mano y el corazón que la
maneja. Eso me lo enseñó…
—¿Lucano…? —rio ella.
—No. Este hombre que tan callado viene conmigo… —Y señaló a Lesso
—. Él fue quien me enseñó a luchar… proviene del norte… Él no sabe leer
pero sus ideas quizá son como las vuestras… Dice que se las enseñó un
caudillo del norte, un jefe de los cántabros que buscó el bien…
—¿Qué ocurrió con aquel hombre?
—Yo le atrapé y fue ejecutado… Desde entonces Lesso ha cambiado y está
reconcentrado en sí mismo. Nunca ha sido muy hablador, pero ahora
escasamente logro que articule alguna palabra…
Del carromato descendió Isidoro. El chico tendría unos ocho o nueve años,
con un color de piel claro y el pelo oscuro; en su cara relucían unos ojos
centelleantes de color verdipardo como los de Florentina.
Desde dentro del carruaje se escuchó una voz, era la madre llamando al
chico. Los dos hermanos mayores sonrieron.
—¡Isidoro…! —le ordenó Leandro—, haz el favor de obedecer a tu
madre…
—No quiero… —protestó el chico.
—¿Qué es lo que no quieres?
—Comer ese pan con manteca rancia, está asqueroso.
—Si no comes te quedarás bajito.
—No me importa… —insistió con testarudez el niño.
—O sea, ¿que quieres quedarte bajito?
—Me da igual…
El chico salió corriendo por delante del carromato y se situó con Lesso,
pensando que este le defendería del acoso de la madre.
A Lesso le hizo gracia el muchacho, muy espabilado y curioso.
—¿Tú también eres godo como Hermenegildo?
—No, yo soy cántabro, de una tribu celta del norte.
—¿Cómo vas con él? Los cántabros luchan contra los godos… ¿No es así?
—Muchacho, es una larga historia, yo soy un siervo; primero serví a su
madre y ahora le sirvo a él. Vamos a Mérida a reclutar hombres para la guerra
del norte, después regresaré con él hacia la frontera y lucharemos. Nosotros
somos guerreros…
—Os vi pelear contra los bandidos y lo hacéis muy bien —dijo el chico—,
pueden asegurarlo los ladrones a los que molisteis a palos.
Lesso sonrió divertido; después, Isidoro continuó hablando.
—A mí me gustaría ser un buen guerrero, mi padre lo fue, y conseguir
victorias, y derrotar a los malos.
El chico cogió un palo del suelo y comenzó a dar mandobles a diestro y
siniestro. Lesso sacó su corta espada y de un certero lance lo desarmó.
Anochecía, estaban en campo raso. Durante un tiempo siguieron caminando
mientras las estrellas se encendían una a una en el cielo, y los colores rojizos
del atardecer se desdibujaban en el horizonte. Florentina y Hermenegildo
miraban las luces del hermoso crepúsculo sin hablar.
Dentro del carromato se escuchó la voz de la madre:
—¡Hijos…! Se hace de noche, debemos buscar algún lugar para
guarecernos.
—¡Hace calor, madre…! Dormiremos al raso.
Se detuvieron a un lado del camino, una pradera de pasto alto llena de
flores amarillas y lilas, era un encinar, con árboles a uno y otro lado; encinas
centenarias que extendían sus brazos bajo la luz de las estrellas. La madre y
Florentina durmieron en el carro, tapadas por el toldo, los demás se tumbaron
en distintos lugares al raso. El más pequeño de los chicos buscó acomodo
junto a su madre, Isidoro y Leandro bajo el carromato. Hermenegildo y Lesso,
más allá, junto a una encina y al lado de los caballos. El relente de la noche
hizo que Hermenegildo sintiese frío, no podía dormir. Pensaba en Florentina,
nunca había conocido una mujer igual, culta, femenina, amable. Le recordaba a
su madre; aquella mujer que por arte y parte de Goswintha, la mujer actual de
su padre, no se nombraba ya en ningún lugar. El joven godo comenzó a
recapacitar una vez más sobre la petición de su madre: buscar una copa en
Emérita Augusta, una copa sagrada celta en una iglesia católica bajo la
custodia del obispo del lugar. Era extraño. ¿Qué tendría aquella copa? ¿Cuál
sería su misterio? Había jurado llevarla al norte y no podía volverse atrás. No
conseguía dormirse; en su duermevela se hizo presente el cautivo, aquel
cautivo rebelde que había apresado en el norte. Era un buen guerrero, un
hombre avezado en las lides de la guerra; podía haberle matado. Se hizo una
luz en su mente. Recordó cómo aquel a quien después cautivó lo había mirado
a los ojos, antes de asestarle el golpe final. Entonces Hermenegildo había
abierto más los ojos con horror, esperando el golpe final. Una voz sonó detrás
de ellos: «No le matéis, mi señor, ese joven es… es hijo del duque
Leovigildo. Hacedlo por su madre».
La voz había sido la de Lesso. ¿Qué relación podía haber habido entre
aquel hombre y su madre? Lesso y ella le habían informado que aquel hombre
había sido su primer esposo. ¿Por qué se habrían separado? ¿Cómo podía ser
posible que su madre amase más al harapiento caudillo del norte que al gran
Leovigildo, duque de los godos y ahora rey? ¿Qué sentido tenía en todo
aquello la copa? Al fin, el cansancio venció al joven godo, y en su sueño se
presentó su madre; había desaparecido de aquel amado rostro el rictus de
tristeza que le había acompañado en los últimos tiempos. Se dio cuenta de que
su madre ahora era feliz y, tiempo después, al recordar aquel sueño, se sintió
en paz.
Mérida
Muy de mañana, antes de que los primeros haces de luz rompiesen la negrura
de la noche, Hermenegildo, Lesso y Braulio partieron hacia las afueras de
Mérida, a los poblados donde moraban siervos de la casa baltinga; los
acompañaban algunos hombres armados. Las callejas de la ciudad aún oscuras
se iluminaban tenuemente por antorchas situadas en las esquinas de las casas
más pudientes. Al cruzar la muralla, la primera luz de la mañana tiñó el
horizonte de un color violáceo y después rosado. Amenazaba un día caluroso
en aquellas tierras extremas, pero aún los albores de una primavera tardía
ornaban el campo. El trigo verdeaba y sobre él mantas de amapolas rojizas
teñían en sangre la tierra. Las murallas de la ciudad quedaron atrás y con ellas
la algarabía y el ruido de la urbe. Una brisa suave refrescaba el ambiente en el
que unas golondrinas realizaban vuelcos y cabriolas en el cielo sin nubes de la
mañana.
Braulio, serio y preocupado, había protestado una vez más por las órdenes
de Leovigildo. Bien sabía el príncipe godo que aquel hombre y su padre no
simpatizaban. Braulio era un siervo que había pertenecido a la casa real de los
baltos durante más de cuatro generaciones, a Alarico, a Amalarico, a su madre
y ahora les servía a ellos. El antiguo criado había amado a su madre, quien le
había curado de una grave dolencia. Aunque nunca se lo hubiese dicho
expresamente, el siervo no confiaba en el rey de los godos, Leovigildo, lo
consideraba un advenedizo que se había unido a la casa baltinga para acceder
a la corona.
Hermenegildo se dio cuenta de que la espalda del siervo se arqueaba hacia
delante, y de que, en su boca, los dientes se contaban ya con los dedos de las
manos.
—¿Cómo andas de salud?
—Los años no pasan en balde —dijo Braulio—, además ya no tengo la
poción que tu madre solía prepararme. Mezclaba algunas hierbas en un cazo
de cobre, ¿lo recuerdas?
—Sí. Después lo dejaba secar y todos los días te servías algo de los
residuos que quedaban en el fondo. Creo que recuerdo de qué estaba hecho
aquello, muchas veces le ayudé. Cuando volvamos intentaré buscar las hierbas
y te lo prepararé.
Braulio se admiró de que retuviese aquello. Hermenegildo, sonriendo, le
dijo:
—No he olvidado las enseñanzas de mi madre…
—Espero que sea así, que las recuerdes, y no solo las pociones. Tu madre
era una dama hermosa, buena y discreta. En la ciudad muchos no la olvidan.
—No piensan de ella así la reina Goswintha y otras nobles damas de
Toledo.
—¡Mal rayo le parta a Goswintha! ¡Ni me la mientes!
—¿Por qué no te gusta la esposa de mi padre?
—Tengo mis razones…
No hubo forma de sacarle más palabras.
El camino se empinaba ligeramente, a ambos lados encinares; más allá y
tras una tapia, un ciprés se elevaba cortando el cielo. Le dieron algo más de
marcha a las cabalgaduras, que remontaron la cuesta. La cohorte de soldados
los seguía; amo y siervo se situaban por delante, pero a cierta distancia de los
demás, para poder hablar tranquilamente. Lesso les seguía detrás, quizá
recordaba los años en los que él también fue siervo de la gleba, unido a la
tierra de un noble en la Lusitania.
Hacía calor, la luz del sol rebotaba contra las armas de los dos hombres.
El cuero de la coraza se calentaba, Hermenegildo notó el sudor cayéndole
desde la frente. Mieses sin fin les rodeaban, muy a lo lejos, unos pinares
ceñían el horizonte.
Por fin llegaron al villar, unas cuantas casas pequeñas y rectangulares de
paredes de adobe y techos de paja. Los niños salieron a recibir a la comitiva
de soldados, señalando con gritos alegres las armaduras. Pronto los bordes
del camino se llenaron de gentes que veían pasar a los soldados. Varias casas
de barro cocido con el techo de paja les mostraron, en su desnudez, la pobreza
de sus habitantes.
Braulio tocó su cuerno de caza para reunir a los hombres. Uno a uno fueron
llegando los labriegos, se situaron en torno al aljibe en el centro de la plaza.
Callaban, alguno que llevaba sombrero se descubrió ante los de la ciudad. Sus
caras requemadas por el sol destilaban sudor.
Entonces se oyó la voz de Hermenegildo, clara, fuerte, nítida.
—Hombres del Villar del Rey Godo. Hay guerra en el norte, los cántabros
intentan destruir la paz que los valientes godos han logrado sobre la meseta y
las tierras del sur. Estáis obligados a defender a vuestro señor. Todo aquel
capaz de empuñar un arma que avance un paso al frente.
El corro de hombres no se movió, en sus rostros no había ninguna
expresión.
—Conseguiréis botín de guerra y una recompensa por parte de vuestro amo
el buen rey Leovigildo.
Uno se adelantó un paso, diciendo:
—¿Y si morimos quién cuidará de nuestras mujeres? ¿Quién sembrará los
campos?
—Moriréis por una buena causa… No tenéis elección…
Una mujer salió de las casas y gritó:
—¡No…! ¡No os llevéis a mi marido…!
Braulio bajó de la jaca.
—Todos volverán y volverán con bien. Debéis obedecer las órdenes de
vuestro señor.
Se disculparon con algo que no era enteramente cierto:
—Quedamos los mayores y los de corta edad. Si vamos a la guerra, el
campo lo sembrarán las mujeres…
—¡Y qué mayor gloria para un hombre sino combatir!
Un hombre fuerte y joven se acercó al caballo de Hermenegildo.
—Señor, os ruego no me obliguéis a partir, mis padres son muy ancianos, y
están impedidos, mis hijos son muy pequeños. No quiero dejarlos… Os lo
ruego, sed clemente.
Hermenegildo le observó con atención; en su mirada lúcida y clara adivinó
el dolor de aquel hombre, la conmiseración llenó su alma.
—Puedes quedarte. Nos llevaremos al jefe del poblado, tú serás el nuevo
capataz. —Estas últimas palabras las pronunció en voz baja y después
continuó con un tono más alto—. Iremos al norte a conseguir la gloria,
volveréis cargados de botín y de riquezas o no volveréis… La vida del
hombre es corta y conviene gastarla con honor.
De nuevo Hermenegildo los arengó:
—Un paso al frente los hombres que amen el combate. ¡Los cobardes que
se abstengan!
La voz del hijo de Leovigildo se escuchó resonante entre las cabezas de
aquellos siervos ligados al campo. Muchas mujeres se encogieron,
abrazándose los costados como si el frío las atravesase. En los ojos de
algunos jóvenes brilló una luz, la luz de la aventura y la lucha. ¿Qué les
esperaba ligados a la tierra? En cambio, en la guerra habría posibilidad de
conseguir botín. Los hombres casados y mayores sintieron el temor natural de
abandonar a sus familias; si ellos morían, ¿quiénes iban a cuidar de las
mujeres y los niños?
Un hombre joven de piel oscura y cabello casi negro, vestido con una corta
saya, dio un paso al frente. Se oyó un grito detrás:
—Román, no te vayas… piensa que espero una criatura…, ¿qué será de
mí?
—Volveré con dineros y rico… —respondió Román, y en la expresión de
su cara se traslucía un ánimo decidido.
Poco a poco fueron reuniendo hombres en la plazoleta central del poblado.
Se oían los lloros de las mujeres. La joven mujer de Román desapareció
dentro de una de las chozas. Él la vio marchar con pena pero no salió tras ella.
Hermenegildo dispuso a los hombres en una fila de a dos, y salieron del
poblado. Detrás se oyeron gritos lastimeros.
Una escena similar se repitió en el siguiente poblado. Braulio comprobó
cómo Hermenegildo imponía respeto y era capaz de convencer a las gentes. La
leva se organizaba ordenadamente, el discurso de Hermenegildo enfebrecía a
los hombres, con la esperanza del combate. Lo que para los siervos era una
obligación y en ocasiones se había realizado a la fuerza, Hermenegildo había
conseguido que fuese algo menos oneroso. Sin embargo, las mujeres se
quedaban llorando.
Al ver las lágrimas de las plebeyas, Hermenegildo recordó a su madre,
ella hubiera protegido a los siervos; pero él, Hermenegildo, no era una
damisela de la corte. Era noble y godo, de rancia estirpe y no podía
entretenerse con tonterías de mujercillas. Conocía bien sus responsabilidades,
seguro de sí mismo estiró las riendas y su caballo relinchó suavemente. El
penco, al notar la recia mano de su dueño, le obedeció dócilmente.
Reemprendieron el camino, atravesaron varios villorrios más, los hombres
que acompañaban a Hermenegildo y a los de Emérita eran ya una buena tropa.
Soplaba un viento fresco que doblaba las mieses aún verdes haciéndolas
ondear.
Lesso observó al joven guerrero que cabalgaba unos palmos delante de sí,
palpaba su altivez, su dureza de buen luchador. Pensó que estaría orgulloso de
su destino, y que nada podía turbar la seguridad de su ímpetu juvenil. Lesso
divisaba delante de sí el casco de Hermenegildo, del que se escapaban
algunos cabellos oscuros. De pronto, Hermenegildo torció la cabeza y le miró
con un rostro decidido, con una mirada límpida y una expresión autoritaria a la
vez que amable; sus finos labios esbozaron una sonrisa. Las narinas se le
abrieron y Lesso pensó en él como un joven león dispuesto a devorar alguna
presa. ¡Qué distinto a Recaredo! Ambos eran animales de lucha, pero si en el
mayor predominaba una fuerza leonina, aguerrida y ágil, el pequeño era un
toro, potente y dominador.
Él, Lesso, los quería a los dos, los había educado y les había enseñado a
guerrear. Los recordaba aún niños peleándose, pero al mismo tiempo
dependientes el uno del otro, inseparables. Ella, la sin nombre, le había
dejado una pesada carga: cuidar de los dos cachorros que se convertían, a
paso rápido, en animales de guerra.
La senda se hizo más anchurosa, convirtiéndose en calzada. Detrás de
ellos venían los siervos, hombres sin armas, y, el último, Braulio, con los
bucelarios de la casa baltinga. Al doblar un repecho divisaron las murallas de
la ciudad y el puente sobre el río. Hermenegildo ordenó acampar cerca del
cauce. Dejando a los hombres de la leva allí, él se dirigió a su casa, dentro de
la muralla, para pasar allí la noche.
Los días siguientes Hermenegildo dispuso el entrenamiento de los que iban
a constituir las tropas de ataque de la casa real. Dirigía las maniobras con
seguridad y eficacia, los hombres respetaban a Hermenegildo que, amable y
enérgico a la vez, sabía lo que quería mostrándose justo tanto en sus alabanzas
como en sus castigos. Lesso se situaba siempre junto a él. Les enseñó a
desfilar militarmente, a usar la espada y el arco. Consiguió hacer de aquellos
rústicos gañanes hombres de aspecto militar. A cambio, los alimentaba con
abundancia, y muchos de ellos, que nunca habían probado la carne y el buen
vino de la tierra, lo hicieron por primera vez.
También adiestró a los soldados de la casa baltinga para que aprendiesen a
dirigir hombres. Cuando ya parecían un ejército bien organizado,
Hermenegildo dejó al cargo de ellos a Lesso y a los capitanes. Varios asuntos
pendientes le reclamaban. De entre todos, la familia proveniente de Cartago
Spatharia no se le borraba de la mente y del corazón.
La copa
Desde la bodega del sótano, Braulio subía fatigosamente el vino especial que
se guardaba para las grandes celebraciones. Al llegar al final de la escalera,
su respiración se tornó muy fatigosa. Los magnates de la ciudad habían sido
convocados a una cena en la casa de los baltos. Toda la servidumbre estaba
alborotada por la fiesta. Más que ninguno de ellos, el anciano criado deseaba
que su joven amo desempeñase bien su cometido de anfitrión de los nobles
emeritenses, por eso trataba de que no faltase el menor detalle. Había
guardado personalmente aquel vino que era de una buena cosecha, de unos dos
años atrás, de olor suave y sabor penetrante. Le pesaban las ánforas en las
manos. «Ya no soy joven —pensó—. He servido a su abuelo, a su madre y
ahora le sirvo a él y a su hermano». Braulio amaba a la familia, sobre todo a
sus últimos vástagos, a quienes había criado. Deseaba verlos en el trono de
Toledo, pero en el fondo de su ser dudaba de poder llegar a contemplar ese
momento, porque su cuerpo se doblaba cada vez más con las enfermedades y
fatigas.
Al llegar a los últimos peldaños, se encontró con Hermenegildo, pero
como subía mirando al suelo no se dio cuenta de su presencia hasta que vio
delante de sí las sandalias claveteadas del hijo del dueño de la casa y,
elevando la mirada, sus recias piernas velludas, la túnica de color claro, el
cinto guarnecido por una hebilla con incrustaciones doradas y, al fin, el
tahalí[13] y la capa; sobre ella el pelo oscuro del joven godo y su rostro
amigable con ojos claros y afables. Se dio cuenta de lo alto que era.
—Amigo mío —le dijo Hermenegildo—, no estás bien.
El anciano habló lenta y pausadamente, un deje de tristeza latía en su voz.
—Son los años, nunca he estado bueno… si estuviese aquí tu madre…
Los ojos de Braulio se humedecieron al hablar de la que fue su señora.
—¿La recuerdas?
—¡No pasa un día…! Ella ha sido lo mejor que ha pasado por esta casa.
Trataba a la servidumbre como si fuesen hijos suyos…
Hermenegildo se conmovió al oír hablar así de su madre, tan
recientemente fallecida, y le dijo.
—Todos la querían.
—No. Todos no.
El príncipe godo no quiso indagar en quién no quería a su madre, pero lo
supuso; él conocía muy bien aquella casa donde había nacido y se había
criado, a todas y cada una de sus gentes, no ignoraba las envidias y las
intrigas.
La cara de Braulio, recia, tallada por la enfermedad, mostraba unas
chapetas rojas en los pómulos, un signo más de la poca fuerza con la que el
corazón del anciano bombeaba la sangre, su espalda se combaba por el peso
de la edad. «Está anciano y debilitado», pensó Hermenegildo, y le sostuvo por
los hombros, conduciéndole a las cocinas. Las sirvientas revolotearon
alrededor, haciendo zalemas al heredero de la casa. Él sonrió, pero no les hizo
mucho caso, pidió agua hirviendo y en ella vertió las hierbas de las que había
hecho acopio días atrás en el campo; todo ello lo hizo cocer un tiempo en un
cuenco de cobre. Se recordaba a sí mismo, aún niño, preparando las hierbas
para Braulio con su madre. Mientras hervía la poción, Braulio le comentó:
—Esta mañana, mientras estabais fuera, vinieron un hombre joven y una
dama; tenían acento del sur.
—¿Ella tenía el pelo castaño y los ojos de color verdoso?
Braulio lo miró con curiosidad, contestando:
—Sí. Era hermosa…, ¿quiénes son?
—Me imagino que serán los hijos del antiguo gobernador de Cartago
Nova, Leandro y Florentina. Los conocí en el viaje desde Toledo.
Braulio, cuyo origen era también romano, recordó quiénes eran.
—Son de una antigua familia senatorial de la ciudad, gente de bien, muy
educada. Descienden de Materno, un familiar del emperador Teodosio, el que
poseyó una hermosa villa al norte de Toledo, en Carranque. Su padre,
Severiano, fue duque de la Cartaginense. Creo que han venido a menos
después de la llegada de los imperiales.
—Buscan ayuda…
—No sé si la encontrarán. Los senadores de la ciudad no quieren
enfrentarse a los godos; y los godos no olvidan tan fácilmente que Severiano,
durante la guerra civil frente a Atanagildo, apoyó a Agila. Los imperiales
respaldaban a Atanagildo. Pero Severiano, que era un hombre de honor, luchó
contra los invasores de su tierra, y por ello indirectamente se enfrentó a
Atanagildo, quien, al fin, ganó la guerra. Después él fue degradado, nadie en el
orden senatorial ayuda a la familia. Viven prácticamente de limosnas cuando
podrían nadar en abundancia porque pertenecían a la nobleza romana.
Hermenegildo escuchó la historia de los de Cartago Nova. Entendió ahora
algo mejor algunas palabras de Florentina que le habían resultado oscuras.
Después, meditando lo que Braulio le había dicho, le confió:
—No entiendo por qué los hijos tienen que cargar con los errores de los
padres. Me he dado cuenta de que esos jóvenes son gente instruida, podrían
hacer un gran bien al reino.
—En este país nuestro ya no importan las prendas intelectuales o humanas
que uno posea sino, ante todo, el partido político al que se pertenezca. Su
padre se equivocó y ellos pagan el error.
—Yo podría ayudarles…
—¿Cómo?
—No lo sé, quizá podría hablar con el conde de los Notarios, se podría
obtener algún cargo en palacio para el hermano mayor. Se necesitan
amanuenses y escribanos…
Braulio sonrió para sí, sabía que la desgracia de los hijos de Severiano
había movido a compasión a Hermenegildo; pensó: «Es como su madre», pero
no dijo nada más. La familia de Braulio, también venida a menos muchos años
atrás, guardaba alguna relación de parentesco con los de Cartago Nova.
Sin hablar, Braulio dio vueltas a la tisana, recordó que el ama solía dejarla
secar y que él tomaba solo del barro de lo hondo del pocillo, donde la cocción
se había mezclado con el cobre. El viejo servidor se encontraba realmente mal
y se fue a acostar un rato.
Desde las cocinas, Hermenegildo salió al patio posterior donde se
asomaban los dormitorios y el triclinio. Con el pie enfundado en la sandalia
acarició los mosaicos del suelo de la estancia, donde algunas de las piezas
habían saltado, otras estaban muy gastadas por el paso de los años. El mosaico
representaba el mito de Orfeo y Eurídice; las paredes del triclinio de color
terracota, pintadas con un fresco ya deslucido, mostraban escenas de caza en
las que se veía a Diana persiguiendo a un ciervo. Todo era muy familiar para
él, pero después de aquellos años fuera se le hacía novedoso. Pasó al patio
central, recordaba cómo él y Recaredo habían jugado allí de niños. Le echaba
de menos… ¡Ojalá le fuese bien en el norte! Era su primera campaña en la
guerra; le hubiera gustado mucho haber estado con él desde el principio para
ayudarle, pero Recaredo era fuerte, sabría defenderse solo.
El patio porticado rodeaba un jardín con una fuente de la que manaba
continuamente agua, produciendo un sonido armonioso. Se sentó junto al borde
y metió la mano en el chorro; el frescor del agua le relajaba y su ruido
monótono le serenó. Meditó sobre la copa. ¡Qué poco sabía de ella! Debía
cumplir una promesa hecha a su madre, pero dudaba del camino correcto. El
único que quizá podía darle alguna información era Lesso. Se levantó para ir a
buscarlo; quería hablar con él. Lo encontró en las caballerizas cepillando con
fuerza uno de los caballos; la piel del rocín brillaba, y el montañés hablaba
con el animal como si fuese una persona.
—¡Vaya, Lesso! No sabía que te gustase hablar con los animales…
—A menudo contestan mejor que las personas —se rio él—. Y, te lo
aseguro, dan bastantes menos coces.
Hermenegildo sonrió con la contestación, pero enseguida se quedó serio y
le dijo.
—He estado con Mássona, por el asunto de la copa…
—¿Y…?
—Mássona dice que la copa tiene dos partes. Una que proviene de las
islas del norte, una copa bruñida de oro y con esmaltes de coral y ámbar, eso
es lo que forma el cuello y la base; pero la copa en sí se puede desmontar para
extraer un cuenco de ónice, similar a un vaso de cristal pero de mayor valor.
Me propone que lleve al norte la parte de oro, que es la celta, y que le deje el
vaso de ónice aquí en la basílica cristiana. Me gustaría actuar como mi madre
hubiera querido que lo hiciese. No sé qué determinación tomar; entiendo que
Mássona ama ese cáliz y que en sus manos está seguro. Dime, amigo…, ¿tú
qué piensas?
Lesso calló, sin saber muy bien qué contestarle, y durante unos minutos
continuó cepillando al bruto, como pensando la respuesta.
—Solo he visto la copa una vez. El viejo Enol, el curandero, la utilizaba
para sanar a nuestra gente cuando aún existía la ciudad de la que te he hablado,
la que está bajo las aguas.
El cántabro de nuevo guardó silencio durante un tiempo, intentando olvidar
dolorosos recuerdos, después siguió:
—Tu madre decía siempre que la copa debía ser usada para un fin
sagrado, que no podía utilizarse para la vida vulgar del hombre común, que
había algo puro en ella. Creo que ella quería que estuviese en un sitio seguro,
por eso la envía a Ongar, a la cueva de Mailoc; pero ahora me da miedo que
esté allí. Ella no conocía, como yo sé, lo divididos que están los pueblos de la
montaña, muchas tribus diversas, aún sometidas a cultos brutales y paganos.
La copa necesita el hombre que la proteja; el hombre recto y honrado, ese era
Aster, ahora él falta…
Al oír hablar de Aster, Hermenegildo recordó de nuevo al guerrero del
norte, ejecutado poco antes de la muerte de su madre. Lesso prosiguió
hablando con la voz velada por una emoción oculta.
—Sí, Aster, el que fue esposo de tu madre, el que fue capaz de aunar a
todas las tribus montañesas. Ahora le habrá sucedido su hijo Nícer, un joven
que tendrá que demostrar su valía. Con Aster y la copa se habría conseguido la
unidad de los pueblos del norte. Ahora no lo sé. Quizá si no nos llevamos la
copa entera, ahorraríamos males mayores. Estoy seguro de que, sin la copa de
ónice, su poder disminuirá. Hará menos bien, pero también hará menos mal a
esos pueblos, si cae en manos perversas.
—¿Crees entonces que la parte cristiana de la copa podría permanecer en
Mérida sin faltar al juramento hecho a mi madre?
—Posiblemente sí.
Siguieron hablando un rato. Lesso volvió a narrarle la caída de Albión, la
hermosa ciudad sepultada bajo las aguas después de la guerra contra los
godos. Allí había estado el país de Lesso; quien hablaba de la ciudad con una
gran añoranza, como si la estuviese viendo ante sí. Le explicó que fue después
de la caída de Albión cuando su madre se vino al sur. Hermenegildo siempre
había pensado que ella era un botín de guerra de su padre, pero Lesso le contó
que no, que su madre había venido voluntariamente al sur para que cesasen las
guerras. No lo había conseguido. Quizá su insistencia en devolver la copa era
tanta porque quería que reinase la paz en los valles del norte y pensaba que
solo algo milagroso, como la vieja copa de los celtas, podía hacerlo.
Comenzó a disminuir la luz en el establo, atardecía. Los próceres de
Mérida y la gente más linajuda de la ciudad estaban a punto de llegar,
Hermenegildo debía cambiarse el vestido sudoroso del día por una túnica
apropiada y peinarse el desordenado cabello.
Un criado arregló su barba corta y de color oscuro, que todavía le
clareaba en las mejillas por su juventud. Después se vistió; cuando estaba
acabando le avisaron que unos desconocidos le estaban esperando en el atrio;
era pronto aún para que llegasen los convidados, pero quizás alguno se había
adelantado.
Al llegar a la entrada se encontró a Leandro y a Florentina. La joven
cubría su cabellera castaña con un largo manto. Hermenegildo se sintió
turbado al encontrársela de nuevo. Había en ella algo que le atraía.
Leandro hablaba, pero él, no sabía bien por qué, no era capaz de atenderle,
se distraía mirando a la hermana. Al cabo de un rato entendió lo que
pretendían decirle, estaban preocupados por Isidoro. El hermano menor era
inquieto y con frecuencia se escapaba, pero en esa ocasión no había acudido
en toda la noche y temían que algo le hubiese sucedido. La última vez que le
vieron fue el día anterior por la mañana, cuando salió de su casa a las clases
de la escuela monacal de Santa Eulalia. No había regresado a almorzar tal y
como acostumbraba. Averiguaron que tampoco había llegado a las clases.
Leandro y Florentina llevaban todo el día y toda la noche buscándole, no
tenían confianza en nadie más que en él y en Mássona, y solicitaban su ayuda.
Llamó a Braulio, el anciano acudió con signos de haberse levantado hacía
poco de su reposo vespertino. Escuchó atentamente la historia, después les
informó de que en la ciudad había bandas armadas que se reunían en
determinadas tascas junto a los viejos foros. Silvano, uno de los criados, había
participado en aquellas bandas, le localizaron y le pidieron que buscase a
Isidoro entre sus antiguos compañeros de armas. Por otro lado, Hermenegildo
daría parte al gobernador de la ciudad, que aquella noche acudiría a la cena,
para que se buscase al muchacho.
—No puedo acompañaros yo mismo, pero mis criados se encargarán: el
chico aparecerá pronto. Anochece y es peligroso pasear por la ciudad; Lesso y
Silvano os guiarán. ¿No deseáis tomar algo?
No quisieron demorarse más y, escoltados por varios criados de la casa,
se fueron a buscar al extraviado.
En la puerta, los dos hermanos se cruzaron con Sunna, el obispo arriano de
la ciudad. En la cara del prelado se produjo un gesto de desagrado.
—¿Les conocéis? —preguntó Hermenegildo cuando ellos se habían ido ya.
—Medio godos, medio romanos, traidores a la causa de los godos, pájaros
de cuenta, no os conviene relacionaros con ellos.
El hijo del rey godo no contestó; detestaba aquellos prejuicios de raza y de
religión. No pudieron seguir hablando porque llegaba más gente. Uno de los
primeros fue el padre de su amigo Claudio, un viejo senador de la ciudad;
descendiente de Dídimo, quien en tiempos de las primeras oleadas bárbaras
había defendido Hispania de la entrada de los bárbaros, levando un ejército
para bloquear los Pirineos. Pertenecía a la gens Claudia, por lo que padre e
hijo se apellidaban Claudio, pero el padre se llamaba Publio Claudio, y el
hijo era Lucio Claudio. Los Claudios eran profundamente respetados en
Emérita Augusta y la familia era muy rica. Lucio Claudio se había criado con
Hermenegildo y Recaredo. El padre le recordó mucho al hijo, pues ambos se
afeitaban al estilo romano.
Después se presentó Frogga, el padre de Segga, uno de sus camaradas de
la campaña del norte. Frogga era un hombre de cara adusta, con expresión de
superioridad, lucía una hermosa espada al cinto, y apoyaba con fuerza la mano
sobre la empuñadura.
Precedido por una escolta, entró en el banquete Argebaldo, duque de la
Lusitania y gobernador de la ciudad. Saludó a Hermenegildo al estilo godo
posando sus brazos en los hombros del joven y dándole un fuerte apretón.
Argebaldo nunca había apoyado a Leovigildo, le consideraba un advenedizo.
Por ello, en la última campaña no había enviado las tropas que se le habían
pedido para las guerras del norte. Hermenegildo sabía que uno de sus
cometidos era conseguir que el duque colaborase en las campañas de su padre.
Las fuerzas vivas de Emérita Augusta, senadores romanos del orden
ecuestre y nobles de la ciudad, fueron llegando a la casa de los baltos. Braulio
se situó a su lado presentándole a cada uno de los que entraban, diciéndole su
nombre en alto; así como algún comentario sobre su lealtad a la casa de los
baltos, en voz más baja. Él los fue saludando. Los nobles godos, en su
mayoría, no eran partidarios de Leovigildo, juzgaban que la elección del rey
no había sido justa sino mediada por las intrigas de la reina Goswintha; la
cual, para afianzar su menguante poder, había organizado la coronación de su
amante Leovigildo y el hermano de este, Liuva. Muchos de ellos se
consideraban con tanto derecho al trono como Leovigildo y Liuva. No querían
ni oír hablar de una monarquía hereditaria y él, Hermenegildo, podría ser en
un futuro un fuerte competidor al trono ya que descendía de la casa baltinga y
era hijo del monarca actualmente reinante. No deseaban facilitarle las cosas.
El banquete tendría lugar en la parte noble de la domus; en la zona del
peristilo, un gran patio porticado con un jardín y una fuente central que daba
paso a la exedra, la sala de banquetes y reuniones. La cena dio comienzo, los
criados trajeron una gran cantidad de platos sabrosos: liebres asadas,
aceitunas, puerros y hortalizas preparadas al estilo romano, que fueron
distribuidos entre las mesas. Corría un buen vino, añejo, de excepcional
calidad y pronto los nobles se fueron achispando. Transcurrida la primera
parte del banquete, Hermenegildo se levantó para conversar con unos y otros.
En primer lugar, se dirigió al duque de la Lusitania, Argebaldo.
—Necesitamos hombres, más hombres… Habrá un buen botín… —le dijo
el príncipe godo—. Hay que erradicar a los enemigos del reino…
—No puedo dejar las villas sin siervos… —arguyó Argebaldo—, ya
hemos colaborado con la corona en otras ocasiones, dando más de lo que, en
justicia, debemos…
Hermenegildo intentó ser conciliador:
—Esta campaña es especialmente importante… Tenemos que pacificar las
tierras cántabras…
Argebaldo lo interrumpió bruscamente:
—Los del norte no son más que unos asnos subidos a las montañas… ¿Qué
botín se espera de una tierra inhóspita y montañosa?
El joven príncipe no hizo caso a la interrupción y prosiguió:
—Bien sabéis que el objetivo de nuestro señor el rey Leovigildo no se
detiene ahí. La meta final es el reino suevo. Todo el oro y la plata que se
produce en Hispania procede de la corte de Bracea. Necesitamos las minas
para no depender de nadie. Los suevos son invasores de una tierra que nos
corresponde gobernar…
Aquí intervino Sunna, quien escuchaba la conversación deseando
intervenir para dar su opinión.
—El territorio hispano pertenece a los godos por derecho; el Imperio
romano se ha visto sucedido por el glorioso reino godo. La primera nación del
Occidente, Hispania, corresponde a los godos como un huerto corresponde a
su amo, para su solaz y cuidado. Los godos somos el pueblo ilustre que se ha
dignado defender a las Hispanias frente a sus enemigos.
Ante el tono grandilocuente del obispo Sunna, Argebaldo sonrió con
desprecio. Hermenegildo prosiguió:
—Los suevos nos atacan constantemente y se alían con los francos. La
misión de mi padre es aunar a todos los pueblos de la península bajo un único
mando. En la campaña del norte hay mucho que ganar. Podéis uniros a las
tropas del rey o negaros. Si hacéis esto último, temo que mi padre no se halle
contento y algún tipo de sanción os corresponderá por haberos negado a cargar
con los deberes que os incumben. Creo que tenéis mucho más que ganar
asociándoos al plan de mi señor, el rey mi padre, que si os rebeláis.
Las palabras del joven príncipe sonaron duras y al mismo tiempo
amistosas.
—¡Lejos de mí rebelarme a las órdenes del rey!
—Si es así, decidme cuántos hombres aportaréis a la campaña.
Hermenegildo y Argebaldo iniciaron una puja en la que el joven godo le
proponía una determinada cantidad de tropas mientras que el otro la disminuía.
La lucha verbal entre ambos finalmente acabó en menos soldados de los que
Hermenegildo pretendía y muchos más de los que el duque hubiera nunca
enviado.
Entre los invitados había una gran curiosidad por el joven hijo de
Leovigildo, aquel que un día posiblemente sería un fuerte candidato al trono.
Todas las miradas se dirigían hacia él enjuiciándole, unos con benevolencia,
la mayoría duramente.
—Es como su padre —decía Frogga, un noble godo—, le gusta el poder,
pero no se lo pondremos fácil.
—A los hombres hay que conocerlos por sus obras y él es un noble
campeón. Se ve la nobleza de su sangre en cada uno de sus movimientos —le
respondió el senador Publio Claudio.
Los dos hombres callaron, pues Hermenegildo se dirigía hacia ellos.
Cuando estuvo cerca, el noble Publio Claudio le abrazó amistosamente.
—¡Nunca habría pensado que aquel que jugaba de niño con mi hijo
llegaría a ser el heredero del trono de los godos! —le dijo mientras le
palmeaba la espalda.
A estas palabras la faz de Frogga se vio cruzada por una expresión no
disimulada de odio. Hermenegildo lo percibió. Frogga y Publio Claudio
iniciaron una discusión aparentemente amigable, pero en la que se cruzaban
burlas e ironías. El ambiente entre ambos se crispaba y Hermenegildo
consideró más conveniente no intervenir. Aprovechó que Sunna se acercaba al
grupo para alejarse de ellos. El obispo arriano deseaba hablar con
Hermenegildo en privado.
—Sé que habéis visitado a Mássona… No es adecuado que el hijo de
nuestro noble rey Leovigildo visite a un obispo católico.
Hermenegildo lo observó con una expresión indescifrable, sin
responderle. Aquel hombre no tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos.
—No es conveniente que visitéis a un enemigo de vuestro padre y de
vuestro pueblo —prosiguió Sunna.
—Ese es un asunto que no os incumbe —respondió Hermenegildo
fríamente—, cumplo un deber filial con mi madre, recientemente fallecida.
A esas palabras, Sunna contestó con sarcasmo:
—¡Deber filial, deber filial! Le visitáis porque deseáis la copa… Esa
copa debía estar custodiada en la noble sede arriana y no en la católica. Fue
vuestra madre la que se la entregó y, sin embargo, pertenecía al tesoro de los
baltos.
—La copa fue regalada muchos años atrás por mi padre al noble Juan de
Besson, preceptor de mi madre, y después ella la heredó.
—Leovigildo fue engañado. Esa es la copa del poder. Muchas veces le he
pedido a vuestro padre la basílica de Santa Eulalia para el culto arriano, pero
no me la ha querido conceder. Ya tiene bastantes enemigos entre los godos
como para enfrentarse a los hispanorromanos. Entregarme Santa Eulalia
significaría una ofensa a los sentimientos de los católicos. Sin embargo, toda
la basílica de Santa Eulalia con todas sus riquezas es nada en comparación
con la copa. Yo sé muy bien que Massona os la daría a vos si se la pedís; al
fin y al cabo, fue vuestra madre la que la entregó a la iglesia de Santa
Eulalia… —En los ojos del obispo arriano se expresó la codicia—. No sé qué
haréis con ella, pero la copa tendría que estar en la noble sede arriana de
Mérida. Decidme, ¿qué pensáis?
—Sigo diciéndoos que no os incumbe…
En aquel momento se escuchó una música suave, el ambiente se volvió más
distendido, unos músicos con liras, flautas y timbales comenzaron a tocar en el
peristilo. El mismo obispo Sunna se distrajo del tema que le ocupaba.
Hermenegildo apreció la belleza de la música; y sin saber por qué, recordó a
Florentina. Cerró los ojos apoyado en la columna para evocar mejor a la joven
mientras sonaba la melodía. Entonces notó que le llamaban por detrás, era
Lesso.
—Joven amo, hemos encontrado al chico, se encuentra herido.
—¿Dónde está…?
—¿Podéis dejar a vuestros invitados un momento?
Hermenegildo miró en torno a sí; la mayoría de los invitados estaban
templados por el vino y distraídos con los músicos. Asintió con la cabeza
siguiendo a Lesso.
Pasaron a la zona del impluvio; en una de las habitaciones encontró a
Isidoro, con marcas de haber sido apaleado.
—No sabemos lo que ha ocurrido, pero le han dado una paliza… Lo
abandonaron inconsciente cerca del antiguo anfiteatro.
El hijo del rey godo le levantó los párpados al chico, Isidoro se opuso a
ello con un reflejo de defensa y comenzó a volver en sí. Hermenegildo
observó que las pupilas no estaban dilatadas y reaccionaban a la luz.
—Se recuperará —dijo—. ¿Habéis avisado a sus hermanos?
—Sí, ya vienen hacia aquí.
Efectivamente, poco después se oyó abrirse la puerta de entrada de la
casa, y varias personas irrumpieron rápidamente en la estancia. Eran Leandro,
Florentina y la madre de ambos. Las mujeres se aproximaron al lecho donde
reposaba Isidoro. Leandro, que observaba todo de pie, se volvió hacia
Hermenegildo.
—Os agradecemos enormemente el interés que os habéis tomado en
encontrar a nuestro hermano. ¿Dónde estaba?
—Al parecer lo encontraron inconsciente en la zona del antiguo anfiteatro,
en una de las jaulas para las fieras… Alguien debió de conducirlo hasta allí,
después de golpearle.
Isidoro gimió de dolor, poco a poco se desperezó en el lecho, abriendo los
ojos.
—¿Dónde estoy…?
—Estás en la mansión de los baltos —le dijo Florentina—, en casa de
amigos. ¿Qué te ha ocurrido?
Isidoro se llevó las manos a las sienes y cerró los ojos, exhalando un grito
de dolor. Después, todavía sujetándose la cabeza con las manos; se incorporó
en la cama y, al fin, bajó los brazos, reposando la cabeza contra la pared.
Hablando muy despacio y con esfuerzo, les refirió lo siguiente:
—Ayer fui a la escuela monacal, llegué más temprano que en otras
ocasiones, todavía no había amanecido. La puerta principal estaba cerrada, así
que rodeé la basílica para entrar por la puerta de los monjes. Entonces oí
ruidos en un patio posterior. Pensé dirigirme allí para que me abrieran. En el
patio vi a unos encapuchados que intentaban entrar en la iglesia a través de una
ventana. Me di cuenta de que querían robar algo en la iglesia. Retrocedí para
buscar ayuda, pero se percataron de mi presencia, me rodearon y comenzaron
a pegarme entre todos. No pude defenderme. Al verme malherido, debieron de
pensar que estaba muerto, les dio miedo que me encontrasen allí y me
montaron en un carro. Por el camino oí algo sobre una copa; creo que eso era
lo que estaban buscando en la iglesia. Me arrojaron a la cisterna del circo y al
caer perdí el conocimiento. Es un milagro que me hayáis encontrado.
—¿Estás seguro de que hablaban de una copa?
—Sí, lo estoy.
—No entiendo cómo no te han matado.
—Yo no era lo que querían…
—Fue Silvano el que adivinó dónde podía estar —dijo Lesso—. Él sabe
bien que cuando estas bandas quieren tapar un crimen a veces esconden al
cadáver en el antiguo anfiteatro, por eso decidió buscarle allí. Ha sido una
gran suerte que lo encontrásemos vivo.
La luz del sol le iluminó la cara; todo había sido un sueño, pero en
Hermenegildo persistió una inquietud vaga. Se levantó del lecho, se aseó,
recorrió los patios buscando a Braulio; el viejo criado se ocupaba estudiando
algunos legajos. Le preguntó por los hispanos. Braulio sonrió con sorna y le
indicó que estaban bien. Entonces, Hermenegildo se dirigió a los aposentos de
los dos hermanos, Isidoro mostraba muy buen aspecto. Se había despertado y
ya no le dolía tanto la cabeza, estaba desayunando en la cama un tazón de
leche con pan. Florentina, sentada a su lado, lo vigilaba.
—¿Ya estás mejor?
—Sí. He dormido bien…
Hermenegildo le palpó la cabeza con cuidado con sus largos y finos dedos.
Las heridas estaban cicatrizando.
—Hoy y mañana deberás guardar reposo, no puedes moverte de la cama ni
hacer esfuerzos. En tres o cuatro días estarás bien.
Florentina alzó los ojos para hablar con él; su piel nacarada enrojeció
ligeramente mientras le decía:
—¿Cómo podremos agradecer vuestras atenciones…?
—De ninguna manera… He hecho lo que estaba en mi mano…
Ella tomó las manos de Hermenegildo y las besó en señal de gratitud.
Isidoro esbozó una sonrisa disimulada, mientras Hermenegildo decía sin
apartar los ojos de la dama:
—Debo irme, me esperan en la ciudad.
Después, cuando el príncipe godo recorría las estrechas callejas de la
urbe, notaba todavía los labios suaves y húmedos de ella sobre sus manos.
Aquella impresión no se le borró en todo el día.
Uno a uno, fue visitando a los próceres con los que había hablado la noche
anterior. Almorzó en casa del gobernador. Menos excitado por el alcohol que
en la fiesta, Argebaldo no rebajó el número de hombres pero intentó posponer
su envío. Hermenegildo no cedió; le instó para que, antes de finalizar la
semana, tuviese las tropas dispuestas.
Por la tarde, visitó a otros nobles que también intentaron retrasar o
disminuir el envío de tropas; él se negó a aceptar. Convenció a unos, tentó con
promesas a otros, al final prácticamente todos le prestaron su colaboración.
Bajando una pequeña cuesta fuera de los muros de la ciudad, llegó a Santa
Eulalia. Mássona le recibió con un semblante que expresaba preocupación.
—Sabrás que han intentado asaltar la basílica.
Hermenegildo asintió y le contó brevemente su diálogo con Sunna.
—Los arríanos buscan la copa.
Mássona estuvo de acuerdo y Hermenegildo le apremió:
—No debemos posponer ya más el encargo de mi madre. Lo intentarán de
nuevo de una manera o de otra.
La expresión de Mássona al asumir que iba a perder la copa fue de tristeza
y un cierto resentimiento le asomó a los ojos. Hermenegildo prosiguió:
—He decidido que conservéis la copa de ónice. Me preocupa enviar las
dos al norte. En realidad, no sabemos bien qué nos aguarda allí y si ambas
unidas son tan poderosas, podría resultar arriesgado llevarlas a un lugar
desconocido. Es evidente que la copa de oro pertenece a los pueblos
cántabros, pero no lo veo tan claro con la de ónice. Ese cáliz es sagrado, debe
dedicarse al culto divino, estará mejor con vos.
Entonces la actitud de Mássona cambió, su rostro se relajó y una sonrisa
asomó en su cara.
—Os agradezco la confianza que depositáis en mí —dijo Mássona…
—Solamente os pido una cosa. Es importante que no la uséis
públicamente; decid que no tenéis ninguna de las dos. Tanto vos como la copa
estaréis más seguros.
El obispo le juró que la ocultaría. Después ambos cruzaron la basílica,
alcanzando la pequeña sacristía cercana a la nave central. Al abrir el armario
donde la copa estaba guardada, tanto Hermenegildo como Mássona se
inclinaron en una actitud reverente. Hermenegildo notó cómo el obispo
católico oraba con gran intensidad en dirección a la reliquia. Al fin, la sacó y
desprendió una copa de la otra. Devolvió la de ónice al interior del armario y
envolvió la de oro en una pieza de lana, para introducirla en un cofre
tachonado en hierro. Hermenegildo recibió el cofre de manos del obispo y lo
ocultó bajo su capa. Después se despidió de Mássona.
Anochecía cuando llegó a la casa de los baltos, llamó a Lesso y le encargó
que protegiese la copa. Lesso advirtió que su príncipe estaba nervioso, pensó
que era por el asunto de Mássona, pero no era aquello lo que le producía
inquietud. Hermenegildo paseó un par de veces por delante de los aposentos
de los hispanos, pero se hallaban cerrados y no se atrevió a entrar.
Durante la noche, los sueños de Hermenegildo fueron inquietos. Se vio a sí
mismo en una ciudad del sur luchando contra Recaredo. Había muerte y
destrucción por doquier. Se despertó. Fuera cantaba un gallo, era la
madrugada. Después de cierto tiempo de dar vueltas en el lecho, se quedó de
nuevo dormido.
En los días siguientes, antes de salir a inspeccionar al ejército, se
acercaba a ver a Isidoro. Las heridas cicatrizaban bien. Le administraba
adormidera para que descansase y el chico pasaba la mayor parte del tiempo
dormido. El hijo del rey godo disfrutaba hablando con la hermana; entre ellos
se desarrolló un clima de confianza.
Una mañana se encaminó a los aposentos de los jóvenes de Cartago Nova.
Al atravesar la puerta, se sintió más inquieto que de costumbre, quería hablar
con ella. Dentro se encontró a Isidoro durmiendo aún, mientras su hermana le
velaba cosiendo algo de ropa.
Hermenegildo se acercó al lecho. Le abrió los ojos suavemente y
comprobó que todo estaba bien. El chico se despertó, pero se volvió a quedar
dormido enseguida.
—Vuestro hermano está bien, os ruego que vengáis conmigo, lo podéis
dejar solo un tiempo.
Ella sonrió con aquella expresión que a Hermenegildo le turbaba tanto y lo
observó sin miedo. Después se levantó grácilmente y se colocó los pliegues
del vestido. Su cintura era estrecha y sus hombros, más anchos; desde ellos
caía la túnica que se recogía sobre el pecho marcando sus formas delicadas.
Hermenegildo se fijó en cada detalle de su figura, particularmente en el rostro.
Había recogido su hermoso pelo castaño en una trenza que le colgaba a la
espalda. Salieron al atrio, Isidoro no se movió de su lecho.
Hermenegildo se sintió feliz, le agradaba oírla hablar ya que la
conversación de Florentina era inteligente y discreta. La belleza de Florentina
iba ligada a su forma de ser, se ocultaba a la vista de los hombres, pero
cuando se la trataba, afloraba a la luz. Él se la comía con los ojos, y apreció
todos aquellos detalles que sabe ver alguien que ama: un hoyuelo en sus
mejillas; las cejas curvadas en un arco perfecto y elevado; los ojos grandes,
castaños o verdes según la luz; la dentadura perfecta que le iluminaba la cara
al sonreír.
Hablaron de naderías mientras él le iba enseñando las estancias de la casa.
Subieron al solárium; desde allí se veía toda la estructura del viejo palacio
que había sido fortificado en los últimos años, los patios interiores, las
antiguas termas, los establos y cobertizos para el ganado. Los criados
trajinaban de un lado a otro. Desde aquel terrado, a lo lejos, se podía divisar
una amplia extensión de terreno y el río. Un día claro, sin nubes, como
acostumbran ser en aquella tierra. Una brisa muy suave movía el pelo de ella,
desligándolo de la trenza formando como un halo. A lo lejos, viñedos y olivos,
una tierra plana, pero a Hermenegildo le pareció distinguir las montañas
cántabras en la distancia, como en un espejismo.
—Debo volver al norte para continuar la guerra, servir a mi padre y
cumplir una vieja promesa. Cuando regrese quisiera veros de nuevo…
—No me encontraréis aquí.
—¿Os vais?
—Nadie nos ha ayudado en esta ciudad…
—¿Mássona…?
—Él no puede hacer nada. No es noble y la riqueza que administra no es
suya, no puede ayudarnos. Mi hermano quiere intentar que vayamos a Toledo,
quizás allí…
—Yo puedo proporcionaros cartas para el conde de los Notarios, quizás él
pueda conseguir un empleo para vuestro hermano.
Ella le agradeció sus atenciones y le dijo conmovida:
—Desde que nos hemos encontrado, no habéis dejado de ayudarnos…
¿Qué queréis de nosotros? ¿Cómo podemos agradeceros?
Hermenegildo calló avergonzado, algo cálido cruzó su corazón. La vio
muy hermosa, de pie con la luz del sol brillando sobre su pelo castaño, con sus
grandes ojos color de oliva mirándole parpadeantes y luminosos. Su boca
suave se abría hacia él. Él se inclinó hacia ella.
—Sois muy hermosa…
Florentina se estremeció y habló envarada.
—No digáis eso.
—Es la verdad. Yo quisiera…
—Vos sois el hijo del rey y yo, una dama de origen romano… Hay una
prohibición expresa…
Ella se detuvo sin querer continuar, enrojeciendo como avergonzada.
—Algún día eso cambiará.
—No. Hay cosas que no cambiarán nunca.
Él prosiguió en un tono muy alto.
—¡Yo haré que el mundo cambie!
—¿Estáis loco? —rio la dama.
Entonces se alejó del hijo del rey godo, retrocediendo hacia la oscuridad,
a las escaleras que conducían al piso inferior. Para Hermenegildo, el sol dejó
de brillar. Se detuvo un instante pensando que no había sabido expresar bien
lo que sentía. Al fin salió tras ella, a tiempo de ver cómo su vestido claro se
ocultaba tras las sombras de la casa.
Al llegar al peristilo, la joven ya no estaba, cruzaba la entrada al atrio; allí
la alcanzó y puso la mano sobre su hombro.
—¿Por qué huyes de mí, Florentina?
La joven se sonrojó al oírle, dirigiéndose con tanta familiaridad. El rostro
de la hispana estaba serio y grave cuando le contestó:
—No huyo… He dejado mucho tiempo solo a mi hermano. Dejadme ir,
señor.
—Me gustaría estar contigo, hablar contigo como en el camino a Mérida.
¿Te acuerdas?
—Allí estaba mi familia, no es decoroso para una dama estar a solas con
vos. ¿Qué pretendéis?
Hermenegildo calló. «¿Qué pretendo?», se preguntó a sí mismo, y no pudo
darse una respuesta. Al fin cayó en la cuenta de que la quería, pero no era
lícito para un hombre godo dirigirse a una hispana de su clase. Se sintió
frustrado cuando Florentina entró en la habitación de Isidoro y cerró la puerta.
La soledad de aquella casa le abrumó; no una soledad física, estaban los
criados, Lesso y Braulio; más que criados, amigos; se trataba de la soledad de
quien echa de menos un tiempo perdido; faltaba su madre, su hermano
Recaredo, el ambiente feliz que habían vivido allí de niños. En un instante, se
vio en la vieja casona de Mérida, con el cabello lleno de canas, cuando las
guerras hubiesen acabado ya, en un tiempo de paz, rodeado de gritos y juegos
de niños.
Aquel nunca sería su destino.
Él siguió pensando. Florentina encajaba en todo aquello, pero ella nunca
se dirigiría a él sin una proposición de matrimonio; lo cual era imposible: las
leyes actuales lo prohibían. Es verdad que el rey Teudis había contraído
matrimonio con una ricahembra hispanorromana, pero Teudis era ostrogodo y
un general de prestigio. Hermenegildo se sabía en una posición delicada;
conocía bien que en la corte se hablaba ya de su posible unión con una
princesa franca. Él no podría desobedecer a su padre, toda su vida había
estado marcada por la falta de afecto y confianza de Leovigildo, el
todopoderoso rey de los godos, su padre. Nunca podría desposarse con una
mujer de quizá noble ascendencia, pero hispana, y sin ningún patrimonio. Les
separaba más la diferencia de linaje y posición social que el credo o la
nación.
Miró al cielo desde el atrio del impluvio; el sol estaba en su cénit y su luz
se introducía por todas las esquinas de la casa. El reloj solar de la pared
marcaba el mediodía. Debía finalizar muchas tareas en el día de hoy si quería
irse al norte a finales de semana. Llamó a Lesso y a Román; por la tarde
salieron de la ciudad a caballo hacia el campamento de los sayones y siervos
de la gleba. Las tiendas se extendían en una llanura cercana al pantano de
Proserpina, aquel que abastecía de agua a la urbe. Las tropas de los Claudios
estaban ya acampadas allí y también las de otros muchos nobles de Emérita.
Mañana llegarían las del gobernador y las de Frogga. Se sintió satisfecho,
había reunido un buen ejército. Esperaba que, al menos por una vez, su padre
se mostrase contento con él.
Con Braulio y Lesso comenzó a examinar la destreza de aquellos hombres
que nunca habían usado una espada, desafió a alguno de ellos y lo venció, pero
se defendieron bien. Se sintió contento. Después hizo disparar a los arqueros;
una nube de flechas oscureció el cielo límpido de la Lusitania.
Al llegar a casa, rendido por los entrenamientos con los hombres del
campamento, alguien le estaba esperando: era Leandro.
—Isidoro está mejor. Mi hermana quiere llevárselo a nuestra casa.
—Habéis venido libremente, podéis iros de aquí cuando queráis.
—Quiero deciros que mi hermana y yo os estamos muy agradecidos.
—Aprecio la amistad que me brindáis.
—No os olvidaremos. Tenemos que irnos de esta ciudad que no se ha
portado bien con nosotros… ¿Creéis que Isidoro podría emprender un viaje?
—Sí, Isidoro se ha recuperado muy bien. A finales de semana parto hacia
la campaña contra los cántabros. Vuestra hermana me ha confiado que queréis
ir a la corte de Toledo. Podríais hacer parte del camino conmigo y con el
ejército que se dirige al norte, iríais más seguros.
Leandro aceptó complacido.
—De nuevo os agradezco vuestra ayuda.
—También creo que pretendéis conseguir un oficio en la corte como
escribiente. Os podría enviar con cartas para el conde de los Notarios, hace
tiempo que le conozco…
Leandro le interrumpió, expresando de nuevo su gratitud.
—Nadie nos ha ayudado en esta ciudad como vos… A nosotros, una
familia sin fortuna.
A Hermenegildo le abrumaban las muestras de reconocimiento del romano,
por lo que habló con timidez, como intentando disculparse de lo que estaba
haciendo:
—Hace dos meses falleció mi madre. Ella era una dama a la que
conmovían las necesidades ajenas; era católica como lo sois vos, creo que si
hubiera estado en vida habría querido que yo os ayudase. Os ruego que no me
deis las gracias, hago lo que está en mi mano.
—Espero poder corresponder a vuestra generosidad de algún modo.
Hermenegildo se detuvo un momento, para después continuar diciendo:
—Quizás algún día vos tengáis también que ayudarme, y entonces os
tomaré la palabra.
Eso se iba a cumplir. De algún modo que ambos no conocían, aquello se
iba a cumplir pasado el tiempo.
El regreso a Toledo
Hacía frío, un viento helador corría por aquellas tierras norteñas. El cielo se
cubrió de nubes anaranjadas. A lo lejos podían ver cómo en la meseta se
formaba una tormenta y un velo de agua caía desde el cielo hacia la tierra
rojiza. Un viento gélido movía sus ropajes. La tormenta se desplazaba hacia
ellos y pronto la tuvieron encima. La lluvia les caló las túnicas y las armas.
Llevaban horas galopando desde que habían salido del campamento en el
Deva. Las montañas aún estaban lejos, pero se vislumbraban ya en la lejanía.
Un arco iris completo cubrió el horizonte desde el este al oeste. Quizás aquel
arco de luz era la puerta a las montañas, que les recibían de modo amigable.
Tres hombres de muy distinta complexión: Hermenegildo, delgado y alto;
Recaredo, muy fuerte y musculoso; Lesso, un hombre de baja estatura y recia
constitución, caminaban hacia Ongar. Debían cumplir una promesa,
Hermenegildo cargaba en las alforjas con la copa. Lesso los guiaba. Los dos
hermanos calzaban botas de pieles de animales, una túnica hasta las rodillas y
se cubrían con la capa de los montañeses. Sobre todo Hermenegildo parecía
uno de ellos.
El sol se metió entre las montañas y el arco de luz fue desvaneciéndose. El
ocaso tiñó las montañas y la luminosidad del ambiente fue en decremento.
Entonces, cuando ya era casi de noche y estaban ya cerca de los picos nevados
de Vindión, Lesso desmontó y ordenó a los otros que también lo hiciesen.
Condujeron a los caballos tirándoles de las riendas. Una luna más que
mediada les iluminaba el camino. Las estrellas fueron saliendo una a una.
Lesso les señaló la dirección a Ongar. Después, los guio a una cueva, donde
pasarían allí la noche. Al alba se pondrían de nuevo en camino.
Soñaron con visiones diversas: Hermenegildo notaba la copa dentro de las
alforjas que utilizaba como almohada, quizá por eso sus sueños se referían a la
copa; Lesso vio a Aster y a su esposa, la hermosa dama de nombre olvidado;
Recaredo soñó con una guerrera cántabra de cabellos oscuros.
Antes del primer rayo de luz, se despertaron. Emprendieron la marcha y
los haces de un sol naciente les iluminaron el camino. En los tejos y hayas, el
rocío matutino formó diamantes y joyas sobre las hojas. Todo brillaba por la
humedad.
Dejaron los caballos cerca de la cueva y junto a un arroyo de montaña,
atados con una larga cuerda que les permitiría comer pasto y beber en el río.
En lo alto de un bosque, cubierto de pinos, se iniciaba una senda; más allá,
multitud de montañas que con sus picos rozaban el cielo, ornadas de un blanco
níveo, refulgente en el sol de la mañana. La senda en un principio era ancha y
con signos de que por allí circulaban carros, después torcía hacia el
Occidente, pero Lesso dejó el camino frente a un talud algo escarpado;
bajaron por él. Al avanzar resbalaban y las piedras se deslizaban rodando
hacia la hondonada. En un momento dado, para no caerse, Hermenegildo debió
apoyarse en su espada, utilizándola como un bastón. En lo profundo del
precipicio circulaba un río de mediano caudal, que se despeñaba desde las
alturas entre las piedras. Saltando entre una y otra, lo cruzaron, y se
encontraron frente a una gran pradera con vacas, no se veía señal del pastor.
Siguieron el cauce del río, más allá se encontraron con unas casas de piedra
semiderruidas, posiblemente los restos de un castro de los tiempos antiguos.
Ahora, después de las guerras con los godos, no había castros. Las
poblaciones se habían dispersado en las montañas, protegidas por los
ejércitos de uno y otro señor. Aquel lugar estaba deshabitado, pero Lesso
extremó las precauciones para que nadie les siguiese. El rumor del arroyo
serenaba el alma de Hermenegildo; después de los días pasados de batallas y
dificultades, le parecía que se entretenían con algún juego de niños, o bien que
se entrenaban en las escuelas palatinas con sus compañeros de armas.
La luz se colaba entre las hojas de los árboles que sombreaban el río y
reborbotaba en sus aguas. A lo largo de la cañada muchos otros arroyos con
aguas del deshielo desembocaban en el caudal principal. Siguiendo el cauce
de uno de ellos, ascendiendo por un repecho con robles y hayas, en un campo
atravesaron un camino que nadie nunca había hollado. Al llegar a la parte más
alta, Lesso se separó de ellos y les pidió que no lo siguiesen. Cruzó el
pequeño regato y trepó hasta unas rocas peladas. Ascendiendo sobre ellas,
miró el horizonte, recordó los tiempos de su infancia y juventud. Al oeste
estaba Ongar; más allá de Ongar, en las aguas del mar cántabro la hundida
ciudad de Albión, y entre medias los restos del castro de Arán donde había
vivido de niño.
Desde aquella altura divisó las aguas del río precipitándose en una
cascada y los bosques centenarios que cubrían espacios inmensos, entre ellos
prados con pasto y algún animal. El ruido de la catarata era ensordecedor. Al
ver desde lo alto las tierras que le rodeaban, Lesso se orientó. Después bajó
donde le esperaban los dos hermanos. No se habían movido; algo fatigados
por la subida de la cuesta, observaban el espectáculo del río, despeñándose
entre las rocas.
Recaredo intentó formarse un mapa en su cabeza. De algún modo se dio
cuenta de que no estaban tan lejos de donde él había visto unos meses atrás a
las montañesas; quizás Ongar estaría más arriba, en la cuenca de uno de los
afluentes que desembocaban en el río; pero le costaba organizar en su mente
los lugares; todas aquellas montañas le parecían un enorme laberinto. Solo los
hombres de Ongar, como Lesso, las conocían bien. Le vieron acercarse y en la
cara del montañés se adivinó una sonrisa:
—Al atardecer llegaremos a la parte más alta de la montaña; después
comenzaremos a bajar. Entraremos en Ongar de noche y nos acercaremos sin
hacer ruido al lugar de los monjes. Debéis permanecer en silencio. Nadie debe
conocer que dos godos han llegado a Ongar. Moriríamos todos, vosotros y yo.
Revelar el secreto de Ongar está penado con la muerte. Todo extranjero que
penetra sin haber sido llamado será ajusticiado según las leyes del senado
cántabro.
Ellos asintieron. Ninguno de los dos hermanos experimentó el miedo
porque el afán de aventura y el deber de cumplir lo prometido a su madre los
animaba. Recaredo y Hermenegildo se miraron el uno al otro sonrientes; quizá
la inconsciencia de sus años mozos les impedía intuir el peligro al que se iban
acercando.
La mujer cántabra
En el campamento godo les daban por muertos. Los dos hermanos habían
salido con la excusa de un reconocimiento de campo y habían pasado los días
sin que se hubiese tenido noticias de ellos. Los caballos que habían dejado
atados se habían escapado y habían regresado al campamento sin alforjas.
Sisberto, el capitán de la campaña del norte, había enviado exploradores a
buscarles, pero volvieron sin noticias. Solo Claudio y Wallamir intuían algo
de lo que estaba ocurriendo.
Un día, inopinadamente, los hijos del rey godo reaparecieron, con buen
aspecto y en unos caballos asturcones de buena envergadura. Sisberto les
interrogó, pero ellos no le dieron demasiadas explicaciones de lo que les
había sucedido y de dónde habían estado. Cuando les preguntaron por Lesso,
dijeron que había sido apresado por los cántabros y, cuando les interrogaron
sobre los caballos asturcones que montaban, respondieron que los habían
requisado. Sisberto comprendió que ocultaban algo pero, al fin y al cabo, eran
los hijos de Leovigildo y no le interesaba enfrentarse con el rey.
El encargo de Leovigildo
Una columna de humo espeso que subía de las montañas se comenzó a ver en
el campamento godo cercano a Amaya, los hombres se reunían en corros
señalando aquel fenómeno que ensombrecía la luz del sol y ascendía hacia el
cielo. El humo denso, oscuro, se elevaba como una columna amenazadora. Se
corrieron rumores, se decía que un bosque estaba ardiendo. Pero ¿cómo se
había incendiado? Todos habían detenido sus quehaceres para observar la
señal que se abría en la cordillera. Hermenegildo, lleno de consternación,
adivinó lo que podría estar ocurriendo.
—Ongar está ardiendo, lo han atacado.
—Quizá sea un incendio en los bosques… —dijo Wallamir, que le
acompañaba.
—No lo creo, tengo la sospecha de que algo grave les está ocurriendo allí.
—Sí, pero…, ¿qué…?
—No lo sé.
Durante todo el día vieron con preocupación la colosal humareda que salía
tras los riscos. El humo se elevaba cada vez más alto, cada vez más negro.
Detrás de aquellas montañas no había ya enemigos, sino gente muy querida
para Hermenegildo: Nícer, su medio hermano; el sabio Mailoc, el monje;
Urna, a quien en su locura había cobrado afecto; la niña mujer, Baddo y, sobre
todo, su querido Lesso, el hombre que le había enseñado a luchar.
Hermenegildo hubiera deseado que Recaredo estuviese allí, pero este cumplía
las últimas órdenes de su padre y estaba ya en Leggio.
Las horas transcurrieron con una inquietud creciente; al atardecer se oyó
una trompeta en las torres de los vigías del campamento. Alguien se
aproximaba. Vieron llegar a Lesso con un montañés desconocido para ellos.
Era Efrén, uno de los hijos de Fusco. Lesso se dirigió hacia Hermenegildo en
un estado de excitación muy grande, sus ropas estaban desgarradas por
diversos sitios, y en los brazos mostraba las señales de múltiples arañazos.
Hermenegildo le cogió por los hombros cuando estaba a punto de caer por el
agotamiento:
—Los roccones… —dijo con voz entrecortada— han atacado Ongar, se
han llevado la copa de poder; han apresado a muchos, entre otros a Nícer y a
la hija de Aster…
—¡No puede ser! —exclamó Hermenegildo.
El humo de las llamas del incendio parecía menguar en la lejanía. Según
Lesso, los roccones se habían hecho con la fortaleza y dominaban Ongar.
—¿Qué ha ocurrido exactamente? —le preguntó Hermenegildo.
—Nícer, ensoberbecido con el poder de la copa, atacó una vez y otra a los
roccones. Uno de ellos, fingiendo ser un peregrino, entró en Ongar, robó la
copa, que después entregó a Abneo. El valle dejó de estar protegido. Después,
unos traidores abrieron las entradas al valle y los roccones tomaron venganza
cumplida. Mataron a muchos hombres de Ongar. Nícer y los demás se
defendieron. Cuando todo estaba perdido pensé que mi única esperanza erais
vosotros, los hermanos de Nícer, los hombres del sur. A través de los bosques
hui con Efrén, uno de los hijos de Fusco. ¡Ay! Hermenegildo, te lo ruego por lo
que más quieras, debemos darnos prisa. Mañana es plenilunio, y celebrarán la
victoria con sacrificios humanos. Siempre lo hacen así. Matarán primero a dos
doncellas, seguramente una de ellas será Baddo.
Hermenegildo pensó en las gentes de Ongar y también en los que ellos
llamaban roccones, y entre los celtas, luggones, un pueblo guerrero de
costumbres paganas que acostumbraba reunirse en las noches de luna llena
para celebrar los ancestrales ritos de culto.
—Entraremos en Ongar…
Hermenegildo reunió a los camaradas más afectos a él y a la casa baltinga
en su tienda. Les explicó brevemente lo que sucedía en Ongar. Se mostraron de
acuerdo en ayudarle y entrar en el valle sagrado de los montañeses.
Él les dijo:
—Esperaremos al plenilunio, y entonces les atacaremos de noche;
tomaremos primero la copa cuando estén en la fiesta, alucinados y borrachos.
Todos se mostraron de acuerdo.
—¿Resiste alguien? —le preguntó a Efrén.
—Han dominado la fortaleza, pero la casa de Fusco y otras en el valle no
han sido sometidas. Ellos nos ayudarán.
—¿Por dónde entraron? —continuó preguntándole Hermenegildo.
—Pensamos que por el paso del noreste…
—¿No conocen el paso de la cascada ni lo tienen vigilado?
—Pienso que no. No han protegido bien el paso del barranco. Tampoco
conocen el paso del río…
—Nos dividiremos en tres grupos —dijo Hermenegildo—. Tú, Lesso,
guiarás a Gundemaro y a unos cuantos hombres por la cascada, alertaréis a los
que todavía no hayan sido sometidos a los roccones. Después, le abriréis paso
al segundo grupo, a Claudio con los hispanos de Emérita, que irán a través del
paso del barranco. Wallamir y Efrén con unos cuantos iréis conmigo
navegando por el río Deva, corriente arriba. Tendremos que dar un rodeo
circunvalando las montañas. Desembarcaremos muy cerca del valle de Ongar,
yo me dirigiré a la fortaleza: hay personas muy afines a mí que corren grave
peligro.
Aquí, Hermenegildo se detuvo pensando en Baddo y en Nícer; después
prosiguió ordenando la estrategia a seguir.
—Mientras tanto, Efrén y Wallamir con los suyos deberéis ir a la torre de
vigía y abrir el paso del barranco, por allí entrará el grueso del ejército godo.
Finalmente todos nos dirigiremos a la fortaleza de Ongar, donde se librará la
batalla final[17].
Desde aquel momento, el campamento godo se puso en movimiento,
muchos más se unieron a la campaña. Nadie deseaba quedarse, querían luchar,
seguir a Hermenegildo.
Los primeros en salir fueron los del grupo de Lesso y Gundemaro. Para
ese grupo, Hermenegildo designó a los hombres que habían ido ya
previamente con Recaredo en la primera salida al torrente. Marcharon
tomando una senda que se adentraba en el bosque, ya oscuro porque el sol se
hundía entre las ramas de los árboles. Al anochecer, todo se volvió sombrío y
tenebroso. Con una cadencia monótona se oía el ruido repetitivo de un búho.
Los compañeros de Lesso y Gundemaro sintieron una gran aprensión, pero
continuaron avanzando sobreponiéndose al temor. Llegaron al lugar donde
Recaredo, tiempo atrás, había luchado con Baddo y prosiguieron cauce arriba,
guiados por Lesso.
—Debemos desmontar. El resto del camino lo haremos a pie —dijo con
voz queda.
Ataron los caballos a los árboles, en un lugar cerca del agua, donde los
animales pudiesen beber y donde hubiese pasto. Después se pertrecharon con
arcos, cuchillos y espadas. Lesso iba al frente, seguido por Gundemaro.
Comenzaron a subir, saltando entre las peñas. Con yesca y pedernal, el
cántabro encendió una antorcha. Todo estaba lóbrego, la luna aún no había
salido y las estrellas fulguraban débilmente entre las hojas de los árboles. No
había nubes, el olor a bosque les colmaba la boca y los pulmones.
Treparon entre las rocas hasta llegar a los peldaños que ascendían por la
cascada; estaban resbaladizos, por lo que subían lentamente. A lo largo de la
caminata, la luna amaneció entre los árboles, una luna llena y redonda en la
que se veían las manchas, que parecían amenazadoras. Al llegar a la cumbre
sobre la cascada, aquella luna fría de invierno resplandeció iluminando Ongar.
Abajo, la fortaleza se erguía rodeada de fogatas; hasta la altura llegaba el
ruido de la fiesta. Los roccones celebraban la victoria. Desde tan lejos, Lesso
no podía identificar las figuras con precisión, pero advertía el caos
ocasionado por los roccones. El cántabro recordó cuando años atrás con
Aster, príncipe de Albión, había descubierto Ongar por aquella bajada. Deseó
llegar al valle donde muchos de sus compatriotas permanecían presos; sin
embargo, su misión era otra: desde donde se encontraban no se hallaba muy
lejos del gran paso del barranco, donde tendrían que someter a los vigías,
permitiendo el paso a Claudio con las tropas de Emérita.
Mientras tanto, Hermenegildo y los suyos galopaban rodeando las
montañas del valle de Ongar, hasta alcanzar el Deva no muy lejos de su
desembocadura. Abordaron el río en las grandes barcazas que se usaban
habitualmente para cruzarlo en aquel punto. Dejaron los caballos atrás con
algunos hombres. Wallamir, al subirse a la barca, se inquietó porque no era
hombre de agua. Los remeros bogaban cautelosos, el agua les salpicaba a
menudo y era fría. Los árboles dejaban caer sus ramas sobre la corriente de
modo que debían apartarlas para poder avanzar; por otra parte, gracias al
ramaje evitaban ser vistos. Su misión no era fácil: aproximarse remando
contracorriente varias leguas y encontrar un embarcadero muy cercano a la
fortaleza de Ongar. Hermenegildo miró hacia el cielo, las luces del firmamento
les alumbraban en aquella noche tan clara, sin una nube. Aún no habían
llegado al final del recorrido en la barca, cuando la luna apareció grande y
redonda sobre las montañas nevadas. Era una visión majestuosa desde el río,
con las montañas al fondo que brillaban blancas en sus cimas. La nieve hacía
que el plenilunio multiplicase su esplendor. La luz de la luna resplandecía
también sobre el agua del río creando una larga estela.
Al fin, las barcazas atracaron en un lecho de arena. No estaban lejos de
Ongar. Hermenegildo saltó a tierra con rapidez, desenvainó la espada y con
ella exploró el terreno con cuidado, intentando encontrar el camino. Estaba
preocupado por Nícer y Baddo, algo le unía a ellos. Nícer, al fin y al cabo, era
su medio hermano. Con Baddo había una relación especial, recordaba bien
cómo les había protegido. Se había percatado de que ella lo identificaba con
Aster. La noche en la que les detuvieron se sorprendió ante el grito de Urna, su
madre, y advirtió que, en el poblado, todos le relacionaban con Aster, el que
había sido su señor durante tantos años. Confiaba que Uma, Nícer y Baddo
estuviesen vivos. Al pensar en el grito de Uma al verle, algo se volvía confuso
en su interior: él procuraba no pensar en ello.
Desde el pequeño camino que salía del embarcadero, alcanzaron la vía
más ancha del valle, la que conducía directamente al castro y la fortaleza.
Andaban despacio, evitando producir ruido. Tras una revuelta del camino,
divisaron la fortaleza de Ongar, iluminada como si fuese de día. Las casas que
la rodeaban habían sido quemadas, aquello era lo que había originado el humo
oscuro que percibieron por la mañana desde el campamento. El aspecto del
poblado era desolador.
En la altura, se comenzó a escuchar un ruido rítmico de tambores. Junto a
él, el sonido de voces que de modo acorde entonaban algún tipo de canto
ritual.
Los luggones no sospechaban que alguien fuera a atacarlos, habían
derrotado a los de Ongar, y nadie más se les oponía en las montañas.
En un calabozo, en la fortaleza, se apiñaban hombres y mujeres. Nícer
ocultaba la cabeza entre las manos, hundido. Por primera vez en mucho tiempo
Baddo sintió conmiseración por su hermano, se acercó a él, apartando a la
gente, y le puso la mano sobre el cabello. «Mi bueno, mi fiel Nícer», le
susurró. Él retiró la mano de su hermana, no le gustaba que se compadeciesen
de él.
—Tú no tienes la culpa… —le dijo ella.
—Sí. La tengo. No debí utilizar la copa, la guardé en la fortaleza en lugar
de dársela a Mailoc. Es una copa ritual que lleva la bendición y la maldición
consigo. Los luggones se han vengado; y ahora el pueblo más beligerante y
peligroso es el que posee el poder… Tu madre, Uma, ha muerto; Ulge también.
Yo debiera haberlas protegido. Los roccones han asesinado a muchos. Nos
someterán a todos y nos obligarán a rendir culto a esos dioses inmundos. No
hay esperanza.
Baddo permaneció junto a él en silencio, entristecida por la muerte de su
madre y del ama. De todo lo ocurrido solo había algo bueno: que ella y Nícer,
después de tantos años de rencillas, estaban unidos. Entonces comenzó a oírse
el ruido de los tambores y los gritos rítmicos de la multitud. Los presos se
echaron a temblar.
Alguien gritó:
—¡Ha llegado el tiempo del sacrificio! ¡Vamos a morir!
Se abrieron las puertas del calabozo, y entraron los hombres de Abneo.
Con sus lanzas amenazantes apartaron a los que intentaban hacerles frente o
detenerles el paso; después apresaron a Baddo y a Munia.
Nícer se levantó, enfrentándose a ellos:
—¿Qué vais a hacer con mi hermana?
—Concederle un gran honor, ofrecérsela a Lug.
—¡No…! ¡No lo haréis!
Ellos rieron y, golpeándole, lo empujaron hacia atrás.
Condujeron a las dos mujeres al patio principal de la fortaleza.
Allí, medio borracho, derrengado en una especie de trono de cuero y
madera, Abneo presidía los ritos a Lug.
—¡A ver…! ¿Qué me traéis?
Al distinguir a Baddo, pronunció torpemente algunas palabras:
—Pero si es la hija de Aster, la que se negó a desposarse conmigo.
Se acercó a ella, que notó su hedor alcohólico cerca de la cara, sintiendo
una gran repugnancia.
—¡Lástima que Lug las desee vírgenes!
Después vio a Munia:
—¿Y tú? Eres también muy bella, se rumoreaba que Nícer pensaba
contraer matrimonio contigo, hasta que se comprometió con mi hija.
Toqueteó de una manera indecente a Munia, que se estremeció.
—Ninguna de las dos va a hacer nada más… Os conduciremos al reino de
Lug. Allí seréis diosas y él aplacará su sed de venganza. Llenaremos la copa
de Lug con vuestra sangre, la beberemos y después moriréis.
Munia palideció a punto de caer; finalmente con un gran esfuerzo, pudo
sostenerse.
En el centro del patio de la fortaleza, habían construido una pira, a la que
se subía por unos escalones. Las hicieron subir y las ataron cada una a un palo
en medio de la leña. Cuando la luna apareció en el cielo, se escucharon gritos
entre el gentío; entonces se acercó a ellas el sacrificador con una hoz dorada
en las manos, pronunciando unas palabras en una jerga antigua. Baddo, al ver
cómo se aproximaba la hoja afilada al cuello, pensó que había llegado su fin.
El verdugo la hirió con un corte fino del que comenzó a manar sangre, la
recogió en la copa sagrada, la mezcló con vino, en el que añadió algunas
hierbas, posiblemente alucinógenos. Inmediatamente realizó el mismo gesto en
Munia. Juntó también su sangre y mostró la copa al pueblo.
El sacrificador ofreció la copa a Abneo. Primero bebió el jefe y después
fue pasándola a todos los que tenían más alcurnia. Cayeron de rodillas al suelo
y perdieron el conocimiento, experimentando movimientos convulsos.
Los luggones danzaron en torno a Baddo y a Munia, que sentían una
debilidad extraña quizá provocada por la pérdida de sangre, que no cesaba de
manar. Durante un corto espacio de tiempo solo se escuchaba la música ritual.
Los jefes de los luggones yacían en el suelo, Baddo pensó que parecían
muertos.
El sacrificador se aproximó de nuevo a las mujeres, era el fin. Tomó fuego
de una antorcha y lentamente lo elevó hacia la luna, hacia el Oriente y hacia el
Occidente. Se escuchó un grito y, al fin, aproximó la llama a la pira. Munia
estaba ya sin sentido. Las llamas comenzaron a rodear a las dos jóvenes.
Baddo no podía respirar, pensó que iba a morir.
Entonces una flecha surcó el aire y se clavó en el vientre del sacrificador y
luego otra y otra más. La gente medio borracha o enteramente ebria no sabía lo
que estaba ocurriendo, se oyeron gritos. Abneo y los otros jefes estaban caídos
sin conocimiento. Después se comprobó que algunos habían muerto ya por
haber bebido sangre de la copa.
Desde la muralla de la fortaleza comenzaron a descolgarse unos cuantos
guerreros godos. Se oyeron gritos. Pronto Baddo vio a su lado a aquel que se
parecía tanto a su padre, el godo Hermenegildo; quien recogió del suelo la
copa caída de manos del sacrificador. El godo, ayudado por sus hombres, les
cortó las ataduras a Baddo y a Munia. Separaron a las jóvenes de la pira, que
continuó ardiendo. Después se dispusieron en círculo en torno a ellas y
empuñaron las espadas.
Los roccones que montaban guardia fuera de la fortaleza, ajenos a la fiesta
y, por tanto, sobrios, al oír el tumulto entraron para auxiliar a los hombres de
Abneo, y atacaron a los godos de Hermenegildo. Se oyeron cuernos y tubas
llamando a todos al combate. La fortaleza se llenó de roccones. Los hombres
de Hermenegildo se dispusieron a luchar. Su situación se volvió desesperada,
la batalla parecía perdida, a pesar de que Abneo estaba ya muerto.
—Debemos salir de aquí, estamos al alcance de las flechas… —le dijo
Lesso.
Los godos se cubrieron con los escudos y comenzaron a retroceder hacia
los muros de la fortaleza, arrastrando con ellos a las jóvenes, heridas. Cuando
la situación se hacía más insostenible, se escucharon gritos fuera; eran los
hombres de Claudio, con ellos Gundemaro y Wallamir, hispanos y godos
atacaban la fortaleza de Ongar.
Combatieron palmo a palmo la batalla. Fusco, que se había unido al grupo
de Gundemaro, penetró en la fortaleza y se dirigió adonde habían encadenado
a Nícer. Lo liberó y con él a muchos de los hombres de Ongar que se sumaron
a la lucha.
Al amanecer, la luz del sol hizo brillar la sangre de los caídos en la
batalla. Habían muerto muchos roccones, algún godo y bastantes hombres de
Ongar.
Se escuchó a Mehiar decir a Hermenegildo:
—¿Vosotros los godos liberáis a vuestros enemigos, los de Ongar?
—Nosotros, los godos, luchamos con nuestros hermanos los hombres de
Ongar. —Después, se volvió hacia Nícer y, mirándolo fijamente, le dijo:
—Nunca más reine entre nosotros la desunión y la guerra… A estas
palabras dichas en un tono muy alto, contestaron todos con clamores de
conformidad y alegría.
La traición
Corría un viento muy fresco que provenía de las montañas. Cuanto más se
acercaban al norte, el aire se volvía más helador, les arañaba continuamente el
rostro. En el cielo cruzaban nubes grisáceas entreveradas con la luz del sol. El
suelo, empapado por las últimas lluvias, había embalsado lagunas de agua
clara por doquier. Los caballos levantaban mareas en aquellos charcos
enormes, galopaban deprisa. Una vez que se hubo decidido, él, Recaredo, no
se detenía; debía cumplir lo encomendado y quería hacerlo cuanto antes; pero
le costaba obedecer y recuperar la copa que, poco tiempo atrás, había dejado
en las manos de Mailoc. Al cabalgar, observaba de refilón el rostro impasible
de Sisberto; no tenían nada en común y era incapaz de hablar con él. Sisberto
era un hombre extraño, extremadamente callado y fiel a su padre. Miró la
cicatriz que le cruzaba el rostro y su perfil de águila, en donde una mirada
fanática y decidida se dirigía siempre adelante. ¿Qué estaría pensando? Sabía
que le había molestado que le quitasen el mando, dándoselo al joven
Hermenegildo, pero no se había rebelado activamente, ni había protestado.
Ahora cabalgaba junto a Recaredo y no decía una sola palabra, ni siquiera un
gesto para quejarse del frío que bajaba de las montañas.
Desde un altozano divisaron a lo lejos el campamento junto a la orilla del
río, las tiendas agrupadas unas junto a otras en largas hileras. El recinto
mostraba un aspecto diferente al de otras veces, de su interior no salían las
humaredas de las fogatas. No vieron, como era habitual, a los hombres
gritando o armando jaleo. Solo se divisaba algún perro deambulando entre las
tiendas, la guardia en la entrada y un siervo que trasladaba leña de un lugar a
otro. A Recaredo le pareció extraño tanto silencio y tanta falta de movimiento.
Al llegar, la guardia los saludó y les abrió paso. Solo quedaba un pequeño
destacamento en el fortín.
—¿Dónde están?
—En Ongar.
—¿Ongar?
—Hace unos días se vio un extraño fenómeno en las montañas; una
columna de humo se elevaba en el horizonte. Averiguamos que los roccones
habían atacado Ongar y habían conseguido entrar prendiéndole fuego. Llegaron
unos hombres de allí pidiendo ayuda. Nos explicaron que los roccones
pensaban celebrar una fiesta a su dios en el plenilunio y realizar sacrificios
humanos, matando a algunas mujeres. Con la ayuda de los propios hombres de
Ongar, Hermenegildo descubrió las entradas, organizó el ataque y ahora ha
vencido.
—Iremos a Ongar…
El guarda interrumpió, orgulloso de la victoria:
—Podéis ir cuando y como queráis, los pasos están libres gracias a
nuestro señor, el príncipe Hermenegildo, que Dios guarde muchos años.
La faz de Sisberto palideció, envidiosa, al oír la victoria del hijo mayor de
Leovigildo. Recaredo se alegró. Con Amaya conquistada y los pasos abiertos
en las montañas, la campaña del norte tocaba a su fin. El sol del reino godo se
elevaba sobre las montañas, y su águila imperecedera dominaba para siempre
sus cumbres. Con la paz vendrían tiempos mejores.
Sin detenerse sino para cambiar de caballos, Recaredo y Sisberto salieron
del fortín. El sol aún resplandecía alto sobre la cordillera. El camino parecía
distinto al de tantas otras veces, se escuchaba el trinar de los pájaros entre los
árboles, y el paso de las nubes sombreando el suelo ya no parecía amenazador
como antaño. La paz había llegado a las montañas, una paz fruto de la victoria
y de los acuerdos alcanzados entre los godos y los hombres de Ongar.
Avanzaban sin precaución, disfrutando del paisaje; los desfiladeros de
piedra cubiertos de verdín se abrían a su paso, y el sonido del río a sus pies
era armonioso. Al llegar a una curva del camino, donde antaño les hubieran
saludado flechas y pedruscos, encontraron un destacamento godo que se
dirigía a la base. Se detuvieron; el que iba al frente bajó del caballo.
—No hay peligro ya en estas montañas, hemos hecho prisioneros a los
jefes de los roccones, y todos los demás han huido. Los de Ongar están de
nuestra parte.
—¿Falta mucho?
—Seguid el camino sin desviaros… llegaréis antes de que haya
anochecido.
Efectivamente, el sol se había ocultado ya entre las montañas, pero aún
destellaban los últimos rayos del ocaso cuando llegaron a la entrada de Ongar.
Desde lo alto vieron el valle, todavía salía humo de algunas casas quemadas
por la furia de los roccones; pero la gran fortaleza de los jefes de Ongar se
hallaba indemne. En el valle no existían murallas ni cercados. Recaredo se
acordó de cómo Nícer le había explicado tiempo atrás que las murallas de
Ongar eran los picos siempre enhiestos de la cordillera cantábrica. Entre las
casas jugaban los niños, que ya habían olvidado el sufrimiento de la guerra y
corrían persiguiéndose unos a otros.
Fue Wallamir el primero de los capitanes que salió a recibirlos.
—Salud, noble hijo de Leovigildo… ¡Hemos vencido! Hermenegildo y el
jefe de este pueblo, un tal Nícer, han firmado un acuerdo de paz.
—¿Dónde está mi hermano?
—Os acompañaré. ¿Tú sabías que tu hermano Hermenegildo era capaz de
realizar sanaciones?
—Aprendió con mi madre.
—Ha realizado una curación portentosa. Las mujeres que iban a ser
sacrificadas, una de ellas, la hermana del jefe de Ongar…
A estas palabras, Recaredo se estremeció. Wallamir continuó hablando:
—… Habían sido drogadas con unas sustancias alucinógenas y habían
perdido mucha sangre. Hermenegildo preparó un tónico con distintas hierbas y
lo mezcló todo en una copa, se lo dio y la mujer ha despertado.
Recaredo apenas le oía, acelerando el paso, con rápidas y fuertes
zancadas, recorrió los patios siguiendo a Wallamir. Al fin, alcanzó una
cámara. En el centro de la estancia había un lecho. Allí yacía Baddo y, sentado
junto a ella en el borde de la cama, se encontraba Hermenegildo. En la
penumbra, a los lados de la cama, otras figuras que Recaredo no supo
identificar. Junto al lecho, en una mesa baja, Recaredo pudo ver una copa de
oro con un líquido claro en su interior; de vez en cuando y a pequeños sorbos,
Hermenegildo se lo hacía tragar a Baddo.
Al oír los pasos en la habitación, Baddo levantó la vista. Allí estaba
Recaredo. Baddo se ruborizó al verse en aquella situación ante él. Entonces
ella rompió el silencio y señalando a Hermenegildo le dijo a Recaredo:
—Me ha salvado, vuelvo del mundo de la muerte.
Después, dirigiéndose a su salvador, le dijo:
—¿Cómo podré agradecer lo que has hecho por mí?
A lo que Nícer también preguntó:
—Sí, dinos cómo corresponder a lo que has hecho por este pueblo de
Ongar. Nos has defendido contra nuestros enemigos y has salvado a mi
hermana.
Confuso, Hermenegildo rechazó el reconocimiento.
—Solo he realizado lo que debía hacer en justicia.
—Te daremos lo que nos pidas.
Sisberto solo tenía ojos para la hermosa copa. Entonces, en la sala se oyó
una voz agria con un fuerte acento godo.
—Por orden de nuestro señor el rey Leovigildo procedo a confiscar la
copa, ya que esta copa pertenece a Sunna y a la iglesia arriana de Mérida.
Era Sisberto.
—¡No puedes consentir eso! —exclamó Baddo, dirigiéndose a Recaredo.
El hijo menor de Leovigildo, asintiendo a las palabras de Sisberto y con
voz algo velada por la vergüenza, corroboró.
—Ha de hacerse así…
Los cántabros se llevaron las manos a las espadas.
—La copa es la copa sagrada de Ongar y no saldrá de estos valles.
Hermenegildo callaba contemplando la escena.
—Nos debéis la libertad —dijo Recaredo.
—Se la debemos a Hermenegildo.
—Sí, pero él es tiufado del ejército godo y capitán. Esta copa es un botín
de guerra y en realidad pertenece a la iglesia de Mérida, ahora la requiere
nuestro gran rey Leovigildo.
Recaredo se dirigió a Hermenegildo, hablándoles con dureza como nunca
antes lo había hecho.
—Son órdenes del rey. Hay que cumplirlas. Esa copa no puede
permanecer aquí porque no es seguro. En ella va el destino del pueblo godo.
Debes ayudarme. Juro por lo más sagrado que la copa tornará aquí cuando
llegue la paz, pero ahora nos es necesaria.
Recaredo tomó el cáliz de las manos de Baddo, en el fondo de la copa
quedaba algo de líquido, que vertió al suelo.
Entonces Nícer desenvainó su espada.
—La copa sagrada no saldrá de los valles de Ongar, perteneció a nuestro
pueblo durante generaciones, no lo consentiré…
—¡No se vierta la sangre entre nosotros! —gritó Hermenegildo.
De las sombras surgió una figura, era Mailoc.
—La copa sagrada volverá a estos valles, quizás aún no es el tiempo. No
corra la sangre de hermanos en el sagrado valle de Ongar.
Entonces Recaredo, conciliador, se dirigió a Nícer.
—Te lo juro por lo más sagrado, por la sangre de la que fue nuestra madre,
la copa volverá a Ongar algún día…
—No, no te la llevarás —dijo Baddo.
Recaredo se acercó a ella, con voz tan trémula como abochornada, le
prometió:
—Te juro que la copa volverá a ti. Es necesaria para que llegue la paz.
—Los godos os han salvado… —habló Mailoc intentando poner paz—.
Tú, Nícer, no supiste hacer buen uso de ella… Algún día, cuando estés
preparado, la recuperarás.
—Tu mando, mi señor Hermenegildo, era únicamente momentáneo —dijo
Sisberto—. Ahora soy yo quien da las órdenes. La copa volverá al que tiene
poder sobre todos nosotros, nuestro señor el rey Leovigildo.
Hermenegildo se mordía los labios y contraía los puños, que se volvieron
blancos en los nudillos. Bajó la cabeza. De la estancia salieron Recaredo y
Sisberto con la copa. Este último reclutó a muchos de los godos que habían
tomado parte en la batalla de Ongar y se los llevó con él. Sin demora,
emprendieron el camino hacia el sur. Nadie los siguió. Era ya de noche, una
noche sin nubes, con el cielo plagado de estrellas pero en la que no brillaba la
luna.
Dentro de la estancia, al salir Recaredo, Baddo lloró, se sentía
traicionada. No entendía su cambio de proceder, su actitud prepotente. Le
comparó, serio y dominante, con Hermenegildo, el que la había curado, y
pensó que quizá la diferencia entre ambos radicaba en que por este último
corría la sangre de Aster, su padre. Aunque quizás él no lo supiese.
Los días siguientes, Hermenegildo y Nícer colaboraron juntos en la
reconstrucción de Ongar. Los soldados godos, fundamentalmente aquellos que
habían venido con Hermenegildo desde Mérida, obedecían las órdenes del que
había sido su capitán y los había conducido a la victoria.
Muchas veces, Hermenegildo se retiraba a la cueva con los monjes. Nunca
se supo lo que se habló allí o lo que hacía dentro, pero siempre salía
confortado.
Cuando en Ongar se hubieron despejado los restos de la batalla y las casas
de los moradores comenzaron a reconstruirse, Hermenegildo se despidió de
Nícer y de Baddo; se fue al campamento godo en las estribaciones de la
cordillera cántabra. Aconsejó a Nícer que rearmara los puestos de vigilancia
en las montañas frente a los enemigos que podrían volver. El jefe cántabro,
arrodillándose, le rindió pleitesía.
Hermenegildo, rodeado por sus fieles Claudio y Wallamir, reemprendió el
camino hacia el campamento en el Deva, en la entrada de las montañas.
Baddo, ya repuesta, le siguió corriendo agitando la mano hasta la salida
del poblado. Con ella iban muchos a los que había curado, muchos que le
amaban.
Ordenes de Leovigildo
Recaredo se había ido muchas lunas atrás, tantas que a Baddo le parecía
imposible que nunca hubiese estado con él. Ella solo tenía un consuelo: su hijo
pequeño. Por deseo de su padre se llamaba con el nombre de Liuva, que
quería decir «el amado» y era el nombre del hermano del gran rey Leovigildo,
fundador de la nueva dinastía de la que Recaredo formaba parte.
En los primeros años, Recaredo combatió en las cercanas tierras de los
suevos. Desde tiempo atrás, Leovigildo había querido controlar las ricas
tierras del noroeste, la antigua Gallaecia de los romanos, las tierras entre el
río Sil y el Miño, las tierras llenas de oro, las tierras del fin del mundo. Los
suevos se habían defendido de los godos durante más de doscientos años y
solían aliarse a los francos, de quienes recibían ayuda y armamento. Habían
sido católicos o arríanos según las conveniencias políticas. Ahora, finalmente,
eran católicos, quizá para acercarse a los francos y a la población autóctona.
Aquello no les valió de nada. Leovigildo había firmado un tratado de paz
con los francos, por eso ahora los suevos no estaban protegidos por su aliado
del norte. Además, las últimas campañas de los godos contra los cántabros
habían despejado la costa, impidiendo que llegasen ayudas desde las islas del
norte a la Gallaecia. Todos sabían que pronto empezaría la contienda. Al rey
Leovigildo solo le faltaba un pretexto para atacar a los suevos. El
desencadenante de las hostilidades fue algo, como ocurre siempre en las
guerras, de poca importancia. Un noble romano de la meseta norte llamado
Aspidio se rebeló contra los godos y pidió ayuda a los suevos, quienes se la
brindaron. Los godos, al frente de los cuales se encontraba Recaredo, atacaron
al noble Aspidio y, a la par, declararon la guerra a los suevos. La campaña
duró algo más de un año. Al fin, consiguieron someter a los suevos y su rey
Miro accedió a pagar un tributo en oro a la corte de Toledo.
Cuando la lucha contra los suevos acabó, Recaredo fue llamado por su
padre al sur. Antes de emprender el viaje a la corte de Toledo, de nuevo
regresó junto a Baddo por muy poco tiempo. Le contó a su esposa que
Leovigildo le había entregado una ciudad, llamada Recópolis, y que le había
nombrado duque. Permaneció poco tiempo junto a ella, escasamente el
necesario para conocer a su hijo recién nacido; después se fue durante muchas,
muchas lunas. Entonces llegaron los años de soledad, en los que parecía que el
hijo del rey godo nunca había estado en la vida de Baddo. En aquellos años,
de cuando en cuando y a través de los medios más insospechados, le llegaba
una carta o un presente que le recordaba que Recaredo no había sido un sueño,
que Recaredo existía.
Nícer se había desposado con Munia, quien le daba periódicamente hijos,
pero Baddo no frecuentaba su compañía porque tenía prohibido el acceso al
poblado, como si fuese una mujer perdida. Con frecuencia, Nícer se acercaba
a la cabaña en las montañas, fuera del poblado, donde moraba su hermana, la
casa cercana a la de Brigetia y Fusco, que la protegían. Nícer le insistía una y
otra vez que olvidase a Recaredo y que se desposase con uno o con otro de sus
hombres. Nícer nunca entendió a Baddo, intentaba defenderla y ayudarla, pero
ella no quería su protección. Baddo amaba a Recaredo.
Pasados los años, un día Nícer se acercó al refugio de su hermana para
anunciarle que había guerra en el sur entre Leovigildo y su hijo mayor; que
este último había reclamado tanto su ayuda como la de los suevos; que él iría a
la guerra con Hermenegildo. Baddo no se atrevió a preguntar por Recaredo,
pero ante su mirada inquisitiva, Nícer continuó informándole que su esposo se
había enfrentado a Hermenegildo y luchaba contra él, a favor de su padre. Le
dijo que Recaredo, como siempre, era un traidor, un renegado ambicioso.
La hija de Aster recordaba el intenso afecto que Recaredo sentía por
Hermenegildo, pareciéndole imposible que los dos hermanos pudiesen estar
en distintos frentes en aquella guerra civil. Baddo, de modo inexplicable, a
pesar de que Hermenegildo le había salvado la vida y lo amaba como a un
hermano, a pesar de que Recaredo la había abandonado, siguió confiando en
él.
La hermana de Nícer sabía que este hablaría siempre en contra de su
esposo, no le había perdonado la usurpación de la copa y mucho menos que se
hubiese desposado con ella sin mediar un permiso por su parte.
Pasaron los meses, Nícer volvió derrotado. A su regresó, se supo que
Hermenegildo había sido apresado en una ciudad al sur, en Córduba. Nícer le
narró a Baddo una historia de traiciones en las que Recaredo no desempeñaba
un papel airoso; también que su esposo planeaba casarse con una dama franca.
Baddo no quiso escucharlo; y siguió creyendo, a pesar de los pesares, llena de
dudas, en Recaredo.
El tiempo se volvió gris, y con él las nubes del recelo cruzaron por el
espíritu de Baddo. Rezaba al Dios de Mailoc, pidiendo que Recaredo
volviese, suplicando con todas las fuerzas de su ser que él regresase a por ella
y a por su hijo.
Una noche golpearon fuertemente en la puerta. Liuva prorrumpió en llanto,
tenía pocos años. Inmediatamente, se escuchó la voz de Fusco, quien,
aporreando la puerta, gritaba:
—Abre, hija de Aster…
Baddo descorrió la tranca, surgiendo ante ella la amada faz de Recaredo.
Él entró tambaleándose y la abrazó con ansia, como un náufrago a su tabla de
salvación, como un hombre rodeado de fuego se tira al agua. Entonces lloró.
Aquella fue la única ocasión en la que se vio llorar al gran rey Recaredo.
Había cambiado, había dejado de ser el adolescente de barba casi lampiña y
se había transformado en un hombre, muy fuerte, barbudo y musculoso. Sus
ojos claros eran los que Baddo recordaba, aunque ahora estaban llenos de
lágrimas.
—Ha muerto… —le dijo descompuesto.
—¿Quién…?
—Mi hermano… —se detuvo—, tu hermano, Hermenegildo o Juan, como
se hacía llamar en los últimos tiempos. Mi padre fue su asesino.
Apoyándose en Baddo, avanzó hacia el interior de la pequeña cabaña en la
que ella había vivido todos aquellos años. Estaba profundamente demacrado y
cansado de tan largo viaje. Fusco, prudentemente, optó por marcharse. Liuva
volvió a dormir. Entonces, en el silencio de la noche, Baddo se sentó junto a la
lumbre del hogar y él, el príncipe Recaredo, le contó su pesar y su traición:
Baddo se acercó a él, quien sentado junto al fuego hablaba. Su cara, rojiza
por el reflejo de las llamas y por la vergüenza y el dolor, se arrugaba en la
frente y se contraía en las mejillas bajo el peso del sufrimiento. No parecía la
suya sino la de un hombre prematuramente envejecido. Baddo había amado a
aquel hombre y, por muy grande que fueran sus culpas, ella le seguiría amando
hasta el final del mundo, hasta que las estrellas cayesen del firmamento.
Ahora, débil y derrotado, Baddo le quería aún más que en los momentos de
felicidad, a la par que comprendía que su amor era sanador para él, que él lo
necesitaba. Recaredo agachó la cabeza entre sus manos, la escondió,
revolviéndose los cabellos con angustia. Baddo le abrazó para darle ánimos.
Tras reponerse un poco, levantó la cabeza comenzando a hablar, a contar la
larga historia que le había conducido de vuelta hasta ella:
Recaredo calló, los pliegues de su cara se curvaron aún más en una sonrisa
amarga, dolorida. Baddo captó que la devoción y afecto, que habían llenado la
vida de su esposo y la de su hermano hacia Leovigildo, habían desaparecido
hacía ya mucho tiempo. Baddo se acercó a él, le apretó su fuerte antebrazo y él
siguió hablando:
»Las bodas francas tuvieron lugar en una mañana fría y azul, con la luz
rebotando sobre los restos de nieve que barnizaban la ciudad. Un clérigo
arriano los recibió en la iglesia de Santa Leocadia. Hermenegildo esperó la
llegada de la novia; le dolía la cabeza por la resaca y le parecía que estaba en
otro mundo. La princesa niña avanzó hasta situarse junto a él. Durante la
ceremonia ella lo acechaba, de tanto en tanto, con una expresión entre
sorprendida, asustada y esperanzada, pero él no miraba a Ingunda.
»El legado del rey cubrió las manos de ambos con una estola, como en un
sueño escucharon las palabras del clérigo arriano:
»—¿Quién entrega esta mujer a este hombre?
»Se escuchó la voz del legado de la corte de Austrasia:
»—Sigeberto, rey de los francos y de Austrasia y Neustria, por la gracia
de Dios, os la entrega.
»Los novios intercambiaron los anillos y el legado mostró la dote de la
novia: jarros de oro y joyas en un cofre que abrió ante el altar.
»El clérigo pronunció las palabras del rito en latín clásico:
»—Ego vos in matrimonio coniúngo.
»La ceremonia acabó con una bendición final. Esa noche debía consumarse
el matrimonio y al día siguiente tendría lugar la ceremonia nupcial en la que
durante una misa arriana se daría gracias a Dios por el feliz enlace.
»Todas las campanas de la ciudad doblaron por la felicidad de los novios
y ellos salieron del interior del templo sonrientes, cogidos de la mano.
Hermenegildo parecía proteger a Ingunda de la multitud que se apiñaba para
verlos.
»Aquella noche el rey brindó por la felicidad de los novios, bajo la
mirada astuta y sonriente de la reina. La cena duró hasta muy tarde; casi al
amanecer se retiraron los últimos convidados.
»Condujeron a la novia a la cámara nupcial. Más tarde, cuando ella ya
estaba preparada, accedió el novio. Al entrar él, Ingunda, temblando, sentada
en el borde del lecho, de espaldas a su esposo, miraba fijamente por la
ventana el refulgir de una luna grande y blanca. Los haces de la luna y los
hachones de madera refulgían en su cabello dorado.
»Hermenegildo se situó detrás de ella, rozó levemente su cabello y notó
cómo ella se estremecía aún más.
»—No te haré daño —le dijo él.
»Rodeó la cama y se sentó en el suelo a los pies de ella intentando
vislumbrar aquel rostro que había bajado los ojos hacia el suelo, con timidez.
La cara de la desposada, iluminada por el fuego de la chimenea que caldeaba
la estancia, estaba enrojecida y surcada por un reguero de lágrimas. Era la
cara de una niña pequeña y muy asustada.
»Ella no pronunció palabra alguna ni realizó el más mínimo gesto.
»Hermenegildo se enterneció. Le habían dado una esposa que más que una
compañera era una niña.
»Entonces fue él quien tomó la palabra:
»—Tranquila…
»Ella bajó aún más la cabeza.
—No te tocaré. Ni ahora ni nunca, si tú no quieres.
»Las lágrimas de ella cesaron.
»—Esta boda me es tan ajena como a ti. Yo no quería tener una esposa,
pero alguien ha dispuesto que lo seas. Yo soy tuyo porque se me ha ordenado.
Procuraré amarte y respetarte siempre.
»Cuando ella levantó la cabeza, sonriendo entre sus lágrimas, se miraron
un segundo. Él besó su mano delicadamente y se levantó. Se retiró a un lugar
oscuro de la estancia para desvestirse. Después, se acostó en el mismo lecho
donde ella estaba sentada y, al poco tiempo, se durmió.
»Ingunda permaneció largo rato con las manos entrelazadas en casi la
misma postura que la había dejado Hermenegildo. Más tarde, a través de la
pequeña ventana de cristal oscuro y esmerilado, vio brillar una estrella en el
firmamento. Ingunda se sintió desfallecer de sueño. Escuchó la respiración
acompasada del joven guerrero, que ya era su esposo, y se quedó dormida.
Durante la noche se acurrucó juntó a Hermenegildo, y apoyó la cabeza en el
fuerte brazo de él. El primer rayo del amanecer los encontró así; él se
despertó, pero no osó moverse para no turbar el sueño de ella».
La solución intermedia
«Las voces se oían por todo el palacio: gritos destemplados y suaves sollozos.
Por los pasillos del gran Alcázar de los Reyes Godos, la servidumbre
procuraba no hacer ruido, asustada. Si alguien se acercaba a las estancias
reales podría escuchar una voz femenina muy fuerte y otra más suave de una
niña, con acento del norte. Goswintha e Ingunda se enfrentaban como un gato
furioso y un pequeño pajarito asustado. Dentro de la estancia, las palabras
rotundas, terminantes, de Goswintha resonaban contra los tapices, que
parecían bambolearse con el aire de su voz.
»—¡No consentiré esto! ¡Eres la esposa del futuro rey godo! ¡Los godos
somos arríanos y tú eres arriana! ¡No comulgaste el día de la ceremonia
nupcial! Ya hablamos de ello y te mostré la necesidad de ser una arriana
devota. No puedo entender que te sigas negando… Todo el mundo se ha dado
cuenta y critican. ¿Cómo puedes ser tan terca y obstinada?
»—Yo sigo la fe de mis padres, la que se me ha enseñado. Soy nieta
también de Clodoveo y de Clotilde… No comulgaré de ese rito arriano. ¡No!
¡No lo haré!
»Se escuchó el sonido brusco de una bofetada. La reina había golpeado a
su nieta. Los dedos de la mano habían dejado una huella en la pálida y
delicada faz de Ingunda. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
»Goswintha salió de la habitación, furibunda. A su paso, los criados se
pegaban a la pared, dejando espacio a un vuelo de tocas y sayas guiado por la
furia de la reina.
»La esposa del rey godo irrumpió en las estancias reales. Era la única
persona en el reino que poseía el privilegio de entrar allí, sin ser anunciada.
»Leovigildo levantó la cabeza, trabajaba sobre unos mapas. Como el gran
Constantino, quería edificar una ciudad, próxima a Toledo, en el curso del alto
Tajo, comunicada con la urbe regia por vía fluvial. Se llamaría con el nombre
de su hijo menor, el príncipe Recaredo: Recópolis. La ciudad de Recaredo,
una ciudad con una clara influencia bizantina, rodeada por un río, con el más
hermoso palacio del Occidente de Europa. Sería un presente para su hijo
menor, que había derrotado a los suevos y, a la vez, una muestra del poder y
opulencia de la corte de Toledo.
»El ruido de la puerta hizo que levantase la cabeza de los mapas y, al ver
la actitud de la reina, los que rodeaban al monarca se retiraron intimidados.
Poniendo las manos en jarras, se enfrentó a ella:
»—¿Qué ocurre?
»—Mi nieta. La futura reina de los godos no comulgó el día de la misa
nupcial, la he reconvenido una y otra vez, pero continúa negándose. Se obstina
en no comulgar de un clérigo arriano. Dice que es católica.
»El rostro de Leovigildo no esbozó ni una mueca.
»—¿Qué importancia tiene una religión u otra?
»—¡Importancia! Toda la del mundo. Mi señor Leovigildo, me parece que
estáis cediendo ante los romanos en una cuestión que es altamente importante.
Habéis permitido los matrimonios mixtos, de un arriano con una católica y
viceversa… No me opuse porque me pareció una cuestión de oportunidad
política por vuestra parte. Ahora, consentís que, en esta corte, se admita a una
persona de la familia real, católica. Mi nieta será la madre del futuro rey de
los godos. ¿Queréis tener un nieto católico que rompa con las tradiciones de
nuestros mayores? ¿Lo queréis? Pues… yo no. Los godos han de estar por un
lado; los romanos por otro. Cada uno con sus leyes y su religión. Eso es el
orden en el reino y vos sembráis el desorden. Dentro de nada, los
hispanorromanos ocuparán el trono que, con tanto esfuerzo, los godos…
»Leovigildo escuchaba la reprensión de su esposa con paciencia, hasta que
se hartó y, con calma, pero en tono fuerte, con la voz velada por el disgusto, le
cortó:
»—Estáis mezclando un tema con otro. Sabéis, señora, perfectamente que
la nobleza no nos apoya, que necesitamos el apoyo de los hispanos; que la ley
de matrimonios antigua no se cumple y es impopular… También hemos
hablado de asimilar el reino al del franco Clodoveo, que unificó la fe de sus
súbditos.
»La reina bramó enfurecida y su voz, con un tono cada vez más alto, hizo
vibrar las luces de las velas.
»—Clodoveo era pagano y erró convirtiéndose con todo su pueblo a la fe
del Papa de Roma. Nosotros creemos en el verdadero cristianismo; el que no
mezcla la divinidad de Dios con la humanidad de Cristo. El arrianismo afirma,
entre otras cosas, que los reyes, es decir, nosotros, estamos como Jesucristo, a
un nivel superior sobre el pueblo… Esa fe es la que nos conviene y la que hay
que defender.
»Leovigildo suspiró y trató de hacerla entrar en razón:
»—En todos estos temas hemos estado de acuerdo… Ahora lo mezcláis
con el asunto de la religión de vuestra nieta.
»—¡No puedo soportar a los romanos! ¡No aguanto esa religión que nos
hace depender del Papa de Roma! ¡Ahora es mi nieta la que se opone a mis
deseos, a toda razón y a toda lógica! ¡Una niña recién salida del cascarón…!
¡Se hará arriana quiera o no quiera!
»Los ojos de Leovigildo examinaron detenidamente a su esposa. El rostro
de ella estaba deformado por el enfado, sus mejillas enrojecidas habían
perdido los afeites con los que habitualmente se acicalaba. La piel se
mostraba acartonada y falta de vida, velada por un tinte amarillento. El pelo se
le había soltado del habitualmente, pulcro tocado. Los ojos, llenos de ira,
adoptaban una expresión poco agradable a la vista. De pronto, Leovigildo
recordó como por ensalmo el hermoso rostro de la que había sido su primera
esposa: sus ojos grandes, de mirar dulce, siempre doloridos, su boca perfecta,
su cabello claro como una nube de oro, su cuerpo de diosa. La expresión del
rey se volvió extraña y anhelante. La había maltratado y no era ajeno a su
fallecimiento; pero, en la muerte de ella, estaba su propio castigo. Leovigildo
la había despreciado y creía que no le importaba; sin embargo, ella, la reina
olvidada, era la única mujer que había logrado tocar su corazón, endurecido
como el yunque de un herrero. Ella no le había amado. A pesar del paso del
tiempo, había guardado una fidelidad absoluta al rebelde del norte y, a
menudo, cuando estaba junto a ella, cuando él abusaba de ella, cuando la
trataba como a un perro, veía los restos de aquel amor que había llenado toda
la vida de la sin nombre, un amor que le daba fortaleza para resistir. Además,
su primera esposa le había dejado un hijo, Hermenegildo, con su increíble
parecido al hombre del norte, un hijo que él, Leovigildo, el gran rey de los
godos, no podía afirmar que fuese suyo. Leovigildo no podía soportar la
mirada del que todos nombraban como su hijo, una mirada que era tan clara
como la de su primera esposa y tan llena de dignidad como la del jefe
cántabro.
»Goswintha siguió despotricando contra su nieta, la princesa franca; él ya
no escuchaba sus gritos aunque simulaba atender. Al parecer, la princesa no se
doblegaba a los requerimientos de su abuela. Pensó que Ingunda estaba hecha
de la misma pasta que su primera esposa, ambas descendían de los francos,
ambas eran católicas y, entre ellas, había un cierto parecido físico. La primera
vez que vio a la que iba a ser su nuera, Leovigildo se estremeció; le pareció
tener delante de sí a la innombrada, a la mujer que había traído del norte. Más
tarde, se había dado cuenta de que aquello no era así; quizá los
remordimientos y la añoranza por su primera esposa habían hecho que se
traicionase a sí mismo.
»El enfado de Goswintha crecía y le pareció más y más desaforado. ¿Qué
importancia tenían aquellas cuestiones religiosas? El mundo evolucionaba y
él, Leovigildo, iba a crear una religión que fuese una síntesis de las anteriores,
que aunase a católicos y arrianos: un compendio perfecto y ecléctico.
»Con buenas palabras, consiguió calmar a Goswintha, sin enfrentarse a
ella, y es que él, Leovigildo, temía a su esposa. Había alcanzado el trono
gracias a ella y no podía oponerse a la reina, a esa furia desmelenada que
tenía enfrente.
»A mi padre, quizá, le hubiera gustado que la vida hubiese discurrido por
otros derroteros, que su primera esposa le hubiese amado; que él se hubiese
dado cuenta, desde el principio de su matrimonio, de que él la amaba también;
pero solo ahora, cuando ya era tarde, había descubierto que no podía
olvidarla.
»Mi padre, el rey Leovigildo, quizás habría deseado que el poder hubiese
llegado más fácilmente a sus manos; pero no fue así. Cada día de su vida había
sido una lucha continua por el poder; un poder al que amaba con pasión
lasciva. El hijo de un noble de segunda fila, procedente de las filas
ostrogodas, un advenedizo para los visigodos auténticos, había llegado a ser
un rey temido y odiado gracias a su matrimonio con mi madre; pero, sobre
todo, gracias al favor de la reina Goswintha. Si el poder le hubiese llegado de
una manera más fácil, quizás él no hubiera tenido que eliminarla, a ella, a su
primera esposa».
Recaredo se detuvo, dirigió la mirada hacia Baddo con ojos llenos de agua
y ella lo miró a su vez. Lo que contaba con aparente naturalidad era espantoso:
el asesinato de su madre, a quien adoraba, por parte de su padre, Leovigildo,
el hombre a quien él había admirado y temido. El alma de Recaredo sangraba
de dolor, cuando prosiguió diciendo:
«Fue así, años más tarde lo supe. Mi padre había matado a mi madre para
hacerse con el poder, para complacer a aquel engendro de maldad que era su
esposa Goswintha. Yo conocí esto muchos años más tarde. Desde entonces me
alejé de él; pero demasiado tarde. Hermenegildo ha muerto y yo me siento
culpable.
»Para mi padre, al igual que para Goswintha, el poder sería, siempre, lo
primero. En eso, eran almas gemelas y por eso se entendían. A Goswintha, la
hija de un mediocre[19] de Córduba que había conseguido hacer una buena
boda con un noble de rancio abolengo, Atanagildo, el poder y el afán de
mando se le habían subido a la cabeza. Nadie, en los últimos años, se le había
opuesto y ella se sentía un ser superior al resto. Por eso no podía tolerar que
aquella mocosa de trece años se le enfrentase. En cuanto a mi padre, su
ambición no tenía límites y su única meta en la vida era la de ser un rey que
cambiase el mundo, que generase una dinastía capaz de perpetuarse durante
siglos. Los godos habían recorrido Europa y habían acabado siendo los
señores de las tierras más occidentales del continente. El sol del reino godo
brillaba ahora en todo su esplendor, sobre las tierras de la antigua Hispania
romana, y había sido él, Leovigildo, de una oscura familia de la nobleza, quien
estaba consiguiendo hacerse con la hegemonía del mundo occidental, gracias a
oscuras alianzas. Mi padre, en aquella época, intentaba convencer a su esposa
de sus propósitos. Sin embargo, ella era la única en el reino que se le resistía.
»—Para mantenerme en el trono necesito a los romanos. La nobleza goda
me odia y conspira contra mí. Solo puedo confiar en los hispanorromanos.
Señora, os suplico que dejéis las desavenencias con la princesa Ingunda. Las
pendencias y trifulcas que ocurren entre las dos están trascendiendo fuera de la
corte. Todo eso menoscaba la autoridad real. Los romanos deben pensar que
no solo toleramos su religión sino que somos afines a ella. Vos no podéis
dejaros llevar por vuestros sentimientos.
»—¡No puedo verla! ¡No puedo aguantar la cara de esa mosquita muerta!
»—Creo que ayer la arrojasteis a un estanque… Eso no es propio de
vuestra dignidad. ¡Tiene que acabar!
»—¡La mataría…!
»—¡No digáis cosas necias…!
»—Pues hablad vos con ellos, con Ingunda y con Hermenegildo. Él la
apoya.
»Harto de recriminaciones, Leovigildo dio una palmada. Aparecieron dos
siervos.
»—Llamad a la princesa Ingunda a mi presencia. Convocad al príncipe
Hermenegildo.
»Goswintha pareció conforme. La mirada de Leovigildo seguía perdida.
Su esposo no era dado a sentimentalismos, era un hombre duro y rígido que
pocas veces se reconcentraba en sí mismo. Goswintha se dio cuenta de que
algo raro sucedía.
»—¿Qué os ocurre…?
»—Nada —contestó secamente él.
»A Goswintha le disgustó aquella respuesta. Ambos permanecieron
callados. Él se volvió hacia el mapa, mirándolo con detenimiento. Ella se
replegó hacia la ventana, desde allí se divisaba el Tagus serpenteando
alrededor de la ciudad, bajo la muralla.
»Llamaron a la puerta. Escucharon los pasos jóvenes y fuertes de
Hermenegildo, que entró en la estancia. Un lapso de tiempo más tarde,
apareció Ingunda; en su rostro había aún rastros del llanto reciente.
»De nuevo, Leovigildo se detuvo en el rostro de la joven. Era diferente al
de su primera esposa, pero algo en él se la hacía recordar. La echaba de
menos, ¿cómo era posible que recordase, con dolor, a aquella a quien, sin
ningún remordimiento, había acosado tanto?
»Después, su mirada se posó en Hermenegildo. Había estado cabalgando,
quizá, con aquellos hombres afines a él que había traído del norte. Su rostro
estaba acalorado por la galopada, el cabello se disponía, desordenadamente,
alrededor de aquella cara, de rasgos rectos, sin apenas barba, en la que los
ojos se abrían mirando directamente a su padre, dejando ver su color azul, tan
intenso, con las pestañas espesas y las cejas negras, densas, casi juntas. Un
rostro, cincelado al modo de un antiguo caudillo del norte, al que Leovigildo
había ejecutado. Además en aquellos ojos de mirada clara, al rey le pareció
ver la luz que brillaba en los de su primera esposa, a la que él había
asesinado. ¡Cómo odiaba a su hijo! Pero a la vez, era él quien debía contribuir
a sus planes de construir una nueva dinastía gloriosa.
»Los jóvenes príncipes doblaron la rodilla ante el rey, después se alzaron.
»—Habéis sido convocados por mí y por mi amada esposa, la reina
Goswintha.
»Hermenegildo dobló la cabeza ante la reina; Ingunda se mantuvo serena
aunque llorosa.
»—Se te ha otorgado el don del matrimonio con una princesa de alta
alcurnia… Tu esposa es una niña que debe ser instruida en la religión de esta
corte. Eres el culpable de que tu esposa permanezca en una doctrina afín al
Papa de Roma. ¡Educarás a tu esposa en el respeto a sus mayores!
»Hermenegildo intentó hablar, pero el rey no le dejó:
»—Es vergonzoso que una niña se oponga a los deseos de la muy noble
reina Goswintha. Como bien sabes, mi objetivo es conseguir la unión religiosa
entre los hispanos. Las desavenencias entre la princesa Ingunda y la reina han
transcendido y dificultan la política de unión que he propuesto para el reino.
Por tanto, he decidido que ambos os vayáis de la corte de Toledo.
»—¿Adónde me destináis?
»—Necesito alguien en el frente bizantino…
»Hermenegildo bajó la cabeza y se alegró; fueran cuales fuesen los planes
de su padre, su más íntimo deseo era combatir. No le agradaba la vida entre
pliegos y legajos antiguos.
»—Te nombraré duque de la Bética. Partirás para Hispalis, con tu esposa,
cuanto antes.
»Hermenegildo levantó la cabeza y su rostro se iluminó; por primera vez,
su padre le concedía un encargo de peso que le situaba entre los principales
del reino. Goswintha frunció el ceño, enfurecida. No entendía a su esposo; no
solamente no castigaba a la rebelde, sino que la alejaba de la corte para que
ella, la reina, no pudiese controlarla. A ella y a su joven esposo, aquel
guerrero de hermosa presencia, el hijo de la anterior esposa de Leovigildo, le
entregaba una de las regiones más cultas, más antiguas del reino. Sin embargo,
la designación del príncipe como duque de la Bética suponía que su nieta
estuviese más cerca del poder; por ello, calmó su enfado y sonrió a los
príncipes mientras ordenaba con su hermosa voz:
»—Es mi deseo que la princesa Ingunda se eduque en la fe arriana, que es
la fe de los godos. Es responsabilidad tuya esa educación y ese cambio.
»Hermenegildo observó a Ingunda, quien ahora bajaba la cabeza con las
mejillas suavemente enrojecidas. No habían hablado demasiado aquellos
últimos tiempos; él, entretenido en mil tareas en la corte, en sus estudios de
leyes, en sus entrenamientos con los jóvenes de las escuelas palatinas. Desde
aquella primera noche, no había vuelto a hablar con la niña con quien le
habían casado. Quizá se hallaba un poco asustado de tener una esposa y
procuraba mantenerse lejos de ella, por eso solía llegar al tálamo cuando ya
estaba dormida. Entonces la contemplaba cómo quien mira a un objeto
precioso, que no se debe tocar porque se podría llegar a romper. Había
escuchado rumores de las peleas por materia religiosa entre la nieta y la
abuela; pero a él no le importaba que su esposa fuese católica. Se sentía más
afín a las ideas de su madre, a su concepto religioso de la vida que a la fría
religión arriana. Una religión a la que se había sometido por deber porque él,
Hermenegildo, se sabía godo; un godo de estirpe real, que debía obedecer las
tradiciones y servir, fielmente, a su padre y señor.
»—Agradezco a mi padre y soberano el don concedido. Mi esposa y yo
iremos adonde indiquéis. Me ocuparé personalmente de la educación de mi
esposa, que todavía es una niña que no ha conocido mundo.
»La princesa Ingunda cambió su rostro, en el que aparecían los signos del
enfado al escuchar que la llamaban niña y, más aún, al oír que sería educada
en la fe arriana. Después Leovigildo continuó:
»—La campaña contra los suevos y los francos ha finalizado. Gracias a tu
hermano Recaredo, el reino suevo nos rinde pleitesía. Quiero que tú, mi hijo,
uno de mis capitanes más dotados, continúes la expansión del reino godo.
Iniciarás la ofensiva contra los bizantinos. Los orientales ocupan las costas
frente a la Tingitana; Malacca, Cartago Nova y otras muchas ciudades son
suyas. Debemos expulsarlos del territorio ibérico. Tú, hijo mío, eres un jefe
respetado, deseo que me representes en el sur. Los hispanorromanos de la
Bética están más cerca de los orientales que de nosotros, lo que hace que sea
posible su traición. Debes ganarte a los próceres, senadores y nobles de la
ciudad de Hispalis. Una princesa franca de origen católico también será de su
agrado, pero quiero que os mantengáis dentro de la ortodoxia arriana. ¿Me
puedes entender?
»—Sí, padre.
»—Confío en ti. Deberás actuar en mi nombre, como duque de la Bética,
mis órdenes te irán llegando. No desobedecerás a nada de lo que se te indique.
»Leovigildo bajó la cabeza, extendió una mano que los príncipes besaron,
después les indicó la salida, ellos doblaron la rodilla, con una reverencia ante
el rey, y abandonaron la estancia. La pesada puerta de madera, claveteada en
hierro, se cerró tras de ellos aislándoles de los reyes. Dentro continuó
oyéndose, de modo alejado, la voz fuerte de Goswintha. Caminaron por un
largo corredor de piedra, iluminado débilmente por hachones de cera. De
cuando en cuando se cruzaban con piquetes de la Guardia Real, que les
saludaban con una inclinación de cabeza. Llegaron al lugar que había sido su
cámara nupcial, la cámara nupcial de un matrimonio aún no consumado.
Cerraron la puerta tras de sí. En cuanto estuvieron a solas. Ingunda se dirigió a
su esposo, entrecortadamente:
»—No soy una niña. Sé bien lo que quiero. He sabido que mi padre,
Sigeberto, ha sido asesinado el día en que iba a ser coronado rey de Neustria.
Mi madre, Brunequilda, lucha ahora por mantenerse en el trono y necesita a
los godos de su lado. He sido conducida a ti por la política franca. Yo no te he
escogido como esposo, te ruego que me dejes practicar la fe que me consuela,
me anima y me permite vivir.
»Hermenegildo miró el rostro desafiante de la niña mujer que tenía ante sí.
Sus rasgos rectos y definidos que le recordaban un tanto a su propia madre.
»—Mi madre fue una princesa, desconocida para vosotros, de origen
franco. Ella también creía en la fe que tú practicas. Me educó en esa misma
fe…
»Ella se sorprendió ante aquella respuesta.
»—Entonces… No me obligarás… —se extrañó ella.
»—No. Haz lo que quieras, pero hazlo discretamente, sin llamar la
atención. Debo obedecer a mi padre, no puedo enfrentarme a él. Mi padre es
un gran rey a quien yo admiro y venero, pero yo no quiero inmiscuirme en esos
temas de fe. Hubo un tiempo en el que yo creía en la fe de mi madre.
»—¿En qué crees ahora…?
»—En nada… —suspiró él—, en lo que mi padre crea. ¿Qué más da una
doctrina que otra? ¿Qué importancia tienen esas disquisiciones teológicas que
ocupan la mente de todo el mundo?
»Ingunda dudó en la respuesta. Después, como titubeando, le contestó
suavemente con una voz temblorosa.
»—Yo no sé nada de teologías… pero me eduqué en la corte de mi
bisabuela Clotilde; ella convirtió el reino franco al catolicismo, a través de mi
bisabuelo Clodoveo. Dicen que es santa. No puedo traicionar lo que me
enseñaron de pequeña. Tampoco puedo darte razones de lo que creo. Lo creo
porque sí. Déjame seguir a mi Dios a mi manera. Sé que Jesús es Dios. Lo sé
porque me lo enseñaron así, vosotros creéis otra cosa. Jesús es Dios, un Dios
cercano, que me consuela cuando me siento sola.
»De nuevo, Hermenegildo se conmovió ante aquella niña que tenía delante
de sí, tímida, y a la par, fuerte y obstinada. No entendió o no quiso entender las
razones que ella le ofrecía, pero la tranquilizó poniéndose de su lado.
»—Seremos amigos —dijo él—, yo te protegeré, como lo hice con mi
madre. Muchas veces le oculté a mi padre lo que ella hacía…
»Ingunda le miró interrogante.
»—En Emérita Augusta curaba a los pobres y se ocupaba de la gente del
pueblo. Se relacionaba con el obispo católico, Mássona, un gran hombre, al
que yo también estimo. Muchas veces la acompañé y muchas otras oculté sus
pasos. Te querré y guardaré tus pasos como guardé los de mi madre.
»—Yo también te querré —dijo ella ingenuamente— porque eres bueno,
un hombre bueno.
»Entonces, alzándose de puntillas, depositó un beso sobre la cara de él, en
la que asomaba una barba joven».
Hispalis
«La ciudad que nunca ha cerrado los ojos, alumbrada por la luz del mediodía,
se desplegó a su vista: una ciudad ruidosa, radiante, llena de luz y sedienta de
placer. Hispalis, nacida íbera, mestiza de fenicios y griegos, desposada por
Roma, asolada por los vándalos, restaurada por los godos, alhajada por los
bizantinos… En los tiempos de mi padre, Leovigildo, había sido forjada de
nuevo, esta vez, visigoda.
»La comitiva, procedente de Toledo, cruzó el puente romano. El río, el
Betis de los tartessos, leguas de agua dulce, atraviesa la urbe dividiéndose en
afluentes, siempre acariciando la ciudad. Por él navegaban barcos de distinto
calado y origen: suevos, bizantinos, francos. La ciudad se abre a la vega feraz
del Betis, nunca encerrada en sí misma.
»Allí, Ingunda despertó a un mundo nuevo, resplandeciente, lejos de las
brumas de las Galias y de las resecas tierras mesetarias. A la princesa le
parecía que siempre había vivido en las tierras hispanas: su acento se había
acoplado al de su nuevo país, había crecido en aquellos meses, sus formas
eran ya las de una bella joven. Desde su carruaje observó detenidamente lo
que ocurría a su alrededor: unos niños se perseguían en un juego infantil, más
allá varias mujeres obesas con un cántaro a la cintura charlaban a gritos. Tras
una esquina unas niñas bailaban con brazos desnudos y morenos. Se
escuchaban voces y cánticos, a lo lejos sonaban las campanas. Hacía calor, un
calor húmedo que subía desde el río, un calor al que no estaba acostumbrada.
»Al lado del carruaje cabalgaba su esposo, su cabello oscuro escapaba del
casco plateado, sus ojos claros la observaban divertidos al ver su alegría
infantil. Alguna vez, Hermenegildo giraba la cabeza y bromeaba señalando el
campo o las personas. Aquellas semanas él había sido más un padre o, quizás,
un hermano que un marido para ella. La había confortado de la melancolía por
haber dejado atrás las tierras francas, había escuchado sus quejas y peticiones.
La había consolado de la ira de Goswintha.
»Él se retrasó y ella lo siguió con la mirada, diciéndole adiós con su
pequeña mano. Los días del viaje habían sido un descubrimiento mutuo, él
aprendió que ella no era tan niña. Ingunda perdió el recelo hacia el príncipe
godo que le había atemorizado los primeros días, al notar la consideración con
la que él la trataba.
»Al final de la comitiva, en unos carromatos, viajaban los amanuenses.
Hermenegildo había solicitado a su padre que Laercio le acompañase a
Hispalis. Necesitaba un hombre, conocedor de las letras y de toda confianza,
para lidiar con los próceres hispanos de la ciudad, que siempre retorcerían la
ley en su contra.
»Hispalis había sido conquistada por Leovigildo, pocos años antes, del
dominio imperial. Durante la época bizantina, la ciudad se había orientalizado,
llenándose de iglesias, torres y campanas; se había fortificado mediante
gruesas murallas. Su aspecto había cambiado, pero también su forma de ver la
vida. Los nobles de la ciudad, senadores y patricios de origen romano, se
habían sentido más cercanos a los imperiales, católicos como ellos, que a
aquel pueblo de bárbaros herejes, que éramos nosotros, los godos. Con los
bizantinos habían llegado ideas nuevas procedentes de Oriente y textos
antiguos que había revitalizado su cultura.
»Por todas las esquinas, a todos los rincones, se había difundido la noticia
de que un hijo del rey godo gobernaría la ciudad. Las gentes se aglomeraban
por las calles; desde las ventanas, algunas mujeres tiraban flores ante el
carruaje y, ellos, los jóvenes duques de la Bética, escuchaban el clamor de la
multitud.
»Hispalis vibraba al paso de los príncipes, quienes contemplaron una
ciudad rica por el comercio de aceite, leguminosas y salazones; una ciudad
llena de orfebres que trabajaban las joyas con una delicadeza infinita; una
ciudad, en fin, abierta al río, donde su puerto la ponía en contacto con el resto
del orbe. Quizás había perdido el esplendor del Bajo Imperio; muchas casas
se veían derruidas pero, frente a ellas, se alzaban otras en las que podía
apreciarse la riqueza de sus dueños. En las bóvedas de las iglesias, en los
capiteles de las columnas, en las jambas de las puertas, se apreciaba la
influencia del imperio greco-oriental, lejano apenas unas leguas, en la
provincia bizantina de Spaniae.
»Más adelante, en la plaza de los antiguos foros, les esperaba el
gobernador. Un hombre barbado con rizados cabellos castaños que
sobresalían del casco; una cicatriz le cruzaba la mejilla izquierda; un hombre
que, cuando no sonreía, aparentaba un aspecto siniestro pero, cuando lo hacía,
mostraba su fuerte dentadura blanca y los ojos chispeantes de color claro.
Hermenegildo lo conocía, pues había luchado junto a él en la campaña del
norte, colaborando en el asalto a Ongar. Los romanos le llamaban Gundemaro.
Gundemaro era de sangre puramente germánica, de una antigua familia que
poseía siervos, sayones y bucelarios; uno de los hombres de confianza de
Leovigildo.
»Como símbolo de sumisión, Gundemaro les entregó las llaves de la
ciudad. Desde las escaleras que accedían al palacio, Hermenegildo, en buen
latín clásico, saludó al pueblo predominantemente romano que abarrotaba la
plaza:
»—¡Hispalenses! Yo, Hermenegildo, hijo del muy noble rey Leovigildo, he
llegado a esta ciudad y a las tierras de la Bética. Me comprometo a gobernarla
con equidad y justicia. Os pido lealtad a mi padre frente a los invasores
imperiales. Los godos hemos sido designados por Dios para gobernar las
tierras hispánicas, somos los auténticos sucesores del Imperio romano, al que
pertenecisteis. Los bizantinos han aprovechado la debilidad del reino para
invadirnos.
»Gundemaro, bajo las barbas, sonrió ante aquellas palabras, que le
sonaron ingenuas. Se alzó un murmullo entre las gentes sencillas. Un hombre
de entre la multitud gritó de modo espontáneo en un bajo latín, modulado por
el suave acento del sur:
»—Líbranos de los recaudadores, que nos extorsionan a impuestos.
Sálvanos de los nobles, que nos despojan de lo nuestro, nos roban y abusan de
nuestras mujeres. Haz justicia, pues solo hay jueces corruptos.
»—Eso… Eso… —gritaron—. Tenemos hambre…
»Hermenegildo exploró con la mirada, muy lentamente, a los que alzaban
sus manos y se dirigían a él con expectación y esperanza.
»—¡Se hará justicia! —dijo Hermenegildo—. Presentad vuestra causa ante
el tribunal y se os escuchará.
»No le creyeron. Sin embargo, apreciaron su buena voluntad. Se escuchó,
de nuevo, otro grito; provenía de un hombre con hábito de monje.
»—Permítenos vivir en la fe de nuestros padres.
»Ante aquella súplica, la princesa Ingunda, desde lo alto de su caballo,
giró la cabeza hacia quien así hablaba y sonrió levemente. La atención de los
hispalenses se volvió hacia ella, sabían que, como ellos, era católica. Hispalis
amaba la belleza desde su nacimiento en los tiempos de los tartessos y sabía
apreciar una cara bonita.
»—¡Viva la princesa franca! ¡Los ojos más bellos a orillas del Betis!
¡Guapa…!
»Hermenegildo rio abiertamente. Entre los príncipes godos, jóvenes,
llenos de vida, y aquel pueblo espontáneo y adulador, se produjo una corriente
de simpatía mutua. Los aclamaron. Al llegar al alcázar real desmontaron de
los caballos, y desde lo alto de las escaleras volvieron a saludar al pueblo.
»Dentro del palacio, Ingunda se retiró a los aposentos reales, fatigada del
viaje; mientras, Hermenegildo se dirigió a la sala de recepción, una estancia
de piedra amplia y oscura, con hachones y unas estrechas ventanas, profundas
y alargadas, que permitían la ventilación. Se sentó en un pequeño trono de
madera labrada, ligeramente elevado con respecto al resto de la sala. Mientras
tanto, Gundemaro le iba presentando a los prohombres de la urbe. Apenas
había godos entre ellos. La ciudad era romana; en ella habían nacido
emperadores y filósofos; de quienes procedían los hombres que dominaban la
ciudad. En Mérida, el lugar de su niñez y primera juventud, también había
coincidido con hombres de procedencia romana, su hermano de armas Claudio
y sus amigos de la infancia, Antonio y Faustino; todos de noble cuna
senatorial. Sin embargo, Hermenegildo nunca había vivido en una provincia
netamente romana, como era la Bética. Los godos habíamos penetrado en
Hispania como federados del imperio, y nunca había existido una
confrontación entre nosotros y los hispanos. Pero ahora, los que en un
principio habíamos sido nada más que los pacificadores de suevos, vándalos y
alanos, nos habíamos hecho con el poder, legislando y rigiendo a los hispanos,
habíamos apartado a la nobleza romana del control efectivo de su propio país.
En la Bética se había producido un ambiente general de rechazo hacia los
dominadores godos; por ello, Hermenegildo advirtió, de modo mucho más
intenso que en Emérita Augusta, la frialdad con la que era recibido por los
próceres hispalenses.
»—Cayo Emiliano —le presentó Gundemaro.
»Ante el joven duque se cuadró un hombre de unos cincuenta años, con
cara astuta y servil, picada por las viruelas, afeitado al gusto de los romanos y
con una calvicie prominente. Vestía una túnica blanca con un manto fino, de
color melaza, abrochado en una fíbula redondeada. El hombre realizó una
profunda reverencia ante el príncipe y habló:
»—Nos sentimos muy honrados por la presencia del hijo del rey godo en
estas tierras…
»—Yo también estaré a gusto entre vosotros si me brindáis vuestra
confianza y apoyo.
»—La tendréis, mi señor, la tendréis. Necesitaréis buenos consejeros… —
dijo obsequiosamente.
»—¿Conocéis a alguno que pueda serlo?
»—Yo mismo podría brindarme a ello.
»—Vuestra ayuda será bien acogida, Cayo Emiliano. Pronto convocaré a
los principales de la ciudad, entre los que espero contar con vos.
»Cayo Emiliano aceptó honrado la propuesta. De sus ojos se escapó un
brillo de astucia y codicia.
»Después de haber saludado a todos los nobles de origen romano, solo
quedaba en la sala un hombre, con dos bucles en la parte anterior de su
cabellera, luenga barba, cubierto por una larga túnica de lana fina a rayas y
tocado por un pequeño bonete.
»Hermenegildo adivinó, por aquellas trazas, que era un judío. Gundemaro,
al verlo, torció ligeramente el ceño.
»—Este es el viejo Solomon ben Yerak, un hombre dotado en el arte de la
curación, un potentado, el hombre del que depende toda Hispalis… —en voz
más baja, que no pudo escuchar el judío, continuó—… un usurero y un
nigromante.
»El judío, que solamente había escuchado la primera parte de la
presentación, sonrió diciendo:
»—Yo administro mis bienes con cordura. Soy el único que mantiene
liquidez, mientras los demás la pierden…
»Hermenegildo lo examinó atentamente, su espalda encogida, los ojos
aceitunados, marcados por las estrías, que señalaban un hombre que se había
desgastado con el trabajo y había logrado su fortuna con esfuerzo. Algo en él
le resultaba cercano y amable.
»—Amigo, seáis bienvenido al palacio de los duques de la Bética. Me
alegro de conocer a un buen sanador. Ese arte no me es ajeno, mi madre lo
dominaba y me instruyó en algunos de sus secretos. Me gustaría que, algún día,
pudiésemos hablar de vuestras habilidades.
»El judío se sorprendió de ser tratado por un godo, y de tan alta alcurnia,
como un igual; de que alguien así quisiera compartir experiencias con él;
pensó que se burlaba, pero Hermenegildo hablaba de corazón. Mi hermano
siempre había amado la antigua ciencia de Hipócrates y Esculapio. Aún
recuerdo cómo, en Mérida, acompañaba a mi madre al gran hospital de
beneficencia, que había fundado el obispo Mássona. El arte de la sanación era
algo que le atraía, desde la infancia, y su petición no era una simple deferencia
hacia el judío. Gundemaro se escandalizó ante aquella propuesta del joven
hijo del rey godo.
»—Mi señor, poco sé de este arte —dijo el judío—, pero lo poco que sé,
lo compartiré con vos.
»Se inclinó profundamente ante el príncipe, quien sonrió levemente, y una
complicidad, por la ciencia que ambos veneraban, se estableció entre ellos.
Cuando Solomon hubo salido, Gundemaro, con voz fría, reconvino a
Hermenegildo, advirtiéndole que no era oportuno que el hijo del rey de los
godos se relacionase con gente como la judía. Tanto la Iglesia católica como la
arriana recomendaban una distancia con este tipo de gente, ningún noble tenía
trato con ellos. Hermenegildo no le contestó, recordando, una vez más, a su
madre, a quien no le había importado tratar con gente notable o humilde, con
sabios o con ignorantes.
»La reunión con los romanos había terminado. Gundemaro, entonces,
introdujo a los jefes godos, militares de rango intermedio, vestidos con
corazas, capas y, algunos de ellos, con casco. Los nobles godos solamente
hablaban de un tema: los bizantinos habían reconquistado Sidonia, una plaza
fuerte en la frontera que, pocos años antes, había sido tomada por Leovigildo.
»—¡Hay que atacar de nuevo! —propuso el capitán de la plaza—.
Reconquistarla y derruir las murallas.
»—Los imperiales no tienen fuerzas suficientes para luchar en campo
abierto y se refugian en el interior de las ciudades al amparo de sus murallas,
que son muy fuertes. Cartago Nova ha elevado sus muros varios palmos desde
que nuestro señor, el rey Leovigildo, comenzó a atacar de nuevo las provincias
bizantinas.
»Hermenegildo, desde su asiento un poco más elevado que el resto, los
escuchaba:
»—¿Si no tienen fuerzas como para luchar a campo abierto cómo es
posible que no consigamos derrotarles y, además, que vayan ganando terreno?
»Entonces, en voz baja, ronca y grave, otro de los capitanes godos le
contestó:
»—Mi señor duque Hermenegildo, les apoyan los hispanorromanos, que
hacen de su ayuda a los bizantinos una cuestión de fe. Esos mismos que habéis
recibido hoy, los que os han rendido pleitesía zalameramente, son los que
discuten el gobierno godo. Nos consideran unos herejes arríanos. Los
bizantinos son, como ellos, católicos, y obedecen al emperador y al Papa de
Roma. Ellos siguen sintiéndose parte del antiguo Imperio romano, los
orgullosos descendientes de Teodosio, de Trajano, de Adriano y de Marco
Aurelio.
»Gundemaro terció con tono conciliador:
»—Hay otros pueblos germanos que han cambiado su religión hacia la
católica. Clodoveo lo hizo y, ahora, sus descendientes controlan las Galias,
indiscutidos por los galorromanos. Nosotros continuamos siendo arríanos, una
religión nacional y cerrada en sí misma.
»Las palabras de Gundemaro fueron recibidas con frialdad. Un murmullo
de desacuerdo brotó entre los godos y se concretó en las palabras bruscas de
uno de ellos:
»—¡Nosotros nunca seremos católicos! La doctrina cristiana correcta es la
que se nos predicó… No obedeceremos al Papa de Roma que, en definitiva,
está sometido a los bizantinos. No hay unidad posible con los católicos.
»Hermenegildo se sorprendió al escuchar aquella voz tan visceral y
enconada; una voz, habitualmente pacífica, pero que vibraba ahora con una
gran carga de pasión. Era la de su amigo y compañero de armas, Wallamir.
»Hermenegildo se dirigió a él, con tono suave pero lleno de fuerza.
»—Quizá te equivocas, Wallamir. Mi señor y padre, el rey Leovigildo,
está buscando una solución intermedia entre la fe católica y la arriana. Él
considera que nuestro deber, como rectores de los destinos de Hispania, es el
de unificar el reino. Una sola ley, una sola religión, un solo pueblo; en eso yo
estoy enteramente de acuerdo con mi padre.
»Las últimas palabras las dijo en voz más baja, como para sí mismo, pero
Wallamir, su propio amigo, lleno de furor godo, habló en tono alto, enfadado,
ante lo que consideraba una debilidad de la familia de Leovigildo, con unas
palabras que Hermenegildo había escuchado ya en labios de los católicos.
»—A mí no me gustan las medias tintas, en cuestiones de fe, de raza y de
honor no hay una postura intermedia…
»Hermenegildo lo miró con cierta tristeza; en aquel punto, nunca se habían
entendido. Desde los años en que compartían juegos en Mérida, Wallamir
siempre había sido godo; por apego a mí y a Hermenegildo, se había alejado
de Segga y de los que proponían un partido godo acérrimo; pero él seguía
siendo un godo nacionalista. En su espíritu había un orgullo de casta que le
llevaba a despreciar a los romanos. Orgullo que solo cedía, quizás, ante
Claudio por la amistad que les unía, pero que no le permitía llegar a
componendas políticas con los que consideraba inferiores. Aquel orgullo se
debía, tal vez, a que su estirpe no era de prosapia, sino de una baja nobleza.
Para él, ser godo significaba estar en un nivel social por encima de los ricos
senadores romanos.
»Hermenegildo se dirigió a los nobles godos exponiendo las ideas que
había desarrollado con los jurisconsultos y los notarios de Laercio; unas ideas
que eran semejantes a las que nuestro propio padre pretendía imponer.
»—Señores, debemos negociar y hablar con los hispanos. Si pretendemos
ganar esta guerra, si pretendemos devolver a los bizantinos al mar del que
proceden, si pretendemos dominar el occidente de Europa, la única manera es
negociar con los hispanos. Obligarles a que no acudan en ayuda de los
imperiales porque se sientan honrados de ser hispanos, como lo somos
nosotros: una sola población hispana, no godos y romanos; sino hispanos,
hombres que habitan en este antiguo país y lo aman. Si a los imperiales les
falta el abastecimiento de comida, tendrán que rendirse, pero si los
abastecimientos se los proporcionan los ricos terratenientes romanos y los
judíos, nunca se rendirán. Hay que impedir la colaboración con los bizantinos;
para ello habrá que negociar con los hispanos y los judíos.
»De nuevo, se escuchó un murmullo de desacuerdo. Muchos godos de
antigua raigambre, entre ellos amigos tan cercanos como Wallamir, no querían
negociar con quienes consideraban inferiores; querían únicamente aplastarlos
con el peso de las armas. La discusión continuó unas horas, en las que hicieron
un alto para comer, para proseguir, después, sopesando la necesidad de
bloquear por mar a la armada bizantina. Las naves orientales asaltaban, con
frecuencia, a las godas y, sobre todo, impedían el comercio con el norte de
África, con la antigua provincia Tingitana. Salían de Malacca y de Cartago
Nova e impedían el tráfico por el antiguo mar de todas las gentes, el
Mediterráneo».
El duque de la Bética
«Tal y como habían planeado antes de la partida, el grueso del ejército, dando
un enorme rodeo por el sur, se dispuso a abordar la ciudad por el este, en
aquel lugar donde la muralla era más débil. Hermenegildo puso esas tropas
bajo las órdenes del experimentado gobernador Gundemaro. Necesitaban
varios días de marcha, durante los cuales el príncipe godo se dispuso a
preparar la batalla desde el campamento de Bessas, quien le esperaba
impaciente por atacar.
»Los hombres de Bessas lo habían pasado mal y había sufrido diversas
bajas pero, a pesar de ello, no había cesado de hostigar al enemigo. La ciudad
de Cástulo continuaba inquebrantable sin dar muestras del menor signo de
debilidad. Bessas recibió con alegría a su príncipe y señor, aunque protestó de
que no hubiesen llegado más refuerzos al lugar donde la batalla era más dura.
»Al día siguiente de la llegada del duque, desde el fuerte godo, salió una
expedición hacia el campamento bizantino. Hermenegildo conocía bien que,
para que las tropas pudiesen tomar Cástulo, se hacía necesario destruir
primero el campamento de frontera de los imperiales. Las fuerzas godas
estaban formadas por casi quinientos hombres al frente de los cuales estaba
Hermenegildo y, a su derecha, Bessas. Con catapultas y troncos de madera
arremetieron contra las defensas del campamento, que eran de madera.
Lanzaron teas y bolas incendiarias, el fuego se propagó por el recinto
enemigo. Pronto los soldados del fortín debieron salir a combatir a campo
abierto. Allí, la superioridad de los godos se hizo evidente. Al fin, los
capitanes bizantinos tocaron retirada y sus tropas hubieron de refugiarse tras
los muros de la ciudad. La primera fase del asalto a Cástulo se había
conseguido.
»Ahora comenzaba la conquista de la invicta ciudad de Cástulo. A primera
hora de la tarde, desde el reducto godo, salieron las tropas a pie, seguidas,
poco después, por la caballería. Al atardecer, el ejército godo se desplegó
frente a la muralla. Una larga fila de jinetes se situó a una distancia de la
ciudad donde no podían ser asaeteados por las flechas, detrás la infantería.
Allí, Hermenegildo hizo sonar las trompas; los hombres a caballo, lo mejor
del ejército godo, se dispusieron ante el foso. Desde lo alto de las torres se
escucharon silbidos y gritos de desprecio.
»Hermenegildo se adelantó a todos ellos y retó a los capitanes bizantinos.
»—¡Hombres de Cástulo! ¡Dejad vuestra guarida y enfrentaos a nosotros!
La cobardía es esconderse tras las murallas. ¡Rendíos a las tropas del gran rey
Leovigildo o salid a luchar!
»Pasaron unos segundos de un silencio expectante. Después Hermenegildo
prosiguió:
»—Si sois nobles, si sois varones de ánimo recio, combatid… Yo, el hijo
del muy noble rey Leovigildo, reto a los jefes de la ciudad a que se enfrenten a
nosotros, capitanes godos, a un combate cuerpo a cuerpo. Si perdemos
levantaremos el cerco; si perdéis vosotros, rendiréis la ciudad.
»Dentro de la ciudad se escucharon ruidos y expresiones de burla, pasó un
corto intervalo de tiempo. Por fin, un guerrero con los distintivos de un oficial
de alto rango del ejército bizantino contestó.
»—Se hará tal y como queréis: unos cuantos de nuestros mejores hombres
se enfrentarán a los vuestros.
»Se abrieron las puertas de la ciudad y unos cuantos oficiales imperiales
se dirigieron a la formación enemiga. Hermenegildo bajó del caballo y el resto
de los capitanes godos le imitó; después, se dispusieron alrededor del joven
duque. Este dio un paso al frente y desenvainó con un movimiento amplio la
espada. El resto de los capitanes godos le imitó. Los enemigos se desplegaron,
uno frente a otro, sopesando la fuerza y armamento de los adversarios; un
ardor de lucha desbordó los corazones de todos, al tiempo que sonaban las
trompas y los cuernos de guerra. Al fin, dio comienzo un combate cuerpo a
cuerpo entre los oficiales godos y los bizantinos, presenciado tanto por los
atacantes godos a pie como por los habitantes de la ciudad que se asomaban a
las torres. En el combate quedó patente la fuerza y habilidad de Hermenegildo,
quien se desembarazó del primer enemigo con rapidez, para continuar luego
guerreando con uno y con otro; la espada se le iba cubriendo de sangre de sus
enemigos y su cabello oscuro brillaba, mojado por el sudor del esfuerzo.
»Mientras tanto, el grueso del ejército godo, acaudillado por Gundemaro,
avanzaba con sus máquinas de guerra y su caballería bien adiestrada por el
sur, prosiguiendo después hacia el este, y ascendiendo por último de nuevo
hacia el norte: alcanzaron la ciudad a la caída de la tarde. Pocos de sus
habitantes se dieron cuenta de lo que se avecinaba porque la mayoría estaba
pendiente del combate cuerpo a cuerpo que se estaba desarrollando en el lado
contrario de la muralla. Cuando los de Cástulo avistaron el peligro, era ya
demasiado tarde. Fue entonces cuando se escuchó la llamada a retirada desde
los torreones. Los bizantinos comenzaron a retroceder para guarecerse dentro
de la ciudad y organizarse frente al enemigo que llegaba por el sur.
»Al tiempo, se escucharon gritos dentro de la urbe. Los hombres de
Wallamir habían entrado por las alcantarillas y estaban atacando la ciudad
desde el interior. Fue Samuel, el judío hijo de Solomon ben Yerak, quien
consiguió alcanzar la torre y, con otros hombres, bloqueó el mecanismo que
permitía cerrar las puertas de la ciudad.
»Por el lado este de la urbe, en el lugar en el que el foso no rodeaba las
murallas, las máquinas de guerra de Gundemaro lanzaban piedras de gran
tamaño y teas incendiarias que lograron derruir un trozo de sus cuadernas. Por
aquel lugar y, a través de la gran puerta de entrada que había sido abierta por
Wallamir y Samuel, el ejército godo se introdujo en Cástulo.
»La batalla fue cruenta, calle a calle, casa a casa; ni los hispanos ni los
bizantinos querían rendirse al ejército godo.
»Después de horas de encarnizada lucha, la ciudad cayó en las manos del
hijo de Leovigildo. Tras la rendición, el comandante bizantino le entregó las
llaves, en medio del silencio dolorido de la multitud. Las calles de la ciudad
estaban llenas de muertos y heridos, sin que nadie pudiese hacer nada por
ellos. Los hombres y las mujeres de la antigua ciudad de Cástulo vieron entrar
al invasor godo con horror y angustia. La ciudad había sido siempre un estado
autónomo. No gustaba, en absoluto, de los godos y, aunque había tenido que
soportar a los bizantinos, no quería rendirse al poder del reino de Toledo.
»Mi hermano intentó impedir el saqueo de la ciudad, pero despojar al
enemigo caído formaba parte de la soldada de los combatientes. El botín de
guerra fue cuantioso, la ciudad era rica en joyas y bienes de todo tipo.
»Hubo saqueos, raptos, violaciones y estupros, muchas casas se
incendiaron. La hermosa ciudad de Cástulo fue arrasada.
»Hermenegildo sintió angustia ante el mal que él mismo había
desencadenado y que ya no podía detener. Durante la noche, soldados
borrachos recorrían la ciudad, capitaneados por el propio comandante del
fuerte, el godo Bessas. Hermenegildo y Wallamir organizaron una patrulla para
evitar tantos desmanes. Wallamir se sentía especialmente indignado ante la
barbarie de sus compatriotas, y no dudó en enfrentarse a los hombres de
Bessas, y al propio comandante, al que encontraron borracho arrastrando a una
mujer hispana, quizás una sierva, por los cabellos. Wallamir se lanzó contra
él, pero Bessas, que no quería abandonar su presa, la utilizó como un escudo
humano. En ese momento, por detrás, Hermenegildo desenfundó su puñal y se
lo puso al cuello a Bessas, quien hubo de soltar a la mujer. Finalmente, el
comandante y sus compinches fueron apresados y conducidos a los calabozos
en la fortaleza de la ciudad.
»Los detenidos cargaban con algunos sacos; dentro de ellos descubrieron
carne macerada y pellejos de vino.
»—¿Dónde los habéis encontrado?
»Con voz temblorosa aún por el alcohol, respondieron:
»—En la casa de la mujer hispana… Queríamos que ella nos mostrase
dónde hay más tesoros…
»—No sé nada —dijo ella.
»Hermenegildo se dirigió a Wallamir:
»—Esta carne está demasiado fresca, yo creo que podría ser una pista para
saber cómo se aprovisionaba la ciudad.
»Interrogada la mujer, condujo a sus salvadores a una casa en cuyos
sótanos había un enorme almacén con productos que habrían llegado
recientemente allí, ya que eran perecederos.
»Registraron a conciencia aquel lugar, en el que no parecía haber nada
especial. Sin embargo, cuando Wallamir dio un golpe con la empuñadura de su
espada a las paredes, una de ellas sonó hueca. La derribaron. De allí partía un
túnel. Interrogaron a los criados de la casa, confesaron que aquel túnel
conducía a la villa del patricio, Lucio Espurio.
»Hermenegildo decidió enfrentarse a aquel enemigo poderoso. Debería
conseguir o bien que reconociese su colaboración con los bizantinos,
rindiéndose y llegando a un acuerdo, o bien destruir para siempre al romano.
»Poco sabía mi hermano que en la villa del noble patricio de la casa de
los Espurios tendría lugar el fin de su vida hasta ese momento y el principio de
una nueva».
Lucio Espurio
«Hace no mucho tiempo estuve en la celda donde mi hermano pasó las últimas
horas de su vida. Como a él, hombre de espacios abiertos, las paredes de
piedra oscura de la pequeña celda me produjeron una sensación de ahogo.
Pensé que, desde su ventanuco, él vería un trozo de cielo sin nubes y podría
escuchar el mar, bramando a los pies de la fortaleza. Tumbado en aquel
pequeño catre, intentaría incorporarse. Entonces me sentí sorprendentemente
cerca de mi hermano e imaginé sus últimas horas. Su cuerpo, entumecido por
la humedad de la prisión, parecería no responderle. Quizá se alzaría sobre los
pies, agarrado a los barrotes de la ventana, y miraría hacia fuera. En el
exterior, el cielo azul muy cálido; más allá, el mar con las olas formando una
suave marejada; cerca de la pared de piedra de la prisión, unos pájaros que
trinaban y, a lo lejos, se oirían los ruidos de gaviotas y cormoranes. Fuera
estaba la vida, una vida que se le escapaba. ¡Oh, Dios! Tendría miedo a la
muerte y aquel era su último día en este mundo. Dentro de unas horas, le
vendrían a buscar y Sisberto, una vez más, le pediría que renegase de su fe y
que comulgase en el rito arriano. ¡Muy simple…! Beber del cáliz que había
llevado siempre consigo, según un rito distinto, y la vida volvería a él. El
mismo cáliz que Sisberto le arrebató el día que lo apresaron, con todo lo que
él llevaba encima. Según su carcelero, el rey le perdonaría si se sometía, y la
primera prueba de su sumisión sería la comunión arriana. Pero él no podía
hacer eso. Nunca lo haría, no se doblegaría, ni traicionaría lo que ahora eran
sus más íntimas convicciones; sin embargo, le fallaba el ánimo.
»No tenía fuerzas, pero no era un cobarde. Muchas veces en la batalla se
había enfrentado a la muerte; pero, en la guerra, la muerte era un azar que
podía ocurrir o no. Su valor se basaba en el optimismo en que no llegaría el
final fatídico. Ahora, todo era distinto. Su muerte tenía una hora, un lugar, y no
habría vuelta atrás a esa hora y a ese final. A pesar de que nada le ligaba ya a
la tierra, Hermenegildo no quería morir. La savia de la juventud circulaba aún
por sus venas, empujándole a la vida. Miró al cielo, tan límpido, tan claro, sin
una nube; de pronto, todo su espíritu se serenó. Hermenegildo se sintió en paz,
cesó la desesperación que le había dominado los últimos días, y una fuerza
que le era propia y, a la vez, ajena le embargó.
»Ya no odiaba a Leovigildo, en aquel momento supremo en el que todo iba
a acabar, el odio no parecía tener sentido. Se sintió poca cosa, un hombre
pecador, que había odiado y se había rebelado contra aquel que, a la vista de
todos, era su legítimo señor. No. No era tan distinto de Leovigildo, él quizá
también había buscado el poder como aquel rey, a quien tanto había
despreciado.
»Se abrió la celda y dos soldados le soltaron los grilletes de los pies,
atándole las manos. Le condujeron afuera, se acercaba el momento final. Tras
él, el fiel Román le seguía. Atravesó los largos corredores de piedra hasta
llegar a la sala que presidía Sisberto, duque de la Tarraconense. Le miró de
frente, recordando que, pocos años atrás, habían combatido juntos en la
campaña contra los cántabros; él, Sisberto, había sido su capitán, se acordó
del momento en el que le había arrebatado la copa de poder. Ahora, él iba a
probarle una vez más, para saber si traicionaba a su fe, a sus convicciones y a
sus principios.
»No. No lo haría. Aquel era su fin.
»Sisberto se rio. Y, cuando él se negó a tomar la comunión arriana,
bebiendo de la copa de ónice, Sisberto le abofeteó y le lanzó el contenido de
la copa a la cara. Después, despreciativo, tiró la copa al suelo, que rodó lejos.
Hermenegildo no pudo retirarse ni defenderse, con las manos atadas a la
espalda.
»Después Sisberto salió de la celda sin importarle ya nada, sin mirar hacia
atrás. Humillaría al hijo del rey, al que siempre había envidiado, le enviaría al
verdugo.
»En el patio de la gran fortaleza de Tarraco se elevaba el patíbulo.
Atravesaron las calles de la ciudad, llenas de gente, un populacho enfebrecido
por la expectativa de sangre. Un detalle y otro, absurdos, se clavaban en la
retina de mi hermano; la cara de una mujer gritando, la fíbula tosca de la capa
de algún soldado. Eran sus últimos momentos de vida. Respiró hondo,
intentando calmarse, y llenó sus pulmones de aire. Sintió las manos
entumecidas, la boca seca. Finalmente empezó a subir la escalerilla. Lo hizo
con dignidad y, al llegar arriba, contempló la multitud vociferante. Gentes
desconocidas que no habían estado con él en la guerra, que no le habían
apoyado, ni le querían. Se volvió hacia ellos; tiempo después me transmitieron
sus últimas palabras:
»—Fiel a la fe en Jesucristo, verdadero Dios y hombre, apoyado
únicamente en su gracia, perdono a los que me han hecho algún mal y pido
perdón a los que, de algún modo, haya causado daño.
»Después de haber dicho estas frases, la cara de Hermenegildo se
transformó; perdió su palidez asustadiza colmándose de fuerza, una fuerza que
parecía provenir de lo alto.
»El hacha cercenó su cuello y Hermenegildo dejó de estar entre los vivos.
»La noticia de su muerte me llegó cuando yo guerreaba en el Pirineo contra
los francos que se habían unido a los vascones. Gontram de Borgoña y
Childeberto de Austrasia nos atacaron tras haberse difundido la noticia de la
muerte de Ingunda. Les vencimos sin demasiados problemas. En aquel tiempo
la suerte siempre acompañaba a mi padre, el rey Leovigildo, quizá porque la
copa de poder conducía a la fortuna a su lado.
»Al conocer la noticia de la ejecución de mi hermano, grité de horror.
Pude abandonar la campaña del norte y, al llegar a Tarraco, me condujeron al
calabozo, donde él había pasado sus últimas horas, y lloré. Sisberto, ufano, se
sentía orgulloso de haber ejecutado al hijo del rey godo; estuve a punto de
golpearle, pero me contuve. Juré que me vengaría de aquel hombre. Fue
Román quien me reveló los últimos momentos de mi hermano, el siervo fiel
que le había acompañado en su cautiverio. Aprecié en Román un cambio
profundo: había amado y servido a Hermenegildo hasta el fin y su muerte le
había transformado íntimamente. Me pidió que le dejase ir al sur. Así lo hice.
»Después pensé en ti. Las nuevas de la muerte de Hermenegildo se
propagaban rápidamente por el reino. Quería que todo aquello, tan doloroso,
lo supieras por mí, que su muerte llegase a tus oídos tal y como había sido. No
quería que Nícer o cualquier otro deformase lo ocurrido. He recorrido el reino
sin descansar, para verte, para poder hablar contigo.
»Te juro, Baddo, que yo nunca quise que él muriera, pero Hermenegildo
nació bajo un signo infausto. Tú sabes bien lo que mi hermano suponía para
mí. Muchas veces habíamos soñado que llegaría un día en el que reinaríamos
juntos. Nunca hubo entre nosotros celos o envidias. Hermenegildo era mi alma
gemela, mi otro yo, la persona que había crecido a mi lado, mi camarada y mi
aliado, mi confidente y amigo. Muchas veces, fue un padre para mí.
»Para los godos e incluso para muchos hispanos de nuestra época,
Hermenegildo había sido un traidor. Para los católicos, un mártir de su fe;
pero, para mí, Hermenegildo fue mi amigo, mi hermano, mi otro yo.
»Lo había perdido para siempre».
Calló un instante, Baddo observó a aquel hombre, su esposo, que la había
traicionado y que se sentía culpable de la muerte de su hermano. Un hombre al
que ella amaba y que necesitaba sentirse perdonado; que Baddo confiase en él.
El fuego crepitaba en la pequeña cabaña del norte. Fuera se escuchaba el
viento y el ulular de un búho. Baddo y Recaredo guardaron silencio, las
lágrimas mojaban sus rostros. Al fin, Baddo habló:
—No eres culpable. No, la vida es compleja. Hiciste cuanto estuvo en tu
mano por protegerle; pero, como tú mismo dices, Hermenegildo nació bajo un
signo aciago. Estás vivo y estás a mi lado. Por ti he perdido a mi gente, mi
raza y mis antepasados. Te necesito; quiero estar junto a ti. No te vayas nunca
más de mi lado.
La faz de Recaredo pareció descansar ante estas palabras, entonces se
arrodilló ante ella y le juró:
—Tú siempre estás conmigo. Pronto estaremos juntos para siempre y te
juro que nada ni nadie nos volverá a separar jamás.
Sí, Hermenegildo había nacido bajo un signo nefasto, pero ahora él
descansaba en paz. Su vida había llegado a término. No había más sufrimiento,
más pesar. Hermenegildo había llegado al lugar de su último reposo.
Recaredo permaneció junto a Baddo, dos días y dos largas noches. Liuva
le tenía miedo y se asustaba ante él. Tras este corto período de paz, hubo de
irse; juró, una vez más, que volvería a por Baddo.
Al fin, pasados unos años, cumplió su promesa enviando a sus emisarios,
que les condujeron hacia el sur. Liuva y su madre llegaron a la ciudad en el
Alto Tajo, la ciudad fundada por Leovigildo para su hijo Recaredo: la ciudad
de Recópolis.
El reencuentro
«… mi más importante objetivo era tenerte conmigo para siempre, que tú,
la hija de Aster, la hermana de Hermenegildo, fueses mi esposa, la reina de los
godos. Porque a ti, Baddo, te amo más que a nada en el mundo».
La reina Baddo
Las palabras de Baddo ahora sonaron ante Liuva, pronunciadas con un tono
vigoroso por Swinthila:
EL ÁGUILA
ISIDORO DE SEVILLA,
De origine Gothorum, Historia Wandalorum, Historia Sueborum
El tiempo perdido
Con las primeras luces del alba, Swinthila exige a los leñadores que le
muestren el camino hacia la costa; forzando a uno de ellos a que lo acompañe;
le obliga a caminar deprisa por las montañas, huyendo de los hombres de
Ongar que no deben estar lejos. Al atravesar bosques de zarzas y tojos, la ropa
del godo se desgarra.
Cuando Swinthila vislumbra a lo lejos el litoral, permite que el rústico que
lo ha guiado se marche. Prosigue solo y, algo más adelante, desde un repecho
elevado, a lo lejos, puede divisar las murallas empinadas de la ciudad de
Gigia, un puerto donde se balancean barcazas de pescadores y algunas naves
de mayor calado; más allá, una playa abraza en un arco amplio la bahía. El
mar brilla en tonos grises reflejando las nubes de un día oscuro en el que, en la
distancia, brama una tormenta.
Gigia se abre ante él, ya han pasado los tiempos del imperio en los que el
tráfico de barcos hacia las islas del norte y hacia los puertos francos era
continuo. El antiguo puerto de los romanos es ahora un poblado empobrecido.
Swinthila atraviesa la muralla, en algunos puntos medio derruida. Apoyadas
sobre ella, hacia el interior del recinto, unas casuchas de piedra, con techo de
paja y madera, cobijan a la parte más menesterosa de la población. Hay tráfico
de gentes dentro de la villa; de un chamizo, sale una madre con un niño en
brazos, tiznados por el hollín; más allá, una mujer lleva a su hijo atado a la
espalda y apoya un cántaro en la cintura; un pescador repara las redes junto a
la casa. Los lugareños miran con prevención a Swinthila, cuando se les
acerca, preguntándoles la dirección hacia el acuartelamiento godo. Le indican
que solo tiene que seguir la playa y alcanzar el cerro de Santa Tecla; más allá,
junto al puerto, acampan los godos. El cuartel está aislado del resto del puerto
y de la ciudad por una empalizada de madera; en la entrada, un soldado
imberbe hace guardia:
—¿Quién va?
—Conocerás mi nombre, soy Swinthila, general del ejército godo. Quiero
ver a tu capitán.
El soldado examina el aspecto de Swinthila, la ropa desgarrada y el
cabello en desorden, la capa raída. Ha oído hablar del general Swinthila,
incluso en los últimos tiempos ha llegado hasta la costa un rumor de traición.
Observa que la espada del recién llegado es de buena factura y el broche que
cierra la capa, de oro con incrustaciones de pasta vítrea en forma de águila.
Puede ser verdad o no lo que le dice el supuesto general pero, en cualquier
caso, la actitud de Swinthila es la de un hombre que sabe lo que quiere y él, el
vigía, es un joven recién llegado a las campañas del norte. Llama a un
compañero para no abandonar su puesto, e introduce al hombre de las
montañas en la guarnición.
Un antiguo colega de la campaña contra los bizantinos es quien comanda
aquel destacamento, un godo de antigua prosapia, el capitán Argimiro.
Swinthila sonríe al verlo; la cara de Argimiro continúa mostrando las señales
del buen bebedor; unos pómulos eternamente rosados, una mirada brillante y
un aliento espeso.
Al ver al general, Argimiro lo abraza con efusividad, diciendo:
—Mi señor Swinthila, se rumoreaba que habíais huido… que erais un
traidor.
Swinthila se ríe de él.
—Tan traidor soy yo como tú abstemio…
—Lejos de mí ese pecado. Sí, lo reconozco, me gusta el vino, me gusta
mucho… —habla Argimiro con voz pastosa—. En cambio, habéis de saber
que no me gusta Sisenando, con él no me llega la soldada. Es un mal militar y
un cerdo prepotente, vos sois un soldado aguerrido. Recuerdo la campaña en
el sur…
Swinthila le interrumpe, no desea iniciar una conversación de veteranos.
—Argimiro, los hombres de Sisenando me persiguen. Tengo un encargo
para el rey. Debo llegar, cuanto antes, a la corte de Toledo.
Argimiro parece despertar de su estado de permanente ebriedad; con voz
ya más sobria, le contesta:
—Mañana parte un barco hacia Hispalis. No os será difícil desde allí
llegar a la corte… conozco al capitán, un viejo bribón… pero esta noche os
albergaréis conmigo… Recordaremos la guerra en el sur. Aquí me muero de
aburrimiento y bebo más de lo que debo…
Tras tantos días de peligros y luchas, Swinthila se divierte escuchando las
bravatas y fanfarronadas del capitán godo de Gigia. Beben mucho y acaban
cantando a voz en grito por los muelles del puerto. Visitan el burdel del
poblado y allí Swinthila se despierta con dolor de cabeza por la resaca. Sin
embargo, al capitán godo aquello no parece afectarle; por la mañana el humor
de Argimiro sigue siendo tan festivo como por la noche. El capitán del fuerte
acompaña al general godo al barco, un cascarón de dos palos, que realiza
navegación de bajura y lleva carga procedente de las Galias hacia el sur.
—Sé que llegarás lejos, mi viejo amigo Swinthila. Cuando recuperes tu
honor y seas un hombre importante, acuérdate de mí y llévame al sur. A las
tierras de la Lusitania, allí me aguarda mi familia. Bebo de tristeza y de
añoranza. Quiero volver a las tierras donde luce el sol, aquí me pudro con
tanta lluvia.
Swinthila lo toma por los hombros y, mirándole a los ojos, le asegura:
—Si en algún momento llego al poder te ayudaré; pero júrame solo una
cosa: si alguien de los cántabros o de los godos llega a este lugar preguntando
por mí, confúndele, dile que he ido muy lejos. A las tierras del norte, adonde
tú quieras; pero no le digas que he tomado un barco hacia Hispalis. Me
persiguen y no cejarán hasta encontrarme.
Argimiro le promete que lo hará y Swinthila sube por la escala de tablas
hacia la cubierta. De la misma faltriquera donde guarda la copa, Swinthila
extrae unas monedas con las que paga. El capitán del navío no pregunta nada.
En el viaje, el bajel va costeando el litoral cántabro, las suaves costas de
la Gallaecia y la hermosa Lusitania. En el largo recorrido, Swinthila tiene
tiempo de meditar sobre la carta de Baddo y lo ocurrido en los últimos
tiempos. Los pormenores del pasado, que le han llegado con la carta de su
madre, se ordenan en su mente.
Una de aquellas noches encuentra a Swinthila desvelado, algo le ronda en
la imaginación; algo pugna por abrirse paso en su mente, algo que enciende
una luz en su pasado, algo que ocurrió, unos años atrás, en la campaña contra
los bizantinos. En aquella época, una mujer le había ayudado. Se llamaba
Florentina, y era la hermana de dos obispos célebres, Leandro e Isidoro, una
hispana de estirpe senatorial que le curó de heridas en la guerra. Una idea, un
recuerdo, un presentimiento se abren paso en la mente de Swinthila. Intuye que
ella, Florentina, puede saber parte del secreto, quizá podría ayudarle.
Y es que, cuando en tiempos de Gundemaro, Swinthila fue nombrado
espatario real, su primer destino fue la guerra contra los imperiales en la
provincia bizantina de Spaniae. Mandaba una centuria y consiguió sus
primeras victorias, su fama de buen soldado se extendió por el reino. En
aquella campaña, fue herido por primera vez. Al principio, parecía que la
lesión no tendría más importancia pero, de pronto, la fiebre y el malestar le
hicieron dificultoso el camino. El lugar habitado más cercano era la antigua
ciudad de Astigis. Llegaron allí y, al ver que la situación de su capitán se
agravaba, sus hombres preguntaron por alguien ducho en el arte de la sanación;
les indicaron un convento. La abadesa era aquella mujer que ahora recordaba,
de nombre Florentina, una dama muy sabia, capaz de curar y estimada en la
comarca. El cenobio era un lugar de clausura; contiguo a él, había un pequeño
dispensario en donde algunas de las hermanas dirigidas por ella atendían a los
enfermos. En aquel lugar le dejaron sus hombres pensando que quizá moriría.
No fue así.
Por la fiebre, Swinthila entró en un delirio profundo. En su desvarío,
cuando de tarde en tarde se despertaba, vislumbraba a la abadesa
atendiéndole, limpiándole el sudor y cuidándole como una madre cuida a su
hijo. Alguna vez la pudo ver sentada junto a su lecho, observándole fijamente.
Alguna vez la oyó llorar. Cuando mejoró, pudo observar a Florentina con más
detenimiento y percibió en ella el empaque de una gran dama. Una mujer
cultivada y aristocrática, una dueña de alcurnia, una matrona romana que, por
algún motivo que él no podía entender, se había refugiado en aquel lugar,
alejada de lo mundano. Un día, en el que Swinthila se encontraba mejor, ella
habló:
—Vuestros hombres, al dejaros aquí, nos dijeron que sois hijo del rey
Recaredo.
—¿Le conocisteis?
—No. A él, no.
Swinthila guardó silencio, esperando a lo que pudiera añadir la abadesa,
que por su actitud, había tratado a alguien cercano a su familia. ¿Qué sabría de
los baltos aquella monja? Sintió curiosidad, la expresión en la voz de
Florentina traslucía que un suceso en su vida, relacionado con Recaredo, la
había marcado y que aquello estaba aún presente en su mente.
—Conocí a su hermano Hermenegildo.
En su voz había dulzura. En aquel tiempo, Swinthila no había leído la carta
de Baddo y todo lo que sabía de Hermenegildo era que había provocado una
guerra civil entre los godos.
—¿El traidor…?
—Si lo hubierais tratado no hablaríais así. Hermenegildo era un hombre
noble, el más noble que nunca he conocido.
Swinthila percibió que, entre aquella noble dama y el hermano de su padre
había existido algún tipo de relación muy cercana. Sin saber por qué, le
interrogó de nuevo:
—¿Cuándo le visteis por última vez?
El rostro de ella palideció, como si guardase un secreto del que le
resultaba muy doloroso hablar; finalmente se recompuso y le contestó:
—La última vez que le vi, él huía de las tropas del rey Leovigildo. Había
estado preso en Toledo y se había marchado a Sevilla, buscando noticias de su
esposa.
—… la princesa Ingunda falleció en el camino a Bizancio, dicen que su
hijo también…
—Esa noticia se había difundido en el reino, pero él no la podía creer.
Decía que estaba seguro de que ella vivía. De hecho permaneció una noche en
el convento y me pidió que le ayudase, como así lo hice. Él confiaba en mí.
¿Sí…?
De pronto, Swinthila notó que ella se sentía tímida, como una mujer
madura que confiesa algo íntimo a un hombre mucho más joven que ella.
Finalmente, se sinceró:
—Cuando yo era joven, él quería contraer matrimonio conmigo…
Enrojeció, aún más, al pronunciar aquellas palabras.
—… pero era un tiempo en el que las leyes se oponían… y yo… yo tenía
otro destino.
Movió las tocas de su hábito como para olvidar el pasado, elevó los
párpados de unos ojos que en su día habían sido hermosos y, por último,
explicó:
—Hermenegildo veía más allá. Era un hombre singular. El más singular
que nunca he conocido, dominaba el arte de la curación y muchos decían que
tenía la capacidad de ver el futuro… Me dijo que su madre también poseía
este don.
—¿Nunca más volvisteis a verle?
Ella se mostró confusa y tras pensar un tiempo la respuesta, titubeando, le
contestó:
—No lo sé.
—¿Qué queréis decir?
No quería hablar, como si guardase un secreto doloroso. Swinthila aguarda
pacientemente. Al fin, ella le dice:
—Pensaréis que estoy loca. Poco después de aquella última vez que hablé
con él, sé que fue apresado por los esbirros de su padre; fue juzgado y
ejecutado por traidor. Sin embargo, bastantes años más tarde, los soldados del
imperio asolaron Astigis. Yo, abadesa de este lugar, debí defender a mi grey y
me enfrenté a ellos. Entonces, entre los que pretendían entrar en el convento,
distinguí a un hombre…
Ella se levantó de donde estaba sentada, nerviosa, no sabiendo si
Swinthila la iba a creer. Después prosiguió:
—Un hombre tan parecido a Hermenegildo como no os lo podéis imaginar:
muy alto, delgado, con cabellos oscuros y sus mismos ojos claros, de un azul
intenso.
En aquel momento, Swinthila no dio importancia a lo que la monja le
decía. Le parecieron supercherías de una mujer encerrada en un convento, que
creía ver a un antiguo amor de juventud en un soldado bizantino joven. Tras
leer la carta de Baddo, todo era distinto. La abadesa había visto al mismo
hombre que, de alguna manera, desencadenó la muerte de Recaredo.
Por eso, aquella noche en el barco que le conduce a Hispalis, Swinthila,
uniendo ideas, comprende que debe hablar de nuevo con la abadesa. Decide
desviarse en su camino, desde las tierras del norte a la corte de Toledo, y
encaminarse a Astigis. Entonces Swinthila recuerda también cómo su padre, en
su lecho de muerte, dijo que seguía viendo a Hermenegildo. ¿Es posible que
las alucinaciones de su padre en la agonía estuviesen provocadas por alguien
real? Porque si había sido así, detrás de la muerte de su padre existió una
trama que era preciso aún desvelar; una trama amenazadora y maligna.
Tras unas semanas de navegación en calma, el barco llega a la bahía, la
hermosa bahía gaditana, y enfila el estuario del gran río de los tartessos. A los
lados, las marismas colmadas de cormoranes y patos. Entre los juncos, algún
caballo; más allá de las riberas, cerca de la costa, crecen palmeras y, más en
la lejanía, pinos. El barco avanza lentamente, cauce arriba. El día es claro, sin
nubes en el horizonte. Cruzan villorrios de pescadores y al fin desembarcan en
la ciudad del Betis.
Un sol deslumbrador quema la capital hispalense. Al llegar allí, a
Swinthila le parecen lejanas las brumas del norte en aquella urbe
esplendorosa. No se detiene mucho en la ciudad de los emperadores romanos;
solo lo suficiente para comprar un buen caballo y dormir una noche. Al día
siguiente se levanta al alba, cruza las murallas nada más abrirse las puertas.
Hacia el norte y hacia el este, atraviesa un valle de regadío de vegetación
exuberante, sigue el curso del Betis y después asciende cerca del cauce del
Sannil. Alcanza las tierras de Astigis a la caída de la noche, cruza el puente y
atraviesa las puertas de la ciudad en el momento en que van a cerrarse. Tras
algunas consultas a sus habitantes, se encamina hacia el lugar que le han
indicado, el lugar donde Florentina es abadesa.
Golpea la puerta con energía.
Una hermana lega, toda asustada, abre suavemente la cancela
permitiéndole entrar en el atrio del convento, donde hay un torno.
—¡Quiero ver a la abadesa!
—Se ha retirado ya.
—¡Es importante que la vea ahora…!
Detrás de la lega, se escucha la voz de la mujer a quien está buscando. Al
fin, la divisa tras el torno, como una sombra de ropas oscuras.
—¡Ah…! —exclama la abadesa—, el hijo de Recaredo… ¿Qué os trae
por aquí?
—Hace varios años… vos me curasteis. —Swinthila intenta ser cortés—.
Os estoy agradecido por ello.
—Vuestro agradecimiento os lleva a irrumpir en la clausura a estas horas
de la noche… —le responde ella con ironía.
—Os ruego que me disculpéis. Voy camino de Toledo y debo presentarme
allí cuanto antes. Mis enemigos conjuran contra mis intereses en la corte, es
imperioso que llegue allí lo antes posible, no sin haceros previamente unas
preguntas. Necesito saber de un hombre. Un soldado bizantino del que una vez
me hablasteis, un hombre que se parecía al hermano de mi padre,
Hermenegildo.
Al oír aquel nombre, ella se ruboriza.
—Solo sé lo que os dije. Era un hombre delgado con el pelo oscuro y los
ojos claros, con las cejas juntas y la nariz recta. Se parecía a Hermenegildo.
—¿Tenía una cicatriz en el cuello?
—¿Cómo lo sabéis?
—Es decir…, ¡la tenía!
—Sí.
—¿Cuál era su nombre?
—Le llamaban Ardabasto.
—Un nombre griego.
—Sí. Él hablaba griego.
—¿No sabéis nada más?
Ella duda un momento antes de contestarle. Por fin, le dice:
—No. Yo, no.
Swinthila la observa con desconfianza.
—¿Hay alguien que sepa algo más de ese hombre?
De nuevo, Florentina calla unos instantes y, al fin, se explica:
—En los tiempos de la guerra civil entre Leovigildo y su hijo mayor, mi
hermano Leandro fue enviado por Hermenegildo a Bizancio. Tardó varios
años en volver. Allí, Leandro pudo enterarse del destino de la familia de
Hermenegildo…
—¿Dónde está ahora vuestro hermano?
—Sabréis que Leandro murió hace unos diez años.
—Entonces la historia llega a su fin.
Ella niega con la cabeza y dice:
—Mi hermano Isidoro fue formado por Leandro y, tras su muerte, le
sucedió en la sede de Hispalis. Deberíais hablar con él. Isidoro es sabio, os
ayudará a perdonar.
Swinthila levanta los ojos con angustia.
—Sí. Tengo que resolver este enigma. El enigma del traidor que ha
causado la pérdida de mi familia, la ruina de mi padre…
Ante estas palabras, ella se entristece.
—Nada que venga de Hermenegildo puede ser malo, nada hay traicionero
o ruin en él…
Swinthila piensa que aquella mujer confía plenamente en alguien, recuerda
además cómo años atrás le cuidó sin pedirle nada, como si él fuera su hijo. La
observa de nuevo detenidamente, sin hablar. Al godo, herido por el pasado, le
parece imposible fiarse de nadie. Él, Swinthila, solo ha confiado en su padre,
que murió por alguna sombría conjura, en la que posiblemente estuvo
implicado aquel hombre, el del cuello marcado. No, él no puede creer ya a
nadie.
Florentina levanta los ojos verdipardos en los que hay paz y, Swinthila, sin
saber claramente el porqué, se siente avergonzado ante ella. Pensativo, se
retira del cenobio, buscando una posada donde pasar la noche. Al alba,
abandona la ciudad de Astigis.
Isidoro
Entre las ramas de un antiguo bosque de robles y encinas, Swinthila divisa los
recios muros de la capital del reino iluminados por la luz fuerte de un sol en su
cénit. Más allá de la urbe, el astro solar, brillante y blanco, alumbra con fuerza
una planicie ondulada que parece no acabar nunca. Trinan los pájaros entre las
ramas de los árboles, posándose en los matojos del cortado que ha excavado
el río.
De pronto, la naturaleza se torna muda, se hace un silencio extraño, la luz
clara y blanca de la mañana se transforma en amarillenta; lentamente va
cambiando su color. El día se oscurece. Swinthila siente miedo. ¿Qué está
ocurriendo? Mira al sol, pero no logra verlo con claridad, las copas de los
árboles se interponen entre el cielo y su pupila. Algo le está ocurriendo al sol.
Entonces, en la memoria del general godo se abre el recuerdo de Sisebuto, su
obsesión por los fenómenos astronómicos. Tiempo atrás, el rey había
pronosticado que los años siguientes serían pródigos en fenómenos estelares y
el sol perdería en algún momento su luz. Según él, aquella sería la señal para
que una nueva era se iniciase.
Sobrecogido, Swinthila permanece en el bosque, y ve cómo en el río se
refleja un sol que no está tapado por las nubes, al que cubre una ominosa
sombra oscura, disminuyendo su luz. El brillo solar es ahora más tenue,
ambarino, casi rojizo: la planicie y la ciudad muestran también otro color. El
sol se cubre por entero con un disco sombrío, se convierte en un anillo que
proyecta rayos brillantes. Los pájaros han dejado de cantar y la naturaleza
parece muerta. Todo es irreal y mágico. Las vides, los olivos, los campos de
trigo, extendiéndose en la lejanía, han adoptado una coloración parda.
Swinthila permanece quieto, evitando aquella luz dañina para la vista; deja
pasar el tiempo, erguido y envarado en lo alto del caballo, que no emite ni un
ruido. Al fin, el anillo de luz que rodea al disco solar oscurecido lanza un rayo
más intenso y lentamente el sol se va desvelando. Por último, el campo
recupera sus colores vivos, el trinar de los pájaros se deja oír y el caballo
relincha, como afirmando que todo ha acabado.
Aquel prodigio solar le parece a Swinthila un augurio; algo en el reino va
a cambiar y él será el catalizador del cambio. Espolea el caballo rumbo a la
ciudad; ahora Swinthila sabe muchas cosas sobre su pasado, sobre quienes
traicionaron a su padre y a su hermano, sobre los que le alejaron del trono.
Aún tiene dudas sobre quién estuvo detrás de la conjura que destronó a su
padre y humilló a su familia. En Swinthila hay, únicamente, una idea: la
venganza y una ambición: recuperar el trono que debe ser suyo.
Ahora su porvenir está claro.
En el eclipse le aguarda su destino. Swinthila, un astro aparentemente
menor, cubrirá al sol del rey Sisebuto y, para que nada impida su gloria, hará
que muera, se deshará del mediocre hijo del rey, recuperando al fin lo que, por
nacimiento y valía, considera suyo. Restablecerá la estirpe de los baltos. Se
considera superior a todos; los hombres débiles quedan atrás: el endeble
Liuva, quejumbroso y llorón, el indulgente Nícer, duque de Cantabria, que
consintió que la copa fuese tomada de donde Recaredo la había escondido, y
su enemigo Sisenando, el hombre que ha sido vencido en la campaña del norte.
El caballo resbala por la cuesta que desciende hasta el Tajo. Más adelante
el camino se abre y, bifurcándose en dos ramales, uno de los cuales termina en
el gran puente que construyeron tiempo atrás los romanos. Swinthila enfila
aquel sendero. Al acercarse a la ciudad de sus mayores, escucha las
campanas, repiqueteando alegremente el mediodía. En la corte encontrará de
nuevo a víboras humanas, despedazándose mutuamente para conseguir el
poder. Swinthila los detesta, imbuido del íntimo convencimiento de que solo
él es el legítimo heredero de Recaredo; los demás usurpan algo que no les
corresponde y, por tanto, deben ser sometidos.
De entre los matorrales, surge una pequeña serpiente que cruza el camino y
asusta al caballo del general godo. Este lo contiene con mano fuerte y continúa
su camino hacia la vega del río. A lo lejos, los campesinos inclinados sobre el
campo retiran las malas hierbas, sin levantar los ojos de la tierra.
Una labradora joven detiene su trabajo y fija con descaro su vista en la
figura del general godo. Muchas mujeres le han observado así a lo largo de su
vida, con la admiración con la que se contempla al hombre fuerte, decidido.
Ahora bien, entrado en la treintena, le importan menos las mujeres, solo quiere
recobrar lo que es suyo, le importa el poder. La campesina mantiene su mirada
en él, contemplando su descenso por la cuesta hacia la vega del río, mientras
domina con una sola mano el caballo. La moza pone sus manos en la cintura y
se inclina hacia un lado riendo zalamera.
Franquea el puente y la guardia de la muralla le saluda, rindiendo
reverencia al noble Swinthila, general del ejército visigodo. Se siente
orgulloso de sí mismo y, ahíto de soberbia, le parece escuchar el murmullo de
admiración de los viandantes. Asciende por las callejuelas de la ciudad hasta
un lugar cercano a Santa María la Blanca; una antigua domus romana, el lugar
palaciego que el rey Sisebuto ha donado a su hija Teodosinda al contraer
matrimonio.
Las puertas están abiertas y Swinthila accede al interior; al fondo se
escucha una fuente con su ruido melódico y armonioso. Ya en el atrio, la
servidumbre le ayuda a despojarse de las armas. Un muchacho, su hijo
Ricimero, se abalanza hacia él. Es ya casi un adolescente, un germano de
cuerpo vigoroso y rasgos decididos; será el continuador de la estirpe. Detrás
del chico, su hija Gádor inclina la cabeza y dobla la rodilla saludándole con
una pequeña reverencia protocolaria; Swinthila la observa con deleite, una
niña de cabello tan rubio que parece blanco y ojos color verde agua.
Al fin ha llegado a su hogar, al lugar adonde se vuelve, al descanso del
guerrero. Tras el gesto cariñoso de la niña, él se encamina a su aposento.
Cuando se ha despojado de la capa y comienza a desvestirse; sin hacer ruido,
Teodosinda penetra en la habitación. Es una mujer pequeña, de tez blanquísima
con ojos azules de mirar suave, el pelo canoso y la figura deformada por los
partos. Al ver la cara de su consorte, Swinthila la recuerda joven, siempre
tímida y asustadiza, siempre insegura. Nunca ha sido hermosa, pero ahora,
prematuramente envejecida, Swinthila percibe con claridad que parece más
una madre que una esposa. Cuando Gelia y él, aún niños, llegaron a la
fortaleza de Sisebuto, ella, mayor que los dos hermanos, les acogió,
cuidándoles. Teodosinda posee esa capacidad maternal de la que gozan
algunas mujeres, la capacidad de intuir lo que el otro necesita sin preocuparse
demasiado de sí misma. Nunca fue una amante sino una amiga y consejera para
él, quien la traicionó en múltiples ocasiones. El hijo del rey godo, por un lado,
la desprecia por su falta de belleza y por su debilidad, pero, por otro, se siente
confortado y acogido a su lado. Es la única persona en la que Swinthila es
capaz de confiar un poco; pero, a menudo, su amor vigilante y tierno le cansa.
Al ver a su esposo, el rostro de Teodosinda enrojece, como si fuese
todavía una jovencita; se dirige a él con voz tímida:
—Mi señor, lleváis muchos meses fuera, no hemos tenido noticias
vuestras. El rey, mi padre, ha preguntado repetidamente por vos. Se me ha
dicho que en cuanto lleguéis, debéis dirigiros a palacio.
Swinthila hace una mueca que no es claramente una sonrisa mientras le
espeta:
—¿No tendré tiempo de reposar después de tan largo viaje…?
—El rey quiere veros —repite ella.
—Estará impaciente por contarme el eclipse —se burla—; finalmente sus
cálculos fueron acertados, no se equivocó ni en el día ni en la hora.
—Mi padre piensa que se ha equivocado…
Swinthila levanta las cejas preguntándose en qué. Desde que es rey,
Sisebuto suele estar demasiado orgulloso de sí mismo para equivocarse o
dudar. Ella continúa:
—Mi padre se ha equivocado en la confianza que había puesto en vos.
—¿Qué queréis decir?
—Mi señor Swinthila…
Teodosinda se detiene y lo mira con aquellos ojos suyos un poco saltones,
muy penetrantes.
—Mi señor Swinthila, tenéis enemigos que quieren deshacerse de vos.
—Lo sé, Sisenando…
—Él mismo y el viejo Chindasvinto… Ha resultado muy extraño para
todos que el mejor general del reino se ausente de la guerra en el momento en
el que los godos están siendo derrotados por los roccones. Os han acusado de
traición.
Swinthila gruñe, enfadado:
—¡Yo no comandaba la campaña del norte! Ellos mismos se opusieron
porque pensaron que ya había tenido bastante gloria con la victoria contra los
bizantinos; ahora, les tocaba ganar a ellos —dice con ironía—. No es mía la
culpa si no saben conducir un ejército…
—Pero se os vio en el norte y después desaparecisteis, Chindasvinto y
Sisenando os han acusado de pasar información al enemigo. Se os culpa de
haber traicionado al rey…
—¡Tonterías…! —responde, sintiéndose intranquilo—. ¿El rey ha creído
esas patrañas?
Ella prosigue suavemente para no excitar más su cólera:
—Ya sabéis cómo es… le influyen mucho las habladurías y vuestros
enemigos han aprovechado cumplidamente vuestra ausencia. Os aconsejo que
os presentéis cuanto antes en palacio.
—Antes necesito comer y beber algo… Vengo de un largo viaje —solicita
ya algo más calmado.
Teodosinda se retira con una reverencia dispuesta a prepararlo todo.
Pronto entran criados con una bandeja en la que hay vino tinto, queso y carne
adobada. Swinthila come hasta hartarse. Durante el almuerzo, Teodosinda se
mantiene a su lado, callada. Después le ayuda a desvestirse de los arreos
militares, Swinthila percibe que, al tocarle la piel desnuda, ella se estremece
como si fuese aún una doncella; pero él no tiene tiempo para el amor. Permite
que ella le ayude a ponerse el traje de corte, una túnica recogida por un
cinturón ancho de cuero, que termina en una hebilla recamada en piedras
preciosas. Teodosinda le coloca el manto, ciñéndolo con una fíbula, e
introduce en la vaina de su cintura una espada de doble filo, la que heredó de
Recaredo.
Swinthila acaricia la cabeza de Teodosinda como se hace a un perrillo que
ha cumplido su cometido. Ella sonríe y se inclina acercándose a él, haciendo
una reverencia profunda.
—Cada día que habéis estado fuera, se me ha figurado eterno… —susurra
ella—, os he recordado cada instante.
—Yo también a vos, mi señora… —afirma él a su vez, pero ella sabe muy
bien que no es así.
—Temo por vos… Sisenando os aborrece.
—¿Ha regresado ya de la campaña del norte?
—Hace más de dos meses. Le rodea una camarilla que lo adula. Ya los
conocéis… Os denigran en privado. No se atreven a hacerlo en público,
porque saben que sois el esposo de la hija del rey.
—Sí —dice presuntuosamente Swinthila—. Me envidian. Yo soy el mejor
general que nunca han tenido los godos. Saben que he conducido con gloria
una brillante campaña en el sur; una campaña que destruyó casi por completo
el poder del Imperio bizantino sobre las provincias más meridionales del
reino visigodo… Vuestro padre no me dejó acabar mi obra.
—Mi padre quería la paz…
—La paz o cobrarle impuestos a los imperiales… —la interrumpe
Swinthila con dureza—. Además, Sisenando me odia porque he logrado
vuestra mano, él también os quería…
Las mejillas de Teodosinda enrojecen suavemente.
—Él quiere solamente el trono de los godos… Yo siempre os he amado,
siempre he sido vuestra…
—¡Tuvisteis muchos pretendientes…!
—Que supe evitar… me buscaban porque era noble y rica. No me amaban,
lo sé. Vos tampoco.
Le contempla anhelante, deseosa de escuchar las protestas de amor de él;
pero Swinthila no se conmueve. La devoción que le profesa, a él le parece
enternecedora y absurda; por ello, Swinthila la considera tonta y débil; así que
solamente dice:
—No he sido un marido afectuoso, no he colmado vuestras expectativas…
No os he dado una buena vida…
—Yo he buscado en vos lo que nunca me habéis querido dar… Solo la
venganza os interesa. Hay en vos una coraza de rencor…
Swinthila no contesta a sus palabras, siempre lastimeras, siempre
demandantes de amor, algo que él no es capaz de darle; después la abraza, la
cabeza de Teodosinda se apoya en el pecho de Swinthila; y él besa aquellos
cabellos que comienzan a ser canosos. El abrazo dura un tiempo que a
Teodosinda le pareció un segundo y a él, una eternidad. Swinthila se separa de
ella bruscamente.
—Deseadme suerte y rezad para que los santos me protejan…
—Cuidaos, mi señor… —suplica ella con los ojos arrasados en lágrimas.
Después, él atraviesa los patios donde juegan sus hijos más pequeños,
despidiéndose del mayor, su hijo Ricimero, la esperanza de la casa baltinga.
Gádor, al ver a su padre con el atuendo de corte, le observa orgullosa mientras
él la acaricia.
Swinthila sale de su casa situada en la parte alta de la ciudad; desde allí se
puede ver, no muy lejana, la torre de la iglesia de Santa María la Blanca y las
callejas que descienden hacia el cauce del Tajo. Acompañado por un criado
baja la cuesta hasta la iglesia para después volver a ascender al lugar donde el
alcázar del rey godo se encarama sobre el río. El palacio, una enorme
fortaleza alzada sobre la roca, es un laberinto de salas y corredores: las
escuelas palatinas, las dependencias de la corte donde habita el rey Sisebuto,
las cocinas, una amplia biblioteca, las capillas reales, la cámara del tesoro y
tantos patios, estancias y recovecos tan familiares para él.
Antes de dirigirse a las estancias reales, Swinthila se encamina hacia las
salas que ocupa la Guardia Real, al lugar donde mora Adalberto. El capitán de
la Guardia Real, que hace meses no sabe nada de él, se sorprende al verlo y
ordena salir a sus hombres.
—Tengo la copa… —anuncia Swinthila—. Nuestra hora ha llegado…
En resumidas palabras, le cuenta lo ocurrido. Ahora que poseen el secreto
del poder, ha llegado el momento de dar un golpe rápido de mano, por eso le
confía sus planes y solicita su ayuda. Deben asaltar el trono y hacerlo por
sorpresa, de modo expedito, lo antes posible. Adalberto, que se muestra de
acuerdo en lo que Swinthila le propone, le promete que hablará con Búlgar y
otros hombres afines al partido del difunto rey Recaredo. A mediodía tendrá
lugar el cambio de guardia junto al rey; el capitán de la Guardia Palatina
enviará hombres fieles a la casa baltinga, con instrucciones concretas sobre
cómo actuar si algo le sucediese al rey. Brindan repetidamente por el buen
resultado de su empresa. Adalberto, una vez más, estará en el partido de los
vencedores.
El sol marca el mediodía y Swinthila se despide del capitán de la guardia
con un saludo militar recio y decidido.
Swinthila se demora todavía algún tiempo en una y otra estancia del
palacio, recuperando y alentando a aquellos que le son fieles, mientras la
conjura recorre la corte de Toledo.
Atraviesa los corredores del palacio, pensando que todo aquello pronto
será suyo, recuperará lo que le corresponde. Impaciente, debe aguardar ante el
salón del trono a ser anunciado. Al fin se abre la puerta y un paje grita:
—El noble Swinthila, general del ejército de su majestad…
La sala donde el rey recibe es una amplia estancia con ventanales
cubiertos por celosías a través de las cuales se puede divisar la ribera del
Tagus. El rey Sisebuto se sitúa sobre un estrado, sentado en un trono dorado
con patas terminadas en forma de garras de león. Detrás de él, suspendidas del
techo, lámparas y coronas votivas. Una de ellas es muy hermosa, decorada con
gemas, perlas y vidrios. Del centro de la corona pende una cruz de gran
tamaño, cada brazo de la cruz se retuerce rematada en varias perlas. Del
extremo inferior del aro cuelgan cadenas y argollas que componen la
inscripción votiva.
El rey viste los atributos que son propios de tal dignidad; una hermosa
diadema de oro y pasta vítrea le ciñe las sienes, se cubre con un manto y, en la
mano, sostiene el cetro de poder. Ahora es un anciano, poco tiene que ver con
el hombre que torturó a Swinthila siendo niño, el hombre a quien había temido
en el pasado, al que aún continuaba odiando. La guardia recién relevada se
dispone a su lado. Swinthila sabe que los hombres que ahora rodean al rey son
fieles a su capitán Adalberto y, por ende, a la casa de los baltos y a su
persona.
La venganza del hijo de Recaredo se acerca.
Swinthila avanza con paso firme hacia el rey, dobla la rodilla ante su
presencia y escucha la voz dura y autoritaria de Sisebuto:
—¡Habéis sido buscado por todo el reino y reclamado como traidor!
Aunque Swinthila aparenta calma, su interior tiembla ante la regia
acusación. Si realmente Sisebuto le considera un traidor, puede acabar en el
patíbulo o con todas sus tierras expropiadas.
—Me llaman traidor los mismos que no se preocupan por el reino; los que
no os sirven con fidelidad. Los que pierden las batallas mientras yo las gano.
Los que viven cómodamente mientras yo me esfuerzo. Mi señor, yo siempre os
he secundado con total lealtad.
El rey no parece mostrarse de acuerdo.
—Hace cinco meses que desaparecisteis de Toledo. Se os vio, por el
norte, en un momento en el que los cántabros nos derrotaron. Después supimos
que embarcasteis en Gigia y que al fin llegasteis a Hispalis…, ¿me podéis dar
cuenta de vuestros pasos?
—La señal de un nuevo tiempo ha llegado. El eclipse que vos mismo
predijisteis es el signo de que una nueva era se acerca. El rey Sisebuto llegará
a la cima de poder entre los godos y ya nunca será derrotado.
—¿Qué queréis decir?
—Vuestros deseos siempre han sido la línea de mi conducta… He
conseguido algo que es más preciado para vos que la mitad de vuestro reino.
El rey está expectante; Swinthila ha tocado el punto débil de aquel rey
mojigato y santurrón, aquel rey supersticioso, que precisa seguridad.
—Vos, que fuisteis capaz de predecir el eclipse, sabéis que hay algo que
concede el poder a los hombres…
Mientras pronuncia estas palabras, Swinthila se va acercando al trono, sin
que el rey dé muestras de querer impedírselo. Al llegar junto a él, prosigue en
un tono de voz bajo e insinuante.
—Mi padre no fue derrotado en ninguna batalla —asegura—, porque lo
poseía. Quizás habréis oído hablar de… una copa… del cáliz de poder.
El rostro de Sisebuto se transforma. La leyenda de la copa de Leovigildo,
la que había hecho que nunca fuese derrotado, era algo que se había difundido
por todo el reino, un rumor que hasta los niños conocían, que muchos
consideraban una leyenda. La codicia le ilumina los ojos. Si aquello era
verdad, él conseguiría afirmar su hegemonía. El cáliz de poder además
aparece en un momento oportuno, que él mismo, Sisebuto, había predicho, el
día en que se ha producido un eclipse. La mentalidad supersticiosa y estrecha
del rey se inquieta de ambición, por lo que afirma:
—Se decía que el rey Leovigildo poseyó una copa, y que en ella
encontraba las fuerzas para combatir, pero que Recaredo la perdió.
—Mi padre la guardó en un lugar seguro porque el reino estaba en paz. No
la usó en su reinado, pero sabía dónde estaba y le protegía, por eso mi padre
Recaredo nunca fue derrotado. Ahora estamos en lucha contra los vascones y
roccones, los bizantinos nos atacan de nuevo. He cruzado toda Hispania para
encontrarla y entregárosla.
Hace una seña al criado que lo acompaña, quien le acerca un bulto
envuelto en unas telas. Swinthila las desenvuelve y la copa, tan hermosa como
siempre, aparece a la vista. Es el cáliz de oro, que brilla esplendoroso bajo la
luz de las antorchas y las lámparas votivas. Con una reverencia entrega la
copa al rey, un rey culto pero, también, dado al trato con alquimistas y
nigromantes; un rey que quiere poder y necesita sojuzgar a los nobles; un rey
angustiado ante su propia debilidad y sus muchos enemigos, un rey que busca
la potestad suprema. Sisebuto extiende la mano, cuajada de anillos, hacia la
copa; la toca, contemplándola totalmente extasiado. Siente la misma
fascinación que aquel vaso sagrado ha producido en tantos.
—Para que un hombre sea poderoso debe beber sangre de la copa, sangre
mezclada con vino… —afirma Swinthila.
—¿Sangre…?
—Tendréis mi propia sangre…
Entonces, con el cuchillo, Swinthila se hace un corte en el dorso de la
mano; mana sangre que él mismo recoge en la copa. Después mezcla vino de
una mesa cercana al trono. De la copa brota un embrujo. La víctima, el rey
Sisebuto, también se siente cautivado, acerca los labios a la copa, sin casi
poder evitarlo.
Bebe.
Swinthila le mira expectante.
Ahora debe morir.
El rey mira a Swinthila con los ojos muy abiertos.
Se levanta fatigosamente del trono y cae hacia delante, desplomándose.
Se escucha su voz diciendo en voz muy baja:
—Sois realmente un traidor.
Swinthila grita pidiendo ayuda y la sala se llena de gente que es contenida
por la guardia que le es fiel.
El rey Sisebuto ha muerto.
En el norte
Únicamente logra intuir la luz, penetrando desde una esquina en aquel lugar de
tremenda oscuridad. Se escucha un ruido, el mismo de todos los días, quizás a
la misma hora, la trampilla descorriéndose y un grito; le pasan el cuenco de
barro con comida y una jarra de agua. Liuva no sabe cuánto tiempo lleva allí.
Los hombres de Ongar le han hecho responsable de la desaparición de la copa.
Le acusan de haber introducido en el lugar sagrado a un extraño que ha robado
el más preciado de los bienes de los pueblos astures. Aquel extranjero, el
godo, desapareció como si fuera uno de los antiguos trasgos de la cordillera
cantábrica.
En el valle no se han compadecido de la ceguera de Liuva. Allí, muchos le
consideran un extranjero, un hombre marcado, nacido de una madre
deshonrada, fuera de las costumbres de los cántabros. El mismo día de la
desaparición de la copa, lo habrían ejecutado de no haber mediado Efrén,
quien apeló al Senado de los pueblos cántabros. Lo condujeron hasta aquel
lugar que él no conocía y allí espera su juicio desde hace varios meses.
En su ceguera, Liuva solo adivina luces y sombras; en cambio, posee una
percepción especial para la temperatura y la humedad, un discernimiento
singular para los olores, que hace todo más doloroso. La humedad y el frío se
le introducen hasta los huesos; el olor fétido a excrementos y podredumbre, lo
marea. No puede imaginarse cuánto tiempo ha pasado desde que su hermano
Swinthila lo encontró en la ermita, desde que este le leyó la carta de su madre.
Ha contado las veces que se ha abierto la trampilla por donde le pasan la
comida, veinte, treinta… quizá más, pero posiblemente no le dan de comer
todos los días. El tiempo se le hace eterno allí, sin otra compañía que algún
grito lejano y los pasos rápidos de las ratas. Una y otra vez piensa, de modo
obsesivo, en la carta de su madre. Cuando escuchaba las palabras de la carta
de la reina Baddo, a él le ha ocurrido —quizás a Swinthila también— que, de
algún modo, el ayer parecía revivir. Todos aquellos años, que él siempre
quiso olvidar, regresaron a su mente, las heridas antiguas se abrieron de
nuevo; todavía le escuece lo ocurrido tanto tiempo atrás, requemándole las
entrañas.
No guarda rencor a Swinthila. Ya no. De niño, de adolescente, se lo habría
guardado, pero ahora no. Quizá su capacidad de sufrir se ha anestesiado con el
propio sufrimiento. Como cuando a alguien se le golpea una y otra vez en una
zona del cuerpo, hasta macerarla, y se pierde la capacidad de discriminar el
estímulo, porque un dolor continuo lacera la sensibilidad, extinguiéndola.
Liuva ya no es capaz de experimentar más amargura.
Swinthila busca lo que él un día encontró y no supo retener: el poder. De
la carta de Baddo solo le ha preocupado una cosa, la copa, la copa con la que
podría alcanzar el trono. En cambio, Liuva ha desechado tiempo atrás la
búsqueda del dominio sobre los otros, ha aceptado su propia vida limitada.
En aquellos días de soledad, ha tenido mucho tiempo para meditar la carta,
las palabras de su madre. Ella, la reina Baddo, le advertía contra algo, contra
el mal que se cebaría en su descendencia. Baddo intuía que Recaredo, su
esposo, había sido víctima de una conjura, muy sutil y venenosa; una conjura
que iba mucho más allá de Witerico; una conjura en la que estaban implicados
nobles, clérigos y colaboradores del rey. Recaredo cayó preso en una tela de
araña. La misma que después atrapó al propio Liuva.
Alguien ha movido los hilos de la trama y él, Liuva, desconoce quién es el
causante de todo; quién ha hecho que su padre muriese, quién fue el causante
de su desgracia.
A su memoria, en aquel largo período de encierro, retornan las escenas de
la cámara donde su padre agonizaba. Tras los cortinajes se movía algo, o
alguien; algo o alguien que Swinthila también percibió. De pronto, en su
recuerdo, apareció, como en un fogonazo, la faz del judío que había atendido a
su padre. Un rostro impasible ante el dolor que le rodeaba, unos ojos fríos que
no sonreían. Después, otro fogonazo en su mente, veía cómo fuera de la alcoba
de su padre, los nobles, los jerarcas de la Iglesia se reunían a conspirar en
torno a alguien. Una muerte de un rey supondría la elección de otro. ¿Pero
quién se beneficiaba de aquello? Witerico obviamente; pero ¿solo él?
Liuva se mueve, desasosegado, por la celda. Algo se le escapa en la
muerte de su padre. Intenta recabar más datos sobre aquel momento, el
momento en el que Recaredo se muere; fuera se escuchan voces, alguien
sonríe, un extranjero. Después, otra escena: él, Liuva, era ya rey; ese mismo
extranjero le presenta sus credenciales. ¿Quién era? Entonces se hace una luz
en su mente. Aquel hombre era un legado, un embajador de las Galias, del
reino de Austrasia.
El gran Recaredo, según todos, había fallecido de una muerte natural, pero
la carta de Baddo dejaba traslucir que alguien había facilitado la muerte de
aquel a quien se consideraba el más grande de los reyes godos. Baddo sabía
que una conjura se había cebado sobre su esposo, pero no era capaz de
desvelar todos los nombres. Lo obvio era pensar que Witerico era el
responsable; él había sido beneficiado con la muerte de Recaredo y aún más
con la defenestración de Liuva. Sin embargo, la reina había acusado a todos y
a alguien más, alguien más que había movido los hilos de la trama. ¿Quién
era? Quizá los francos, proverbiales enemigos en el control del occidente de
Europa.
Liuva se pregunta por qué se tortura con algo a lo que no puede dar
solución. Posiblemente, le iban a condenar a muerte. No siente miedo. Quizás
en la muerte encuentre su descanso. Ha sido monje durante los últimos años;
pero, en su alma, solo hay frialdad. Le había dicho a Swinthila que estaba en
paz, pero no era así. Le duele, profundamente, todo lo ocurrido y, sobre todo,
el hecho de haber sido privado de la luz, de los colores, de la naturaleza.
Durante años ha vivido en un mundo gris. Supuestamente, tendría que haber
encontrado en Dios su consuelo, pero no había ocurrido así. Con los monjes
había recitado el padrenuestro, pero él siempre lo había hecho
descuidadamente, porque si Dios era Padre, tenía que ser un padre como el
suyo y Liuva nunca había podido amar a Recaredo; lo había temido, lo había
admirado profundamente, pero nunca había sentido un afecto filial hacia él.
Después de su muerte, Recaredo continuaba atormentando sus sueños y él,
Liuva, se sentía de algún modo responsable de su fallecimiento. Sin embargo,
más aún, se culpabiliza de la muerte de su madre, a la que siempre había
adorado.
La carta de Baddo era una acusación y pedía una reparación del daño.
Quizá por ello, Liuva había conducido a Swinthila hasta la copa, aun sabiendo
que le podría traicionar, como así ocurrió. Liuva quería vengarse del que mató
a su madre y conseguir justicia. Justicia, sí; pero ¿justicia contra quién?
Witerico había muerto, había sido asesinado. Quizá Witerico había
aprovechado la situación, pero había más culpables. Los había, sí, y él, Liuva,
no puede hacer nada, ciego y encerrado en aquel remoto lugar de la Hispania;
por lo que aquellos remordimientos y recuerdos solo contribuyen a acrecentar
más en él la desesperación.
El tiempo transcurre, sin dejar huella, en aquel lugar en el que todo es
igual una hora tras otra, un segundo tras otro. Ponerse de pie, sentarse, intentar
rezar algo, dormir, comer, sentir hambre, hacer sus necesidades, sentir frío o
calor. Todo da igual.
Tras un tiempo, que se le antoja interminable, una mañana se abre la puerta
para dejar pasar una claridad algo más intensa que inunda su retina, y Liuva, el
rey destronado, se dispone a comparecer ante sus acusadores.
El hedor del calabozo queda atrás para dejar paso a un ambiente que le
parece límpido en comparación con aquel sepulcro inmundo donde había sido
encerrado. Lo empujan y él se cae en varias ocasiones, porque no sabe dónde
está y no puede ver lo que le rodea.
Advierte, por el rumor que se alza cuando él accede al recinto, que ha
llegado a una sala amplia donde una multitud está reunida. Le empujan atado,
vacila inestable pero logra permanecer en pie.
—¿De qué se le acusa al reo…?
Liuva escucha en su brumosa oscuridad.
—De traición a la gens que lo vio nacer, de haber introducido en el valle
de Ongar a un extranjero. De haber robado la copa de los pueblos cántabros.
—¿Quién avala esa acusación…?
El murmullo va subiendo de tono.
—Nosotros, los hombres de Ongar, los guardianes del cáliz sagrado. Lo
encontramos huyendo el día que desapareció la copa, caído en un barranco.
Había guiado hasta el santuario de Ongar a un extranjero, a un godo que se
llevó la copa sagrada. El hijo de la deshonrada ha sido cómplice del robo.
—Si esto es así, ha violado una de las leyes más sagradas de nuestras
tierras introduciendo a un extranjero en el santuario de Ongar —profiere uno
de los ancianos—; este hombre debe morir.
Dirigiéndose a Liuva, pregunta:
—¿Tiene el preso algo que alegar?
El prisionero se tambalea, se encuentra débil por la falta de comida y el
largo encierro. Al verlo tan desamparado, unos —los menos— sienten
compasión por él, otros le desprecian y alguno se siente asqueado ante el
hedor que desprenden sus ropas.
—Yo… —balbucea— he vivido entre vosotros de niño. Ahora no os
recuerdo bien a todos, pero a muchos os traté en mi infancia. Después la
desgracia se cebó en mí, no os veo y mi mano ya no está… ¡Nunca quise
traicionaros…! Conduje al extranjero hasta la copa que mi padre había
entregado a los monjes de Ongar, quería recuperar lo que había sido de mi
familia para conseguir la venganza de los que habían matado a mi padre y
ejecutado a mi madre…
La voz de Liuva se quiebra. Los acusadores lo atacan de nuevo.
—¿Reconoces que colaboraste con el extranjero…?
Liuva calla. Su silencio se interpreta como aquiescencia.
—¡Su castigo sea la muerte…! —se escucha la voz del más anciano.
—¡Muerte…! —corean todos.
Los acusadores lo rodean y lo empujan. Todo está ya perdido para Liuva.
Sin embargo, en aquel momento, en las salas de la fortaleza de las
montañas, se escucha cómo se abren puertas y resuenan botas y espuelas
contra el suelo de piedra, el ruido de muchos guerreros avanzando. Liuva
piensa que vienen a prenderle para la ejecución, que su fin ha llegado.
Un grito hace retemblar los muros de la sala:
—¡Deteneos…! Escuchad la voz de Nícer, hijo de Aster, señor de Ongar,
el duque Pedro de los pueblos cántabros.
En respuesta, una voz altiva se alza en la asamblea:
—¿Qué tienes que decirnos? ¡Amigo de los godos…! Muchos de nosotros
no estamos de acuerdo con tu política de contubernio con el godo invasor.
Nícer, acostumbrado a sus adversarios, los nacionalistas cántabros que
siempre se le oponen con parecidas acusaciones, hace caso omiso mientras
recuerda a los presentes:
—Tiempo atrás, mi padre Aster hizo estas montañas inexpugnables.
Gracias a su sistema de defensa nunca hemos sido vencidos. Yo soy el
heredero de aquel al que los moradores de las montañas veneran. Cuando yo
sucedí a mi padre, unos hombres, mis hermanos Hermenegildo y Recaredo,
recuperaron la copa sagrada para los pueblos cántabros. Los luggones la
robaron y masacraron a muchas de nuestras gentes. Mi hermano Hermenegildo
nos salvó de su opresión y nos devolvió la copa. Muchos de los que estáis
aquí presentes recordáis a Hermenegildo… muchos le guardáis
reconocimiento. Después luchasteis con él en la guerra civil en el sur. Él
murió para permitir que escapásemos… Después de la guerra, Recaredo, su
hermano, nos devolvió la copa. Desde entonces hemos estado en paz.
Ante las palabras de Nícer, aquel senado desunido se mantiene en silencio,
se hallan congregados hombres que han luchado en el sur con Hermenegildo,
hombres que han sufrido el acoso de los luggones, hombres de la costa y del
interior, algunos cristianos, muchos todavía paganos que siguen ritos
ancestrales.
Solo comparten dos cosas: todos son hombres de las montañas de Vindión
y todos consideran a Aster como un ser mítico al que temen, respetan y
admiran. Nícer, sabedor de ello, intenta conducirlos hacia el respeto a la
sangre de Aster.
—Nosotros, los hijos de Aster, el aquí presente, sobrino nuestro —
continúa señalando a Liuva—, nunca hemos traicionado a los pueblos de las
montañas. Vosotros, pueblos astures y cántabros, debéis un respeto a la
progenie de mi padre y no podéis matar al hijo de quien devolvió la copa a
Ongar…
Un hombre muy anciano de una antigua familia noble, con la cara
enrojecida por la ira, exclama:
—Las palabras que pronuncias no son verdaderas. La copa de poder era
muy hermosa, todos los ancianos la conocimos, su fondo estaba cubierto por
una piedra preciosa de ónice. Ese hombre, Recaredo, quien según tú nos la
devolvió, no lo hizo por entero. Cuando la copa llegó a Ongar estaba
incompleta, le faltaba su interior de ónice; la copa que se devolvió a Ongar no
era así…
—En cualquier caso, Recaredo devolvió la copa dorada… —se defiende
Nícer—. ¡No podéis matar a su hijo!
—¡Ha introducido a un extranjero!
—¿Qué vais a conseguir matando a este pobre ciego? ¿Recuperar la copa?
¿Conquistar la gloria? ¿Os llenaréis acaso de honor?
Todas las miradas se dirigen hacia la faz ciega de Liuva, que está
temblando de frío y de dolor; otras se posan sobre el muñón, medio oculto
entre los andrajos.
—¡Tened piedad…! Compadeceos del que nunca os dañó —prosigue
Nícer—. ¡Castigadle, sí! Incluso a un castigo peor que la muerte, pero no le
quitéis la vida.
—¿Qué propones?
—Expulsadle de estas tierras y que jure recuperar la copa de los albiones,
la copa de Ongar, para lavar su honor y recuperar su fama…
—¡Está ciego…! ¿Cómo podrá recuperar la copa sagrada…?
—En ello estará el juicio de Dios; si lo consigue… regresará con honor. Si
muere en el empeño, el mismo Dios todopoderoso castigará su culpa.
Las palabras de Nícer son fuertes y convincentes. Todavía se alza alguna
voz pidiendo la muerte, pero los gritos se acallan cuando interviene uno de los
ancianos, un hombre debilitado, casi una sombra, un hombre al que todos
respetan.
—Soy Mehiar, asistí a la caída de Albión, la que está bajo las aguas, fui
compañero de Aster. ¡No podemos matar a este hombre…! ¡Aster nunca lo
hubiera consentido! Las palabras de Nícer son sabias. Dejémosle marchar y
que él mismo labre su destino. Debe regresar con la copa completa, la de oro
y la de ónice, para que por siempre reposen en Ongar.
La veneración que todos profesan a Mehiar hace que cambie el parecer de
aquellas gentes. Las voces de los ancianos se inclinan hacia sustituir la muerte
por la vida. Sin embargo, Liuva no siente alivio; en la muerte podría hallar su
sosiego, está cansado de vivir.
Al fin el jefe de los ancianos toma la palabra:
—Sea así, que este hombre recupere la copa de Ongar o muera al
conseguirlo.
Liuva escucha voces que celebran el acto de clemencia del senado.
Alguien le suelta las manos y es empujado fuera del recinto, bajo la luz de un
sol que quema su retina, sin dejarle distinguir nada más que bultos. Los
hombres se retiran, dejándolo allí, caído en las escaleras de piedra que
conducen al lugar donde ha estado preso. El aire fresco de la mañana le
reanima. Entonces, sentado en aquel lugar, con la cabeza apoyada entre las
piernas, descansa, sin fuerzas para iniciar la marcha.
Dentro, en la sala, la reunión no ha acabado; un hombre muy alto con
rasgos endurecidos por el rencor habla. Él es de los que han pedido la muerte
de Liuva.
—No todos te obedecemos, Nícer. Ha habido paz porque la copa sagrada
nos ha protegido. Queremos saber cómo llegó el extranjero aquí. ¡Tú lo
condujiste…! Quizás el prudente y sabio Nícer —exclama en tono de burla—
tiene más que decir del paradero de la copa.
—¿Yo…?
—Sí. Tú, el aliado de los godos. El que combate junto a ellos… ¿No
tendrás que ver tú también con la desaparición de la copa en Ongar?
Se escucha un murmullo en la sala. Algunas miradas se vuelven con
desconfianza hacia Nícer.
—¿Cómo te atreves…?
—¡Escuchad! Hace no mucho tiempo, yo y mis hombres condujimos al
godo hacia Amaya, se lo entregamos a Nícer, quien sin juzgarle ni escudriñar
sus propósitos le permitió marchar hacia Ongar: incluso, uno de sus hombres
le condujo por los valles hasta la morada de Liuva.
—No conocía sus intenciones… —se exculpó Nícer.
—Incumpliste la ley que prohíbe el paso hacia el santuario al extranjero.
Tú, el noble señor de Ongar.
Otro hombre gritó:
—¡Eres tan culpable como el hijo de la deshonrada…!
Nuevamente se produce un gran revuelo, cruzándose insultos y acusaciones
entre unos y otros. Los hombres de las montañas se dividen en varios grupos;
la mayoría permanece fiel a la casa de Aster, pero los que siempre han
disentido del gobierno de Nícer aprovechan la ocasión para mostrar, a las
claras, su descontento. Al fin, se levanta Mehiar, el más respetado entre los
ancianos. Poco a poco, al verlo en pie, los hombres se van serenando. Cuando
se hace por completo el silencio, Mehiar dictamina con sabias palabras:
—Está claro que la ausencia del cáliz del destino ha traído la división a
nuestra tierra… Si tú, hijo de Aster, tienes alguna responsabilidad en la
desaparición de la copa, debes también devolverla. No es justo que un ciego
cargue con toda la culpa; además, él solo nunca podrá encontrarla. ¡Deberás
acompañar al ciego! No regresaréis a las montañas hasta que retornéis ambas
copas, la de ónice y la de oro, a Ongar.
Un rumor aprobatorio recorre la sala. Nícer baja la cabeza. Se siente viejo
y cansado para emprender el largo viaje hacia donde quiera que esté la copa.
—Acato las órdenes del senado cántabro. Es posible que vaya a la
muerte… —afirma Nícer—. Os ruego que la herencia de Aster pase a mi hijo
mayor para que ocupe su puesto sobre las tierras de Ongar.
Los ancianos en representación de todas las gentes de Ongar aceptan la
petición de Nícer, acatan a su hijo como a su sucesor. El duque de los
cántabros abandona la sala. Fuera, en la escalera, en la misma posición que lo
habían dejado, encuentra a Liuva. Se acerca a él tocándole en el hombro. El
ciego, con la sensibilidad que ha desarrollado a lo largo del tiempo que ha
vivido en la oscuridad, percibe inmediatamente la presencia de Nícer y,
girándose lentamente hacia él, le habla en un tono preñado de amargura:
—¿Por qué lo has hecho…? ¿Por qué me has librado de la muerte…? Yo
quiero morir, quiero descansar, la vida no me atrae.
Nícer, reconviniéndole como cuando era niño, le dice:
—Tienes un deber, debes recuperar la copa. Yo también lo tengo, al fin y
al cabo yo fui quien te envió a aquel que la robó. He sido también enviado. Iré
contigo, se lo debo a Recaredo, que me nombró duque de los cántabros, se lo
debo a Hermenegildo, el más noble entre los hombres…
—¿Vendrás conmigo…?
—Es mi castigo por confiar en el hombre del sur. Además, hay algo más.
Conseguí la carta y me la hice leer. Hay algo en ella que indica que hubo una
conjura que mató a mis hermanos y estoy dispuesto a descubrirlo. Se lo debo a
ellos.
Así fue como los dos hombres se unieron, emprendiendo el camino en
busca de la copa sagrada. Era preciso que algún superviviente de la sangre de
Aster cumpliera su destino.
Swinthila, rex gothorum
Después de hablar con Efrén no dudan el camino que deben tomar. La única
pista que conocen es que Swinthila se ha encaminado a Gigia, por lo que se
dirigen hacia allí. En el puerto, zarpan barcos hacia muchos lugares. Merodean
por el muelle, preguntando a unos y a otros si han visto al godo. Una noche en
una taberna un hombre les aborda. Es Argimiro, el capitán de los godos en
aquella zona.
—Buscáis a un godo, un hombre que estuvo aquí hace varias semanas…
—Sí.
—Yo puedo deciros en qué barco partió y hacia dónde iba, pero tengo sed,
una sed salvaje y ya me he gastado todo…
Su voz de beodo les resulta poco convincente.
—Quieres dinero…
—Solo una ayuda. Soy soldado, pero no me pagan con regularidad…
Nícer desliza una moneda.
—¡Más…! —dice el godo.
—Antes, dime lo que sabes…
—Hace varias semanas, llegó aquí un godo, su nombre era Swinthila. Le
conozco bien, fuimos compañeros en las campañas del sur. Batallamos juntos.
Es un buen tipo.
—¿Adónde fue…?
—Partió en un barco que salía hacia el norte…
Nícer recuerda lo que hablaron con Efrén, así que exclama:
—Sospechamos que ese hombre pueda haberse dirigido hacia las tierras
de los francos…
Argimiro se da cuenta de que eso es lo que ellos se figuran; así que apoya
sus sospechas.
—Sí. A las tierras francas…
Liuva y Nícer se sienten descorazonados, piensan que Swinthila busca la
copa de ónice para asegurarse el poder, por eso se ha dirigido a las cortes
francas.
—¿Hace mucho tiempo…?
—Poco más de dos lunas.
El tiempo concuerda.
Por el puerto van preguntando a unos y a otros. Hacía más de dos meses
que el godo había estado por allí, desde entonces muchas otras gentes han
circulado por el puerto; la mayoría no lo recuerda. Finalmente alguien más les
dice que ha visto a un hombre godo borracho con el capitán del fuerte.
Averiguan que en aquel tiempo ha zarpado un navío hacia las tierras francas,
hacia la corte del rey Dagoberto, en las lejanas tierras del reino de Neustria,
el París de los galos, la Lutecia de los romanos.
Discuten durante muchas noches qué hacer, pero les parece que
indudablemente el destino los dirige hacia las cortes francas. Les cuesta
mucho encontrar algún barco que salga del puerto hacia el norte, en la
dirección en la que suponen se ha embarcado Swinthila, porque se aproxima el
tiempo frío, ya no es época de navegación a países tan lejanos. Embarcan, al
fin, en un bajel desvencijado que cruzará el golfo de Bizcaia hacia las tierras
de Britania, una nave que recorrerá las costas galas.
Pasado ya el ardor del estío, parten del puerto de Gigia, y navegan cerca
del litoral, porque los vientos les son contrarios. Desde el barco divisan las
elevadas cumbres de Vindión, con sus laderas pétreas y las suaves colinas
verdes que descienden hasta la costa. Atraviesan los mares del país de los
vascones, siguiendo después hacia el norte. Durante muchos días la
navegación es lenta y a duras penas consiguen llegar a la altura de las landas,
alcanzando después la desembocadura del Garunna[25]. Como el viento no les
deja fondear en el estuario del río, continúan navegando al abrigo de la costa;
bordeándola con dificultad, llegan a un lugar llamado Calas Blancas, cerca del
cual se encuentra la isla de Oleron. Ha transcurrido bastante tiempo y la
travesía se va haciendo cada vez más peligrosa, pues se aproximan las
tormentas de otoño.
Como el puerto no es a propósito para invernar, el capitán decide hacerse
a la mar desde allí, por si es posible llegar a Corialus[26], un puerto más allá
de las tierras bretonas, y pasar allí el invierno. Sopla ligeramente el viento del
norte y el capitán piensa que puede poner en práctica su propósito; levan
anclas, costeando la Bretaña gala.
No resulta ser una buena idea; el navío parece deshacerse a cada golpe de
viento, las cuadernas tiemblan con la marcha.
Nícer mira al mar con aprensión, ya no se marea como en las primeras
semanas de la travesía, pero la gran masa de agua inabarcable le impone:
hacia babor, el océano se derrama hacia el fin del mundo. Prefiere mirar a
estribor, a la costa gala, en la que hay peligros pero no desconocidos. Ha
dejado muchas cosas atrás: su pueblo, su mujer, Munia, y sus hijos. Los
recuerda preocupado, piensa que son jóvenes aún para dirigir un pueblo tan
díscolo como es el cántabro. Se ha obligado a regresar con la copa. Ha
proferido un juramento que debe cumplir.
Liuva descansa junto a la proa del barco, mantiene los ojos entrecerrados,
pero la luz del sol le atraviesa los párpados hiriendo la retina de sus ojos
ciegos. El agua del mar empapa la cubierta, calando sus gruesas ropas de
monje. Tiembla de frío.
Un marinero lo zarandea pensando que está enfermo o quizá borracho. Le
insulta, burlándose de él. Como movido por un resorte, Nícer se levanta en su
defensa, suena amenazador el ruido de la espada del jefe cántabro saliendo de
la vaina.
—No quería haceros nada… —se excusa.
—¡Fuera de aquí…!
El marinero se retira asustado al darse cuenta de que esos hombres están
armados. Trepa a una jarcia para poner espacio por medio.
Nícer saca algo de líquido de un pellejo pequeño de cuero para reanimar a
Liuva, un vino edulcorado con miel que había conseguido en Gigia antes de
partir y que reserva para los momentos de mareo que acometen con frecuencia
al monje; este intenta incorporarse del suelo, tambaleándose.
—Abajo… hay un hedor espantoso que me marea, y aquí en la cubierta la
humedad y el frío me traspasan los huesos. ¿Dónde estamos?
—No lo sé con seguridad.
—A veces me parece que esto es un sueño. Me despierto en las montañas
con el aroma de los prados y la suave llovizna. Me puedo refugiar en mi
ermita…
Nícer pone su mano sobre el hombro del ciego; ambos se apoyan en la
amura. Nícer mira a lo lejos.
—¿Qué ves? —pregunta Liuva—. Sé que estás mirando a lo lejos.
—Millas de agua de color azul oscuro, las nubes a retazos que, en el
horizonte, parecen agolparse en lo que podría ser una tormenta. Allá, no muy
lejos, está una costa verde y la desembocadura de un río.
Se quedan ensimismados, Nícer intentando abarcar el paisaje, Liuva
tratando de imaginar lo que Nícer le ha contado. Tan abstraídos están que no
se dan cuenta de que el capitán de la nao se les acerca por detrás hasta que
está junto a ellos. Nícer le pregunta:
—¿Qué es aquella costa…?
—Las tierras de la Armórica, la Britania gálica —responde el capitán—.
Tierras salvajes con costumbres nefandas.
Nícer calla, no le gustan las opiniones del capitán con respecto a los
celtas, sabe que aquellos países son semejantes al suyo; lugares que han
adorado a los mismos dioses, países que tienen costumbres parecidas a las de
las amadas montañas cántabras. Tierras como la suya, poco romanizadas.
El capitán es un hombre curtido por mil brisas y marcado por cicatrices en
la cara, calvo y de nariz gruesa. Durante días, ha observado a los dos
pasajeros, sabe que han sido proscritos de las tierras del norte de Hispania,
pero no parecen delincuentes. Se siente intrigado.
—El tiempo parece ayudarnos hasta ahora, pero hemos navegado muy
lentamente. En estas costas las tormentas son peligrosas… Hubiéramos
llegado a Britania en un par de semanas de haber sido favorables los vientos.
Ahora, el invierno se acerca, noviembre es mal mes para la navegación. ¿Cuál
es vuestro destino?
—Nos dirigimos a las tierras del antiguo reino de Neustria, a la ciudad de
Lutecia.
—Quizás invernemos en algún puerto cercano a Alet[27], o en Corialus. No
me gustaría cruzar el canal que separa Britania de la Galia en invierno.
—Si invernáis en uno de esos puertos, ¿cómo podríamos llegar hasta la
corte de Dagoberto desde allí?
—Tendréis que encaminaros por tierra, pero los caminos están infestados
de salteadores. Los hombres de la guerra imponen un peaje a los viandantes
para permitirles continuar. Hay hambre en el campo, tanta que a veces los
hombres se comen unos a otros por no tener nada que llevarse a la boca. Yo os
aconsejo que invernéis con nosotros y que, en el estuario del Sena, toméis
algún barco que suba el río hasta Lutecia.
Nícer se da cuenta de que no pueden demorarse tanto tiempo, Swinthila les
lleva ya varios meses de ventaja. Va a ser muy difícil encontrarle. No pueden
ir tan despacio y al mismo tiempo la llegada del mal tiempo los frena.
El barco comienza a moverse con más fuerza; a lo lejos, se cierran nubes
de tormenta. El capitán tuerce el ceño y preocupado se dirige hacia el timón
del barco, donde habla con el piloto. Poco a poco, la tormenta les cubre y el
barco comienza a bambolearse con fuerza. Una ola de gran altura barre la
cubierta. La nave es arrastrada por la tempestad. Pierden de vista la costa. No
pudiendo hacer frente al viento, la nao se abandona a la deriva.
Nícer y Liuva se agarran al trinquete, el viento parece arrastrarles. Un
marinero les grita a grandes voces:
—¡Debéis bajar de la cubierta…!
Arrastrándose y agarrándose adonde pueden, alcanzan la escotilla,
dejándose caer en las bodegas. El barco salta como una mosca en el interior
de la botella de vino de un borracho. Liuva vomita sin poderlo remediar. La
tormenta se prolonga hora tras hora. Llega la noche y amanece sin que haya
cesado el temporal. Se escuchan gritos en cubierta de miedo y desesperación.
Nícer sube por la escotilla y la visión de lo que está ocurriendo le estremece.
Las olas son más altas que los palos del barco, el cielo está oscuro y de las
nubes se desprende un incesante aguacero, la costa ha desaparecido por
completo de la vista. Están perdidos en alta mar. De pronto, se escucha un
enorme crujido, el palo de mesana se desploma sobre el barco. El capitán
ordena a los marineros que lo corten y lo echen al mar, pues el peso del mástil
sobre la cubierta hace que el barco gire sobre la quilla y el agua comienza a
inundar las bodegas. Nícer saca su cuchillo de monte e intenta ayudar cortando
las jarcias que unen el palo a la nave. Retumban los hachazos de los marineros
tratando de liberar la nave del mástil que la hunde. Nícer advierte que van a
naufragar, baja a la bodega y arrastra a Liuva fuera.
El barco se hunde ahora irremisiblemente.
Se sumergen en el agua fría del océano. Nícer sabe nadar, los otros
hombres, no. Consigue arrimarse hacia los restos del barco; un gran trozo de
una de las cuadernas se ha desprendido por el golpe del palo de mesana. Al
fin, con esfuerzo, Nícer se sube a las tablas que forman como una gran balsa.
Desesperado busca a Liuva, lo consigue divisar entre las olas. Las ropas del
monje, su capa encerada, impiden que se ahogue; Liuva se deja arrastrar por la
atracción del mar, pensando que ha llegado su hora.
Aún no es su momento.
Por fin, Nícer consigue asir al monje del manto y arrastrarle hasta la balsa.
Pasan un día y otra noche flotando sobre el océano. Hay momentos en los que
la desesperación cunde en el alma de Nícer. Por su parte, Liuva permanece
mucho tiempo inconsciente.
Lentamente, va amainando el temporal. La costa no se ve por ningún sitio.
Nuevamente cae la noche.
Al amanecer, escucha el graznido largo y profundo de las gaviotas. Nícer
piensa que la costa no puede estar lejos. Invoca a su madre, el hada de los
pueblos cántabros, la mujer a la que no conoció y que le dio a luz. Nícer está
cumpliendo lo que ella pidió en el lecho de muerte a sus hermanos. Si existe
algún poder en los cielos, si ella está entre las ánimas del más allá, quizá
pueda ayudarle, por eso, desesperado, acude a ella.
Paulatinamente, el viento se calma y la corriente del mar cambia su rumbo.
Una costa baja, aplanada, de arenas oscuras y en la que varios ríos forman una
marisma va surgiendo ante su vista.
Los náufragos se acercan a la costa. En un golpe de mar, la tabla, que ha
constituido su soporte durante días, es lanzada sobre la arena. Nícer siente
tierra firme debajo de él. Una ola los cubre de nuevo, pero ya están a salvo.
Con dificultad, tira de Liuva y lo conduce hacia arriba. La marea está bajando
y ambos logran llegar a terreno seco con alguna dificultad.
En aquel lugar descansan, no son capaces de moverse. Hace frío. Nícer
respira fatigosamente, ya no es tan joven. Le parece un milagro haber llegado
allí. Junto a él, Liuva se asemeja a un cadáver; sus finos rasgos aparentan la
palidez cérea de la muerte, sus ojos ciegos parecen cerrados para siempre.
Nícer se levanta fatigosamente, escucha el corazón de Liuva latiendo lenta
pero acompasadamente, y se desploma de nuevo a su lado.
El cielo de tormenta, al fin, se abre, y la luz atraviesa el ambiente mojado.
Un rayo de sol acaricia a Liuva, quien entreabre los ojos, sin ver nada e
incapaz de moverse. Durante unas horas, los dos náufragos descansan sobre la
arena de la playa. Al cabo de un tiempo, Nícer advierte que alguien está cerca.
Unos hombres los rodean, visten unas túnicas cortas, botas hechas de tiras de
cuero, les cuelgan a la espalda capas andrajosas formadas por las pieles de
animales pequeños.
—¡Agua…! —suplica Liuva.
Uno de ellos le aplica un pellejo a la boca. Entre varios los ayudan a
levantarse y los conducen a un lugar techado. Nícer no es capaz de averiguar
adonde les han llevado. Al cabo de un tiempo, se da cuenta de que está en una
cabaña de madera, edificada sobre arena. Les tumban en un amasijo de ramas
y les cubren con paja por no disponer de otra cosa.
Transcurren lentamente muchas horas, en las que duermen un sueño
profundo. Al despertarse, Nícer observa el chamizo, está oscuro; en el fondo
de la cabaña arde la lumbre. Fuera aún no ha amanecido, una mujer escuálida
trajina de un lado a otro.
Nícer se da cuenta de que le ha desaparecido la fíbula de plata con la que
suele cerrar su capa y la bolsa con monedas que trajo consigo. Con gesto
instintivo, se lleva la mano a la cintura, buscando su espada; el arma ha
desaparecido en el naufragio.
—¿Dónde estoy? —gime.
La mujer le responde en un latín rudo y torpe, arrastrando las erres y
aspirando los finales de las palabras:
—En las tierras del rey Dagoberto… Al que Dios mantenga muchos años.
—¡Loado sea el Altísimo…!
—¡Por siempre loado sea! ¿De dónde provenís?
—De las montañas al norte de las tierras hispanas. Nuestro barco
naufragó… ¿Quién sois? ¿Por qué nos habéis ayudado?
—Cada cosa a su tiempo. Somos pescadores. Os hemos ayudado porque
entre nosotros es un deber atender a los que el mar salva. El que se salva de un
naufragio es un bendito de los dioses.
—¿No sois cristianos…?
—Lo somos… A veces…
—¡Necesitamos llegar a Lutecia…!
La mujer le habla sin cesar de dar vueltas a lo que parece un caldo de
berza.
—Tres días de marcha desde aquí, pero antes debéis descansar y curaros
de las heridas. Tenemos vuestra bolsa, no os preocupéis.
Nícer intenta levantarse, no puede mover bien las articulaciones
entumecidas. Es mayor y los días en el mar han causado su destrozo en el
mermado organismo del antiguo duque de Cantabria.
Fuera está amaneciendo, a través de la puerta entreabierta se ven los rayos
del sol que asoma sobre la planicie e ilumina las cabañas de los pescadores.
Se escucha un grito masculino, alguien llama a la mujer, quien sale de la
choza.
Liuva se despereza en su lecho. A sus ojos no acude nada más que una
intensa oscuridad. Nícer escucha su gemido.
—¿Cómo estás?
—Vivo —responde hoscamente el monje—, que no es poco.
—A Dios gracias estamos a salvo y no muy lejos de la corte de los reyes
merovingios.
—No estoy tan seguro de que estemos tan a salvo… —dice muy nervioso
Liuva.
—¿Por…?
—Me he despertado varias veces en la noche. Mi ceguera hace que el oído
se me haya aguzado. Me ha parecido escuchar que quieren entregarnos a
alguien…
—¿A quién?
—Hablan de un tal Gundebaldo; debe de ser su señor, un noble. Tú no lo
entiendes. En vuestra tierra hay hombres libres que te obedecen a ti, que eres
uno más entre ellos. Aquí, en las tierras francas, los hombres son esclavos o
siervos de los señores, están sometidos de tal manera que hasta las mujeres
que poseen son suyas y el noble puede utilizarlas para lo que le plazca.
Nosotros somos algo que han encontrado y que deben entregar a su señor…
—Me han quitado la bolsa y la fíbula de plata.
—Eso es lo de menos. Otros hablaban de no dar parte a su señor y acabar
con nosotros…
Nícer le mira horrorizado, exclamando:
—¿Qué…?
—Están hambrientos. Los hombres de Gundebaldo los extorsionan. Les
está prohibido cazar. Con las tormentas no han podido pescar. No han comido
carne hace mucho tiempo, la carne humana es tan buena como cualquier otra.
—¡No es posible…!
—Lo es. ¿Qué te ha parecido la mujer que nos ha cuidado? ¿Gruesa…? Yo
no veo, pero por su modo de andar he deducido que no debe de pesar mucho.
—Está en los huesos.
—¿Y la sopa…?
Nícer se aproxima al caldo.
—No tiene más que algunas berzas flotando…
—Debemos huir, pero yo no me siento con fuerza. Huye tú, busca la copa.
Encuentra a Swinthila y regresa a Ongar. ¡Cumple con la promesa!
Liuva le coge la mano a Nícer, la aprieta con fuerza y le dice:
—Huye. Yo te cubriré, saldré corriendo en otra dirección. Yo estoy ciego,
no sirvo de mucho, tú puedes seguir…
Nícer abraza a Liuva.
—Huiremos los dos, en direcciones contrarias.
Nícer bebe de la sopa y le da también a Liuva. No es más que agua y
aquella extraña verdura, pero como está caliente les entona. Busca algo con
qué cubrirse. Sus ropas están cerca del fuego y se viste con ellas. Están aún
húmedas. Liuva se levanta también.
La puerta del chamizo cede con facilidad a un empujón de Nícer. Se
escucha a uno de los famélicos perros de los pescadores ladrar. Retroceden,
fuera de la línea de las cabañas hay una cerca de madera. La van rodeando
buscando un lugar en el que la valla esté más endeble. En un punto, la madera
está tan carcomida por la humedad del mar que, al empujar con fuerza, salta y
se abre un boquete hacia el exterior. La luz del sol es aún escasa y una niebla
cubre el poblado. Atraviesan la valla. No saben bien dónde están ni qué hacer.
Escuchan el rumor del mar a lo lejos. El mar debe estar hacia el norte; por
tanto deben huir en dirección contraria, hacia el sur. Después se separarán
huyendo uno hacia el este y el otro, al oeste.
Nícer siente angustia al abandonar a Liuva, que corre torpemente en la
playa.
Al cabo de un tiempo, Nícer percibe que le vienen persiguiendo. A través
de la niebla, se oyen las voces de los hombres del mar. Son jóvenes y él es un
viejo. Sus huellas se han quedado grabadas en la arena y no es difícil saber
adónde se han encaminado. Escucha un grito, le parece la voz de Liuva, lo han
debido de atrapar.
Resuena el sonido de una caracola marina.
Nícer advierte que están sobre él, sigue corriendo pero está extenuado, sus
músculos se le agarrotan y no puede ir más deprisa. Los hombres del mar se
acercan. Un lazo vibra en el aire. La cuerda le atrapa por los hombros, alguien
tira de él; escucha las risas de los pescadores.
—¡Eh…! ¡Vosotros, hombres del sur, malos, muy malos, huis de nuestra
hospitalidad!
Saltan contentos por haberlos atrapado. Gritan salvajemente. Nícer ve a
Liuva, atado también como él. Los hombres brincan como fieras a su
alrededor. Su dentadura afilada brilla al vociferar.
De pronto, la fiesta se detiene. Todos se quedan paralizados, la niebla se
levanta y escuchan un cuerno de caza, el galope de los caballos.
—¡Gundebaldo…! —gritan los hombres del mar con horror.
Unos jinetes rodean a los pescadores y a sus prisioneros. Son diez
hombres a caballo, con ropajes desastrados, barbas largas, blandiendo látigos
con los que golpean a los pescadores.
—Tiempo ha que quería saldar cuentas contigo —dice el hombre al frente
de la comitiva—. ¡Todo lo vuestro es de vuestro señor Gundebaldo! ¿Qué…?
¿Queríais cenaros a los prisioneros…?
—¿Cómo podéis decir eso, mi señor?
—Puedo decirlo porque ya os he descubierto en otras ocasiones. ¿Quiénes
son ellos?
—Gente importante —interviene la mujer—, quieren ir a la corte del rey.
—¿Ah, sí?
—Procedemos de las costas cántabras —responde Liuva—. Nuestro barco
ha naufragado…
El que capitanea la tropa no le escucha y se dirige a los hombres de la
costa.
—¡En cuanto a vosotros…! No saldréis impunes de haber desacatado las
órdenes de vuestro señor, cogiendo prisioneros sin habérselo comunicado al
noble Gundebaldo.
El tal Gundebaldo hace una seña a sus hombres, quienes derriban a Nícer y
a Liuva. Les registran, después hacen gestos a su señor indicando que no
encuentran nada en los prisioneros.
—Veo que los hombres que habéis cogido no tienen nada. ¿Les habéis
robado?
Gundebaldo les interroga a la vez que hace chasquear el látigo. El jefe de
los hombres del mar no tiene más remedio que soltar la bolsa de monedas que
ha robado a Nícer y la hebilla de plata de su capa.
Gundebaldo hace montar en sendos caballos a Nícer y a Liuva, detrás de
un guerrero franco.
Cruzan una gran planicie situada al mismo nivel del mar, una tierra cruzada
por ríos, que forman marismas y conducen el agua dulce hasta el océano. En
aquel páramo no crecen los árboles, y los arbustos son de poca altura.
Llovizna un agua mezclada con nieve continuamente.
Hace frío.
Nícer se siente desfallecer.
Camino hacia Lutecia
Desde la hospedería de los monjes donde han vivido los últimos meses, un
atardecer bordean las márgenes del río hacia la fortaleza del rey Dagoberto.
Liuva se deja guiar por Nícer, quien nerviosamente mira a uno y otro lado; se
siente intranquilo al conocer que el todopoderoso monarca de los francos va a
recibirles. Se fija en un navío de gran tamaño con velas latinas que navega por
el cauce fluvial. Más allá, un sauce deja caer sus ramas sobre el agua, y una
mujer lava la ropa en la corriente. La fortaleza de los reyes merovingios
aparece ante ellos, cuando tuercen hacia la derecha y caminan unos cientos de
pasos. Ya no es la sencilla fortaleza de los tiempos de Clodoveo, sus
sucesores han dejado sentir toda la fastuosidad que caracterizará a la corte
merovingia. Los dos extranjeros atraviesan diversas murallas, puestos de
guardia, y después varias estancias. Nícer, poco acostumbrado al boato, se
maravilla ante las salas espaciosas en las que cuelgan tapices de lana,
aislando las paredes del frío, tan frecuente en aquellas tierras del norte. Al fin,
entran en una estancia muy amplia, antesala de la pieza donde se alza el trono
del gran rey Dagoberto.
Suenan las trompas, el portón se abre; en el centro de la cámara, un
estrado; sobre él, un hermoso trono de bronce[29] con patas rematadas por la
figura de animales, posiblemente un león, los brazos suavemente cincelados y
acabados en dos pequeñas esferas. El respaldo triangular sostenido por cinco
grandes círculos huecos. Esperan unos minutos, suenan unas trompetas, el rey
rodeado por la guardia entra en la estancia, sube el escabel y se sienta
negligentemente en el trono.
Dagoberto es un hombre de una edad indefinida, evidentemente no es muy
joven, pero tampoco es un viejo. La dentadura es negra y picada; el rostro,
fuerte, con pómulos prominentes y nariz grande; los ojos, claros y sin belleza,
pero muy perspicaces y vivos. Su forma de hablar, algo pretenciosa, es la
propia de un hombre acostumbrado a la adulación; quizá por ello, muy
precavido. Se dispone a iniciar la audiencia casi recostado sobre un lado del
trono, con gesto displicente. Varios soldados montan guardia a derecha e
izquierda.
Ante él, Nícer y Liuva se inclinan con una reverencia protocolaria. Nícer
viste una túnica corta y capa, tiempo atrás ha dejado los arreos de monje.
Liuva esconde el muñón de su mano cortada en las mangas de su capa.
Dagoberto se dirige a ellos.
—El abad de Caen me pide que os ayude, pues sois gente de recia
condición, que habéis sobrevivido a un naufragio, y de origen noble. ¿Cuál es
vuestro nombre y el motivo de haber atravesado el mar para llegar a estas
tierras?
—Mi nombre es Nícer, bautizado como Pedro, soy hombre principal en el
país de los cántabros. Este hombre ciego, que me acompaña, se llama Liuva.
Es hijo del finado rey Recaredo, fue rey entre los godos, condenado por sus
enemigos a la amputación de la mano y a la ceguera. Venimos de las tierras del
norte de Hispania…
Liuva descubre los brazos, separando las amplias mangas del hábito
monacal, con lo que deja ver el muñón. El rey interrumpe las palabras de
Nícer.
—He oído hablar de él. Creí que había muerto; pero veo que solo está
afectado por el mal de los godos —dice irónicamente al ver el brazo—, que
cambian a sus reyes a golpe de hacha. Así que habéis sobrevivido. Bien, bien.
¿A qué habéis venido al país de los francos?
—Hace más de un año, abandonamos las tierras que nos vieron nacer.
Buscamos a un noble godo, llamado Swinthila, que ha robado el tesoro más
precioso de los cántabros. Es un hombre alto y fuerte, que dice descender del
finado rey Recaredo.
Dagoberto, al escuchar el nombre de Swinthila, se sobresalta ligeramente,
asegurando:
—Ese hombre no ha llegado a las tierras francas.
La expresión de Liuva y Nícer señala el desánimo.
—¿Cómo podéis saberlo? —pregunta Nícer.
—¿Hace mucho tiempo que faltáis de las tierras de la Hispania? —le
pregunta a su vez Dagoberto.
—Hace más de dos años.
—¿No habéis tenido noticias de allí?
—No.
El rey ríe, entre divertido y burlón, al darse cuenta de lo desorientados que
están sus visitantes.
—Bien. Puedo deciros dónde se encuentra ese Swinthila a quien buscáis
con tanto afán.
Dagoberto se detiene para examinarlos con ojos vivos e inteligentes, en
los que hay una luz maliciosa mientras les revela:
—Hace un año, un hombre llamado Swinthila, que dice descender del rey
Recaredo, ha sido ungido como rey de los visigodos…
Liuva y Nícer profieren una exclamación de desconcierto. Dagoberto
continúa hablando con cierta ironía:
—Podéis buscarle en Toledo.
Callan ahora, abatidos. El rey los observa, mientras va pensando en la
complicada maraña política en la que está envuelto, sopesando sacar provecho
de la situación de aquellos desdichados.
—Decís que robó un tesoro… —pregunta el rey—. ¿Cuál es ese tesoro…?
Ante la pregunta, se sienten incómodos. Al fin, Liuva no tiene más remedio
que confesar:
—Una copa de oro.
El interés comienza a despertarse en Dagoberto, que se incorpora desde su
posición recostada en el trono y habla como si le hubiesen aguijoneado.
—De medio palmo de alto, con incrustaciones de ámbar y coral, una copa
muy antigua. ¿Es así?
—Lo es, mi señor.
Dagoberto prosigue como hablando para sí mismo.
—Por eso, Swinthila vence en todas las batallas y ha llegado al trono.
Nunca pensé que la copa estuviese en el norte, en las tierras de los astures.
Baja del estrado y se aproxima a los dos extranjeros.
—¿Qué sabéis de esa copa? Si deseáis conservar la vida, decidme todo lo
que sepáis de ella.
Ante esa amenaza, Liuva se demora unos instantes con el fin de seleccionar
en su memoria aquellos datos que pueda revelar al rey sin perjuicio para ellos
ni para su misión; al fin, se expresa despacio:
—La copa dorada se guardó, desde los tiempos del rey Recaredo, en el
norte, en un santuario en las montañas. Swinthila la tomó con violencia del
monasterio donde era custodiada. Pensábamos que Swinthila se había dirigido
a vuestro reino.
De nuevo, Dagoberto les responde irónicamente:
—En cierto sentido, sí. Muchos nobles han huido de Hispania a las tierras
de la Galia para escapar de la insania del rey Swinthila… Él les ha atacado en
las tierras francas, por eso puede decirse que se ha dirigido hacia mis
dominios. Dicen que es el mejor general godo desde Recaredo. Ahora sé el
porqué… posee la copa…
El rey analiza con más detenimiento a los hombres que están frente a él: un
ciego y un hombre fuerte pero casi anciano que buscan lo que él siempre
deseó. Algo que podría ser el fin de sus problemas frente a los nobles
levantiscos, frente a los otros pueblos germanos que atacan sus fronteras,
frente a los godos y al imperio oriental. De pronto, en la amplia estancia, se
escucha un ruido extraño, un ruido que sale de la propia garganta del rey,
quien comienza a reír, como si estuviese loco. Los que le acompañan, los
chambelanes y la guardia también ríen, acompañando las carcajadas del rey.
—Yo… Yo también la he buscado… Como la buscó Clodoveo, como la
buscó Childeberto y mi padre Clotario; como todos los reyes merovingios lo
hicieron… Jamás hubiera supuesto que estuviese en un lugar perdido de la
cordillera cantábrica…
Liuva y Nícer observan perplejos la extraña risa del rey; este prosigue con
unas frases que les intrigan aún más.
—Siempre pensamos que la copa guardaba relación con el príncipe
Hermenegildo…
El rey se levanta otra vez del trono, muy nervioso, y comienza a moverse
de un lado a otro por el estrado, mirando a los dos extranjeros. Sin transición
alguna, Dagoberto comienza a relatar una antigua historia que aparentemente
nada tiene que ver con la copa.
—Durante casi cuarenta años los reinos de Neustria, de donde procedía mi
padre, y el reino de Austrasia, que regía la reina Brunequilda, se enfrentaron
en una guerra salvaje. El origen de todo ello fue la rivalidad enfermiza entre
Fredegunda, reina de Neustria, y Brunequilda, reina de Austrasia. Las dos
tejieron los destinos de Europa, enfrentándose entre sí con un odio irracional.
Fredegunda había causado la muerte de la hermana y del esposo de
Brunequilda. A su vez, esta había ordenado el asesinato de Chilperico, esposo
de Fredegunda. Al final de sus días, la reina Brunequilda fue ajusticiada y
atormentada por lasciva y asesina de su propia familia. Mi padre Clotario,
nieto de Fredegunda, quedó como único rey de los francos. Él pensó que había
vencido. Sin embargo, cada vez me doy más cuenta de que el derrotado fue él.
Dagoberto se detiene un momento y exclama:
—Ahora pienso de modo muy distinto de la reina Brunequilda.
Nícer mira a Liuva, quien está tenso, completamente perdido en sus
reflexiones. Dagoberto prosigue hablando de la reina de Austrasia.
—Brunequilda buscó siempre la unidad de la estirpe merovingia,
fortaleciendo la autoridad de la casa real frente a los desmanes de los nobles;
por eso, ellos la odiaban y no pararon hasta conseguir su muerte. Sí. Los
nobles de Austrasia se valieron de mi padre, el rey de Neustria, Clotario, para
deshacerse de su reina. Después le utilizaron para sus fines y, ahora; yo soy
prisionero de ellos. Me imponen su candidato como Mayordomo de Palacio, y
el que realmente gobierna el reino es él. Soy un prisionero de mis nobles. He
conseguido resistir, pero no podré hacerlo siempre; por eso he buscado esa
copa. Ahora, vosotros, extranjeros, afirmáis que la copa la posee mi rival
Swinthila y que antes había estado en manos de los cántabros…
—Mi padre, el rey Recaredo, la poseyó y la guardó en el norte de
Hispania… —repite Liuva.
Los ojillos inteligentes y astutos del rey Dagoberto brillan de nuevo
mientras examina detenidamente a Liuva, quien, a pesar de su falta de visión,
nota en aquel momento la mirada del rey, detenida en él.
—Brunequilda odió a vuestro padre, le consideró causante de la muerte de
su hija Ingunda y de la ejecución inicua de su esposo Hermenegildo. Sí, ella
era muy ambiciosa. Lideró en las sombras la rebelión de Hermenegildo, le
ayudó con dinero y con tropas. Una mujer audaz y muy inteligente que pensó
que podría controlar los dos lados de los Pirineos si su hija o su nieto
llegaban al trono. Buscó también la copa de poder. Pero la guerra civil goda
fue un fracaso para Hermenegildo, quien fue ejecutado; Ingunda también murió.
Así que, cuando Recaredo se proclamó rey, la reina Brunequilda intentó de
nuevo vencerle por la fuerza de las armas y, al no poder conseguirlo, intentó
ganárselo a través de un matrimonio con otra de sus hijas, pero él contrajo
matrimonio con una plebeya. Aquello ofendió mortalmente a la reina franca,
por lo que decidió matarlo. Pasó años tramando su venganza, nunca se
detenía… Una venganza que era muy sencilla: situar a Atanagildo, su nieto, en
el trono de Toledo eliminando al rey Recaredo. Quería dominar la corte
hispana como dominaba los destinos de los francos. Ahora ella está muerta;
los nobles de Austrasia la mataron. Sí. Brunequilda fue la causante de vuestros
sufrimientos y la decadencia de vuestra familia.
Liuva se sobresalta, de pronto intuye que la conjura de la que había
hablado su madre en la carta podía haberse originado en la corte de los
francos. Había sido Brunequilda la que había organizado la muerte de
Recaredo, la que había movido los hilos para que a él mismo lo destronasen.
—No le valió de mucho —prosiguió Dagoberto—; no bien hubo
conseguido la muerte de vuestro padre, fue traicionada. El propio Atanagildo,
nunca se supo muy bien por qué, no quiso continuar con los planes de venganza
de su abuela, regresando a Bizancio, donde murió. Witerico, que había jurado
lealtad a Brunequilda y conseguir el reino para Atanagildo, tardó poco en
apropiarse de él.
Liuva interroga al rey, buscando una respuesta precisa, una respuesta que
explicará el misterio que rodeó a la muerte de Recaredo.
—¿Fue Brunequilda la causante de la muerte de mi padre?
—Digamos que colocó las piezas del juego adecuadamente, de modo que
el trono godo retornase a su familia. ¡No consiguió nada…!
Liuva baja la cabeza angustiado; mientras que el rey, alzando el tono de
voz, repite:
—¡No consiguió nada! Dicen que le faltaba la copa, una copa que
Recaredo poseyó… Siempre pensamos que Hermenegildo poseía la clave del
paradero de la copa.
—¿Por qué Hermenegildo? —inquiere Nícer muy interesado.
—Cuando mi padre destronó a Brunequilda y fue ajusticiada como sus
crímenes le hacían merecer, mi padre, Clotario, encontró una carta que los
espías de la reina habían interceptado en la corte de Bizancio. La carta era una
misiva que Hermenegildo había enviado al emperador Mauricio como
presentación para su hijo y su esposa, cuando estos huyeron hacia
Constantinopla.
El rey Dagoberto se dirigió a uno de los criados de palacio y le dijo:
—¡Traedme el cofre que custodia el conde de los Notarios! Él sabrá bien
cuál es.
El criado sale de la estancia, se demora escasos minutos, después entra
con un cofre, se arrodilla delante del rey y lo abre. El rey rebusca en su
interior.
—Aquí está, os la leeré, está escrita con extrañas palabras que ocultan
algo; quizá vosotros podáis ayudarme a esclarecer lo que hay detrás. La carta
dice así:
Nícer se turba ante aquella carta. Le gustaría decirle algo a Liuva, algo que
ha entendido al momento, algo que no desea que Dagoberto sepa; pero Liuva,
ciego y ensimismado, no se percata de la actitud de Nícer. El rey, sin tampoco
captar la causa de la inquietud de Nícer, prosigue hablando.
—Hay algo extraño en la carta. Pensábamos que en ella estaba la clave del
misterio del cáliz de poder. Cuando la carta alude a la copa podría parecer
que se trata de una expresión metafórica, pero quizá podría ser que se refiera a
un objeto real. Durante mucho tiempo pensamos que Hermenegildo quería que
esa copa llegase a manos de su hijo y por eso había escrito la carta. Me
pregunto ¿qué quería decir con «el lugar de mi último descanso»?
Nícer calla, no desea comunicar al rey lo que ha descubierto. Sin embargo,
Liuva habla:
—Al parecer, la madre de Hermenegildo y Recaredo les indicó que
devolvieran la copa al norte, que no podrían descansar hasta que lo hiciesen…
El descanso de Hermenegildo quizá sea el santuario de Ongar.
Dagoberto sube de nuevo al estrado, se sitúa en el trono, apoyando la
cabeza en una mano, como descansando, y entonces les dice:
—Si la copa ha estado en el lugar que decís en las montañas, esta carta no
tiene mucho valor ya. Realmente, yo no creo que Hermenegildo tuviese la copa
de poder, si la hubiese tenido no habría sido tan fácilmente derrotado…
El rey, malhumorado, arroja la carta al suelo:
—Esta carta no significa nada…
Rápidamente, sin dudar, Nícer la recoge. Dagoberto, harto de aquel
misterio que no ha podido aclarar, se dirige al cántabro:
—Sí. Podéis quedárosla, de poco me ha servido, no la necesito para
nada… Durante tantos años, desde la corte de los francos la buscamos en un
lugar y en otro. Finalmente, la copa estaba en el país de los cántabros y ahora
la posee su rey, Swinthila, él llegó antes. Veo que estáis interesados en lo que
os cuento.
—Sí —contestan los dos a la par.
—Os ayudaré a regresar a vuestra tierra. Os ruego que busquéis la copa y
la traigáis al reino de los francos; si lo hacéis así, os recompensaré
generosamente. Si no lo hacéis, encontraréis mi venganza.
El rey da la audiencia por finalizada. Encarga al chambelán de la corte que
les proporcione monturas, algún dinero y una escolta para regresar a las
tierras hispanas.
Liuva sale de la sala del trono de los reyes francos cariacontecido. Piensa
que no han conseguido nada, que solo han perdido tiempo alejándose de su
destino final. Ha logrado tener más luz sobre el fin de su padre y sobre el final
de su propio reinado, pero ¿para qué le sirve ahora eso? Debe recuperar la
copa; sin embargo, ha caminado en sentido contrario a ella. Swinthila y el
cáliz de oro se hallan en Hispania, a miles de leguas de allí. Nícer, en cambio,
muestra una expresión tranquila, como si nada hubiese ocurrido. Guarda
cuidadosamente la carta de Hermenegildo.
Un criado los acompaña a unas estancias en la fortaleza, interesándose en
la fecha en la que desean partir; sus órdenes son acompañarles con una
escolta. Fijan la salida para el día siguiente de madrugada. Les introduce en un
amplio aposento; encima del lecho hay ropas para el viaje para ambos, una
buena espada para Nícer y una bolsa llena de sueldos de oro.
Después se quedan solos.
Liuva se sienta en el lecho, en medio de la estancia, inclinando la cabeza
con ademán de desasosiego. Nícer le observa preocupado, pero pronto esboza
una sonrisa.
—Querido Liuva… ¿Qué te ocurre?
—Todo lo que hemos hecho no ha servido para nada. Han pasado más de
dos años y estamos peor que cuando comenzamos.
—Yo no lo creo así…
—¿No?
—Es verdad que Swinthila se ha escapado con la copa de oro; pero
Dagoberto nos ha dado una luz muy clara sobre la copa de ónice. Dagoberto
no sabe que la copa tiene dos partes, ha acertado al decir que la copa de poder
nunca la ha tenido Hermenegildo. Este poseyó únicamente la de ónice… La
carta tiene la clave del paradero de la copa de ónice. Estoy completamente
seguro.
Liuva se yergue con prontitud al oír aquellas palabras.
—¿Tú crees?
—Tengo la seguridad…
—¡Léela…!
Nícer le lanza una mirada sardónica, antes de responder:
—No sé leer.
—¡No es posible…!
—No, no sé, solo he sido educado para manejar la espada…
—¿Entonces…?
—Mira, Liuva, no sé leer pero tengo buena memoria para lo que se habla.
He fijado la carta en mi mente. En ese texto hay dos cosas, un encabezamiento,
al que el rey no ha dado importancia, y unas palabras dirigidas a su hijo en las
que le dice que la copa está en el lugar de su descanso. De todo, lo que más
me llama la atención es el encabezamiento: que se hable del segundo año del
reinado de Hermenegildo, cuando realmente la carta debió de ser escrita al
final de la guerra civil, es decir, cinco años más tarde. Por otro lado, el
encabezamiento está escrito en un lenguaje distinto al resto de la carta, y
señala que Hermenegildo fue feliz en Hispalis. Estoy seguro de que la copa de
ónice está en el sur, en la ciudad de Hispalis.
—Mal me lo pones… Eso está muy lejos…
—Por lo menos sabemos dónde dirigir nuestros pasos y poseemos la clave
del lugar en el que pueda estar la copa de oro. Los que conocieron a
Hermenegildo y le amaron en la ciudad de Hispalis sabrán algo más y
entenderán lo que está oculto en la carta. Sí. Debemos ir allí, a la Bética y
mostrarles la carta.
—¿Qué propones? —pregunta con un cierto temor Liuva.
—Regresar al sur; conseguir la copa en Toledo de Swinthila y después
encaminarnos a Hispalis, donde debe de estar la copa de ónice.
Liuva da muestras de desesperación mientras se queja:
—¡Algo imposible…! Yo no soy capaz de seguir…
Nícer le anima:
—¡Has llegado hasta aquí! Yo creo en la Providencia, o en el Destino.
Creo que algo guía nuestros pasos… En los últimos meses has cambiado
mucho, no pareces ya aquel hombre débil e indeciso que salió de las montañas
cántabras. Me has salvado la vida, organizaste la huida de la fortaleza de
Gundebaldo… ¿No te encuentras mejor?
Liuva percibe que en las palabras de Nícer hay una luz, una esperanza. Es
verdad que ya no desea morir, como antaño, sino conseguir su misión; y, ya
con más serenidad, le responde:
—Sí. Lo estoy… Desde niño parecía que la vida me llevaba por donde no
quería, que algo me arrastraba en una dirección fija. Ahora soy yo el que
busco la copa, como si al fin fuese dueño de mis propias acciones. Parece
como si todo tuviese un sentido, por eso las palabras de Dagoberto fueron
como un mazazo, como un poner término a la misión que me había sido
encomendada y para la que vivía.
—No. No es así. Dagoberto nos ha puesto en el buen camino.
Ambos se animan, después de tanto tiempo ven alguna luz; alguna remota
posibilidad de conseguir lo que tanto han buscado. Sin embargo, Liuva
advierte:
—Hay un problema más.
—¿Cuál…?
—La escolta. En realidad, pienso que son espías que Dagoberto envía
hacia el sur con el fin de arrebatarnos la copa en cuanto la consigamos. Es muy
raro que nos haya dado una carta tan comprometedora…
Nícer se sorprende de la clarividencia de aquel hombre que está ciego.
—Creo que debemos irnos ya… —prosigue Liuva—. Sin esperar a que
llegue la mañana. Aún no se ha hecho de noche.
Toman la bolsa de oro y la espada, silenciosamente salen de los aposentos.
Atardece, pero las puertas de la fortaleza están aún abiertas. No quieren tomar
un barco que, al fin y al cabo, puede estar vigilado por los espías del rey. No
se despiden de los monjes del cenobio donde han vivido los últimos tiempos
para no comprometerlos. Caminando, se dirigen hacia las tierras de Caen a ver
al abad, para, desde allí, retornar a las tierras de Hispania.
Colinas verdes, valles estrechos, bosques frondosos, una senda que parece
no tener fin. Marchan procurando no ser reconocidos, saben que los espías de
Dagoberto pueden estar siguiéndoles. En las noches claras se guían por las
estrellas.
A muchas leguas de Lutecia, el sendero atraviesa un bosque espeso y
umbrío. Son atacados por unos bandoleros, un grupo de hombres
desharrapados y muertos de hambre. Nícer, con sus fuerzas íntegras, puede
defenderse de ellos y Liuva, guiado por una intuición especial, ya que no por
la vista, le presta apoyo. Continúan su camino sin más incidentes.
Al fin, a lo lejos, desde una colina, Nícer divisa las tierras de Caen y, más
en lo lejano, la abadía. Al irse acercando, puede ver con mayor detenimiento
el lugar que les ha servido de refugio. La abadía está ennegrecida y el techo se
ha caído.
—¿Qué ocurre…? —pregunta Liuva a Nícer, al darse cuenta de que este se
ha detenido.
—Creo que la abadía se ha incendiado…
—… o le han prendido fuego intencionadamente… —dice Liuva—;
vayamos con cuidado.
Con suma precaución se acercan a la aldea. Perros famélicos y mugrientos
salen a su encuentro. Los lugareños, por su parte, los vigilan con desconfianza.
—¿Qué ha ocurrido en la abadía…?
—El señor de Caen, mal rayo le parta, quiera Dios se hunda en los
infiernos, la incendió…
—¿Qué…?
—Sí. Eso ha ocurrido, fue apenas unas tres semanas atrás.
—¿Los monjes…?
—Murieron todos.
—¡No es posible…! ¿Nadie va a detener a ese criminal? ¿A ese blasfemo?
—Ya se ha hecho.
Sin más preámbulos pasaron a relatarles la historia.
El señor de Caen se había encaprichado de la hija de un campesino. Quiso
llevársela con él, pero ella escapó, refugiándose en el convento. Gundebaldo
rodeó el monasterio con sus hombres, ordenándole al abad que entregase a la
mujer. Al negarse los monjes, prendió fuego al monasterio con todos sus
integrantes dentro. Ni uno solo escapó vivo.
Ahora, nadie se atreve a acercarse al lugar. En las noches parecen
escucharse los gemidos lastimeros de los muertos. Después de aquella terrible
acción, Gundebaldo fue excomulgado por el obispo de Caen. Al ser reprobado
por la Iglesia, todos los juramentos de lealtad de sus súbditos perdieron valor.
No transcurrió mucho tiempo antes de que el señor de Auges, su enemigo, le
atacase y los vasallos de Gundebaldo le abandonasen. El castillo fue arrasado
y él murió en el incendio, recibiendo justo castigo por sus crímenes. Ahora se
rumorea que la abadía y el castillo están poblados por fantasmas. Nadie se
acerca allí.
Liuva y Nícer se alejan de aquel lugar de horror. Emprenden un largo, muy
largo camino, que les conduce hacia el sur, al lugar donde Swinthila domina
los destinos de los hombres.
El fin de Cartago Spatharia
La muralla blinda las espaldas de la antigua Cartago Nova como una barrera
inexpugnable. Al frente centellea la bahía. Detrás de la urbe fortificada, desde
los cerros que la rodean, el ejército godo se dispone en orden de batalla, como
un enjambre de abejas haciendo aletear sus alas. De cuando en cuando
retumban tambores y trompas, que ensordecen los gritos de los cercadores y el
fragor de las armas, templándose para la batalla. El griterío, que se difunde en
la hondonada, penetra en los oídos de los habitantes de la ciudad y provoca un
temor casi supersticioso en ellos. La metrópoli, fundada por los cartagineses,
capital de la Spaniae bizantina, se defiende de sus enemigos germánicos. La
armada rodea el puerto, que desde hace días ha sido bloqueado. Las velas, de
color negruzco en los navíos visigodos, motean con finas pinceladas la bahía y
oscurecen la costa.
Amanece el sol sobre el mar, colmando de esplendores resáceos la
ensenada. Durante la noche, teas incendiarias han recorrido el cielo. La ciudad
aislada, sin otra defensa que la que pudiera provenir de sí misma, aún resiste.
Anteriormente, los godos habían conquistado y arrasado los campos, las
pequeñas villas y ciudades que la rodean. Sin embargo, Cartago Nova se
mantiene aún invicta y orgullosa; una antigua nobleza en sus habitantes les
impide rendirse. Temen al godo. Malacca fue saqueada y demolida por las
tropas de Swinthila cuando todavía él era un general del rey Sisebuto. Muchos
de sus antiguos pobladores que habitan ahora en la ciudad sitiada, no guardan
buen recuerdo de Swinthila. En la época de la caída de Malacca, Sisebuto
negoció la paz cuando la guerra podía haber acabado para siempre,
expulsando de una vez por todas a los orientales de tierras hispanas.
Swinthila, sin embargo, no está dispuesto a transigir en nada. Los habitantes de
la ciudad lo saben, quizá por eso su defensa es más desesperada.
Resuena una trompa, se abren las puertas de la ciudad y de ellas destaca un
hombre, el magister militum bizantino. Vestido a la usanza romana oriental,
con túnica corta y coraza de bronce guarnecida en plata, el jefe de la milicia
imperial avanza. Tras él, militares bizantinos de diversa graduación lo rodean,
seguidos por las autoridades de la ciudad. El grupo se aproxima a Swinthila,
quien les habla de un modo imperativo; en el tono de su voz late el orgullo del
militar invicto.
—Debéis rendir la ciudad… —exclama.
—Mis órdenes son que la ciudad tiene que resistir a vida o muerte hasta el
fin…
—No hay para vosotros posibilidad alguna de vencer.
—Ni para vos tampoco…
—Os equivocáis. Yo soy Swinthila, el triunfador, nunca he sido derrotado
en ninguna batalla. Ni lo seré jamás, yo poseo la llave del poder. Nadie, lo oís
bien, ni Dios mismo podrá vencerme.
Entre las filas de los imperiales, se extiende el silencio, que de pronto se
rompe por una voz:
—¡Eso es una blasfemia…! Nadie puede afirmar que nunca ha sido
derrotado y que no lo será jamás.
La voz proviene de un hombre joven de cabello negro y ojos oscuros,
vestido con una túnica corta al estilo oriental, en la que se ven las señales de
su alta alcurnia.
—¿Quién se atreve a hablar así…?
El joven habla con voz fuerte, sin intimidarse:
—Yo. El legado del emperador Heraclio.
—Vuestra juventud va a la par de vuestra desfachatez e imprudencia.
Debéis rendiros y abandonar las tierras de Hispania para siempre.
Al legado no le intimidan las palabras del rey godo. Con parsimonia,
examina atentamente a Swinthila, respondiendo ante su prepotencia con
palabras claras y sonoras.
—No lo haremos —anuncia—. Los godos habéis pasado a saco nuestras
ciudades, habéis destruido Malacca. El emperador vendrá en nuestra ayuda y
habréis de enfrentaros con el ejército mejor preparado de la cristiandad…
Swinthila ríe con afectación, seguro de que no será vencido; se sabe
poseedor del cáliz de poder, con él aplastará a sus enemigos sin compasión.
Años atrás había vencido a los bizantinos sin la copa, ahora que la posee,
nadie podrá detenerle. La ha probado repetidamente, y ha comprobado sus
poderes. Por otro lado, el emperador está muy lejos, allende el mar, no se
ocupa de unas ciudades perdidas en el extremo occidental de su imperio.
Swinthila vuelve en grupas su caballo, sin dignarse responder a aquel
hombre que le ha desafiado, no duda de que lo aplastará, más pronto o más
tarde. Henchido de arrogancia regresa al acuartelamiento.
Aquella noche, en su tienda del recinto godo, Swinthila toma la copa de
oro entre sus manos y la acaricia como si de una mujer se tratase. Después se
arrodilla ante ella y la adora. Sin embargo, algo le incomoda aún, sigue
faltando el vaso de ónice de su interior; en los años que lleva en el poder, ha
dado órdenes de que se busque, pero sus esfuerzos han sido vanos; parece
como si se la hubiese tragado la tierra. Ha logrado averiguar que los francos
tienen algo que ver con la pérdida de la copa; pero, por más que ha enviado
espías y mensajeros a Austrasia y a Neustria, nada ha conseguido. Finalmente,
al experimentar la eficacia de la copa de oro, Swinthila ha ido olvidando la
vieja historia. No quiere nada más que lo que la copa de poder le proporciona.
Siguiendo su costumbre Swinthila bebe toda la noche hasta perder el
sentido. Por la mañana, contrariamente a lo que sería de esperar, se despierta
lleno de vigor, despejado, con seguridad en la victoria.
Aún no ha amanecido cuando, desde el campamento godo, se ordena el
ataque. Con catapultas se lanzan enormes capazos llenos de fuego y teas
incendiarias, que recorren el cielo oscuro y plagado de estrellas de la noche,
una noche sin luna.
Las teas hacen arder la ciudad. La suerte o el destino lleva a alguna de
ellas a caer sobre los almacenes de grano, llenos de cereales para resistir el
asedio. Las llamas del incendio se elevan leguas arriba, un gran dragón de
fuego se alza sobre el cielo de Cartago Nova. Desde el campamento godo se
escuchan los gritos de desesperación de los civiles. En la ciudad, después de
días de asedio, escasea el agua y si no la hay para beber, tampoco la hay para
apagar las llamas. Sus habitantes intentan sofocar el incendio con tierra y
arena, pero la solución se demuestra ineficaz.
El fuego se propaga de casa a casa; las viviendas sencillas de los
menestrales de la ciudad, de los pescadores, de los artesanos, construidas de
madera, arden como la yesca, transmitiendo el incendio de un lugar a otro.
La ciudad se convierte en un horno. Desde el campamento godo, observan
cómo la desesperación cunde en las calles y cómo los hombres se tiran desde
las torres de la muralla para huir del fuego.
En ese momento de horror, una señal luminosa parte de la montaña detrás
del campamento enemigo, es la orden para que la armada goda desembarque y
ataque. Al tiempo, el ejército de tierra, sirviéndose de catapultas, horada la
muralla y hace caer las puertas.
Las tropas visigodas se ensañan con los habitantes de Cartago Nova.
Swinthila consiente una gran masacre en la ciudad rebelde para dar un
escarmiento a todo aquel que se oponga a su poder. No hay piedad. Por orden
del rey se detiene a todos los judíos de la ciudad. Swinthila busca a una
persona, un judío, Samuel, el hombre que pudo haber estado implicado en la
muerte de su padre. Quiere vengarse.
Entre las gentes distinguidas de la urbe, el conquistador retiene a algunos
rehenes; en medio de ellos está aquel joven legado imperial que se le ha
enfrentado ante la muralla. Swinthila pedirá un rescate al emperador, por lo
que le envía a Toledo escoltado con otros cautivos, mientras él acaba de
sofocar los últimos focos de insumisión. Ordena que se le trate como merece
su rango, el emperador de Oriente debe conocer la magnificencia, el esplendor
y el poderío del rey godo Swinthila.
En la urbe derrotada todavía se mantienen en lucha pequeños núcleos de
heroica resistencia. Al fin, cae la noche sobre una Cartago Nova aniquilada.
Swinthila no quiere que queden ni los cimientos de lo que, anteriormente a la
destrucción, fue la metrópoli de la provincia bizantina de Spaniae.
Desde la montaña, donde se sitúa el campamento del ejército godo; el rey
divisa la gran bahía y el puerto, la muralla caída, las casas arrasadas,
columnas de humo ascendiendo al cielo; escucha gritos y sollozos surgiendo
entre las ruinas.
Una pequeña cuadrilla de soldados godos procedentes de la ciudad
devastada irrumpe en el lugar donde Swinthila presencia el exterminio de los
vencidos. Allí conducen a algunos presos, heridos y con quemaduras causadas
por el incendio, con caras ennegrecidas por el humo. El espatario que dirige al
grupo dobla su rodilla ante el rey para anunciar:
—Mi señor, hemos encontrado a aquel hombre al que buscabais.
Swinthila examina atentamente al grupo de desarrapados antes de
preguntar:
—¿A quién…?
—Un hombre judío llamado Samuel ben Solomon, poderoso entre los de
su raza; intentaba huir. Ha sido entregado por sus propios compatriotas para
alcanzar clemencia ante vos.
—¿Dónde está? ¿Quién es?
—Aquí lo traemos…
El capitán visigodo empuja a un hombre vestido pobremente, quizá
disfrazado para poder huir. Al levantar la cabeza, Swinthila reconoce en él al
judío que, tiempo atrás, le expulsó de su casa en Hispalis. La cara de Samuel
ben Solomon, enflaquecida por las privaciones del asedio, palidece pero sus
ojos manifiestan una desesperada determinación y conservan el odio que, años
atrás, Swinthila encontró latiendo en su mirada. El rey ordena que lo flagelen y
lo sometan al potro. Con la tortura confesará la verdad. Él repara asustado en
el rey, pero no solicita clemencia; presiente que el godo no tendrá compasión.
Los hombres del rey lo conducen hacia una empalizada, la prisión del
campamento.
Swinthila prosigue dictando disposiciones para la demolición final de
Cartago Spatharia. Al mismo tiempo, ordena que todos los bienes saqueados
sean entregados a la corona; ni una sola moneda ni una sola joya podrá ser
retenida; cualquier robo se castigará con la amputación de las manos. Los
hombres protestan, en otras campañas, el botín se ha considerado parte de la
paga de los soldados. El rey ha de dominarlo todo, no quiere la más mínima
insubordinación, todos deben someterse; quizá después tendrá tiempo de ser
generoso con quien le convenga.
Swinthila, rey de los godos, se engríe cada vez más, considerándose a sí
mismo, como el soberano más poderoso que nunca haya regido las tierras que
se extienden desde el mar Atlántico al Mediterráneo. Nunca, en la historia de
la nación que los griegos llamaron Iberia, los romanos, Hispania y los judíos,
Sepharad, un único soberano ha dominado todo el territorio peninsular. El
todopoderoso Swinthila se sabe señor de la Hispania y la Gallaecia, de la
Lusitania y de la Tarraconense, de las tierras de la Septimania y parte de la
Tingitana. Ha dominado a los rebeldes hispanorromanos del sur y Bizancio ha
sacado su pie de la tierra de sus mayores.
Además, Swinthila ha encontrado al hombre que posee la clave del
misterio que rodea a su familia. Al atardecer, el rey godo se dirige a la prisión
del campamento, una cerca en la que se amontonan los prisioneros. Ordena
que le traigan al judío. El olor a sangre y a sudor cubre a aquel a quien
Swinthila considera causante de la muerte de su padre y de la ruina de su
hermano. Ahora se aproxima el momento de interrogarle y conocer los
secretos que aquel hombre encierra.
Ha negado ser quien era, pero al reconocer en Swinthila, ahora rey, al que
despidió de su casa unos años atrás, tiembla. El rey ordena que le tumben en el
potro. La tortura hace a los hombres sinceros:
—¿Cuál es tu nombre?
—Samuel ben Solomon —contesta en voz baja.
Swinthila quiere averiguar todo lo ocurrido desde los tiempos de la guerra
civil, cuando aquel príncipe rebelde, Hermenegildo, se levantó en armas frente
a su padre, el poderoso rey Leovigildo.
—¿Conocisteis al hermano del rey Recaredo, al príncipe Hermenegildo?
—El judío calla.
A una señal del rey, el esbirro da una vuelta al torno; sale un grito de la
boca del judío, que balbucea:
—Sí, le conocí muy de cerca. Él me ayudó. ¡Ojalá él estuviese al frente
del ejército godo y no vos!
Ante estas insolentes palabras, el verdugo gira el torno. Samuel grita de
dolor.
—Ni en la tortura dejáis de ser insolente… ¿Qué más conocéis del
hermano de mi padre?
—Luché con él en Cástulo. Después, yo… yo fui el guardián de la esposa y
del hijo de aquel príncipe.
—¿Qué ocurrió con ellos?
—Cuando yo era un hombre joven, Hermenegildo me encargó de la
custodia de Ingunda y de su hijo Atanagildo. La guerra civil estaba acabando y
parecía desfavorable para el entonces rey de la Bética, Hermenegildo.
Embarcamos en uno de los navíos de mi padre con rumbo a Constantinopla.
El judío jadea por el dolor. Se ordena que se suelte un poco el torno para
facilitar que hable.
—Me jugué la vida por un godo… por alguien de vuestra familia —llora
— y vos me torturáis…
—Sois un traidor, lo sé.
—¡Nooo…! —protesta.
El judío baja la cabeza, calla un segundo y después grita:
—¡Salvé a su hijo! Cuando el barco se hundía, me acerqué al
compartimento de Ingunda, el suelo del camarote se había agrietado, ella y su
hijo habían caído a la bodega. Ingunda debió de morir al caer, pero el niño aún
vivía, estaba llorando en el suelo, magullado. Yo no podía bajar hasta allí
pero, desde el techo, logré amarrarlo con una cuerda… —exclama el judío—.
Al sacarle, la cuerda fue subiendo por el cuerpo del niño hasta que acabó
rodeando su cuello. Miré al niño colgando por el cuello, balanceándose en la
soga, amoratado. Recuerdo su mirada, una mirada clara tan parecida a la de
Hermenegildo. Juré que le protegería siempre como su padre me ayudó y
protegió a mí. Juré que me vengaría de los asesinos de su madre. La soga le
laceró el cuello causándole una cicatriz, que persistió por siempre. Después,
el Dios de Abraham me ayudó, logramos llegar a la costa sobre las tablas del
naufragio que flotaban en el mar. En la Tingitana nos rescataron las tropas del
imperio de Oriente. Allí me enteré de la ejecución de Hermenegildo y de la
ruina de mi familia, de la muerte de mi padre… Juré que me vengaría de todo
lo que fuese godo.
—Conozco bien el resto de la historia —le dice el rey—. Llenasteis de
odio la cabeza del hijo de Hermenegildo, que finalmente se enfrentó a mi
padre y le causó la muerte.
Swinthila se pasea lentamente alrededor del potro; los soldados y el
verdugo callan, no entienden mucho de lo que allí se está revelando, un
combate verbal entre el judío y el rey.
—Sois poderoso, un potentado entre los vuestros… ¿Dónde robasteis
vuestra riqueza…?
—Conseguí el control del comercio de perlas en el Mediterráneo. El
emperador Mauricio me favoreció mucho, por haber conducido al hijo de
Hermenegildo a su corte… Después proseguimos el viaje hacia Contantino. El
emperador Mauricio acogió al pequeño Atanagildo en su familia, y le llamó
Ardabasto. A mí me encargó de su educación…
—También del agradecimiento del tirano Witerico, que os devolvió el
favor de haber matado a mi padre.
—¡No…!
—Ah ¿no? ¿Negáis conocer al rey Recaredo?
—Bien sabéis que fui su médico personal…
—Lo sé, confesad ahora cómo procurasteis su muerte…
Los ojos de Samuel, llenos de sangre, llorosos por la tortura, se detienen
en el rey. Se incorpora en el potro y con un profundo desprecio, exclama:
—Sé que voy a morir. También sé que no duraréis vos mucho en ese trono
de iniquidad e injusticia.
El judío gime ante otra vuelta del torno; después, como si ya todo
careciese de sentido, como si su confesión fuese su última arma para hacer
sufrir a los que tanto había odiado, ratifica lo que Swinthila ya había supuesto.
—A Constantinopla, llegaron misivas de la reina Brunequilda; ella quería
recuperar a su nieto para usarlo como arma frente a Recaredo. El emperador
Mauricio no lo cedió sino que chantajeó a la reina con el niño. Yo entré en
contacto con los legados de la reina, me sobornaron para que consiguiese que
el heredero de Hermenegildo volviese a Hispania, a oponerse a Recaredo
para recuperar su trono. Así que, cuando aquel niño, al que los bizantinos
llamaron Ardabasto y los godos habían nombrado como Atanagildo, se hizo
mayor, instigado por mí, quiso vengar a su padre. Solicitó al emperador
Mauricio luchar al frente de las tropas en las provincias occidentales del
imperio, en Hispania. Ardabasto era un hombre alto, bien formado, e
increíblemente parecido a su padre. Se acercaba el momento de mi venganza.
Yo lo había educado en el odio y él quería luchar contra Recaredo, el enemigo
de su padre. Al llegar a Hispania, dejé a Atanagildo en Cartago Nova y me
dirigí a la corte de Toledo. Allí…
Se detuvo para tomar aire, un momento, y después continuó:
—En Toledo pude entrar en la maraña que se cernía en torno a Recaredo
porque seguí en contacto con los espías de Austrasia. Su reina quería asesinar
a Recaredo y a Liuva para poner a su nieto en el poder. Entre todos, tramamos
la conjura para conducir a Atanagildo al trono de los godos. Con mis riquezas
y dádivas a la comunidad mosaica conseguí que me hicieran acreditar como
sanador, trabajé con el médico real, a quien llegué a sustituir. Así, llegué a
ganarme la confianza de la reina Baddo. Ella necesitaba alguien de confianza;
a menudo, se sentía sola porque Recaredo, demasiado ocupado con los asuntos
regios, no podía acompañarla. A través de Baddo conocí los remordimientos
atroces que llenaban el corazón de Recaredo, quien se sentía culpable de la
muerte de su hermano Hermenegildo. Fue el momento indicado para poner por
obra el plan. Solo tendríamos que esperar que se reanudasen las hostilidades
contra los bizantinos. No transcurrió mucho tiempo antes de que aquello
sucediese. Yo ya me había dado cuenta del enorme parecido ente Ardabasto y
su padre, pero en aquel momento se hizo claro ante mí que podía ser un arma
frente a Recaredo. Le expliqué a Ardabasto que Recaredo era el causante de la
muerte de su padre y que la sombra de la culpa le perseguía. Así, en lo más
crudo de la batalla, luchando contra Recaredo, Ardabasto levantó la visera de
hierro que le cubría la cara. El hijo de Hermenegildo me contó después la
expresión de horror en la cara del rey, al enfrentarse a aquel que se parecía
tanto a su hermano; palideció intensamente, quedándose como agarrotado por
el terror al verlo. Ardabasto logró herirle, pero no pudo matarlo. Sus hombres
lo rescataron a tiempo. Tras ese encuentro, Recaredo enfermó de melancolía.
Después todo fue muy fácil, la reina Baddo me llamó para curar a su esposo.
Le administré alucinógenos y fui debilitando su salud. Se volvía loco. Sufría,
sí, sufría mucho.
—¿Le envenenasteis?
—No fue necesario… simplemente favorecí que la enfermedad hiciese su
obra… sin aplicarle el remedio oportuno. Algunas noches, hice pasar a
Ardabasto a las estancias regias cuando no estaba la reina. Aquello aumentaba
el delirio del rey. Pero, en un momento dado, Ardabasto no quiso seguir.
Comprendió que aquel hombre no había querido el mal para su padre. El día
antes de la muerte de Recaredo me abandonó. Toda la intriga política, que
había tramado con la corte de Austrasia, se hundió. Sí, me dejó y regresó a
tierras bizantinas, donde le aguardaba la hermosa Flavia, la hija de Mauricio,
que llegó a ser su esposa. Fue un error. Un año más tarde tuvo lugar la
rebelión frente a Mauricio y toda la familia imperial bizantina murió… Pero
yo ya me había vengado.
La furia acumulada en el interior de Swinthila, durante el relato del judío,
explota al fin.
—¡Morirás…!
El judío ríe con desesperación, y en su angustia, en su afán de venganza,
exclama:
—Lo sé; pero ahora tú también lo sabes. He quebrantado la estirpe
baltinga en todo lo que he podido…
—Mi madre sospechaba de vos…
—Solo al final, pero la perra murió ajusticiada.
Swinthila no puede aguantar más, la mención a su madre le conduce a un
paroxismo de ira. Entonces grita desaforadamente:
—¡Te mataré…! Eres una víbora…
Presa de furor, se lanza contra el hombre encadenado; saca su puñal y le
atraviesa el pecho. El judío esboza una última sonrisa. Su venganza se ha
consumado. Swinthila le da la espalda y abandona iracundo el lugar de la
tortura.
Al salir de aquel lugar de horror, el rey godo eleva la vista al cielo, que
aparece cubierto por el humo del incendio, nubes sombrías que llegan desde el
mar. Swinthila se ha tomado la revancha en aquel que planeó y ejecutó la
muerte de su padre; pero, en el interior de su ser, sabe que no le basta, necesita
más, necesita más poder, torturar y matar. La venganza se ha apoderado de él
como un veneno. Muchos se han enfrentado al mal, intentando rehacer el
pasado. Swinthila lo ha hecho, pero el mal a menudo nos consume. A
Swinthila lo está deshaciendo por dentro. Siente que necesita alivio y que solo
lo encontrará bebiendo de la copa, del gran cáliz dorado que recuperó en las
tierras de los astures. Acerca sus labios sedientos al cáliz. Al notar el líquido
rojizo y ardiente correr por su garganta y llegar a su vientre, recobra la
serenidad; una vez más, el cáliz le embriaga.
El legado del emperador
El sol luce con fuerza sobre las onduladas tierras de la meseta, preludiando la
llegada gloriosa de las tropas de Swinthila. Lejano queda ya el día en el que
un eclipse cambió el destino del reino de los godos; el día aquel en el que un
general godo, perseguido, regresaba a Toledo. Ahora, toda la pompa y todo el
boato que un soberano altivo puede organizar para dar un espectáculo ante el
pueblo, para consolidar su poder, se representa en las calles de la capital de
reino, remarcando la victoria real, como propaganda política. El populacho
aclama a los victoriosos soldados godos procedentes del frente bizantino. En
las calles se oyen fanfarrias y trompetas; al paso del rey, caen pétalos de
flores. El pueblo adulador aclama a Swinthila, quien siente el orgullo del que
se sabe invicto. Sin embargo, aquellas gentes no aman a su rey; Swinthila lo
sabe, pero no le importa; no quiere la estima de sus compatriotas, solo
dominarlos.
En el palacio que corona la ciudad, la reina lo espera. Junto a ella, sobre
la amplia escalinata que da acceso al palacio, los hijos mayores de Swinthila:
Ricimero y la hermosa Gádor. La hija de Swinthila, una joven alta, de anchos
hombros, de mirada diáfana, esboza una sonrisa suave, alegre, al divisar al
rey, su padre. La reina no sonríe. Ha llegado a sus oídos la matanza en Cartago
Nova. Los labios de Teodosinda, mudos, no emiten una queja, pero su
expresión está llena de reproches. No ha perdonado la muerte de su padre, de
su joven hermano. Swinthila capta la callada desaprobación de su esposa
pero, reconfortado por la copa, no se siente culpable de nada. Junto a la reina,
reciben a Swinthila los nobles del Aula Regia y los clérigos. En la comitiva
que sigue al monarca, para realzar aún más su gloria, se encuentran los rehenes
de alcurnia que fueron apresados en Cartago Nova. Son los que días atrás
fueron enviados a la corte como cautivos con objeto de canjearlos por un
rescate. Entre ellos está aquel hombre joven de tez morena, el legado del
emperador para la provincia bizantina de Spaniae.
Cuando entran en el palacio, las puertas se cierran tras la comitiva real,
dejando fuera la multitud vociferante. La reina no habla, no se atreve a
enfrentarse al poder absoluto de Swinthila. Ella se da cuenta de que su esposo
una vez más ha abusado de la copa, sus ojos son los ojos brillantes de un
maníaco. Habla y habla del futuro de sus conquistas y de la grandeza del reino
godo. La reina se desespera viendo a aquel al que ha amado, enloquecido por
una dependencia brutal de la copa de poder, del alcohol y de la ambición. Ella
lo sabe todo y calla porque le teme; cualquier palabra de reprensión podría
excitar la cólera de su esposo.
Solo una persona se opone todavía a Swinthila. Isidoro, obispo de
Hispalis, quien, al ser convocado a la corte para ser testigo del triunfo del rey,
conserva la fuerza suficiente como para censurar al monarca la represión cruel
en Cartago Spatharia, la urbe que le vio nacer. Swinthila escucha
pacientemente las palabras del clérigo; para calmarle, para mantener contenta
a la Iglesia, promete hacer penitencia. En aquel momento de poder supremo,
en el que él, el hijo de Recaredo, ha vencido a sus enemigos, en el momento en
que ha de afirmar aún más su soberanía absoluta, no escucha a nadie.
Las fiestas se suceden aquellos días. Bufones y juglares llegan a la corte.
Swinthila, pródigo con los amigos, derrocha dones entre ellos, pero también
expropia las tierras de los nobles, magnates y obispos que se le oponen, de los
enemigos de la casa baltinga, de los que forman parte de las castas
aristocráticas y se enfrentan al linaje real. Las continuas revueltas nobiliarias
son sofocadas sin piedad por Swinthila. Cada vez son más los prohombres del
reino que huyen a la región de la Septimania, donde se unen a la resistencia
armada que encabeza Sisenando. Ante este hecho, Swinthila se encoge de
hombros; no le preocupa, está convencido de su invulnerabilidad, de la
imbatibilidad que le proporciona la copa de poder. Nadie podrá derrotarle.
En una de aquellas fiestas en las que Toledo arde en luces, y en las que el
palacio está lleno por la nobleza del reino; el legado imperial se acerca
repetidamente a una doncella de cabello claro. Son jóvenes y parecen
entenderse bien. Las dueñas, que rodean a la dama, les vigilan, pero les dejan
hablar un tanto retirados del resto. Ella le sonríe con sus ojos de color verde
agua, él la embruja con una mirada oscura. Pronto ella prorrumpe en
carcajadas, una risa nerviosa provocada por la excitación que siente ante
aquel hombre joven que la corteja. Al principio ella se sentía tímida, hasta el
punto de resultarle difícil hablar. Pero ya no, ya no le intimida conversar con
él de las cosas que a ambos les interesan; mientras que él, en la soledad
forzada de su cautiverio, descubre el goce del amor a su lado. En los últimos
tiempos, ante la complicidad de las dueñas del palacio, se cuentan naderías o
se miran sin hablar pero, más a menudo, ríen por todo y por nada.
La fiesta prosigue, un hombre acompañado de un laúd entona una larga
balada sobre las victorias del gloriosísimo rey Swinthila. Los comensales
aplauden. Muchos se acercan al rey para adularle a fin de conseguir mercedes.
Le cansan, la velada se prolonga, y el rey se levanta, retirándose a sus
aposentos.
A su paso, todos se inclinan reverenciándole. Hace calor, o quizá
Swinthila se encuentra enfebrecido, necesita una vez más beber de la copa.
Cruza una galería y se asoma a una balconada abriendo las jambas de madera
de la ventana que chirrían; ante él se abre un cielo oscuro y estrellado. El
fresco de la noche le sosiega. Desde allí, se entretiene admirando la ciudad en
fiestas, llena de luces, los jardines del palacio alumbrados por mil antorchas.
Muy a lo lejos, más allá del río, hay movimiento de tropas en el camino que
conduce a la ciudad; seguramente serán las que vienen del valle del Ebro, allí
hay problemas con los vascones. Swinthila se pregunta: «¿Nunca lograré la
paz?».
Suspira y dirige la vista hacia los jardines de la fortaleza. El palacio de
los reyes godos está en calma. La luna amanece a lo lejos, en el horizonte,
desdibujando las luces de las estrellas. Desde un balcón en el que todo lo
domina, Swinthila se entretiene viendo danzar a las parejas jóvenes de la
corte. Entre las mujeres descubre a su hija. Se da cuenta de que es ya una
mujer casadera, aprecia orgulloso su hermosura. Desde su mirador el rey
distingue cómo ella danza una y otra vez con el mismo joven. Él pone su mano
en la cintura de ella. Los movimientos de ambos son suaves y armoniosos.
Callan. Él se inclina hacia ella. Entonces Swinthila le reconoce, es el legado
del emperador. Ha permitido que el rehén acuda a las fiestas de palacio para
que pueda apreciar la magnificencia de la corte de Toledo y, cuando sea
pagado su rescate, difunda la gloria del reino visigodo, pero ahora Swinthila
piensa que el bizantino se está extralimitando con su hija. Se despiertan los
celos en su corazón de padre al ver a Gádor, su adorada hija, feliz en los
brazos de un hombre joven; por lo que monta en cólera y se retira del balcón.
De inmediato busca a alguien sobre quien desahogar su ira; le echa la culpa a
Teodosinda. Enfurecido, se dirige a la cámara real, desde donde la hace
llamar. Mientras la espera recorre de un lado a otro el aposento, bramando:
«La simple de mi esposa no entiende que es peligroso dejar en libertada a una
joven doncella, y permite que Gádor coquetee con un joven que, políticamente,
no nos conviene».
Un correo se hace anunciar, proviene del obispo Braulio de Cesaraugusta.
Es un largo pergamino en el que el prelado de la ciudad le informa de la
situación crítica que atraviesa la urbe y las zonas circundantes; bandas de
vascones infestan el valle del Ebro, han causado cuantiosas pérdidas en la
zona, y se han atrevido a cercar la ciudad.
Los vascones han supuesto siempre un aguijón para los godos, quienes los
consideran como un pueblo primitivo de lenguaje ininteligible, un pueblo
nunca plenamente romanizado, gentes salvajes, que viven del saqueo y la
rapiña. El rey decide que aquello debe acabar, da órdenes a los gardingos
reales para que al día siguiente se convoque un consejo de guerra, que prepare
una nueva y victoriosa campaña; esta vez contra los vascones.
Cuando se retira el correo, Swinthila abre el cofre que siempre viaja con
él, tachonado en oro y con una cerradura muy labrada. De él saca la copa…,
¡qué hermosa es! La besa como su más preciado tesoro. Se arrodilla ante ella,
después la manosea y la llena de un vino rojizo, parece sangre. Consume
ávidamente su contenido hasta ver el fondo dorado del cáliz de poder.
Recuerda que hay otra copa de ónice, pero él no necesita más; la de oro le
sacia por completo. Swinthila se siente fuerte. Ahora cada vez más está
sometido a su influjo, precisa beber y beber de ella para mantener su vigor;
cuando por algún motivo ha de espaciar las libaciones, nota cómo su energía
mengua. A la par que su necesidad de beber se acrecienta, el color de su piel
se va tornando amarillento y su mirada a menudo es vidriosa.
No bien ha terminado de guardarla en el cofre, se escuchan unos pasos
suaves. La reina se introduce, sin hacer apenas ruido, en las estancias reales,
inclinándose ante su esposo. Al levantar la vista, Teodosinda se da cuenta de
que él ha bebido y ella, que nunca alza la voz, que no se opone a los gustos del
monarca, le advierte con dulzura:
—Bebéis demasiado, os estáis haciendo daño…
—Yo sé lo que me conviene… —le responde agriamente Swinthila.
Teodosinda, amedrentada a la vez que inquieta por él, le susurra:
—Es esa copa. Os va comiendo el alma…
—¡Soy el rey! ¡Hago lo que me place y no debo dar cuentas a nadie! Esta
copa es la que consigue que nunca haya sido vencido, la heredé de mi padre
para lograr el poder.
—¡Ya lo habéis conseguido! Ahora debierais guardarla y destinarla al
culto para el que se forjó. —Teodosinda se detiene unos instantes—. Sé que
tiene poder… pero ese poder puede destruir al que abusa de él. Mi padre…
mi padre… sé que murió por haber bebido de la copa.
Swinthila piensa en cómo es posible que ella pueda conocer el secreto de
la muerte de Sisebuto. Ella, Teodosinda, le sorprende siempre, aparentemente
parece que solo le preocupan los asuntos domésticos, que es de menguada
inteligencia, pero no es así. Teodosinda penetra en todo con perspicacia. Le
conoce muy bien. Detesta la actitud prepotente del rey, su afán de guerrear
siempre, su crueldad. Le ha amado esperando que quizás algún día él
cambiaría; porque ve en él al hombre fuerte y enérgico a la vez que justo, que
Swinthila hubiera podido llegar a ser si no hubiese sido herido desde la
infancia. Siempre desde los tiempos en los que ambos eran jóvenes, ella había
supuesto que, en un futuro, todo sería distinto. Quizá cuando sea nombrado
general, quizá cuando tenga un hijo, quizá cuando venza en una u otra campaña
guerrera, pensaba ella. Sin embargo, todo eso ha sucedido y Swinthila persiste
en su actitud. Sin embargo, ahora ella se da cuenta de que hay algo más. Es la
copa, sí, la copa con la que se embriaga continuamente, la que le ha
embrujado. Ella desespera ya de que algún día pueda llegar a ocurrir una
transformación en su esposo, ha perdido toda confianza. Es más, los múltiples
desprecios y desdenes la han herido profundamente; por lo que busca que, de
alguna manera, él escarmiente. Sin embargo, se acobarda ante la fuerza del que
es su dueño y señor.
Teodosinda ha sacado de quicio al rey una vez más; Swinthila vocifera,
haciéndole sentir toda su furia:
—¡Basta ya de insolencias…! No sois vos quien tenéis derecho a
reconvenirme, sino al contrario, soy yo el que debe censuraros. Es vuestra
obligación guardar la honra de vuestra hija. He visto a Gádor con el joven
bizantino. Su comportamiento con el legado imperial es indecoroso.
Teodosinda enrojece pero, armándose de valor, decide que debe
confesarle lo que Gádor y el legado del emperador le han propuesto, aún
exponiéndose a la cólera real.
—Él quisiera contraer matrimonio con Gádor. En vuestra ausencia, me ha
pedido su mano.
—¿Que le habéis dicho…? —grita él, profundamente airado.
—Que lo consultaría con vos. Creo que Gádor ya tiene edad para contraer
matrimonio…
—¿Con un extranjero…? ¡Estáis loca…!
—Ardabasto no es un extranjero, proviene de una familia goda y ha sido
criado por el emperador. Emparentaríamos con el más poderoso de los
soberanos de nuestra época.
Al oír aquel nombre, Ardabasto, Swinthila se paraliza, enfocando
fijamente la suave carita de su esposa, sus pequeñas arrugas, sus ojos
atemorizados, y pregunta con voz mucho más serena:
—¿Ardabasto…? Decís que su nombre es Ardabasto…
—Sí, Octavio Heraclio Ardabasto… ¿Por qué…? ¿Qué ocurre?
—Ese nombre está ligado a la muerte del rey Recaredo… —le dice el rey
godo sombríamente.
Swinthila comienza a atar cabos. Por un lado, Ardabasto es un nombre
griego como cualquier otro. El hijo de Hermenegildo, al parecer, fue
asesinado, y el legado imperial es demasiado joven; el hombre al que se
enfrentó Recaredo en el sitio de Cartago Nova tendría que tener ahora al
menos cincuenta años. Sin embargo, en las palabras del judío había algo
oculto… ¿Por qué estaba el judío en Cartago Nova? ¿Buscaba a alguien?
¿Quizás al legado?
El rey, con gesto brusco, despide a Teodosinda, no quiere hablar más con
ella, le indica ásperamente que vigile a su hija. Durante largo tiempo,
atraviesa a grandes zancadas la cámara real, de un lado a otro, encolerizado y
rabioso con la actitud insolente de su hija y de su esposa. A la vez,
sorprendido e intranquilo por la coincidencia de nombres del legado
bizantino. Tras unas horas de divagar, exhausto, se tumba en el lecho sin casi
desvestirse. Un criado intenta ayudarle, pero el rey le despide. El hecho de
haber bebido de la copa le produce ahora una intensa somnolencia. Duerme y,
en su sueño, ve a Liuva en un barco, en medio de una tempestad, que le mira
con la misma expresión vacía, sin luz, de siempre.
La luz del amanecer hiere el rostro de Swinthila, retornando a su mente lo
ocurrido la noche pasada. Tras ser revestido por los criados, desayuna con
frugalidad y se prepara para el consejo.
Cuando penetra en la sala donde se reúne el Aula Regia, se ve rodeado
inmediatamente por nobles, duques y condes de palacio, están también
presentes los gardingos; todos ellos hombres experimentados en mil
campañas, que desean la guerra. Sin embargo, esta vez no será como la
campaña contra los bizantinos; en Cartago Spatharia el botín fue abundante.
¿Qué les pueden ofrecer unos vascones desarrapados que viven guarecidos en
las montañas? La lucha contra los vascones será difícil y sin la recompensa de
otras expediciones. Sin embargo, Swinthila no puede consentir que alguien se
levante contra él y contra su reino; piensa que cuanto más les sea tolerado a
aquellos hombres sin ley, a más se atreverán. Movilizará todo el ejército
contra ellos, pero al mismo tiempo sabe bien que aquello no será el final de
las tierras vascas; no está tan lejano el reino de los francos, sus proverbiales
enemigos. La campaña continuará atacando a los francos, de quienes podrán
obtener un buen botín. Es así como Swinthila decide iniciar una nueva guerra.
Muchos de los asistentes al Aula Regia están de acuerdo, son hombres que se
encuentran en su elemento en el frente de batalla.
Al término de la reunión, el rey les indica que su hijo Ricimero los
acompañará al frente de las tropas, que deben servirle y obedecerle como si
de sí mismo se tratase, porque será asociado al trono como su sucesor.
Algunos aclaman a su príncipe, otros no dicen nada. Están molestos.
Pertenecen a la facción nobiliaria, la que busca que el nombramiento real sea
electivo para así poder tener opción al trono.
Los preparativos para la guerra mantienen al rey tan ocupado que no puede
entrevistarse con el legado bizantino hasta pasados varios días. Mientras tanto
ordena que sea puesto bajo custodia y que nadie ose acercarse a él.
El día antes de la salida contra los vascones, Swinthila recibe al legado.
Es un hombre alto, bien parecido, con ojos muy oscuros rodeados de pestañas
espesas y cabello negro como la pez. Por su aspecto y complexión, podría ser
un hombre del sur de Hispania. Es un hombre altivo, de aspecto orgulloso.
—¡Habéis puesto bajo custodia al legado imperial…! —le dice el
bizantino al entrar—. Mi cargo merece respeto, represento al emperador. Al
insultarme a mí, insultáis al soberano más poderoso del mundo…
—Vuestro cargo quizá merezca un respeto, pero vos —le dice— me habéis
engañado…
Él no entiende de lo que el rey le está hablando; después Swinthila
prosigue:
—¿Quién sois…?
—Mi nombre es Octavio Heraclio…
—¿Cómo os llaman…?
—Ardabasto.
—Un nombre griego…
—Lo es.
—Mi esposa me ha dicho que vuestra familia es goda.
—De niño perdí a mi familia. En la revuelta de Focas asesinaron a todos
los hijos del emperador Mauricio, entre los que se encontraban mi padre y mi
madre. Una criada consiguió esconderme y salvarme; me envió a la Tingitana,
allí fui criado por el exarca de África, Heraclio, quien me adoptó. Ahora,
Heraclio se ha convertido en emperador. He venido a Spaniae en calidad de
embajador del imperio y porque quería conocer los orígenes de mi familia. Un
hombre…
Swinthila le escucha estupefacto. Antes de que acabe le interrumpe. Todo
parece concordar, así que le pregunta a bocajarro:
—¿Cuál es el nombre de vuestro padre?
—Mi padre entre los bizantinos fue llamado también Ardabasto, mi madre
era Flavia Juliana, hija del emperador Mauricio.
—¿Vuestro padre era godo?
—Sí. Lo era…
—¿Su clase…? ¿Su estirpe?
Ardabasto permanece durante unos segundos en silencio.
No quiere mentir.
No sabe cómo va a reaccionar aquel rey prepotente y tiránico ante la
verdad.
Al fin, con valentía confiesa:
—Mi padre poseía el nombre godo de Atanagildo, era hijo de
Hermenegildo, quien fue rey de la Bética.
Al escuchar aquellas palabras Swinthila explota furioso:
—Hermenegildo no fue rey de la Bética, fue únicamente un traidor. Vos
habéis venido para conspirar contra mí. No merecéis vivir.
Inmediatamente, Swinthila hace venir a la guardia.
—Llevaos a este hombre de mi presencia y custodiadlo bien. Reo es de
muerte por alta traición.
Ardabasto, sumido en la angustia, cala el odio y el despotismo del rey
godo, se da cuenta de que está delante de un hombre al que nada detiene, que
jamás ceja en sus propósitos; un hombre para quien él solo significa un
obstáculo a su poder absoluto, por lo que no dudará en matarle.
Swinthila ordena que se le conduzca a un calabozo hasta su regreso. Su
suerte está echada, pero antes el rey desea saber más. Hay muchos pormenores
ocultos en la figura del bizantino. Le interrogará más a fondo cuando él,
Swinthila, regrese victorioso de su campaña contra los vascones.
La campaña contra los vascones
Dicen que los antiguos pensaban que las Parcas ataban y desataban los hilos
de las vidas de los hombres, cruzando y descruzando su rumbo, para formar un
tapiz. Yo, el Destino o la Providencia, doy fe de que así ocurre. Las vidas de
los hombres se entremezclan, se unen y se desunen, confluyen o se disgregan.
¿Qué hay tras ello? La voluntad del Único que lo conoce todo, y que yo, el
Destino, no hago sino obedecer.
Un hombre moreno, alto, de aspecto oriental se dirige al sur por los
caminos que un día labraron los romanos, monta en un caballo nervudo de
patas finas y color negro. Su paso es rápido, la altiplanicie se extiende ante él,
álamos y abedules junto a un riacho, reseco por el calor. La tierra es ocre o
anaranjada. Al fondo, las montañas del sur.
El día atardece en aquellas montañas morenas, el sol pierde su luz al
descansar sobre ellas. Los olivos y encinas alargan su sombra hasta que esta
se convierte en un todo continuo, haciendo borrosos los rasgos de los
viandantes. Es el largo crepúsculo del final de la primavera.
Escucha un ruido detrás; parece que la calzada vibra al paso de caballos al
galope. Una tropa de soldados godos se abalanza camino abajo. El hombre se
repliega a los lados de la calzada, dejándoles pasar. La centuria va demasiado
deprisa y se pierde tras una curva del camino.
El sol se ha ocultado y una luna de verano redonda, de color violáceo, guía
sus pasos. El hombre se interna en la serranía por una senda estrecha. A lo
lejos, se oye aullar a un lobo. Durante el día, el calor le ha abrasado, ahora la
temperatura desciende por una brisa que trae el frescor de las montañas.
Asciende fatigosamente una ladera entre árboles, internándose después por
una pequeña vereda que conduce al sur. Ardabasto se orienta mirando al cielo;
se encamina hacia las tierras feraces que cruza el Betis, alejándose de la
estrella polar.
Al cabo de un tiempo, aminora la marcha. La luna se ha ocultado tras una
nube y el camino se ha estrechado hasta al fin desaparecer. Desmonta, se
encuentra perdido.
Muy a lo lejos, al otro lado de un valle, brilla una luz; quizá son pastores
durmiendo a la intemperie que tal vez puedan indicarle el camino. Decide
acercarse a aquel lugar, donde la luz parece señalarle su destino.
—Debes esperarme aquí… —habla suavemente al caballo acariciándole.
Lo ata a un árbol y relincha suavemente en la noche. Después camina con
precaución, en aquellas serranías se ocultan los bandoleros y la luz pudiera
ser de ellos.
Con un ruido rítmico y continuo, ulula un pájaro, quizás un búho.
Ardabasto escucha ratones de campo moviéndose entre las matas, continúa su
sigilosa aproximación al lugar donde brilla la luz.
No son pastores.
Entre los árboles ve a un encapuchado, parece un monje; con un palo
grande mueve un puchero en el fuego; cocina un conejo de monte en las brasas
de la lumbre. No parece peligroso.
Se escucha un silbido en la noche, un lazo acorrala a Ardabasto, que se
revuelve intentando liberarse. El monje se levanta ágilmente hacia donde oye
el ruido.
—Vengo en son de paz… —logra decir Ardabasto a través de la cuerda
que le ahoga—. He perdido el camino…
—¿Por qué, entonces, os acercáis sigilosamente en las sombras? ¿Por qué
nos espiáis? —dice el monje.
—¿Adónde vais por estas serranías perdidas? —pregunta el hombre que le
ha capturado.
Ardabasto intenta contestar a ambos, a la vez que trata de liberarse del
lazo que le aprieta.
—Huyo de los soldados del rey, pero soy hombre de paz… Por favor,
soltadme y dejadme seguir mi camino.
El hombre que le ha atrapado le dice:
—Todo a su tiempo. Queremos conocer quiénes sois… y por qué nos
espiáis.
La voz del asaltante atraviesa a Ardabasto. A la luz se da cuenta de que es
un hombre casi anciano pero muy fornido. Ha debido de ser un buen luchador,
valiente y muy experimentado, que sabe protegerse.
—Me dirijo hacia Hispalis, donde tomaré un barco hacia Constantinopla.
Mi nombre es Ardabasto, fui legado del emperador en Cartago Spatharia hasta
que esta cayó. He sido retenido prisionero por el rey Swinthila. Debéis saber
que el emperador pagará un buen rescate por mí, y que yo puedo…
El hombre mayor le observa fijamente, sonriendo con cierta sorna.
—Nos da igual, ¿cómo vamos a cobrar ese rescate? Además, tampoco
nosotros tenemos demasiado interés en encontrarnos a los hombres del rey
Swinthila…
—¿Proscritos…?
—Sí, lo somos.
—¿Huis también de los godos?
—Ahora sí pero, en realidad, fuimos expulsados de nuestra tierra, en las
montañas cántabras.
Al oír aquello, Ardabasto les preguntó:
—Entonces, ¿conoceréis un lugar… un santuario en las montañas, llamado
Ongar?
—De allí provenimos… Yo fui monje en Ongar —dijo el ciego—. Fui
expulsado de los valles…
—¿Cuál fue el motivo? —habló Ardabasto cada vez más interesado.
—… hace años desapareció del santuario de Ongar en las montañas
cántabras un objeto sagrado. Algo pequeño pero muy valioso para nuestras
gentes. Nos acusaron de haber facilitado la huida del que lo robó. El consejo
de ancianos nos ha desterrado hasta que lo recuperemos…
Entonces, la voz del legado resuena en la noche, temblorosa.
—¿Era ese objeto una copa?
—¿Cómo lo sabéis? —le pregunta el monje.
Habla Ardabasto:
—Mi padre, al morir, me legó unos pliegos de su padre. En ellos me pedía
que buscase una copa y la reintegrase a sus verdaderos dueños, un convento de
monjes en las montañas cántabras.
—Yo he hablado con la verdad… —dijo Nícer asombrado—; contestadme
vos también con toda la verdad. ¿Quién sois en realidad?
—Ya os lo he dicho, mi nombre es Ardabasto.
Entonces le pregunta Liuva:
—¿Cuál es vuestra estirpe?
—Mi padre se llamaba también Ardabasto entre los orientales; pero era
godo, su nombre godo era Atanagildo.
Muy nervioso, le interroga de nuevo Nícer:
—¿Cuál era el nombre del padre de vuestro padre?
—Mi abuelo… mi abuelo se llamaba… Hermenegildo.
—¡Loado sea Dios! —exclama Nícer—. Existe el Destino, la Ventura o la
Providencia. Yo luché con vuestro abuelo y estoy ligado a él con lazos de
sangre más fuertes que el hierro, él era mi hermano. Este hombre se llama
Liuva, y es sobrino de vuestro padre.
En la sombra los tres hombres se abrazan.
—Como ya os hemos dicho, hemos pasado por Cesaraugusta… Allí
conseguimos algo, algo a lo que debemos dar su legítimo destino.
Entonces Nícer se levanta, se dirige hacia unas alforjas de las que saca una
maravillosa copa de oro, decorada en ámbar y coral.
Ardabasto, atónito, se inclina hacia la copa, la que ha buscado entre los
godos, está allí a su alcance. Después, dirigiéndose a ellos con una cierta
sospecha, expone en tono de duda:
—Pero… Vos no os dirigís al norte. Camináis hacia el sur.
—La copa no está completa, falta…
—La copa de ónice —ataja Ardabasto—, de la que hablaba el testamento
de mi abuelo Hermenegildo.
—Sí. La copa de ónice… la parte más valiosa. La copa que lleva en sí el
bien y la verdad —afirma Liuva, que continúa hablando, despacio, como
recordando todo lo ocurrido en aquellos años de destierro.
—Desde hace varios años, hemos vagado de un lado a otro de Europa;
hemos naufragado, hemos sido torturados, apresados en cárceles varias veces,
hemos perdido nuestro camino. Sería muy largo relatar todas las penurias que
hemos sufrido. Hace unos meses, llegamos a la corte de Toledo; yo pude
hablar con la reina y convencerla para que devolviese la copa al norte. Fue el
hijo del rey, Ricimero, que no podía levantar sospechas, el que la consiguió y
nos la cedió para reintegrarla al norte. Sin embargo, Swinthila sospechó de
mí, porque alguien me vio por la ciudad del río Ibero y yo soy fácil de
recordar; puso precio a mi cabeza. Huimos de allí…
—¿Por qué os dirigís entonces a Hispalis?
—En la corte del rey Dagoberto encontramos una carta de Hermenegildo
al emperador Mauricio en la que se decía que la copa se halla en el lugar de
su último descanso. Después, pensamos que el lugar del último descanso de
Hermenegildo quizás es…
Aprovechando una pausa de Liuva, Nícer toma la palabra…
—Creemos que es el lugar donde Hermenegildo fue enterrado.
—¿Dónde…?
—Investigamos sobre el paradero del cuerpo de Hermenegildo… Sabemos
que sus partidarios se lo llevaron a la ciudad donde reinó.
—Quizá sea así —titubea Ardabasto—, pero quizás ahora yo pueda
ayudaros. Mis noticias complementan las vuestras. Yo también tengo otra carta
de Hermenegildo; en ella dice que busque a la abadesa de Astigis, que ella
sabe dónde está la copa sagrada. No sé si esa mujer vive o no, porque ha
pasado demasiado tiempo. Yo me dirigía hacia allí.
Ardabasto extrae de la faltriquera el pequeño pergamino y lo lee. Después,
Nícer saca la carta que ha conseguido en la corte del rey Dagoberto. Muchas
cosas concuerdan. Durante horas, los tres hombres analizan los antiguos
pergaminos, atando cabos. Así, deciden unir sus caminos y dirigirse hacia la
ciudad de Astigis, donde una mujer guarda un secreto desde largo tiempo
atrás. Una mujer que posee la clave del paradero de la copa sagrada.
El regreso de Hermenegildo
Montes pardos, matojos de poca altura, encinas dispersas que nunca formarán
la sombra compacta de un bosque; alguna laguna que parece morir de calor;
pinos enhiestos, de copa redonda; acebuches salvajes y laderas de olivos
domesticados por la mano del hombre; la serranía se abrasa. La jara está
reseca y la aulaga se adormece bajo los rayos ardientes de un sol de
comienzos del estío. Muy a lo lejos, una casita blanca en lo alto de un monte
yace como desprotegida. Es la sierra dulce y morena del sur, por donde
caminan un anciano alto y musculoso, otro hombre más joven y un monje
ciego, hermanados entre sí bajo la luz de un astro esplendente. Nadie diría que
huyen, su paso es lento. El hombre joven guía el caballo y, tras él, monta el
ciego. A su lado, camina Nícer. Ya no evitan el paso por las ciudades. Varios
días atrás en un poblado, Ardabasto escuchó un rumor: el rey Swinthila había
sido derrocado, todas sus órdenes habían prescrito. En los pueblos se hablaba
únicamente del nuevo rey: Sisenando.
La calzada asciende una cuesta, dobla una curva y, al fin, ante ellos, un río,
el antiguo río Sannil[36] y, al frente, unas murallas. Han llegado a la ciudad de
Astigis[37]. En ella se alzan campanarios y torres de iglesias por doquier. La
calzada entra en la villa cruzando un puente de amplias arcadas. En el calor
del verano, el caudal ha decrecido, los juncos se doblan hacia la ribera
cenagosa.
Pasadas las puertas de la muralla, encuentran una pequeña plazoleta con
una fuente, en la que las mujeres llenan sus cántaros de agua y beben las
bestias.
Mientras el animal abreva, Nícer se dirige a una de las mujeres,
preguntándole por el convento de las monjas; le señalan una de las travesías
que parten de la plazoleta, para que prosigan por allí.
Cruzan las transitadas calles de Astigis, vías estrechas y anchas, huertos de
hortalizas, iglesias y conventos, una ciudad polvorienta y al mismo tiempo
alegre, con flores en las casas y pequeñas tiendas de orfebres, tejedores,
guarnicioneros que abren sus puertas en la mañana.
El convento está adosado a una iglesia de piedra de nave basilical; una
mujer devota sale de la iglesia; se topa con los visitantes y los guía hacia la
puerta del monasterio. No está cerrada sino simplemente entornada. Ardabasto
la empuja con decisión. Cuando se acostumbran a la penumbra, alcanzan a
distinguir que se encuentran en una pequeña estancia de techo bajo donde hay
una ventana cubierta por celosías; al lado, una campana. Nícer se acerca a ella
y la toca repetidamente. Pasan unos minutos y al otro lado de la reja de
madera, se escucha el ruido de sayas.
—Ya voy…
Se descorre una cortina y, a través de la celosía, en la sala contigua,
vislumbran una hermana gruesa de pelo blanco.
—¿Qué desean de estas pobres siervas de Dios…? —La voz de la monja
es gangosa.
—Queremos ver a la abadesa… —responden.
—Tendrán que aguardar un momento; además, la abadesa ya no recibe
visitas.
—Decidle que es un asunto importante… que afecta a personas que ella ha
querido. —La voz suave de Liuva se difunde por la pequeña portería del
convento.
—¿Quiénes sois?
Entonces, Nícer contesta con voz fuerte:
—Decidle únicamente que Hermenegildo ha regresado.
La hermana lega los inspecciona con desconfianza y extrañeza, antes de
desaparecer en las sombras.
—Se lo diré…
Transcurre algún tiempo de espera que a todos se les hace muy largo.
Nícer y Liuva no paran quietos por el nerviosismo. El resultado de años de
fatigas parece estar ya ante ellos.
Al fin, en la penumbra del claustro, aparece la figura de una anciana, las
tocas le cubren el pelo y la frente; la cara es de cutis muy blanco y con pocas
arrugas; los ojos de color verdipardo muestran en sus pupilas el cerco oscuro
que deja en ellos la edad, están bordeados por unas cejas grises, anchas y
expresivas.
—¿Qué deseáis de una sierva de Jesucristo…? ¿Qué relación tenéis con
aquel que murió ajusticiado inicuamente?
Ardabasto se adelanta a exponer.
—Mi padre se llamaba Atanagildo y fue educado en Bizancio en la corte
del emperador Mauricio. El padre de mi padre fue príncipe entre los godos y
rey de las tierras béticas, se llamaba Hermenegildo. Murió ejecutado
injustamente.
La monja no habla, solo observa atentamente el rostro de Ardabasto como
queriendo reconocer en la faz de aquel hombre joven los rasgos de otro que
ella amó en su juventud.
—Mi padre me hizo llegar una carta de Hermenegildo. Os leeré lo que
dice.
Ardabasto saca el pergamino; en ese momento, Florentina le dice:
—No hace falta, conozco su contenido.
La abadesa habla con una voz como de más allá de esta vida, una voz
velada por la emoción:
—Han pasado más de cuarenta años desde la muerte de Hermenegildo…
¿Por qué regresáis ahora a turbar la paz de los muertos?
—El juramento que Hermenegildo realizó en el lecho de muerte de su
madre debe cumplirse. Mi padre, Atanagildo, no lo hizo, se le ocultó el
contenido de esta carta, que expresa el perdón. Se le educó en el rencor hacia
la estirpe de Recaredo; finalmente, él, mi padre, Atanagildo, descubrió la
verdad: la muerte de Hermenegildo fue debida únicamente al rey Leovigildo;
Recaredo no fue culpable.
La abadesa lo escucha como si tuviese delante de sí una visión. Después
habla con voz conmovida.
—Yo sé que Recaredo no fue culpable de la muerte de su hermano. Conocí
a vuestro padre, Atanagildo, cuando los orientales ocuparon estas tierras. En
aquel tiempo, Atanagildo no debía de conocer el contenido de la carta, estaba
lleno de rencor. Yo intenté convencerlo de que perdonase. ¿Cómo le llegó a
Atanagildo la carta?
—Cuando regresó a Bizancio, tras la muerte de Recaredo; el emperador
Mauricio se la entregó junto con otros documentos que, tras recorrer las tierras
de Europa, por fin habían llegado a la corte bizantina tiempo después de que él
partiese hacia Hispania, a la guerra contra Recaredo. Comprendió que su
deber era buscar la copa y devolverla, pero lo fue postergando. En Hispania
reinaba Witerico y no era el momento de regresar, el tirano habría matado a
cualquier persona que perteneciese a la casa real de los baltos. Además, en
aquella época, mi padre contrajo matrimonio con Flavia, la hija del emperador
Mauricio, y fue feliz. Poco tiempo le duró su felicidad, en el año segundo de
su matrimonio, los rebeldes de Focas se sublevaron contra el emperador
Mauricio, asesinando a toda la familia real. Yo fui salvado por una nodriza de
la corte que me entregó al entonces general bizantino Heraclio, con unos
papeles que acreditaban mi origen, entre los que se hallaba esta carta que
podéis leer.
La abadesa se retira un poco de la reja de la clausura dando unos pasos
atrás, quizá no quiere que se trasluzca su emoción. Entonces, se escucha el
ruido de una enorme llave introduciéndose en una cerradura antigua. La puerta
situada junto a la celosía se abre y la abadesa entra en la pequeña sala. Es una
mujer alta ligeramente inclinada hacia delante que mira Interrogante a las
personas presentes en la sala.
Ardabasto habla de nuevo:
—¿Sabéis dónde reposa Hermenegildo…?
—Lo sé, pero antes de revelaros el misterio, quisiera conocer la identidad
de los que os acompañan.
La abadesa descubre al monje ciego, lo observa con curiosidad. Ardabasto
le explica:
—Este hombre ciego fue rey entre los godos, es hijo de Recaredo; su
nombre es Liuva. La inquina de los nobles le ha conducido a este estado.
—Habéis sufrido mucho de la mano de los hombres —reconoce ella.
Liuva, tras tantos años de penalidades, encuentra en aquellas palabras su
consuelo, un bálsamo que calma el dolor de sus heridas.
Después, Florentina se vuelve hacia aquel hombre alto y fuerte, con el pelo
blanco y en el que las fatigas pasadas han cincelado estrías en la cara. Nícer
habla de sí mismo, presentándose:
—Soy Nícer, hijo de Aster, quien fue príncipe de los albiones, mi madre lo
fue también de Recaredo y Hermenegildo. En las tierras del norte fui bautizado
como Pedro, soy duque de los cántabros. Guardo la copa dorada que poseyó
Recaredo.
De una faltriquera, Nícer extrae la hermosa copa de medio palmo de altura
revestida de ámbar y coral. La copa que conduce al poder.
La abadesa prosigue entonces en un tono de voz apacible y melodioso:
—El destino nos ha unido a todos aquellos que de un modo u otro amamos
a Hermenegildo. La Providencia divina ha dispuesto que demos cumplimiento
a la promesa.
Con unas manos blancas que quizás hace tiempo no han visto el sol, la
abadesa acaricia suavemente la copa dorada.
—En ella van los odios y el destino, es una copa consagrada para el culto
divino, destruye a quien la utiliza mal. —Ahora la voz era la de Liuva, quien
ha presentido que la copa se halla próxima.
Florentina observa fijamente su interior, el oro resplandece. Entonces les
anuncia:
—Ha llegado la hora de la verdad…
—¿Sabéis dónde reposan los restos de Hermenegildo?
La abadesa se concentra en sí misma para rememorar el pasado:
—En el año segundo del feliz reinado de Hermenegildo, este construyó una
iglesia en una población cercana a Hispalis. En aquella época le perseguía ya
su padre. La dotó de hermosas coronas votivas, cruces y ornamentos dignos de
la fe que él profesaba. Amaba mucho aquel lugar y en él se veneraba una copa,
una copa que después llevó consigo hasta la muerte. Cuando sus fieles trajeron
los restos, los enterramos allí. Yo presencié su sepultura.
—¿Dónde está ese lugar?
—No muy lejos de aquí, a veinte leguas de camino, junto al río Betis. Iré
con vosotros, será mi último homenaje a Hermenegildo, el hombre más noble
que nunca he conocido.
Acaba con una frase misteriosa pronunciada como para sí misma.
—Creo que me gustará verle de nuevo.
La abadesa cubre su rostro con el velo que indica su condición de
enclaustrada; después toca la campana junto a la puerta y acude la hermana
lega. Florentina le indica que permanecerá fuera del convento por un tiempo
indeterminado, también le pide que el mandadero del convento le provea de
una mula.
Poco tiempo después, la ciudad de Astigis ve salir a una mujer envelada y
tres hombres que toman el camino hacia el sur. Atraviesan la campiña
ondulada, reseca y agrietada por el calor, un calor que no les deja casi
respirar, y que torna lentos los pasos. Cruzan olivares y campos de trigo,
siguen el curso del río, lo que les proporciona un cierto frescor. Más abajo, en
una población grande, el río Sannil se une con el Betis. Allí se detienen en
unos puestos junto a la calzada, para mercar tocino seco y pan negro. En todas
partes se escuchan noticias de la derrota de Swinthila.
Florentina se lamenta:
—Sé que no era un hombre justo. Le matarán… No solo eso, destruirán a
su familia. Ningún rey godo depuesto ha sobrevivido.
Durante un cierto tiempo, guarda silencio, interrumpido por unas palabras
que Liuva articula lentamente.
—Yo lo he hecho. Yo fui rey, fui destronado y sobreviví.
—Vos sois distinto…
—¿Distinto…? ¿En qué? Quizá queréis decir que yo fui un rey débil, un
pobre tonto, quizá por eso sobreviví. Swinthila es un hombre fuerte, quizá por
eso morirá…
Ella, que no quiso anteriormente ofenderle, se intenta excusar.
—Vos quizá teníais amigos… Swinthila no los tiene, alrededor de ese
hombre solamente hay clientelas de gente servil que le traicionarán y le
venderán.
—¿Amigos? Pasé veinte años en el norte abandonado por todos… Ya no
me importa. Ahora, después de tanto tiempo, ya no tiene relevancia para mí ser
o no ser como se espera que sea un rey. Creo que cada uno se labra su propio
destino. Yo lo hice, soy culpable de mis propios errores. Desde que hace diez
años Swinthila apareció en mi retiro del norte y se llevó la copa, he aprendido
muchas cosas. He aprendido que, a veces, el débil es el que sobrevive, y el
fuerte, el que muere. ¿Habréis oído la fábula del junco y el roble?
—Sí, el junco en la tormenta se doblega; el roble no y se troncha…
—Efectivamente. Cada vez me veo más como el junco…
Liuva esboza una suave sonrisa, quizás hace años que no lo ha hecho.
Florentina logra que se encuentre a gusto. Con ella, Liuva recuerda el pasado,
que de tan sombrío, se le ha hecho menos doloroso.
Ella, con su suave tono de voz, continúa:
—Nícer y vos habéis sobrevivido a muchas cosas.
—Sí. Desde que nos hemos hecho —Liuva habla en tono jocoso—,
digamos que inseparables, hemos sufrido un naufragio, casi nos comen, meses
de prisión, tormentos, asaltos… Lo hemos superado todo. Ya ves: un ciego y
un hombre ahora ya anciano.
—Nícer lucha muy bien.
—¡Todos los hijos de Aster lo hacen…!
—¿Aster? —pregunta Ardabasto, que está escuchando la conversación.
Liuva no quiere decir nada más y resume con presteza el asunto.
—Una leyenda, una leyenda de los pueblos del norte. El padre de los
astures.
Nícer camina delante de los que así conversan, levanta la cabeza al oír
hablar de los hijos de Aster. Entonces observa atentamente a Ardabasto, ahora
que se ha desprendido de su atuendo oriental y se cubre con una simple capa y
las vestimentas de un hombre rústico, le recuerda más a Aster, su padre.
Continúan andando bajo un sol que parece que les va a derretir las
entrañas. El camino se les hace largo, cuando escuchan la voz de la abadesa,
quien levanta la mano y señala un lugar a los lejos. En aquella dirección se
levanta una iglesia pequeña, de tres naves de piedra, con contrafuertes y techo
cubierto de madera. Las campanas repican con el toque del mediodía. Algunos
labriegos salen de su interior.
—¿Nos permitirán abrir el sepulcro…?
—Yo conozco al preste que cuida la iglesia y vos, mi señor Nícer, si como
decís luchasteis al lado de Hermenegildo, también lo conoceréis.
—¿Quién es?
—El hombre que le acompañó en su muerte, su escudero Román; el que
recogió la copa de ónice tras su ejecución.
En la iglesia, la triple arquería se apoya en sobrios pilares, cubiertos por
estuco. La luz proviene de una ventana trífora situada sobre la bóveda de la
capilla mayor. Florentina atraviesa la nave central y entra en la sacristía.
Habla detenidamente con un clérigo, un hombre ya anciano. Es Román, aquel
antiguo siervo que acompañó a Hermenegildo en sus últimos momentos. El
siervo saluda a Florentina y observa con curiosidad a las otras personas que
forman la comitiva. Después, ambos inician una larga conversación. En un
determinado momento, la abadesa va señalando a las gentes que la
acompañan. Después, la monja y el clérigo se dirigen a ellos. Tras unos
saludos apresurados, el ahora preste Román cierra las puertas del templo.
La iglesia de gruesas paredes de piedra, sorprendentemente luminosa, se
divide en tres naves alargadas. En la parte superior de las naves se abren
ventanas cubiertas de finas celosías que dejan entrar la luz. El presbiterio y el
altar están separados del resto del templo con un cancel. Florentina se dirige
sin dudar a una capilla lateral que parece sobresalir hacia el exterior; en ella
hay un pequeño altar contiguo a la pared. Sobre el altar en la penumbra puede
leerse, en una piedra alargada, una inscripción latina:
In nomine Domini anno feliciter secundo regni Domni nostri Erminigildi
regis quem persequitur genetor sus Domiinus Liuuigildus rex in cibitate
Ispalensem duti aione[38].
Florentina la lee en voz alta, en un latín más vulgar y comprensible para
todos.
En el nombre del Señor, en el año segundo del feliz reinado de nuestro
señor Hermenegildo, el rey, a quien persigue su padre, nuestro señor el rey
Leovigildo; conducido a la ciudad de Hispalis para siempre.
Aquellas palabras traen a la memoria de Nícer la carta que había
conseguido en la corte de los francos, por lo que exclama:
—Esas son las mismas palabras que nos leyó Dagoberto.
—Hermenegildo quiso que la inscripción fuese como una señal para que
su hijo llegase a encontrar lo que él más quería, la copa sagrada, la que
conduciría a su hijo al bien y a la verdad —explica Román.
—Sí —reconoce Florentina—. En su huida hacia las tierras francas,
Hermenegildo pasó por Astigis. Él había heredado de su madre la capacidad
de la adivinación, el don de penetrar en el tiempo y en el espacio. Siempre se
había sentido muy unido a ella, la sin nombre, y le dolía no haber podido
cumplir el juramento proferido en su lecho de muerte. Poco tiempo antes de
venir a mi convento, al mirar en el fondo de la copa de ónice se le había
revelado que su hijo no había muerto, que había sobrevivido al naufragio; por
eso, en Astigis, hizo que yo escribiese la carta que ahora posee Ardabasto. En
ella, le pedía a Atanagildo que cumpliese la promesa y devolviese la copa al
norte. Esa carta dirigida a Atanagildo le llegó a este muchos años más tarde.
Román asiente a lo expuesto por Florentina y a su vez añade:
—La inscripción se realizó al principio de la rebelión, cuando todo
parecía ir bien a nuestro señor Hermenegildo, pero si os fijáis, la parte final
de la inscripción difiere de la segunda parte. Se ha borrado lo que ponía
anteriormente y lo sustituimos por cibitatem Ispalensem ducti aione, su
sentido más profundo es este: «traído a la ciudad de Hispalis para siempre».
Este es el lugar de su último descanso. Cuando Hermenegildo murió, yo recogí
la copa. Él me había pedido que lo enterrase aquí junto a la copa, en Hispalis,
donde había sido feliz, en la pequeña iglesia que él mismo mandó construir, y
en la que había esta inscripción.
Román suspiró con tristeza al recordar el pasado:
—Recaredo nunca supo que era aquí donde se guardaba la copa de ónice.
De hecho, él no quiso saber nada más de ella, le hacía sufrir demasiado. Pensó
que había cumplido su misión, devolviendo al norte la copa de oro. Nunca
preguntó por la copa de ónice. La copa de ónice siempre ha estado aquí, junto
a Hermenegildo. Cuando le enterramos, la guardamos en la tumba, que
cubrimos con una losa en la que estaba grabada la inscripción; solo
cambiamos el final de la misma, para avalar que Hermenegildo llegó a
Hispalis, ducti aione[39] para siempre. Así, con esta inscripción y en este lugar
oculto, nadie, sino los más íntimos, los que le amamos, podría deducir que
aquí se hallaba enterrado el príncipe rebelde, nuestro amado Hermenegildo y,
con él, la copa de la verdad y el bien.
Román se detiene emocionado. Todos callan un momento.
Después, Román saca del interior de la sacristía unas palas de hierro.
Ayudado por Nícer y Ardabasto, introducen las palancas en el borde de la
losa. Tras algún esfuerzo, descubren la tumba, una tumba en la pared con un
crismón por único detalle decorativo y la inscripción latina.
Al abrirla no notan olor a podredumbre, sino un olor a tierra mojada
mezclado con un perfume suave que ninguno de los presentes es capaz de
distinguir. Un grito se escapa de la boca de Florentina al ver el cuerpo del que
ella había amado; los demás guardan silencio conmovidos. Allí está
Hermenegildo. Su rostro es pálido y sereno, como una estatua de cera. La
herida larga y rojiza de su cuello indica la causa de la muerte. Su cuerpo no ha
conocido la corrupción. Parece hallarse descansando. En sus manos, la copa
de color rojo oscuro brilla reflejando la luz de las antorchas.
Florentina solloza y exclama:
—Aquí está la copa que tantos habéis buscado. Solo el que es carne de su
carne y sangre de su sangre puede tomarla.
Ardabasto, con esfuerzo, avanza y, guiado por una certera intuición, besa
las manos, yertas y rígidas sobre la copa. Al roce de los labios del legado,
Hermenegildo parece aflojarlas, como abriéndolas. Ardabasto se la arranca
sin esfuerzo y retrocede algunos pasos hacia atrás. Nícer le acerca el cáliz de
oro. Ardabasto une ambas copas, la de ónice encaja perfectamente en la de
oro, y deposita ambas sobre el altar. Todos se arrodillan.
En la capilla sucede algo portentoso, una luz sobrenatural sale de la copa y
lo envuelve todo. Ilumina el sepulcro, abierto tras del altar, con el cadáver
incorrupto de Hermenegildo, el propio altar con la copa y, más allá,
resplandece sobre los que han amado al que fuera rey de la Bética. Un silencio
profundo y reverente invade la estancia. Todos permanecen de rodillas
sintiendo que un prodigio acontece en sus corazones.
Entonces sucede algo de lo que nunca volverán a hablar. A todos les
parece que Hermenegildo abre los ojos y se levanta de su lecho de piedra,
interpelando a cada uno de los presentes. En ese momento sus espíritus se
llenan de una paz profunda e inefable.
Para Florentina no hay palabras, sino que se siente envuelta por su mirada,
una mirada que expresa un amor más allá de la muerte.
A Ardabasto le parece entender unas palabras que le dicen: «Has
cumplido el destino de la copa, eres mi digno sucesor».
Hermenegildo, atravesando la ceguera de Liuva, le confía: «Tu destino va
unido al de Swinthila, deberás ayudarle y entonces retornará a ti la visión del
cuerpo y la del alma. Te aguarda una larga vida».
A Nícer, Hermenegildo le hace ver las tierras del norte, sus hijos
defendiéndose de las luchas entre clanes; en ese momento percibe claramente:
«Pronto llegará la paz y tú regresarás con los tuyos. Conducirás la copa al
lugar que le corresponde; con ella vendrá la concordia a los pueblos del norte.
Después, llegará un tiempo en el que todo se derrumbará, pero la salvación
vendrá de las montañas cántabras, de los hijos de tus hijos». Nícer no entiende
las últimas palabras, que se graban para siempre en su interior; sin embargo,
se alegra sabiendo que volverá con los suyos.
Román siente cómo Hermenegildo le agradece toda la fidelidad con la que
le ha servido, colmándose de un consuelo y una alegría superiores a todo lo
que él ha experimentado en los días de su vida.
La quietud se hace más densa; un silencio sagrado les envuelve.
Después, el cuerpo del príncipe se deshace ante sus ojos, y solo queda del
que había sido rey de los godos un poco de polvo, como de ceniza.
El Concilio IV de Toledo
Justino I (518-527)
Justiniano 527-565)
Tiberio (565-582)
Mauricio (582-602)
Focas (602-610)
Heraclio (610-641)
Mapas
Estirpe visigoda de los baltos y Estirpe merovingia
AGRADECIMIENTOS