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Lección cuarta

En las últimas clases se planteó la cuestión: si no hay un Dios, ¿qué es entonces


propiamente la realidad? Y hemos pasado revista a una serie de respuestas, encontrando
en cada una de ellas que se ha absolutizado algo particular que se halla en el mundo ante
nosotros; o que todas ellas son afirmaciones tales que o bien se encuentra el punto donde
eso no es científicamente verdadero, verdadero para el conocimiento, o bien el punto
donde, traspasando la ciencia, está expuesta una imagen del mundo o una imagen de Dios
que no es denominada Dios, y a la que no verificamos con el conocimiento, sino con
nuestro ser. Pero lo decisivo para nosotros en esta revisión fue que las ciencias, cuanto más
transparentes llegan a ser, muestran tanto más claramente que todo lo que conocen es
alcanzado mediante un método en cada caso determinado y se refiere a objetos existentes
en el mundo; fue que el mundo como todo de ninguna manera puede llegar a ser objeto de
una ciencia, y menos aún algo a lo que se podría denominar transcendencia. Cuando se ha
aclarado esto, fracasan todas las discusiones de carácter científico sobre lo que
verdaderamente es. En otro momento concluí refiriéndome a la idea india de que el mundo
entero en el que vivimos, en el que vivimos nuestra vida, es una gran apariencia, el velo de
Maya; es un enigma: ¡quién sabe por quién ha sido producido!; es nulo de un extremo a
otro, Afirmación ésta que volveremos a encontrar otra vez más tarde, y que a su vez no se
puede verificar mediante el conocimiento, sino mediante lo que uno siente en sí mismo.
Algo completamente diferente es (asi lo he expuesto) lo que nosotros mismos no
conocemos, pero sentimos en nosotros mismos como libertad, debido a que lo que
hacemos depende de nuestro propio juicio, y debido a que nos ocurre que notamos que yo
me despreciaría, tendría que despreciarme, si hiciera esto.

¿De dónde proviene esto? ¿Qué es eso que se presenta aquí, en determinadas
circunstancias, con tan extraordinaria firmeza? ¿Qué es eso que está ahí con clara
resolución: querer obrar, tener que obrar ahora, no por coacción externa, sino movido por lo
que propiamente soy yo mismo? Aquí se da una experiencia que la Psicología no puede
comprobar, ni tampoco estudiar, y sobre la que se puede hablar mucho sin llegar a un
resultado concluyente, como también voy a hacer yo ahora, al decir por ejemplo lo
siguiente:

Lo curioso es que podemos faltarnos, que quedamos perplejos y nos volvemos inseguros, y
que, cuando nos volvemos seguros y después nos decidimos con la conciencia de la
libertad, sentimos que no somos libres por nosotros mismos, sino que nos somos regalados
en nues tra libertad y no sabemos desde dónde. No somos por nosotros mismos, sino que
resulta que no podemos querer nuestra voluntad; resulta que nosotros, lo que nosotros
mismos somos en nuestra libertad, no lo podemos proyectar; resulta que el punto de partida
de todo nuestro proyectar y querer es más bien aquello en lo cual nos somos regalados. Si
nos somos regalados, entonces resulta que cuanto más clara nos sea nuestra libertad en un
ins tante y la libertad es concreta, es querer esto, es hacer y dejar de hacer esto-, resulta
que en ese caso sentimos tanto más claramente cuanto más resuelta sea la libertad; resulta
que en esta libertad se halla metida esa necesidad que no viene por sí misma, que no viene
por una ley natural, que no viene por una ley moral deducible, sino por algo en lo cual tan
sólo podemos repetir constantemente: lo mismo que no nos hemos creado a nosotros
mismos, esta libertad no es por nosotros mismos, sino que nos es regalada, y, para colmo,
regalada de tal modo, que este ser-libre y obrar-libremente está ligado a la conciencia de la
necesidad completamente diferente de la coación.

¿De dónde proviene esto? Evidentemente que no proviene del mundo. No proviene de
ninguno de los objetos que conocemos en el mundo, sino que a aquello de donde proviene
lo denominamos la transcendencia o Dios. Al sentir la total dependencia de nuestra libertad,
es decir, al estar ante la transcendencia, nos hacemos tanto más resueltamente
independientes del mundo, ya no tenemos que volcarnos en él, no estamos sometidos a él.
En todas las relaciones de causa a efecto en las que estamos por nuestra existencia
corpórea y social, existe ese punto en el que sabemos: me es indiferente el que se me
pueda matar, pues hay algo que no se puede hacer, que la naturaleza no puede hacer.

Así, lo que, sorprendentemente, se expone en la cátedra, y lo que se explica en libros desde


hace miles de años, ya se explique de una forma sencilla ya (con razón) de una forma
complicada, pertenece, como contenido intelectual natural que es, al hombre en tanto que
hombre. Esto lo vemos en el hecho de que puede aparecer de un modo completamente
natural en los niños, sin que éstos reflexionen, sino al pensar de un modo natural, al
percatarse de algo repentinamente, por así decirlo.

Voy a contar una anécdota: hace más de cuarenta años subí con una niña de nueve años a
Königsstuhl, en Heidelberg. En tanto que tío, yo quería entretener a la niña y, en tanto que
profesor, naturalmente también instruir la. En el cielo el sol se apresuraba por encima de la
planicie del Rin hacia el horizonte, y yo le explicaba a la niña por qué se ha comprendide
que no es el sol el que se mueve, sino el globo terrestre con nosotros. La niña escuchó un
momento, y después me interrumpió diciendo: «todo eso es indudablemente absurdo!», dio
una patada contra el suelo con el pie y aclaró: «al contrario, es la tierra la que está
completamente fija. Lo verdadero es lo que yo veo. Pero yo veo que el sol se apresura
siempre hacia el horizonte; es él el que se mueve y no nosotros». Se me ocurrieron otras
cosas, señalé a un prado, al otro lado del Neckar, que se llama prado de los ángeles y que
está entre los bosques, donde por las noches se reúnen los elfos; le conté algo sobre esto,
pero muy pronto fui interrumpido, diciéndome la niña: «jbah!, todo es indudablemente
absurdo, son meros cuentos de hadas. Elfos y ángeles en absoluto los hay, no se los ve por
ninguna parte». «Por consiguiente», dije yo, «en ese caso ¿sólo existe lo que se ve, y no lo
que no se ve?» «Naturalmente», dijo ella con una respuesta triunfante. Yo había perdido
todas las veces. «En ese caso, por consiguiente», dije yo, «tampoco hay Dios? No se lo
ve». La niña se sorprendió y dijo con respecto a esto, con gran seriedad y completamente
convencida: «entonces, de ningún modo existiríamos nosotros». Esta ocurrencia repentina,
que no es resultado de una reflexión intelectual, sino de la conciencia natural del yo, y que
se opone a la insensata afirmación que yo había deducido de sus observaciones
precedentes, esta ocurrencia repentina me parece que es lo natural del hombre, lo más
simple. Sería incluso malo que la filosofía, que pertenece al hombre en tanto que hombre,
estuviese ligada al hecho de que existan unos filósofos que la exponen. Los filósofos sólo
pueden destacar con más claridad lo que los hombres propiamente ya saben; y desarrollar
detallada y, dentro del margen de sus recursos, minuciosamente con las consecuencias lo
que es útil, explicarlo con detalle, llenarlo de mayor riqueza de conceptos y de imágenes.
Pero siempre resulta que lo que es propio del hombre en tanto que hombre tiene que
proceder de él mismo, siempre resulta que él se hace consciente de su libertad en ello, y
que todo lo demás sólo viene por añadidura. Esto puede ser muy fructuoso y muy
importante, pero el fundamento es la vida práctica y la realización, la praxis vital del pensar
y la ejecución del pensar, el no-dejarse-llevar. Puede que la filosofía también tenga aún la
ventaja de poder consolidar mediante conceptos y razonamientos lo que es propio del
hombre en tanto que hombre, la ventaja de descubrir fórmulas, y la ventaja de que estos
pensamientos pueden sernos, en los momentos en que nos faltamos, la brizna de paja (por
así decirlo) a la cual nos agarramos, o todavía más, pues sin embargo lo hemos sabido. No
puede estar completamente perdido.

La transcendencia, pues, evidentemente no es un objeto de conocimiento, y no es un objeto


al que yo, en virtud de mi libertad y haciendo uso de no importa qué mañas y formalismos,
pueda convertir en un objeto de conocimiento. Y a pesar de ello, nosotros, en tanto que
hombres, tenemos los medios para percatarnos de lo que nunca deviene objeto, y de lo que
puede guiar y guía nuestra vida, quizás aún cuando no sepamos que lo expresamos en el
lenguaje, pues existe en lenguaje. A este lenguaje de la transcendencia lo denominamos
lenguaje de las cifras. Dios mismo es una cifra, en este sentido.

Ahora mismo quisiera exponerles algunas de semejantes cifras de la divinidad. Estas nos
son proporcionadas por la tradición. Nuestra tarea no consiste en aprenderlas como fin en
sí, sino, si podemos, en apropiarnoslas en su estado original, apropiárnoslas naturalmente
no en con ceptos teóricos. Esto no se efectúa en la cátedra, ni tampoco escuchando, sino
que tiene que hacerlo cada individuo en particular. En una conferencia sólo se puede indicar
que ha habido y hay algo así, y, por tanto, voy a hacer referencia a tales cifras enseguida.
Pero antes quisiera decir lo que desarrollaré en las próximas clases.

Les mostraré las cifras en una división pequeñísima; después mostraré que existe en
nosotros la obligación, procedente de la transcendencia y consignada en la famosa fórmula
que ya les dije: «no te formarás ninguna imagen ni símil», la obligación de saber que no
estamos autorizados para conceder realidad a las cifras en tanto que cifras, la obligación de
saber que con las cifras propiamente hacemos siempre algo con lo que tocamos lo que no
es conveniente. Pero a la vez puede decirse lo siguiente: si echamos por este camino
extremo -les mostraré que ha sido recorrido de la forma más decidida posible en la India, no
en Occidente -, ya no podemos respirar, por asi decirlo. Podría decirse que nosotros, seres
vivos finitos y sensibles, que nosotros, hombres que necesitamos intuiciones,
representaciones, objetos, dejamos de existir cuando ya no tenemos nada y sin embargo
vivimos en el tiempo, en el mundo. Por tanto, regresamos a las cifras, pero sabiendo lo que
son las cifras. Esto constituye el curso fundamental de las ideas de esta y de la próxima
clase.

Comienzo hoy. Voy a empezar hablando sucesivamente - mi selección, naturalmente, no es


arbitraria del todo, sin embargo no necesita ninguna justificación más - de las cifras de la
divinidad, es decir, primero, sobre la cifra de lo Uno, en segundo lugar, sobre la cifra del
Dios personal y, tercero, sobre la cifra «Dios se ha hecho hombre».

Hoy voy a hablar sobre lo Uno.

A lo ya dicho añado que, en la historia de la religión, existe el hecho de los muchos dioses;
para nosotros existe de la forma más importante en Grecia, de suerte que allí los muchos
dioses, probablemente también en los grie gos, están dominados con plena claridad por la
idea del dios uno, pero en aquel entonces sin influjo sobre la conciencia colectiva - esto ha
llegado sobre todo con la Biblia. - En los griegos existía más que nada el llamado
politeísmo, como les he mostrado, la más natural de las verdades, la cual también lo es aún
para nosotros. Como dije, el griego tenía que rendir homenaje al dios uno, con lo que
ofendía a otro dios, y llegaba a una lucha de los poderes - al estado natural de nuestra
existencia humana-. Hoy, dije, sirve a Hera, la diosa del matrimonio, mañana a Afrodita,
pasado mañana a Artemisa, la castidad; se respeta el derecho de cada una y, a la vez que
se respeta el derecho de una, se priva a otra del suyo, y ésta se enoja. Esta multiplicidad de
poderes que dominan nuestra existencia, y todos los cuales tienen algo que se convierte en
cifra, todos los cuales tienen pretensiones que no se pueden negar, constituye el estado de
cosas fundamental del que partimos nosotros, y al que quizás nunca podamos superar
definitivamente, pues pertenece a la realidad natural, y es bastante fácil mostrar cómo el cle
mento politeista también impregna el cristianismo y todas las religiones que empiezan
siendo monoteístas.

Contra este fenómeno general se vuelve la idea del dios uno: en Esquilo, en Platón, en
otros griegos. Este es, como se dice hoy, el dios de los filósofos, extremadamente serio y de
ningún modo fácil de admitir, pero completamente diferente del de la Biblia. En otra clase
voy a hablar de esto desde el punto de vista histórico. Hoy quisiera tratar de una forma no
histórica, en abstracto, de esto Uno, de lo que éste puede significar.

La fuerza de lo Uno nos trae de la distracción a nosotros mismos, de suerte que yo me hago
idéntico a mi. Enla multiplicidad de: hoy esto, mañana aquello, me deshago y no tengo la
continuidad de lo Uno, mediante el cual mi vida en conjunto, sin plan-pues mediante un plan
se la echaría a perder, se la logicificaría y se la haría finita, mediante el cual mi vida se
convierte en una continuidad, en un Uno, de modo que puedo tener conciencia de que me
hago, no lo soy, me hago idéntico a mi. Lo Uno es el origen al que se mira para buscar lo
Uno en la vida práctica. Por eso, lo Uno es a la vez para mí lo absoluto de la transcendencia
una, y en mi es lo Uno como guia de mi realización histórica. Quizás se pueda uno expresar
diciendo que esta realización histórica y siempre particular del hombre llega a ser, en su
pequeñez, la cifra de aquello Uno infinito que es él mismo cifra. En mi presencia se refleja,
por asi decirlo, lo Uno como el sol en las gotas de agua, y ser una tal gota de agua es, por
así decirlo, el sentido de la «existencia» humana que está vuelta hacia lo Uno. Por tanto, lo
Uno está infinitamente lejos, es in concebible, incognoscible, fundamento de todo ente, y,
por otra parte, está completamente cercano cuando me soy regalado en mi libertad y llego
al camino del devenir idéntico-a-mi.

Lo mismo dicho otra vez de un modo diferente: por estar en relación con lo Uno ahistórico,
inmutable, eterno, nuestra realización «existencial» en la historicidad, mutabilidad,
temporalidad, es puesta a salvo, puesto que desde esto mudable se oyen las exigencias de
lo Uno, y la «exis tencia», por así decirlo, impulsa hacia lo Uno para llegar a sí misma

Si ahora se habla de esta transcendencia, se puede decir por ejemplo en cuanto a lo


subjetivo, hablaremos la próxima vez sobre ello: lo Uno de la transcendencia no es un Uno
general, sino plena particularidad. No excluye nada, porque nada está fuera de él, porque
todo es por él. Por eso, en absoluto está amenazado. A los hombres no les es necesario
luchar por él. Pero los hombres tienen que luchar por sí mismos. Nosotros tenemos que
luchar por nosotros, a ver si oímos y reflejamos lo que sale de lo Uno hacia nosotros. Si se
toma lo Uno en su incondicionalidad y se lo examina objetivamente, entonces se tiende a
estar directamente vuelto hacia este Uno, por así decir lo, y a seguirlo, al Uno, mientras que
en nuestra temporalidad es probable que el asunto sea precisamente lo contrario. Lo Uno
no se manifiesta como lo Uno que, por así decirlo, lucha por sí y se impondrá. Lo Uno no
hace ninguna propaganda, sino que lo Uno actúa indirectamente, al entrar en relación los
hombres los unos con los otros. Lo Uno está realizado en la medida en que los hombres
logran comunicarse entre sí. Esta sería la idea de esa comunicación perfecta de los
hombres que comienzan siendo dos; comunicación en la que las almas miran la una dentro
de la otra, tal y como lo han mostrado visionarios cristianos en la Edad Media; como una
visión fantástica de la vida eterna paradisíaca o como la forma de vida de los ángeles cifras,
visiones fantásticas, de las que de momento no nos ocupamos. Lo importante es que se ve
que lo Uno no lo alcanzo yo mientras lo reclame para mi y, en estas circunstancias, mientras
tenga la conciencia de que lo Uno debe ser anunciado, de que lo Uno, este Dios uno, es el
único Dios, y de que yo lo conozco, tengo conocimiento de él, lo he escuchado y todos
deben seguirlo. Sino a la inversa: quien escucha al Dios uno o a lo Uno de la
transcendencia, sólo se puede aproximar en el mundo a lo Uno por el hecho de que en el
mundo surja la unidad: hace un momento la unidad conmigo mismo, la identidad conmigo,
ahora la unidad entre los hombres, la comunicación. Lo que une conduce a lo Uno. En la
Edad Media existía una idea del siguiente tipo, de la que todavía hoy quedan restos apenas
perceptibles: la lucha en la existencia, esté motivada por los propios intereses, por el honor
o por cualquier otro motivo, conduce a los hom bres a la fatalidad de luchar a muerte los
unos con los otros. Cuando esta lucha tiene lugar entre hombres que están orientados hacia
la unidad, no conduce, por ejemplo, a que la simple lógica del entendimiento diga: «vaya
tonterías, dejemos la historia, indudablemente somos de la misma especie», sino a que los
hombres vayan a parar a la situación en la que hay algo que exige combatir (lo que hasta el
momento no ha cesado, pero quizás podría cesar algún día), sostener caballerosamente un
combate. ¿Qué significa caballerosamente? De la insuficiencia que reina en la situación de
la existencia empírica y que obliga a la lucha, de la insuficiencia que se da en el combate y
cuyo origen sigue siendo en el fondo incomprensible, de este destino no quiere escaparse el
hombre caballeroso en cubriéndolo con el entendimiento y con simplezas, pero, en la
dureza de la afirmación de sí y del fracaso, los comba tientes que combaten
caballerosamente se convierten en combatientes amantes mediante lo Uno que los une. Las
más magníficas imágenes de ello que tenemos provienen de la Edad Media, imágenes en
ciernes también provie nen del mundo griego-nunca hay que tratar de adherir las cosas
absolutamente a una única época, en él tenemos los más magníficos comienzos de dichas
imágenes, que ahora no les voy a desarrollar. Basta con que exista esta idea, y la idea sólo
pudo existir porque lo Uno o el Dios uno habla.

Pues bien, sigue existiendo una gran dificultad, a saber: ¿qué es, pues, este Uno? Una
cifra, decimos. ¿Se entiende lo Uno numéricamente, en el sentido del número «uno>>? La
respuesta a esto es: el número «uno» está inevitablemente en la expresión. Pero de ningún
modo es suficiente esta respuesta, e induce a error. Kant ha diferenciado una vez en otro
contexto (en el que habló de una unidad que ahora no vamos a considerar): la unidad
cuantitativa y numérica de la unidad cualitativa. La unidad cualitativa la niega el
entendimiento. Pensaríamos algo que parece un absurdo. Uno es, por supuesto, uno. Pero
todo depende de que lo que aqui parece un absurdo no sea comprendido ahora con el
entendimiento, sino que se haga real con el pensamiento de la transcendencia una, del Dios
uno. El mero número de lo Uno es algo externo y aparente. La fuerza de lo Uno de la
transcendencia tiene un sentido completamente diferente del mero número. Si se toma el
mero número por si, entonces se tiene como consecuencia que en la realización de lo Uno
numérico aparece la violencia, se efectúa un juicio del fanatismo sobre otros; con otras
palabras: se tiene como consecuencia que aquí lo Uno puede convertirse en fuente de
devastación. Quisiera mostrarles esto parece rebuscado en un primer momento con un
ejemplo más cercano, para mostrarlo después otra vez desde la divinidad una en esta
ambigüedad: lo único, que guía, y lo Uno, que degenera en fanatismo. Este ejemplo es el
siguiente:

Se habla del amor uno de los sexos. ¿Qué significa esto? La idea de lo Uno en el amor es
transcendente. El amor uno es regalado desde un lugar en el que no penetra ninguna
voluntad ni ninguna intención, y es algo de lo que nadie sabe si le toca en suerte a él. Este
amor uno, al que se puede denominar metafísico, está mal designado mediante lo Uno
numérico. Lo Uno numérico es o puede ser la consecuencia, en la idea. Pero tomarlo desde
un principio como el rasgo característico sería equivocado.

El segundo momento del amor de los sexos es el matrimonio uno. Está fundado en la
decisión, es decir, en la decisión de fidelidad para esta vida y en este tiempo. Esta unidad
es querida, por eso puede ser conocida, y por ello también es objetivamente constatable
como número. Y en la sociedad adquiere una forma jurídica a su vez constatable.

En tercer lugar tenemos que la sexualidad como tal es, por naturaleza, polígama en el
encanto y riqueza de las variaciones, sin otro compromiso que el de la belleza y el de la
estética. Entonces se puede decir: la idea de unidad transforma todos los momentos que
acabamos de enumerar en algo que llega a ser Uno, pero que incluye los tres momentos.
Esto es una idea, una mera idea, si ustedes quieren, pues ¿dónde estaría realizado en el
tiempo? De ninguna manera se podría observar o constatar en el tiempo. Entonces el
matrimonio monógamo no existiría en este matrimonio en sí, no existiría sólo por una
decisión, por esencial que ésta sea. En la obra de Thornton Wilder: Nos hemos puesto a
salvo una vez más, hay un pasaje notable, al que yo considero de sentido muy profundo.
Cuando la esposa de aquel hombre que vive en todas las épocas se da cuenta de que éste
sale con su secretaria, le dice: «no nos hemos casado por amor, sino porque tomamos
juntos la decisión», y el hombre se convence de ello en el mismo instante, y el asunto queda
solucionado. Aquí sólo se alude a un momento, al momento del matrimonio. Pero cuando yo
hablo de la idea de lo Uno, resulta que este matrimonio monógamo, considerado como
momento temporal, incluso de carácter jurídico, existe de un modo tal, que se hace
necesaria la expresión: «los matrimonios se contraen en el cielo». No, se contraen en el
Registro Civil. Nadie sabe si se contraen en el cielo: éste es otro origen y, si este otro origen
existe e incluye al matrimonio, el matrimonio cambia de carácter. Lo mismo ocurre con el
erotismo. Quizás sólo se pueda aumentar el encanto del erotismo, el cual es en sí poligamo
y está introducido en la idea de lo Uno. Pero no quiero seguir abordando estas cuestiones.

El punto que ahora me interesa es el siguiente: Si ahora viene alguien que hace de la idea
de lo Uno lo

Uno numérico y llega a formular el juicio (sea sobre sí mismo, sea sobre otros): esto es un
amor metafísico, entonces este es un juicio pernicioso. En primer lugar, se confunde el
número «uno» con la unidad cualitativa. Es posible que en el mundo del erotismo, del amor
políga mo, irrumpa lo que acabamos de denominar idea de lo Uno, del amor metafísico;
pero nadie lo conoce, nadie puede constatarlo. Constatar puedo constatar la monogamia del
matrimonio, y nada más. Constatar puedo cons tatar los modos de manifestación del
erotismo. Esto pue do estudiarlo desde el punto de vista psicológico, espiritual y estético,
pero este Uno no lo puedo conocer. Por tanto, quienes se aparten del pensamiento filosófico
del amor metafísico uno, que, sí existe, es un regalo de la transcendencia, y del que nadie
puede afirmar que lo posee cuando se formulan juicios desde allí, se vuelven perniciosos,
destruyen de un modo iliberal lo que es huma no, impiden que se realicen posibilidades, se
hacen arro gantes.

Pues bien, cuando hablamos de la transcendencia una, dense cuenta de que de ningún
modo podemos hacerlo sin la palabra «uno», sin lo Uno numérico. Pero el tener que hablar
así no tiene por qué obligarnos a dejarnos engañar por la tergiversación en lo numérico.
Este Uno, pues, este Uno está en relación con la transcendencia, con la divinidad, de una
manera posiblemente tan perniciosa como ese modo de la tergiversación de lo Uno que les
acabo de describir como mero ejemplo. Pero ¿de qué modo?

Es decisivo que lo Uno siga estando en completa leja nía, tan lejano e inaccesible que, si
quiero aprehenderlo, me desaparece, y tan lejano e inaccesible, que no hay otro modo de
aprehenderlo más que convirtiéndome yo mismo en espejo y cifra al escuchar la cifra, pero
sin apropiarme de él en ningún momento, como si yo, esta gota de agua, fuese preferible a
cualquier otra o estuviese al corriente de cómo van las cosas en otras gotas de agua. Lo
Uno es esencialmente lo Uno para todos, una fuerza de atracción para cada individuo
particular, posesión de na die. También podemos decir así: lo Uno es aquello de lo que
depende el que nosotros obtengamos nuestra «existencia». De lo Uno depende, por así
decirlo, lo que salva del pantano de la mera existencia empírica, en el que cada uno de
nosotros está atollado. Es lo salvífico que hay en el camino en el que se encuentra cada
uno de nosotros, sin nunca haberlo recorrido del todo. Y este Uno enseguida se convierte
en una ruina si se lo toma anticipadamente en una forma determinada cualquiera y, en tanto
que tal forma, se lo afirma como el Dios uno que está aquí en este mundo. ¿Cuál es,
entonces, la consecuencia? Es el carácter absoluto de lo Uno en una determinada forma
particular en el mundo, cuyos defensores se presentan con la pretensión de estar en
posesión de la verdad, se enfrentan mutuamente y creen que luchan a favor de Dios, a
favor del Dios uno verdadero, contra aquellos otros que no ven al Dios uno verdadero, y
olvidan por completo que tanto los otros como ellos mismos existen por lo Uno de la
transcendencia. El hecho de que esta religión en la que se basan todos nuestros conceptos
verdaderos y todas nuestras posibilidades «<existenciales>> esté unida a la idea de
exclusividad (sólo este uno y los otros no), es, por así decirlo, la idea diabólica que existe en
la religión bíblica a través de todos los tiempos. Consecuencia de ello es que, mediante esta
reserva anticipada y apropiación de lo Uno para sí mismos, los hombres se dividen en
grupos que enseguida luchan los unos contra los otros bajo la bandera de lo Uno, cada cual
en posesión de la divinidad. Esto se lo ha visto en el transcurso de la historia. Ya en el
Nuevo Testamento podemos empezar a observar las hostilidades, incluso entre los
apóstoles. Después vemos las guerras, vemos las cruzadas, vemos la terrible lucha, la
brutal lucha de la Iglesia contra lo que ella considera herético. Vemos la lucha como para
penitencia de las religiones y confesiones cristianas en las guerras de religión hasta llegar a
la destrucción, con cuyo término la violencia de la religión bíblica ha disminuido, después,
de una forma considerablemente rápida, y cada vez más hasta hoy. En tales circunstancias
hay algo que puede explicarse, algo a lo que yo denominaré idea diabólica, a saber: el
hecho de que se convierta al Dios uno (que es realmente el Uno) en posesión propia, y se
crea luchar a favor de él contra otros, tener que dar muerte a otros por él, y así
sucesivamente. Esta es la consecuencia de la tergiversación de lo Uno cualitativo en lo Uno
numérico.

Lo Uno cualitativo mantiene en suspenso y guía en el camino. Lo Uno numérico fija, violenta
e interrumpe el camino. Conduce a lo que, partiendo de lo Uno, sólo podemos considerar
como sin sentido y como contrario a Dios, y esto tanto más cuando se refiere a Dios.

Por tanto, lo Uno, en el momento en que se convierte en lo Uno numérico y se da una forma
particular en el mundo, se convierte en fanatismo. Este fanatismo todavía sigue seduciendo,
porque detrás de esta tergiversación todavía está la sublime idea fundamental del Dios uno,
de la transcendencia una; idea que sólo ha sido tergiversada y que en el origen es lo
verdadero. Si el cristianismo, si las religiones bíblicas desaparecen, ocurre exactamente lo
mismo con lo Uno. Cuando se piensa lo Uno lógicamente como lo impositivo, y el seguir a lo
Uno como aquello por lo que en suma tenemos valor (lo que indudablemente es verdadero
en el origen), entonces caemos en el des potismo de lo Uno; despostismo que hemos
sufrido de un modo verdaderamente espantoso y que todavía nos resuena en los oídos: «un
pueblo, un Führer, un imperio». Esta es la enorme tergiversación: una tergiversación de la
idea de lo Uno (idea de la que depende todo) en algo que destruye hasta dejar en ruinas, y
que expresamos con la fórmula (aunque parezca simple): la tergiversación de lo Uno
cualitativo en lo Uno numérico.

La próxima vez hablaré, pues, sobre las otras dos cifras, la divinidad personal y el Dios que
se hace hombre.

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