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La dama ciega en el jardín Presentación de [CON]TEXTOS. El Parque Muñoz


Rivera y el Tribunal Supremo de Puerto Rico

Conference Paper · September 2013

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Lilliana Ramos-Collado
University of Puerto Rico at Rio Piedras
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La dama ciega en el jardín


Presentación de [CON]TEXTOS. El Parque Muñoz Rivera y el Tribunal Supremo de
Puerto Rico, de Andrés Mignucci

Lilliana Ramos Collado


Directora Ejecutiva
Instituto de Cultura Puertorriqueña

Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico


11 de septiembre de 2013

Quiero reseñar aquí una intuición de la filósofa francesa Anne Cauquelin: el

peso que tiene el lenguaje a la hora de construir la naturaleza. Nos dice John Berger

en la primera oración de su pluscuamfamoso Ways of Seeing: “Mirar viene antes que

las palabras.” Y nos hace trampa. Primero, eso que vemos son las letras de esa

primera oración, y, segundo, cuando la leemos ya sabemos leer, y, por lo tanto, ya

estamos sembrados en una cultura apalabrada. El niño que ve antes de hablar no

entiende nada de lo que ve. Tendrá que esperar a que se le enseñen los nombres, los

verbos, los adjetivos, y luego de ellos, la relación convencional entre las palabras y las

cosas. Por eso, Cauquelin afirma que la descripción verbal del paisaje natural precede

a su representación pictórica, y esa imagen mediante la cual fijamos lo natural en

nuestra mente como una imagen a la cual le damos un nombre, no es otra que un

modo de ver. Siendo la palabra y la imagen tecnologías de la percepción que no

coinciden completamente, está claro que ir de una a la otra implica un cambio

complejo que va más allá del supuesto simbolismo de la palabra y de la presunta

literalidad mimética de las imágenes.

Al decir de John Brinkerhoff Jackson, en su origen, un paisaje era una pintura

de un espacio natural o de un espacio rural, según el artista interpretaba esa vista.

Siendo pinturas los paisajes, eran objetos estéticos sometidos a los rigores de la

    1  
 

técnica artística y al uso de ciertos materiales, al respeto a ciertas tradiciones de

representación y a ciertos formatos de composición. La iconografía era también

fundamental, en la medida en que permitía la construcción de sentido desde la propia

imagen que, con demasiada frecuencia, proponía una lectura alegórica. Si el paisaje,

según nos recuerda Denis Cosgrove, comenzó por la pintura de una vista natural,

pronto pasó a la creación de esa vista en el espacio real, en escalas cada vez mayores,

siempre conversando con las convenciones de la representación pictórica hasta

constituirse desde un punto de mirada y convertirse en escena o, quizás, en escenario

cuyo significado era plenamente comprendido por el visitante, también de forma

convencional.

Este proceso de construcción de paisajes o jardines paisajistas culminó con el

pintoresquismo inglés a finales del siglo XVIII, luego de pasar por proyectos como

los de Le Nôtre: Vaux-le-Vicompte y Versailles. De ahí que teóricos del paisaje como

Alain Roger hablasen de una “doble articulación: por un lado país/paisaje, y de la otra

parte, artialización in situ / artialización in visu que, lejos de bloquear la teoría,

permite abrazar, en su mayor extensión, el campo del paisaje, y silenciar las

pretensiones naturalistas.”1

Aparentemente menos forzados que los elaborados jardines franceses, pero

igual de artificiosos, los paisajes pintorescos del siglo XVIII —que ahora llamaríamos

“parks” o “parques”—, se distinguían por el movimiento de tierra, la creación de

lagos y canales, la inserción de ruinas falsas y la siembra estratégica de árboles y

plantas. Esto se convirtió no sólo en una actividad para arquitectos y contratistas, sino

en el tema de autores que se dedicaron a crear manuales para, literalmente, construir

paisajes y hacer bocetos paisajistas, el más famoso de cuyos manuales —de William

                                                                                                               
1
Alain Rober. Court traité du paysage. Paris: Gallimard (1997): 8; 128-141,

    2  
 

Gilpin2— especificaba, por ejemplo, la importancia de mantener la noción de aspereza

en la textura del paisaje y en las imágenes mismas. Esta idea de paisaje se mantiene

hasta muy entrado el siglo XIX en Europa, siempre en estrés con las sorprendentes

maravillas naturales de los continentes conquistados por Europa en el Renacimiento:

África, el Lejano Oriente y América.

Un caso extremo del tipo de ejercicio manipulador del paisaje formal francés y

del pintoresquismo inglés es el jardín. Presente desde la literatura más antigua, el

jardín no ha recibido el insumo teórico que ha recibido el paisaje, pero sí, según

James Elkins, ha recibido comentario constante a través de su larguísima historia.

Como el paisaje, el jardín se encuentra entre la naturaleza y la cultura; como producto

de un arte de la composición con elementos naturales, el jardín cambia, a diferencia

de una pintura, que no cambia. El jardín es azaroso, se relaciona con la historia de los

lugares sagrados, es germano al ocio y al descanso. Está presente en las utopías como

ejemplo de la naturaleza bajo el control humano, es con frecuencia escenario de

teatro, se asocia con el Paraíso, y con él han lidiado teorías de la escultura, de la

pintura, de la perspectiva, de la geología, de la botánica… Más que las esculturas y

las pinturas, el jardín es ambiguo pues no se presta a acoger programas iconográficos

legibles. Son más evocativos que polisémicos. El jardín ha sido objeto y lugar de

diversas tradiciones y culturas, géneros literarios y plásticos, y filosofías. 3

Según Robert Pogue Harrison, “distinto a los paraísos terrenales, los paisajes

que son construidos por la mano humana cobran y son mantenidos en su ser mediante

                                                                                                               
2
William Gilpin. Three Essays: on picturesque Beauty, on picturesque Travel, and on sketching
Landscape, to which is added a Poem on Landscape Painting (1794). Cito de la traducción española:
Tres ensayos sobre la belleza pintoresca, sobre el viaje pintoresco y sobre el arte de abocetar paisajes,
a los que se añade un poema sobre la pintura de paisajes. Madrid: Abada (2004).
3
James Elkins. “Writing Moods”. En James Elkins, ed. Landscape Theory. London, Routledge
(2008):71.

    3  
 

el cultivo, y mantienen la huella de la acción humana a la que deben su existencia.”4

Además, contrario al paisaje, “un jardín”, según Jean-Luc Nancy, “es señorial,

pertenece al orden del patio real: la casa y sus estructuras ancilares abren hacia él,

pero él no abre hacia ningún lugar… En el jardín, ningún paisaje puede existir. Sólo

puede proponer recuerdos y referencias a tipos de paisaje. No se trata de, o sólo de,

una cuestión de tamaño, sino de la correspondencia con la lejanía en el sentido de que

va más allá que la mera distancia.”5 Por ejemplo, Versalles es un jardín porque,

aunque las perspectivas se pierdan debido al enorme tamaño de sus predios, se

mantiene, en el observador, una conciencia de dominio encerrado. El jardín —aunque

se trate de Versailles— tiene siempre un “marco”.

De hecho, el elemento fundamental del jardín es aquello que lo separa del

resto del entorno natural, como ocurre con el marco de una pintura. Y me parece útil

citar el bello ensayo de José Ortega y Gasset, sobre esta estrategia de separación que

llamamos “marco” cuyos elementos perfectamente pueden aplicarse a la verja teórica

o práctica de un jardín: “[v]iven los cuadros alojados en los marcos”. Sin marco, el

cuadro se “desborda”. Un marco sin cuadro convierte en cuadro todo lo que está

dentro de él, aunque sea una pared vacía. Contrario a una opinión generalizada, el

marco no es “adorno”, pues no debe llamar la atención sobre sí mismo, sino sobre el

cuadro que está en su interior. Para Ortega, el marco define “una isla del arte” al

“condensar la mirada y verterla en el cuadro”. Es la separación entre el utilitarismo

del mundo real —la pared, las cortinas, el mobiliario, en el caso de una pintura, o en

el caso del jardín (añado yo), las calles, los autos y los edificios. Según Ortega, el

marco posibilita que pasemos “de la tierra que pisamos a la tierra pintada”. Un acierto

                                                                                                               
4
Robert Pogue Harrison. Gardens. An Essay on the Human Condition. Chicago: Chicago U Press
(2008):
5
Jean-Luc Nancy. “Paysage avec dépaysement”. En Au fond des images. Paris: Galilée (2003): 103.

    4  
 

de Ortega me llama la atención: la indefinición entre realidad y pintura echa a perder

nuestro goce estético: “Hace falta un aislador. Esto es el marco.” Para nuestro autor,

“[f]rontera entre ambas regiones, [… el marco] actúa de trampolín que lanza nuestra

atención a la dimensión legendaria de la isla estética.” Prodtcto de la hechura humana,

tanto el cuadro como el jardín son “estéticos”. Y repitiendo a Alberti, añade el

filósofo español:

“Tiene, pues, el marco algo de ventana, como la ventana mucho de marco. Los

lienzos pintados son agujeros de idealidad perforados en la muda realidad de

las paredes, boquetes de inverisimilitud a que nos asomamos por la ventana

benéfica del marco. Por otra parte, un rincón de ciudad o un paisaje, visto a

través del recuadro de la ventana, parece desintegrarse de la realidad y adquirir

una extraña palpitación de ideal.”6

Víctor Stoichita concuerda plenamente con Ortega, pero repite la pregunta

que se hace Jacques Derrida: ¿A cuál de los mundos pertenece el marco, al de la

imagen o al de lo real?7 Pues, contesta el propio autor, a ninguno. Pertenece, como

muchos elementos llamados no-lugares, al concepto de umbral. Puede hablarse más

bien —en vez de un espacio, de un objeto— de una función: la de separar. De ahí la

alegoría de la ventana, incluso de la puerta. Y aquí deseo dramatizar la importancia de

esta alegoría de la ventana como marco del paisaje:

“La ventana elabora la ligazón entre lo interior y lo exterior ciertamente

gracias a su transparencia, por así decirlo, crónica y continua; pero la

dirección unilateral en la que discurre esta ligazón, así como la limitación al


                                                                                                               
6
Todas las citas a este autor provienen de José Ortega y Gasset. “Meditación del marco”. El
sentimiento estético de la vida (Antología). José Luis Molinuevo, ed. Madrid: Tecnos (1995): 259-262,
passim. Agradezco a María Isabel Oliver que me haya recordado este ensayo clave de Ortega, que leí
hace años y que había olvidado.
7
Victor Stoichita. La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura
europea. Barcelona: Ediciones del Serbal (2000): 41.

    5  
 

hecho de ser sólo un camino para la vista, hace que la ventana corresponda

sólo a una parte de la profunda y fundamental significación de la puerta [que

permite entrar y salir].”8

Esta idea, tomada de Georg Simmel, de la ventana como calle de una sola vía

es esencial para comprender la sociología que ata el paisaje a la cultura. Es la mirada

humana la que convoca el paisaje y no viceversa. Se trata de un gesto humano de

dominio de la naturaleza que, si bien no ocurre en la realidad —no podemos

controlar, realmente, la naturaleza—, sí ocurre simbólicamente dentro de nuestro

marco mental como producto de nuestro artificio: en la pintura y en la llamada

jardinería paisajista.

En este contexto, vale señalar que las primeras representaciones del jardín —

las pocas que nos quedan de los antiguos y las representaciones medievales— lo usan

como marco o como escenario o telón de fondo de alguna anécdota moral o pagana, o

de un retrato. La pintura paisajista puede decirse que “enjardiniza” el paisaje, en tanto

lo somete a la verja del sentido que constituye todo marco. Se convirtió en uno de los

géneros pictóricos principales cuando él mismo devino el objeto de la pintura, de su

argumento, de su “istoria”. Esta centralidad es resultado de un lento y problemático

progreso desde la suspicacia con la cual la religión medieval miró el paisaje como

fuente de placeres sensoriales pecaminosos, pasando por ser el marco —o parergon,

como lo llama Derrida— hasta llegar a ese protagonismo que asociamos con la

pintura paisajista del Renacimiento.

Esto explica el marco y su ventana creadora de islas maravilladas y

maravillosas, que en el caso del jardín debemos colocar en la verja, en los muros del

                                                                                                               
8
“Puente y puerta”, en Georg Simmel. El individuo y la libertad. Barcelona: Editorial Península
(1991): 32.

    6  
 

patio interior, y, en caso de esos jardines interminables que llamamos “parques”, en la

ciudad misma. Cuando hablamos de parques, es la ciudad misma el marco que

convierte el jardín en esa “isla del arte” de la que habla Ortega, esa “ventana” de

significación de la que habla Stoichita, esa calle de una sola vía de la que habla

Simmel. El jardín, consolidado en cuanto jardín, sólo se manifiesta si está enmarcado,

cercado, y se convierte así en un bello hortus conclusus.

Entonces, la febril diligencia con la cual tratamos de convertir la ajenidad de

Natura en familiaridad gracias al jardín como estrategia compositiva para domesticar

eso que llamo “natura”, pervierte su fundamental extrañeza, y tendemos a atenuarla, a

domesticar sus bordes amenazantes, a reducirla a nuestro tamaño. Por eso no debe

extrañarnos lo evidente: desde tiempo inmemorial, para ver la Naturaleza ha habido

que enmarcarla o cubrirla —como hacen Christo y Jeanne Claude con los edificios,

los paisajes, o los enormes parques urbanos— para luego (re)descubrirla por primera

vez, y valga la paradoja, travestida de jardín

Estas especificaciones acerca de lo que es un jardín y en qué se diferencia de

un paisaje son esenciales para comprender por qué los artistas escogen como tema

uno o el otro, y cuáles son las connotaciones culturales y materiales de su selección.

Lugares reciamente encuadrados en la urbe para el disfrute de la ciudadanía—como el

Parque Central en Nueva York, el Parque Guell en Barcelona o nuestro Parque

Muñoz Rivera— se carean con jardines y parques privados, mantenidos todos a través

del tiempo por generaciones de entusiastas. Siendo más pequeños, y de composición

más sencilla y dominable que los paisajes, son proyectos que varían también a través

del tiempo. Vale señalar que el diseño de los jardines va de la mano con el imaginario

epocal que encuadra y da sentido a un paisaje. De ahí que la comparación entre

jardines y paisajes de un mismo momento histórico revele que comparten usualmente

    7  
 

un mismo concepto de naturaleza y de sujeto. También a considerar es el vínculo

mucho más dramático entre cultura y natura en el jardín, pues su diseño requiere un

manejo sabio y físico de las materias que lo componen, y una experiencia singular de

estar hundido dentro de él, pues, en general, el jardín —con algunas excepciones

como Versailles— no contiene la alternativa de una lejanía. Al contrario: el jardín

suele estar al alcance de los dedos, de los pies, del cuerpo entero del jardinero.

Por eso, no debe extrañarnos la pervivencia del jardín a través de los tiempos y

las culturas. Gracias al marco, al enjardinamiento que nos coloca el paisaje en la

punta de los dedos, hemos imaginado la perfecta felicidad y la concordia humanas

como una vida en el jardín, como nos dice Robert Pogue Harrison en su hermoso libro

Gardens. An Essay on the Human Condition. Ese aura de Edén que han tenido para

nosotros los jardines del mito y de la realidad surge al acotar ese territorio dominado

por la mano humana que constituye prueba inequívoca de nuestra capacidad para

realizar empresas humanizadoras que nos liberan de la pena cotidiana. Por eso, para

Inés María Mendoza , dedicarse al jardín es nuestra más bella tarea, pues así hacemos

“persona” y “universo”. En el jardín se conversa, se educa, se aprende. Arte y música

se asocian con el jardín, así como el amor y el ocio creador, la paz y la justicia. No

hay tanta diferencia en intención entre el rústico jardín de nuestras abuelas y el

espléndido Versailles. Lo humano es lo que mejor florece en el jardín.

En su [CON]TEXTOS. El Parque Muñoz Rivera y el Tribunal Supremo de

Puerto Rico, el arquitecto Andrés Mignucci —amigo entrañable— atiende la historia

y los procesos del Parque más importante de nuestra Isla. Reconocido por sus

proyectos de diseño paisajista y como historiador de nuestra arquitectura, Mignucci

explora este Parque como el “primer espacio público puertorriqueño a gran escala”, y

nos narra en detalle cómo su historia es producto del desarrollo urbano de la Isleta de

    8  
 

San Juan. Mapa tras mapa vemos cómo surgió nuestra ciudad capital, y cómo este

Parque cobró pensantez simbólica para eventualmente convertirse en el jardín de

nuestro Tribunal Supremo, un edificio que une el purismo del diseño moderno con la

sensibilidad hacia nuestras condiciones climáticas.

Mediante cuantiosos mapas, dibujos y fotos producto de una extraordinaria

investigación de fuentes cartográficas y fotográficas, catamos cómo los planificadores

y urbanistas españoles, locales y norteamericanos aportaron a un diseño urbano que

más parece un designio, dada la voluntad de ordenamiento que surge de los

documentos. Un “eje cívico” formado por edificios institucionales como el Capitolio,

la Biblioteca Carnegie, el Ateneo y la Escuela de Medicina Tropical, culmina con el

Parque, cuya construcción comenzó en 1926, y dentro del cual se ha ubicado el

Tribunal Supremo (1956). Según Mignucci, nada más natural que colocar la casa de la

Dama Justicia dentro de un jardín.

La firma de arquitectos Bennet Parsons y Frost, de Chicago, dio concreción al

deseo municipal de construir un parque público. Según Mignucci, con esta firma —

que exponía la arquitectura del Beaux Art y del City Beautiful Movement—, se

pretendía “sanear la imagen de la ciudad”. La firma respetó la arquitectura colonial

existente en el Parque —el Polvorín de San Gerónimo, diseñado por Tomás O’Daly

en 1769— y la integró a su diseño. Luego le siguieron otros “restauradores” que

obedecían a nuevos usos urbanos: en la década de 1960, el arquitecto Orval Sifontes;

en los 1990s, el arquitecto Otto Reyes Casanova; y en los 2000s, el arquitecto Andrés

Mignucci. Cada uno restauró el trazado, los jardines y las estructuras, y añadió

elementos novedosos para enriquecer la experiencia del Parque. Y desde 1985, el

Tribunal Supremo fue añadiendo nuevo espacio para oficinas y una nueva biblioteca

que hoy sirve, literalmente, como mirador hacia el Parque.

    9  
 

Lo que reta mi imaginación es la relación entre Justicia y jardín que se crea en

este parque nuestro, que vive apartado de la ciudad, como de espaldas a ella, sin ser

salida señorial de edificios, como nos advertía Jean-Luc Nancy debía ser el jardín a

diferencia del paisaje, y sin ser espacio auxiliar de otra estructura, como los bellos

jardines renacentistas de la Florencia en flor. ¿Acaso la Dama Justicia, ciega a los

súbditos que se postran ante su sabiduría y su equidad, debe vivir, como este parque,

olvidada de su entorno, de espaldas a él, cubiertos sus ojos por la venda benéfica de

una naturaleza educada por la mano humana, es decir, ciega a toda influencia del

afuera, ocupada de sus tareas, dentro de su propio jardín? La Justicia en el jardín: tal

ha sido el designio que, durante 500 años, los planificadores de San Juan han ido

elaborando, de forma accidental y cada cual aportando a la densidad simbólica de esta

zona de nuestra Capital. “El espacio público del Parque y el edificio del Tribunal

Supremo son parte y producto de procesos culturales que se solapan a través del

tiempo”, nos dice Mignucci al culminar su relato sobre esta gesta cívica

puertorriqueña que creó espacios para una democracia viva que siempre andará en

busca de mayor perfección. Una democracia tan ciega como la Justicia, y como esta

Dama, muy sabia y rodeada de verdor, y que queda ilustrada en este hermoso libro

dotado de la erudición amena de quien escribe, a su solaz, en un jardín, ciego a todo

trámite mundano, feliz de abrazar los accidentes de la historia y de la propia

naturaleza.

¡Enhorabuena, Andrés!

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