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Tema 11 - La Conciencia
Tema 11 - La Conciencia
TEMA
11 FACULTAD DE TEOLOGIA - UCO |19-05-2023 |
LA PERCEPCIÓN DE LA VOLUNTAD
DIVINA: LA CONCIENCIA MORAL
Con la luz de la razón podemos conocer el valor moral de nuestras acciones: si son buenas y, por
tanto, una respuesta adecuada al amor de Dios; o si son malas y, en consecuencia, contradicen el
amor a Dios, la propia dignidad y el amor a los demás. Esa luz es la conciencia moral, sobre la que
reflexionamos en este tema. El juicio de la conciencia sobre la bondad o maldad de las acciones no
es un acto solo intelectual; en él intervienen también otros elementos como las disposiciones de la
afectividad, la cultura o la fe.
La conciencia moral es la vía para el conocimiento de la voluntad de Dios. Esta se nos manifiesta
de muchas maneras, sobre todo a través de la ley natural y de la ley revelada. Pero para actuar bien
no es suficiente el conocimiento de la ley moral en general. Expresamos el amor a Dios a través de
acciones, y necesitamos saber si son agradables a Dios o no. Para ello, el Señor nos ha dado la
capacidad de juzgar, con la razón, la bondad o maldad de cada uno de nuestros actos, a partir de la
ley moral. Esa capacidad es la conciencia moral o juicio de conciencia.
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1.1. Enseñanzas de la Sagrada Escritura
El Nuevo Testamento emplea con frecuencia el término “corazón” (como sucede también en el
Antiguo) para referirse a la conciencia (cf. Mt 5,28; Mc 3,5). El corazón aparece como el centro
de la vida moral, donde se hace interior la voluntad de Dios, y tiene lugar el juicio sobre la
moralidad de las acciones. San Pablo, sin embargo, usa con frecuencia, para referirse a la
conciencia, el vocablo syneidesis, con el significado de luz, juez, testigo. Por la conciencia, afirma
el Apóstol, el hombre es capaz de valorar moralmente no solo sus actos, sino también los de los
demás (cf. 1Cor 10,29).
En otras ocasiones, san Pablo usa ese término en la respuesta a los problemas morales que se le
plantean; concretamente, al responder a la pregunta sobre si se puede o no comer lo inmolado a los
ídolos (cf. 1Cor 8,12), y al tratar del escándalo que pueden sufrir los débiles por el comportamiento
de los demás (cf. Rm 14,5ss.).
Se puede afirmar que el Nuevo Testamento concibe la conciencia como una luz dada por
Dios a los hombres, cristianos y no cristianos, para que sea su guía en el obrar moral. Por
ella, la persona es capaz de conocer la ley moral y de juzgar si los actos concretos responden
o no a lo que dictamina esa ley; es también el testigo de la moralidad (bondad o malicia) de
lo que se ha hecho o dejado de hacer.
a) El Concilio Vaticano II
De este modo, la perspectiva del Concilio, que recoge la tradición teológica anterior, se
sitúa en la línea de los Padres, sobre todo de san Agustín, al acentuar la dimensión religiosa
y el carácter de llamada de Dios–respuesta del hombre.
La función de la conciencia no consiste en aplicar sin más la ley de Dios, general y universal, a
los casos particulares. En realidad, el juicio sobre la bondad o malicia de los actos engloba y
compromete a toda la persona.
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A la vez, Gaudium et spes pone de relieve la relación de la conciencia con la ley que le precede y
que debe descubrir, y «en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado
personalmente» (n.16). De ahí la necesidad de formar la conciencia como vía imprescindible para
llegar a la verdad.
• El dictamen de la conciencia. Afirma que «es un juicio de la razón por el que la persona
humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha
hecho» (n.1778).
• La formación de la conciencia. La dignidad de la persona exige la rectitud de la conciencia
moral, y esto reclama la formación de la conciencia (nn.1783-1785).
• Decidir en conciencia. El hombre debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la
voluntad de Dios expresada en la ley divina, incluso cuando se ve enfrentado a situaciones que
hacen difícil la decisión (cf. n. 1787). Para ello debe vivir la virtud de la prudencia y pedir
ayuda al Espíritu Santo (cf. n. 1788).
• El juicio erróneo. La persona debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Pero
sucede que la conciencia moral puede estar en la ignorancia y formar juicios erróneos sobre
actos proyectados o ya cometidos. Se estudia, por tanto, el modo en el que la ignorancia y el
error pueden afectar a la conciencia. (nn. 1790 – 1794).
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• El juicio de la conciencia. «El carácter propio de la conciencia es el de ser un juicio moral
sobre el hombre y sus actos» (n.59). Es un juicio práctico, mediante el cual el hombre conoce
el deber moral de hacer el bien o evitar el mal señalado por la ley aquí y ahora, y constituye la
norma próxima de la moralidad de las acciones.
• Formación de la conciencia. La encíclica sostiene que «la dignidad de la conciencia deriva
siempre de la verdad» (n.63). Sin embargo, es un dato de experiencia universal que en los
juicios de nuestra conciencia siempre hay posibilidad de equivocarse (cf. n. 62). Por eso, el
hombre, que «debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad» (n.62), está
llamado «a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien»
(n.64).
En los años 50 del siglo pasado, el Magisterio de la Iglesia debió llamar la atención sobre algunas
tesis erróneas relativas a la conciencia, propias de la ética de situación (cf. Instr. Santo Oficio, 2-
II-1956).
Según esta ética, basada en una filosofía que no admite verdades permanentes (historicismo), la
conciencia situada en las diversas circunstancias culturales, sociales, etc., va produciendo normas
morales diversas, a lo largo de la historia.
La ética de situación afirma que la persona carece –para sus decisiones morales– de todo
apoyo en leyes o normas generales, debiendo, por lo tanto, estar abierta a lo que, en cada
situación, reclame de ella cualquier sugerencia personal, circunstancial o inspiración del
Espíritu Santo. Esta ética de situación conduce inevitablemente al subjetivismo.
Treinta años después, la encíclica Veritatis splendor trata el tema de la conciencia con profundidad,
para responder a las doctrinas que atribuyen «a la conciencia individual las prerrogativas de una
instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal»
(VS, n. 32). Suelen referirse a la conciencia como “autonomía creativa”, “acuerdo con uno mismo”
o criterio último de la verdad práctica.
Detrás de esta manera de pensar –recuerda Veritatis splendor– hay una falsa concepción de la
libertad, que se considera como soberanía absoluta, desligada por entero de la verdad (cf. nn.32-
33). Esta concepción considera que la ley moral es contraria a la autodeterminación de la persona,
y que le puede imponer normas ajenas a su propio bien. Quizá los autores que la defienden siguen
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sufriendo la influencia del voluntarismo moral, según el cual la ley moral es fruto de una voluntad
divina arbitraria.
Ahora bien, la ley moral es expresión de la sabiduría divina y, por tanto, expresa la verdad sobre el
bien de la persona; y la libertad implica actuar de acuerdo con la verdad sobre el bien.
«La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es
bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia
a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los
preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano» (Enc. Dominum
et vivificantem,18 mayo 1986, n. 43).
2. NATURALEZA DE LA CONCIENCIA
• la capacidad, propia del hombre, de conocer y de advertir que conoce (la autoconciencia):
conciencia psicológica; y
• la capacidad de conocer el valor moral de los actos que realiza (la autoconciencia que la
persona tiene a la vez de la bondad o maldad de lo que hace): conciencia moral. Esta es la que
aquí nos interesa.
«La conciencia moral es un juicio de la razón, por el que la persona humana reconoce la cualidad
moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho» (CEC, n. 1778). Es un
juicio de la razón práctica: por tanto, es un acto, y no una potencia ni un hábito.
El carácter práctico o moral de este juicio significa que la conciencia considera el bien o el mal
moral de nuestras acciones concretas: «La actividad de la conciencia moral no mira solamente a
qué es el bien y qué es el mal en universal. Su discernimiento mira en particular a la acción singular
y concreta que vamos a realizar o hemos realizado» (S. Juan Pablo II, Alloc., 17-VIII-1983).
El juicio de la conciencia se realiza iluminando con la luz de los primeros principios, naturales
y revelados, el acto concreto.
La conciencia juzga, en primer lugar, si los actos que vamos a realizar son buenos o malos. En
segundo lugar, juzga la moralidad de los actos ya realizados: si la persona ha actuado de acuerdo
con el juicio de la conciencia, esta aprueba o da paz. En cambio, si se ha actuado en contra del
dictamen de la conciencia, esta acusa o remuerde.
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Para entender bien la naturaleza de la conciencia, conviene tener en cuenta sus relaciones con la
sindéresis, la ciencia moral y la prudencia.
La conciencia es el juicio sobre la bondad o maldad de una acción a partir de la ciencia moral.
Pero no se puede entender la conciencia como la aplicación mecánica de un saber. El juicio
de conciencia es un acto de discernimiento en el que no solo interviene ciencia moral, sino
también el conocimiento de la acción y de la situación, el sentido del deber moral, la
afectividad, etc.
Además, no siempre es fácil aplicar las normas morales a los actos concretos: es preciso
comprender bien el significado de la norma, porque los enunciados normativos pueden ser
defectuosos. Si se entiende mal, por ejemplo, el significado de la norma “no se debe robar” o
“no se debe mentir”, puede suceder que se juzgue como robo o mentira una acción que no lo
es.
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a) Antecedente y consecuente
b) Verdadera y errónea
El Concilio Vaticano II había reiterado que «la conciencia se torna casi ciega por el hábito
de pecar» (GS, n. 16). Por eso, «no es suficiente decir al hombre: “sigue siempre tu
conciencia”. Es necesario añadir inmediatamente y siempre: “pregúntate si tu conciencia
dice la verdad o algo falso, y busca incansablemente conocer la verdad”. Si se omitiese esta
advertencia necesaria, el hombre arriesgaría convertir su conciencia en una fuerza
destructora de la propia humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le da a conocer cuál
es su verdadero bien» (S. Juan Pablo II, Homilía, 18-VIII-1983).
La conciencia es una luz inextinguible, porque nos viene dada con la misma naturaleza. Mientras
tiene uso de razón, todo hombre discierne –en modo más o menos claro– el bien del mal, en virtud
del hábito de los primeros principios morales (sindéresis). Así como nadie puede despojarse de su
inteligencia, tampoco es posible eliminar esta luz.
En razón de su conformidad con la ley moral, la conciencia se divide en verdadera y errónea.
• Es verdadera la que juzga rectamente el bien y el mal, en conformidad con la ley moral. Esta
rectitud es fruto de aplicar correctamente la luz de los principios morales al acto singular.
• Conciencia errónea o falsa es la que llega a un juicio equivocado. Puede ser culpable (por
ejemplo, porque la persona que juzga se ha despreocupado de buscar la verdad y el bien) o
inculpable (por ejemplo, el que desconoce sin culpa la existencia de una norma moral).
Esta división se hace en razón de la fuerza con que el sujeto asiente al juicio de conciencia.
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• La conciencia cierta es la que se posee cuando el juicio se da sin temor a equivocarse. Puede
suceder que una persona juzgue de modo erróneo una acción, pero con certeza. Es lo que suele
suceder en el caso de la conciencia inculpablemente errónea.
• La conciencia probable y la dudosa no poseen seguridad en su juicio, sino que van
acompañadas del temor a equivocarse, bien inclinándose a una de las posibilidades (probable),
o suspendiendo un juicio definitivo (dudosa).
4. PRINCIPIOS MORALES
SOBRE EL DEBER DE SEGUIR
a) La conciencia que procede de una voluntad recta se debe seguir siempre, tanto si es verdadera
como si es inculpablemente errónea.
El dictamen de la conciencia que nace de una voluntad recta es la guía que Dios le ha dado a la
persona para que obre libre y responsablemente el bien: por eso cada uno «está obligado a seguirla
fielmente en todas sus acciones, para alcanzar a Dios que es su fin» (DH, n. 3). Esto vale tanto
cuando la conciencia es verdadera como cuando en buena fe se equivoca.
Cuando la persona actúa de buena fe, procurando conocer la voluntad de Dios, lo normal es que su
conciencia sea verdadera: que descubra realmente lo que la ley divina exige en el caso particular,
y le conduce a su propia plenitud o perfección. La conciencia obliga entonces por lo que dice,
porque realmente presenta la voluntad de Dios, que es el camino para alcanzar la vida eterna y la
felicidad aun en la tierra: obliga sin más.
«El hombre tiene obligación de seguirla sin que se le pueda forzar a actuar contra ella, ni impedir
que obre de acuerdo con ella, a no ser que se viole un derecho fundamental e inalienable de un
tercero» (Conf. Episc. Española, Instrucción pastoral La verdad os hará libres, n. 39).
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«Si (...) la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal
cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un
desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores» (CEC, n.
1793)
El principio según el cual el hombre «debe seguir su conciencia» tan solo quiere decir que
debe hacer lo que considere objetivamente bueno; y realmente bueno es aquello que
objetiva y subjetivamente es bueno. La primera obligación en conciencia que tiene el
hombre es la de tener su conciencia bien formada.
Nunca es lícito obrar con duda práctica y positiva de conciencia (es decir, cuando hay fundamento
para dudar de si se debe obrar de un modo u otro). La conciencia se dice cierta cuando juzga el
valor de un acto sin razonable temor a errar. Para bien obrar, se debe tener certeza o seguridad de
juicio –al menos, la que nace de haber puesto los medios a nuestro alcance para eliminar la duda–
, pues está en juego el cumplimiento de la voluntad divina: de otro modo, el sujeto se expondría
imprudentemente a hacer lo contrario de lo que Dios quiere y es su bien verdadero, lo que
constituye ya un acto contrario a la recta razón y, por tanto, pecaminoso.
Pero no se requiere haber llegado a una certeza absoluta, metafísica ni física: basta una
certeza moral práctica; la que ordinariamente alcanza quien ha puesto la normal diligencia
para conocer lo que debe hacer, manifestada por la ausencia de un temor razonable a
errar.
Para salir de dudas, en unos casos hay que estudiar bien el asunto; en otros, buscar consejo en las
personas adecuadas; y siempre, pedir ayuda a Dios en la oración.
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5. CONCIENCIA, LEY MORAL Y
MAGISTERIO DE LA IGLESIA
¿En que se funda el deber de seguir la conciencia? ¿De dónde deriva su dignidad y la autoridad de
su voz y de sus juicios? No de sí misma, pues no es el fundamento último del bien y del mal, sino
de la verdad sobre el bien y el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar, es decir, de la
ley moral (cf. VS, n. 60).
La persona percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley de Dios; no
inventa las leyes y preceptos morales, sino que los reconoce inscritos por Dios en su corazón: «En
lo más profundo de su conciencia, descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a
sí mismo, pero a la que debe obedecer» (GS, n. 16).
La conciencia moral es luz para conocer la bondad o maldad de la conducta. Pero hay obstáculos
que oscurecen esa luz: las heridas de nuestra naturaleza caída, agravadas por las de nuestros
pecados personales, el ambiente laicista, etc. Por eso, Dios nos ayuda con la presencia visible de la
Iglesia y de su Magisterio.
Gracias a la nueva ley, la conciencia es perfeccionada por la gracia, y por la guía externa y sensible
que proporcionan la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio. Gracia interior y enseñanzas
escritas –elemento interno y externo de la Nueva Ley– en íntima interacción perfeccionan el juicio
de la conciencia cristiana.
Cuando la persona obedece al Magisterio no hace más que obedecer a la verdad profunda sobre
sí misma.
La persona de conciencia bien formada es la que suele emitir juicios verdaderos sobre las acciones.
Pero hay personas que, por diversos motivos, tienen la conciencia deformada. Así, la persona que
posee conciencia laxa juzga fácilmente que no es pecado algo que lo es; la persona con conciencia
escrupulosa suele juzgar como pecados acciones que no lo son.
Antes de examinar los varios tipos de deformaciones habituales, con su origen y remedios, nos
ocuparemos del influjo que ejerce la voluntad en el proceso de formación o deformación de la
conciencia.
El juicio de conciencia lo realiza la razón práctica. Pero la razón práctica no está aislada de la
voluntad y la afectividad. La voluntad influye en la razón. Una voluntad recta, virtuosa, respalda
positivamente la capacidad de la razón para conocer la verdad sobre el bien y el mal.
En cambio, cuando se obra habitualmente sin rectitud moral, el juicio de la conciencia tiende a
oscurecerse en modo progresivo, porque tanto la razón como la fe se nublan por el pecado. «Los
hombres malos no tienen buen juicio; en cambio, quienes buscan al Señor, juzgan acertadamente»
(Prov 28,15). Gaudium et spes afirma que «la conciencia, por la costumbre de pecar, llega
paulatinamente casi a cegarse» (n.16).
A pesar de todo, la voluntad no posee un dominio absoluto sobre la conciencia hasta llegar a
suprimirla.
En la deformación de la conciencia, que suele ser gradual, influyen causas tanto personales como
externas. Pero la voluntad siempre juega un papel decisivo. Cuando el ambiente es ordinariamente
correcto, el inicio de estos procesos suele arrancar de un abandono práctico de las verdades
morales.
Como en esas condiciones no es fácil rechazar la luz de las verdades morales más básicas, se tiende
a provocar la duda, a través de negarle gravedad a los hechos, o pretendiendo encontrar
dificultades para aplicar los criterios de la ley moral en el propio caso.
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De ahí la importancia de la sinceridad con uno mismo, para aceptar los propios pecados;
del dolor y del propósito de la enmienda, para no volver a pecar; de alimentarse asiduamente
con la Eucaristía. Además, el trato íntimo con el Señor en la oración es esencial, porque
solo cuando tenemos amistad con Cristo podemos sentirnos interpelados por Él y responder
sincera y humildemente con la contrición.
El oscurecimiento puede, sin embargo, empezar de un modo menos personal, favorecido por la
situación moral y doctrinal del ambiente, por un contagio casi insensible de las malas costumbres
dominantes, que desintegran la personalidad y oscurecen la conciencia desde los albores de su
despertar.
Por eso es tan necesario fortalecer la vida interior de unión amorosa con Jesús, conocer bien
las enseñanzas de la moral cristiana, evitar las tentaciones que vienen de los demás, y, sobre
todo, superar la cobardía para influir positivamente en el ambiente.
6.2.Conciencia laxa
La conciencia laxa es la de las personas que, por una razón insuficiente, juzgan que los actos malos
que realizan no son pecados o, al menos, disminuyen su gravedad y no les dan importancia.
Existen grados extremos de conciencia laxa: la llamada conciencia cauterizada, que, por
el hábito continuo de pecar, casi no advierte ya la culpa. Sin embargo, nunca desaparece
totalmente en la persona la capacidad de distinguir entre el bien y el mal moral.
Otra modalidad es la conciencia farisaica, que atribuye gran importancia a cosas nimias y
desprecia las importantes (cf. Mt 32,25).
Causas de la conciencia laxa suelen ser la deformación doctrinal y la influencia del ambiente, el
desorden en la propia conducta, y, de modo particular, la soberbia que inclina a no reconocer o, al
menos, a quitar importancia a las propias culpas. Naturalmente, en cada caso, estas causas se
combinan de diversa manera, implicando mayor o menor responsabilidad del sujeto.
Cuando se trata de ayudar a una persona de conciencia laxa, es especialmente importante tratarla –
como haría Jesús en nuestro lugar– con benignidad. Solo cuando la persona se siente querida,
puede abrir sus oídos a la verdad. Hay que ayudarla a percibir el dolor de Dios Padre por los
pecados, su misericordia, su deseo de perdonar y de conceder las gracias necesarias para vivir en
su amor.
Después, hay que acompañar espiritualmente a esa persona, ayudándola a luchar por amor y a
tener paciencia consigo misma, de modo que no se desanime nunca si vuelve a caer, porque el
diablo suele avivar la tentación del desánimo y la tristeza para que el hijo de Dios desconfíe de su
Padre y lo abandone.
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6.3.Conciencia escrupulosa
La conciencia es escrupulosa cuando por motivos fútiles e insuficientes considera o teme que un
acto sea pecado. Los escrúpulos constituyen muchas veces un verdadero martirio para el alma, que
se ve dificultada para el trato con Dios.
En todo caso, los escrúpulos siempre pueden considerarse como un sufrimiento permitido por
Dios para purificar el amor de una persona, para que confíe más en Él y se abandone en sus manos.
El director espiritual que desea orientar espiritualmente a una persona escrupulosa, además de
estar dispuesto a ser muy paciente y ganarse su confianza, debe tener en cuenta lo siguiente:
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• Es muy importante que la persona escrupulosa perciba que su relación con Dios es la de un
hijo con su Padre, una relación de amor, y no de cumplimiento de obligaciones, como la de un
siervo. Por eso, en muchos casos, puede ser oportuno que no se someta a planes fijos de actos
de piedad, para percibir así que es querido por Dios de modo incondicional.
• Dar seguridad: nunca se deben manifestar dudas cuando se habla con el escrupuloso, porque
fomentaría sus inquietudes. Los consejos que se dan deben ser claros, asertivos y breves.
• Normalmente, no se deben permitir al escrupuloso largas explicaciones.
• En general, no es conveniente que haga confesiones generales, que acuda al sacramento de la
penitencia con mucha frecuencia, y menos aún que haga exámenes de conciencia detallados.
• A veces, puede ser necesario ordenar al escrupuloso que no obedezca a su propia conciencia,
sino a la del director espiritual, porque la conciencia escrupulosa no debe ser obedecida.
La dignidad de la persona exige que se respete siempre su libertad para buscar la verdad: en este
sentido, se habla recta y debidamente de libertad de las conciencias.
Somos libres, por tanto, para alcanzar la verdad y vivirla; pero no para crear la verdad o
para convertir en verdad lo que no lo es. Solo amando la verdad, siendo fieles a ella,
podemos ser libres: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32).
La libertad de las conciencias quiere decir que es un deber respetar la libertad de la persona y que
no es lícito ejercer sobre ella ninguna coacción física o manipulación psíquica: «No se puede forzar
a nadie a obrar contra su conciencia. Ni tampoco se le puede impedir que obre según ella,
principalmente en materia religiosa» (DH, n. 3).
Es posible que una persona, en nuestra opinión, esté equivocada, pero, como hemos visto,
es necesario seguir la conciencia cierta, y, por tanto, debemos respetar, más aún, defender
su libertad.
Al mismo tiempo que defendemos nuestro derecho y el de los demás a seguir el dictamen de la
conciencia, debemos buscar la verdad en cuestiones religiosas y morales, formarnos, con los
medios apropiados, para poder juzgar las acciones de modo verdadero (cf. DH, n. 3).
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7.2.La objeción de conciencia
La objeción de conciencia se debe al intento de defender unos valores que la disposición legal no
contempla. Es un derecho humano elemental que, precisamente por ser tal, la misma ley civil debe
reconocer y proteger: «Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no solo de
sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y
profesional» (EV, n. 74).
El motivo de la objeción de conciencia es obedecer a Dios antes que a los hombres. «Juzgad por
vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él, porque nosotros
no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 19-20).
El conflicto entre conciencia y ley divina no es posible. Lo que sí puede suceder es que se
den discrepancias entre las leyes civiles (que son falibles) y las convicciones de la
conciencia personal.
Leyes como las que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia «no solo no crean ninguna
obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de
oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia» (EV, n. 73).
El n. 399 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia afirma que «es un grave deber
de conciencia no prestar colaboración, ni siquiera formal, a aquellas prácticas que, aun
siendo admitidas por la legislación civil, están en contraste con la ley de Dios. Tal
cooperación, en efecto, no puede ser jamás justificada, ni invocando el respeto de la libertad
de otros, ni apoyándose en el hecho de que es prevista y requerida por la ley civil. Nadie
puede sustraerse jamás a la responsabilidad moral de los actos realizados y sobre esta
responsabilidad cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2,6; 14,12)».
8. LA FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA
Todos debemos procurar con seria solicitud tener siempre una conciencia verdadera y cierta.
La rectitud en el obrar depende de la rectitud de la conciencia: es obvio, por tanto, el deber de
formar y no oscurecer la luz de la conciencia.
«La dignidad de la persona humana requiere obrar con conciencia rectamente formada: una
conciencia que se oriente a la verdad e, iluminada por ella, decida» (S. Juan Pablo II,
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Discurso, 24.VI.1988). «La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos
sometidos a influencias negativas, y tentados por el pecado a preferir su propio juicio, y a
rechazar las enseñanzas autorizadas» (CEC, n. 1783). Esta tarea dura toda la vida (cfr. CEC,
1784).
En el Evangelio es clara y reiterada la enseñanza del Señor: «Durante sus tres años de ministerio
público, aprovechó todas las ocasiones para formar la conciencia de sus oyentes, especialmente de
los doce apóstoles» (S. Juan Pablo II, Discurso, 12-V-1985, n. 5).
Cada hombre debe obrar de acuerdo con su propia conciencia: «Por tanto, examine bien cada una
de sus propias obras» (Ga 6,4), porque según la propia conciencia será juzgado. No podemos
excusarnos con los dictámenes de la conciencia ajena, y menos aún con sus errores.
El deber de formar la propia conciencia exige poner los medios necesarios para que la conciencia
sea siempre verdadera. Algunos de estos medios son:
• La adquisición del debido conocimiento de la ley moral, mediante el estudio, la petición del
consejo y la oración requiere amor a la verdad: «El punto de partida de la formación de la
conciencia es el amor de la verdad. No se encuentra la verdad si no se la ama; no se conoce la
verdad si no se quiere conocerla» (S. Juan Pablo II, Homilía, 24.VIII.1983).
• Vivir las virtudes. Como hemos visto, la rectitud de la voluntad es muy importante para que la
razón juzgue bien: «Confiamos tener una buena conciencia porque deseamos comportarnos bien
en todo» (Hb 13,18).
Para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm
12,2), es necesario sin duda el conocimiento de la ley de Dios en general, pero no es
suficiente: «es indispensable una especie de connaturalidad entre el hombre y el verdadero
bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre
mismo» (VS, n. 64).
• La confesión frecuente de los pecados veniales «ayuda a formar la conciencia, a luchar contra
las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu» (CEC,
1458).
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• Pedir ayuda al Espíritu Santo y ser dóciles a sus inspiraciones. Él es quien, con sus dones, nos
ayuda a discernir lo que es bueno, lo que agrada a Dios, y nos impulsa a realizarlo con gozo y
por amor.
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CUESTIONARIO - AUTOEVALUACIÓN
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VOCABULARIO
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COMENTARIO DE TEXTO
Lee el siguiente texto y piensa un comentario personal para la próxima clase, utilizando
los contenidos aprendidos:
«El mismo texto de la carta a los Romanos, que nos ha presentado la esencia de la ley natural,
indica también el sentido bíblico de la conciencia, especialmente en su vinculación específica con
la ley: “Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley,
sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en
su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que los acusan y también
los defienden” (Rm 2,14-15).»
Según las palabras de san Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo
ella misma “testigo” para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su
esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad
de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio
solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, solo la persona conoce la propia respuesta a la voz
de la conciencia.
«Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo del hombre consigo
mismo. Pero, en realidad, este es el diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y
fin último del hombre. “La conciencia –dice san Buenaventura– es como un heraldo de Dios y su
mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual
que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia
tiene la fuerza de obligar” (In II Librum Sentent., dist. 39, a.1, q.3, concl). Se puede decir, pues,
que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez
y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre
hasta las raíces de su alma, invitándolo “fortiter et suaviter” a la obediencia: “La conciencia moral
no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada,
a la voz de Dios. En esto, y no en otra cosa, reside todo el misterio y dignidad de la conciencia
moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre” (Discurso, 17VIII1983)».
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