Caminando que estoy ya lejitos, no sé cómo nomás oigo que alguien me
llama: -- ¡Cholito! iCholito! Sorprendido volteo, ya que sólo en mi pueblo así me llamaban, cuando lo veo que ya me da alcance la muchacha esa su hija del supay que, agitada agitada, trayendo algo envuelto en un mantelito me alcanza, diciéndome apenas: -- Lo he traído esta gallinita para tu fiambre sin que se dé cuenta nomás mi mamá; ya está pelada... Dejándola en mis manos se volvió sin darme tiempo a otra cosa. Intrigado por esa ayuda que recibía de la muchacha, medio desconfiado lo llevaba yo el atadito, sin atreverme a desatarlo todavía hasta ese rato. Como me sentía inútil de hacer lo que el hombre me había ordenado, no fui derecho a la pampa, sino que me estaba yendo a buscar algún ojonalcito más bien, para poder echarme agua a la cabeza y poder pensar mejor. Hambre también tenía, pero no mucha. En eso, de detrás de una lomita aparece un zorro, con aire amistoso, meneando su cola como un perro, quien husmeando el aire lo oigo que me dice: -- ¡Hummm! ... gallina! ¡Añañáu! ¿Podrías invitarme un poco de tu fiambre, muchacho? A cambio te doy medio carnerito, qué dices; yo ya estoy harto de comer carneros, en cambio gallina, hummm! -- Pero está cruda -- le dije pensando en que no estaría mal hacer el cambio, ya que yo desconfiaba de todo lo que fuera el diablo o su familia. -- Ah, muchacho, y de cuándo acá los zorros comemos cocinado? -- Bueno, si es así, aquí está; toma. -- Pero espérate, voy a traer el carnerito -- diciendo se alejó mientras yo lo esperaba ahí parado. Al ratito se asomó trayendo entre sus dientes, arrastrando, tanta carne que la amontonó ahí en mi delante.