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OPORTUNIDAD

La vida de Lorena Campoalegre en ningún momento dejó de serle pesada y


aburrida. Pero con la llegada de Reinaldo sintió alivio.

Hoy se levantó igual que ayer, igual que hace una semana. Encendió un cigarrillo,
sirvió un poco de café, dejó el arreglo de la cama para más tarde y se sentó en el
único butaco, que también le servía como nochero para colocar la vela que encendía
cuando la pizca de romanticismo que aún le quedaba asomaba por su cuerpo.
Descorrió la cortina y atisbó el centro de la ciudad a través de los vidrios empolvados.
Tomó el primer sorbo de café. Aspiró con lentitud el humo del cigarrillo,
dejándolo adentrarse hasta lo último, hasta que tuvo que dejarlo salir oscuro y
amargo, más amargo que el café.

Contrario a la rutina que la dominaba le gustaban las cosas que podía disfrutar en
el preciso instante en que las poseía, como el café o el levantarse tarde, porque para
ella el presente era mucho más valedero que el posible futuro, o como el recuerdo de
Reinaldo que pertenecía a su memoria pero de traerlo a diario se había convertido en
un pasado inmediato. Le gustaba reírse en su soledad, de su soledad y convencerse de
que había personas, mujeres viviendo peor que ella.

Deambuló un rato por el cuarto, sin atreverse a abrir la puerta. Pensaba que aún no
era hora de que su habitación se mezclara con el aire insano que invadía el
apeñuscamiento del inquilinato. Se sentó con las piernas abiertas, apoyó los brazos en
el ventanal y el humo le hizo ver con mayor dificultad ese mundo que se revolvía tan
alejado... y así le gustaba sentirlo, impropio, excluyente en su cotidianidad.
—La mañana empezó despacio —pensó. —Abajo... debes estar entre el tumulto,
acosado.

Aquel día ya no te importó la premura del deber. Si tu asombro lo hubieras


canjeado por constancia ahora me sentiría mejor pero sólo eras un muchacho acosado
que se dejaba llevar por mi juego de ganas —exclamó y se abandonó a las palabras
que la devolvían a ese momento. Sintió tristeza. —¿Por qué me sigues doliendo tanto
Reinaldo?

En aquella tarde la ansiedad de Reinaldo era tan perceptible como la disculpa del
calor que utilizó Lorena para atraerlo hacia la privacidad de su cuarto.
—Sólo tengo algo de limonada. Espero que no le importe —dijo y le señaló donde
podía descansar.
—No se preocupe.
Reinaldo no pensaba en la sed ni en como saciarla porque estaba embelesado con
las formas redondas de aquella mujer que en algún momento le pareció vulgar.
—¿Es casada?
—No. ¿Por qué la pregunta?
—Por curiosidad.

Todo parecía tan simple, tan ingenuo que para no olvidarlo repasó la primera
noche y no pudo evitar caer en la nostalgia. Luego vino, como si fuera indispensable,
la pregunta—: ¿Qué estoy haciendo? —pero de tanto saltarse las preocupaciones
aquella inquietud desvaneció en la felicidad que le propinó ese premeditado
encuentro.

Su alegría y esperanza habían menguado desde que Reinaldo Ronda abandonara su


piecita de alquiler, dejándola desamparada.

Se tomó la cabeza con las manos y luego se las restregó por el rostro queriendo
disipar la angustia que la acosaba. Sintió un amago de llanto y rápidamente tomó otro
trago de café para olvidarse de su propia amargura. Se levantó y dio media vuelta.
Miró el cuarto buscando a Reinaldo y lo vio recostado en la cama revuelta, riendo
como un niño, como lo que era, como ella lo veía; y recordó que en la mañana
siguiente se sintió culpable porque de todos modos le parecía un crimen haber hecho
el amor con un joven sin experiencia. Pero la curiosidad de Reinaldo la salvó de todo
recriminamiento y le devolvió la placidez de estar junto a él y ser su amante y
maestra.

Volvió a sentir que las lágrimas se desbordaban incontenibles y ya no quiso


ocultar su tristeza y abandonó el café sobre el butaco. Lloró por unos minutos
mientras recreaba el pasado.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor.
—¿Sólo mejor?
—Sí. Sólo mejor.
—Yo sé que no soy un maestro... pero creí que lo habías disfrutado.
—Lo disfruté. No te preocupes.
—No me preocupo.
—Entonces deja de hacer preguntas de niño.

Reinaldo permaneció en silencio. Lorena lo miró con calma. Se acercó lentamente,


aún desnuda, lo tomó por la cabeza y lo apretó contra sus senos.
—No te preocupes. Soy una amargada que no valora lo realmente bueno.
—No me trates como si fueras mi madre —dijo con molestia y se retiró hacia la
ventana—. Tal vez sí eres una amargada pero no me importa. Ya no puedo escoger,
es más, no conozco ninguna mujer y menos como usted.
Lorena se enjugó las lágrimas con la camisa de dormir. La miró detenidamente y
recordó que era la misma que tenía aquella noche. Comenzó a desnudarse tratando de
hacerlo de la misma forma que en su recuerdo.
—¡Ninguna mujer como yo! —pensó con dulzura—. Y saber que temblabas como
una hora. Nunca olvidaré tu temor y la posición de hombre maduro que tratabas de
asumir para ocultarlo. ¿Qué otra actitud podías tomar frente a una mujer desnuda?

Se recostó en las cobijas y se revolvió en ellas tratando de encontrar el aroma de


amor silvestre que sintió en la cama al compartirla con un cuerpo tibio, acurrucado en
un rincón. Se recorrió totalmente con las manos, con pudor, Haciéndolo
supuestamente como Reinaldo. Rozó su pubis deseando que sus manos fueran las de
él. Se estremeció por completo. Lentamente descubrió el engaño. Ya no lo percibía
como el manojo de nervios que no sabía que hacer con ella.

Primero sintió rabia al imaginarlo dueño de la situación, con la mirada oscura y


libidinosa del hombre que no era; y luego cayó presa nuevamente del temor de aquel
muchacho acorralado que la miraba en la penumbra.
—Nunca quisiste ser el colonizador de mi cuerpo. En ningún momento deseaste
comprometer mis deseos ni mi pensamiento con tus ansias. Al entregarte como si ese
fuera tu último día me hiciste sentir como la primera, la única, no como los que
tomaron y dejaron a su complacencia y que al final sólo deseaban compartir conmigo
su desgano y hastío. Realmente es por esto que me sigues doliendo tanto.

La mañana continuaba imparable hacia el medio día y Lorena permanecía


abandonada al recuerdo sobre la cama.
—Algún día ya no estaré.
—No me importa. Ahora sólo quiero disfrutarte. No deseo apartarme de tu figura
aunque desde el principio he sospechado que será pasajera.

Reinaldo se sintió mejor al entender que su único compromiso con Lorena era
acudir en las noches para entregarle algo de su amor inexperto a cambio de que ella lo
hiciese sentir como un hombre.
—¿Nunca has pensado en que sólo te utilizo como un punto de referencia para
comportarme con madurez frente a las otras mujeres?
—No seré jamás ese punto de referencia porque no soy estática y mi movimiento
es ondulante y no circular. Además, no pretendo marcarte porque la relación que
tenemos es sólo un accidente. Empezó así y de esa misma forma va a terminar.
—Todo lo que dice es un producto de su desengaño.
—Tal vez. Pero sólo respondo a tus dudas con la realidad, o ¿esperabas que me
pusiera romántica y te suplicara que no me abandones? —dijo con cierta displicencia.
—No. Pero me había hecho a la idea de que me necesitaba del mismo modo como
la necesito.
La apatía de Lorena cambió con aquella declaración. Lo abrazó con ternura.
Reinaldo estaba resentido. Se apartó de sus brazos, la miró de frente, meneó la cabeza
con cierta decepción asomándose por sus ojos y besó en la mejilla a aquella mujer
que lo había hecho pasar de sus sueños eróticos a la realidad descarnada de una
relación sin futuro. Salió sin despedirse.
—Me abandonarás antes de lo previsto —dijo con tristeza y sintió aquel cuartucho
más amplio y silencioso donde ella no alcanzaba a llenarlo ni aún con sus esperanzas.

Sus sospechas no la apartaban totalmente del sueño de encontrar en aquel


Reinaldo, que para ella pudo haber sido un Carlos o un cualquiera, un amor sin
condiciones, sin compromisos eternos.
—Lo importante ahora es creer que mañana vendrás de igual forma, con tu
temblor disminuyendo con cada regreso, compartiendo mi espacio sin pensar en
ningún momento que pierdes tu tiempo —dijo y se convenció que volvería la
siguiente noche para continuar brindándole su amor de inocencia sin imaginar que él
se iría varias noches después porque en su anhelo de amor no cabía la presencia
continua.

Esta mañana ya no le importaba que Reinaldo no estuviera porque su recuerdo era


mucho más fuerte y tangible que la realidad de sacrificio y ultraje que la rodeaba.

Se sentó en el borde de la cama, tomó la taza de café ya fría, la vació de un sorbo,


miró el cigarrillo extinguido en el cenicero, colocó sus manos en ambas piernas y se
levantó con decisión. Se vistió. Abrió la puerta y el ruido del mundo lejano entró a su
pieza de alquiler con un impulso nuevo.

Alvaro 30III1994

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