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Estaba profundamente decepcionado, porque ahora parecía que todo había sucedido en vano.

En realidad, todavía hubieron de pasar unas tres semanas antes de que pudiera decidir de verdad
vivir otra vez. No podía comer porque la comida me repelía. La vida y el mundo entero me
parecían una prisión.

Durante aquellas semanas, viví a un ritmo extraño. Por el día solía estar deprimido. Con
pesimismo, pensaba: “Ahora tengo que volver a este mundo gris”. Cuando se acercaba la noche,
me dormía, y el sueño me duraba hasta aproximadamente la media noche. Entonces volvía a mí
mismo y permanecía despierto en la cama alrededor de una hora, pero en un estado del todo
transformado. Era como si estuviera en éxtasis. Me sentía como si flotara en el espacio, como si
estuviera a salvo, en el útero del universo: en un tremendo vacío, pero que estaba lleno de la
mayor sensación de felicidad posible. “Esto es la dicha eterna”, pensaba. “Esto no puede
describirse. ¡Es demasiado maravilloso!”.

(…) Todas estas experiencias eran gloriosas, tan fantásticamente bellas que, en comparación,
este mundo parecía ridículo. Al aproximarme más a la vida, las visiones se hicieron más débiles,
y apenas tres semanas después de la primera visión, cesaron por completo.

Evitamos definir la palabra eterno, pero yo puedo describir la experiencia solo como el éxtasis
de un estado no temporal en el que presente, pasado y futuro son uno. Lo que sucede en el
tiempo se había unido en un todo concreto. Nada estaba distribuido a lo largo del tiempo, nada
podía medirse con conceptos temporales. La experiencia podría definirse mejor como un estado,
pero uno que no puede producir la imaginación. Uno está entrelazado con un todo indescriptible
y aun así lo observa con completa objetividad.

La disolución de nuestra forma ligada al tiempo en la eternidad no causa pérdida de significado.


Es como si el dedo meñique se supiera un miembro de la mano.

Recuerdos, sueños, pensamientos. Carl Gustav Jung, 1961.

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