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LA CÁRCEL DE PALABRAS

Roberto Echeto
Los límites de nuestro vocabulario definen los límites de nuestra imaginación. Quizás allí
se encuentre la respuesta a por qué siempre terminamos disertando sobre las mismas materias.
¿De qué hablamos los venezolanos? De malandros, tráfico, huecos y política. De ahí no salimos.
Cualquiera de nuestras conversaciones recala siempre en alguno de esos cuatro temas… O en los
cuatro a la vez y así tenemos un festín de ésos que le levantan el ánimo a cualquiera. Es como si
nuestros cerebros vivieran en una celda invisible.
¿Por qué nos es tan difícil hablar de otras cosas que no sean malandros, tráfico, huecos y
política? De acuerdo. Ésos son los problemas más acuciantes, pero ¿no les parece que
exageramos? Tome usted un periódico cualquiera. Lea las páginas de opinión, las de deportes o las
que le parezcan. Observe que en todas, de manera directa o tangencial, se habla otra vez de lo
mismo: malandros, tráfico, huecos y política. ¿No hay más nada de qué hablar o somos tan
infelices que reducimos nuestras vidas a cuatro tópicos miserables? Que alguien me explique, por
favor.
Eso sí: no me vayan a decir que hablamos de esos asuntos porque son los que más
angustias nos producen. Eso ya lo sabemos. Lo dijimos hace unas líneas y no está bien que me
digan lo que ya les dije. Invéntense otra teoría. Explíquenme que el despeñadero psico-socio-
político-económico que padecemos, es más bien una crisis de temas de conversación, una
incapacidad para encontrar las palabras adecuadas que nos ayuden a entender nuestros
problemas. Esta habladera de lo mismo todos los días por televisión, por radio, por internet o por
donde sea, es un fastidio de proporciones increíbles.
No creo que exista en el mundo una sociedad que hable tanta paja como la nuestra. Todo
el mundo opina, todo el mundo sabe, todo el mundo dice y habla sobre lo mismo: malandros,
tráfico, huecos y política, y de ahí no nos movemos quizás porque sea más fácil (y más rentable)
hablar de los problemas que solucionarlos de una buena y maldita vez.
Un momento. Guarden silencio. Oigan a su alrededor. Noten que en la mesa de al lado
hablan de adivinen qué… Ahora dejen de leer este artículo. Comiencen la lectura de otro y fíjense
que en ése también se diserta sobre los mismos tópicos.
Que siempre se hable de malandros, tráfico, huecos y política, demuestra que no
podemos trascender el uso de las palabras dedicadas a hablar de malandros, tráfico, huecos y
política, lo cual quiere decir que no podemos salirnos de nosotros mismos ni ver nuestros
problemas desde otros puntos de vista ni con otras herramientas. Vivir hablando de malandros,
tráfico, huecos y política denota una crisis de lenguaje, una tragedia que poca gente percibe y que
se concreta en la imposibilidad de entender la complejidad del mundo o de hacernos los tontos
ante ella. Es preferible hablar de lo mismo (y simular que eso que llamamos «lo mismo» no tiene
solución) que estudiar, leer y, finalmente, pensar.
Porque ése es el problema: pensamos raquítico, pensamos en «modo spam» y nos
comunicamos en consecuencia. Producimos discursos pobres en ideas, pobres en palabras y
pobres en su capacidad para despertar entusiasmo; balbuceamos la repetición de un anecdotario
que nos hace sentir miserables, pero seguros dentro de la gran manada triste que se solaza en sus
problemas porque intuye que para resolverlos debe aprender a hablar otra vez.
No faltará quienes pretendan defenderse diciendo que en un país lleno de malandros,
tráfico, huecos y política, no se puede pensar en nada que no sea malandros, tráfico, huecos y
política. Se equivocan. En un país con un repertorio de ideas tan limitado como el nuestro, es una
obligación proponer otros temas, otras lecturas, otros problemas, otras soluciones, otras historias,
así no nos gusten o los sintamos demasiado distantes a nuestra pequeña efervescencia. La cárcel
de palabras está ahí, rodeando nuestras cabezas minúsculas. Por eso siempre terminamos
hablando de lo mismo. Y ya basta.

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