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COLEGIO ESCLAVAS DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS LENGUA Y LITERATURA

Teoría sobre los relatos fantásticos

La literatura fantástica es el subgénero literario que admite en la realidad de su texto la existencia o posibilidad de
existencia de elementos (seres, cosas, lugares hechos) sobrenaturales o extraordinarios, que irrumpen en un mundo
que es, aunque ficticio, posible y real. Entonces, en un marco real y cotidiano, irrumpe lo sobrenatural, lo inexplicable,
aquello que no podemos entender y que desestabiliza.

El lector ocupa un lugar esencial ya que el género fantástico provoca su vacilación, al no poder encontrarle una
explicación lógica a lo acontecido. Muchas veces, el lector comparte el punto de vista de algún personaje del relato que
está experimentando la misma incertidumbre y confusión; por lo tanto se produce una identificación entre el lector y un
personaje.

Algunos de los recursos temáticos característicos del fantástico son:

 confusión de identidades entre hombres y animales;


 metamorfosis o transformaciones;
 pasajes espacio-temporales;
 la materialización de los sueños, entre otros.

Los recursos estilísticos característicos de este tipo de relatos son:

 repetición de palabras, frases, acciones o situaciones que refuerzan las ideas acerca de lo extraño o
impredecible;
 ruptura de la causalidad al presentarse lo fantástico como algo inexplicable para nuestra razón y quebrarse la
lógica causa- efecto;
 estado de desconcierto por lo que,al no poder encontrar una explicación racional para lo extraordinario que
sucede, los personajes se ven turbados, desestabilizados;
 escasas descripciones de espacios, objetos y personajes, o se los caracteriza con particularidades extrañas;
 imprecisiones espacio-temporales de los hechos, es decir, no se sabe con precisión dónde o cuándo ocurren los
hechos y eso contribuye a crear una atmósfera de irrealidad.

Según los indicios que proporcionan al lector, los cuentos fantásticos pueden clasificarse en:

 Puros: mantienen la ambigüedad hasta el desenlace. El lector no puede optar por alguna de las posibles
explicaciones (racional o sobrenatural).
 Impuros: son aquellos que presentan en el momento de cierre algún elemento o indicio que orienta al lector a
optar por una explicación de tipo sobrenatural para los hechos ocurridos.

Contraposición con otros subgéneros , según el “mundo de ficción creado” o “verosímil”

 Maravilloso: Se produce una aceptación de lo sobrenatural y extraordinario en el medio de lo natural, de lo


conocido y real, por cuantono provoca el hecho extraordinario ningún tipo de reacción en el lector ni en los
personajes. (Mitos- épica- fábulas)
 Realista: Los hechos ocurridos se explican perfectamente por las leyes de la razón. Se representan esos hechos
en un mundo –espacio y tiempo- que le suceden a personajes todos posibles en la realidad.
 Extraño: El carácter insólito de los acontecimientos que se presentan a lo largo del relato –cuando algo familiar
se convierte en desconocido- permiten, al personaje y al lector, creer en la intervención de lo sobrenatural. Sin
embargo, solo hacia el final, son aclarados con una explicación racional, natural o científica.
“El gato”, de Héctor A. Murena

¿Cuánto tiempo llevaba encerrado?


La mañana de mayo velada por la neblina en que había ocurrido aquello le resultaba tan irreal como el día de su
nacimiento, ese hecho acaso más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a recordar como una increíble idea.
Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo.
Se dijo que quizá iba a obrar en nombre de ella, para librarla de una seducción inútil y envilecedora. Sin embargo,
pensaba en sí mismo, seguía un camino iniciado mucho antes. Y aquella mañana, al salir de esa casa, después que todo
hubo ocurrido, vio que el viento había expulsado la neblina, y, al levantar la vista ante la claridad enceguecedora,
observó en el cielo una nube negra que parecía una enorme araña huyendo por un campo de nieve. Pero lo que nunca
olvidaría era que a partir de ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había jactado de que jamás lo
abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por ahuyentarlo,
hasta que se convirtió en su sombra.
Encontró esa pensionucha, no demasiado sucia ni incómoda, pues aún se preocupaba por ello. El gato era grande y
musculoso, de pelaje gris, en partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios viejo y degradado, pero que no
ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la
autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando regresó a su habitación, encontró al gato
instalado allí; sentado en el sillón, levantó apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo echaron por segunda vez, y
volvió a meterse en la casa, en la pieza, sin que nadie supiera cómo. Así ganó la partida, porque desde entonces la
dueña de la pensión y sus acólitos renunciaron a la lucha.
¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla?
Al principio él salía mucho; los largos hábitos de una vida regalada hacían que aquella habitación, con su lamparita de
luz amarillenta y débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles sorprendentemente feos y
desvencijados si se los miraba bien, con las paredes cubiertas por un papel listeado de colores chillones, le resultaba
poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las calles, andaba, esperando que el mundo le devolviera una
paz ya prohibida. El gato no salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por cambiarse y presenció desde la puerta
cómo limpiaba la habitación la sirvienta, comprobó que ni siquiera en ese momento dejaba la pieza: a medida que la
mujer avanzaba con su trapo y su plumero, se iba desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente
limpio; raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un chistido suave, de advertencia, no de amenaza, y
el animal se movía. ¿Se resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo de nuevo o era un simple
reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo que fuese, él decidió imitarlo, aunque para forjarse una especie de
sabiduría con lo que en el animal era miedo o molicie.
En su plan figuraba privarse primero de las salidas matutinas y luego también de las de la tarde; y, pese a que al
principio le costó ciertos accesos de sorda nerviosidad habituarse a los encierros, logró cumplirlo. Leía un librito de
tapas negras que había llevado en el bolsillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando la noche,
la salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía suficiente con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una
noche muy fría, sin embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió enseguida. Y a partir de ese momento todo le
resultó sumamente fácil, como si hubiese llegado a una cumbre desde la que no tenía más que descender. Las persianas
de su cuarto sólo se abrieron para recibir la comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y al cabo
puso también fin a las caminatas por la habitación.
Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo, entró en un período de singular beatitud. Tenía la vista casi
siempre fija en las polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las distinguía, porque su necesidad
de ver quedaba satisfecha con los cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si se hubieran
despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz amarillenta de la bombita sobre esas tapas negras le hacían ver
sombras tan complejas, matices tan sutiles, que ese solo objeto real bastaba para saturarlo, para sumirlo en una especie
de hipnotismo. También su olfato debía haber crecido, pues los más leves olores se levantaban como grandes
fantasmas y lo envolvían, lo hacían imaginar vastos bosques violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin saber
por qué comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la lamparita -eternamente encendida- menguaba
hasta desvanecerse, y, flotando en los aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro color sangre
o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...
El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón.
Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres. Aunque se esforzó, no pudo entender que decían, pero los tonos le
bastaron. Fue como si tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y sintiera el estímulo, pero tan
remoto, pese a ser sumamente intenso, que comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar.
Porque una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero la otra era la de ella, que finalmente debía haberlo
descubierto.
Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no podía.
Observó al gato: también él se había incorporado y miraba hacia la persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su
sensación de impotencia.
Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban. Quería hacer algo. De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que
parecía que cuando cesara él iba a deshacerse, a disolverse.
Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin saber que buscaba con ese movimiento, y al fin maulló,
agudamente, con infinita desesperación, maulló.
“El almohadón de plumas”, de Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas
niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche
juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte,
la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos
severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y
estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el
más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los
pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus
antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se
reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De
pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los
brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego
los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
 —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y
sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
  Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente
inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las
luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala,
también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra
ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su
mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del
suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo
de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se
serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en
ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora
a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas.
Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente
de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la
cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la
cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron
en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
 Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía
de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
 —¡Señor!—llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había
dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué,
Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y
envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas
velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la
boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho
— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón
había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco
días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones
enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.

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