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La Dolorosa

Carlos Morales Tapia

Ay Virgen de los Dolores


que en Córdoba tienes casa
no más, para ver que pasa
ahí te dejo mis amores

Mardonio Sinta

Sepan cuantos… Corría el año del señor de 1617; preocupados por una extraña ola de asaltos a las
carretas y recuas de su magestad que bajaban de la capital hacia el puerto de la Vera Cruz, algunos
vecinos del corregimiento de San Antonio Guatusco solicitaron, por enésima ocasión al virrey de la
Nueva España, les concediera licencia para fundar una villa de españoles en el paraje denominado
de Lomas de Huilotlán o Huilanco.

Junto con la petición, los vecinos anexaron, para ésta ocasión, una bolsa con cien pesos oro, como
regalo para su merced, el virrey, heredero de la Casa de Córdoba y descendiente directo, según
dicen, del Señor de Dos Hermanas y cuyo nombre era Diego Fernández de Córdoba y López de las
Roelas, Marqués de Guadalcázar y Conde de las Posadas, quien aceptó, de buen talante, recibir a
los vecinos del corregimiento.

A pesar de estar al corriente de los desmanes que los vecinos del corregimiento causaban
constantemente a los palenques de negros, distribuidos en la espesura de la sierra de Orizaba,
Perote y Misantla, pero sobre todo, a uno de ellos que encabezaba un negro cimarrón al que
llamaban Gaspar Yanga, Ñanga o Uyanga y que era el que proporcionaba mejores insumos a la
gente de la zona.

Era precisamente a ese tal Yanga a quien los vecinos de Guatusco le adjudicaban los robos y
asaltos a las mercaderías destinadas a su majestad, aunque el virrey, conocedor del asunto, sabía
que dichos asaltos habían disminuido demasiado desde la fundación de la Puebla de los Ángeles,
además, dichos asaltos eran cometidos por la escoria blanca de la ciudad y entre estos, por
supuesto que también había algunos negros.

Don Diego pensó las cosas antes de reunirse con los dueños de recuas y de importantes sitios para
ganado, incluidos los sitios para ganado mayor de Cueztcomatepetl y Chocaman; sabía que, de
nueva cuenta, le solicitarían su anuencia para la fundación de una villa de españoles, alegando que
con la dicha fundación, se detendrían los robos y asaltos.

Muy bien sabía Don Diego que, el interés de los vecinos no era el de parar los desmanes en el
camino México – Vera Cruz, sino más bien, apropiarse de los terrenos planos del lomerío de
Huilanco o Huilotlán, propicios para la siembra pero que, dada la cercanía del palenque de Yanga,
era difícil de incursionar en él, porque los negros organizados en palenques, eran una sociedad
que sabía defenderse y usar armas para ello.

Todo esto lo sabía el virrey, gracias a una larga charla previa que sostuvo con el obispo de la
Puebla, Alonso de la Mota y Escobar, quien había recorrido esos parajes varios años ha y por
supuesto, lo único que se interponía entre los dueños de recuas y estancieros, era el palenque de
Yanga, que a pesar de todo, era un poblado pacífico y bien organizado, donde convivían los negros
con los vecinos de Amatlán y Omeyalcan, que eran los que distribuían las mercaderías del
palenque en los poblados vecinos.

Había sido Don Alonso quien le recomendó al virrey tener cuidado con dichos guatusqueños pues,
a varios de ellos los había encontrado amancebados con negras, incluso, ya con hijos, como ese
Gaspar Núñez, a quien había amonestado por vivir en concubinato con Juana Cocinera, “una su
negra que le atendía al patrón en la casa”.

El virrey recordó la charla de Don Alonso y vagamente, el nombre de la criatura que allí mismo
bautizara sin saber que, años más adelante, la pequeña, ya convertida en mujer, sería acusada
ante el tribunal del Santo Oficio por practicar la hechicería y a la que todo el mundo conocería con
el mal nombre de: La mulata.

Al entrar a la sala, vio los rostros de aquellos estancieros y dueños de recuas y ganados y en los
ojos de cada uno, la codicia de quien busca, a toda costa, tener un lugar entre la nobleza y las
familias de buen nombre de la capital, lugar al que no podían acceder a pesar de contar con
haciendas importantes, porque sus apellidos no eran de noble cuna.

Sonrió el virrey a los presentes y saludó de manera cortés, Gaspar Núñez, a quien había
amonestado Don Alonso por vivir amancebado era quien encabezaba al grupo y de cuyos labios,
volvió a escuchar el virrey la gastada argumentación de los robos y asaltos que cometían los
negros; pero esta vez fue breve y concluyente, terminaron obsequiándole al virrey varios
presentes de sus haciendas y agregaron que, para halagar a su merced, la susodicha villa llevaría
por nombre el de su ilustrísimo apellido, si así lo permitía.

Don Diego les dijo que, para tal situación, en el camino había mandado a levantar el pueblo de
Totutla, la nueva, pero los guatusqueños alegaron que no estaba lista puesto que, su iglesia aún no
estaba concluida, e insistieron en nombrar a la nueva población como Córdoba; Don Diego los
miró pensativo, nombró que eran necesarias, según las Leyes de Indias, 30 cabezas de familia
españolas y peninsulares…

¿Qué más sucedió en esa reunión? No lo sabremos, pero algo debió haber pasado porque, el 26 de
abril de 1618, según consta en actas, se efectuó la repartición de solares de la nueva villa de
españoles que, por ser tal, sería la primera en toda la Nueva España en contar con un
ayuntamiento, de acuerdo a las Leyes de Indias y gracias a la gran cooperación de los fundadores,
la corona les otorgaría el título de Caballeros, pero los dueños de recuas fueron más lejos y,
gracias al conflicto entre España y Francia, ofrecieron su cooperación económica al rey, lo que les
valió que, los válidos de Felipe III, le dieran el escudo de armas de la familia real a la villa, el de
Castilla y Aragón.

No fue, sin embargo, sino hasta 1681 que se dio el grado de villa a la tal fundación, porque fue
hasta entonces que se dio por concluida la fábrica de su templo parroquial; por esos años
aconteció que, una gran tormenta azotó el solar veracruzano, pero fue en Córdoba en donde
causó muchos estragos, en la plaza principal, derribó un añejo árbol de cedro en una de las
esquinas, el cual, durante mucho tiempo se quedó pudriéndose, a causa de que, el ayuntamiento
no lo retiró.
El cura, avisado por los lugareños y entendido como estaba que, era necesario tener imágenes y
dedicar el templo a un santo, solicitó al cabildo, donara el susodicho árbol para la confección de
las imágenes que eran necesarias para el

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