Se aproximan momentos vertiginosos, tiempos de ansiedad e incertidumbre
donde el tiempo se detiene, por ende, no avanzara el reloj durante un par de semanas. Los libros se resbalan de sus estantes y las personas deslizan las yemas de sus dedos sobre sus portadas para retirar la fina capa de polvo que acumularon desde su última consulta. Buscamos en ellos inspiración, una señal, una luz que ilumine el volátil almacenamiento de información de nuestros cerebros, desearíamos imprimir sus líneas en nuestra mente y fijarla allí para que jamás se esfume, tonta utopía, al final del día siempre termina fugándose al fino estilo de Clark Olofsson el padre del síndrome de Estocolmo. Así como lo hacen los competidores de alto rendimiento, debemos prepararnos, entrenar y así no desfallecer en el intento, controlar la sudoración, calmar las aceleradas palpitaciones del corazón al entrar en esa situación de angustia, para mantener la cordura y saber elegir un buen lugar en la penumbra, el limbo de lo prohibido, aquel espacio que se convertirá en nuestro aliado, en nuestro cómplice, nuestro secuaz. Inicia el sprint, el partido, el juego, o mejor la batalla, y se observa la ola de interrogantes aproximándose pupitre tras pupitre hasta que llega aquel pliego lleno cuestionamientos a nuestras manos, es allí donde ponemos en marcha nuestro plan e invocamos las habilidades de un mago, con el objetivo de sacar de cada manga nuestro comodín, eludiendo al mismo tiempo al vigía oscilante. Inevitablemente ingresamos en razonamientos de terror, es el subconsciente desleal que pretende traicionarnos, nuestro Judas interior, pero fracasara, porque nos preparamos para este acontecimiento, nos reintegramos en el cometido y desenfundamos nuestros lápices para que resbalen sobre el papel y finalmente dejar allí el manuscrito de salvación.