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Lec.Nº30.Ortiz.2016.Por Que Combatimos - Pp. 76-89.
Lec.Nº30.Ortiz.2016.Por Que Combatimos - Pp. 76-89.
Poca duda cabe que los seres humanos somos criaturas complejas, tanto en nuestro
comportamiento individual como colectivo. Impulsados por muy variadas motivaciones,
somos capaces de actuar con violencia, arriesgando nuestra vida o matando a otros
individuos. Diversas disciplinas científicas han tratado de comprender este comportamiento,
pero ninguna de ellas, por sí sola, ha sido capaz de dar una respuesta plena. En el ámbito
militar esta violencia trata de ser controlada por el entrenamiento, la disciplina y el derecho
humanitario, pero el comportamiento de los individuos en condiciones de combate sigue
siendo un tema abierto a debate, dada la complejidad de la naturaleza humana.
Tratar de entenderlo es algo que debe interesar a toda institución militar, pues su razón
de ser última es el uso de la violencia para hacer prevalecer los intereses de su país, y el
instrumento primario para ello son los individuos que la forman.
Hay múltiples definiciones de guerra, pero en esencia es un acto político que implica el
uso de violencia, entre otros medios, para imponer la voluntad de un grupo sobre la de otro.
Al ser dos voluntades en pugna, requiere de creatividad en quienes la conciben y ejecutan,
de modo de emplear los medios disponibles de manera óptima para alcanzar el objeto de
una guerra u objetivo político de esta. En consecuencia es un acto que responde a la cultura
de quienes participan en ella.
Obviamente, este tipo de violencia antecede a los estados en varios milenios, pues como
señala John Keegan (1995, p. 3): “La guerra es casi tan vieja como el hombre mismo,
y alcanza los lugares más secretos del corazón humano, lugares donde se autodisuelven
los propósitos racionales, donde reina el orgullo, donde las emociones priman, donde el
instinto es el rey”.
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Con el correr de los años fueron apareciendo numerosos trabajos de sociología militar,
entre ellos las notables contribuciones de Janowitz (Burk, 2002), The Profesional Soldier
(1960), de Samuel Huntington, The Soldier and the State (1957), y de Samuel Andrew
Stouffer, The American Soldier (1947).
Pero al margen de estos temas, lo esencial en las fuerzas armadas, cualquiera que sea el
país, es que su propósito final es prepararse no solo para combatir sino para vencer, cuando la
política considere necesario su empleo. Y esto implica conocer las motivaciones que pueden
llevar a un individuo a arriesgar su vida y a estar dispuesto a matar a otros individuos. Este
tema ha sido abordado por psicólogos, sociólogos, antropólogos, historiadores, militares y
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otros especialistas; que han planteado respuestas muy variadas, pero que en esencia pueden
ubicarse en tres ámbitos: la propia naturaleza humana, la cohesión del grupo primario y el
poder de las ideas.
LA NATURALEZA HUMANA
Nuestra especie (homo sapiens) es fruto de un largo proceso evolutivo que se inició hace
unos seis millones de años, cuando un pequeño grupo de homínidos africanos se adaptó a la
locomoción bípeda y la postura erguida. Los seres humanos actuales surgieron igualmente
en ese continente, hace unos 200.000 años, y en un lento proceso se fueron dispersando
por todo el planeta. Gracias a su gran capacidad de adaptación, logramos ser la única
especie de homininos que sobrevivió, siendo nuestros parientes evolutivos más cercanos
los chimpancés y los bonobos o chimpancés pigmeos, con quienes compartimos el 98.8%
del ADN.
Todos los seres humanos son iguales y no nos diferenciamos por la fuerza corporal,
pues el más débil puede matar al más fuerte. Sin embargo, somos capaces de tener
ambiciones, desconfianza y rivalidad, lo que eventualmente puede llevarnos a competir y,
eventualmente, a usar la violencia para alcanzar un beneficio, lograr seguridad u obtener
reputación. Según Thomas Hobbes (1984: 133-138): ello explicaría el origen de la guerra,
una situación en la que nada es injusto.
Las causas biológicas de la violencia humana han sido exploradas por neurólogos y
genetistas. Los primeros solo han podido identificar que la agresividad es una función
del sistema límbico cerebral, controlada por los lóbulos frontales (Keegan, 1994: 81-84);
mientras que los segundos consideran, de forma aún preliminar, que es el entorno lo que
lleva a genes específicos a desatar la agresividad (Rebollo-Mesa, Polderman y Moya-
Albiol, 2010).
en una distracción biológica que hiciera ineficaz al grupo. Esto, y la competencia por los
recursos, contribuyó a diferenciar más ambos géneros y a fortalecer el liderazgo masculino
(Hombrados, Olmeda y Val: 6; Keegan, 1994: 85-86).
Por otra parte, Sigmund Freud vinculó el origen de la violencia humana a la rebelión del
grupo ante los derechos sexuales del patriarca, como fue el caso de Cronos en la mitología
griega. Tras asesinar y comerse al patriarca, los hijos se sintieron culpables y optaron por
prohibir el incesto e instituir la exogamia, dando origen a la búsqueda de mujeres fuera
del grupo. Al menos inicialmente, fue necesario emplear la violencia para conseguirlas, y
ello habría sido una de las motivaciones para que los seres humanos vencieran la barrera
que representaba matar a alguien de su misma especie. La solución habría sido dada por el
desarrollo de las armas de caza, que ponían distancia entre el atacante y la víctima. La caza
también llevó a que la violencia pasara de ser un acto individual para convertirse en algo
grupal (Keegan, 1994: 84-85).
Todo este complejo proceso de evolución humana contribuye a comprender los conflictos
étnicos. Pero también hay elementos externos que pueden influir a parte de un grupo, clan,
etnia o nación y generar violencia e incluso guerras internas o externas.
Pero la guerra entre fuerzas organizadas habría surgido después, durante el Paleolítico
(9000-4000 a.C.), vinculada al proceso de sedentarización. La paulatina domesticación
de algunos cultivos y animales, que daría paso a la agricultura y a la ganadería, conllevó
el surgimiento de la idea de territorialidad. Los antiguos cazadores-recolectores debieron
pasar por un proceso de división de las labores y de especialización, siendo una de las más
importantes la defensa del conjunto, dando pie al “surgimiento de un ejército con oficiales”
(Keegan, 1994: 91). Todo ello fue creando estructuras sociales cada vez más complejas que
eventualmente llevaron a la aparición del Estado, cualquiera haya sido la forma que fuera
tomando.
Fue en Mesopotamia donde la guerra organizada dejó sus primeros registros. Las razones
de ello habrían sido las disputas por el control del agua entre las numerosas ciudades-
estado que se habían formado en esa fértil región, que llevaron a amurallarlas, a sustituir las
teocracias por reyes guerreros y a mejorar la metalurgia para fabricar armas más eficaces.
Este proceso tuvo lugar entre el 3100 y el 2300 a.C.
En el valle del Nilo la guerra evolucionó de una manera distinta, y tras la unificación del
Alto y Bajo Egipto, hacia el 3150 a.C., los faraones solo tuvieron que enfrentar la amenaza
nubia en el sur. Pero todo parece indicar que la forma de combatir fue más ritual que real
hasta las invasiones de los hicsos durante el Segundo Periodo Intermedio (1800-1550 a.C.).
La reunificación de Egipto bajo Amosis I (c. 1550 a.C.) llevó a la conformación de un
ejército regular, aunque mantuvo formas arcaicas de combatir (Keegan, 1994: 128-132).
El surgimiento de los ejércitos, que como hemos visto tomó mucho tiempo y respondió
a realidades locales, implica también la necesidad de preparar a un grupo humano para la
guerra, y esto nos lleva a abordar el segundo ámbito que hemos planteado para ensayar una
respuesta a por qué combatimos los seres humanos.
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En su controvertido libro Men against fire, Marshall (1947) señaló que el comportamiento
de los soldados norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial fue deficiente, pues solo
entre el 15 y el 25% de los soldados hicieron uso de su armamento.
Los estudios sobre este comportamiento señalaron que las principales razones por las
que pelearon y mataron fueron la supervivencia, el sentido del deber, y la cohesión y
lealtad para con sus compañeros. Estos últimos conformaban su grupo primario (patrulla,
compañía, dotación, etc.), que al compartir experiencias y peligros, conformaban una
sociedad cerrada.
El entrenamiento militar está destinado a dotar a los individuos de habilidades para el uso
de sus armas, pero más importante que eso, a convertir en rutina ciertos comportamientos;
entre ellos, el poder reaccionar ante una amenaza y disparar contra otro ser humano.
Pero esto, guardando las distancias, coloca al combatiente en la misma condición que el
prehistórico cazador aislado. Como aquellos antepasados, la eficacia en la lucha demanda
que forme parte de una organización y que emplee sus habilidades en ese contexto.
Pese a la creciente igualdad de géneros, en la mayoría de los países el combate sigue siendo
una actividad masculina, tal como la caza lo fue en tiempos prehistóricos. La presencia
femenina puede disturbar la cohesión y, lo que la evidencia empírica ha demostrado es que
ver caer a un camarada resulta menos perturbador cuando se trata de un hombre, quizá en
la misma medida que disparar contra una enemiga (Holmes, 1989: 100-106).
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La manera de crear fuertes lazos al interior de un grupo o unidad, de manera que puedan
sobreponerse a las dificultades del combate, es uno de los temas a los que la sociología
militar debe prestar mayor atención, pues, junto con el liderazgo en todos los niveles y el
arte de la estrategia, es uno de los fundamentos de la excelencia militar.
Liderazgo y cohesión son indispensables para superar lo que Holmes (1989: 204) ha
llamado “El verdadero enemigo” del combatiente: el miedo. Este es un sentimiento natural,
unido a la preservación, y está presente en todos, en mayor o menor grado. Vencerlo requiere
no solo de los comportamientos condicionados aprendidos durante el entrenamiento, sino
principalmente del ejemplo, la confianza y el apoyo mutuo.
El sentido de cohesión al interior del grupo primario ha estado presente en todas las
guerras, llevando a que sus integrantes lleguen a combatir por el compañero más que por
la unidad o la institución a la que pertenecen, o por el sentido del deber o la idea de patria.
Hay numerosos ejemplos de esto a lo largo de la historia militar, siendo uno de los
más notables la retirada de los 10.000 griegos contratados por Ciro el Joven para tratar
de derrocar a su hermano Artajerjes II como rey de Persia. Tras la derrota y muerte de
Ciro en la batalla de Cunaxa (3/9/401 a.C.), el ateniense Jenofonte logró cohesionar a
los mercenarios griegos, procedentes de diversas ciudades-estado, y conducirlos desde el
interior del imperio persa hasta el Mar Negro.
Quizá el ejemplo más notable de la cohesión del grupo primario sea la Legión Extranjera,
que si bien forma parte del ejército francés desde su creación en 1831, está formada por
individuos de numerosas naciones, en los que su lealtad primaria es hacia la legión y sus
camaradas.
La historiografía peruana suele abordar las acciones de armas en las que hemos participado
desde el punto de vista de los jefes que las dirigieron, pero rara vez lo hace desde el del
combatiente. Por ello resulta valioso el testimonio del soldado José T. Torres Lara, del
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Sin duda los últimos conflictos con Ecuador (1981 y 1995) y la lucha contra el terrorismo
nos han dejado múltiples ejemplos más de la forma como la cohesión del grupo primario
funciona entre los combatientes peruanos. Esto lleva a preguntarnos si hemos aprendido
de nuestras propias experiencias. Recordemos que todo combatiente actúa impulsado por
su propia cultura institucional y nacional, y que por más que su formación y entrenamiento
haya recibido influencias externas, en el fragor de un enfrentamiento pueden surgir e
incluso prevalecer valores culturales primarios.
Si bien creo que este es un tema pendiente que debería ser abordado con urgencia, cabe
preguntarse ¿por qué es importante conocer esto?
La respuesta tiene varias vertientes. Por un lado, permitirá conocer la mejor manera
de fortalecer la motivación para el combate, lo que debe comprender aspectos como la
selección del personal, el entrenamiento, el tipo de liderazgo que se requiere e incluso
aspectos organizacionales. Por otro lado, podría brindarnos una metodología para conocer
las motivaciones de un eventual enemigo, permitiéndonos incidir sobre esos factores para
afectar su voluntad de lucha.
Los lazos que forjan los individuos al interior del grupo primario son esenciales para
la eficacia combativa, y quizá primen sobre razones más elevadas y abstractas, pero estas
últimas también deben ser abordadas para tratar de comprender por qué combatimos los
seres humanos.
Toda guerra apela al patriotismo, pues este comporta un compromiso con el colectivo
social al cual los combatientes pertenecen. Este compromiso fue surgiendo desde muy
tempranas épocas de la evolución humana, y la sedentarización llevó a que fuera asociado
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a la tierra natal, aquella donde yacen nuestros padres y donde esperamos que viva nuestra
descendencia. De ese modo, las nociones de nación y patria se fueron amalgamando, y
eventualmente surgieron los estados-nación, sean estos reales o de una construcción
forzada.
Lo concreto es que las fuerzas militares forman parte de los estados y se deben al conjunto
social que estos representan. Esto ha sido profusamente documentado desde las Guerras
Médicas (499-478 a.C.), encontrando su expresión extrema en estados absolutamente
militares, como Esparta. Al menos desde la República Romana, estos vínculos fueron
reforzados con juramentos de servir con valor al Estado y también a sus compañeros,
comprometiendo el honor de los juramentados (Holmes, 1989: 32).
Fue el concepto del honor y del deber lo que llevó a Leónidas y sus espartanos a morir
en las Termópilas; lo que motivó a los soldados japoneses a pelear hasta la muerte durante
la Campaña del Pacífico, o a negarse a aceptar la rendición de Japón y, en algunos casos
en remotas islas, seguir con las armas en la mano durante varios años más; y lo que hizo
que el coronel Francisco Bolognesi y sus hombres se negaran a rendir Arica ante fuerzas
abrumadoramente superiores en junio de 1880.
Pero el historial de guerra eventualmente puede ser balanceado y hasta sustituido por
el espíritu de cuerpo que se logre construir a lo largo del entrenamiento. Quizá uno de
los mejores ejemplos contemporáneos fue el comportamiento del Batallón de Infantería
de Marina n° 5, en la defensa de Puerto Argentino, durante el conflicto de Malvinas
(Corbacho, 2006).
También es cierto que algunos combatientes llegan a tomar distancia con todos los
conceptos ideológicos y transforman su accionar en un “trabajo por cumplir” y, sin
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cuestionarse las razones del mismo, simplemente combaten para poder “concluir con su
tarea” (Holmes, 1989: 275-277). Como todo en esta vida, este tipo de actitud tiene aspectos
positivos y negativos, y a ambos hay que prestar atención si queremos que el conjunto de
las fuerzas operativas actúe con mayor eficacia.
La guerra implica violencia y esta, a su vez, el hecho de matar a otros seres humanos. El
entrenamiento debe preparar al combatiente para ello, poniendo énfasis en que el enemigo,
más que un individuo, es un instrumento hostil abstracto. Obviamente, en la medida en
que el combatiente individual reconoce al contrario como otro individuo o, peor aún, lo
conoce personalmente, se torna más difícil el acto de matar. Dependiendo del entorno
cultural, esta aproximación conceptual al enemigo puede deformarse hasta considerarlo de
una condición humana diferente o incluso no del todo humano.
Este tipo de percepción, vinculada a las diferencias raciales, se manifestó con crudeza
durante la Segunda Guerra Mundial, primero por parte de los japoneses en su avance por
el sudeste asiático respecto a los chinos y a los europeos; y luego por los norteamericanos
al iniciar la campaña del Pacífico. Si bien la Alemania nazi usó el argumento racial para
llevar a cabo programas de exterminio de judíos, gitanos y otras minorías, en el ámbito de
las operaciones militares limitó dicho argumento a los eslavos, principalmente a los rusos.
En el caso peruano, el argumento racial fue usado durante de la Guerra del Pacífico (rotos
y cholos) y también en los varios conflictos sostenidos con Ecuador (monos y gallinas).
Más allá del patriotismo y del sentido del deber, existe un gran número de otros
argumentos que han sido y pueden seguir siendo utilizados para que los seres humanos
estén dispuestos a combatir. Aquellos ya instalados en la mentalidad colectiva por su propio
devenir histórico, como las viejas rivalidades entre naciones o países, son más fáciles de
usar para construir la voluntad combativa. Los que se refieren a otro tipo de amenazas
requieren de un proceso de convencimiento tanto para motivar a los combatientes, como
para lograr el apoyo de la sociedad a la que defienden.
Las viejas rivalidades entre los pueblos germánicos y los que ocupan la actual Francia,
presentes ya en la época en que César conquistó las Galias (58-51 a.C.), marcaron el
sustrato de sus relaciones durante casi dos milenos, y alimentaron los espíritus combativos
de alemanes y franceses en los numerosos conflictos que tuvieron hasta la Segunda Guerra
Mundial. De igual modo, las guerras sostenidas por el Perú contra Chile y contra Ecuador,
tuvieron un efecto perdurable en sus respectivos pueblos, siendo fácilmente activables para
encender el espíritu combativo de sus fuerzas.
Más difícil le resultó a Aníbal alentar a sus tropas durante la Segunda Guerra Púnica
(218-201 a.C.) luego que perdiera el apoyo de su metrópoli; o a Estados Unidos durante
la Guerra de Vietnam (1955-1975), afectando seriamente la moral de sus fuerzas. Algo
parecido sucedió en el Perú en la lucha contra el terrorismo, luego que se iniciaran las
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Por otro lado, la Unión Soviética debió modificar su organización política y militar
para alentar a sus fuerzas y rechazar la invasión alemana en 1941. Dejando de lado las
ideas abstractas del comunismo, se recurrió al concepto de la Madre Rusia, y se rescataron
del olvido valores del periodo zarista con los que su población se sentía más identificada
(Holmes, 1989: 280-281).
Recapitulando, las ideologías pueden motivar a los seres humanos y llevarlos a combatir,
pero comportan elementos abstractos, que pueden ser aplicables a unos pero no a todos
los combatientes. Asimismo, su importancia parece diluirse en la medida en que el
entrenamiento no es capaz de prevalecer sobre el instinto.
CONCLUSIONES
Ninguna de las tres aproximaciones que hemos señalado (naturaleza humana, grupo
primario y fuerza de las ideas) explica por sí sola las motivaciones que llevan a los
individuos a combatir. Estas encierran una compleja interrelación de factores, influenciadas
tanto por la cultura como por el contexto.
El estudio de estos temas involucra a varias disciplinas, pero quizá la más importante
sea la sociología militar, pues es la que estudia a las instituciones militares como conjuntos
sociales. Numerosos miembros de nuestras fuerzas armadas han participado en la larga
lucha contra el terrorismo, y unas pocas unidades tienen más de tres décadas de experiencia
combativa acumulada. Conocer y estudiar las experiencias de sus integrantes puede brindar
valiosas luces sobre la forma peruana de combatir; y esto, al final, redundará en una mayor
eficacia de nuestras instituciones militares.
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BIBLIOGRAFÍA
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Men in Battle. Nueva York: The Free Press. servicio militar? Una mirada desde la
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y su percepción pública en perspectiva Militar para el fortalecimiento de las
comparada. Documento de Trabajo. relaciones civiles-militares en democracia
en el Perú. En La Colmena. Revista de
Sociología, PUCP.