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Memoria, historia y política de un pasado de guerra y dictadura

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Santos Juliá
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MEMORIA, HISTORIA Y POLÍTICA DE UN PASADO
DE GUERRA Y DICTADURA∗

SANTOS JULIÁ

Los españoles que en 1975 contaban entre 30 y 45 años de edad --nacidos


entre 1930 y 1945-- habían recibido durante su adolescencia y juventud un
adoctrinamiento incesante, emanado desde los únicos centros posibles de
producción de memoria, sobre su más reciente pasado. Era un discurso compacto,
sin fisuras, que hablaba de un gran pasado de la nación, echado a perder por sus
enemigos interiores, por los liberales que habían abierto las puertas al marxismo y
a su hijuela, la revolución; y rescatado luego y regenerado a costa de la sangre
derramada por los mártires de una cruzada, de una guerra santa. La elaboración
de este discurso, luego convertido en memoria oficial de la guerra y de la victoria,
puede datarse en los días inmediatos al golpe de Estado militar contra la
República, cuando los obispos de diferentes diócesis llenaron de sustancia
teológica las arengas nacionalistas que servían a los militares insurrectos como
base legitimadora de la acción subversiva contra el ordenamiento constitucional.
En verdad, el discurso de la guerra fue una mezcla, destinada a perdurar durante
toda la dictadura, de ideología militar y teología católica macerada en tres años de
guerra civil y en una década de aislamiento internacional y de autarquía mental.
Sólo cuando iban transcurridos veinte años del comienzo de la guerra apareció
una nueva generación que fue capaz de recusar aquel discurso y construir otra
memoria del pasado para ponerla al servicio de otra política.

MEMORIA IMPUESTA Y MEMORIA DISIDENTE


En una de sus primeras arengas radiadas, el general Franco, jefe de la
rebelión en África, recordaba a todos el “deber de cooperar en esta lucha decisiva
entre Rusia y España. No se trata simplemente de un movimiento militar”,
clamaba aquel militar: “Se trata de algo más: de la vida de España, a la que hay
que salvar inmediatamente. No creed las mentiras. Reaccionad todos. España es y
será cada día más fuerte. Zaragoza, la inmortal, tiene los mismos defensores de la
guerra de la Independencia”. Pocos días antes, el mismo general Franco se había
referido a las huelgas revolucionarias de todo orden que paralizaban la vida de la
población, arruinando y destruyendo sus fuentes de riqueza, y recordaba que los
monumentos y tesoros artísticos eran objeto “de los más enconados ataques de las
hordas revolucionarias, obedeciendo a la consigna que reciben de directivas
extranjeras, con complicidad y negligencia de los gobernadores de monterilla”1.

∗ Publicado en Santos Juliá, dir., Memoria de la guerra y del franquismo, Madrid, Taurus y
Fundación Pablo Iglesias, 2006, pp. 27-77.
1
“Una nota del general Franco”, ABC, 22 de julio de 1936, y del mismo Franco,
“Alocución radiada”, 18 de julio de 1936, publicada en ABC, 23 de julio de 1936. [La
edición de ABC citada para los años de guerra civil es siempre la de Sevilla].
Memoria, historia y política - 2

De manera que para Franco se trataba, desde el primer día de su rebelión,


de una lucha a muerte entre la verdadera España, la Patria en peligro, y un
enemigo exterior, Rusia, los soviéticos, los comunistas, que buscaban su ruina
induciendo a las hordas revolucionarias del interior a destruir todo el patrimonio
de la nación hasta convertir “nuestro glorioso solar en una mísera colonia rusa”2.
Cómo fue posible que un militar justificara haberse alzado en armas contra la
República evocando el peligro en que la lejana Rusia habría situado a España tiene
su sentido si se recuerda que el peligro comunista fue un fantasma que recorrió no
ya Europa sino los cuartos de banderas del ejército español y de todos los círculos
de la derecha autoritaria desde el mismo momento de la revolución bolchevique y
que se convirtió en una obsesión durante la dictadura de Primo de Rivera,
reactualizada y agravada en los años de República. El mismo hijo del dictador, y
líder de Falange Española, adelantándose unos meses a Franco, había interpretado
el resultado de las elecciones de febrero de 1936 como un triunfo comunista:
“Rusia ha ganado las elecciones”, decía una hoja escrita por José Antonio Primo de
Rivera y distribuida por las calles de Madrid a mediados de marzo de 19363.
Familiarizado desde joven con ese lenguaje, sin esperar siquiera que transcurriera
una semana desde su vuelo de Canarias a Tetuán, el general Franco presentó su
acción como una nueva guerra de independencia destinada, no ya a hacer frente a
un ejército invasor, como se recordaba la gesta de Zaragoza ante el cerco francés,
sino a unas hordas revolucionarias guiadas, movidas, manejadas por un poder
extranjero, Rusia, el comunismo, ante el que habían inclinado la cerviz las
autoridades de la República.
En este incipiente discurso militar no aparecía --como tampoco había
aparecido en las sucesivas directrices del general Mola, cabecilla de la
conspiración-- ninguna referencia al separatismo ni a la religión. A los pocos días,
sin embargo, lo que podría haberse quedado como un “alzamiento” contra el
poder legítimamente constituido encontró un refuerzo privilegiado de parte de la
jerarquía de la Iglesia católica. “No es una guerra la que se está librando, es una
cruzada, y la Iglesia mientras pide a Dios la paz y el ahorro de sangre de todos sus
hijos --de los que la aman y luchan por defenderla y de los que la ultrajan y
quieren su ruina-- no puede menos que poner cuanto tiene en favor de sus
cruzados”, se decía en una circular sin fecha del obispo de Pamplona, Marcelino
Olaechea, publicada en el Diario de Navarra un mes después del golpe de Estado, el
23 de agosto. Pero fue el arzobispo de Santiago, Tomás Muniz, quien por vez
primera reivindicó el término de cruzada para explicar lo que estaba ocurriendo
desde la sublevación militar en una circular profusamente reproducida en el resto
de boletines episcopales:

2
“Proclama del jefe del Ejército de Marruecos, general Franco, leída ayer por la radio”,
ABC, 22 de julio de 1936.
3
“La voz del jefe desde el calabozo”, en José Antonio Primo de Rivera, Obras Completas,
Madrid, 1945, p. 664. Para la eficacia de este miedo, Rafael Cruz, “¡Luzbel vuelve al
mundo! Las imágenes de la Rusia soviética y la acción colectiva en España”, en R. Cruz y
M. Pérez Ledesma, eds., Cultura y movilización en la España contemporánea, Madrid, 1997,
pp. 273-303
Memoria, historia y política - 3

El relato de las monstruosidades que nuestros enemigos van cometiendo en


los pueblos que dominan por algunas horas, los asesinatos de obispos, sacerdotes,
religiosos y fieles cristianos que se han distinguido por sus actividades religiosas,
los incendios de iglesias, la profanación de santuarios, la destrucción de conventos
y otros mil vejámenes de este orden, demuestran que la Cruzada que se ha
levantado contra ellos es patriótica, sí, muy patriótica, pero fundamentalmente
una Cruzada Religiosa del mismo tipo que las cruzadas de la Edad Media, pues
ahora como entonces se lucha por la fe de Cristo y por la libertad de los pueblos.
¡Dios lo quiere! ¡Santiago y cierra España!4.
Los obispos definieron, como ya habían hecho los generales, al enemigo
como ese “monstruo moderno, el marxismo o comunismo, hidra de siete cabezas,
síntesis de toda herejía” y dibujaron la situación anterior a la rebelión militar como
la de una República caída en la anarquía y en el comunismo. Más aún, daban por
demostrado que los comunistas preparaban una revolución para hacerse con el
poder del Estado. En esas circunstancias, el golpe militar quedó transmutado en
un “providencial alzamiento”, una “protesta de la conciencia nacional y del
sentimiento patrio contra la legislación y los procedimientos del gobierno”. No
había terminado aún el mes de septiembre de 1936 cuando el obispo de
Salamanca, Enrique Pla y Deniel, definía ya como una cruzada lo que sólo en su
forma externa revestía el carácter de guerra civil. Reconocía Pla y Deniel que en su
origen, “fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el
orden”. Orden contra la anarquía y el disolvente comunismo: ya no se trataba por
tanto de una guerra civil, “sino de una cruzada por la religión y por la patria y por
la civilización”, que enfrentaba a la única y verdadera España, “la España racial y
auténtica, la España madre de tantas naciones, la España paladín inmortal de la
espiritualidad”, con aquella otra España inoculada de espíritu extranjero, una
España laica que no era ya la verdadera España5.
En la misma dirección, y dos meses después, el cardenal primado, Isidro
Gomá, negaba que, en lo que tenía de popular y nacional, la guerra fuera una
contienda de carácter político. No se luchaba por la República, escribía Gomá, ni
por una cuestión dinástica; ni se ventilaban problemas interregionales. Se trataba,
por el contrario, “de una guerra de principios, de doctrinas, de un concepto de la
vida y del hecho social contra otro, de una civilización contra otra”. Era la guerra
española una guerra que “sostiene el espíritu cristiano y español contra este otro
espíritu que quisiera fundir lo humano en el molde del materialismo marxista”. La
Religión y la Patria corrían gravísimo peligro y España misma había sido llevada

4
Circular del obispo de Pamplona “Para la suscripción nacional”, cit. por Alfonso Alvarez
Bolado, Para ganar la guerra, para ganar la paz. Iglesia y Guerra civil, Madrid, 1995, pp. 40-42;
la del arzobispo de Santiago, en José Ramón Rodríguez Lago, La Iglesia en la Galicia del
franquismo, A Coruña, 2004, p. 473. También Giuliana di Febo, “Legitimación y
representación de la cruzada”, Ritos de guerra y de victoria, Bilbao, 2002, pp. 27-47.
5
“Las dos ciudades. Carta pastoral del obispo de Salamanca”, 30 de septiembre de 1936,
puede verse en Antonio Montero, La persecución religiosa en España, Madrid, 1961, pp. 688-
708. Para el pensamiento de este obispo catalán, Glicerio Sánchez-Recio, De las dos ciudades
a la resurrección de España. Magisterio pastoral y pensamiento político de Enrique Pla y Deniel,
Valladolid, 1994.
Memoria, historia y política - 4

al borde del abismo por una política en pugna con el sentir nacional y con nuestra
historia. En resumen, había que reconocer en la guerra un espíritu de verdadera
cruzada en pro de la religión católica. Era una guerra de civilizaciones puesta de
manifiesto en el sentido de religión y patria que habían levantado a España contra
la Anti-España6.
Todo animaba a que en muy poco tiempo el discurso militar --guerra de
independencia contra Rusia y sus secuaces-- y el eclesiástico --cruzada en defensa
de la religión y de la patria contra la anarquía y el comunismo-- se fundieran en un
único relato que encontrará en abril y mayo de 1937 su primera e inalterable
codificación en el discurso pronunciado por Franco el día de la unificación de
Falange Española y Comunión Tradicionalista y en la carta colectiva del
episcopado español a sus hermanos de todo el mundo pocas semanas después.
Por supuesto, el general Franco ya había utilizado en alguna ocasión el término de
cruzada, aunque dándole un significado genérico, patriótico, no específicamente
religioso, como cuando anunció que aviones estacionados en Madrid iban
patrióticamente a reunirse a “la cruzada general” o cuando se refería a los
“verdaderos españoles que nos siguen en la cruzada de defensa de España” y a
“esta cruzada, por una España grande, poderosa y respetada, [en la que] no ha de
faltar ninguno”7. Cruzada era término que venía de antes y que había sido muy
utilizado, no sólo por las publicaciones de la derecha, para armar el espíritu a la
vista de las confrontaciones futuras. Pero el día de la Unificación, cruzada adquirió
otro significado y Franco era consciente de ello al comenzar su discurso “en el
nombre sagrado de España y en el nombre de cuantos han muerto desde siglos
por una España grande, única, libre y universal”, para afirmar a renglón seguido
que la guerra revestía “cada día más el carácter de Cruzada, de grandiosidad
histórica y de lucha trascendental de pueblos y civilizaciones”. Se trataba, según
Franco, de “una guerra que ha elegido a España, otra vez en la Historia, como
campo de tragedia y de honor, para resolverse y traer la paz al mundo
enloquecido de hoy. Lo que empezó el 17 de julio como una contienda nuestra y
civil, es ahora una llamarada que iluminará el porvenir”8.

6
Isidro Gomá, “El caso de España”, 23 de noviembre de 1936, en Anastasio Granados, El
Cardenal Gomá, primado de España, Madrid, 1969 319-323. Para la transformación de
“alzamiento militar” y de “levantamiento cívico-militar” en “movimiento nacional” y
“guerra santa”, y de “guerra civil” en lucha entre “España y la anti-España, la religión y el
ateismo, la civilización cristiana y la barbarie” es fundamental el informe enviado por
Gomá a Eugenio Pacelli el 13 de agosto de 1936: Archivo Gomá. Documentos de la Guerra
Civil, vol. I, Madrid, 2001, pp. 80-92.
7
“Proclama del jefe del Ejército de Marruecos, general Franco, leída ayer por la radio”,
“El general Franco, jefe del Ejército de Africa, a la Guardia civil española” y “La patriótica
alocución del caudillo”, ABC, 22, 23 y 26 de julio de 1936, respectivamente. La voz
caudillo, todavía en minúscula, se aplicaba por aquellos días a varios generales con
mando en tropa.
8
“Texto del discurso del Generalísimo”, ABC, 20 de abril de 1937. Cuando se cumplía el
primer aniversario del “alzamiento”, en entrevista con Torcuato Luca de Tena, Franco le
explicará que “el Movimiento Nacional no ha sido nunca una sublevación: los sublevados
eran ellos, los rojos”, un axioma del que sacará una rápida conclusión: la guerra es “con el
extranjero”: “Una hora con el Generalísimo”, ABC, 18 de julio de 1937. Que los
Memoria, historia y política - 5

Este discurso de la guerra y del Estado de ella surgido se mantuvo, para


memoria de las generaciones futuras, en todo el ceremonial civil y religioso que
cada año celebraba las fechas del Glorioso Alzamiento, de la Victoria, de los
Caídos. Eran conmemoraciones sagradas, no en el sentido en que después de la
Gran Guerra había adquirido el culto a los caídos o en el fascismo italiano el culto
del litorio, esto es, como cultos civiles que fundaban religiones políticas, el
nacionalismo, el fascismo. En España quedó muy poco lugar para la fundación de
una religión política: la Iglesia católica absorbió por su mayor potencia todos los
cultos que de otra forma hubieran derivado hacia la creación de un ceremonial
estrictamente civil de tipo fascista y/o militar, se los apropió y los representó
según su propia liturgia, como celebración de la resurrección por la muerte, de la
esperanza de nueva vida por la expiación de la culpa, como un acontecimiento de
una historia de salvación que había exigido el derramamiento de sangre inocente,
sangre de mártires, como prenda de nueva vida. ¿Fue un proceso secularizador
del ancestral mito de la salvación como muerte y resurrección o fue la absorción,
en el mitologema clásico de paraíso-caída-redención, de lo que pudo haber sido
una celebración militar-fascista de la salvación de la patria y creación de la nación
nueva?9. En cualquier caso, lo que en su origen fue discurso de guerra se convirtió
en memoria y celebración única de un acontecimiento fundacional, origen de una
nueva historia. Hasta los intentos de fundar una religión política con ceremonias
civiles, como fue por ejemplo el aparatoso traslado de los restos de José Antonio
de Alicante a El Escorial, quedaron finalmente atrapados en el ceremonial
estrictamente religioso presidido siempre por la Iglesia y sus clérigos, que acabó
fagocitando lo que en el discurso fascista de la guerra y la revolución pudiera
haber de autónoma religión secular.
Memoria única, memoria impuesta por una política represiva, desde luego,
pero también por una pedagogía redentora, “consoladora”, que otorgaba sentido a
tanta muerte y a tanta destrucción como la sufrida en los años precedentes y que
servía de cimiento para construir el nuevo Estado surgido de la guerra sobre el
consenso de las diferentes fuerzas que formaban la coalición vencedora10. Es lo
que Carolyn P. Boyd ha llamado “historia como terapia”, que inundó todos los
textos escolares, purgando “la historia nacional de las distorsiones introducidas en
ella por extranjeros y pérfidos españoles”11. Sin duda, no faltaban tensiones y
ambigüedades entre la versión estrictamente nacional y católica y la que
pretendieron defender distinguidos intelectuales de la Falange cuando en torno a
1940 trataron de hacerse con todo el poder para construir el Estado totalitario al
modo fascista, controlado de arriba abajo por el partido único, y protestaron por la

sublevados fueron los rojos sirvió para someterlos de inmediato a consejos de guerra
sumarísimos, acusarlos de rebelión militar, condenarlos a muerte y ejecutarlos.
9
Me sugiere esta pregunta el ensayo de Zira Box, “Secularizando el Apocalipsis.
Manufactura mítica y discurso nacional franquista: la narración de la Victoria”, Historia y
Política, 12 (2004/2) pp. 133-160.
10
Para este tema, Josep M. Margenat, El factor católico en la construcción del consenso del
Nuevo Estado franquista, 1936-1937, Madrid, 1991.
11
Carolyn P. Boyd, Historia Patria. Política, historia e identidad nacional en España: 1875-1975.
Barcelona, 2000, pp. 200 ss.
Memoria, historia y política - 6

definición de la guerra como cruzada12; pero se trataba de luchas de facciones


dentro del mismo régimen, agudizadas desde el momento en que los dirigentes de
Falange creyeron que la fulgurante expansión de los ejércitos alemanes por
Europa, el hundimiento de Francia y la previsible derrota de Inglaterra inclinarían
a su favor la dirección del nuevo Estado español, soltando lastre militar y clerical:
luchas entre facciones que nunca pusieron en duda, sin embargo, el carácter
fundacional y sagrado de las fechas de 18 de julio y 1 de abril.
Por circunstancias ajenas al origen de este discurso de guerra y de victoria,
o sea, por la transformación del triunfo nazi en capitulación alemana, la originaria
mezcla de sentido católico de la guerra y de legitimación militar de la rebelión --en
sus términos esenciales: cruzada contra el comunismo-- recibió su definitivo
espaldarazo con el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando los soviéticos
llegaron a Berlín y parecía que Europa entera, con los poderosos partidos
comunistas reforzados por la resistencia en Francia e Italia, caería bajo su dominio.
No es casualidad que en mayo de 1945, un día después de la capitulación del
Tercer Reich, el arzobispo de Toledo y primado de España, el mismo Enrique Pla y
Deniel que en Salamanca había suministrado legitimidad religiosa a la rebelión
militar, publicaba una exhortación pastoral, ampliamente reproducida en la
prensa, “con motivo del término de la guerra en Europa”. Decía allí el primado --
elevado a los pocos meses a la dignidad cardenalicia en el primer consistorio
celebrado por Pío XII-- que el carácter de la guerra de España nada tenía que ver
con la guerra que en aquellos días llegaba a su fin: mientras ésta había sido una
guerra fratricida, la española había tenido, para los católicos, el carácter de una
“verdadera cruzada por Dios y por España” y, para todo el que no fuera católico,
la legitimidad del recurso a la fuerza ante el “Derecho natural atropellado”. Líneas
antes, Pla y Deniel había recordado de nuevo el paisaje de la España anterior a la
guerra civil como el de una República desbordada por una “anarquía sangrienta
comunista, con desprecio de los derechos de la persona”, y con millares y millares
de víctimas seglares y de religiosos asesinados.
Esta memoria de la guerra civil y su contraste con la realidad de la guerra
de Europa tenía un obvio propósito político: el arzobispo exhortaba a todos los
españoles a consolidar la unidad interna de manera que se perfeccionara y
coronara la obra de “nuestra Cruzada” y se hiciera realidad la “liquidación
represiva de la última y dolorosa guerra”, como ya se había decretado al anular la
vigencia de la ley de responsabilidades políticas, de tal manera que la
“generosidad comprensiva” de las autoridades abriera ancho cauce y medios de
vida a todos los españoles. Comprensión hacia los vencidos desde la caridad
cristiana, tal era la nueva política de la Iglesia en su objetivo de reforzar la unidad
interna de la nación y la fortaleza del Estado. La visión del pasado así construida
servía además para exigir a las potencias aliadas que no se entremetieran en los
asuntos internos de España y para pedir a los españoles que reforzaran su unidad
ante los peligros que podrían caer sobre la nación si la autoridad del Estado perdía
su firmeza. Que se busque y se preste una verdadera colaboración de todos los

12 “En rigor creemos que no es el de Cruzada el nombre de nuestra guerra, aunque en


tan buena parte fuera librada por razones religiosas” se decía en un comentario
anónimo a Historia de la Cruzada, aparecido en Escorial, 6, abril 1941, pp. 159-160.
Memoria, historia y política - 7

ciudadanos, terminaba el primado, “no por medio de una masa amorfa, sino por
las instituciones naturales de la familia, profesión y Municipio”. Y, sobre todo, que
“se acuda pidiendo al Sacratísimo Corazón de Jesús y al purísimo Corazón de
María que sigan protegiendo a España, que iluminen al Jefe del Estado y a cuantos
tengan mayores responsabilidades en los futuros destinos de nuestra España”13.
Dos semanas después de conocerse esta exhortación pastoral, el general
Franco clausuró en Valladolid con un “importantísimo discurso” el Congreso
Agrario Regional del Duero. Dijo allí Franco que cuando el mundo vivía bajo el
imperio de los absolutismos, España, con Castilla, “y bajo el imperio de la moral
católica, practicaba los principios de una verdadera democracia”. La historia
enseñaba que cuando “por intromisiones extrañas peligra lo nacional”, Castilla da
siempre ejemplo de reciedumbre y de bravura y se levanta en santa rebeldía, como
ocurrió en “aquellos trágicos días republicanos de cobardía y de conformismos,
cuando España caminaba hacia su destrucción”. De Castilla salieron las fuerzas
que en el Alto de los Leones dieron “la primera batalla de nuestra guerra de
liberación” y se fundieron en sangre y heroísmo los hombres del Ejército y de
Falange, cuya unidad elevaba el orador al rango de lo sagrado. Frente a los
desdichados españoles, verdaderos criminales comunes de la guerra, el
Movimiento se había propuesto rescatar y liberar a España, redimirla de las causas
que desde hacía más de un siglo habían determinado su decadencia, volviendo
por “los fueros de nuestra doctrina católica y por el camino de nuestras gloriosas
tradiciones, oponiendo a la democracia formulista y gárrula aquella otra que
dimana del Evangelio y de nuestras tradiciones prácticas”. Se había puesto fin de
esta manera a un siglo de ficciones políticas que había desposeído al español de la
confianza en sí mismo. El Movimiento le había devuelto la moral de pueblo
independiente y victorioso, y si, por acaso, su ánimo dudase, deberá reconfortarse
ante “esa renovación innumerable de nuestros héroes y de nuestros mártires en
nuestra Cruzada, la justicia de nuestra causa y la forma pródiga en que Dios
ampara, ayuda y protege a España”14.
Dos piezas discursivas, pronunciadas con escasos días de distancia y con
idéntico propósito, por las más altas jerarquías de la Iglesia y del Estado; dos
miradas dirigidas desde el fin de la Guerra Mundial a los comienzos de una
guerra civil elevada al rango de cruzada nueve años antes; dos exigencias de
unidad para el presente, en momentos de incertidumbre sobre el destino que los
aliados preveían para el futuro de España; dos llamadas a fortalecer los
fundamentos del Estado; dos propuestas de institucionalización del régimen
basadas en la tradición católica; dos muestras de confianza en la especial
protección de Dios sobre la patria y su Caudillo, pero también: dos definiciones
del contenido último de la cruzada como lucha contra el comunismo, que no hará
sino reforzarse en posteriores discursos, cuando la verdad de España aparezca por
fin reconocida por el mundo: nada diferencia en el fondo ni en el propósito la
exhortación publicada por el eclesiástico del discurso pronunciado por el militar.
Nada diferencia tampoco a las autoridades eclesiásticas y civiles que todavía una

13
“Emocionada y vibrante pastoral del primado de España con motivo del final de la
guerra”, ABC, 9 de mayo de 1945.
14
“Los actos del domingo en Valladolid. El discurso”, ABC, 22 de mayo de 1945.
Memoria, historia y política - 8

semana después se encontrarán en la tradicional procesión del Corpus Christi,


celebrada con más solemnidad y esplendor que nunca en la localidad de El Pardo,
elegida por el jefe del Estado para su residencia oficial, cuando entonen un Te
Deum por la paz de España y se eleven al Santísimo “peticiones que se concretaban
en la persona del Caudillo y en el sagrado destino de España”15.
Esta memoria de la guerra, sostenida por una institución que monopolizaba
lo sagrado y por otra que concentraba todo el poder ejecutivo, judicial y
legislativo, tuvo para la cultura política --y para la cultura sin más-- de los
españoles un efecto devastador. Cada año, las celebraciones de las fechas sagradas
de 18 julio y 1 de abril venían a recordar la salvación de España gracias al martirio
de los mejores y la necesidad de salvaguardar la preciosa conquista de la unidad
frente al insidioso enemigo interior dispuesto siempre a renacer de sus cenizas. Se
podía discutir acerca de qué política era la más adecuada para mantener a ese
enemigo a raya, si el exterminio puro y simple o si la comprensión de sus razones
una vez vencido, desarmado, arrepentido y rescatado; si había que leer las otras
tradiciones de pensamiento para discriminar en ellas lo que pudiera ser absorbido
en la construcción de la nación o, en nombre de la misma unidad de la nación,
arrojarlas a la hoguera. En realidad, la única discusión política y pública de relieve
en España desde la capitulación de Alemania hasta mediados los años cincuenta
giró en torno a las exigencias de la política de unidad derivada del 1º de abril, día
de la Victoria. Mientras la nueva hornada de publicistas procedentes de Acción
Española y vinculados al Opus Dei pretendía dar por zanjado el problema de
España defendiendo el exterminio de la tradición liberal, los más destacados
miembros del grupo de amigos formado en Burgos en 1938 en torno a Serrano
Suñer y al ideal falangista de la reconstrucción de la unidad de la patria desde un
Estado totalitario, creyeron en 1951, con el nombramiento de Ruiz-Giménez como
ministro de Educación, que la historia les había deparado una segunda
oportunidad para llevar a cabo la política de la cultura que no pudieron culminar
en 1942. Desde sus rectorados, cátedras y revistas, los más “comprensivos” de los
intelectuales políticos reprodujeron en sus escritos y conferencias de los años
cincuenta las mismas propuestas elaboradas en los cuarenta, aunque acentuando
su contenido católico y disolviendo su antiguo contenido fascista en una búsqueda
de síntesis nacional de la que ellos mismos serían únicos artífices y
administradores legítimos16.

15
“La festividad del Corpus Christi”, ABC, 1 de junio de 1945.
16
Para el significado de las polémicas entre “excluyentes” y “comprensivos”, o entre
España sin problema frente España como problema, y para la persistencia en los años
cincuenta de un proyecto de absorción de los vencidos en una síntesis nacional
administrada por los vencedores puede verse mi Historias de las dos Españas, Madrid, 2004.
Añadiré aquí que Pedro Laín escribía en 1955, citando a San Pablo y recordando su
política de 1940: “Non erubesco conatum, no me sonroja el intento”, en el prólogo al primer
volumen de la nueva edición de España como problema, Madrid, 1955, que incluía una serie
de artículos aparecidos en Arriba en 1941 y 1942. En uno de ellos, “Las izquierdas en la
polémica de la Ciencia española”, Arriba, 27 de enero de 1942, Pedro Laín intentaba
reconstruir la unidad cultural de la nación española desgarrada por un siglo que “no fue
nuestro”, el XIX, y presentaba a Nicolás Salmerón como “heredero consciente de los que
asesinaban frailes en 1834 e inconsciente abuelo de los forajidos de 1934 y 1936”. Este
Memoria, historia y política - 9

Hubo que esperar a la aparición en la esfera pública de una nueva


generación, luego bautizada como la de los “niños de la guerra”, para que surgiera
la primera rebelión contra esa memoria de la guerra y de la victoria. Fueron
universitarios y escritores jóvenes que, en 1956 en Madrid y en 1957 en Barcelona
y Sevilla, protagonizaron varias manifestaciones de protesta contra el Sindicato
Español Universitario y, más allá de este primer objetivo, contra la misma
dictadura. Latía en esa rebelión el “ansia desesperada de salir de la mentira
colectiva”, la exigencia de un derecho a la verdad que implicaba el “derecho a
desenmascarar la mentira pública”, como se decía en un “Testimonio de las
generaciones ajenas a la guerra civil”, escrito por un grupo de universitarios de
Barcelona17. Ese derecho a la verdad como desenmascaramiento de la mentira se
refería ante todo al pasado, a la guerra, a lo que de ella habían contado los
maestros de esas nuevas generaciones. Y es significativo de la nueva cultura
política, emergente a partir de las movilizaciones universitarias de 1956 y 1957,
que en todos los manifiestos aprobados después por los grupos de adscripción
comunista, socialista, demócrata cristiana o monárquica --manifiestos procedentes,
pues, de la oposición al régimen y de la disidencia del régimen-- la referencia a la
guerra civil consista invariablemente en el repudio a los odios sangrientos del
pasado, como dicen los jóvenes de la Agrupación Socialista Universitaria; en su
visión como una tragedia, una catástrofe que era preciso arrojar al olvido, como
escriben los jóvenes de la Unión Demócrata Cristiana; en una tragedia, dirá Unión
Española, sobre la que no cabe fundar un porvenir; una inútil matanza fratricida,
como define la guerra el documento de Barcelona. Al recusar el discurso de la
guerra en el que habían sido, más que educados, adoctrinados, y al definir la
guerra civil como un movimiento militar que no había resuelto ninguno de los
problemas a los que se enfrentaba España, al ver en ella una inmensa tragedia,
borraban también de un plumazo la línea divisoria entre vencedores y vencidos
tan nítidamente trazada por sus padres; liquidaban el discurso de la guerra en su
núcleo central: ni había sido una cruzada ni Rusia había tenido nada que ver en la
rebelión militar; y echaban los fundamentos, a partir de un acto de rebeldía, de

pasaje fue suprimido, y otras frases sufrieron modificaciones, en la edición de 1955.


Dionisio Ridruejo se situaba en la misma onda cuando escribía en 1952, con evidente
entusiasmo, que en sus “recientes diálogos con Carles Riba sobre la unidad de España y
las realidades de Cataluña, [no ha habido] ninguna cosa diferente a las que ya
pensábamos mis compañeros de trabajo y yo en aquel Burgos de 1938 y 1939 -tan lejano
biográficamente, tan insuperablemente próximo en tantos aspectos- ante la inminencia de
acontecimientos militares que librarían aquella hermosa porción de España de su mal
sueño […] ¿Recuerdas, Pedro Laín, qué sentimiento de liberación tan hondo hubo
aquellos primeros días en Barcelona, para nosotros los más apasionantes de la guerra?”,
preguntaba a su más cercano compañero en "Unidad como libertad", Alcalá, 10 de
noviembre de 1952. El inciso “tan insuperablemente próximos en tantos aspectos”, y la
pregunta a Laín fueron suprimidos en la reproducción póstuma de este artículo aparecida
en Casi unas memorias, Barcelona, 1976, p. 317, en la que “librarían aquella hermosa
porción de España de su mal sueño” quedó transformada en: “nos unirían otra vez a
aquella hermosa porción de España”. El proyecto de síntesis se había suavizado en las
maneras pero persistía en su objetivo.
17
Publicado en El Socialista, de Toulouse, 22 de agosto de 1957.
Memoria, historia y política - 10

una cultura política que debía bien poco al pasado del que ellos mismos
procedían, del que eran hijos.
“Apenas hay escrito juvenil o confidencia válida que no comience por una
recusación de la herencia de la guerra civil”, escribía en 1962 Dionisio Ridruejo, en
un primer testimonio de la amplitud que la recusación de la guerra civil había
alcanzado entre las nuevas generaciones. Los jóvenes, añadía, “se resisten a la
fatalidad de tener que estar continuando o tener que reproducir la guerra civil y
difícilmente se identifican con una España o con otra, adivinando que […] las
Españas beligerantes son meros residuos. Preguntan por el porvenir”. Pues, en
efecto, a partir de esa nueva apropiación vital y afectiva del pasado --que es, al
cabo, en lo que consiste la memoria-- en un acto de rebeldía contra una dictadura,
no cabía más que inaugurar una política con un claro propósito: que los resultados
de la guerra civil no determinaran el futuro, que no fuera imposible a un
comunista hablar y entenderse con un católico, manteniéndose ambos en sus
posiciones, no buscando la absorción del contrario ni la síntesis superior en una
ilusoria unidad cultural de la nación. Por eso, siempre que un grupo de disidentes
del régimen encontraba en una mesa de negociación a un grupo de la oposición, el
primer punto de acuerdo consistía en mirar al pasado y decidir que no
determinaría el futuro; que sobre el pasado debía extenderse una amnistía general
o que, si se quiere decir con la afortunada expresión que el mismo Ridruejo había
oído a Enrique Tierno, que era preciso “convertir en historia nuestro pasado”, en
historia, esto es, en un saber crítico, objetivo, no en un recurso para la acción18.
A esa nueva política, sostenida en una memoria que quiere romper con un
presente de dictadura determinado por un pasado de guerra, se debe la
proliferación de encuentros entre gentes procedentes de los únicos ámbitos de
socialización política de los años cuarenta y cincuenta, todos católicos y/o
falangistas, con otras procedentes de las diversas oposiciones comunistas,
socialistas o sindicales. En cine-clubs, ciclos de conferencias, asociaciones
vecinales, plataformas, convocatorias de huelgas o manifestaciones, asambleas,
sindicatos clandestinos, a nadie se le pedía cuentas de su pasado: sobre los
reunidos actuaba una memoria de la guerra que recusaba el gran relato inventado
y codificado por los vencedores sin poner en su lugar la memoria de los vencidos,
no sólo porque se hubiera perdido, “suprimida por los vencedores después de la
guerra civil”19, sino porque aparecía dividida, fragmentada o enfrentada por las
disensiones y luchas internas en las que acabó la vida de la República, una
memoria que en muchas ocasiones se expresaba como sentimiento de culpa
colectiva por las divisiones internas que habían posibilitado el golpe militar y,

18
Dionisio Ridruejo, Escrito en España [1962], Madrid, 1976, p. 287.
19
Como escribe Ángela Cenarro, "Memory beyond the public sphere: the francoist
repression remembered in Aragon", History and Memory, 14: 1/2 (otoño 2002) p. 172; en
idéntico sentido, y en la misma publicación, Michael Richards, “From war culture to civil
society: Fracoism, social change and memories of the Spanish civil war”, señala que al
esfuerzo de guerra republicano se le negó “expresión, representación y ritualización
pública”, p. 102. Pero en la división y enfrentamiento de los mismos republicanos habría
que buscar también otras posibles causas de la debilidad e inoperancia de la memoria de
la República tanto en el exilio como en el interior.
Memoria, historia y política - 11

luego, la derrota, y por los crímenes cometidos en zona republicana: como


cualquiera que tuviera los oídos abiertos podía de inmediato entender, no era
idéntica la memoria de la guerra transmitida por un anarquista que la de un
comunista, como tampoco lo era la reivindicada por un socialista adscrito a la
corriente de Largo Caballero que la de un socialista de Prieto ni la de quienes se
enfrentaron a muerte en las calles de Barcelona y Madrid en mayo de 1937 o en
marzo de 1939.
Por eso, porque sólo una general recusación ocupó el lugar de la memoria
impuesta, no resultó difícil desde los últimos años cincuenta que la oposición de
izquierda, del interior o del exilio, comunista o socialista, comenzara a encontrarse
de acuerdo con la disidencia de derecha, o de un incipiente centro-derecha,
monárquica, ex falangista, demócrata cristiana o liberal en que el pasado,
sencillamente, había que clausurarlo si se pretendía reunir fuerzas para abrir el
futuro. Es significativo que en la propuesta del acuerdo que conduciría a la
formación de la Unión de Fuerzas Democráticas, presentada en agosto de 1959 a
los partidos del exilio por socialistas, demócrata cristianos y liberales del interior,
el punto 3º estableciera que “se considerarán superadas las diferencias de la guerra
civil, por lo que no existirá distinción alguna entre vencedores y vencidos, ya que
todos habrán de colaborar a modelar las futuras estructuras políticas del país con
el mayor respeto para las personalidades naturales o históricas del mismo”. Y no
será menos significativo que en el texto finalmente firmado, este punto sufriera,
por iniciativa de varios partidos del exilio, una completa modificación quedando
suprimida toda referencia a la guerra civil20.
Dar por superadas las diferencias de la guerra y la división entre
vencedores y vencidos fue la tarea de aquella memoria disidente, fruto del coraje
moral y político de tantos niños de la guerra procedentes del mundo de los
vencedores que no dudaron --fuera cual fuese el precio que sus padres hubieran
pagado por una victoria que en realidad no fue la suya porque en muchos casos ni
siquiera llegaron a conocerla, asesinados en la cuneta o muertos en combate-- en
establecer vínculos afectivos y políticos con otros niños de la guerra procedentes
del mundo de los vencidos que, por su parte, estaban también decididos a que la
terrible suerte corrida por sus padres no determinara su futuro. “¿Cómo han
hecho compatibles los hijos de los vencedores sus compromisos militantes en el
seno de la izquierda con el recuerdo de la guerra civil en la que sus padres,
hermanos… encontraron la muerte en las tapias de los cementerios?”, se
preguntaba Javier Pradera años después, en 1977. La respuesta no es obvia: esa
“compatibilidad” requería una especial armadura moral de tantos hijos de
vencedores y vencidos que miraban al futuro sin dejarse atrapar por el pasado. En
todo caso, la conclusión era que vencido o vencedor debían ser, en la España de
los años sesenta, según lo veía de nuevo Enrique Tierno y su grupo, “palabras sin
sentido”21.

20
“Unión de Fuerzas Democráticas”, 16 de agosto de 1959, Fundación Pablo Iglesias,
Archivo del Exilio, 617 – 21.
21
Javier Pradera, “Los hijos de los vencidos”, El País, 20 de enero de 1977. Frente Unido
Socialista Español, "El Partido Socialista y la política española actual: análisis de una
Memoria, historia y política - 12

RECORDAR PARA AMNISTIAR


La transición no hizo más que reforzar y extender esa mirada y la política
que de ella se derivaba: abrir un proceso hacia la democracia a partir de una
amnistía general que implicaba clausurar el pasado de guerra y dictadura. Para
entender cabalmente lo que estaba en juego en los años 1976 y 1977, y las auténtica
motivaciones del paso de la reivindicación de amnistía para los presos políticos
del franquismo a la promulgación de una amnistía general que incluía a los
acusados de terrorismo y a los funcionarios de la dictadura, es menester poner
entre paréntesis la imagen transmitida por muchos politólogos y críticos culturales
que prescinden de la cronología, convierten un proceso en un acontecimiento y le
atribuyen causas generales y abstractas: miedo, aversión al riesgo, amnesia, y
presentan la amnistía como un pacto entre Gobierno y oposición por el que se
puso en libertad a los que habían luchado pacíficamente por la democracia a
cambio de extender la impunidad sobre los que habían cometido actos de
“violencia institucional”. A poco que se acerque la mirada, se verá que las cosas
estuvieron lejos de ocurrir de esa imaginaria manera; que el único pacto de
amnistía entre gobierno y oposición no tuvo lugar hasta octubre de 1977, después,
por tanto, y no antes de las elecciones; que sólo afectó a un puñado de “presos
políticos” y no por cierto a los que habían luchado pacíficamente; y que ni en
sentido literal ni como metáfora implicó ningún pacto de silencio o de amnesia.
Para empezar por el principio, antes de la amnistía fue el indulto. El 25 de
noviembre de 1975, con motivo de la proclamación de Juan Carlos de Borbón
como rey de España, se concedió un indulto general que recordaba, en sus
motivaciones y en su alcance, los promulgados durante la dictadura y hasta se
concebía como un “homenaje en memoria de la egregia figura del Generalísimo
Franco (q. e. G. e.), artífice del progresivo desarrollo en la paz que ha disfrutado
España en las últimas cuatro décadas”22. En verdad, y de la misma manera que el
último Gobierno de Franco pareció reduplicarse en el primero de la monarquía,
este primer indulto general de la monarquía podría entenderse como último de la
dictadura, muy pródiga en la utilización de esta figura. Por lo que se refería a
presos políticos, y aunque por efecto de su aplicación cerca de 700 fueran
excarcelados --entre ellos, los condenados en el célebre proceso 1.001--, la eficacia
del indulto era nula mientras no se despenalizaran los “delitos” por los que habían
sido condenados. Si una vez excarcelados reincidían en los mismos “delitos” --
asociación, manifestación, huelga, etcétera--, los presos de la dictadura se
convertirían en presos de la monarquía: son incontables los casos de trabajadores
vinculados a Comisiones Obreras, UGT y USO detenidos por la policía,
encarcelados o multados por participar en reuniones no autorizadas, repartir
propaganda o realizar alguna pintada. A principios de abril de 1976, Manuel

situación", 1 junio de 1964, reproducido en Raúl Morodo, Atando cabos, Madrid, 2000, pp.
459-460
22
“Decreto 2940/1975, de 25 de noviembre, por el que se concede indulto general con
motivo de la proclamación de Su Majestad Don Juan Carlos de Borbón como Rey de
España”, BOE, 26 de noviembre. Cito por la recopilación de Mariano Baena del Alcázar y
José María García Madaria, Normas políticas y administrativas de la transición, 1975-1978,
Madrid, 1982, pp. 312.
Memoria, historia y política - 13

Fraga, ministro de la Gobernación, ordenó la detención de varios dirigentes de la


oposición democrática “tras una reunión donde se han montado esquemas
claramente subversivos” y, todavía un año después, con Suárez en la presidencia
del Gobierno, la represión policial del Primero de Mayo se saldó con más de
doscientos heridos y varios cientos de detenidos23.
De modo que el indulto general con el que Juan Carlos de Borbón abrió su
reinado sirvió sobre todo como acicate a la reclamación de amnistía que dio origen
a una permanente movilización durante el primer semestre de 1976: colegios de
médicos y de abogados, rectores de universidad, jueces y fiscales, ayuntamientos,
asociaciones de vecinos, incluso la conferencia episcopal; no hubo ningún partido,
ningún organismo unitario, ningún sindicato, que no reivindicara en sus
programas y en sus convocatorias la amnistía total como primer requisito para
avanzar hacia la democracia24. No era, desde luego, de aquel momento el origen
de esa reivindicación: venía de los primeros pactos entre la Alianza Nacional de
Fuerzas Democráticas y la Confederación Monárquica Española y atravesó toda la
historia de la disidencia y de la oposición a la dictadura, hasta la creación de la
Junta Democrática. Pero ahora el clamor por la amnistía lo llenaba todo y se
convertía en una demanda permanente: unidad, amnistía y estatuto de autonomía
fueron las consignas repetidas una y mil veces en las decenas de manifestaciones
convocadas hasta la caída de Carlos Arias.
Se comprende, pues, que entre los proyectos de su sucesor, Adolfo Suárez,
la amnistía de lo que la legislación franquista tipificaba como delitos de
intencionalidad política ocupara un lugar principal. El propósito del nuevo
Gobierno, que para nada negoció sus términos con la oposición, consistía en
“amnistiar todos los delitos ejecutados con intencionalidad político social, en tanto
no afectasen a bienes como la vida y la integridad corporal”25. No comprendía,
pues, a diferencia del indulto, a los presos comunes, que en la prisión de
Carabanchel, de Madrid, respondieron a la noticia con un motín. Pero quedaron
excluidos también todos los delitos de intencionalidad política que hubieren
“puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas”. A esa
exclusión se añadió, a propuesta del juez de delitos monetarios, a todos los que
hubieran puesto en peligro el patrimonio de la nación por algún delito de esa
índole, como el contrabando o la evasión de divisas. Finalmente, las presiones de
altos mandos militares introdujeron en el texto una nueva salvedad: los militares a
los que se aplicare la amnistía no serían reintegrados en sus empleos ni carreras,
de las que habrían de seguir definitivamente separados “cuando hayan sido

23
Manuel Fraga se ufana de las detenciones: En busca del tiempo servido, Barcelona, 1987, p.
42. Para las detenciones del año siguiente, El País, 3 de mayo de 1997. Un buen estudio
sobre acción colectiva en la transición es Rafael Durán Muñoz, Contención y transgresión.
Las movilizaciones sociales y el Estado en las transiciones española y portuguesa. Madrid, 2000.
24
Un testimonio coetáneo del alcance de esta movilización puede encontrarse en Ángel
Suárez [Luciano Rincón] y Colectivo 36 [José Martínez y Alfonso Colodrón], Libro blanco
sobre las cárceles franquistas 1939-1976, París, 1976, pp. 303-307.
25
Recuerda los debates en torno al alcance de esta amnistía Miguel Herrero de Miñón,
Memoria de estío, Madrid, 1993, pp. 74-78.
Memoria, historia y política - 14

condenados a penas que produzcan la pérdida de empleo, separación del servicio


o pérdida de plaza o clase”26.
“El pueblo empuja […], el gobierno no puede soportar más la presión
popular y arroja la toalla”, escribían los autores del Libro blanco sobre las cárceles
franquistas, 1939-1976, al celebrar como un éxito esta primera amnistía, aprobada
por decreto-ley de 30 de julio de 1976. No era, sin embargo, la que quería la
oposición ni los abogados de la mayoría de los presos políticos: no es total, dijeron
en una rueda de prensa, “y por tanto no puede ser la base de partida de un
Gobierno que se proponga ir a la democracia a través de la reconciliación”. El
diario ABC la saludaba como “la más amplia que cabía esperar” y El País la recibía
como “la mejor de las posibles, aunque no la más amplia de las deseables”, una
observación con la que José Luis Aranguren se mostraba de acuerdo. “Símbolo
real de la superación de la guerra civil”, la imagen de los periodistas aplaudiendo
al ministro de Información, Andrés Reguera, cuando declaró que para él la guerra
civil no existía resultaba para el comentarista de ABC, José María Ruiz-Gallardón,
escalofriante, y para el editorialista de El País “sumamente elocuente”. Porque,
efectivamente, amnistía traía siempre al recuerdo la guerra civil y reclamarla
equivalía a ponerle fin. Por eso, unos días después, el mismo periódico volvía a
insistir en que la amnistía era “el gesto de mayor alcance conciliador de los
realizados hasta hoy por la Corona con el propósito de superar definitivamente la
guerra civil y sus prolongadas derivaciones”, aunque no dejara de señalar que en
algunos aspectos era limitativa y que el margen de discrecionalidad para aplicar
las medidas era excesivo. En todo caso, la decisión tomada por el Rey debía
calificarse de histórica, “porque revela el propósito de liquidar la etapa
irresponsablemente dividida entre vencedores y vencidos”. No decidido todavía a
exigir la amnistía total, independientemente de los resultados del delito imputado
sobre la vida o la integridad de las personas, El País señalaba que no se debían
olvidar los motivos “de persecución, de humillación o desesperación que en
algunos casos dieron origen a la rebeldía armada”, una clara referencia a los
detenidos de ETA27.
Y es que la amnistía de julio de 1976, además de una restrictiva y muy
complicada aplicación, había dejado fuera a un sector de lo que todo el mundo
incluía también entre los “presos políticos”, los condenados por delitos de
terrorismo. Todo el mundo era, desde luego, las asociaciones, grupos, militantes,
curas, del País Vasco, que iniciaron huelgas de hambre, encierros en iglesias,
manifestaciones, cuando pasó el 30 de diciembre de 1976 y la amnistía total se

26
Decreto-ley 10/1976, de 30 de julio, sobre amnistía, en Baena del Alcázar y García
Madaria, Normas políticas, pp. 317-318.
27
Para los abogados, “Esta no es la amnistía de la reconciliación”, en El País, 1 de agosto
de 1976. Los editoriales “Amnistía para la reconciliación”, ABC, 31 de julio de 1976 y “La
amnistía” y "La superación del pasado", El País, 31 de julio y 5 de agosto de 1976. José
Luis L. Aranguren, “La amnistía pendiente y la declaración de paz”, El País, 1 de agosto
de 1976. José María Ruiz-Gallardón no podía comprender que Reguera dijera: “Hay que
olvidar la guerra civil”. La guerra se podrá superar pero no olvidar porque “un pueblo
sin memoria está llamado a desaparecer como pueblo”: “Amnistía y olvido”, ABC, 1 de
agosto de 1976.
Memoria, historia y política - 15

quedó encima de la mesa del Consejo de Ministros, que no accedió a concederla


abrumado como se sentía por la presión del reciente secuestro del presidente del
Consejo de Estado, Antonio María Oriol28. Pero era, además, toda la oposición,
que no tardó mucho tiempo en plantear formalmente al presidente del Gobierno
sus exigencias de amnistía total con un argumento que revela bien el propósito
político de la memoria --o de la percepción del pasado-- actuante en aquel
momento. Fue el 11 de enero de 1977, en la primera reunión entre cuatro
representantes de la oposición democrática --Antón Canyellas, Felipe González,
Julio Jáuregui y Joaquín Satrústegui, miembros de la llamada Comisión de los
Nueve-- con el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. En ella, según contaba
pocas semanas después el representante del PNV, se expuso, se razonó y se pidió
al presidente del Gobierno “que se otorgara una amnistía de todos los hechos y
delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de
diciembre de 1976”. Entendían los comisionados que no bastaban los indultos
anteriores, ni la prescripción de los delitos y de las penas por el mero transcurso
de treinta años, sino que “se necesitaba un gran acto solemne que perdonara y
olvidara todos los crímenes y barbaridades cometidas por los dos bandos de la
guerra civil, antes de ella, en ella y después de ella, hasta nuestros días”. Este
“gran perdón y olvido” en un acto protagonizado por el rey en nombre de la paz y
de la reconciliación, “habría sido el primer título de honor y gloria del comienzo
de un reinado”. Jáuregui, expresando un sentir general, resultado de muchos años
de contacto entre militantes de la oposición con disidentes del régimen, afirmaba
que “con esta amnistía se hubiera perdonado y olvidado a los que mataron al
presidente Companys y al presidente Carrero; a García Lorca y a Muñoz Seca; al
ministro de la Gobernación Salazar-Alonso y al ministro de la Gobernación
Zugazagoitia; a las víctimas de Paracuellos y a los muertos de Badajoz; al general
Fanjul y al general Pita, a todos los que cometieron crímenes y barbaridades en
ambos bandos”29.
Pocos días antes de esta reunión, Felipe González había expuesto a Helmut
Schmidt la necesidad de que el Gobierno concediera una “amnistía total como
medio de reconciliación”30. Adolfo Suárez tal vez lo veía también de la misma
manera, pero “desgraciadamente [sigue escribiendo Jáuregui] no vio la grandeza
del servicio que podría prestar al Rey y al pueblo con este real decreto de amnistía
total o, viéndolo, no se atrevió a ello”. Fuera como fuese, por falta de visión o de
atrevimiento, no hubo en enero de 1977 una nueva amnistía, y el Real Decreto-ley
19/1977, de 14 de marzo, sobre medidas de gracia, por el que 74 presos vascos
salieron a la calle, junto con el Real Decreto 388/1977, también de 14 de marzo,
sobre indulto general, no sirvió más que para extender y ampliar la movilización
por una amnistía general. Porque o se decretaba amnistía sin limitación alguna, o
mejor no hacer nada: cualquier otra medida sólo serviría para mostrar la debilidad
del Gobierno, que manifestaba su disposición a liberar a todos los presos para
rebajar el clima de tensión y llegar a las elecciones señaladas para el 15 de junio,

28
Peru Erroteta, “Euskadi: la amnistía que no llega”, Triunfo, 8 de enero de 1977, pp. 10
y 11.
29
Julio de Jáuregui, “La amnistía y la violencia”, El País, 18 de mayo de 1977.
30
Según informaba El País, 7 de enero de 1977, al dar cuenta de la entrevista.
Memoria, historia y política - 16

pero no podía. Ésta era, como no se le escapaba a las gestoras pro amnistía, la
situación ideal para forzar la máquina y seguir convocando manifestaciones de las
que pudieran derivarse, dada la contundencia represiva de la policía,
enfrentamientos que añadirían más tensión y facilitarían nuevas convocatorias,
como así ocurrió en la semana pro amnistía que las gestoras convocaron para el 8
de mayo de 1977.
Fue entonces, y como respuesta a los incidentes que se saldaron con
decenas de heridos y cinco muertos, cuando el Gobierno, que tenía difícil conceder
una amnistía general después de haber legalizado, contra la manifiesta oposición y
la explícita protesta de los jefes de las Fuerzas Armadas, al Partido Comunista y
exactamente en el momento en que había sido secuestrado por ETA el industrial y
financiero Javier de Ybarra, tomó de nuevo una decisión audaz: tal vez no podía
decretar la amnistía, pero sí podía extrañar a los presos vascos “con condenas a
muerte sobre sus espaldas y sentenciados en procesos tristemente célebres que aún
pesan en el ánimo de muchos españoles”. El mismo día en que ETA secuestraba a
Javier de Ybarra, 20 de mayo de 1977, Mario Onaindia, Teo Uriarte, Francisco J.
Izko de la Iglesia y Unai Dorronsoro recibían en la cárcel de Córdoba la visita del
abogado Juan María Bandrés, portador de un sorprendente mensaje: no serían
amnistiados pero podían aceptar la “sofisticada” figura del extrañamiento que el
Gobierno ofrecía a los presos vascos excluidos de la amnistía decretada en julio de
1976 y de su ampliación en marzo de 197731. La posibilidad de ese “gesto” se la
había manifestado diez días antes Adolfo Suárez a los representantes de la
“Cumbre vasca” reunida en Chiberta, para decidir si los partidos vascos debían o
no presentarse a las elecciones sin la previa concesión de una amnistía total.
Después de responderles que él se encontraba siempre “en la cuerda floja” y de
hacer “hincapié en su debilidad”, Suárez les anunció la posibilidad de que presos
importantes, como Onaindia y Uriarte, saldrían de la cárcel, dejándoles entrever
que después de las elecciones saldrían los pocos que aún quedaban. Era lo mismo
que, en negociaciones directas, había manifestado también a ETA: su disposición
de liberar a los presos a cambio de una tregua de tres o cuatro meses, una
propuesta que ETA rechazó exigiendo, por una parte, la amnistía total e inmediata
y manteniendo, por otra, su política de secuestros y atentados32. En todo caso,
Mario Onaindia y sus compañeros aceptaron el gesto de Suárez y las elecciones se
celebraron también en Euskadi sin boicot de los ayuntamientos y con una alta
participación ciudadana. Por unos momentos se creyó que de esta forma la espiral
violencia-represión-más violencia se había roto gracias a lo que El País calificó de

31
Mario Onaindía, El precio de la libertad. Memorias (1948-1977), Madrid, 2001, pp. 609-
614
32
Para la cumbre de Chiberta –en la que participaron representantes de todos los partidos
vascos y ETA-m, las dos ramas de ETApm y el Grupo de Alcaldes- y para la reunión de
sus representantes con Suárez: Santiago de Pablo, Ludger Mees y José A. Rodríguez Ranz,
El péndulo patriotico. Historia del Partido Nacionalista Vasco, II: 1936-1979, Barcelona, 2001,
pp. 340-345, donde se citan las actas de las reuniones.
Memoria, historia y política - 17

“fisura inteligente” abierta por el Gobierno en la “vieja dialéctica del principio de


autoridad como sillar y guía a ultranza de toda decisión política”33.
Era una convicción generalizada en los medios de la oposición que sólo la
aprobación de una amnistía total podía clausurar la guerra civil y la dictadura y
que sólo a partir de ella se podía iniciar un proceso constituyente. Si el Gobierno,
porque ya había concedido una amplia amnistía en julio de 1976 o porque
estuviera sometido a fuertes presiones en contra, no podía o no quería decretarla,
entonces serían las Cortes resultantes de las elecciones que habrían de celebrarse
en junio de 1977 las que tendrían que asumir la tarea. Y así, en mayo del mismo
año, ante las dudas de Suárez y cuando quedaban pocas semanas para las
primeras elecciones generales, los dirigentes de la oposición trasladaron su
expectativa de amnistía general del Gobierno a las Cortes. Si la amnistía no se
consumase antes de las elecciones, escribía Joaquín Ruiz-Giménez, todos los
partidos con representación en las futuras Cortes debían comprometerse a
promover y votar “antes que otra cosa, esas dos grandes leyes de reconciliación
nacional: la de amnistía para todos y la de legalización general de cuantas
asociaciones políticas y sindicales acepten la convivencia pacífica”34; una
reivindicación en la que no estaba solo el líder del Equipo Demócrata Cristiano del
Estado Español: desde comunistas a nacionalistas vascos, no quedó nadie sin
afirmar que la primera tarea a la que debían enfrentarse las Cortes, igual que había
ocurrido como consecuencia de las elecciones de 193635, sería la de promulgar una
amnistía general en los términos que Jáuregui había presentado a Suárez en
nombre de la Comisión de los Nueve. Lo expresó de nuevo Jáuregui cuando un
mes antes de las elecciones dijo que “si ni el Gobierno ni el Rey resuelven
rápidamente el problema de la amnistía, faltan pocas semanas para que las Cortes
que salgan de las elecciones del próximo 15 de junio aprueben, como primera ley,
la ley de Amnistía. Será la obra y el mérito de los representantes del pueblo”36.
Por eso, no fue sino cumplir con la letra de un guión previamente escrito
que, en las declaraciones políticas formuladas por los partidos de la oposición el
día de la constitución de las primeras Cortes, todos recordaran la necesidad de
promulgar una amnistía general. Lo hizo Xavier Arzalluz, anunciando que “los
parlamentarios vascos conjuntamente” presentarían a la Cámara una proposición
de ley de “amnistía general aplicable a todos los delitos de intencionalidad
política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al 15 de junio de
1977”. Arzalluz aclaraba que lo pedían para todos los inculpados por delitos
políticos, no sólo para los vascos, “para que podamos comenzar una nueva época
democrática [y] pueda haber un olvido de situaciones anteriores”. Ninguno
venimos con el puñal en la mano, añadió, “ni venimos para rascar en el pasado.
Venimos de cara al futuro a construir un nuevo país en el que valga la pena vivir y

33
Editorial, “Las excarcelaciones”, El País, 22 de mayo de 1977. Secuestro de Ybarra: Javier
de Ybarra e Ybarra, Nosotros, los Ybarra, Barcelona, 2002, pp. 15-18.
34
Joaquín Ruiz-Giménez, “Al día siguiente”, El País, 18 de mayo de 1977.
35
Tal fue el argumento utilizado por el PNV en las conversaciones de Chiberta para
justificar que de todos modos, con o sin amnistía general previa, ellos acudirían a las
elecciones: De Pablo, Mees y Rodríguez Ranz, El péndulo, p. 342.
36
Julio de Jáuregui, “La amnistía y la violencia”, El País, 18 de mayo de 1977.
Memoria, historia y política - 18

en el que todos podamos vivir”; nobles palabras, aplaudidas el día siguiente por
toda la prensa. No de otra manera se expresó en la misma sesión Santiago Carrillo
cuando señaló para aquellas Cortes la tarea de culminar “el proceso de
reconciliación de los españoles con una amnistía para todos los delitos de
intencionalidad política”. La razón era idéntica a la aducida por Arzalluz: “Bien
sabemos que ciertos sectores pueden estar dolidos por acontecimientos recientes;
también nosotros lo estamos por atentados que están en la memoria de todos. Mas
el resentimiento no es buen consejero a la hora de iniciar la andadura
democrática”37.
De manera que el proceso de transición había reafirmado y ampliado una
convicción muy extendida desde que comenzaron a menudear los encuentros
entre disidentes del régimen y militantes de la oposición: que un proceso
constituyente destinado a instaurar una democracia en España exigía como punto
de partida la amnistía general de todos los delitos de intencionalidad política,
cualquiera que fuese su resultado, cometidos desde el principio de la guerra civil
hasta el día de las primeras elecciones generales. Esa expectativa y el alto valor
simbólico que se atribuía a la amnistía como clausura de la guerra civil, sumados a
la negativa del Gobierno presidido por Adolfo Suárez a proclamarla sin
excepciones ni distingos de ningún tipo antes de las elecciones, es lo que está en la
base de la proposición de Ley de Amnistía presentada en el Congreso en octubre
de ese mismo año por todos los grupos parlamentarios, excepto Alianza Popular.
La Ley 46/1977 de 15 de octubre estaba expresamente dirigida a amnistiar lo que
el decreto de julio de 1976 no se había atrevido a tocar: los actos de intencionalidad
política “cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas con
anterioridad al día 15 de diciembre de 1976 [y] todos los actos de la misma
naturaleza realizados entre el 15 de diciembre de 1976 y el 15 de junio de 1977”. Es
sorprendente que estos actos quedaran amnistiados “cuando en la intencionalidad
política se aprecie además un móvil de reivindicación de las libertades públicas o
de reivindicación de autonomías de los pueblos de España”. No sólo eso: la
amnistía se extendía también a todos los actos de idéntica intencionalidad y móvil
realizados hasta el 6 de octubre de 1977, siempre que no hubieran “supuesto
violencia grave contra la vida o la integridad de las personas”. Todos estos
distingos tenían una finalidad: amnistiar a los presos de ETA, y de rebote, como
así fue, también a los del FRAP, GRAPO o MPAIAC, es decir, a todos los grupos
de extrema izquierda o nacionalistas que hubieran recurrido al terror como arma
de la política. A los que no se amnistiaba, aunque algunos salieron también
beneficiados en el clima de confusión que presidió la aplicación de la Ley, era a los
terroristas de la extrema derecha causantes de la matanza de Atocha, en cuya
acción resultaba imposible apreciar el móvil de la reivindicación de libertades
públicas o de autonomía de los pueblos de España38.

37
Xavier Arzalluz y Santiago Carrillo, “Declaraciones políticas de carácter general por
parte de los grupos parlamentarios”, Diario de Sesiones. Congreso de los Diputados, 5, 27 de
julio de 1977, pp. 73 y 68-69.
38
Fueron también amnistiados, entre otros, los presuntos asesinos del industrial
barcelonés José María Bultó y dos presuntos implicados en la matanza de Atocha. El
Gobierno, aunque opuesto a estas medidas de la Audiencia Nacional, anunció que no
Memoria, historia y política - 19

Es sólo en este momento cuando puede hablarse de un pacto, realizado a la


luz pública en el Congreso, entre todos los grupos parlamentarios --excepto
Alianza Popular, que se abstuvo-- y, a través de ellos, entre Gobierno y oposición.
Porque a cambio de la amnistía de los presos condenados por actos terroristas, que
eran los contemplados en el primer artículo de la Ley, el artículo 2º, letra e, incluía
también “los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades,
funcionarios y agentes del orden público con motivo u ocasión de la investigación
y persecución de los actos incluidos en esta ley” y, por si fuera poco, en la letra f
del mismo artículo se añadían a la amnistía “los delitos cometidos por los
funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas”39. De
modo que esta ley promulgada por el Parlamento es la única a la que cabe atribuir
el carácter de un “pacto de amnistía”, puesto que amnistiaba actos contra la vida y
la integridad de las personas, de una parte, y contra el ejercicio de los derechos de
las personas, de otra: amnistiaba, para decirlo brevemente, a terroristas y a
policías. Un pacto, es preciso recordar, sellado después, no antes de las elecciones.
Pero si ningún policía fue procesado y si el resto de los presos de ETA
quedaron amnistiados --incluido Miguel Ángel Apalategui, presuntamente
implicado en el secuestro de Javier de Ybarra, asesinado el 22 de junio de 1977,
siete días después de las primeras elecciones generales40--, no es cierto que esta ley
pusiera “a la misma altura a los funcionarios que violaron sistemáticamente los
derechos de las personas” y a aquellos que habían luchado pacíficamente por “lo
que hoy son derechos fundamentales”41. Ni es más exacto afirmar que la amnistía
de octubre de 1977 fue una de las “primeras medidas aprobadas por el nuevo
Gobierno democrático”, ni que a cambio de correr un “tupido velo sobre el
pasado” y conseguir que los actos de violencia institucional cometidos durante la
dictadura quedaran impunes, los reformistas procedentes del régimen “aceptaron

recurriría contra ellas. Un mes después de la aprobación de la Ley, El País elevaba a 138 el
número de personas amnistiadas, entre los que es preciso contar 53 objetores de
conciencia. En general, la aplicación de la Ley se llevó a cabo en un clima de extrema
confusión e inseguridad jurídica.
39
"Proposición de Ley de Amnistía", Diario de Sesiones del Congreso de Diputados, 14 de
octubre de 1977, pp. 954-956. Este proyecto de Ley, después de un debate en el que sólo
Alianza Popular anunció su abstención, fue aprobado por 296 votos afirmativos, 2
negativos –uno de ellos el del ex miembro de la UMD, Julio Busquets-, 18 abstenciones y 1
nulo.
40
Javier de Ybarra fue asesinado, por tanto, después de la fecha límite para la aplicación
de la amnistía, que excluía los actos de intencionalidad política cometidos entre el 15 de
junio y el 6 de octubre que hubieran supuesto violencia grave contra la vida o la
integridad de las personas. Pero como, según lo establecido en la ley, “se entenderá por
momento de realización del acto aquel en que se inició la actividad criminal” y el
secuestro había tenido lugar el 20 de mayo, la Audiencia Nacional decidió poner a Apala
en libertad: El País, 3 de noviembre de 1977.
41
J. I. Lacasta-Zabalza supone que fue esta Ley la que amnistió a los presos políticos que
habían luchado pacíficamente por las libertades: "La idea de responsabilidad en la actual
cultura constitucional española", Derechos y Libertades, Revista del Instituto Bartolomé Casas,
enero-diciembre 2001, pp. 134-135.
Memoria, historia y política - 20

liberar a todos los presos políticos, legalizar al Partido Comunista y celebrar unas
elecciones auténticamente democráticas en junio de 1977”42. Pues esta ley no fue
una medida de Gobierno, sino resultado de una iniciativa parlamentaria: está
firmada por el Rey y por el presidente de las Cortes; no, como los anteriores
decretos y leyes, por el presidente del Gobierno o por el ministro de la Presidencia.
Y los “presos políticos” que habían luchado por los derechos fundamentales --
incluidos la gran mayoría de los 400 presos de ETA que poblaban las cárceles a la
muerte de Franco-- llevaban ya varios meses en la calle; el Partido Comunista
gozaba de legalidad desde hacía medio año, sus dirigentes históricos habían
regresado del exilio, se había presentado con sus siglas, su nombre y sus símbolos
propios a unas elecciones generales y su grupo parlamentario no sólo se había
sumado a la proposición de ley sino que la defendió de manera muy convincente;
y por lo que respecta a las elecciones, se habían celebrado ya en un ambiente de
libertad y transparencia. Precisamente porque se habían celebrado, y no para que
se celebraran, y porque el partido del Gobierno no había conseguido la mayoría
absoluta, los grupos de oposición reclamaron con éxito en el Congreso la
aprobación de la amnistía de los presos que habían quedado sin amnistiar por las
leyes y decretos anteriores --o sea los acusados de, o condenados por, actos de
violencia contra las personas, la mayoría de ellos liberados ya por indultos y otras
medidas de gracia-- como primer paso para la apertura de un proceso
constituyente.
El Gobierno accedió a esta exigencia y permitió que todos los presos de
ETA y de otros grupos terroristas que quedaban en la cárcel salieran a la calle a
cambio de obtener idéntica amnistía para todos los funcionarios que pudieran ser
hallados culpables de haber cometido actos de “violencia institucional”43. Que
quedaban quiere decir que la Ley de Amnistía afectó a una cantidad insignificante
de presos si se compara con los que habían sido beneficiados por los indultos y los
decretos aprobados antes de las elecciones. Citando fuentes del Ministerio de
Justicia, El País daba la cifra de 89 “presos políticos”, 85 preventivos y cuatro
penados, entre los que se contaban tres miembros del FRAP condenados a muerte
en los consejos de Guerra de El Goloso, como únicos posibles afectados por la
amnistía. Hasta ese momento, las sucesivas medidas de gracia tomadas, ésas sí,
por el Gobierno sin negociar ni pactar sus términos con la oposición, habían
beneficiado a varias decenas de miles de presos o procesados, políticos y comunes,
por aplicación del indulto de 25 de noviembre de 1975, del Real Decreto-Ley de
Amnistía de 30 de julio de 1976 y de los Reales Decretos-ley sobre medidas de
gracia y sobre indulto general de 14 de marzo de 1977, más varias órdenes y
decretos complementarios. De modo que puede afirmarse con toda certeza que a
nadie se le hubiera ocurrido proponer en el Congreso la aprobación de una nueva
ley de amnistía después de celebradas las primeras elecciones generales si no se
hubiera tratado de miembros de ETA y, de rechazo, de otros grupos terroristas. Es
menester remacharlo, dado lo extendido de la confusión: lo que la Ley de

42
Como sostiene Paloma Aguilar: “Justicia, política y memoria: los legados del
franquismo en la transición española”, en Alexandra Barahona, Paloma Aguilar y Carmen
González, eds., Las políticas hacia el pasado, Madrid, 2002, p. 144 y 157.
43
El País, 15 y 18 de octubre de 1977.
Memoria, historia y política - 21

Amnistía promulgada por el Parlamento el 15 de octubre de 1977 puso a la misma


altura fueron los atentados y asesinatos de ETA, FRAP, GRAPO y MPAIAC y los
delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos
de las personas. Y si hubo pacto, como es evidente en el debate a que dio lugar
este proyecto de ley, fue con el propósito de sacar a todos los presos de ETA de la
cárcel, en la cándida pero muy compartida creencia de que así se acababa con el
terrorismo, y extender a cambio la impunidad sobre los actos de “violencia
institucional”.
Un precio muy alto, podría pensarse, puesto que por sólo un puñado de
procesados o condenados por delitos de terrorismo se renunciaba por ley y para
siempre a someter a juicio a los funcionarios que durante la dictadura hubieran
violado derechos fundamentales. No lo creyeron así, sin embargo, los que
intervinieron en el debate del proyecto de ley, que, como Marcelino Camacho o
Xavier Arzalluz, no dejaron de traer al recuerdo de la Cámara los sufrimientos y
torturas padecidos por militantes del PCE o de ETA durante la dictadura.
Tampoco lo entendió así ETA, que vio en la Ley de Amnistía la muestra palmaria
de una debilidad del Gobierno, no de una renuncia de la oposición, y decidió
arreciar en su campaña de atentados, nunca interrumpida e inmediatamente
reanudada con el asesinato de un concejal de Irún, tres días después de que “el
último preso vasco”, Francisco Aldanondo Badiola, Ondarru --a quien en un
primer momento le fue denegada la amnistía por el capitán general de la VI
Región, por no apreciar que la intencionalidad de los delitos de que se le acusaba
estuviera referida a la consecución de libertades políticas o de la autonomía--
saliera a la calle y recibiera el apoteósico recibimiento de sus paisanos de
Ondárroa44. Sólo en 1978, recién obtenida la amnistía total, los atentados de ETA
produjeron 68 víctimas mortales, más que en toda su historia anterior; pero ese
número quedaría pronto superado por las 76 víctimas de 1979 y las 91 de 1980.

PERO AMNISTIAR NO FUE SILENCIAR


Fue, por tanto, el de la transición el único caso conocido en que todos los
detenidos de varias organizaciones terroristas salieron a la calle sin que constara
de ningún modo la voluntad de abandonar las armas por los beneficiarios de la
medida o, más bien, constando lo contrario, que no por eso iban a abandonar las
armas. En todo caso, fuera cual fuese la distancia entre las expectativas acariciadas
por políticos y publicistas sobre el fin de ETA y los resultados realmente

44
“Denegada la amnistía al último preso político vasco”, El País, 19 de noviembre de 1977.
Para lo relacionado con ETA, hay una excelente reconstrucción del proceso de amnistía en
Patxo Unzueta, “Euskadi: amnistía y vuelta a empezar”, en S. Juliá, J. Pradera y J. Prieto,
coords., Memoria de la transición, Madrid, 1996, pp. 275-283. En ningún momento del largo
proceso ETA dejó de matar: el 4 de octubre de 1976 morían acribillados Juan María
Araluce, presidente de la Diputación de Guipúzcoa y cuatro policías; un año después, y
muy pocos días antes de que el Congreso aprobara la ley de Amnistia, ETA asesinó en
Gernika a Augusto Unceta, presidente de la Diputación de Vizcaya y a dos guardias
civiles.
Memoria, historia y política - 22

obtenidos, esta “amnistía arrancada”45 al Gobierno en octubre de 1977 no extendió


un silencio sobre el pasado, no volvió amnésicos a los españoles. Repetir ese tópico
no sólo tergiversa y falsifica lo ocurrido aquellos años sino que ignora y desprecia
--o desprecia porque ignora-- lo mucho que durante la transición se escribió y se
debatió sobre la guerra, el franquismo y la represión. Amnistiar el pasado y no
utilizarlo, por norma general, como argumento en el debate político no lo retiró del
debate público, del trabajo de los historiadores, ni de las crónicas de los periodistas
o de los artículos de opinión.
En realidad, tampoco lo retiró del debate político: la expresión “pacto de
silencio”, de la que tanto se abusa, no pasa de ser una metáfora a la que no se
puede asignar fecha de origen ni de caducidad y que no tiene más sentido que el
de una lógica consecuencia de cualquier ley de amnistía: que sobre los amnistiados
no se abriría ningún proceso judicial. Cuando se dice que el pacto de silencio se
rompió en tal o cual fecha, por ejemplo, en la campaña electoral de 1993 o en la de
1996, se olvida que en las primeras elecciones generales celebradas después del
referéndum constitucional, las evocaciones del pasado realizadas por los
dirigentes de los dos principales partidos con opción al triunfo fueron constantes
en una campaña electoral caracterizada por la dureza y la agresividad de las
mutuas acusaciones y cerrada con una dramática intervención de Adolfo Suárez
ante las cámaras de televisión. Eran los primeros meses de 1979, con el pacto
recién salido del horno, y no faltaron acusaciones sobre el pasado falangista y los
servicios al Movimiento y a la dictadura de varios miembros del partido del
Gobierno, por un lado, ni sobre el marxismo que volvía para arramblar con
“nuestro modelo de sociedad”, por el otro. En esas elecciones ya pudo escucharse
la castiza expresión “dar caña a la derecha” que Felipe González empleó en un
mitin en Jaén. Ocurrió luego que, a partir de 1982 y durante una década, con el
centro hundido y la derecha dividida y desorientada, sólo quedó un partido con
opción al Gobierno, lo que volvía inútil diseñar campañas electorales con
descalificaciones del adversario basadas en el recuerdo del pasado de sus
dirigentes: Fraga era en sí mismo criatura del franquismo y buena falta le hacía a
González recordarlo, aunque no todos y no siempre se privaran de hacerlo.
De manera que si en los años ochenta el pasado no se hizo presente en las
luchas políticas, no lo fue en virtud de un pacto de silencio sino de una simple
correlación de fuerzas. El abrumador triunfo de los socialistas en las elecciones
generales, ratificado en las autonómicas y municipales, confirmaba con su sola
existencia uno de los contenidos centrales de la memoria actuante en la transición:
que la guerra era historia y que el franquismo no pasaba de ser un elemento,
presente, sí, pero residual de la sociedad española, con un techo electoral
eternamente insuficiente para inquietar el triunfo de la izquierda. De esa
convicción, más que de un fantasmagórico pacto que se firma y que se rompe, se
derivó la idea de que la mejor política sobre el pasado era no tener ninguna: no se
fomentó ninguna política de la historia desde las instituciones centrales del Estado

45
Como tituló el periodista José María Portell –que había actuado como intermediario de
una posible negociación entre ETA y el Gobierno de Suárez- un libro que habría de ser
póstumo: ETA Militar lo mató el 28 de junio de 1978 en Portugalete: Patxo Unzueta,
“Euskadi”, cit., p. 277-278.
Memoria, historia y política - 23

y todo lo que se refería a las huellas del pasado --estatuas, callejero, nombres de
centros sanitarios o docentes, museos, coloquios, ciclos de conferencias,
subvenciones para investigación, archivos-- se dejó a la competencia de
ayuntamientos y gobiernos de comunidades autónomas46. Por lo demás, al socaire
del cincuenta aniversario del comienzo de tantas cosas, los años ochenta
contemplaron un sustancial incremento de estudios, series coleccionables,
congresos y debates sobre la República, la revolución de octubre, la guerra y el
franquismo.
Y por lo que respecta al debate público --público en el sentido ahora de
social, no de político/institucional--, hablar de la transición como de un tiempo en
que el silencio sobre la guerra y el franquismo fue más absoluto es, sencillamente,
disparatado. Sin pretender que la mayoría de la sociedad se volcara en la
rememoración del pasado --o quedara presa de sus redes--, es lo cierto que
abundaron en diarios, revistas, libros, cines, exposiciones, homenajes, series
periodísticas o coloquios y ciclos de conferencias, incontables ocasiones para
traerlo a la memoria de un amplio sector de ciudadanos menos amnésicos de lo
que tantas veces se da por supuesto. Sin duda, no todo el mundo participó en esos
debates ni mostró un interés prioritario por sumergirse en el pasado; más aún,
muchas iniciativas culturales se caracterizaron precisamente por no querer saber
nada de él, dando por supuesta su liquidación y experimentando con nuevas
formas de cultura, mofándose de su zafiedad o tomándolo como objeto de
comedia o farsa. Pero tomar esas manifestaciones culturales por la totalidad de la
cultura y a esos sectores sociales por la totalidad de la sociedad es un error que, no
por lo evidente, deja de sorprender a quien se asome sobre todo lo que del pasado
de guerra y dictadura se debatió en aquellos años. Limitando estas notas al
periodo que va de 1975, muerte del dictador, a 1979, primer año constitucional,
resulta que la presencia de la guerra civil y del franquismo --por no hablar de la
República, que conoció un verdadero aluvión de títulos-- en el debate público fue
permanente, como cualquiera puede comprobar con sólo darse un paseo por
bibliotecas, hemerotecas y filmotecas. Lo he señalado ya en alguna ocasión pero no
me parece inútil recordarlo con más detalle de nuevo.
En octubre de 1977, en la misma semana en que el Congreso de los
Diputados aprobaba la Ley de Amnistía, la revista Interviú publicaba un reportaje
titulado “Otro Valle de los Caídos sin cruz. La Barranca, fosa común para 2.000
riojanos”. Interviú no era una revista académica ni de divulgación histórica, sino
un semanario muy popular que alcanzó en 1978 una difusión de 706.745
ejemplares, la revista de información general más leída y difundida en España
durante los años de transición. Y ese artículo no fue una pieza aislada: formaba
parte de una serie que se prolongaría año y medio, hasta febrero de 1979, con
títulos como: “Matanza de rojos en Canarias”, “Granada, las matanzas no se
olvidan”, “Matanzas franquistas en Sevilla. Los 100.000 (sic) fusilados del 18 de

46
Lo cual no quiere decir que no se adoptaran varias decenas de medidas legislativas,
entre otras, la Ley 37/1984 de octubre de 1984 que tenía por objeto reconocer los derechos
y servicios prestados a quienes durante la guerra civil formaron parte de las Fuerzas
Armadas, Fuerzas de Orden Público y Cuerpo de Carabineros de la República, como ha
recordado Paloma Aguilar, “Justicia política y memoria”, cit., p. 182.
Memoria, historia y política - 24

julio”, “El pueblo desentierra a sus muertos. Casas de Don Pedro, 39 años después
de la matanza”. Eran reportajes acompañados de fotografías, de testimonios de
miembros de comisiones gestoras formadas para vallar y adecentar las fosas, de
declaraciones de algunos familiares y vecinos de las víctimas; eran, por sus
titulares y el espacio que se les dedicaba, reportajes que pretendían llamar la
atención del gran público sobre las matanzas perpetradas por los rebeldes a
medida que conquistaban nuevos territorios y mantener la memoria de sus
víctimas.
Mientras Interviú escribía de matanzas y fosas o denunciaba, en reportajes
escritos por aquel combativo periodista que fue Ricardo Cid Cañaveral, casos de
corrupción en ayuntamientos que venían de la dictadura, las revistas de
divulgación histórica conocían el mejor momento de toda su existencia: Historia 16
--que reunió a su consejo asesor para ofrecer en agosto de 1976 un primer balance
del régimen de Franco respondiendo a cuestiones como ¿quiénes se alzaron contra
la República? o ¿ha sido fascista el régimen de Franco?--, Historia y Vida, Tiempo de
Historia, Historia Internacional, Nueva Historia, algunas con ventas que en 1977
llegaron a 55.000 ejemplares, la cifra más alta nunca alcanzada, antes o después,
por la difusión histórica en España. Todas ellas volcadas en temas relacionados
con la República, la guerra, la represión, el franquismo, la guerrilla, sobre los que
mantenían permanentes correos con sus lectores: en el número de abril de 1978 de
Tiempo de Historia --por sólo citar un ejemplo entre mil-- publicó Eduardo de
Guzmán “Después del 1º de abril. Un millón de presos y doscientos mil muertos”,
fijando unas magnitudes de la represión luego muy repetidas a pesar de que aún
faltaban investigaciones en las que basar tales afirmaciones. Fue, en fin, la época
en que las revistas culturales y de información general, como Triunfo, Cuadernos
para el diálogo, Cambio 16, La Calle, por no hablar de la ya mencionada Interviú, más
espacio destinaron a la República, la guerra y el franquismo, abordándolos desde
todos los ángulos posibles y dedicando especial atención a temas como la
represión, la censura, la cultura47.
En el mundo editorial, nunca se asistió a una plétora tan notable de
iniciativas para recuperar, como ya entonces comenzaba a decirse, el pasado y su
memoria. La editorial del exilio que más importancia tuvo para una generación de
españoles, Ruedo Ibérico, conoció entonces el momento de mayor esplendor, que
le permitió superar por unos años sus inveterados problemas económicos: sus
libros, que pudieron entrar en España desde mayo de 1976, eran buscados por una
legión de lectores48. Y mientras nos acercábamos libremente a las publicaciones de
Ruedo, iban apareciendo recopilaciones de escritos sobre la revolución española
de dirigentes de la época como, entre otros, Andreu Nin, Joaquín Maurín,
Grandizo Munis o Julián Gorkín en editoriales como Fontamara, Zero/ZYX o

47
Para la atención dedicada por Triunfo a la guerra y al franquismo, Marie-Claude
Chaput, “Histoire et mémoire dans Triunfo (1975-1982)”, en Marie-Claude Chaput y
Jacques Maurice, eds., Espagne XXe siècle. Histoire et mémoire, Regards/4, Paris, 2001, pp.
49-73.
48
“Boyante situación económica” de Ruedo Ibérico a finales de 1976: Albert Forment, José
Martínez: la epopeya de Ruedo Ibérico, Barcelona, 2000, p. 492
Memoria, historia y política - 25

Aymá, y abundaron la ediciones facsímiles de revistas editadas durante los años


de República y guerra: Leviatán, Hora de España, El Mono Azul, Milicia Popular,
Nueva Cultura, Madrid. Cuadernos de la Casa de la Cultura, y tantas otras. Una de las
editoriales españolas que colaboró con las alemanas en esta tarea de recuperación,
Turner, publicó un buen número de libros sobre la guerra y el franquismo, entre
los que había de todos los géneros: trabajos originales, reedición de títulos de la
época, antologías, recopilación de discursos, novelas biográficas, memorias. Los
tres volúmenes de La forja de un rebelde, de Arturo Barea, estuvieron disponibles en
las librerías desde 1977, como también estaban al alcance de la mano las memorias
sobre El darrers dies de la Catalunya republicana, de Rovira i Virgili, o los diarios y
memorias de Pere Coromines en la colección “La Mata de Jonc”, de Curial.
Memorias, por cierto, a las que dedicó una atención preferente la editorial
Planeta, en la imprescindible colección “Espejo de España”, dirigida por Rafael
Borrás, que publicó durante esos años decenas de manuscritos de anarquistas,
republicanos, socialistas, comunistas, falangistas, monárquicos, católicos,
centradas en la experiencia republicana, en la guerra civil y en los años de
dictadura. El mismo Borrás dirigió también para Planeta la colección “Textos” en
la que se podía encontrar una Historia de la resistencia antifranquista (1939-1955), de
Víctor Alba, y Retratos antifranquistas, de Carlos Rojas, al lado de Pérdidas de la
guerra, de Ramón Salas. Y atentos como estaban los propietarios de la editorial a
las demandas del público, otorgaron varios de sus premios millonarios a autores
que trataban de la guerra civil y del franquismo en sus novelas o que eran
declaradamente comunistas o lo habían sido: nada importó que el propietario de
la editorial hubiera sido capitán al mando de tropas de la legión que entraron en
Barcelona en 1939 para que los premios Planeta de 1976, 1977, 1978 y 1979 fueron a
recaer en Jesús Torbado, Jorge Semprún, Juan Marsé (que en 1976 editó en España
Si te dicen que caí, publicada en México tres años antes) y Manuel Vázquez
Montalbán. Y puesto que hablamos de Semprún y Vázquez Montalbán, carece de
sentido afirmar que la Autobiografía de Federico Sánchez (1977) y la Autobiografía del
general Franco (1992) fueron dos “importantes lapsus en la sintaxis de la transición
que iba convirtiendo a España en ‘Reino de desmemoriados’”; o que esos dos
libros constituyeron dos “importantes excepciones en la retórica de la desmemoria
de la transición”: ni aparecieron los dos en la transición, ni fueron dos lapsus en
ninguna sintaxis ni dos excepciones de ninguna retórica, sino dos piezas más de la
multitud de libros dedicados a la República, la guerra y la dictadura, temas
“taboo” según nos cuentan las más imaginativas y arbitrarias interpretaciones
esparcidas en tantos “cultural studies” como se han editado sobre la
“desmemoria” de la transición española49.

49
Lapsus en la sintaxis, Ofelia Ferrán, “Memory and forgetting: resistance and noise in the
Spanish transition: Semprún and Vázquez Montalbán”, en Joan Ramón Resina, ed.,
Disremembering the dictatorship, Amsterdam, 2000, pp.195 y 198. Teresa Vilaró, El mono del
desencanto. Una crítica cultural de la transición española (1973-1993), Madrid, 1998, presenta
la transición como “quiste canceroso e invasivo” instalado en el cuerpo español y a los
españoles con “La Cosa” atragantada, sin poder expulsarla ni deglutirla, afanosamente
empeñados en “borrar” el pasado. Lucubraciones sobre la movida como muestra de la
impotencia de los españoles para enfrentarse con su pasado pueden encontrarse también
Memoria, historia y política - 26

Por supuesto, la guerra civil y el franquismo eran temas recurrentes en la


prensa diaria. No sólo en las fechas de obligada recordación, sino en artículos de
opinión, innumerables, cada vez que un acontecimiento rompía esa imagen de
transición pasiva, amnésica, que hoy se nos pretende imponer como memoria de
la transición. Cuando Santiago Carrillo fue puesto en libertad tras su breve
detención en los días de la Navidad de 1976, se abrió una polémica en la que no
quedó periódico, desde El Alcázar a El País, sin emitir su opinión ni dedicar
páginas y páginas a su actuación durante los primeros meses de la guerra civil,
cuando era responsable de seguridad en la Junta de Defensa de Madrid. Ni que
decir tiene que cuando volvían del exilio destacadas figuras de la cultura o de la
política, como Salvador de Madariaga o Claudio Sánchez Albornoz --a quien, por
cierto, Dámaso Gómez brindó un toro en la corrida celebrada en la plaza de Las
Ventas de Madrid el 27 de mayo de 1976, poco después de su regreso a España--,
Rafael Alberti o Dolores Ibárruri, su retorno no pasaba inadvertido. Como
tampoco pasaron inadvertidas las memorias escritas por quienes habían sido
relevantes figuras del régimen y habían luego militado en la oposición o habían
adoptado actitudes críticas y democráticas, como fueron los casos de Dionisio
Ridruejo y sus póstumas Casi unas memorias o Pedro Laín y su Descargo de
conciencia.
No faltaron tampoco libros académicos y biografías y testimonios de
protagonistas que acudieran pronto a la cita: Ángel Viñas publicó en 1974 su
fundamental estudio sobre La Alemania nazi y el 18 de julio, y Ramón Tamames
había publicado un año antes La República. La era de Franco, último y algo
apresurado volumen de la muy difundida Historia de España dirigida por Miguel
Artola para Alianza Editorial. En 1974, Ariel ya había editado en su valiosa
colección “Horas de España”, entre otros, al general Vicente Rojo y su ¡Alerta los
pueblos!. Dos ediciones seguidas, ambas en abril de 1977, conoció España, de Pietro
Nenni, en Plaza y Janés. También de 1977 es la primera edición en España --a
cargo de Crítica, otra editorial con la que hemos contraído numerosas deudas--,
con prólogo de Roberto Mesa, de Guerra y vicisitudes de los españoles, escrito en 1940
por quien había sido ministro de la República, fusilado en Madrid tras su captura
por la Gestapo en París, Julián Zugazagoitia. De otro capturado por la Gestapo, y
fusilado en Barcelona, escribió J. M. Poblet una biografía, Vida i mort de Lluis
Companys, aparecida en 1976. Seis volúmenes sobre el exilio, coordinados por José
L. Abellán y publicados por Taurus también en 1976, se cuentan, todavía hoy,
entre lo mejor aparecido sobre el tema. Y entre historiadores profesionales,
Raymond Carr y Juan Pablo Fusi publicaron España. De la dictadura a la democracia,
poco después de promulgarse la Constitución. Manuel Tuñón de Lara, que había
vivido exiliado en Francia y organizado durante años los coloquios de Pau, se hizo
cargo de la dirección de una Historia de España (Barcelona, Labor) que en 1980
publicaba su volumen X, España bajo la dictadura franquista y, un año más tarde, su
volumen IX, La crisis de Estado: Dictadura, República, Guerra. Es significativo que los
primeros estudios globales de la dictadura, como el publicado en 1980 por Shlomo
Ben Ami, dedicaran algunas páginas a la “orgía de terror” desatada sobre España

en Thierry Maurice, "La movida ou l'impossible mémoire du franquisme", Esprit, 266-267,


(agosto-septiembre 2000), pp. 103-118.
Memoria, historia y política - 27

entre 1939 y 1942 y dieran por buenas las cuentas de Ciano durante su visita a
España: 6.000 fusilamientos por mes sólo en Madrid, un número tan impresionista
como el de 200.000 fusilados después del fin de la guerra, pero que pasó o pasaron
la criba de multitud de historias y que todavía hoy se repiten.
Hubo también un magnífico nivel de divulgación en colecciones como la
lanzada por La Gaya Ciencia bajo el título genérico “Qué fue”, en la que publicó
Juan Benet su breve ensayo sobre la guerra civil y José Luis L. Aranguren el suyo
sobre los fascismos. Y en ese nivel de divulgación hay que contar la primera
Historia del franquismo, publicada en 1976 por dos periodistas de los que
investigaban de verdad, Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty, el primero de ellos
autor además de un libro muy madrugador y documentado sobre La verdadera
historia del Valle de los Caídos (1976), y el segundo autor también de La irresistible
ascensión de Juan March (1977), una de las primeras biografías dedicadas a quien
fuera famoso contrabandista y luego hombre de negocios. Aunque salga de los
límites cronológicos que aquí me he impuesto, es digna de notarse la Crónica del
antifranquismo (1983), de otros dos periodistas, Fernando Jáuregui y Pedro Vega,
concebida como “homenaje a los hombres y mujeres que lucharon para que
nuestro país fuese lo que es hoy”. No es necesario insistir en que estos libros
concedían una especial atención a las actividades de la oposición antifranquista y a
la represión que se abatió sobre ella, de la que comenzaron a dar cuenta las
memorias de algunas represaliadas, como en 1977 Desde la noche y la niebla: las
mujeres en las cárceles franquistas, de Juana Doña, y En el infierno. Ser mujer en las
cárceles de Franco, de Lidia Falcón, que publicó además Viernes y 13 en la calle del
Correo, también de 1977, y Los hijos de los vencidos en 1979, el mismo año en que
aparecía Dona de pres, de Teresa Pàmies. Pronto, pero ya en los ochenta, comenzará
a publicar Tomasa Cuevas su trilogía con testimonios de mujeres encarceladas.
Como no es posible presentar aquí una relación exhaustiva de libros sobre
guerra civil y franquismo editados en España durante la transición --y aun antes--,
me limitaré a recordar, frente a quienes hablan de “silencio más absoluto” 50, que
no quedó en esos años terreno alguno sin explorar: de las fuentes ideológicas del
franquismo (Pastor, Ramírez) al papel de la Iglesia católica (Álvarez Bolado,
Raguer, Chao, Ruiz Rico, Urbina); del personal político del régimen (Viver Pi-
Sunyer) a las brigadas internacionales o a los “voluntarios” italianos (Cruells,
Coverdale); de las instituciones republicanas y de revistas e intelectuales en el
exilio (Ferrer, Borrás, Caudet, Abellán) a la prensa clandestina (Oliver, Pages); de
las guerrillas (Pons Prades, Gros) a la resistencia y los movimientos de mujeres
(Alcalde, Di Febo, aparte de las ya citadas Pàmies, Falcón, Doña); de la oposición a
la dictadura (González Casanova) y de Cataluña bajo el régimen franquista (Josep
Benet) a los “topos” que vivieron como sepultados en vida y a los mutilados del
ejército republicano (Torbado y Leguineche, Bravo-Tellado); del sindicalismo y del
movimiento obrero (Aparicio, Almendros, Maravall, Picó, Sartorius) a la
represión, las cárceles y los campos de concentración (De Guzmán, Llarch,
Colectivo 36); de la política exterior (Schwartz, Armero) a los movimientos de

50 Por ejemplo, Francisco Espinosa, “Historia, memoria, olvido”, en Arcángel Bedmar,


coord., Memoria y olvido sobre la Guerra Civil y la represión franquista, Lucena, 2003, p.
106.
Memoria, historia y política - 28

estudiantes (Colomer, Maravall); de la cultura política y del pensamiento político


(López Pina, E. Aranguren, Elías Díaz) a los cambios ideológicos (Bozal); de la
represión sexual (Alonso Tejada) a la censura (Beneyto); de la crítica literaria y el
compromiso antifascista (Mainer, Aznar, Calamai) a la novela escrita en España
(Juan Iturralde [José María Pérez Prats]) o en el exilio (Arturo Barea, César
Arconada); de las ediciones del teatro de agitación política (Bilbatúa), al
romancero y los carteles de la guerra (Renau). Luis Mario Schneider y Manual
Aznar publicaron en 1979, en Laia, tres volúmenes con amplios y documentados
estudios y con los discursos y ponencias pronunciados en el II Congreso
Internacional de Escritores Antifascistas, al que Litoral dedicó varios números. Fue
también entonces cuando se inició el debate entre Ramón Salas y Alberto Reig
sobre fusilados en la guerra y después y cuando apareció el espléndido Recuérdalo
tú y recuérdalo a otros, de Ronald Fraser, la primera e insuperada historia oral de la
guerra civil. En fin, no hubo que esperar a 1980 para que las obras de muchos
escritores exiliados, centradas en la guerra civil, comenzaran a aparecer en España,
como los cinco “campos” de Max Aub, publicados por Alfaguara entre 1978 y
1981, ni hubo que esperar tampoco mucho tiempo para que Castelao o Cernuda
recibieran sendos homenajes ni para acceder libremente a las novelas de Malraux
o Hemingway o para asistir a exposiciones colectivas y homenajes como los
dedicados a los poetas Miguel Hernández y Federico García Lorca.
Fue también en esos tres o cuatro años cuando se comenzaron a publicar en
España, algunas con rápido y notable éxito, las obras de hispanistas hasta entonces
prohibidos, como Thomas, Jackson, Southworth, Gibson, Broué y Temime. El
Diario, de Koltsov, vio la luz española en 1978 gracias a otra editorial muy activa
en la recuperación de títulos, Akal; y a la colección “Crónica general de España”,
de Júcar, se debe la edición --precaria, todo sea dicho-- de las obras de Ehrenburg,
Jellinek o Camus sobre la guerra civil, además de varios clásicos españoles del
anarquismo y del sindicalismo revolucionario. Y no menos importante: viene
también de aquellos años el comienzo del debate en España sobre la naturaleza del
franquismo, que ha llegado hasta hoy mismo vivo y coleando: recuérdese, por
ejemplo, el número monográfico de la revista Papers sobre El Régimen de Franco, de
1978, las primeras propuestas de análisis del franquismo por historiadores
formuladas en el VII Congreso de Pau, dirigido como siempre por Manuel Tuñón
de Lara y publicado en España en 1977, y la atención que la nueva sociología
española (Giner, González Seara, De Miguel, Moya) dedicó a la discusión sobre los
orígenes y la naturaleza del régimen con la publicación de estudios que no han
perdido nada de su valor. De 1978 es la traducción española de España en crisis.
Evolución y decadencia del régimen de Franco, editado por Paul Preston, con
excelentes trabajos sobre la Iglesia, la oposición, la Universidad, la clase obrera. Y
de los mismos años son los primeros balances sobre las diversas manifestaciones
culturales bajo el franquismo, con sustanciales ensayos de Castellet, Castilla del
Pino, Mainer, Aranguren, Equipo Crónica. Por cierto, si se dirige una mirada a los
economistas, la cosecha es no sólo abundante sino decisiva para las elaboraciones
posteriores: excelentes estudios sobre política económica, autarquía, campesinado,
INI, política comercial exterior, internacionalización del capital, debidos a Manuel
Jesús González, Ángel Viñas, José L. Leal, Eduardo Sevilla, José M. Naredo, Jacint
Ros, “Arturo López Muñoz” (Santiago Roldán, Juan Muñoz, José Luis García
Memoria, historia y política - 29

Delgado) aparecieron también antes del cambio de década, en plena orgía de


silencio sobre el régimen de Franco51.
Por supuesto: se trataba de un comienzo y quedaron muchos temas
pendientes. Pero si alguien se animara a emprender una investigación exhaustiva
sobre todo lo hablado y escrito en torno a guerra civil y franquismo durante
aquellos años quedaría impresionado por la enorme cantidad, calidad y variedad
de lo publicado. Nadie de los que repiten que aquél fue un tiempo de silencio lo
ha hecho; les basta con decir: la transición fue un tiempo de olvido y desmemoria,
y dan el asunto por zanjado. Hasta que alguno se anime, en lugar de silencio,
amnesia y otras figuras por el estilo, podría afirmarse con mejor motivo que en los
años setenta se inició un trabajo de memoria, por un lado, y de investigación y
divulgación, por otro, nunca desde entonces interrumpido, y que pocos años
después podía ofrecer ya miles de entradas bibliográficas --libros, artículos,
reseñas-- sobre la guerra y la represión en los ámbitos locales, provinciales,
regionales y sobre todos los aspectos posibles de la guerra civil y del régimen de
Franco. Libros que dedican en no pocos casos la mitad de sus páginas al listado de
asesinados y ejecutados, y que desmienten con el solo hecho de su presencia en el
mercado, a veces con éxito notable de ventas, la supuesta “sintaxis de la
desmemoria”, la retórica del pasado oculto, de la huida de la historia, de la
memoria reprimida. Libros que han exigido largas búsquedas, financiadas por
organismos públicos y realizadas gracias, desde luego, al tesón y la paciencia de
muchos grupos de investigadores, pero también a la evidente y progresiva mejora
en la catalogación y servicio de los archivos públicos que cualquiera puede
comprobar con la simple comparación de lo que son hoy los archivos de la Guerra
Civil en Salamanca, de la Administración General del Estado en Alcalá de
Henares, del Militar en Ávila, o del Histórico Nacional en Madrid, con lo que eran
hace treinta o cuarenta años, cuando una generación de amnésicos y
desmemoriados comenzó a entrar en ellos. Sin duda, muchas historias habría que
contar en relación con los archivos, pero no todo, ni lo principal, fue destrucción ni
cierre a cal y canto52.

ASUMIR TODA LA HISTORIA


Cuando ha transcurrido más de un cuarto de siglo, confundir la Ley de
Amnistía de octubre de 1977 con un triunfo de la derecha franquista y una cesión
de la oposición democrática es resultado de una elaboración posterior que juzga el
pasado desde la posición de una democracia finalmente consolidada, haciendo

51
En 1987, Gregorio Cámara pudo escribir, con razón, que el franquismo no era ya un
páramo científico: “Analizar el franquismo: interpretaciones sobre su naturaleza”, en
Política y sociedad. Estudios en homenaje a Francisco Murillo Ferrol, Madrid, 1987, vol. II, p.
712.
52
Es conocida la orden de destruir los archivos del Movimiento Nacional el mismo día en
que se comunicó su disolución, 1 de abril de 1977. El gobernador civil de Barcelona
decidió cumplirla porque aquellos papeles “le olían a un pasado remoto” -¿pues qué
habría que hacer entonces con el Archivo de Indias?-. Confiesa con total ingenuidad este
devastador principio Salvador Sánchez-Terán, De Franco a la Generalitat, Barcelona, 1988,
p. 261.
Memoria, historia y política - 30

abstracción de la cronología y naturaleza de un proceso que no fue una


revolución, pero tampoco una reforma para que todo continuara igual, sino un
rápido avance hacia el desguace de las instituciones de la dictadura y la
instauración de un sistema democrático. Que lo entonces aprobado no supuso
obstáculo para indagar en el pasado lo prueba que muy pocos años después
hayamos podido contar con un impresionante corpus bibliográfico sobre la
República, la guerra y el franquismo, debido a investigadores españoles, que no ha
dejado de crecer desde entonces y en cuya corriente es preciso situar lo publicado
en los últimos años como una nueva “avalancha de libros” que continúa y amplía
anteriores avalanchas más variadas en temática aunque no menos caudalosas en
cantidad y calidad.
La multitud de trabajos de investigación y divulgación sobre nuestro más
reciente pasado debería ser suficiente para poner en duda que la amnistía
proclamada a la luz pública en el Congreso de Diputados el 14 de octubre de 1977
implicara un pacto de silencio o extendiera sobre la sociedad española una
amnesia colectiva. Sin duda, listas completas de represaliados no se publicaron
durante los años de la transición, aunque muchos nombres saltaron a las páginas
de los periódicos y las revistas. Pero no hubiera sido posible proceder a su
publicación diez años después si un considerable número de investigadores no
hubiera comenzado entonces a documentar lo ocurrido en España desde la
República a la dictadura hasta completar miles de páginas con las listas nominales
de ejecutados, asesinados, encarcelados o depurados que han salido
paulatinamente a la luz pública. Comenzar a conocer requirió tiempo, avanzar a
tientas, sortear obstáculos, descubrir personas, hechos y situaciones con los que no
existía familiaridad alguna, pero gracias a aquel comienzo se fueron planteando
problemas, abriendo caminos, acumulando conocimientos. Los que acusan a la
transición de haber sellado un pacto que convirtió en tabú la guerra y el
franquismo, que impidió debatir públicamente sobre estas cuestiones durante
treinta años, no saben y, en muchos casos, no les importa no saber de lo que están
hablando.
Recordar este papel que la transición a la democracia desempeñó en la
recuperación y discusión del pasado de guerra y dictadura no significa que no
quedara nada por hacer, ni que todo lo que se hiciera entonces constituya un logro
absoluto e inamovible: nunca ocurre así en la historia, menos aún en la historia de
acontecimientos traumáticos que quiebran las bases de la convivencia social y de
la comunidad política. Por eso no es sorprendente que a medida que nuevas
generaciones afirmaban su presencia en la esfera pública, la mirada sobre el
pasado se transformara y nuevas preguntas surgieran a la luz, confirmando así esa
especie de ley general de la memoria, teorizada por Henri Rousso, según la cual la
percepción del pasado, especialmente del traumático, se modifica cada veinte o
veinticinco años. En nuestro caso, y dicho de modo muy impresionista, lo nuevo
fue que los nietos de los derrotados comenzaron a preguntarse qué había pasado
exactamente con sus abuelos. Esta nueva mirada se afirmó simultáneamente al
retroceso del Partido Socialista en las preferencias de jóvenes electores de ciudades
y a la pérdida de mayoría absoluta en 1993 y de su derrota electoral tres años
después. Fue la simultaneidad, cuando iban mediados los años noventa del siglo
pasado, del cambio de mayoría parlamentaria y de la aparición de estas nuevas
Memoria, historia y política - 31

cohortes de nietos de la guerra lo que ha determinado un punto de inflexión con


notables efectos sobre la memoria y la historia de la guerra y de la dictadura53.
Pues a ese cambio de mayoría y a esa mirada de los nietos, generadora de
otra memoria54, debemos, por una parte, la llegada a las comisiones del Congreso
de propuestas no de ley presentadas por los partidos de la oposición y dirigidas a
condenar el golpe de Estado y la dictadura que culminaron en una resolución
transaccional, aprobada por unanimidad por la Comisión Constitucional en
noviembre de 2002, que reafirmaba “el deber de nuestra sociedad democrática de
proceder al reconocimiento moral de todos los hombre y mujeres que fueron
víctimas de la guerra civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión
de la dictadura franquista”55. Las cosas, sin embargo, no quedaron ahí: tras el
nuevo cambio de mayoría, la cuestión llamada de recuperación de la memoria
histórica ha adquirido otro significado político, claramente explicitado por
dirigentes de Esquerra Republicana de Catalunya cuando han afirmado que si una
ley de memoria histórica que ese partido puso como condición para facilitar la
investidura de Rodríguez Zapatero “solo pretendiera reparar algunas injusticias”,
ERC no podría legitimarla. Lo que este partido pretendía bajo el concepto de
recuperación de la memoria histórica no era tanto reparar injusticias como “poner
en cuestión un aspecto fundamental de la legitimación que la izquierda española
ha hecho de la monarquía posfranquista y de la Constitución de 1978: el
nombramiento vitalicio del jefe del Estado nombrado por el general Franco”.
Como es inevitable cuando la memoria rige la acción política, su valor pasa a ser
puramente instrumental; en este caso, la memoria vale en cuanto sea capaz de
“hacer evolucionar las mentalidades del conjunto de los pueblos ibéricos” con el
propósito de deslegitimar al régimen que socialistas y comunistas legitimaron
durante la transición “sin ninguna necesidad”56
El reconocimiento moral de las víctimas de la guerra y de la represión
franquista ha sido también la tarea emprendida por la Asociación para la

53
A la coincidencia de estos dos fenómenos ya me referí en “Acuerdo sobre el pasado”,
El País, 24 de noviembre de 2002.
54
Con memoria de los nietos me refiero genéricamente a lo mucho publicado sobre
represión por jóvenes investigadores y a las docenas de asociaciones por la recuperación
de la memoria histórica creadas en la última década. En todo caso, tampoco aquí se
puede generalizar: de acuerdo con un estudio publicado por el CIS, a la pregunta: ¿cree
usted que la forma en que se llevó a cabo la transición a la democracia constituye un
motivo de orgullo para los españoles?, el 86 por 100 de los encuestados contestaba en
2000 afirmativamente –diez puntos por encima de 1985- y sólo el 8 por 100 optaba por la
negativa. Esta “minoría disidente” –como la denomina el autor del trabajo, Félix Moral-
alcanzaba sus más altas cotas en ambos extremos de la escala de ideología, de izquierda o
de derecha; entre quienes votaban a IU o se abstenían; y entre quienes tenían estudios
universitarios superiores y quienes no tenían ninguno, sin que la edad tuviera especial
relevancia: Veinticinco años después. La memoria del franquismo y de la transición a la
democracia en los españoles del año 2000, Madrid, 2001.pp. 20-21.
55 Diario de Sesiones del Congreso de Diputados, Comisión Constitucional, 20 de
noviembre de 2002, pp. 20 de noviembre de 2002.
56 Joan Tardà I Coma, “ERC y la memoria histórica”, La Vanguardia, 20 de julio de 2005.
Memoria, historia y política - 32

recuperación de la memoria histórica, con la exhumación de cadáveres de


asesinados republicanos durante la guerra civil, enterrados a la vera de los
caminos a los que fueron conducidos por sus verdugos. Ahora bien, reconociendo
el benemérito trabajo de esta y de otras varias decenas de asociaciones y el derecho
que asiste a los familiares a dar digna sepultura a los muertos, la exhumación de
cadáveres no siempre prueba que yacieran olvidados ni su traslado a un
cementerio sea tal vez la mejor política para conservar la memoria del crimen.
Quienes, en los primeros años de la transición, fueron a visitar, adecentar, vallar,
llevar flores --también en zonas rurales-- a fosas de asesinados durante la guerra
civil, sabían lo ocurrido a sus familiares o amigos aunque no los desenterraran y
prefirieran elevar en el lugar un monolito a su memoria. Por supuesto, del
asesinato de García Lorca se conocía y se recordaba prácticamente todo, pero su
familia optó por conservar el lugar de su enterramiento como lugar de memoria,
sin exhumar ni trasladar a un cementerio sus restos: es la mejor elección para que
perdure siempre, en el lugar de los hechos, el recuerdo de la infamia. Lo mismo
podría decirse de Manuel Azaña, enterrado en el cementerio de la ciudad francesa
de Montauban, donde murió en 1940: trasladar sus restos para darles sepultura en
algún cementerio español constituiría, más que una reparación, un agravio a su
memoria aunque la iniciativa se propusiera bajo el señuelo de “recuperarla”.
Por lo que respecta a su relación con la historia --entendida como
conocimiento científicamente elaborado del pasado humano, por decirlo ahora con
la venerable fórmula de Henri-Irenée Marrou57--, esta nueva memoria de los
nietos ha tenido un efecto contundente: las investigaciones dedicadas a la
represión se han multiplicado hasta el punto de dominar claramente en los
últimos años a todos los demás temas relacionados con la República, la guerra y la
dictadura. Como primer resultado, los avances realizados en esta dirección son
verdaderamente notables: aunque no se pueda olvidar que listas de fusilados o
represaliados por el franquismo, documentadas en fuentes de primera mano,
comenzaron a aparecer hace más de veinte años58, hoy conocemos mucho mejor
que ayer los fundamentos sobre los que se construyó la dictadura desde la guerra
civil. Sobre todo, conocemos mucho mejor el peso abrumador que la represión
tuvo en esa construcción: los trabajos publicados sobre la actuación de consejos de
guerra, tribunales de responsabilidades políticas, comisiones de depuración,
campos de concentración, cárceles, colonias penitenciarias, que debemos a
investigadores que trabajan en Barcelona y en Zaragoza, en Málaga como en
Madrid, en Segovia o en Girona, y en tantas otras capitales, han supuesto un
incremento sustancial de nuestros conocimientos y, lo que no es menos
importante, de nuestra conciencia del sufrimiento de los vencidos sobre el que
militares, clérigos y falangistas edificaron el peculiar Estado nacional y católico
que dominó largos años nuestras vidas.
Pero al buscar, con toda razón, los fundamentos de la dictadura en el
periodo de la guerra y al fundir, no siempre razonablemente, “guerra civil y

57
Henri-Irenée Marrou, De la connaissance historique, Paris, 1954, pp. 30-31, aun si reconoce
el carácter ambiguo de la noción de ciencia.
58
La repressió franquista a Catalunya (1938-1953), de Josep Maria Solé i Sabaté, es de
1985.
Memoria, historia y política - 33

franquismo”, se pasa a veces por alto que en la guerra actuaron dos Estados y en el
franquismo sólo uno, lo que ha llevado en no pocas ocasiones a la completa
absorción de la primera en la problemática del segundo, relegando a un plano
secundario lo que la guerra civil tiene de específico en relación con la dictadura.
Dicho de otro modo, como la reparación de los vencidos y el reconocimiento a los
perseguidos se ha convertido en único objetivo de esta memoria de los nietos,
están cayendo en progresivo olvido o se está dejando su recuerdo al cuidado
exclusivo de los epígonos del franquismo --expertos en buscar legitimidades para
aquella rebelión militar que Azaña definió como horrenda culpa y crimen de lesa
patria-- las víctimas de la represión en la zona republicana, bien porque se
presentan acríticamente como si se tratara de muertos por casualidad, por una
especie de ira espontánea o incontrolada, bien porque se minimiza la magnitud de
su persecución o se falsean sus circunstancias, bien sencillamente porque nadie se
ocupa de ellas59.
Es significativo, por ejemplo, que libros titulados o subtitulados “Campos
de concentración y prisiones durante la guerra civil y el franquismo” no incluyan
ni una sola línea dedicada a las cárceles existentes en zona republicana, como si no
hubieran sido varias decenas de miles los encarcelados, sacados de las cárceles y
fusilados en territorio de la República durante la guerra civil. En resoluciones y
acuerdos de parlamentos autonómicos, los encarcelados y ejecutados en la zona
republicana se han vuelto de pronto invisibles60. Se dice --incluso por jóvenes
diputados desde las tribunas del Congreso-- que de esos muertos ya se ha hablado
bastante, que a ellos se dedicó la causa general y que ya obtuvieron su reparación.
Pero eso, que no pasa de ser un arma para la lucha política, para el trabajo del
historiador no puede ser una excusa: cuando se habla de “guerra civil”, no
podemos pasar de la exclusiva visibilidad de los muertos en “zona roja”, propia de
los años de la dictadura, a la exclusiva visibilidad de los muertos en “zona
nacional”, como si una supuesta memoria democrática consistiera en volver del
revés la memoria impuesta durante la dictadura: la democracia acepta mal el
singular porque es incompatible con la existencia de un centro creador y difusor
de memoria.
Esta invisibilidad guarda una estrecha relación con otro resultado de la
absorción de la problemática propia de la “guerra civil” en la de “franquismo” o
“dictadura”. Como, durante la dictadura, los militantes en partidos o sindicatos de
oposición siempre luchaban por la democracia, se ha atribuido también ese mismo
carácter a todos los que respondieron con las armas a los militares rebeldes y se

59
Por ejemplo, Montse Armengou y Ricard Belis escriben en Las fosas del silencio. ¿Hay un
holocausto español?, Barcelona, 2004, p. 92, que las autoridades republicanas decidieron
“trasladar” desde la cárcel Modelo a “un numeroso grupo, [que] podría llegar a superar
el millar”, de “destacados presos de derechas que podrían colaborar con los golpistas”. Y
añaden: “Nunca llegaron a su destino”, como si su destino no hubiera sido desde el
principio ser fusilados en el lugar adonde les conducían los autobuses y como si todavía
hoy cupiera alguna duda de que los fusilados superaron con creces “el millar”.
60 Puede verse Decreto 334/2003, 2 diciembre para coordinación de actuaciones en
torno a la recuperación de la memoria histórica. Boletín Oficial de la Junta de Andalucía,
236, 9 diciembre 2003.
Memoria, historia y política - 34

han reducido las complejas luchas y los cruces de conflictos que caracterizaron a la
República a una defensa de la democracia contra un ataque del fascismo. Se está
abriendo así un foso entre una memoria de la República en guerra que exalta el
ideal democrático de la República pero elimina la complejidad y los conflictos
entre sus defensores y una historiografía que ha identificado cada vez con más
rigor los enfrentamientos no ya entre las distintas fuerzas que combatieron en su
defensa sino dentro de cada partido o sindicato. En el lado de la República
lucharon anarquistas, sindicalistas, comunistas, socialistas, republicanos,
nacionalistas catalanes y vascos (para colmo, católicos), militares y hasta guardias
civiles leales. Los conflictos entre estas organizaciones fueron abundantes y dieron
lugar, como es bien sabido, a guerras dentro de la guerra en las que lo que se
dilucidaba estaba lejos de ser una defensa de la democracia. Pretender la
construcción de una “memoria democrática” --una expresión contradictoria, pues
inevitablemente la democracia habrá de dar curso libre a múltiples memorias--
como si todo lo que en el lado de la República se oponía a los militares rebeldes
fuera una lucha por la democracia es un anacronismo sin relación con la historia
aunque pueda tenerla, y muy íntima, con la memoria, con una memoria
transformada por el posterior desarrollo de los hechos.
Desde el golpe de Estado militar contra la República y desde la revolución
obrera y campesina que fue su inmediata secuela, decenas de miles de españoles
fueron “víctimas de la guerra civil” aunque su compromiso estuviera lejos de ser
por la democracia e incluso aunque no tuvieran compromiso alguno: miles de
pacíficos ciudadanos fueron liquidados en aquellos macabros “paseos”, en zona
rebelde como en zona republicana, sin procesamiento, sin juicio alguno, por la más
nimia sospecha de simpatía hacia el otro bando, por cubrirse con sombrero o por
calzar alpargatas, por unas políticas implacables de limpieza o de depuración, de
venganza y exterminio, como las llamó el presidente de la República, de las que
ninguna de las dos zonas en guerra se vio libre, aunque fueran distintas su
naturaleza, amplitud y duración. Más tarde, una vez la guerra terminada, decenas
de miles de españoles fueron depurados, encarcelados, torturados y ejecutados,
condenados por consejos de guerra sumarísimos bajo la acusación de rebelión o
adhesión a la rebelión militar, o pasaron largos años de prisión en aplicación de
leyes inicuas que tipificaban como delito el ejercicio de derechos fundamentales:
fue un aparato burocrático de Estado puesto al servicio de una política que ya no
podía buscar el triunfo sobre el adversario sino simplemente su erradicación. Un
Estado y una sociedad democráticos tienen que asumir, si emprenden una política
de la historia, la carga de todo ese pasado de guerra y dictadura y no pueden
hacer con ellos distinciones, por más que las hiciera la misma dictadura, que sólo
honró la memoria de sus muertos. Ésta es tal vez la única vía posible para que la
memoria de los nietos, complementando más que negando la de los hijos, sirva
para rehabilitar a los muertos y honrar a todas las víctimas a la par que colabora a
la nunca acabada búsqueda de la verdad histórica sobre nuestro pasado.

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