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Érase una vez una pequeña ciudad

en la que se nos ha colado un virus,


un virus que todo lo puede infectar...
menos el corazón de los niños.

Estos juegan sin normas ni temores


y vuelan igual que Peter Pan,
luchando contra piratas y tiburones
en el país de “Nunca Jamás”.

Cruzan con sus barcos el archipiélago


y reman con un garfio hasta la costa,
pero en el agua flota un murciélago
y de la espuma emerge una mosca.

Pues aparecen los adultos con sus fobias


y amordazan a sus hijos de seis años,
que lloran tras las vendas como momias
embalsamadas en sarcófagos de barro.

Los amenazan con el hombre del saco,


y éste lo abre y les regala una consola.
Pese al nombre, juegan desconsolados...
y la pantalla se convierte en su fosa.

Van pulsando las teclas de su infancia rota


mientras los llevan de camino a la farmacia,
y los crucifican en una cruz verde y luminosa
donde se mueren los sueños de su infancia.
Así crecen los niños y se encierran
en jaulas de hierro y mercromina,
cuyas rejas oxidadas son jeringas
que atraviesan sus ojos de tierra.

Mientras las madres ven sus teles


sobre un gran sofá de jeringuillas
que se clavan en las sienes
como coronas de morfina.

Aterradas por otro nuevo catarro,


esperando a que salga ya la vacuna
que pondrán a su bebé en la nuca,
mientras mece la cuna otra mano.

Y sus maridos también lloran,


pues hoy sus manos de papel
son dos multas que se mojan
al desinfectarlas con gel.

Ese gel que beben ya borrachos


los conductores de la madrugada,
con tubos de escape como vasos
y eles de autoescuela como pajas.

Condenados a seguir una carretera


que no les conduce a ninguna parte,
junto a una niña de cemento y arena
que desafía la dictadura cada tarde.
Sólo va a donde le lleva su sangre,
y no respeta normas ni señales
que para ella no tienen sentido.

No le importan las reglas sociales,


y camina alegremente sin guantes,
dejando sus huellas en el camino.

Entra en el metro y va sin el bozal,


ve pocos humanos y muchos perros;
perros a los que quieren sacrificar,
sedándolos en las vías del metro.

Da igual si los vagones están vacíos,


todos llevan puesta su mascarilla.
Los vagones de juguete son navíos
que flotan en flemas de mentira.

Sale del metro y se cruza con un hombre


que cubre su coche con polvo de aspirinas
para que los virus no se cuelen de noche.

Luego limpia con su lengua el parachoques,


y cambia las ruedas por cuatro pastillas
que se toma con la gasolina del coche.

Las cuatro pastillas giran y giran,


horadando el hueso de su alma,
que es ya una manzana podrida
donde va creciendo una larva.
Ella se aparta y sigue la Gran Vía,
hacia una concentración ilegal
disuelta con lágrimas de policías
esposados a un barrote de pan.

Cada vez suenan más alto las sirenas,


pero nadie callará a los manifestantes...
Por la noche aún brillan las estrellas,
aunque mueran en un cielo de jarabe.

Los rebeldes cruzan la calle sin dudar


mientras los sigue toda la infantería,
paseando sus insignias de azafrán
y sus insignes pistolas de lejía.

Decenas de agentes y helicópteros


acorralan a los agitadores del megáfono,
por desafiar al muñeco rojo del semáforo,
al muñeco verde del termómetro.

Por decir que Bill Gates es un loco


que en este mundo sobra;
que el mundo es para él un globo
que con su aguja explota.

Los alborotadores huyen de los agentes,


mientras ven en la lejanía a un anciano
que aporrea una ventana de amoniaco…
sin que le importe demasiado a la gente.

Lo tienen encerrado en su residencia


porque está contagiado y es peligroso.
Se escuchan sus manotazos en la puerta,
y se funden con los aplausos de las ocho.

Comienza el “resistiré” en los balcones,


y los vecinos bailan, o salen a aplaudir...
Seguirán cantando con los respiradores,
y aplaudirán cuando se vayan a morir.

Aplaudirán también todos a una


cuando les pongan el microchip
a la luz de la media luna
cortada con un bisturí.

Y alguien querrá saber si algún día


la tristeza podrá aislarse;
si una sola lágrima hecha de alegría
podrá al fin secuenciarse.

Saber si alguna rosa milenaria


crecerá en la tumba de su madre,
si quedará sitio en la funeraria
o se come las cenizas de su padre.

Saber si le miente la cuatro o la sexta,


si es un nueve o parece más un seis…
¡Los más dudosos, no os preocupéis,
que el gobierno os dará la respuesta!

¡Tenemos los hospitales colapsados!


¡Ya no quedan camillas para todos!...
Y así el pastor, que siempre es el lobo,
confinará otros tres meses al rebaño.
Y los ciudadanos seguirán esperando
esos cuentos que los políticos inventan
para esclavizarlos cada cuatro años,
mientras brindan con sangre de oveja.

Pero algunos no vamos a escucharlos,


pues tenemos nuestros propios cuentos;
y los leeremos a la luz de los inciensos
que crepitan con el fuego de los astros.

Construiremos ecoaldeas y poblados


donde el covid se lo llevará el viento;
y los niños volverán a coger sus barcos…
para llegar a donde no existe el miedo.

Sara de Mingo Fernández


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